Quirke no reconoció el nombre. Le pareció conocido, pero no supo ponerle cara. A veces sucedía así. Sin previo aviso alguien ascendía a la superficie desde las profundidades de su pasado alcohólico, y era alguien a quien había olvidado, alguien que se presentaba de improviso para pedirle un préstamo, ofrecerle un soplo infalible sobre tal o cual asunto, o sólo por trabar contacto movido por pura soledad, o por cerciorarse sólo de que seguía con vida, por comprobar que la bebida no había acabado con él. Por lo común se los quitaba de encima murmurando cualquier excusa sobre las presiones que tenía que soportar en el trabajo u otro pretexto parecido. Este debería haber sido fácil de arrinconar, puesto que sólo era un nombre y un número de teléfono que había dejado en la recepción del hospital, y muy oportunamente podría haber perdido el papelito o haberlo tirado a la papelera. No obstante, algo le llamó la atención. Tuvo una impresión de apremio, de inquietud, que no supo explicarse y que le contrarió.
Billy Hunt.
¿Qué fue lo que ese nombre prendió en él? ¿Un recuerdo perdido, o tal vez, de un modo más preocupante, una premonición?
Dejó el papelito en una esquina de la mesa y trató de olvidarlo. En pleno centro del verano, el día era de un calor pegajoso, y en las calles el aire era apenas respirable, cargado como estaba por una fina cortina de humo de tonalidad malva, así que se alegró del fresco y de la tranquilidad que se palpaba en su despacho sin ventanas, en un sótano, en el departamento de Patología. Colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se quitó la corbata sin deshacerse el nudo antes de abrirse dos botones de la camisa y sentarse ante el desordenado, atestado escritorio de metal. Le gustaba el olor familiar que se respiraba allí dentro, una combinación de humo de tabaco rancio, posos de té, papeles, formaldehído y algo más, algo almizclado, carnoso, que era su aportación particular al conjunto.
Encendió el cigarrillo y la mirada se le fue por sí sola al papelito que contenía el recado de Billy Hunt. Tan sólo el nombre y el número que la operadora había anotado a lápiz, junto con las palabras «Llame, por favor». La sensación de imploración y de apremio era más intensa que nunca. Llame, por favor.
Sin que se le ocurriese una razón que lo explicara, se encontró recordando el momento en el pub de McGonagle, medio año antes, borracho como una cuba, cuando en medio del estrépito de los festejos navideños había visto su propio rostro, colorado, bulboso, empañados los ojos, reflejado en el fondo de su vaso de whisky ya vacío, y comprendió con una certeza inexplicable que acababa de tomarse el último trago. Desde entonces había estado sobrio. Fue algo que le asombró tanto como desconcertó a quienes le conocían. A su entender, no fue él quien tomó la decisión: ésta se tomó dentro de sí y por su propio bien. A pesar de su adiestramiento, a pesar de los años transcurridos en la sala de disección, tenía la convicción secreta de que el cuerpo posee una conciencia que le es propia, y que se conoce a sí mismo y conoce sus propias necesidades tan bien o mejor de lo que imagina la mente. El decreto que aquella noche emitieron sus intestinos y su hígado hinchado y los ventrículos de su músculo cardiaco fue terminante e incontestable. Había pasado casi dos años sumido de continuo en el abismo del alcohol, cayendo casi hasta los mismos extremos en que había caído dos décadas antes, cuando murió su mujer, y ahora, de golpe, se había interrumpido la caída.
Mirando de reojo el papelito en la esquina de la mesa, tomó el teléfono y marcó. Sonó el timbre a lo lejos, al otro extremo de la línea.
Después, por pura curiosidad, había vuelto del revés otro vaso de whisky, esta vez uno que no había apurado él, por si de veras fuera posible verse en el fondo del vaso, pero no apareció ningún reflejo.
El timbre de voz de Billy Hunt no le sirvió de ayuda; no lo llegó a reconocer más de lo que había reconocido el nombre. El acento era al tiempo llano y cantarín, con las vocales abiertas y las consonantes amortiguadas. Un hombre del campo. Notó una ligera agitación en su tono de voz, un leve temblor, como si estuviera a punto de echarse a reír, o de echarse a lo que fuera. Algunas palabras las chapurreó, como si pasara deprisa por encima de ellas. Tal vez estuviera achispado.
– Ah, entiendo. No te acuerdas de mí -dijo-. ¿Verdad?
– Pues claro que me acuerdo -mintió Quirke.
– Billy Hunt. Alguna vez me dijiste que el apellido sonaba a germanía rimada [1]. Estudiamos juntos. Yo estaba en primero y tú ya estabas terminando. La verdad es que no contaba con que te acordaras de mí. Salíamos con pandillas distintas. Yo estaba loco por los deportes, el hurling, el fútbol y todo eso, mientras tú salías con los que tenían afición por las artes. Tú andabas siempre con la nariz metida en un libro, o en el Abbey Theatre o en el Gate Theatre cualquier noche de entre semana. Dejé los estudios de Medicina. No tenía estómago para eso.
Quirke dejó pasar un breve silencio.
– ¿Y a qué te dedicas ahora? -preguntó.
Billy Hunt soltó un suspiro sordo, desmadejado.
– Eso da igual -dijo, y pareció más cansado que impaciente-. Lo que cuenta es tu trabajo.
Por fin empezó a formarse un rostro en la denodada memoria de Quirke. Una frente ancha y despejada, una nariz sin lugar a dudas partida, una mata de cabello rojizo y crespo, pecas. El hijo de un tendero de algún sitio del sur, Wicklow, Wexford, Waterford, uno de los condados que empezaban por W. Un tipo tranquilo, aunque propenso a las agarradas ante la menor provocación. De ahí que tuviera el tabique nasal aplastado. Billy Hunt. Sí.
– ¿Mi trabajo? ¿A qué viene eso? -dijo Quirke.
Hubo otra pausa.
– Es la mujer -dijo Billy Hunt. Quirke oyó una bocanada de aire engullida con sequedad, que silbaba en aquellas cavidades nasales aplastadas-. Acaba de poner fin a sus días.
Se encontraron en Bewley's Café, en Grafton Street. Era la hora del almuerzo, y el local estaba lleno. El intenso, espeso olor de los granos de café tostándose en el gran recipiente metálico, nada más entrar por la puerta, a Quirke le produjo un vuelco en el estómago, el principio de una arcada. Era extraño qué cosas le provocaban ahora una arcada. Había dado por hecho que dejar de beber amortiguaría sus percepciones y le reconciliaría con el mundo y sus sabores y aromas, pero había sucedido todo lo contrario, de modo que a veces le parecía ser un manojo andante de terminaciones nerviosas enmarañadas y acosadas por todos los frentes, presa de desquiciantes olores, sabores, tactos. El interior del café le resultó oscuro; llegó la mirada acostumbrada al resplandor de la calle. Una chica que salía se cruzó con él; llevaba un vestido blanco y una pamela de paja, de ala ancha. Le llegó el cálido aroma del perfume que dejaba en su estela. Se imaginó que se volvía sobre los talones y la seguía y la tomaba por el codo y se alejaba con ella bajo el calor del verano. No le agradaba la perspectiva de encontrarse con Billy Hunt y con su esposa muerta.
Lo descubrió en el acto, sentado en una de las mesas próximas al cristal, erguido de un modo antinatural en el banco de terciopelo rojo, con una taza de café con leche que no había tocado aún, sobre el velador de mármol gris. Él no vio a Quirke al principio, y éste se contuvo unos instantes para estudiarlo, observando la cara pálida, apagada, en la que sobresalían las pecas, y la mirada vítrea y desolada, y la mano grande, como un nabo, enredando con la cucharilla del azucarero. Apenas había cambiado nada, lo cual era llamativo, en las más de dos décadas pasadas desde que Quirke lo conoció. Tampoco es que pudiera decir que lo había conocido. En los nada claros recuerdos que guardaba Quirke de él, Billy era una especie de chaval crecido en demasía, a rachas animado, a rachas truculento, a veces las dos cosas a la vez, que se alejaba al campo de deporte con su pantalón corto, de pernera ancha, y una camiseta de jugar al fútbol, a rayas, o un montón de palos de jugar al hurling bajo el brazo, las rodillas nudosas y pálidas, rosadas, y las mejillas adolescentes y encendidas, enrojecidas aún por el afeitado matinal, del que no tenía todavía costumbre. Hablaba siempre a gritos, cómo no, al contar chistes escandalosos a sus compañeros de juegos, tal como llamaba la atención cuando lanzaba una mirada malhumorada, resguardados los ojos por las pestañas incoloras, en dirección a Quirke y a los que, como dijo, tenían afición por las artes. Los años le habían metido en carnes, lucía una calva en la coronilla, como una tonsura, y una papada gruesa y roja que le sobresalía por el cuello de la deformada chaqueta de tweed.
Despedía ese olor, acalorado y crudo y salado, que Quirke reconoció al punto, el olor de los que recientemente han perdido a un ser querido. Estaba sentado en la mesa y se levantó como pudo, un abultado saco de pena, de tristeza, de rabia reprimida.
– No entiendo por qué lo hizo -dijo a Quirke con total desamparo.
Quirke asintió.
– ¿No dejó nada? -Billy lo miraba sin entender a qué estaba refiriéndose-. Quiero decir… una carta, una nota.
– No, no, nada de eso -esbozó una sonrisa torcida, casi avergonzada-. Ojalá hubiera dejado una cosa así.
Aquella mañana, una partida de números de la Garda había salido a la mar en lancha y habían rescatado el cuerpo desnudo de la pobre Deirdre Hunt entre las rocas de la orilla de Dalkey Island que daba más a tierra.
– Me llamaron para que la identificara -dijo Billy sin que abandonase sus labios aquella extraña sonrisa de dolor, que no era una sonrisa, con los ojos saltones, como si de nuevo viesen con perplejidad, con desaliento, lo que habían visto sobre la mesa del hospital, pensó Quirke, y lo que con toda certeza nunca dejarían de ver, al menos mientras siguiera con vida-. La llevaron a St. Vincent. Parecía otra, no se parecía en nada a la que… Creo que no la habría reconocido de no ser por el cabello. Siempre estuvo muy orgullosa de su cabello -sonrió como si pidiera disculpas, encogiendo sólo un hombro.
Quirke se acordó en esos momentos de una mujer muy gorda que se había arrojado a las aguas del Liffey, de cuya cavidad pulmonar, cuando la abrió por el medio y separó las dos mitades de la caja torácica, salieron a borbotones, con el abotargamiento de los bien alimentados de veras, una nidada de animalillos traslúcidos, de muchas patas, parecidos a las gambas.
Una camarera de uniforme blanco y negro, con cofia de doncella, se acercó a tomar nota de lo que quisiera Quirke. Lo agobiaban los aromas de los almuerzos, de las frituras y las cocciones. Pidió un té. Billy Hunt se había alejado al interior de sí mismo y, ausente, enredaba en los terrones de azúcar del cuenco, haciéndolos sonar.
– Es jodido -dijo Quirke cuando se marchó la camarera-. Quiero decir, identificar el cuerpo. Eso siempre es jodido.
Billy bajó la mirada, y el labio inferior se le puso a temblar. Se lo sujetó con los dientes en un gesto infantil.
– ¿Tienes hijos, Billy? -preguntó Quirke.
Billy, sin levantar la mirada, negó con un gesto.
– No -musitó-, no tengo hijos. Deirdre no estaba por la labor.
– ¿Y a qué te dedicas? Quiero decir… ¿en qué trabajas?
– Viajante de comercio. Productos farmacéuticos. Es un trabajo que me obliga a viajar mucho, por todo el país, también al extranjero, de vez en cuando a Suiza, si toca reunión en la sede central. Supongo que eso era parte de lo malo, que yo estuviera tanto tiempo fuera de casa. Eso, sumado a que ella no quisiera tener hijos -ahí viene, se dijo Quirke: el problema. Pero Billy sólo añadió-: Supongo que se sentía sola. Claro que nunca se quejó de nada -miró a Quirke de repente, como si lo desafiara-. Nunca se quejó de nada. ¡Nunca!
Siguió hablando de ella: cómo era, qué hacía. La expresión obsesiva que tenía en el rostro se tornó más intensa, y miraba de acá para allá con extraña actitud de apremio, como si algo le estorbase o quisiera que se posaran sus ojos en algo que no terminaba de estar en donde lo buscaba. La camarera llevó el té que había pedido Quirke. Se lo tomó bien negro, escaldándose la lengua. Sacó la pitillera.
– Entonces… dime -dijo-¿por qué tenías tanto interés en verme?
Una vez más Billy bajó las pestañas pálidas y miró el azucarero. Una oleada de colores moteados ascendió desde el cuello de su camisa y lentamente le cubrió la cara entera, hasta el nacimiento del cabello, o incluso más arriba. Quirke se dio cuenta de que se había puesto colorado. Asintió sin decir nada e inspiró hondo.
– Quería pedirte un favor.
Quirke se quedó a la espera. El local se iba llenando a gran velocidad. Era la hora de almorzar y el ruido había alcanzado el nivel de un barullo variopinto y atronador. Las camareras circulaban veloces entre las mesas, con las bandejas marrones cargadas de platos: salchichas y puré de patata, pescado con patatas fritas, humeantes tazas de té, vasos de zumo de naranja recién exprimida. Quirke le tendió la pitillera en la palma de la mano y Billy tomó un cigarrillo como si apenas se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Quirke accionó el encendedor, del que manó una llama. Billy se encorvó con el cigarrillo entre los labios, sujetándolo con dedos temblorosos. Luego se recostó en el respaldo como si acabara de quedar exhausto.
– A todas horas sales en los periódicos -le dijo-. Casos en los que intervienes -Quirke, incómodo, cambió de postura-. Aquello de la chica que murió cuando… Y la mujer a la que asesinaron. ¿Cómo se llamaban?
– ¿Quiénes? -preguntó Quirke sin que se le alterase el gesto.
– Aquella mujer de Stoney Batter. El año pasado, o hace dos, ¿no? Dolly… no me acuerdo qué -frunció el ceño, trató de acordarse-. ¿Qué fue de aquella historia? Salió en todos los periódicos, y de un día para otro no se dijo nada más, como si nunca hubiera pasado nada.
– No tardan mucho los periódicos en perder todo interés -dijo Quirke.
A Billy se le acababa de ocurrir algo.
– Joder -dijo en voz queda, apartando la mirada-. Supongo que también darán la noticia de Deirdre.
– Podría hablar con el juez de instrucción, si quieres -dijo Quirke, aunque de un modo que sonó a equívoco.
Pero no eran las noticias de prensa lo que ocupaba los pensamientos de Billy. Se volvió a encorvar, de pronto muy atento, concentrado, y extendió una mano con urgencia, como si estuviera a punto de sujetar a Quirke por la muñeca o por una solapa.
– Lo que no quiero es que la corten -dijo con voz ahogada, ronca.
– ¿Que la corten?
– En la autopsia, o post mórtem, o como se diga. No quiero que se lo hagan.
Quirke aguardó un instante antes de contestar.
– No es más que un formulismo, Billy. Lo exige la ley.
Billy meneaba la cabeza con los ojos cerrados y la boca apretada en una mueca de dolor.
– No quiero que se lo hagan. No quiero que la rajen de arriba abajo, como si fuera una especie, un… eh… Como si fuera una res -se cubrió los ojos con la mano. El cigarrillo, olvidado, se le quemaba entre los dedos de la otra-. Ni siquiera soporto pensar en eso. Bastante terrible ha sido verla esta mañana… -apartó la mano y miró delante de sí como si fuera presa de un estupor invencible, de un asombro superior a sus fuerzas-. Pero pensar en que la pongan sobre una mesa, bajo una lámpara, con el cuchillo… Si tú la hubieras conocido, si supieras cómo era antes de… Y qué vitalidad tenía… -volvió a bajar la mirada y agachó la cabeza como si anduviera en busca de algo en lo que concentrarse, las tripas de una realidad corriente, de las que pudiera hacer corazón-. No lo puedo soportar, Quirke -dijo con ronquera, con una voz que apenas era un susurro-. Te lo juro por Dios, no puedo soportarlo.
Quirke dio un sorbo de té, que ya estaba tibio, y notó acre el sabor del tanino en la lengua escaldada. No supo qué debía decir, ni qué iba a decir. Rara vez tenía contacto directo con los familiares de los muertos, aunque alguna vez éstos lo habían buscado, como era el caso de Billy, para que les hiciera un favor. Alguno quería que se ocupara de devolverles un recuerdo, una alianza matrimonial, o que les facilitase un rizo del difunto; una viuda republicana una vez le pidió que recuperase un fragmento de una bala disparada en plena guerra civil, que su difunto esposo había llevado cerca del corazón durante casi treinta años. Otros tenían peticiones más serias y menos luminosas: que las magulladuras perceptibles en el cuerpo de un niño muerto encontrasen explicación, que la repentina defunción de un padre o una madre de cierta edad, y además enfermos, se aclarase de inmediato, o que un suicidio fuese piadosamente encubierto. Pero nadie le había pedido nunca lo que estaba pidiéndole Billy.
– De acuerdo, Billy-le dijo-. Veré qué se puede hacer.
La mano de Billy en ese momento sí que tocó la suya, un roce levísimo, con las yemas de los dedos, a través de las cuales pareció descargar una corriente de alto voltaje efervescente.
– Tú no me vas a decepcionar, Quirke. Lo sé yo -dijo, y fue más una afirmación neutra que un ruego, aun cuando le temblase la voz:-. Aunque sea por los viejos tiempos. Aunque sea… -bajó la voz y aún dijo algo, a medias un sollozo, a medias una risa-. Aunque sea por Deirdre.
Quirke se puso en pie. Pescó media corona del fondo del bolsillo y dejó la moneda en la mesa, junto al plato de su taza. Billy volvía a mirar en derredor con inquietud, como haría un hombre que se palpase los bolsillos en busca de algo que no acertaba a encontrar. Había sacado un encendedor Zippo y abría y cerraba la tapa sin descanso, con inquietud. En la calva, entre las hebras de pelo escaso y claro, se le veían relucientes gotas de sudor.
– Por cierto, no se llama así -dijo. Quirke no lo entendió-. Quiero decir que sí, que ése es su nombre, sólo que se hacía llamar de otro modo. Laura, Laura Swan. Era su nombre de profesional. Tenía un salón de belleza, el Silver Swan. De ahí su nombre, Laura Swan.
Quirke aguardó, pero Billy no quiso añadir nada más. Se dio la vuelta y se marchó.
Por la tarde, de acuerdo con las instrucciones de Quirke, trasladaron el cuerpo desde St. Vincent hasta el céntrico Hospital de la Sagrada Familia, donde estaba esperando Quirke su llegada. Una serie de medidas de ahorro recientemente impuestas en la Sagrada Familia, objeto de acaloradas discusiones -aunque toda protesta fuese en vano-, había dejado a Quirke con un solo ayudante, por más que antes tuviese dos. A él le tocó elegir entre Wilkins, el protestante ejemplar, y Sinclair, el judío. Había preferido a Sinclair sin que mediara una razón clara, ya que los dos jóvenes tenían idéntica destreza o, en algunos aspectos, idéntica falta de destreza. Pero Sinclair le caía bien, le agradaba su independencia, su taimado sentido del humor, su tenue hosquedad en el trato; cuando Quirke le preguntó de dónde era oriunda su familia, Sinclair lo miró a los ojos sin cambiar de expresión y contestó a quemarropa: «De Cork». No le dio las gracias porque Quirke lo eligiera a él, y Quirke también lo admiró por eso.
Se preguntó hasta dónde era oportuno abusar de la confianza de Sinclair en el asunto de Deirdre Hunt, en la petición de su marido para que su cadáver quedara intacto. Sinclair, sin embargo, no era un hombre que causara complicaciones sin necesidad. Cuando Quirke le dijo que él haría la autopsia por su cuenta, solo •-bastaría con un examen visual-, y que Sinclair podía aprovechar el rato para irse a la cafetería del hospital, a tomarse un té y fumarse un cigarrillo, el joven no vaciló durante más de un segundo, tras el cual se quitó la bata verde y las botas de goma y se largó del depósito de cadáveres con las manos en los bolsillos, silbando con suavidad. Quirke le dio la espalda y levantó el cobertor de plástico.
Deirdre Hunt, o Laura Swan, o como se llamase, debía de haber sido, le pareció, una joven de muy buen ver, tal vez incluso hermosa. Era, o había sido, bastante más joven que Billy Hunt. El cuerpo no había estado sumergido en el agua tiempo suficiente para sufrir un deterioro serio; era, o había sido, de escasa estatura y bien modulada. Era el suyo un cuerpo fuerte, de músculos robustos, aunque de curvas delicadas y de planos bien tallados en los flancos y en las corvas. No tenía el rostro una osamenta tan fina como habría sido de suponer -su apellido de soltera, como vio Quirke en la documentación, era Ward, lo cual le hizo pensar en que tenía sangre de buhonero, o de gitano-, aunque sí tenía la frente despejada, amplia, y la melena de cabello cobrizo que le caía hacia atrás debía de ser magnífica cuando estuvo viva. Se la imaginó desparramada sobre las rocas húmedas de la orilla, una larga guedeja de esa melena enroscada al cuello como una fronda espesa de algas relucientes. Se preguntó qué podía haber empujado a aquella mujer hermosa, sana, joven, a arrojarse en una noche de verano, en la playa de Sandycove, a las negras aguas de la bahía de Dublín, sin más testigos de su acto que las estrellas relucientes y la mole ceñuda de la torre Martello allá arriba. Sus prendas de vestir, según le había dicho Billy Hunt, quedaron ordenadas en un montón junto a la pared del muelle. Ese era el único rastro que dejó de su desaparición, además de su coche, que Quirke tuvo la certeza de que era otro objeto del que estaba orgullosa, y que sin embargo dejó bien aparcado a la sombra de un lilo, en Sandycove Avenue. Su coche y su cabello: fuentes gemelas de vanidad. ¿Qué era lo que había hundido aquella vanidad?
Vio entonces la minúscula huella de un pinchazo en la cara interna del brazo, blanca como la leche.
De pequeña la llamaban Zanahoria, cómo no. Nunca le importó; en el fondo, sabía que todos tenían celos de ella, salvo los que eran tan tontos que ni siquiera podrían tener celos, y por esa razón ni siquiera se tomaba la molestia de pensar en ellos. Su cabello no era rojo de verdad, no era de ese rojo herrumbre, como el de las otras chicas del colegio -sobre todo aquellas cuyos padres eran oriundos del campo, no genuinos dublineses, como eran los suyos-, sino que tenía un tono más intenso, más brillante, entre rojizo y dorado, como un millón de hebras finas de un metal blando, flexible, en el que se reflejaba la luz procedente de todos los ángulos, de modo que tenía ese relumbre incluso en penumbra. No se le alcanzaba a ella saber de dónde venía ese cabello, que desde luego no había heredado por vía directa de sus padres, y tampoco dio ninguna importancia a lo que un día dijo su tía Irene sobre su «cabello de gitana», antes de soltar aquella risa tan desagradable que tenía. Su madre, desde el principio, nunca permitió que se cortara el pelo, por más que dijera que salía a la familia de su padre, a los Ward, de cabellos rubios y de ojos azules, y su madre nunca había tenido ni tiempo ni ganas de aguantar a «esa gentuza», que así era como los llamaba cuando su padre no estaba a tiro y no podía oírla. Sus hermanos, por divertirse, le tiraban del pelo, agarrándola como si el cabello le formase unas cuerdas gruesas que se enrollaban en las manos antes de tirar con fuerza para obligarla a chillar. Esto era sin embargo preferible al modo en que su padre se lo alisaba con la mano cuan largo era, apretándoselo con los dedos y acariciándole los huesos de la espalda. Su color preferido era el verde esmeralda, a sabiendas, ya de niña, de que era el tono que mejor sentaba a su coloración natural, y que le daba más realce. Un cabello rojo como el suyo y unos brillantes ojos azules, o más bien de un violeta azulado, era algo insólito, desde luego, incluso entre los Ward. Todo el mundo la envidiaba también por su cutis: tenía una piel traslúcida como esa piedra, alabastro creía que se llamaba, tanto que se tenía la impresión de que se le alcanzaban a ver sus lechosas profundidades.
Aunque siempre fue plenamente consciente de lo atractiva que resultaba, nunca se las dio de estirada, ni fue una engreída. Sabía, por descontado, que los Bloques se le quedaban pequeños, y sólo era cuestión de tiempo que se largase de allí y que empezase su verdadera vida. Los Bloques… Alguna vez tuvieron que ser nuevos, seguro, pero ella no se lo imaginaba. ¿Quién sería el chistoso de la Corporación Municipal al que se le ocurrió la brillante idea de llamarlos «las Mansiones»? Los tabiques y el suelo eran delgados como el cartón -se oía a los vecinos de arriba e incluso a los de al lado cuando iban al retrete- y siempre había cochecitos de niño y bicicletas destartaladas en los rellanos, en los pasillos entre puerta y puerta, por donde correteaban los niños como salvajes y los gatos descarriados rondaban y maullaban, y las parejas de novios se toqueteaban en los rincones más oscuros. No había controles de ninguna clase -¿quién se hubiera encargado de aplicar las normas, caso de que las hubiera?- y los inquilinos hacían lo que les venía en gana. Los Goggin, en la cuarta planta, tenían un caballo en el cuarto de estar, un caballo grande, pinto; de noche, y a primera hora de la mañana, se oía el ruido que hacía con los cascos en las escaleras de cemento cuando Tommy Goggin y las mocosas de sus hermanas se llevaban al animal a que hiciera sus quehaceres y lo montaban un rato por el solar desierto que había detrás de la fábrica de galletas. Sin embargo, lo peor de todo, peor incluso que el frío en las habitaciones de techo bajo, peor que las cañerías que se estropeaban cada dos por tres, peor que la suciedad por todas partes, era el olor que se adhería a las escaleras y los pasillos, en verano y en invierno, el hedor marronáceo y cansino de los colchones con meadas y la hediondez de los váteres atascados, el olor, el olor exacto de lo que era la pobreza, un olor al que ella nunca podría acostumbrarse, nunca jamás.
Jugaba con los demás niños de su edad en la plaza polvorienta, a la entrada de los Bloques, en donde había unos columpios desvencijados y un balancín en el que había escritas guarradas de toda clase, y una verja de alambre que tendría que impedir que la pelota saliera rodando a la calle. Los chicos le daban pellizcos o empujones, y los mayores intentaron palparle por debajo de la falda, mientras las chicas hablaban de ella a sus espaldas y se conjuraban en su contra. Todo eso nunca le importó. Una vez, por Navidad, su padre volvió a casa con una cogorza y un regalo para ella, una bicicleta roja -seguro que robada, dijo su hermano Mikey con una risotada-, y ella se pasó el día andando en bici por la plaza donde jugaban, se pasó el día andando en bici durante una semana entera, aunque lloviese, hasta que con el Año Nuevo alguien se la robó y nunca más la volvió a ver. Enrabietada por haber perdido la bici se lió a tortas con Tommy Goggin, al cual le saltó un diente. «Ah, ésa es peor que un tártaro», dijo su tía Irene con los brazos cruzados sobre los pechos, voluminosos y caídos, y asintió malhumorada. Había en cambio momentos, en los anocheceres de verano, en los que se plantaba ante la ventana abierta del llamado cuarto de estar -en realidad, era la única habitación del piso, además de los dos dormitorios sin ventana, con el aire viciado, uno de los cuales tenía que compartir con sus padres- y saboreaba el olor delicioso y cálido que llegaba de la fábrica de galletas, y escuchaba el canto de un mirlo que se desgañitaba posado en un alambre tan negro como la misma ave, que parecía dibujada a tinta, con una pluma fina, sobre el rojo resplandor que se apagaba poco a poco en el cielo, más allá del campo de fútbol gaélico, y algo se henchía entonces en ella, algo secreto y misterioso, que parecía contener todas las abundantes e indefinidas promesas del futuro.
Cuando cumplió dieciséis años entró de aprendiza en un establecimiento de perfumería y farmacia. Le gustaba estar entre los medicamentos apilados con orden, entre los frascos de perfume y los jabones de capricho. A pesar de estar casado, el boticario, el señor Plunkett, intentó convencerla de que se fuese con él. Se negó, como es natural, aunque a veces, para conseguir que él le permitiera quedarse sola un rato, y por pensar que podría echarla si no cooperaba, se colaba a regañadientes en la trastienda, que hacía las veces de almacén, y él cerraba con llave y ella le permitía que le introdujera las manos por debajo de la ropa. Era viejo, unos cuarenta, quizá más, y le olía el aliento a tabaco y a caries, aunque él en sí no era lo peor, como reflexionaba ella a la vez que miraba con ojos soñadores por encima del hombro del boticario y veía las estanterías ordenadas mientras él le daba palmadas y le hacía caricias en el vientre, por debajo de la goma elástica de la falda, y le presionaba con un pulgar los pezones, tercos en su ausencia de respuesta. Luego cazaba la mirada de la señora Plunkett, que se ocupaba de los libros de cuentas y que la estudiaba a su vez con ojos entornados, especulativos. Si el viejo Plunkett alguna vez pensó en quitársela de encima, ella no perdería el tiempo en hacerle saber que tenía un par de cosillas que comentarle a su señora, y que así a lo mejor el viejo aprendía de una vez por todas a comportarse.
Entonces un buen día apareció Billy Hunt con su maleta llena de muestras, y aunque no era su tipo -tenía una coloración pareja de la suya, y ella sabía a ciencia cierta que a una mujer no le conviene salir con un hombre que tenga la misma piel que ella- le sonrió y le hizo saber que estaba atenta mientras él gastaba su labia de vendedor con el señor Plunkett. Después, cuando fue a hablar con ella, le escuchó como si se hubiese concentrado al máximo, y fingió reírse de sus chistes, más bien sosos, de colegial, e incluso logró ponerse un tanto colorada ante los más atrevidos. En su siguiente visita él le propuso que fuese al cine con él, y ella dijo que sí, y lo dijo a un volumen suficiente para que se enterase el señor Plunkett, que frunció el ceño.
Billy era mucho mayor que ella: le sacaba casi dieciséis años. ¿Tendría quizás algo, se preguntó un tanto arrepentida, que atrajera de manera especial a los hombres mayores? Y tampoco es que fuera guapo, ni inteligente, pero tenía un encanto algo torpón que a ella le gustó muy a su pesar, y que con el tiempo le llevó a convencerse de que estaba enamorada de él. Llevaban unos cuantos meses saliendo juntos cuando una noche él la acompañó a casa -entonces ya vivía en una habitación pequeña, por su cuenta, encima de una carnicería, en Kevin Street- y se puso a balbucear y de improviso la tomó de la mano y le apretó en la palma una cajita cuadrada. Tan sorprendida quedó ella que no se dio cuenta de qué contenía la caja hasta que la abrió.
Aquélla fue la primera vez en que le permitió subir a su cuarto. Se sentaron uno junto al otro, en la cama, y él la besó por toda la cara -seguía tartamudeando y reía, incapaz de creer que ella hubiera dicho sí-, y hablaron de los planes que él tenía para el futuro, y ella a punto estuvo de creerle mientras se miraba la mano extendida, con los dedos flexionados para arriba, admirando el fino anillo de oro y el minúsculo diamante que lanzaba destellos. Él era de Waterford, donde su familia tenía una taberna que su padre con toda probabilidad iba a dejarle en herencia, si bien afirmó que no estaba dispuesto a volver al pueblo, aunque ella se dio cuenta de que cuando hablaba de Waterford lo llamaba «su casa». Le habló de Ginebra, en donde estaba citado dos veces al año para acudir a una reunión en la sede central, como él la llamaba, con todos los jefazos del mundo entero, centenares de jefazos. ¡Qué orgulloso estaba de que lo convocasen allá, siendo como era un simple vendedor! Le describió el lago y los montes de los alrededores y la ciudad -«Tan limpia que no te lo podrías ni creer»- y le dijo que un día la llevaría con él de viaje. Pobre Billy, con sus ideas a lo grande, sus planes a lo grande.
Así fueron pasando los años y así parecía que fueran a seguir por siempre, hasta el día en que el Doctor entró en la tienda. Aunque se apellidaba Kreutz, y eso sonaba a alemán, a ella le pareció que debía de ser indio, indio de la India, claro está. Era alto y delgado, tan delgado que era difícil ver si dentro del cuerpo le quedaba sitio para los órganos vitales, y tenía un rostro maravillosamente alargado, delgado, el rostro, pensó ella nada más verlo, de un santo en uno de esos libros que tenían en el colegio para explicarles las misiones en el extranjero. Vestía un traje muy bonito de una tela azul oscuro, seguro que de seda, sólo que tenía un peso que le daba una caída de veras elegante por el modo en que se le ceñía a los hombros ahusados, huesudos, y a las caderas, poco menos que inexistentes. Nunca había estado ella tan cerca de un hombre de color, y le costó Dios y ayuda abstenerse de mirarlo tan pasmada, de mirarle sobre todo las manos, tan esbeltas y tan oscuras, con una línea más oscura aún, aterciopelada, en la frontera en que comenzaba, en el canto, la piel más pálida, como polvorienta y rosada, de las palmas. Tenía también un olor propio que a ella le pareció oscuro, oscuro y especiado; lo percibió con toda nitidez en cuanto entró, y no le cupo duda de que no era debido a una colonia ni a una loción para después del afeitado, sino que era un perfume producido por su propia piel. Descubrió que le habían entrado ganas de tocar esa piel, de pasarle los dedos por sentir qué textura tenía. Y su cabello, muy recto, muy liso, muy negro, aunque con un reflejo tirando a púrpura, peinado para atrás en una serie de ondas suaves, también tuvo deseos de tocarlo.
Vino a preguntar por una medicina de herboristería de la que el señor Plunkett nunca había oído hablar. Tenía una voz suave, ligera, a la vez que profunda, y podría haber estado cantando más que propiamente hablando. «Ah, pues qué raro -dijo cuando el señor Plunkett le indicó que no tenía aquella sustancia que le había pedido-, es muy raro». Pero no por ello pareció desanimado. Comentó que había visitado unas cuantas boticas y farmacias y que nadie había sabido ayudarle. El señor Plunkett asintió con simpatía, aunque fue evidente que no supo qué más decir, si bien el hombre seguía allí delante, con el ceño fruncido no por estar contrariado, sino sólo con algo que más bien parecía desconcierto y cortesía, como si esperase algo más y tuviera la certeza de que iba a recibirlo. Ni siquiera cuando el boticario se dio la vuelta de forma ostensible hizo el hombre ademán de marcharse. Este era un rasgo muy suyo que ella había de llegar a conocer muy bien, esa manera tan curiosa de quedarse en un lugar o con una persona cuando ya parecía que nada podría suceder; lo hacía además de una manera siempre relajada, siempre calmado, aunque siempre a la expectativa, como si diera por sentado que algo más iba a suceder y esperase a fin de cuentas si se producía lo esperado. En todo el tiempo en que ella lo trató, nunca lo oyó reír, ni lo vio sonreír tampoco, o no vio al menos que se le pintara en la cara lo que podría pasar por una sonrisa, a pesar de lo cual daba la impresión de estar sosegada, benignamente entretenido ante algo, o más bien ante todo.
Aquella primera vez ni siquiera la miró, o no de lleno, pero ella se dio cuenta de que la asimilaba casi como si la mirase de hito en hito: eso fue lo que le pareció sentir, que él de alguna manera para ella incomprensible la estaba absorbiendo. La mayoría de los hombres que entraban en la tienda eran demasiado tímidos para mirarla y se quedaban un tanto alelados, de costado, nerviosos, sonriendo como bobos, con la punta de la lengua entre los dientes. Pero el doctor Kreutz no tenía nada de tímido, no señor: nunca se había encontrado con nadie que tuviera tanto aplomo, tanta convicción. Satisfecho, ésa era la palabra que a ella se le ocurrió para describirlo, o más bien bastante bastante satisfecho, pues ése era otro de sus curiosos hábitos, la manía de decir dos veces la misma palabra, muy de seguido, tan deprisa que convertía las dos en una sola, muymuy, bastante-bastante, con su voz suave, divertida, como una cantinela.
Sacó una libreta pequeña, con tapas de cuero, del bolsillo interior de la chaqueta, y arrancó una página e insistió en anotar su nombre y dirección para dejárselos al señor Plunkett, por si acaso recibiera aquello que había ido buscando -no era más que áloe vera, aunque ella se pasó el día pensando que había dicho «aló», como un francés en un tebeo que intentase decir «helio»-, y entonces por fin se marchó agachando la cabeza ahusada, oscura, al pasar por la puerta, igual que un peregrino, pensó ella, o uno de esos santones que hacen una reverencia con devoción en el umbral de un templo. Tenía unos modales maravillosos. Cuando se marchó, el señor Plunkett algo masculló por lo bajo a cuento de los morenos, y tiró la hoja de papel con el nombre y la dirección a la papelera. Ella esperó un rato y aprovechando un momento de descuido, cuando el boticario no la miraba, rescató el papel y se lo guardó.
El doctor Kreutz tenía su consulta -así la llamaba él- en una casa antigua de Adelaide Road, en el piso del sótano. Cuando la vio por primera vez se llevó una decepción. No estuvo muy segura de qué era lo que esperaba, pero no podía ser, desde luego, aquel cuchitril deprimente, con una sola ventana, la mitad superior de la cual daba a una estrecha franja de hierbín que olía a húmedo, y a una barandilla de hierro negro. Al día siguiente de que él visitara la tienda, un miércoles, que era un día en que cerraba pronto y por tanto le quedaba la tarde libre, dijo a Billy que se iba a visitar a su madre y tomó el autobús hasta Leeson Street, desde donde fue a pie a Adelaide Road, calle que enfiló por el lado contrario al de la dirección del doctor Kreutz, pasando bajo los árboles del Hospital de Oftalmología y Afecciones del Oído. Pasó una sola vez por delante de la casa y se obligó a seguir derecha hasta Harcourt Street antes de dar la vuelta y regresar sobre sus pasos, esta vez por la acera de la derecha. Al pasar de largo miró la casa de reojo y leyó la placa de latón colocada sobre un tablero en la barandilla
DR. HAKEEM KREUTZ
SANADOR ESPIRITUAL
No se veía nada en la ventana del doctor Kreutz, cuyos cristales le devolvieron un reflejo fugaz, un perfil difuso y acuoso de su cabeza y de sus hombros. Se dijo que se estaba portando como una estúpida, rondando por las calles de ese modo en una espléndida tarde de octubre, malgastando su tiempo libre. ¿Y si saliera de detrás de la casa y la viese allí y quizá se acordase de ella? Y cuando lo estaba pensando lo vio de repente caminar hacia ella, procedente de Leeson Street. Iba vestido con una especie de túnica de la largura de una camisa, entre marrón y dorada, con un cuello alto, redondo, unos pantalones holgados, de seda, y unas sandalias que no eran sino unas suelas de cuero sujetas con un par de tiras también de cuero que llevaba anudadas a los tobillos; sus pies le parecieron otra versión de sus manos, alargados y estrechos, de un tono castaño claro, como la tela de la túnica. Llevaba una bolsa de redecilla con tres manzanas y un paquete de pan de molde de marca Procea. Qué raro, pensó, que a pesar de la agitación que sentía se fijara en esos detalles. Pensó en darse la vuelta en redondo y en largarse a paso veloz, fingiendo que acabara de acordarse de algo, pero en cambio siguió por el camino que llevaba, aunque las rodillas le temblaban tanto que a duras penas lograba caminar en línea recta. Pero… por Dios bendito, ¿te quieres estar tranquila?, se dijo, si bien no le sirvió de nada, y sintió que la sangre se le subía a la cara, a esa cara que tenía, de un blanco tan alabastrino que en las mejillas se le marcaba incluso el más leve y remoto de los azoramientos con dos manchas sonrosadas. La había visto… La había reconocido. Se preguntó, de un modo tan incongruente que le pareció demencial, qué edad tendría, y calculó que debía de ser tan viejo como el señor Plunkett, aunque llevaba los años de un modo que nada tenía que ver. Sus pasos la llevaron adelante. Qué andares tan distendidos y tan atrayentes tenía él, inclinándose un tanto a un lado y luego al otro con cada una de sus largas y gráciles zancadas, marcando con los hombros el ritmo de sus pasos, la cabeza un tanto echada hacia atrás, o adelante, meciéndola con suavidad en el alto tallo del cuello, como si fuera la cabeza de un ave maravillosa, exótica, que caminara por el agua poco profunda.
Tan aturullada estuvo en esos momentos que después no supo recordar con exactitud cómo se había detenido él para charlar con ella. Soplaba un viento frío, recordó, a rachas largas, que parecían venir del cielo, y que alborotaban las hojas caídas de los sicómoros revolviéndolas por la acera, como si fuesen unas manos grandes y marchitas. A él no pareció que le afectase el frío, ni siquiera con su fino caftán, ni siquiera yendo poco menos que descalzo. Un viejo de cara amoratada que pasó en un coche redujo la marcha y los miró con los ojos fuera de las órbitas, la pálida joven y el hombre de piel oscura, juntos los dos, de pie, ella sonriendo como una loca de atar, él tan tranquilo como si se conocieran desde siempre.
Sí, unos cuarenta, pensó; debe de tener cuarenta, día arriba o día abajo, la misma edad de Billy, tal vez un poquito mayor. ¿Y qué más daba qué edad tuviera?
Él le había preguntado su nombre.
– Deirdre -dijo ella con una voz apenas más alta que un suspiro, y lo repitió intentando que fueran las dos primeras sílabas de una canción, de un himno incluso. Deirdre.
Quirke había perdido bastantes años antes la escasa fe que alguna vez llegó a tener en las devociones que habían intentado inculcarle a toda costa los frailes del internado, oficialmente llamado Escuela Industrial de Carricklea, en donde había soportado los duros años de su más tierna infancia. Sin embargo, bien entrado en la edad madura, aún tenía sus dioses lares, sus tótems indestructibles, uno de los cuales era el gigantesco remanente del hombre al que durante la mayor parte de su vida había considerado la bondad en persona, y había tenido por un ser humano grande de verdad. Garret Griffin, o el Juez, puesto que así lo llamaba todo el mundo, si bien había pasado ya algún tiempo desde que aún estuvo en posición de emitir juicio sobre cualquier cosa, había sido el año anterior, a los setenta y tres años de edad, abatido por un derrame cerebral que lo dejó paralizado del todo, con la excepción de los músculos de la boca y de los ojos, y los tendones del cuello. Se encontraba confinado, mudo, aunque sentiente todavía, en una amplia habitación de blancas paredes, en la tercera planta del Convento de la Presentación de St. Louis, en Rathfarnham, uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad, en la que dos ventanas, una en cada una de las paredes que formaban un rincón, se asomaban a dos aspectos en contraste de los montes de Dublín, uno rocoso y yermo, el otro verdeciente y abundante de tojos y aulagas. Hacia esos montes de pendientes suaves volvía el anciano los ojos de continuo, con una expresión de desesperación, de pesadumbre y de rabia. Quirke se maravilló ante lo mucho que del hombre, lo mucho que en él quedaba del ser vivo, se concentraba alojándose ahora en sus ojos; era como si todo el poder de su personalidad se hubiera agolpado en esos últimos puntos gemelos en los que lucía un fuego fiero y sin esperanza.
Quirke visitaba al viejo los lunes y los jueves; Phoebe, la hija de Quirke, iba los martes y los viernes; los domingos le tocaba la visita al hijo del Juez, a Malachy. Los miércoles y los sábados el Juez contemplaba en completa soledad los efectos de sombra y luz que a lo largo del día se dibujaban en los montes, y resistía sin palabras y con resentimiento, con un resentimiento enfurecido, caso de dar crédito a la expresión de sus ojos, las atenciones de la monja octogenaria, sor Agatha, asignada a su cuidado. En su vida anterior, en su vida en el mundo, había hecho muchos favores a las monjas de la Presentación, favores a los que no dio ninguna publicidad, y fueron ellas las primeras que se ofrecieron a darle acogida cuando sobrevino la catástrofe. Se dio por supuesto que tras un derrame de efectos tan devastadores no viviría más de una semana, dos a lo sumo, pero las semanas fueron pasando, y luego los meses, y su voluntad de resistir no dio muestras de mermar. Había un colegio para niñas en las primeras dos plantas del edificio, y a determinadas horas del día -a media mañana, a la hora de comer y a las cuatro, cuando terminaban las clases-, las voces chillonas de las alumnas llegaban en una mezcla variopinta y resonante a la tercera planta. Con ese sonido, una mirada tensa y concentrada asomaba a los ojos del Juez, una mirada difícil de interpretar: ¿era indignación, nostalgia, pesaroso recuerdo? ¿Era tan sólo asombro? Es posible que el anciano no supiera en dónde se encontraba, ni tampoco qué llegaba a sus oídos; es posible que su mente -y aquellos ojos poca duda dejaban de que había una mente en funcionamiento tras ellos- se hallara atrapada en un estado de desconcierto continuo, de duda sin posible solución. Quirke no sabía qué pensar a este respecto. Una parte de él, la parte decepcionada, amargada, deseaba que el anciano sufriese, mientras otra parte, la parte en la que seguía siendo el niño que fue, deseaba que el derrame hubiera acabado con su vida en el acto y le hubiera ahorrado esas humillaciones últimas.
Quirke dedicaba estas visitas a leerle en voz alta al viejo algunas noticias sueltas del Irish Independent. Ese día era lunes, un lunes de mitad de verano, y apenas había nada de interés en las páginas del diario. Ochenta sacerdotes se habían ordenado en sendas ceremonias celebradas en Maynooth y en Todos los Santos: más clérigos, pensó Quirke, que es justo lo que necesitamos. Había una fotografía del señor Tom Bent, gerente del Garaje Talbot, en Wexford, en el acto de entregar las llaves de un nuevo camión de bomberos al alcalde de la localidad. Habían empezado las rebajas de verano en Macy's, en George's Street. Pasó a la sección de internacional. El viejo y adormilado Ike azuzaba a los rusos, para variar. «El pueblo alemán no puede esperar eternamente a que se le otorgue su soberanía», según el canciller Adenauer, en un discurso en las elecciones del estado de Renania del Norte-Westfalia, que había pronunciado en Dusseldorf la noche anterior. Los ojos de Quirke captaron entonces un párrafo de la primera plana, bajo el titular «Hallado cuerpo de muchacha».
El cuerpo de Mary Ellen Quigley, de dieciséis años, trabajadora de una fábrica de camisas, que faltaba de su casa de Derry desde el 17 de junio, fue localizado ayer en el río Foyle gracias a un pescador que había ido a recoger sus redes. Hoy tendrá lugar la investigación judicial pertinente.
Dejó el periódico a un lado. Necesitaba un cigarro. Sor Agatha le había advertido que no estaba permitido fumar en la habitación del enfermo. Para Quirke se trataba de un incordio adicional, aunque por otra parte le proporcionaba la excusa perfecta para escapar al menos dos veces por hora al pasillo con suelo de linóleo, por el que paseaba mientras fumaba en tensión, oyendo el eco de sus pasos, como el padre que espera el desenlace del parto en una comedia.
¿Por qué insistía en sus visitas? A buen seguro, nadie podría echarle en cara que se abstuviera de ir a verlo, que dejara al moribundo entregado a su colérica soledad. El Juez había sido un gran pecador, un pecador secreto, y fue Quirke quien expuso sus pecados. Murió una joven, fue asesinada otra mujer, y ambos sucesos fueron culpa del anciano. Lo que a Quirke más impresionó fue el manto de silencio que se tendió sobre el asunto, un manto con el que se encontró completamente solo en su indignación, expuesto, improbable, ignorado, como un chiflado que se desgañita en plena calle. Así las cosas, ¿por qué persistía en acudir con diligencia todas las semanas a esa habitación desolada, a la vista de las montañas yermas? Tenía sus propios pecados y debía dar cuenta de ellos, tal como podría atestiguar su hija, la hija a la que durante tanto tiempo no reconoció. Ir allí dos veces por semana y leer en voz alta las noticias de los tribunales y las esquelas en beneficio de aquel moribundo era un pequeño gesto de expiación.
Sus pensamientos volvieron a Deirdre Hunt. Ni siquiera se planteó la posibilidad de ahorrarle la autopsia cuando descubrió por azar la huella de una aguja en el brazo de la mujer. Tenía un deber profesional y tenía la obligación de cumplirlo, aunque no fuera ésa la razón por la cual empuñó el bisturí. Había tenido, como siempre, simple curiosidad, aunque Quirke bien sabía que nada era, nunca, simple en su curiosidad. Había rajado el cadáver, había palpado los órganos, había medido la sangre, y ahora, con el Juez por testigo silencioso, lo tenía extendido delante de sí y lo estaba examinando desde todos los ángulos posibles. Algo seguía sin encajar del todo.
Se volvió al convaleciente.
– ¿Y a ti qué te parece, Garret? -le preguntó-. ¿Otra muchacha perdida, sin más?
El Juez, apoyado en los almohadones, con la boca torcida, lo fulminó con la mirada. Quirke suspiró. Hacía calor en la habitación sin ventilar, y aunque se había quitado la chaqueta estaba sudando y notaba los trozos húmedos y pegajosos de la camisa bajo las axilas y entre los omóplatos. Se preguntó, como hacía con frecuencia, si el Juez reparaba en estas cosas: el calor, el frío, los caprichos del día. ¿Pasaba dolor? Imagina: imagina ser presa de un dolor incesante sin poder siquiera gritar y pedir auxilio, alivio, sin poder siquiera pedir compasión.
Volvió a suspirar. Recordó el premonitorio calambre de intranquilidad que había acusado cuando la mujer del mostrador de recepción del hospital le hizo entrega de la nota de Billy Hunt, diciéndole que le llamara. ¿Cómo pudo saber que había algo que no terminaba de encajar? ¿Qué intuición, qué sexto sentido vino a prevenirle? ¿Qué era ese temor que le inquietaba ahora? Por una autopsia que practicó en el cuerpo de otra joven precipitó el desmantelamiento de la telaraña de secretos tramada por el Juez. ¿Tenía acaso ganas de verse envuelto en una nueva versión de todo aquello? ¿No debería dejar en paz la muerte de Deirdre Hunt, dejando a su marido sumido en una misericordiosa ignorancia? ¿Qué más daba que la mujer se hubiera ahogado adrede? Sus complicaciones por fin se habían resuelto: ¿por qué habían de recaer ahora sobre los hombros de su marido? Sin embargo, a la vez que se formulaba todas estas cuestiones, Quirke fue consciente de la antigua comezón que le incitaba a llegar hasta el tuétano de las cosas, ahondar en las tinieblas, desentrañar lo oculto; en suma, saber.
Afanosa, llegó sor Agatha a la habitación, claramente irritada por que aún siguiera allí, cuando en otras ocasiones era patente que no podía esperar un minuto más a marcharse. Además, ¿por qué se demoraba de ese modo? ¿Es que contaba con que el anciano le hiciera alguna suerte de revelación en silencio, que le diera una grandiosa señal que pudiera tomar por guía o admonición? ¿Contaba acaso con recibir ayuda? La monja era una mujer menuda, marchita, barbuda, con el ojo afilado de un zorzal. Igual daba en qué punto de la habitación se encontrase, pues se las ingeniaba para plantarse con ademán protector entre él y su enfermo desamparado, condenado a la cama. No veía a Quirke con buenos ojos y no hacía nada por disimularlo.
– ¿No es una maravilla -dijo sin mirarlo- ver que aún brilla el sol ahora que es tan tarde?
No era tarde, eran las seis; con esas palabras se limitó a indicarle su deseo de que se marchase. La vio atender al anciano, reacomodarle los almohadones, alisarle la manta fina y el embozo de la sábana sobre el pecho, como una ancha franja gracias a cuya tensión estuviera inmovilizado. El Juez nunca había dado la impresión de ser tan enorme como allí, confinado sin remedio en su estrecha cama de metal; Quirke recordó de muchísimos años antes una tormenta enfurecida en Carricklea, en la que vio cómo el viento abatía a un álamo gigantesco cuya caída hizo estremecerse el terreno y el estruendo retemblar los cristales de la ventana en cuyo alféizar estaba viéndolo todo con ansiedad. La caída del viejo había sido algo semejante, un final de algo que llevaba tanto tiempo allí que parecía inamovible. ¿En qué medida, qué parte de aquella destrucción era obra de Quirke? ¿Iba ahora a desencadenar otra tempestad que derribase de su pedestal el monumento que Billy Hunt deseara erigir en memoria de su difunta esposa?
Tomó la chaqueta del respaldo de la silla en que la dejó, al lado de la cama.
– Adiós, sor Agatha -dijo-. Hasta el jueves.
No quiso ella mirarle y no dijo nada, tan sólo hizo un ruidito, una exhalación nasal, que podría haber sido una muestra de su desdén. Tampoco hubo respuesta del Juez, cuyos ojos miraban a otra parte, quizá con un desprecio en su caso desolador, hacia los montes.
En Baggot Street, Quirke se ventiló una cena espantosa en un restaurante chino, y después volvió a pie a su piso, tratando de quitarse con la lengua un grumo de grasa de los incisivos. En la actualidad, sin la anestesia del alcohol, había descubierto que las veladas eran una hora del día en especial difícil, sobre todo en pleno verano, con la lentitud del claror de la noche. Sus amigos, o al menos los pocos conocidos que tenía antes, eran gente de pub, y en las contadas ocasiones en que los veía saltaba a la vista que les causaba un claro nerviosismo en su nuevo estado de sobriedad permanente. Pensó en ir al cine, pero al imaginarse sentado a solas, en la oscuridad titilante, entre docenas de parejas de novios, incluso el silencio desierto de su piso en una velada de verano bañada por el sol le pareció preferible. Llegó a la desaseada casa de estilo georgiano en que vivía, en Upper Mount Street, cerró la puerta de la calle sin hacer ruido y siguió con paso quedo por el vestíbulo, por las escaleras. Se sentía siempre en cierto modo como un intruso entre aquellas sombras suspensas, en aquel silencio.
Y en su casa, en el tercer piso, le recibió el ambiente de costumbre, el sigilo de unos labios comprimidos, como si algo vagamente nefando hubiera acaecido allí y hubiera cesado en el momento en que introdujo la llave en el cerrojo. Por unos instantes se plantó en el centro del salón, la llave aún en la mano, mirando sus pertenencias: el mobiliario sin personalidad, las estanterías llenas de libros ordenados de un modo obsesivo, el maniquí de madera, de los que emplean los pintores, en una mesita junto a la ventana, con los brazos melodramáticamente en alto. En la repisa de la chimenea había un jarrón con unas rosas.
Las flores se las había regalado, de un modo un tanto inverosímil, pensó, una mujer -casada, aburrida, rubia- con la que estuvo saliendo durante una o dos semanas nada apasionantes, y no había tenido el valor de tirarlas, aunque ya estaban marchitas, y los pétalos apergaminados desprendían un olorcillo entre dulzón y rancio que le recordaba de un modo desasosegante a su lugar de trabajo. Encendió la radio y trató de sintonizar el Tercer Programa de la BBC, pero la señal era muy débil, como sucedía siempre con buen tiempo. Prendió un cigarrillo y se quedó ante la ventana mirando la calle ancha, vacía, con sus sombras inclinadas y tenuemente siniestras. Todavía era muy pronto para las putas que allí tenían su sitio en la acera -¡qué bien le sentaba a la calle el nombre de Mount Street!-, aunque incluso las más feas y las más avejentadas sacaban buen provecho en noches tan calurosas como ésta. Sintió los primeros picores de la desesperación que a menudo le asaltaba en esos crepúsculos veraniegos. Un ruido blando, apenas audible, lo obligó a darse la vuelta con un ligero sobresalto: un pesado pétalo se había desprendido de una de las rosas marchitas y había caído como un pedazo de terciopelo polvoriento, granate, arrugado por los bordes, a la chimenea. Masculló algo, tomó la chaqueta y se dirigió a la puerta.
Malachy Griffin, a quien atendía una criada anciana, seguía viviendo en el caserón de Rathgar en el que había vivido con Sarah durante quince años. Había pensado en venderlo ahora que Sarah ya no estaba, y algún día casi con toda certeza lo vendería, aunque por el momento no era capaz de afrontar siquiera la idea de los agentes inmobiliarios, pararse a considerar las ofertas, disponer todo lo necesario para la mudanza, mudarse al final, y adonde. Quiso imaginárselo, ver la última vez en que cerrase la puerta de la calle cuando se marchaba el camión de la mudanza, recorrer el camino estrecho entre los céspedes a uno y otro lado, hasta la cancela arrugada por un siglo o más de sucesivas capas de pintura negra, espesa, la última bocanada de aroma de la alheña, del seto, el último instante en que pusiera el pie en la calle, el último giro en dirección al canal 7 a un futuro inconcebible. No, era preferible conformarse de momento con lo que tenía, acoger la quietud, ver cómo iban cayendo las hojas del calendario. Nada que hacer, salvo levantarse por las mañanas, ir a trabajar, volver, dormir: existir. No, nada que hacer.
El perro captó los pasos que se acercaban a la puerta y ya gruñía y aullaba antes de que sonara el timbre. Mal se había quedado dormido en un sillón de la sala, y el ruido lo despertó de repente. ¿Quién podría ser, a esas horas? Estaban abiertas las puertaventanas que daban al amplio jardín de la parte posterior, en donde se adensaba el crepúsculo entre verde y plata. Aguzó el oído por saber dónde estaba Maggie, la criada, pero de un tiempo a esta parte se había mostrado terca y no salía de su sitio, debajo de la escalera, negándose incluso a abrir la puerta a las visitas. Pensó en no abrir -¿había alguien a quien le apeteciera ver en ese momento?-, pero por fin se puso en pie con un suspiro y dejó el periódico y salió al vestíbulo. El perro lo siguió de un salto y se agazapó con los cuartos traseros levantados, con un gruñido grave e incesante.
– Quirke -dijo Mal, sin demasiada sorpresa, con menos entusiasmo aún-. Vienes tarde.
Quirke no dijo nada. Mal se hizo a un lado y le abrió del todo la puerta. El perro se retiró al interior sin dejar de mirar a Quirke con vítrea hostilidad, resbalando sobre las almohadillas de las patas y emitiendo un ruido sordo, como si se hubiera tragado una serpiente de cascabel.
Mal le condujo a la sala, y cuando Quirke hubo entrado cerró la puerta para impedir que el perro los siguiera. Quirke se plantó ante las puertaventanas abiertas de par en par, con las manos en los bolsillos y contempló el jardín, de modo que su silueta en forma de cufia ocupó casi todo el espacio del vano. Parecía incongruente allí con su traje negro, un heraldo de la noche. Mal siempre lo había tenido por un niño pequeño, pero enorme, peligroso en su desconcierto, necesitado y destructivo.
– Odio esta época del año -dijo Quirke-, estos anocheceres interminables.
Estaba mirando las peonías y las rosas y el frondoso sauce llorón que había plantado Sarah cuando Mal y ella se fueron a vivir allí. El jardín estaba poco cuidado; la jardinera había sido Sarah.
El perro rascaba débilmente la puerta con las zarpas y gimoteaba.
– ¿Te apetece una copa? -le preguntó Mal, y enseguida se corrigió-. ¿Algo de beber? ¿Un té, o…? -y se quedó sin palabras.
– No, gracias.
Habían firmado una especie de tregua los dos desde la desaparición de Sarah. Alguna que otra vez cenaban juntos en el St. Stephen's Green Club, del que Mal había pasado a ser miembro cuando su padre dejó de serlo, y una vez fueron a las carreras a Leopardstown, pero no es que la excursión fuera un éxito: Quirke había perdido veinte libras y estaba resentido con Mal, quien, si bien apenas sabía nada de la carne de caballo, se había conformado con apostar sólo algunos chelines, y había terminado por embolsarse cinco libras.
Mal se preguntaba en esos momentos, con desasosiego, qué propósito podía tener la visita de Quirke. Ése no iba a su casa a menos que mediara una invitación, y Mal rara vez le invitaba. Suspiró en silencio; tuvo la esperanza de que Quirke no se hubiera empeñado en comentar con él ciertos detalles presupuestarios -Mal era jefe del departamento de Obstetricia en el Hospital de la Sagrada Familia y presidía la Junta Directiva-, pero en ese momento Quirke le sobresaltó al preguntarle si le apetecía dar un paseo. No creía Mal que Quirke fuera amigo de dar paseos, pero dijo que sí, que estaba a punto de sacar al perro para que diera una vuelta, y fue a cambiarse las zapatillas de andar por casa por unos zapatos de calle.
A solas en el silencio que zumbaba de un modo apenas perceptible en el jardín, a la media luz del crepúsculo, Quirke tuvo una extraña sensación: creyó que todas las cosas que había allí fuera, las rosas y las peonías de pesados pétalos y el árbol exuberante, con sus abundantes hojas inertes, hablaban de él sin levantar la voz, con escepticismo, unas cosas con las otras. Se acordó de Sarah y la vio con toda claridad, con un sombrero de paja de ala ancha, mediterráneo, con una falda de tweed y guantes de jardinero, caminar hacia él sobre la hierba, sonriente, y aún la vio levantar la mano para retirarse con la muñeca una hebra de cabello que le caía sobre la frente.
El periódico del día estaba en la mesa en que lo dejó Mal, y la tinta tenía un brillo anómalo, como el de un metal blanqueado y bruñido, a la luz vespertina del jardín. Quirke volvió a ver el titular:
HALLADO CUERPO DE MUCHACHA
Volvió Mal con unos zapatos de cordones algo resquebrajados por el uso y una chaqueta de lino un tanto arrugada. Ya no vestía como en otros tiempos: su antigua exquisitez en el atuendo había desaparecido, y se había dejado ganar por el descuido, igual en ese aspecto que el jardín. En lo físico también se había desdibujado con el tiempo; sus rasgos eran menos definidos, como si una fina polvareda se hubiera posado de un modo uniforme sobre su rostro. Tenía el cabello seco, parecía casi quebradizo, y visiblemente canoso en las sienes. Sólo las lentes de sus gafas de montura metálica estaban tan brillantes y despiertas como siempre, aunque los ojos, tras ellas, parecían vagos, como si los hubiera desgastado y fatigado el esfuerzo de escrutarlo todo sin descanso desde detrás de los redondeles de cristal con su brillo implacable.
– Bueno -dijo-, ¿nos vamos?
Pasearon por el canal con la quietud del anochecer. Pocas personas circulaban por la calle, y menos coches aún. Llegaron hasta Leeson Street y de allí siguieron hasta Huband Bridge. Allí mismo, hacía mucho tiempo, Quirke había paseado con Sarah Griffin un domingo por la mañana, una neblinosa mañana de otoño. Pensó en hablarle a Mal de aquel paseo, en contarle lo que se dijeron, el modo en que Sarah le suplicó que ayudase a Mal -«Es un hombre bueno, Quirke»- y lo mal que interpretó Quirke lo que ella le estaba pidiendo, lo que ella no fue capaz de decirle a las claras.
Mal tarareaba algo desafinando, muy quedo; era otra de las costumbres que había empezado a cultivar desde la muerte de Sarah.
– ¿Cómo te las apañas? -le preguntó Quirke.
– ¿Cómo dices?
– En la casa, por tu cuenta. ¿Qué tal te va?
– Ah, pues muy bien, claro. Maggie cuida de mí.
– No, quiero decir… ¿Cómo estás tú, cómo te encuentras?
Mal se paró a pensar.
– Bueno, en unas cosas mejoro, en otras voy a peor. Las noches se hacen duras, pero los días pasan sin sentir. Y tengo la compañía de Brandy -Quirke se quedó boquiabierto, y Mal esbozó una sonrisa deslucida y señaló al perro-. Lo tengo a él, claro.
– Ah. Se llama así, ¿no?
Quirke miró al animal, que correteaba presuroso, envuelto en la grisácea luz del crepúsculo, con un paso movido por la curiosidad, afanoso, las patas rígidas, como un juguete de cuerda, pero malhumorado, olisqueando la hierba. Era un bicho achatado, de pelo hirsuto, del color de un saco de arpillera húmedo. Phoebe se lo había regalado a ese hombre al que hasta dos años antes había considerado su padre; se lo había comprado para que le hiciera compañía. Era evidente que el perro y su amo no se habían caído en gracia, que el perro a duras penas toleraba al hombre y que el hombre parecía desvalido ante las irreprimibles, emperradas insistencias del animal. Era extraño, pero ser dueño de un perro daba a Mal un aire de envejecimiento mayor del que le correspondía, un aire de preocupación y desgaste, de irritabilidad y abatimiento. Como si hubiera leído los pensamientos de Quirke, se puso a la defensiva:
– Me hace compañía. En cierto modo.
Quirke de pronto tuvo ganas de tomarse una copa, sólo una: un trago corto, un visto y no visto, la quemazón, el desastre. Y es que, claro está, no sería sólo una. En los viejos tiempos, ¿cuándo había sido sólo una? Percibió un arranque de cólera, la rabia quejumbrosa, impotente, autolacerante, del bebedor en el dique seco.
Las farolas brillaban entre las copas de los árboles que apenas se movían nada, los árboles que jalonaban el camino de sirga, proyectando un bullicioso y áspero relumbre muy blanco, que prestaba más profundidad a las sombras de los alrededores. Hicieron un alto y se sentaron en un banco de hierro pintado de negro. Las sombras de las hojas se desperezaban en el camino, a sus pies. El perro, molesto, echó a correr de un lado a otro con nerviosismo. Quirke encendió un cigarrillo; la llama del encendedor formó una luz rojiza que abarcó un segundo en el hueco protector de ambas manos.
– Esta mañana me llamó un tipo -le dijo-. Un tipo que estaba en la facultad cuando éramos estudiantes. Billy Hunt… ¿Te acuerdas de él? Grandullón, pelirrojo. Jugaba al fútbol, o al hurling, no recuerdo a qué. Lo dejó tras los primeros exámenes -Mal miraba al perro y no dijo nada. ¿Estaba acaso escuchándole?-. Su mujer se ahogó. Se lanzó del muelle que hay en Sandycove. La encontraron ayer en las rocas de la orilla de Dalkey Island. Joven, veintitantos -hizo una pausa para fumar-. Billy me pidió que me cerciorase de que no se le practicase la autopsia. Dijo que no podía soportar que la rajasen -añadió.
Calló y miró de reojo el perfil anguloso de Mal, a su lado, en la penumbra que amortiguaban las farolas. El canal olía a agua estancada y a vegetación podrida. Vino el perro y plantó las patas delanteras en el banco para apresar la correa con los dientes y tratar de arrebatarla de manos de Mal. Éste alejó al animal con cansino desagrado.
– ¿Cómo has dicho que se llamaba? -preguntó.
– Hunt. Billy Hunt.
Mal negó con un gesto.
– Pues no, no me acuerdo de él. ¿Qué le pasó a la mujer? Quiero decir, ¿por qué lo hizo?
– Bueno, ésa es la cuestión.
– No me digas… -fue Quirke quien no dijo nada, de modo que le tocó a Mal el turno de mirarlo de reojo-. ¿Es un caso de…? ¿Cómo lo llaman los de la Garda? ¿«Circunstancias extrañas»?
Quirke siguió sin responder.
– Se llamaba Deirdre -dijo entonces-, Deirdre Hunt. Se hacía llamar Laura Swan. Muy a la moda.
– ¿Era actriz?
– No… Esteticista. O eso habría dicho ella, digo yo.
Dejó caer el resto del cigarrillo al camino y lo aplastó con la suela del zapato.
El perro había vuelto a dar tirones a la correa y aullaba.
– Más vale que nos vayamos -dijo Mal, y se puso en pie. Le puso la correa al collar y salieron por la cancela de la barandilla hasta Herbert Place, desde donde enfilaron hacia el punto del cual habían venido antes. Las casas altas, en terrazas, al otro lado de la calle, descollaban en la relumbrante oscuridad. Los seres humanos construyen en cuadrados, pensó Quirke, y la naturaleza en redondo.
– Laura Swan -dijo Mal-. Me suena un tanto familiar, no sé por qué.
– Tenía un salón de belleza en Anne Street, encima de una tienda. Todo un éxito, por lo visto. Las señoras ricas de Foxrock iban a que les depilase las piernas, les tíñese el bigote, esas cosas. Bronceados falsos, cremas para que desaparezcan las arrugas. Billy, el marido, es viajante de comercio de una industria farmacéutica. Seguramente le facilitaba los materiales a precio de coste, o incluso gratis. Una pareja inofensiva, diría cualquiera que los viese.
– ¿Pero?
Quirke, con las manos en los bolsillos, hizo un gesto moviendo ampulosamente los hombros enormes. Empezaba a tener, Mal se había dado cuenta, una barriga bien visible; los dos envejecían. Bajo el ala de su sombrero negro, la expresión de Quirke se le antojó indescifrable.
– Algo no cuadra -dijo-. Algo huele… huele a podrido.
– ¿Sospechas que él la echara al mar?
– No. No la echó nadie al mar, o al menos eso creo. Pero tampoco murió ahogada.
No volvieron a decir nada hasta que llegaron a la casa de Rathgar Road. Se detuvieron ante la cancela de entrada. Todas las ventanas estaban oscuras. Las fragancias entreveradas del jardín parecieron por un instante una vaharada que emanase del pasado, de un pasado que no era con toda exactitud el de ellos dos, sino un pasado en el que aún vivían sus yoes más jóvenes, en un presente tiempo atrás ido y, sin embargo, sin envejecer. Mal soltó al perro, que echó a correr por el camino y subió las escaleras de piedra para ponerse a arañar con frenesí la puerta de la casa, trazando con las zarpas un dibujo circular que a Quirke le recordó a una ardilla dando vueltas en un cilindro. Los dos hombres siguieron despacio, triturando con los tacones la gravilla polvorienta. Había terminado el paseo, aunque ninguno de los dos supiera cómo ponerle fin.
– ¿Qué tal has encontrado a mi padre? -preguntó Mal-. ¿Has ido hoy a verle?
– Igual que siempre. No sabe cómo morir. Es pura fuerza de voluntad. Resulta de admirar.
– ¿Y tú?
– ¿Yo? ¿Qué?
– Que si lo admiras.
Habían llegado al pie de la escalera de granito y volvieron a detenerse. Un murciélago aleteaba sobre el jardín, a la luz de la farola; Quirke imaginó que alcanzaba a oír el velocísimo, imperceptible mecanismo de relojería con que batía las alas.
– El me odia -dijo-. Se le ve en los ojos, en esa mirada fulminante.
– Tú quisiste destruirlo -dijo Mal sin ánimo de herirle.
– Se destruyó él solo.
A lo cual Mal no respondió nada. El perro seguía arañando la puerta.
– Oh, qué bicho -dijo Mal-. Cuando está dentro, se desgañita para que lo saque; cuando está fuera, se muere de ganas por entrar.
Siguieron en pie, Mal mirando con mal humor al perro, Quirke buscando al murciélago huidizo.
– Esa joven, esa Deirdre Hunt… ¿Piensas volver a meterte en líos, Quirke?
Quirke suspiró con pesadumbre y arañó la gravilla con la puntera del zapato.
– No me sorprendería que en eso diera la cosa -dijo-. En líos, quiero decir.
Le resultaba imposible conciliar el sueño en esas noches que parecían poco más que un brevísimo intervalo entre el resplandor del crepúsculo y la luz cenital de la mañana. A las cuatro de la madrugada la luz diurna ya introducía los dedos insidiosos por los bordes de las cortinas del dormitorio. Había probado a usar un antifaz, pero la negrura lo desorientaba, y los elásticos de sujeción le dejaban unas vistosas marcas laterales en forma de V, en las sienes, que le duraban horas. Así pues, permanecía tendido en cama, desesperado, como un escarabajo que hubiera caído de espaldas, procurando no pensar en todas las cosas en las que no quería pensar, según se tamizaba el alba en la habitación como un polvo grisáceo y radiante. Esta mañana, como en cualquier otra mañana reciente, sopesaba el rompecabezas de Billy Hunt y de su joven esposa muerta, aun cuando fuese precisamente una de esas cosas que más le valdría no sopesar.
Si fuera sabio, se abstendría de enredarse con Billy Hunt y sus problemas. Desde el primer momento debiera haberse abstenido de toda relación con él. Su primer error consistió en devolverle la llamada; el segundo había sido acordar un encuentro con él. ¿Era tal vez simpatía lo que sentía por Billy, una cierta consonancia, dado que ambos habían perdido a sus esposas cuando eran jóvenes? A Quirke le pareció más bien improbable. Delia había muerto mucho tiempo atrás y, de todos modos, ¿no había sentido un secreto y vergonzante alivio ante su muerte? Aunque era Delia con quien se había casado, no era a Delia a quien él quiso, puesto que quiso a su hermana Sarah, a quien había perdido, por pura desidia, a manos de Malachy Griffin, nada menos que de Malachy Griffin. Sin embargo, algo había en Billy Hunt, algo en torno a su aflicción, a su sudorosa desolación, que a Quirke de alguna manera le había picado en lo más hondo, y que aún le picaba. «Algo huele a podrido», le había dicho a Mal, y sabía sin lugar a dudas que era en efecto un tufillo tenebroso lo que había percibido. No era el mismo hedor que emanó de las entrañas hinchadas de la joven muerta; era al mismo tiempo más tenue y más pugnaz que eso.
No supo qué hacer a continuación, aun cuando hubiera una continuación y, caso de que sí, aun cuando quedara algo que él debiera hacer. Podría tal vez hablar de nuevo con Billy Hunt, averiguar algo más acerca de lo que él sabía de la defunción de su mujer y, de modo más relevante, tal vez, acerca de lo que no sabía. En cuyo caso… ¿qué le iba a preguntar? ¿Qué forma daría a las preguntas? ¿Quién le clavó la aguja en el brazo, Billy?¿Quién la atiborró de droga? ¿Fuiste tú por ventura? No creía que Billy fuese el asesino. Era demasiado inane, demasiado inepto. Los asesinos, de seguro, estaban hechos de otra pasta, nada que ver con el pobre, con el pecoso, con el apenado, con el arrastrado Billy Hunt.
Bajo la colcha, la rodilla le había empezado a doler, la rodilla izquierda, la rótula que se había destrozado cuando lo asaltaron dos agresores que lo apalearon en la zona de las escaleras de una casa desierta en Mount Street, una.noche de lluvia, dos años atrás. Ésa, reflexionó ahora, era la clase de cosas que a uno le pasaban por meter la cabeza en donde más valía no meter ni un dedo.
Se volvió de costado con la mano bajo la mejilla, en la almohada caliente, y contempló las pesadas cortinas que caían hasta el suelo, colgadas ante él, a la media luz, como una laja ondulada e imponente de piedra oscura. ¿Qué debería hacer? Las aguas en las que se había precipitado el cadáver de Deirdre Hunt eran profundas y turbias. La autopsia que había practicado a aquella otra mujer joven, dos años antes, había dado lugar a una oleada de fango y de mierda, en los sedimentos de la cual aún estaba metido hasta media pierna. ¿No corría ahora el peligro de llevarse otro apestoso remojón? No hagas nada, le decía su juicio más lúcido; quédate donde estás, no te mojes. Pero ya sabía que se iba a lanzar de cabeza a esas profundidades. Algo en su interior anhelaba las tinieblas de allá abajo.
A las ocho y media de esa misma mañana se encontraba en la Comisaría de la Garda, en Pearse Street, preguntando por el inspector Hackett. El día ya era caluroso, y los rayos de sol se reflejaban como espadas que blandieran los techos de los coches que pasaban de largo en el aire ahumado, azul gasolina. En el interior, la sala de recepción diurna era todo una sombra densa, motas de polvo que flotaban en suspensión, y olía a lápices recién afilados, a documentos dejados a cocer al sol, todo lo cual a Quirke le recordó sus tiempos de escolar interno en Carricklea. Iban y venían los policías de uniforme y algunos con ropa de calle, con movimientos lentos, vigilantes, decididos. Uno o tal vez dos lo miraron de un modo tal que a él no se le ocultó que sabían quién era; los vio preguntándose qué estaba haciendo allí Quirke, el célebre patólogo del Hospital de la Sagrada Familia, estropeando el buen cuero de sus zapatos con el roce de aquel entorno trasnochado; a esas alturas, él mismo estaba haciéndose también esa pregunta.
Hackett bajó a recibirlo. Bajó en mangas de camisa, con unos tirantes anchos; Quirke reconoció los voluminosos pantalones azules, abrillantados de manera llamativa en la culera y en las rodilleras, la mitad de lo que sin duda tenía que ser el único traje que poseía. La cara grande y cuadrada, con una boca como una raja y unos ojos atentos, también la tenía abrillantada, sobre todo en los carrillos y el mentón. El cabello, negro y peinado con brillantina, lo llevaba para atrás, formando una cresta como la de un ave rapaz. Quirke no estuvo seguro de haber visto alguna vez a Hackett sin su sombrero. Habían pasado dos años desde la última vez que hablaron los dos, y le supuso una tenue sorpresa descubrir cuánto le agradaba volver a ver al artero y viejo bruto, con su cabeza cuadrada y su boca de pez y su traje de sarga abrillantada y todo lo demás.
– ¡Señor Quirke! -dijo el detective con ánimo expansivo, aunque mantuvo los pulgares encajados en los tirantes y no le tendió la mano-. ¿De veras es usted?
– Inspector…
– ¿Y qué le trae por aquí a estas horas de la mañana?
– Me acordé de que es usted madrugador.
– Desde luego, eso siempre. Al que madruga, ya se sabe.
El oficial de guardia en el mostrador, un gigante de cabeza enana y orejas de soplillo, los miraba sin disimular su interés.
– Vayamos arriba -dijo Hackett-. Vayamos a mi despacho y allí me cuenta usted las novedades.
Levantó la hoja levadiza del mostrador para que pasara Quirke y al mismo tiempo alargó el pie y empujó la puerta de cristal esmerilado que, a sus espaldas, daba a las escaleras del interior. Las paredes de la caja de la escalera estaban pintadas de una tonalidad entre verde y gris, y el barniz marrón de la balaustrada resultaba pegajoso al tacto. Todos los edificios institucionales producían en Quirke, el huérfano, un escalofrío.
El despacho del inspector, como recordaba Quirke, tenía forma de cuña y estaba atestado. En la pared más estrecha, una ventana sucia iluminaba el espacio que ocupaba la mesa grande de Hackett, sólida, cuadrada, como un bloque de carnicero. Había tan poco espacio que fue como si la entrada de Quirke, con sus hombros de buey y su gran cabeza rubia, obligase a las paredes a ceder hacia fuera.
– Siéntese, siéntese, señor Quirke -dijo riendo el inspector-. Me pone nervioso ahí de pie, como si fuera un enterrador.
El aire, caluroso, apestaba a sudor y a moho, y las paredes y el techo estaban sucias, de una biliosa tonalidad de marrón Woodbine, debida a los años que llevaban aguantando el humo de los cigarrillos. El inspector tuvo que comprimirse y pasar de costado hasta su lugar ante la mesa. Se sentó con un gruñido y ofreció a Quirke un paquete abierto de Players, en cuya abertura los cigarrillos formaban como tubos de órgano en miniatura.
– Fume, fume -a su espalda, a través de la ventana, tornasolada por la suciedad y las telarañas, Quirke acertó a ver una vaga amalgama de tejados y de chimeneas que se cocían al sol del verano-. ¿Y qué tal está usted después de todo este tiempo? -dijo el policía-. A lo que se ve, ha tenido tiempo de engordar.
– Ya no bebo.
– No me diga -el inspector frunció los labios y silbó en silencio-. Bueno -añadió-. El alcohol es cojonudo si se trata de mantener el peso a raya, eso no hay quien lo niegue.
Quirke tomó un bolígrafo plateado, de rosca, que llevaba en el bolsillo, y comenzó a enredar con él. Hackett se recostó en su sillón, que rechinó; lanzó una bocanada de humo al techo y lo contempló con la cara ladeada, con un brillo de afecto en los ojos, aun cuando sus ojillos castaños, oscuros, fueran tan penetrantes como siempre. La última vez que se habían visto fue en una mañana, dos años antes, cuando Quirke fue a visitarlo a su despacho con pruebas sobre los culposos secretos que guardaba el Juez y con una lista de nombres, los nombres de quienes compartían con él la culpa. Más adelante, por teléfono, Hackett le dijo: «Han formado un círculo con las carretas,
señor Quirke, y nosotros somos un par de indios desdichados, que podemos hartarnos a lanzar todas las flechas que nos dé la gana». Los dos eran conscientes de que hoy no comentarían aquel asunto: ¿quedaba acaso algo que decir? Era historia, estaba zanjado, olvidado, y todos los cuerpos estaban debidamente enterrados, aunque, según reflexionó Quirke, más bien casi todos lo estaban.
– Un día espléndido -dijo Hackett-. Con todo lo que llovió la semana pasada, creí que nos íbamos a quedar sin verano -el destello de sus ojos brilló un poco más-. Supongo que se irá usted a la playa, siendo como es dueño de su tiempo. O a las carreras… Si no recuerdo mal, tiene usted buen ojo para los caballos, ¿no? ¿O lo estoy confundiendo con otra persona?
– Me temo que me confunde con otro -dijo Quirke de mala gana, acordándose del desastroso día que había pasado con Mal en Leopardstown. Fumaron un rato en silencio.
– Dígame, señor Quirke -preguntó al cabo el inspector con voz afable-. Esta visita que me hace… ¿tiene carácter de visita de cortesía, o viene con algún asunto de trabajo a la vista?
Quirke, sentado en ángulo frente a la mesa, con una rodilla sobre la otra, sopesó el polvo que se le había posado en la puntera del zapato negro y carraspeó.
– Quería preguntarle… -vaciló-. Quería en realidad pedirle consejo.
No se alteró la expresión de interés amistoso que mostraba Hackett.
– No me diga…
Quirke volvió a vacilar.
– Hay una mujer…
Las gruesas cejas negras del inspector ascendieron dos centímetros en forma de interrogación.
– No me diga -repitió sin dar entonación a sus palabras.
Quirke guardó el bolígrafo prendiéndolo en el bolsillo interior de la chaqueta y se apoyó sobre la mesa para apagar el cigarrillo a medio fumar en un cenicero de baquelita que había en la esquina y que ya rebosaba de colillas y ceniza.
– Se llama Deirdre Hunt -dijo-. Mejor dicho, se llamaba.
El inspector, con las cejas todavía enarcadas, alzó ahora los ojos en un mismo movimiento y pareció estudiar el techo durante unos instantes, dando muestras de estar sumamente concentrado.
– Me pregunto -dijo- si será la misma Deirdre Hunt a la que pescamos del agua en Dalkey el otro día…
Y sin dar tiempo de responder a Quirke, el policía de pronto se puso a reír con su familiar risa de fumador, con blandura al principio, luego con fuerza creciente, sin poder contenerse. Se aupó sin llegar a levantarse de la silla, entre estornudos y toses, y dio una palmada con la mano abierta sobre la mesa, divertidísimo. Quirke se quedó a la espera, y al cabo el detective se sentó jadeando. Miró a Quirke casi con verdadero cariño.
– Dios mío, señor Quirke -dijo-. Pero es que usted es terrible cuando hay una jovencita muerta.
– También era conocida -dijo Quirke con una voz bronca de repente- con el nombre de Laura Swan.
Esto provocó un rebrote de toses y estornudos de contento.
– ¿De veras?
– Tenía un salón de belleza en Anne Street.
– Así es. Mi señora fue las pasadas Navidades para darse un homenaje.
Quirke calló de pronto, presa de una cierta consternación. Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera existir una señora Hackett. Trató de imaginársela grandullona y cuadrada, como su marido, con los brazos moteados y los tobillos poderosos y un busto como el de un mascarón de proa. Una dienta poco probable, seguro, para las técnicas de embellecimiento en las que era maestra Laura Swan. Y si Hackett tenía esposa, Dios Santo, ¿tendría también hijos, una carnada de pequeños Hacketts, con sus sombreros en miniatura, sus trajes azules, sus tirantes anchos, igualitos que el padre?
Recuperado del ataque de risa floja, y después de secarse los ojos, el inspector rebuscó entre los desordenados papeles de su mesa y extrajo una hoja que se puso a estudiar con sobriedad.
– Da la impresión de que sabe usted muchísimo sobre esta desdichada mujer -le dijo-. ¿Cómo es posible?
– Conozco a su marido. Lo conocí hace tiempo. Fuimos juntos a la universidad. Quiero decir… él estudiaba allí cuando yo estudiaba allí, pero no en el mismo curso. Es más joven que yo.
– ¿Así que es médico?
– No, dejó los estudios de Medicina.
– Ya -Hackett seguía escudriñando la hoja, la sostenía muy cerca de la cara y entornaba los ojos, haciendo como que leía con atención minuciosa lo que estuviera escrito en el papel. Miró a Quirke por encima de la hoja-. Disculpe -dijo-, se me han olvidado las gafas -dejó caer el papel sobre un montón de papeles semejantes y volvió a recostarse en el sillón. Quirke, al bajar la mirada, vio que el documento no era más que una lista de turnos-. Bien, vamos a ver, señor Quirke… ¿Qué piensa usted que puedo yo decirle de la difunta señora Hunt?… ¿O es que hay algo que tiene usted que decirme al respecto?
Quirke miró por la ventana la brumosa vista tras el cristal. Bajo un sol insólito, los tejados y las chimeneas renegridas por el humo parecían planas, irreales, como el perfil de una ciudad en una película musical.
– Le practiqué la autopsia.
– Eso mismo habría supuesto yo. ¿Y bien?
– Su marido me había llamado por teléfono, salido como quien dice de la nada.
– ¿Para qué?
– Para pedirme que no se le practicase la autopsia.
– ¿Y eso?
– Dijo que no soportaba la idea de que rajasen a su mujer de arriba abajo.
– Extraña petición, desde luego.
– Es una de esas cosas que obsesionan a algunas personas, sobre todo si alguien muy amado ha tenido una muerte violenta. Tengo entendido que se trata de un desplazamiento de la pena, o de la culpa.
– ¿Culpa? -dijo el inspector.
Quirke lo miró de plano.
– El que sobrevive siempre se siente culpable de algún modo.
– Eso tiene entendido usted.
– Sí, eso tengo entendido.
La cara inexpresiva de Hackett había adoptado el aire, en su marmórea imperturbabilidad, de una máscara primitiva.
– En fin, es probable que tenga usted razón -dijo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, aunque se quedó una esquina encendida, de la que emanaba una arbórea columna de humo-. ¿Y qué le dijo usted al apenado viudo?
– Le dije que haría lo que pudiera.
– Y sin embargo siguió adelante y practicó la autopsia.
– Ya se lo he dicho. Naturalmente.
– Ah, naturalmente -murmuró el detective con sequedad-. ¿Y qué descubrió?
– Nada -dijo Quirke-. Murió ahogada.
El inspector lo estaba estudiando desde una calma profunda y, en apariencia, inamovible.
– Ahogada -dijo.
– Sí -dijo Quirke-. Me preguntaba si… -tuvo que carraspear de nuevo-. Me preguntaba si podría usted hablar con el juez de instrucción -sacó la pitillera y le tendió un cigarrillo al otro.
– ¿El juez de instrucción? -dijo Hackett en un tono de sorpresa matizada e inocente-. ¿Por qué quiere usted que hable con el juez de instrucción? -Quirke no respondió. El detective tomó un cigarrillo y se inclinó hacia la llama del encendedor de Quirke. Había adoptado un aire ausente, como si de pronto hubiera perdido el hilo de lo que estaban los dos diciéndose. Quirke conocía esa mirada-. ¿No prefiere usted, señor Quirke -el inspector se arrellanó de nuevo en su sillón y sopló dos trompetas gemelas de humo por las fosas nasales bien abiertas-, no prefiere usted hablar personalmente con el juez de instrucción?
– La verdad es que en un caso como éste…
El inspector dio un respingo.
– ¿Un caso como éste? ¿Qué tiene de especial el caso?
– Quiero decir de suicidio.
– Y eso es lo que fue, ¿no es cierto?
– Sí. No seré yo quien lo diga. Al juez de instrucción, claro está.
– Pero estará al tanto.
– Es probable. Sin embargo, se lo callará… si alguien accede a hablar con él.
Quirke bajó la mirada.
– Por el hecho de que acudiera a mí -dijo-, me refiero al marido, a Billy Hunt… siento cierta responsabilidad.
– Para proteger sus sentimientos.
– Sí. Algo así.
– ¿Algo así?
– No es la forma en que yo lo habría dicho.
Se hizo el silencio. El detective miraba a Quirke con una expresión de curiosidad infantil, los ojos muy abiertos, intensos, relucientes.
– ¿Y usted diría que fue un caso de suicidio? -preguntó, como si se tratara de aclarar una duda de segunda fila, un detalle sin importancia.
– Supongo que sí.
– Pero usted sin duda lo sabe. No en vano le ha practicado la autopsia, claro está.
Quirke no quiso mirarle a los ojos.
– No es mucho pedir -dijo pasado un instante-. La mayoría de los suicidios se encubren, eso lo sabe usted tan bien como yo.
– Con todo, señor Quirke, estoy convencido de que no es corriente que un marido se presente ante un patólogo y le pida que no lleve a cabo la autopsia de rigor. Me pregunto si podría ser que el señor… ¿cómo se llama, el señor Swan? No, el señor Hunt. Me pregunto si podría ser que le preocupara lo que pudiera usted descubrir caso de rajar de arriba abajo a su señora.
Quirke tampoco dio respuesta, y Hackett dejó que su mirada se perdiera y se desdibujara una vez más. Apartó el sillón de la mesa hasta que el respaldo golpeó contra el alféizar, y levantó los pies, calzados con unas botas pesadas, negras, claveteadas, para colocarlos sobre la pila de papeles de la mesa, entrelazando al tiempo los dedos rechonchos de ambas manos y colocándoselas sobre la panza. Quirke reparó, y no por primera vez, en sus manos gruesas, despuntadas, unas manos de campesino, hechas para trabajar con la azada, para arar surcos profundos y sin descanso; pensó en Billy Hunt y lo recordó en la mesa de Bewley's, entristecido, desasosegado, enredando con la cucharilla en el cuenco del azúcar.
– Lo lamento -dijo Quirke, y recogió la pitillera y el encendedor-. Le estoy haciendo perder el tiempo. Tiene usted razón. Hablaré yo mismo con el juez de instrucción.
– Si no, esperará a que tenga lugar la investigación y dirá una mentira piadosa -dijo el inspector, y sonrió contento.
Quirke se puso en pie.
– O diré una mentira, así es.
– Para proteger los sentimientos de su amigo.
– Sí.
– Porque no pudo usted encargarse de hacer lo que le pidió, o más bien de lo que le pidió que no hiciera.
– Sí -dijo Quirke de nuevo, insensible como una piedra.
El inspector lo observó con lo que bien podría ser un interés mínimo, como el visitante del zoo que se encuentra ante la jaula del espécimen poco o nada interesante, si bien mucho tiempo atrás había sido el animal más fiero, el más pulcro y reluciente del mundo entero.
– Pues hasta la próxima, señor Quirke -dijo-. Si no le molesta, no le acompaño. ¿Sabrá encontrar la salida?
A la altura de Trinity College, un vendedor de periódicos, harapiento y con una gorra de tweed enorme para su talla, pregonaba ejemplares del Independent. Quirke compró uno y revisó las páginas a la vez que caminaba. Iba en busca de alguna novedad sobre la trabajadora de la fábrica de camisas que apareció ahogada en el Foyle, pero hoy no había noticias de ella.
Fue desde Pearse Street a su oficina en el sótano del hospital y se acomodó ante su mesa durante cinco minutos, tamborileando con los dedos en el secante. Por fin tomó el teléfono. Billy Hunt contestó al primer timbrazo.
– Hola, Billy -dijo Quirke-. Lo que me pediste ya está hecho, no hay de qué preocuparse. No habrá autopsia.
La voz de Billy al responder sonó espesa e imprecisa, como si hubiera estado llorando, como tal vez había hecho. Dio las gracias a Quirke y dijo que le debía una,
que tal vez un día de éstos Quirke le dejara invitarle a una copa.
– Yo no bebo, Billy -dijo Quirke, a lo que Billy no prestó atención.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo, y colgó.
Quirke dejó el aparato y permaneció un instante conteniendo la respiración, que luego soltó en un largo suspiro hastiado. Cerró los ojos y se pellizcó la piel en el puente de la nariz, entre el índice y el pulgar. ¿Qué más daba qué hubiera ocurrido la noche en que murió Deirdre Hunt? ¿Qué más daba que Billy hubiera llegado a casa y se hubiera encontrado a su mujer muerta de una sobredosis, y que se hubiera llevado el cuerpo desnudo en el coche hasta Sandycove, y que la hubiera deslizado en las aguas a medianoche? ¿Qué importancia podía tener? Ella entonces ya estaba muerta, y como bien sabía Quirke, pues lo sabía mejor que la inmensa mayoría de las personas, un cadáver no es más que un cadáver.
Pero sí que importaba, y eso también lo sabía Quirke.
Los martes, después de visitar a su abuelo en el convento, Quirke tenía por costumbre invitar a su hija a cenar en el restaurante del Hotel Russell, en St. Stephen's Green. Phoebe decía que le gustaba el sitio, que era a la vez desaliñado y elegante, y que al mismo tiempo, como señaló ella con una risita de acero, de menosprecio, era el no va más del lujo. La comida era estupenda, aunque Phoebe apenas reparó en ello, y el vino aún mejor; ésta era la única ocasión de toda la semana en que Quirke se permitía bajar suave y pasajeramente del carro de la abstinencia, al que con calma y diligencia subía al día siguiente. Era desconcertante, puesto que en otras ocasiones tenía incluso la certeza de que un solo sorbo lo devolvería al camino de la perdición, o al menos lo dejaría con un hígado hecho puré. De un modo extraño, la presencia de su hija obraba de protección, de mágico cordón de seguridad contra todo exceso ruinoso. Esa noche tomaron un tinto de color herrumbre que Quirke había conocido años antes, en un viaje de fin de semana a Burdeos, con una mujer, el sabor de cuya boca imaginaba detectar aún en las honduras del sabor a uva fermentada. Eso era lo que Quirke recordaba de las mujeres: sus sabores, sus olores, el tacto acalorado de sus pieles bajo la palma de su mano, cuando sus nombres e incluso sus rostros habían sido pasto del olvido.
Phoebe llevaba un vestido negro con el cuello de puntillas blancas. En opinión de Quirke estaba alarmantemente flaca, y la encontraba más delgada con cada nuevo encuentro entre los dos. Llevaba el pelo oscuro y corto, con una permanente que formaba ondas ceñidas, metálicas, en su única concesión a la moda del momento. Era partidaria de los zapatos planos y apenas se ponía maquillaje. Las monjas que habían dado acogida a su abuelo verían a Phoebe con buenos ojos. A lo largo de los dos años anteriores se había forjado una personalidad que resultaba atractiva, quebradiza, irónica; tenía veintitrés años y podría haber pasado por una mujer de cuarenta. Sujeto a su mirada sardónica, escéptica, Quirke se sentía desconcertado. Phoebe había crecido y había dejado atrás la primera juventud con la convicción de que era hija de Mal y de Sarah, no de Quirke y de su esposa, Delia, y durante toda su vida él la había dejado seguir pensando que así era, hasta que la crisis vivida dos años antes le obligó a revelarle la verdad. Cuando nació, había parecido lo mejor, o al menos había parecido lo más fácil, ya que Delia había muerto en el parto, que fuera Sarah quien se hiciera cargo de la criatura -el Juez se había ocupado de todo-, puesto que Sarah y Mal no podían tener hijos, y más aún teniendo en cuenta que Quirke no quería ocuparse de la hija que de un modo tan trágico había irrumpido en su vida. Lo malo, la complicación añadida a todas las demás, fue que él había contemporizado con el fingimiento ante Sarah; lo malo fue que él creyó de veras que la hija de Delia había muerto; lo malo fue que terminó convencido de que Phoebe era en efecto hija de Sarah. Y ahora Phoebe sabía la verdad, y Sarah ya no estaba, y Mal estaba solo, y Quirke era como siempre había sido Quirke. Y su hija le daba miedo.
Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas en el restaurante, y los dos camareros se encontraban inmóviles como dos cariátides, uno a cada lado de la puerta que comunicaba la sala con la cocina. La sala tenía una tenue iluminación cenital, como un cuadrilátero de boxeo, y las paredes, de color malva, daban un tinte sonrosado, cansino, al ambiente más bien denso.
– La otra noche estuve con Mal -dijo Quirke.
Phoebe ni siquiera le miró.
– Vaya, no me digas. ¿Y qué tal está mi antiguo papaíto?
– Bastante triste.
– ¿Quieres decir que está triste, lo que se dice triste, o que está en una triste situación?
– Las dos cosas. Ese perro fue un error.
– ¿Brandy? Pues yo creí que le había tomado cariño al chucho… Al menos, eso dijo.
– No creo yo que tu… -se calló a tiempo: había estado a punto de decir «tu padre» llevado por la fuerza de la costumbre-. No creo yo que Mal sea un tipo al que le gusten los perros.
Sirvió un dedo de vino en la copa de ella y en la suya. La botella tenía que durar todo el almuerzo, ésa era la regla.
– Tendría que volver a casarse -dijo Phoebe.
Quirke la miró veloz. A Quirke le parecía que Mal había alcanzado la condición que más natural era en él, como si de hecho hubiera nacido para ser viudo.
– ¿Y tú? -dijo Quirke.
– ¿Y yo… qué?
– ¿Alguna perspectiva romántica en el horizonte?
Lo miró con una ceja enarcada, sin sonreír, frunciendo los labios pálidos.
– ¿Se supone que es un chiste?
Palideció ante su dureza de acero. Era a fin de cuentas hija de Delia, y con cada día que pasaba iba pareciéndose más a su madre. Delia había sido la mujer más endurecida que él nunca conociera; Delia había sido una mujer de acero puro, sin aleación, en todo momento. Era lo que más le gustaba de ella, de aquella mujer exquisita, atormentada y atormentadora.
– No -repuso-, no es un chiste.
– Yo estoy casada con mi trabajo -afirmó Phoebe con burlona solemnidad-.;No te has dado cuenta?
Había tomado un empleo en una sombrerería de Grafton Street en la que dilapidaba su talento, pero Quirke no protestó, a sabiendas de que ella se limitaría a apretar la mandíbula, esa mandíbula recta y encantadora, que era otra cosa que había heredado de Delia, fingiendo no haberle oído.
Depositó el cuchillo y el tenedor en paralelo sobre el plato -apenas había tocado la carne- y sacó una pitillera fina, de oro, y un encendedor cilíndrico, también de oro, apenas más grueso que un bolígrafo, que Quirke no había visto antes en sus manos. Sintió un aguijonazo. Eso ha debido de comprárselo ella, pues ¿quién, si no, se lo habrá comprado? Se la imaginó en una tienda, examinando las vitrinas acristaladas, la dependienta que la miraba con una mezcla de simpatía y rencor, una muchacha de compras, pero haciéndose regalos a sí misma. Le miró las muñecas, los pómulos marcados, el hueco en la base del cuello: toda ella parecía intencionalmente adelgazada, como si estuviera resuelta a refinarse sin cesar, hasta que al final no quedara de ella más que un perfil fino como un cabello, unos cuantos trazos de negro y plata.
– Hoy he tenido una curiosa experiencia -le dijo-. Bueno, curiosa no; de curiosa no tiene nada, la verdad. Extraña, eso sí. No puedo dejar de pensar en ello -frunció el ceño mientras escogía un cigarro de la pitillera; Nube de Paso, según vio Quirke, seguía siendo su marca de tabaco. No dejó de estudiarla aprovechando que ella no se daba cuenta. Cuanto más la veía, más se la imaginaba ya vieja, sentada en alguna deslucida habitación de un hotel como el hotel en que estaban, con su vestido negro, con una pose de hastío que sentiría en lo más vivo, desecada, incurablemente solitaria. Prendió el cigarrillo y exhaló el humo antes de apoyar los codos sobre la mesa, dando vueltas al encendedor entre los dedos-. Llamé a una persona desde un teléfono, a la vuelta de la esquina de la sombrerería. Es una persona a la que había encargado que me trajera una cosa de Estados Unidos. Agua de rosas de Kiehl, que aquí no se encuentra. No estaba en el teléfono que me dio, así que la llamé a su casa; ella misma me había dado el teléfono de su domicilio, y me había dicho que la llamase en cualquier momento, siempre que necesitara algo. Yo estaba esperando a que me avisara de que había vuelto con lo que le pedí, y estaba extrañada de que no dijera nada, así que me empecé a preguntar si le habría ocurrido algo. Contestó su marido; bueno, al menos supongo que era su marido. Tenía una voz muy rara. Me dijo que no estaba disponible. Lo dijo con esas mismas palabras, así: «No está disponible». Y colgó. Pensé que tal vez estuviera borracho, o algo parecido. Reconozco que me sentí intrigada, así que llamé a su socio, al hombre que lleva con ella el negocio que tienen a medias. Tampoco lo encontré en casa, pero se puso su mujer. Le expliqué que había intentado ponerme en contacto con esta persona, y que había hablado con su marido, o con quienquiera que fuese, y le dije que me había dicho de una forma muy llamativa, o a mí me lo pareció, que no estaba disponible. Con eso, la mujer soltó una carcajada. No fue una risa de contento, sino más bien una risa de enojo, molesta, desdeñosa, y dijo: «Vaya, debe de ser la primera vez en muchísimo tiempo que esa perra no está disponible». Por la manera en que dijo «disponible» comprendí a qué se estaba refiriendo. Me llevé un buen sobresalto, te lo aseguro. «Disculpe», le dije, «es evidente que he llamado en mal momento». Y ya iba a colgar, pero se ve que esta mujer estaba a la espera de que alguien la llamase para despacharse a gusto a propósito de «esa rata indecente», que fue como llamó a su marido. Y se puso a contarme cosas de lo más asombroso. Creo que estaba un tanto histérica. Bueno, bastante más que un tanto, la verdad. Dijo que había encontrado un montón de fotografías guarras que estaban escondidas. No sé a qué se refirió exactamente. Y un montón de cartas que esa mujer había escrito a su marido, cartas que por lo visto también eran bastante guarras. Saltaba a la vista, me dijo, que los dos se habían liado, que habían tenido una aventura delante de sus narices, el rata de su marido y aquella mujer. Estuvo hablando durante una eternidad. Parte del tiempo creo que estuvo llorando también, pero más que nada de rabia. Sí, como una histérica, sin lugar a dudas. ¿Quién no iba a estarlo, digo yo, después de hacer semejante descubrimiento?
Mientras hablaba, Quirke había sentido que algo se estiraba en él, que algo iba ganando fuerza, como la cuerda de un arco que se tensara lentamente, con un temblor y un zumbido propios. Phoebe seguía dando vueltas al encendedor entre los dedos.
– Esa mujer -preguntó-, ¿cómo se llama?
Ella lo miró.
– ¿Cuál?
– La que no estaba disponible.
Supo qué iba a decir antes de que lo dijera.
– Deirdre no sé cuántos, aunque su nombre profesional es Laura Swan. ¿Por qué me lo preguntas?
Salieron del hotel y cruzaron la calle hacia el Green, donde pasearon por la verja del perímetro en dirección a Grafton Street. Se adensaba el atardecer en el aire, pero el cielo en lo alto seguía claro, una cúpula de azul blanquecino, en la que una sola estrella brillaba pálida y baja sobre los tejados.
– ¿Qué sueles hacer a estas horas -preguntó Phoebe- ahora que ya no sales a matarte a copas?
No le respondió. Y, sin embargo, ¿qué era lo que hacía con su tiempo? Temía haberse convertido en un sonámbulo, en uno de esos solitarios que con la caída de la noche recorrían las calles de la ciudad pegados a las paredes, o se plantaban a la entrada de las tiendas, o se pasaban las horas sentados en el coche con el motor en marcha, tipos desdibujados, sin rostro, entrevistos sólo con el destello de una cerilla o a la luz del salpicadero, lamiéndose las heridas o cuidando sus oscuras penas.
– Eres tú el que debería ir en busca de un romance -dijo Phoebe.
Fueron al Shelbourne, donde antiguamente habían pasado tantos ratos juntos, y se sentaron en el salón a tomar café. Cuando era poco más que una niña, él la llevaba allí mismo por la tarde, a tomar un té con canapés y éclairs de chocolate y madalenas rellenas de mermelada. Parecía que hubiera pasado una eternidad. Y es que había pasado una eternidad. Esa noche, el salón estaba desierto, con la excepción de un trío de políticos, los tres con traje azul, que trabajaban en los Ministerios, a la vuelta de la esquina, y que conspiraban juntos en un rincón, cerca de la chimenea vacía. Con la caída de la noche, la luz en aquel salón enorme siempre resultaba extraña, más una penumbra granulosa que una luminosidad, que descendía ingrávida de las dos arañas enormes, de cristal, sobrecogedoramente inmóviles. Quirke, por su parte, estaba preguntándose qué hacía Phoebe a esas horas. Vivía sola en un piso de tres habitaciones, en Harcourt Street. No tenía novio, de esto estaba seguro, pero ¿tendría amistades, personas a las que veía con frecuencia? ¿Alguien la invitaba a salir, o pasaba por su casa a visitarla? No soltaba prenda sobre su vida privada.
Estaba fumando otra vez, sentada muy erguida en una silla pequeña, sobredorada, con una pierna montada sobre la otra. Tenía puntillas también en los puños del vestido, así como en el cuello, que le daban cierto aire antiguo: podría ser una institutriz, se dijo él por decir, en los viejos tiempos, o la dama de compañía de una señora adinerada.
– ¿Por qué te interesa tanto Laura Swan? -le preguntó.
El enarcó una ceja.
– No me digas que me interesa…
– Me fijé en la cara que se te ponía cuando te dije su nombre. ¿La conoces?
– No. No la conozco. Conocía a su marido, pero de eso ya hace bastante, mucho tiempo.
– ¿Y cómo es? Por teléfono me pareció que estaba un poco desequilibrado.
Quirke vaciló.
– Es que ha sufrido una dura pérdida -dijo. Dejó que se hiciera otro momento de silencio-. En fin. La verdad es que su esposa ha muerto.
Ella se le quedó mirando con el cigarrillo a mitad de camino de la boca.
– ¿Quién?
– Su esposa. Deirdre… Deirdre Hunt. La que se hacía llamar Laura Swan.
Algo titiló en sus ojos, una incertidumbre infantil, un destello casi, tal vez, de miedo. Pasó un rato sin que dijera nada.
– ¿Cómo? -dijo al fin-. Quiero decir, ¿qué ha pasado?
– Encontraron su cuerpo la semana pasada. Una mañana, en las rocas de la orilla de Dalkey Island, adonde lo había arrastrado la mar. Lo lamento. ¿La conocías bien? ¿Era amiga tuya? -ella permanecía con el ceño fruncido, mirando al frente sin ver-. Lo lamento -volvió a decir, y ella tal vez tuvo un escalofrío, o tal vez se dio una sacudida.
– La conocía -dijo-, pero no diría que la llegase a conocer bien. A veces se paraba a charlar un poco cuando nos cruzábamos en la calle. Y le compraba cosméticos en un local que tiene en Anne Street. El Silver Swan se llama -hizo una pausa-. Ahogada… Pobrecilla -se le ocurrió algo más, y miró a Quirke enseguida-. ¿Ha sido un suicidio?
– Ese será el dictamen del juez de instrucción -respondió Quirke con cautela.
Ella reparó en su tono comedido.
– ¿Y tú piensas que no? -él no le contestó; se limitó a encoger un hombro y a dejarlo caer. Ella insistió-: ¿Has tenido algo que ver con el cadáver? ¿Le has hecho tú la autopsia? -él asintió-. ¿Y qué has descubierto?
Él miró hacia los tres politicastros de la esquina, pero sin verlos.
– ¿Cómo era?
Phoebe se paró a pensar.
– No lo sé. Era… normal y corriente. Guapa, desde luego, pero ordinaria. Es decir, no tenía nada especial, o nada especial que a mí me llamara la atención. Muy seria. Apenas sonreía nunca. Pero siempre era atenta, siempre se la veía deseosa de ayudar a los demás. Tuve la impresión de que algo se llevaba entre manos con el tipo con el que dirige el negocio.
– ¿Quién es?
– Leslie White. Inglés, me parece. Alto, flaco, tremendamente pálido. Incoloro incluso. Con un pelo extraordinario, blanco plateado. Se podría decir que el nombre le sienta como un guante: White. Suele llevar un pañuelo plateado al cuello -torció la nariz. Él la estaba mirando con gran atención.
– ¿Cómo lo conociste?
– Me dio su tarjeta de visita un día en que fui al local -con un dedo, trazó un rótulo adornado en el aire-. «Leslie White – Director Comercial – The Silver Swan.» Anda siempre yendo y viniendo. Es un tipo que da mala espina. No diría yo que no sea capaz de arrojar a una mujer al mar -dedicó a Quirke una mirada de intensidad-. ¿Tú crees que la empujaron al mar?
Apartó la mirada. El hecho de que ella los conociera, de que conociera a Deirdre Hunt y a ese tal White, era inquietante. Fue como si algo que había considerado muy lejano de pronto se hubiera rozado con él, tocándolo con su tentáculo. El reloj de la repisa de la chimenea en la otra punta del salón comenzó a dar la hora, un sonido susurrante y siniestro; a su señal, los tres políticos se pusieron en pie y salieron veloces de la sala, todavía apiñados y sigilosos, como los malvados de un melodrama.
– No lo sé -dijo Quirke-. No sé qué fue lo que la pasó. Pero sé que no se ahogó.
Mintió ante el tribunal de instrucción, tal como dio por hecho el inspector Hackett cuando le dijo que iba a mentir. No quiso engañarse pensando que de ese modo protegía los sentimientos de Billy Hunt ni que escudaba su reputación. Por así decir, lo que hizo fue sellar el escenario del crimen a toda investigación ulterior. Eso fue todo.
Cuando se reunió el tribunal a media mañana, el aire de la sala ya era caldoso y rancio. Se oía el ajetreo de costumbre, un runrún proclive a causar jaquecas, mientras los funcionarios llevaban los documentos de acá para allá y el jurado tomaba asiento con evidente malhumor y los perros de presa de los periódicos intercambiaban bromas en la perrera acordonada, en un lateral de la sala. Quirke reparó en que los chicos de la prensa eran sobre todo novatos; daba la impresión de que los directores de sección no esperasen gran cosa de la noticia. Era casi como si de un suicidio no se debiera dar noticia; ésa era la norma oficiosa que se observaba a rajatabla en los periódicos. La galería reservada al público contaba con la presencia escasa y habitual de los papamoscas y los fantasmas. Billy Hunt estaba sentado a un lado, en la primera fila, flanqueado por dos mujeres, una joven, la otra vieja, y durante todo el proceso permaneció con la cara sujeta entre las manos. En la otra punta de la misma fila se encontraba una pareja que, supuso Quirke, debían de ser los padres de Deirdre Hunt, una mujer vaciada, enfermiza, con el cabello teñido de rubio, de unos cincuenta y tantos, y un tipo bajo, de cabello crespo, ojos iracundos y traje marrón, la chaqueta del cual llevaba abotonada y muy prieta sobre un torso en forma de tonel.
Sheedy, el juez de instrucción, vestía su habitual traje gris polvoriento, con un pulóver azul y una corbata estrecha, de rayas. Escuchó las pruebas que aportó el sargento de la Garda cuyos hombres procedieron al levantamiento del cuerpo desnudo de Deirdre Hunt en las rocas de Dalkey Island, tras lo cual se volvió con toda su palidez hacia Quirke y le interrogó con la misma gelidez de siempre, inquiriendo si en el examen que había realizado sobre los restos de la difunta había llegado a alguna conclusión en lo relativo a la causa del fallecimiento.
– En efecto -dijo Quirke con una voz demasiado sonora, demasiado resuelta, y creyó que vio temblar la punta de la nariz de Sheedy.
Éste había sido juez de instrucción de la ciudad desde hacía una veintena de años, y tenía una rápida y fina percepción de las vacilaciones y las evasivas que se deslizaban como los peces en la presentación de las pruebas, incluso entre los testigos más libres de toda culpa que comparecían ante él. Quirke se dio prisa en terminar. Había llevado a cabo un examen externo del cuerpo, dijo, a resultas del cual llegó a la conclusión de que la mujer había muerto por ahogamiento.
Lo cierto era que él había rajado a Deirdre Hunt y que no había hallado en sus pulmones la espuma que habría sido de esperar si se hubiese ahogado. Sí encontró un fuerte rastro de alcohol en sangre y residuos de morfina, en una dosis elevada y casi con toda certeza fatal.
Sheedy le escuchó en silencio, una mano sobre la otra, encima de la mesa, y tras una breve pausa, aunque a Quirke se le antojó cargada de escepticismo, indicó al jurado que emitiera su veredicto, muerte por ahogamiento accidental. Billy Hunt se apartó las manos del rostro apenado y se puso en pie y salió de la sala, seguido de cerca por las dos mujeres que lo acompañaban, y que Quirke calculó, por el parecido de familia en sus rasgos, debían de ser su madre y su hermana. También Quirke se dispuso a marcharse, pero Sheedy lo llamó y, sin mirarle, concentrándose en un fajo de documentos bien apilados sobre su mesa, le interpeló en voz baja.
– Hay algo que no me quiere usted contar, señor Quirke.
Éste se cuadró y cerró la mandíbula y no dijo nada, y Sheedy inspiró con fuerza, y Quirke llegó a la conclusión de que lo iba a dejar marchar sin más. A fin de cuentas, allí nadie era inocente. El propio Sheedy muy probablemente sospechaba que fue un caso de suicidio, pero no hizo ninguna mención al respecto. El suicidio era un engorro, pues comportaba una tediosa cantidad de papeleo; además, un veredicto de felo de se tan sólo podía ser causa de mayor dolor entre los familiares, quienes tendían a pensar que su difunta y muy amada estaría asándose en lo que a decir de los curas era un pozo especial en lo más profundo del infierno, reservado a las almas de quienes se hubieran quitado la vida.
Cuando Quirke se dio la vuelta vio por primera vez -¿había estado allí desde el primer momento?- al inspector Hackett, que se encontraba en el pasillo, entre los bancos, con el sombrero en la mano, aguantando la salida en masa dé los asistentes, espectadores y periodistas por igual. Sonrió y le guiñó un ojo a Quirke y batió el sombrero contra el pecho haciendo un saludo en broma, como Stan Laurel cuando batía el extremo de la corbata, a un tiempo avergonzado y sabedor. Se dio la vuelta y salió entonces tras la estela de los demás.
Una vez en la calle, Quirke encaminó sus pasos hacia el río con el calor de mediodía, lamentando haberse puesto el traje negro y llevar el sombrero negro. Hizo un alto para fumar un cigarro apoyado en el pretil de granito. Había marea baja, y el fango azulado de la orilla apestaba. Las gaviotas trazaban círculos y daban chillidos en derredor. Se alegró de que hubiera concluido la investigación, a pesar de lo cual sentía una carga, una sensación peculiar: era como si hubiera vaciado algo y acabara de descubrir que el contenedor pesaba tanto como antes. Aún estaba deseoso de saber cómo y por qué había muerto Deirdre Hunt. Había supuesto que la sobredosis había sido accidental, si bien ningún síntoma indicaba que fuera adicta, y que alguien se llevó el cadáver a Sandycove y lo había deslizado al mar. Pero si fue Billy quien de este modo se deshizo de su esposa, tan inconvenientemente muerta, ¿por qué había supuesto que el suicidio por ahogamiento iba a parecer menos deshonra que una muerte a raíz de una sobredosis de morfina, producto de un descuido? Y es que aun cuando hubiera dado por supuesto que Quirke no iba a reparar en la huella del pinchazo, no podía haber sabido que Quirke y el juez de instrucción iban a actuar en connivencia pasando por alto la obvia probabilidad de que su mujer se hubiera ahogado. ¿Había albergado Billy la esperanza de que el cuerpo se hundiera y no apareciera jamás? ¿O acaso había pensado que, caso de recuperarlo, sería irreconocible? ¿Era ésa la razón de que la hubiera desnudado, si era él quien lo había hecho? Los ciudadanos de a pie vivían en una pasmosa ignorancia respecto de los intrincados vericuetos de la medicina forense, así como de los procedimientos policiales, por cierto. Cuando se encontró el cuerpo, y además con una prontitud tan sorprendente, ¿cómo había imaginado Billy que Quirke, aun cuando no hubiese practicado la autopsia, no llegaría a descubrir cuál había sido la causa de la muerte? Claro que tal vez eso a Billy no le importase demasiado. Quirke sabía bien qué se siente cuando uno pierde a su esposa, conocía como nadie esa confusa mezcolanza de rabia y de aturdimiento y de extraño, vergonzoso regocijo.
Tiró la colilla al río por encima del pretil. Una gaviota, engañada, se lanzó a por ella. Nada es lo que parece.
En su momento le pareció de lo más natural que aquel miércoles por la tarde, con tanto viento, el doctor Kreutz la invitase a entrar en la casa, aunque prácticamente no dio crédito cuando se percató de que ella, una mujer casada, lo había seguido por la cancela abierta en las barandillas de hierro, cuyas bisagras rechinaron como si emitieran un suspiro de sorpresa o un grito corto y contenido, de advertencia. Él sacó la llave y abrió la puerta del sótano y se hizo a un lado y la sostuvo abierta del todo, indicando con un gesto amable que pasara ella delante. Había un pasillo corto, mal iluminado, al fondo del cual estaba la sala, la consulta, una estancia de techo bajo y también poco iluminada. El aire olía a un perfume agradable, a hierbas o especias; era un aroma ambiental que daba gusto percibir, con un toque a madera, y sin embargo intenso, nada que ver con los aromas baratos y empalagosos que vendía el señor Plunkett: Coty, Ponds y Velada en París. La fragancia le llevó a pensar en desiertos, en jaimas, en camellos, aunque fue consciente de que no encontraría esas cosas en la India, claro que tampoco sabía apenas nada de la India, salvo lo que había visto en las películas, y además suponía que todo aquello era pura invención, que no se parecía en nada a la India palpitante y verdadera. Había un sofá bajo, mullido, con una manta roja por encima, y una mesita baja, y cuatro cojines de colores vivos en el suelo, en derredor, para sentarse en ellos seguramente, en vez de sillones, aunque tal vez fueran para arrodillarse. No había alfombra. La tarima estaba pintada con un barniz oscurecido, pero brillante.
– Adelante, adelante. Bienvenida, bienvenida -dijo el Doctor, y la apremió a tomar asiento en el sofá con un solo gesto, con su mano larga y esbelta, del color del chocolate fundido. Pero ella no quiso sentarse, al menos por el momento.
Sobre la mesita había un cuenco de cobre batido, en el que el Doctor volcó las tres relucientes manzanas que llevaba en la bolsa de rejilla -ella pensó un instante en Blancanieves y la Bruja-; luego salió por un arco en el que no había puerta, pasando a una habitación contigua, en la que le oyó llenar de agua la kettle. Guardó silencio y percibió el lento, apagado latir de su corazón. No estaba pensando en nada, o al menos no estaba pensando con palabras. Era lo más extraño que había experimentado en su vida hasta la fecha, estar allí, en aquella estancia, con aquel exótico perfume suspendido en el aire, donde casi todas las cosas parecían distintas de aquello a lo que estaba acostumbrada. Si Billy hubiera entrado por la puerta en ese instante ella habría tenido serias dificultades para precisar quién pudiera ser. No sintió el menor asomo de preocupación o de alarma. A decir verdad, nunca se había sentido tan lejos de todo peligro. Fuera, en la calle, arreciaba el viento, y las sombras difusas de las hojas se movían ante ella en la pared del fondo. Notó que estaba temblando; estaba temblando de la emoción, y también por una extraña suerte de felicidad expectante que de alguna manera alguna relación guardaba con el rojo oscuro de la manta que cubría el sofá y con los cojines sobre el suelo, rojo intenso, y con las tres manzanas relucientes, perfectas, irreales casi, puestas en el cuenco de cobre, cada una de las cuales ostentaba en la piel un reflejo de un idéntico punto de luz, procedente de la ventana.
El cuarto que había al otro lado del arco era una escueta cocina, con armarios mal pintados y un viejo fregadero de piedra y una minicocina con dos fuegos, sobre uno de los cuales el Doctor había puesto la kettle para hacer un té de hierbas en una tetera verde, de metal, que no era redonda, sino que tenía forma de barco, parecida quizás a la lámpara de Aladino, con un pico largo y curvo, con unos dibujos de remolinos grabados en el metal de la tetera. Esta vez sí aceptó la invitación de sentarse, y se acomodó con esmero en el sofá, con las rodillas bien juntas y las manos unidas en el regazo. El Doctor, con maravillosa elegancia y sin ningún esfuerzo, se plegó rápidamente hacia abajo, como un sacacorchos que se inserta en el corcho, hasta quedar sentado como un sastre sobre uno de los cojines, frente a la mesa. Sirvió un té casi incoloro en dos tacitas decoradas con delicadeza. Ella esperó a que le sirviera leche y azúcar, pero entonces cayó en la cuenta de que no era esa clase de té, y aunque no había dicho nada que demostrase su ignorancia se puso colorada, si bien confió en que él no se hubiera percatado.
Se pusieron a charlar, y antes de darse cuenta de lo que hacía le contó toda clase de cosas sobre su persona, cosas que nunca habría contado a nadie más. Primero le habló de su familia y de su vida en los Bloques, o al menos le dio una versión edulcorada, poniendo cuidado en no decir cómo se llamaban los Bloques ni en dónde estaban exactamente, no fuera que él conociera las viviendas de protección y estuviera al tanto de la terrible reputación que tenían, de los chistes de que eran objeto entre quienes no habían tenido que vivir allí, y se las ingenió para hacerlos pasar por unas viviendas anticuadas, bastante grandiosas, como lo eran las de Mespil Road, por delante de las cuales pasaba ella a menudo cuando iba a dar un paseo durante el fin de semana. También le habló de la bicicleta que le habían robado cuando era una niña, y de cómo le partió un diente a Tommy Goggin, cosa que desde luego no era del estilo de las que con toda seguridad sucedían en Mespil Road. Iba a contarle incluso lo que le hacía su padre cuando era poco más que una niña, lo que le había obligado él a prometer que sería «nuestro pequeño secreto», pero se calló a tiempo, asombrada de su labia incontrolada. ¿Cómo era capaz de hablar así con un perfecto desconocido? Al pensar en su padre y en todo aquello tuvo una sensación de flaqueza en la boca del estómago, y pese al perfume especiado y a la fragancia del té tuvo la certeza de percibir por un instante y con toda claridad el olor exacto que tenía su padre, un olor a carbonilla y a tabaco y a sudor, y tuvo que contenerse para no temblar debido al estremecimiento que le produjo. De todos modos, se preguntó mientras sorbía aquel té entre amargo y dulce, ¿qué estaba haciendo ella allí, sentada sobre una manta roja, en la habitación de un desconocido, una tarde otoñal como cualquier otra? Sólo que la tarde no era como cualquier otra, de eso también estuvo segura. Supo, de hecho, que iba a recordarla para siempre y a considerarla uno de los días más portentosos de su vida, más portentoso incluso que el día en que se casó.
Calló entonces de pronto por pensar que ya había hablado demasiado de sí misma, al menos por el momento, y aguardó a ver qué le revelaba él sobre su persona y su vida a cambio de sus confidencias. Pero le contó poca cosa, o más bien poco en lo que pudiera ella situarse de verdad, y además le sonó todo extraño. Había nacido en Austria, le dijo, y era hijo de un psicoanalista austríaco y de la hija de un maharajá, enviada desde la India para ser discípula del psicoanalista del cual se enamoró. Mientras le escuchaba, notó a su pesar el mínimo escrúpulo de una duda; aunque él hablaba como si tal cosa, sin que al parecer le importase ni mucho ni poco que ella diera en creerle o no, en su tono de voz algo había que no le sonó del todo… en fin, del todo natural. También lo sorprendió mirándola con lo que parecía un relumbre especulativo en sus ojos entre castaños y negros, y se preguntó si no estaría sondeando su credulidad o si, en efecto, no estaría riéndose de ella. Pero no pudo creer que le mintiera, y tampoco le importó que le estuviera tomando el pelo, lo cual fue extraño, porque si había una sola cosa que por lo común no toleraba era que alguien se burlara de ella. Más adelante tendría ocasión de comprobar que ésa era su manera de ser con todo el mundo, en todas las cosas, y que para él no había nada que no tuviera su lado jocoso, y le enseñó, o al menos trató de enseñarle -a ella nunca se le había dado nada bien captar las bromas al vuelo- que la solemnidad era lo mismo que la tristeza, y que Dios sólo quería que fuésemos felices.
Le explicó que él era sufí. Ella no sabía qué era eso, ni siquiera sabía escribirlo. Supuso en un primer momento que era el nombre de una tribu, o quizá, ¿cómo se decía?, el nombre de la casta a la que pertenecía él, o que al menos era resultado de que su madre en efecto procediera de la India. Pero no: se trataba por lo visto de una religión, o de una especie de religión. Él le explicó que el nombre era en sí una versión de una palabra árabe, saaf, que quiere decir puro. El sufismo se basaba en las enseñanzas secretas del profeta Mahoma -al pronunciar el nombre inclinó la cabeza y musitó algo, una oración, pensó ella, en una lengua gutural que a sus oídos sonó como si hiciese gárgaras-, que había vivido casi mil cuatrocientos años antes, y que era un maestro tan grande como Jesucristo. El profeta había sido enviado por Dios en muestra de «misericordia al mundo entero», le explicó, y siempre habló con la gente de un modo que todos pudieran entender. Como la mayoría de la gente es simple, dio a sus enseñanzas un estilo simple y empleó palabras sencillas, pero también tenía otras doctrinas que comunicar, doctrinas místicas, difíciles, destinadas única y exclusivamente a los más sabios, a los iniciados. Sobre esas enseñanzas habían fundado los sufíes su religión. Los sufíes habían tenido sus comienzos en Bagdad -ella había visto esa película, El ladrón de Bagdad, aunque pensó que era mejor no decirlo-, y sus enseñanzas se habían extendido por todo el mundo. Hoy en día -dijo-, hay sufíes por todas partes, en todos los países del mundo.
Estuvo hablando mucho tiempo, con sosiego y con gravedad, sin mirarla, con la vista perdida al frente, como si estuviera en un ensueño, y por su modo de hablar -de salmodiar, más bien- podría haber estado pensando en voz alta, o bien repitiendo algo que hubiera dicho muchísimas veces, en muchísimos otros lugares. Le recordó a un cura que pronunciase un sermón, sólo que no se parecía en nada a un cura, o al menos a los curas a los que ella estaba acostumbrada, con la sotana negra y maloliente, mal afeitados y unos ojos espantados, resentidos. El Doctor, lisa y llanamente, era bello. Ésta era una palabra que a ella nunca se le hubiera ocurrido aplicar a un hombre, o no hasta ese momento. Le contó muchísimas cosas y dijo tantísimos nombres -Alí no sé cuántos Talib, El-Ghazali, Ornar Jayam, del cual al menos había oído hablar, y otros que tenían verdadera gracia, como Al Biruni, Rumi, Saadi de Shiraz- que pronto la cabeza le daba vueltas. Le enseñó que los sufíes creen que todas las personas han de aspirar a purificarse, a despojarse de todos los bajos instintos del ser humano, para aproximarse a Dios por medio de etapas sucesivas, los maqaam, y estados de ánimo, los haal. Pronunció estas y otras palabras exóticas con toda claridad y con gran cuidado, como si quisiera que ella las retuviese, aunque casi todas las olvidó en el acto. No obstante, hubo dos palabras que supo que iba a recordar, que fueron shayk, el sabio, y murid, el discípulo, el aprendiz que se pone bajo la guía y al cuidado del shayk. Y mientras escuchaba su perorata sobre el amor que ha de existir entre ambos, entre el maestro y su discípulo, el sentimiento que tuvo nada más entrar en la estancia resplandeció con más fuerza que nunca. Era una especie de… no supo muy bien cómo describirlo para sí, pero era una especie de apacible excitación, si tal cosa era posible; excitación y calor y un sentimiento de anhelo transido de felicidad. Sí, anhelo, pero ¿anhelo de qué?
Sólo bastante más tarde comprendió a carta cabal qué extraordinaria había sido la hora que pasó con él; qué extraordinario, esto es, que hubiera ido allí, y que hubiera pasado todo aquel rato sentada, atenta, escuchándole. Siempre había sido impulsiva -se lo decía todo el mundo, incluida la tía Irene, aunque en su boca sonaba a que fuese un defecto tremendo-, pero aquello había sido algo bien diferente. Se había sentido atraída al Doctor por pura necesidad. No sabría decir qué necesidad era ésa, ni cómo había intuido que fuese él quien pudiera saciarla. Sólo tuvo conciencia, cuando él la acompañó a la calle y de nuevo caminaba por Adelaide Road hacia la parada del autobús, con la tarde ya oscurecida y ventosa -tenía que haber pasado más de una hora con él si ya se había hecho tan tarde-, de haber sido de alguna manera apartada de todo cuanto la rodeaba. Se sintió como aquellas personas del anuncio de Horlicks, o tal vez fuera de Bovril, que aparecen caminando bajo la constante lluvia del invierno, si bien sonríen con buen ánimo, cada una de ellas envuelta por un aura protectora de luz y de calor.
Hizo memoria para recordar todo lo que pudiera de los cuentos y las parábolas que él le había relatado. La historia que mayor impresión le causó fue la de la muchacha que había sido devuelta del reino de los muertos. Esta muchacha tenía tres pretendientes y era incapaz de decidirse por uno de ellos. Un buen día enfermó y había muerto en menos de una hora. Los pretendientes quedaron desolados, y cada uno lloró la pérdida de la muchacha a su manera. El primero no abandonó el cementerio ni de día ni de noche, y comía y dormía junto a la tumba de su amada; el segundo echó a caminar por el mundo y se convirtió en un faquir, un hombre sabio, mientras el tercero dedicó todo su tiempo a consolar al apenado padre de la muchacha. Un día, a lo largo de sus viajes, el segundo pretendiente, el faquir, tuvo conocimiento gracias a otro sabio del hechizo mágico y secreto que devolvía a los muertos a la vida. Se apresuró en regresar a su pueblo y fue al cementerio y pronunció el encantamiento mágico para invocar a la muchacha y que saliera de su tumba, y en un instante apareció tan bella como siempre había sido. La muchacha regresó a la casa del padre, y los pretendientes iniciaron una discusión para dirimir cuál de los tres debía quedarse con su mano. Fueron a la sazón a ver a la muchacha y cada uno defendió sus méritos. El primero dijo que no había abandonado su tumba ni un solo instante, por lo que su pena había sido más pura que la de los demás. El segundo, el faquir, apuntó que había sido él quien adquirió el saber necesario para traerla de la tierra de los muertos. El tercero habló del consuelo y del apoyo que había prestado a su padre después de que ella muriese. La muchacha los escuchó por turnos, y entonces dijo a todos ellos: «Tú, que descubriste el encantamiento con el que devolverme la vida, tú has sido humanitario. Tú, que cuidaste de mi padre y le diste consuelo, has actuado como un hijo. Tú en cambio, que has permanecido junto a mi tumba, tú has sido un verdadero amante, y contigo he de casarme».
No era más que un relato, ella lo sabía, y además uno sin pies ni cabeza, pero algo se movió en su interior. De todo lo que el Doctor le había dicho, creyó que ésa era la historia destinada a ella de una manera especial. La forma de la fábula parecía ser la forma de una vida que algún día sería suya. El futuro, creyó, el futuro en la forma improbable del doctor Kreutz, le había enviado un mensaje, una profecía de supervivencia y de amor.
A Quirke no le sorprendió saber quién era el que preguntaba por él. Desde el día de la investigación judicial contaba con recibir una visita del inspector. Colgó el teléfono y encendió un cigarrillo y se quedó pensativo: que Hackett se asara al fuego lento de su propia impaciencia, le sentaría bien. A primera hora de la mañana, Quirke estaba en su despacho del hospital. Por el panel acristalado de la puerta veía el brillo antinatural de la sala de disección en la que Sinclair, su ayudante, adusto y apuesto, con sus negros rizos y la boca de labios finos, caídos por las comisuras, estaba trabajando con el cadáver de un niño al que había atropellado el camión de la carbonería aquella misma mañana en Coombe. Pensando en el policía, Quirke experimentó un pellizco de desasosiego. Los años que pasó en Carricklea le habían instilado un miedo omnipresente a toda figura investida de autoridad, un miedo constante, un miedo del que ninguna subsiguiente acumulación de autoridad por su parte le libró del todo.
Aplastó el cigarrillo y se quitó la bata verde del quirófano para salir del despacho. Hizo una pausa un momento para ver cómo cortaba Sinclair la caja torácica del niño, expuesta a la luz, con un serrucho especial para huesos que a Quirke siempre le hacía pensar, de manera incongruente, en los secadores niquelados. Sinclair era hábil y rápido; algún día, cuando Quirke ya no estuviera, ese joven quedaría al frente del departamento. Era un pensamiento que Quirke no había tenido hasta entonces. ¿Dónde estaría exactamente él cuando ese día llegase?
El inspector Hackett se encontraba de pie junto al mostrador de recepción, con el sombrero en las manos. Vestía su atuendo de costumbre: traje reluciente a trozos y camisa blanca y un tanto sucia, además de una corbata anodina; el nudo de la corbata lo llevaba muy prieto y también brillante, como si no se lo hubiera deshecho en mucho tiempo, como si sólo se la quitara por la noche para volvérsela a poner, con el nudo hecho, a la mañana siguiente. Quirke imaginó al detective al final de la jornada, sentado con cansancio en una cama de matrimonio, a la luz de la lámpara de la mesilla, descalzo y despeinado, ensanchándose distraído el lazo de la corbata con ambas manos para sacársela por encima de la cabeza, como un aspirante a suicida que se lo hubiera pensado dos veces.
– Espero no venir a robarle su tiempo, seguro que tiene un trabajo importante entre manos -dijo Hackett con su acento llano, de las Midlands, sonriendo. Tenía una forma extraña de conseguir que incluso unas palabras de cortesía sin mayor relevancia sonasen cargadas de escepticismo y socarronería.
– Mi trabajo siempre podrá esperar -contestó Quirke.
El inspector rió.
– Sí, supongo que sí. Sus clientes no se irán a ninguna parte.
Salieron del hospital y echaron a caminar a la luz del sol, tintada de humo, de la mañana. Hackett se pasó una mano por el cabello engominado, entre negro y azul, y se colocó el sombrero en su sitio, dando al ala un tirón experto hacia abajo con el dedo índice. Se encaminaron rumbo al río, que se anunció antes de que lo vieran con el hedor verduzco de costumbre. Un chiquillo harapiento salió a la carrera y a punto estuvo de colisionar con ellos; Quirke volvió a pensar en el cadáver del niño sobre la mesa de disección, la cara exangüe, las piernas tiesas, estiradas.
– Fue lo más decente, desde luego. Es lo que había que hacer, proteger los sentimientos de los parientes de esa joven -dijo el inspector-. ¿Cómo se llamaba?
– Hunt -dijo Quirke-. Deirdre Hunt.
– Eso es, Hunt -como si fuera fácil de olvidar, pensó Quirke. El inspector se tiró del lóbulo de la oreja pellizcándoselo entre el índice y el pulgar, y su rostro adoptó una mueca de concentración-. ¿Por qué razón cree usted que pudo hacer una cosa así, siendo una mujer joven y sin problemas aparentes?
– ¿Una cosa así?
– Quiero decir, quitarse la vida.
Habían llegado al río; cruzaron hacia el muro de contención y siguieron paseando en dirección al parque. El humo de las calles no alcanzaba la otra orilla, y el aire allí estaba limpio y azul. Pasó de largo un carro enorme, de Correos, pero sin carga, con un ruido atronador, tirado por un caballo grande, un Clydesdale, al trote, con las crines al viento. Los cascos enormes repicaban sonoramente en la carretera, como si los tuviera hechos de acero macizo, huecos.
– El dictamen del juez de instrucción -dijo Quirke con mesura- fue de ahogamiento accidental.
– Ya, ya lo sé. Ya sé cuál fue el dictamen. ¿O es que no lo oí en la misma sala? -volvió a reír-. Un dictamen acorde con las pruebas del caso. ¿No es eso lo que han dicho los periódicos?
– ¿Y usted lo pone en duda?
– Vamos a ver, señor Quirke: por supuesto que lo pongo en duda. Quiero decir que es difícil de veras pensar que una mujer joven y sana vaya en coche a Sandycove, en plena noche, y que se quite hasta la última de sus prendas de vestir y las deje allí dobladas en el suelo y entonces, por puro accidente, caiga al mar.
– Pudo tener ganas de nadar de noche -dijo Quirke-. Estamos en verano. Aquella noche hacía calor.
– Los únicos que van a nadar allí son hombres. Y nadan en el club Forty Foot, donde no está permitida la entrada a las mujeres.
– A lo mejor fue por divertirse, o por pasar un rato. Era de noche, allí no habría nadie que la viese. Las mujeres hacen cosas así, y más cuando hay luna llena.
– Ya, ya. Desde luego -dijo el policía-. Una bromita de medianoche.
– Inspector, la gente es muy rara. La gente hace las cosas más raras que uno pueda imaginar. Sin duda se habrá dado cuenta, a la vista de cuál es su trabajo.
Hackett asintió y cerró los ojos un momento, reconociendo la ironía del comentario.
Llegaron a la altura del pub de Ryan, en Parkgate Street. El policía lo señaló con un gesto.
– Seguro que echa usted de menos la compañía -dijo-, cualquier velada de éstas.
Quirke prefirió hacer como que no había entendido.
– ¿La compañía?
– Como ahora es un abstemio total, según me ha dicho… ¿A qué se dedica usted cuando anochece?
Otra vez la misma pregunta que le había formulado Phoebe, una pregunta para la que carecía de respuesta.
– ¿Está usted investigando -optó por preguntar en tono de impaciencia- la muerte de Deirdre Hunt?
El inspector se detuvo en seco dando exageradas muestras de sorpresa.
– ¿Investigando? Oh, no. No, ni mucho menos. No es más que curiosidad. Más o menos. Son gajes del oficio… que yo diría que tenemos los dos en común -miró de reojo a Quirke con una mueca de sarcasmo. Siguieron caminando. Era mediodía y el sol apretaba de lo lindo. El policía se quitó la chaqueta y la llevó colgada del hombro-. He metido la nariz aquí y allá por ver si averiguaba de dónde procedía, me refiero a Deirdre Hunt. Las Mansiones de Lourdes, nada menos. Los Ward, puesto que ése era su nombre de soltera, son gente dura de verdad. El padre trabajaba en las barcazas de transporte de carbón. Ahora está jubilado. Enfisema. No por eso ha dejado de beber, ni de andar llevando su corpachón de un lado a otro. La madre yo deduzco que se habrá echado alguna que otra cana al aire en sus años mozos. Hay un hermano, Mikey Ward, de sobra conocido en la comisaría de distrito. Robos de poca monta, esas cosas. Otro hermano se escapó a los catorce años, se hizo a la mar por lo visto, no se han vuelto a tener noticias de él. Gente con callo, ya le digo.
– Supongo que por eso mismo se dedicó ella al negocio de la belleza -dijo Quirke.
– Sin duda. Resuelta a mejorar su suerte -el policía suspiró-. Sí, es una verdadera pena -volvieron a cruzar el río y comenzaron a subir la empinada cuesta que llevaba a la entrada del parque. Ante ellos, los árboles a uno y otro lado de la avenida parecía que palpitasen recortados contra un cielo caluroso, blanqueado-. ¿Usted sabe con quién lo llevaba?
– ¿El qué?
– El salón de belleza.
– No.
– Un tipo llamado White. Por lo visto, un tipo con manga ancha, tengo informaciones dignas de fiar. Tenían una peluquería en el local de Anne Street antes de abrir el salón de belleza.
– ¿Y por qué es un tipo con manga ancha?
– Asume riesgos. Riesgos financieros. Su mujer tuvo que arrimar el hombro hace un par de años para impedir que se ensuciara su reputación. Entonces quebró lo de la peluquería.
– ¿Tiene dinero?
– ¿La mujer? A la fuerza. También se dedica a los negocios. Tiene un taller de costura en Capel Street, hace patrones de moda para las señoras de clase alta. Y cobra dos peniques la hora.
Le tocó a Quirke el turno de echarse a reír.
– Debo decirle, inspector, que tratándose de un hombre que no está llevando a cabo una investigación parece que sabe muchísimo de todas estas personas.
El inspector se lo tomó como un cumplido y fingió una ligera vergüenza.
– No es para tanto -dijo-. Ésas son cosas de las que uno se entera si se planta en una esquina, en plena calle, a escuchar al viento.
Hacia la izquierda, una manada de ciervos se había plantado entre las altas hierbas de un calvero, en medio de una ondulación producida por el calor; un macho elevó la compleja cornamenta y los miró de soslayo, con suspicacia y truculencia.
– Mire, inspector -dijo Quirke-. ¿Qué es lo que importa todo esto? La mujer ha muerto.
El inspector asintió, aunque también podría haber sido un gesto de negación.
– Pero es que es precisamente entonces cuando importa, cuando a mí me importa: cuando alguien ha muerto y no está del todo claro cómo ha sido. ¿Entiende lo que intento decir, señor Quirke? Por cierto -añadió con una sonrisa-, no se olvide de que fue usted quien trajo a mi atención a la pobre Deirdre Hunt. ¿O ya no se acuerda?
Quirke no encontró respuesta.
Volvieron entonces sobre sus pasos y tomaron un autobús a la entrada del parque. Viajaron en la plataforma abierta de la parte posterior, sujetos al pasamanos, balanceándose al unísono a la vez que el autobús devoraba el recorrido por los muelles. El inspector se quitó el sombrero y lo sujetó sobre el pecho con la actitud de alguien que asistiera a un funeral. Quirke estudió las manos del hombre, el perfil plano, de campesino. No sabía nada de Hackett, comprendió en ese momento, más allá de lo que veía en él, y lo que veía era lo que Hackett decidía darle a ver.
A veces, el policía emitía un tufillo a algo, algo tangible como un olorcillo, entre blanquecino y gris, que le hacía pensar en instituciones de caridad. ¿Habría tal vez en su pasado más remoto algo semejante a lo que Carricklea suponía en el suyo? ¿Eran los dos chicos de orfanato?
Quirke no se tomó la molestia de preguntarlo.
Se bajó en Four Courts, saltando de la plataforma mientras el autobús seguía en marcha. Un borracho de pelo encrespado y revuelto se encontraba tirado en la acera, ante las puertas de la plazoleta, inconsciente, pero agarrado con fuerza a su botella de jerez. Quirke a veces se imaginaba así, olvidado del mundo, perdido en su ser, harapiento, encharcado en alcohol, derrumbado en una esquina llena de desperdicios, su única posesión una botella en una bolsa de papel de estraza.
Al salir el autobús tras la parada, envuelto en su miasma de humo del escape, sucio y gris, el inspector lo miró con su sonrisa de pez e hizo su gesto al estilo de Stan Laurel, de nuevo con el sombrero en el pecho, aleteando, en un ademán cómico, a medias dolido, que parecía a un tiempo una despedida y, ¿seguro?, una admonición.
Phoebe Griffin -no se le había ocurrido cambiarse el apellido para ponerse Quirke, y si se le hubiese ocurrido no lo habría hecho- no estaba acostumbrada a interesarse por las vidas ajenas. No es que considerase que los demás carecieran por completo de interés, naturalmente; su desapego no llegaba a tanto. En cambio, estaba libre del prurito que parecía ser, que de hecho, al menos a su juicio, tenía que ser lo que impulsaba a los cotillas y a los periodistas y, desde luego, también a los policías, a detenerse en los oscuros intersticios en los que los propios actos procuraban disimular sus motivos. Ahora consideraba que su vida era una serie de pasos cuidadosos que iba dando sobre un alambre fino y vibrante que salvaba un siniestro abismo. Con equilibrio, en precario, sabía que era aconsejable no mirar muy a menudo, o no escrutar más de la cuenta lo que hubiera a uno y otro lado, ni tampoco lo que hubiera allá abajo. Abajo prefería no mirar ni una sola vez. Allá arriba, donde avanzaba con paso firme por el alambre, el aire era liviano y fresco, era un aire embriagador, y sin embargo reconfortante. Y ese lugar iluminado, elevado, despejado, por despojado que fuera, por vacío que estuviera, para ella resultaba suficiente, no en vano había conocido más que de sobra las honduras y los oscuros recovecos. ¿Por qué iba a pararse a especular a propósito del gentío del que tenía constancia allá abajo, el gentío que miraba a lo alto con envidia, con respeto y con esperanza, con un punto de rencorosa anticipación?
No se fiaba de nadie.
A su pesar volvió a descubrir que estaba pensando en Deirdre Hunt, o en Laura Swan, y en la manera en que había muerto. Le había parecido una mujer agradable de trato, aunque lo fuera de un modo un tanto quebradizo. Tal vez fuese esa cualidad la que había despertado en Phoebe la simpatía y el interés por ella. Pero llegada a ese punto se detuvo: ¿simpatía? ¿Por qué simpatía? Laura Swan, o Deirdre Hunt, nunca le había dado ninguna razón para que pensara que estaba necesitada ni de su simpatía ni de la de nadie. Pero sí debía de haber estado necesitada de algo, sumamente necesitada, necesitada sin remedio, para haber terminado como terminó. No acertó a imaginar qué pudo haberla llevado a hacer tal cosa, ya que ni siquiera en sus momentos de más zozobra había calibrado Phoebe la posibilidad del suicidio. No es que no pensara que sería buena cosa, a grandes rasgos, dejar de estar en este mundo, pero es que largarse de este mundo de esa forma sería sencillamente absurdo.
Suicidio. La palabra resonaba en su interior, en esos momentos, con el ruido de un martillo que repicara sobre un trozo de acero sin forma y sin brillo. Tal vez la fascinación que revestía, para ella, fuera meramente que nunca había conocido en persona a nadie, nunca había tenido conocimiento carnal de nadie -y a Laura Swan la había conocido si acaso en su apariencia más externa- que se hubiera hecho aire de manera tan absoluta, que se hubiera convertido en algo no carnal, por así decir, a raíz de un repentino e impulsivo salto a las tinieblas. Phoebe creyó saber cómo se habría sentido esa otra mujer al rasgar como un cuchillo la negra y reluciente superficie del agua, el deslizarse de las luces y el precipitarse hacia lo más profundo, más y más abajo, adentrándose en el frío y en el ahogo y en el olvido. La nadadora habría sentido de manera acuciante la impaciencia, seguro, impaciencia y deseo de que todo terminase, de que ella misma terminase; asimismo, una extraña clase de alborozo, un alborozo desolado, y una satisfacción, la satisfacción de haber sido, de una manera paradójica, vengada. Y es que Phoebe era incapaz de concebir que una mujer joven se dirigiera por su propio pie a la muerte, a no ser que alguien la hubiera empujado, a sabiendas o sin saberlo, y no concebía que esa persona ahora no sufriese con toda seguridad los crueles aguijonazos del remordimiento. Con certeza.
Eran las cinco y media y la tarde de verano se iba tornando rojiza. Aunque su orgullo no le hubiera permitido reconocerlo, y menos ante sí misma, ése era, para Phoebe, el momento más desolador del día, tanto más desolador por la sensación de que algo se avivaba en derredor, en las otras tiendas, por la calle, donde una multitud de dependientas ya salían y echaban las persianas y apagaban los rótulos de las puertas cristaleras, pasando el cartel de «Abierto» a «Cerrado». La señora Cuffe-Wilkes, la propietaria de la Maison des Chapeaux, salió muy ajetreada de la trastienda, envuelta en una nube de algún modo palpitante de perfume aromatizado al melocotón, su perfume de siempre, batiendo las pestañas como mariposas de alas pegajosas y emitiendo unos sonidos inaudibles, un constante mmm mmm para el cuello de su blusa. Tenía previsto ir a una inauguración en una galería, en donde un joven de un talento excepcional iba a mostrar sus últimos dibujos, y antes quería pasar por el Hotel Hibernian a tomar una copa; después iría a cenar a Jammet con Eddie y Christine Longford entre otros. La señora Cuffe-Wilkes era una figura de renombre en sociedad, y sólo los mejores llevaban los sombreros que ella vendía en su tienda. A Phoebe le resultaba entretenida, valiente a su manera, no del todo ridícula, o no sin remedio.
– Querida, ¿no piensas cerrar? -dijo la señora Cuffe-Wilkes. Llevaba un vestido que era una construcción de gasa a base de chifón amarillo limón, y encima de la oreja izquierda se había afianzado peligrosamente una de sus propias creaciones, un minúsculo sombrerito, un casquete en blanco y oro, con un filamento de alambre que •alia de él, rematado con una llama de seda en forma de orquídea, atravesado de largo por un pasador con cabezal de perla-. Ese joven que te espera se estará impacientando.
Una de las imaginaciones recurrentes de la señora Cuffe-Wilkes consistía en insistir en que Phoebe de seguro tenía un joven pretendiente cuya identidad se negaba a revelar, y cuya propia existencia negaba por culpa de una timidez invencible.
– Estaba esperando a que saliera usted antes de echar el cierre -dijo Phoebe.
– Bueno, pues yo me marcho, así que eres libre para poner fin a las penas del joven.
Sonrió con coquetería; con esa sonrisa se quitó treinta años de encima. Y se marchó contoneándose por Grafton Street.
Phoebe se quedó un rato en la tienda, de repente desierta.
Recogió unos adornos que había mostrado antes a una mujer entrada en años, indecisa, que saltaba a la vista que no tenía ninguna intención de comprar nada, y que había entrado sólo para pasar una pequeña parte de otro día más, otro día largo y solitario. Phoebe siempre era paciente con esa clase de dientas que no eran tales, las que siempre iban tarde, como las llamaba con sarcasmo la señora Cuffe-Wilkes, las entradas en años, las solitarias, las chifladas, las que habían perdido a los seres queridos. Se quedó un largo rato mirando distraída las sombras sesgadas en la calle. Había ocasiones, y ésta era una de ellas, en que era como si ella misma se hubiera perdido, como si hubiera colocado en el sitio que no le correspondía el yo que le pertenecía y se hubiera convertido en una cosa sin sustancia, una mota de polvo al pairo en un haz de luz inmóvil. Parpadeó, sacudió la cabeza y suspiró con un punto de impaciencia. Tenían que cambiar las cosas; ella misma tendría que cambiar. Sin duda. Aunque ¿cómo?
Cuando hubo cerrado la tienda, cerciorándose de que el cerrojo quedara en su sitio, salió en dirección a Anne Street. La vieja florista de la esquina con Brown Thomas estaba recogiendo su puesto. Saludó a Phoebe como hacía todas las tardes y le regaló un ramo de violetas que le había sobrado. De camino, Phoebe se llevó las flores a la nariz. Habían empezado a marchitarse, y sólo emanaba un tenuísimo rastro de su aroma, pero en realidad no le importó, ya que, para ella, las flores siempre habían tenido un inquietante olor a gato.
Se detuvo delante de la óptica y miró la ventana del primer piso y el rótulo allí pintado con letras metálicas, bajo un cisne plateado y esquemático:
La ventana tenía algo inexpresivo, como si el piso estuviera desierto, aunque supuso que era debido a que, como ya sabía, estaba en efecto desierto, y además sabía quién lo había abandonado y de qué manera lo hizo. Extraño, volvió a pensar, esto de que la gente se muera. Ocurría a todas horas, por descontado; era tan corriente como que la gente naciera, aunque la muerte era sin duda un misterio más hondo que el nacimiento. Una cosa era no estar aquí y de golpe estar aquí, pero haber estado aquí, y haber vivido una vida en toda su variedad, en toda su complejidad, y de pronto ya no vivirla, eso sí que era realmente extraordinario. Cuando pensaba en su madre, es decir, en Sarah, a la cual seguía considerando su madre, tal como con algo menos de convicción seguía considerando su padre a Mal, notaba, a la vez que el constante dolor de la pérdida, de la pena, una suerte de contrariado, enojado desconcierto. Para ella, el mundo había comenzado a parecer más grande y más vacío después de la muerte de Sarah, como una especie de auditorio enorme del que todo público se hubiera ausentado, en el que se había quedado sola y estaba obligada a caminar, perdida y, en efecto, asolada por la pena.
Se abrió la puerta estrecha situada junto a la óptica y salió Leslie White, pero caminando hacia atrás, con una gran caja de cartón en los brazos. Le sorprendió una vez más lo bien que le sentaba el nombre, siendo tan incoloro y tan andrógino como era. Era alto y delgado -como un sauce, se le ocurrió en ese momento-, y la nariz, grande y ganchuda, daba la impresión de que estuviera percibiendo de forma permanente un olor tenue y desagradable. Llevaba una chaqueta cruzada de rayas azul claro y unos pantalones blancos con zapatos de dos colores, además, cómo no, de lucir su pañuelo plateado al cuello; el cabello resplandeciente -al sol tenía el aspecto de ser magnesio en llamas, pensó- lo llevaba largo, bohemio, caído de cualquier manera sobre el cuello de la camisa. Supuso que se le tendría por un hombre apuesto, aunque fuera de una manera un tanto hastiada, desvaída. Cerró la puerta con el pie; entre los dientes llevaba unas llaves. Dejó la caja en el escalón de la entrada y cerró la puerta con llave; luego, se echó las llaves al bolsillo de la chaqueta y ya había tomado la caja en brazos y se disponía a marchar cuando vio que la miraba desde la otra acera de la calle. Frunció el ceño, pareció pensarlo mejor y esbozó una rápida y afectuosa sonrisa, aunque, tal como ella comprendió en el acto, no recordaba quién era. Leslie White, a Phoebe no le cupo duda, siempre tenía a punto una sonrisa para las chicas.
Ya cruzaba la calle cuando se preguntó: pero… ¿tú qué estás haciendo?, aunque sabía de sobra que si había ido hasta allí a perder el tiempo era sólo con la esperanza de verlo. El hombre titubeó, se le descompuso la sonrisa; las chicas, tanto si les sonreía como si no, supuso, serían con frecuencia fuente tanto de vergüenza como de promesas para los Leslie White de este mundo.
– Hola, hola -le dijo muy animado, estudiando veloz su rostro en busca de una pista sobre su identidad. Y ella, ¿qué iba a decirle? Se le había quedado la mente en blanco, pero él se encargó de acudir en su rescate-. Oye -le dijo-, ¿me quieres hacer un favor? -se volvió de costado, apoyando el peso de la caja en el esternón-. Tengo las llaves en el bolsillo, el coche está a la vuelta de la esquina. ¿Tendrás la bondad…?
Pescó las llaves del bolsillo -¡qué sensación de estremecimiento, enredar con la mano en un bolsillo ajeno!- mientras él le sonreía, seguro de que aunque no supiera quién era exactamente tenía que conocerla de algo, o al menos seguro de que pronto la conocería mejor. Ella vio que él se fijaba en las flores que aún llevaba en la mano -no supo cómo deshacerse de ellas-, aunque no hizo ningún comentario. Caminaron juntos hasta la esquina y entraron por Duke Lañe. Fue consciente de que aún no le había dicho ni una sola palabra, aunque a él no parecía que le importase, ni tampoco que le pareciera raro. Era una de esas personas, supuso, capaces de mantener un perfecto silencio sin sentir ninguna inquietud en cualquier situación, por embarazosa o delicada que pudiera ser. Su coche era un Riley verde manzana, desenfadado y compacto, absurdamente pegado al suelo, con el encanto adicional de alguna abolladura en los paragolpes. Tenía bajada la capota. Echó la caja al asiento del copiloto, dijo «¡uf!» y se volvió a ella con la mano extendida, reclamándole las llaves sin decir palabra.
– Muy amable -dijo entonces-. No sé qué habría hecho sin ti -ella le sonrió. No alcanzó a saber qué clase de ayuda le había prestado, toda vez que no habría sido necesaria la llave para abrir el coche. Él le sostuvo la mirada. Tenía ese aire que tienen todos los hombres atractivos, con sonrisas perversas, o como si a medias pidieran disculpas, propias de quien se las da de ser osado al tiempo que pasa vergüenza-. Déjame invitarte a una copa -dijo, y antes de que ella pudiera contestar siguió hablando-. Vayamos allí mismo; desde allí podré tener el coche a la vista.
El interior del pub estaba oscuro, y el ambiente era tan cerrado como el de una caverna. Se acercaron a la barra, estrecha, y ella se sentó en un taburete. Cuando ella pidió un gin tonic, él dio muestras de contento.
– Esa es mi chica -dijo, como si ella acabara de pasar una prueba, una prueba que él le hubiera preparado en especial para ella. Le ofreció un cigarrillo de una pitillera metálica, como un arma, y aún fueron mayores sus visibles muestras de contento cuando ella tomó uno; por lo visto, la prueba constaba de varias partes. Le dio lumbre con su encendedor-. Me llamo White, por cierto. Leslie White -lo dijo como si de ese modo le impartiese algo de grandísimo valor íntimo. El acento de clase alta que se gastaba era impostado; ella detectó el deje inequívoco de un cockney barriobajero detrás de su pronunciación ampulosa.
– Sí -dijo ella, y volvió la cabeza para expeler el humo de lado-. Lo sé.
El enarcó las cejas. Tenía una piel de una palidez extraordinaria, plateada, casi como su cabello.
– A ver, estoy seguro de que te conozco -dijo, y rió como si así quisiera pedir disculpas-, pero tú eres…
– Phoebe Griffin. He sido cliente del salón de belleza.
– Ah, vaya -se le ensombreció el semblante-. Entonces has conocido a Laura.
– Sí. Tú me diste una vez tu tarjeta de visita.
– Ah, claro, claro, ahora lo recuerdo-era mentira, por supuesto. Dio un sorbo a su ginebra a palo seco. El sol del atardecer, en la puerta, era una cufia de oro macizo-. ¿Sabes lo que le pasó? A Laura, me refiero…
– Sí -Phoebe se sentía ridícula y aturdida, mareada incluso, como si hubiera consumido ya media docena de copas.
– ¿Y cómo lo has sabido?
– Me lo han contado por ahí.
– Ah. Me temía que se hubiera publicado algo en los periódicos. Me alegro de que no haya sido así. Habría sido insoportable verlo con la frialdad de la letra impresa -se miró las punteras de los zapatos-. Por Dios. Pobre Laura -terminó de un trago la copa y con la mirada captó la del camarero, al cual llamó levantando el vaso vacío. La miró-. Tú no bebes…
– La verdad es que no.
La contempló otro momento en silencio, sonriendo.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó de pronto.
– Veinticinco -respondió, y le sorprendió lo que acababa de decir: ¿por qué le había mentido, añadiéndose dos años?-. ¿Y tú?
– Eh, eh -repuso él-. Una chica no va por ahí preguntando a un caballero qué edad tiene…
Ella le devolvió la sonrisa y miró su vaso. El camarero sirvió la segunda copa y Leslie volvió el vaso de un lado y de otro, tintineando los hielos. Por primera vez desde que le dirigió la palabra pareció quedarse unos momentos sin saber qué decir.
– ¿Piensas cerrar? -le preguntó ella.
– ¿Cerrar…?
– El Silver Swan. Cuando te vi con esa caja de cartón, pensé…
– No, sólo he ido a recoger algunas… algunas de las cosas de Laura -hizo una pausa y adoptó una exagerada expresión de duelo-. No sé qué voy a hacer con el local, la verdad. Es complicado. Hay distintos intereses en juego… Y las finanzas están un poco… bueno, digamos que un poco liadas.
Phoebe aguardó un momento.
– ¿Y su marido? -le dijo-. ¿Es uno de esos… «intereses»?
Permaneció un instante en silencio, sin saber qué decir.
– ¿Lo conoces? Quiero decir, al marido… -preguntó con un punto de suspicacia.
– No. Conozco a alguien que lo conoce. Más bien, a alguien que lo conoció hace tiempo.
Sacudió la cabeza con gesto compungido.
– Esta ciudad… -dijo-. En realidad es un pueblo.
– Sí, todo el mundo se conoce, todo el mundo sabe a qué se dedica cualquiera.
Al oírselo decir, la miró con sequedad.
– Es cierto, es cierto -dijo, y no impidió que se le apagara la voz.
Entró una pareja en el pub y lo saludaron. El hombre vestía un llamativo traje de color jengibre, hecho de un tejido áspero, velludo. La mujer que lo acompañaba se había teñido el pelo de un negro reluciente, y lo llevaba recogido en un nudo en lo alto de la cabeza, sujeto con una cinta muy apretada, que le daba un aspecto de pasmo, de que estuviera permanentemente boquiabierta. Leslie White se disculpó y se acercó a ellos con paso distendido. Ella lo miró charlar con la pareja, con su aire a medias lánguido, a medias animado. Si Laura Swan había sido algo más que una simple socia en un negocio, tal como sospechaba Phoebe, estaba claro que su fallecimiento no le había hecho trizas el corazón. En el acto imaginó con una inquietante claridad la cara amplia de Laura Swan, de Deirdre Hunt, con sus rasgos ligerísimamente defectuosos, con la franja de pecas en el puente de la nariz, los ojos azules, violáceos, la mirada ansiosa, deseosa, excitada, y sintió una puñalada de compasión -¿fue de veras eso?- tan penetrante que se le cortó la respiración un instante. Se sorprendió de sí misma, se quedó incluso asombrada. Había creído que esa clase de sentimientos los tenía ya olvidados.
Leslie White volvió a su lado como si pidiera disculpas, y la animó a que tomara otra copa, pero ella dijo que no. Se bajó del taburete. No estaba cómoda. Hacía mucho calor y el local carecía de ventilación; la tela de su vestido veraniego se le pegó unos instantes a la cara posterior de los muslos, así que tuvo que alargar la mano y despegar con dedos veloces la tela de la piel. Leslie -¿ya pensaba en él llamándolo por su nombre de pila?- apoyó dos dedos largos y esbeltos sobre su muñeca para detenerla. Se imaginó que percibía el tenue alboroto de la sangre bajo las yemas de sus dedos. La vida, reflexionó con una claridad avasalladora, consiste en una larga serie de errores de juicio. El hombre del traje velludo y su acompañante, la del cabello anudado en lo alto de la cabeza -la verdad es que daba la impresión de que estuviera suspendida del techo por una cuerda invisible, atada a su melena-, la examinaban desde la otra punta del local con rostros en los que la especulación sobre su persona no se disimulaba.
– Debo irme -le dijo-. Me están esperando.
Se dio cuenta de que él no la creyó.
– Tienes mi tarjeta -le dijo-. ¿Me llamarás?
Ladeó la cabeza para mirarlo, permitiéndose una ligera sonrisa.
– Lo dudo mucho.
Reparó entonces en que llevaba todavía el ramillete de violetas en la mano, húmeda y no del todo firme; parecía más bien una criatura pequeña y de múltiples cabezas que hubiera estrangulado por accidente.
También Quirke había estado meditando en ese punto, frente a la óptica de Anne Street, y también él había descubierto que llegó allí sin haberlo previsto luego de dar por concluida la jornada, de modo que cuando Phoebe salió del pub de Duke Lañe se encontraba en el lugar exacto, sin saberlo, en el que había estado ella media hora antes observando cómo salía Leslie White del portal con la caja de cartón en brazos. Ella no vio entonces a Quirke, pero él sí la vio a ella. No la saludó de lejos; la dejó seguir su camino y la vio entrar por Grafton Street, casi desierta a esas horas, y desaparecer de su vista. Frunció el ceño. No le gustaban las coincidencias; le provocaban inquietud. Volvió a sentir el roce de un frío tentáculo de intranquilidad. Pocos segundos después, cuando estaba a punto de marcharse, vio a otra figura salir por la puerta del pub, y en el acto dedujo quién debía de ser: sólo había una persona capaz de tener un pelo como aquél. Quirke tenía familiaridad con ese tipo de individuos: alto, desgarbado, con un paso agachadizo, sinuoso, de pies planos, las manos largas y pálidas colgadas al extremo de los brazos, como si se las conectasen a las muñecas no los huesos, sino sólo un colgajo de piel. Un hombre ahuecado: si se le golpease con los nudillos, tan sólo devolvería un eco amortiguado, plano. El individuo subió a su coche sin tomarse la molestia de abrir la puerta, pasando por encima una pierna y luego la otra, y dejándose caer en el asiento, al lado de la caja de cartón, antes de arrancar el motor con un rugido. ¿Cómo se llamaba? ¿White? Sí, no sé qué White, eso es. El coche salió veloz de la callejuela en dirección a Dawson Street, pasando por delante de Quirke, que estaba con la espalda pegada a una mercería. El hombre del cabello fino, despeinado por el viento, no le miró. Leslie se llamaba. Eso es. Leslie White.
Quirke se sintió como un hombre que fuese avanzando sin complicaciones a la orilla de un mar tropical y traicionero y que de pronto hubiese comenzado a ver cómo la arena se desplazaba y engullía sus pies descalzos, indefensos, de pronto sin sujeción, sin modo de afianzarse. La posibilidad de que también Phoebe pudiera estar de alguna manera implicada en la muerte de Deirdre Hunt era algo que ni de lejos podría haber previsto, y que le produjo un sobresalto. De entrada, era Phoebe la que le había hablado de Leslie White. ¿Lo conocía tal vez mejor de lo que dio a entender? En tal caso, ¿qué clase de conocimiento tenía de él?
Echó a caminar despacio por Dawson Street y atravesó el Green rumbo a Harcourt Street. Había parejas sentadas en los bancos, cohibidas, cogiéndose de las manos, y algunos jóvenes de piel muy blanca, con la camisa abierta hasta la cintura, se habían tumbado sobre la hierba para gozar de los últimos rayos de sol. Sintió con especial intensidad, como tan a menudo le pasaba, el peso de sí mismo, un peso que no cedía, el cuello grueso y los hombros descomunales, los brazos poderosos, la inmensa y compacta caja del tórax. Era de un tamaño excesivo, demasiado corpulento, desproporcionado con el mundo. Tenía la frente empapada bajo la badana del sombrero. Necesitaba una copa. Qué extraño el modo en que esa necesidad aumentaba y menguaba. Podían pasar varios días sin que pensara con una cierta seriedad en el alcohol; en otras ocasiones, se pasaba las horas tembloroso, horas sin fin, en tensión, con todos los nervios resecos, pidiendo a gritos que saciara su sed. Había otro yo en su interior, el que lo intimidaba de palabra, el que lo camelaba, el que le exigía saber con qué derecho le había impuesto esta cruel abstinencia, o bien le susurraba que había sido bueno, muy bueno, durante muchísimo tiempo, durante meses y meses y meses, y que casi con toda seguridad se había ganado a pulso una copa, una miserable copichuela de nada.
En Harcourt Street tocó el timbre del piso en que vivía Phoebe y oyó el remoto temblor eléctrico allá arriba, en la cuarta planta. Aguardó mirando la anchura de la calle hasta la esquina del Green, y al fondo llegó a entrever el follaje denso y abatido. Le llegó a la cara una racha de brisa caliente con una mezcla polvorienta de olores diversos, el aliento agotado del verano. Se acordó de los tranvías de antaño que por allí mismo pasaban traqueteando con gran estrépito y arrancando chispas de las vías. Había vivido en esa ciudad durante la mayor parte de su vida y seguía sintiéndose como un forastero.
Phoebe no trató de disimular su sorpresa; era parte del acuerdo tácito que existía entre ellos, el contrato entre padre e hija -el padre traicionero, la hija herida-, que él nunca iría a visitarla a su casa sin haber avisado antes. Llevaba el cabello sujeto con una banda; llevaba unas chinelas puntiagudas, de terciopelo negro, y una bata de seda a aguas, con un complicado dibujo de dragones y aves que había pertenecido, él se dio cuenta entonces, a Sarah.
– Estaba a punto de darme un baño -le dijo-. Todo se pone asqueroso con este tiempo.
El uno junto al otro subieron los largos tramos de la escalera. La casa estaba descuidada, mal iluminada, y en la caja de la escalera pendía un olor grisáceo, semejante al de la casa en que vivía él, en Mount Street. Imaginó otras casas similares repartidas por toda la ciudad, cada una de ellas una madriguera que fue de amplios salones de techos altos, convertida en pisos minúsculos, en habitaciones de alquiler, para ciudadanos semejantes tanto a él como a su hija, los sin techo, los que habían hecho de la falta de un alojamiento propio una enfermedad crónica.
Una vez dentro de la puerta ella le pidió un chelín para el contador de gas.
– Qué suerte que hayas venido -dijo-. Por mucho calor que haga, no me apetece nada un baño frío.
Preparó el té y lo hizo pasar al cuarto de estar. Se sentaron con las tazas sobre las rodillas uno frente al otro, en el banco, bajo la gran ventana de guillotina, cuya mitad inferior estaba abierta del todo a la quietud de la tarde. Los empleados de las oficinas cercanas se habían marchado a su casa y la calle estaba desierta, con la excepción de algún que otro coche, o un autobús verde de dos pisos, que rebuznaba y humeaba y dejaba caer un reguero de pasajeros sobre la acera. A espaldas de ambos, la sala se hallaba envuelta en una quietud insonora; la luz de la ventana, reflejada en el espejo de un aparador de la pared del fondo, parecía una enorme exclamación detenida en el aire.
– Te he interrumpido, pensabas ir a darte un baño -dijo Quirke. Ella seguía mirando a la calle como si no hubiera oído nada. La luz oro viejo que caía de arriba le iluminaba el mentón. Quirke vio la imagen misma de su difunta esposa-. Ha venido a verme un detective -dijo. Un tenue fruncimiento tensó el triángulo que a ella se le formaba entre las cejas, pero todavía no lo miró-. Vino a preguntar por Deirdre Hunt… o Laura Swan, tanto da.
– ¿Por qué?
– ¿Porqué… qué?
– Quiero decir que por qué ha ido a preguntarte a ti.
– Yo le practiqué la autopsia.
– Es cierto. Ya me lo habías dicho.
Ella cogió un hilo del áspero cobertor del asiento. Con su bata de seda parecía una de esas frágiles figuras de un desvaído biombo oriental. Se preguntó si podría considerársela hermosa. Él no era quién para juzgar. Era su hija.
– Dime una cosa, Phoebe. ¿Hasta qué punto llegaste a conocer bien a esa mujer?
– Ya te lo dije. Le compraba algunos artículos, crema de manos, cosas así.
– ¿Y al tipo que tenía el negocio con ella, a ese tal Leslie White? ¿Lo conociste?
– También te lo dije. Una vez me dio su tarjeta de visita. Debo de tenerla por ahí.
La estudió. Así pues, era cierto: había estado con Leslie White antes de que él los viera a los dos en Duke Lañe, cada uno por su camino. Volvió la cabeza y miró en derredor. Ella apenas había dejado su huella en aquel piso. Los pocos muebles que había, de un tamaño excesivo, probablemente llevaban allí un siglo, o quizá más, reliquias de un mundo opresivo y sólido, y espacioso, tiempo atrás periclitado. En la repisa de la chimenea se veían algunos objetos, una bailarina de porcelana de Meissen, una hucha de latón, dos perros de porcelana, en miniatura, que se miraban uno al otro; en un rincón del sofá de crin, un oso de peluche, tuerto, encajado en un ángulo torcido. La única fotografía que estaba a la vista, en un marco de carey, en el aparador, era la de Mal y Sarah en el día de su boda. No había ninguna imagen de su madre, ni de él. ¿Dónde estaría el estudio a lápiz de Delia, obra de Evie Hone, que él le había regalado cuando ella volvió de Estados Unidos? Había reducido su vida a un mínimo indispensable. Un ramo de violetas marchitas estaba posado sobre la mesa.
El se encontraba en Dublín el día en que murió Sarah en Boston, en el mismo hospital en donde la había conocido casi veinte años antes. El tumor cerebral, cuyos síntomas ninguno de los médicos que la atendieron había acertado a reconocer, había terminado su trabajo con gran celeridad al final. Cuando recibió la noticia de Boston, Quirke habló por teléfono con Phoebe. Estaba en Scituate, al sur de la ciudad, con Rose Crawford, la viuda de su abuelo. La conexión telefónica a larga distancia, por hilo transatlántico, tenía una calidad extraña, hueca, que a él le recordó en el acto la vieja y desvencijada mansión de Scituate, que Josh Crawford había legado a su esposa. Se imaginó a Phoebe hablando de pie en el vestíbulo de la entrada, por donde se propagaban los ecos, y se la imaginó con el teléfono en la mano, mirando los arabescos de la luz en las vidrieras que había a uno y otro lado de la puerta. Ella escuchó durante un rato sus titubeantes empeños por hallar alguna cosa que decir, alguna palabra de condolencia, de disculpa, pero entonces lo interrumpió sin esperar a más. «Quirke -le dijo-, escucha. Soy huérfana. Mi madre ha muerto, ahora Sarah ha muerto, y tú, para mí, es como si también estuvieras muerto». Y le colgó el teléfono.
Cuando volvió de Estados Unidos él supuso que se negaría a verle, pero fue época de treguas y ella se había apuntado, aunque fuera sin ningún asomo de entusiasmo, a la amnistía general. Se preguntó, cosa que se preguntaba con frecuencia, qué pensaría ella de él: ¿estaba resentida, o tal vez lo despreciaba, o lo odiaba incluso? Todo lo que sabía era cuánto más fácil había sido todo entre ellos durante los muchos años que pasaron hasta que ella descubrió que él era su padre. A él le habría gustado que volvieran aquellos años; agradecería esa facilidad en el trato, esa dispensa.
Se levantó y se llevó la bandeja del té a la cocina, de donde volvió con su pitillera y su encendedor. Se quedó junto a la repisa y prendió un cigarrillo, enfocando la boca de manera que expulsara una línea de humo hacia abajo, hacia la chimenea, momento en el cual él volvió a ver a Delia, su esposa de mirada endurecida, morena, muerta.
– Déjame ver esa tarjeta -le dijo.
– ¿Qué tarjeta?
– La que te dio Leslie White.
Ella lo miró sin alterarse, con una sonrisa débil y quebradiza en los labios.
– Ya te estás enredando otra vez, Quirke. ¿Sí o no? -preguntó.
El nunca estaba muy seguro de cómo debía llamarla, de cómo le convenía dirigirse a ella. De alguna manera, su nombre no era suficiente, pero al mismo tiempo era demasiado.
– El mundo no es lo que parece -dijo.
La sonrisa de Phoebe se tornó aún más acerada.
– Oh, Quirke -le dijo-, no te vayas a poner ahora filosófico, ¿de acuerdo? No resulta convincente. Además, te conozco. Eres incapaz de dejar nada en paz -dio otra larga calada al cigarrillo, ampliando las ventanas nasales. Cuando echó hacia atrás la cabeza para expulsar el humo, se le entornaron los ojos y pareció más oriental que nunca. Detrás de él, en la calle, sonó el agudo timbre de una bicicleta-. Estás convencido de que hay algún misterio en la muerte de Laura Swan, ¿no? -dijo-. Desde aquí se te oye el trajín de las células grises.
Se había burlado de él, y a él no le importó. Apartó la mirada de ella para escrutar la calle. En la acera de enfrente, un seminarista de traje sombrío había desmontado de la bicicleta y se agachaba para quitarse las pinzas de las perneras del pantalón. La vista de ese traje reluciente, negro como ala de cuervo, a Quirke le apretó algo en las tripas.
– Hay gente peligrosa por ahí -dijo-. Puede que no parezcan peligrosos, pero lo son.
– ¿En quién estás pensando en concreto?
– En concreto no estoy pensando en nadie.
Ella le miró durante unos largos instantes.
– No te voy a dar los datos de Leslie White.
– Da igual, ya los conseguiré.
Ella se puso en pie y echó a caminar a las profundidades en sombra de la sala para sentarse en el sofá, donde cruzó una pierna sobre la otra y se alisó la seda de la bata sobre la rodilla. En aquella penumbra, su pálido rostro era aún más pálido, como una máscara de teatro Noh.
– ¿Qué te propones, Quirke? Te lo pregunto en serio.
– ¿En serio? Pues la verdad es que no lo sé.
– Pues si no lo sabes no creo yo que debas hacer lo que estás haciendo.
– Ni siquiera sé con certeza qué es lo que estoy haciendo. Pero sí, te doy la razón. Debería mantenerme al margen.
– Cosa que no piensas hacer, claro.
No respondió. Acababa de recordar la primera vez que vio a Billy Hunt aquel día en Bewley's, sentado en el velador de mármol ante una taza de café que no había tocado, muy erguido en el banco de terciopelo cuyo rojo era del color de una herida abierta, sumido en su desdicha. Qué fácil, reflexionó Quirke, qué fácil era compadecerse de los necesitados de compasión.
Sonó a lo lejos un trueno, y la brisa trajo el olor enlatado de la lluvia que se avecinaba.
– Qué inocente eres, Quirke -le dijo su hija casi con cariño.
Cambió el tiempo y llegó un día de viento desatado y de chubascos veloces, de lluvia tibia. Primero, el vapor humeaba en las calles; después, el agua corría a chorros. La superficie del río se tornó una lámina de acero picado, y las gaviotas se arremolinaron en desbandada, desafiando las repentinas rachas de viento. Un paraguas vuelto del revés salió rodando por el O'Connell Bridge para terminar aplastado bajo las ruedas de un autobús. Quirke estaba sentado con su ayudante, Sinclair, en un café de la esquina del puente. Tomaban un café aguachinado, y Sinclair se estaba comiendo un bollo relleno de pasas. A veces salían del hospital a la hora del almuerzo e iban allí, aunque ninguno de los dos recordase ni cómo ni por qué habían elegido ese sitio en concreto; era un local deslucido, y más con el mal tiempo, las ventanas empañadas y el aire denso por el humo del tabaco y el hedor de la ropa mojada. Quirke había sacado la pitillera y se disponía a hacer su aportación a la neblina generalizada. Le dolía la rodilla, como siempre que el tiempo empeoraba.
Había encontrado el número de Leslie White en el listín telefónico -fue así de sencillo-, aunque aún titubeaba sin saber si llamarle o no. ¿Qué le iba a decir? No era asunto suyo abordarle a él ni a nadie que hubiera tratado a Deirdre Hunt. Él era un patólogo, no un policía.
– Dígame una cosa, Sinclair -le dijo-. ¿Usted alguna vez se para a considerar la ética de nuestro trabajo?
– ¿La ética? -repuso Sinclair. Lo dijo como si estuviera a punto de echarse a reír.
– Sí, la ética -dijo Quirke. Había ocasiones, y siempre se presentaban por sorpresa, en las que la estudiada, frontal cerrilidad de Sinclair le producía una intensa irritación-. Alguna tiene que haber, digo yo. Hemos prestado el Juramento Hipocrático, pero me pregunto qué significado tiene cuando resulta que todas las personas a las que tratamos, si es que puede decirse que las tratamos, están muertas. No tenemos nada que ver con los médicos.
– No, nosotros sólo las rajamos y las embolsamos.
A Sinclair le divertía hacer esa clase de juegos de palabras, que soltaba además arrastrando las sílabas, imitando el acento de Hollywood. Esto también irritaba a Quirke. Sospechaba que se trataba de retos que él le lanzaba, pero no atinaba a entender a cuento de qué le desafiaba.
– Precisamente eso es lo que quiero decir -dijo-. ¿Tenemos una responsabilidad con los muertos? -Sinclair miró su taza de café. Nunca se habían puesto a hablar del oficio en aquellos términos, en el supuesto de que alguna vez hubiesen hablado del oficio, pensó Quirke, tal como estaban hablando en esos momentos. Se apartó de la mesa y dio una calada al cigarro-. ¿Usted alguna vez quiso dedicarse a la patología forense? -preguntó-. Quiero decir… ¿Supo usted que se iba a dedicar a esto, o dio de pronto el salto, como todos nosotros?
Sinclair no contestó, y Quirke siguió hablando.
– Eso es lo que me pasó a mí. Yo quería ser cirujano.
– ¿Y qué pasó?
Miró hacia la humedad de la ventana, que parecía helada, y a las vagas, borrosas formas de las personas y los coches y los autobuses que pasaban más allá.
– Supongo que debí de preferir a los muertos antes que a los vivos. Los muertos no dan problemas, como me dijo alguien una vez -se rió un momento.
Sinclair se paró a pensarlo.
– Yo creo -dijo eligiendo bien las palabras-… Yo creo que hacemos lo mejor que podemos hacer… por ellos, por los muertos. Desde luego, a un cadáver igual le da que lo tratemos con respeto o sin respeto. Lo que cuenta es lo que esperan de nosotros los familiares, y supongo que al final son los familiares los que cuentan -alzó la mirada hacia Quirke-. Quiero decir… los vivos.
Quirke asintió. Aquélla había sido la intervención más larga que nunca oyera de labios de Sinclair. ¿Se trataba de nuevo de un desafío? Le habría costado Dios y ayuda tomar aprecio a aquel joven inquietante, reservado, distante, caso de que fuera aprecio lo que se necesitaba, cosa que felizmente no era así. Apagó el cigarrillo en el cenicero de hojalata que había en la mesa. ¿Hacía por los muertos cuanto estaba en su mano? Ni siquiera estaba muy seguro de qué entrañaba eso. Para Quirke, un cadáver era una vasija que contenía un enigma, siendo el enigma la causa de la muerte. ¿Ética? Precisamente para rehuir esa clase de preguntas de hondo calado se había dedicado a la patología. Prefería sin ningún género de dudas a los muertos antes que a los vivos. Eso era lo que había ocurrido, nada más. Los muertos no dan problemas.
Cuando se despidió de Sinclair ya en la calle -en ese momento cayó en la cuenta, y le llamó la atención, de que ni siquiera sabía por qué parte de la ciudad vivía él-, esperó a que se perdiera entre el gentío de la tarde antes de ir en busca de una cabina de teléfonos. En el interior se encontró con el hedor habitual, una mezcla de sudor y orines y colillas de cigarro. Pasó deprisa las páginas del listín manoseado y vapuleado, sujeto a la repisa por una cadena, y verificó que se acordaba del número correcto. Esta vez también anotó la dirección. Castle Avenue, Clontarf: un paraje extrañamente reposado para ser la residencia de alguien tan turbio como Leslie White. Introdujo las monedas y marcó el número. A su espalda, la puerta de la cabina rechinaba mecida sobre las bisagras por las rachas de viento. Al cabo de una docena de timbrazos, cuando estaba a punto de colgar, contestó de pronto una voz de mujer. Las monedas cayeron una a una por la ranura. Pensó en colgar y en salir de allí deprisa. En cambio, preguntó por Leslie White.
– No está -dijo la mujer con brusquedad. Tenía una voz clara, fuerte; una voz de mujer alta. Con acento, sin duda. De Inglaterra, casi con toda certeza-. ¿Quién llama? -preguntó.
– Soy un amigo de Deirdre Hunt -dijo Quirke, incapaz de pensar en una mentira mejor-. La socia del señor White.
La mujer emitió una risa helada.
– ¿Su socia? Esa sí que es buena -era evidente que se trataba de la esposa, con la que Phoebe ya había hablado por teléfono-. De todos modos, ya le digo, no está. Y no es probable que lo encuentre aquí. Lo he echado de casa. ¿Quién me ha dicho que es usted?
– Me llamo Quirke -dijo, y con la sensación de estar a punto de lanzarse de cabeza por una escalera oyó que su propia voz preguntaba-: ¿Podría acercarme a hablar un momento con usted?
Se hizo un silencio. No supo con precisión si los ruidos apenas perceptibles por la línea del teléfono eran su respiración o el viento en los cables del teléfono.
– ¿Quirke, ha dicho? -dijo al fin-. ¿Nos conocemos?
– No, no hemos tenido ocasión.
De nuevo una pausa.
– Bueno, qué demonios -dijo al fin la mujer.
Su suposición había sido correcta: era una mujer alta, ancha de hombros y de caderas, con los ojos muy negros y el cabello negrísimo, cortado de un modo dramático, recto, como el de la hija del faraón; también sus ojos tenían algo faraónico, pintados como los llevaba de líneas negras muy marcadas. Llevaba un complicado vestido de seda carmesí y unas sandalias de finas tiras de oro. Cuando abrió la puerta de entrada de la casa de Castle Avenue, echó la cabeza hacia atrás y miró a Quirke con un gesto de escepticismo, de desdén, torciendo la nariz fina, de aletas estrechas. Alzó una mano y la apoyó en el quicio de la puerta, y la manga larga de su vestido cayó para dejar al descubierto la cara interna de un brazo largo, esbelto, lechoso, bien torneado; Quirke tenía debilidad por la cara interna de los brazos de las mujeres, siempre tan pálidos, tan suaves, tan vulnerables. En la otra mano sostenía una copa de vino ligeramente inclinada. Dijo que se llamaba Kate, diminutivo de Kathryn, con k y con y. Debía de estar, calculó, en los treinta y muchos.
– Adelante -le dijo-. Total, qué más da.
La casa era grande, fea, de ladrillo rojo, tres plantas sobre un sótano con ventanas a ras de suelo, una verja negra y baja en el frente de un jardín en el que abundaban los lilos y los rosales. En el interior, en cambio, la casa había sido desmantelada por completo y remodelada de arriba abajo, de acuerdo con el estilo más moderno y más severo, todo de acero inoxidable y cristal. Kate White le condujo a lo que llamó el estar, caminando delante de él con paso perezoso, contoneándose con distinción. En la estancia eran numerosos los elementos de mobiliario blanco y anguloso, además de unas cuantas alfombras esparcidas aquí y allá y pequeñas mesas cuadradas, de cristal, en una de las cuales había un teléfono blanco, y en otra una botella de vino blanco recién abierta, con los flancos perlados de minúsculas gotas de vaho. Todo esto, Quirke lo comprendió de inmediato, estaba así dispuesto en su honor: los ojos pintados, el vestido de seda, las sandalias de oro, la botella helada de Chablis, tal vez incluso el teléfono blanco, colocado con ostentación en su pequeño pedestal.
En la pared del fondo, ocupándola casi del todo, había un inmenso ventanal. Kate White se alejó hasta allí y, con un gesto estudiado y dramático, agarró la cuerda y tiró para entornar la persiana veneciana, tras la cual se reveló un elaborado jardín con sus árboles y sus arriates de flores y sus estanques y unos senderitos que trazaban meandros, pavimentados con unos baldosines enloquecidos. Todo ello lo señaló con un gesto ampuloso, copa en mano.
– Mis necesidades son modestas, ya ve usted -dijo de un modo cortante. Volvió a la mesita y tomó con la otra mano la botella de vino-. ¿Le apetece una copa?
– No, gracias.
Lo miró extrañada.
– Caramba. Yo habría dicho que era usted amigo de beber de vez en cuando.
– Lo he sido.
– Pues lo siento, pero a mí a estas horas de la tarde ya me va bien un poco de chispa.
Volvió a llenarse la copa y le invitó a tomar asiento a la vez que se arrellanaba en un extremo del gran sofá blanco, de espaldas al jardín. Cruzó las piernas, permitiéndole entrever un muslo envuelto en una tensa media de nylon, hasta el arranque de la liga. Por la ventana vio que el sol había traspasado las nubes panzudas y que brillaban los árboles empapados.
– Bueno -dijo-. Así que usted era amigo de… como se llame.
– No, la verdad es que no exactamente.
Se lo tomó con aparente indiferencia.
– Me alegro -dijo. Él sacó el tabaco. Ella se inclinó sobre la mesita y le acercó un cenicero cuadrado, de cristal tallado-. Entonces, ¿quién es usted?
– Soy patólogo.
Ella rió con incredulidad.
– ¿Que es qué?
– Conocí… es decir, conocí hace mucho tiempo a su marido, al de Deirdre Hunt, esto es.
Ella lo miró largo y tendido antes de dar un sorbo de vino.
– ¿Y qué es exactamente lo que quiere de mí, señor…? Disculpe, he olvidado su nombre.
– Quirke -calló un momento, mirándose las manos-••. Con franqueza, señora White…
– Llámeme Kate.
– Con franqueza, no sé qué es lo que quiero.
Se le escapó otra risa, o más bien un bufido.
– Pues eso es toda una novedad, tratándose de un hombre -se le había quedado la copa casi vacía.
– ¿Usted la conoció? -preguntó Quirke-. Me refiero a Deirdre Hunt.
– En esta casa se llamaba Laura. Laura Swan -un nuevo bufido-. La que fue un patito feo.
– Su marido tenía negocios con ella.
– Eso es lo que él decía. Vaya negocio, hay que ver. Mire: al contrario que usted, él sí sabía qué quería -frunció el ceño de pronto-. Por cierto, ¿cómo ha sabido dónde vivía… dónde ha vivido hasta ahora?
– Lo busqué en el listín de teléfonos.
Se le marcó más el ceño fruncido y pareció suspicaz.
– El marido, el marido de la tal Swan, quiero decir… ¿no será él quien le envía, verdad?
– No. ¿Por qué iba a enviarme?
Se sirvió otra copa de vino; quedaba un tercio más o menos en la botella.
– Pues no lo sé. Usted dirá -dijo. En el jardín, una racha de viento sacudió los árboles, esparciendo a puñados gotas de lluvia como diamantes. Ella había vuelto a estudiarlo por encima del borde de la copa-. Así que dice que es patólogo… -dijo-. ¿Trabaja usted para la policía? -él negó con un gesto-. Pero es investigador o algo semejante, ¿no?
– No. Soy titular de una consulta de patología. Trabajo en el Hospital de la Sagrada Familia. El marido de Deirdre Hunt me llamó. Así me enteré de su fallecimiento.
Ella sonrió de pronto. Fue una sonrisa asombrosamente cándida, acomodaticia, que la transformó por un instante, dejando de ser la mujer agresiva, de mirada dura, que pretendía parecer, para convertirse en otra cosa.
– Estaba pensando, señor Quirke, que estoy aquí sentada, sola en mi casa, en plena tarde, con un perfecto desconocido, y bebiendo más vino del que debiera. ¿Le parece a usted que debería estar preocupada?
– ¿Preocupada?
– Quiero decir que tal vez podría usted intentar aprovecharse de mí, por ejemplo -volvió a esbozar la sonrisa ambigua de antes. A la vez, se le humedecían los ojos y se le fruncía la piel alrededor, de modo que daba la impresión de que estuviera a punto de echarse a llorar, cuando en realidad estaba sonriendo-. Tengo entendido que pasa a todas horas -siguió diciendo-. Una crédula ama de casa abre la puerta a un vendedor a domicilio, a un agente de seguros, según dice ser, y antes de que se dé cuenta de lo que pasa está tirada por el suelo y planta batalla en defensa de su honor. Lo que pasa es que no es una: son miles -se rió, y emitió un sonido como un gorjeo desde lo más profundo de la garganta; se adelantó y tomó la botella por el cuello para volver a llenarse la copa. Se le derramaron unas gotas de vino en el cojín blanco en que estaba sentada-. ¡Vaya! ¡Qué torpeza la mía! -dijo, y frotó las manchas y se llevó los dedos a la boca y se lamió las yemas una por una, mirándole con las pestañas entrecerradas. Bebió, se recostó en el respaldo, suspiró-. Es probable que yo empujase a esa putita a hacer lo que hizo -dijo con complacencia. Esperó a que él reaccionase, y frunció la boca cuando no vio reacción alguna-. La llamé por teléfono. Había descubierto algunas pruebas que la incriminaban: cartas, fotografías. La llamé por teléfono y le dije lo que había descubierto. Mucho me temo -de nuevo la mirada de vampiresa de película, entrecerradas las pestañas cargadas de rímel-… mucho me temo que le dije lo que pensaba y se lo dije con demasiada crudeza. Podrá usted imaginarlo. Es muy enojoso, ¿sabe usted?, que una mujer de pronto descubra que otra tiene un lío con su marido -calló y miró la copa otra vez, frunciendo los labios, parpadeando despacio. Quirke la oía respirar-. Me parece que estoy un poco borracha -murmuró con un tono de vaga sorpresa.
Depositó la copa con sumo cuidado en la mesa baja y se levantó del sofá para acercarse al ventanal. Se plantó de espaldas a él con las manos en jarras.
– Me alegro de que esa marrana esté muerta -dijo. Dejó caer los brazos y volvió la cabeza para mirarlo-. Supongo que pensará usted que soy una furcia de campeonato, señor… Perdone, ¿cómo ha dicho que se llama? Ah, Quirke, eso es, disculpe. Y supongo que sí, que lo soy. Una furcia. Pero ella era una puta despreciable, y con toda franqueza me alegro de que no ande por ahí dando la lata.
Frunció el ceño y ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo en su interior, y entonces se disculpó y pasó veloz a su lado saliendo de la sala. La oyó subir deprisa al piso de arriba, oyó un portazo. Estaba sentado en una silla blanca, cuadrada, con las manos en las rodillas. Poco a poco se fue coagulando el silencio a su alrededor. La casa era como una casa de muñecas desmesurada, con las paredes pálidas y el mobiliario más pálido aún, las coquetas mesitas, las sillas cúbicas. El aire no olía a nada. Era como una casa en la que aún no se hubiera vivido. Miró fuera, el jardín mojado, zarandeado por el viento, en donde brillaba el sol de la tarde. Arriba se oyó una cisterna en un retrete, y el agua borboteó al bajar por un entramado de tuberías. Salió con sigilo al vestíbulo y se encaminaba hacia la puerta de la calle cuando ella apareció encima de él, en lo alto de las escaleras. Se había cambiado de ropa,
se había puesto un suéter negro, con cuello de polo, y unos pantalones negros, de pinzas. Se detuvo y ella bajó hacia donde estaba. Se había quitado el maquillaje y su rostro ostentaba ahora una textura caliza, cruda.
– Vaya, a punto estaba de escaparse, ¿eh? -dijo, y procuró resultar animada, aunque enseguida apartó la mirada-. Lo lamento -dijo-. No soy una gran bebedora.
Lo condujo a la cocina. También allí todo era de plástico blanco y de cristal y de acero inoxidable, gris y mate. El se sentó en un taburete alto, con el codo apoyado en la encimera de cerámica, mientras ella echaba cucharadas de café en una cafetera metálica, con una tapadera de cristal abombada, que puso al fuego. Se las había compuesto para que se le pasara la borrachera, y con su severo atuendo, completamente negro, su contorno se distinguía en pronunciado contraste con el blanco de la cocina, de modo que era una persona distinta de la que se había arrellanado en el sofá, resuelta a seducirle y a lucir su belleza de huesos grandes, ufanándose casi del diluvio de estiércol que se había precipitado sobre su vida.
El agua de la cafetera comenzó a borbotear con el hervor, salpicando la tapadera de cristal. Kate estaba con los brazos cruzados, la cadera apoyada contra la cocina, estudiándose las punteras de los zapatos negros que se había puesto en lugar de las sandalias egipcias. Él le ofreció un cigarro que ella no aceptó.
– ¿Ha tenido celos alguna vez, señor Quirke? -preguntó-. Quiero decir celos de verdad, si ha estado alguna vez celoso no de algo que sospeche, sino de una persona definida, precisa, identificable, de una cara y un cuerpo que sabe que son de verdad, que se puede representar en una cama, haciendo cosas. Esa clase de celos le hacen a una sentirse fatal, se lo digo yo. Físicamente fatal a todas horas, como con la peor resaca que haya podido tener nunca. ¿Ha tenido usted alguna vez el infortunio de verse en ese estado?
Vio de súbito a su esposa, a Delia, antes de que se casaran; la vio alejarse de él, vestida sólo con unas sandalias de tacón alto y un collar de perlas, y volviéndose a mirarlo por encima del hombro con esa sonrisa gatuna que tenía, un mínimo trocito de lengua asomado entre los labios pintados de un rojo intenso.
– No -dijo. Se dio cuenta de que había sacado el bolígrafo de rosca y de que estaba enredando con él entre los dedos-. No de esa manera.
– De lo que nadie avisa, ni los libros ni nadie, es de la soledad que se siente. Los celos a una le hacen sentir que es la única persona que sufre en el mundo, la única persona que sufre esa tortura, que es como tener la hoja de un cuchillo al rojo vivo clavada en el costado, en el lado donde antes estaba el corazón -esbozó de nuevo su sonrisa de ojos humedecidos, una sonrisa llorosa. Quirke se imaginó en el acto de extender las manos y presionar sus dedos sobre sus sienes y acercarse la cabeza de ella hacia sí, muy despacio, para besarla en los párpados, primero el uno, luego el otro. A la cruda luz que se reflejaba en las paredes resplandecientes veía las incontables, minúsculas imperfecciones de su piel y el vello apenas perceptible en su labio superior.
Ella apagó el gas y tomó dos tazas de un armario de encima de la cocina para colocarlas sobre la encimera y servir el café.
– No debería haberle llamado por teléfono, creo yo -dijo-. En el fondo no era nadie, nada más que otra aspirante a puta, una mujerzuela absolutamente corriente, peor aún, deleznable, recogida en los arrabales -se llevó la taza a los labios y entornó los ojos al percibir el calor del café-. Esa es otra cosa que nadie cuenta, el modo en que la otra mujer, ¡la otra!, incluso cuando una la conoce, se convierte en una especie de serpiente perversa, maligna, intrigante, irresistible, que se enrosca en torno a la vida de una y deja un rastro de baba asquerosa en todas las cosas,
extrayendo la bondad que pudiera una tener dentro. En el fondo del corazón una sabe que no pasa de ser una persona como cualquier otra, como una misma incluso, tal vez un poco más egoísta que la mayoría, un poco más despiadada, deseosa de salirse con la suya, decidida a quedarse con el hombre en el que haya puesto los ojos, igual da que esté casado con otra, que ella sigue siendo pese a todo un ser humano. Pero eso es algo que una no se puede permitir, que una no reconoce de ninguna manera. O no lo reconoce al menos si le queda un ápice de respeto por sí misma, claro -se bebió el café a sorbos cortos, torciendo el gesto por el calor que le escaldaba la lengua, como si se castigase. Quirke la observó-. No -dijo-, tiene que ser otra cosa, tiene que ser… ¿Cómo se llama? Una gorgona, algo que no es del todo humano, algo más que humano. Un demonio.
Se llevó la taza a la mesa de plástico que había en el centro de la cocina y se sentó. Miró en derredor. Todo estaba limpio hasta la exageración; la limpieza resplandeciente de todas aquellas superficies le producía un encogimiento interior de rechazo. Incluso el aire, la luz misma de la estancia, parecía purgado de toda posible impureza. Kate lo vio mirar en derredor y le leyó el pensamiento.
– Sí, suelo limpiar muy a menudo -dijo-. Al parecer, ayuda.
Fue a sentarse frente a ella, en la mesa.
– Lo lamento -dijo sin saber de qué estaba pidiendo disculpas exactamente.
– La verdad es que ya soy demasiado mayor para estas cosas, es cierto -dijo ella. Se encorvó sobre la taza de café como si de pronto hubiera sentido frío-. De aquí a dos años tendré cuarenta. ¿Qué hombre se va a fijar en mí cuando sea una cuarentona, eh? -soltó una risa baja, una risa burlona, pero despectiva, y como si entonces aflorase a otro nivel de sobriedad se concentró en él casi con grosería-. ¿Por qué está usted implicado en esta historia -inquirió-, en este repugnante y mezquino melodrama suburbano?
Él se encogió de hombros moviendo uno solo.
– Sufro una curiosidad incurable.
Ella asintió, como si lo considerase respuesta suficiente. Se le ocurrió otra cosa.
– ¿Está usted casado?
– Lo estuve, pero hace ya tiempo. Mi esposa murió.
– Lo siento -dijo, aunque no pareció que lo sintiera; más bien pareció, con la boca apretada y los ojos entornados, que le tuviera envidia por tener un cónyuge difunto-. ¿Qué le sucedió?
– Murió en el parto. Por pura casualidad. Pasa una de cada diez mil veces.
– ¿Y el niño?
– Niña. Sobrevivió.
– Así que tiene una hija…
– Ahora tiene veintidós… no, veintitrés años.
– ¿Vive con usted?
– No.
– Bueno, al menos no se acuerda. De haber perdido a su madre, quiero decir -distraída, introdujo la yema del dedo en el cenicero que había entre los dos, en la mesa, rozando la ceniza depositada-. Yo no tengo hijos -dijo-. Leslie no podía tener hijos. A él no le importó. Al contrario, cuando se enteró se puso más contento que un niño con zapatos nuevos. Muy oportuno, supongo, para… -torció la boca en un gesto de maldad- para «trabajarse a las chicas», como diría él, no me cabe ninguna duda -volvió a guardar silencio, pero tras unos momentos se estiró-. ¿Y qué le puedo decir, señor Quirke? No tengo ni idea de lo que pretende usted saber. Y, según dice, usted tampoco lo sabe. ¿Hay algo sospechoso en la muerte de Deirdre Hunt? ¿Cree tal vez que la empujaron? Ya le digo, yo misma lo habría hecho si… -calló y se recostó en el respaldo de la silla, con lo que las patas chirriaron contra el suelo de linóleo-. No irá a pensar usted que Leslie… ¿No habrá pensado que Leslie ha tenido algo que ver, verdad? O sea, no creerá que… -se echó a reír-. Créame, Leslie sería incapaz de matar una mosca. Se moriría de miedo de que la mosca le picase. Oh, desde luego que podría ser peligroso si se ve acorralado, eso lo sé de sobra. Pero le aseguro que no me lo imagino empujando a una mujer al mar. Leslie, señor Quirke… -extendió la mano y pareció a punto de tocarle la suya, pero al final retiró los dedos-. Mi pobre Leslie tiene más o menos la misma entereza que una babosa. Lo siento. Lo quiero muchísimo o, mejor dicho, lo quise muchísimo, Dios me valga, pero ésa es la verdad.
Aún se quedó una hora más. Ella preparó unos platos de salmón con ensalada que comieron sin cruzar palabra, sentados uno frente al otro en la mesa de la cocina, bajo la luz resplandeciente, en el silencio de aquella estancia irreal. El refrigerador cobró vida propia dando una sacudida y se puso a zumbar malhumorado, por lo bajo, durante un buen rato, y con la misma brusquedad se apagó dando otra sacudida aparentemente rencorosa. Una burbuja atrapada en una tubería, en algún lugar de la casa, emitía un ping-ping constante. Los cubiertos de ambos resonaban con brusquedad al chocar con los platos, los vasos de agua emitían un rechinar extraño al dejarlos sobre la mesa de fórmica.
– Lamento -dijo Kate White- lo de antes.
– ¿Lo de antes?
– Ya sabe a qué me refiero, a encharcarme de vino y a llamar la atención. La verdad es que no soy así, o más bien confío en no ser así. Me he llevado un palo terrible y todavía no sé cómo tomármelo. Me parece que lo que hago es probar otras personalidades, a ver si hay alguna que me salga más a cuenta que las demás, que me permita ser más verosímil, o más persuasiva, que la personalidad que tengo, de la que no me puedo librar -esbozó una vez más su sonrisa, con sus ojos negros, hermosos, dolidos, reluciendo de la misma forma lacrimosa que antes-. De momento, no he tenido suerte.
Se puso en pie y recogió los platos y los cubiertos para dejarlos en el fregadero.
– No vaya a suponer -dijo- que se me ha olvidado el hecho de que no tengo ni idea de quién es usted y que no sé por qué razón está aquí. No tengo por costumbre permitir que entre en mi casa cualquier desconocido e invitarlo a salmón ahumado y a unas cuantas revelaciones íntimas.
El dejó la servilleta en la mesa.
– Creo que debería marcharme.
– Oh, no he querido decir eso, no me malinterprete. La verdad es que he disfrutado de su compañía. De un tiempo a esta parte no abunda. Leslie y no nunca cultivamos mucho las amistades y todo eso -volvió a sonreír-. El es inglés. Yo también. ¿Lo sabía?
– Sí. Por su acento…
– Y yo que creía que ya me lo había quitado… Pero me tranquiliza saber que no, que se me nota. Me pregunto por qué. Quiero decir, que no entiendo por qué me resulta tranquilizante -abrió el grifo y se quedó pensativa, dejando correr el agua hasta que saliera bien caliente. Encima del fregadero, una ventana cuadrada daba a un jardín lateral donde se veían bambúes. Iba cayendo la tarde, cada vez más en sombra-. Quién sabe -dijo Kate-. Quizá debiera volver allá. Mi madre tenía sangre irlandesa en las venas, pero yo creo que soy de corazón una chica londinense. Las campanas de St. Maryle-Bow. Los bígaros, jugar a los bolos, el rey y la reina, en fin… -se le escapó una risilla quebradiza. Se puso a fregar los platos, los aclaró y los dejó a secar en un escurridor de plástico. El se puso en pie y se plantó a su lado.
– ¿No hay un trapo para que se los seque?
– Oh, no se preocupe. Déjelos escurrir -dijo ella. La luminiscencia verde clara que se derramaba por la ventana le dio de lleno en la cara-. Usted limítese a seguir ahí y estar bien guapo, con eso me basta.
Encendió un cigarrillo.
– Usted tiene un taller, ¿verdad? -dijo-. ¿Es un taller de diseño?
– Sí, pero yo lo llamo la fábrica. Lo mismo da ir con la verdad por delante, ¿no le parece? Cortamos para los mejores diseñadores. Las chicas irlandesas son modistas y costureras de primera. Es por lo bien que les enseñan las monjas, claro -sonrió sin mirarle-. Y sí, así es, por si acaso se lo está usted preguntando: yo soy la que mantiene a la familia, o, mejor dicho, la que se ocupaba de traer el jornal a casa, cuando aún había una familia, Leslie llevaba un negocio, una peluquería, hasta que encalló en seco. Por eso se lió a montar aquello con la dulce señorita Pluma de Cisne. Él creyó que iba a ser su Svengali, pero me juego cualquier cosa a que era ella la que se encargaba de la hipnosis -calló de golpe y elevó la cara de nuevo hacia la ventana-. Me pregunto, a todo esto, qué va a hacer ahora el pelanas de Leslie. Se le ha hecho ya tarde para hacerse gigoló. Era bastante decorativo, la verdad sea dicha; de un tipo que no tiene nada que ver con el de usted, por descontado, pero muy resultón, las cosas como son, aunque fuera con un punto de languidez. De un tiempo a esta parte se le nota que tiene las extremidades anquilosadas y que debe de estar un poco podrido por dentro; supongo que ésa es la principal razón de que se liase con esa pobre y mínima fulana: era tan joven que él por fuerza tuvo que sentirse halagado.
Se marchó a la sala de estar y volvió en un momento con la copa de vino y lo que quedaba en la botella. Aunque estaba casi vacía, la colocó en la nevera e introdujo la copa en el fregadero, aún lleno de agua jabonosa, y la enjuagó vigorosamente.
– En Londres nos iban muy bien las cosas -dijo-. Mi padre ganó mucho dinero con la guerra… -lo miró de hito en hito-. ¿Le sorprende? Sí, no me extraña. Era bastante sinvergüenza, más incluso que un mero sinvergüenza, cierto. El Mercado Negro, ya sabe usted. Naturalmente, se entendió con Leslie de maravilla. Fue entonces cuando Leslie y yo decidimos venir para acá, aunque fuese muy en contra de los deseos de mi padre. Me temo que los irlandeses no le caían nada bien, a pesar de tener raíces en la tierra. Y luego se secó el pozo del que manaba el dinero de mi padre, los dólares de los tiempos de guerra. Leslie se llevó una terrible decepción, me echó a mí la culpa, cómo no, aunque procuró que no se le notase demasiado, bendito botarate. Yo entonces abrí la fábrica y aquí volvió a verse el color del dinerito y todo pareció arreglarse e ir de maravilla. Hasta que llegó el cisne negro nadando a nuestras vidas. Ya no era el patito feo, dese cuenta.
– ¿Cómo se conocieron su marido y Deirdre… o Laura Swan?
Ella volvió la cabeza con lentitud y le dedicó una mirada sonriente, prolongada, de interrogación.
– ¿Seguro que no trabaja usted para la policía? Tiene usted el tono de quien está acostumbrado a hacer interrogatorios -se oyó un ruido amortiguado en el fregadero y ella levantó la mirada y se le escapó un suspiro contenido a duras penas-. ¡Ay, Dios! Creo que me he cortado.
Sacó la mano del agua jabonosa. Presentaba un corte profundo, antinaturalmente limpio, recto, en el interior del pulgar, cerca del nudillo. La sangre diluida manó con imposible agilidad por su muñeca, corriéndole por el brazo. Se quedó atónita mirándose la herida. Estaba blanca como el papel.
– La copa -dijo sin entonación-. Se ha roto.
Él le puso la mano bajo el codo.
– Venga -dijo-, venga y siéntese.
La condujo hacia la mesa. Ella caminó como si estuviera en trance. La sangre le había llegado al codo y le empapaba la manga recogida del suéter negro. Se sentó. Él le dijo que mantuviera la mano en alto y le indicó que se sujetase la base del pulgar donde tenía el corte con la otra mano, y que apretase para reducir el flujo sanguíneo.
– ¿Tiene una venda? -le preguntó. Ella le miró con absoluta incomprensión, con el ceño fruncido-. Una venda -repitió-. O algo que pueda cortar y utilizar como venda.
– No lo sé. Pruebe en el cuarto de baño.
El sacó el pañuelo e intentó rasgarlo, pero la costura del borde no cedía. Le preguntó si tenía unas tijeras. Ella señaló un cajón, debajo de la encimera.
– Ahí.
Se le escapó una risa breve y levemente histérica. Encontró las tijeras y cortó una tira de algodón con la que se puso a vendar la zona del corte. Mientras lo hacía, el aliento de ella le llegaba al dorso de las manos, y el calor de su cara palpitaba con suavidad contra su propia mejilla. Hizo lo posible para que no le temblasen las manos y se maravilló por lo veloz, lo copiosa que insistía la sangre en manar de la herida. Ya había aparecido una mancha rojo oscuro en el vendaje improvisado.
– ¿Habrá que dar unos puntos de sutura? -preguntó ella.
– No. Cesará enseguida.
O al menos confió en que así fuera; no sabía nada bien qué hacer con la carne viva, con la sangre que fluía libremente.
– Hágame un favor, ¿quiere? -le dijo ella-. Eche un vistazo en mi bolso, a ver si hay una aspirina.
Se dirigió al vestíbulo, tal como ella le indicó, y volvió con el bolso negro, que encontró suspendido por la correa en el colgador de los abrigos, detrás de la puerta de entrada, para dárselo.
– Busque usted -dijo ella-. No se preocupe, no va a encontrar nada que me delate.
Revolvió en el bolso. El olor que emanó de sus rincones, un olor a carmín, a polvo de maquillaje y a otros cosméticos, le recordó a todas las mujeres que había tratado en su vida. Encontró el tubo de las aspirinas, sacó dos tabletas y se las llevó con un vaso de agua que llenó en el grifo del fregadero. A Kate White le tembló la mano buena cuando levantó el vaso para llevárselo a los labios. Todavía sujetaba en alto el pulgar vendado, en una parodia de un gesto de altiva afirmación.
– ¿Voy a tener que quedarme así todo el día? -preguntó, y dio a su voz un temblorcillo de patetismo cómico. Él le dijo que el corte cicatrizaría pronto y que dejaría de sangrar. Ella miró en derredor-. Dios -murmuró sin que pareciera importarle lo inconsecuente del comentario-, cómo aborrezco esta casa.
Ella le pidió que prendiera el fuego de la cafetera, y cuando estuvo caliente se sirvió una taza y la probó e hizo un gesto de desagrado. Volvieron a la sala de estar y se acomodó en el sofá con las piernas dobladas bajo el cuerpo, mirándolo por encima del borde de la taza.
– Es usted el Buen Samaritano, ¿no es así? -le dijo-. ¿Ha tenido muchas ocasiones de ensayar?
El no respondió. Se levantó y se acercó al ventanal, colocándose donde había estado ella antes, y se metió las manos en los bolsillos al contemplar el jardín. El crepúsculo pronto dejaría paso a la noche. Por encima de los árboles navegaban unas nubecillas rosas sobre una franja de cielo verduzco.
– Dígame -dijo ella-. ¿Por qué le interesa tanto esa mujer, esa tal Swan? Quiero que me diga la verdad.
– Ya se lo he dicho. Me llamó por teléfono su marido.
– Eso dijo, sí.
– Me pidió que no se le practicase la autopsia.
– ¿Por qué?
El continuó estudiando el jardín. En el aire cada vez más apagado, los árboles, relucientes aún por la lluvia, que había terminado mucho antes, eran deshilachados globos de luminiscencia.
– No le hacía gracia la idea, no podía soportarlo -dijo.
– Pero usted no le creyó. Quiero decir que no creyó que ésa fuese la razón por la que le pidió que no lo hiciera.
– No tuve motivos para dudar de él.
– Entonces, ¿por qué ha venido aquí?
Se volvió por fin hacia ella, todavía con las manos en los bolsillos.
– Ya se lo he dicho, soy un curioso.
– ¿Curioso respecto a qué? ¿No serán ganas de echar un vistazo a la esposa traicionada? -sonrió.
– La verdad, tengo que marcharme -dijo él-. Gracias por haberme recibido, señora White.
– Llámeme Kate. Y gracias a usted por haberme curado las heridas. Lo ha hecho usted como un experto, como un médico de verdad -dejó la taza de café en la mesa de cristal y se levantó. Cuando estuvo en pie se bamboleó un poco, y se llevó una mano, la que tenía sin vendar, con un gesto de flaqueza, a la frente-. Ay, ay, ay -dijo-. Me parece que estoy mareada.
En el vestíbulo, ella tomó el sombrero de Quirke del gancho en que lo había colgado y se lo dio. Se encontraba ya en la puerta, pero ella le puso una mano sobre el brazo y, cuando él se daba la vuelta, dio un paso adelante para arrimársele con destreza y plantarle un beso en toda la boca, clavándole con urgencia los dedos en la muñeca a través de la manga de la chaqueta. El apreció un regusto a carmín. En su aliento, más allá del olor del café, persistía un deje agrio, tenue, por el vino. Las puntas de sus senos se rozaron levísimamente contra la pechera de su camisa. Lo soltó y se separó de él.
– Lo lamento -volvió a decir-. Como le dije antes, no soy la misma de siempre.
Dio un paso atrás con agilidad y cerró la puerta.
No sabía bien qué pretendía del doctor Kreutz, ni qué esperaba de él; en realidad, no estaba segura de que pudiera esperar nada. Al principio le complació -le entusiasmó- que tan sólo se hubiera fijado en ella. Era verdad que mucha gente se fijaba en ella, en especial los hombres, pero la manera que tuvo el Doctor de fijarse en ella fue única al menos en su experiencia. No parecía que hubiera reparado en ella, ni que ella le interesara por su físico, ni por lo que tal vez pensara que podía persuadirla a hacer por él. Mucho tiempo pasó antes incluso de que la tocara, y cuando lo hizo fue con una forma especial de tocarla. Y fue extraño, porque ella tampoco tuvo nunca recelos de él, tal como había aprendido a recelar de otros hombres. Oh, desde luego que era atractivo -era el ser humano más atractivo, más exquisito que se hubiera encontrado ella en la vida-, pero cuando pensaba en él no lo imaginaba en el acto de besarla, de estrecharla en sus brazos, ni nada de eso. No era ése el tipo de atractivo que tenía para ella. Lo más semejante que alcanzaba a pensar era el modo en que, cuando era jovencita, se sentía a veces al ponerse a pensar en un actor de cine. Pasaba las matinés en las localidades más baratas del gallinero con las palmas de las manos unidas una con la otra y oprimidas entre los muslos, en una actitud de oración invertida, se le ocurrió de pronto, aunque desde luego no era a Dios a quien así rezaba, y alzaba la cara hacia las imágenes titilantes, entre negro y plata, de John Gilbert o de Leslie Howard o del actor que interpretaba al Zorro en los seriales cinematográficos de entregas semanales, como si alguno de ellos pudiera de pronto salir de la pantalla e inclinarse hacia ella para besarla con suavidad y rapidez en los labios, con alegría, antes de volver a la acción que allí se desarrollaba. Así había de ser con el doctor Kreutz, de eso estaba ella convencida: había de ser ese gesto mágico y luminoso, de ternura infinita, con que se inclinara, cuando llegara el momento en que a él le pareciera oportuno manifestarle cuáles eran sus verdaderos sentimientos para con ella.
Obviamente, él no había intentado nada con ella, ni siquiera le había hecho una insinuación, cosa que los hombres terminaban siempre por hacer tarde o temprano. No, en el doctor Kreutz no había nada de eso.
Quiso enseñarle más cosas sobre el sufismo, y le dio libros y folletos para que los leyera, sólo que a ella se le hizo muy arduo de aprender. De entrada, eran demasiados los nombres, la mayor parte de los cuales se le antojaba sencillamente impronunciable, con lo cual no terminaba de salir de su confusión; la mitad se llamaban Ibn no sé qué e Ibn no sé cuántos, si bien él le explicó que eso sólo quería decir «hijo de», a pesar de lo cual no daba una a derechas. Y las enseñanzas de aquellos sabios a ella no le pareció que fueran nada sabias. Estaban demasiado seguros de sí mismos, convencidos de que iban por el mundo dispensando la mayor de las sabidurías posibles, pero la mayor parte de las cosas que decían a ella se le antojaban evidentes, e incluso pura tontería. «Nunca he visto que un hombre se perdiera si iba por un camino recto», o bien «Si no aguantas un aguijonazo, no metas el dedo en un nido de escorpiones», e incluso «Lo que tal vez te parezcan unos arbustos puede bien ser el lugar en que acecha el leopardo»… ¿Qué había de inteligente, qué era lo profundo en tales pronunciamientos? No eran en realidad tan distintos de las cosas que su padre y sus amigotes se decían unos a otros en el pub cualquier sábado por la tarde, encorvados sobre sus pintas de cerveza, en la barra, con la radio al fondo y alguien que hacía el crucigrama del periódico para pasar el rato. «Sabio es el niño que conoce a su padre», o «Hay varias formas de despellejar a un gato», o «Es un largo camino y no tiene vuelta atrás».
Sin embargo, había una sentencia que dijo uno de tantos Ibn lo que fuese y que era incontrovertible, como bien pudo ella confirmar compungida tras todas aquellas deslumbrantes charlas que le dio el doctor Kreutz, y que era una definición del propio sufismo, calificado de «verdad sin forma». En honor a la justicia, eso era lo que le repetía el doctor Kreutz una y otra vez; eso, o alguna versión de lo mismo. «Mi querida joven -le dijo un día, muy al principio de trabar relación con él-, no debes pedir respuestas, ni hechos, ni dogmas, como los que dicen vuestros sacerdotes que son aquello en lo que habéis de creer. Ser sufí es estar siempre en camino, sin contar nunca con llegar. El viaje lo es todo». Desde luego, era sin duda verdad que en esa religión, si es que era una religión, era importante el hecho de moverse sin más: los sufíes no parecían quedarse nunca quietos en un mismo lugar más de un día o dos, pues de inmediato reanudaban sus viajes incesantes. Ella dio en suponer que se debía a que todo aquello transcurría en países calurosos, en parajes desérticos, en donde había nómadas -ésa fue una nueva palabra, que aprendió con el doctor Kreutz- que por pura necesidad estaban siempre en marcha, en busca de agua y de comida y de parajes en los que sus camellos y sus asnos pudieran pastar. No lograba superar del todo el asombro que le producía el hecho de formar parte de un mundo tan distinto de todo lo que había conocido hasta el momento. Y es que formaba parte de todo ello, aun cuando todavía no fuera la conversa del todo convencida que el doctor Kreutz ya creía que era.
Iba a verle sobre todo los miércoles por la tarde y algunas veces también los fines de semana cuando Billy estaba fuera, de viaje. Cuando estaba ocupado con un cliente -nunca llamaba pacientes a las personas que trataba-,
quitaba el cuenco de cobre de la mesa y lo colocaba en el alféizar de la ventana, para indicarle sólo a ella que estaba ocupado con alguien. Entonces dejaba ella que pasara el tiempo yendo de un lado a otro por Adelaide Road, hasta que por fin veía marcharse al cliente. A medida que fue pasando el invierno se hizo amiga del hombre que vigilaba la entrada del Hospital de Oftalmología y Afecciones del Oído, y si llovía, o si hacía mucho frío, él la invitaba a guarecerse en su garita, hecha de madera recubierta de creosota, donde olía a una mezcla de desinfectante y linimento Sloan. Le dijo que era el señor Tubridy, un nombre que a ella le hacía gracia aun sin saber muy bien por qué, quitando que era un hombre bajito y rechoncho, carirredondo, calvo, con unas cuantas hebras de cabello largo y aceitoso y lacio, repeinado, con las que pretendía cubrirse la coronilla. Tenía una estufa de parafina y fumaba cigarros de marca Woodbine, además de leer los periódicos de Inglaterra, el People o el Daily Mail, de los cuales le contaba a ella las historias más jugosas. Le hacía a veces una taza de té y ella a veces probó uno de sus cigarros, aunque no era fumadora. En aquella garita, sentada frente a la estufa, con el abrigo muy ceñido al cuerpo, tenía la sensación de haber regresado a su infancia, aunque no a su verdadera infancia, a la que transcurrió en los Bloques, sino a una época de comodidad doméstica, de seguridad y recogimiento, que ella nunca había conocido y que sin embargo le resultaba familiar, una infancia de ensueño. Luego salía y recorría la calle para acercarse a ver si el cuenco de cobre seguía en el alféizar, y si ya no estaba allí abría la cancela de hierro y llamaba a la puerta del sótano e ingresaba en ese otro mundo, tan exótico como ordinario era el mundo de la garita.
El doctor Kreutz nunca le hablaba de sus clientes. Todos eran mujeres, al menos por lo que ella llegó a ver. Eso no le sorprendió: ¿qué hombre iba a consultar con un sanador espiritual? Ansiaba saber algo acerca de aquellas mujeres, pero no se atrevía a preguntar. Supuso que debían de ser ricas, o gozar al menos de una posición desahogada; más de una vez, al llegar nada más irse una de sus dientas, el doctor Kreutz estaba guardando el dinero en la caja fuerte que tenía en un armario cerrado, en el pasillo, donde ella vio muchos billetes de cinco y de diez e incluso de veinte libras, billetes que él colocaba encima de los gruesos fajos que ya estaban amontonados en la caja fuerte.
A veces, las dientas dejaban algún rastro de su presencia, un guante olvidado, o un fular, o tal vez sólo una vaharada de perfume caro. Qué ganas tenía de conocer a alguna de ellas.
Y un día, cuando salió de la garita del señor Tubridy, llegó a tiempo de ver a una dienta que se marchaba de la consulta, y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo comenzó a seguirla. La dienta era una mujer de constitución esbelta, de cabello oscuro, cuarenta y tantos años, que vestía ropa cara, un traje azul medianoche de chaqueta entallada y una falda ceñida, una falda tubo hasta media pierna; llevaba unos zorros sobre los hombros y un sombrerito negro de medio velo. Caminó deprisa hacia Leeson Street, sus zapatos de tacón alto repicando en la acera. Por su modo de apresurarse, cabizbaja, hubo algo que le hizo pensar en que caminaba con nerviosismo, preocupada porque alguien pudiera verla. Su coche, un Rover grande, negro, resplandeciente, estaba aparcado a la orilla del canal. El día era soleado, con una luz nítida que resplandecía en el agua, y unas rachas de viento que sacudían los árboles junto a los caminos de sirga. La mujer abrió el coche pero no entró; al contrario, sacó un abrigo de piel del asiento de atrás y se lo puso, reacomodándose los zorros sobre los hombros, en torno al cuello, para cerrar de nuevo el coche y echar a caminar hacia Baggot Street. Deirdre no dejó de seguirla.
La mujer hizo un alto en la librería de Parson, en el puente de Baggot Street, y entró. Deirdre se quedó delante del escaparate, fingiendo mirar los libros expuestos.
En el interior, a través de los reflejos del cristal, que la confundieron, vio a duras penas que la mujer examinaba las pilas de libros colocados sobre las mesas, aunque le resultó evidente que también ella estaba fingiendo. Saltaba a la vista que estaba nerviosa; no dejaba de mirar con disimulo hacia la puerta. Entonces vio llegar a un hombre por el puente, rumbo hacia Baggot Street; era un hombre alto, delgado, con un abrigo de pelo de camello que llevaba anudado con un cinturón sin apretar. Era un hombre apuesto, aunque tenía los ojos tal vez demasiado juntos y una nariz ganchuda y demasiado grande. Tenía el cabello largo y de un tono plateado que ella nunca había visto, ni en un hombre ni en una mujer, aunque no era teñido, de eso no le cupo duda. Se detuvo a la entrada de la librería y, tras mirar con suma atención por encima de un hombro y del otro, entró con sigilo. Sin saber cómo, supo qué iba a suceder. Vio que la mujer tomaba nota de su entrada, pero que aplazaba unos momentos el gesto de reconocerlo, y vio que, cuando lo hizo, dio muestras fingidas de estar muy sorprendida de habérselo encontrado allí. Sonriéndole, él se inclinó de costado, apoyando una cadera en la mesa en la que estaban los libros, frente a la cual estaba ella, y se deshizo el nudo del cinturón del abrigo. Fue ese gesto, el descuido con que movía la mano, el desanudarse del cinturón, el modo en que se abrió el abrigo, lo que indicó a Deirdre, aunque no supiera del todo cómo, cuál era la situación. Y en ese momento se dio la vuelta a toda velocidad y se alejó caminando.
Había un coche pequeño, un deportivo, aparcado delante de un quiosco de prensa en Baggot Street, y nada más verlo se dio cuenta, lo supo de inmediato, que era el del hombre del cabello plateado.
Por lo que había visto en la librería, los dos juntos, la mujer empeñada en mantener la apariencia de que se había llevado una sorpresa, le produjo una sensación estremecida y un ligero mareo. ¿Y por qué? A fin de cuentas,
no eran más que un hombre y una mujer que se acababan de encontrar por estar allí citados. Con todo y con eso, la mujer era bastante mayor que el hombre, y por el nerviosismo con que se dio tantos aires de sorpresa al verle era evidente que no estaban casados, que no estaban casados el uno con el otro, claro está. Pero no era eso lo que le había producido repulsión. Lo repulsivo era la relación de todo aquello con el doctor Kreutz. Supo que se estaba portando como una tonta. Una mujer que había ido a ver al Doctor fue después a encontrarse con un amigo, un amante, lo que fuera. Nada más. Eso no significaba que el Doctor estuviera implicado en lo que sucediera entre aquellos dos; no tenía ella motivos de ninguna clase para pensar siquiera que el Doctor estuviera al tanto de que se hubieran encontrado tal como se encontraron. A pesar de todo, una mancha acababa de contaminar la fantasía que ella había ideado con gran trabajo en torno a la figura del doctor Kreutz, una mancha de realidad: un lugar común, una realidad solapada, sucia.
Ésa fue la primera vez en que se le ocurrió preguntarse qué podía ser exactamente la sanación espiritual. Hasta entonces no le había importado; de pronto, en ese momento sí tuvo tremenda importancia. Había dado por supuesto, cuando se puso a especular en torno a esa cuestión, lo cual apenas sucedió en un par de ocasiones, que esas mujeres le planteaban sus cuitas -los escollos del matrimonio, niños con problemas, los cambios propios de la vida, los nervios- y que él les hablaba de manera similar a como hablaba con ella, explicándoles de qué modo debían intentar dejar a un lado las preocupaciones mundanas y concentrarse en el espíritu, puesto que ése era el camino hacia Dios y hacia la paz de Dios, como él mismo declaraba a todas horas con su talante suave, sin sonreír, pero pese a todo entretenido, amable, atento. Las mujeres ricas tenían tiempo de sobra y andaban sobradas de dinero para ingeniárselas e ir tirando. Ella estaba segura de que a la mayoría no les pasaba nada, de que tan sólo se permitían el lujo de pagar una hora o dos a la semana para ponerse al cuidado de un hombre tan bello, tan sosegado y exótico. Y al pensar en ello se dio cuenta de que desde luego estaba celosa. Se los había imaginado juntos, al doctor Kreutz y a la mujer del traje azul, ella arrodillada sobre un cojín, en el suelo, descalza, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, y él de pie, tras ella, acariciándole las sienes, con las cálidas yemas de sus dedos rozando apenas la piel, a pesar de lo cual le harían cosquillas, tal como a ella le había cosquilleado la piel en las dos o tres ocasiones en que él le había aplicado un masaje semejante, hablándole con aquella voz que parecía un ronroneo en torno a la sabiduría de los antiguos maestros sufíes, que un millar de años antes, según le dijo, habían escrito acerca de asuntos que el mundo sólo ahora empezaba a descubrir, asuntos en los que sólo ahora se empezaba a pensar.
Y ¿por qué se habían desatado en ella esos celos al ver a la mujer con el hombre del cabello plateado? Debiera haber sido al contrario; debería haberse alegrado de que la mujer estuviera enamorada de otro, y no del Doctor. Le resultó confuso.
Ojalá, se dijo, tuviera con quién hablar de aquello. Era imposible que le dijera nada a Billy; demasiado bien imaginó qué le diría Billy. No le había dicho nada del doctor Kreutz. No lo entendería. Además, ése era su secreto.
Leslie White había dado a Phoebe un número de teléfono en el que podía contactar con él cuando quisiera, cosa que esperaba -de todo corazón, según le había dicho- que hiciera, y que hiciera a ser posible pronto. Y ella fue la primera en sorprenderse cuando lo hizo. Sabía que de él no podía esperar otra cosa que complicaciones. Pero tal vez las complicaciones eran justo lo que deseaba. Cuando él contestó a la llamada y ella le dijo quién era, no pareció ni mucho menos sorprendido. Ella supuso que a él nunca se le había pasado por la cabeza que no fuera a llamarle, por algo era Leslie White nada menos, el de las sienes plateadas. Estaba en un alojamiento provisional, le dijo, debido a un contratiempo en el frente doméstico. Le dijo que su mujer lo había echado de casa, aunque no especificó las razones. A ella le agradó su franqueza. Supuso que se debía a que era inglés. Ningún irlandés, estaba segurísima, admitiría nunca tan a la ligera, con tanta alegría casi, que su mujer lo había echado a patadas del hogar conyugal. Cuando ella se lo dijo él fingió sorprenderse e incluso sentirse fascinado, como si ella le acabase de entregar una valiosa porción de sabiduría antropológica. Era uno de sus trucos, hacer todo un espectáculo a partir del asombro y del interés ante las observaciones más mundanas -«¡Caramba, pero eso es pasmoso!»- y, aun cuando sabía que era un truco, a ella le gustó. Le encandilaba su ánimo juvenil, o su fingimiento. Tenía un repertorio de exclamaciones -joroba, caramba, córcholis- que ella suponía tomadas de los libros de Billy Bunter o de alguna fuente semejante, puesto que esas interjecciones y su mañera de lanzarlas al aire como si tal cosa eran material de la vida en los internados buenos, en los colegios privados, y Leslie White, de esto estaba convencida, nunca había visto el interior ni, posiblemente, tampoco el exterior de una de esas instituciones.
La llevó a tomar el té al Grafton Café, encima de la sala de cine. Encontraron una mesa junto a la ventana, con vistas a Grafton Street. Era sábado y la calle estaba llena de gente que había salido de compras. Tras las tormentas del día anterior volvió el buen tiempo, y debajo de donde se encontraban el sol proyectaba sombras de tinta con las marquesinas de las tiendas. Leslie vestía un traje de pana marrón claro y llevaba unos zapatos de ante, además de un pañuelo plateado en el bolsillo de la chaqueta, a juego con el pañuelo plateado con que se abrigaba el cuello y, por supuesto, su cabello plateado. Qué manera de admirarse, pensó ella, no sin que le hiciera gracia. Es tanto el amor propio que se tiene que dan ganas de tomarle cariño. Le sorprendió estar allí con él. De sobra sabía que era precisamente aquello contra lo cual las monjas de su internado le habían avisado, una mala compañía, y las malas compañías, como la suya, eran sin duda «ocasión de pecar». Lo cierto es que no sabía muy bien por qué le había llamado, eso de entrada. No tenía por costumbre llamar a hombres a los que casi no conocía de nada, pero es que ni siquiera tenía por costumbre llamar a ningún hombre, y los hombres no la llamaban a ella por teléfono, al menos los hombres pertenecientes al tipo al que tan evidentemente correspondía Leslie White.
Fumó un cigarrillo mirando a la calle. Se dio cuenta de que él la estaba estudiando.
– ¿Siempre vistes de negro? -le preguntó.
– Pues… no sé. ¿Siempre voy de negro? En el comercio es obligatorio, y supongo que he tomado el hábito sin darme cuenta.
El se echó a reír.
– Hábito es la palabra exacta, sí.
Ella enarcó una ceja.
– ¿A ti te parece que tengo pinta de monja?
– Eh, yo no he dicho eso.
– Me temo que no tengo demasiado interés por la ropa.
El sonrió para sí, como si hubiera sido una broma en clave.
– Espero que no te importe si te lo digo, pero tampoco pareces la típica dependienta. Y no hablas como suelen hablar las dependientas.
– ¿No me digas? En ese caso, ¿qué pinta tengo? ¿Y cómo te parece que hablo?
– Mmm… A ver, déjame que piense -ladeó la cabeza y entornó los ojos para mirarla de hito en hito, de los pies a la cabeza. Ella aguantó el escrutinio sin inmutarse. Llevaba una falda negra y una chaqueta negra, con un cárdigan; su único adorno era un collar de perlas, de una sola vuelta, que había sido de su madre, esto es, de Sarah. No tenía la menor duda de que a Leslie White le agradaría saber -«¡Cáspita, ya me lo estaba pareciendo!»- que las perlas eran genuinas, y bastante valiosas. Seguía mirándola de arriba abajo y pasándose una mano con un gesto juicioso por el canto de la mandíbula-. Yo diría que eres… -dijo-, una señorita muy bien educada y muy atildada.
– ¿Es que no pueden ser atildadas las dependientas?
– No lo son las que yo conozco, querida. ¿Se puede saber por qué vives a lo pobre?
Dicho por cualquier otra persona, el comentario podría haber resultado ofensivo, y ella se dio cuenta de que había intentado provocarla, sólo que no se lo tomó en serio; a él no podía tomárselo en serio; no podía dejarse provocar, ni ofenderse, por nada de lo que él le dijera. Volvió la cabeza y lo miró de lleno a la cara. Era su turno de hacer preguntas:
– ¿Por qué está tu mujer tan enfadada contigo?
La miró durante un segundo antes de echarse a reír.
– Me temo que le he dado motivos.
– ¿Y fue Laura Swan parte de los motivos?
Se enderezó muy despacio en la silla, desenroscando su cuerpo alargado, delgado, y ella creyó que estaba a punto de levantarse y marchar sin añadir palabra. Por el contrario, carraspeó y alcanzó la pitillera de Phoebe, que estaba sobre la mesa, abriéndola para servirse un cigarrillo que prendió con su encendedor. Había fruncido el ceño. Ella reparó en la afectación con que sujetaba el cigarro entre el dedo corazón y el anular de la mano izquierda.
– Tú eres una chica valiente, ¿no? -dijo.
– ¿No lo son las dependientas?
El fingió un espasmo de dolor y sonrió con agudeza.
– Touché.
La camarera esperaba allí cerca. Leslie preguntó a Phoebe si le apetecía alguna cosa más, pero ella dijo que no, y se agachó y rebuscó en el bolso para encontrar el monedero.
– Permíteme -dijo él, con la cartera en la mano.
– ¡No! -le salió la negativa con demasiada vehemencia, tanto que él pestañeó-. No -repitió con más cortesía-, de veras, me gustaría… Quiero invitar yo.
– Vaya, pues gracias.
Pasó una moneda a la camarera y le indicó que se quedase con las vueltas. Se levantaron de la mesa. Ella fue consciente de que se encontraba en ese momento delicado en el que era preciso tomar una decisión. Si se despidieran en ese momento, supo que nunca más volvería a verlo y no porque no quisiera, no porque sintiera indiferencia por él, sino de acuerdo con una convención no expresada, y sin embargo de férrea aplicación. No le miró, se ajetreó en guardar el monedero.
– ¿Te apetece -le preguntó- dar un paseo conmigo?
Pasearon por el perímetro de St. Stephen's Green. Les llegaba la fragancia de los arriates de flores desde dentro del parque y, desde más cerca, el olor penetrante, casi animal, del seto de aligustre sobre el que el sol caía a plomo. Las pequeñas hojas de los arbustos que se apiñaban tras la verja del parque eran de un intenso verde botella, y cada una de las hojas daba la impresión de haber sido individual y amorosamente abrillantada a mano. A veces, la belleza de las cosas, de las cosas más normales, de las flores que no alcanzaba a ver, de ese follaje bruñido, de la luz del sol que adquiría el color de la miel en el sendero, a sus pies, se le imponía con urgencia al tiempo que las propias cosas que la provocaban parecían reservarse, quedar a cierta distancia, como si mediara entre el mundo y ella una barrera invisible. Veía, percibía los olores, notaba el tacto, oía, pero de algún modo apenas llegaba a sentir nada.
Leslie, que debía de llevar algún tiempo sumido en sus meditaciones, tomó la palabra de pronto.
– Sí, me temo que Laura era en efecto la gran complicación, o al menos una parte importante de la gran complicación -respiró hondo y el aliento inspirado le sonó cortante entre los dientes, como si acabara de encajar una racha de viento helado. Caminaba con las manos en los bolsillos. Tenía la forma de andar que tan propia es de muchos hombres altos y delgados, con los hombros caídos, echados atrás, y la pelvis adelantada; a ella le gustaba ese paso sinuoso, deshuesado-. Ese no era su verdadero nombre, no sé si lo sabes -dijo, y pareció un tanto agraviado, a la par que ansioso de exponer una pequeña muestra de un fraude-. No era sino una invención. Su verdadero nombre era Deirdre Hunt.
– Ya.
– Ah… ¿lo sabías? -ella asintió-. Sí, es natural -dijo, y pareció más agraviado que nunca-, y también sabías que estaba casada, ahora que me acuerdo. Con un tipo llamado Billy. Pobre hombre.
– ¿Por qué Laura Swan?
– ¿Te refieres al nombre? Ah, no fue más que una tontería. Yo le dije que tenía cara de llamarse Laura, sabe Dios por qué, si hasta hay cientos de Lauras que no parecen llamarse Laura ni por asomo. Y ella decidió que eso era justo lo que necesitaba.
– ¿Y Swan?
El hizo un ruido que pudo haber sido una risita.
– Es que ella dijo que yo parecía un cisne. Por mi pelo o algo así, no sé bien.
– Ah -dijo ella-, ahora entiendo: el Silver Swan, el cisne plateado.
– Como te digo, una bobada como la copa de un pino -llegaron a la esquina y cruzaron por Harcourt Street-. Todavía me sonrojo cuando lo pienso.
Estaban en el portal de la casa y ella se detuvo. El la miró con cara de interrogación.
– Vivo aquí -dijo ella.
El se dio un aire alicaído.
– Vaya, pues no ha sido un gran paseo.
Ella se precipitó para no perder en ese momento el aplomo.
– ¿Quieres subir? -Tiene una mujer que lo ha echado de casa, se dijo pasmada, y una amante que se quitó la vida, y yo le estoy invitando a entrar en mi vida. Señaló arriba-. Mi piso es ahí arriba -¿Y cuál de los dos es la araña, digo yo, y cuáles la mosca?
Habían subido las escaleras y estaba ella cerrando la puerta que acababan de atravesar cuando él la rodeó con el brazo por la cintura y la atrajo hacia sí y la besó. Notó el aliento que a él le salió por la nariz, lo notó como el roce de una pluma en la mejilla. Los dos seguramente olemos a Nube de Paso, pensó. Le pareció que él era al mismo tiempo tímido, inseguro, e insistente; la abrazó con tal ligereza que su brazo podía haber sido un muelle equilibrado con toda delicadeza, a punto de soltarla en cuanto acusara la más mínima presión de resistencia, si bien era un muelle de acero. Su manera de besarla era soñadora, casi distraída, ausente. Pensó que tarareaba algo desde el fondo de la garganta. El abrazo no duró más de uno o dos segundos, momento en el cual se alejó de ella con una especie de reverencia, como un bailarín que girase con languidez al apartarse para dibujar una o dos figuras por su cuenta. Se adelantó en el piso por delante de ella y en ese momento sí tarareaba, sin duda, y se detuvo en el centro del cuarto de estar y miró en derredor.
– Esto está muy bien -dijo-. Un pelín espartano, pero está muy bien -se volvió y le sonrió echando atrás la cabeza. El beso tal vez no había tenido lugar… ¿Lo habría imaginado ella?
Le ofreció algo de beber. Tenía una botella de ginebra en alguna parte, dijo, pero no había tónica ni hielo.
– Es que no tengo nevera.
El dijo que la ginebra a palo seco estaba estupenda. Ella esperó un instante mirando al suelo; algo se le había soliviantado en la boca del estómago. Y se volvió y fue a la cocina. Allí sola, se llevó los dedos con cautela a los labios. Notaba en los oídos el latir del corazón, un apagado tun-tun, tun-tun, como algún idiota que anduviera por un campo embarrado con unas grandes botas de goma. ¡Qué idiota, qué boba estaba siendo! La ginebra estaba al fondo del armario de arriba, y tuvo que subirse a una silla para alcanzarla, y pensó que se iba a caer, de tan mareada como estaba. Le oyó en el cuarto de estar, canturreando muy bajito, para él solo: Disfrútalo, es más tarde de lo que parece…
Tomó dos vasos y los repasó con un trapo. ¿Y si lo hizo él?, susurró audiblemente para ella sola. ¿Y si él la empujó al mar? En las tripas se había amansado la tormenta, y ahora notaba un fuego bajo, enconado. Temblorosa, sirvió dos vasos de ginebra que colmó por pura inadvertencia y los llevó a la sala de estar.
Él estaba de pie junto al aparador, con las manos en los bolsillos, algo inclinado, escudriñando la fotografía del marco de carey, Mal y Sarah en el día de su boda.
– ¿Tus padres? -le preguntó. Ella asintió. Colocó los vasos en el aparador, junto a la foto, y se alejó de él, hasta quedarse pegada a la ventana, mirando abajo, a la calle, sin ver nada. Le oyó tomar un vaso y dar un sorbo y resollar-. Recórcholis -dijo-, sabe fuerte cuando la tomas así, ¿verdad?
Cambió de lugar y en un instante se hallaba a su lado. Con qué silencio se había desplazado, con qué sigilo. En la calle, la quietud del sábado estaba tendida entre las casas de ambos lados como una red de gasa. Había vuelto a canturrear para el cuello de su camisa. Disfrútalo, ahora que aún puedes… Inspiró con fuerza.
– Déjame que adivine -dijo-: Ya no están entre nosotros. Tu padre y tu madre.
– Sarah ha muerto. Mal sigue vivo -lo dijo sin énfasis.
– Sarah y Mal. Mal y Sarah. Tiene gracia, ¿verdad?, qué bien suenan dos nombres cuando se ponen juntos. Quiero decir que es de lo más natural, como si fuesen una fórmula, cuando en realidad no son más que… ¿nombres? Romeo y Julieta. Fortnum y Masón. Mutt y Jeff-apenas hizo una pausa entre uno y otro-. ¿La echas de menos?
– ¿Si echo de menos a quién?
– A Sarah. A tu madre.
– ¿Tú echas de menos a Laura Swan?
No supo por qué se lo había dicho, ni menos por qué lo dijo con tanta aspereza. ¿Fue en cierto modo porque él la había besado? Tal vez fuera porque no la había vuelto a besar, o porque estaba conduciéndose como si nunca la hubiera besado. Tenía un torbellino en la cabeza. No estaba acostumbrada a tales situaciones, no sabía qué hacer en ese momento, cómo comportarse. Alguien tendría que haberle enseñado, alguien tendría que haberle aconsejado, aunque… ¿quién? ¿Quién, en verdad, había estado alguna vez a su lado?
Él estaba sopesando la pregunta que le había formulado. Por un instante olvidó qué le había preguntado… Sí, por Laura Swan, eso era. No pareció en modo alguno molesto.
– La verdad es que no he tenido tiempo de pensarlo -dijo al fin-. Oh, es decir… claro que la echo de menos, faltaría más -dio un trago largo de ginebra y torció el gesto y chasqueó los labios-. No me cabe duda de que cualquier noche de éstas me desvelaré y derramaré cubos llenos de lágrimas, pero hasta la fecha no me ha salido ni una sola. Será el trauma, ¿no te parece? -la miraba de soslayo, casi risueño, con un ligero y aparente temblor en la punta de la nariz ganchuda.
– Sí -dijo ella con toda la sequedad de que fue capaz-. Es el trauma, seguro.
El no hizo caso del sarcasmo.
– Eso es lo que pienso yo -dejó el vaso en el banco, bajo la ventana, y unió las manos a la espalda volviéndose hacia ella a la vez que adoptaba un rostro tan grave y tan untuoso como el de un buen mozo de la época victoriana, a punto de pedir la mano de una hija en matrimonio-. ¿Te quieres acostar conmigo? -le propuso.
Se sentó de nuevo en el banco, bajo la ventana abierta, envuelta en la bata del dragón que había sido de Sarah. Tocaba a su fin la velada veraniega y la escasa luz diurna que aún restaba era un resplandor oro oscuro sobre los techos de las casas de enfrente. Antes, no supo qué hacer, ni qué pensar, y ahora, después, seguía sin saberlo. Había llegado a un punto muerto en medio del aire, caminando en la cuerda floja, y fue durante unos instantes incapaz de seguir adelante o de volver atrás. El vaso de ginebra de Leslie White estaba vacío a su lado, en el banco. Lo miró con el ceño fruncido. Sólo era la segunda vez en su vida en que un hombre se había introducido en ella. La primera vez fue contra su voluntad, con violencia, con una navaja en la garganta. Leslie White también había sido violento con ella, pero de una manera diferente. Lo que más le asombró fue la aparente indefensión de su necesidad; podría haber tenido a sus pechos a un niño chico, sólo que grotescamente engrandecido, codicioso. ¿Era así como se suponía que era el acto? No tenía forma de saberlo. Cuando terminó, él estuvo igual que antes, liviano, juguetón, aunque de una manera un tanto amenazante, como si no hubiera ocurrido entre ellos nada en absoluto, o nada que tuviera una gran importancia de todos modos. Para ella, todo estaba cambiado, transformado hasta un punto situado más allá de todo reconocimiento. Miró el cielo del anochecer y la luz en las fachadas de las otras casas como si nunca hubiera visto una cosa así, como si el mundo se hubiera tornado irreconocible.
Tomó el vaso de Leslie White y se lo llevó a los labios, rozando el lugar que habían tocado sus labios.
La sobresaltó y la despertó de su ensueño la súbita sensación de que alguien la estaba mirando. Miró bruscamente a la calle. Había un viejo con un perrillo que sujetaba con una correa; una pareja paseaba cogida del brazo; un viejo mendigo rebuscaba entre los contenidos de un cubo de basura, junto a la parada del autobús. Y sin embargo estaba segura de que alguien había estado un segundo antes, en la acera, mirándola a ella, enmarcada por la ventana. Creyó que incluso le había visto por el rabillo del ojo, sin verle del todo, sin registrar su presencia, o no al menos mientras estuvo allí, un hombre que llevaba un… ¿Cómo vestía? Se le había escapado, no lo sabía. Había sido tan sólo una presencia inapreciable, la sombra de una sombra. ¿Y adonde había ido, si es que alguna vez estuvo allí? ¿Cómo se había escabullido con tanta rapidez? Se dijo que lo había imaginado, que había visto visiones. La luz del anochecer a veces jugaba esas pasadas, conjuraba fantasmas. Se levantó del asiento al fin; cerró la ventana y fue al dormitorio a vestirse.
En los días que siguieron tuvo de nuevo la sensación de ser observada, de que alguien la seguía. Siempre era algo inesperado, siempre algo difuso, si bien no lograba despojarse de la cada vez más intensa convicción de que estaba siendo objeto de un urgente interés por parte de alguien. Una vez, en la tienda, creyó que había alguien allí fuera y que la estaba mirando, y cuando acudió al escaparate le pareció entrever una figura que se largaba a toda velocidad. Sin embargo, cuando acudió a la puerta y miró a un lado y otro de la calle no había nadie a la vista, nadie que recordase a la figura que creyó sorprender por el escaparate. Un día, a la hora de comer, iba caminando por el Green cuando de pronto tuvo la muy fuerte sensación de que entre los que paseaban entre los arriates de flores o estaban tumbados en la hierba se encontraba uno que en secreto la observaba. Hizo un alto a la altura del quiosco de la música, donde tocaba la banda del Ejército, y revisó los rostros de los presentes, por ver de captar unos ojos que en secreto la estuvieran mirando, pero no dio con nadie. De nuevo intentó convencerse de que estaba siendo víctima de una percepción ilusoria y disuadirse de que alguien la seguía. ¿Quién iba a estar observándola, y por qué? Luego llegó la noche en que, al llegar a su casa después de haber ido al cine, se encontró el cuerpo derrumbado en los escalones de la entrada, y tuvo flojera en las rodillas y el corazón pareció parársele un instante, antes de seguir latiendo de un modo enfermizo, como si lo tuviera sujeto al cabo de una goma elástica.
Difícil habría sido que alardease el inspector Hackett de ser el más implacable de los investigadores. Prefería la vida sin sobresaltos, y nunca había fingido lo contrario. Tenía un huerto en el que cultivaba sobre todo hortalizas, aunque la señora Hackett, que se llamaba May, una primorosa avecilla de mujer, nunca dejaba de darle la lata para que plantase más flores; era en particular partidaria de las dalias y él cultivó algunas, más que nada por hacerla callar, aunque en secreto las consideraba poco más que pasto para las tijeretas. También era pescador aficionado, e iba a Greystones siempre que tenía un fin de semana libre de sus tareas domésticas, y por lo común volvía con unos cuantos róbalos para la mesa, aunque la señora Hackett se quejaba con amargura de tener que limpiar los pescados, puesto que era una mujer de disposición más bien delicada si se trataba de quitarles las tripas a los peces. Por otra parte, la casa lo tenía sumamente atareado. Siempre parecía que hubiese algo pendiente de un arreglo, de unos cuantos clavos, de un trabajo de sierra o de lima, de una mano de pintura, de una remodelación. Los dos hijos que tenía, dos pedazos de hombretones -así pensaba en ellos-, le servían de poca ayuda, y parecían andar siempre fuera de casa, en un partido de fútbol, o en el cine. A grandes rasgos, la suya era una vida ajetreada, su tiempo era precioso, y ponía mucho cuidado en no hacerse cargo de las cosas que podía sin complicaciones abstenerse de asumir o dejar en manos de otros.
A pesar de todo, la muerte de Deirdre Hunt no terminaba de dejarlo en paz. Sospechaba que todo policía,
o al menos todo policía de su rango, disponía de una manera particular e infalible de saber cuándo había algo que no terminaba de encajar en un caso que aparentemente, y en la superficie, estaba claro como el agua. Cuando de él se trataba, no era nada específico; no era que la nariz le temblase sin poder controlarlo, ni que se le constriñeran las tripas, como les sucedía a los detectives en las novelas de misterio. Lo que sentía cuando se le despertaba la suspicacia era un estar mal a gusto en general. Era un poco como tener una ligera resaca, de esas en las que uno se levanta y se pregunta qué le pasa, hasta que recuerda de pronto los dos o quizá tres pelotazos de whisky de malta que se ventiló a toda prisa, antes de que diesen la hora del cierre. Y precisamente así se sentía cuando pensaba en Deirdre Hunt, acalorado, jaquecoso, con hormiguillo por todo el cuerpo.
Además era un solitario, desde luego que lo era el inspector. No tenía un compañero de fatigas al cual pudiera confiar sus dudas y recelos, con el cual pudiera poner a prueba sus teorías, sus hipótesis respecto de lo que hubiera hecho tal o cual persona, y del porqué, y del cómo. Prefería fiarse de sus propios juicios y, a decir verdad, también prefería disponer de su sola compañía. Así había sido siempre, incluso cuando era niño y rondaba al buen tuntún por los sembrados o las callejuelas de la localidad de las Midlands en la que había nacido, en busca de algo, sí, pero sin saber nunca el qué, con la esperanza de que algo le saliera al paso, lo que fuera, algo que le interesara o le divirtiera.
Una tarde, a última hora, dio con Billy Hunt en el campo de fútbol del Clontarf Rovers. Había consultado con sus hijos, que tal vez lo conocieran. Nada más oír el nombre, los dos mozalbetes se miraron uno al otro y se echaron a reír. «Oh, claro, claro -dijo uno de ellos-. Claro que conocemos al valeroso Billy Hunt. Un tipo duro. No te contaré cómo lo apodan, aunque lleva una rima». Y se volvieron a reír. Hackett suspiró. Tiempo atrás se había hecho a la idea de que sus dos chicos no iban a llegar a ser ni mucho menos lo que él habría querido por hijos y herederos, aunque a su madre la querían y a él lo respetaban, que no era necesariamente lo mismo, y dio en suponer que eso era lo más razonable que se podía pedir teniendo en cuenta los tiempos que corrían.
Billy, según informaron los jóvenes Hackett al padre, era delantero centro de los Rovers, y esa misma noche quiso la suerte que tuvieran partido contra un equipo de Ringsend, un hatajo de inútiles, dijeron los chicos y comprobó el inspector con sus propios ojos a los dos minutos de llegar al campo. Se estaba jugando el último cuarto de hora. Los chicos tenían razón: Billy era un caso aparte, un jugador duro, por no decir sucio. Saltaba a la vista que los defensas se andaban con cuidado si se acercaba él, y marcó dos goles con facilidad, además de hacer otros tres o cuatro regates en el tiempo que el inspector estuvo presenciando el encuentro. Cuando el árbitro pitó el final del partido los dos equipos se retiraron a los vestuarios del club, y se marcharon los últimos espectadores cuando él aún se quedó esperando a la entrada del campo, apoyado contra la jamba de cemento y fumando un cigarro. El cielo estaba nublado pero no hacía frío, y al mirar la calle que se abría ante él y seguía hasta el mar vio pasear a la gente, vio algunos veleros y, a lo lejos, en el horizonte, vio el paquebote que había zarpado por la tarde de Dun Laoghaire y ponía rumbo a Holyhead. ¿Por qué motivo, se preguntó con esa vaga y apacible sensación de contento que siempre se henchía en su interior cuando se paraba a considerar la estupidez y la perfidia de sus congéneres los hombres, por qué iba a desear acabar con su vida y abandonar este mundo nadie que no estuviera gravemente enfermo, y en las últimas? Y es que el inspector Hackett disfrutaba del hecho de estar vivo, por más modesta y mal recompensada que pudiera ser su propia vida. Más extraño aún, ¿por qué iba a querer un hombre eliminar a su esposa, por más difícil que fuera ella en el trato, por mal que lo tratase? Había veces, a qué negarlo, en que su propia May lo había puesto al límite de la violencia, sobre todo en los primeros años que pasaron juntos, pero ése era un límite que nunca, no, nunca se habría permitido traspasar garrafalmente.
Billy Hunt olía a sudor y a linimento. Miró al inspector con la boca entreabierta, la sangre arrebolada en el cuello, hasta que el rostro, pecoso, estuvo inflamado del todo. Los otros dos jugadores con los que había ido caminando siguieron adelante, y se detuvieron poco más allá y se volvieron a mirar, curiosos. Billy, reparó el detective, era algo mayor de lo que le había parecido de lejos; rondaría como mínimo los cuarenta años. Ese detalle explicaría en cierto modo la truculencia que se gastaba en el campo de juego. ¿Tal vez había tenido también que demostrar su valía ante su esposa, que casi con toda certeza no tenía ni dos terceras partes de los años que tenía él? Interesante. Esa clase de diferencia de edad no era probable que hubiera sido conducente a la dicha en lo doméstico, de eso Hackett estaba seguro.
– Sólo unas preguntas -dijo con llaneza-, mera rutina -empleó esta fórmula adrede: a la gente le resultaba inquietante, pues era una de esas cosas que habrían oído decir a los policías en las películas, cuando en realidad pretendían dar a entender que lo que vendría después iba a ser cualquier cosa menos rutina-. Podría pasarse usted mañana por la mañana por la comisaría, siempre que tenga unos minutos libres.
Billy Hunt, todavía con los ojos desorbitados, cada vez más pálido ahora que remitía el sonrojo, no preguntó sobre qué deseaba interrogarle. Este detalle, calculó el inspector con precaución, casi con toda certeza no era tan significativo como podría haber sido en otro supuesto. A fin de cuentas, la esposa de Hunt había muerto en circunstancias cuestionables, luego ¿por qué no iba a querer la policía hablar con él? Con todo, ¿no debiera haberse mostrado tal vez desconcertado, al menos al ver que un policía lo abordaba en ese momento, habida cuenta del tiempo que había transcurrido desde su muerte? Billy murmuró que sí, claro, por supuesto que iría a la comisaría, allí estaría, desde luego.
– Estupendo -dijo el inspector muy contento, y se marchó a buen paso, por la calle, rumbo al mar, pasando por delante de los dos compañeros de Billy Hunt, a los que guiñó el ojo en un gesto amistoso.
Billy se personó en comisaría a las nueve en punto de la mañana. Apareció vestido con un traje oscuro y una corbata oscura. El inspector supuso que era su ropa de trabajo; el traje estaba desgastado en algunas partes y el cuello de la camisa daba la impresión de que estuviera dado la vuelta. Malos tiempos, supuso, para un viajante de comercio. Quiso tratar de recordar qué productos era los que representaba, y se acordó de que eran material de farmacia, píldoras y pociones y demás, curas caras para dolencias imaginarias. Siempre había demanda de esa clase de sustancias, cómo no, si bien tenía la idea de que Billy Hunt no era ni de lejos el mejor vendedor que el mundo hubiera conocido. Había en él algo que no inspiraba confianza, algo que parecía producirle a él mismo un picor, como si no estuviera del todo cómodo dentro de su propio pellejo, y además tenía una manera llamativa de pasarse el dedo por dentro del cuello de la camisa al mismo tiempo que estiraba el mentón, un gesto que al inspector le recordó a un pollo con garrotillo. Aunque lucía el sol, aún era temprano, y el aire estaba fresco en la sala de recepción, si bien a Billy le brillaba en la cara una fina película de sudor, y tenía colorada la frente y las puntas de las orejas. Las personas de tez muy blanca eran siempre las más difíciles de calar, había descubierto el inspector, por tender a ponerse coloradas incluso cuando no había motivo alguno de sonrojo.
Subieron al atestado despacho del inspector, encajonado bajo un techo de mansarda. Al contrario que en la planta baja, allí sí hacía calor a esas horas, como siempre en verano, mientras que en invierno, cómo no, aquello parecía un congelador. El inspector indicó a Billy una silla de respaldo recto y se sentó detrás de la mesa y le ofreció tabaco; encendió un cigarro y se recostó cómodamente exhalando el humo y contemplando al joven que tenía en frente con ojos benévolos.
– Gracias por venir -le dijo-. Da gusto qué bien se aguanta el buen tiempo, ¿verdad? -Billy Hunt pestañeó y tragó una bocanada de aire haciendo tanto ruido que los dos lo oyeron, uniendo las manos y hundiéndolas entonces entre las rodillas. Había rechazado el cigarro que le ofreció el inspector, pero sacó un encendedor Zippo y se puso a abrir y cerrar la tapa.
– ¿No fuma usted? -preguntó Hackett dando muestras de interés.
– Cuando estoy entrenando, no -se guardó el encendedor en el bolsillo.
– Ah -dijo el inspector-. El entrenamiento, claro. Le gusta a usted el deporte, ¿verdad?
Billy bajó la mirada, como si fuera ésta una pregunta que requería una seria consideración antes de responder.
– Me distrae de otras cosas -dijo al fin.
El inspector dejó que pasara otro momento de silencio y entonces reconoció, vagamente, que sí, que para eso sin duda tenía que servir. Se inclinó sobre la mesa, con lo que el sillón rechinó, y desplazó deprisa el cigarro hacia el cenicero que tenía en una esquina de la mesa, echando la ceniza con un movimiento imperceptible.
– Tiene que ser muy duro -dijo el inspector- perder a una esposa y además tan joven, y encima en esas circunstancias.
Billy asintió sin abrir la boca, todavía cabizbajo. En la coronilla tenía un redondel, una calvicie incipiente, cuya piel viraba allí a una tonalidad rosa de bebé.
– ¿Era nadadora su esposa?
Billy alzó los ojos sobresaltado.
– ¿Nadadora? No lo sé. Yo nunca la vi en el agua.
El inspector se maravilló, tal como a menudo se maravillaba de un tiempo a esta parte y no sin razón, por lo poco y mal que se conocían los integrantes de la joven generación, si es que Billy era de hecho un integrante de la joven generación. ¡Mira que no saber si su propia esposa sabía nadar o no!… El inspector miró con más atención los ojos de Billy Hunt. ¿Fingía esa ignorancia o era genuina? Billy pareció leer sus pensamientos.
– Era una chica de ciudad -dijo con un rastro de hosquedad-. No le gustaba ir a la playa, ni al campo. No le gustaba la naturaleza, nada de eso. Decía que le daba arcadas -sonrió, con lo que sólo consiguió parecer más desarmado-. Siempre bromeaba al decir cuánto le sorprendía haberse casado con un pueblerino.
– ¿De dónde es usted?
– De Waterford.
– ¿El pueblo o el condado?
– La ciudad.
– Ah, la ciudad, claro, claro. La gran ciudad de Waterford. ¿Tiene familia allí?
– Mi madre y mi padre. Y una hermana casada.
– ¿Va a visitarlos con frecuencia?
– De vez en cuando.
– ¿Dónde estaba usted la noche en que murió su esposa?
A Billy Hunt se le nubló el entrecejo e hizo un gesto con la cabeza como si no estuviera seguro de haber oído del todo bien.
– ¿Cómo dice? -dijo.
– Me estaba preguntando dónde estaba usted la noche en que se ahogó su esposa.
– Estaba… -Billy apartó la mirada, de repente más aturdido y más desamparado que nunca-. Supongo que estaba en casa. No suelo salir mucho, bastante salgo cuando estoy de viaje.
– Así que es usted un hombre hogareño, ¿es eso?
Billy Hunt volvió la cabeza y lo miró con cuidado unos momentos, pero se encontró con que la mirada del inspector era tan acogedora y tan amistosa como siempre.
– Estábamos bien juntos -dijo Billy-, Deirdre y yo. Se lo juro por Dios. A lo mejor no le supe dar suficiente… A lo mejor no le di… Quiero decir que a lo mejor no hubo suficiente de… No sé, de lo que ella necesitara, no sé. Pero yo hice todo lo que pude. Intenté hacerla feliz.
– ¿Y lo logró?
– ¿Qué?
– ¿Diría usted que logró hacerla feliz?
Billy no respondió, y volvió a mirar a un lado, con el mentón encajado en una mueca de resistencia pueril. El inspector quedó a la espera.
– ¿Qué cree usted que pudo haber ocurrido aquella noche?
– No lo sé -repuso de un modo casi inaudible.
El policía aplastó el cigarro en el cenicero y se recostó en el sillón, con las manos unidas tras la cabeza grande y cuadrada. Llevaba el último botón de la camisa abierto y la corbata aflojada; los ganchos de cuero de los tirantes parecían un par de dedos torcidos. Paseó la mirada por el techo como si no tuviera ninguna prisa.
– Lo que pasa -dijo- es que llevo un tiempo preguntándome por la extraña forma en que tuvo que haberse producido… el accidente. Ella fue en su coche hasta Dalkey…
– Hasta Sandycove -le corrigió Billy Hunt.
– Hasta Sandycove, eso es. Son carreteras desiertas y más en plena noche. Allí aparcó y echó a caminar en plena oscuridad hasta el final del muelle, donde se quitó toda la ropa y se zambulló en el mar…
Billy volvió a interrumpirle, dijo algo que el inspector no llegó a captar, y hubo de pedirle que lo repitiera. Billy primero carraspeó y luego tosió cubriéndose la boca con el puño.
– Aquello tenía que estar muy oscuro -dijo con la voz espesa-. Incluso en esta época del año, a esas horas…
– Seguro. Oscurísimo. Para dar canguelo a cualquiera, y más a una mujer sola, a la orilla del mar en plena noche. Tenía que ser una mujer muy valiente.
– No había muchas cosas de las que Deirdre tuviera miedo, si es eso lo que quiere decir -dijo él-. Venía de un sitio de donde la gente sale especialmente curtida.
Un silencio ampliado y vago siguió a esta observación. Billy se apretó las manos entre las rodillas, meciéndose un poco de delante atrás, mientras el policía inspeccionaba medio ausente uno de los rincones del techo.
– Usted no cree que fuera un accidente -dijo al fin, manteniendo adrede la apariencia de distracción-. ¿Verdad?
Esta vez, la mirada que le dedicó Billy Hunt le resultó difícil de medir. Contenía algo de sorpresa, desde luego, pero también algo calculado, y algo más, algo hosco, resistente, y el inspector recordó que en el campo de fútbol, la noche anterior, Hunt se había lanzado como si fuera un animal una y otra vez, en la línea de los defensas, para conseguir un gol; se lanzaba ajeno a todo, sin hacer caso de las cargas con el hombro, de las patadas por lo bajo, del silbato del árbitro. En el césped había sido una figura completamente distinta de la imagen de tosco espantajo que daba allí sentado, medio derrumbado en la silla. El inspector había conocido a tipos así en el lugar en que nació, cuando era joven; había visto a tipos así más adelante, cuando estudiaba, y durante el periodo de adiestramiento en la escuela de la Garda, en Tullamore; había tratado con esos tipos desgarbados, a todas luces lentos de reflejos, con una sonrisa caediza, al estilo de John Wayne,
y con unos brazos de gorila, que con una sola palabra pasaban de la tolerancia y el buen humor a una cólera asombrosa, cegados por un velo de sangre, liándose a puñetazos con todo lo que se moviera.
La expresión que se le había puesto a Billy no duró más que un segundo. Luego, se apoyó en el respaldo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó.
– Lo que le he dicho: usted no cree que fuera un accidente.
Billy suspiró como si de pronto estuviera fatigado.
– No, supongo que no.
El inspector encendió otro cigarro. Fumó unos momentos en silencio y se puso en pie.
– Hace un calor terrible aquí dentro -musitó, y se volvió con dificultad en el estrecho espacio que le quedaba tras la mesa, abriendo no sin complicaciones la mitad inferior de un ventanuco, con el pitillo colgando de la comisura de los labios. Los pantalones azules del traje, sujetos por los tirantes anchos, los llevaba más subidos por atrás que por delante. Volvió a sentarse y apoyó los codos sobre la mesa, con los dedos unidos formando una cúpula delante de la cara.
– Entonces, si no fue un accidente, ¿qué cree usted que pasó?
Billy Hunt se encogió de hombros. Ahora que estaba encima de la mesa la cuestión de cómo murió Deirdre con todos sus detalles parecía haber perdido de golpe todo el interés que pudiera haber tenido antes. El inspector lo observó con atención.
– Dígame, señor Hunt… Billy… ¿Qué motivos podía tener su esposa para quitarse la vida?
Ante esta pregunta, Hunt agachó la cabeza y levantó la mano con un gesto curiosamente coqueto, casi femenino, para cubrirse con ella los ojos, y cuando tomó la palabra lo hizo con una voz desesperada, llorosa, difícil de entender.
– No sé, no sé, ¿cómo iba yo a saberlo?
– Bueno -dijo el inspector, y la voz de pronto se le afiló como un cuchillo-, ¿cómo iba a saberlo cualquier otra persona mejor que usted?
Billy retiró la mano con la que se apantallaba los ojos. Se había quedado sin fuerza en todo el cuerpo, como si su respaldo esquelético acabara de tener un fallo general.
– ¿No se da usted cuenta -dijo con un tono colérico, pero implorante-, no se da cuenta de que ésa es la pregunta que no he dejado de hacerme ni un solo minuto, todos los días, desde el momento en que ocurrió? ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Lo que pasa… Lo malo es que no lo sé -miró con ojos compungidos más allá de la cabeza del inspector, hacia la ventana, hacia los rojos tejados que iluminaba el sol. Por la ventana abierta llegaban tenues, pero nítidos, los sonidos de la calle, los pesados cascos de un caballo, el traqueteo metálico de las carretas; un carro de reparto de Guinness, conjeturó el inspector, que pasaba por el muelle a la orilla del río-. Yo creí que estaba bien -dijo Billy, y de pronto pareció exhausto. Al inspector le llamó la atención que pareciera todo un amasijo de cambios constantes, de bruscas interrupciones, de saltos de temperamento; ¿de qué forma, se preguntó, pudo su esposa apañárselas con él?-. Yo creí que era feliz, o que al menos estaba contenta, o que no estaba descontenta, vaya -dijo Billy-. Tuvimos nuestros altibajos, como todo el mundo. Tuvimos discusiones, riñas… Cuando se enfadaba la verdad es que daba miedo, era como una gata salvaje. Yo le decía… le decía que a una mujer te la puedes llevar de las Mansiones de Lourdes, pero todo lo que se le haya pegado en las Mansiones de Lourdes nunca se lo podrás quitar a esa mujer. Y eso la enfurecía -sonrió al acordarse-. Y después de la trifulca terminaba llorando, terminaba sollozando en mi hombro, temblando de los pies a la cabeza, diciéndome cuánto lo sentía, pidiéndome casi de rodillas que la perdonase -regresó él de su pasado y se concentró en el rostro alargado y plano del inspector Hackett, en sus ojos castaños, siempre entretenidos, siempre amistosos-. Quizás es que no era feliz, yo no lo sé. ¿La gente se pelea y se pone a chillar de esa manera y luego llora hasta que se le sale el corazón por la boca cuando es feliz? -de repente se abalanzó sobre la mesa y tomó un cigarro del paquete del inspector. Buscó en el bolsillo el mechero, pero el inspector ya había prendido una cerilla que le acercó a la cara. Billy era un fumador nervioso, que inhalaba rápidas bocanadas de humo, exhalándolas con su misma respiración, como si estuviera exasperado-. No lo sé -dijo-, la verdad es que no sé qué pensar, se lo juro por Dios que no lo sé.
El inspector se arrellanó en el sillón y puso los pies sobre la mesa, uniendo las manos sobre la panza.
– Hábleme de ella -le dijo.
– ¿Y qué quiere que le diga? -le espetó Billy Hunt con petulancia-. ¿No le he dicho ya lo suficiente?
El inspector permaneció impertérrito.
– Sí, pero cuénteme qué vida llevaba. ¿Qué amistades tenía?
– ¿Amistades? -a punto estuvo de echarse a reír-. A Deirdre no le iban las amistades.
– ¿No? No me diga… Seguro que había alguna mujer de su misma edad, alguna mujer con la que hablase, en la que confiase. Todavía no he conocido yo a una mujer que no necesite a alguien a quien confiarle sus secretos.
Aunque apenas había empezado a fumarlo, Billy Hunt en ese momento aplastó el cigarro con un gesto de rabia en el cenicero.
– Deirdre no era de ésas. Era una solitaria, como yo. Supongo que eso es lo que vimos el uno en el otro.
– Y me dice usted que rara vez salía de casa. Ninguno de los dos salía apenas. ¿Es así?
Billy Hunt hizo un sardónico gesto de asentimiento y se volvió a un lado como si estuviera a punto de escupir.
– Oh, claro que salía, por supuesto -se calló como si acabara de comprender que había hablado más de la cuenta. El inspector, al percibir que el otro había contestado con precaución, decidió esperar.
– Pero era una mujer hogareña, según dice usted -dijo.
– No, yo no he dicho eso. Eso es lo que ha dicho usted que soy yo.
– ¿Sí? Ah, se ve que empiezo a ser olvidadizo. Deben de ser los años, que me van pasando factura -se introdujo un dedo con delicadeza en el oído derecho y lo removió, y lo extrajo entonces examinándolo para ver qué se le había alojado bajo la uña-. ¿Y adónde iba cuando salía por ahí?
Billy no le quiso mirar a los ojos.
– No lo sé.
– ¿Era cuando usted estaba fuera, de viaje?
– ¿Que si era el qué cuando yo estaba de viaje?
– Quiero decir que si salía entonces.
– No sé qué es lo que hacía cuando yo estaba trabajando, de viaje -hizo una mueca como si hubiera sentido una puñalada de dolor-. Y ahora tampoco quiero saberlo.
– ¿Y a quién piensa usted que veía cuando salía por ahí?
– No me lo dijo.
– ¿Y usted no insistió en que se lo dijera?
– A Deirdre no se le insistía. No era una persona a la que se pudiera insistir, ni presionar. Todo lo que así se podría sacar en claro de ella era un muro de silencio, o una respuesta malhumorada, para que se la dejara en paz. Era muy suya.
– Pero a usted sin duda tuvo que extrañarle… Quiero decir, seguro que tuvo curiosidad por saber con quién salía. Supongo que salía de noche. ¿Era de noche cuando salía?
– No siempre. A veces desaparecía durante la tarde entera. Había un médico o algo así al que iba a ver a veces.
– Vaya, no me diga…
– Extranjero. Indio, me parece.
– Un médico indio.
– Y luego estaba esa otra pieza de cuidado, claro está. Su «socio» -pronunció la última palabra como si destilara veneno.
El inspector había comenzado a canturrear de forma apenas audible, para el cuello de su camisa. Sonaba como si hubiera una abeja atrapada en el despacho, tal vez dentro de un cajón, o en un armario.
– ¿Y quién era ese socio? -le preguntó. Quirke le había dicho el nombre, pero lo había olvidado; de todos modos, quería oírselo decir a Billy.
– Un tipo llamado White. Inglés, tengo entendido. Llevaba una peluquería que al final quebró. Fue él quien puso a Deirdre al frente del salón de belleza. El local era suyo, él la ayudó a montar el negocio. Algo debió de pasar allí entonces. Supongo que se le acabó la pasta.
– ¿Qué clase de ayuda le prestó a Deirdre?
– ¿Qué?
– Ha dicho usted que la ayudó a instalar el negocio. ¿Adelantó él los fondos?
– No lo sé. No estoy seguro. Debía de tener dinero de alguna parte para poner la cosa en marcha. A lo mejor su esposa arrimó el hombro, ella tiene un negocio propio. Pero Deirdre tampoco pudo necesitar demasiada ayuda. Tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros, ya lo creo.
– ¿Ella también tenía un capital, como la esposa / de ese individuo?
– No, no tenía dinero de verdad. Pero nos iban bien las cosas entre lo que juntábamos los dos -se paró a meditar, se le notaba el temblor de un músculo en la mandíbula-. Yo pensé que podría haberme metido en algo con ella, haber dejado de viajar, poner en marcha un negocio entre los dos, pero entonces apareció White. Supongo que estaba un poco encandilada con él, con su acento de clase alta y todo eso.
– ¿Y usted no tuvo celos?
Se paró a pensar.
– Supongo que sí. Pero ese tipo era… era tan… tan mosquita muerta, ya sabe. Siempre pensé que era un poco marica, la verdad. Claro que con las mujeres nunca se sabe.
– Muy cierto.
Billy Hunt volvió a mirar a fondo al policía, como si sospechara que se estaba burlando de él; el inspector le devolvió la mirada con blandura, sin alterarse.
– Si yo hubiera pensado -dijo Billy Hunt con un tono extraño, apagado, distante-, si yo hubiera pensado que fue él quien le empujó a hacer lo que hizo, yo… No quiero ni pensarlo -se le apagó del todo la voz, como si no le alcanzase la imaginación a seguir.
El inspector, con la cabeza ladeada -a hacer lo que hizo-, lo estudió con aire pensativo.
– ¿Diría usted que ella tal vez estaba enamorada de él?
Billy Hunt volvió a cubrirse los ojos con la mano, más por agotamiento que por intranquilidad, por lo que al inspector le pareció, y lentamente negó con un gesto.
– Que yo sepa, Deirdre no amaba a nadie. Sé que es duro decirlo, pero lo he pensado a fondo en estas dos últimas semanas y creo que es la verdad. No se lo tengo en cuenta. Lo único que pasa es que el amor no formaba parte de su naturaleza. O quizás al principio sí estuviera en ella, sólo que desapareció de su ser. Si hubiera usted conocido a su padre, sabría qué quiero decir.
– Desde luego -dijo el inspector-. La vida es dura, y para unos más que para otros -se puso en pie con brusquedad y le tendió la mano-. No quisiera aprovecharme más de su tiempo. Seguro que tiene usted cosas que hacer. Que tenga un buen día, señor Hunt.
Desprevenido, Billy Hunt se levantó despacio, y despacio estrechó la mano que le tendía el otro. Murmuró algo y se dirigió a la puerta. El inspector permaneció tras su mesa, inexpresivo, pero cuando Billy ya había abierto la puerta le dijo:
– Por cierto, ese médico al que solía visitar Deirdre, ¿sabe usted cómo se llama?
– Kreutz -repuso Billy. Y lo deletreó.
– No suena a indio.
Billy lo miró como si no se le hubiera ocurrido tal cosa. Pero no respondió nada, se limitó a asentir antes de tomar la puerta, salir y cerrarla sin hacer ruido. Durante un momento el inspector permaneció de pie, inmóvil, y luego se sentó despacio. Sacó un lápiz de una taza desportillada que tenía sobre la mesa y con la caligrafía redonda y adornada que no había cambiado un ápice desde que era colegial anotó el nombre al dorso de un sobre de papel manila: Kreutz.
Phoebe no había vuelto a ver a Leslie White desde aquella tarde en su casa, cuando se acostaron juntos, y tampoco le había llamado por teléfono. No obstante, pensaba en él de una manera obsesiva. Le bastaba con cerrar los ojos para ver su cuerpo largo, pálido, suspendido encima de ella, en la penumbra aterciopelada de su memoria. Al menos media docena de veces había tomado el teléfono y había comenzado a marcar su número, pero siempre se había obligado a colgar antes de terminar la marcación. ¿Estaba tal vez enamorada de él? El pensamiento mismo era tan ridículo que casi le dio ganas de reír. Se maldijo por su rematada estupidez, a pesar de lo cual el recuerdo de él, la imagen de él, no la dejaban a sol ni a sombra, siguiéndola a todas partes, como ese otro espectro que, estaba convencida, la seguía por las calles. Ese era el estado de ánimo en que se hallaba -nerviosa, desconcertada, atrapada en una maraña de recuerdos no del todo retenidos, de anómalas fantasías- cuando se detuvo aquella noche en la acera, con la oscuridad grisácea de las once de la noche, y se encontró con una figura caída de bruces sobre los peldaños de la entrada.
Su primer pensamiento fue el de darse la vuelta y huir de allí. Entonces vio quién era. Titubeó. Tenía la certeza de que estaba muerto, allí tirado de aquella manera, como si estuviera roto por dentro. ¿Por qué has venido aquí?, quiso preguntarle. ¿Y qué iba a hacer ella? La comisaría de la Garda no estaba lejos: ¿debería acercarse sin esperar a más y dar aviso o pedir ayuda? La calle estaba desierta. Se vio de pronto, por un instante, dentro otra vez de aquel coche, en el saliente de tierra que se adentraba en el mar, con la hoja de acero sobre la vena que le latía en el cuello, y aquel ser enloquecido que le susurraba repugnantes ternezas al oído. Le temblaban las manos. ¿Por qué has venido a la puerta de mi casa, por qué? Contuvo la respiración y se obligó a dar un paso adelante. Por instinto supo en ese mismo instante que él de ninguna manera vería con agrado que llamase a la Garda. Alargó la mano y le tocó en el hombro. Se encogió y gimió. Así que no estaba muerto; fue consciente de que tuvo un fugaz aguijonazo de pesar. También menguó el miedo que tenía. Quizá sólo estuviera borracho.
– Leslie -dijo con voz queda, ¡y qué extraño le resultó decir su nombre!-. Leslie, ¿qué ha sido, qué te ha pasado? -con otro gemido prolongado, levantó la cabeza e intentó concentrar en ella la mirada, a la vez que se lamía los labios hinchados-. ¡Dios mío! ¿Has sufrido un accidente?
Tenía la cara tan destrozada que habría sido difícil reconocerlo. El brillo entornado de los ojos, entre dos párpados hinchados, le pareció demoníaco, como si alguien se hubiera agazapado en su interior, alguien distinto a él, que se asomaba enfurecido al exterior por aquellas dos rendijas.
– Llévame dentro -murmuró con voz ronca-. Llévame dentro.
Fue una macabra coincidencia que en la película que había ido a ver, una historia violenta sobre la Resistencia en Francia, apareciera una escena en la que una mujer joven, miembro del Maquis, tuviera que ayudar a un soldado inglés, malherido, a salir de un edificio en llamas. Echándose su brazo sobre los hombros, la intrépida muchacha se olvidó de las vigas que se precipitaban desde el techo, de los suelos y paredes envueltos en llamas, y sacó de allí al soldado con inverosímil facilidad, dejándolo a salvo en la noche, allí donde unos cuantos camaradas suyos esperaban a recibirlos a los dos con vítores de alivio. En esos momentos Phoebe acababa de aprender cuánto puede llegar a pesar un hombre herido. Cuando llegó al cuarto piso, llevándolo prácticamente a cuestas, agarrado él a ella y ella sujetándolo por la cintura, tenía un agónico dolor en la espalda y el sudor le cubría toda la cara. Ya en el piso cerró la puerta de una patada y llegaron cojeando al sofá, donde cayeron juntos, uno encima del otro, y él con la rodilla derecha le golpeó a ella en la rodilla izquierda y los dos dieron un simultáneo grito de dolor.
Cuando por fin pudo ella ponerse de nuevo en pie, fue cojeando hasta la cocina y encontró la botella de ginebra en el armario. Sirvió la cuarta parte de un vaso y se lo llevó. El dio un trago con ansia, torciendo el gesto al abrasarle el licor los labios partidos. Ella se afanó en buscar un cojín y colocárselo bajo la cabeza, a la vez que le ayudaba a extender las piernas en el sofá, en un esfuerzo no sólo por lograr que se sintiera más cómodo, sino también por evitar mirarle de frente a la cara magullada y sanguinolenta. Cuando se inclinó sobre él percibió el calor de sus hematomas. Se terminó la ginebra y dejó caer el vaso vacío en la alfombra, donde rodó trazando medio círculo, como un borracho. Se dio cuenta de que estaba a punto de llorar, pero se contuvo. Leslie apoyó del todo la cabeza en el cojín y cerró los ojos; se quedó tendido, respirando con la boca abierta. Confió en que no se durmiera, pues no quería quedarse sola en la habitación con él, y por un instante consideró incluso la posibilidad de abofetearlo para impedir que se durmiera, sólo que no pudo soportar la idea siquiera de rozar aquellas magulladuras terribles. Se le amontonaron en la cabeza toda clase de cosas, un barullo de pensamientos al azar, insensatos y sin formarse del todo. Era preciso que fuera dueña de sí misma, era necesario que no perdiera el control. Se levantó y fue a su bolso a buscar tabaco; encendió dos cigarrillos y colocó uno entre los labios de Leslie. Este murmuró algo por la comisura de los labios, de los que salió una burbuja de saliva ensangrentada, pero no abrió los ojos. Se quedó delante de él fumando con nerviosismo, un codo apoyado en la palma de la otra mano.
Al cabo de un rato él empezó a decir algo, aunque con la cabeza todavía apoyada en el cojín y los ojos aún cerrados, y con una voz difícil de entender. Le patinaba la lengua. Había sido una banda, le dijo; como mínimo eran tres. Lo habían acorralado en un callejón de entrada en el lateral del Colegio de Cirujanos. Debían de haberlo seguido desde que salió de la Cabeza del Ciervo, la taberna en donde había tomado unas copas con un amigo. Uno de ellos le metió en la boca una bola de caucho macizo para amordazarle; acto seguido lo hicieron entrar en un portal del callejón y allí le dieron leña de lo lindo, a puñetazos, y con unos palos, o unas estacas. Ninguno de ellos había dicho una sola palabra. Él no sabía quiénes eran, ni por qué le habían dado semejante paliza. Pero ellos sí sabían perfectamente quién era él.
Sabían perfectamente quién era él. Y ella en el acto pensó: Quirke.
Quiso preguntarle por qué había acudido a ella, y él le leyó los pensamientos y le dijo que su casa era el sitio más cercano en que acertó a pensar, además de que ya se dirigía hacia su casa cuando los atacantes lo acorralaron. Cerró los párpados hinchados.
– Joder -dijo-, estoy cansado -y se durmió de inmediato.
No creyó que en verdad fuese hacia su casa cuando sucedió. Creyó de hecho muy pocas de las cosas que le dijo. Pero ¿qué más daba que fuese verdad o mentira? Estaba malherido, muy malherido.
Fue a sentarse en un sillón junto a la chimenea, y durante mucho rato montó vigilia en silencio. Se acordó de aquella noche, dos años antes, en que la llevaron a ver a Quirke cuando estaba interno en el Hospital Mater;
también a él le habían dado una paliza unos desconocidos, por razones que, según aseguró, se le escapaban del todo. Intentó convencerla de que se había caído por unas escaleras, pero ella se dio cuenta de que era mentira. Ahora en cambio estaba segura de que había tenido que ser él quien azuzara a esos individuos para que se echaran encima de Leslie. ¿Por qué? ¿Para avisarle de que se mantuviera alejado de ella? También había tenido que ser Quirke quien la siguiera, quien clandestinamente había husmeado en su vida, de eso estaba segura. Se miró los nudillos: los tenía blancos. ¿Acaso aquel hombre -no se permitía el lujo de llamar padre a Quirke, ni siquiera en su fuero interno- no la iba a dejar nunca en paz? ¿Acaso iba a seguir inmiscuyéndose en su vida y en todo lo que quisiera hacer? ¿Acaso iba a seguir arruinando las cosas, ennegreciendo las cosas, ensuciando todo lo que él tocase? Lo aborrecía con verdadera pasión y también le quería con auténtica amargura.
Debió de quedarse dormida, pues cuando Leslie dijo algo -¿cuánto tiempo había pasado?- se llevó un susto y dio un respingo. Él pronunció su nombre sin fuerza apenas. Fue a su lado y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo -¿estaba pensando todavía en Quirke?- había caído de rodillas junto al sofá y le había tomado una mano entre las suyas. Tenía los nudillos despellejados de una manera brutal, dos de las uñas rotas, con sangre. Estaba con los ojos abiertos y la miraba. Se lamió los labios secos e hinchados.
– Escucha, Phoebe -le dijo-. Quiero que me hagas un favor -trató de incorporarse apoyándose en el cojín y se le descompuso la cara en un gesto de dolor-. Hay un hombre, un médico. Quiero que vayas a verle. Él te dará algo para mí, una medicina. La necesito.
– ¿De quién se trata?
– Se llama Kreutz -se lo deletreó-. Tiene una consulta en Adelaide Road, enfrente del hospital. Hay una placa en la barandilla, a la entrada del jardín. Ahí está su nombre.
– ¿Quieres que vaya ahora?
– Sí, ahora mismo.
– Pero si es… No sé, es de noche…
– Estará donde te digo. Vive allí mismo -le salió del pecho un estertor que a ella le costó unos momentos reconocer: había sido una risa-. No duerme mucho el Doctor. Puedes tomar un taxi. Dile que necesitas la medicina, que es para Leslie. Él sabrá qué hacer -con los dedos le apretó una de las manos-. ¿Lo harás? ¿Lo harás por mí? La medicina para Leslie, eso es todo lo que has de decirle. Dile que yo te lo he dicho, que es lo menos que puede hacer por mí, que me lo debe.
Desde el otro rincón del sofá, el osito de peluche tuerto los miró con un ojo vítreo e indignado.
Del otro lado del Green, en su piso de Mount Street, también Quirke había despertado en medio del sueño. Se encontraba en la oscuridad del cuarto de estar, en calzoncillos, descalzo, con el teléfono pegado a la oreja, mirando sin ver. No se había tomado la molestia de encender una luz. La farola de abajo proyectaba una imagen fantasmagórica hacia lo alto de la sala, en la mitad superior de la pared y en la mitad del techo, una forma demente, quebrada, vertiginosa.
– Es el Juez -dijo Mal, su voz a lo lejos, al otro lado del hilo, con evidente agotamiento-. Ha muerto.
Y de ese modo, en el cruce de Harcourt Street con Adelaide Road, los dos taxis, el de Quirke y el de Phoebe, se cruzaron cada uno en dirección distinta, aunque ninguno de los dos llegó a ver al otro, perdidos ambos en sus propios y trastornados pensamientos.