La obra de Nemesis

27

– ¿La estaba buscando, Tommy? -preguntó Deborah-. ¿Piensas que nunca creyó que se hubiera ahogado? ¿Por eso se trasladaba de parroquia en parroquia? ¿Por eso vino a Winslough?

St. James añadió otra cucharada de azúcar a su taza y contempló a su esposa con aire pensativo. Se había servido café, pero sin añadir nada. Daba vueltas entre sus manos a la pequeña jarra de crema. No levantó la vista mientras aguardaba la respuesta de Lynley. Era la primera vez que había hablado.

– Creo que fue pura coincidencia.

Lynley pinchó un trozo de buey. Había llegado a Crofters Inn cuando St. James y Deborah estaban terminando de cenar. Aunque aquella noche no tenían el comedor para ellos solos, las otras dos parejas que estaban saboreando el buey a la Wellington y el costillar de cordero se habían trasladado al salón para tomar café. Entre las apariciones de Josie Wragg en el comedor para servir uno u otro plato de carne a Lynley, este les había narrado la historia de Sheelah Cotton Yanapapoulis, Katherine Gitterman y Susanna Sage.

– Pensad en los hechos -prosiguió-. No iba a la iglesia; vivía en el norte cuando él vivía en el sur; no paraba de moverse de un lado a otro; elegía poblaciones aisladas. Cuando las poblaciones perdían parte de ese aislamiento, se limitaba a irse.

– Excepto esta última vez -apuntó St. James.

Lynley cogió su copa de vino.

– Sí. Es extraño que no se fuera al cabo de vivir dos años aquí.

– Quizá sea a causa de Maggie -dijo St. James-. Es una adolescente. Su novio vive aquí, y según lo que Josie explicó anoche con su habitual pasión por los detalles, es una relación bastante seria. Tal vez le resultara difícil, como a todo el mundo, alejarse de alguien a quien ama. Tal vez se negó a marchar.

– Una posibilidad muy razonable, pero el aislamiento era esencial para su madre.

Deborah levantó ta cabeza al oír aquellas palabras. Empezó a hablar, pero se contuvo.

Lynley continuó.

– Parece extraño que Juliet, o Susanna, como queráis, no interviniera para forzar la situación. Al fin y al cabo, su aislamiento en Cotes Hall debía terminar tarde o temprano. Cuando la renovación terminara, Brendan Power y su mujer… -Hizo una pausa y pinchó un trozo de patata-. Por supuesto.

– Ella era la que boicoteaba las obras de la mansión.

– Posiblemente. Una vez estuviera ocupada, aumentaban las posibilidades de que la vieran. No la gente del pueblo, que ya la había visto en alguna ocasión, sino los invitados. Y con un niño recién nacido, Brendan Power y su mujer habrían recibido invitados: familia, amigos, forasteros.

– Por no mencionar al vicario.

– No quería correr el riesgo.

– Aun así, debió saber el nombre del nuevo vicario mucho antes de que le viera. Es extraño que no se inventara alguna crisis para huir.

– Tal vez lo intentó, pero el vicario llegó a Winslough en otoño. Maggie ya había empezado el colegio. Si en verdad su madre había accedido a quedarse en el pueblo para complacer a Maggie, mucho le habría costado encontrar una excusa para marcharse.

Deborah soltó la jarrita de crema y la apartó.

– Tommy -dijo, con una voz tan controlada que sonó como estrangulada-, no entiendo cómo estás tan seguro. Quizá no era necesario que huyera -se apresuró a continuar, cuando Lynley la miró-. ¿Qué pruebas tienes de que Maggie no es su auténtica hija? Podría ser suya, ¿no?

– Es muy improbable, Deborah.

– Pero estás extrayendo conclusiones sin poseer todos los datos.

– ¿Qué más datos necesito?

– ¿Y si…? -Deborah cogió la cuchara y la aferró como si fuera a golpear la mesa para subrayar su frase. Después, la dejó caer-. Supongo que… -empezó con voz desmayada-. No sé.

– Yo diría que una radiografía de la pierna de Maggie demostraría que se rompió una vez, y la prueba del ADN confirmaría el resto -dijo Lynley.

En respuesta, Deborah se levantó.

– Sí. Bien, escuchad. Lo siento, pero estoy un poco cansada. Creo que subiré a la habitación. Yo… No, Simon, por favor, quédate. Tommy y tú tendréis muchas cosas de qué hablar. Buenas noches.

Salió de la sala antes de que pudieran contestar. Lynley la siguió con la mirada.

– ¿He dicho algo que no debía? -preguntó a St. James.

– No, para nada.

St. James contempló la puerta, pensando que Deborah volvería. Al cabo de unos momentos, se volvió hacia su amigo. Sus motivos para interrogar a Lynley eran dispares, pero Deborah había dado en el clavo, aunque no en el que quería.

– ¿Por qué no se defendió? -preguntó-. ¿Por qué no reclamó a Maggie como propia, el producto de una relación pasajera?

– Yo también me lo pregunté al principio. Parecía lo más lógico, pero Sage había conocido a Maggie antes, recuerda. Averiguó su edad, la misma que habría tenido su Joseph. Juliet no tuvo otra alternativa. Sabía que no podía ponerle una venda en los ojos, sino contarle toda la verdad y esperar lo mejor.

– ¿Le contó la verdad?

– Supongo. Al fin y al cabo, la verdad ya era bastante mala: adolescentes solteros con un bebé que ya había sufrido una fractura de cráneo y pierna. No me cabe duda de que se vio como la salvación de Maggie.

– Pudo serlo.

– Lo sé. Eso es lo más jodido. Pudo serlo. Imagino que Robin Sage también lo sabía. Había visitado a la Sheelah Yanapapoulis adulta. Imposible saber cómo habría sido la adolescente de quince años en posesión de un bebé. Pudo extraer conclusiones basadas en sus demás hijos: cómo eran, qué contaba la mujer sobre los niños y su educación, cómo actuaba con ellos, pero de ninguna manera podía saber qué habría sido de Maggie si hubiera crecido con Sheelah como madre en lugar de Juliet Spence. -Lynley se sirvió otra copa de vino y sonrió-. Me alegro de no estar en la misma situación que Sage. Su decisión fue agónica. La mía solo es desoladora. Y aun así, no va a desolarme.

– No es responsabilidad tuya -señaló St. James-. Se ha cometido un crimen.

– Y yo sirvo a la causa de la justicia. Ya lo sé, Simon, pero no me hace la menor gracia. -Bebió casi toda la copa, se sirvió más, volvió a beber. Dejó la copa sobre la mesa. El vino centelleó a la luz-. He intentado mantener mi mente alejada de Maggie todo el día. He intentado centrarme en el crimen. Sigo pensando que, si continúo examinando lo que Juliet hizo, hace tantos años y también en diciembre pasado, podría olvidar por qué lo hizo. Porque la explicación carece de importancia.

– Entonces, olvida el resto.

– Me lo he estado repitiendo como una letanía desde la una y media. El la telefoneó para comunicar su decisión. Ella protestó. Dijo que jamás renunciaría a Maggie. Le pidió que fuera aquella noche a su casa para hablar de la situación. Salió a buscar la cicuta. Desenterró un rizoma. Se lo dio para cenar. Le despidió. Sabía que iba a morir. Sabía cómo iba a morir.

St. James añadió el resto.

– Tomó un purgante para enfermar. Después, telefoneó al agente y le implicó.

– Entonces, ¿cómo puedo perdonarla, en nombre de Dios? Asesinó a un hombre. ¿Por qué he de pasar por alto el hecho de que es una asesina?

– Por Maggie. En una época de su vida, fue una víctima, y está a punto de convertirse en otra clase de víctima. Esta vez, a tus manos.

Lynley no dijo nada. En el pub, la voz de un hombre se alzó unos breves momentos. Siguió un rumor de conversaciones.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó St. James.

Lynley estrujó su servilleta de hilo.

– He pedido a Clitheroe que envíen a una mujer policía.

– Para Maggie.

– Tendrá que hacerse cargo de la hija cuando detengamos a la madre. -Consultó su reloj-. No estaba de servicio cuando pasé por la comisaría. La fueron a buscar. Se encontrará conmigo en casa de Shepherd.

– ¿Él aún no lo sabe?

– Ahora voy hacia allí.

– ¿Te acompaño? -Lynley miró hacia la puerta por donde Deborah había desaparecido-. No pasa nada.

– En ese caso, agradeceré tu compañía.

Aquella noche había más gente en el pub. Los congregados eran en su mayor parte granjeros que habían ido a pie, en tractor y en Land Rover para comentar a grito pelado el tiempo. El humo de sus cigarrillos y pipas flotaba como una masa espesa en el aire, mientras cada uno comentaba el efecto que la nevada incesante estaba obrando en las ovejas, las carreteras, sus mujeres y su trabajo. Gracias a un respiro entre mediodía y las seis de la tarde, aún no habían quedado bloqueados por la nieve, pero habían vuelto a caer pertinaces copos desde las seis y media, y daba la impresión de que los granjeros se estaban fortificando para un largo asedio.

No eran los únicos. Los adolescentes del pueblo se habían refugiado al fondo del pub, concentrados en las máquinas tragaperras y en observar el número habitual de Pam Rice con su novio, igual al que habían escenificado la noche en que los St. James llegaron a Winslough. Brendan Power estaba sentado cerca del fuego, y levantaba la vista esperanzado cada vez que se abría la puerta, con tenaz regularidad a medida que más lugareños entraban, sacudiéndose la nieve de la ropa y el cabello.

– Estamos esperando, Ben -gritó un hombre sobre el clamor de las voces.

Ben Wragg, enfrascado en sus espitas detrás de la barra, no podía estar más contento. Los clientes escaseaban en invierno. Si el tiempo empeoraba, la mitad de aquellos tipos se alojarían en el hostal.

St. James subió a buscar el abrigo y los guantes. Deborah estaba sentada en la cama, con todas las almohadas amontonadas bajo la espalda. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre el regazo. No se había desnudado.

– Mentí-dijo, cuando St. James cerró la puerta-. Pero tú lo sabías, ¿verdad?

– Sabía que no estabas cansada, si te refieres a eso.

– ¿Estás enfadado?

– ¿Debería estarlo?

– No soy una buena esposa.

– ¿Porque no quisiste escuchar nada más sobre Juliet Spence? No me parece un buen método de medir tus lealtades.

Sacó el abrigo del ropero y se lo puso. Buscó los guantes en el bolsillo.

– Te vas con él, pues. Para concluir el caso.

– Me sentiré mejor si no lo hace solo. Yo le metí en esto, al fin y al cabo.

– Eres un buen amigo, Simon.

– Y él también.

– También eres un buen amigo para mí.

St. James se acercó a la cama y se sentó en el borde. Cerró la mano sobre sus puños. Los puños giraron, los dedos se abrieron. St. James notó que apretaba algo contra su palma. Vio que era una piedra, con dos anillos pintados sobre su brillante esmaltado rosa.

– La encontré sobre la tumba de Annie Shepherd -explicó Deborah-. Me recordó al matrimonio, los anillos y cómo están pintados. La llevo encima desde entonces. Pensé que me ayudaría a ser mejor para ti de lo que he sido.

– No tengo quejas, Deborah.

St. James cerró los dedos alrededor de la piedra y besó la frente de su mujer.

– Tú querías hablar, y yo no. Lo siento.

– Yo quería predicar, que es muy diferente de hablar. No te culpo por rechazar mis sermones. -Se levantó y se puso los guantes. Sacó la bufanda de la cómoda-. No sé cuánto tardaremos.

– Da igual. Esperaré.

Dejó la piedra sobre la mesita de noche cuando él salió.

Lynley le esperaba ante la puerta del pub, refugiado en el porche. Contemplaba la nieve que seguía cayendo en oleadas silenciosas, iluminada por las farolas de la calle y las luces de las casas adosadas que bordeaban la carretera de Clitheroe.

– Solo se ha casado una vez, Simon -dijo-. Con Yanapapoulis. -Se encaminaron al aparcamiento, donde había dejado el Range Rover alquilado en Manchester-. He intentado comprender cómo llegó a tomar Robin Sage su decisión, y se reduce a esto: Sheelah no es una mala persona, a fin de cuentas, quiere a sus hijos, y solo se ha casado una vez, pese a su estilo de vida anterior y posterior a ese matrimonio.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿A Yanapapoulis? Le dio Linus, su cuarto hijo, y luego se largó con un chico de veinte años recién llegado a Londres desde Delhi.

– ¿Portador de un mensaje del oráculo?

Lynley sonrió.

– Me atrevería a decir que eso es mejor que los dones.

– ¿Te contó ella el resto?

– De manera indirecta. Dijo que tenía debilidad por los extranjeros morenos: griegos, italianos, iraníes, paquistaníes, nigerianos. Dijo: «Basta con que chasqueen los dedos para quedarme embarazada. No entiendo cómo». Solo el padre de Maggie era inglés, dijo, y fíjese qué clase de tío era, señor inspector.

– ¿Crees la historia de las fracturas de Maggie?

– A estas alturas, ¿qué más da? Robin Sage la creyó. Por eso está muerto.

Subieron al Range Rover y, cuando el motor empezó a funcionar, Lynley dio marcha atrás. Pasaron a escasos centímetros de un tractor y se abrieron paso entre el laberinto de coches hasta la calle.

– Había decidido lo que era moral -observó St. James-. Apoyó la postura legal. ¿Qué habrías hecho tú, Tommy?

– Habría investigado la historia, como él.

– ¿Y cuándo averiguaras la historia?

Lynley suspiró y se desvió por la carretera de Clitheroe.

– Que Dios me ayude, Simon. No lo sé. No poseo la clase de certeza moral que Sage parecía abrigar. Para mí, en lo ocurrido, no hay negro ni blanco. Siempre franjas grises, pese a la ley y mis obligaciones para con ella.

– ¿Y si tuvieras que decidir?

– Entonces, supongo que todo se reduciría a crimen y castigo.

– ¿El crimen de Juliet Spence contra el de Sheelah Cotton?

– No. El crimen de Sheelah contra la niña: dejarla sola con su padre para que este tuviera la oportunidad de hacerle daño, dejarla sola en el coche de noche, solo cuatro meses después, para que alguien pudiera cogerla. Me preguntaría, supongo, si el castigo de perderla durante trece años, o para siempre, equivaldría o superaría a los crímenes cometidos contra ella.

– Y después, ¿qué? -dijo Lynley.

– Después, me iría a Getsemaní, para suplicar que fuera otro quien bebiera del cáliz. Lo mismo que hizo Sage, imagino.


Colin Shepherd la había visto a mediodía, pero ella no le dejó entrar en la casa. Maggie no se encontraba bien, dijo. Una fiebre persistente, escalofríos, dolor de estómago. Huir con Nick Ware y dormir en un cobertizo, aunque solo hubiera sido durante una parte de la noche, se había cobrado su tributo. Había tenido una segunda mala noche, pero ahora estaba durmiendo. Juliet no quería que nada la despertara.

Salió fuera para decírselo. Cerró la puerta detrás de ella y tembló de frío. Lo primero parecía un esfuerzo deliberado por impedirle la entrada. Lo segundo aparentaba ir destinado a que se marchara. Si la amaba, informaba su cuerpo tembloroso, no querría que se expusiera al frío para hablar con él.

Su lenguaje corporal era muy claro: los brazos cruzados con decisión, los dedos hundidos en las mangas de su camisa de franela, la postura rígida. Colin se dijo que era a causa del frío, y trató de buscar bajo sus palabras un mensaje implícito. Escrutó su rostro y la miró a los ojos. Leyó cortesía y distancia. Su hija la necesitaba. ¿No era un acto de egoísmo por su parte esperar que ella deseara ser apartada de aquella necesidad?

– Juliet, ¿cuándo podremos hablar? -dijo.

Juliet levantó la vista hacia el dormitorio de Maggie.

– Tengo que estar con ella. -contestó-. Tiene pesadillas. Te telefonearé más tarde, ¿de acuerdo?

Entró sin más en la casa y cerró la puerta sin hacer ruido. Colin oyó que la llave giraba en la cerradura.

Quiso gritar: «¿Has olvidado que tengo llave? Aún puedo entrar. Puedo obligarte a hablar. Puedo obligarte a escuchar». En cambio, contempló la puerta fijamente, contó los cerrojos, esperó a que su corazón dejara de latir con furia.

Volvió a trabajar, hizo las rondas, se ocupó de tres coches que habían juzgado mal las carreteras heladas, guió a cinco ovejitas hasta que saltaron el muro casi desintegrado próximo a Skelshaw Farm, colocó de nuevo sus piedras, capturó a un perro vagabundo que había sido acorralado en un establo, en las afueras del pueblo. Asuntos de rutina, nada capaz de mantener ocupada su mente. A medida que las horas pasaban, experimentó una necesidad mayor de controlar sus pensamientos.

Volvió a casa después, y ella no telefoneó. Mientras esperaba, deambuló inquieto por las habitaciones. Miró por la ventana la nieve que cubría el cementerio de la iglesia de San Juan Bautista, y al otro lado, los pastos y pendientes de Cotes Fell. Encendió el fuego y dejó que Leo dormitara delante, mientras el día avanzaba hacia la noche. Limpió tres escopetas. Preparó un taza de té, le añadió whisky, olvidó tomarlo. Levantó dos veces el teléfono para asegurarse de que todavía funcionaba. Al fin y al cabo, la nieve podía haber averiado algunas líneas. Escuchó el despiadado pitido, comunicándole que algo iba muy mal.

No quiso creerlo. Estaba preocupada por su hija, por Maggie, se dijo. Tenía verdaderos motivos para estarlo. Seguramente no era más que eso.

A las cuatro ya no pudo resistir más la espera. Telefoneó. Comunicaba, y comunicaba un cuarto de hora después, y comunicaba media hora después, y cada cuarto de hora después, hasta que a las cinco y media comprendió que Juliet había descolgado para que el timbre no despertara a su hija.

Esperó a que llamara desde las cinco y media a las seis. Después de las seis, empezó a pasear. Rememoró hasta la más breve conversación que habían sostenido durante los dos días posteriores a la breve huida de Maggie. Oyó el tono de Juliet cuando habían hablado por teléfono, como resignada a algo que él no quería comprender, y experimentó una creciente desesperación.

Cuando el teléfono sonó a las ocho, se precipitó hacia él.

– ¿Dónde cojones has estado todo el día, muchacho? -oyó que preguntaba una voz hosca.

Colin apretó los dientes y procuró tranquilizarse.

– He estado trabajando, papá. Es lo que suelo hacer.

– No me vengas con chorradas. Ha pedido una pájara, y ya está en camino. ¿Lo sabías, muchacho? ¿Estabas al loro?

El cable del teléfono era largo. Colin acunó el auricular contra su oído y caminó hacia la ventana de la cocina. Vio la luz del porche de la vicaría, pero todo lo demás estaba borroso a causa de la nieve que caía como despedida en explosiones desde las nubes.

– ¿Quién ha pedido una pájara? ¿De qué estás hablando?

– Ese tío de Scotland Yard.

Colin se volvió de la ventana. Miró el reloj. Los ojos del gato se movían rítmicamente, y su cola hacía tictac.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

– Algunos de nosotros mantenemos los vínculos, muchacho. Algunos tenemos camaradas leales hasta la muerte. Algunos hacemos favores para que, cuando necesitemos uno, nos lo devuelvan. Te lo he repetido desde el primer día, ¿no? Pero tú no quieres aprender. Has sido tan estúpido, tan confiado…

Colin oyó que un vaso tintineaba contra el auricular de su padre. Oyó el ruido de los cubitos.

– ¿Qué pasa? ¿Te estás atizando ginebra o whisky?

El vaso se estrelló contra algo, la pared, un mueble, la cocina, el fregadero.

– Maldito seas, saco de mierda ignorante. Estoy intentando ayudarte.

– No necesito tu ayuda.

– Vaya broma. Estás tan hundido en la mierda que ni puedes olería. Ese chuloputas estuvo encerrado con Hawkins casi una hora, muchacho. Llamó al forense y al agente que vino cuando descubriste el cadáver. No sé qué les dijo, pero el resultado fue que pidieron una pájara por teléfono, y todo lo que haga a partir de ahora ese sujeto del Yard cuenta con la bendición de Clitheroe. ¿Captas, muchacho? Hawkins no te telefoneó para explicarte la película, ¿verdad?

Colin no contestó. Vio que había dejado una olla sobre los fogones a la hora de comer. Por suerte, solo contenía agua con sal, que ya había hervido hacía rato. Sin embargo, el fondo de la olla estaba incrustado de sedimentos.

– ¿Qué crees que significa eso? -preguntó su padre-. ¿Eres capaz de adivinarlo tú sólito, o he de deletreártelo?

Colin se obligó a hablar en tono indiferente.

– Que venga una pájara me viene de perlas, papá. Te has alterado por nada.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Que pasé por alto algunas cosas. Hay que reabrir el caso.

– ¡Jodido loco! ¿Sabes lo que significa obstruir una investigación criminal?

Colin casi pudo ver las venas que se destacaban en los brazos de su padre.

– No voy a hacer historia. No es la primera vez que se reabre un caso.

– Capullo. Gilipollas -siseó su padre-. Declaraste a su favor. Hiciste el juramento. Te la tiras día y noche. Nadie lo olvidará cuando llegue el momento de…

– Tengo información nueva, y no está relacionada con Juliet. Voy a entregársela a ese tío del Yard. Mejor que le acompañe una mujer policía, porque la necesitará.

– ¿Qué estás diciendo?

– Que he descubierto al asesino.

Silencio. Oyó que el fuego crepitaba en la sala de estar. Leo estaba masticando minuciosamente un hueso de jamón. Lo apretaba con las patas contra el suelo, y sonaba como alguien que estuviera desbastando madera.

– ¿Estás seguro? -La voz de su padre era cautelosa-. ¿Tienes pruebas?

– Sí.

– Porque si la cagas otra vez, estás definitivamente acabado, muchacho. Y cuando eso ocurra…

– No va a ocurrir.

– … no quiero que vengas a llorarme en busca de ayuda. Estoy harto de salvar tu culo del CC de Hutton-Preston. ¿Captas?

– Capto, papá. Gracias por confiar en mí.

– No me vengas con maric…

Colin colgó el teléfono. Volvió a sonar al cabo de diez segundos. No lo cogió. Sonó durante tres minutos seguidos, mientras se imaginaba a su padre al otro extremo. Estaría blasfemando como un poseso, ardería en deseos de convertir algo en fosfatina, pero a menos que estuviera con alguna de sus muñecas, tendría que hacer frente solo a su furia.

Cuando el teléfono enmudeció, Colin se sirvió una buena medida de whisky, volvió a la cocina y marcó el número de Juliet. Seguía comunicando.

Llevó el vaso al segundo dormitorio, que servía de estudio, y se sentó ante el escritorio. Sacó del último cajón el delgado volumen: Magia alquímica: hierbas, especias y plantas. Lo dejó junto al cuaderno amarillo y empezó su informe. Lo hilvanó con bastante facilidad, línea tras línea, y forjó una pauta de culpabilidad a base de datos y conjeturas. No tenía otra alternativa, se dijo. Si Lynley había solicitado una mujer policía, significaba problemas para Juliet. Solo había una forma de detenerle.

Había completado, revisado y mecanografiado el escrito cuando oyó el ruido de las puertas del coche al cerrarse. Leo empezó a ladrar. Se levantó y fue a la puerta antes de que pudieran tocar el timbre. No le sorprenderían desprevenido ni falto de recursos.

– Me alegro de que hayan venido -dijo.

Habló en un tono confiado y efusivo a la vez, y le gustó cómo sonó. Cerró la puerta y les guió hasta la sala de estar.

El rubio, Lynley, se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes, y sacudió la nieve de su cabello, como si tuviera la intención de quedarse un rato. El otro, St. James, se aflojó la bufanda y unos cuantos botones del abrigo, pero solo se quitó los guantes. Jugueteó con ellos, mientras los copos de nieve se derretían en su cabello.

– Una mujer policía va a venir desde Clitheroe -dijo Lynley.

Colin sirvió a los dos un whisky y les tendió los vasos, indiferente a que desearan beber o no. Se dio la última circunstancia. St. James asintió y lo dejó sobre la mesa contigua al teléfono. Lynley dio las gracias y posó el vaso sobre el suelo cuando se sentó, sin pedir permiso, en una de las butacas. Indicó a Colin que le imitara, con expresión grave.

– Sí, sé que está en camino -respondió Colin con desenvoltura-. Además de sus demás dones, posee usted clarividencia, inspector. Se me ha adelantado doce horas, porque pensaba llamar al sargento Hawkins. -Le tendió el libro-. Le gustará ver esto.

Lynley lo cogió y le dio vueltas en las manos. Se puso las gafas, leyó la portada, y luego la contraportada. Abrió el libro y repasó el índice. Las páginas estaban dobladas en las esquinas, como resultado del examen de Colin, y las leyó. Leo, tirado en el suelo junto al fuego, procedió a seguir masticando el hueso de jamón. Meneó la cola con alegría.

Por fin, Lynley levantó la vista sin hacer el menor comentario.

– La confusión inicial del caso fue culpa mía -dijo Colin-. Al principio, no pensé en Polly, pero esto lo explica todo.

Pasó el informe a Lynley, quien tendió el libro a St. James y empezó a leer. Pasó las páginas. Colin le observó, a la espera de que expresara algún sentimiento, aprobación o aceptación incipiente que agitara su boca, enarcara sus cejas o iluminara sus ojos.

– En cuanto Juliet cargó con la culpa y dijo que era un accidente -explicó-, me concentré en esos aspectos. Me fue imposible comprender que alguien tuviera motivos para asesinar a Sage, y cuando Juliet insistió en que nadie podía acceder al sótano sin que ella lo supiera, la creí. No me di cuenta de que ella había sido el objetivo del envenenamiento. Estaba preocupado por ella, por la encuesta. No vi las cosas con claridad. Tendría que haberme dado cuenta mucho antes de que este asesinato no tenía nada que ver con el vicario. Fue la víctima por error.

A Lynley le quedaban dos páginas por leer, pero cerró el informe y se quitó las gafas. Las devolvió al bolsillo de la chaqueta y dio el informe a Colin.

– Tendría que haberse dado cuenta antes… -dijo, cuando los dedos del agente tocaron el documento-. Una elección de palabras muy interesante. ¿Antes o después de que le diera una paliza, agente? ¿Y por qué lo hizo, a propósito? ¿Para arrancar una confesión, o por simple placer?

De pronto, el papel resbaló de entre los dedos de Colin, como si careciera de peso. Vio que había caído al suelo. Lo recogió.

– Estamos aquí para que las sospechas recaigan sobre mí, eso debería decirle algo acerca de ella, ¿no cree?

– Lo que me dice algo es que no ha abierto la boca. No ha dicho nada sobre el ataque, ni sobre usted, ni sobre Juliet Spence. Su comportamiento no es muy propio de alguien que intenta ocultar su culpabilidad.

– ¿Por qué iba a hacerlo? La persona a la que persigue sigue viva. Quizá piense que la otra murió por equivocación.

– A causa de un amor frustrado, supongo. Debe pensar mucho en sí mismo, señor Shepherd.

Colin notó que sus facciones se endurecían.

– Sugiero que tenga en cuenta los datos.

– No, usted los va a tener en cuenta. Ahora, va a escucharme, y lo hará bien, porque cuando haya terminado, dimitirá de su cargo. Dé gracias a Dios de que sus superiores solo esperen eso de usted.

Y entonces, el inspector empezó a hablar. Enumeró nombres que carecían de significado para Colin: Susanna Sage y Joseph, Shelah Cotton y Tracey, Gladys Spence, Kate Gitterman. Habló sobre muertes en la cuna, un suicidio acaecido mucho tiempo atrás y una tumba vacía en el espacio reservado a una familia. Describió el viaje del vicario a través de Londres, y explicó la historia que Robin Sage, y él, habían descifrado. Al final, desdobló una fotocopia deficiente de un artículo periodístico.

– Mire la foto, señor Shepherd -dijo.

Sin embargo, Colin siguió con la vista clavada en el lugar donde la había posado en cuanto el hombre empezó a hablar: la vitrina de la pistola y las escopetas que había limpiado. Estaban cargadas, preparadas, y ardía en deseos de utilizarlas.

– St. James -oyó que Lynley decía, y entonces, su compañero empezó a hablar.

No, pensó Colin, ni puedo ni quiero, y conjuró el rostro de Juliet para mantener a raya la verdad. Frases y palabras ocasionales se filtraron: la planta más venenosa del hemisferio occidental… rizoma… tendría que haber visto…, un jugo aceitoso que daba cuenta de… no pudo haber ingerido…

– Estaba enferma -dijo, con una voz tan lejana que apenas pudo oírla-. Había ingerido la cicuta. Yo estuve allí.

– Temo que no es ese el caso. Había tomado un purgante.

– La fiebre. Estaba quemando. Quemando.

– Supongo que tomó algo para elevar la temperatura. Cayena, probablemente. Con eso habría bastado.

Se sintió partido en dos.

– Mire la fotografía, señor Shepherd;-dijo Lynley.

– Polly quería matarla. Quería eliminar contrincantes.

– Polly Yarkin no tuvo nada que ver con esto -dijo Lynley-. Usted hizo las veces de coartada. En la encuesta, usted sería el único testigo de que Juliet enfermó la noche que Robin Sage murió. Ella le utilizó, agente. Asesinó a su marido. Mire la foto.

¿Se parecía a ella? ¿Era aquella su cara? ¿Eran aquellos sus ojos? Habían transcurrido más de diez años, la copia era mala, oscura, borrosa.

– Esto no demuestra nada. Ni siquiera se ve bien.

Pero los otros dos hombres se mostraron inflexibles. Un simple careo entre Kate Gitterman y su hermana bastaría para la identificación. Y si no, podría exhumarse el cadáver de Joseph Sage para efectuar pruebas genéticas y compararlas con la mujer que se hacía llamar Juliet Spence. Porque, si en verdad era Juliet Spence, ¿para qué iba a negarse a pasar las pruebas, a que Maggie fuera sometida a ellas, a exhibir los documentos relativos al nacimiento de Maggie, a hacer lo que fuera para limpiar su nombre?

Se quedó con las manos vacías. Nada que decir, nada que discutir, nada que revelar. Se levantó y llevó la fotografía y el artículo acompañante hacia el fuego. Los tiró y contempló el efecto de las llamas sobre el papel; lo retorció por los extremos, prendió con fuerza y lo consumió por completo.

Leo levantó los ojos de su hueso, le miró y emitió un gemido gutural. Dios, si todas las cosas fueran tan sencillas como para los perros. Comida y refugio. Calor contra frío. Lealtad y amor inconmovibles.

– Estoy preparado -dijo.

– No le vamos a necesitar, agente -replicó Lynley. Colin alzó la vista para protestar, aun a sabiendas de que no tenía derecho. Sonó el timbre de la puerta. El perro ladró por lo bajo.

– ¿Quiere hacer el favor de abrir usted mismo la puerta? -preguntó con amargura Colin a Lynley-. Será su pájara.

Lo era, pero no venía sola. La mujer policía iba uniformada, abrigada para protegerse del frío, con las gafas empañadas.

– Agente Garrity -dijo-, del DIC de Clitheroe. El sargento Hawkins ya me ha puesto al corriente.

Mientras tanto, en el porche, había aparecido un hombre ataviado con gruesas prendas de tweed, botas y una gorra inclinada sobre la frente: Frank Ware, el padre de Colin. Desde atrás, los faros de uno de los dos vehículos los iluminaban, al tiempo que destacaban la blancura cegadora de la nieve que caía.

Colin miró a Frank Ware. Este paseó una mirada insegura desde la agente a Colin. Pateó el suelo para quitarse la nieve de las botas y se tiró de la nariz.

– Lamento interrumpirles -dijo-, pero un coche ha caído en la cuneta cerca de la presa, Colin. He pensado que lo mejor era venir a comunicártelo. Me ha parecido el Opel de Juliet.

28

No hubo otro remedio que llevarse a Shepherd con ellos. Se había criado en la zona. Conocía la configuración del terreno. Sin embargo, Lynley no quiso concederle el privilegio de conducir su propio vehículo. Le adjudicó al asiento delantero del Range Rover alquilado, la agente Garrity y St. James les siguieron en el otro, y todos se dirigieron hacia el embalse.

La nieve se estrellaba contra el parabrisas en constantes ráfagas blancas, empujadas por el viento, que brillaban a la luz de los faros. Otros vehículos habían practicado surcos en la carretera, pero estaban cubiertos de hielo y la conducción era peligrosa. Ni siquiera la dirección asistida del Range Rover era suficiente para superar las curvas y cuestas. Culeaba y patinaba, aun a la velocidad mínima.

Dejaron atrás el monumento en recuerdo de la Primera Guerra Mundial. La cabeza inclinada y el rifle del soldado estaban cubiertos de nieve. Dejaron atrás el ejido, donde la nieve giraba en remolinos espectrales que espolvoreaban los árboles. Cruzaron el puente que se arqueaba como un saltimbanqui. La visibilidad empeoró a medida que los limpiaparabrisas iban dejando un rastro curvo de hielo sobre el cristal cuando se movían.

– Joder-masculló Lynley. Manipuló el descongelador. No sirvió de nada, porque el problema era externo.

A su lado, Shepherd se limitaba a dar instrucciones concisas cada vez que se acercaban a un cruce. Lynley le miró cuando dijo: «A la izquierda», al tiempo que los faros iluminaban el letrero «Embalse de Fork». Pensó en regodearse unos minutos con una mezcla de insultos y oprobios -bien sabía Dios que Shepherd saldría muy bien librado, con su simple dimisión, en lugar de ser sometido a un juicio público-, pero la máscara demacrada en que se había convertido la cara del agente aplacó los deseos de Lynley. Colin Shepherd reviviría los sucesos de aquellos últimos días hasta el fin de sus días. Lynley esperaba que, cuando cerrara los ojos, el rostro de Polly Yarkin se convertiría en su peor tormento.

La agente Garrity conducía su Land Rover con suma energía. Pese al fragor del viento y a llevar las ventanillas subidas, oían los chirridos que producía al cambiar de marcha. El motor de su vehículo rugía y protestaba, pero la distancia entre ambos coches nunca superaba los seis metros.

En cuanto dejaron atrás las afueras del pueblo, solo se vieron las luces de los dos vehículos y las que brillaban en alguna granja. Era como conducir con los ojos vendados, porque la nieve se reflejaba en los faros, y creaba un muro lechoso y permeable, siempre engañoso, siempre cambiante, siempre hosco.

– Sabía que usted había ido a Londres -dijo por fin Shepherd-. Yo se lo dije. Añádalo a mi cuenta, si quiere.

– Rece para que la encontremos, agente.

Lynley cambió de marcha al coger una curva. Los neumáticos patinaron, giraron inútilmente, y se cogieron al suelo de nuevo. Detrás, la agente Garrity les felicitó con un bocinazo. Continuaron adelante.

A unos seis kilómetros del pueblo, la entrada al embalse de Fork apareció a su izquierda, semioculto por un bosque de pinos. Las ramas se inclinaban bajo el peso de la nieve atrapada en la red de agujas de los árboles. Los pinos bordeaban la carretera durante medio kilómetro. Al otro lado, un seto permitía el acceso a los páramos.

– Allí -dijo Shepherd, cuando dejaron atrás los árboles.

Lynley lo vio al mismo tiempo que Shepherd hablaba: la forma de un coche, las ventanas, el techo, el capó y el maletero ocultos bajo un manto de nieve. El coche se había detenido en el mismo punto donde la carretera ascendía. Estaba en la cuneta, atravesado en diagonal, y el chasis oscilaba de manera peculiar sobre el suelo.

Aparcaron. Shepherd ofreció su linterna. La agente Garrity se reunió con ellos y enfocó la suya sobre el coche. Las ruedas traseras, al girar, habían cavado una tumba en la nieve. Estaban hundidas profundamente en un lado de la cuneta.

– La imbécil de mi hermana lo intentó una vez -dijo la agente Garrity, y señaló con la mano la carretera ascendente-. Intentó subir la cuesta y resbaló hacia atrás. Casi se rompió el cuello, la muy idiota.

Lynley apartó la nieve de la puerta del conductor y probó el tirador. No estaba cerrado con llave. Abrió la puerta e iluminó el interior.

– Señor Shepherd -dijo.

Shepherd se acercó. St. James abrió la otra puerta. La agente Garrity le pasó la linterna. Shepherd examinó las cajas de madera y cartón y St. James investigó la guantera, que colgaba abierta.

– ¿Y bien? -dijo Lynley-. ¿Es su coche, agente?

Era un Opel como cientos de miles de otros, pero diferente en que el asiento trasero estaba cargado hasta el techo de pertenencias. Shepherd acercó una caja y extrajo un par de guantes para jardinería. Lynley vio que su mano se cerraba con fuerza a su alrededor. Era suficiente información.

– Aquí no hay gran cosa -dijo St. James, y cerró la guantera. Cogió del suelo un trozo de tela de toalla sucio y arrolló el cordel girado a un lado alrededor de su mano. Miró hacia los páramos con aire pensativo. Lynley siguió su mirada.

El paisaje era como un estudio en blanco y negro. Caía la nieve y también la noche, sin que la luna o las estrellas aliviaran su negrura. Nada contenía la fuerza del viento, ni bosques ni montañas alteraban la simetría del terreno, y el aire helado se abalanzaba sobre ellos, hasta arrancarles lágrimas de los ojos.

– ¿Qué hay delante? -preguntó Lynley.

Nadie respondió a la pregunta. La agente Garrity se estaba palmeando los brazos y daba pataditas en el suelo.

– Debemos estar a diez bajo cero -dijo.

St. James hacía nudos en el cordel que había encontrado, con el ceño fruncido. Shepherd sostenía los guantes de jardinería, que apretaba contra su pecho. Estaba mirando a St. James. Parecía atontado, entre estupefacto e hipnotizado.

– Agente -dijo con voz perentoria Lynley-. Le he preguntado qué hay delante.

Shepherd volvió a la realidad. Se quitó las gafas y las limpió con la manga. Era una actividad inútil. En cuanto se las volvió a poner, la nieve cubrió los cristales.

– Páramos -contestó-. La ciudad más cercana es High Bentham, hacia el noroeste.

– ¿Por esta carretera?

– No. Esta desemboca en la A65.

Conduce a Kirby Lonsdale, pensó Lynley, y después, a la M6, los Lagos y Escocia. O por el sur, a Lancaster, Manchester, Liverpool. Las posibilidades eran infinitas. Si hubiera podido llegar a cualquiera de esas poblaciones, tal vez habría conseguido escapar a la República de Irlanda. Tal como estaba la situación, interpretaba el papel de zorro en un paisaje invernal, donde la policía y el tiempo inmisericorde acabarían acorralándola.

– ¿High Bentham está más cerca que la A65?

– Por esta carretera, no.

– ¿Y saliendo de la carretera, si atajaran por los campos? Por los clavos de Cristo, hombre, no irán caminando por la cuneta para hacer autoestop cuando nosotros pasemos.

Los ojos de Shepherd se clavaron en el interior del coche, y después, con lo que pareció un enorme esfuerzo, en la agente Garrity, como si estuviera ansioso por asegurarse de que todos oirían sus palabras y comprenderían que, llegado a este punto, había tomado la decisión de colaborar al ciento por ciento.

– Si se han dirigido hacia el este a través de los páramos, la A65 está a unos siete kilómetros. High Bentham dista el doble.

– En la A65 quizá las cogería alguien, señor -indicó la agente Garrity-. Puede que aún no la hayan cerrado.

– Bien sabe Dios que jamás lograrían recorrer catorce kilómetros en dirección noroeste con este tiempo -dijo St. James-, pero si van hacia el este tienen el viento de cara. Ni siquiera podrían recorrer los siete kilómetros.

Lynley dejó de examinar la oscuridad. Enfocó la linterna más allá del coche. La agente Garrity le imitó, y avanzó unos cuantos metros en dirección opuesta. No obstante, la nieve había escondido las huellas que Juliet Spence y Maggie hubieran podido dejar.

– ¿Conoce ella el terreno? -preguntó Lynley a Shepherd-. ¿Había estado ya por aquí? -Captó algo en la expresión de Shepherd-. ¿Dónde?

– Está demasiado lejos.

– ¿Dónde?

– Aunque hubiera empezado a caminar antes de oscurecer, antes de que la nevada se intensificara…

– Maldita sea, ahora no me interesan sus análisis Shepherd. ¿Dónde?

El brazo de Shepherd se extendió más hacia el oeste que al norte.

– Back End Barn -dijo-. Seis kilómetros al sur de High Bentham.

– ¿Y desde aquí?

– ¿A través de los páramos? Unos cinco kilómetros.

– ¿Lo sabría ella, atrapada aquí, en el coche? ¿Lo sabría?

Lynley vio que Shepherd tragaba saliva. Vio la palidez traicionera que se extendía sobre sus facciones, como la máscara de un hombre carente de esperanzas y futuro.

– Fuimos de excursión cuatro o cinco veces desde el embalse. Lo sabe.

– ¿Es el único refugio?

– Sí.

Tendría que haber encontrado la senda que conducía desde el embalse de Fork a Knottend Well, explicó, el manantial que estaba a mitad de camino entre el embalse y Back End Barn. Estaba bien señalizado a la luz del día, pero un giro equivocado en la oscuridad y caminarían en círculos a causa de la nieve. De todos modos, si Juliet encontraba la senda, podría seguirla hasta Raven's Castle, un cruce donde se unían las sendas que iban a la Cruz de Greet y las East Cat Stones.

– ¿Cómo se va al establo desde aquí? -preguntó Lynley.

Desde la cruz de Greet, distaba tres kilómetros en dirección norte. No estaba lejos de la carretera que corría de norte a sur entre High Bentham y Winslough.

– No entiendo por qué no fue en coche directamente -concluyó Shepherd-, en lugar de venir por aquí.

– ¿Por qué?

– Porque hay una estación de tren en High Bentham.

St. James salió del coche y cerró la puerta con estrépito.

– Pudo ser una treta, Tommy.

– ¿Con este tiempo? Lo dudo. Habría necesitado la ayuda de un cómplice, otro vehículo.

– Conducir hasta aquí, fingir un accidente, seguir adelante con otra persona -dijo St. James-. No está tan alejado del falso suicidio, ¿no?

– ¿Quién pudo ayudarla?

Todos miraron a Shepherd.

– La vi a mediodía. Dijo que Maggie estaba enferma. Nada más. Pongo por testigo a Dios, inspector.

– Ya ha mentido antes.

– Pero ahora no. Ella no esperaba que sucediera esto. -Señaló el coche con el pulgar-. No planeó un accidente. Solo pensó en huir. Piense: sabe adonde fue usted. Si Sage descubrió la verdad en Londres, usted también. Huye. El pánico la domina. No va con tanto cuidado como debería. El coche patina en el hielo y acaba con la cuneta. Intenta salir. No puede. Se queda en la carretera, justo donde estamos. Sabe que podría intentar llegar a la A65 a través de los páramos, pero está nevando y tiene miedo de perderse, porque nunca ha efectuado ese recorrido y no quiere correr el riesgo. Mira en la otra dirección y recuerda el establo. No puede llegar a High Bentham, pero cree que allí sí. Ya ha ido en otras ocasiones. Se pone en camino.

– También es posible que quiera hacernos pensar todo eso.

– ¡No! Rediós, eso es lo que ocurrió, Lynley. Es la única explicación de…

Enmudeció. Miró hacia los páramos.

– ¿De qué? -le urgió Lynley.

El viento casi ahogó la respuesta de Shepherd.

– De que se llevara la pistola.


La guantera abierta, dijo. El trapo y el cordel en el suelo.

¿Cómo lo sabía?

Había visto la pistola. Y la había visto utilizarla. La había sacado de un cajón de la sala de estar. La había desenvuelto. Había disparado contra una chimenea de la mansión. Había…

– Maldita sea, Shepherd, ¿usted sabía que tenía una pistola? ¿Qué hacía con una pistola? ¿Es coleccionista, tiene permiso?

– No.

– ¡Santo Dios!

No pensó que… No le pareció en aquel momento… Sabía que habría debido confiscarla. Pero no lo hizo. Eso era todo.

Shepherd hablaba en voz baja. Estaba revelando otra violación de las normas y procedimientos que había quebrantado desde el primer momento por Juliet Spence, y sabía cuáles serían las consecuencias.

Lynley dio un manotazo sobre el cambio de marchas y volvió a maldecir. Siguieron camino hacia el norte. No tenían otra alternativa. Si Juliet había encontrado la senda que partía del embalse, contaba con la ventaja de la oscuridad y la nieve. Si aún estaba en los páramos e intentaban seguirla con una linterna, frustraría sus intuiciones con solo disparar hacia las luces. Su única posibilidad era continuar hasta High Bentham y volver hacia el sur por la carretera que conducía a Back End Barn. Si aún no había llegado, no podrían correr el riesgo de esperar, por si se había perdido en la tormenta. Tendrían que atravesar los páramos, en dirección al embalse, en un desesperado esfuerzo por localizarla.

Lynley intentó no pensar en Maggie, confusa y asustada, arrastrada por la furia de Juliet Spence. Ignoraba a qué hora habrían salido de la casa. Ignoraba qué ropas llevarían. Cuando St. James dijo algo acerca de que debían tener en cuenta la hipotermia, Lynley saltó al Range Rover y descargó su puño sobre el claxon. Así no, pensó. Maldita sea mi estampa, no puede terminar así.

Ni el viento ni la nieve les concedieron un momento de respiro. La nevada era tan intensa que, por la mañana, tal vez el suelo estaría cubierto por una capa de metro y medio de espesor. El paisaje había cambiado por completo. Los verdes y bermejos oscuros del invierno se habían transformado en una estampa lunar. El brezo y la aulaga habían desaparecido. Un inmenso camuflaje blanco convertía la hierba, los helechos y los brezales en una sábana uniforme, de la que solo emergían los peñascos, con la parte superior espolvoreada pero todavía visible, puntos oscuros como manchas en la piel.

Continuaron adelante, ascendiendo penosamente las cuestas, empleando los frenos para bajar las pendientes. Las luces del Land Rover de la agente Garrity oscilaban y parpadeaban, pero no se distanciaban un ápice.

– No lo conseguirán -dijo Shepherd, mientras contemplaba las ráfagas que se estrellaban contra el vehículo-. Nadie podría con este tiempo.

Lynley cambió a primera. El motor aulló.

– Está desesperada -dijo-. Eso la impulsará a continuar.

– Añada el resto, inspector. -Shepherd se arrebujó en su abrigo. A la luz del tablero, su rostro se veía de un tono gris verdoso-. Si ella muere, será por mi culpa.

Se volvió hacia la ventana. Manoseó sus gafas.

– No será lo único que pesará sobre su conciencia, señor Shepherd, pero supongo que ya lo sabe, ¿no?

Tomaron una curva. Un letrero que señalaba al oeste exhibía una única palabra: keasden.

– Gire aquí -dijo Shepherd.

Se desviaron a la izquierda por una senda que se reducía a dos carriles del tamaño de un coche. Atravesaba una aldea que parecía consistir en una cabina telefónica, una pequeña iglesia y media docena de letreros que indicaban senderos públicos. Gozaron de un brevísimo descanso de la tormenta cuando entraron en un bosquecillo situado al oeste de la aldea. Los árboles detenían con las ramas casi toda la nieve, de forma que el suelo se mantenía relativamente despejado. Sin embargo, otra curva les llevó de nuevo a terreno descubierto, y una ráfaga de viento azotó al coche en el mismo instante. Lynley la notó en el volante. Los neumáticos patinaron. Blasfemó con cierta reverencia y quitó el pie del gas. Reprimió el impulso de aplastar los frenos. Los neumáticos se cogieron al suelo y el coche siguió adelante.

– ¿Y si no están en el establo? -preguntó Shepherd.

– Buscaremos en el páramo.

– ¿Cómo? No sabe lo que dice. Podría morir de frío. ¿Va a arriesgarse por una asesina?

– No solo estoy buscando a una asesina.

Se acercaron a la carretera que comunicaba High Bentham con Winslough. La distancia entre Keasden y aquel cruce de caminos era de unos cuatro kilómetros. Habían tardado casi media hora en recorrerla.

Giraron a la izquierda, en dirección sur, camino de Winslough. Durante el siguiente kilómetro, divisaron las luces de algunas casas, muy alejadas de la carretera. Se alzaban muros sobre la tierra, y los muros se estaban transformando en otra erupción blanca, de la que surgían piedras individuales, como picos inclinados, que conseguían romper la capa de nieve. Ni muros ni vallas servían de demarcación entre la tierra y la carretera. Solo los surcos dejados por un pesado tractor les guiaban. Dentro de media hora, habrían quedado borrados.

El viento formaba con la nieve pequeños ciclones de cristal. Surgían tanto del suelo como del aire. Remolineaban frente al vehículo como derviches fantasmales y volvían a desaparecer en la oscuridad.

– La nevada empieza a aminorar -indicó Shepherd. Lynley le dirigió una rápida mirada, en la que el agente leyó incredulidad-. Solo es el viento, que la levanta -explicó.

– Mal asunto, igualmente.

No obstante, cuando Lynley estudió el panorama, vio que no era puro optimismo de Shepherd. La intensidad de la nevada estaba disminuyendo. La mayoría de los remolinos de nieve se elevaban de la tierra en lugar de caer del cielo. Suponía el único alivio de que la situación no iba a empeorar.

Continuaron otros diez minutos, mientras el viento aullaba como un lobo a su alrededor. Cuando los faros iluminaron un portal que cortaba la carretera, Shepherd volvió a hablar.

– Ya hemos llegado. El establo queda a la derecha, detrás del muro.

Lynley miró por el parabrisas. Solo vio remolinos de nieve y oscuridad.

– A treinta metros de la carretera -dijo Shepherd. Abrió su puerta-. Echaré un vistazo.

– Usted hará lo que yo le diga -replicó Lynley-. Quédese donde está.

Un músculo se movió iracundo en la mandíbula de Shepherd.

– Tiene una pistola, inspector. Si está ahí, no es probable que me dispare. Hablaré con ella.

– Ahora no va a hacer nada de eso.

– ¡Sea sensato! Déjeme…

– Ya ha hecho bastante.

Lynley salió del coche. La agente Garrity y St. James le siguieron. Apuntaron las linternas hacia delante y vieron el muro de piedra, que se elevaba en una finca perpendicular a la carretera. Movieron las linternas y descubrieron los barrotes de hierro rojo de un portal. Al otro lado del portal se alzaba Back End Barn. Era de piedra y pizarra, con una puerta grande para vehículos y otra más pequeña para sus conductores. Estaba orientado hacia el este, de modo que el viento había arrojado grandes ráfagas de nieve contra la fachada. Las ráfagas formaban montoncitos contra la puerta más grande. Un único montón se veía contra la pequeña. En él se había practicado un orificio en forma de V. Nieve fresca espolvoreaba sus bordes.

– Dios, lo ha conseguido -exclamó en voz baja St. James.

– Alguien lo ha conseguido, al menos -replicó Lynley. Miró hacia atrás. Vio que Shepherd había salido del Range Rover, pero se mantenía inmóvil junto a la puerta.

Lynley sopesó sus posibilidades. Contaban con el elemento sorpresa, pero la mujer iba armada con una pistola. No tenía la menor duda de que la utilizaría en cuanto se acercara a ella. Lo único razonable, en verdad, era enviar por delante a Shepherd, pero no deseaba arriesgar la vida de nadie, máxime cuando era posible hacerla salir sin disparar. Al fin y al cabo, era una mujer inteligente. En primer lugar, había huido porque sabía que estaban a punto de descubrir la verdad. No podía confiar en escapar con Maggie y salir bien librada por segunda vez en su vida. El tiempo, su historia y todas las posibilidades estaban en su contra.

– Inspector. -Apretaron algo contra su mano-. Quizá quiera utilizar esto. -Bajó la vista y vio que la agente Garrity le había dado un altavoz-. Forma parte del arsenal del coche. -Dio la impresión de que estaba algo violenta, cuando movió la cabeza hacia su vehículo y abrochó el cuello de la chaqueta para protegerse del viento-. El sargento Hawkins dice que un agente siempre ha de saber lo que se necesita en el lugar de un crimen o en una emergencia. Hay que demostrar iniciativa, dice. También llevo una cuerda, chalecos salvavidas, de todo.

Sus ojos parpadearon solemnemente detrás de los cristales mojados de sus gafas.

– Es usted un verdadero regalo del cielo, agente -dijo Lynley-. Gracias.

Levantó el altavoz. Miró hacia el establo. No se veía ni una rendija de luz en las puertas. No había ventanas. Si Juliet estaba dentro, se había encerrado por completo.

¿Y qué le digo?, se preguntó. ¿Qué estupidez cinematográfica serviría para obligarla a salir? Está rodeada, no puede escapar, tire la pistola, salga con las manos en alto, sabemos que está dentro…

– Señora Spence -gritó-. Va armada. Yo no. Hemos llegado a un callejón sin salida. Me gustaría que Maggie y usted salieran de ahí sin que nadie sufriera daños.

Esperó. Silencio. El viento siseó cuando se deslizó entre tres hileras de salientes de piedra que corrían a lo largo de la parte norte del establo.

– Se encuentran todavía a ocho kilómetros de High Bentham, señora Spence. Aunque lograran sobrevivir esta noche en el establo, ni usted ni Maggie estarían en condiciones de seguir caminando por la mañana. Estoy seguro de que lo sabe.

Nada, pero casi la sintió pensar. Si le disparaba, se apoderaría de su vehículo, mejor que el suyo, y huirían. Pasarían horas antes de que alguien reparara en su desaparición, y si le hería de gravedad, no tendría la fuerza suficiente para arrastrarse hacia High Bentham y encontrar ayuda.

– No empeore más la situación -continuó-. Sé que no quiere hacer eso a Maggie. Tiene frío, está aterrorizada, probablemente hambrienta. Quiero que vuelva al pueblo ahora mismo.

Silencio. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Si se precipitaba sobre ella y tenía la suerte de deslumbrarla con la linterna a la primera, aunque apretara el gatillo no le alcanzaría. Quizá funcionara. Si podía localizarla en cuanto irrumpiera por la puerta…

– Maggie nunca ha visto a alguien herido por un disparo. No sabe lo que es. No ha visto sangre. No deje que eso se sume a sus recuerdos de esta noche. Si la quiere, no lo hará.

Deseó añadir algo más. Que sabía que su marido y su hermana le habían fallado cuando más los necesitaba. Que el dolor por la muerte de su hijo habría cesado si alguien la hubiera ayudado a superar el mal trago. Que sabía que había actuado en función de lo que consideraba el bien de Maggie cuando la había raptado del coche aquella noche lejana. Pero también deseó decirle que, en último extremo, no había tenido derecho a decidir el destino de una niña que pertenecía a una muchacha de quince años. Que si bien quizá había sido mejor para Maggie que la raptara, no podía saberlo con certeza. Y por aquel simple no saber, Robin Sage había decidido llevar a cabo una cruel justicia.

Descubrió que deseaba echar la culpa de lo que iba a ocurrir aquella noche al hombre que ella había envenenado, a causa de sus ideas fijas y sus torpes intentos por enmendar los errores cometidos. Al final, Juliet era tanto su víctima como él lo era de ella.

– Señora Spence -dijo-, sabe que no hay salida. No se empeñe en empeorar las cosas para Maggie, por favor. Sabe que he estado en Londres. He visto a su hermana. He conocido a la madre de Maggie. He…

Un grito se impuso de repente al viento. Espeluznante, inhumano; taladró su corazón y luego cobró forma en una única palabra: «Mamá».

– ¡Señora Spence!

Y después, de nuevo el chillido, henchido de terror, con el tono inconfundible de una súplica.

– ¡Mamá, tengo miedo! ¡Mamá! ¡Mamá!

Lynley tiró el altavoz a las manos de la agente Garrity. Se lanzó hacia la puerta. Y entonces, vio una forma que se movía a su izquierda, a lo largo del muro, como él.

– ¡Shepherd! -gritó.

– ¡Mamá! -gritó Maggie.

El agente corría sobre la nieve, en dirección al establo.

– ¡Shepherd! -chilló Lynley-. ¡Lárguese, mecaguen Dios!

Shepherd llegó a la puerta del establo cuando sonó el primer disparo. Ya estaba dentro cuando se produjo el segundo.


Pasaba bastante de la medianoche cuando St. James subió la escalera hasta su habitación. Pensaba que Deborah estaría dormida, pero le estaba esperando, tal como había dicho, sentada en la cama con las mantas subidas hasta el pecho y un antiguo ejemplar de Elle abierto sobre el regazo.

– ¿La encontrasteis? -preguntó, y entonces se fijó en su expresión-. Simon, ¿qué ha pasado?

Él asintió y se limitó a decir:

– Sí.

Estaba agotado. Sentía la pierna muerta como si colgaran cien kilos de su cadera. Tiró el abrigo y la bufanda al suelo, tiró los guantes encima, y lo dejó todo como estaba.

– ¿Simon?

Se lo contó. Empezó con el intento de Colin Shepherd de implicar a Polly Yarkin. Terminó con los disparos en Back End Bard.

– Era una rata -dijo-. Estaba disparando a una rata.

Estaban acurrucadas en un rincón cuando Lynley las encontró: Juliet Spence, Maggie y un gatito naranja llamado Punkin que la muchacha se había negado a dejar en el coche. Cuando la luz de la linterna cayó sobre el grupo, el gato siseó y se escabulló en la oscuridad, pero ni Juliet ni Maggie se movieron. La chica se refugió en los brazos de la mujer y ocultó el rostro. La mujer la rodeó lo máximo posible, quizá para darle calor, quizá para protegerla.

– Al principio, pensamos que estaban muertas -dijo St. James-, un asesinato y un suicidio, pero no había sangre.

Después, Juliet habló como si no hubiera nadie.

– No pasa nada, cariño. Si no le hubiera disparado, te habría dado un susto de muerte. No te cogerán, Maggie. Sssh. No pasa nada.

– Estaban sucias -dijo St. James-. Tenían las ropas empapadas. No creo que hubieran sobrevivido a la noche.

Deborah extendió las manos hacia él.

– Por favor -dijo.

Él se sentó en la cama. Deborah pasó las yemas de los dedos bajo sus ojos y sobre su frente. Apartó su cabello.

No se resistió, siguió St. James, no tenía intención de huir otra vez o de disparar. Dejó caer la pistola en el suelo de piedra del establo y apoyó la cabeza de Maggie contra su hombro. Empezó a mecerla.

– Se quitó la chaqueta y tapó con ella a la niña -dijo St. James-. Creo que ni siquiera era consciente de nuestra presencia.

Shepherd fue el primero en llegar a su lado. Se quitó la chaqueta, la arropó con ella y rodeó con los brazos a las dos, porque Maggie no quería soltar a su madre. Colin la llamó por el nombre, pero ella se limitó a contestar que había disparado contra la rata, querida, nunca erraba un tiro, debía estar muerta, no había nada que temer.

La agente Garrity corrió en busca de mantas. Había traído un termo de casa y lo vertió mientras decía pobres criaturas pobrecitas, en un tono más material que profesional. Intentó que Shepherd se pusiera la chaqueta de nuevo, pero él se negó, prefirió envolverse en una manta y contempló todo cuanto sucedía a su alrededor, con los ojos clavados en la cara de Juliet y una expresión agónica en el rostro.

Cuando se pusieron de pie, Maggie empezó a llamar al gato, ¡Punkin!, mamá, ¿dónde está Punkin? Se ha ido. Está nevando y se helará. No sabrá qué hacer.

Encontraron al gato detrás de la puerta, el pelaje erizado y las orejas tiesas. St. James lo cogió. El gato se subió a su hombro presa del pánico, pero se calmó en cuanto volvió con la muchacha.

Maggie dijo, Punkin nos dio calor, ¿verdad, mamá? Fue una buena idea traer a Punkin, tal como yo dije, ¿no? Se alegrará de volver a casa.

Juliet rodeó a la muchacha con el brazo y apretó la cara contra su cabeza. Cuida a Punkin, querida, dijo.

Y entonces, Maggie pareció comprender. ¡No!, exclamó. Mamá, por favor, tengo miedo, no quiero volver. No quiero que me hagan daño. ¡Mamá, por favor!

– Tommy tomó la decisión de separarlas al instante -dijo St. James.

La agente Garrity se encargó de Maggie -coge el gato, querida, dijo-, mientras Lynley cuidaba de la madre. Tenía la intención de llegar hasta Clitheroe, aunque tardaran toda la noche. Quería terminar de una vez por todas. Quería desentenderse del asunto.

– No le culpo -dijo St. James-. Tardaré en olvidar sus gritos cuando se dio cuenta de que iban a separarlas.

– ¿La señora Spence?

– Maggie. Llamó a su madre. La oímos, incluso después de que el coche se fuera.

– ¿Y la señora Spence?

Al principio, Juliet Spence no dijo nada. Vio que la agente Garrity se alejaba, sin la menor reacción. Permaneció inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de Shepherd, mientras el viento azotaba su rostro, y siguió con la mirada las luces posteriores del jeep, que se alejaban a través del páramo en dirección a Winslough. Cuando se pusieron a seguirlas, se sentó en la parte posterior, al lado de Shepherd, y no apartó la vista de aquellas luces ni un instante.

– ¿Qué otra cosa podía hacer? -dijo-. Iban a llevarla de vuelta a Londres.

– Y eso es lo más jodido del crimen -dijo St. James.

– ¿Lo más jodido? -preguntó Deborah-. ¿A qué te refieres?

St. James se levantó y caminó hasta el ropero. Empezó a desnudarse.

– Sage no tenía la menor intención de denunciar a su mujer por el secuestro de la niña. La última noche de su vida le entregó dinero suficiente para abandonar el país. Prefería ir a la cárcel antes que revelar dónde había encontrado a la niña, después de entregarla a Servicios Sociales. A la larga, la policía lo habría averiguado, por supuesto, pero para entonces su mujer ya habría desaparecido.

– No puede ser -dijo Deborah-. Ella habrá mentido sobre algún detalle.

St. James se volvió.

– ¿Por qué? La oferta de dinero solo consigue complicarle más el caso. ¿Para qué iba a mentir?

– Porque… -Deborah estiró las mantas, como si ocultaran la respuesta. Desplegó los datos como si fueran cartas-. Él la encontró. Descubrió quién era Maggie. Si tenía la intención de devolverla a su verdadera madre, ¿por qué Juliet no aceptó el dinero y se salvó de la cárcel? ¿Por qué le mató? ¿Por qué no huyó? Sabía que el juego había terminado.

St. James se desabrochó la camisa con sumo cuidado. Examinó cada botón cuando sus dedos lo tocaron.

– Porque Juliet creyó siempre que era la verdadera madre de Maggie, cariño, en mi opinión.

Levantó la vista. Deborah estaba pellizcando la sábana entre el índice y el pulgar, sin dejar de contemplar sus movimientos. St. James prefirió desaparecer.

Entró en el cuarto de baño y dedicó mucho rato a lavarse la cara, cepillarse los dientes y peinarse. Se quitó la abrazadera de la pierna y la dejó caer al suelo. Le propinó un puntapié, hasta que chocó contra la pared. Estaba hecha de plástico y metal, cintas de velero y poliéster. De diseño simple, pero esencial para funcionar. Cuando las piernas no respondían como era debido, bastaba con ponerse una abrazadera, desplazarse en silla de ruedas, o ayudarse con muletas. Lo importante era seguir adelante. Siempre había sido su filosofía básica. Quería que Deborah también abrazara aquel principio, pero sabía que ella debía decidirlo.

Deborah había apagado la lámpara de la mesilla de noche, pero cuando St. James salió del cuarto de baño, su luz iluminó el resto de la habitación. En las sombras, vio que su mujer seguía sentada en la cama, pero esta vez con la cabeza apoyada sobre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas, ocultando el rostro.

Apagó la luz del cuarto de baño y avanzó hacia la cama, tanteando con cautela en una oscuridad más negra que la noche, porque las claraboyas estaban cubiertas de nieve. Se metió en la cama y dejó en silencio las muletas sobre el suelo. Acarició la espalda de Deborah con una mano.

– Vas a coger frío -dijo-. Acuéstate.

– Enseguida.

Esperó. Pensó en cuánto tiempo de la vida ocupaba aquel acto, y en que esperar siempre implicaba a otro individuo o a una fuerza exterior. Hacía mucho tiempo que había dominado el arte de esperar. Un don acompañado de demasiado alcohol, faros deslumbrantes y el chillido de los neumáticos al resbalar. Por pura necesidad, «espera y verás» y «dale tiempo» se habían convertido en sus lemas defensivos. En ocasiones, las máximas le conducían a la inacción. En otras, le proporcionaban paz mental.

Deborah se removió bajo su mano.

– Tenías razón la otra noche, por supuesto -dijo-. Lo deseaba por mí, pero también lo deseaba por ti. Quizá incluso más.

Volvió la cabeza para mirarle. St. James no vio sus rasgos en la oscuridad, solo su forma.

– ¿Como castigo? -preguntó. Notó que sacudía la cabeza.

– Estábamos alejados en aquellos días, ¿verdad? Yo te quería, pero tú no te permitías corresponderme. Por eso intenté querer a otra persona. Y lo conseguí. Quererle.

– Sí.

– ¿Te duele pensar en ello ahora?

– No pienso en ello. ¿Y tú?

– A veces, se abre paso hasta mi mente. Nunca estoy preparada. Ocurre de repente.

– Me siento desgarrada por dentro. Pienso en cuánto daño te he hecho, y quiero que todo sea diferente.

– ¿El pasado?

– No. No se puede cambiar el pasado, ¿verdad? Solo puede perdonarse. Lo que me preocupa es el presente.

St. James adivinó que le estaba guiando hacia algo que había meditado largo y tendido, tal vez aquella noche, tal vez en los días previos. Quería ayudarla a decir lo que fuera, pero aún no veía en qué dirección apuntaba. Solo presentía que Deborah estaba convencida de que iba a herirle de una manera indefinible. Y si bien no tenía miedo a las discusiones -en realidad, estaba decidido a provocarlas desde el momento en que salieron de Londres-, descubrió en aquel momento que solo deseaba una discusión si era capaz de controlar su contenido. Que aquella fuera la intención de Deborah, con un objetivo todavía oscuro, le obligó a ceñirse una capa de cautela. Intentó disimularlo, pero no lo consiguió por completo.

– Tú eres todo para mí -dijo Deborah en voz baja-. Eso es lo que quería ser para ti. Todo.

– Lo eres.

– No.

– Ese asunto del niño, Deborah… La adopción, todo el rollo de los hijos.

No terminó la frase, porque ignoraba cómo continuarla.

– Sí -dijo Deborah-. Eso es. El asunto del niño. Todo el rollo de los hijos. Sentirse completo gracias a ello. Es lo que deseaba para ti. Iba a ser mi regalo.

Entonces, comprendió la verdad. Era el único hueso seco de realidad que existía entre ellos, al que atacaban y daban vueltas como perros vagabundos. Lo había masticado y atormentado durante los años de su separación. Deborah lo había martirizado desde entonces. Incluso ahora, cuando ya no era necesario, lo revolvía.

No dijo nada más. Deborah había cubierto una larga distancia, y confió en que dijera el resto. Estaba demasiado cerca para retroceder, y retroceder, de hecho, no era su estilo. Comprendió que lo había hecho durante meses para protegerle, cuando él no necesitaba protección, de ella o de aquello.

– Quería compensarte -dijo. Di lo demás, pensó, no me duele, no te dolerá, puedes decir lo demás.

– Quería darte algo especial.

De acuerdo, pensó. No cambia nada.

– Porque estás lisiado.

La atrajo hacia él. Ella se resistió al principio, pero accedió cuando St. James pronunció su nombre. Después, el resto surgió a borbotones, susurrado en su oído. Casi nada tenía sentido, una extraña combinación de recuerdos con la experiencia y la comprensión de los últimos días. Él se limitó a abrazarla y escuchar.

Deborah recordó cuando le habían traído a casa de su convalecencia en Suiza, dijo. Había estado ausente cuatro meses, ella tenía trece años, y recordaba aquella tarde lluviosa. Lo había observado todo desde el último piso de la casa, cuando su padre y la madre de él le seguían poco a poco escaleras arriba, atentos a que se cogiera bien de la barandilla, y sus manos volaban para impedir que perdiera el equilibrio, pero no llegaban a tocarle, en ningún momento, pues a pesar de que no podían ver la expresión de su cara -que ella sí veía desde lo alto de la casa-, sabían que no podrían tocarle nunca más de aquella manera. Una semana más tarde, cuando los dos se quedaron solos, ella en el estudio, y aquel hosco extraño llamado señor St. James en el piso de arriba, en el dormitorio que no abandonaba desde hacía días, había oído el ruido, el golpe sordo, y comprendió que había caído. Corrió escaleras arriba y se detuvo ante su puerta, con la agónica indecisión propia de los trece años. Después, le oyó llorar. Oyó que se arrastraba por el suelo. Se marchó de puntillas. Dejó que se enfrentara solo a sus demonios, porque ignoraba cómo podía ayudarle.

– Me prometí que haría cualquier cosa por ti -susurró en la oscuridad-. Para mejorar la situación.

Pero Juliet Spence no había visto ninguna diferencia entre el niño que había dado a luz y el que había robado, dijo Deborah. Los dos eran hijos suyos. Ella era la madre. No había diferencia. Para ella, la maternidad no era el acto inicial y los nueve meses que seguían, pero Robin Sage no lo veía del mismo modo, ¿verdad? Le ofreció dinero para escapar, pero debería haber sabido que ella era la madre de Maggie, no abandonaría a su hija, sin importarle el precio que debería pagar para quedarse con ella, lo pagaría, la querría, era su madre.

– Ella lo entendía así, ¿verdad? -susurró Deborah.

St. James besó su frente y la tapó más con las mantas.

– Sí -dijo-. Lo entendía así.

29

Brendan Power caminaba por la cuneta en dirección al pueblo. Se habría hundido hasta las rodillas en la nieve, pero alguien ya había practicado un sendero. Estaba sembrado, cada treinta metros o así, de tabaco quemado. La persona que había paseado antes fumaba una pipa que tiraba tan mal como la de Brendan.

No estaba fumando aquella mañana. Se había llevado la pipa por si experimentaba la necesidad de hacer algo con las manos, pero hasta el momento no había sacado la bolsa de piel, aunque sentía su peso consolador sobre la cadera.

El día posterior a cualquier tormenta solía ser glorioso, y Brendan consideró aquella mañana tan espléndida como aterradora había sido la noche. El sol de la mañana diseminaba grandes hogueras de incandescencia cristalina sobre la tierra. La escarcha cubría la parte superior de los muros de piedra seca. Un espeso manto de nieve se había posado sobre los tejados. Cuando pasó ante la primera casa adosada, camino del pueblo, vio que alguien se había acordado de los pájaros. Tres gorriones estaban picoteando un puñado de mendrugos delante de un portal, y si bien le observaron con cautela cuando pasó, el hambre impidió que huyeran a los árboles.

Deseó haber traído algo. Una tostada, una rebanada de pan rancio, una manzana. Daba igual. Cualquier sobra que ofrecer a los pájaros habría servido de excusa, más o menos creíble, para marcharse. Y necesitaría una excusa cuando volviera a casa. De hecho, lo más prudente sería empezar a pensar en una mientras paseaba.

No se le había ocurrido antes. De pie ante la ventana del comedor, desde donde contemplaba el prado blanco perteneciente a la propiedad Townley-Young, solo había pensado en escapar, practicar agujeros en la nieve y mover los pies hacia una eternidad que pudiera soportar.

Su suegro había acudido a su habitación a los ocho en punto. Brendan había oído sus pasos militares en el pasillo y había saltado de la cama, no sin liberarse de la presa que suponía el pesado brazo de su mujer. En sueños, lo había deslizado en diagonal sobre su cuerpo, con los dedos apoyados sobre su entrepierna. En otras circunstancias, Brendan había considerado de una intimidad muy erótica aquella implicación soñolienta, pero en aquel caso, siguió tendido flácido, algo asqueado y, al mismo tiempo, agradecido de que ella estuviera dormida. Sus dedos no se deslizarían con timidez un poco más a la izquierda, a la espera de encontrar lo que consideraba una erección matutina adecuada. No exigiría lo que él era incapaz de dar, sacudiendo su miembro con furia, a la espera, agitada, ansiosa, por fin encolerizada, de que su cuerpo respondiera. No seguirían acusaciones formuladas con voz metálica, ni sollozos desprovistos de lágrimas que deformaban su cara y resonaban en los pasillos. Mientras durmiera, Brendan era dueño de su cuerpo y su espíritu volaba en libertad, así que caminó hasta la puerta al oír los pasos de su suegro, y la abrió antes de que Townley-Young llamara y la despertara.

Su suegro estaba completamente vestido, como de costumbre. Brendan nunca le había visto de otra guisa. Su traje de tweed, la camisa, los zapatos y su corbata daban cuenta de una buena educación que, como bien sabía Brendan, debía comprender y emular. Todo cuanto llevaba era lo bastante anticuado para proclamar la adecuada falta de interés en el vestir inherente a la nobleza provinciana. Más de una vez, Brendan había mirado a su suegro y se preguntaba cómo lograba la hazaña de tener un vestuario completo que, desde la camisa a los zapatos, siempre aparentaba diez años de antigüedad, como mínimo, aunque las prendas fueran nuevas.

Townley-Young dedicó una mirada a la bata de lana que exhibía Brendan, y se humedeció los labios en señal de silenciosa desaprobación hacia el desastroso nudo que Brendan había improvisado en el cinturón. Los hombres viriles utilizan nudos cuadrados para ceñir sus batas, decía su expresión, y los dos cabos que cuelgan de la cintura deben estar perfectamente parejos, bobo.

Brendan salió al pasillo y cerró la puerta a su espalda.

– Aún duerme -explicó.

Townley-Young escudriñó la puerta, como si pudiera ver a su través y examinar el estado mental de su hija.

– ¿Otra noche agitada? -preguntó.

Era una forma de expresarlo, pensó Brendan. Había vuelto a casa después de las once con la esperanza de encontrarla dormida, solo para terminar forcejeando debajo de las mantas en la forma que adoptaban sus relaciones matrimoniales. Había logrado funcionar, gracias a Dios, solo porque la habitación estaba a oscuras y, durante sus torneos nocturnos bisemanales, su mujer había adoptado la costumbre de susurrar ciertas ocurrencias anglosajonas que a Brendan le permitían fantasear con más libertad. Durante aquellas noches, no se acostaba con Becky. Elegía a su pareja con total libertad. Gemía y se contorsionaba debajo de ella y decía, oh, Dios, oh, sí, me encanta, me encanta, a la imagen de Polly Yarkin.

Anoche, sin embargo, Becky se había mostrado más agresiva de lo habitual. Sus prestaciones poseían un aura colérica. No le había acusado o llorado cuando entró en el dormitorio apestando a ginebra, con aspecto -lo sabía, porque no podía disimularlo- derrotado y compungido. Becky, sin palabras, exigió compensación de la manera que a Brendan menos le gustaba.

Por eso había sido una noche agitada, pero no de la forma que imaginaba su cuerpo.

– Un poco de malestar -contestó, y confió en que Townley-Young aplicara la descripción a su hija.

– Ya -había dicho Townley-Young-. Bien, al menos podremos tranquilizar su mente. Quizá así se sienta mejor.

Explicó a continuación que las obras de Cotes Hall ya podrían proseguir sin interrupciones. Explicó la razón, pero Brendan se limitó a asentir y trató de fingir impaciencia, mientras su vida se escurría como la marea baja.

Ahora, mientras se acercaba a Crofters Inn por la carretera de Lancaster, se preguntó por qué había confiado tanto en que la mansión continuara inasequible a ser habitada. Al fin y al cabo, Becky era su mujer. El mismo se había complicado la vida. ¿Por qué se le antojaba un desastre más permanente si vivían en su propia casa?

Lo ignoraba, pero el anuncio de la inminente conclusión de las obras había cerrado una puerta a sus sueños de futuro, tan absurda como los propios sueños. Y al cerrarse la puerta, experimentó claustrofobia. Necesitaba huir. Si no podía escapar del matrimonio, al menos sí de la casa. Y salió a la escarchada mañana.

– ¿Adonde vas, Bren?

Josie Wragg estaba subida sobre uno de los dos pilares de piedra que señalaban el acceso al aparcamiento de Crofters Inn. Lo había limpiado de nieve, balanceaba las piernas y parecía tan desolada como se sentía Brendan. Era la apatía personificada, en su espalda, brazos, piernas y pies. Hasta su cara parecía hundida, con la piel colgando alrededor de su boca y ojos.

– A dar un paseo -dijo-. ¿Quieres venir conmigo? -añadió, al verla tan deprimida, porque sabía perfectamente que aquella sensación ensombrecía las vidas.

– No puedo. Estas no van bien en la nieve.

«Estas» eran las botas de agua, que extendió hacia él. Eran enormes. Casi doblaban en tamaño a sus pies. Debajo, llevaba tres pares de calcetines largos hasta la rodilla, como mínimo.

– ¿No tienes botas adecuadas?

Josie meneó la cabeza y se bajó la gorra hasta las cejas.

– Las mías ya me venían pequeñas en noviembre, y si le digo a mamá que necesito unas nuevas, le dará un soponcio. «¿Cuándo vas a dejar de crecer, Josephine Eugenia?» Ya sabes. Estas son del señor Wragg. Tampoco es que le importe mucho.

Golpeteó con las piernas las piedras heladas.

– ¿Por qué le llamas señor Wragg?

Josie estaba manoseando un paquete de cigarrillos. Intentaba sacar el envoltorio del celofán sin quitarse los guantes. Brendan cruzó la carretera, cogió el paquete e hizo los honores, para ofrecerle fuego a continuación. La muchacha fumó sin contestar, intentó hacer un anillo y fracasó, y expulsó tanto vapor como humo.

– Pura farsa -dijo por fin-. Una estupidez, lo sé. No hace falta que me lo digas. Mamá se pone como una furia, pero al señor Wragg no le importa. Si no es mi verdadero papá, puedo imaginar que mi mamá vivió una gran pasión y yo soy el producto de su amor fatal. Finjo que ese tío pasó por Winslough y conoció a mamá. Estaban locos el uno por el otro, pero no pudieron casarse, claro, porque mamá no quiso marcharse de Lancashire, pero fue el gran amor de su vida y la ponía a cien, como dicen que los hombres ponen a las mujeres. Y yo soy como ella le recuerda ahora. -Josie tiró ceniza en dirección a Brendan-. Por eso le llamo señor Wragg. Qué chorrada. No sé por qué te lo he dicho. No sé por qué digo cosas a la gente. Siempre es culpa mía, y todo el mundo acaba sabiéndolo. Hablo demasiado.

Su labio tembló. Se pasó el dedo bajo la nariz y tiró el cigarrillo, que siseó levemente al entrar en contacto con la nieve.

– Hablar no es ningún crimen, Josie.

– Maggie Spence era mi mejor amiga, y se ha marchado. El señor Wragg dice que no volverá. Y estaba enamorada de Nick. ¿Lo sabías? Verdadero amor. No volverán a verse. Me parece injusto.

Brendan asintió.

– La vida es así, ¿no?

– Y a Pam la han encerrado de por vida porque su mamá la sorprendió anoche en la sala de estar con Todd. Lo estaban haciendo. Allí mismo. Su mamá encendió las luces y empezó a chillar. Fue como en una película, dijo Pam. Así que ya no queda nadie. Nadie especial. Siento como un hueco, aquí. -Señaló su estómago-. Mamá dice que necesito comer, pero yo no tengo hambre, ¿sabes?

Brendan sabía. Era un experto en huecos. A veces, pensaba que era el vacío personificado.

– No puedo pensar en el vicario -siguió Josie-. No puedo pensar en nada. -Miró hacia la carretera-. Al menos, tenemos la nieve. Vale la pena mirarla, de momento.

– Pues sí.

Brendan asintió, palmeó su rodilla y siguió su camino. Se desvió por la carretera de Clitheroe, absorto en el paseo, sus energías concentradas en aquel esfuerzo, más que en pensar.

Era menos dificultoso caminar por la carretera de Clitheroe. Al parecer, más de una persona había abierto un sendero en la nieve para ir a la iglesia. Se cruzó con la pareja londinense a corta distancia de la escuela primaria. Caminaban poco a poco, con las cabezas juntas mientras conversaban. Solo levantaron un momento la vista cuando él pasó.

Al verles, sintió una punzada de tristeza. Hombres y mujeres juntos, que caminaban y se tocaban, prometían causarle incontables penas durante los años venideros. El objetivo era pasar de todo. No sabía si lo conseguiría sin buscar algún consuelo.

Por eso estaba ahora paseando, sin detenerse, y se decía que solo era para ir a echar un vistazo a la mansión. El ejercicio era bueno, el sol había salido, necesitaba aire puro. La capa de nieve era mucho más profunda al otro lado de la iglesia, y cuando llegó al pabellón tuvo que detenerse unos minutos para recuperar el aliento.

– Un poco de descanso -se mintió, y escudriñó las ventanas una tras otra, en busca de algún movimiento detrás de las cortinas.

Polly no había ido al pub las dos últimas noches. La había esperado hasta el último momento, cuando Ben Wragg anunciaba que ya era hora de cerrar y Dora se dedicaba a recoger vasos. Sabía que no solía aparecer después de las nueve y media, pero esperó y soñó.

Aún seguía soñando cuando la puerta principal se abrió y Polly salió. Se sobresaltó al verle. Brendan avanzó hacia la joven con decisión. Llevaba una cesta colgada del brazo e iba envuelta de pies a cabeza en lana y bufandas.

– ¿Vas al pueblo? -preguntó Brendan-. Acabo de estar en la mansión. ¿Te acompaño, Polly?

Ella se acercó y examinó la pista, cubierta de nieve prístina y traicionera.

– ¿Vienes de allí? -preguntó.

Brendan buscó en su bolsillo la bolsa del tabaco.

– En realidad, iba, no venía. A dar un paseo. Hermoso día.

Cayó un poco de tabaco sobre la nieve. Polly lo siguió con la mirada, como si lo estudiara. Brendan observó que se había dado un golpe en la cara. Una media luna púrpura destacaba sobre el tono cremoso de su piel, y comenzaba a amarillear en los bordes, como una señal de curación.

– No te he visto por el pub. ¿Ocupada?

Ella asintió, sin dejar de examinar la nieve.

– Te he echado de menos. Hablar contigo y todo eso. Tienes cosas que hacer, gente que ver. Lo comprendo. Una chica como tú. Me pregunté dónde podrías estar. Una tontería, pero es verdad.

La joven ajustó la cesta en su brazo.

– Me han dicho que se ha solucionado. Lo de Cotes Hall, la muerte del vicario. ¿Lo sabías? Estás a salvo. Una buena noticia, ¿verdad?, considerando cómo han ido las cosas.

Ella no contestó. Llevaba unos guantes negros, con un agujero en la muñeca. Deseó que se los quitara para poder ver sus manos. Calentarlas, incluso. Y a ella también.

– Pienso en ti, Polly -estalló de repente-. En todo momento. Día y noche. Lo sabes, ¿verdad? No sirvo para disimular. No puedo disimular esto. Ya sabes lo que siento. Lo sabes, ¿verdad? Lo has sabido desde el primer momento.

Polly había rodeado su cabeza con una bufanda púrpura, y la acercó más a su cara, como si quisiera ocultarla. Tenía la cabeza gacha. Recordó a Brendan la actitud de alguien que reza.

– Los dos estamos solos, ¿no? -prosiguió-. Los dos necesitamos a alguien. Te deseo, Polly. Sé que no puede ser perfecto, tal como están las cosas en mi vida, pero algo es algo. Será especial. Juro que me esforzaré por hacerte feliz, si me dejas.

Ella levantó la cabeza y le miró con curiosidad. Brendan notó que le sudaban las axilas.

– Lo he dicho mal, ¿verdad? Ha quedado un poco confuso. Empezaré por el principio. Estoy enamorado de ti, Polly.

– No lo has dicho mal. No hay confusión que valga.

Su corazón saltó de alegría.

– Entonces…

– No lo has dicho todo.

– ¿Qué más quieres que diga? Te quiero. Te deseo. Te haré feliz si…

– Olvidas el hecho de que tienes esposa. -Polly sacudió la cabeza-. Vete a casa, Brendan. Ocúpate de la señorita Becky. Métete en tu cama. Deja de rondar alrededor de la mía.

Cabeceó con brusquedad -adiós, buenos días, como él quisiera entenderlo- y se encaminó hacia el pueblo.

– ¡Polly!

Ella se volvió, el rostro impenetrable. No quería conmoverse, pero él lo lograría. Encontraría su corazón. Pediría, suplicaría, lo que hiciera falta.

– Te quiero -dijo-. Te necesito, Polly.

– Todos necesitamos algo.

Polly se alejó.


Colin la vio pasar, como una caprichosa visión colorida que se destacaba contra un fondo blanco. Bufanda púrpura, chaquetón marinero, pantalones rojos, botas marrones. Llevaba una cesta y caminaba con decisión por el otro lado de la carretera. No miró en su dirección. En otro tiempo, lo habría hecho. Habría dirigido una mirada subrepticia hacia su casa, y si por casualidad le hubiera visto trabajando en el jardín delantero o limpiando el coche, habría cruzado la carretera con cualquier excusa. ¿Sabes lo de las carreras de galgos en Lancaster, Colin? ¿Cómo está tu papá? ¿Qué dijo el veterinario sobre los ojos de Leo?

Ahora, se había emperrado en mirar hacia delante. El otro lado de la carretera, las casas que la bordeaban, y esta en particular, no existían. Ya estaba bien así. Les estaba salvando a los dos. Si hubiera vuelto la cabeza, si hubiera visto que él la estaba observando desde la ventana de la cocina, tal vez Colin habría sentido algo. Hasta el momento, había conseguido no sentir nada en absoluto.

Había cumplido los rituales matutinos: preparar café, afeitarse, dar de comer al perro, servirse un cuenco de cereales, cortar un plátano, espolvorearlo de azúcar y regar la mezcla con leche. Hasta se había sentado a la mesa con el cuenco delante. Incluso había llegado a hundir la cuchara. Incluso se había llevado la cuchara a los labios. Dos veces. Pero no pudo comer.

Había cogido su mano, un peso muerto en la suya. Había dicho su nombre. No sabía muy bien cómo llamarla, aquella Juliet-Susanna que el detective londinense afirmaba ser, pero necesitaba llamarla de alguna forma, en un esfuerzo por recuperarla.

En realidad, descubrió que no estaba con él. Su cascara, el cuerpo que había reverenciado con el suyo, sí, pero su sustancia interior viajaba en el otro Range Rover, trataba de calmar los temores de su hija e invocaba la valentía necesaria para decir adiós.

Aumentó la presión de su mano.

– El elefante -dijo ella, con una voz sin el menor timbre.

Colin se esforzó por comprender. El elefante. ¿Por qué? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? ¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué debía saber sobre elefantes? ¿Que nunca olvidaban? ¿Que ella tampoco? ¿Que la salvara de las arenas movedizas de su desesperación? El elefante.

Y entonces, como si se comunicaran en un inglés que solo significaba algo para ellos, el inspector Lynley contestó.

– ¿Está en el Opel?

– Le dije que Punkin o el elefante. Has de decidir, querida.

– Me ocuparé de que lo recupere, señora Spence.

Y eso fue todo. Colin deseó que ella respondiera a la presión de sus dedos. La mano de Juliet no se movió en ningún momento, no apretó la suya. Se había hundido en su dolor.

Ahora, lo comprendía. A él también le había pasado. Al principio, tuvo la impresión de que el proceso se había iniciado cuando Lynley expuso los hechos. Al principio, tuvo la impresión de que se iba degenerando a medida que transcurría la noche interminable. Dejó de oír sus voces. Se desgajó de su cuerpo y les observó desde lo alto de las cosas. Lo observó todo con curiosidad, lo desechó, y pensó que tal vez lo investigaría más tarde. Cómo hablaba Lynley, no como un oficial de policía, sino como si deseara consolarla o tranquilizarla, cómo la ayudaba a subir al coche, cómo la sostenía con el brazo alrededor de sus hombros y ella apoyaba la cabeza contra el pecho del detective cuando oyeron el último grito de Maggie. Era curioso que en ningún momento expresara satisfacción por haber demostrado sus conjeturas. En cambio, parecía desgarrado. El tullido dijo algo acerca del funcionamiento de la justicia, pero Lynley lanzó una carcajada amarga. Odio todo esto, dijo, la vida, la muerte, todo este lío asqueroso. Y aunque Colin escuchaba desde el lejano lugar al que se había retirado, descubrió que no odiaba nada. Cuando alguien está sumido en el proceso de morir, no puede odiar.

Después, comprendió que el proceso había empezado cuando levantó la mano contra Polly. Ahora, de pie ante la ventana, viéndola pasar, se preguntó si no llevaría años de agonía.

Detrás, el tictac del reloj señalaba la progresión del día. Los ojos del gato se movían al compás del péndulo de su cola. Cómo había reído ella al verlo. Es precioso, Col, dijo, ha de ser mío. Y él se lo había regalado para su cumpleaños, envuelto en papel de periódico porque había olvidado el papel de regalo y el lazo, abandonados en el porche delantero. Tocó el timbre. Cómo había reído ella, ¡cómo había aplaudido!, cuélgalo ahora mismo, dijo, ahora mismo.

Lo bajó de la pared y lo dejó sobre la encimera. Le dio la vuelta. La cola siguió meneándose. Presintió que los ojos también se movían. Incluso pudo oír su tictac.

Intentó abrir el compartimiento que albergaba la maquinaria, pero no logró hacerlo con los dedos. Lo intentó tres veces, abandonó y abrió un cajón situado bajo la encimera. Buscó un cuchillo.

El reloj continuaba su tictac. La cola del gato se movía.

Deslizó el cuchillo entre la tapa y el cuerpo y tiró hacia arriba con fuerza. Una segunda vez. El plástico cedió con un chasquido, parte de la tapa se rompió. Salió despedida y cayó al suelo. Alzó el reloj y lo estrelló una sola vez contra la encimera. La cola y los ojos se inmovilizaron. El leve tictac cesó.

Rompió la cola. Utilizó el mango de madera del cuchillo para triturar los ojos. Tiró el reloj a la basura. Una lata de sopa se ladeó a causa del impacto y empezó a verter tomate diluido sobre la esfera del aparato.

¿Cómo le llamaremos, Col?, había preguntado ella, cogiéndole del brazo. Necesita un nombre. A mí me gusta Tigre. Escucha cómo suena: Tigre dicta el tiempo. ¿Seré poeta, Col?

– Quizá lo eras -dijo él.

Se puso la chaqueta. Leo salió como una exhalación de la sala de estar, dispuesto a correr. Colin oyó su gemido ansioso y acarició la cabeza del perro con los nudillos, pero cuando se fue de casa, lo hizo solo.

El vapor de su aliento le informó de que el aire era helado, pero no sintió nada, ni frío ni calor.

Cruzó la carretera y entró en el cementerio. Observó que alguien había entrado antes que él, porque vio una rama de enebro sobre una tumba. Las demás estaban desnudas, heladas bajo la nieve, y sus lápidas se alzaban como chimeneas hacia las nubes.

Caminó hacia el muro y el castaño donde Annie reposaba, muerta desde hacía seis años. Imprimió una senda nueva en la nieve, y notó que los montones cedían ante la presión de sus espinillas, como se rompe el mar al caminar por él.

El cielo estaba tan azul como el lino que ella había plantado un año junto a la puerta. Una telaraña de hielo y nieve reluciente se había formado entre las ramas sin hojas del castaño. Las ramas arrojaban una red de sombras sobre la tierra. Enviaban dedos sin piel hacia la tumba de Annie.

Tendría que haber traído algo, pensó. Una rama de hiedra y acebo, una guirnalda de pino. Al menos, tendría que haber ido preparado para limpiar la lápida, para impedir que los líquenes crecieran. Debía evitar que las letras se borraran. De momento, necesitaba leer su nombre.

La nieve sepultaba en parte la lápida, y empezó a limpiarla con las manos; primero, limpió la superficie, luego los lados, y después se dispuso a utilizar los dedos para despejar las letras grabadas.

Entonces, la vio. Primero, captó el color, rosa brillante sobre blanco puro. Después, distinguió las formas, dos óvalos entrelazados. Era una pequeña piedra plana, pulida por mil años de río, y yacía sobre la cabecera de la tumba, tangente a la lápida.

Extendió la mano, después la retiró. Se arrodilló en la nieve.

Quemé cedro por ti, Colin. Coloqué cenizas sobre su tumba, y también la piedra anular. Di a Annie la piedra anular.

Extendió un brazo. Su mano cogió la piedra. Sus dedos se cerraron a su alrededor.

– Annie -susurró-. Oh, Dios, Annie.

Sintió el aire frío procedente de los páramos. Sintió el frígido e implacable abrazo de la nieve. Sintió la pequeña piedra acomodarse en su palma. La sintió dura y suave.

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