La boca del túnel emergía al aire libre bajo la arcada de un pequeño puente de madera, tendido sobre la laguna que se extendía formando un oscuro manto de terciopelo frente a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee. Sheere condujo a los dos muchachos a través de una angosta orilla arcillosa que cedía bajo sus pies hasta el extremo del estanque y se detuvo a contemplar el edificio con el que había soñado durante toda su vida. Aquella noche podía verlo con sus propios ojos por primera vez bajo la bóveda de estrellas y nubes en tránsito que dibujaban una fuga al infinito. Ian y Ben se unieron a ella en silencio.
La construcción era un edificio de dos plantas flanqueado por dos torres que se alzaban a cada extremo. Su fisonomía fundía rasgos de varios estilos arquitectónicos, desde los perfiles eduardinos a las extravagancias paladinescas y las siluetas que se dirían prestadas de un castillo perdido en los montes de Baviera. El conjunto, sin embargo conservaba una serena elegancia que desafiaba la mirada crítica del observador. La casa parecía proyectar un embrujo seductor que, tras la primera impresión de perplejidad, sugería que aquella imposible disparidad de estilos y trazos había sido concebida para que conviviesen en armonía.
Oculta en la densa jungla de vegetación salvaje que la camuflaba en el corazón de la ciudad negra, la morada del ingeniero ofrecía un sólido aspecto palaciego y se erguía alti-va frente a la laguna, como un gran cisne negro contemplando su reflejo en un estanque de obsidiana.
– ¿Es así como la describió tu padre? -preguntó Ian.
Sheere asintió, maravillada, y se dirigió hacia el umbral de los escalones que ascendían hasta la puerta de la casa. Ben e Ian la observaron con reservas, preguntándose cómo pensaba entrar en aquella fortaleza. Sheere, por su parte, parecía desenvolverse en aquel enigmático entorno como si hubiera sido su morada desde la infancia. La naturalidad con que rodeaba obstáculos que aparecían velados por el manto de la noche inspiraba en los dos muchachos una extraña sensación de saberse intrusos, invitados accidentales al encuentro entre Sheere y el sueño que había alimentado en sus años nómadas. Al contemplarla ascender aquellos peldaños, Ben e Ian comprendieron que a-quel lugar desierto y envuelto en un halo fantasmal era el único y verdadero hogar que la muchacha había tenido.
¿Vais a quedaros ahí toda la noche? -preguntó Sheere desde lo alto de la escalinata.
– Nos estábamos preguntando por dónde íbamos a entrar -apuntó Ben e Ian asintió suscribiendo la duda de su amigo.
– Yo tengo la llave -dijo la muchacha.
– ¿La llave? -preguntó Ben-. ¿Dónde?
– Aquí -respondió Sheere señalando su cabeza con el dedo índice. Las cerraduras de esta casa no pueden abrirse con una llave convencional. Existe una clave.
Ben e Ian se aproximaron, intrigados. Al llegar a la puerta, ambos pudieron compro-bar que en el centro se encontraba una serie de cuatro ruedas superpuestas sobre un eje, de mayor a menor diámetro a medida que se encontraban más alejadas de la superficie. En el perímetro de las ruedas se podían distinguir diferentes signos labrados sobre el metal, igual que las horas en la esfera de un reloj.
– ¿Qué significan esos símbolos? -preguntó Ian tratando de desvelarlos en la pe-numbra.
Ben extrajo un fósforo de la caja de cerillas que siempre llevaba encima como medida de precaución y lo prendió frente a las ruedas dentadas del mecanismo de cerradura. El metal brilló a los ojos de los tres muchachos.
– ¡Alfabetos! -afirmó Ben-. Cada rueda tiene un alfabeto grabado. Griego, latino, arábigo y sánscrito.
– Fabuloso -suspiró Ian-. Esto será pan comido…
– No desesperéis -intervino Sheere-. La clave es sencilla. Basta componer una palabra de cuatro letras con los diferentes alfabetos.
Ben la observó detenidamente.
– ¿Cuál es esa palabra?
– Dido -respondió la muchacha.
– ¿Dido? -preguntó Ian-¿Qué significado tiene?
– Es el nombre de una reina de la mitología fenicia -explicó Ben.
Sheere asintió e Ian sintió celos del brillo que parecía fluir entre las miradas de ambos hermanos.
– Sigo sin entenderlo -objetó Ian-. ¿Qué pintan los fenicios en Calcuta?
– La reina Dido se lanzó a una pira funeraria ardiente para apaciguar la ira de los dioses, en Cartago -explicó Sheere-. Es el poder purificador del fuego… También los egipcios tenían su mito, el ave fénix.
– El mito del pájaro de fuego -añadió Ben. -¿No es ése el nombre del proyecto mi-litar del que hablaba Seth? -preguntó Ian.
Ben asintió. -Este asunto me está empezando a poner los pelos de punta -afirmó Ian-. ¿No pensaréis en serio entrar ahí dentro? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Ben y Sheere intercambiaron una mirada decidida. -Muy simple -contestó Ben-. Vamos a abrir esta puerta.
Los párpados del orondo bibliotecario Mr. De Rozio empezaban a tener la consistencia de losas de mármol ante los cientos de documentos que le rodeaban. El océano de palabras y cifras que había rescatado de los archivos del ingeniero Chandra Chatterghee había emprendido una sinuosa danza caprichosa que parecía susurrarle una irresistible canción de cuna.
– Chicos, creo que habría que dejarlo hasta mañana por la mañana -empezó Mr. De Rozio.
Seth, que había estado temiendo ese anuncio durante largo rato, afloró en el acto de entre el maremagnum de carpetas y exhibió una sonrisa sacramental.
– ¿Dejarlo ahora, Mr. De Rozio? -objetó amablemente Seth-.¡Imposible! No podemos abandonar ahora.
– Es sólo cuestión de segundos el que me desplome sobre la mesa hijo, replicó De Rozio-. Y Shiva, en su infinita bondad, me ha otorgado un peso que, en la última com-probación efectuada el pasado mes de febrero, oscilaba entre las 250 y 260 libras. ¿Sabes lo que es eso?
Seth sonrió jovialmente. -Unos 120 kilogramos -calculó. -Exacto confirmó De Rozio-. ¿Has intentado mover alguna vez a un adulto de 120 kilos, hijo?
Seth meditó la cuestión.
– No tengo constancia de ello en este momento. Sin embargo…
– ¡Un momento! -exclamó Michael desde algún punto invisible de la sala atestada de carpesanos, cajas y pilas de papel amarillento-. ¡He encontrado algo!
– Espero que sea una almohada -protestó De Rozio, incorporando su imponente masa con fastidio.
Michael apareció tras una columna de estanterías polvorientas portando una caja repleta de pliegos de papel y sellos timbrados que el tiempo había descolorido sin piedad. Seth alzó las cejas y rogó por que el hallazgo valiese la pena.
– Creo que es el sumario de un juicio por una serie de asesinatos -dijo Michael-. Estaba bajo un pliego de citaciones a nombre del ingeniero Chandra Chatterghee.
– ¿El juicio a Jawahal? -saltó Seth visiblemente excitado.
– Déjame ver -ordenó De Rozio-.
Michael depositó la caja sobre el escritorio del bibliotecario. Una nube de polvo amarillento inundó el cono de luz dorada que proyectaba la lamparilla eléctrica. Los grue-sos dedos del bibliotecario repasaron cuidadosamente los documentos, mientras sus ojos diminutos escrutaban su contenido. Seth observó el rostro del bibliotecario con el corazón encogido a la espera de alguna palabra o signo clarificador. De Rozio se detuvo en una hoja que parecía llevar diversos sellos y la acercó a la luz.
– Vaya, vaya -murmuró el bibliotecario para sí.
– ¿Qué es, señor? -suplicó Seth-. ¿Qué ha encontrado?
De Rozio alzó la mirada y blandió una amplia sonrisa felina.
– Tengo en mis manos un documento firmado por el Coronel Sir Arthur Hewelyn. En él, alegando razones de estado mayor y secreto militar, ordena sobreseer el procedimiento judicial Nº 089861 /A de la sala cuarta del Tribunal Mayor de justicia de la ciudad de Calcuta, en el que se inculpa al ciudadano Lahawaj Chandra ingeniero, de presunta implicación, encubrimiento y/o ocultamiento de pruebas en una investigación de asesinato, y trasladarlo a la corte suprema de justicia militar del ejército de Su Majestad quedando anuladas todas las resoluciones previas así como las pruebas aportadas por la defensa y el ministerio fiscal en la vista. Fecha: 14 de septiembre de 1911.
Michael y Seth contemplaron, atónitos a Mr. De Rozio, sin acertar a pronunciar palabra.
– Bien, hijos -concluyó De Rozio-, ¿Quién de vosotros sabe hacer café? Ésta puede ser una noche muy larga…
La cerradura de las cuatro ruedas de alfabeto emitió un crujido casi inaudible y, tras unos segundos, la masa férrea de la puerta se abrió lentamente en dos láminas, dejando escapar con una exhalación el aire que había permanecido atrapado en el interior de la casa durante años.
Ian palideció en la sombra. -Se ha abierto -susurró tembloroso-.
– Siempre el gran observador -comentó Ben-.
– No es momento para bromas -replicó Ian-. No sabemos lo que hay ahí dentro.
Ben extrajo su caja de fósforos y la agitó en el aire haciéndolos sonar.
– Eso es sólo una cuestión de tiempo -afirmó-. ¿Quieres ser el primero en entrar?
Ian le ofreció una sonrisa recalcitrante. -Te cedo los honores replicó.
– Yo iré primero -dijo Sheere, adentrándose en la casa sin esperar la respuesta de los dos amigos.
Ben se apresuró a prender otro fósforo y seguir sus pasos. Ian echó un último vistazo al cielo nocturno, como si temiese que aquella fuese su última oportunidad para contemplarlo, y tras inspirar profundamente, se sumergió en el interior de la casa del ingeniero. Un instante después, la puerta se cerró a sus espaldas con la misma suavidad y precisión con que les había franqueado el paso.
Los tres muchachos se detuvieron el uno junto al otro y Ben alzó la cerilla en alto. Ante sus ojos se desplegó un impresionante espectáculo que excedía las ensoñaciones que ninguno de ellos había albergado respecto a aquel lugar.
Se encontraban en una sala sostenida por gruesas columnas bizantinas y coronada por una bóveda cóncava cubierta por un fresco monumental. En él se podían apreciar cientos de figuras de la mitología hindú formando una interminable crónica en imágenes que constituían círculos concéntricos alrededor de una figura central esculpida en relieve sobre la pintura: la diosa Kali.
Las paredes de la sala estaban formadas por estantes atestados de libros que dibujaban dos semicírculos de más de tres metros de altura. El suelo estaba cubierto por un mosaico de brillantes esmaltes negros y puntas de cristal de roca, lo que conseguía crear la ilusión de un firmamento de constelaciones y estrellas. Ian observó detenidamente el trazado a sus pies y reconoció la configuración de las varias figuras celestes que Bankim les había explicado en el St. Patricks.
– Seth tendría que ver esto… -susurró Ben. En el extremo de la sala, más allá de aquella alfombra de estrellas que representaba el universo conocido, una escalera de cara-col ascendía en espiral al segundo piso de la casa.
Antes de que pudiera advertirlo, la llama del fósforo le quemó los dedos a Ben y los tres muchachos quedaron de nuevo en la oscuridad absoluta. Los caminos de constelaciones a sus pies, sin embargo, seguían brillando como el firmamento nocturno.
– Es increíble -murmuró Ian para sí mismo.
– Espera a ver el piso de arriba -replicó la voz de Sheere a unos metros de él.
Ben encendió una nueva cerilla y los dos amigos comprobaron que la muchacha ya les esperaba junto a la escalera en espiral. Sin mediar palabra, Ben e Ian la siguieron.
La escalera de caracol se izaba en el centro de un conducto que parecía formar una linterna similar a las que habían estudiado en grabados de ciertos castillos franceses, construidos a orillas del río Loira. Alzando la vista, los muchachos podían experimentar la sensación de encontrarse en el interior de un gran caleidoscopio, coronado por un rosetón catedralicio de cristales multicolores que transformaba la luz de la Luna y la descomponía en cientos de haces azules, escarlatas, amarillos, verdes y ámbar.
Al llegar al primer piso, comprobaron que las agujas de luz que emergían de la corona de la linterna proyectaban dibujos y figuras cambiantes, que recorrían lentamente las paredes de la sala como imágenes de un primitivo cinematógrafo espectral.
– Mirad eso -dijo Ben señalando una gran superficie que se extendía a una altura de un metro sobre el suelo y ocupaba un rectángulo de casi cuarenta metros cuadrados.
Los tres se acercaron hasta ella y descubrieron lo que parecía ser una inmensa maqueta de Calcuta, reproducida con un grado de detalle y realismo que, al contemplarla de cerca, producía la ilusión de estar sobrevolando la verdadera ciudad. Pudieron reconocer el trazado del Hooghly, el Maidán, Fort William, la ciudad blanca, el templo de Kali al Sur de Calcuta, la ciudad negra e incluso los bazares. Sheere, Ian y Ben contempla-ron maravillados aquella extraordinaria miniatura durante un largo espacio de tiempo, cautivados por la belleza y el encantamiento que producía su observación.
– Ahí está la casa -señaló Ben. Todos se unieron a él y comprobaron que en el corazón de la ciudad negra se alzaba una fiel reproducción de la casa en la que se encontraban. Las luces multicolores de la linterna barrían las calles de aquella miniatura como haces caídos del cielo a cuyo paso se revelaban los secretos ocultos de Calcuta.
– ¿Qué es lo que hay detrás de la casa? -preguntó Sheere.
– Parece una vía de tren -apuntó Ian. -
Lo es -confirmó Ben, siguiendo su trazado hasta que su mirada descubrió la silueta angulosa y majestuosa de la estación de Jheeter’s Gate, tras un puente de metal que cruzaba el Hooghly.
– Esa vía lleva hasta a la estación del incendio -dijo Ben-. Es una vía muerta.
– Hay un tren parado en el puente -observó Sheere.
Ben rodeó la maqueta para aproximarse hasta la reproducción del ferrocarril y lo examinó detenidamente. Un incómodo cosquilleo le recorrió la espalda. Reconocía aquel tren. Lo había visto la noche anterior, aunque él lo había tomado por una pesadilla. Sheere se acercó a él en silencio y Ben advirtió que había lágrimas en sus ojos.
– Ésta es la casa de nuestro padre, Ben -murmuró Sheere-. La construyó para no-sotros, para que fuera nuestra.
Ben rodeó a Sheere con sus brazos y la apretó contra sí. Ian le observaba desde el otro extremo de la sala y desvió la mirada. Ben acarició el rostro de Sheere y la besó en la frente.
– De ahora en adelante -dijo-, siempre será nuestra casa.
En aquel momento el pequeño tren detenido sobre el puente encendió sus luces y, lentamente, sus ruedas empezaron a girar sobre los raíles.
Mientras Mr. De Rozio consagraba en silencio sepulcral todos sus poderes de análisis y su astucia de zorro documentalista a los informes del Juicio que el coronel Hewelyn había puesto tanto empeño en sepultar, Seth y Michael hacían lo propio con una extraña carpeta que contenía planos y numerosas anotaciones a mano del propio Chandra. Seth la había encontrado en el fondo de una de las cajas que contenían los efectos del ingeniero. Tras su desaparición, en vista de que ningún familiar o institución los había reclamado y atendiendo a la relevancia pública del personaje, habían ido a perderse en el limbo de los archivos del museo, cuya biblioteca estaba compartida en consorcio con diversas insti-tuciones científicas y académicas de Calcuta, entre ellas el Instituto de Ingeniería Superior, del que Chandra Chatterghee había sido uno de los más ilustres y controvertidos miem-bros. La carpeta estaba encuadernada con sencillez y respondía a una única leyenda cali-grafiada en tinta azul sobre la portada: El Pájaro de Fuego.
Seth y Michael habían obviado el hallazgo para no distraer al orondo bibliotecario de la tarea que acaparaba sus talentos y para la cual su pericia de viejo diablo archivador era insustituible. Con tal espíritu, se habían retirado al otro extremo de la sala se habían entre-gado al análisis de los documentos en silencio.
– Estos dibujos son formidables -susurró Michael, admirando el trazo del ingeniero en diversos grabados que mostraban objetos mecánicos cuya función concreta le resultaba arcana e insondable.
– Estemos por lo que tenemos que estar -reprendió Seth-. ¿Qué dice del Pájaro de Fuego?
– Las ciencias no son mi fuerte -empezó Michael-, pero que me maten si todo esto no es el despiece de una gran maquinaria incendiaria.
Seth observó los planos sin comprender un ápice de lo que significaban. Michael se anticipó a sus cuestiones.
– Esto es un tanque de aceite o algún tipo de combustible -señaló Michael sobre los planos-. A él está unido este mecanismo de succión. No es más que una bomba de ali-mentación, como la de un pozo. La bomba suministra el combustible para mantener este círculo de llamas. Una especie de piloto de fuego.
– Pero esas llamas no deben de medir más que unos centímetros -objetó Seth-. No veo el poder incendiario por ningún sitio.
– Observa esta conducción. Seth vio a lo que se refería su amigo: una especie de tu-bería similar al cañón de un fusil.
– Las llamas afloran en el perímetro de la boca del cañón.
– ¿Y?
Mira este otro extremo -dijo Michael-. Es un tanque, un tanque de oxígeno.
– Química elemental -murmuró Seth, atando cabos.
– Imagínate lo que sucedería si ese oxigeno saliese escupido a presión por el conduc-to y atravesara el círculo de llamas -sugirió Michael.
– Un cañón de fuego -corroboró Seth. Michael cerró la carpeta y miró a su amigo. -¿Qué clase de secreto tenía que ocultar Chandra para diseñar un juguete así para un carnicero como Hewelyn? Es como regalarle un cargamento de pólvora al emperador Nerón…
– Eso es lo que tenemos que averiguar -dijo Seth-. Y pronto.
Sheere, Ben e Ian siguieron el recorrido del tren a través de la maqueta en silencio hasta que la pequeña locomotora se detuvo justo tras la miniatura que reproducía la casa del ingeniero. Las luces se extinguieron lentamente y los tres amigos permanecieron inmóviles y expectantes.
– ¿Cómo demonios se mueve este tren? -preguntó Ben-. Tiene que sacar la ener-gía de algún sitio. ¿Existe algún generador de electricidad en esta casa, Sheere?
– No que yo sepa -repuso su hermana.
– Tiene que haberlo -afirmó Ian-. Busquémoslo.
Ben negó en silencio. -No es eso lo que me preocupa -dijo Ben-. Suponiendo que lo haya, no conozco ningún generador que se conecte solo. Y más después de años de inactividad.
– Tal vez esta maqueta funcione con otro tipo de mecanismo -sugirió Sheere sin demasiada convicción.
– Tal vez haya alguien más en la casa -repuso Ben.
Ian maldijo su suerte mentalmente. -Lo sabía… -murmuró abatido. -¡Espera! -exclamó Ben. Ian miró a su amigo y vio que señalaba de nuevo hacia la maqueta. El tren había reemprendido el movimiento y rehacía su camino en dirección inversa.
– Está volviendo a la estación -observó Sheere. Ben se acercó lentamente hasta el extremo de la maqueta y se detuvo junto al tramo de vía que el tren empezaba a enfilar.
¿Qué te propones? -preguntó Ian. Su amigo no respondió y extendió su brazo progresivamente hacia la vía, mientras la locomotora se aproximaba por momentos. Cuando el tren cruzó frente a él, asió la locomotora y la alzó en el aire, desenganchándola de los vagones. El resto del convoy fue perdiendo velocidad paulatinamente hasta detenerse en la vía. Ben se acercó a la luz de la linterna y examinó la pequeña locomotora. Sus diminutas ruedas giraban cada vez más lentamente.
– Alguien tiene un sentido del humor bastante extraño -comentó Ben.
– ¿Por qué? -inquirió Sheere.
– Hay tres figuras de plomo dentro de la locomotora -dijo Ben-, y se parecen a nosotros más allá de posibles coincidencias.
Sheere se aproximó a Ben y tomó la pequeña locomotora entre sus manos. Las dan-zantes líneas de luz dibujaron un arco iris sobre su rostro y sus labios formaron una sonrisa serena y resignada.
– Sabe que estamos aquí -dijo la muchacha-. No tiene sentido que sigamos ocultándonos.
– ¿Quién lo sabe? -preguntó Ian.
– Jawahal -respondió Ben en su lugar-. Está esperando. Lo que no sé es a qué.
Siraj y Roshan se detuvieron frente a la silueta espectral del puente de metal que se perdía en la niebla que cubría el río Hooghly y se dejaron caer contra un muro, agotados después de recorrer la ciudad en vano tras el rastro de Isobel. Las cúspides de las torres de Jheeter’s Gate asomaban entre la niebla dibujando la cresta de un dragón dormido en una nube de su propio aliento.
– Falta muy poco para el amanecer -dijo Roshan-. Deberíamos volver. Tal vez Isobel esté esperándonos desde hace horas.
– No lo creo -objetó Siraj.
La carrera nocturna se dejaba sentir en la voz del muchacho, pero por primera vez en años, Roshan no le había escuchado quejarse ni una sola vez de su asma.
– Hemos buscado en todas partes -replicó Roshan-. No podemos hacer más. Al menos vayamos a buscar más ayuda.
– Nos queda un sitio por visitar…
Roshan contempló la siniestra estructura de Jheeter’s Gate entre la niebla y suspiró.
– Isobel no se metería ahí ni loca -dijo-. Y yo tampoco.
– Iré solo entonces -respondió Siraj, incorporándose de nuevo.
Roshan le escuchó jadear y cerró los ojos, abatido.
– Siéntate -le ordenó, adivinando los pasos de Siraj alejándose hacia el puente.
Cuando abrió los ojos, la escuálida silueta de Siraj se sumergía en la niebla.
– Maldita sea -murmuró para sí, y se levantó para seguir a su amigo.
Siraj se detuvo al final del puente y contempló el pórtico de Jheeter’s Gate que se alzaba frente a él. Roshan se acercó hasta su compañero y ambos examinaron el lugar. Una corriente de aire frío emergía de los túneles de la estación y el hedor a madera quemada y suciedad se hacía cada vez más perceptible. Los dos muchachos trataron de dilucidar algo en el pozo de negrura que se abría tras el umbral de la gran bóveda de la estación. El eco lejano de una llovizna repiqueteaba sobre los carteles caídos.
– Esto parece la boca del infierno -dijo Roshan-. Larguémonos ahora que pode-mos.
– Es todo mental -dijo Siraj-. Piensa que no es más que una estación abandonada. No hay nadie aquí dentro. Sólo nosotros.
– Si no hay nadie, ¿por qué tenemos que entrar en ella? -protestó Roshan.
– No tienes por qué entrar si no quieres -repuso Siraj sin ningún asomo de repro-che.
– Ya -atajó Roshan-. ¿Y tú entrarás solo, no? Olvídalo. Andando.
Los dos miembros de la Chowbar Society se adentraron en la estación siguiendo el rastro de los raíles que cruzaban el puente y dibujaban la ruta del andén central. La oscuridad en el interior de la bóveda era mucho más densa que en el exterior y apenas podían distinguirse los contornos de los objetos entre manchas de claridad grisácea y acuosa.
Roshan y Siraj caminaron lentamente, separados apenas por un metro de distancia, mientras el eco de sus pasos formaba una letanía recurrente entre el susurro de las corrientes de aire, que parecían rugir en algún lugar del interior de los túneles con la voz de un mar lejano y enfurecido.
– Es mejor que subamos al andén -apuntó Roshan.
– Hace años que no pasan trenes por aquí. ¿Qué más da?
– A mí me importa, ¿de acuerdo? -replicó Roshan, que no podía apartar de su mente la imagen de un tren penetrando en la vía desde la boca del túnel y arrollándolos bajo sus ruedas.
Siraj murmuró algo ininteligible pero revestido de un tono de aceptación y se disponía a trepar hasta el andén cuando algo emergió desde los túneles, flotando en el aire y dirigiéndose hacia los dos muchachos.
– ¿Qué es eso? -murmuró Roshan alarmado.
– Parece un trozo de papel, acertó a decir Siraj-. El viento arrastra la basura, eso es todo.
La lámina blanca rodó sobre el suelo hasta sus pies y se detuvo junto a Roshan. El muchacho se arrodilló y la tomó en sus manos. Siraj vio cómo se descomponía el rostro de su amigo.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, sintiendo que el temor de su amigo empezaba a resultar contagioso.
Roshan le tendió la lámina en silencio y Siraj la reconoció al instante. Era el dibujo que Michael había realizado de ellos frente a aquel estanque y del que Isobel se había apropiado. Siraj le devolvió el dibujo a su compañero y, por primera vez desde que habían empezado la búsqueda, contempló la posibilidad de que Isobel estuviera en verdadero peligro.
– ¿Isobel? -gritó Siraj hacia los túneles. El eco de su voz se perdió en las entrañas de aquel lugar y le heló la sangre. Siraj trató de concentrarse en no perder el control de su respiración, que cada vez le resultaba más dificultosa. Dejó que el reflejo de su voz se desvaneciese y, templando sus nervios, llamó de nuevo.
– ¿Isobel? Un fuerte impacto metálico resonó desde algún lugar de la estación. Roshan reaccionó de un salto, miró a su alrededor. El viento de los túneles les azotó el rostro y los dos muchachos retrocedieron unos pasos.
– Hay algo ahí dentro -murmuró Siraj señalando hacia el túnel con una serenidad que su compañero no acababa de comprender.
Roshan concentró la mirada en la boca negra del túnel y, entonces, él también pudo verlo. Las luces lejanas de un tren se aproximaban. Sintió los raíles vibrar bajo sus pies y miró a Siraj, aterrado. Siraj sonreía extrañamente.
– Yo no voy a poder correr tan aprisa como tú, Roshan -dijo pausadamente-. Los dos lo sabemos. No me esperes y ve a buscar ayuda.
– ¿De qué demonios estás hablando? -exclamó Roshan, perfectamente consciente de lo que su amigo insinuaba.
Las luces del tren penetraron en la bóveda de la estación como un rayo en la tormenta.
– Corre -ordenó Siraj-. Ahora. Roshan se perdió en los ojos de su amigo y sintió el estruendo de la locomotora cada vez más próximo. Siraj asintió. Roshan reunió todas sus fuerzas y echó a correr desesperadamente hacia el extremo del andén, en busca de un lugar en el que saltar fuera de la trayectoria del tren. Corrió tan deprisa como pudo, sin detenerse a mirar atrás, con la certeza de que se encontraría con la cuña de aluminio de la locomotora a tan sólo un palmo de su rostro osaba hacerlo. Los quince metros que le separaban del fin del andén, se convirtieron en ciento cincuenta y, presa de pánico, creó ver cómo la vía se alargaba ante sus ojos en una fuga vertiginosa. Cuando se lanzó al suelo y rodó sobre los escombros, sintió el rugido del tren atronando a escasos centímetros del lugar donde había caído. Escuchó el aullido ensordecedor de los niños y percibió en su piel la mordedura de las llamas durante diez terribles segundos en los que imaginó que la estructura de la estación se desplomaría sobre él.
Súbitamente se hizo el silencio. Roshan se incorporó y abrió los ojos por primera vez desde que había saltado. La estación estaba de nuevo desierta y no había más rastro del tren que dos hileras de llamas que se extinguían a lo largo de los raíles. Notó que las entrañas se le inundaban de agua helada y corrió de vuelta hacia el punto donde había visto por última vez a Siraj. Maldiciendo su cobardía, lloró de rabia y comprobó que estaba solo en la estación.
El amanecer, a lo lejos, le mostraba el camino de salida.
El preludio del alba se insinuaba tímidamente a través de los postigos cerrados de la sala de la biblioteca del museo indio. Seth y Michael, exhaustos, dormitaban sobre la mesa al borde de la inconsciencia. Mr. De Rozio suspiró profundamente y retiró su silla del escritorio frotándose los ojos. Llevaba horas enfrascado en el océano de documentos tratando de desentrañar aquel monstruoso sumario judicial; su estómago le reclamaba atenciones, amén de una clara moratoria en la ingestión de café si se esperaba de él que siguiera cumpliendo sus funciones con cierta dignidad.
– Me rindo, bellas durmientes -atronó.
Seth y Michael levantaron la cabeza de un respingo y comprobaron que el día había madrugado más que ellos.
– ¿Qué ha podido encontrar, señor? -preguntó Seth, reprimiendo un bostezo.
Su estómago crujía y su cabeza parecía estar repleta de un potaje de manzanas cocidas.
– ¿Bromeas, hijo? -dijo el bibliotecario-. Me parece que me habéis tomado el pelo.
– No comprendo, señor -adujo Michael. De Rozio bostezó airosamente mostrando unas fauces cavernosas y emitió un sonido que despertó en los muchachos la imagen mental de un hipopótamo retozando en un río.
– Muy simple -dijo el bibliotecario-. Vinisteis aquí con una historia de asesinatos y crímenes y con ese absurdo enredo del tal Jawahal.
– Pero todo eso es cierto. Tenemos información de primera mano.
De Rozio rió con sorna. -A lo mejor es a vosotros a quienes han tomado por tontos -replicó-. En toda esa pila de papeles no he encontrado una sola mención a vuestro amigo Jawahal. Ni una letra. Cero.
Seth sintió que su desinflado estómago se deslizaba hasta sus pies por la pernera del pantalón.
– Pero eso es imposible, Jawahal fue condenado e ingresó en la prisión de la que huyó años después. Tal vez podríamos, empezar de nuevo por ahí. Por la fuga. Debe cons-tar en algún lugar…
De Rozio le escrutó con escepticismo con sus ojos porcinos y penetrantes. Su rostro delataba claramente que no había segunda oportunidad.
– Si yo fuera vosotros, chicos -sugirió el bibliotecario-, volvería a donde hubiese conseguido esa historia y me aseguraría de que esta vez me la explicaran entera. Y respecto a ese Jawahal que según vuestro informe misterioso estaba en prisión, me parece que más escurridizo de lo que vosotros y yo podemos manejar.
De Rozio examinó a los dos muchachos. Estaban pálidos como el mármol. El orondo erudito les ofreció una sonrisa de conmiseración.
– Mis condolencias -murmuró- Habéis estado olfateando en el agujero equivoca-do.
Poco después, Seth y Michael contemplaban el amanecer sentados en los la fachada principal del museo indio. Una ligera llovizna había impregnado las calles de una capa brillante que formaba una lámina de oro líquido a la luz del Sol ascendente entre las brumas del Este. Seth miró a su compañero y le mostró una moneda.
– Cara, yo voy a ver a Ariami y tú vas a la prisión- dijo Seth- Cruz al revés.
Michael asintió con los ojos entrecerrados. Seth lanzó la moneda al aire y el círculo de bronce describió una trayectoria de brillos parpadeantes, hasta detenerse de nuevo sobre la muñeca de Seth. Michael se inclinó a comprobar el resultado.
– Recuerdos a Aryami… -murmuró Seth.
La luz del día llegó finalmente a la casa del ingeniero Chandra tras una noche que parecía no querer acabar jamás. Ian bendijo por primera vez en su vida el sol de Calcuta cuando sus rayos velaron el manto de oscuridad que los había envuelto durante horas.
El día se llevó consigo el aspecto amenazador de la casa, y Ben y Sheere también agradecieron visiblemente la llegada de la claridad con un gesto relajado y de sincero cansancio. Les costaba recordar la última vez que habían dormido, aunque apenas fuese unas horas antes. El peso del sueño y el agotamiento que el ritmo de los acontecimientos les había deparado les permitían afrontar la situación ahora con una serenidad que, en la oscuridad de la noche, no hubieran osado considerar.
– Bien -dijo Ben-. Si hay algo que esta casa tiene, es que resulta segura. Si nuestro amigo Jawahal hubiese podido entrar aquí, ya lo hubiese hecho. Nuestro padre tendría aficiones excéntricas, pero sabía proteger una casa. Propongo que tratemos de dormir un poco. Tal como están las cosas, prefiero dormir a la luz del día y estar bien despierto al anochecer.
– No puedo estar más de acuerdo -convino Ian-, ¿Dónde podríamos dormir?
– Hay varias habitaciones en las torres -explicó Sheere-, hay donde elegir.
– Sugiero utilizar habitaciones contiguas-apuntó Ben.
– De acuerdo -dijo Ian-. Y tampoco estaría de más comer algo.
– Eso tendrá que esperar -convino Ben-. Más tarde saldremos a buscar algo.
– ¿Cómo podéis tener hambre? -preguntó Sheere.
Ben e Ian se encogieron de hombros. -Fisiología elemental -repuso Ben-. Pregúntale a Ian. Él es el médico.
– Como me dijo una vez una maestra que daba clases de lectura en una escuela de Bombay -dijo Sheere-, la principal diferencia entre un hombre y una mujer es que un hombre siempre antepone su estómago a su corazón. Una mujer siempre hace lo contra-rio.
Ben sopesó aquella teoría y no dudó en contraatacar.
– Cito textualmente a nuestro misógino favorito, Mr. Thomas Carter, soltero profe-sional y vocacional: «La verdadera diferencia es que mientras los hombres tienen el estómago mucho más grande que el cerebro y el corazón, el corazón de las mujeres es tan pequeño que siempre se les escapa por la boca.»
Ian asistió al cruce de citas Ilustres presa de un absoluto asombro.
– Filosofía barata -sentenció Sheere.
– La barata, querida Sheere -adujo Ben-, es la única filosofía que vale algo. Ian alzó una mano en señal de tregua. -Buenas noches, pareja -dijo dirigiéndose directa-mente hacia la torre.
Diez minutos después los tres estaban sumidos en un profundo sueño del que nadie les hubiera podido despertar. La fatiga pudo más que el miedo.
Seth descendió media milla hacia el Sur desde las escalinatas del museo indio en Chowringhee Road y torció en Park Street hacia el Este, en dirección al área del Bema-pukur, donde las ruinas de la antigua penitenciaría de Curzon Fort se alzaba en las inme-diaciones del cementerio escocés. El deteriorado camposanto de los escoceses había sido construido en lo que antiguamente suponían los límites oficiales de la ciudad. En aquella época, la elevada tasa de mortalidad y la velocidad con que los cadáveres se descom-ponían obligaron a trasladar todos los terrenos funerarios fuera de Calcuta por motivos de salud pública. Los escoceses, irónicamente, aunque habían controlado con mano firme durante décadas toda la actividad mercantil de Calcuta, descubrieron que no podían pagarse un entierro entre las tumbas de sus vecinos británicos y se vieron obligados a levantar su propio cementerio. En Calcuta los ricos se negaban a ceder su suelo a los más pobres, incluso después de muertos.
Al aproximarse a los restos de la penitenciaría de Curzon Fort, Seth comprendió por qué motivo todavía no había sido víctima de los sangrientos derribos habituales en la ciudad. La estructura del edificio parecía pender de un hilo invisible dispuesto a desplo-marse sobre el gentío al menor intento de alterar su equilibrio. El incendio parecía haber devorado la prisión como si se hubiera tratado de una maqueta de cartón, abriendo bre-chas y destrozando vigas y puntales con ferocidad inusitada. Las techumbres carboniza-das podían entreverse a través de los ventanales, como las encías enfermas de un viejo a-nimal.
Seth se acercó al umbral del edificio y se preguntó de qué modo iba a averiguar algo en aquella pila de maderos y ladrillos quemados. A buen seguro, no permanecería allí más memoria del pasado que los barrotes de metal y las celdas que acabaron sus días transformadas en hornos mortales y sin escapatoria.
– ¿Vienes de visita, muchacho? -susurró una voz quebrada a su espalda.
Seth se volvió, sobresaltado, y comprobó que las palabras que había oído provenían de los labios de un anciano harapiento cuyos pies y manos lucían amplias llagas en avanzado estado de infección. Sus ojos oscuros le observaban nerviosamente tras un rostro enmascarado por la mugre y una barba cana y rala que se diría cortada a cuchillo.
– ¿Es ésta la penitenciaría de Curzon Fort, señor? -preguntó Seth.
Los ojos del mendigo se agrandaron al escuchar el insólito tratamiento que le dedicaba el muchacho y una sonrisa desdentada afloró en sus labios apergaminados.
– Lo que queda de ella -contestó-. ¿Buscas acomodo, hijo?
– Busco información -repuso Seth, tratando de corresponder al mendigo con una sonrisa amable y cortés.
– Éste es un mundo de ignorantes; nadie busca información. Excepto tú. ¿Y qué quieres saber, muchacho?
– ¿Conoce usted este lugar? -preguntó Seth.
– Vivo en él -replicó el mendigo-. Un día fue mi cárcel, hoy es mi casa. La provi-dencia ha sido generosa conmigo.
– ¿Estuvo usted preso en Curzon Fort? -preguntó Seth, sin poder ocultar su asom-bro.
– Hubo un tiempo en que cometí grandes errores… y tuve que pagar por ellos -ofreció el mendigo como respuesta.
– ¿Hasta cuándo permaneció en esta prisión, señor? -preguntó Seth.
– Hasta el final.
– ¿Estaba aquí la noche del incendio? El mendigo se apartó los harapos que le cubrían el cuerpo y Seth contempló horrorizado la cicatriz púrpura de la extensa quema-dura que le cubría el pecho y el cuello.
– Entonces, tal vez usted pueda ayudarme -dijo Seth-. Dos amigos míos corren peligro. ¿Recuerda usted haber conocido a un interno llamado Jawahal?
El mendigo cerró los ojos y negó lentamente. -Ninguno de nosotros nos llamába-mos por nuestros verdaderos nombres aquí, hijo -explicó el mendigo-. El nombre, co-mo la libertad, era algo que todos dejábamos en la puerta al entrar y confiábamos en que, si lo manteníamos alejado del horror de este lugar, tal vez lo podríamos recuperar al salir, limpio y sin recuerdos. Nunca era así, por supuesto…
– El hombre al que me refiero fue condenado por asesinato -añadió Seth-. Era joven. Él fue quien provocó el incendio que destruyó la prisión y huyó.
El mendigo le observó entre sorprendido y divertido.
¡Que provocó el incendio! -exclamó con incredulidad-. El incendio empezó en las calderas. Una válvula de aceite explotó. Yo estaba fuera de mi celda, en mi turno de traba-jo. Eso me salvó.
– Ese hombre, preparó el incendio -Insistió Seth-, y ahora quiere matar a mis ami-gos.
El mendigo ladeó la cabeza, escéptico, pero asintió.
– Tal vez, hijo, ¿qué importa ya? -concedió el mendigo-. En cualquier caso, yo no me preocuparía por tus amigos. Ese hombre. Jawahal, poco podrá hacerles ya.
Seth frunció el ceño. -¿Por qué dice eso, señor? -inquirió Seth, confundido.
El mendigo rió.
– Hijo, la noche del incendio yo no tenía ni tu edad. Y era el más joven de la prisión -respondió el mendigo-. Ese hombre, fuera quien fuese, debe de tener ahora más de cien años.
Seth se llevó las manos a las sienes, absolutamente desconcertado.
– Un momento -dijo el muchacho-, ¿no ardió la prisión en 1916?
– ¿1916? -rió de nuevo el mendigo-. Hijo, ¿de dónde sales tú? Curzon Fort ardió la madrugada del 26 de abril de 1857. Hace exactamente 75 años.
Seth contempló boquiabierto al mendigo, que estudiaba su rostro con curiosidad y cierta consideración por la consternación que parecía haberse apoderado de él.
– ¿Cuál es tu nombre, hijo? -preguntó el mendigo.
– Seth, señor -respondió el muchacho, lívido.
– Siento no haberte sido de ayuda, Seth -dijo el mendigo.
– Lo ha hecho -repuso Seth-. ¿Puedo yo ayudarle en algo, señor?
Los ojos del mendigo brillaron al sol y una amarga sonrisa afloró a sus labios.
– ¿Puedes volver el tiempo atrás, Seth? -preguntó el mendigo mirando la palma de sus manos.
Seth negó lentamente. -Entonces no puedes ayudarme. Vete ahora con tus amigos, Seth. Pero nunca te olvides de mí.
– No lo haré, señor.
El mendigo sonrió por última vez y, alzando su mano en señal de despedida, se volvió y se internó en las ruinas de la prisión destruida. Seth le observó desaparecer entre las sombras y reemprendió su camino bajo el sol ardiente de la mañana. Un velo de nubes negras parecía acercarse serpenteando en el horizonte, como una mancha de sangre esparciéndose lentamente en un estanque.
Michael se detuvo al pie de la calle que conducía hasta la casa de Aryami Bosé y contempló atónito los restos humeantes de la que había sido la vivienda de la anciana. Las gentes de la calle observaban silenciosamente desde el patio a los miembros de la policía que rastreaban entre los escombros e interrogaban a los vecinos. Rápidamente, se aproxi-mó hasta el lugar y se abrió camino entre el círculo de curiosos y vecinos consternados por el incendio. Un oficial de la policía le detuvo.
– Lo siento, muchacho. No se puede pasar -le informó tajantemente.
Michael oteó sobre su hombro y comprobó cómo dos de sus colegas levantaban una viga caída que todavía desprendía brizas de brasa.
– ¿Y la mujer que vive en la casa? -preguntó Michael.
El policía le dirigió una mirada a medio camino entre la sospecha y el fastidio.
¿La conocías?
– Es la abuela de unos amigos -respondió Michael. ¿Dónde está?¿Ha muerto?
El oficial le observó sin aflojar la compostura durante unos segundos y finalmente negó.
– No hay rastro de ella -respondió-. Uno de los vecinos dice que vio a alguien co-rrer calle abajo poco después de que las llamas asomaran por el techo. Ahora, lárgate. Ya te he dicho más de lo que debería.
– Gracias, señor -dijo Michael, retirándose entre la masa humana que se apilaba en pos de eventuales descubrimientos macabros.
Una vez libre de la turba de curiosos y vecinos, Michael examinó las viviendas colindantes en busca de posibles indicios que sugiriesen a dónde podía haber huido la anciana que guardaba con ella el secreto que Seth y él apenas habían conseguido desentra-ñar. Los dos extremos de la calle se perdían en el amasijo de edificios, bazares y palacios de la ciudad negra. Aryami Bosé podía estar en cualquier lugar.
El joven consideró durante unos instantes varias posibilidades y finalmente se decidió por emprender rumbo hacia el Oeste, en dirección a las orillas del río Hooghly. Allí miles de peregrinos se sumergían en las aguas sagradas del delta del Ganges buscando la purificación del cielo y obteniendo la mayoría de las veces a cambio fiebres y enfermedades.
Sin volverse a contemplar las ruinas de la casa derribada por las llamas, Michael emprendió el camino a pleno sol, sorteando el gentío que poblaba las calles y las sumergía en una algarabía de mercaderes, riñas y rezos no escuchados. La voz de Calcuta. A su espalda, a una veintena de metros, una figura envuelta en un manto oscuro asomó entre los recodos de un callejón y empezó a seguirle entre la multitud.
Ian abrió los ojos a la luz del mediodía con la clara certeza de que su insomnio perenne no parecía estar dispuesto a concederle más que unas horas de tregua en honor a la fatiga que sentía tras los acontecimientos de las últimas horas. A juzgar por la consistencia de la luz que bañaba la habitación en la torre oeste de la casa del ingeniero Chandra, calculó que debían de estar cruzando el meridiano de media tarde. El apetito contumaz que le había asaltado al amanecer volvió a hacer rechinar sus dientes con toda su saña. Como solía bromear Ben, parodiando las palabras del maestro Tagore, cuyo castillo se encontraba a pocos metros de allí, cuando el estómago habla, el hombre sabio escucha.
Ian salió de la habitación con sigilo y comprobó que Sheere y Ben seguían disfrutando de un envidiable descanso en brazos de Morfeo. Y sospechó que, al despertar, incluso Sheere estaría dispuesta a dar cuenta del primer objeto comestible que se pusiera a tiro. Por lo que respectaba a Ben, no le cabía duda. En estos momentos su mejor amigo debía de estar soñando con una bandeja repleta de delicias culinarias y un suntuoso postre de dulces de Chhana, una mezcla de jugo de lima y leche hirviendo que enloquecía a los golosos bengalíes.
Consciente de que el sueño ya había sido más caritativo con él de lo que cabía espe-rar, decidió aventurarse al exterior en busca de provisiones con que aplacar su apetito y el de sus compañeros. Con algo de fortuna, pensó, estaría de vuelta antes de que ambos hu-biesen tenido tiempo de bostezar.
Atravesó la sala de la gran maqueta y se dirigió hasta la escalera en espiral, compro-bando satisfecho que a la luz del día el aspecto de la casa resultaba considerablemente menos inquietante. La primera planta permanecía imperturbable e Ian constató el hecho de que la casa aislaba el interior de la temperatura externa con prodigiosa efectividad. No le costaba imaginar el sofocante calor que debía de imponer su ley tras aquellos muros y, sin embargo, la casa del ingeniero se diría situada en el país de la eterna primavera. Cruzó varias galaxias a paso ligero sobre el mosaico a sus pies y abrió la puerta al exterior, con-fiando en no olvidar la combinación de la excéntrica cerradura que sellaba el santuario privado de Chandra Chatterohec.
El sol caía inmisericorde sobre el espeso jardín y la laguna que la noche anterior le había parecido una lámina de ébano pulido desprendía ahora intensos destellos sobre la fachada de la casa. Ian se dirigió a la boca de salida del túnel secreto bajo el puente de madera y por un momento se dejó llevar por la ilusión de que, a la luz de un día resplan-deciente y abrasador de verano como aquél, las amenazas que durante la noche les habían atormentado parecían desvanecerse con la misma facilidad que una figura de hielo en el desierto.
Disfrutando de aquel paréntesis de tranquilidad, se introdujo en el pasillo y, antes de que el hedor acre de su interior invadiese sus pulmones, salió de nuevo por la brecha que conducía a la calle. Una vez allí, lanzó mentalmente una moneda al aire, y decidió emprender su búsqueda alimentaria hacia el Oeste.
Mientras se alejaba canturreando por la calle desierta, poco podía imaginar que los cuatro círculos concéntricos de la cerradura de la casa habían empezado a girar de nuevo con infinita lentitud y que esta vez la palabra de cuatro letras que compondrían al fijarse en la vertical no era el nombre de Dido, sino el de otra diosa mucho más próxima: Kali.
Ben creyó escuchar un estruendo en sueños y despertó a la oscuridad absoluta de la habitación en que había estado descansando. Su primera impresión, en el aturdimiento de los segundos que siguen al brusco despertar de un largo y profundo sueño, fue de perplejidad al comprobar que ya había anochecido y que debían de haber dormido durante más de doce horas. Un instante después, al escuchar de nuevo el impacto seco que creía haber oído en su sueño, comprendió que no era la noche lo que impedía que la luz del día penetrase en la habitación. Algo estaba sucediendo en la casa. Los postigos se estaban cerrando con fuerza, como las compuertas de una esclusa, herméticamente. Ben saltó de la cama y corrió hacia la puerta en busca de sus amigos.
– ¡Ben! -escuchó gritar a Sheere. Corrió hasta la puerta de su habitación y la abrió. Su hermana, inmóvil, estaba al otro lado de la puerta, temblando. La abrazó y la sacó de la estancia mientras contemplaba aterrado cómo, uno a uno, los ventanales de la casa se ce-rraban al igual que párpados de piedra.
– Ben -gimió Sheere-. Algo ha entrado en la habitación mientras dormía y me ha tocado.
Ben sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y condujo a Sheere hasta el centro de la sala de la maqueta de la ciudad. En un segundo, se hizo la oscuridad absoluta en torno a ellos. Ben rodeó a Sheere con sus brazos y le susurró que guardase silencio mientras trataba de escrutar en la oscuridad algún signo de movimiento. Sus ojos no consiguieron discernir forma alguna entre las sombras, pero ambos pudieron oír aquel rumor que parecía invadir los muros de la casa y hacía pensar en cientos de pequeños animales correteando bajo el suelo y entre las paredes.
– ¿Qué es eso, Ben? -susurró Sheere. Ben trataba de encontrar una respuesta cuan-do un nuevo acontecimiento le robó las palabras. Las luces de la maqueta de la ciudad se estaban encendiendo lentamente y los dos muchachos asistieron al nacimiento de una Calcuta nocturna frente a ellos. Ben tragó saliva y sintió que Sheere se aferraba con fuerza a él. En el centro de la maqueta, el pequeño tren prendió sus faroles y sus ruedas empeza-ron a girar lentamente.
– Salgamos de aquí -murmuró Ben conduciendo a tientas a su hermana en direc-ción a la escalera que descendía al piso inferior-. Ahora.
Antes de que pudieran recorrer unos pasos en dirección a la escalinata, Ben y Sheere vieron que un círculo de fuego abría un orificio en la puerta de la habitación que había ocupado la muchacha y, en menos de un segundo, la consumía como una brasa que atravesase una hoja de papel. Ben sintió que sus pies se clavaban al suelo y observó unas pisadas de llamas que se acercaban a grandes zancadas desde el umbral de la puerta.
– ¡Corre abajo! -gritó Ben empujando a su hermana hacia el pie de las escaleras. -¡Hazlo!
Sheere se precipitó escaleras abajo presa de pánico y Ben permaneció inmóvil en la trayectoria de aquellas huellas llameantes que se abrían camino hacia él a toda velocidad. Una bocanada de aire caliente e impregnado de un hedor a queroseno quemado le escu-pió en el rostro al tiempo que una pisada de llamas caía a dos palmos de sus pies. Dos pu-pilas rojas como hierro candente se encendieron en la oscuridad y Ben sintió que una garra de fuego se cerraba sobre su brazo derecho. Al instante notó que aquella tenaza pul-verizaba la tela de su camisa hasta quemar su piel.
– Todavía no ha llegado la hora de nuestro encuentro -murmuró una voz metálica y cavernosa frente a él-, apártate.
Antes de que pudiera reaccionar, la férrea mano que le asía le impulsó con fuerza a un lado y le derribó en el suelo. Ben cayó sobre un costado y se palpó el brazo herido. Entonces logró ver a un espectro incandescente que descendía por la escalera de caracol destruyéndola a su paso.
Los alaridos de terror de Sheere en el piso inferior le proporcionaron las fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Corrió hacia aquella escalera que apenas era ya un esqueleto de barras de metal vestidas de llamas y comprobó que los escalones habían desaparecido. Se lanzó por el hueco de la escalerilla. Su cuerpo impactó contra el mosaico de la primera planta y una sacudida de dolor le recorrió el brazo lacerado por el fuego.
¡Ben! -gritó Sheere-. ¡Por favor! Ben alzó la mirada y contempló cómo Sheere era arrastrada sobre el suelo de estrellas encendidas envuelta en un manto de llamas traslúci-do, como la crisálida de una mariposa infernal. Se incorporó y corrió tras ella, siguiendo el rastro que su raptor dejaba en dirección a la parte trasera de la casa y tratando de esquivar el impacto furioso de los cientos de libros de la biblioteca circular que salían despedidos ardiendo desde los estantes y se descomponían en una lluvia de páginas en combustión. Uno de los impactos le derribó de nuevo, cayó de bruces y se golpeó en la cabeza.
Su visión se nubló lentamente mientras observaba al visitante ígneo que se detenía y se volvía a contemplarle. Sheere aullaba de pánico, pero susgritos ya no eran audibles. Ben luchó por arrastrarse unos centímetros por el suelo cubierto de brasas y trató de no ceder a aquel impulso de dejarse vencer por el sueño y abandonar la resistencia. Una sonrisa cruel y canina se dibujó frente a él, y entre la masa borrosa que convertía su campo de visión en un cuadro de acuarelas frescas, reconoció al hombre que había visto en la locomotora de aquel tren fantasmal cruzando la noche. Jawahal.
– Cuando estés listo, ven a por mí -le susurró el espíritu de fuego-. Ya sabes dónde estoy…
Un instante después, Jawahal asió de nuevo a Sheere y atravesó con ella la pared trasera de la casa como si fuese una cortina de humo. Antes de perder el sentido, Ben escuchó el eco del tren alejándose en la distancia.
– Está volviendo en sí -murmuró una voz a cientos de kilómetros de allí.
Ben trató de dilucidar las manchas borrosas que se agitaban frente a su rostro y pronto reconoció algunos rasgos familiares. Unas manos le acomodaron suavemente y colocaron un objeto blando y confortable bajo su cabeza. Ben parpadeó repetidamente. Los ojos de Ian, enrojecidos y desesperados, le observaban ansiosos. Junto a él estaban Seth y Roshan.
– ¡Ben! ¿puedes oírnos? -preguntó Seth, cuyo rostro parecía sugerir que no había dormido en una semana.
Ben recordó súbitamente y quiso incorporarse bruscamente. Las manos de los tres muchachos le devolvieron a su posición de reposo.
– ¿Dónde está Sheere? -consiguió articular. Ian, Seth y Roshan intercambiaron una mirada sombría.
– No está aquí, Ben -contestó Ian, finalmente. Ben sintió que el cielo se desprendía a trozos sobre él y cerró los ojos.
– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó finalmente, más sereno.
– Me desperté antes que vosotros -explicó lan- y decidí salir a buscar algo para comer. Por el camino me encontré a Seth, que venía hacia la casa.
De vuelta vimos que todas las ventanas estaban cerradas y que salía humo del interior. Vinimos corriendo y te encontramos sin sentido. Sheere ya no estaba.
– Jawahal se la ha llevado. Ian y Seth se miraron de refilón.
– ¿Qué pasa? ¿Qué has averiguado? Seth se llevó las manos a su espesa mata de pelo y lo apartó de su frente. Sus ojos le delataban.
– No estoy seguro de que ese Jawahal exista, Ben -afirmó el robusto muchacho-. Creo que Aryami nos mintió.
¿De qué estás hablando? -preguntó Ben-. ¿Por qué iba a mentirnos?
Seth resumió sus averiguaciones en el museo con Mr. De Rozio y explicó que no existía mención alguna a Jawahal en toda la documentación del juicio excepto en una misiva particular firmada por el coronel Hewelyn, encubridor del asunto por oscuras razones, dirigida al ingeniero. Ben escuchó las revelaciones con incredulidad.
– Eso no prueba nada -objetó-. Jawahal fue condenado y encarcelado. Se fugó ha-ce dieciséis años y entonces empezaron sus crímenes.
Seth suspiró, negando de nuevo.
– Estuve en la prisión de Curzon Fort, Ben -dijo con tristeza-. No hubo ninguna fuga ni ningún incendio hace dieciséis años. La penitenciaría ardió en 1857. Jawahal nunca pudo haber estado allí ni fugarse de una prisión que ya no existía desde décadas antes de que se celebrase su juicio. Un juicio donde ni se le menciona. Nada encaja.
Ben le miró boquiabierto. -Nos mintió, Ben -dijo Seth-. Tu abuela nos mintió.
– ¿Dónde está ella ahora? -Michael está buscándola -aclaró Ian-. Cuando la encuentre, la traerá aquí.
– ¿Y dónde están los demás? -Inquirió de nuevo Ben.
Roshan miró con indecisión a Ian. Éste asintió gravemente.
– Díselo- dijo.
Michael se detuvo a contemplar la bruma crepuscular que cubría la orilla oeste del Hooghly.
Decenas de siluetas envueltas parcialmente en sus mantos blancos y raídos se sumergían en las aguas del río y la suma de sus voces se perdía en el murmullo de la corriente. El sonido de las palomas que batían sus alas al viento elevándose en la jungla de palacios y cúpulas descoloridas y alineadas frente a la lámina de luz del Hooghly recor-daba una Venecia de las tinieblas.
– ¿Eres tú quien me busca? -dijo la anciana, que yacía sentada a unos metros de él, su rostro oculto en un velo.
Michael la miró y la anciana alzó su velo. Los ojos tristes y profundos de Aryami Bosé palidecieron al crepúsculo.
– No tenemos mucho tiempo, señora -dijo Michael-. Ya no.
Aryami asintió y se incorporó lentamente. Michael le ofreció su brazo y ambos par-tieron rumbo a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee al amparo del ocaso.
Los cinco muchachos se reunieron en silencio en torno a Aryami Bosé. Esperaron pacientemente a que la anciana se acomodase y encontrara el instante oportuno en que saldar la deuda que había contraído con ellos al ocultarles la verdad. Ninguno osó pro-nunciar palabra antes que ella. La angustiosa urgencia que les consumía interiormente se transformó momentáneamente en una tensa calma, una sombra de incertidumbre ante la sospecha de que el secreto que la dama había guardado con tanto celo supusiera un desa-fío insalvable.
Aryami observó los rostros de los muchachos con profunda tristeza y esbozó un amago de sonrisa que apenas afloró a sus labios. Finalmente, bajando la mirada, suspiró débilmente y, examinando las palmas de sus manos pequeñas y nerviosas, empezó a hablar. Esta vez, sin embargo, su voz les pareció desposeída de la autoridad y la determi-nación que habían aprendido a esperar de ella. Al final del camino, el miedo había borra-do la fortaleza de ánimo que emanaba de su persona y los muchachos comprobaron que quien les hablaba no era más que una anciana débil y mortalmente asustada, una niña que había vivido demasiado.
«Antes de empezar, permitidme decir que, si alguna vez en mi vida he mentido, y me he visto obligada a hacerlo en numerosas ocasiones, siempre fue para proteger a al-guien. Si esta vez os mentí a vosotros, fue con la certeza de que de este modo os protegería a ti, Ben, y a tu hermana Sheere de algo que quizá pudiera dañaros más que las estratage-mas de un criminal enloquecido. Nadie sabe el dolor que me ha causado tener que llevar esta carga en solitario desde el día de vuestro nacimiento. Todo cuanto os diga ahora será la verdad hasta donde yo la conozco. Escuchadme bien y dad por cierto cuanto salga de mis labios, aunque nada hay tan terrible y difícil de creer como la pura y desnuda realidad de los hechos…
Parece que hayan transcurrido años desde el día en que os narré la historia de mi hija Kylian. Os hablé de ella, de su maravillosa luminosidad y de cómo, de entre todos cuantos la pretendían, el elegido para ser su esposo fue un hombre horrible de origen sencillo y de gran talento, un joven ingeniero en quien todo eran promesas, pero que llevaba desde la infancia una pesada carga sobre sus espaldas, un secreto que habría de llevarle a la muerte a él y a otros muchos. Y aunque os parezca paradójico, permitidme que por una vez em-piece este relato por el final y no por el principio, en respuesta a los hallazgos que sagaz-mente habéis desentrañado.
Chandra Chatterghee fue siempre un soñador, un hombre poseído por una visión de un futuro mejor y más justo para su gente, a la que veía morir en la miseria en las calles de esta ciudad. Mientras, tras los muros de sus opulentas casas, aquéllos a quienes él consi-deraba como invasores y explotadores del legado natural de nuestro pueblo se enrique-cían y vivían una vida de lujo y frivolidad a costa de la miseria de millones de almas con-denadas a la pobreza en el gran orfanato sin techo que es este país.
Su sueño era poder dotar de un instrumento de progreso y de riqueza a la nación que él siempre creyó que llegaría a romper el yugo opresor de la corona. Un instrumento para abrir nuevas rutas entre las ciudades, nuevos enclaves, y nuevos caminos hacia el futuro de las familias de la India. Él siempre soñó con un invento de hierro y fuego: el ferrocarril. Para Chandra, los raíles del ferrocarril eran las arterias que tenían que llevar la nueva sangre del progreso por toda esta tierra y para ellas proyectó un corazón del cual brotaría toda esa energía: su obra cumbre, la estación de Jheeter's Gate.
Pero la línea que separa los sueños de las pesadillas es tan fina como un alfiler y, muy pronto, las sombras del pasado volvieron a cobrarse su precio. Un alto mandatario del ejército británico, el coronel Arthur Hewelyn, había realizado una meteórica carrera, edificada sobre sus hazañas y matanzas de inocentes, ancianos y niños, hombres desarma-dos y mujeres aterrorizadas en pueblos y aldeas de toda la península de Bengala. Allí don-de llegaba el mensaje de paz y unión de la nueva India, llegaban sus fusiles y sus bayone-tas. Un hombre de gran talento y futuro, como proclamaban sus superiores con orgullo. Un asesino con la bandera de la corona y el poder de su ejército en las manos. Uno entre tantos.
Hewelyn no tardó en reparar en el talento de Chandra y sin excesivos problemas trazó un círculo negro en torno a él, bloqueando todos sus proyectos. En unas semanas, no había una sola puerta en Calcuta o en toda la provincia que se le abriera. Excepto, claro está, la de Hewelyn. Éste le propuso realizar obras para el ejército, puentes, líneas férreas… Todos estos ofrecimientos fueron rechazados por tu padre, que prefirió mante-nerse con el mísero sueldo que los editores de Bombay se complacían en enviarle como li-mosna a cambio de sus manuscritos. Con el tiempo, el círculo de Hewelyn se relajó y Chandra empezó a trabajar de nuevo en su obra cumbre.
Al pasar los años, Hewelyn retomó su cólera. Su carrera estaba en peligro y necesitaba urgentemente un golpe de efecto, un baño de sangre fresca con que renovar el interés de la jerarquía de Londres en sus hazañas y restaurar su reputación como la pantera de Bengala. Su solución era clara. Presionar a Chandra, pero esta vez, con otras ar-mas.
Durante años le había estado investigando y sus esbirros terminaron por olfatear el rastro de los crímenes asociados con Jawahal. Hewelyn permitió que el caso casi aflorase a la luz pública y, cuando tu padre estaba más comprometido que nunca en su proyecto de Jheeter's Gate, intervino, ocultándolo y amenazándole con revelar la verdad si no creaba para él un arma nueva, un instrumento de represión mortífero y capaz de acabar con todos los disturbios que pacifistas e independentistas sembraban en el camino de Hewelyn. Él tuvo que claudicar y ése fue el nacimiento del Pájaro de Fuego, una máquina que podría convertir una ciudad o una aldea en un océano de llamas en cuestión de segundos.
Chandra desarrolló paralelamente los proyectos del ferrocarril y del Pájaro de Fuego, con la constante presión de Hewelyn, a quien la codicia y la desconfianza que empezaba a inspirar en sus superiores amenazaban con ponerle en evidencia. El que otrora todos habían considerado un hombre sereno, ecuánime y cumplidor de su deber se revelaba ahora como un maníatico enfermizo, cuya necesidad de éxito y reconocimiento cegaba día a día sus posibilidades de sobrevivir.
Chandra comprendió que la caída de Hewelyn por su propio peso era sólo cuestión de tiempo y jugó con él. Le hizo creer que le entregaría el proyecto antes de lo previsto. Pero aquella actitud sólo exacerbó la crispación de Hewelyn y pulverizó la poca cordura que todavía albergaba en su interior.
En 1915, un año antes de la inauguración de Jheeter"s Gate y la línea que partía de ella, Hewelyn ordenó una matanza de gentes desarmadas sin justificación posible y fue expulsado del ejército británico tras un escándalo que llegó hasta los oídos de la Cámara de los Comunes. Su estrella ya no brillaría nunca más.
Aquél fue el principio de su locura. Reunió a un grupo de oficiales que le eran fieles y que habían sido despojados de su graduación como él y conminados a abandonar las armas. Con semejante banda de matarifes organizó un siniestro grupo paramilitar que operaba clandestinamente. Todos lucían sus viejos uniformes y sus condecoraciones de un modo grotesco y se reunían en la antigua residencia de Hewelyn, manteniendo la ficción de que componían una unidad secreta de élite que no tardaría en expulsar de sus cargos a quienes habían firmado sus actas de expulsión. Huelga decir que Hewelyn nunca admitió que fuese degradado y expedientado. Según él y sus colaboradores, habían dimitido para fundar un nuevo orden militar. Pronto tu padre recibió amenazas de muerte para él y su esposa embarazada si no les entregaba el Pájaro de Fuego. Al tratarse ya de un asunto clandestino, Chandra tenía que manejarlo con sumo cuidado. Si solicitaba la ayuda del ejército, su pasado acabaría por salir al descubierto. No le quedaba más remedio que pactar con Hewelyn y sus hombres.
En aquel clima de tensión, dos días antes de la fecha prevista para la inauguración de la estación, y no después, como yo os había dicho, Kylian dio a luz a dos hijos gemelos. Un niño y una niña. Tu hermana Sheere y tú, Ben.
Para la noche de la inauguración de Jheete’rs Gate se había proyectado realizar un viaje simbólico. El primer tren en cruzar la línea Calcuta-Bombay transportaría a 360 niños sin familia, uno por cada día del año, rumbo a los orfelinatos de aquella ciudad. Chandra propuso a Hewelyn y sus hombres lo siguiente: cargaría el Pájaro de Fuego a bordo del tren y, aprovechando una parada técnica que él decretaría cincuenta kilómetros después de la partida, a la altura de Bishnupur, los militares podrían descargarlo y hacerse con él. Hewelyn aceptó. Chandra planeaba inutilizar la maquinaria y deshacerse de Hewelyn y sus hombres antes de que el tren hiciese sonar su silbato. Pero Hewelyn, secretamente, desconfiaba del trato y ordenó a sus hombres que se adelantasen.
Tu padre había emplazado a los militares en la estación, un verdadero laberinto que sólo él conocía, y bajo el pretexto de mostrarles el Pájaro de Fuego, los introdujo en los túneles. Hewelyn, que ya había sospechado algo parecido, había tomado sus propias pre-cauciones y, antes de acudir a su cita con el ingeniero, secuestró a vuestra madre y, con ella, a vosotros. Cuando Chandra se disponía a aniquilar a sus chantajistas, Hewelyn le reveló que vosotros y vuestra madre estabais en su poder y amenazó con mataros a menos que le entregase el Pájaro de Fuego. Chandra no tuvo más remedio que rendirse. Pero aquello no bastó a Hewelyn. Hizo encadenar a Chandra a la locomotora del tren a la espera de despedazarle al iniciar su viaje y, allí mismo, frente a los ojos de tu padre, hundió un cuchillo en la garganta de Kylian a sangre fría. Luego la dejó desangrarse lentamente colgándola de una soga en la bóveda central de la estación. Mientras lo hacía, le prometió que os abandonaría en los túneles para que fueseis devorados por las ratas.
Tras abandonar a Chandra encadenado a la locomotora, ordenó a sus hombres que pusieran en marcha el tren y se llevaran de allí el Pájaro de Fuego. Mientras, él iba a ocultaros en un túnel donde nadie podría encontraros jamás. Sin embargo, algo no resultó como él había planeado. Sobrestimando su astucia, el necio de Hewelyn supuso que Chandra Chatterghee iba a poner en manos de un asesino como él una maquinaria del poder destructor del Pájaro de Fuego sin más. Chandra había llevado sus precauciones hasta el extremo y había dotado al Pájaro de Fuego de un mecanismo secreto de relojería que sólo él conocía. Un mecanismo que liberaría sobre sí mismo todo el poder destructor del artilugio a los pocos segundos de que cualquier mano ajena a la suya tratase de em-plearlo.
Cuando Hewelyn y su cohorte de esbirros subieron a bordo, el líder de la banda decidió que, como despedida y avance de la venganza a la que pensaba someter a la ciu-dad una vez controlase el poder de aquella mortal invención, destruiría aquella estación y permitiría que el fuego arrasara la obra de Chandra y las vidas de cuantos se habían congregado a presenciar la inauguración del prodigio. Así, cuando Hewelyn encendió el Pájaro de Fuego, firmó la sentencia de muerte de todos cuantos se encontraban a bordo de aquel tren. Incluida la suya. Cinco minutos más tarde, el infierno se desató en la estación y se llevó con él los cuerpos y almas de inocentes y culpables sin distinción.
Os preguntaréis dónde están las respuestas y por qué os mentí sobre la prisión donde fue encarcelado Jawahal o por qué su nombre nunca fue mencionado. Antes de continuar, y esto es lo más importante que voy a deciros, quiero que comprendáis que, oigáis lo que oigáis, Chandra fue un gran hombre. Un hombre que amó a su esposa y que hubiera amado a sus hijos sí hubiese tenido la oportunidad que nunca se le dio. Dicho esto, conoced la verdad…
Cuando tu padre era joven y cayó enfermo por las fiebres, no fue a parar a una cabaña en el río, donde un muchacho le cuidó hasta que sanó tal como os dije la primera vez. Tu padre se crió en una institución que aún existe al Sur de Calcuta y que lleva por nombre Grant House. Vosotros sois muy jóvenes para haber oído ese nombre, pero hubo un tiempo en que fue tristemente célebre. Grant House fue el lugar al que vuestro padre llegó después de presenciar algo terrible cuando apenas tenía seis años. Su madre, una mujer enferma, que vivía de vender su cuerpo por míseras limosnas, se prendió fuego a sí misma ante sus ojos ofreciéndose en sacrificio a la diosa Kali. Grant House, el hogar don-de creció Chandra, era una casa de salud, lo que vosotros llamaríais un manicomio…
Durante años, vivió confinado en las galerías de aquel lugar, sin más padres ni amigos que gentes que vivían en el delirio y el sufrimiento. Gentes que decían ser demonios, dioses o ángeles para olvidar su nombre al día siguiente. Cuando, como vosotros, tuvo edad para salir de allí, Chandra no había tenido otra infancia que el horror y la miseria más profunda que los ojos de un hombre pudieron contemplar jamás en la ciudad de Calcuta.
No será necesario que os diga que nunca hubo un amigo siniestro que cometiera aquellos crímenes y que nunca hubo más sombra en la vida de tu padre que la de aquel parásito que se había infiltrado en su mente. Fueron sus propias manos las que cometie-ron aquellos crímenes, cuyo remordimiento le perseguía y cuya vergüenza caía sobre él como una maldición.
Sólo la bondad y la luminosidad de Kylian le curaron y le devolvieron la capacidad de recuperar su propio destino. Junto a ella escribió los libros que conocéis, planeó las obras que le hicieron inmortal y alejó aquel fantasma de su doble vida. Pero la codicia de los hombres no quiso concederle una oportunidad y la que hubiera podido ser una vida feliz y próspera se precipitó de nuevo a las tinieblas. Pero esta vez, para siempre.
La noche en que Lahawaj Chandra Chatterghee contempló cómo su esposa era asesinada ante sus propios ojos, los años de horror de su infancia se volvieron tras él como perros rastreros y le catapultaron de nuevo a su propio infierno. Había construido toda una vida sobre aquel pedestal que veía ahora desmoronarse. Y mientras las llamas le devoraban, murió en el convencimiento de que el único culpable de aquella tragedia era él y que merecía ser castigado.
Por ese motivo, cuando Hewelyn encendió el Pájaro de Fuego y las llamas inundaron los túneles y la estación, una sombra oscura en el alma de Chandra juró volver de la muerte. Volver como un ángel de fuego. Un ángel destructor y portador de venganza. Un ángel que encarnaría el reverso oscuro de su propia personalidad. No os persigue un asesino. Ni un hombre. Es un espectro. Un espíritu.
O, si lo preferís, un demonio.
Tu padre siempre fue amigo de los rompecabezas, hasta el fin. Me hablasteis de un dibujo que Vuestro amigo Michael hizo de todos vosotros, el retrato en el que aparecéis reflejados en el estanque. Allí la imagen de vuestros rostros sobre el agua esta invertida. Parece que la profecía guió el lápiz de Michael. Si escribieseis el nombre que su madre le dio al nacer, Lahawaj, sobre él, el reflejo en el estanque os devolvería otra palabra: Jawahal.
El espíritu atormentado de Jawahal vive desde aquel día unido a la máquina infernal que él mismo creó y que, en la hora de la muerte, le dio vida eterna como un espectro de la oscuridad. Él y el Pájaro de Fuego son uno solo. Ésa es su maldición: una unión de espíritu de rabia y máquina de destrucción. Un alma de fuego atrapada en el interior de las calderas de ese tren en llamas. Y ahora esa alma busca un nuevo hogar.
Por eso os busca, porque en el momento en que alcanzáis la edad adulta, el espíritu de Jawahal necesita a uno de sus hijos para seguir viviendo. Para habitar en su cuerpo y extender así su poder hasta el mundo de los vivos. Sólo uno de vosotros puede sobrevivir. El otro, aquél en cuya alma no tenga cabida el espíritu de Jawahal, debe morir para que él pueda seguir viviendo. Hace dieciséis años juró que os buscaría y os haría suyos. Y él siempre cumplió sus promesas. En vida y después de ella. Sed conscientes de que, mien-tras os desvelo estos hechos, Jawahal ya ha elegido a uno de los dos para que albergue su alma maldita. Sólo él sabe a quién.
La providencia quiso concederos una oportunidad cuando hace dieciséis años el teniente Peake se introdujo en el laberinto de túneles de Jhecter's Gate y descubrió el cuerpo sin vida de Kylian suspendido en el vacío sobre su propia sangre derramada. Vuestro llanto llegó a sus oídos y el teniente, tragándose su dolor, os buscó y os arrebató de las manos del espíritu de vuestro padre. Pero no pudo llegar muy lejos. Sus pasos le llevaron hasta mi puerta, donde os entregó y huyó de nuevo.
Cuando algún día debas explicarle esta historia a tu hermana Sheere, no olvides nunca, nunca jamás, que el espíritu de venganza que volvió de las llamas de Jheeter's Gate aquella noche y acabó con el teniente Peake cuando trataba de salvaros a vosotros dos no era tu padre. Tu padre murió en el incendio, entre las almas inocentes de los niños. Quien volvió del infierno para destruirse a sí mismo, al fruto de su matrimonio y su obra no fue más que un espectro. Un espíritu consumido por el diablo del rencor, el odio y el horror que los hombres sembraron en su corazón. Ésa es la verdad y nada ni nadie podrá cambiarla.
Si existe un Dios, o cientos de ellos, que me perdonen por el daño que os he podido infligir al narrar los hechos tal y como sucedieron…»
¿Qué puedo decir? ¿Qué palabras podría encontrar para expresar la tristeza que leí aquel anochecer de Mayo en los ojos de Ben, mi mejor amigo?. La búsqueda en el pasado nos había desvelado una cruel lección y nos había revelado la vida como un libro en el que era preferible no volver las páginas atrás; un camino en el que no importaba la dirección que tomásemos, nunca podríamos elegir nuestro propio destino. Y deseé haber tomado ya aquel barco que había de llevarme lejos de allí y que partiría al día siguiente. La cobardía se fundía en mí con el dolor que sentía por mi amigo y con el amargo sabor de la verdad.
Todos escuchamos en silencio el relato de Aryami Y ninguno de nosotros osó formular una sola pregunta, aunque cientos de ellas bullián en nuestras mentes. Sabíamos que por fin todas las líneas de nuestro destino confluían en un lugar, una cita que nos esperaba ineludiblemente al caer la noche en las tinieblas de Jheeter's Gate.
Cuando salimos al cielo abierto, las últimas luces del día se extinguían en una cinta escarlata tendida sobre el azul profundo de las nubes de Bengala. Una tenue llovizna impregnó nuestros rostros mientras enfilábamos aquella vía muerta que partía del patio trasero de la casa de Lahawaj Chandra Chatterghee hacia la gran estación al otro lado del río Hooghly, atravesando el Oeste de la ciudad negra.
Recuerdo que, poco antes de cruzar el puente de metal sobre el Hooghly, que conducía directamente a las fauces de Jheete’rs Gate, Ben nos hizo prometer con lágrimas en los ojos que nunca, bajo ninguna razón, revelaríamos lo que habíamos escuchado aquella noche. Juró que si él tenía noticia de que Sheere había llegado a averiguar la ver-dad sobre su padre, sobre aquel espejismo que había alimentado su vida desde la niñez, por boca de uno de nosotros, le mataría con sus propias manos. Todos nos comprometi-mos a guardar el secreto.
Sólo quedaba ya una pieza para completar nuestra historia: la guerra…