Calcuta, 25 de mayo de 1932.
En todos los años que Thomas Carter había estado al frente del St. Patricks, había impartido clases de Literatura, Historia y Aritmética con la destreza altanera del experto en nada y entendido en todo. La única materia en la que nunca fue capaz de preparar a sus alumnos fue en la de decir adiós. Año tras año, desfilaban ante él los rostros entre ilusionados y aterrados de aquéllos a quienes la ley pronto pondría lejos de su influencia y de la protección de la institución que dirigía. Al verlos cruzar las puertas del St. Patricks, Thomas Carter solía comparar a aquellos jóvenes con libros en blanco, en cuyas páginas él era el encargado de escribir los primeros capítulos de una historia que nunca se le permitiría acabar.
Bajo su semblante adusto y severo, poco proclive a los despliegues emotivos y a los discursos efectistas, nadie temía más que Thomas Carter la fecha fatídica en que aquellos libros escapaban para siempre de su escritorio. Pronto pasarían a manos desconocidas y plumas poco escrupulosas a la hora de escribir epílogos sombríos y alejados de los sueños y expectativas con que sus pupilos alzaban el vuelo en solitario por las calles de Calcuta.
La experiencia le había forzado a renunciar a su deseo de conocer los pasos que sus alumnos emprendían una vez que a su mano ya no se le permitía guiarlos. Para Thomas Carter, el adiós solía venir acompañado del sabor amargo de la decepción, al comprobar, tarde o temprano, que cuando la vida había privado de pasado a aquellos muchachos, parecía haberles robado también su futuro.
Aquella calurosa noche de mayo, mientras escuchaba las voces de los chicos en la modesta fiesta organizada en el patio delantero del edificio, Thomas Carter contempló desde la oscuridad de su despacho las luces de la ciudad brillando bajo la bóveda de estrellas y las bandadas de nubes negras que se escapaban hacia el horizonte, manchas de tinta en una copa de agua cristalina.
Una vez más, había declinado la invitación a acudir a la fiesta y había permanecido en silencio postrado en su butaca, sin más lumbre que los reflejos multicolores de los faroles de velas y papel con que Vendela y los chicos habían decorado los árboles del patio y la fachada del St. Patricks al modo de un buque engalanado para su botadura.
Tiempo habría de pronunciar sus palabras de despedida en los días que restaban para el cumplimiento de la ordenanza oficial de devolver a los chicos a las calles de las que los había rescatado.
Tal como venía siendo costumbre en los últimos tiempos, Vendela no tardó en llamar a su puerta. Por una vez, entró sin esperar respuesta y cerró la puerta a sus espaldas. Carter observó el rostro excepcionalmente risueño de la enfermera jefe y sonrió en la penumbra.
– Nos hacemos viejos, Vendela -dijo el director del orfanato.
– Usted se hace viejo, Thomas -corrigió Vendela-. Yo maduro. ¿No piensa bajar a la fiesta? A los chicos les gustaría verle. Les he dicho que no era usted exactamente el alma de una fiesta… Pero si no me han escuchado en todos estos años, no iban a empezar a hacerlo hoy.
Carter encendió la lamparilla de su escritorio e invitó a Vendela a que tomara asiento con un gesto.
– ¿Cuántos años llevamos juntos, Vendela? -preguntó Carter.
– Veintidós, Mr. Carter -precisó ella-. Más de lo que soporté a mi difunto esposo, que en gloria esté.
Carter rió la broma de Vendela.
– ¿Cómo ha conseguido aguantarme todo este tiempo? – invitó Carter-. No se reprima. Hoy es fiesta y me siento benevolente.
Vendela se encogió de hombros y jugueteó con una tira de serpentina escarlata que se había enredado en sus cabellos.
– La paga no está mal y los chicos me agradan.
¿No piensa bajar, verdad?
Carter negó lentamente.
– No quiero aguar la fiesta a los muchachos -explicó Carter-. Además, no sería capaz de soportar ni un minuto las bromas extravagantes de Ben.
– Ben está calmado esta noche -dijo Vendela-. Triste, supongo. Los chicos ya le han entregado a Ian su billete.
El rostro de Carter se iluminó. Los miembros de la Chowbar Society (cuya existencia clandestina, contra todo pronóstico, había sido largamente conocida por Carter) llevaban meses reuniendo dinero para adquirir un billete de barco a Southampton con el que se proponían obsequiar a su amigo Ian como despedida. Ian había manifestado su deseo de estudiar Medicina durante años y Carter, a sugerencia de Isobel y Ben, había escrito a varias escuelas inglesas recomendando al muchacho y auspiciando la concesión de una beca. La notificación de la beca había llegado un año atrás, pero el costo del viaje hasta Londres excedía todas las previsiones.
Ante el problema, Roshan sugirió organizar un robo en las oficinas de una compañía naviera a dos bloques del orfanato. Siraj propuso organizar una rifa. Carter extrajo una suma de su parca fortuna personal y Vendela hizo lo propio. No era suficiente.
Por ello, Ben decidió escribir un drama en tres actos titulado Los espectros de Calcuta (un fantasmagórico galimatías donde morían hasta los tramoyistas), el cual, con Isobel como primera figura en el papel de Lady Windmare, el resto del grupo en papeles secundarios y una puesta en escena subida de tono a cargo del propio Ben, se representó con notable éxito de público, aunque no de crítica, en diversas escuelas de la ciudad. Como resultado, se recaudó la suma restante para financiar el viaje de Ian. Tras el estreno, Ben se entregó a un encendido panegírico sobre el arte comercial y el infalible instinto del público para reconocer una obra maestra.
– Le saltaban las lágrimas al recibirlo -explicó vendala.
– Ian es un muchacho formidable, un tanto inseguro, pero formidable. Hará buen uso de ese billete y de la beca -afirmó Carter con orgullo.
– Preguntó por usted. Quería agradecerle su ayuda.
– ¿No le habrá dicho que puse dinero de mi bolsillo? -preguntó Carter, alarmado.
– Lo hice, pero Ben lo desmintió alegando que se había usted gastado todo el presupuesto de este año en deudas de juego -apuntó Vendela.
La algarabía de la fiesta seguía chispeando en el patio. Carter frunció el ceño.
– Ese muchacho es el diablo. Si no se marchase de aquí ya, le echaría.
– Usted adora a ese muchacho, Thomas -rió Vendela, incorporándose-. Y él lo sabe.
La enfermera se dirigió hacia la puerta y se volvió al llegar al umbral. No se rendía fácilmente.
– ¿Por qué no baja?
– Buenas noches, véndala -atajó Carter.
– Es usted un viejo soso.
– No toquemos el tema de la edad o me veré obligado a perder mi condición de caballero…
Véndala murmuró palabras ininteligibles ante la inutilidad de su insistencia y dejó a solas a Carter. El director del St. Patricks apagó de nuevo la luz de su escritorio y, sigilosamente, se acercó a la ventana a vislumbrar el escenario de la fiesta entre las rendijas de la persiana, un jardín de bengalas encendidas y la luz cobriza de los faroles que teñía rostros familiares y sonrientes bajo la luna llena. Carter suspiró. Aunque ninguno de ellos lo sabía, todos tenían un billete de ida a algún lugar, pero sólo Ian conocía el destino del suyo.
– Veinte minutos y será medianoche -anunció Ben.
Sus ojos brillaban mientras observaba las tracas de fuego dorado que esparcían una lluvia de briznas encendidas en el aire.
– Espero que Siraj tenga buenas historias para hoy -dijo Isobel examinando el fondo del vaso que sostenía al contraluz, como si esperase encontrar algo en él.
– Tendrá las mejores -aseguró Roshan-. Hoy es nuestra última noche. El fin de la Chowbar Society.
– Me pregunto qué será del Palacio -señaló Seth.
Ninguno de ellos se refería al caserón abandonado bajo otra denominación que aquélla desde hacía años.
– Adivina -sugirió Ben-. Una comisaría o un banco. ¿No es eso lo que construyen siempre que derriban algo en cualquier ciudad del mundo?
Siraj se había unido a ellos y consideró las funestas predicciones de Ben.
– Quizá abran un teatro -apuntó el enclenque muchacho mirando a su amor imposible, Isobel.
Ben puso los ojos en blanco y negó en silencio. En lo concerniente a adular a Isobel, Siraj no conocía los límites de la dignidad.
– Tal vez no lo toquen -dijo Ian, que había estado escuchando callado a sus amigos, disimulando sus ojeadas furtivas al dibujo que Michael estaba plasmando en una pequeña cuartilla.
– ¿De qué va la lámina, Canaleto? -inquirió Ben sin malicia en el tono de voz.
Michael alzó por primera vez los ojos de su dibujo y miró a sus amigos, que le observaban como si acabase de caer del cielo. Sonrió tímidamente y exhibió la lámina a su público.
– Somos nosotros -explicó el retratista residente del club de los siete muchachos.
Los seis miembros restantes de la Chowbar Society escrutaron el retrato durante cinco largos segundos envestidos en un silencio religioso. El primero en apartar sus ojos del dibujo fue Ben. Michael reconoció en el rostro de su amigo el impenetrable semblante que lucía cuando le azotaban sus extraños ataques de melancolía.
– ¿Ésa es mi nariz? -preguntó Siraj-. ¡Yo no tengo esa nariz! ¡Parece un anzuelo!
– No tienes otra cosa -precisó Ben, esbozando una sonrisa que no engañó a Michael, pero sí a los demás-. No te quejes; si te hubiese sacado de perfil, sólo se vería una línea recta.
– Déjame ver -dijo Isobel, haciéndose con el dibujo y estudiándolo detalladamente a la luz de un farol parpadeante-. ¿Así es como nos ves?
Michael asintió.
– Te has dibujado a ti mismo mirando en otra dirección que los demás -observó Ian.
– Michael siempre mira lo que los demás no ven -dijo Roshan.
– ¿Y qué has visto en nosotros que nadie más es capaz de observar, Michael? -preguntó Ben.
Ben se unió a Isobel y analizó el retrato. Los trazos del lápiz graso de Michael los habían situado juntos frente a un estanque donde se reflejaban sus rostros. En el cielo había una gran luna llena y, en la lejanía, un bosque que se perdía en la distancia. Ben examinó los rostros reflejados y difusos sobre la superficie del estanque y los comparó con los de las figuras que posaban frente a la pequeña laguna. Ni uno solo tenía la misma expresión que su reflejo. La voz de Isobel junto a él le rescató de sus pensamientos.
– ¿Puedo quedármelo, Michael? -preguntó Isobel.
– ¿Por qué tú? -protestó Seth.
Ben apoyó su mano sobre el hombro del fornido muchacho bengalí y le dirigió una mirada breve e intensa.
– Deja que se lo quede -murmuró.
Seth asintió y Ben le palmeó cariñosamente la espalda mientras observaba por el rabillo del ojo a una anciana dama elegantemente ataviada y acompañada por una joven de una edad similar a la suya y a la de sus amigos que cruzaba el umbral del patio del St. Patricks en dirección al edificio principal.
– ¿Pasa algo? -preguntó Ian en voz baja junto a él.
Ben negó lentamente.
– Tenemos visita -apuntó sin apartar los ojos de aquella mujer y de la muchacha-. O algo parecido.
Cuando Bankim llamó a su puerta, Thomas Carter ya se había percatado de la llega-da de aquella mujer y su acompañante a través de la ventana desde la cual contemplaba la fiesta del patio. Encendió la luz del escritorio y ordenó a su ayudante que entrase.
Bankim era un joven de rasgos acusadamente bengalíes y ojos vivos y penetrantes. Tras crecer en el St. Patricks había vuelto como maestro de Física y Matemáticas al orfanato después de varios años de trabajo en diversas escuelas de la provincia. La afor-tunada resolución de la historia de Bankim era una de las excepciones con las que Carter alimentaba su moral año a año. Verle allí como adulto formando a otros jóvenes sentados en las aulas que él había compartido años atrás era la mejor recompensa que podía imaginar a su esfuerzo.
– Siento molestarle, Thomas -dijo Bankim-. Pero hay una dama abajo que afirma necesitar hablar con usted. Le he dicho que no estaba y que hoy celebrábamos una fiesta, pero no ha querido escucharme y ha insistido enérgicamente por no decir otra cosa.
Carter miró a su ayudante con extrañeza y consultó su reloj.
– Es casi medianoche -dijo-. ¿Quién es esa mujer?
Bankim se encogió de hombros
– No sé quién es, pero sé que no se marchará hasta que la reciba -contestó Bankim.
– ¿No ha dicho qué quería?
– Sólo me ha dicho que le entregue esto -respondió Bankim tendiendo una peque-ña cadena brillante a Carter-. Dijo que usted sabría lo que era.
Carter tomó la cadena en sus manos y la examinó bajo la lámpara de su escritorio. Era una medalla, un círculo que representaba una luna de oro. La imagen tardó unos se-gúndos en encender su memoria.
Carter cerró los párpados y sintió como un nudo se formaba lentamente en la boca de su estómago. Poseía una medalla muy similar a aquélla, oculta en el cofre que guardaba bajo llave en la vitrina de su despacho. Una medalla que no había visto en dieciséis años.
– ¿Algún problema Thomas? -preguntó Bankim, visiblemente preocupado por el cambio de expresión que había advertido en Carter.
El director del orfanato sonrió débilmente y negó guardando la cadena en el bolsillo de su camisa.
– Ninguno -Contestó lacónicamente-. Hazla subir. La recibiré.
Bankim le observó con extrañeza y por un instante Carter creyó que su antiguo pupilo formularía la pregunta que no quería escuchar. Finalmente, Bankim insistió y salió del despacho cerrando la puerta con suavidad. Dos minutos después, Aryami Bosé entra-ba en el santuario privado de Thomas Carter y retiraba de su rostro el velo que lo cubría.
Ben observó detenidamente a la muchacha que esperaba pacientemente bajo la arcada de la entrada principal del St. Patricks. Bankim había vuelto a aparecer y, tras indicar a la anciana dama que la acompañaba que lo siguiera, ésta, con gestos inequívoca-mente autoritarios, había instruido a su vez a la chica para que permaneciese a la espera de su retorno junto a la puerta como una estatua de piedra. Era obvio que la anciana había acudido a visitar a Carter y, teniendo en cuenta la escasa frivolidad con que el director del orfanato sazonaba su vida social, se atrevió a suponer que las visitas a medianoche de bellezas misteriosas, cualquiera que fuese su edad, entraban de lleno en el capítulo de imprevistos. Ben sonrió y se concentró de nuevo en la muchacha. Alta y esbelta, vestía ro-pas sencillas aunque poco comunes, atavíos que se dirían tejidos por alguien con un estilo personal e intransferible y obviamente, no adquiridos en cualquier bazar de la ciudad negra. Su rostro, que no alcanzaba a ver con claridad desde el lugar en que se encontraba, parecía cincelado en rasgos suaves, una piel pálida y brillante.
– ¿Hay alguien ahí? -susurró Ian en su oído. Ben señaló hacia la muchacha con la cabeza, sin pestañear.
– Es casi medianoche -añadió Ian-. Nos vamos a reunir en el Palacio dentro de unos minutos. Sesión de cierre, te recuerdo.
Ben asintió, ausente.
– Espera un segundo -dijo, emprendiendo pasos hacia la muchacha.
– Ben -llamó Ian a sus espaldas-. Ahora, no, Ben…
Él ignoró la llamada de su amigo. La curiosidad por desvelar aquel enigma podía más que las exquisiteces protocolarias de la Chowbar Society. Adoptó su sonrisa beatífica de alumno ejemplar y se dirigió en línea recta hacia la chica. La muchacha le vio acercarse y bajó la mirada.
– Hola. Soy el ayudante de Mr. Carter, rector del St. Patricks -dijo Ben en tono exul-tante-. ¿Puedo hacer algo por ti?
– En realidad, no. Tu…compañero ya ha llevado a mi abuela ante el director -dijo la muchacha.
– ¿Tu abuela? -preguntó Ben-. Entiendo. Espero que no pase nada grave. Quiero decir que es medianoche y me preguntaba si ocurría algo.
La muchacha sonrió débilmente y negó. Ben le correspondió. No era presa fácil.
– Mi nombre es Ben -ofreció amablemente.
– Sheere -contestó la muchacha, mirando a la puerta, como si esperase que su abue-la emergiese de nuevo en cualquier momento.
Ben se frotó las manos.
– Bien, Sheere -dijo Ben-. Mientras mi colega Bankim conduce a tu abuela al des-pacho de Mr. Carter, tal vez yo pueda ofrecerte nuestra hospitalidad. El jefe siempre insis-te en que debemos ser amables con los visitantes.
– ¿No eres un poco joven para ser ayudante del rector? -Inquirió Sheere, evitando los ojos de Ben.
– ¿Joven? -preguntó Ben-. Me halaga el cumplido, pero siento decirte que cumpli-ré los veintitrés muy pronto.
– Nunca lo diría -repuso Sheere.
– Es algo de familia -explicó Ben-. Todos tenemos una piel resistente al envejeci-miento. Mi madre, por ejemplo, cuando va conmigo por la calle, imagínate, la toman por mi hermana.
– ¿De veras? -preguntó Sheere, reprimiendo una risa nerviosa; no había creído ni una sola palabra de su historia.
– ¿Qué hay de lo de aceptar la hospitalidad del St. Patricks? -Insistió Ben-. Hoy celebramos una fiesta de despedida a algunos de los muchachos que nos van a dejar ya. Es triste, pero toda una vida se abre ante ellos. También es emocionante.
Sheere clavó sus ojos perlados en Ben y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa de incredulidad.
– Mi abuela me ha pedido que la espere aquí. Ben señaló la puerta.
– ¿Aquí? -preguntó-. -¿Precisamente aquí?
Sheere asintió, sin comprender.
– Verás -empezó Ben, gesticulando con las manos-, siento decírtelo pero, bueno, pensaba que no sería necesario comentarlo. Estas cosas no son buenas para la imagen del centro pero no me dejas opción: hay un problema de desprendimientos. En la fachada.
La joven le miró, atónita.
– ¿Desprendimientos?
Ben asintió gravemente.
– Efectivamente -corroboró con semblante consternado-. Algo lamentable. Aquí, en este mismo punto en que te hallas, no hará hoy ni un mes en que Mrs. Potts, nuestra anciana cocinera a la que Dios guarde muchos años, recibió el impacto de un fragmento de ladrillo caído desde el altillo del segundo piso.
Sheere rió.
– No me parece que ese infortunado incidente sea motivo de chanza, si me permites la observación -dijo Ben con seriedad glacial.
– No creo nada de lo que me has dicho. Ni eres ayudante del rector, ni tienes veinti-trés años ni la cocinera sufrió una lluvia de ladrillos hace un mes. -Desafió Sheere-. Eres un embustero y no has pronunciado ni una sola palabra cierta desde que has empezado a hablar.
Ben sopesó cuidadosamente la situación. La primera parte de su estratagema, tal como era previsible, hacía aguas y se imponía un giro prudente pero ladino a su discurso.
Bueno, admito que tal vez me haya dejado llevar por la imaginación, pero no todo lo que he dicho era falso.
– Ah, ¿no?
– No te he mentido respecto a mi nombre. Me llamo Ben. Y lo de ofrecerte nuestra hospitalidad también es cierto.
Sheere sonrió ampliamente.
– Me gustaría aceptarla, Ben, pero debo esperar aquí. En serio.
Ben se frotó las manos y adoptó un aire de flemática resignación.
– Bien. Esperaré contigo -anunció solemnemente-. Si ha de caer algún adoquín, que me caiga a mí.
Sheere se encogió de hombros con indiferencia y asintió, su mirada se dirigió de nue-vo a la puerta. Un largo minuto de silencio transcurrió sin que ninguno de los dos se moviese ni despegase los labios.
– Una noche calurosa -comentó Ben.
– Sheere se volvió y le dedicó una mirada vagamente hostil.
– ¿Vas a quedarte ahí toda la noche?
– Hagamos un pacto. Ven a tomar un vaso de deliciosa limonada helada conmigo y luego te dejaré en paz -ofreció Ben.
– No puedo, Ben. De verdad.
– Estaremos sólo a veinte metros de aquí -añadió Ben. Podemos poner un cascabel en la puerta.
– ¿Es tan importante para ti? -preguntó Sheere.
Ben asintió.
– Es mi última semana en este lugar. He pasado toda mi vida aquí y dentro de cinco días volveré a estar solo. Solo de verdad. No sé si podré pasar otra noche como ésta, entre amigos -dijo Ben-.Tú no sabes lo que es eso.
Sheere le observó un largo instante.
– Sí que lo sé -dijo ella finalmente-. Llévame hasta esa limonada.
Una vez Bankim le hubo dejado a solas en su despacho, no sin cierto reparo, Carter se sirvió una pequeña copa de brandy y ofreció otro tanto a su visitante. Aryami declinó la invitación y esperó a que Carter tomase asiento en su butaca de espaldas a la ventana bajo la cual los muchachos celebraban su fiesta ajenos al silencio glacial que flotaba en aquella habitación. Carter humedeció los labios en el licor y dirigió una mirada inquisitiva a la anciana. El tiempo no había mermado un ápice la autoridad de sus rasgos y todavía podía advertirse en sus ojos el fuego interno que recordaba en la que había sido esposa de su mejor amigo, en una época que ahora se revelaba demasiado lejana. Ambos se miraron largamente en silencio.
– La escucho -dijo finalmente Carter.
– Hace dieciséis años me vi obligada a confiarle la vida de un muchacho, Mr. Carter -empezó Aryami en voz baja pero firme-. Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida y me consta que durante estos años no defraudó usted la confianza que deposité en sus manos. En este tiempo nunca quise interferir en la vida del muchacho, consciente de que no estaría mejor en ningún lugar que aquí, bajo su protección. Nunca tuve la oportu-nidad de agradecerle lo que hizo por el muchacho.
– Me limité a cumplir con mi obligación -repuso Carter-. Pero no creo que sea ése el tema del que ha venido a hablarme hoy, de madrugada.
– Me gustaría poder decir que lo es, pero no es así -dijo Aryami-. He venido aquí porque la vida del muchacho está en peligro.
– Ben.
– Ése es el nombre que usted le dio. Cuanto sabe y cuanto es se lo debe a usted, Mr. Carter -dijo Aryami-. Pero hay algo de lo que ni usted ni yo podremos protegerle durante más tiempo: el pasado.
Las agujas del reloj de Thomas Carter se unieron en la vertical de la medianoche. Carter apuró el brandy que se había servido y dirigió una mirada desde la ventana hacia el patio. Ben hablaba con una muchacha a la que no conocía.
– Como le he dicho antes, la escucho -reiteró Carter.
Aryami se incorporó y, cruzando sus manos, inició su relato…
«Durante dieciséis años he recorrido este país en busca de refugios pasajeros y escondites. Hace dos semanas, cuando me detuve durante apenas un mes en el domicilio de unos familiares a restablecerme de una enfermedad, recibí una carta en mi residencia provisional en Delhi. Nadie sabía ni podía saber que mi nieta y yo estábamos allí. Cuando la abrí, comprobé que contenía una hoja de papel en blanco, sin una sola letra sobre ella. Pensé que se trataba de un error o tal vez de una broma, hasta que examiné el sobre, llevaba el matasellos de la oficina postal de Calcuta. La tinta del sello estaba borrosa y resultaba difícil apreciar parte de lo que figuraba en él, pero fui capaz de descifrar la fecha. Era el 25 de mayo de 1916.
Guardé la carta que según todo indicaba había tardado dieciséis años en cruzar la India hasta la puerta de aquella casa en un lugar al que sólo yo tengo acceso, y no volví a examinarla hasta aquella misma noche. Mi vista cansada no me había jugado una mala pasada: la fecha era la misma que había creído entrever en aquel sello desdibujado, pero algo había cambiado. La cuartilla que horas antes estaba en blanco contenía una frase, escrita en tinta roja y fresca, tanto que la caligrafía se esparcía sobre el papel poroso al simple roce de los dedos. “Ya no son niños, anciana. He vuelto a por lo que es mío. Apártate de mi camino.” Ésas eran las palabras que leí en aquella carta antes de lanzarla al fuego.
Supe entonces quién había enviado la carta y supe también que había llegado el momento de desenterrar viejos recuerdos que había aprendido a ignorar durante estos últimos años. No sé si alguna vez le hablé de mi hija Kylian, Mr. Carter. No soy ahora más que una anciana que espera el fin de sus días, pero hubo un tiempo en que yo también fui una madre, la madre de la más maravillosa de las criaturas que han pisado esta ciudad.
Recuerdo aquellos días como los más felices de mi vida. Kylian había contraído matrimonio con uno de los hombres más brillantes que había dado este país y fue a vivir con él a la casa que él mismo había construido en el norte de la ciudad, una casa como nunca se había conocido. El esposo de mi hija, Lahawaj Chandra Chatterghee, era ingenie-ro y escritor. Él fue uno de los primeros en diseñar la red telegráfica de este país, Mr. Car-ter, uno de los primeros en diseñar el sistema de electrificación que escribirá el futuro de nuestras ciudades, uno de los primeros en construir una red de ferrocarril en Calcuta… Uno de los primeros en todo aquello que se proponía.
Pero la felicidad de ambos no duró mucho. Chandra Chatterghee perdió la vida en el terrible incendio que destruyó la antigua estación de Jheeter’s Gate, al otro lado del Hooghly. Usted habrá visto ese edificio alguna vez. Hoy en día está abandonado, pero en su tiempo fue una de las más gloriosas construcciones que se alzaban en Calcuta. Una estructura de hierro revolucionaria, surcada por túneles, múltiples niveles y sistemas de conducción de aire y de conexión hidráulica a los raíles que ingenieros de todo el mundo venían a visitar y a admirar con asombro. Todo ello, creación del ingeniero Chandra Cha-tterghee.
La noche de la inauguración oficial Jheeter's Gate ardió inexplicablemente y un tren que transportaba a más de trescientos niños abandonados rumbo a Bombay prendió en llamas y quedó enterrado en las tinieblas de los túneles que se hundían en la tierra. Ninguno salió con vida de aquel tren, que sigue varado en las sombras de algún punto del laberinto de galerías subterráneas de la orilla oeste de Calcuta.
La noche que el ingeniero murió en aquel tren será recordada por las gentes de esta ciudad como una de las mayores tragedias que ha vivido Calcuta. Muchos lo consideraron un símbolo de que las sombras se cernían para siempre sobre esta ciudad. No faltaron los rumores de que el incendio había sido provocado por un grupo de financieros británicos a los que la nueva línea de ferrocarril podía perjudicar al demostrar que el transporte marí-timo de mercancías, uno de los grandes negocios de Calcuta desde los tiempos de Lord Clive y la compañía colonial estaba en vísperas de su caducidad. El tren era el futuro. Los rifles eran el camino sobre el cual algún día este país y esta ciudad podrían emprender el rumbo hacia un mañana libre de la invasión británica. La noche que ardió Jheeter's Gate, aquellos sueños se convirtieron en pesadillas.
Días después de la desaparición del ingeniero Chandra, mi hija Kylian, que esperaba dar a luz su primer hijo, fue objeto de las amenazas de un extraño personaje salido de las tinieblas de Calcuta, un asesino que había jurado matar a la esposa y a la descendencia del hombre a quien acusaba de todas sus desgracias. Ese hombre, ese criminal, fue el causante del incendio donde Chandra perdió la vida. Un joven oficial del ejército británico, un antiguo pretendiente de mi hija, el teniente Michael Peake, se propuso detener a aquel loco, pero la tarea demostró ser mucho más compleja de lo que él había creído.
La noche en que mi hija iba a dar a luz a su hijo, unos hombres entraron en la casa y se la llevaron de allí. Asesinos a sueldo. Gentes sin nombre ni conciencia que, por unas monedas, son fáciles de encontrar en las calles de esta ciudad. Durante una semana, el teniente, al borde de la desesperación, recorrió todos los rincones de la ciudad en busca de mi hija. Tras aquella dramática semana, Peake tuvo una terrible intuición, que resultó ser cierta. El asesino había llevado a mi hija hasta las entrañas de las ruinas de la estación de Jheeter’s Gate. Allí, entre la inmundicia y los restos de la tragedia, mi hija había dado a luz al muchacho al que usted ha convertido en un hombre, Mr. Carter.
A él, Ben, y a su hermana, a quien yo he tratado de convertir en una mujer y a la que, al igual que usted, di un nombre, el nombre que su madre siempre soñó para ella: Sheere.
El teniente Peake, poniendo en peligro su vida, consiguió arrebatar a los dos niños de las manos del asesino. Pero aquel criminal, ciego de rabia, juró perseguir su rastro y aca-bar con su vida tan pronto como alcanzaran la edad adulta para vengarse de su padre fallecido, el ingeniero Chandra Chatterghee. Tal era su único propósito: destruir cualquier vestigio de la obra y la vida de su enemigo, a cualquier precio.
Kylian murió con la promesa de que su alma no descansaría hasta saber que sus hijos estaban a salvo. El teniente Peake, el hombre que la había amado en silencio tanto como su propio esposo, dio su vida por hacer que la promesa que selló sus labios pudiera hacerse realidad. El 25 de mayo de 1916 el teniente Peake consiguió cruzar el Hooghly y entregar-me a los niños. Su destino, al día de hoy, me es todavía desconocido.
Decidí que el único modo de salvar la vida de los niños era separarlos y ocultar su identidad y su paradero. El resto de la historia de Ben, usted la conoce mejor que yo. En cuanto a Sheere, la tomé a mi cuidado y emprendí un largo viaje por todo el país y crié a la niña en la memoria del gran hombre que fue su padre y de la gran mujer que le dio la vida, mi hija. Nunca le expliqué más de lo que creí necesario. En mi ingenuidad llegué a pensar que la distancia en el espacio y en el tiempo borraría la huella del pasado, pero nada puede cambiar nuestros pasos perdidos. Cuando recibí aquella carta, supe que mi huida había tocado fin y que era el momento de volver a Calcuta para advertirle de lo que estaba sucediendo. No fui sincera con usted aquella noche en la carta que le escribí, Mr. Carter, pero obré de corazón, creyendo en conciencia que aquello era lo que debía hacer.
Tomé a mi nieta, incapaz de dejarla sola ahora que el asesino ya conocía nuestro paradero, y emprendimos el viaje de vuelta. Durante todo el trayecto, no podía apartar de mi mente una idea que cobraba una evidencia obsesiva a medida que nos acercábamos a nuestro punto de destino. Tenía la certeza de que ahora, en el momento en que Ben y Sheere dejaban atrás su infancia y se convertían en adultos, aquel asesino había desper-tado de la oscuridad de nuevo para cumplir su vieja promesa y supe, con la claridad que sólo la cercanía de la tragedia nos otorga, que esta vez no se detendría ante nada ni ante nadie…»
Thomas Carter permaneció en silencio durante un largo intervalo de tiempo, sin apartar los ojos de sus manos sobre el escritorio. Cuando alzó la vista, comprobó que Ar-yami seguía allí, que cuanto había escuchado no eran imaginaciones suyas y resolvió que la única decisión razonable que se sentía capaz de tomar en aquel momento era la de escanciar de nuevo un chorro de brandy en su copa y brindar en solitario a su propia salud.
– No me cree…
– No he dicho eso -puntualizó Carter.
– No ha dicho nada -matizó Aryami-. Eso es lo que me preocupa.
Carter saboreó el brandy y se preguntó bajo qué infausto pretexto había tardado diez años en desentrañar los embriagadores encantos del licor espirituoso que guardaba en su vitrina con el celo reservado a una reliquia sin utilidad práctica.
– No es fácil creer lo que acaba de explicarme, Aryami -respondió Carter-. Pónga-se en mi lugar.
– Sin embargo, usted se hizo cargo del muchacho hace dieciséis años -dijo Aryami.
– Me hice cargo de un niño abandonado, no de una historia improbable. Ése es mi deber y mi trabajo. Este edificio es un orfanato y yo, su director. Eso es todo y no hay más.
– Sí lo hay, Mr. Carter -replicó Aryami-. Me tomé la molestia de hacer mis indagaciones en su día. Nunca denunció la aparición de Ben. Nunca dio parte. No existen documentos que acrediten su ingreso en esta institución. Debía de haber algún motivo para que obrase así, habida cuenta de que lo que usted denomina una historia improbable no le merecía credibilidad alguna.
– Siento contradecirla, Aryami, pero existen esos documentos. Con otras fechas y con otras circunstancias. Ésta es una institución oficial, no una casa de misterios.
– No ha respondido a mi pregunta -atajó Aryami-. O mejor dicho, no ha hecho más que darme más motivos para hacérsela de nuevo: ¿qué le llevó a falsear la historia de Ben si no creía en los hechos que le exponía en mi carta?
– Con todo respeto, no veo por qué he de responder a eso.
Los ojos de Aryami se posaron en los suyos y Carter trató de esquivar su mirada. Una amarga sonrisa afloró en los labios de la anciana.
– Usted le ha visto-dijo Aryami.
– ¿Estamos hablando de un nuevo personaje en la historia? -preguntó Carter.
– ¿Quién engaña a quién, Mr. Carter? -replicó Aryami.
La conversación parecía haber alcanzado un punto muerto. Carter se incorporó y an-duvo unos pasos en torno al despacho mientras la anciana le observaba atentamente.
Carter se volvió a Aryami.
– Supongamos que diese crédito a su historia. Es una simple suposición. ¿Qué espe-ra usted que yo haga en consecuencia?
– Alejar a Ben de este lugar -respondió tajantemente Aryami-. Hablar con él. Advertirle. Ayudarle. No le pido que haga nada con el muchacho que no haya estado haciendo en los últimos años.
– Necesito meditar sobre este asunto detenidamente -dijo Carter.
– No se tome demasiado tiempo. Ese hombre ha esperado dieciséis años, quizá no le importe esperar un día más. O quizá sí.
Carter se derrumbó de nuevo en su butaca y esbozó un gesto de tregua.
– Recibí la visita de un hombre llamado Jawahal el día que encontramos a Ben -explicó Carter-. Me preguntó por el muchacho y le dije que no sabíamos nada al respecto. Poco después desapareció para siempre.
– Ese hombre utiliza muchos nombres, muchas identidades, pero tiene un solo fin, Mr. Carter -dijo Aryami con un brillo acerado en sus ojos-. No he cruzado la India para sentarme a ver como los hijos de mi hija mueren por la falta de decisión de un par de vie-jos bobos, si me permite la expresión.
– Viejo bobo o no, necesito tiempo para pensar con calma -dijo Carter-. Tal vez sea necesario hablar con la policía.
Aryami suspiró.
– Ni hay tiempo, ni serviría de nada -replicó con dureza-. Mañana al atardecer a-bandonaré Calcuta con mi nieta. Mañana por la tarde, Ben debe dejar este lugar y marchar lejos de aquí. Dispone usted de unas horas para hablar con el muchacho y prepararlo to-do.
– No es tan sencillo -objetó Carter.
– Es tan sencillo como esto: si usted no habla con él, yo lo haré, Mr. Carter -ame-nazó Aryami dirigiéndose hacia la puerta del despacho-. Y rece para que ese hombre no le encuentre antes de que vea la luz del día.
– Mañana hablaré con Ben -dijo Carter-. No puedo hacer más.
Aryami le dirigió una última mirada desde el umbral del despacho.
– Mañana, Mr. Carter, es hoy.
– ¿Una sociedad secreta?-preguntó Sheere con la mirada encendida de curiosi-dad-. Creí que las sociedades secretas sólo existían en los seriales.
– Aquí Siraj, nuestro experto en el tema, podría contradecirte durante horas -dijo Ian.
Siraj asintió gravemente corroborando la alusión a su erudición sin límites.
– ¿Has oído hablar de los francmasones? apuntó.
– Por favor -cortó Ben-. Sheere va a pensar que somos un atajo de brujos encapu-chados.
– ¿Y no lo sois? -rió la muchacha.
– No -explicó Seth solemnemente-. La Chowbar Society cumple dos propósitos enteramente positivos: ayudarnos entre nosotros y a los demás, y compartir nuestros co-nocimientos para construir un futuro mejor.
– ¿No es eso lo que dicen pretender todos los grandes enemigos de la humanidad?
– preguntó Sheere.
– Solamente durante los últimos dos o tres mil años -cortó Ben-. Cambiemos de tema. Esta noche es muy especial para la Chowbar Society.
– Hoy nos disolvemos -dijo Michael.
– Hablan los muertos -apuntó Roshan, sorprendido.
Sheere miró con extrañeza a aquel grupo de muchachos, ocultando el divertimento que le producía el fuego cruzado que se disparaban entre sí.
– Lo que Michael quiere decir es que hoy tendrá lugar la última reunión de la Chowbar Society -explicó Ben-. Después de siete años, cae el telón.
– Vaya -apuntó Sheere-, para una vez que doy con una sociedad secreta real, resulta que está a punto de disolverse. No tendré tiempo de ingresar como miembro.
– Nadie ha dicho que se acepten nuevos miembros -se apresuró a precisar Isobel, que había estado presenciando en silencio la conversación sin apartar los ojos de la intrusa-. Es más, si no fuera por estos bocazas que han traicionado uno de los juramentos de la Chowbar, ni siquiera sabrías que existe. Ven unas faldas y se venden por una mone-da.
Sheere ofreció una sonrisa conciliadora a Isobel y consideró la ligera hostilidad que la muchacha le demostraba. La pérdida de la exclusividad no era fácil de aceptar.
– Voltaire decía que los peores misóginos siempre son mujeres -afirmó casualmen-te Ben.
– ¿Y quién demonios es Voltaire? -cortó Isobel-. Tamaña barbaridad sólo puede ser de tu cosecha.
– Habló la ignorancia -replicó Ben-. Aunque tal vez Voltaire no dijese exactamen-te eso…
– Parad la guerra -intervino Roshan-. Isobel tiene razón. No debimos hablar.
Sheere contempló con inquietud cómo el clima parecía cambiar de color en pocos segundos.
– No quisiera ser motivo de discusión. Lo mejor es que vuelva con mi abuela. Con-sidero olvidado cuanto habéis dicho -dijo devolviendo el vaso de limonada a Ben.
– No tan rápido, princesa -exclamó Isobel a su espalda.
Sheere se volvió y se encaró a la muchacha.
– Ahora que sabes algo, tendrás que saberlo todo y guardar el secreto -dijo Isobel o-freciendo medía sonrisa avergonzada-. Siento lo de antes.
– Buena idea -sentenció Ben-. Adelante.
Sheere alzó las cejas, atónita.
– Tendrá que pagar el precio de admisión -recordó Siraj.
– No tengo dinero…
– No somos una iglesia, querida, no queremos tu dinero -replicó Seth-. El precio es otro.
Sheere recorrió los rostros enigmáticos de los muchachos en busca de una respuesta. El semblante afable de Ian le sonrió.
– Tranquila, no es nada malo -explicó Ian-. La Chowbar Society se reúne en su local secreto pasada la madrugada. Todos pagamos nuestro precio cuando ingresamos.
– ¿Cuál es vuestro local secreto?
– Un palacio -respondió Isobel-. El Palacio de la Medianoche.
– Nunca oí hablar de él.
– Porque nadie ha oído hablar de él excepto nosotros -añadió Siraj.
– ¿Y cuál es ese precio?
– Una historia -respondió Ben-. Una historia personal y secreta que nunca hayas explicado a nadie. La compartirás con nosotros y tu secreto jamás saldrá de la Chowbar Society.
– ¿Tienes una historia así? -desafió Isobel mordiéndose el labio inferior.
Sheere observó de nuevo a los seis chicos y a la muchacha que la escrutaban cuidado-samente y asintió.
– Tengo una historia como nunca habéis podido oír -dijo finalmente.
– Entonces -dijo Ben frotándose las manos- pongamos manos a la obra.
Mientras Aryami Bosé relataba la causa que las había llevado, a ella y a su nieta, de vuelta a Calcuta tras largos años de exilio, los siete miembros de la Chowbar Society escoltaban a Sheere a través de los arbustos que rodeaban las inmediaciones del Palacio de la Medianoche. A los ojos de la recién llegada, el palacio no era más que un antiguo caserón abandonado a través de cuya techumbre quebrada podía contemplarse el cielo sembrado de estrellas y entre cuyas sombras sinuosas afloraban los restos de gárgolas, columnas y relieves, vestigio de lo que algún día debió de haberse alzado como un señorial palacete de piedra, fugado de entre las páginas de un cuento de hadas.
Cruzaron el jardín a través de un estrecho túnel practicado entre la maleza que con-ducía directamente a la entrada principal de la casa. Una ligera brisa agitaba las hojas de los arbustos y silbaba entre las arcadas de piedra del palacio. Ben se volvió y la contempló exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿Qué te parece? -preguntó, visiblemente orgulloso.
– Diferente -ofreció Sheere, temerosa de enfriar el entusiasmo del muchacho.
– Sublime -corrigió Ben, siguiendo su camino sin molestarse en contrastar nuevas valoraciones respecto al encanto del cuartel general de la Chowbar Society.
Sheere sonrió para sus adentros y se dejó guiar, pensando en lo mucho que le hubie-ra gustado conocer aquel lugar y a aquellos muchachos en una noche parecida, durante los años en que les había servido de refugio y santuario. Entre ruinas y recuerdos, aquel lugar desprendía ese aura de magia e ilusión que sólo pervive en la memoria borrosa de los primeros años de la vida. No importaba que fuera tan sólo por una última noche; estaba deseando pagar el precio de admisión en la casi extinta Chowbar Society.
«Mi historia secreta es en realidad la historia de mi padre. Una y otra son insepara-bles. Nunca le conocí en persona ni guardo más recuerdos de él que lo que aprendí de labios de mi abuela y a través de sus libros y sus cuadernos, pero, por extraño que os pue-da parecer, nunca me he sentido tan próxima a nadie en este mundo y, aunque él muriese antes de que yo llegase a nacer, estoy segura de que sabrá esperarme hasta el día en que me reúna con él y compruebe que siempre fue tal y como le imaginé: el mejor hombre que nunca hubo en el mundo.
No soy tan diferente de vosotros. No me crié en un orfanato, pero nunca supe lo que era tener una casa o alguien con quien hablar durante más de un mes, que no fuese mi abuela. Vivíamos en los trenes, en casas de desconocidos, en la calle, sin rumbo, sin un lugar que pudiésemos llamar nuestro hogar y al que regresar. Durante todos esos años, el único amigo que tuve fue mi padre. Como os digo, aunque él nunca estaba allí, aprendí cuanto sé de sus libros y de los recuerdos que mi abuela conservaba de él.
Mi madre murió al darme a luz y he aprendido a vivir con el remordimiento de no poder recordarla ni conservar más imagen de su personalidad que la visión que mi padre reflejaba de ella en sus libros. De todos ellos, de los tratados de ingeniería y de los gruesos volúmenes que nunca llegué a entender, mi favorito siempre fue un pequeño libro de cuentos que él tituló Las lagrimas de Shiva. Mi padre lo escribió cuando todavía no había cumplido los treinta y cinco años, y proyectaba la creación de la primera línea de ferrocarril en Calcuta y la construcción de una revolucionaria estación de acero que soña-ba realizar en la ciudad. Un pequeño editor de Bombay imprimió no más de seiscientos ejemplares del libro, de los que mi padre nunca vio ni una rupia. Yo conservo uno. Es un pequeño tomo negro con letras grabadas en oro sobre el lomo que rezan: Las lágrimas de Shiva, por L. Chandra Chatterghee.
El libro tiene tres partes. La primera habla de su proyecto de una nueva nación cons-truida sobre un espíritu de progreso basado en la tecnología, el ferrocarril y la electrici-dad. Él la llamaba Mi país. La segunda parte describe una casa, un hogar maravilloso que proyectaba construir para él y su familia en el futuro, cuando consiguiera la fortuna que ansiaba poseer. Describe cada rincón de esa casa, cada estancia, cada color y cada objeto, todo con un detalle que ni los planos de un arquitecto podrían igualar. Él llamó a esa parte Mi casa. La tercera parte, titulada Mi mente, es sencillamente una recopilación de peque-ños relatos y fábulas que mi padre había escrito desde su adolescencia. Mi favorito es el que da nombre al libro. Es muy breve y os lo contaré…»
En una ocasión, hace mucho tiempo, las gentes que vivían en Calcuta, fueron azotadas por una terrible plaga que acababa con las vidas de los niños y hacía que, poco a poco, los habitantes envejeciesen progresivamente y las esperanzas en el futuro se desva-necían. Para remediarlo, Shiva emprendió un largo viaje en busca de un remedio que curase la enfermedad. Durante su éxodo tuvo que enfrentarse a numerosos peligros. Eran tantas las dificultades con que se tropezaba en su camino, que el viaje le mantuvo alejado muchos años y, cuando volvió a Calcuta, descubrió que todo había cambiado. En su ausencia, un brujo llegado del otro lado del mundo había traído un extraño remedio que había vendido a los habitantes de la ciudad a cambio de un precio muy alto: el alma de los niños que nacieran sanos a partir de aquel día.
Esto es lo que vieron sus ojos. Donde antes existía una jungla y chozas de adobe, ahora se levantaba una gran ciudad, tan grande que nadie la podía abarcar con una sola mirada y se perdía en el horizonte fuera cual fuera la dirección en que uno mirase. Una ciudad de palacios. Shiva, fascinado por el espectáculo, decidió encarnarse en hombre y recorrer sus calles ataviado como un mendigo para conocer a los nuevos habitantes de aquel lugar, los hijos que el remedio del brujo había permitido nacer y cuyas almas le per-tenecían. Pero le esperaba gran decepción.
Durante siete días y siete noches, el mendigo caminó por las calles de Calcuta y lla-mó a la puerta de los palacios, pero todas se le cerraron. Nadie quiso escucharle y fue objeto de las burlas y el desprecio de todos. Desesperado, vagando por las calles de aque-lla inmensa ciudad, descubrió la pobreza, la miseria y la negrura que se escondían en el fondo del corazón de los hombres. Fue tanta su tristeza, que la última noche decidió aban-donar para siempre su ciudad.
Mientras lo hacía empezó a llorar y sin darse cuenta, fue dejando tras de sí un rastro de lagrimas que se perdían en la jungla. Al amanecer las lágrimas de Shiva se habían convertido en hielo. Cuando los hombres se dieron cuenta de lo que habían hecho, quisie-ron reparar su error atesorando las lágrimas de hielo en un santuario. Pero, una tras otra, las lágrimas se fundieron en sus manos y la ciudad no volvió nunca jamás a conocer el hielo.
Desde aquel día, la maldición de un terrible calor cayó sobre la ciudad y los dioses le volvieron la espalda para siempre, dejándola al amparo de los espíritus de la oscuridad. Los pocos hombres sabios y justos que en ella quedaban rezaban para que, algún día, las lágrimas de hielo de Shiva cayesen de nuevo desde el cielo y rompiesen aquella maldición que convirtió a Calcuta en una ciudad maldita…
«Ésta fue siempre mi predilecta entre las historias de mi padre. Es quizá la más simple, pero ninguna como ella personifica la esencia de lo que mi padre siempre significó para mí y sigue significando todos los días de mi vida. Yo, como los hombres de la ciudad maldita que tienen que pagar el precio del pasado, también espero el día en que caigan las lágrimas de Shiva sobre mi vida y me liberen para siempre de mi soledad. Mientras tanto, sueño con esa casa que mi padre construyó primero en su mente y, años más tarde, en algún lugar del Norte de esta ciudad. Sé que existe, aunque mi abuela siempre me lo ha negado, y sin que ella lo sepa, creo que mi propio padre describió en el libro el enclave en que pensaba construirla algún día, aquí en la ciudad negra. Todos estos años he vivido con la ilusión de recorrerla y reconocer todo lo que ya conozco de memoria: su biblioteca, sus habitaciones, su butaca de trabajo…
Y ésta es mi historia. Nunca se la conté a nadie porque no tenía a quién hacerlo. Hasta hoy.»
Cuando Sheere hubo finalizado su relato, la penumbra que reinaba en el Palacio ayudó a disimular las lágrimas que afloraban en los ojos de algún miembro de la Chowbar Society. Ninguno de ellos parecía dispuesto a romper el silencio con que el fin de su historia había impregnado la atmósfera. Sheere rió nerviosamente y miró directamente a Ben.
– ¿Merezco entrar en la Chowbar Society? -preguntó tímidamente.
– Por lo que a mí respecta -respondió Ben-, mereces ser miembro honorario.
– ¿Existe esa casa, Sheere? -Inquirió Siraj, fascinado con la idea.
– Estoy segura de que sí -respondió Sheere-. Y pienso encontrarla. La clave está en algún lugar del libro de mi padre.
– ¿Cuándo? -preguntó Seth-. ¿Cuándo empezamos a buscarla?
– Mañana mismo -aceptó Sheere-. Con vuestra ayuda, si lo deseáis…
– Necesitarás la ayuda de alguien que sepa pensar -apuntó Isobel-. Cuenta conmi-go.
– Yo soy un experto cerrajero -dijo Roshan.
– Yo puedo encontrar mapas del archivo municipal desde el establecimiento del gobierno de 1859 -apuntó Seth.
– Yo puedo averiguar si existe algún misterio sobre ella -dijo Siraj-. Quizá esté embrujada.
– Yo puedo dibujarla tal y como es en realidad -dijo Michael-. Planos. A través del libro, quiero decir.
Sheere rió y miró a Ben y a Ian.
– Bien -dijo Ben-, alguien tiene que dirigir la operación. Acepto el cargo. Ian pue-de poner yodo a quien se clave una astilla.
– Supongo que no vais a aceptar un no -dijo Sheere.
– Tachamos la palabra no del diccionario de la biblioteca del St. Patricks hace seis meses -dijo Ben-. Ahora eres miembro de la Chowbar Society. Tus problemas son nues-tros problemas. Mandato corporativo.
– Creí que nos habíamos disuelto -recordó Siraj.
– Decreto una prórroga por circunstancias de gravedad insoslayable -respondió Ben dirigiendo una mirada fulminante a su compañero.
Siraj se perdió en la sombra.
– De acuerdo -concedió Sheere-, pero ahora debemos volver.
La mirada con que Aryami recibió a Sheere y al pleno de la Chowbar Society hubiera sido capaz de helar la superficie del Hooghly en pleno mediodía. La anciana dama aguar-daba junto a la puerta de la fachada delantera en compañía de Bankim, cuyo semblante bastó para que Ben estimase prudente empezar a elucubrar un discurso de disculpa con que amortiguar la reprimenda que a buen seguro le esperaba a su nueva amiga. Ben se adelantó ligeramente a los demás y blandió su mejor sonrisa.
– Ha sido culpa mía, señora. Tan sólo queríamos enseñarle a su nieta el patio de a-trás del edificio-dijo Ben.
Aryami no se dignó a mirarle y se dirigió directamente a Sheere.
– Te dije que esperases aquí y que no te movieras -dijo la anciana con el rostro en-cendido de ira.
– Apenas hemos ido a veinte metros de aquí, señora -apuntó Ian.
Aryami le fulminó con la mirada.
– No te he preguntado a ti, chico -cortó sin atisbo de cortesía alguno.
– Sentimos haberle causado alguna molestia, señora, no era nuestra intención…-insistió Ben.
– Déjalo, Ben -Interrumpió Sheere-. Puedo hablar por mí misma.
El rostro hostil de la anciana se descompuso por un instante. El hecho no pasó inadvertido a ninguno de los muchachos. Aryami señaló a Ben y su semblante palideció a la tenue luz de los faroles del jardín.
– ¿Tú eres Ben? -preguntó en voz baja. El muchacho asintió, ocultando su extrañe-za y sosteniendo la mirada impenetrable de la anciana.
No había ira en sus ojos, tan sólo tristeza e inquietud. Aryami tomó del brazo a su nieta y bajó los ojos.
– Debemos irnos -dijo-. Despídete de tus amigos.
Los miembros de la Chowbar Society asintieron en señal de adiós y Sheere sonrió tímidamente mientras se alejaba asida del brazo de Aryami Bosé, perdiéndose de nuevo en las calles oscuras de la ciudad. Ian se acercó a Ben y observó a su amigo, pensativo y con la vista fija en las figuras casi invisibles de Sheere y Aryami alejándose en la noche.
– Por un momento me ha parecido que esa mujer tenía miedo -dijo Ian.
Ben asintió sin pestañear.
– ¿Quién no tiene miedo en una noche como ésta? -preguntó.
– Creo que lo mejor es que nos vayamos todos a dormir por hoy -Indicó Bankim desde el umbral de la puerta.
– ¿Es una sugerencia o una orden? -preguntó Isobel.
– Ya sabéis que mis sugerencias son órdenes para vosotros -afirmó Bankim, seña-lando hacia el interior del edificio-. Adentro.
– Tirano -murmuró Siraj por lo bajo-. Disfruta de los días que te quedan.
– Los reenganchados son los peores -añadió Roshan.
Bankim asistió risueño al desfile de los siete muchachos hacia el interior del edificio, ajeno a sus murmullos de protesta. Ben fue el último en cruzar la puerta e intercambió una mirada de complicidad con Bankim.
– Por mucho que se quejen -dijo Ben-, dentro de cinco días echarán de menos tu servicio de policía.
– Tú también lo echarás de menos, Ben -rió Bankim.
– Yo ya lo hago- murmuró Ben para sí mismo al enfilar las escaleras que ascendían a los dormitorios del primer piso, consciente de que en menos de una semana ya no volvería a contar aquellos veinticuatro peldaños que conocía tan bien.
En algún momento de la madrugada Ben despertó en la tenue penumbra azulada que flotaba en el dormitorio y creyó sentir una bocanada de aire helado sobre su rostro, un aliento invisible proveniente de alguien oculto en la oscuridad. Un haz de luz evanescente parpadeaba lentamente desde el estrecho ventanal anguloso y proyectaba mil sombras danzantes sobre los muros y la techumbre de la sala. Ben alargó la mano hasta la modesta mesilla de noche que flanqueaba su lecho y acercó la esfera de su reloj a la luz nocturna de la Luna. Las agujas cruzaban el ecuador de la madrugada, las tres de la mañana.
Suspiró al sospechar que los últimos resabios de sueño se desvanecían de su mente como gotas de rocío al sol de la mañana e intuyó que Ian le había prestado su fantasma
del insomnio por una noche. Cerró los párpados de nuevo y conjuró las imágenes de la fiesta que había acabado hacía apenas unas horas, confiando en su poder balsámico y adormecedor. Justo en ese momento oyó por primera vez aquel sonido y se incorporó para escuchar la extraña vibración que parecía silbar entre las hojas del jardín del patio.
Apartó las sábanas y caminó lentamente hasta el ventanal. Podía apreciar desde allí el leve tintineo de los faroles apagados en las ramas de los árboles y el eco lejano de lo que se le antojaron voces infantiles riendo y hablando al unísono, cientos de ellas. Apoyó la frente sobre el cristal de la ventana y adivinó a través del espectro de su propio vaho la silueta de una figura esbelta e inmóvil en el centro del patio, envuelta en una túnica negra que miraba directamente hacia él. Sobresaltado, se retiró un paso atrás y ante sus ojos el cristal de la ventana se astilló lentamente a partir de una fisura que nació en el centro de la lámina transparente y se extendió al igual que una hiedra, una telaraña de grietas tejida por cientos de garras invisibles. Sintió cómo los cabellos de la nuca se le erizaban y su respiración se aceleraba.
Miró a su alrededor. Todos sus compañeros yacían inmóviles y sumidos en un profundo sueño. Las voces distantes de los niños se escucharon de nuevo y Ben advirtió que una neblina gelatinosa se filtraba entre las fisuras del cristal, igual que una bocanada de humo azul atravesaría un paño de seda. Se acercó de nuevo hasta la ventana y trató de divisar el patio. La figura permanecía allí, pero esta vez extendió un brazo y le señaló, mientras sus dedos largos y afilados se escindían en llamas. Permaneció allí cautivado durante varios segundos, incapaz de apartar los ojos de aquella visión. Cuando la figura le dio la espalda y empezó a alejarse hacia la oscuridad, Ben reaccionó y se apresuró a salir del dormitorio.
El pasillo estaba desierto y apenas iluminado por un farol de gas de la antigua instalación del St. Patricks que había sobrevivido a las obras de remodelación de los últimos años. Corrió a las escaleras y descendió a toda prisa, cruzó las salas de comedores y salió al patio por la puerta lateral de las cocinas del orfanato justo a tiempo para ver có-mo aquella figura se perdía en el callejón oscuro que rodeaba la parte trasera del edificio, enterrada en una espesa niebla que parecía ascender de las rejillas del alcantarillado. Se apresuró hacia la niebla y se sumergió en ella.
El muchacho recorrió un centenar de metros a través de aquel túnel de vapor frío y flotante hasta llegar al amplio descampado que se extendía al norte del St. Patricks, una tierra baldía que servía de campo de chatarra y ciudadela de chabolas y escombros para los habitantes más desheredados del Norte de Calcuta. Sorteó los charcos cenagosos que plagaban el camino entre el retorcido laberinto de chozas de adobe incendiadas y deshabitadas y se internó en aquel lugar contra el que Thomas Carter siempre les había prevenido. Las voces de los niños provenían de algún lugar oculto entre las ruinas de aquella marisma de pobreza y suciedad.
Ben enfiló sus pasos hacia un estrecho corredor que se abría entre dos barracas derruidas y se detuvo en seco al comprobar que había encontrado lo que buscaba. Ante sus ojos se abría una planicie infinita y desierta de antiguas chabolas arrasadas y, en el centro de aquel escenario, la niebla azul parecía brotar como el aliento de un dragón invisible en la noche. El sonido de los niños brotaba a su vez del mismo punto, pero Ben ya no oía risas ni canciones infantiles, sino los terribles alaridos de pánico y terror de cientos de niños atrapados. Sintió que un viento frío le estrellaba con fuerza contra los muros de la chabola y que, de entre la niebla palpitante, surgía el estruendo furioso de una gran máquina de acero que hacía temblar el suelo bajo sus pies.
Cerró los ojos y miró de nuevo, creyendo ser víctima de una alucinación. De entre las tinieblas, emergía un tren de metal candente envuelto en llamas. Pudo contemplar los rostros de agonía de decenas de niños atrapados en su interior y la lluvia de fragmentos de fuego que salían desprendidos en todas direcciones formando una cascada de brasas. Sus ojos siguieron el recorrido del tren hasta la máquina, una majestuosa escultura de ace-ro que parecía fundirse lentamente, como una figura de cera lanzada a una hoguera. En la cabina, inmóvil entre las llamas, le contemplaba la figura que había visto en el patio, mos-trándole ahora los brazos abiertos en señal de bienvenida.
Sintió el calor de las llamas sobre su rostro y se llevó las manos a los oídos para enmascarar el enloquecedor aullido de los niños. El tren de fuego atravesó la llanura desolada y Ben comprobó con horror que se dirigía a toda velocidad hacia el edificio del St. Patricks, con la furia y la rabia de un proyectil incendiario. Corrió tras él, sorteando la lluvia de chispas y lágrimas de hierro fundido que caían a su alrededor, pero sus pies eran incapaces de igualar la velocidad creciente con que el tren se precipitaba sobre el orfanato, mientras teñía el cielo de escarlata a su paso. Se detuvo sin aliento y gritó con todas sus fuerzas para alertar a quienes dormían apaciblemente en el edificio, ajenos a la tragedia que se cernía sobre ellos. Desesperado, vio cómo el tren reducía la distancia que le separaba del St. Patricks por momentos y comprendió que, en cuestión de segundos, la máquina pulverizaría el edificio y lanzaría por los aires a sus habitantes. Cayó de rodillas y gritó por última vez contemplando con impotencia cómo el tren penetraba en el patio trasero del St. Patricks y se dirigía sin remedio al gran muro de la fachada posterior del edificio.
Ben se preparó para lo peor, pero no podía imaginar lo que sus ojos iban a presenciar en apenas unas décimas de segundo. La máquina enloquecida y envuelta en un tornado de llamas se estrelló contra el muro desvelando un fantasma de fuegos fatuos y todo el tren se hundió a través de la pared de adoquines rojos como una serpiente de vapor, desintegrándose en el aire y llevándose consigo el terrible aullido de los niños y el ensor-decedor rugido de la máquina.
Dos segundos después, la oscuridad nocturna volvía a ser absoluta y la silueta incólume del orfanato se recortaba en las luces lejanas de la ciudad blanca y el Maidán centenares de metros al Sur. La niebla se introdujo en los resquicios de la pared y al poco no quedaba a la vista evidencia alguna del espectáculo que acababa de presenciar. Ben se acercó lentamente hasta el muro y posó la palma de su mano sobre la superficie intacta. Una sacudida eléctrica le recorrió el brazo y le lanzó al suelo, y Ben pudo ver cómo la huella negra y humeante de su mano había quedado grabada en la pared.
Cuando se levantó del suelo, comprobó que el pulso le latía aceleradamente y que las manos le temblaban. Respiró profundamente y se secó las lágrimas que el fuego le había arrancado. Lentamente, cuando consideró que había recuperado la serenidad, o parte de ella, rodeó el edificio y se dirigió de vuelta a la puerta de las cocinas. Empleando el truco que Roshan le había enseñado para burlar el pestillo interno, la abrió con cautela y cruzó las cocinas y el corredor de la planta baja en la oscuridad hasta la escalera. El orfanato seguía sumido en el más profundo de los silencios y Ben comprendió que nadie más que él había escuchado el estruendo del tren.
Volvió al dormitorio. Sus compañeros seguían durmiendo y no había señal del cristal astillado en la ventana. Recorrió la habitación y se tendió en su lecho, ladeado. Tomó de nuevo el reloj de la mesilla y consultó la hora. Ben hubiera jurado que había estado fuera del edificio durante casi veinte minutos. El reloj indicaba la misma hora que había mostrado cuando lo había consultado al despertar. Se llevó la esfera al oído y escuchó el tintineo regular del mecanismo. El muchacho devolvió el reloj a su lugar y trató de orde-nar sus pensamientos. Empezaba a dudar de lo que había presenciado o creído ver. Tal vez no se había movido de aquella habitación y había soñado el episodio completo. Las profundas respiraciones a su alrededor y el cristal intacto parecían avalar esa suposición. O quizá empezaba a ser víctima de su propia imaginación. Confundido, cerró los ojos y trató inútilmente de conciliar el sueño con la esperanza de que, si fingía dormirse, tal vez su cuerpo se dejaría llevar por el engaño.
Al alba, cuando el Sol apenas se había insinuado sobre la ciudad gris, el sector mu-sulmán al Este de Calcuta, saltó del lecho y corrió hasta el patio trasero para examinar a la luz del día el muro de la fachada. No había rastros del tren. Ben estaba por concluir que todo había sido un sueño, de intensidad poco común pero sueño en definitiva, cuando una pequeña mancha oscura en la pared llamó su atención por el rabillo del ojo. Se acercó a ella y reconoció la palma de su mano claramente delineada sobre la pared de adoquines arcillosos. Suspiró y se apresuró de vuelta al dormitorio a despertar a Ian que, por prime-ra vez en semanas, había conseguido abandonarse en los brazos de Morfeo, liberado por una vez de su hábito de insomne contumaz.
A la luz del día, el embrujo del Palacio de la Medianoche palidecía y su condición de caserón nostálgico de mejores tiempos se evidenciaba sin piedad. Con todo, las palabras de Ben amortiguaron el efecto de contacto con la realidad que la contemplación de su es-cenario favorito hubiera podido provocar en los miembros de la Chowbar Society sin los adornos ni el misterio de las noches de Calcuta. Todos le habían escuchado con respetuoso silencio y con expresiones que iban desde el asombro a la incredulidad.
– ¿Y desapareció en la pared, como si fuera de aire? -preguntó Seth.
Ben asintió.
– Es la historia más extraña que has explicado en el último mes, Ben -apuntó Isobel.
– No es una historia. Es lo que vi -replicó Ben.
– Nadie lo duda, Ben -dijo Ian en tono conciliador-. Pero todos dormimos y no oímos nada. Ni siquiera yo.
– Eso sí que es increíble -apuntó Roshan-. Tal vez Bankim puso algo en la limona-da.
– ¿Nadie va a tomárselo en serio? -preguntó Ben-. Habéis visto la huella de la ma-no.
Ninguno respondió. Ben concentró su mirada en el diminuto miembro asmático y víctima más propiciatoria en lo referente a historias de aparecidos.
– ¿Siraj? -preguntó Ben. El muchacho alzó la vista y miró al resto, calibrando la situación.
– No sería la primera vez que alguien ve algo parecido en Calcuta -apuntó-. Está la historia de Hastings House, por ejemplo.
– No veo qué tiene que ver una cosa con la otra -objetó Isobel.
El caso de Hastings House, la antigua residencia del gobernador de la provincia al sur de Calcuta, era una de las predilectas de Siraj y probablemente la más emblemática historia de fantasmas de cuantas poblaban los anales de Calcuta, una historia densa y truculenta como pocas en este aspecto. Según la tradición local, durante las noches de luna llena el espectro de Warren Hastings, el primer gobernador de Bengala cabalgaba en un carruaje fantasmal hasta el porche de su vieja mansión en Alipore, donde buscaba frené-ticamente unos documentos desaparecidos en el transcurso de los tumultuosos días de su mandato en la ciudad.
– La gente de la ciudad ha estado viéndolo durante décadas -protestó Siraj-. Es tan cierto como que el monzón inunda las calles.
Los miembros de la Chowbar Society se enzarzaron en una acalorada discusión en torno a la visión de Ben en la que sólo se abstuvo de participar el propio interesado. Minu-tos después, cuando todo diálogo razonable parecía descartado, los rostros participantes en la disputa se volvieron a observar la silueta vestida de blanco que los contemplaba ca-llada desde el umbral de la sala sin techo que ocupaban. Uno a uno se fueron entregando al silencio.
– No quisiera interrumpir nada -dijo Sheere tímidamente.
– Bienvenida sea la interrupción -afirmó Ben-. Sólo discutíamos. Para variar.
– He escuchado el final -admitió Sheere-. ¿Viste algo anoche, Ben?
– Ya no lo sé -admitió el muchacho-. ¿Y tú? ¿Has conseguido huir del control de tu abuela? Me parece que anoche te pusimos en un aprieto.
Sheere sonrió y negó.
– Mi abuela es una buena mujer, pero en ocasiones se deja llevar por sus obsesiones y cree que los peligros me rondan en cada esquina -explicó Sheere-. No sabe que he venido. Por eso estaré poco tiempo.
– ¿Por que? Hoy habíamos pensado en ir a los muelles, podrías venir con nosotros -dijo Ben ante la sorpresa del resto, que escuchaba por primera vez tales planes.
– No puedo ir con vosotros, Ben. He venido a despedirme.
– ¿Qué? -exclamaron varias voces al unísono.
– Partimos mañana hacia Bombay -dijo Sheere-. Mi abuela dice que la ciudad no es lugar seguro y que debemos irnos. Me prohibió que os viera otra vez, pero no quería ir-me sin despedirme. En diez años sois los únicos amigos que he tenido, aunque sólo sea por una noche.
Ben la miró atónito. -¿Iros a Bombay? -explotó-. ¿A qué? ¿Tu abuela quiere ser estrella de cine? ¡Es absurdo!
– Me temo que no lo es -confirmó Sheere con tristeza-. Me quedan sólo unas ho-ras en Calcuta. Espero que no os importe que las comparta con vosotros.
– Nos encantaría que te quedases, Sheere -dijo Ian, hablando por todos.
– ¡Un momento! -bramó Ben-. ¿Qué es todo este asunto de los adioses? ¿Unas horas en Calcuta? Imposible, señorita. Puedes pasarte cien años en esta ciudad y no haber entendido ni la mitad de lo que pasa. No puedes irte así. Y menos ahora que eres miembro de pleno derecho de la Chowbar Society.
– Tendrás que hablar con mi abuela -afirmó Sheere con resignación.
– Eso es lo que pienso hacer.
– Gran idea -comentó Roshan-. Anoche le caíste de maravilla.
– Poca fe veo en vosotros -se quejó Ben-. ¿Qué hay de los juramentos de la socie-dad? Hay que ayudar a Sheere a encontrar la casa de su padre. Nadie saldrá de esta ciudad sin que hayamos encontrado esa casa y desentrañado sus misterios. Punto final.
– Yo me apunto -dijo Siraj-. ¿Pero cómo piensas conseguirlo? ¿Amenazarás a la a-buela de Sheere?
– A veces, las palabras pueden más que las espadas -afirmó Ben-. Por cierto, ¿quién dijo eso?
– ¿Voltaire? – insinuó Isobel. Ben ignoró la ironía.
– ¿Qué poderosas palabras serán ésas? -preguntó Ian.
– Las mías no, claro está -explicó Ben-. Las de Mr. Carter. Dejaremos que sea él quien hable con tu abuela.
Sheere bajo la mirada y negó lentamente.
– No funcionará, Ben -dijo la muchacha sin esperanza-. No conoces a Aryami Bosé. Nadie es más tozuda que ella. Lo lleva en la sangre.
Ben exhibió una sonrisa felina y sus ojos brillaron bajo el sol del mediodía.
– Yo lo soy más. Espera a verme en acción y cambiarás de opinión -murmuró.
– Ben, vas a meternos otra vez en un lío -dijo Seth.
Ben arqueó una ceja altivamente y repasó uno a uno los rostros de los presentes, pul-verizando cualquier amago de rebelión que pudiera esconderse en su ánimo.
– El que tenga algo más que decir, que hable ahora o calle para siempre -amenazó solemnemente.
No se alzaron voces de protesta.
– Bien. Aprobado por unanimidad. En marcha.
Carter introdujo su llave personal en la cerradura de su despacho y la hizo girar dos veces. El mecanismo de la cerradura crujió y Carter abrió la puerta. Entró en la estancia y cerró la puerta de nuevo. No tenía deseos de ver o hablar con nadie por espacio de una hora. Se desabrochó los botones del chaleco y se dirigió hacia su butaca. Fue entonces cuando advirtió la silueta inmóvil sentada en el sillón enfrentado al suyo y comprendió que no estaba solo. La llave resbaló de entre sus dedos pero no llegó a tocar el suelo. Una mano ágil, enfundada en un guante negro la atrapó al vuelo. El rostro afilado asomó tras el alerón de la butaca y exhibió una sonrisa canina.
– ¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí? -exigió Carter, sin poder reprimir el temblor de su voz.
El intruso se levantó y Carter sintió la sangre huir de sus mejillas al reconocer al hombre que le había visitado en aquel mismo despacho dieciséis años atrás. Su rostro no había envejecido un solo día y sus ojos conservaban la ardiente rabia que el rector recordaba. Jawahal. El visitante tomó la llave entre sus dedos y se acercó a la puerta, cerrándola de nuevo. Carter tragó saliva. Las advertencias que le había realizado Aryami Bosé la noche anterior desfilaron a toda velocidad por su mente. Jawahal apretó la llave entre sus dedos y el metal se dobló con la facilidad de una horquilla de latón.
– No parece alegrarse de volverme a ver, Mr. Carter -dijo Jawahal-. ¿No recuerda nuestra cita concertada hace ya dieciséis años? He venido para realizar mí contribución.
– Salga ahora mismo o me veré obligado a avisar a la policía -amenazó Carter.
– No se preocupe por la policía, de momento. Yo la avisaré cuando me vaya. Siénte-se y otórgueme el placer de su conversación.
Carter se sentó en su butaca y luchó por no traicionar sus emociones y mantener un semblante sereno, autoritario. Jawahal le sonrió amigablemente.
– Imagino que sabe por qué estoy aquí -dijo el intruso.
– No sé lo que busca, pero no lo encontrará aquí -replicó Carter.
– Tal vez sí, tal vez no -dijo Jawahal casualmente-. Busco a un niño que ya no lo es; ahora es un hombre. Usted sabe qué niño es. Lamentaría verme obligado a hacerle daño.
– ¿Me está amenazando? -Jawahal rió.
– Sí -contestó fríamente-. Y cuando lo hago, lo hago en serio.
Carter consideró seriamente por primera vez la posibilidad de gritar pidiendo ayuda.
– Si lo que quiere es gritar antes de hora -sugirió Jawahal-, permítame darle moti-vos.
Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, Jawahal extendió frente a su rostro su mano derecha y empezó a extraer el guante que la cubría con parsimonia.
Sheere y los demás miembros de la Chowbar Society apenas habían cruzado el umbral del patio del St. Patricks cuando las ventanas del despacho de Thomas Carter en el primer piso estallaron con un terrible estruendo y el jardín se cubrió con una lluvia de astillas de cristal, madera y ladrillo. Los muchachos se quedaron paralizados un segundo y acto seguido se apresuraron a correr hacia el edificio, ignorando el humo y las llamas que afloraban de la oquedad que había quedado abierta en la fachada.
En el momento de la explosión, Bankim se encontraba en el otro extremo del pasillo, ojeando unos documentos de administración que se proponía entregar a Carter para su firma. La onda expansiva le derribó al suelo; cuando alzó la vista, pudo ver cómo la puerta del despacho del rector salía despedida entre la nube de humo que inundaba el corredor y se estrellaba contra la pared. Un segundo después, Bankim se incorporó y corrió hacia el origen de la explosión. Cuando apenas mediaban seis metros entre él y la puerta del despacho, Bankim vio una silueta negra que emergía envuelta en llamas, des-plegaba una capa oscura y se alejaba por el corredor como un gran murciélago a velocidad inverosímil. La forma desapareció dejando tras de sí un rastro de cenizas y emitiendo un sonido que a Bankim le recordó el furioso siseo de una cobra dispuesta a saltar sobre su víctima.
Bankim encontró a Carter tendido en el interior del despacho. Su rostro estaba cubierto de quemaduras y sus ropas humeantes parecían haber escapado de un incendio. Bankim se lanzó junto a su mentor y trató de incorporarle. Las manos del rector temblaban y Bankim constató con alivio que aún respiraba, aunque con cierta dificultad. Bankim gritó pidiendo ayuda y, al poco, los rostros de varios de los muchachos asomaron por la puerta. Ben, Ian y Seth le ayudaron a asistir a Carter y levantarle del suelo, mientras los demás apartaban los escombros del camino y preparaban un lugar en el pasillo donde colocar al rector del St. Patricks.
– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó Ben.
Bankim negó, incapaz de responder a la pregunta y visiblemente afectado todavía por los efectos de la conmoción que acababa de experimentar. Uniendo sus esfuerzos consiguieron sacar al herido al corredor mientras Véndela, con el rostro blanco como la porcelana y la mirada extraviada, corría a avisar al hospital más cercano.
Poco a poco, el resto del personal del St. Patricks fue acudiendo hasta allí, sin acertar a comprender qué era lo que había provocado aquel estruendo y a quién pertenecía aquel cuerpo chamuscado tendido en el suelo. Ian y Roshan formaron un cordón de contención e indicaron a todos cuantos se acercaban al lugar que se retirasen y no entorpeciesen el paso.
La espera de la ayuda prometida se hizo infinita.
Tras la confusión creada por la explosión y la ansiada llegada del furgón médico del hospital general de Calcuta, el St. Patricks se sumergió en media hora de angustiosa incer-tidumbre. Finalmente, cuando empezaba a cundir el desánimo entre los presentes tras los primeros momentos de pánico, un médico del equipo se reunió con Bankim y los mucha-chos para tranquilizarlos mientras tres de sus colegas seguían atendiendo a la víctima.
Al verle aparecer, todos se congregaron en torno a él, expectantes y ansiosos.
– Ha sufrido importantes quemaduras y se aprecian varias fracturas, pero está fuera de peligro. Lo que más me preocupa ahora son sus ojos. No podemos garantizar que vuelva recuperar la visión completa, pero es pronto para determinarlo. Va a ser necesario ingresarle y sedarle profundamente antes de efectuar las curas. Habrá que intervenirle con toda seguridad. Necesito alguien que pueda autorizar los documentos de ingreso -dijo el doctor, un joven pelirrojo de mirada intensa y aspecto resueltamente competente.
– Véndela puede hacerlo -dijo Bankim. El doctor asintió.
– Bien. Todavía hay algo más -dijo el médico-. ¿Quién de ustedes es Ben?
Todos le miraron atónitos. Ben alzó la vista, sin comprender.
– Yo soy Ben -respondió-. ¿Qué ocurre?
– Quiere hablar contigo -dijo el doctor, con un tono de voz que evidenciaba que había tratado de disuadir a Carter de la idea y que desaprobaba su petición.
Ben asintió y se apresuró a entrar en el furgón del hospital donde los médicos habían colocado a Carter.
– Sólo un minuto, chico -advirtió el médico-. Ni un segundo más.
Ben se aproximó a la camilla donde yacía tendido Thomas Carter y trató de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, pero al comprobar el estado en que se encontraba el director del orfanato, sintió que el estómago se le encogía y las palabras eran incapaces de llegar a sus labios. A su espalda, uno de los médicos le hizo una seña para que reaccionara. Ben inspiró profundamente y asintió.
– Hola, Mr. Carter. Soy Ben -dijo el muchacho preguntándose si Carter podía oírle. El herido ladeó la cabeza lentamente y alzó una mano temblorosa. Ben la tomó entre las suyas y la apretó suavemente.
– Dile a ese hombre que nos deje solos -gimió Carter, que no había abierto los ojos.
El médico miró con severidad a Ben y esperó unos segundos antes de dejarles en privado.
– Los médicos dicen que se va usted a poner bien… -dijo Ben.
Carter negó.
– Ahora no, Ben -cortó Carter, a quien cada palabra parecía suponerle un esfuerzo titánico-. Debes escucharme atentamente y no interrumpirme. ¿Me has entendido?
Ben asintió en silencio y tardó un breve lapso de tiempo en comprender que Carter no podía verle.
– Le escucho, señor. Carter apretó sus manos.
– Hay un hombre que te busca y quiere matarte, Ben. Un asesino -articuló Carter trabajosamente-. Es necesario que me creas. Ese hombre se hace llamar Jawahal y parece creer que tú tienes algo que ver con su pasado. No sé por qué razón te busca; pero sé que es peligroso. Lo que ha hecho conmigo no es más que una muestra de lo que es capaz. Debes hablar con Aryami Bosé, la mujer que vino ayer al orfanato. Dile lo que te he dicho, lo que ha pasado. Ella quiso advertirme, pero no tomé en serio sus palabras. No cometas tú el mismo error. Búscala y habla con ella. Dile que Jawahal ha estado aquí. Ella te explicará lo que debes hacer. Cuando los labios abrasados de Thomas Carter se sellaron, Ben sintió que todo el mundo se desplomaba a su alrededor. Cuanto el director del St. Patricks acababa de confiarle le resultaba de todo punto inverosímil. La conmoción de la explosión había dañado seriamente el razonamiento del rector y su delirio le llevaba a imaginar una conspiración contra su vida y sabe Dios qué otros peligros improbables. Contemplar cualquier otra alternativa no le resultaba aceptable en aquel momento, más si cabe a la luz del propio episodio que había soñado la madrugada pasada. Aprisionado en la atmósfera claustrofóbica del furgón impregnado del frío hedor a éter, Ben se preguntó por un momento sí los habitantes del St. Patricks estaban empezando a perder la razón, él mismo incluido.
– ¿Me has oído, Ben? -Insistió Carter con voz agónica-. ¿Has comprendido lo que he dicho?
– Sí, señor -musitó Ben-. No debe preocuparse ahora, señor.
Carter abrió los ojos y Ben constató horrorizado el rastro que las llamas habían labrado en ellos.
– Ben -intentó gritar Carter con la voz quebrada por el tormento-. Haz lo que te he dicho. Ahora. Ve a ver a esa mujer. Júramelo.
Ben escuchó los pasos del doctor pelirrojo a su espalda y sintió que el médico le asía del brazo y le arrastraba enérgicamente fuera del furgón. La mano de Carter resbaló entre las suyas y quedó suspendida en el aire.
– Ya está bien -dijo el médico-. Este hombre ya ha sufrido suficiente.
– ¡Júramelo! -gimió Carter agitando la mano en el aire.
El chico contempló consternado cómo los médicos inyectaban una nueva dosis a Carter.
– Se lo juro, señor -dijo Ben sin saber a ciencia cierta si él podía escucharle ya-. Se lo juro.
Bankim le esperaba al pie del furgón. En segundo término, todos los miembros de la Chowbar Society y cuantos estaban presentes en el St. Patricks cuando había acontecido la desgracia le observaban con ojos ansiosos y el semblante abatido. Ben se aproximó a Ban-kim y le miró directamente a los ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el humo y las lágrimas.
– Bankim, necesito saber una cosa -dijo Ben-. ¿Ha venido alguien llamado Jawa-hal a visitar a Mr. Carter?
Bankim le observó sin comprender.
– No ha venido nadie hoy -respondió el profesor-. Mr. Carter estuvo toda la mañana reunido con el Consejo Municipal y volvió aquí alrededor de las doce. Luego dijo que quería ir a su despacho a trabajar y que no deseaba que nadie le molestara, ni siquiera para almorzar.
– ¿Estás seguro de que estaba solo en su despacho cuando se produjo la explosión? -preguntó Ben, rogando obtener una respuesta afirmativa.
– Sí. Creo que sí -respondió Bankim rotundamente, aunque su mirada albergaba una sombra de duda-. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué te ha dicho?
– ¿Estás completamente seguro, Bankim? -insistió Ben-. Piénsalo bien. Es impor-tante.
El profesor bajó la mirada y se masajeó la frente, como si tratase de hallar las palabras capaces de describir lo que apenas acertaba a recordar.
– En el primer momento -dijo Bankim-, un segundo después de la explosión, creí ver algo o a alguien salir del despacho. Todo era muy confuso.
– ¿Algo o alguien? -preguntó Ben-. ¿Qué era?
Bankim alzó la mirada y se encogió de hombros.
– No lo sé -respondió-. Nada que yo conozca puede moverse tan rápido.
– ¿Un animal? -No sé lo que vi, Ben. Lo más probable es que fuese mi propia ima-ginación.
El desprecio que las supersticiones y las historias de supuestos prodigios sobrenatu-rales despertaban en Bankim eran familiares para Ben. El muchacho sabía que el profesor nunca admitiría haber presenciado nada que escapase a su capacidad de análisis o comprensión. Si su mente no podía explicarlo, sus ojos no podían verlo. Tan simple como eso.
– Y si así fue -preguntó Ben por última vez-, ¿qué más imaginaste?
Bankim dirigió la mirada hacia el boquete ennegrecido que ocupaba el lugar que horas antes estaba reservado al despacho de Thomas Carter.
– Me pareció que se reía -admitió Bankim en voz baja-. Pero no pienso repetirle eso a nadie.
Ben asintió y dejó a Bankim junto al furgón para dirigirse hasta sus amigos, que esperaban con ansiedad conocer la naturaleza de su conversación con Carter. Entre ellos, Sheere le observaba con marcada inquietud, como si en el fondo de su espíritu fuera la única capaz de intuir que las noticias que Ben traía estaban a punto de decantar los acon-tecimientos hacia una senda oscura y mortal, donde ninguno de ellos podría desandar sus pasos.
– Tenemos que hablar -dijo Ben pausadamente-. Pero no aquí
Recuerdo aquella mañana de mayo como el primer signo del tormento que se cernía sobre nuestros destinos inexorablemente, tramándose a nuestras espaldas, y creciendo a la sombra de nuestra completa inocencia, aquella bendita ignorancia que nos hacía creer merecedores de un estado de gracia propio de aquellos que, al carecer de pasado, nada deben temer del futuro.
Poco sabíamos entonces que los chacales de la desgracia no corrían tras el infor-tunado Thomas Carter. Sus colmillos ansiaban otra sangre más joven, y teñida del estigma de una maldición que no podía ocultarse ni entre la multitud que se coagulaba en la algarabía de los mercados callejeros ni en las entrañas de ningún palacio sellado de Calcuta.
Seguimos a Ben hacia el Palacio de la Medianoche en busca de un lugar secreto donde escuchar lo que tenía que decirnos. Aquel día, ninguno de nosotros albergaba en su corazón el temor a que, tras aquel extraño accidente y aquellas palabras inciertas pronun-ciadas por los labios besados por el fuego de nuestro rector pudiera medrar mayor amenaza que la de la separación y el vacío hacia el cual las páginas en blanco de nuestro futuro parecían conducirnos. Debíamos aprender todavía que el Diablo creó la juventud para que cometiésemos nuestros errores y que Dios instauró la madurez y la vejez para que pudiéramos pagar por ellos.
Recuerdo también que todos escuchamos el recuento que Ben hizo de su conver-sación con Thomas Carter y que supimos sin excepción que nos ocultaba algo de lo que el rector herido le había confiado. Y recuerdo la expresión de preocupación que los rostros de mis amigos, y el mío, iban adquiriendo al comprender que, por primera vez en años, nuestro compañero Ben había elegido mantenernos al margen de la verdad, cualesquiera que fuesen sus motivos.
Cuando minutos más tarde solicitó hablar a solas con Sheere, pensé que su mejor amigo acababa de propinar la puñalada final que restaba para sentenciar los últimos días de la Chowbar Society.
Los hechos habrían de demostrarme más adelante que, una vez más, había juzgado erróneamente a Ben y a la fidelidad que los juramentos de nuestro club inspiraban en su ánimo.
En aquel momento, empero, me bastó observar el rostro de mi amigo Ben mientras hablaba con Sheere para intuir que la rueda de la fortuna había invertido su giro y que había sobre la mesa una mano negra cuyas apuestas nos abocaban a una partida más allá de nuestras posibilidades.