El nombre de la medianoche

Calcuta, 29 de mayo de 1932.


La sombra del temporal precedió la llegada de la medianoche y tendió lentamente un extenso y plomizo manto sobre Calcuta que resplandecía como un sudario ensangrentado a cada estallido de la furia eléctrica que albergaba en su seno. El fragor de la tormenta que se avecinaba dibujaba en el cielo una inmensa araña de luz que parecía tejer su red sobre la ciudad. Mientras, la fuerza del viento del Norte barría la neblina sobre el río Hooghly y desnudaba a la noche cerrada el esqueleto devastado del puente de metal.

La silueta de Jheeter's Gate se irguió entre la niebla fugaz. Un rayo descendió del cielo hasta la aguja de la cúpula de la bóveda central de la estación y se encendió en una hiedra de luz azul que recorrió la retícula de arcos y vigas de acero hasta los cimientos.

Los cinco muchachos se detuvieron frente al umbral del puente; sólo Ben y Roshan se adelantaron unos pasos en dirección a la estación. Los dos raíles dibujaban una senda recta flanqueada por dos líneas plateadas que se hundían directamente en la boca de la estación. La Luna se ocultó tras el manto de nubes y la ciudad pareció quedar al amparo de la lumbre de una lejana vela azul.

Ben examinó con cautela el recorrido del puente en busca de fisuras o grietas que pudieran enviarlos directamente a la corriente nocturna del río, pero apenas era posible vislumbrar más que la guía resplandeciente de los raíles entre la maleza y los escombros. El viento arrastraba un rumor enmascarado desde la otra orilla del río. Ben miró a Roshan, que observaba nerviosamente las fauces oscuras de la estación. Éste se acercó hasta los raíles y se agachó junto a ellos, sin apartar la mirada de Jheeter's Gate. El muchacho posó la palma de la mano sobre la superficie de uno de los railes y la retiró súbitamente, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

– Está vibrando -dijo Roshan, atemorizado-. Como si se acercase un tren.

Ben se acercó y palpó la larga estría de metal. Roshan le miró, ansioso.

– Es la vibración del río contra el puente -le tranquilizó-. No hay ningún tren.

Seth y Michael se aproximaron a ellos mientras Ian se arrodillaba a asegurarse los zapatos con doble nudo, un ritual que reservaba para las situaciones en que sus nervios se convertían en cables de acero.

Ian alzó la vista y le sonrió tímidamente, sin mostrar ni un ápice del temor que Ben sabía que rezumaba, al igual que en los demás y que en él mismo.

– Yo esta noche haría un nudo triple -bromeó Seth.

Ben sonrió y los miembros en activo de la Chowbar Society intercambiaron una mirada abierta y expectante. Un segundo después, todos procedieron a imitar a lan y a reforzar los nudos de sus zapatos, conjurando aquel talismán que tan buen resultado había dado a su compañero en otros lances.

Poco después formaron una fila india abierta por Ben y cerrada por Roshan en la retaguardia y se adentraron con precaución en el puente. Ben, aconsejado por Seth, puso esmero en pisar cerca del raíl, donde la estructura del puente era más sólida. A pleno día resultaba sencillo sortear los maderos rotos y ver con antelación las zonas que habían cedido al paso del tiempo y pendían como toboganes directos al centro del río, pero a medianoche y bajo las nubes del temporal que se aproximaba, el trazado se transformaba en un bosque plagado de trampas en el que casi había que avanzar paso a paso, palpando el terreno.

No habían completado apenas una cincuentena de metros, una cuarta parte del reco-rrido, cuando Ben se detuvo y alzó la mano en señal de alto. Sus compañeros miraron al frente sin comprender. Por un instante permanecieron en silencio, inmóviles sobre las vigas que basculaban gelatinosamente bajo el continuo envite del río que rugía a sus pies.

¿Qué pasa? -preguntó Roshan desde el final de la formación-. ¿Por qué nos dete-nemos?

Ben señaló hacía Jheeter's Gate y todos pudieron ver dos arterias de fuego que se abrían camino hacia ellos sobre los raíles a gran velocidad.

– ¡A un lado! -gritó Ben. Los cinco muchachos se lanzaron al suelo y las dos pare-des de fuego cortaron el aire junto a ellos, con la rabia de dos cuchillas de gas encendido. Su paso produjo un intenso efecto de succión, arrastró consigo trozos del tendido y sem-bró un rastro de llamas sobre el puente.

– ¿Todo el mundo está bien? -preguntó Ian, incorporándose y comprobando que parte de sus ropas humeaban y desprendían vapor.

Los demás asintieron en silencio.

Aprovechemos para cruzar antes de que se extingan las llamas -sugirió Ben.

– Ben, creo que hay alguna cosa debajo del puente -apuntó Michael.

Los demás tragaron saliva. Un extraño sonido repiqueteaba bajo la plancha de metal a sus pies. La visión de unas garras de acero arañando la lámina se iluminó en la mente de Ben.

– Pues no nos quedaremos aquí para comprobarlo -replicó Ben-. Rápido.

Los miembros de la Chowbar Society aligeraron el paso y siguieron a Ben serpen-teando por el puente hasta su extremo, sin detenerse a mirar atrás. Al pisar de nuevo tie-rra firme a escasos metros de la entrada a la estación, Ben se volvió e indicó a sus compa-ñeros que se alejasen del entramado metálico.

– ¿Qué era eso? -preguntó Ian a su espalda. Ben se encogió de hombros.

– ¡Mirad! -exclamó Seth-. ¡En el centro del puente!

Las miradas de todos se concentraron en aquel punto. Los raíles estaban adquiriendo una tonalidad rojiza que irradiaba en ambas direcciones y desprendía un ligero halo humeante. En pocos segundos, ambos raíles empezaron a combarse sobre sí mismos. La estructura entera del puente empezó a gotear gruesas lágrimas de metal fundido que caían sobre el Hooghly y producían explosiones violentas al impactar con la fría corriente.

Los cinco muchachos asistieron paralizados al sobrecogedor espectáculo de una estructura de acero de más de doscientos metros que se fundía ante sus ojos, como un bloque de manteca en una sartén ardiente. La luz ámbar del metal líquido se sumergió en el río y dibujó una densa pincelada sobre los rostros de los cinco amigos. Finalmente, el rojo incandescente dio paso a un tono metálico opaco, sin brillo, y los dos extremos se abatieron sobre el río como dos sauces de acero que hubieran quedado atrapados en la contemplación de su propia imagen.

El sonido furioso del acero chispeando en el agua se apaciguó lentamente. Entonces los cinco amigos pudieron escuchar a sus espaldas que la voz de la antigua sirena de la estación de Jheeter's Gate rasgaba la noche de Calcuta por primera vez en dieciséis años. Sin mediar palabra, se volvieron y cruzaron la frontera que los separaba del fantasmagó-rico escenario de la partida que se disponían a jugar.


Isobel abrió los ojos ante el alarido de la sirena que recorrió los túneles imitando la advertencia de un bombardeo. Sus pies y manos estaban sujetos firmemente a dos largas barras de metal herrumbrosas. La única claridad que percibía se filtraba desde la rejilla de un respiradero situado sobre ella. El eco de la sirena se perdió lentamente…

De pronto escuchó que algo se arrastraba hacia el orificio de la trampilla. Miró hacia las rendijas de luz y observó que el rectángulo de claridad se oscurecía y la trampilla se abría. Cerró los ojos y contuvo la respiración. El cierre de los ganchos metálicos que la inmovilizaban de pies y manos saltó con un chasquido y sintió una mano de largos dedos que la asía por la base del cuello y la alzaba en vertical a través de la trampilla. La mucha-cha no pudo evitar gritar de terror y su secuestrador la lanzó contra la superficie del túnel como un peso muerto.

Abrió los ojos y contempló una silueta alta y negra, inmóvil, frente a ella, una figura sin rostro.

– Alguien ha venido por ti -murmuró la faz invisible-. No les hagamos esperar.

Al instante, dos pupilas ardientes se encendieron sobre aquel rostro, fósforos prendiendo en la oscuridad. La figura la agarró por el brazo y la arrastró a través del tú-nel. Tras lo que le parecieron horas de agónica caminata en la oscuridad, Isobel distinguió la silueta fantasmal de un tren detenido en las sombras. Se dejó arrastrar hasta el vagón de cola y no opuso resistencia cuando fue empujada al interior con fuerza, donde quedó encerrada.

Isobel había caído de bruces sobre la superficie carbonizada del vagón y notó una profunda punzada de dolor en el vientre. Un objeto le había abierto un corte de varios centímetros. Gimió. El terror se apoderó de ella totalmente al percibir unas manos que la aferraban y trataban de darle la vuelta. Gritó y se enfrentó al rostro sucio y exhausto de lo que parecía ser un muchacho todavía mas asustado que ella.

– Soy yo, Isobel -murmuró Siraj-. No tengas miedo.

Por primera vez en su vida, Isobel dejó que sus lágrimas fluyesen sin freno frente a Siraj y abrazó el cuerpo huesudo y débil de su amigo.


Ben y sus compañeros se detuvieron al pie del reloj, con sus agujas caídas, que se alzaba en el andén principal de Jheeter"s Gate. A su alrededor se desplegaba un amplio e insondable escenario de sombras y luces angulosas que entraban desde la claraboya de acero y cristal, y que dejaban entrever los rastros de lo que algún día había sido la más suntuosa estación de tren jamás soñada, una catedral de hierro erigida al dios del ferroca-rril.

Al contemplarla desde allí, los cinco muchachos pudieron imaginar el semblante que Jheete’rs Gate había lucido antes de la tragedia. Una majestuosa bóveda luminosa tendida por arcos invisibles que parecían suspendidos del cielo y cubrían hileras e hileras de andenes alineados en curva, en forma de ondas dibujadas por una moneda en un estanque. Grandes carteles que anunciaban las salidas y llegadas de los trenes. Lujosos quioscos de metal labrado y relieves victorianos. Escalinatas palaciegas que ascendían por conductos de acero y cristal hacia los niveles superiores y creaban pasillos suspendidos en el aire. Las multitudes deambulando por sus salas y abordando largos expresos que habrían de llevarlos a todos los puntos del país… De todo aquel esplendor apenas quedaba más que un oscuro reflejo truncado, convertido en el amago de antesala al infierno que sus túneles parecían prometer.

Ian se fijó en las agujas del reloj, deformadas por las llamas, y trató de imaginar la magnitud del incendio. Seth se unió a él, ambos evitaron comentarios.

– Deberíamos separarnos en grupos de dos para esta búsqueda. El lugar es inmenso- Indicó Ben.

– No creo que sea una buena idea -replicó Seth, que no podía borrar de su mente la imagen del puente derrumbándose sobre las aguas.

Aunque lo hiciéramos así, solamente somos cinco. -apuntó Ian. -¿Quién irá solo?

– Yo -repuso Ben. Los demás le observaron con una mezcla de alivio y preocupación.

– Sigue sin parecerme una buena idea -repitió Seth.

– Ben tiene razón -apoyó Michael-. Por lo que hemos visto hasta ahora, poco importa si somos cinco o cincuenta.

– Hombre de pocas palabras, pero siempre llenas de ánimo -comentó Roshan.

– Michael -sugirió Ben-, tú y Roshan podéis registrar los niveles. Ian y Seth se ocuparán de este nivel.

Nadie parecía dispuesto a discutir el reparto de destinos. Tan poco apetecible parecía uno como otro.

– Y tú, -¿dónde piensas buscar? -. -preguntó Ian, intuyendo la respuesta.

– En los túneles.

– Con una condición -Indicó Seth, tratando de imponer el sentido común.

Ben asintió.

– Sin heroísmos ni estupideces -explicó Seth-. El primero que vea un indicio de algo se para, marca el lugar y vuelve a buscar al resto.

– Suena razonable -convino Ian.

Michael y Roshan asintieron de buen grado.

– ¿Ben? -solicitó Ian.

– De acuerdo -murmuró Ben.

– No lo hemos oído -insistió Seth.

– Prometido -dijo Ben-. Nos encontraremos aquí en media hora.

– El cielo te oiga -dijo Seth.


En la memoria de Sheere las últimas horas se transformaron en apenas unos segundos, durante los que su mente parecía haber sucumbido a los efectos de una poderosa droga que había nublado sus sentidos y la había precipitado a un abismo sin fondo. Recordaba vagamente sus esfuerzos vanos por zafarse de la presión implacable de aquella silueta ígnea que la había arrastrado a través de una interminable retícula de conductos, más oscuros que la noche cerrada. Recordaba también, como una escena extraída de un episodio lejano y confuso, el rostro de Ben debatiéndose en el suelo de una casa cuyos contornos le resultaban familiares, aunque ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez una hora, una semana o un mes.

Cuando recobró la consciencia de su propio cuerpo y de las magulladuras que la lu-cha había dejado en él, Sheere comprendió que llevaba ya despierta unos segundos y que el escenario que la rodeaba no formaba parte de su pesadilla. Se encontraba en el interior de una estancia larga y profunda, flanqueada por dos hileras de ventanales a través de los cuales se aventuraba cierta claridad lejana que permitía adivinar los restos de lo que pare-cía, un estrecho salón. Los esqueletos destrozados de tres pequeñas lámparas de cristal pendían del techo igual que arbustos secos. Los restos de un espejo astillado brillaban en la penumbra tras un mostrador que sugería el aspecto de un bar de lujo. Un bar de lujo, sin embargo, devorado por una furia incendiaria inmisericorde.

Trató de incorporarse y, al tiempo que comprobaba que la cadena que le sujetaba las muñecas a la espalda estaba trabada en una estrecha tubería, comprendió instintivamente dónde se hallaba: en el interior de un tren varado en las galerías subterráneas de Jheeter's Gate. La oscura certidumbre de su paradero dejó caer sobre ella una lluvia de agua helada que la despertó del sopor y el aturdimiento que pesaban sobre su mente.

Forzó la vista y trató de encontrar, entre la masa oscura de mesas caídas y restos del incendio, alguna herramienta que pudiera servirle para liberarse de sus ataduras. El interior del vagón devastado no parecía contener más que vestigios carbonizados e inservibles que habían sobrevivido milagrosamente. Forcejeó exasperada sin obtener más resultado que un endurecimiento en las ataduras que la retenían.

Dos metros frente a ella, una masa negra que había tomado desde el principio por una pila de escombros se volvió repentinamente, con la celeridad de un gran felino que hubiera permanecido inmóvil. Una sonrisa luminosa se encendió sobre un rostro invisible en la sombra. Su corazón dio un vuelco y la figura se acercó hasta un palmo escaso de su rostro. Los ojos de Jawahal resplandecieron como brasas al viento y Sheere percibió el hedor ácido y penetrante de la gasolina quemada.

– Bienvenida a lo que queda de mi hogar, Sheere -murmuró Jawahal fríamente-. ¿Es así como te llamas, no?

Sheere asintió, paralizada por el terror que le inspiraba aquella presencia.

– No debes temer nada de mí -dijo Jawahal. Sheere reprimió las lágrimas que pug-naban por escapar a su control; no pensaba rendirse tan pronto. Cerró los ojos con fuerza y respiró entrecortadamente.

– Mírame cuando te hablo -dijo Jawahal en un tono que le heló la sangre.

Sheere abrió los ojos lentamente y comprobó con horror que la mano de Jawahal se acercaba a su rostro. Sus largos dedos, protegidos por un guante negro, acariciaron su me-jilla y le apartaron los mechones de cabello que caían sobre su frente con suma delicadeza. Los ojos de su secuestrador parecieron palidecer por un segundo.

– Te pareces tanto a ella… -susurró Jawahal. Repentinamente, la mano se retiró al igual que un animal asustado, y Jawahal se incorporó. Sheere notó que las ligaduras a su espalda cedían y sus manos quedaban libres.

– Levántate y sígueme -ordenó.

Sheere obedeció dócilmente y dejó que Jawahal abriera el paso. En cuanto la oscura silueta se hubo adelantado un par de metros entre los escombros del vagón, echó a correr en dirección opuesta tan rápidamente como sus músculos entumecidos se lo permitieron. La muchacha atravesó el vagón atropelladamente y se lanzó contra la puerta que separaba los coches del convoy y los conectaba a través de una pequeña plataforma al aire libre. Posó su mano sobre la manilla de acero ennegrecido y presionó con fuerza. El metal cedió como arcilla de moldear y Sheere contempló atónita cómo se convertía en cinco afilados dedos que la asieron por la muñeca. Lentamente, la lámina de la puerta se dobló sobre sí misma y adquirió la forma de una estatua brillante de cuyo rostro liso emergieron los rasgos de Jawahal. Sus rodillas flaquearon y cayó postrada frente a él. Jawahal la alzó en el aire y la muchacha leyó la ira contenida en sus ojos.

– No trates de huir de mí, Sheere. Muy pronto, tú y yo seremos un solo ser. Yo no soy tu enemigo. Soy tu futuro. Cruza a mi lado o, de lo contrario, esto es lo que sucederá contigo.

Jawahal tomó del suelo los restos de una copa de cristal rota, los rodeó con sus dedos y presionó con fuerza. El cristal se fundió bajo su puño y derramó entre los dedos gruesas gotas de vidrio líquido que cayeron sobre la superficie del vagón formando un espejo de llamas entre los escombros. Jawahal soltó a Sheere y la dejó caer a escasos centímetros del cristal humeante.

– Ahora, haz lo que te he dicho.


Seth se arrodilló frente a lo que parecía una lámina brillante sobre el suelo en la sección central de la estación y la palpó con la yema de los dedos. El líquido estaba tibio, era espeso y tenía la textura del aceite derramado.

– Ian, ven a ver esto -llamó Seth. El joven se acercó y se arrodilló junto a él. Seth le mostró sus dedos impregnados en aquella sustancia viscosa. Ian humedeció la punta de su dedo índice y, tras comprobar la consistencia frotándola con el pulgar, olfateó la sus-tancia.

– Es sangre -dictaminó el aspirante a médico.

Seth palideció súbitamente y se limpió los dedos en la pernera del pantalón con impaciencia.

– ¿Isobel? -preguntó Seth apartándose del charco y reprimiendo las náuseas que ascendían desde la boca de su estómago.

– No lo sé -respondió Ian desconcertado-. Es reciente o eso parece.

Ian se incorporó y miró alrededor de la amplia mancha oscura.

– No hay marcas alrededor. Ni huellas -murmuró.

Seth le miró, sin comprender el alcance de aquella apreciación.

– Quien quiera que haya perdido toda esa sangre no podría ir muy lejos sin dejar un rastro -explicó Ian-, aunque lo hubiesen arrastrado. No tiene sentido.

Seth sopesó la teoría de su amigo y rodeó los restos de sangre, corroborando la observación de que no había marcas o señales que partiesen de él en varios metros a la redonda. Ambos amigos se reunieron de nuevo e intercambiaron una mirada de extrañe-za. Repentinamente, una sombra de incertidumbre asomó en los ojos de Ian y Seth cazó al vuelo la idea que acababa de cruzar la mente de su amigo. Despacio, ambos alzaron la cabeza y miraron en dirección a la bóveda que se elevaba en la oscuridad.

Ian y Seth escrutaron las sombras superiores de la gran sala y su mirada se detuvo sobre la estructura de una gran araña de cristal que pendía de su centro. Desde uno de los extremos, una soga blanca sujetaba un cuerpo envuelto en un manto brillante que se balanceaba lentamente en el vacío. Ambos tragaron saliva.

– ¿Está muerto? -preguntó tímidamente Seth.

Ian mantuvo la mirada fija en el macabro hallazgo y se encogió de hombros.

– ¿No deberíamos avisar a los demás? -apuntó Seth nerviosamente.

– Tan pronto como averigüemos quién es replicó Ian-. Si la sangre es suya, y todo parece indicar que así es, puede que aún viva. Vamos a descolgarlo.

Seth entornó los Ojos. Había esperado que algo semejante sucediese tan pronto como habían cruzado el puente, pero el constatar que su predicción era cierta reforzó la náusea que le bailaba en la garganta. El muchacho respiró profundamente y optó por no meditar más al respecto.

– De acuerdo- convino Seth, resignado-. ¿Cómo?

Ian examinó la parte superior de la sala y advirtió que existía una plataforma metáli-ca que rodeaba su perímetro a unos quince metros de altura. Desde allí partía un estrecho conducto hasta la araña de cristal, apenas una pasarela, probablemente destinada al man-tenimiento y limpieza de la estructura.

– Subiremos hasta ese pasillo y lo descolgaremos -señaló Ian.

– Uno de nosotros tendría que quedarse aquí para atenderlo -precisó Seth-, y creo que tendrías que ser tú.

Ian observó detenidamente a su compañero. -¿Estás seguro de que quieres subir solo?

– Me muero de ganas… -replicó Seth-. Espera aquí. Y no te muevas.

Ian asintió y vio partir a Seth en dirección a las escalinatas que ascendían al nivel superior de Jheeter's Gate. Tan pronto como las sombras engulleron a su compañero y el sonido de sus pasos se alejó escaleras arriba, examinó la oscuridad a su alrededor.

Las brisas que escapaban de los túneles siseaban en sus oídos y arrastraban pequeños fragmentos de escombros sobre el suelo. Ian alzó de nuevo la vista y trató de reconocer aquella figura que giraba suspendida sin conseguirlo. La sola idea de que pudiera tratarse de Isobel, Siraj o Sheere no osaba insinuarse en su mente. De súbito, un reflejo fugaz pareció iluminar la superficie del charco a sus pies, pero cuando lan bajó la mirada, ya no había nada.


Jawahal arrastró a Sheere a través del pasadizo fantasmal que formaba aquel tren detenido en el túnel hasta el vagón de cabeza, que precedía a la locomotora. Una intensa lumbre anaranjada asomaba bajo las compuertas del vagón y el rumor furioso de una caldera rugía en su interior. Sheere sintió que la temperatura crecía vertiginosamente a su alrededor y que todos los poros de su piel se abrían al contacto del aire ardiente y abrasador que exhalaba aquel lugar.

– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Sheere, alarmada.

Jawahal cerró sus dedos sobre su brazo como un grillete y tiró de ella con fuerza.

– La máquina del fuego -respondió Jawahal abriendo la puerta y empujando a la muchacha al interior-. Ésta es mi casa y mi cárcel. Pero muy pronto todo eso cambiará gracias a ti, Sheere. Después de todos estos años, nos hemos reunido de nuevo. ¿No es eso lo que siempre has deseado?

Sheere se protegió el rostro de la bocanada de calor mordiente que le asaltó súbitamente y observó entre sus dedos el interior de aquel vagón. Una gigantesca maquinaria formada por grandes calderas metálicas unidas a un interminable alambique de tuberías y válvulas rugía frente a ella amenazando con estallar por los aires. De entre las junturas de aquel monstruoso ingenio exhalaban furiosos escapes de vapor y gas, que adquirían el intenso tinte cobrizo que revestía las paredes del vagón. Sobre una plancha de metal que sostenía todo un juego de llaves de presión y manómetros, Sheere reconoció una figura labrada en el hierro que representaba un águila alzándose majestuosamente de entre las llamas. Bajo la efigie del ave Sheere advirtió unas palabras grabadas en un alfabeto que desconocía.

– El Pájaro de Fuego -dijo Jawahal junto a ella- “mi alter ego”.

– Mi padre construyó esta máquina… -murmuró Sheere-. Usted no tiene ningún derecho a utilizarla. No es más que un ladrón y un asesino.

Jawahal la observó pensativo y se relamió los labios.

– ¿Qué mundo hemos construido donde ya ni los ignorantes pueden ser felices? -preguntó Jawahal-. Despierta, Sheere.

Sheere se volvió a contemplar con desprecio a Jawahal.

– Usted le mató… -dijo dirigiéndole una intensa mirada de odio.

Los labios de Jawahal se encogieron en una mueca silenciosa y grotesca. Segundos más tarde, Sheere comprendió que se estaba riendo. Mientras lo hacía, Jawahal la empujó suavemente contra la pared ardiente del vagón y la señaló con un dedo acusador.

– Quédate ahí y no te muevas -ordenó.

Sheere observó a Jawahal acercarse a la palpitante maquinaria del Pájaro de Fuego y vio que posaba las palmas de las manos sobre el metal ardiente de las calderas. Sus manos se adhirieron a la plancha y Sheere pudo oler el hedor a piel chamuscada entre el espeluz-nante sonido que producía la carne al quemarse. Jawahal entreabrió lentamente los labios y las nubes de vapor que flotaban en el vagón parecieron adentrarse en sus entrañas. Luego se volvió y sonrió ante el rostro horrorizado de la joven.

– ¿Te asusta jugar con fuego? Entonces jugaremos a otra cosa. No podemos decep-cionar a tus amigos.

Sin esperar réplica, Jawahal se apartó de las calderas y se dirigió hasta el extremo del vagón, donde cogió un gran cesto de mimbre con el que se acercó a Sheere sosteniendo una inquietante sonrisa en los labios.

– ¿Sabes cuál es el animal que más se parece al hombre? -preguntó amablemente Jawahal.

Sheere negó.

– Veo que la educación que te ha proporcionado tu abuela es más pobre de lo que cabría suponer. La ausencia de un padre es irreparable…

Abrió el cesto e introdujo el puño en el interior. Sus ojos despidieron un brillo mali-cioso. Cuando lo extrajo, sostenía en sus manos el cuerpo sinuoso y brillante de una ser-piente. Un áspid.

– Éste es el animal más parecido al hombre. Se arrastra y cambia de piel a conveniencia. Roba y se come las crías de otras especies en sus propios nidos, pero es incapaz de enfrentarse a ellos en una lucha limpia. Su especialidad, con todo, es aprovechar la menor oportunidad para asestar su picadura letal. Sólo tiene veneno para una mordedura y necesita horas para rehacerse, pero aquel que lleva su marca está condenado a una muerte lenta y segura. Mientras el veneno penetra por las venas, el corazón de la víctima late cada vez más despacio, hasta detenerse. Incluso esta pequeña bestia, en su mezquindad, dispone de un cierto gusto por la poesía. Como el hombre. Aunque ella, a diferencia de éste, nunca mordería a sus semejantes. Un fallo. ¿No crees? Tal vez por eso hayan acabado sirviendo de divertimiento callejero de faquires y curiosos.

Todavía no está a la altura del rey de la creación.

Jawahal acercó el reptil a Sheere y la muchacha se apretó contra la pared. Jawahal sonrió complacido ante la mirada de terror que advirtió en sus ojos.

– Siempre tememos a lo que más se nos parece. Pero no te preocupes la tranquilizó Jawahal-. no es para ti.

Jawahal tomó una pequeña caja de madera roja e introdujo la serpiente en su interior. Sheere respiró con más calma una vez que el reptil estuvo fuera de su campo de visión.

¿Qué piensa hacer con ella?

– Como he dicho, es para llevar a cabo un pequeño juego -explicó Jawahal-. Esta noche tenemos invitados y debemos procurarles toda suerte de entretenimientos.

– ¿Qué invitados? -preguntó Sheere, rogando que Jawahal no confirmase sus peores temores.

– Una cuestión superflua, querida Sheere. Reserva tus preguntas para los verdaderos interrogantes, como por ejemplo, ¿verán nuestros amigos la luz del día?, o, ¿cuánto tarda el beso de nuestra pequeña amiga en templar un corazón sano y joven, rebosante de la salud de los dieciséis años? La retórica nos enseña que eso son preguntas con sentido y estructura. Si no sabes expresarte, Sheere, no sabes pensar. Y si no sabes pensar, estás per-dida.

– Esas palabras pertenecen a mi padre -acusó Sheere-. Él las escribió.

– Entonces veo que ambos leemos los mismos libros -replicó Jawahal-. ¿Qué me-jor principio para una amistad eterna, querida Sheere?

Sheere asistió en silencio al pequeño discurso de Jawahal sin apartar la vista de la caja de madera roja que cobijaba al áspid, imaginando su cuerpo escamoso retorciéndose en el interior. Jawahal alzó las cejas.

– Bien -concluyó-, ahora deberás disculparme si me ausento unos momentos para ultimar el recibimiento de nuestros huéspedes. Ten paciencia y espérame. Valdrá la pena.

Acto seguido, Jawahal asió de nuevo a Sheere y la condujo hasta un minúsculo cubículo al que se accedía por una estrecha puerta practicada en uno de los muros del túnel y que en otro momento había hecho las veces de cuarto para cobijar las clavijas de seguridad del cambio de vías. Empujó a la muchacha al interior y depositó la caja roja a sus pies. Sheere le miró suplicante, pero Jawahal cerró la puerta frente a ella y la dejó en la más absoluta de las oscuridades.

– Sáqueme de aquí, por favor -suplicó Sheere.

– Te sacaré muy pronto, Sheere -susurró la voz de Jawahal al otro lado de la puerta-. Y entonces nadie nos separará.

¿Qué quiere hacer conmigo?

– Voy a vivir dentro de ti, Sheere. En tu mente, en tu alma y en tu cuerpo -respondió Jawahal-. Antes de que amanezca, tus labios serán los mios y tus ojos verán lo que yo vea. Mañana serás inmortal, Sheere. ¿Quién podría pedir más?

Sheere gimió en la oscuridad.

– ¿Por qué hace usted todo esto? -suplicó la muchacha.

Jawahal guardó silencio unos instantes.

– Porque te quiero, Sheere… -respondió-. Y ya conoces el dicho: siempre matamos aquello que más amamos.


Tras una interminable espera, Seth apareció finalmente al pie de la plataforma que rodeaba la parte superior de la sala. Ian suspiró aliviado.

¿Dónde te habías metido? -exigió Ian. Su voz rebotó en la sala, formando un extra-ño diálogo con su propio eco. Sus escasas esperanzas de pasar desapercibidos durante el registro se estaban esfumando a toda prisa.

– No es fácil llegar hasta aquí -voceó Seth-. Este lugar es el peor nido de corredo-res y pasillos oscuros, quitando las pirámides de Egipto. Da gracias que no me haya perdi-do.

Ian asintió e indicó a Seth que se dirigiera al conducto que se internaba en el corazón de la araña de cristal. Seth recorrió la plataforma y se detuvo a su inicio.

– ¿Algo va mal? -preguntó Ian observando a su compañero situado a unos diez metros sobre él.

Seth negó en silencio y siguió caminando sobre la estrecha pasarela hasta detenerse de nuevo a dos metros del cuerpo que pendía de la soga. Se aproximó lentamente hasta el borde y se inclinó a examinar el cuerpo. Ian observó que el rostro de su compañero se desencajaba.

– ¿Seth? ¿Qué ocurre, Seth? Los cinco segundos siguientes transcurrieron avelocidad vertiginosa e Ian no pudo sino asistir al terrible espectáculo que se desplegaba ante sus ojos y registrar cada uno de sus detalles sin disponer de tiempo para reaccionar. Seth se a-rrodilló para desatar la soga que sujetaba el cuerpo, pero, al asirla, la cuerda se enroscó entre sus piernas como una serpiente y el cuerpo inerte se precipitó en el vacío. Ian con-templó que la cuerda que había sostenido el cuerpo tiraba de su amigo con una violenta sacudida y le arrastraba hacia las tinieblas de la bóveda, como a un títere indefenso. Seth, sujeto por la pierna, forcejeaba inútilmente y gritaba pidiendo ayuda mientras su cuerpo se elevaba en vertical a escalofriante velocidad y desaparecía de la vista.

Mientras eso sucedía, el cuerpo que había caído al vacío se precipitó sobre el charco de sangre. Ian observó que, bajo el manto brillante que lo envolvía, apenas quedaban los restos de un esqueleto cuyos huesos estallaron al impactar con el suelo y se disolvieron en polvo; el manto cubrió la mancha oscura y la absorbió. Ian reaccionó y se aproximó a él. Al examinarlo, reconoció aquel manto que había creído ver tantas ocasiones en el St. Patricks durante sus noches de insomnio, vistiendo a aquella dama de luz que visitaba a su amigo Ben en sueños.

Alzó de nuevo la mirada en busca de algún rastro de su amigo Seth, pero la oscuri-dad impenetrable lo había devorado y no quedaba más vestigio de su presencia que el eco moribundo de sus gritos recorriendo los recovecos de la bóveda catedralicia.


– ¿Has oído eso? -preguntó Roshan deteniéndose a escuchar los gritos que parecían provenir de las entrañas de la gigantesca estructura.

Michael asintió. El eco de los gritos se desvaneció y pronto ambos quedaron de nuevo envueltos en el intermitente tintineo que producían las gotas de la llovizna al impactar contra la parte superior de la bóveda bajo la que se encontraban. Habían ascendido hasta el último nivel de Jheeter's Gate y una vez allí habían descubierto el insólito espectáculo de la gran estación desde las alturas. Los andenes y las vías aparecían lejanos y el preciosista entramado de arcos y niveles superpuestos se apreciaba con mucha mayor claridad desde aquel punto.

Michael se detuvo al borde de una balaustrada metálica que se adentraba en el vacío sobre la vertical del gran reloj bajo el que habían cruzado al penetrar en la estación. Su percepción pictórica le permitió apreciar el hipnótico efecto óptico que insinuaba la fuga de cientos de vigas combadas desde el centro geométrico de la cúpula y que parecían perderse en una curva infinita que jamás llegaba al suelo. Desde aquella atalaya privile-giada, el espectador experimentaba la sensación de que la estación ascendía hacia el cielo, trazando una insondable torre de Babel que se adentraba en las nubes y se retorcía entre ellas como una columna bizantina. Roshan se unió a él y echó un breve vistazo a la vertigi-nosa visión que parecía embrujar a su amigo.

– Te vas a marear. Venga, sigamos. Michael alzó la mano en señal de protesta.

– No, espera. Ven aquí. Roshan se asomó fugazmente al borde de la balaustrada.

– Si miro otra vez, me caeré. Una enigmática sonrisa afloró en los labios de Michael. Roshan observó a su compañero, preguntándose qué es lo que sus ojos habrían descubier-to.

– ¿No te das cuenta, Roshan? -preguntó Michael.

Su amigo negó. -Explícamelo.

– Esta estructura -indicó Michael-. Si observas la fuga desde ese punto de la cúpu-la, te darás cuenta.

Roshan trató de seguir las indicaciones de Michael, pero el objeto de sus observacio-nes ni siquiera se le insinuaba.

– ¿Qué estás tratando de decirme, Michael?

– Es muy sencillo. Esta estación, toda la estructura de Jheeter's Gate, no es más que una inmensa esfera de la que sólo vemos la parte que emerge de la superficie. La torre del reloj está situada directamente en la vertical del centro de la cúpula, como un asomo del radio.

Roshan absorbió las palabras de Michael con parsimonia.

– Bien. Es una condenada pelota -admitió-. ¿Y qué?

– ¿Sabes la dificultad técnica que entraña construir una estructura como ésta? -preguntó Michael.

Su compañero negó de nuevo.

– Deduzco que considerable -adujo Roshan.

– Radical -sentenció Michael, desempolvando el adjetivo que reservaba al súm-mum de los superlativos-. ¿Por qué motivo alguien diseñaría una estructura como ésta?

– No estoy muy seguro de querer saber la respuesta -replicó Roshan-. Bajemos al nivel inferior. Aquí no hay nada.

Michael asintió, ausente, y siguió a Roshan en dirección a las escalinatas.

El subnivel inferior que se extendía bajo la plataforma de observación de la cúpula apenas medía metro y medio de alzada y estaba virtualmente inundado por las aguas filtradas de las lluvias que habían empezado a caer sobre Calcuta desde inicios de mayo. La superficie del suelo, casi bajo un palmo de agua estancada y corrompida que emitía un vapor fétido y nauseabundo, estaba cubierta por una masa de fango y escombros, descom-puestos por la acción de las filtraciones durante más de una década. Michael y Roshan, agachados para poder introducirse en el angosto subnivel, avanzaban trabajosamente entre el lodo que les cubría hasta el tobillo.

– Este lugar es peor que las catacumbas -comentó Roshan-. ¿Por qué demonios este piso es tan condenadamente bajo? Hace siglos que la gente no mide metro y medio.

– Probablemente ésta era una zona restringida -respondió Michael-. Quizá alber-gue parte del sistema de pesos que compensan la bóveda. Procura no tropezar. A lo mejor se viene todo abajo.

– ¿Eso es una broma?

– Sí -repuso escuetamente Michael.

– Es el tercer chiste que te oigo contar en seis años -comentó Roshan-. Y es el peor.

Michael no se molestó en contestar y siguió avanzando lentamente a través de aquel paradójico pantano elevado en las alturas. El hedor de las aguas corrompidas empezaba a martillearle el cerebro y comenzó a contemplar la posibilidad de sugerir que diesen la vuelta de nuevo y descendiesen a otro nivel, puesto que dudaba que nada ni nadie se ocultase en aquel lodazal inexpugnable.

– ¿Michael? -preguntó la voz de Roshan, perdida unos metros más atrás.

El joven se volvió y advirtió la silueta de Roshan encorvada junto a un tramo oblicuo de una gran viga metálica.

– Michael -dijo Roshan en tono desconcertado-, ¿puede ser que esta viga se esté moviendo o son ilusiones mías?

Michael supuso que su amigo también había inhalado aquellos vapores putrefactos demasiado tiempo y se dispuso a abandonar definitivamente el subnivel cuando escuchó un fuerte estruendo en el otro extremo del piso. Ambos se volvieron al unísono y clavaron los ojos el uno en el otro. El sonido estalló de nuevo, esta vez con movimiento, y los dos muchachos observaron que algo avanzaba hacia ellos a gran velocidad, sumergido en el fango y levantando a su paso una estela de desperdicios y agua sucia que se estrellaban contra el techo bajo. Los dos muchachos, sin esperar un segundo, se lanzaron a toda prisa hacia la puerta de salida, avanzando tan rápidamente como podían hacerlo, agachados y sorteando una capa de barro y agua de treinta centímetros.

Antes de que pudieran alejarse más de unos pocos metros de allí, el objeto sumergido les rebasó a toda velocidad, describió una curva cerrada a su alrededor y enfiló de nuevo en línea recta en dirección a ellos. Roshan y Michael se separaron y cada uno corrió en direcciones opuestas, tratando de distraer la atención de lo que fuera que les estaba dando caza implacablemente. La criatura oculta bajo el lodo se dividió en dos mitades y cada una de ellas se lanzó en una vertiginosa persecución tras los muchachos.

Michael, Jadeante y perdiendo el resuello, se volvió medio segundo a comprobar si aún le seguían y sus pies impactaron con un escalón sumergido en el barro. Su cuerpo cayó sobre la superficie cenagosa y las aguas fétidas le engulleron. Cuando emergió y abrió los ojos mordidos por el escozor, una columna de lodo se alzaba lentamente frente a él, semejante a una figura de chocolate caliente vertida desde una jarra invisible. Michael se arrastró entre el barro y sus manos resbalaron de nuevo, dejándole tendido sobre el lodo.

La figura de barro desplegó dos largos brazos a cuyo extremo brotaron dedos largos y combados en grandes anzuelos de metal. Michael asistió aterrado a la formación de aquel siniestro golem y contempló que del tronco se alzaba una cabeza, en cuyo rostro se dibujaron unas grandes fauces surcadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de caza. La figura se solidificó al instante y la arcilla seca desprendió una cortina de vaho. Michael se incorporó y escuchó que la estructura de lodo crujía, mientras cientos de grietas se extendían sobre ella. Las fisuras del rostro se expandieron lentamente y los ojos de fuego de Jawahal se encendieron sobre él. La arcilla seca se desplomó en un mosaico de infinitas piezas. Jawahal asió a Michael por la garganta y acercó al muchacho a su rostro.

– ¿Eres tú el dibujante? -preguntó Jawahal alzando a Michael en el aire.

Él asintió.

– Bien -dijo Jawahal-. Tienes suerte, hijo. Hoy verás cosas que mantendrán tu lápiz ocupado durante el resto de tu vida. Suponiendo, claro está, que vivas para dibujarlas.

Roshan corrió hacia la puerta de salida sintiendo el latigazo de la adrenalina por sus venas como un reguero de gasolina encendida. Cuando apenas le separaban dos metros de la vía de escape, saltó y cayó de bruces sobre la superficie nítida y libre de barro de la galería de distribución. Al incorporarse, su primer impulso fue el de seguir corriendo hasta que su corazón se deshiciese en mantequilla. El instinto adquirido en sus años previos a ingresar en el St. Patricks como ladronzuelo callejero en la jungla de Calcuta no se había extinguido.

Sin embargo, algo le detuvo. Había perdido el rastro de Michael cuando ambos se habían separado en el interior del subnivel y ahora ni siquiera escuchaba los gritos de su amigo corriendo desesperadamente por su vida. Roshan ignoró las advertencias que profería su sentido común y se acercó de nuevo hasta la entrada del subnivel. No había señal de Michael ni de la criatura que los había perseguido. Roshan sintió algo parecido al impacto de un puño de acero en el estómago al comprender que su perseguidor había ido tras Michael y que, gracias a eso, él estaba ahora sano y salvo. Se asomó al interior y trató de encontrar de nuevo a su amigo.

– ¡Michael! -gritó con fuerza. Sus palabras se perdieron sin respuesta. Roshan suspiró abatido mientras se preguntaba cuál sería su siguiente paso: ir a buscar a los demás y abandonar a Michael en aquel lugar o entrar a por él. Ninguna de las alternativas parecía ofrecer grandes visos de éxito, pero alguien había decidido ya por él. Dos largos brazos de lodo emergieron de la puerta a ras de suelo, dos proyectiles dirigidos a sus pies. Las garras se cerraron sobre sus tobillos. Roshan intentó liberarse de la presa pero los dos brazos tiraron de él con fuerza, derribándole y arrastrándole de nuevo al interior del subnivel como un niño haría con un juguete roto.


De los cinco muchachos que habían prometido reunirse bajo el reloj en media hora, el único en acudir a la cita fue Ian. Nunca la estación le había parecido tan desierta como en aquel momento. La angustia que le producía la incertidumbre del destino de Seth y de sus amigos le asfixiaba sin remedio. Aislado en aquel lugar fantasmal no era difícil imaginar que él era el único que todavía no había caído en las garras de su siniestro anfitrión.

Ian escrutó nerviosamente la estación desolada en todas direcciones, preguntándose qué debía hacer: esperar allí inmóvil o ir en busca de ayuda en mitad de la noche. La llovizna que se filtraba empezaba a formar pequeñas goteras que caían desde alturas insondables. Ian tuvo que hacer una llamada a la serenidad para apartar de su mente la idea de que aquellas gotas que se estrellaban sobre los raíles no eran sino la sangre de su amigo Seth, balanceándose en la oscuridad.

Por enésima vez, alzó la vista hacia la bóveda con la vana esperanza de adivinar algún indicio del paradero de Seth. Las agujas del reloj mostraban su sonrisa fláccida y las gotas de la lluvia se deslizaban lentamente sobre la esfera formando canalillos brillantes entre las cifras en relieve. Ian suspiró. Sus nervios empezaban a traicionarle y supuso que, si no obtenía un signo inmediato de la presencia de sus amigos, se internaría él mismo en la red subterránea tras los pasos de Ben. No se le antojaba una idea particularmente inteligente, pero la baraja de alternativas estaba más desprovista de ases que nunca. Fue entonces cuando escuchó el chasquido de algo acercándose desde la boca de uno de los túneles y respiró aliviado, al comprobar que no estaba solo.

Se aproximó al extremo del andén y observó la forma incierta que afloraba bajo el dintel del túnel. Un incómodo cosquilleo le recorrió la nuca. Una vagoneta se acercaba lentamente, impulsada por la inercia. Sobre ella se distinguía una silla y en ella, inmóvil, una silueta con la cabeza oculta en una capucha negra. Ian tragó saliva. La vagoneta desfiló lentamente frente a él hasta detenerse completamente. Permaneció clavado en el suelo contemplando la figura paralizada y se sorprendió dando voz temblorosa a la sospecha que albergaba en su corazón.

– ¿Seth? -gimió. La figura sobre la silla no movió un músculo.

Ian se acercó hasta el extremo de la vagoneta y saltó al interior. No había señal de movimiento alguno en su ocupante. Recorrió con lentitud agónica la distancia que le separaba de él hasta detenerse a unos centímetros de la silla.

– ¿Seth? -murmuró de nuevo.

Un extraño sonido emergió bajo la capucha, similar a un rechinar de dientes. Ian sintió que el estómago se le encogía hasta el tamaño de una pelota de críquet. El sonido amortiguado se repitió de nuevo. Asió la capucha entre sus manos y contó mentalmente hasta tres. Cerró los ojos y arrancó la capucha.

Cuando los abrió de nuevo, un rostro sonriente e histriónico le observaba con una mirada desorbitada. La capucha se le cayó de las manos. Era un muñeco de rostro blanco como la porcelana y dos grandes rombos negros pintados sobre los ojos cuyo vértice inferior descendía por las mejillas en una lágrima de alquitrán.

El muñeco rechinó los dientes mecánicamente. Ian examinó la grotesca figura de aquel arlequín de feria ambulante y trató de dilucidar qué se ocultaba tras aquella excéntrica maniobra. Con cautela, alargó su mano hasta el rostro de la figura y trató de examinarla en busca del mecanismo que parecía sustentar su movimiento.

Con celeridad felina, el brazo derecho del autómata cayó sobre el suyo y, antes de que pudiera reaccionar, lan comprobó que su muñeca izquierda estaba presa de la anilla de unas esposas. La otra anilla rodeaba el brazo del muñeco. Ian tiró con fuerza, pero el muñeco estaba asido a la vagoneta y se limitó a rechinar sus dientes de nuevo. Forcejeó desesperadamente y, cuando comprendió que no se libraría de aquella atadura por sí solo, la vagoneta ya había empezado a moverse; esta vez, sin embargo, de vuelta a la oscura boca del túnel.


Ben se detuvo en una intersección entre dos túneles y por un segundo estimó la posibilidad de que tal vez había cruzado dos veces por el mismo sitio. Desde el momento en que se había adentrado en los túneles de Jheeter's Gate, aquélla estaba empezando a resultar una sensación recurrente e intranquilizadora. Extrajo uno de los fósforos que economizaba con criterio espartano y lo encendió arañando suavemente la pared con la punta. La débil penumbra a su alrededor se tiñó con la cálida luz de la lumbre. Ben examinó la unión del túnel surcado por los raíles y el amplio respiradero que lo atravesaba perpendicularmente.

Una bocanada de aire polvoriento apagó la llama del fósforo y Ben regresó a aquel mundo de penumbras en el que, por mucho que caminase en una u otra dirección, nunca parecía llegar a ninguna parte. Empezaba a sospechar que tal vez se había extraviado y que, si persistía en adentrarse más en aquel complejo mundo subterráneo, podía llegar a tardar horas, o días, en salir. El sentido común le aconsejaba con prudencia rehacer sus pasos y volver en dirección a la sección principal de la estación. Por más que trataba de visualizar mentalmente el laberinto de túneles y el enrevesado sistema de ventilación e intercomunicación entre las galerías adyacentes, no conseguía eludir la absurda sospecha de que aquel lugar se movía a su alrededor; ensamblar en la oscuridad nuevos caminos sólo le conduciría al punto de partida.

Resuelto a no dejarse aturdir por la confusa red de galerías, dio la vuelta y apretó el paso, preguntándose si ya se habría cumplido el plazo de tiempo que habían acordado para reunirse de nuevo bajo el reloj de la estación. Mientras deambulaba por los interminables conductos de Jheeter's Gate, imaginó que tal vez existía una extraña ley física que demostraba que, en la ausencia de luz, el tiempo corría más aprisa.

Ben empezaba a tener la sensación de haber recorrido millas enteras en la oscuridad cuando la diáfana claridad que emanaba del espacio abierto bajo la gran cúpula de Jheeter's Gate se insinuó al límite de la galería. Respiró aliviado y corrió hacia la luz con la certeza de haber escapado de la pesadilla del laberinto tras un interminable peregrinaje.

Pero cuando rebasó finalmente la boca del túnel y enfiló el estrecho canal que se prolongaba entre los dos andenes colindantes, su inyección de optimismo se le reveló fugaz y pronto una nueva sombra de inquietud se abatió sobre él. La estación aparecía desolada y no había rastro alguno de los restantes miembros de la Chowbar Society.

Se aupó de un salto hasta el andén y recorrió la cincuentena escasa de metros que le separaban de la torre del reloj con la sola compañía del eco de sus propios pasos y el ru-mor amenazador de la tormenta eléctrica. Rodeó la torre y se detuvo al pie de la gran esfe-ra, con sus agujas deformadas. No necesitaba reloj para intuir que el período que habían determinado sus compañeros para reunirse en aquel punto había prescrito ampliamente.

Se apoyó contra la pared de ladrillo ennegrecido de la torre y constató que su idea de separar al grupo en pos de una mayor eficacia en la búsqueda no parecía haber dado el fruto esperado. La única diferencia entre aquel instante y el momento en que había cruza-do el umbral de Jheeter's Gate es que ahora estaba solo; al igual que a Sheere, había perdi-do al resto de sus compañeros.

La tormenta lanzó un furioso rugido como si hubiese partido el cielo en dos de una dentellada. Ben decidió empezar a buscar a sus compañeros. Poco le importaba si necesitaba una semana o un mes para dar con su paradero; a la vista de las cartas servidas, aquélla era la única jugada que podía contemplar. Se dirigió al andén central, en dirección al ala trasera de Jheeter's Gate, donde se albergaban las antiguas oficinas, las salas de espera y la pequeña ciudadela de bazares, cafeterías y restaurantes carbonizados tras ape-nas unos minutos de vida útil. Fue entonces cuando divisó un manto brillante caído sobre el suelo en el interior de una de las zonas de espera. Su memoria le insinuó que la última vez que había visto aquel lugar, antes de adentrarse en los túneles, aquel pedazo de tela satinada no estaba allí. Apresuró el paso y, en su nervioso avance, no advirtió que alguien le esperaba en las sombras, inmóvil.

Ben se arrodilló frente al manto y extendió una mano furtiva hasta él. La tela estaba impregnada de un líquido oscuro y tibio, cuyo tacto le resultaba vagamente familiar y le producía una repulsión instintiva. Bajo el manto se adivinaban las formas de lo que a Ben se le antojó como las piezas sueltas de algún objeto. Extrajo la caja de cerillas que guarda-ba y se dispuso a encender una para examinar detenidamente el hallazgo, pero comprobó que sólo le quedaba un último fósforo. Resignado, lo guardó para mejor ocasión y forzó la vista, intentando recoger el mayor número de detalles en pos de una pista que diese luz sobre el paradero de alguno de sus amigos.

– Toda una experiencia, contemplar tu propia sangre derramada, ¿no es así, Ben? -dijo Jawahal a su espalda-. La sangre de tu madre, al igual que yo, no encuentra descan-so.

Ben sintió que el temblor se apoderaba de sus manos y se volvió lentamente. Jawahal reposaba sentado en el extremo de un banco de metal, un siniestro rey de las sombras en su trono erigido entre escombros y destrucción.

¿No vas a preguntarme dónde están tus amigos, Ben? -ofreció Jawahal-. Tal vez temas obtener una respuesta poco esperanzadora.

– ¿Me respondería si lo hiciera? -replicó Ben, inmóvil junto al manto ensangrenta-do.

– Tal vez -sonrió Jawahal.

Ben trató de no descansar su mirada en los ojos hipnóticos de Jawahal y, sobre todo, de alejar de su mente aquella absurda idea que alguien parecía gritar desde el interior de su cerebro intentando convencerle de que aquella sombra funesta con la que conversaba en un escenario robado del mismo infierno era su padre, o lo que quedaba de él.

– ¿Las dudas te asaltan, Ben? -Preguntó Jawahal, que parecía estar disfrutando de la conversación.

– Usted no es mi padre. Él nunca haría daño a Sheere -espetó Ben nerviosamente.

– ¿Quién te ha dicho que voy a hacerle daño? Ben enarcó las cejas y observó como Jawahal alargaba su mano enfundada en un guante y la impregnaba de la sangre que ya-cía a sus pies.Luego se llevó los dedos teñidos en sangre al rostro y la esparció sobre sus rasgos angulosos.

– Una noche, hace muchos años, Ben -dijo Jawahal-, la mujer cuya sangre fue de-rramada aquí mismo fue mi esposa y la madre de mis hijos, uno de los cuales se llamaba como tú. Es curioso pensar cómo los recuerdos se convierten a veces en pesadillas. Aún la añoro. ¿Te sorprende? ¿Quién crees que es tu padre, ese hombre que vive en mis recuer-dos o esta sombra sin vida que tienes frente a tí? ¿Qué te hace creer que existe alguna diferencia entre ambos?

– La diferencia es obvia -replicó Ben-. Mi padre era un buen hombre. Usted no es más que un asesino.

Jawahal bajó la cabeza y asintió lentamente. Ben le dio la espalda.

– Nuestro tiempo se agota -dijo Jawahal-. Es hora de que nos enfrentemos a nuestro destino. Cada cual al suyo. Ahora ya somos todos adultos, ¿no es así? ¿Sabes cuál es el significado de la madurez, Ben? Deja que tu padre te lo explique. Madurar no es más que el proceso de descubrir que todo aquello que creías cuando eras joven es falso y que, a su vez, todo cuanto rechazabas creer en tu juventud resulta ser cierto. ¿Cuándo piensas madurar tú, hijo mío?

– No creo que me interese su filosofía -Insinuó con desprecio Ben.

– El tiempo te la recordará, hijo.

Ben se volvió a contemplar a Jawahal con odio.

– ¿Qué es lo que quiere? -exigió Ben.

– Quiero cumplir una promesa, la promesa que mantiene viva mi llama.

– ¿Cuál es? -preguntó Ben-. ¿Cometer un crimen? ¿Ésa es su hazaña de despedi-da?

Jawahal entornó los ojos pacientemente.

– La diferencia entre un crimen y una hazaña suele depender de la perspectiva del observador, Ben. Mi promesa no es otra que la de encontrar un nuevo hogar para mi alma. Y ese hogar me lo proporcionaréis vosotros, Ben. Mis hijos. Ben apretó los dientes y sintió que la sangre le hervía en las sienes.

– Usted no es mi padre -dijo serenamente-. Y si alguna vez lo fue, me avergüenzo de ello.

Jawahal sonrió paternalmente.

– Hay dos cosas en la vida que no puedes elegir, Ben. La primera son tus enemigos. La segunda, tu familia. A veces la diferencia entre unos y otra es difícil de apreciar, pero el tiempo te enseña que, al fin y al cabo, tus cartas siempre podrían haber sido peores. La vida, hijo mío, es como la primera partida de ajedrez. Cuando empiezas a entender cómo se mueven las piezas, ya has perdido.

Ben se lanzó súbitamente contra Jawahal con toda la fuerza de su rabia contenida. Jawahal permaneció inmóvil en el extremo del banco y, cuando Ben atravesó su imagen, la silueta se desvaneció en el aire en una escultura de humo. Ben se precipitó contra el suelo y sintió que uno de los tornillos oxidados que asomaban bajo el banco le abría un corte en la frente.

– Una de las cosas que aprenderás pronto -dijo la voz de Jawahal a su espalda- es que, antes de combatir a tu enemigo, debes saber cómo piensa.

Ben se limpió la sangre que le caía por el rostro y se volvió en busca de aquella voz en la penumbra. La silueta de Jawahal se recortaba claramente sentada en el extremo opuesto del mismo banco. Por unos segundos el muchacho experimentó la desconcertante sensación de haber intentado atravesar un espejo y haber sido víctima de un enrevesado truco de geometría bizantina.

– Nada es lo que parece -dijo Jawahal-. Ya deberías haberlo advertido en los túneles. Cuando diseñé este lugar, me guardé varias sorpresas que sólo yo conozco, ¿Te gustan las matemáticas, Ben? La matemática es la religión de las gentes con cerebro, por eso tiene tan pocos adeptos. Es una lástima que ni tú ni tus ingenuos compañeros vayáis a salir jamás de aquí, porque podrías revelar al mundo algunos de los misterios que oculta esta estructura. Con un poco de suerte, obtendríais a cambio las mismas burlas, envidias y desprecios que coleccionó quien los inventó.

– El odio le ha cegado, le cegó hace mucho tiempo.

– Lo único que el odio ha hecho conmigo -replicó Jawahal- es abrirme los ojos. Y ahora más vale que abras bien los tuyos porque, aunque me tomas por un simple asesino, vas a comprobar que tú dispondrás de una oportunidad para salvarte y salvar a tus amigos. Algo que yo nunca tuve.

La figura de Jawahal se alzó y se acercó a Ben. El muchacho tragó saliva y se aprestó a echar a correr. Jawahal se detuvo a dos metros de él, cruzó las manos con parsimonia y le ofreció una leve reverencia.

– Me ha gustado esta conversación, Ben -dijo amablemente-. Ahora. prepárate y búscame.

Antes de que Ben pudiese articular una palabra o mover un solo músculo, la silueta de Jawahal se escindió en un torbellino de fuego y se proyectó a velocidad vertiginosa a través de la bóveda de la estación describiendo un arco de llamas. En pocos segundos, el haz de fuego se sumergió en los túneles como una flecha ardiente y dejó tras de sí una guirnalda de briznas ardientes que se desvanecían en la oscuridad, indicando así a Ben el camino de su destino.

Ben dirigió una última mirada al manto ensangrentado y penetró de nuevo en los túneles con la certeza de que esta vez, tomase el camino que tomase, todas las galerías convergirían en un mismo punto.

La silueta del tren emergió de las tinieblas. Ben contempló el interminable convoy de vagones que exhibían la cicatriz de las llamas y, por un momento, creyó haber encontrado el cadáver de una gigantesca serpiente mecánica huida de la diabólica imaginación de Jawahal. Le bastó con aproximarse para reconocer el tren que había creído ver atravesar los muros del orfanato noches atrás, envuelto en llamas y transportando en su interior las almas atrapadas de cientos de niños que pugnaban por escapar de aquel infierno perpetuo. El tren yacía ahora inerte y oscuro, sin ofrecer indicio alguno que le permitiese suponer que sus compañeros pudieran estar en su interior.

Una corazonada, sin embargo, le llevaba a creer lo contrario. Dejó atrás la locomotora y recorrió lentamente el convoy de vagones en busca de sus amigos.

A medio camino, se detuvo a mirar a su espalda y comprobó que la cabeza del tren se había perdido ya en las sombras. Al disponerse a reanudar la marcha, advirtió que un rostro pálido y mortecino le observaba desde una de las ventanas del vagón más próximo.

Ben giró la cabeza bruscamente y sintió que el corazón le daba un vuelco. Un niño de no más de siete años le observaba atentamente, sus profundos ojos negros clavados en él. Tragó saliva y avanzó un paso en su dirección. El niño abrió los labios y las llamas asomaron entre ellos y prendieron su imagen como una hoja de papel seco que se deshizo ante sus ojos. Ben sintió un frío glacial en la base de la nuca y continuó caminando, ignorando el espeluznante murmullo de voces que parecía provenir de algún lugar oculto en las entrañas del tren.

Finalmente, cuando alcanzó el vagón de cola del convoy, se acercó a la puerta de entrada y empujó la manija. La lumbre de cientos de velas ardía en el interior del vagón. Ben se adentró y los rostros de Isobel, lan, Seth, Michael, Siraj y Roshan se iluminaron de esperanza. Ben suspiró de alivio.

– Ahora ya estamos todos. Tal vez podamos empezar a jugar -dijo una voz familiar junto a él.

Ben se giró lentamente, los brazos de Jawahal rodeaban a su hermana Sheere. La puerta del vagón se selló como una compuerta acorazada y Jawahal soltó a Sheere. La muchacha corrió hasta Ben y él la abrazó.

– ¿Estás bien? -preguntó Ben.

– Por supuesto que está bien -objetó Jawahal.

– ¿Estáis todos bien? -preguntó Ben a los miembros de la Chowbar Society, que permanecían atados en el suelo, ignorando a Jawahal.

– Perfectamente -confirmó Ian. Ambos intercambiaron una mirada que explicaba más que mil palabras. Ben asintió.

– Si alguno luce un rasguño -aclaró Jawahal- se lo ha infligido su propia torpeza.

Ben se volvió a Jawahal y apartó a Sheere a un lado.

– Diga lo que quiere claramente. Jawahal mostró una mueca de extrañeza.

– ¿Nervioso, Ben, o con prisa por acabar? Yo he esperado dieciséis años este momento y puedo esperar un minuto más. Especialmente desde que Sheere y yo gozamos de nuestra nueva relación.

La idea de que Jawahal hubiese revelado su identidad a Sheere pendía sobre Ben como la espada de Damocles. Jawahal parecía haber leído su mente y disfrutar de la situa-ción.

– No le escuches, Ben -dijo Sheere-. Este hombre mató a nuestro padre. Cuanto diga o pretenda hacernos creer no tiene más valor que la porquería que cubre este agujero.

– Duras palabras para pronunciarlas de un amigo -comentó Jawahal pacientemen-te.

– Moriría antes que ser su amiga…

– Nuestra amistad, Sheere, es cuestión de tiempo -murmuró Jawahal.

La sonrisa ecuánime de Jawahal se desvaneció al instante. A un gesto de su mano, Sheere salió proyectada contra el otro extremo del vagón, embestida por un ariete invisi-ble.

– Ahora descansa. Muy pronto estaremos juntos para siempre…

Sheere impactó contra la pared de metal y cayó al suelo inconsciente. Ben se lanzó tras ella, pero la férrea presión de Jawahal le retuvo.

– Tú no vas a ninguna parte- dijo Jawahal y después, dirigiendo una mirada helada a los demás, añadió-: El próximo que tenga algo que decir verá sus labios sellados por el fuego.

– Suélteme -gimió Ben sintiendo que la mano que le asía el cuello estaba a punto de descoyuntarle las vértebras.

Jawahal le soltó instantáneamente y Ben se desplomó contra el suelo.

– Levántate y escucha -ordenó Jawahal-. Tengo entendido que formáis una espe-cie de fraternidad en la que habéis jurado ayudaros y protegeros hasta la muerte. ¿Es cier-to?

– Lo es -dijo Siraj desde el suelo. Un puño invisible golpeó con fuerza al muchacho y lo derribó como a un muñeco de trapo.

– No te he preguntado a ti, chico -dijo Jawahal-. Ben, ¿piensas responder o experi-mentamos con el asma de tu amigo?

– Déjele en paz. Es cierto -respondió Ben.

– Bien. Entonces permíteme felicitarte por la fabulosa labor que has desempeñado al traer a tus amigos hasta aquí. Protección de primera clase.

– Dijo que nos iba a conceder una oportunidad -recordó Ben.

– Sé lo que dije. ¿En cuánto valoras la vida de cada uno de tus amigos, Ben?

Ben palideció.

– ¿No entiendes la pregunta o quieres que averigüe la respuesta de otro modo?

– La valoro como la mía. Jawahal sonrió lánguidamente. -Me cuesta creerlo -afir-mó.

– Lo que usted crea o deje de creer me trae sin cuidado.

– Entonces vamos a comprobar si tus bonitas palabras se corresponden con la realidad, Ben -indicó Jawahal-. Éste es el trato. Sois siete, sin contar a Sheere. Ella queda fuera de este juego. Por cada uno de vosotros siete, hay una caja cerrada que contiene… un misterio.

Jawahal señaló una hilera de cajas de madera pintadas en diferentes colores y que se alineaban una junto a la otra como una fila de pequeños buzones.

– Cada una de ellas tiene un orificio en la parte delantera que permite meter la mano, pero no sacarla hasta después de unos segundos. Es como una pequeña trampa para curiosos. Imagina que cada una de esas cajas contiene la vida de uno de tus amigos, Ben. De hecho, así es, pues en cada una hay una pequeña Placa de madera con el nombre de todos vosotros. Puedes introducir tu mano y sacarla. Por cada caja en la que metas tu mano y extraigas su pasaporte, liberaré a uno de tus amigos. Pero, por supuesto, hay un riesgo. Una de las cajas, en vez de la vida, contiene la muerte.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Ben.

– ¿Has visto alguna vez un áspid, Ben? Una pequeña bestia de temperamento volá-til. ¿Sabes algo de serpientes?

– Sé lo que es un áspid -replicó escuetamente Ben, sintiendo que las rodillas le flo-jeaban.

– Entonces te ahorraré los detalles. Te basta con saber que una de las cajas oculta un áspid.

– Ben, no lo hagas -dijo Ian, Jawahal le dirigió una mirada maliciosa.

– Ben. Estoy esperando. No creo que nadie te ofrezca un trato más generoso en toda la ciudad de Calcuta. Siete vidas y sólo una posibilidad de error.

– ¿Cómo sé que no miente? -preguntó Ben. Jawahal alzó un largo dedo índice y negó lentamente frente al rostro de Ben.

– Mentir es una de las pocas cosas que no hago, Ben. Y lo sabes. Ahora decídete o, si no tienes valor para afrontar el juego y demostrar que tus amigos te son tan caros como nos quieres hacer creer, dilo claramente y le pasaremos el turno a otro con más agallas.

Ben sostuvo la mirada de Jawahal y asintió finalmente.

– Ben, no -repitió Ian.

– Dile a tu amigo que se calle, Ben -indicó Jawahal-, o lo haré yo.

Ben dirigió una mirada suplicante a Ian. -No lo hagas más difícil, Ian.

– Ian tiene razón, Ben -dijo Isobel-. Si nos quiere matar, que lo haga él. No te dejes engañar.

Ben alzó una mano pidiendo silencio y se encaró a Jawahal.

– ¿Tengo su palabra? Jawahal le miró largamente y, por fin, asintió. -No perdamos más tiempo -concluyó Ben dirigiéndose hacia la hilera de cajas que le aguardaban.

Ben contempló detenidamente las siete cajas de madera pintadas en diferentes colores y trató de imaginar en cuál de ellas Jawahal podía haber ocultado la serpiente. Intentar descifrar la mentalidad con la cual habían sido dispuestas era como tratar de reconstruir un puzzle sin conocer la imagen que componía. El áspid podía estar oculto en una de las cajas del extremo o en las del centro, en una de las pintadas en colores vivos o la que lucía una brillante capa negra. Cualquier suposición era superflua y Ben descubrió que su mente se quedaba en blanco ante la decisión que había de tomar inmediatamente.

– La primera es la más difícil-susurró Jawahal-. Escoge sin pensar.

Ben examinó su mirada insondable y no apreció en ella más que el reflejo de su rostro pálido y asustado. Contó mentalmente hasta tres, cerró los ojos e introdujo la mano en una de las cajas bruscamente. Los dos segundos que siguieron se hicieron interminables, mientras Ben esperaba sentir el contacto rugoso de un cuerpo escamoso y la punzada letal de los colmillos del áspid. Nada de eso sucedió; tras aquel lapso de espera agónica, sus dedos palparon una placa de madera y Jawahal le ofreció una sonrisa deportiva.

– Buena elección. El negro. El color del futuro. Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre que había escrito sobre ella. Siraj. Dirigió una mirada inquisitiva a Jawahal y éste asintió. El crujido de las esposas que sujetaban al endeble muchacho se escuchó claramente.

– Siraj -ordenó Ben-. Baja de este tren y aléjate.

Siraj se frotó las muñecas doloridas y miró a sus compañeros, abatido.

– No pienso irme de aquí -replicó.

– Haz lo que Ben te ha dicho, Siraj -Indicó Ian tratando de contener el tono de su voz. Siraj negó.

Isobel le sonrió débilmente. -Siraj, vete de aquí -suplicó la muchacha-. Hazlo por mí. Siraj dudó, desconcertado.

– No tenemos toda la noche -dijo Jawahal-. Te vas o te quedas. Sólo los tontos desprecian la suerte. Y esta noche tú has agotado tu reserva de suerte para el resto de tu vida.

– ¡Siraj! -ordenó Ben, terminante-. Lárgate ahora. Ayúdame un poco.

Síraj dirigió una mirada desesperada a Ben, pero su amigo no cedió un milímetro en su expresión severa e imperativa. Finalmente, asintió cabizbajo y se dirigió hacia la compuerta del vagón.

– No te detengas hasta llegar al río -indicó Jawahal-, o te arrepentirás.

– No lo hará -respondió Ben por él.

– Os esperaré gimió Siraj desde el escalón del vagón,

– Hasta pronto, Siraj -dijo Ben-. Márchate ya. Los pasos del muchacho se alejaron por el túnel y Jawahal alzó las cejas señalando que el juego continuaba.

– He cumplido mi promesa, Ben. Ahora te toca a ti. Hay menos cajas. Es más fácil elegir. Decídete rápido y otro de tus amigos salvará su vida.

Ben posó sus ojos sobre la caja contigua a la que había elegido en primer lugar. Era tan buena como cualquier otra. Lentamente, extendió la mano hasta ella y se detuvo a un centímetro de la trampilla.

– ¿Seguro, Ben? -preguntó Jawahal. Ben le miró, exasperado. -Piénsalo dos veces. Tu primera elección ha sido perfecta; no lo vayas a estropear ahora.

Ben le ofreció una sonrisa despectiva y, sin apartar sus ojos de los de Jawahal, introdujo la mano en la caja que había escogido. Las pupilas de Jawahal se contrajeron como las de un felino hambriento.

Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre. -Seth -Indicó-. Sal de aquí. Las esposas de Seth se abrieron al instante y el muchacho se incorporó nervioso.

– Esto no me gusta, Ben -dijo.

– A mí me gusta menos que a ti -replicó Ben-. Sal ahí afuera y asegúrate de que Siraj no se pierde.

Seth asintió gravemente, consciente de que cualquier otra alternativa en lugar de seguir las instrucciones de Ben pondría en peligro la vida de todos. Seth dirigió una mirada de despedida a sus amigos y se encaminó hacia la puerta. Una vez allí, se volvió y miró de nuevo a los miembros de la Chowbar Society.

– Vamos a salir de ésta, ¿de acuerdo? Sus amigos asintieron con tanta voluntad como la ley de las probabilidades parecía recomendar.

– En cuanto a usted -dijo Seth señalando a Jawahal-, no es más que un montón de estiércol.

Jawahal se relamió los labios y asintió. -¿Es fácil ser un héroe cuando sales por piernas y abandonas a tus amigos a una muerte segura, verdad, Seth? Puedes insultarme de nuevo si lo deseas, chico. No te voy a hacer nada. Seguramente te ayudará a dormir mejor cuando recuerdes esta noche y varios de los que están aquí sirvan de alimento a los gusanos. Siempre podrás explicarle a la gente que tú, el valiente Seth, insultaste al villano, ¿no es así? Pero, en el fondo, tú y yo sabremos la verdad, ¿eh, Seth?

El rostro de Seth se encendió de ira y una mirada de odio ciego asomó a sus ojos. El muchacho empezó a caminar en dirección a Jawahal, pero Ben se interpuso violentamente en su camino y le detuvo.

– Por favor, Seth -le murmuró al oído-. Vete ahora. Por favor.

Seth dirigió una última mirada a Ben y asintió, apretándole fuertemente el brazo. Ben esperó a que el muchacho hubiese descendido del vagón y se encaró de nuevo a Jawahal.

– Esto no estaba en el trato-recriminó Ben-. No pienso continuar si no promete dejar de martirizar a mis amigos.

– Lo harás te guste o no. No tienes otra alternativa. Pero, como muestra de buena voluntad, me guardaré mis comentarios sobre tus amigos. Y ahora, continúa.

Ben observó las cinco cajas restantes y situó la mirada sobre la que se encontraba en el extremo derecho. Sin más preámbulos, introdujo la mano en ella y palpó en su interior. Una nueva tablilla. Ben respiró profundamente y escuchó el suspiró de alivio de sus amigos.

– Un ángel vela por ti, Ben -dijo Jawahal. Ben examinó el rectángulo de madera.

– Isobel.

– La dama tiene suerte -dijo Jawahal.

– Cállese -murmuró Ben, harto ya de los comentarios con que Jawahal se complacía en apostillar cada nuevo paso de aquel macabro juego.

– Isobel -dijo Ben-, hasta pronto. Isobel se Incorporó y cruzó frente a sus compañeros con la mirada baja y arrastrando cada paso como si sus pies estuviesen cosidos al suelo.

– ¿No tienes una última palabra para Michael, Isobel? -preguntó Jawahal.

– Déjelo ya -afirmó Ben-. ¿Qué es lo que espera sacar de todo esto?

– Elige otra caja -replicó Jawahal-. Así verás lo que espero sacar.

Isobel descendió del vagón y Ben barajó mentalmente las cuatro cajas restantes.

– ¿Lo tienes ya, Ben? -preguntó Jawahal. Ben asintió y se situó frente a la caja pintada de rojo.

– El rojo. El color de la pasión -comentó Jawahal-. Y del fuego. Adelante, Ben. Creo que hoy es tu noche.

Sheere entreabrió los ojos y observó que Ben se acercaba a la caja roja con el brazo extendido. Una punzada de pánico le recorrió el cuerpo. La muchacha se incorporó bruscamente y se lanzó hacia Ben con todas sus fuerzas. No podía permitir que su hermano introdujese la mano en aquella caja. Las vidas de aquellos muchachos no tenían ningún valor para Jawahal. No eran para él más que comodines con los que empujar a Ben a su autodestrucción. Jawahal necesitaba que fuese Ben quien le sirviera en bandeja su propia muerte, limpiándole el camino.

De ese modo, aquel espectro maldito entraría en ella y saldría de aquellos túneles encarnado en un ser de carne y hueso. Un ser joven que le devolviese al mundo de aquéllos a quienes deseaba destruir.

Antes de mover un solo músculo, Sheere comprendió que únicamente quedaba una alternativa, una única pieza capaz de desbaratar el complejo rompecabezas que Jawahal había tramado alrededor de ellos. Sólo ella podía alterar el rumbo de los acontecimientos haciendo la única cosa en el universo que Jawahal no había previsto.

Los instantes que transcurrieron a continuación se grabaron en su mente con la precisión de una colección de láminas cuidadosamente detalladas.

Sheere recorrió vertiginosamente los seis metros que la separaban de su hermano, sorteando a los tres miembros restantes de la Chowbar Society que yacian apresados. Ben se volvió lentamente y el primer gesto de perplejidad y sorpresa se tomó una mueca de horror al observar que Jawahal se incorporaba y cada uno de los dedos de su mano derecha se prendía en llamas y formaba una garra de fuego. Sheere escuchó el grito de Ben perderse en un eco lejano e impactó contra él, le derribó en el suelo y arrancó así su mano de la trampilla de la caja roja. Ben cayó sobre el vagón y Sheere contempló la silueta fantasmal de Jawahal alzarse frente a ella y alargar su garra incandescente hacia su rostro. Clavó sus ojos en los de aquel asesino y leyó la negativa desesperada que empezaba a dibujarse en sus labios. El tiempo pareció detenerse a su alrededor como un viejo carrusel.

Décimas de segundo más tarde, Sheere atravesaba la trampilla de la caja escarlata con el puño. Sintió las láminas de la escotilla cerrarse sobre su muñeca como una flor envenenada. Ben gritó a sus pies y el puño igneo de Jawahal se cerró frente a su rostro. Pero Sheere sonrió triunfante y, en algún momento, sintió cómo el áspid le asestaba su beso mortal y el estallido ardiente de veneno encendía la sangre que corría por sus venas como una bengala lo haría con una estela de gasolina.

Ben rodeó a su hermana con sus brazos y arrancó su mano de la caja roja, pero ya era demasiado tarde. Dos punzadas sangrantes brillaban sobre la pálida piel del dorso de su muñeca. Sheere le sonrió, desvaneciéndose.

– Estoy bien -murmuró la muchacha, pero antes de que pudiera acabar de pronun-ciar la última sílaba, sus piernas sucumbieron a una sacudida invisible y se desplomó sobre él.

– ¡Sheere! -gritó Ben.

Sintió que una náusea indescriptible se apoderaba de todo su ser y que las fuerzas parecían escaparse de su cuerpo como el tiempo en un reloj de arena. Sujetó a Sheere y la acomodó sobre su regazo, acariciando su rostro.

Sheere abrió sus ojos y le sonrió débilmente. Su rostro se adivinaba blanco como la cal.

– No me duele, Ben -gimió la muchacha. Ben encajó cada palabra como un puntapié en el estómago y alzó la mirada en busca de Jawahal. El espectro contemplaba la escena inmóvil y su rostro resultaba impenetrable. Los ojos de ambos se encontraron.

– Nunca lo planeé así, Ben -dijo Jawahal-. Esto va a hacer las cosas más difíciles.

Ben sintió el odio crecer en su interior; igual que una gran grieta, sesgaba su alma en dos.

– Es usted un asqueroso asesino -murmuró Ben entre dientes.

Jawahal dirigió una última mirada a Sheere, que temblaba en brazos de Ben, y negó lentamente. Sus pensamientos parecían muy lejos de allí.

– Ahora sólo quedamos tú y yo, Ben -dijo Jawahal-. Cara o cruz. Despídete de ella y ven en busca de tu venganza.

El rostro de Jawahal se enmascaró en un velo de llamas y su silueta encendida se volvió y atravesó la puerta del vagón, lo que dejó una brecha abierta en el metal que goteaba acero candente.

Ben escuchó el crujido de apertura de los cerrojos que mantenían presos a Ian, Michael y Roshan. Ian corrió hasta ellos y, asiendo el brazo de Sheere, llevó la herida a sus labios. Succionó con fuerza y escupió la sangre impregnada de veneno que le quemaba la lengua. Michael y Roshan se arrodillaron frente a Sheere y dirigieron una mirada desesperada a Ben, que se maldecía a sí mismo por haber dejado transcurrir aquellos segundos preciosos sin comprender que él debería haber hecho lo que su amigo se había apresurado a realizar.

Ben alzó la vista y observó el rastro de llamas que Jawahal dejaba a su paso fundiendo el metal al igual que la punta de un cigarro atravesaría unas láminas de papel. El tren sufrió una fuerte sacudida y, lentamente, empezó a desplazarse a través del túnel. El fragor de la locomotora inundó las galerías subterráneas del laberinto de Jheeter's Gate con su estruendo. Ben se volvió a sus compañeros y dirigió una intensa mirada a Ian.

– Cuida de ella -ordenó.

– No, Ben -suplicó lan leyendo los pensamientos que anegaban su mente-. No vayas.

Ben abrazó a su hermana y la besó en la frente.

– ¿Volverás a decirme adiós, Ben? – preguntó la muchacha con voz temblorosa.

Ben sintió que las lágrimas inundaban sus ojos.

– Te quiero, Ben -murmuró Sheere.

– Te quiero -replicó Ben, comprendiendo que nunca había dirigido esas palabras a nadie.

El tren aceleró con rabia, arrastrándolos por el túnel. Ben corrió hacia la puerta del vagón y sorteó la herida fresca en la plancha de metal en pos de Jawahal.

Al atravesar el siguiente vagón advirtió que Michael y Roshan corrían tras él. Rápi-damente, se detuvo en la plataforma que separaba los vagones para arrancar la llave que unía los dos últimos coches, y la lanzó al vacío. Los dedos de Roshan rozaron sus manos durante una décima de segundo, pero cuando Ben alzó la vista de nuevo, las miradas desesperadas de sus amigos se quedaban atrás, mientras el tren los arrastraba a él y a Jawahal a toda velocidad hacia el corazón de las tinieblas de Jheeter's Gate. Ahora sólo quedaban ellos dos.

A cada paso que Ben daba en dirección a la locomotora, el tren adquiría mayor velocidad en su carrera infernal a través de los túneles. La vibración que sacudía el metal le hacía tambalearse en su camino entre los escombros tras el rastro luminoso de las huellas hundidas en el metal que Jawahal había dejado. Ben consiguió llegar hasta una nueva plataforma y se asió con fuerza a la barra que servía de agarradero mientras el tren enfilaba una curva afilada en forma de media luna y se sumergía en una pendiente que parecía conducir a las entrañas de la Tierra. Luego, en una nueva sacudida, el tren aceleró aún más y la bola de fuego desapareció en la oscuridad. Ben se incorporó y corrió de nuevo tras el rastro de Jawahal mientras las ruedas del tren arrancaban a los raíles estelas de metal encendido, del mismo modo que las cuchillas sobre el hielo.

Escuchó un estallido bajo sus pies y pronto advirtió que espesas lenguas de fuego envolvían todo el esqueleto del tren y hacían saltar en pedazos los restos de madera carbonizada que todavía permanecían adheridos a la estructura. Las llamas también hicieron estallar los dientes de cristal que rodeaban los huecos de las ventanillas como colmillos emergiendo de las fauces de una bestia mecánica. Ben tuvo que lanzarse al suelo para evitar la tormenta de astillas de vidrio que se estrellaron contra las paredes del túnel, igual que salpicaduras de sangre tras un disparo a bocajarro.

Cuando consiguió levantarse, pudo distinguir a lo lejos la silueta de Jawahal que avanzaba entre las llamas y comprendió que estaba muy próximo a la máquina. Jawahal se volvió y Ben apreció su sonrisa criminal incluso entre los estallidos de gas que forma-ban anillos de fuego azul y atravesaban el tren trazando un tornado de pólvora enloque-cida.

– Ven por mí -escuchó en su mente. El rostro de Sheere se encendió en su memoria y Ben emprendió lentamente el trayecto hacia el último vagón que le restaba por recorrer. Cuando cruzó la plataforma externa, notó una bocanada de aire fresco; el tren debía de estar a punto de dejar atrás los túneles y se dirigían a toda velocidad hacia la estación central de Jheeter's Gate.


Ian no cesó de hablar a Sheere durante todo el trayecto de vuelta. Sabía que si se abandonaba al sueño letal que la acosaba, apenas viviría para ver de nuevo la luz que existía más allá de aquellos túneles. Michael y Roshan le ayudaban a sostenerla, pero ninguno de los dos conseguía arrancarle una sílaba. Ian, enterrando en lo más profundo de su alma el sentimiento que le carcomía por dentro, explicaba anécdotas absurdas y toda suerte de ocurrencias, dispuesto si era preciso a desenterrar hasta la última palabra que quedase en su mente para mantenerla despierta. Sheere le escuchaba y asentía vaga-mente, entreabriendo sus ojos idos y adormecidos. Ian sostenía la mano de Sheere entre las suyas, sintiendo cómo su pulso se apagaba lenta pero inexorablemente.

– ¿Dónde está Ben? -preguntó. Michael miró a Ian y éste sonrió abiertamente.

– Ben está a salvo, Sheere -contestó con serenidad-. Ha ido a buscar un médico, lo cual, dadas las circunstancias, me parece una grosería. Se supone que yo soy el médico. O lo seré algún día. ¿Qué clase de amigo es ése? Menudos ánimos me da. A la primera de cambio, desaparece en busca de un doctor. Menos mal que médicos como yo hay pocos. Se nace con ello, eso es todo. Por eso sé, por instinto, que te vas a poner bien. Con una condición: no te duermas. ¿No te habrás dormido, verdad? ¡Ahora no te puedes dormir! Tu abuela nos espera a doscientos metros de aquí y yo soy incapaz de explicarle lo que ha pasado. Si lo intento, me lanzará al Hooghly y tengo que coger un barco dentro de unas horas. Así que manténte despierta y ayúdame con tu abuela. ¿De acuerdo? Di algo.

Sheere empezó a jadear pesadamente. El color se desvaneció del rostro de Ian y el muchacho la agitó. Los ojos de Sheere se abrieron de nuevo.

– ¿Dónde está Jawahal? -preguntó.

– Ha muerto -mintió Ian.

– ¿Cómo murió? -consiguió articular Sheere. Ian dudó un segundo. -Cayó bajo las ruedas del tren. No se pudo hacer nada.

Sheere pareció sonreír.

– No sabes mentir, Ian -susurró, luchando por pronunciar cada palabra.

Ian sintió que no podría continuar mucho más tiempo representando su papel.

– El mentiroso del grupo es Ben -dijo-. Yo siempre digo la verdad. Jawahal ha muerto.

Sheere cerró los ojos e Ian indicó a Michael y Roshan que se apresurasen. Medio minuto después, la luz al final del túnel iluminó sus rostros y la silueta del reloj de la estación se recortó a lo lejos. Cuando llegaron hasta allí, Siraj, Isobel y Seth los esperaban. Las primeras luces del alba asomaban en una línea escarlata en el horizonte, más allá de las grandes arcadas de metal de Jheeter's Gate.


Ben se detuvo frente a la entrada del último vagón y posó sus manos sobre la llave giratoria que aseguraba su cierre. La anilla estaba ardiendo. La hizo girar lentamente, sintiendo el metal que mordía cruelmente su piel. Una nube de vapor emergió del interior. Ben empujó la puerta de un puntapié. La silueta de Jawahal, inmóvil entre una densa masa de vapor de las calderas, le contemplaba silenciosamente. Ben observó la diabólica maquinaria que atronaba junto a él e identificó el símbolo de un ave ascendiendo entre las llamas que estaba grabado sobre el metal. La mano de Jawahal estaba apoyada sobre la lámina palpitante de la caldera y parecía absorber la fuerza que ardía en su interior. Ben examinó el complejo entramado de tuberías, válvulas y tanques de gas que se estremecía junto a ellos.

– En otra vida fui un inventor, hijo mío- dijo Jawahal-. Mis manos y mi mente podían crear cosas. Ahora sólo sirven para destruirlas. Ésta es mi alma, Ben. Acércate y contempla cómo late el corazón de tu padre. Yo mismo lo creé. ¿Sabes por qué lo llamé Pájaro de Fuego?

Ben contempló a Jawahal sin responder.

– Hace miles de años, existió una ciudad maldita, casi tanto como Calcuta -explicó Jawahal-. Su nombre era Cartago. Cuando fue conquistada por los romanos, era tanto el odio que despertaba en ellos el espíritu de los fenicios que no les bastó con arrasarla, ni con asesinar a sus mujeres, hombres y niños. Tuvieron que destruir cada piedra hasta reducirla a polvo. Pero tampoco eso fue suficiente para aplacar su odio. Por eso Catón, el general que mandaba sus tropas, ordenó que sus soldados sembrasen de sal cada resquicio de aquella ciudad, para que jamás un solo brote de vida pudiese crecer en aquel suelo maldito.

– ¿Por qué me cuenta todo eso? -preguntó Ben mientras sentía que el sudor reco-rría su cuerpo y se secaba casi al instante ante el asfixiante calor que escupían las calderas.

– Aquella ciudad fue el hogar de una divinidad, Dido. Una princesa que entregó su cuerpo al fuego para aplacar la ira de los dioses y purgar sus pecados. Pero ella volvió y se convirtió en diosa. Es el poder del fuego. Igual que el ave fénix, un poderoso pájaro de fuego bajo cuyo vuelo crecían las llamas.

Jawahal acarició la maquinaria de su letal creación y sonrió.

– Yo también he vuelto de mis cenizas y, como Catón, he vuelto para sembrar de fuego el destino de mi sangre, para borrarlo por siempre.

– Está usted loco -cortó Ben-. Especialmente si cree que podrá entrar en mí para mantenerse vivo.

– ¿Quiénes son los locos? -preguntó Jawahal-. ¿Aquellos que ven el horror en el corazón de sus semejantes y buscan la paz a cualquier precio ¿O son aquellos que fingen no ver cuanto sucede a su alrededor? El mundo, Ben, es de los locos o de los hipócritas. No existen más razas en la faz de la Tierra que esas dos. Y tú debes elegir una de ellas.

Ben contempló largamente a aquel hombre y, por primera vez, creyó ver en él la sombra de quien algún día había sido su padre.

– ¿Y cuál elegiste tú, padre? ¿Cuál elegiste tú al regresar para sembrar la muerte entre los pocos que te amaban? ¿Has olvidado tus propias palabras? ¿Has olvidado el rela-to que escribiste sobre las lágrimas de aquel hombre que se convirtieron en hielo cuando comprobó, al volver a su hogar, que todos se habían vendido a aquel brujo itinerante? Tal vez puedas acabar con mi vida también, como lo has hecho con la de todos los que se cruzaron en tu camino. No creo ya que eso suponga una gran diferencia. Pero antes de hacerlo, dime a la cara que tú no vendiste también tu alma a ese brujo. Dímelo, con la mano en este corazón de fuego en el que te escondes, y te seguiré hasta el mismísimo infierno.

Jawahal dejó que los párpados de sus ojos cayeran pesadamente y asintió lentamente. Una lenta transformación pareció apoderarse de su rostro, y su mirada pali-deció entre las brumas ardientes, derrotada y abatida. La mirada de un gran depredador herido que se retira a morir en la sombra. Aquella visión, aquella súbita imagen de vulnerabilidad que Ben vislumbró por apenas unos segundos, se le antojó más estremecedora y terrorífica que cualquiera de las previas apariciones fantasmales de aquel espectro atormentado. Porque en ella, en aquel rostro consumido por el dolor y el fuego, Ben ya no podía ver a un espíritu asesino, sino sólo el triste reflejo de su padre.

Por un instante ambos se observaron mutuamente como viejos conocidos perdidos en la niebla del tiempo.

– Ya no sé si yo escribí esa historia o lo hizo otro hombre, Ben -dijo finalmente-. Ya no sé si esos recuerdos son míos o los soñé. Ni sé si mis crímenes los cometí yo o fueron obra de otras manos. Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, sé que ya nunca podré volver a escribir una historia como la que tú recuerdas ni llegar a comprender su significado. Yo no tengo futuro, Ben. Ni vida alguna. Lo que ves no es más que la sombra de un alma muerta. No soy nada. El hombre que fui, tu padre, murió hace mucho tiempo y se llevó consigo todo cuanto yo podría soñar. Y si no vas a darme tu alma para que viva en ella durante toda la eternidad, dame entonces la paz. Porque ahora sólo tú puedes devolverme la libertad. Has venido a matar a alguien que ya está muerto, Ben. Cumple con tu palabra o únete conmigo en las tinieblas…

En aquel momento el tren emergió del túnel y atravesó el carril central de Jheeter's Gate a toda velocidad proyectando su manto de llamas que se alzaban hacia el cielo. La locomotora cruzó el umbral de las grandes arcadas de la estructura metálica y recorrió los raíles que conducían a un camino esculpido sobre la luz del amanecer hacia el horizonte.

Jawahal abrió sus ojos y Ben reconoció en ellos el horror y la profunda soledad que encarcelaban aquella alma maldita.

Mientras el tren recorría los últimos metros que lo separaban del puente desaparecido, Ben palpó su bolsillo y extrajo la caja que contenía aquel último fósforo que había guardado. Jawahal hundió su mano en la caldera de gas y una nube de oxígeno puro le envolvió en una cascada de vapor. Su espectro se fundió lentamente en la maquinaria que albergaba su alma y el gas tiñó su silueta en un espejismo de cenizas. Los ojos de Jawahal le dirigieron una última mirada y Ben creyó vislumbrar en ellos el brillo de una lágrima solitaria deslizándose por su rostro.

– Libérame, Ben -murmuró la voz en su mente-. Ahora o nunca.

Ben extrajo el fósforo y lo prendió.

– Adiós, padre -susurró.

Lahawaj Chandra Chatterghee bajó la cabeza y Ben lanzó el fósforo encendido a sus pies.

– Adiós, Ben. En aquel momento, durante un instante fugaz, Ben sintió junto a él la presencia de un rostro envuelto en un velo de luz. Mientras las llamas prendían como un río de pólvora hasta su padre, aquellos dos profundos ojos tristes le miraron por última vez. Ben pensó que su mente jugaba con él y reconoció en ellos la misma mirada herida de Sheere. Luego, la silueta de la princesa de luz se sumergió para siempre en las llamas con la mano en alto y una débil sonrisa en los labios, sin que Ben llegase a sospechar a quién había visto desvanecerse entre el fuego.

La explosión empujó su cuerpo hasta el extremo del vagón al igual que una corriente de aguas invisibles y le proyectó fuera de aquel tren en llamas. Al caer, su cuerpo rodó entre la maleza que había crecido al amparo de los raíles del puente. El convoy se alejó y Ben corrió tras él siguiendo el camino letal al que conducían las vías dirigidas al vacío. Segundos después, el vagón que albergaba a su padre volvió a estallar con tal fuerza que las vigas de metal que formaban el tendido del puente colgante salieron proyectadas hacia el cielo. Una pira de llamas ascendió hasta las nubes de la tormenta dibujando el haz de un rayo de fuego y quebró el cielo en un espejo de luz.

El tren saltó al vacío y la serpiente de acero y llamas se precipitó sobre las aguas negras del Hooghly. Un estallido ensordecedor conmovió el cielo sobre Calcuta e hizo temblar el suelo bajo sus pies.

El último aliento del Pájaro de Fuego se extinguió llevándose consigo para siempre el alma de Lahawaj Chandra Chatterghee, su creador.

Ben se detuvo y cayó de rodillas entre las vías mientras sus amigos corrían hacia él desde el umbral de Jheeter's Gate. Sobre ellos, cientos de pequeñas lágrimas blancas parecían llover del cielo. Ben alzó la mirada y las sintió sobre su rostro. Estaba nevando.

Los miembros de la Chowbar Society se reunieron por última vez aquel amanecer de mayo de 1932 junto al puente desaparecido a orillas del río Hooghly, frente a las ruinas de la estación de Jheeter's Gate. Una cortina de nieve despertó a la ciudad de Calcuta, donde nunca nadie había visto aquel manto blanco que empezó a recubrir las cúpulas de los viejos palacios, los callejones y la inmensidad del Maidán.

Mientras los habitantes de la ciudad salían a las calles a contemplar aquel milagro que jamás volvería a producirse, los miembros de la Chowbar Society se retiraron hasta el puente y dejaron a solas a Sheere en brazos de Ben. Todos habían sobrevivido a los acontecimientos de aquella noche. Habían presenciado cómo aquel tren en llamas se precipitaba al vacío y una explosión de fuego ascendía al cielo y rasgaba la tormenta como una cuchilla infernal. Sabían que tal vez nunca volverían a hablar de los acontecimientos de aquella noche y que, si algún día lo hacían, nadie les creería. Sin embargo, aquel amanecer, todos comprendieron que no habían sido más que invitados, pasajeros ocasionales de aquel tren venido del pasado. Poco después, contemplaron en silencio el abrazo de Ben a su hermana, bajo la nieve. Paulatinamente, el día desvanecía las tinieblas de aquella noche interminable.

Sheere sintió el contacto frío de la nieve sobre sus mejillas y abrió los ojos. Su hermano Ben la sostenía y le acariciaba suavemente el rostro.

– ¿Qué es esto, Ben?

– Es nieve -respondió Ben-. Está nevando sobre Calcuta.

El rostro de la muchacha se iluminó por un instante.

¿Te hablé alguna vez de mi sueño? -preguntó Sheere.

– Ver nevar sobre Londres -dijo Ben-. Lo recuerdo. El año que viene iremos juntos allí. Visitaremos a Ian mientras esté estudiando medicina. Nevará todos los días. Te lo prometo.

– ¿Recuerdas el cuento de nuestro padre, Ben? ¿El que os expliqué la noche que fuimos al Palacio de la Medianoche?

Ben asintió. -Éstas son las lágrimas de Shiva, Ben -dijo Sheere trabajosamente-. Se fundirán cuando salga el Sol y nunca más volverán a caer sobre Calcuta.

Ben incorporó suavemente a su hermana y le sonrió. Los profundos ojos perlados de Sheere le observaban atentamente.

– ¿Voy a morirme, verdad?

– No-respondió Ben-. No vas a morirte hasta dentro de muchos años. Tu línea de la vida es muy larga. ¿Ves?

– Ben -gimió Sheere-, era lo único que podía hacer. Lo hice por nosotros.

Ben la abrazó con fuerza. -Lo sé -murmuró. Sheere trató de incorporarse y acercó sus labios al oído de Ben.

– No me dejes morir sola -susurró. Ben ocultó su rostro de la mirada de su herma-na y la apretó contra sí.

– Nunca.

Permanecieron juntos, así, abrazados bajo la nieve y en silencio, hasta que el pulso de Sheere se apagó lentamente como una vela al viento. Poco a poco las nubes se alejaron hacia el Oeste, mientras la luz del amanecer desvanecía para siempre aquel lienzo de lágrimas blancas que había cubierto la ciudad.


Los lugares que albergan la tristeza y la miseria son el hogar predilecto de las historias de fantasmas y aparecidos. Calcuta guarda en su cara oscura cientos de esas historias, historias que nadie reconoce creer y que, sin embargo, perviven en la memoria de generaciones como la única crónica del pasado. Se diría que, iluminadas por una extraña sabiduría, las gentes que pueblan sus calles comprenden que la verdadera historia de esta ciudad fue siempre escrita en las páginas invisibles de sus espíritus y sus maldicio-nes calladas Y ocultas.

Tal vez fuera esa misma sabiduría la que, en sus últimos minutos, iluminó el camino de Lahawaj Chandra Chatterghee y le permitió entender que había caído irremisiblemente en el laberinto de su propia maldición. Tal vez comprendiese, desde la profunda soledad de un alma condenada a recorrer una Y otra vez las heridas de su pasado, el verdadero valor de las vidas que había destruido y el de las que todavía podía salvar. Es difícil saber qué vio en el rostro de su hijo Ben segundos antes de permitir que éste apagase para siempre las llamas del rencor que ardían en las calderas del Pájaro de Fuego. Tal vez él, en su locura, fue capaz, por un segundo, de reunir la cordura que todos sus verdugos le habían arrebatado desde los días de Grant House.

Todas las respuestas a estas preguntas, al igual que sus secretos, sus descubrimien-tos, sus sueños y sus anhelos, desaparecieron para siempre en la terrible explosión que abrió el cielo sobre Calcuta al alba de aquel 30 de mayo de 1932, como aquellos copos de nieve que se fundieron al besar el suelo.

Cualquiera que sea la verdad, me basta con recordar que, poco después de que aquel tren en llamas se sumergiese en las aguas del Hooghly, el charco de sangre fresca que había albergado el espíritu atormentado de la mujer que dio a luz a los dos gemelos se evaporó para siempre. Supe entonces que el alma de Lahawaj Chandra Chatterghee y de la que había sido su compañera descansarían en paz eternamente. Nunca más volvería a ver en sueños la mirada triste de la princesa de luz inclinándose sobre mi amigo Ben.

No he vuelto a ver a mis compañeros en todos estos años desde que subí a bordo de aquel buque que habría de llevarme rumbo a mi destino en Inglaterra al atardecer de aquel mismo día. Recuerdo los rostros de aquellos muchachos asustados despidiéndome desde los muelles a orillas del río Hooghly mientras el barco levaba anclas. Recuerdo las promesas que hicimos de mantenernos unidos y no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. No negaré que, en ese mismo momento, me di cuenta de que aquellas pala-bras se perderían para siempre en el rastro de aquel buque que partió bajo el crepúsculo encendido de Bengala.

Todos estaban allí, a excepción de Ben. Pero ninguno como él estaba tan presente en el corazón de todos nosotros.

Al volver ahora la memoria hasta aquellos días, siento que todos y cada uno de ellos perviven en un lugar sellado de mi alma que cerró para siempre sus puertas aquel atarde-cer en Calcuta. Un lugar donde todos seguimos siendo apenas unos jóvenes de dieciséis años y donde el espíritu de la Chowbar Society, y el Palacio de la Medianoche permane-cerán vivos mientras yo lo esté.

En cuanto a lo que el destino nos reservaba a cada uno de nosotros, el tiempo ha bo-rrado las huellas de muchos de mis compañeros. Supe que Seth, con los años, sucedió al orondo Mr. De Rozio como Jefe de Bibliotecas y Documentación del museo hindú, con lo que se convirtió en el hombre más joven que ocupaba aquel cargo en la historia de la insti-tución.

Tuve también noticias de Isobel, que años más tarde contrajo matrimonio con Michael. Su unión duró cinco años y tras su separación Isobel marchó a recorrer el mundo con una modesta compañía de teatro. Los años no le impidieron mantener vivos sus sueños. No sé qué habrá sido de ella. Michael, que todavía vive en Florencia, donde da clases de dibujo en un instituto, no ha vuelto a verla jamás. Todavía hoy espero encontrar algún día su nombre en grandes titulares.

Siraj falleció en 1946 tras haber pasado los últimos cinco años de su vida en una prisión de Bombay acusado de un robo que hasta el último día juró no haber cometido. Como predijo Jawahal, la poca suerte que había tenido le abandonó para siempre.

Roshan es hoy un próspero y poderoso comerciante, dueño de buena parte de las antiguas calles de la ciudad negra donde se crió como un mendigo sin techo. Él es el único que, cada año, cumple con el ritual de enviarme una carta de felicitación en la fecha de mi cumpleaños. Sé por sus cartas que se casó Y que el número de nietos que corretean por sus propiedades sólo es comparable al de las cifras que componen su fortuna.

Por lo que a mí respecta, la vida ha sido generosa conmigo Y me ha permitido recorrer este extraño pasaje a ninguna parte en paz Y sin privaciones. Poco después de finalizar mis estudios, la clínica del doctor Walter Hartley en Whitechapel me ofreció un puesto Y fue allí donde realmente aprendí el oficio con el que siempre soñé y del que todavía vivo. Hace veinte años, tras la muerte de mi esposa Iris, me trasladé a Bourne-mouth, donde mi hogar y mi consulta comparten una pequeña y confortable casa desde la que se divisa la marisma de Poole Bay. Mi única compañía desde que Iris me dejó han sido su recuerdo y el secreto que un día compartí con mis compañeros de la Chowbar Society.

Una vez más, he dejado a Ben para el final. Incluso hoy, cuando hace ya más de cin-cuenta años que no le veo, me resulta difícil hablar del que fue y siempre será mi mejor amigo. Me enteré, gracias a Roshan, de que Ben se fue a vivir a la que había sido la casa de su padre, el ingeniero Chandra Chatterghee, en compañía de la anciana Aryami Bosé, cu-ya fortaleza de ánimo nunca se sobrepuso al impacto de la muerte de Sheere, lo que la arrastró sin remedio a una larga melancolía que habría de sellar sus ojos para siempre en octubre de 1941. Desde aquel día, Ben vivió y trabajó solo en la casa que su padre había construido. Fue allí donde escribió todos sus libros hasta el año en que desapareció para siempre sin dejar rastro.

Una mañana de diciembre años después de que todos, incluso Roshan, le diesen por muerto, recibí un pequeño paquete mientras contemplaba la marisma desde el pequeño muelle que se alza frente a mi casa. El envoltorio llevaba estampado un matasellos de la oficina postal de Calcuta y mi nombre aparecía dibujado en una caligrafía que no podría olvidar aunque viviese cien años. En su interior envuelto entre varias capas de papel, encontré la mitad de la medalla en forma de Sol que Aryamy Bosé dividió en dos partes cuando separó a Ben y Sheere aquella trágica noche de 1916.

Esta mañana, mientras escribía al amanecer las últimas líneas de esta memoria, las primeras nieves del año han tendido su manto blanco frente a mi ventana. El recuerdo de Ben ha vuelto a mí como el eco de un susurro después de todos estos años. Le he imagina-do recorriendo las turbulentas calles de Calcuta entre la multitud, entre mil historias desconocidas como la suya y, por primera vez he comprendido que mi compañero, al igual que yo, ya es un hombre viejo y que su reloj esta a punto de completar su círculo. Es tan extraño sentir cómo la vida se nos ha escapado de las manos…

No sé si volveré a saber de mi amigo Ben. Pero sé que, en algún punto de la misteriosa ciudad negra, el muchacho de quien me despedí para siempre aquel amanecer que nevó sobre Calcuta sigue vivo y mantiene encendida la llama del recuerdo de Sheere, soñando con el momento de reunirse con ella en un mundo donde ya nada ni nadie los pueda separar jamás.

Espero que la encuentres, amigo.

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