Una salida temprana, iniciada mucho antes de que el sol se alzara sobre las laderas de Cotes Fell, logró que Lynley llegara a las afueras de Londres a mediodía. El tráfico de la ciudad, que cada día se iba convirtiendo más en una especie de nudo gordiano sobre ruedas, añadió una hora más a la duración de su viaje. Entró poco después de la una en Onslow Square y se adjudicó un espacio que estaba abandonando un Mercedes-Benz, con la puerta del conductor arrugada como un acordeón pateado y un conductor ceñudo y ceñido a un collarín.
No la había telefoneado, ni desde Winslough ni desde el Bentley. Al principio, se había dicho que era demasiado -¿cuándo, al fin y al cabo, se había levantado Helen antes de las nueve de la mañana, si no era absolutamente necesario?-, pero a medida que transcurrían las horas, varió su razonamiento y pensó que no deseaba obligarla a variar sus horarios en función de él. No era una mujer a la que gustara estar a la disposición de un hombre, y Lynley no pensaba imponerle aquel papel. Al fin y al cabo, el piso estaba bastante cerca de su casa. Si había salido, se dirigiría a Eaton Terrace y comería allí. Aquellas ideas tan liberadas le halagaron, pero solo servían para ocultar la verdad evidente: quería verla, pero no deseaba llevarse un chasco si Helen tenía un compromiso que le excluía.
Tocó el timbre y esperó, mientras escudriñaba un cielo del color aproximado de una moneda de diez peniques y se preguntaba cuánto tardaría en llover, y si lluvia en Londres significaba nieve en Lancashire. Llamó por segunda vez y la oyó por el altavoz.
– Estás en casa -dijo.
– Tommy.
La puerta se abrió.
Salió a recibirle en la puerta del piso. Sin maquillaje, con el cabello apartado de la cara y sujeto con una ingeniosa combinación de goma y cinta de raso, parecía una adolescente. El tema que eligió para conversar acentuó la similitud.
– Esta mañana he tenido una pelea espantosa con papá -dijo, mientras él la besaba-. Yo debía encontrarme con Sidney y Hortense para ir a comer, Sid ha descubierto un restaurante armenio en Chiswick y jura que es el paraíso en la tierra, si es posible combinar la comida armenia con Chiswick y el paraíso, pero papá vino ayer a la ciudad por asuntos de negocios, pasó la noche aquí y nos hundimos en abismos todavía más profundos de nuestro odio mutuo, esta misma mañana.
Lynley se quitó el abrigo. Observó que Helen se había consolado con el raro lujo de un fuego de mediodía, frente al cual había instalado una mesa de café, ocupada por el periódico de la mañana, dos tazas y dos platillos, y los restos de un desayuno que, al parecer, había consistido en huevos demasiado hervidos y consumidos solo a medias, y unas tostadas increíblemente carbonizadas.
– Ignoraba que tu padre y tú os odiabais. ¿Es algo reciente? Siempre había tenido la sensación de que realmente eras su hija favorita.
– Oh, no nos odiamos y soy su favorita, en efecto. Por eso es tan desagradable que espere esas cosas de mí. «No me malinterpretes, querida. A tu madre y a mí no nos molesta ni un ápice que utilices este piso», dijo con su habitual estilo rimbombante. Ya sabes a qué me refiero.
– De barítono, sí. ¿Quiere echarte del piso?
– «Tu abuela lo legó a la familia, y como tú formas parte de la familia, no podemos acusarte o acusarnos de hacer caso omiso de sus deseos. No obstante, tu madre y yo hemos reflexionado sobre la forma en que empleas tu tiempo», y todos los etcéteras que tanto le gustan. Le odio cuando me chantajea con el piso.
– ¿Te refieres a «Cuéntame con qué tonterías empleas tu tiempo, querida Helen»? -preguntó Lynley.
– Exacto. -Se acercó a la mesita de café y empezó a doblar los periódicos y amontonar los platos-. Y todo porque Caroline no estaba aquí para prepararle el desayuno. Ha vuelto a Cornualles. Está totalmente decidida a regresar, y esa no es la mejor noticia de la década, y la culpa es de Denton, Tommy. Y también, porque Cybele es un modelo de felicidad conyugal y porque Iris es feliz como un cerdo en el barro con Montana, el ganado y su vaquero. Pero sobre todo porque su huevo no estaba hervido como a él le gusta y quemé su tostada. Cielos, ¿cómo iba a saber yo que debes quedarte junto a la tostadora como una mujer enamorada? Eso le puso frenético. De todas formas, por las mañanas es siempre tan hiriente como un zarzal.
Lynley seleccionó de toda la información el único punto en que tenía, al menos, cierta experiencia. No podía comentar las elecciones maritales de dos de las hermanas de Helen -Cybele con un industrial italiano e Iris con un ranchero de Estados Unidos-, pero conocía bastante bien una parte de su vida. Durante los últimos años, Caroline había jugado el papel de criada, acompañante, ama de llaves, cocinera, ayuda de cámara y ángel de la guardia de Helen. Pero había nacido y crecido en Cornualles, y Lynley siempre había sabido que, a la larga, Londres la acabaría abrumando.
– No esperarías que Caroline fuera a quedarse para siempre -comentó-. Al fin y al cabo, su familia vive en Hownestow.
– Lo habría conseguido si Denton no se hubiera dedicado a romper su corazón cada mes, más o menos. No entiendo por qué no controlas a tu criado. Carece de conciencia en lo relativo a mujeres.
Lynley la siguió a la cocina. Dejaron los platos sobre la encimera, y Helen se encaminó a la nevera. Sacó un yogur de limón y lo abrió con el extremo de una cuchara.
– Iba a proponerte ir a comer -se apresuró a decir Lynley, cuando Helen hundió la cuchara en el yogur y se apoyó en la encimera.
– ¿De veras? Gracias, querido. Es imposible. Temo que estoy demasiado ocupada en decidir qué hacer con mi vida, de una forma que nos permita vivir a mí y a papá. -Se arrodilló, rebuscó de nuevo en la nevera y sacó tres yogures más-. Fresa, plátano, otro de limón. ¿Cuál prefieres?
– Ninguno, de hecho. Tuve visiones de salmón ahumado seguido de buey. Cócteles de champán antes, clarete durante, coñac después.
– En ese caso, plátano. -Helen decidió por él y le pasó el yogur y una cuchara-. Es lo mismo. Muy refrescante. Ya lo verás. Voy a preparar café.
Lynley examinó el yogur con una mueca.
– ¿De veras puedo comerme esto sin sentirme como la señorita Muffet?
Se acercó a una mesa circular de abedul y cristal que encajaba a la perfección en un hueco de la cocina. Sobre ella descansaban tres días de correo, como mínimo, sin abrir, junto con dos revistas de modas, con las esquinas de las páginas interesantes dobladas. Las hojeó mientras Helen molía el café. Su elección de lecturas era intrigante. Se había dedicado a investigar vestidos de novia y bodas. Raso venus seda versus algodón. Flores en el pelo versus sombreros versus velos. Recepciones y desayunos. La oficina de registro versus la iglesia.
Lynley levantó la vista y observó que ella le estaba mirando. Giró en redondo y se concentró en moler café, pero él ya había advertido la momentánea confusión en sus ojos -¿cuándo demonios se había quedado Helen perpleja por algo?-, y se preguntó hasta qué punto estaba relacionado con él, y hasta qué punto con las críticas de su padre, su repentino interés por las bodas. Dio la impresión de que ella había leído en su mente.
– Siempre está a vueltas con Cybele -dijo Helen-, lo cual le predispone contra mí. Ella es: madre de cuatro, esposa de uno, la gran dama de Milán, protectora de las artes, miembro de la junta directiva de la ópera, presidente del museo de arte moderno, miembro de todos los comités habidos y por haber. Y habla italiano como una nativa. Qué repugnante hermana mayor. Al menos, podría tener la decencia de ser desgraciada, o estar casada con un patán. Pero no: Cario la adora, la reverencia, la llama su frágil rosa inglesa. -Helen colocó la jarra de café bajo la espita de la cafetera-. Cybele es tan frágil como un caballo y él lo sabe.
Abrió un aparador y empezó a sacar latas, tarros y envases de cartón, que transportó a la mesa. Galletas de queso tomaron posiciones en una bandeja, junto con un trozo de Brie. Aceitunas y encurtidos fueron a parar a un cuenco. Añadió unas cuantas cebollas de cóctel. Terminó el despliegue con un pedazo de salami y una tabla de cortar.
– La comida -anunció, y se sentó frente a él mientras el café hervía.
– Una selección gastronómica ecléctica -comentó Lynley-. ¿En qué estaría pensando cuando sugerí salmón ahumado y buey?
Lady Helen se cortó un poco de Brie y lo aplicó sobre una galleta.
– No considera necesario que yo siga una carrera, es un papá muy victoriano, con toda franqueza, pero piensa que debería hacer algo útil.
– Ya lo haces. -Lynley atacó su yogur de plátano y trató de pensar en él como algo masticable, en lugar de aquella masa informe-. Piensa en la ayuda que prestas a Simon cuando va muy ahogado.
– Eso es lo que más le duele a papá. ¿Qué demonios hace una de sus hijas espolvoreando y fotografiando huellas dactilares, colocando pelos en bandejas de microscopios, mecanografiando informes sobre carne descompuesta? Dios mío, ¿es ese el tipo de vida que esperaba del fruto de sus entrañas? ¿Para eso me envió al colegio? ¿Para pasar el resto de mis días, intermitentemente, por supuesto, no pretendo dedicarme con regularidad a algo alejado de la frivolidad, en un laboratorio? Si fuera un hombre, al menos podría perder el tiempo en el club. Lo aprobaría. Al fin y al cabo, fue su principal ocupación durante la mayor parte de su juventud.
Lynley enarcó una ceja.
– Creo recordar que tu padre era presidente de tres o cuatro empresas bastante lucrativas. Creo recordar que todavía preside una.
– Oh, no me lo recuerdes. Se pasó la mañana haciéndolo, cuando no se dedicaba a enumerar la lista de organizaciones caritativas a las que debería entregar mi tiempo. La verdad, Tommy, a veces pienso que sus actitudes y él han salido de una novela de Jane Austen.
Lynley señaló la revista que había hojeado.
– Hay otras formas de aplacarle, por supuesto, aparte de entregar tu tiempo a la caridad. No porque sea necesario aplacarle, sino solo en el caso de que lo desees. Por ejemplo, podrías entregar tu tiempo a algo que él considerara valioso.
– Naturalmente. Reunir fondos para la investigación médica, visitar a ancianos en su domicilio, trabajar en una organización de caridad. Sé que debería hacer algo, y lo sigo intentando, pero siempre se me cruza algo en el camino.
– No estaba diciendo que te hicieras voluntaria.
Helen se quedó inmóvil cuando iba a cortarse un trozo de salami. Bajó el cuchillo, se limpió los dedos con una servilleta de hilo y no respondió.
– Piensa en cuántos pájaros mataría la única piedra del matrimonio, Helen. Toda tu familia podría volver a utilizar este piso.
– Pueden venir cuando les plazca. Ya lo saben.
– Podrías declararte demasiado ocupada en los intereses egocéntricos de tu marido para poder llevar una intensa actividad social y cultural como Cybele.
– Tengo que empezar a implicarme más en las cosas. Papá tiene razón en eso, aunque detesto admitirlo.
– Y en cuanto tuvieras hijos, podrías utilizar sus necesidades como escudo contra las opiniones formuladas por tu padre sobre tu inactividad. Claro que, para entonces, ya no emitiría ningún juicio. Estaría demasiado satisfecho.
– ¿Por qué?
– Porque habrías… sentado la cabeza, supongo.
– ¿Sentado la cabeza? -Lady Helen pinchó un encurtido y lo masticó con aire pensativo mientras le observaba-. Santo Dios, no me digas que eres tan provinciano.
– No pretendía…
– No puedes pensar que lo más apropiado para una mujer sea sentar la cabeza. ¿O es lo que me reservas? -preguntó con malicia.
– No, lo siento. Elegí mal las palabras.
– Prueba otra vez.
Lynley dejó el yogur sobre la mesa. Las primeras cucharadas habían sido bastante gustosas, pero su paladar ya tenía bastante.
– Estamos dando vueltas alrededor del tema y será mejor que paremos. Tu padre sabe que quiero casarme contigo, Helen.
– Sí. ¿Y qué?
Lynley cruzó las piernas, las descruzó. Llevó la mano hacia el nudo de la corbata para aflojarlo, y descubrió y recordó que no llevaba. Suspiró.
– Maldita sea. Pues nada. Solo me parece que nuestro matrimonio no sería algo tan horroroso.
– Y bien sabe Dios qué complacería en grado sumo a mi padre, ¿verdad?
Lynley se sintió herido por su sarcasmo y respondió en el mismo estilo.
– No tengo el menor deseo de complacer a tu padre, pero hay…
– Utilizaste la palabra complacido hace menos de un minuto. ¿O ya te has olvidado?
– Pero hay momentos, aunque este no sea uno de ellos, en que estoy lo bastante cegado para pensar que me complacería.
Esta vez, fue Helen la que aparentó picarse. Se reclinó en su silla. Se miraron unos segundos. El teléfono, compadecido, empezó a sonar.
– Olvídalo -dijo Lynley-. Hemos de aclarar esto, y hemos de aclararlo ahora.
– No creo.
Helen se levantó. El teléfono estaba sobre la encimera, cerca de la cafetera. Sirvió una taza a cada uno mientras hablaba.
– Estupenda intuición. Está sentado aquí mismo, en la cocina, comiendo salami y yogur… -Rió-. ¿Truro? Bien, espero que le exprimas bien las tarjetas de crédito… No, aquí está… De veras, Barbara, ni lo pienses. No estábamos discutiendo nada más trascendental que los méritos de los encurtidos sobre el eneldo.
Adivinaba cuándo Lynley se sentía más traicionado por su frivolidad, de modo que él no se llevó ninguna sorpresa cuando le tendió el teléfono sin mirarle a los ojos y dijo:
– Es para ti. La sargento Havers.
Atrapó los dedos de Helen bajo los suyos cuando cogió el auricular. No los soltó hasta que ella le miró. Ni siquiera entonces habló, porque, maldita sea, era culpa de ella y no pensaba disculparse por tirar coces cuando Helen le empujaba a ello.
Cuando dijo hola a su sargento, comprendió que Havers había captado algo más en su voz de lo que pretendía transmitir, porque se lanzó al informe sin comentarios de ningún tipo.
– Le asombrará saber que la Iglesia de Truro se toma muy en serio el trabajo de la policía. El secretario del obispo fue tan amable de concederme una cita a celebrar dentro de una semana a partir de mañana, muchísimas gracias. El obispo está tan ocupado como las abejas con las flores, si hay que creer a su secretario. -Exhaló un largo y ruidoso suspiro. Debía estar fumando, como de costumbre-. Tendría que ver las chozas donde viven esos tíos. La leche. Recuérdeme que me guarde el dinero en el bolsillo la próxima vez que pasen el cepillo en la iglesia. Ellos deberían ayudarme a mí, no al revés.
– De manera que ha sido una pérdida de tiempo.
Lynley vio que Helen volvía a la mesa, se sentaba y empezaba a enderezar las esquinas de las páginas de las revistas que había doblado previamente. Alisaba cada una con sus dedos. Quería que él fuera consciente de la actividad. Lo sabía porque la conocía muy bien. Al darse cuenta, experimentó una oleada de rabia tan irracional y poderosa que le vinieron ganas de catapultar la mesa contra la pared.
– Es evidente que la expresión «accidente náutico» era un eufemismo -estaba diciendo Havers.
Lynley apartó los ojos de Helen.
– ¿Qué?
– ¿Es que no me escuchaba? -preguntó Havers-. Da igual. No conteste. ¿Cuándo ha vuelto a conectar?
– En el accidente náutico.
– Perfecto.
Empezó de nuevo.
En cuanto Havers se dio cuenta de que el obispo de Truro no iba a colaborar, se había dirigido a la oficina del periódico, donde pasó la mañana leyendo ejemplares atrasados. Descubrió que el accidente náutico que había costado la vida a la esposa de Robin Sage…
– Se llamaba Susanna, por cierto.
… ni había ocurrido a bordo de un barco ni se había calificado de accidente.
– Fue en el transbordador que comunica Plymouth con Roscoff -dijo Havers-. Y fue un suicidio, según el periódico.
Havers resumió la historia a partir de los detalles que había reunido tras examinar los artículos periodísticos. Los Sage habían realizado una travesía con mal tiempo para iniciar unas vacaciones de dos semanas en Francia. Después de una comida, a mitad de la travesía…
– Dura seis horas.
…Susanna había ido al lavabo de señoras, mientras su marido regresaba al salón con un libro. Pasó más de una hora antes de que reparara en su dilatada ausencia, pero como estaba algo deprimida, pensó que deseaba pasar un rato sola.
– Dijo que su mujer era propensa a perder el sentido del tiempo cuando estaba de aquella manera -explicó Havers-, y él quería concederle un respiro. Son palabras mías, no suyas.
Según la información que Havers había conseguido reunir, Robin Sage había salido del salón dos o tres veces durante el resto de la travesía, para estirar las piernas, tomar un refresco, comprar una barra de chocolate, pero no para buscar a su mujer, cuya prolongada ausencia, por lo visto, no parecía preocuparle. Cuando atracaron en Francia, bajó al coche, suponiendo que la encontraría esperando. Cuando no apareció entre los pasajeros que empezaban a bajar, se lanzó en su búsqueda.
– No dio la alarma hasta advertir que su bolso estaba en el asiento delantero del coche -siguió Havers-. Había una nota en el interior. Déjeme ver… -Lynley oyó el ruido de las páginas al pasar-. Decía: «Robin, lo siento. No sé encontrar la luz». No estaba firmada, pero la letra era suya.
– No parece la nota de un suicida -observó Lynley.
– No es usted el único que lo piensa.
Al fin y al cabo, el mal tiempo había acompañado a la travesía. La segunda mitad se realizó ya al oscurecer. Hacía frío, y nadie había estado en cubierta para ver a una mujer que se tirara por la borda.
– O que la tiraran -insinuó Lynley.
Havers se mostró de acuerdo, aunque de manera indirecta.
– La verdad es que pudo ser un suicidio, pero también otra cosa. Lo mismo pensaron, al parecer, los polis de ambos lados del Canal. Pasaron por la piedra a Sage dos veces. Salió impoluto, al menos lo máximo que pudo, al no haber testigos de nada, incluyendo la visita de Sage al bar o sus paseos para estirar las piernas.
– ¿No pudo largarse la mujer del barco cuando atracó? -preguntó Lynley.
– Una frontera internacional, inspector. Tenía el pasaporte en el bolso, junto con el dinero, el permiso de conducir, las tarjetas de crédito y todo eso. No habría podido bajar del barco en ninguna de ambas escalas. Lo registraron de arriba abajo en Francia y en Inglaterra.
– ¿Y el cuerpo? ¿Dónde la encontraron? ¿Quién la identificó?
– Aún no lo sé, pero estoy en ello. ¿Quiere que apostemos?
– A Sage le gustaba hablar sobre la mujer sorprendida en adulterio -dijo Lynley, casi para sí.
– Y como no había piedras a mano en el barco, le dio el típico empujón que merecía, ¿no?
– Tal vez.
– Bien, pasara lo que pasase, todos están durmiendo ya en el seno de Jesús. En el cementerio de Tresillian. Todos, de hecho. Fui a comprobarlo.
– ¿Todos?
– Susanna, Sage y el niño. Los tres. Alineados en una diminuta hilera.
– ¿El niño?
– Sí, el niño. Joseph. Su hijo.
Lynley frunció el ceño, mientras escuchaba a su sargento y miraba a Helen; la primera le estaba suministrando los últimos datos averiguados, mientras Helen deslizaba el cuchillo sobre el pedazo de Brie, al azar, con las revistas cerradas y apartadas a un lado.
– Tenía tres meses cuando murió -dijo Havers-. Y ella murió. Déjeme ver… Aquí está. Murió seis meses después, lo cual fortalece la teoría del suicidio, ¿no? Debía llevar una depresión del copón, después de que su hijo muriera. ¿Cómo lo dijo? No sé encontrar la luz.
– ¿Qué provocó la muerte del niño?
– No lo sé.
– Averígüelo.
– De acuerdo. -Removió unos papeles, como si tomara notas en su cuaderno-. Coño, inspector -exclamó de repente-, tenía tres meses. ¿Cree que ese tal Sage puso… o su mujer…?
– No lo sé, sargento. -Al otro lado de la línea, oyó el ruido de una cerilla al encenderse. Otro cigarrillo. Anheló imitarla-. Profundice un poco más en Susanna, a ver si descubre algo acerca de su relación con Juliet Spence.
– Spence… Ya lo tengo. -Más papeles crujieron-. He hecho copias de los artículos periodísticos para usted. No son gran cosa, pero los enviaré por fax al Yard.
– Está bien, por si acaso.
Parecía poca cosa, desde luego.
– De acuerdo. Bien. -Lynley oyó que chupaba su cigarrillo-. Inspector…
Apenas susurró la palabra.
– ¿Qué?
– Manténgase firme ahí. Ya sabe, con Helen.
Muy fácil de decir, pensó mientras colgaba el teléfono. Volvió a la mesa, vio que Helen había llenado de rayas la superficie del Brie. No había comido el yogur, y apenas había tocado el salami. En aquel momento, estaba utilizando el tenedor para dar vueltas en el plato a una aceituna negra. Su expresión era desolada. Experimentó una curiosa compasión.
– Creo que tu padre tampoco aprobaría que jugaras con la comida -dijo en voz baja.
– No. Cybele nunca juega con la comida. Iris nunca come, por lo que yo sé.
Lynley se sentó y miró sin el menor apetito el Brie que había esparcido sobre la galleta. Lo cogió, lo dejó, extendió la mano hacia el cuenco de encurtidos, lo alejó.
– Muy bien -dijo por fin-. Me voy. Debo ir a…
– Lo siento muchísimo, Tommy -le interrumpió Helen-. No quería herirte. No sé qué me pasa o por qué lo hago.
– Yo te empujo. Nos empujamos mutuamente.
Helen se quitó la cinta elástica del pelo y jugueteó con ella.
– Creo que busco pruebas, y como no las encuentro, me las invento.
– Esto no es un tribunal, Helen, sino una relación. ¿Qué intentas demostrar?
– Indignidad.
– Entiendo. La mía.
Intentó fingir objetividad, pero no lo logró.
Helen levantó la vista. Tenía los ojos secos, pero la piel colorada.
– Sí, la tuya, porque bien sabe Dios que ya cargo con la mía.
Lynley extendió la mano hacia la cinta que retorcía en sus manos. Las había enlazado, y Lynley aflojó el nudo.
– Si estás esperando a que dé por terminado lo nuestro, olvídalo. Tendrás que hacerlo tú.
– Soy muy capaz, ¿sabes?
– No lo dudo.
– Sería mucho más fácil.
– Sí, pero solo al principio. -Se levantó-. He de ir a Kent. ¿Cenarás conmigo? -Sonrió-. ¿Desayunarás, también?
– Hacer el amor no es lo que procuro evitar, Tommy.
– No, Helen. Hacer el amor es bastante fácil. Lo malo es vivir con ello.
Lynley entró en el aparcamiento de la estación ferroviaria de Sevenoaks, justo cuando las primeras gotas caían sobre el parabrisas del Bentley. Unas cuantas curvas después de dejar atrás el lugar donde se habían alzado los robles que daban nombre a la ciudad, y ya salió al campo. Bajó por dos sendas más, subió por una pendiente suave, y desembocó en un corto camino particular llamado Wealdon Oast. Conducía a una casa, de tejas arriba y ladrillo debajo, adornada con el típico horno secador circular de chimeneas inclinadas, adosado al edificio en su extremo norte. La casa miraba a Sevenoaks al oeste, y a una mezcla de tierras de labranza y bosques al sur. La tierra y los árboles estaban sometidos al colorido monótono del invierno, pero el resto del año, sin duda, desplegarían toda una paleta cromática.
Mientras aparcaba entre un Sierra y un Metro, Lynley se preguntó si Robin Sage habría venido a pie desde la ciudad. No habría conducido todo el rato desde Lancashire, y la colección de direcciones parecía indicar dos hechos: había llegado en tren sin la menor intención de coger un taxi en la estación, y nadie había ido a recibirle, ni en la estación ni en la ciudad.
Un letrero de madera, escrito con letras amarillas y sujeto a la izquierda de la puerta principal, identificaba el horno secador no como una casa sino como un local comercial. «Agencia de Colocaciones» rezaba. Y debajo, en letras más pequeñas, «Katherine Gitterman, propietaria».
Kate, pensó Lynley. Otra respuesta aparecía a las preguntas suscitadas por la agenda de Sage y la caja de cartón que contenía cosas sueltas.
Una joven levantó la vista del mostrador de recepción cuando Lynley entró. Lo que había sido una sala de estar se había convertido en una oficina de paredes color marfil, alfombras verdes y muebles de roble modernos que olían levemente a aceite de limón. La chica le saludó con un cabeceo, al tiempo que continuaba hablando por teléfono.
– Puedo enviarle otra vez a Sandy, señor Coatsworth. Se entendió bien con su personal, y sus aptitudes… Bueno, sí, es la del aparato de ortodoncia. -Volvió los ojos hacia Lynley. Este observó que les había aplicado con pericia una sombra aguamarina que hacía juego con su blusa-. Sí, por supuesto, señor Coatsworth. Déjeme ver… -Sobre el escritorio, por lo demás muy bien ordenado, había seis carpetas de papel manila. Abrió la primera-. Ningún problema, señor Coatsworth. De veras. Ni lo piense, por favor. -Examinó la segunda carpeta-. No ha probado a Joy, ¿verdad? No, no, claro, no lleva aparato de ortodoncia. Y mecanografía… Déjeme ver…
Lynley miró hacia su izquierda, a la puerta que daba acceso al nicho circular. Media docena de pulcros cubículos se habían construido a lo largo de la pared. Dos estaban ocupados por muchachas que tecleaban en una máquina eléctrica, mientras un metrónomo hacía tictac a un lado. En un tercero, un joven trabajaba con un ordenador.
Lynley se volvió hacia el escritorio de recepción. Aguamarina empuñaba un lápiz, como dispuesta a tomar notas. Había sacado las carpetas del escritorio, sustituyéndolas por un cuaderno de papel amarillo. Detrás de ella, un único pétalo de un ramo de rosas de invernadero, erguidas en un jarro que descansaba sobre un anaquel reluciente, cayó al suelo. Lynley sospechó que una apresurada celadora aparecería de un momento a otro como por arte de magia, armada con una pala, y haría desaparecer aquella ofensiva muestra floribunda.
– Busco a Katherine Gitterman -dijo, y extrajo su tarjeta de identificación-. DIC de Scotland Yard.
– ¿Busca a Kate? -Al parecer, la incredulidad de la joven impidió que prestara la menor atención a la tarjeta-. ¿A Kate?
– ¿Está libre?
La joven asintió, sin dejar de mirarle, levantó un dedo para indicar que no se moviera, y pulsó tres números en el teléfono. Al cabo de una breve conversación en voz baja, que sostuvo con la silla vuelta hacia el anaquel, le condujo hasta un segundo escritorio, sobre el cual descansaba un cuaderno de papel secante marrón que albergaba el correo del día, dispuesto artísticamente en forma de abanico, cuyo mango consistía en un abridor de cartas. Abrió la puerta situada al otro lado del escritorio y señaló una escalera.
– Arriba -dijo-. Le ha dado el día -añadió con una sonrisa-. No le gustan mucho las sorpresas.
Kate Gitterman le recibió en lo alto de la escalera. Era una mujer alta, vestida con una elegante bata a cuadros de franela, cuyo cinturón estaba anudado en un lazo perfectamente simétrico. El color predominante de la prenda era el mismo verde de las alfombras, y debajo llevaba un pijama del mismo tono.
– Gripe -informó-. Los últimos coletazos. Espero que no le importe. -No le dio tiempo para responder-. Hablaremos aquí.
Le guió por un estrecho pasillo que desembocaba en la sala de estar de un piso moderno y bien amueblado. Una tetera empezó a silbar cuando entraron, y la mujer le dejó con un «Espere un momento, por favor». Las suelas de sus zapatillas de piel repiquetearon sobre el linóleo cuando se movió por la cocina.
Lynley paseó la vista por la sala de estar. Como las oficinas de abajo, se veía obsesivamente limpia, con estanterías, rejillas y soportes en que cada posesión tenía su lugar señalado. Las almohadas del sofá y de las butacas estaban inclinadas en el mismo ángulo. Una pequeña alfombra persa situada frente a la chimenea ocupaba el centro exacto. En la chimenea no ardía leña ni carbón, sino una pirámide de troncos artificiales, que refulgían como si fueran brasas.
Estaba leyendo los títulos de sus cintas de vídeo, alineadas como centinelas debajo de la televisión, cuando la mujer volvió.
– Me gusta estar en forma -dijo, como para explicar el hecho de que, excepto el Cumbres borrascosas interpretado por Olivier, todas las cintas eran de ejercicios gimnásticos, a cargo de una u otra actriz.
Comprendió que estar en forma era tan importante para ella como la limpieza, pues aparte de que era esbelta, fuerte y de aspecto atlético, la única fotografía de la sala era una ampliación enmarcada de la mujer en plena carrera, con el número 194 sobre el pecho. Llevaba una cinta roja alrededor de la frente y sudaba a mares, pero había logrado dedicar una sonrisa fugaz a la cámara.
– Mi primera maratón -explicó-. La primera siempre es especial.
– Supongo que sí.
– Sí. Bien.
Se pasó los dedos índice y medio por el pelo. Era castaño claro, con cuidadas mechas rubias, muy corto y retirado de la cara, con un estilo elegante que sugería frecuentes viajes a una peluquera que manejaba tijeras y tintes con idéntica habilidad. A juzgar por las arrugas de sus ojos, y gracias a la luz del día que entraba en la sala, pese a que la lluvia empezaba a repiquetear sobre las ventanas del piso, Lynley calculó que estaría en la última etapa de los cuarenta, pero imaginó que ataviada para negocios o placer, maquillada y vista a la indulgente luz artificial de algún restaurante, parecería diez años más joven, como mínimo.
Sostenía una taza de la que se elevaba un humo aromático.
– Caldo de pollo -dijo-. Supongo que debería ofrecerle un poco, pero no sé muy bien qué hay que hacer cuando la policía viene a verte. ¿Es usted policía?
Lynley le tendió su tarjeta. Al contrario que la recepcionista, la examinó antes de devolverla.
– Supongo que no vendrá por alguna de mis chicas.
Caminó hacia el sofá y se sentó en el borde, con la taza de caldo apoyada sobre la rodilla izquierda. Lynley observó que tenía hombros de nadadora y la inflexible postura de una mujer victoriana asfixiada por un corsé.
– Investigo por completo sus antecedentes cuando envían la solicitud. Nadie entra en mis archivos sin, al menos, tres referencias. Si obtienen malos informes de más de dos patronos, las despido. De esta forma nunca tengo problemas. Nunca.
Lynley se sentó en una butaca.
– He venido a hablar sobre un hombre llamado Robin Sage. Entre sus pertenencias encontré la dirección de esta casa, y una referencia a Kate en su agenda. ¿Le conoce? ¿Vino a verla?
– ¿Robin? Sí.
– ¿Cuándo?
La mujer frunció el ceño.
– No me acuerdo bien. Fue en otoño. Quizá a finales de septiembre.
– ¿El once de octubre?
– Pudo ser. ¿Quiere que vaya a comprobarlo?
– ¿Tenía cita?
– Podría llamarse así. ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?
– Ha muerto.
La mujer cogió con un poco más de firmeza la taza, pero fue la única reacción que Lynley percibió.
– ¿Se trata de una investigación?
– Las circunstancias fueron bastante peculiares. -Esperó a que la señora Gitterman hiciera lo normal, o sea, preguntar en qué circunstancias, pero no fue así-. Sage vivía en Lancashire. Supongo que no vino a verla para contratar a una trabajadora eventual, ¿no?
La mujer bebió el caldo.
– Vino a hablar de Susanna.
– Su mujer.
– Mi hermana. -Sacó un cuadrado de hilo blanco del bolsillo, secó las comisuras de su boca y lo volvió a doblar con todo cuidado-. No le había visto ni sabido una palabra de él desde el día del funeral. Su presencia aquí no era muy grata, sobre todo después de lo sucedido.
– Entre su mujer y él.
– Y el niño. El horrible asunto de Joseph.
– Era casi un bebé cuando murió, según tengo entendido.
– Justo tres meses. Murió en la cuna. Susanna fue a despertarle una mañana, pensando que había dormido toda la noche de un tirón por primera vez. Llevaba horas muerto. Ya había empezado el rigor mortis. Le rompió tres costillas, mientras le hacía el boca a boca y le oprimía el tórax. Hubo una investigación, por supuesto, y hubo preguntas relativas a malos tratos cuando se supo lo de las costillas.
– ¿Preguntas de la policía? -se sorprendió Lynley-. Si los huesos se rompieron después de la muerte…
– Lo habrían averiguado, lo sé. No fue la policía. La interrogaron, por supuesto, pero en cuanto tuvieron el informe del patólogo, se quedaron satisfechos. De todos modos, hubo rumores en el pueblo. Susanna quedó en una posición muy delicada.
Kate se levantó, caminó hacia la ventana y descorrió las cortinas. La lluvia golpeteaba el cristal.
– Yo le culpé a él -dijo con aire ausente, pero sin excesiva ferocidad-. Todavía lo hago. En cambio, Susanna solo se culpaba a sí misma.
– Yo diría que fue una reacción bastante normal.
– ¿Normal? -Kate rió por lo bajo-. Su situación no era en absoluto normal.
Lynley aguardó, sin preguntar ni contestar. Riachuelos de lluvia resbalaban sobre los cristales. Un teléfono sonó en la oficina de abajo.
– Joseph durmió en su habitación los dos primeros meses.
– Muy poco anormal.
Kate no pareció escucharle.
– Después, Robin insistió en que tuviera su propia habitación. Susanna quería tenerle cerca, pero accedió a la petición de Robin. Ella era así. Y él era muy convincente.
– ¿Por qué?
– Siempre insistía en que un niño, por pequeño que fuera, aun en su más tierna infancia, sufriría daños irreversibles si era testigo de lo que Robin, con su infinita sabiduría, llamaba «la escena primaria» entre sus padres. -Kate se volvió y bebió más caldo-. Robin se negó a mantener relaciones sexuales mientras el niño durmiera en la habitación. Cuando Susanna quiso… reanudar las relaciones, tuvo que acceder a los deseos de Robin. Ya puede imaginar el efecto de la muerte de Joseph sobre las futuras escenas primarias entre ellos.
El matrimonio se fue al traste enseguida, dijo Kate. Robin se sumió en su trabajo para distraerse. Susanna se hundió en los abismos de la depresión.
– En aquel tiempo, yo trabajaba y vivía en Londres, y la convencí de que se quedara conmigo. La envié a las galerías de arte. Le di libros para que identificara a los pájaros de los parques. Le marqué paseos a pie en el plano de la ciudad, para que cada día siguiera uno. Alguien tenía que hacer algo, a fin de cuentas. Intenté…
– ¿Qué?
– Devolverla a la vida. ¿Qué se cree? Se revolcaba en el dolor. Destilaba culpabilidad y odio hacia sí misma. No era bueno para ella, y Robin tampoco contribuía a mejorar la situación.
– Yo diría que debía sufrir lo suyo, también.
– Ella no lo superaba. Cada día volvía a casa y me la encontraba sentada en la cama, con la foto del niño apretada contra el pecho, con el deseo de hablar y revivirlo todo. Día tras día. Como si hablar de ello hubiera servido de algo. -Kate volvió al sofá y dejó la taza sobre un redondel de mosaico que hacía las veces de posavasos en la mesita auxiliar-. Se estaba mortificando. No quería olvidar. Yo le decía que debía hacerlo. Era joven. Tendría otro hijo, al fin y al cabo. Joseph había muerto. Lo habían enterrado. Si no salía de aquel círculo vicioso y se preocupaba por ella, la enterrarían con él.
– Como así sucedió.
– También le culpé a él por eso, con sus escenas primarias y su miserable creencia en la intervención de Dios en nuestras vidas. Eso le decía, que la muerte de Joseph era obra de la mano de Dios. Qué bestia de hombre. Solo le faltaba a Susanna escuchar aquella basura. Solo le faltaba creer que Dios la había castigado. ¿Por qué? ¿Por qué?
Kate sacó el pañuelo por segunda vez. Lo apretó contra la frente, aunque no daba la impresión de que estuviera sudando.
– Lo siento -dijo-. Es insoportable recordar algunas cosas de la vida.
– ¿Por eso vino Robin Sage a verla, para compartir recuerdos?
– Le entró un súbito interés por ella. Se había desentendido de su vida durante los seis meses previos a su muerte, pero de repente le entró la curiosidad. ¿Qué hacía cuando estaba contigo?, quiso saber. ¿Adonde iba? ¿De qué hablaba? ¿Cómo se comportaba? ¿A quién conoció? -Kate lanzó una amarga carcajada-. Después de tantos años. Me entraron deseos de hacerle una cara nueva. Las ganas que tenía de verla enterrada.
– ¿Qué quiere decir?
– Se dedicaba a identificar los cadáveres que la marea arrojaba a la costa. En dos o tres ocasiones dijo que se trataba de Susanna, se equivocaba de estatura, de color del cabello cuando quedaba cabello, de peso… Daba igual. Siempre tenía esa desagradable prisa.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Al principio, pensé que deseaba casarse con otra mujer y necesitaba que declararan muerta oficialmente a Susanna a tal efecto.
– Pero no se casó.
– No. Supuse que la mujer, fuera quien fuese, le había dejado plantado.
– ¿Significa algo para usted el nombre de Juliet Spence? ¿Habló Sage de una mujer llamada Juliet Spence cuando vino a verla? ¿Susanna mencionó alguna vez a Juliet Spence?
La mujer meneó la cabeza.
– ¿Por qué?
– Envenenó a Robin Sage. El mes pasado, en Lancashire.
Kate alzó una mano, como para tocar su cabello perfectamente cepillado. Sin embargo, la dejó caer antes de que entrara en contacto. Sus ojos adquirieron un brillo distante.
– Qué extraño. Creo que me alegro.
Lynley no se sintió sorprendido.
– ¿Habló su hermana de otros hombres cuando se alojó con usted? ¿Vio a otros hombres cuando su matrimonio comenzó a desmoronarse? ¿Es posible que su marido lo descubriera?
– No hablaba de hombres, solo de bebés.
– Existe una relación indiscutible entre ambos.
– Una desafortunada peculiaridad de nuestra especie, en mi opinión. Todo el mundo ansia el orgasmo sin pararse a pensar que es una mera trampa biológica diseñada a efectos de la reproducción. Qué absurdo.
– Las personas se involucran mutuamente. Buscan comunicación, además de amor.
– Aún más imbéciles.
Lynley contempló a la mujer, y se preguntó cuánto habría sufrido su hermana. Lastimosas peticiones de aceptación y comprensión. No era extraño que se considerara aislada de la humanidad.
– ¿Tiene idea de para qué Robin Sage podría llamar a Servicios Sociales de Londres?
Kate capturó un cabello que había caído en la solapa de su bata.
– Me estaría buscando, sin duda.
– ¿Les proporciona trabajadoras eventuales?
– No. Estoy en este negocio desde hace ocho años, pero antes trabajé en Servicios Sociales. Debió ser el primer sitio al que telefoneó.
– Pero su nombre estaba en su agenda antes de sus visitas o llamadas a Servicios Sociales. ¿Por qué?
– No lo sé. Quizá quería examinar los papeles de Susanna, en el curso de ese viaje al pasado que había emprendido. Puede que Servicios Sociales de Truro interviniera cuando el niño murió. Quizá estaba siguiendo el rastro de los papeles de Susanna hasta Londres.
– ¿Por qué?
– ¿Para leerlos? ¿Para aclarar las cosas de una vez por todas?
– ¿Para descubrir si Servicios Sociales sabía lo que otra persona afirmaba saber?
– ¿Sobre la muerte de Joseph?
– ¿Es posible?
La mujer cruzó los brazos bajo los pechos.
– No veo cómo. Si hubo algo sospechoso en su muerte, habría sido investigado, inspector.
– Quizá se trató de algo ambiguo, algo susceptible de interpretarse de otra manera.
– ¿Por qué ese interés repentino? Desde el momento en que Joseph murió, Robin no demostró el menor interés por otra cosa que no fuera su ministerio. «Superaremos esto por la gracia de Dios», dijo a Susanna. -Kate apretó los labios en una mueca de desagrado-. La verdad, no la hubiera culpado en lo más mínimo si hubiera tenido la suerte de encontrar a otro hombre. Solo olvidar a Robin unas cuantas horas se le habría antojado el paraíso.
– ¿Cabe la posibilidad de que lo hiciera? ¿Usted intuyó algo?
– Por sus conversaciones, no. Cuando no hablaba de Joseph, intentaba que le contara mis casos. Era una forma más de castigarse.
– Eso quiere decir que usted era una asistenta social. Yo pensaba…
Hizo un ademán, en dirección a la escalera.
– Que era una secretaria. No. Mis aspiraciones eran bastante más ambiciosas. En un tiempo, llegué a creer que podía ayudar a la gente, cambiar vidas, mejorar las cosas. Qué ridiculez. Diez años en Servicios Sociales dio buena cuenta de mis fantasías.
– ¿Qué clase de trabajo hacia?
– Madres y niños. Visitas a domicilio. Cuanto más lo hacía, más comprendía qué mito había creado nuestra cultura alrededor del parto, describiéndolo como el acto más noble al que puede aspirar una mujer. Mentiras espantosas, todas fabricadas por hombres. La mayoría de mujeres que veía eran desgraciadas, cuando no demasiado incultas o ignorantes para comprender el alcance de su situación.
– Pero su hermana creía en el mito.
– En efecto. Y eso la mató, inspector.
– Es el hecho, ínfimo y desagradable, de que no paraba de identificar mal los cadáveres -dijo Lynley. Saludó con un movimiento de cabeza al oficial de guardia, mostró su identificación y descendió por la rampa hasta el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard-. ¿Por qué afirmaba que cada uno era el de su mujer? ¿Por qué no decía que no lo tenía claro? Al fin y al cabo, daba igual. Se había realizado la autopsia a los cadáveres en cada caso. El debía saberlo.
– Me recuerda un poco a Max de Winter [9] -contestó Helen.
Lynley frenó en un espacio convenientemente próximo al ascensor, ahora que la jornada laboral había terminado y los funcionarios se habían ido. Pensó en la idea.
– Se nos impulsa a creer que ella merecía morir -musitó.
– ¿Susanna Sage?
Lynley salió del coche y abrió la puerta.
– Rebecca -dijo-. Era mala, impúdica, lasciva, lujuriosa…
– El tipo de persona que deseas invitar a una cena para que anime la función.
– … y le empujó a matarla por decirle una mentira.
– ¿De veras? No me acuerdo bien.
Lynley la cogió del brazo y caminaron hacia el ascensor. Tocó el botón. Esperaron, mientras la maquinaria crujía y protestaba.
– Ella tenía cáncer. Quería suicidarse, pero carecía de valor. Por lo tanto, y ya que le odiaba, le empujó a matarla, destruyéndoles a los dos al mismo tiempo. Cometido el asesinato, y después de hundir su barca en la cueva de Manderley, Winter tuvo que esperar a que un cadáver femenino apareciera en la costa para poder identificar a Rebecca, que había desaparecido en el curso de una tormenta.
– Pobre criatura.
– ¿Cuál?
Lady Helen se dio unos golpecitos en la mejilla.
– Ese es el problema, ¿no? Se supone que debemos sentir compasión por alguien, pero es un poco desolador apoyar al asesino, ¿verdad?
– Rebecca era caprichosa, inconsciente por completo. Lo acabamos considerando un homicidio justificado.
– ¿Lo fue? ¿Siempre es así?
– Esa es la cuestión.
Subieron al ascensor en silencio. La lluvia había empezado a caer con insistencia durante el trayecto de vuelta a la ciudad. Una retención en Blackheath casi le había convencido de que no lograría ni tan siquiera cruzar el Támesis. No obstante, llegó a Onslow Square a las siete, fueron a cenar a Green's a las ocho y cuarto, y ahora, a las once menos veinte, se dirigían a su oficina para echar un vistazo a lo que Havers había enviado por fax desde Truro.
Habían decretado un alto al fuego no declarado. Habían hablado del tiempo, de la decisión tomada por la hermana de Helen de vender sus tierras y ovejas de West Yorkshire para volver al sur y estar cerca de su madre, una curiosa resurrección de Heartbreak House que los admiradores de Shaw denostaban y los críticos veneraban, y una exposición de Winslow Homer que se anunciaba en Londres. Lynley notaba que Helen necesitaba mantenerla a distancia, y se prestó a colaborar, aunque no le hacía mucha gracia, ni tampoco que Helen eligiera el momento de abrirle su corazón, pero sabía que contaba con mejores posibilidades de ganarse su confianza mediante la paciencia, en lugar de la confrontación.
Las puertas del ascensor se abrieron. Incluso en el DIC, el turno de noche era mucho menos numeroso que el de día, de modo que la planta parecía desierta. Dos compañeros de Lynley estaban ante la puerta de un despacho. Bebían en tazas de plástico, fumaban y hablaban sobre el último ministro del gobierno que había sido sorprendido con los pantalones bajados en la estación de King's Cross.
– Allí estaba el tío, tirándose a alguna puta mientras el país se va al carajo -comentó Phillip Hale-. ¿Qué les pasa a estos tipos?
John Stewart tiró la ceniza del cigarrillo al suelo.
– Echar un polvo a un putón vestido con una falda de cuero proporciona una gratificación más inmediata que solucionar una crisis económica, diría yo.
– Pero no era una señorita de compañía, sino una puta de a diez libras. Santo Cristo, tú la viste.
– También he visto a su mujer.
Los dos hombres rieron. Lynley miró a Helen. Su expresión era inescrutable. Saludó a sus colegas con un imperceptible movimiento de cabeza.
– ¿No estabais de vacaciones? -preguntó Hale.
– Estamos en Grecia -contestó Lynley.
Ya en su despacho, aguardó la reacción de Helen mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba detrás de la puerta. Sin embargo, ella no hizo el menor comentario sobre el diálogo que habían escuchado. Retomó el tema de antes, si bien, cuando Lynley lo pensó, comprendió que no se había apartado en exceso de su preocupación principal.
– ¿Crees que Robin Sage la mató, Tommy?
– Era de noche, hacía mala mar. No hubo testigos que vieran a su mujer tirarse del transbordador, ni nadie que atestiguara haberla visto en el bar cuando salió del salón para tomar un refresco.
– ¿Un clérigo? Ya no tan solo el crimen, sino proseguir su ministerio como si tal cosa.
– No exactamente. Dejó su cargo en Truro en cuanto ella murió. Abrazó un tipo diferente de ministerio, por otra parte, en lugares donde los feligreses no le conocieran.
– Por lo tanto, si quería ocultarles algo, no se darían cuenta de que su comportamiento se había alterado, pues no le conocían de entrada.
– Es posible.
– ¿Por qué la mató? ¿Cuál pudo ser el móvil? ¿Celos? ¿Ira? ¿Venganza? ¿Una herencia?
Lynley cogió el teléfono.
– Por lo visto, existen tres posibilidades. Seis meses antes, habían perdido a su único hijo.
– Dijiste que murió en la cuna.
– Puede que culpara a su mujer, o que estuviera liado con otra, a sabiendas de que un clérigo no puede divorciarse, so pena de arruinar su carrera.
– O puede que ella estuviera liada con otro hombre, él lo descubriera y se dejara arrastrar por la cólera.
– O la alternativa final: la verdad es lo que reluce, un suicidio combinado con equivocación sincera de un viudo afligido que se hacía un lío con los cadáveres. Sin embargo, no hay conjetura que explique de manera satisfactoria por qué fue a ver a la hermana de Susanna en octubre. ¿Dónde demonios encaja en todo esto Juliet Spence? -Levantó el teléfono-. Sabes dónde está el fax, ¿verdad, Helen? ¿Quieres comprobar si Havers ha enviado los artículos de los periódicos?
Helen salió, mientras Lynley telefoneaba a Crofters Inn.
– Dejé un mensaje para Denton -dijo St. James, después de que Dora Wragg pasara la llamada a su habitación-. Dijo que no te había visto el pelo en todo el día, y que tampoco lo esperaba. Supongo que en estos momentos estará llamando a todos los hospitales que hay entre Londres y Manchester, con la idea de que has sufrido un accidente.
– Lo comprobaré.
– ¿Qué tal por Aspatria?
St. James le informó de los datos que había conseguido reunir en Cumbria aquel día, donde la nieve había empezado a caer a mediodía y les había acompañado en el viaje de vuelta a Lancashire.
Antes de trasladarse a Winslough, Juliet Spence había trabajado como vigilante en Stewart House, una enorme propiedad situada a unos seis kilómetros de Aspatria. Al igual que Cotes Hall, se trataba de un lugar aislado y, al mismo tiempo, habitado solo durante agosto, cuando el hijo del propietario acudía desde Londres con su familia para pasar unas vacaciones prolongadas.
– ¿La despidieron por algún motivo? -preguntó Lynley.
Ninguno, contestó St. James. La casa pasó a manos del National Trust [10] cuando el propietario falleció. El Trust pidió a Juliet Spence que se quedara cuando abrieran los terrenos y edificios al público. La mujer, sin embargo, se mudó a Winslough.
– ¿Algún problema mientras vivió en Aspatria?
– Ninguno. Hablé con el hijo del propietario, que le dedicó las mayores alabanzas y expresó un gran afecto por Maggie.
– No hemos conseguido nada -murmuró Lynley.
– No te precipites. Deborah y yo hemos estado colgados del teléfono casi todo el día.
Antes de Aspatria, continuó St. James, había trabajado en Northumberland, en las afueras del pueblo de Holystone. Había ejercido las funciones de ama de llaves y señora de compañía de una anciana inválida llamada señora Soames-West, que vivía sola en una pequeña mansión georgiana, al norte del pueblo.
– La señora Soames-West no tenía familia en Inglaterra, y por lo visto, nadie la visitaba desde hacía años. No obstante, pensaba mucho en Juliet Spence; declaró que su pérdida la había desolado, y nos dio recuerdos para ella.
– ¿Por qué se marchó la Spence?
– No dio explicaciones, solo que había encontrado otro trabajo y había llegado el momento de irse.
– ¿Cuánto tiempo pasó allí?
– Dos años. Otros dos en Aspatria.
– ¿Y antes?
Lynley levantó la vista cuando Helen regresó con un metro de fax, como mínimo, colgado del brazo. Se lo entregó. Lynley lo dejó sobre el escritorio.
– Dos años en Tiree.
– ¿Las Hébridas?
– Sí, y antes en Benbecula. Supongo que captas la pauta.
En efecto. Cada población estaba más lejos que la última. A este paso, su siguiente empleo sería en Islandia.
– Ahí se enfría la pista -dijo St. James-. Se empleó en una pequeña casa de huéspedes de Benbecula, pero nadie supo decirme dónde había trabajado antes.
– Curioso.
– Considerando el tiempo transcurrido, el hecho no me parece demasiado sospechoso, pero sí su estilo de vida. Es posible que me sienta atado al terruño más que la mayoría.
Helen se sentó en la silla opuesta al escritorio de Lynley. Este había encendido la lámpara en lugar de los fluorescentes del techo, de manera que las sombras resguardaban a Helen, y solo un haz luminoso caía sobre sus manos. Lynley observó que llevaba un collar de perlas que él le había regalado por su vigésimo cumpleaños. Era raro que no se hubiera dado cuenta antes.
– Pese a su vida errabunda, de momento no irán a ningún otro sitio -decía St. James.
– ¿Quiénes?
– Juliet Spence y Maggie. La niña no ha ido hoy al colegio, según Josie. Al principio, pensamos que se habían enterado de tu viaje a Londres y habían puesto pies en polvorosa.
– ¿Estás seguro de que siguen en Winslough?
– Desde luego. Josie nos contó después de cenar que había hablado por teléfono con Maggie casi una hora, a eso de las cinco. Maggie afirma que tiene gripe, lo cual puede ser cierto o no, puesto que al parecer ha roto con su novio y, según Josie, es posible que no haya ido a la escuela por ese motivo. En cualquier caso, aunque no esté enferma y se dispongan a huir, hace seis horas que nieva y las carreteras están imposibles. -Deborah dijo algo en voz baja desde el fondo-. Exacto. Deborah te recomienda que alquiles un Range Rover, en lugar de venir con el Bentley. Si sigue nevando, no podrás entrar, de la misma manera que nadie puede salir.
Lynley colgó, no sin prometer que lo pensaría.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Helen, mientras Lynley cogía el fax y lo extendía sobre el escritorio.
– Cada vez es más curioso -contestó.
Sacó las gafas y empezó a leer. La amalgama de datos estaba desordenada -el primer artículo hablaba del funeral-, y observó que, con un descuido hacia los detalles inaudito en ella, la sargento había fotocopiado al azar los artículos. Irritado, cogió unas tijeras, recortó los artículos, y ya los estaba ordenando por la fecha, cuando el teléfono sonó.
– Denton le cree muerto -anunció la sargento Havers.
– Havers, ¿por qué demonios me ha enviado estos artículos desordenados?
– ¡No me diga! Debió distraerme el tío que manejaba la fotocopiadora de al lado. Era clavado a Ken Branagh, aunque no se me ocurre qué podría estar haciendo Ken Branagh fotocopiando notas de prensa para una feria de anticuarios. Por cierto, dice que usted conduce muy deprisa.
– ¿Kenneth Branagh?
– Denton, inspector. Como no le ha telefoneado, está convencido de que se ha hecho fosfatina en la M1 o la M6. Si fuera con Helen a su casa, o si ella le acompañara, nos facilitaría mucho las cosas a todos.
– Estoy en ello, sargento.
– Estupendo. ¿Quiere hacer el favor de llamar al pobre tipo? Le dije a la una que usted estaba vivo, pero no se lo tragó, porque yo no le había visto la cara. ¿Qué representa una voz por teléfono, al fin y al cabo? Alguien pudo pasarse por usted.
– Me ocuparé -dijo Lynley-. ¿Qué ha averiguado? Sé que Joseph murió en la cuna…
– Ha estado muy ocupado, ¿eh? Duplique eso, y habrá puesto también el dedo sobre Juliet Spence.
– ¿Cómo?
– Muerta en la cuna.
– ¿Tuvo un hijo que murió en la cuna?
– No. Ella murió en la cuna.
– Havers, por el amor de Dios. Estamos hablando de la mujer de Winslough.
– Tal vez, pero la Juliet Spence relacionada con los Sage de Cornualles está enterrada en el mismo cementerio que ellos, inspector. Murió hace cuarenta y cuatro años. Digamos cuarenta y cuatro años, tres meses y dieciséis días.
Lynley acercó la pila de faxes recién recortados y seleccionados.
– ¿Qué pasa? -preguntó Helen. Havers siguió hablando.
– La relación que usted buscaba no era entre Juliet Spence y Susanna, sino entre Susanna y la madre de Juliet, Gladys. Sigue viviendo en Tresillian. He tomado el té con ella esta tarde.
Lynley inspeccionó la información contenida en el primer artículo, mientras prolongaba el momento en que examinaría la fotografía granulada y oscura que la acompañaba y tomaría una decisión.
– Conocía a toda la familia… Por cierto, Robin creció en Tresillian, y ella solía alojar a sus padres. Aún prepara las flores para la iglesia. Aparenta unos setenta años, y me huele que podría ganarnos a los dos en una partida de tenis en menos de un minuto. En cualquier caso, fue íntima de Susanna durante un tiempo, después de la muerte de Joseph. Como ella había sufrido la misma experiencia, deseaba ayudarla, tanto como Susanna la dejara, lo cual no era muy difícil.
Lynley buscó en el cajón una lupa, la suspendió sobre la fotografía y deseó en vano poseer el original. La mujer de la fotografía tenía la cara más llena que Juliet Spence, el cabello más oscuro, cuyos rizos le colgaban más abajo del hombro. No obstante, había pasado más de una década desde que la habían tomado. La juventud de aquella mujer tal vez había dado paso a la madurez de otra, de cara más fina y cabello veteado de gris. La forma de la boca parecía la misma, y también los ojos.
– Dijo que Susanna y ella pasaron algún tiempo juntas después del entierro -continuó Havers-. Dijo que una mujer jamás supera la pérdida de un hijo, y en particular perder a un niño de aquella manera.
»Dice que aún piensa en Juliet cada día y jamás olvida su cumpleaños. Siempre se pregunta cómo habría sido. Dice que todavía sueña con la tarde en que la niña no se despertó de su siesta.
Era una posibilidad, tan nebulosa como la fotografía, pero innegablemente real.
– Gladys tuvo dos hijos más después de Juliet. Intentó ponerlos como ejemplo para explicar a Susanna que lo peor de su dolor desaparecería cuando vinieran más hijos, pero Gladys ya había tenido uno antes de Juliet, y aquel vivió. Por eso, nunca pudo romper por completo las barreras de Susanna, porque esta siempre le recordaba el hecho.
Lynley dejó la lupa y la fotografía. Solo necesitaba confirmar un dato antes de lanzarse.
– Havers, ¿qué se sabe del cadáver de Susanna? ¿Quién lo encontró? ¿Dónde?
– Según Gladys, fue pasto de los peces. Nadie la encontró. Hubo un funeral, pero solo hay polvo en la tumba. Ni siquiera un ataúd.
Colgó el teléfono y se quitó las gafas. Las limpió con un pañuelo antes de calárselas. Miró sus notas -Aspatria, Holystone, Tiree, Benbecula- y comprendió la intención de Havers. La explicación de todo seguía donde siempre había estado, en Maggie.
– Son la misma persona, ¿verdad?
Helen se levantó de la silla y se acercó a él, para mirar por encima de su hombro el material desparramado sobre el escritorio. Apoyó la mano en su hombro.
El la cogió.
– Creo que sí -dijo.
– ¿Qué significa?
– Necesitó un certificado de nacimiento para un pasaporte diferente, con el fin de huir del transbordador cuando atracó en Francia. Consiguió una copia del certificado de la niña Spence en St. Catherine's House… no, entonces debía ser Somerset House, o quizá robó el original a Glayds sin que esta se enterara. Fue a Londres para ver a su hermana antes del «suicidio». Tuvo tiempo para prepararlo todo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?
– Porque, a fin de cuentas, tal vez fue la mujer sorprendida en adulterio.
Un movimiento sigiloso en la cama despertó a Helen a la mañana siguiente, y abrió un ojo. Una luz gris se filtraba por las cortinas y caía sobre su butaca favorita, sobre cuyo respaldo colgaba un abrigo. El reloj de la mesita de noche anunciaba que faltaban pocos segundos para las ocho.
– Dios -murmuró, y palmeó su almohada. Cerró los ojos con cierta determinación.
La cama volvió a moverse.
– Tommy -dijo. Movió el reloj de cara a la pared-. Creo que ni siquiera ha amanecido. De veras, cariño. Has de dormir más. ¿A qué hora nos fuimos por fin a la cama? ¿Eran las dos?
– Maldita sea -dijo Lynley en voz baja-. Lo sé. Lo sé.
– Bien, en ese caso, acuéstate.
– El resto de la respuesta está aquí, Helen. En algún sitio.
Helen frunció el ceño y rodó de costado hasta ver que él estaba apoyado contra la cabecera de la cama con las gafas suspendidas en el extremo de la nariz, mientras sus ojos discurrían sobre montones de papeles, folletos, billetes, programas y demás artículos que había desplegado sobre la cama. Helen bostezó, y al mismo tiempo, reconoció los montones. Habían registrado tres veces la caja de cosas varias perteneciente a Robin Sage antes de tirar la toalla y acostarse, pero, al parecer, Tommy aún no se había rendido. Se inclinó hacia delante, revolvió uno de los montones y se apoyó una vez más contra la cabecera como si aguardara una súbita inspiración.
– La respuesta está aquí -repitió-. Lo sé.
Helen extendió una mano por debajo de las sábanas y la apoyó sobre su muslo.
– Sherlock Holmes ya lo habría solucionado -comentó.
– No me lo recuerdes, por favor.
– Ummm. Estás caliente.
– Helen, trato de llegar a alguna deducción.
– ¿Acaso me entrometo?
– ¿A ti qué te parece?
Helen lanzó una risita, cogió la bata, se la puso sobre los hombros y se acercó a Lynley. Inspeccionó al azar uno de los montones.
– Pensaba que anoche ya tenías la respuesta. Si Susanna supo que estaba embarazada, y si el bebé no era de Sage, y si no había forma de engañarle, porque habían dejado de mantener relaciones sexuales, lo cual parece ser el caso, según su hermana… ¿Qué más quieres?
– Una razón para matarle. De momento, solo contamos con un motivo para que él la matara.
– Quizá él quería que volviera, y Susanna se negó.
– No podía obligarla.
– ¿Y si decidió reclamar la niña como suya, para obligarla a ceder?
– Una prueba genética habría desbaratado sus planes.
– En ese caso, quizá Maggie sea de él, al fin y al cabo. Quizá Sage era responsable de la muerte de Joseph, o quizá Susanna pensó que lo era, y cuando descubrió que volvía a estar embarazada, no quiso darle la oportunidad a Sage de que acabara con otro hijo.
Lynley emitió un gruñido y cogió la agenda de Sage. Helen había observado que, mientras ella dormía, Lynley también había ido a buscar por la casa un listín telefónico, que ahora estaba tirado al pie de la cama.
– Bueno… Déjame ver.
Examinó su pequeño montón de papeles y se preguntó para qué demonios querría alguien guardar aquellos sucios folletos, del tipo que los peatones reciben constantemente por la calle. Ella los habría depositado en la papelera más cercana. Detestaba negarse a cogerlos cuando veía la expresión ansiosa de los distribuidores. Pero guardarlos…
Bostezó.
– Es como seguir al revés una pista de migas, ¿no?
Lynley recorrió con un dedo una página del listín.
– Seis -dijo-. Gracias a Dios que no es Smith.
Echó un vistazo a su reloj de cadena, que estaba abierto sobre la mesa de su lado de la cama, y apartó las sábanas. Los papeles volaron como desperdicios arrebatados por el viento.
– ¿Fueron Hansel y Gretel quienes dejaron una pista de migas, o Caperucita Roja? -preguntó Helen.
Lynley estaba registrando su maleta, que estaba abierta en el suelo, y desordenaba la ropa de una forma que Denton hubiera considerado escalofriante.
– ¿De qué estás hablando, Helen?
– De esos papeles. Son como una pista de migas. Solo que él no las tiraba, sino que las cogía.
Lynley se ató el cinturón de la bata, se sentó a su lado en la cama y leyó una vez más los folletos. Ella los leyó al mismo tiempo: el primero, de un concierto en St. Martin-in-the-Fields; el segundo, de un vendedor de coches de Lambeth; el tercero, de un mitin en el auditorio de Camden Town; el cuarto, de una peluquería en la calle Clapham High.
– Venía en tren -dijo Lynley con aire pensativo, y volvió a leer los folletos-. Pásame ese plano del metro, Helen.
Con el plano en una mano, siguió reordenando los folletos, hasta colocar en primer lugar el mitin en el auditorio de Camden Town, en segundo el concierto, el vendedor de coches en tercero, y la peluquería en el cuarto.
– Tuvo que coger el primero en la estación de Euston -observó taciturno.
– Si iba a Lambeth, cogió la línea Norte y transbordó en Charing Cross -dijo Helen.
– Donde le dieron el segundo, el del concierto. ¿Dónde encaja la calle Clapham High?
– Quizá fue después de Lambeth. ¿No lo pone en su agenda?
– En el último día que pasó en Londres, solo pone Yanapapoulis.
– Yanapapoulis -suspiró Helen-. Griego. -Sintió una punzada de tristeza cuando pronunció el nombre-. He estropeado nuestra semana. Podríamos estar allí. En Corfú, ahora mismo.
Lynley la rodeó con el brazo y depositó un beso en su cabeza.
– ¿Hablar de la calle Clapham High? Lo dudo.
Lynley sonrió y dejó las gafas sobre la mesa. Se echó el pelo hacia atrás y besó el cuello de Helen.
– No exactamente -murmuró-. Hablaremos de la calle Clapham High dentro de un momento.
Cosa que, en efecto, hicieron, solo que más de una hora después.
Lynley accedió a que Helen preparara el café, pero después de la comida del día anterior no estaba dispuesto a soportar lo que pudiera sacar de los aparadores y la nevera como remedo de un auténtico desayuno. Él en persona revolvió los seis huevos que encontró en la nevera, para después aderezarlos con queso cremoso, aceitunas negras deshuesadas y champiñones. Abrió una lata de pomelo, dispuso en platos los gajos, los emborrachó con marrasquino, y se puso a hacer tostadas.
Entretanto, Helen se encargó del teléfono. Cuando el desayuno estuvo preparado, ya había verificado cinco o seis Yanapapoulis, redactado una lista de cuatro restaurantes griegos que aún no había probado, copiado una receta de un pastel de semillas de amapola empapado en ouzo. -«Cielos, eso parece terriblemente inflamable, querido»-, prometido que transmitiría a sus «superiores» una queja sobre malos tratos policiales relacionados con un atraco ocurrido cerca de Notting Hill Gate, y defendido su honor de las acusaciones vertidas por una mujer histérica, que la confundió con la amante de su marido desaparecido.
Lynley estaba colocando los platos sobre la mesa, al tiempo que vertía café y zumo de naranja en los vasos, cuando Helen dio en la diana con su última llamada. Había pedido hablar con papá o mamá. La respuesta se demoró. Lynley estaba poniendo mermelada de naranja en su plato, cuando Helen dijo:
– Lo lamento muchísimo, querido. ¿Está mamá? Pero no te habrás quedado solo en casa, ¿verdad? ¿No deberías estar en el colegio? Ah. Ya, claro, alguien ha de cuidar el resfriado de Linus… ¿Tienes Meggezones? Son fabulosos para los dolores de garganta.
– Helen, ¿qué demonios…?
Ella levantó una mano para acallarle.
– ¿Ella está dónde…? Entiendo. ¿Puedes decirme el nombre, querido? -Lynley vio que sus ojos se abrían de par en par y la sonrisa que curvaba sus labios-. Fabuloso. Es maravilloso, Philip. Me has sido de gran ayuda. Muchísimas gracias… Sí, querido, dale el caldo de pollo.
Colgó el teléfono y salió de la cocina.
– Helen, el desayuno está…
– Un momentito, querido.
Lynley gruñó y pinchó una porción de huevos. No estaban nada mal. La combinación de sabores no habría conseguido que Denton los aprobara o sirviera, pero siempre había sido muy maniático respecto a la comida.
– Mira.
Helen entró en la cocina como una exhalación, con la bata revoloteando a su alrededor como un remolino de seda color borgoña -era la única mujer que Lynley conocía capaz de calzar zapatillas de tacón alto con borlas como copos de nieve, teñidas a juego con el resto de su indumentaria nocturna-, y le ofreció uno de los folletos que habían mirado antes.
– ¿Qué?
– «El Cabello Aparente.» Calle Clapham High. Señor, qué nombre más horroroso para una peluquería. Siempre odio esos juegos de palabras: Puro Éxtasis, La Atracción Principal. ¿Quién se los va a creer?
Lynley esparció mermelada sobre una tostada, mientras Helen se sentaba y capturaba con la cuchara tres gajos de pomelo.
– Tommy, querido -exclamó-, sabes cocinar. Creo que debería seguir contigo.
– Eso inflama mi corazón. -Echó un vistazo al papel que sostenía en la mano-. «Estilo unisex -leyó-. Descuentos. Pregunte por Sheelah.»
– Yanapapoulis -dijo Helen-. ¿Qué has puesto en esos huevos? Están divinos.
– ¿Sheelah Yanapapoulis?
– La misma, y debe de ser el Yanapapoulis que estábamos buscando, Tommy. Sería demasiada casualidad que Robin Sage hubiera ido a ver a una Yanapapoulis y estuviera en posesión de los anuncios de un lugar donde trabajara una Yanapapoulis diferente. ¿No crees? -Prosiguió, sin aguardar la respuesta-. Estuve hablando con su hijo, a propósito. Dijo que llamara a su trabajo, y que preguntara por Sheelah.
Lynley sonrió.
– Eres una maravilla.
– Y tú un buen cocinero. Si hubieras estado aquí ayer para preparar el desayuno de papá…
Lynley dejó a un lado el folleto y se dedicó a sus huevos.
– Eso tiene fácil remedio -dijo, como si tal cosa.
– Supongo. -Helen añadió leche a su café y una cucharada de azúcar-. ¿También pasas la aspiradora a las alfombras y limpias las ventanas?
– En caso necesario.
– Cielos, quizá saldría la más beneficiada del trato.
– ¿Es eso, pues?
– ¿Qué?
– Un trato.
– Tommy, eres absolutamente inhumano.
Si bien el hijo de Sheelah Yanapapoulis había recomendado llamar por teléfono a El Cabello Aparente, Lynley se decantó por una visita personal. Encontró la peluquería en la planta baja de un estrecho edificio victoriano tiznado de hollín, encajado entre un restaurante hindú y una tienda de reparaciones de aparatos eléctricos, en la calle Clapham High. Había atravesado el río por Albert Bridge y rodeado Clapham Common, en cuya parte norte Samuel Pepys [11] había sido devotamente atendido durante sus últimos años. Se había denominado a la zona el «Clapham paradisíaco» durante la época de Pepys, pero entonces era un pueblo, con sus edificios y casas diseminados en una curva desde la esquina noreste del ejido, y con campos y huertos en lugar de las calles apretujadas que habían acompañado a la llegada del ferrocarril. En esencia, el ejido continuaba inviolado, pero muchas de las agradables villas que daban a él habían sido demolidas y sustituidas por edificios del siglo diecinueve, más pequeños y menos inspirados.
La lluvia que se había iniciado el día anterior continuó cayendo mientras Lynley conducía por la calle principal. En los bordillos se amontonaba la consabida colección de envoltorios, bolsas, periódicos y basura selecta, formando montones mojados carentes de todo color. Había conseguido eliminar casi por completo el tráfico peatonal. Aparte de un hombre sin afeitar vestido con un raído abrigo de tweed, que arrastraba los pies, hablaba solo y se protegía la cabeza con un periódico, el único ser que se veía por la calle en aquel momento era un perro vagabundo que olfateaba un zapato tirado sobre una caja de madera volcada.
Lynley encontró un lugar para aparcar en la avenida de St. Luke, cogió el abrigo y el paraguas, y volvió hacia la peluquería, donde descubrió que la lluvia también había perjudicado al negocio. Abrió la puerta y fue asaltado por el nauseabundo olor que se desprende cuando alguien inflige una permanente a una cabeza inocente, y vio que la única persona del local era la receptora de la maloliente operación de belleza. Se trataba de una mujer regordeta de unos cincuenta años, que aferraba un ejemplar de Royalty Monthly.
– Caramba, Stace, mira esto -decía-. El vestido que llevó al Ballet Real debía costar cuatrocientas libras, como mínimo.
– Gloria a Dios en las alturas -fue la respuesta de Stace, en un tono intermedio entre un contenido entusiasmo y un gigantesco fastidio.
Roció con algún producto químico un diminuto rulo rosado de la cabeza de su clienta y contempló su reflejo en el espejo. Se alisó las cejas, que llegaban hasta puntos curiosos de su frente y hacían juego con su cabello negro como el carbón. En ese instante, vio a Lynley, parado detrás del mostrador de cristal que separaba la minúscula sala de espera del resto del local.
– No atendemos a hombres, cariño. -Movió la cabeza en dirección a la silla siguiente, y sus largos pendientes tintinearon como castañuelas-. Ya sé que pone unisex en todos los anuncios, pero solo es los lunes y los miércoles, cuando viene Rog. Hoy no le toca. Solo estamos servidora y Sheel. Lo siento.
– De hecho, estoy buscando a Sheelah Yanapapoulis -contestó Lynley.
– ¿De veras? Si tampoco hace hombres. Quiero decir -guiñó un ojo-, no lo hace de esta manera. En cuanto a la otra… Bueno, siempre ha tenido suerte esa chica, ¿no? -Se volvió hacia la parte trasera del local-. ¡Sheelah! Sal. Hoy es tu día de suerte.
– Stace, ya te dije que me iba, ¿vale? Linus tiene anginas y estuve de pie toda la noche. Esta tarde no hay ninguna reserva, de modo que es absurdo quedarse.
La voz, que sonaba quejosa y cansada, llegó acompañada de algunos ruidos. Un bolso se cerró con un clic metálico; una prenda chasqueó cuando fue agitada; botas de goma rebotaron en el suelo.
– Sheel es guapa -dijo Stace con otro guiño-. No te la querrías perder por nada del mundo. Confía en mí, cariño.
– ¿Es mi Harold, que se está divirtiendo contigo? Porque si lo es…
Salió de la trastienda mientras se ponía una bufanda negra sobre el cabello, que llevaba corto, modelado artísticamente y de un tono rubio blanco que solo podía ser consecuencia de haberlo blanqueado o de haber nacido albina. Vaciló cuando vio a Lynley. Sus ojos azules resbalaron sobre él, tomaron nota y evaluaron el abrigo, el paraguas, el corte de pelo. Una expresión cautelosa inundó de inmediato su rostro; su nariz y barbilla, tan similares a las de un ave, dieron la impresión de encogerse. Al cabo de un momento, levantó la cabeza con un movimiento brusco.
– Soy Sheelah Yanapapoulis. ¿Quién desea conocerme, exactamente?
Lynley exhibió su tarjeta.
– DIC de Scotland Yard.
La joven se estaba abotonando un impermeable verde, y aunque procedió con más lentitud cuando Lynley se identificó, no se detuvo.
– ¿Policía, pues?
– Sí.
– No tengo nada en absoluto que decirles. Se ajustó el bolso sobre el brazo.
– Seré breve -dijo Lynley-. Y me temo que es importante.
La otra peluquera se había apartado de su dienta.
– Sheel, ¿quieres que llame a Harold? -preguntó, algo alarmada.
Sheelah no le hizo caso.
– Importante ¿para quién? ¿Se ha metido en un lío alguno de mis chicos? Hoy les he dejado en casa, si se supone que es un crimen. Todos se han resfriado. ¿Han hecho alguna barrabasada?
– No que yo sepa.
– Siempre están jugando con el teléfono. Gino llamó el mes pasado al 999 y gritó ¡fuego! Recibió una azotaina, pero es muy terco, como su padre. No me extrañaría que lo volviera a hacer.
– No he venido por sus hijos, señora Yanapapoulis, aunque Philip me dijo dónde podría encontrarla.
La mujer se ató las botas alrededor de los tobillos. Se enderezó con un gruñido y hundió los puños en la región lumbar. En aquella postura, Lynley se fijó en un detalle nuevo. Estaba embarazada.
– ¿Podemos hablar en algún sitio? -preguntó.
– ¿Sobre qué?
– Sobre un hombre llamado Robin Sage.
Las manos de Sheelah volaron hacia su estómago.
– Usted le conoce -siguió Lynley.
– ¿Y qué?
– Sheel, voy a llamar a Harold -dijo Stace-. No le hará gracia que hables con polis, ya lo sabes.
– Si se va a casa, la llevaré en coche -dijo Lynley-. Hablaremos por el camino.
– Escuche: soy una buena madre. Nadie dice lo contrario. Pregunte a quien quiera. Pregunte a Stace.
– Es una santa -informó Stace-. ¿Cuántas veces ha ido descalza para comprar las bambas que querían? ¿Cuántas veces, Sheel? ¿Cuándo fue la última vez que comiste fuera? ¿Quién plancha, si no tú? ¿Cuántos vestidos nuevos te compraste el año pasado?
Stace exhaló un suspiro. Lynley aprovechó el momento.
– Estoy investigando un asesinato -dijo.
La única cliente del local bajó la revista. Stace apretó el frasco contra su pecho. Sheelah miró a Lynley como si sopesara sus palabras.
– ¿De quién? -preguntó.
– De él. De Robin Sage.
Las facciones de Sheelah se suavizaron y abandonó sus aires bravucones. Respiró hondo.
– Bien, vivo en Lambeth y mis hijos me están esperando. Si quiere hablar, lo haremos allí.
– Tengo el coche fuera -dijo Lynley.
– ¡Voy a llamar a Harold! -gritó Stace cuando salían.
Cayó un nuevo chaparrón en cuanto Lynley cerró la puerta. Abrió el paraguas, y aunque era bastante grande para los dos, Sheelah guardó las distancias mediante el expediente de abrir uno plegable, que sacó del bolsillo del impermeable. Guardó silencio hasta que el coche se puso en marcha, hacia Clapham Road y Lambeth.
– Menudo cacharro, señor -dijo-. Espero que lleve alarma, de lo contrario le aseguro que no quedará ni un tornillo cuando salga de mi piso. -Acarició el asiento de piel-. A mis chicos les gustaría.
– ¿Tiene tres hijos?
– Cinco.
Se subió el cuello del impermeable y miró por la ventana.
Lynley la miró de reojo. Su actitud era arrabalera y sus preocupaciones adultas, pero no parecía tan mayor como para tener cinco hijos. Aún no habría cumplido los treinta.
– Cinco -repitió-. Deben darle mucho trabajo.
– Gire a la izquierda por South Lambeth Road.
Fueron en dirección al Albert Enbankment, y cuando toparon con una retención cerca de la estación de Vauxhall, ella le guió por un laberinto de calles, que al final les condujeron hasta el bloque en que Sheelah y su familia vivían. Veinte pisos de altura, acero y hormigón, sin el menor adorno y rodeado por más acero y hormigón. Sus colores dominantes eran un metálico oxidado y un beige amarillento.
El ascensor olía a pañales mojados. La pared posterior estaba cubierta por anuncios de asambleas comunitarias, organizaciones para la detección del crimen, y temas de ardiente actualidad, desde la violación al sida. Las paredes laterales consistían en espejos rotos. Las puertas se habían reducido a un amasijo de grafiti ilegibles, en medio del cual se destacaban las palabras «Héctor chupa pollas», en brillantes letras rojas.
Sheelah dedicó la ascensión a sacudir el paraguas, plegarlo, guardarlo en el bolsillo, quitarse la bufanda y ahuecarse el cabello, estirándolo hacia delante desde el centro. Formó una especie de cresta inclinada, desafiando a las leyes de la gravedad.
– Por aquí -dijo Sheelah, cuando las puertas del ascensor se abrieron.
Le guió hacia la parte posterior del edificio por un angosto pasillo, flanqueado por puertas numeradas. Detrás de estas se oía música, televisores y voces.
– ¡Suéltame, Billy! -gritó una mujer.
Chillidos de niños se oían en el piso de Sheelah.
– ¡No, no! ¡No puedes obligarme!
Retumbó el sonido de un tambor, golpeado por alguien de talento solo moderado. Sheelah abrió la puerta.
– ¿Cuál de mis chicos va a dar un beso a mamá? -gritó.
Al instante, tres de sus hijos la rodearon, todos pequeños y ansiosos por corresponder. Cada uno gritaba más fuerte que el otro. Su conversación consistió en:
– Philip dice que hemos de ser obedientes pero no lo somos, ¿verdad?
– ¡Obligó a Linus a tomar caldo de pollo para desayunar!
– Hermes ha cogido mis calcetines y no se los quiere quitar, y Philip dice…
– ¿Dónde está, Gino? -preguntó Sheelah-. ¡Philip! Ven a dar a tu mamá lo que se merece.
Un esbelto muchacho de piel color arce de unos doce años se asomó a la puerta de la cocina con una cuchara de madera en una mano y una olla en la otra.
– Estoy haciendo puré -explicó-. Las patatas están hirviendo. Las estoy vigilando.
– Ven a dar un beso a mamá.
– Ven tú.
– No, ven tú.
Sheelah señaló su mejilla. Philip se acercó y cumplió su deber. Le dio una palmada suave y le agarró el cabello, donde el pick que utilizaba para peinarse se erguía como una toca de plástico. Se lo quitó.
– Deja de actuar como tu papá. Eso me pone a parir, Philip. -Lo guardó en el bolsillo posterior de los tejanos de Philip y le dio una palmada en el trasero-. Estos son mis chicos -dijo a Lynley-. Mis chicos superespeciales. Y este señor es un policía, de modo que id con cuidado, ¿vale?
Los chicos contemplaron a Lynley. Este hizo lo posible por no devolverles la mirada. Recordaban más a una delegación de las Naciones Unidas que a los miembros de una familia, y era evidente que las palabras «tu papá» poseían un significado diferente para cada niño.
Sheelah los fue presentado, con un pellizco aquí, un beso allí, un mordisco en el cuello, una ruidosa pedorreta en la mejilla. Philip, Gino, Hermes, Linus.
– Mi angelito, Linus -dijo-. El de las anginas que me han dado la noche.
– Y Peamut -dijo Linus, palmeando ruidosamente el estómago de su madre.
– Exacto. ¿Cuántos hace este, cariño?
Linus alzó una mano con los dedos extendidos, sonriente, mientras los mocos manaban a chorro de su nariz.
– ¿Cuántos son? -preguntó su madre.
– Cinco.
– Un encanto. -Le pellizcó el estómago-. Y tú, ¿cuántos años tienes?
– ¡Cinco!
– Exacto. -Se quitó el impermeable y lo dio a Gino-. Traslademos esta pandilla a la cocina. Si Philip está haciendo puré, quiero ver las salchichas. Hermes, deja ese tambor y ayuda a Linus a sonarse. ¡No utilices los faldones de la camisa para hacerlo, joder!
Los chicos la siguieron a la cocina, una de las cuatro habitaciones que daban a la sala de estar, junto con dos dormitorios y un cuarto de baño abarrotado de camiones de plástico, pelotas, dos bicicletas y un montón de ropa sucia. Lynley vio que los dormitorios daban al bloque contiguo, y los muebles impedían cualquier movimiento en ambos: dos conjuntos de literas en una habitación, una cama de matrimonio y una cuna en la otra.
– ¿Ha llamado Harold esta mañana? -preguntó Sheelah a Philip, cuando Lynley entró en la cocina.
– No. -Philip frotó la mesa de la cocina con un paño decididamente gris-. Has de cortar con ese tío, mamá. Es un mal rollo.
La mujer encendió un cigarrillo y, sin aspirar el humo, lo dejó en el cenicero y se inclinó sobre el humo para inhalar.
– No puedo hacerlo, cariño. Peamut necesita a su papá.
– Ya. Bueno, fumar no es bueno para ella, ¿verdad?
– No estoy fumando. ¿Me has visto fumar? ¿Has visto un cigarrillo colgando de mi boca?
– Es igual de malo. Lo estás respirando, ¿no? Respirarlo es malo. Podríamos morirnos todos de cáncer.
– Crees que lo sabes todo, pero…
– Como mi papá.
Sheelah sacó una sartén de una alacena y se acercó a la nevera, de la que colgaban dos listas pegadas con celo amarillo. Una llevaba escrito en la parte superior normas, y la otra tareas. Alguien había garrapateado en diagonal sobre ambas: ¡Que te den por el culo, mamá! Sheelah arrancó las listas y se volvió hacia los chicos. Philip estaba frente a los fogones, vigilando las patatas. Gino y Hermes gateaban alrededor de las patas de la mesa. Linus hundió la mano en una caja de cereales que estaba tirada en el suelo.
– ¿Quién de vosotros ha sido? -preguntó Sheelah-. Vamos, quiero saberlo. ¿Quién ha sido el cabrón?
Se hizo el silencio. Los niños miraron a Lynley, como si hubiera venido para detenerles por el delito.
Sheelah arrugó los papeles y los tiró sobre la mesa.
– ¿Cuál es la norma número uno? ¿Cuál ha sido siempre la norma número uno? ¿Gino?
El niño escondió las manos detrás de la espalda, como temeroso de recibir un palmetazo.
– Respetar la propiedad -contestó.
– ¿Y de quién era esa propiedad? ¿Sobre qué propiedad decidiste escribir?
– ¡Yo no he sido!
– ¿No? No me vengas con monsergas. ¿Quién causa problemas, sino tú? Llévate estas listas al dormitorio y cópialas diez veces.
– Pero mamá…
– No habrá salchichas y puré hasta que lo hagas. ¿Entendido?
– Yo no…
Sheelah le cogió por el brazo y le empujó en dirección al dormitorio.
– No quiero verte hasta que las listas estén terminadas.
Los demás niños intercambiaron miradas de astucia cuando Gino desapareció. Sheelah se acercó a la encimera y aspiró más humo.
– No he superado el mono -dijo a Lynley, refiriéndose al cigarrillo-. Pude con otras cosas, pero esta no.
– Yo también fumaba -dijo Lynley.
– ¿Sí? Entonces, ya me comprende. -Sacó las salchichas de la nevera y las puso en la sartén. Encendió el fuego, acarició el cuello de Philip y le besó ruidosamente en la sien-. Jesús, eres un tío guapísimo, ¿sabes? Dentro de cinco años, las chicas se volverán locas por ti. Tendrás que ahuyentarlas como si fueran moscas.
Philip sonrió y se soltó del abrazo.
– ¡Mamá!
– Sí, te encantará esto cuando seas un poco mayor, pero…
– Como a mi papá.
Sheelah le pellizcó el trasero.
– Cabronazo. -Se volvió hacia la mesa-. Hermes, vigila esas salchichas. Acerca la silla. Linus, pon la mesa. He de hablar con este caballero.
– Quiero cereales -dijo Linus.
– Para comer, no.
– ¡Quiero cereales!
– Te he dicho que para comer no. -Cogió la caja y la tiró dentro de un aparador. Linus empezó a llorar-. ¡Para! Es por culpa de su papá -explicó a Lynley-. Esos malditos griegos. Maleducan a sus hijos. Son peores que los italianos. Salgamos de aquí.
Se llevó el cigarrillo a la sala de estar y se detuvo junto a la tabla de planchar para enrollar un cable raído alrededor de la plancha. Apartó de un puntapié una enorme cesta de colada, y algunas prendas cayeron al suelo.
– Es estupendo sentarse.
Suspiró cuando se hundió en el sofá. Los almohadones tenían cobertores rosas. El color verde original asomaba por los agujeros de quemaduras. Detrás de ella, la pared estaba decorada con un gran collage de fotografías. La mayoría eran instantáneas. Se extendían en forma de estrella a partir de un retrato de estudio profesional situado en el centro. Aunque aparecían algunos adultos en todas salía un niño, como mínimo. Hasta las fotografías de la boda de Sheelah -al lado de un hombre moreno, con gafas de montura metálica y un visible hueco entre los dientes delanteros- plasmaban a dos de sus hijos, un Philip mucho más pequeño, vestido de acompañante de honor, y Gino, que no tendría más de dos años.
– ¿Es obra suya? -preguntó Lynley, y movió la cabeza en dirección al collage, mientras la mujer torció el cuello para mirarlo.
– ¿Quiere decir si lo he hecho yo? Sí. Los chicos me ayudaron, pero casi todo lo hice yo. ¡Gino! -Se inclinó hacia delante en el sofá-. Vuelve a la cocina y come.
– Pero las listas…
– Haz lo que te digo. Ayuda a tus hermanos y cierra el pico.
Gino se encaminó a la cocina, dirigió una mirada cautelosa a su madre y agachó la cabeza. Los ruidos de la cocina disminuyeron de intensidad.
Sheelah tiró la ceniza del cigarrillo y lo sostuvo bajo la nariz unos momentos. Después, volvió a dejarlo en el cenicero.
– Vio a Robin Sage en diciembre, ¿verdad? -dijo Lynley.
– Justo antes de Navidad. Vino a la peluquería, como usted. Pensé que quería cortarse el pelo, le habría ido bien un estilo nuevo, pero quería hablar. Allí no, aquí. Como usted.
– ¿Le dijo que era un sacerdote anglicano?
– Iba con el uniforme de cura, o como se llame, pero pensé que sería un disfraz. Sería muy propio de Servicios Sociales enviar a alguien para que husmeara vestido de sacerdote, a la caza de pecadores. Estoy hasta el gorro de esa gente, se lo digo en serio. Vienen dos veces al mes, como mínimo, acechando como buitres por si golpeo a uno de mis chicos y así poder llevárselo y meterlo en lo que ellos llaman un hogar adecuado. -Lanzó una amarga carcajada-. Pueden esperar sentados. Jodidos mamones.
– ¿Por qué pensó que le enviaba Servicios Sociales? ¿Hizo alguna referencia? ¿Le enseñó una tarjeta?
– Fue por su forma de actuar en cuanto entró en casa. Dijo que quería hablar sobre aspectos religiosos, por ejemplo, ¿dónde enviaba a mis hijos para que aprendieran las enseñanzas de Jesús?, ¿íbamos a la iglesia y dónde? Se pasó todo el rato escudriñando el piso, como si estuviera calculando si sería apropiado para Peamut cuando naciera. Quería hablar sobre lo que es ser madre, si quería a mis hijos, si les enseñaba religión, cómo les enseñaba y qué clase de disciplina les imponía. La mierda típica de los asistentes sociales. -Encendió la lámpara. Una bufanda púrpura cubría de cualquier manera la pantalla. Cuando la bombilla se encendió, aparecieron manchones de cola que imitaban la forma del continente americano bajo la tela-. Pensé que iba a ser mi nuevo asistente social, y que no era una forma muy inteligente de hacérmelo saber.
– Pero él nunca le dijo eso.
– Se limitaba a mirarme como siempre hacen ellos, con la cara arrugada y las cejas fruncidas. -Imitó bastante bien la expresión de falsa conmiseración. Lynley intentó reprimir una sonrisa, pero fracasó. La mujer asintió-. Me han venido a importunar muchos desde que tuve mi primer hijo, señor. Nunca ayudan y nunca cambian nada. No creen que intentas esforzarte al máximo, y si algo pasa, te culpan enseguida. Los odio a todos. Por su culpa perdí a mi Tracey Joan.
– ¿Tracey Jones?
– Tracey Joan. Tracey Joan Cotton.
Cambió de postura y señaló la foto de estudio que ocupaba el centro del collage. En ella, una niña risueña vestida de rosa abrazaba un elefante gris de peluche. Sheelah tocó con los dedos la cara de la niña.
– Mi pequeña -dijo-. Así era mi Tracey.
Lynley notó que se le erizaba el vello de las manos. Sheelah había dicho cinco hijos. Como estaba embarazada, no la había entendido bien. Se levantó de la silla y examinó de cerca la foto. La niña no aparentaba más de cuatro o cinco meses de edad.
– ¿Qué le pasó? -preguntó.
– La secuestraron una noche. De mi propio coche.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. Entré en el pub para buscar a su papá -se apresuró a explicar, cuando vio la expresión de Lynley-. La dejé durmiendo en el coche porque tenía fiebre y había dejado por fin de berrear. Cuando salí, había desaparecido.
– Me refería a cuánto tiempo hace que ocurrió.
– Hizo doce años en noviembre. -Cambió otra vez de postura, lejos de la fotografía. Se frotó los ojos-. Tenía seis meses, mi Tracey Joan, y cuando la raptaron, los jodidos Servicios Sociales no hicieron otra cosa que denunciarme a la policía.
Lynley se quedó sentado en el Bentley. Le pasó por la cabeza volver a fumar. Recordó la plegaria de Ezequiel que estaba subrayada en el libro de Robin Sage: «Cuando el hombre malvado se arrepiente de las iniquidades que ha cometido para dedicarse a lo que es justo y lícito, salvará su alma inmortal». Comprendió.
Todo se reducía a aquello: él había querido salvar el alma de la mujer, pero ella había querido salvar a su hija.
Lynley se preguntó a qué tipo de dilema moral se habría enfrentado el clérigo cuando localizó por fin a Sheelah Yanapapoulis. Sin duda, su mujer le habría contado la verdad. La verdad era su única defensa y la mejor manera de convencerle de que pasara por alto el delito cometido tantos años antes.
Escucha, le habría dicho, yo la salvé, Robin. ¿Quieres saber lo que decía el expediente de Kate acerca de sus padres, su ambiente y lo que le pasó? ¿Quieres saberlo todo, o vas a condenarme sin conocer todos los hechos?
Sage habría accedido a escuchar. En el fondo, era un hombre honrado, obsesionado por proceder con justicia, no solo ceñirse a la ley. Escuchó la historia, y después fue a verificarla a Londres. Primero, se entrevistó con Kate Gitterman y trató de descubrir si su mujer había tenido acceso a los informes de su hermana, en aquella lejana época cuando trabajaba para Servicios Sociales. Después, se personó en Servicios Sociales para seguir el rastro de la muchacha cuya hija había sufrido una fractura de cráneo y otra de pierna antes de los dos meses, para ser luego secuestrada en una calle de Shoreditch. No debió resultarle difícil recabar la información.
Su madre tenía quince años, le habría dicho Susanna. Su padre, trece. Con semejantes antecedentes, la vida no le reservaba la menor oportunidad. ¿No lo entiendes? ¿No lo ves? Sí, yo la cogí, Robin, y volvería a hacerlo.
Sage fue a Londres. Vio lo que Lynley había visto. La conoció. Tal vez, mientras hablaba con ella en el asfixiante piso, Harold habría llegado, diciendo: «¿Cómo está mi nena? ¿Cómo está mi querida mamá?», mientras apoyaba su mano morena sobre el estómago de Sheelah, una mano en la que centelleaba la alianza de oro. Quizá también habría oído a Harold susurrar: «Esta noche no puedo, nena. No montes un número, Sheel, no puedo hacerlo» en el pasillo, cuando se marchaba.
¿Tienes idea de cuántas segundas oportunidades concede Servicios Sociales a una madre que maltrata a sus hijos, antes de quitárselos?, habría preguntado ella. ¿Sabes lo difícil que es, de entrada, demostrar malos tratos, cuando el niño aún no sabe hablar y parece que existe una explicación razonable del accidente?
– Nunca le toqué ni un pelo -había dicho Sheelah a Lynley-, pero no me creyeron. Oh, me dejaron conservarla porque no pudieron demostrar nada, pero me obligaron a ir a clases, tenía que presentarme cada semana y… -Aplastó el cigarrillo-. Todo fue por culpa de Jimmy, su estúpido padre. La niña estaba llorando y él no sabía cómo callarla. La dejé con él solo una hora y Jimmy maltrató a mi nena. Perdió los estribos… La tiró… La pared… Yo nunca, jamás, pero nadie me creyó y él no confesó.
De modo que cuando la niña desapareció y la joven Sheelah Cotton, aún no Yanapapoulis, juró que la habían raptado, Kate Gitterman telefoneó a la policía y dio su opinión profesional de la situación. Examinaron a la madre, comprobaron su nivel de histeria y buscaron un cadáver, en lugar de seguir el posible rastro del secuestrador. Nadie implicado de la investigación relacionó nunca el suicidio de una joven frente a la costa de Francia con un secuestro en Londres acaecido casi tres semanas después.
– Pero no encontraron el cadáver, ¿verdad? -dijo Sheelah, mientras se secaba las mejillas-. Porque yo nunca le hice daño. Era mi niña. La quería, de veras.
Los niños habían salido a la puerta de la cocina mientras ella lloraba. Linus atravesó a gatas la sala de estar y se sentó a su lado en el sofá. Ella lo abrazó y meció, con la mejilla apretada contra su cabeza.
– Soy una buena madre. Cuido de mis hijos. Nadie dice lo contrario, y nadie me los va a robar.
Sentado en el Bentley con las ventanas empañadas y el tráfico de la calle Lambeth rugiendo a su alrededor, Lynley recordó el final de la historia de la mujer sorprendida en adulterio. Consistía en lapidarla, pero solo el hombre libre de pecado -muy interesante, pensó, que fueran los hombres, y no las mujeres, quienes se encargan de la lapidación- podía juzgar y administrar el castigo. El que no tuviera el alma inmaculada debía hacerse a un lado.
Ve a Londres si no me crees, debió decir a su marido. Verifica la historia. Comprobarás si merecía vivir con una madre que le fracturó el cráneo.
Y Sage había ido. La había conocido. Y después, tuvo que tomar la decisión. Comprendió que no estaba libre de pecado. La incapacidad de Sage para ayudar a su mujer a reconciliarse con su dolor cuando Joseph murió la había inducido en parte a cometer el delito. ¿Cómo podía ahora levantar una piedra contra ella, cuando él era el responsable, siquiera en parte, de lo que su mujer había hecho? ¿Cómo podía iniciar un proceso que la destruiría para siempre, al tiempo que corría el riesgo de perjudicar también a la niña? ¿Era ella, en verdad, mejor para Maggie que aquella mujer de pelo albino, con hijos de todos los colores que no tenían padre? Aun en ese caso, ¿podía dar la espalda a un delito considerando que su castigo era una injusticia todavía mayor?
Había rezado para saber cuál era la diferencia entre lo que es moral y lo que es justo. La conversación telefónica con su esposa, el último día de su vida, había telegrafiado su futura decisión: «Usted puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios».
Lynley consultó su reloj. La una y media. Iría en avión a Manchester y alquilaría un Range Rover. Llegaría a Winslough por la noche.
Levantó el teléfono del coche y marcó el número de Helen. Ella lo adivinó todo cuando Lynley dijo su nombre.
– ¿Te acompaño? -preguntó.
– No, ahora no deseo compañía. No tardaré mucho.
– Eso da igual, Tommy.
– A mí sí me da.
– Quiero ayudarte de alguna manera.
– Espérame aquí cuando llegue.
– ¿Cómo?
– Quiero volver a casa, y eso significa a ti.
La vacilación de Helen se prolongó unos segundos. Lynley pensó que podía oír su respiración, pero sabía que era imposible, considerando la conexión. Debía estarse escuchando a él mismo.
– ¿Qué haremos? -preguntó ella.
– Nos amaremos mutuamente. Nos casaremos. Tendremos hijos. Confiaremos en lo mejor. Dios, no sé más, Helen.
– Eso suena horrible. ¿Qué vas a hacer?
– Voy a quererte.
– No me refiero aquí, sino a Winslough. ¿Qué vas a hacer?
– Desear ser Salomón en lugar de Némesis.
– Oh, Tommy.
– Dilo. Has de decirlo alguna vez. Podría ser ahora.
– Te esperaré. Siempre. Cuando todo haya acabado. Ya lo sabes.
Poco a poco, con sumo cuidado, Lynley colgó el teléfono.