SEGUNDA PARTE

13

Clara Mittler ya tenía bastantes años cuando lo conoció. Era 1956.

El primer encuentro se realizó en el auspicioso clima de la oficina del padre, pues Stern había alquilado un cuarto en la suite de Henry Mittler. En aquella época Stern reverenciaba a Henry; más tarde, veía a su suegro como un hombre demasiado injusto para merecer admiración. Pero en 1956, con su dominante y volcánica personalidad o, para ser más exactos, su influencia y riqueza, Henry Mittler se erguía ante Stern, recién salido de la Escuela de Derecho de Easton, como una figura gigantesca, un majestuoso emblema de los posibles logros en la vida de un abogado. Era un individuo corpulento con un vientre formidable y pelo blanco estirado hacia atrás. Era astuto, sabio, implacable. En muchos sentidos Henry era un refinado caballero: coleccionaba sellos y durante muchos años Stern observó asombrado cómo Henry, con su monóculo de joyero y sus pinzas, los estudiaba, guardaba y archivaba. En ocasiones su temperamento lo llevaba a actuar con vulgaridad, pero de un modo u otro siempre proyectaba el aura imponente de un director de orquesta.

Ese notable conjunto de cualidades -y, como Stern sabría después, un afortunado matrimonio con una mujer de buena posición- lo había convertido en un asesor empresarial cuya lucidez y discreción gozaban de gran consideración en la pequeña pero acaudalada comunidad judeoalemana de la ciudad. Entre sus clientes figuraban dos de los mayores bancos independientes del centro, así como las familias Hartzog y Bergstein, que en aquellos tiempos estaban conquistando los primeros terrenos de sus futuros imperios de líneas aéreas y hostelería. Henry había madurado en una época en que sus clientes abogaban por condiciones laborales insalubres, ataques a los sindicatos y despiadadas liquidaciones de hipotecas, el prístino imperio de la riqueza, aceptado como parte del Orden de las Cosas. Ahora se vivía en otro mundo; el Capital ya no equivalía a Poder de la misma manera brutal en Estados Unidos. Pero Henry, como todos los demás, era la imagen de su tiempo, cuando se esperaba que un abogado de su eminencia se comportara como un caballero con sus clientes aunque fuera un hijo de puta con todos los demás.

Siete jóvenes abogados trabajaban para Henry en suites del viejo edificio Le Sueur, con sus adornos de bronce art déco. Al salir de la Escuela de Derecho, Stern había respondido a un anuncio de una revista especializada y había alquilado un cuarto. Era un arreglo prometedor. Henry no asistía personalmente a los tribunales. A veces delegaba en Stern algunos asuntos de poca monta. Recaudaciones, enlaces, contactos. Pequeños divorcios, tal vez. Casos de lesiones personales menores o multas de tráfico. No importaba mucho. Si el trabajo era constante, Stern podía pagar su alquiler de treinta y cinco dólares mensuales.

Por esta suma, Stern tenía derecho a consultar la biblioteca legal de Mittler -lo cual parecía una concesión increíble, aunque muchos de los lujosos tratados comerciales contribuían en poco a la práctica penal que Stern deseaba desarrollar- y la secretaria de Mittler recibía sus mensajes telefónicos. En esos primeros meses no podía costearse un teléfono propio. Las llamadas de Stern se recibían en el número de Mittler y se contestaban, a diez centavos cada una, desde una cabina telefónica de madera del vestíbulo, treinta y dos pisos más abajo.

Este acuerdo, cómodo para Stern, pronto resultó inaceptable para Henry. No tenía quejas con el modo en que Stern resolvía los casos que le delegaba. Pero no le gustaba la clientela que Stern se traía de los tribunales, adonde el joven acudía con la esperanza de obtener más casos. Después de dos o tres intentos frustrados, logró llamar la atención de un sargento de policía llamado Blonder, y por una comisión de cinco dólares por cliente éste celebraba líricamente los triunfos de Stern y entregaba su tarjeta a los detenidos que llegaban en el furgón de la policía. Estos clientes -gitanos, ladronzuelos, borrachos que se habían liado en peleas de taberna- llegaban a las oficinas con revestimiento de roble de Henry Mittler para esperar al señor Stern, junto al cliente de Henry, Buckner Levy, con quevedos y sombrero de fieltro, el presidente del Commercial Bank de la calle Cleveland. No se producían incidentes, pero Henry se enfurecía al ver a esos patanes en camiseta, que fumaban cigarrillos, y a veces confundían los ceniceros con escupideras. Cuando Stern conoció a Clara, sus clientes sólo podían esperarlo en un banco del pasillo, mientras Henry pensaba en echar definitivamente a Stern. En su arrebato inicial, Henry ordenó a Stern que buscara una nueva oficina, aunque luego no volvió a mencionar el tema.

Clara trabajaba dos o tres días a la semana en la oficina de su padre. Stern la vio por primera vez desde el pasillo. Era una joven esbelta y erguida sentada ante Henry Mittler con una libreta verde de taquigrafía en la mano. Stern se detuvo; había algo raro en todo aquello. Ella llevaba una elegante blusa de seda, una falda parda de fina lana y un collar de perlas. Entonces advirtió que no estaba sentada en una silla, sino en el taburete de la mecedora de Mittler.

– Sí, Stern. -Henry lo había visto. Stern, que no tenía intención de pasar, dijo que volvería más tarde, pero Mittler estaba de buen humor y casi le ordenó que entrara en la oficina-. Mi hija -presentó alzando la mano, mientras buscaba algo en el escritorio.

Clara tenía el pelo rojizo como una cereza, muy corto, lo cual no estaba de moda; la tez, salvo por dos marcas moradas cerca del pómulo, era pálida; al principio Stern no supo si era bonita o fea. Tenía una expresión indiferente. Saludó a Stern con un cabeceo que no revelaba mayor interés que por un mueble.

Henry estaba buscando su pipa.

– Supongo que ya has hecho otros arreglos -dijo mientras encendía la tabaquera de espuma de mar.

– Aún no -confesó Stern.

Años después, Stern todavía recordaba la asombrosa celeridad con que calculó las ventajas de conquistar la atención de esa joven. Sin embargo, fue Henry, no Stern, quien los puso en contacto.

– Stern es argentino -comentó el padre.

Ella sonrió.

– ¿De dónde? -preguntó.

En 1956 la mayoría de los norteamericanos sentían aprensión ante todos los extranjeros; de Argentina sólo les interesaba el tango. Stern sintió una instantánea gratitud por ese interés.

– Buenos Aires, aunque vivimos en varios sitios. Mi padre logró transformar la práctica de la medicina en un oficio itinerante.

– ¿Tu padre era médico? -preguntó Henry-. Siempre has actuado como si fueras un hijo de puta venido a menos. Perdón, Clara.

– Lamentablemente, es cierto -admitió Stern.

– Éste es el que usa el teléfono del corredor -explicó Henry.

– Ah -dijo Clara.

El pobre Stern sintió un sofocón de vergüenza. Clara le cogió el brazo.

– Papá, avergüenzas al señor Stern.

Henry hizo una mueca. Para él no tenía importancia.

Algunos elementos de esos primeros instantes parecían incomprensibles. Ella era demasiado sofisticada y rica para ser secretaria, pero iba dos o tres veces por semana para mecanografiar y atender el teléfono. Cuando pasaba Stern, le sonreía tímidamente. Era una persona de pocas palabras, difícil de descifrar más allá de su apariencia estoica.

– ¿Eres estudiante? -le preguntó Stern un día, impulsivamente, cuando estaba en el pasillo, cerca de la pequeña oficina interior que ella compartía con otras dos mujeres.

– ¿Yo? No. Terminé la carrera hace tres años. Cuatro. ¿Por qué lo preguntas?

– Pensaba… -murmuró Stern.

Como de costumbre, le costaba encontrar la palabra adecuada.

– ¿Que yo era más joven?

– Oh, no -dijo él de inmediato. En realidad no había pensado en ello, pero la joven sintió cierto embarazo. Se había puesto en desventaja al revelar esta vulnerabilidad-. Simplemente me preguntaba si tenías otra actividad cuando no estabas aquí.

– ¿Crees que podría hacer algo mejor que escribir a máquina para mi padre?

– Oye -dijo Stern, aunque entonces comprendió que ella sólo intentaba coquetear sin mucho éxito-. Estoy seguro de que eres capaz de muchas cosas.

Ella no respondía. Desvió la mirada con timidez. Stern no iba a ningún lado con esa familia. Sin embargo, días más tarde ella lo llamó cuando pasaba por el pasillo.

– ¿Stern? -Él se asomó sin estar seguro de que fuera la voz de ella. Clara agachaba los ojos mientras tecleaba la máquina, un pesado artefacto negro de hierro forjado. Al fin habló, aunque al parecer tras considerable reflexión-. Dime, Stern, ¿qué creías que estudiaba?

Vaya, ¿ahora qué? Stern escogió algo inofensivo.

– Música, tal vez.

Ella sonrió, radiante de placer.

– Mi padre te lo dijo.

– No -contestó Stern, con gran alivio.

– ¿Te gusta la música?

– Mucho. -No era mentira del todo. ¿A quién no le gusta la música? Clara dijo que había estudiado piano durante muchos años. Mencionó compositores a quienes Stern sólo conocía de nombre. Convinieron en disfrutar juntos de la música en alguna oportunidad. Al terminar la conversación, Stern quedó nuevamente sorprendido por las peculiaridades de aquella joven. Educación universitaria, vida ociosa, llena de vibrante sensibilidad. ¿Qué edad tenía? Veinticuatro o veinticinco años, calculó Stern, algo mayor que él. Demasiados para ser soltera, incluso en Estados Unidos.

La semana siguiente, Henry lo llamó a su oficina. Stern temía que la expulsión fuera a consumarse, pero en cuanto vio al inquieto Henry, comprendió que se trataba de otra cosa. Si Henry revocaba un permiso, lo hacía sin titubeos.

– Pauline y yo no podemos usarlas -dijo Mittler, mientras le entregaba unas entradas para la Sinfónica-. Sin duda Clara querrá ir. -Stern estaba demasiado confundido para que Mittler corriera riesgos-. Ha sido idea de Clara. Es demasiado tímida para pedírtelo ella misma.

– Es usted muy amable, señor Mittler. Estoy muy agradecido.

– Ya lo creo -dijo Henry-. Mira, Stern, no sé qué pensar de mi hija. Ignoro si esto es acertado o no. Tal vez creas que ella es brillante, pero en general no sabe lo que quiere. Créeme. He asegurado a su madre que no habría ningún problema. Le dije que eres inofensivo.

Mittler clavó en Stern los ojos amarillentos.

¿Tendría que haber rehusado? Décadas después, en el abismo del dolor, podría plantear la pregunta, pero nunca los condenaría a ambos con una respuesta afirmativa. Había aceptado las entradas mientras respondía con un murmullo a ese juicio sobre su carácter inofensivo. Cualquier persona presente habría creído que estaba de acuerdo.

14

Stern comprendió de inmediato que Peter no las tenía todas consigo: un gesto familiar, una sombra de pánico que se esfumó de inmediato por obra de la voluntad. Peter echó una ojeada a la recepción para ver si había alguien más. Luego preguntó en voz baja:

– ¿Qué sucede?

Stern nunca había estado en el consultorio de su hijo. Cuando Peter era residente, Clara y Stern habían ido a cenar con él un par de veces en la cafetería del hospital universitario. Con su ropa verde y el estetoscopio en un bolsillo, parecía vital, alerta, cómodo. La seguridad de Peter en su ambiente había conmovido a Stern; se alegraba por su hijo, que a menudo parecía fuera de lugar. Pero al parecer aquellas reuniones no habían sido tan agradables para Peter. Hacía un año y medio que tenía su consultorio privado y nunca había invitado al padre a visitarlo. Clara había ido allí para almorzar. Pero Stern había vagabundeado hoy por los alrededores de aquel pequeño consultorio con diversos temores, seguro de que en cualquier momento la impaciencia y la angustia lo obligarían a dar la vuelta. No había sido así. Por desgracia, había necesidades auténticas, una verdadera indagación.

– Necesito tu asesoramiento -dijo Stern-. Es un asunto delicado.

Visiblemente desorientado, Peter lo llevó por un laberinto de corredores pintados de color brillante hasta una pequeña oficina, poco mayor que un cubículo. En ese entorno, Peter había sucumbido a lo mundano. El escritorio estaba limpio, inmaculado, repleto de obsequios de los laboratorios farmacéuticos: un portalápices de ónix, una cosa octagonal de plástico que resultó ser un calendario. Había tela estampada en una pared, los títulos estaban convencionalmente alineados a lo largo de una columna de yeso. En el anaquel superior, Stern vio la única fotografía de la oficina, un pequeño retrato oval de Clara tornado años atrás. Un añadido reciente, tal vez. Los hombres de la generación de Peter no exhibían las fotos de la madre, ni siquiera con tanta discreción, cuando ella estaba viva.

– ¿De qué se trata? -preguntó Peter-. ¿Estás bien?

– En general, sí.

– Claudia confesó a Kate que algunas mañanas no vas a la oficina.

Stern no sospechaba que su hija y su secretaria se hablaban. Resultaba conmovedor que se llamaran para interesarse por su bienestar. Y era típico de Peter delatar inadvertidamente el secreto. Stern se había ausentado el resto del día en que había visto a Radczyk, así como el día anterior, lunes. Aún hoy le había costado levantarse. Pero no había ido allí en busca de compasión. Dijo que se encontraba tan bien como cabía esperar y Peter asintió. Concluidas las formalidades, su hijo no se sintió obligado a hacer más preguntas.

¿Habría respondido él si Peter las hubiera hecho? Peter señaló una pequeña silla tapizada y Stern se sentó con morosa pesadez. No, no habría respondido. En alguna parte del corazón de Stern había un Peter perfecto, el hijo que todo hombre anhelaba, lleno de comprensión e inclinaciones similares a las del padre. Pero esta figura era apenas una sombra, tan alejada de lo cotidiano que ni siquiera cobraba forma imaginaria. Stern se las veía con el hombre real como mejor podía. Respetaba el talento de Peter; era inteligente, siempre el estudiante distinguido, y muy sagaz. Como las mujeres de la familia, Stern estaba dispuesto a recurrir a Peter cuando lo necesitaba. Pero no quería -no podía- dar nada a cambio. Ésa era la verdad. Punto. Peter reaccionaba; Stern actuaba como una piedra. Así serían siempre las cosas.

– ¿Tiene que ver con el testamento de mamá?

– No -dijo Stern, notando la impaciencia de Peter, quien prácticamente le exigía que fuera al grano. En aquel lugar, dispensador de salud y conocimiento, su hijo era soberano. A todas luces, la intrusión de Stern no era bien recibida-. Hay preguntas, Peter, que debo hacer a alguien. Confío en tu discreción.

– ¿Preguntas médicas? -inquirió Peter, acomodándose detrás del escritorio, el joven y apuesto médico, peinado con raya en medio y la chaqueta larga y blanca.

Aun teniendo a Kate, era posible que Peter fuera el más guapo de sus hijos. Parecía estar en óptimo estado físico, delgado y atlético.

– Sí. Preguntas médicas. Preguntas técnicas.

– ¿Y Nate?

Una pregunta razonable. Stern había pasado el fin de semana llamando por teléfono a Nate, quien seguía siendo la primera opción como médico de cabecera. Pero la vida personal del doctor Cawley lo había vuelto imprevisible como un adolescente y Stern se había cansado de dejar mensajes.

– Éste es un problema más reciente, Peter. Sospeché que te molestaría. Si prefieres que vuelva en otra ocasión…

Peter desechó la sugerencia con un ademán.

– Era por curiosidad. ¿De qué se trata?

Stern sintió que se le tensaba la boca. Varias reacciones de incomodidad se iniciaron en distintas zonas de su cuerpo. Pero estaba resuelto a continuar. Necesitaba información, no sólo para complacer un morboso afán de conocimiento, sino porque su propia salud podía estar en juego. Conocía a otros médicos, pero resultaba difícil escoger a cualquiera para hacer este tipo de pregunta. Y por último, desde luego, su hijo despertaba el aspecto más canallesco de su carácter, especialmente en cuanto a las relaciones con la madre. Racionalmente, Stern no podía abrigar verdaderas sospechas. No importa, Clara Stern. A partir del viernes pasado había perdido toda autoridad para predecir la conducta de ella. Pero ninguna mujer de la clase social de Clara, con su experiencia y parquedad, ninguna madre habría acudido al hijo para tratar un problema de esta índole. Aun así, allí estaba Stern, ansioso, entre otras cosas, por disipar toda duda final.

– Necesito información.

– ¿Para ti?

– Yo hago las preguntas.

– Ya veo.

– Supongamos que pregunto en nombre de un amigo.

Peter, como solía hacer con su padre, no ocultaba sus emociones. Frunció la boca para indicar que esa formalidad le parecía estúpida. Stern, como de costumbre, no dijo más. Simplemente se proponía abordar el asunto así, como si un cliente preocupado necesitara respuestas. Si su hijo era inocente, Stern no comprometería a Clara, lo cual sería mejor no sólo para él, sino también para Peter. Imaginaba este encuentro como una reunión con un testigo clave, uno de esos momentos decisivos de la vida forense, la exposición de la más grave falta del testigo sin siquiera insinuar que su cliente había participado de esa conducta.

– Peter, ¿tu profesión te pone en contacto con toda la variedad de…? -¿Qué palabra?-. En mis tiempos la frase era enfermedades venéreas, pero creo que esa terminología ya no es popular.

– Enfermedades de transmisión sexual -dijo Peter.

– En efecto.

– ¿Cuál?

– Herpes -dijo Stern. El aspecto de Peter había cambiado con la conversación. Había asumido su papel de profesional. Se irguió en la silla, frunciendo la frente con solemnidad. Ahora, ante esa palabra, sus cálculos parecían más intrincados. Entrelazaba las manos con pomposidad doctoral, pero sus ojos delataban cambios de color como el mar, de modo que Stern tuvo la fugaz intuición de que sus sospechas no eran tan injustificadas-. ¿Conoces el tema a fondo?

– Sí. ¿Cuál es el problema?

– Si uno se contagia…

– Sí.

– ¿Cuánto tarda la enfermedad en manifestarse?

Peter esperó.

– Mira, papá. No bromees con estas cosas. ¿Crees que tienes herpes?

Stern intentó permanecer impasible, pero interiormente sentía una lánguida agitación, algo parecida a un aleteo. Con sus días de cavilación y sus torturadas emociones, no había logrado estimar con claridad qué ocurría aquí. Ahora que Peter lo miraba fijamente, eso resultaba obvio. Se conocían demasiado. Peter había reconocido, desde luego, que su padre era parte interesada, y como cualquier médico, cualquier hijo, tenía previsibles preocupaciones. Si estaba contrariado, era sólo porque su madre había muerto hacía sólo dos meses y el paterfamilias ya estaba allí pidiendo un informe completo sobre el salario del pecado. La atmósfera de tensión se agudizó, mientras Stern comprendía gradualmente que en el peor de los casos no tendría más remedio que profundizar en el juicio erróneo del hijo. Una vez más trató de encauzar la conversación hacia un terreno más neutral.

– Los datos que me preocupan, Peter, son elementales. Una mujer está enferma. Un hombre está con ella. Sólo deseo saber qué posibilidades hay de que él se contagie.

– Mira, esto es demasiado vago -objetó Peter, estudiando a su padre-. Hablemos de una persona, ¿te parece? Esta persona. ¿Cómo sabe que hay un problema?

– Supongamos que el análisis dio resultado positivo. Ella se sometió a un análisis.

– Análisis. Entiendo. -Peter hizo una larga pausa-. ¿Y tú recibes la información? -Peter meneó la cabeza-. ¿Él recibe la información?

– En efecto.

– ¿Se la da esta mujer?

Por el tono de Peter, era evidente que pensaba en alguna pelandusca.

– Como te he dicho, parte de un informe autorizado.

– Muy bien -asintió Peter-. ¿Y ella está activa en el momento del contacto? ¿El virus se está expandiendo?

– ¿Qué quieres decir?

– Si hay indicios manifiestos de la enfermedad. Lesiones. Llagas. Ulceras. Un salpullido.

Stern no pudo contener un respingo. No había notado nada de eso. Pero ya había advertido que no recordaba sus últimas relaciones con Clara, y no por mera casualidad.

– Temo que mi información no es tan precisa, Peter.

– ¿Puedes preguntar?

– Creo que no.

– ¿Crees que no? -Peter miró al padre de hito en hito. Stern comprendió que daba la impresión de que este encargo imaginario se había hecho en un callejón. Peter, tal vez con embarazo, se miró las manos entrelazadas-. La enfermedad sólo se transmite mediante contacto piel a piel, con un sujeto activamente infectado o prodrómico… es decir, que está a punto de comenzar. La infección se manifiesta de dos a veinte días después del contacto. Lo más frecuente es que ocurra durante la primera semana. Si te contagias. Algunas personas son inmunes. Si ha transcurrido este período sin síntomas, es probable que estés bien. Probable -repitió su hijo.

– Entiendo -dijo Stern. Peter lo observaba atentamente para ver cómo lo afectaba la noticia-. ¿Y cuánto dura, si uno se ha contagiado?

– La eflorescencia inicial dura de tres a seis semanas, externamente. Pero es una infección vírica que puede reincidir. Sin duda has oído hablar de eso. Cada recidiva dura de siete a diez días.

– ¿Y cómo sabe uno si está infectado, Peter?

– Bien, lo primero es examinar.

– ¿Para buscar qué? -preguntó Stern.

Peter, con mirada agria, se apoyó la mano en la barbilla. Al fin se levantó, se alejó del escritorio y cerró la puerta. Se volvió hacia su padre.

– Bájate los pantalones.

– Peter…

– A la mierda con estas tonterías. Levántate. Venga. -Actuaba con demasiada firmeza para permitir discusiones. Stern, con una mezcla de ironía y añoranza, recordó el modo en que había previsto este encuentro, con él mismo en pleno dominio de la situación.

– Luego -musitó.

– Vamos. -Peter aplaudió burlonamente. Actuaba con firmeza y distanciamiento. Tenía la mirada fija en el cinturón del padre. Fue un momento sin trascendencia. Stern estaba aprendiendo que los asuntos corporales tenían su propio peso, que eran irreductibles. Peter se arrodilló y extrajo del bolsillo una linterna pequeña. Daba indicaciones como un coreógrafo. Izquierda, derecha. Tira de aquí, tira de allá. Sus modales profesionales eran asépticos, su mirada intensa y penetrante.

– ¿Irritaciones?

– No.

– ¿Escozores?

– Ninguno.

– ¿Problemas funcionales? ¿Urinarios? ¿Eyaculación?

Stern decidió obviar observaciones sobre los problemas de la edad. Respondió que no.

– ¿Algún tipo de pérdida?

– Ninguna.

– ¿Hinchazón?

– No.

Peter lo tocó una vez, precisa y fugazmente, en la entrepierna, palpándole los ganglios linfáticos.

El examen terminó después que Stern quedara de pie con el órgano extendido como un pez cogido por la cola, el lado dorsal expuesto, y Peter alumbró con la linterna el miembro mustio a lo largo y por encima del escroto.

– Pareces limpio -declaró, y le indicó a Stern que se vistiera. Luego añadió-: Un momento. -Salió discretamente por la puerta y regresó con un recipiente de plástico-. Quisiera una muestra.

Stern, desde luego, se opuso.

– Vale la pena, papá. A veces, muy pocas, algunos pacientes, sobre todo varones, pueden contraer el HSV-2 sin los síntomas habituales. Tal vez tengas una infección en la próstata o en la uretra y termines por contagiarla.

Peter lo miró severamente y añadió que también deseaba una muestra de sangre para determinar la temperatura de solidificación virósica del suero, operación que permitiría comparar el nivel actual de anticuerpos con el de cinco o seis semanas después, para garantizar que no hubiera contagio.

– ¿Todo esto es necesario? -repitió Stern.

Peter se limitó a señalar el pequeño cuarto de baño del pasillo. Stern obedeció. Se quedó de pie en ese cuartucho, acariciándose el órgano para estimularlo, experimentando la habitual dificultad de excitarse de forma voluntaria. Afuera dos enfermeras hablaban acerca de un paciente.

¿Peter era homosexual? La pregunta, que no era nueva, llegó como un rayo, y como de costumbre en el momento en que causaba la mayor incomodidad. Pero no podía ahuyentar ese pensamiento. Su hijo tenía treinta años, y las hermanas y la madre parecían ser las únicas mujeres de su vida. Nunca había vivido con una muchacha; cuando lo veían sus padres, rara vez estaba con una mujer. Eso no significaba gran cosa. ¿Quién hubiera expuesto a una persona desconocida al circo neurótico de su familia? No obstante, Stern a veces creía ver lo que, de manera lega y mojigata, él tomaba por indicios: el estrecho apego de Peter por la madre, cierta afectación. Bien, incluso esa especulación era insidiosa. En cualquier caso, poco apropiada para un padre. Lo cierto -y aquí al fin surgía la verdad con su contenido efecto explosivo, como una carga que estallara dentro de una caja fuerte- era que la idea agradaba vagamente a Stern. Sería una ventaja permanente. Daría a Peter su merecido. Stern, casi sin darse cuenta, sacudió la cabeza mientras brotaba este río de resentimiento. En ese espacio cerrado y maloliente, la claridad de sus malos sentimientos era lúgubre e irremisiblemente triste.

En la oficina, Peter esperaba con una goma elástica y una jeringa. Tras entregar el recipiente a una enfermera, Peter se arrodilló junto al padre e insertó la aguja. Entretanto, Stern se preparó para otra pregunta imprescindible.

– Entiendo que es necesario revelar estos problemas a las parejas.

Peter entreabrió la boca y lo miró con asombro. Incapaz de dominar su propia simulación, Stern no había pensado en la impresión que provocaría esta pregunta: la mujer número uno tenía el problema, y ahora él hablaba de «parejas», en plural. Vaya par de meses. Stern sonrió vagamente.

– Tal vez sería aconsejable -respondió al fin Peter-. En general. Si el análisis sanguíneo fuera más rápido, te ahorrarías el contratiempo. Pero cinco, seis semanas. -Peter meneó la cabeza-. Será mejor que digas algo, por si acaso. Es casi seguro que estás bien. Pero si algo surgiera, querrás que sepan de qué se trata.

– Entiendo. -Bien, sólo Dios sabía qué había oído Margy en sus tiempos, pero la idea de informarle hacía temblar a Stern. Nunca explicaría las verdaderas circunstancias, ni a ella ni a nadie. Lo consideraría otro ejemplo de la mala fe de que eran capaces los hombres-. Y supongo que por el momento recomiendas abstinencia -preguntó casi con esperanza.

Había resuelto volver a enclaustrarse ese fin de semana.

Peter sonrió vagamente, divertido por la idea de que su padre tuviera vida sexual o, más probablemente, por el hecho de que de pronto él tuviera derecho a dirigirla.

– Bien, no eres activo. Y pronto sabremos si eres prodrómico. Si es subclínico, un profiláctico es apropiado para proteger a tu pareja. Yo creo que bastará. Suponiendo que seas coherente.

– Sí, desde luego.

Stern agitó la mano para indicar que esta conversación era puramente especulativa. En realidad, ya no le importaba.

Peter separó el recipiente de la jeringa. Agitó la sangre, la miró y regresó al escritorio para hacer anotaciones. Stern se dispuso para su pregunta final.

– Esta enfermedad no se puede contraer por accidente, ¿verdad, Peter?

No podía evitar la pregunta, aunque incluso a él le sonaba tonta y patética.

– ¿Temes haberla contraído así, papá?

Peter ya no ocultaba su aire divertido. Su hijo tenía un humor punzante que, de joven, le había granjeado muchos admiradores. La observación no era particularmente rencorosa. Pero en ella Stern advirtió que había pocas posibilidades de que sus hijas no se enteraran del episodio. La reserva profesional tenía sus límites. Este bocado era demasiado delicioso. Se guardaría los detalles, pero contaría algo revelador. Kate, por ejemplo, necesitaba algún consuelo. «¿Recuerdas que estabas preocupada porque papá no iba a trabajar de mañana?» Las bromas, al menos, tendrían una inspiración afectuosa y no rozarían el problema real.

– No pensaba en mí mismo.

– ¿En tu amiga?

Stern asintió con un gruñido. Su amiga. Peter hizo una pausa mientras pegaba una etiqueta en el tubo.

– Me encantaría permitir que abrigases ilusiones, pero hay muy pocas probabilidades. Si tu amiga pidió el análisis, eso significa un cultivo vírico, y si han identificado un HSV-2, el origen es casi sin lugar a dudas el contacto sexual. Ya sabes, el viejo pretexto de la taza del retrete…

Peter no terminó la frase. Simplemente hizo una mueca.

Stern no pudo contener un suspiro. Desde luego, estaba preparado para ese veredicto. Clara Stern, tal como la había conocido, era una mujer de porte atractivo, con un pecho opulento y, como ella misma reconocía, una figura que había mejorado con la edad. Mientras la grasa, las patas de gallo y todas las flaquezas corporales acuciaban a las demás, Clara conservaba su eterno aspecto agradable, digno y compuesto. Stern la había admirado porque en todo momento había sido más guapa que él. Pero algunas mujeres, las mujeres casadas y sobre todo las madres, se involucraban demasiado en una densa red de actividades, tensiones y cuidados que limitaban su interés sexual, En más de treinta años no recordaba un solo instante de celos conscientes, un hombre cuyas atenciones parecieran excitarla. Era una persona que, a juzgar por su conducta cotidiana, no se descarriaba. Estaba en un plano más elevado.

De modo que aun días después, la noticia de Radczyk seguía siendo un enigma. De alguna manera iba más allá del bien y del mal. La idea de que una mujer de cincuenta y ocho años -esa mujer de cincuenta y ocho años, a punto de ser abuela- tuviera una enfermedad de transmisión sexual era tan aterradora como un espectáculo de fenómenos circenses. ¿Las prácticas anteriores se manifestaban en la madurez tardía? Tal vez había pasado una vida de matrimonio haciendo el papel de tonto. Se negaba a creerlo. Era como el concepto de una cuarta o quinta dimensión. Trascendía la capacidad de la mente normal, al menos de la suya. Fuera machismo o limitación personal, no podía imaginar a su esposa con otro hombre, y sin embargo así había sido.

Por esa razón ella había hecho lo que había hecho. En el tormento de los últimos días -en medio del dolor, la furia, los reproches y la incredulidad- no lo había pasado por alto. Clara había querido ahorrarle la humillación. Esto no era sensiblería ni autoengaño. Después de todos los cálculos, la conclusión seguía siendo la misma. Aquí había una laguna, un monumental engaño que tal vez en vida él jamás hubiera perdonado. Se había ahorrado a sí misma un gran dolor. Pero al final, su bondad, su fundamental bondad, continuaba siendo su estrella, su luz rectora.

¡Oh, Clara! En la silla, con el brazo arremangado y aún hormigueante después de la extracción de sangre, Stern vaciló por un instante al borde de las lágrimas. Se esfumaban su vida, lo que quedaba de ella, sus pequeñas ilusiones. Habría que contárselo a Peter, o tal vez él ya lo sospechara. En garras de un potente remordimiento, por un instante no le dio importancia. Luego su orgullo, con la crujiente precisión de una enorme maquinaria, se activó de nuevo y lo despabiló. Se bajó la manga sobre la gasa que Peter le había adherido al brazo.

– Y si esta enfermedad reaparece -preguntó Stern-, ¿no hay tratamiento?

– Hay un medicamento llamado Acyclovir. Ungüento o píldoras. Logra reducir el período activo y en algunas personas impide la recidiva. En general, la enfermedad se confina en los ganglios nerviosos y se mantiene al acecho. A veces nunca ataca de nuevo. A veces regresa cada pocos meses en episodios progresivamente más débiles. Es el curso habitual. Pero hay muchas historias clínicas insólitas. Casos agudos. Recidivas cada varios años. La parte más difícil es prodrómica: estás en una fase contagiosa un par de días antes que los síntomas visibles aparezcan y sin un cultivo no puedes tener la total certeza de que no contagiarás a otra persona. Te puede complicar la vida. Además de ser bastante incómoda.

– Sí -dijo Stern.

Seguía pensando en Clara. El peso de los hechos parecía haberlo abrumado con la densidad de una estrella muerta. Los hechos, los hechos. Él siempre había confiado en los detalles. Bien, ahora los tenía en abundancia. Muchos datos y algunas conclusiones inevitables.

Se levantó y tocó la lisa cara del hijo sin darle tiempo a reaccionar.

– Eres un buen médico, Peter. Agradezco tu interés.

Peter cabeceó con expresión grave. No dejaba de mirar al padre. Su hijo parecía tener un don, una capacidad para captar matices, las sensaciones que acompañaban cada enfermedad, el lúgubre fantasma de la mortalidad. Stern se alegraba de notar esa pericia. En la relación entre ambos rara vez había esas sutilezas.

– Mira, estoy seguro de que estás bien -dijo Peter-. Tan sólo estaremos al tanto. ¿De acuerdo?

– Muy bien -dijo Stern, mientras se ponía la chaqueta-. Te lo agradezco. Y lamento, Peter, haberte involucrado en un asunto tan desagradable.

– Qué diablos -dijo Peter-. Ya sabes lo que dicen.

– ¿Qué dicen? -preguntó Stern desde la puerta.

– La vida está llena de sorpresas.

Su hijo sonreía. Sin duda ya estaba pensando en contarlo a las hermanas.

15

Dixon, como cabía esperar, disfrutaba compitiendo y durante años había recurrido a excusas para inducir a Stern a practicar con él varios deportes. Como decía Stern, una reunión de trabajo con Dixon generalmente significaba sudar. Cuando Stern era más joven y mucho más delgado, habían jugado a balonmano en el club de Dixon. Stern era más ágil de lo que sugería su aspecto, pero no podía competir con su cuñado. Dixon, más corpulento, más fuerte y mucho mas atlético, no se cansaba nunca de ganar. Con el tiempo invitó a Stern a pescar en el lago Fowler. El sedal de Stern se enredaba en los arbustos y los lirios; de vuelta en la orilla, Dixon describía la torpeza de Stern a todos los que encontraba. «El único hombre que fue a pescar y casi cazó un pájaro. Hablo en serio. ¿Un cardenal en un árbol? Stern le erró por pocos centímetros.» A menudo Stern le decía a Clara que Dixon era el trofeo que quería disecar y exhibir.

Ahora Stern había limitado esta rivalidad al golf. Stern tenía más instinto para este juego, era más hábil en tierra que en el agua. Pero, como de costumbre, no jugaba con la frecuencia necesaria para competir con el virtuosismo de Dixon, que era un jugador audaz, amante de las situaciones difíciles: un golpe donde tenía que apoyar un pie en la bifurcación de un árbol o sortear un poste con la bola. Era temerario en este campo familiar. El Greenwood Country Club se había fundado un siglo antes en esas colinas ondulantes, a cincuenta kilómetros de la ciudad. Era terreno de cría de caballos, con colinas pobladas de olmos y robles, álamos y pinos. La universidad de Easton quedaba a poco más de diez minutos. Aquí y en el lago Fowler, los privilegiados respiraban aire más fresco y fingían que la ciudad que los mantenía ricos estaba a gran distancia. A Dixon le encantaba esa vida, como todos los demás símbolos de prestigio, y tenía su hogar principal en las cercanías, una enorme casa de piedra en un terreno de una hectárea, a orillas del lago.

Se desplazaban en un carrito eléctrico, acompañados por un caddy. Dixon por lo general tenía un par de favoritos, chicos adolescentes que ganaban un sueldo mísero y con los que Dixon bromeaba acerca de su vida sexual, exponiendo sus teorías sobre el golf después de cada buen golpe. Dixon trataba a esos chicos con amabilidad y les daba una generosa propina. Hoy los acompañaba un joven llamado Ralph Peters, un chico negro que vivía en Du Sable y viajaba en tren una hora y media para ir al Greenwood Club los fines de semana. Al año siguiente, Dixon iba a obtener una beca de golf para Ralph, que era campeón de los caddies. Esto no era charlatanería. Si era preciso, Dixon pagaría la beca de su propio bolsillo. Pero también esperaría un coro halagüeño y los diversos actos de reverencia que merecía un rey benévolo.

Stern esperó hasta el tercer tee para empezar a hablar de la investigación.

– Visité a Margy.

– Eso oí -dijo Dixon, meciendo el brazo.

Stern creyó detectar un tono burlón, pero no podía poner en duda la discreción de Margy.

Este hoyo, como la mayoría en Greenwood, era corto y estrecho, un pequeño dogleg en el linde del bosque, de trescientos metros. El green estaba a la derecha de la calle, de modo que el dibujo del hoyo, en el dorso de la hoja de anotaciones, parecía una p minúscula. Con un drive poderoso, Dixon envió la bola hacia los árboles.

– Coño. Bien, Ralph la encontrará. Allá.

Señaló con el palo hacia la hondonada donde Ralph había salido de la arboleda para indicar que había hallado la bola.

La bola de Stern rodó por la calle. Con aquel ángulo, Dixon se alejaría. Subió al carro y avanzaron juntos cuesta abajo. Stern alzó la gorra y gritó al viento.

– Estudié los documentos que pidió el gobierno antes de entregarlos. Y también examiné lo que creo que los agentes organizaron en Datatech.

– ¿Y?

– Estoy preocupado.

Dixon lo miró un instante. Llevó el carro hacia Ralph.

– Aquí está, señor Hartnell. Tendrá que sacarla.

Dixon caminó entre los arbustos. Stern no veía la posición, pero deseaba seguirlo. Lo había visto antes: Dixon haciendo muecas, mascullando, conferenciando con Ralph con la gravedad de un general.

– Correré el riesgo -gritó Dixon.

Vaya novedad. Ralph protestó, diciendo a Dixon que no lo lograría. El sol brillaba a través del follaje, detrás de ambos.

El golpe sonó claramente entre las hojas secas y las ramas, y durante un par de segundos la bola rebotó en un árbol produciendo un repiqueteo de marimbas. La bola botó en lo alto, rompiendo ramas, y de pronto cayó a tierra como un regalo del cielo, a sólo veinte o treinta metros del green. Dixon salió de entre los arbustos a tiempo para verla caer. Se volvió a Stern con una orgullosa sonrisa.

– Privilegio de los socios.

Ralph lo siguió con el palo mientras meneaba la cabeza.

Cuando Dixon caminaba hacia el carro felicitándose, a Stern lo asaltó un recuerdo, suave como un susurro, del joven soldado que había conocido décadas atrás, cuando se entrenaban en el desierto de Fort Grambel. Se habían conocido en las barracas o las letrinas. A estas alturas Stern habría preferido tener un recuerdo favorable de aquel primer encuentro, pero recordaba poco, en general los previsibles juicios erróneos de la juventud. Dixon le había gustado; peor aún, le había resultado admirable. Dixon era una de esas figuras dominantes que Stern nunca alcanzaría a ser: un taimado chico pueblerino, un buen conversador con un vibrante acento rural, que tenía un magnífico aspecto con el uniforme, los hombros cuadrados y la mandíbula prominente, el cabello claro y ondulante. Con la llegada de la guerra y la muerte de la madre, el ambicioso Dixon se había alistado. El servicio militar, con sus pomposas tradiciones, sus medallas, sus leyendas, era como el molde de un lingote: Dixon se veía a sí mismo como un héroe estadounidense en potencia.

Stern también se había enrolado, pero con ambiciones más modestas. Cuando le dieran la baja con honores, se transformaría automáticamente en ciudadano y así aplacaría la perpetua preocupación de la familia por los visados caducados. Tenía veinte años y era un estudiante brillante, un joven de mejillas hundidas y cabello fuerte y negro, mucho más delgado. En el servicio militar le había ido mejor de lo que muchos esperaban; no había trepado las paredes y cargado las mochilas por gusto, pero en aquella época soportaba todas las incomodidades. Su ambición lo animaba.

Stern nunca supo por qué había llamado la atención de Dixon, tal vez el hecho de tener una educación universitaria y estar designado para la Escuela de Aspirantes a Oficiales. No le importaba. Las alianzas se formaban fácilmente en la vida de un soldado, y en 1953 un pueblerino y un judío con acento hispano no tenían muchos platos para escoger en el smorgasbord social estadounidense. Una noche Stern y Dixon se habían sentado en una litera, compartiendo una botella de Jack Daniels y un paquete de Camel, charlando. ¿De qué? Del futuro, suponía Stern. Ambos tenían planes.

Para Stern, el futuro estaba más cerca de lo que imaginaba. Un día, al final del período de instrucción, mientras se disponía a partir para la Escuela de Aspirantes a Oficiales, el mayor anunció que lo necesitaban en su casa. El oficial no dio explicaciones, pero el mensaje que recibió Stern tenía la típica concisión militar. Una hoja que decía: «Permiso obligatorio. Madre en estado crítico». Había sufrido una apoplejía. En el hospital, la encontró muda y paralizada. Los ojos oscuros y acuosos parecían escrutarle el rostro, pero nunca supo si ella llegó a reconocerlo. Murió al cabo de una semana y Stern, único respaldo de Silvia, recibió una baja honorable. Nunca regresó a Fort Grambel. Todo quedó atrás: el equipo, el petate, los sargentos sádicos, la Escuela de Aspirantes a Oficiales, Dixon Hartnell. Treinta años después, Dixon tenía para Stern tantas caras como un tótem: esposo de Silvia, cliente importante, gran impulsor del comercio local, uno de los pocos conocidos cuyos logros superaban con creces los de Stern mismo. Rara vez evocaba a aquel joven solitario que se le había apegado con aire desvalido.

Dixon subió al carro, satisfecho de su golpe milagroso. Stern sabía que no volvería de buena gana al tema de la investigación. Sin embargo, como quien toma lecciones grabadas mientras duerme, esperaba que Stern lo obligara a escuchar. Estaban en la etapa en que Dixon, como cualquier cliente, debía reconocer que estaba en aprietos.

– Dixon, esto es grave. Esos documentos son muy peligrosos.

– Tal vez debí echarles una ojeada antes de que los entregaras. Podíamos habernos evitado algunos problemas.

Sonrió con seguridad.

– Dixon, te sugiero que olvides esas ideas. Si sigues este rumbo, tal vez vayas directamente a la cárcel sin pasar por los procesos intermedios. Demasiadas personas han visto tus documentos comerciales. La compañía que los grabó en una microficha. Margy. Yo. -Stern esperó a que la frase surtiera efecto-. Por no mencionar a ese sujeto parlanchín que indicó al gobierno que los buscara.

Dixon se volvió hacia Stern. Los ojos eran verdosos, grises, de un color difícil de definir.

– ¿Te llegó eso? -preguntó Dixon.

Stern tardó unos instantes en comprender que se refería a la caja de seguridad. Decidió no preguntar por qué la mencionaba precisamente en ese instante.

– Está a salvo -aseguró Stern.

– Seguí tu consejo. La entregué personalmente. Incluso pedí a Margy que extendiera un cheque en Chicago para pagar a la compañía de transportes.

El camionero, como cabía esperar, se había negado a llevar la caja fuerte a mayor distancia que el centro mismo de la oficina de Stern. Ese cubo de metal, de menos de treinta por treinta, debía de pesar ochenta kilos. Al cabo de una semana, Stern y Claudia habían trajinado para llevar la caja hasta donde estaba ahora, detrás del escritorio. Siguiendo un impulso perverso, Stern la usaba para apoyar los pies.

– Por cierto, ¿dónde está mi llave? Prometiste enviarme una.

– Pronto -dijo Stern. Tendría que recordárselo a Claudia, mientras Dixon se empecinara en no revelar el contenido. Parecía que el cerrojo de cromo y acero podía resistir una carga de dinamita. Stern ya lo había examinado. Dixon detuvo el carro y corrió hacia la bola de Stern. Éste se sostuvo la gorra y gritó por encima del viento-: Te advierto que esta situación es peligrosa.

– Lo mismo has dicho en otras situaciones.

– Y estaba en lo cierto. Sólo has tenido suerte.

– Pues volveré a tenerla. -Cerca de la bola de Stern, se detuvieron de golpe- ¿No puedes hacer algo, presentar una declaración? ¿Proponer una moción?

– No hay mociones factibles por el momento, Dixon. La juez Winchell no tolerará tácticas de postergación. No conviene irritarla, pues podemos necesitar su paciencia más tarde.

Dixon soltó un gruñido, se apeó del carro y encendió un cigarrillo, dando la espalda a Stern mientras de pronto se dedicaba a estudiar los árboles. Aun así, Stern continuó.

– Dixon, tus documentos indican claramente que en MD alguien estaba efectuando transacciones anticipadas con los mayores pedidos de tus clientes.

Dixon dio media vuelta. Con la barbilla baja, parecía un reluciente luchador en una portada de revista, el blanco de los ojos relucientes de furia y astucia. No le gustaba que lo pusieran en evidencia, una de las muchas razones por las cuales Stern había evitado mencionar de nuevo a Margy.

– ¿Es una broma? -preguntó Dixon.

– Claro que no. Se hizo con mucha astucia. Los pedidos más pequeños se colocaban en la Bolsa de Kindle poco antes de que ingresaran en los mercados de Chicago pedidos grandes que afectarían los precios en todos los mercados. Estos pedidos de Kindle siempre se presentaban con números de cuenta erróneos, para que después se acreditaran en la cuenta de errores. Contrapesar compras y ventas, dejando una ganancia de seiscientos mil dólares. Un plan brillante.

– Seiscientos mil -dijo Dixon. Señaló la bola-. Tiras tú.

Ralph estaba detrás del carro, a respetuosa distancia, con el palo de Stern. La bola de Stern había rodado cuesta abajo pero se había desviado a la derecha de la calle, una posición desfavorable para este hoyo, así que Stern debía jugar desde la izquierda. Lanzó con soltura y se situó en ángulo con el hoyo.

Dixon atribuía el infortunio a diversas deidades, como los elfos del bosque. Las pérdidas en los negocios correspondían al dios de los guisantes. Aquí rendía homenaje al dios de las bolas.

– ¡Dios de las bolas! -gritó Dixon mientras la bola de Stern volaba hacia la hondonada de la arboleda.

Ralph se volvió para verla pasar.

Stern sacó otra del bolsillo y dio un golpe limpio. La bola voló hacia una zona a la izquierda del green, cayó en terreno irregular y rodó, como atraída por un imán, hacia una trampa de arena.

– Arena -dijo Dixon, por si Stern no lo había notado.

Aparcaron el carro en el rough izquierdo mientras Ralph recorría la arboleda buscando en vano la bola de Stern.

– ¿Qué hay, entonces? -preguntó Dixon-. Con ese asunto. Quieren que devuelva el dinero, ¿verdad?

– Eso es sólo el principio, Dixon. Si los fiscales recurren al estatuto de expropiaciones, tal como espero, el gobierno intentará confiscar la empresa infractora. Ya sabes: usarla como escarmiento.

– ¿Cuál es la empresa infractora?

– MD.

– ¿Toda la compañía?

– En potencia, sí. Por no mencionar una temporada en la cárcel.

– Claro -dijo Dixon, saltando del carro para tirar de nuevo-. No podías esperar que se mostraran benevolentes.

El valor de Dixon era admirable. Dos veces en la carrera de Stern, otros clientes que se enfrentaban a los rigores de la expropiación le habían preguntado acerca de las consecuencias del suicidio: ¿el gobierno aún podría arrebatarles la pasta si estaban muertos? Stern evitó responder, temiendo las consecuencias de una explicación sincera, pues de hecho la muerte interrumpía todas las fases de un pleito penal. Pero con Dixon no había riesgo de suicidio. Tal vez no podía concebir un mundo donde él no existiera. Sin embargo, Stern supo que había dado en un punto flaco. Amenazar el negocio de Dixon era comprometer la obsesión de toda una vida. Había empezado hacía más de treinta años, conduciendo por todo el Medio Oeste en busca de clientes, recurriendo a empresarios rurales cuya vida dependía de los precios agropecuarios: comerciantes, propietarios de terrenos, bancos rurales que podían usar las ventas de futuros para regular sus carteras de préstamo. La estrategia de Dixon, según explicó más tarde a Stern, consistía en convencer al jefe de bomberos. Los bomberos eran voluntarios, luchaban juntos contra las llamas y la muerte; el jefe de bomberos era el capitán de sus almas. Si a él le gustaba una cosa, a todos les gustaría. Dixon no tenía escrúpulos. Llevaba un casco de bomberos en el maletero del coche.

Ahora volaba de costa a costa para cerrar acuerdos, pero su primer amor seguía siendo sentarse en la oficina a urdir estrategias para las cuentas, los productos, los pedidos grandes. Ganaba y perdía dinero a cada segundo, en cada operación, pero Dixon nunca perdía el interés por el juego, una mezcla de astucia callejera y póquer temerario. Tres o cuatro veces al año cogía la chaqueta oscura y la placa de identificación y bajaba al salón de compraventa parte del día. Aun en el caos del salón, se difundía la noticia de su presencia. Descendía a los fosos, estrechaba manos y arrojaba saludos como Frank Sinatra en escena, conquistando el mismo fervor y, entre algunos, un odio acérrimo. A Dixon no le importaba. Stern había estado en la oficina de Kindle un día en que Dixon había perdido cuarenta mil dólares en menos de media hora y todavía estaba eufórico por el tumulto del salón, los saltos y gritos de la multitud, lo que él consideraba un momento clave de la vida.

Dixon lanzó la bola entre el follaje de dos ramas. La bola no cayó bien y siguió cuatro metros más allá de la copa.

– Un par difícil -dijo Dixon, pensando en su putt.

Ralph estaba apostado en el linde de la trampa de arena como un soldado bien armado, con el sand wedge de Stern en una mano y el rastrillo en la otra. Stern bajó y se agachó como un perro, meneando el trasero. Esos golpes, unos centímetros detrás de la bola, eran actos de fe. Stern se concentró y lanzó. En medio de una nube de arena, la bola salió del bunker. Voló casi al sesgo cuando cayó en el campo, pero se detuvo a dos metros de la bandera.

– Me pones las cosas difíciles -comentó Dixon.

Stern se quedaba a un golpe en cada hoyo.

Ralph les alargó los palos para patear y condujo el carro hasta el siguiente tee.

– Tienen que probar que soy yo, ¿verdad? -preguntó Dixon, cuando ambos estaban en el green- ¿Qué es esa chorrada de quitarme la empresa? No me la pueden quitar sólo porque alguien haya hecho esto sin que yo lo supiera. ¿Verdad?

– Tienes razón -admitió Stern. Se acercó el palo a los zapatos-. Si efectivamente ocurrió así.

– Mira, Stern, allí todos realizan operaciones que terminan en la cuenta de errores. Hay cien, ciento cincuenta operaciones al mes que pasan por allí. -Desde luego, eso era lo que había comentado Margy-. Tal vez alguien trata de joderme, de hacerme pasar por el villano.

– Entiendo -dijo Stern-. El gobierno, Dixon, por no mencionar a un gran jurado, rara vez acepta que un empleado esté dispuesto a robar cientos de miles de dólares para luego dárselos a su jefe por mero despecho.

– ¿Yo?

– Es tu cuenta, Dixon.

– Pamplinas. Es la cuenta de la empresa.

– Es tu empresa, Dixon. Y es lógico atribuirte todo esto, si el dinero permanece en la cuenta.

Dixon sonrió con desdén.

– ¿Eso creen? -preguntó.

Arrojó el cigarrillo y se limpió un trozo de tabaco de la lengua, mirando a Stern con desagrado. El mensaje era claro: no soy tan estúpido. Al parecer, Dixon había sido más cuidadoso de lo que Margy sospechaba. Había una nueva ramificación en el plan de Dixon, una que aislaba la cuenta de errores y los beneficios ilegales. Una sonrisa fugaz o algo parecido cruzó entre los dos hombres antes que se desplazaran a ambos lados de la bandera.

Dixon golpeó primero, y soltó un juramento cuando la bola bailó alrededor del hoyo. Stern tenía un putt corto para salvar el hoyo, se asombró cuando lo logró.

– Demonios -masculló Dixon, no era la primera vez.

Siguieron hasta el siguiente tee y se sentaron en un banco bajo un árbol, con los palos, mientras el cuarteto de delante se preparaba para el segundo golpe. La larga calle relucía bajo el sol cerca del hoyo número cinco. Había diez trampas de arena: Stern llamaba a este hoyo «la marcha por el desierto». Remoloneando, recapacitó sobre la investigación oficial de la cuenta bancaria de Dixon. Tal vez se relacionaba con los recursos que Dixon había usado para ocultar el dinero. Era muy probable. Todavía estaban indagando.

– Hay otro problema -dijo Stern.

– Naturalmente -respondió el cuñado.

Stern le dijo que habían citado a John.

– ¿Eso qué significa?

– Quieren formularle preguntas sobre este asunto.

– ¿Y qué? Es buen chico. Que pregunten.

– Sugieren que tal vez le concedan inmunidad.

Dixon entornó los ojos y estudió a Stern.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que ellos creen que posee información que te puede perjudicar a ti. Les interesa usarlo como testigo contra ti.

– ¿Qué se supone que debo decir?

– ¿Esta posibilidad te preocupa?

Dixon, siempre enigmático, torció el gesto: un filósofo no lo habría hecho mejor. Nunca se conoce a las personas.

– Tal vez.

– Ya veo.

Stern desvió la mirada. Pero sabía que esto ocurriría. Los albaranes de los pedidos que habían ingresado en Kindle antes de las grandes operaciones de Chicago habían llegado el día anterior a su oficina, y la torpe letra de John, incluso a veces sus iniciales, constaban en cada formulario. El propósito de los fiscales era evidente: querían que señalara a Dixon como el hombre que había solicitado los pedidos de Kindle en cada ocasión. Pero aún no se sabía si John podría satisfacerlos. Recibía cientos de pedidos diarios. Quedaba la posibilidad de que Dixon hubiera recurrido regularmente a John porque era duro como una piedra, el hombre con mayor capacidad de olvido, y que no hubiera habido en esas transacciones nada destacable ni manifiesto que ahora activara la memoria de John. Era inútil preguntar a Dixon. No podía decir qué recordaba John y en cualquier caso no respondería con precisión.

– Entonces, será mejor que le busquemos otro abogado -suspiró al fin Stern.

– Si eso crees…

– Por supuesto. No puedo representar a una persona a quien quizá le convenga testificar contra ti. ¿Cómo podría ser leal a John y a ti? Sería un insalvable conflicto de intereses.

Por un instante, ese berenjenal de dificultades familiares, enmarcado de este modo, enfrentó a ambos hombres. Incluso Dixon, pensó Stern, ofrecía un aire de vaga mansedumbre.

– ¿A quién conseguirás?

– La elección es de John, por supuesto. Yo sugeriré algunos nombres. Abogados a quienes conozco. -Abogados que pudieran hablar con Stern, que pudieran hacer lo posible para moderar el peligro del testimonio de John. El asunto era muy delicado. A pesar de todo, Stern sonrió ante su próximo pensamiento-. El manual de tus empleados estipula que se le indemnizará por sus tarifas legales.

Dixon alzó la mirada.

– Sensacional.

La broma, sin embargo, no contribuyó a aplacar la tensión que se había formado entre ambos.

– Mira -dijo Dixon.

Iba a explicar algo, pero la mirada de Stern lo contuvo. De pronto quedó de manifiesto para ambos que Stern le reprochaba que hubiese arrastrado a John a aquel pantano. Dixon soportó esa condena otro instante antes de desviar la mirada.

Ralph, junto al carro, les anunció que podían tirar. Dixon avanzó hacia el tee, y con un poderoso swing efectuó un golpe lamentable que envió la bola hacia los árboles. Caminó por el tee, exasperado, hundiendo la punta del palo en el suelo, y al fin rompió la madera.

Stern estaba de pie cuando regresó.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó Dixon.

Por supuesto que no se refería al tiro.

– Mis honorarios no incluyen sermones, Dixon.

– Crees que fue una estupidez, ¿verdad? Toda la puñetera idea. Imperdonablemente idiota. Y por lo menos esperas que sea más listo.

Stern aguardó un momento.

– En efecto -respondió.

Con su driver, echó a andar hacia el tee, pero Dixon le cogió el brazo con la mano enguantada, cerrándole el paso. De pronto parecía demasiado irritado para reparar en cortesías. Se comportó como el hombre que era, orgulloso, tosco, irreflexivo. Confesó el desagradable secreto que Stern conocía desde hacía tiempo: a pesar del elegante corte de pelo y las camisas Sea Island, Dixon era un patán. Dixon señaló hacia abajo.

– Stern, ¿sabes por qué un perro se lame los huevos?

Stern reflexionó un instante.

– No, Dixon, no lo sé.

– Porque puede -dijo Dixon, mirando al cuñado de hito en hito. Antes de enfilar a solas hacia el carro, repitió-: Porque puede.

16

Alguien dijo que cuando un hombre lleva sombrero resulta más difícil discernir sus problemas. Para Stern este curioso tópico encerraba una sorprendente exactitud. Bajo un brillante sombrero de paja con banda roja, blanca y azul, caminó por las avenidas hasta el River National Bank, donde debía reunirse con Cal Hopkinson y el funcionario a cargo de las cuentas de Clara. Era un día rutilante, el mayo dulce y perfecto que cabía esperar en el condado de Kindle.

El sombrero era de Marta, de una obra de la escuela secundaria de hacía una década. Stern lo había encontrado en su cuarto y durante una de esas prolongadas conferencias que últimamente mantenían de noche, ella le había aconsejado que lo usara, con la esperanza de que le subiera el ánimo. Stern pensaba que se sentiría como un payaso en cuanto saliera de casa. En cambio resultó extrañamente reconfortante pensar que gente que lo conocía bien no lo reconocería y lo tomaría por otra persona.

Se encontró con Cal en el vestíbulo de mármol del River National. Juntos, él y Stern enfilaron hacia la oficina del vicepresidente del banco, Jack Wagoner. Wagoner era un típico caballero de su profesión: impecable y cortés. Tiempo atrás, Henry Mittler había menoscabado para siempre el aprecio que Stern podía tener por los banqueros con sus resentidas opiniones acerca de los clientes que lo habían enriquecido.

A pesar de las frases mordaces que Henry hubiera usado contra él, Jack era tan listo como para saber que había un problema. Su misión era explicar a un hombre qué había hecho su esposa, a sus espaldas, con casi un millón de dólares. Para colmo, el hombre era abogado. Había un suicidio y un testamento de por medio. Mal trago para un banquero o para cualquier otro. La atmósfera de la oficina de Wagoner, llena de antiguas reproducciones y con una buena alfombra oriental, era sin ninguna duda tensa. Una carpeta ocupaba el centro del despejado escritorio de Wagoner.

– La señora Stern impartió órdenes escritas de liquidar por lo menos ochocientos cincuenta mil dólares de patrimonio de su cuenta de inversiones el 20 de marzo -declaró Wagoner, mientras sacaba una carta manuscrita con el membrete de Clara. Cal y Stern la miraron juntos en el rincón del escritorio de Wagoner, y luego él la examinó solo. La letra era fuerte y nítida. Era una breve orden que establecía la cantidad y otorgaba al banco autoridad para liquidar los títulos que considerase mejores. Contra su voluntad, Stern recordó la otra carta que Clara había dejado días después. Muchos mensajes, pero pocas explicaciones. Stern se pasó la mano por la cabeza.

– ¿Puedo preguntar quién trató con ella?

Wagoner sabía todas las respuestas. Su ayudante, Betty Fiori, había recibido la llamada de la señora Stern y le había dicho que para semejante cantidad se requería una orden por escrito.

– ¿Y qué fue luego de esos fondos? -preguntó Stern.

– Se reembolsaron -explicó Jack- siguiendo las instrucciones de la señora Stern.

– ¿Cómo? -preguntó Cal.

– Mediante un cheque certificado librado contra su cuenta de inversiones.

Evidentemente, Wagoner había hablado con su abogado y sólo respondía cuando le preguntaban. Presentó un talón en blanco mediante el cual Clara había requerido la certificación; había querido asegurar a alguien que su cheque era válido. Stern reconoció la firma de Clara en el formulario, pero la cantidad, un poco más de ochocientos cincuenta mil dólares, estaba escrita en otra letra.

– ¿De quién es la letra? -preguntó.

– De Betty.

– ¿Por orden de quién se extendió este cheque? -preguntó Stern.

– Buscamos el cheque cancelado.

Pulsó un botón del teléfono y pidió que llamaran a la señorita Fiori. Ella apareció al instante, otra persona con traje azul oscuro. Recitó los pasos que había seguido para encontrar el cheque extraviado. El departamento de cheques lo había buscado, su sucursal, la central. Los funcionarios encargados de recibir los cheques cancelados y declaraciones relacionadas con esta cuenta habían mirado hasta el último rincón. Este proceso de rastreo era sin duda el que se había realizado mientras el banco mantenía a raya a Cal.

– Estoy segura de que no se cobró -declaró la señorita Fiori.

– ¿Podemos detenerlo? -preguntó Cal.

– ¿Detenerlo? -preguntó Wagoner-. Es un cheque certificado. Hemos garantizado el pago.

– No lo han presentado.

– ¿Cómo podríamos pararlo? -preguntó Wagoner.

– La fecha ha vencido, ¿verdad?

Stern habló. Aún no habían respondido a su pregunta.

– ¿Quién debía cobrar el cheque?

La señorita Fiori miró a Wagoner.

– Habitualmente no llevamos registro de eso -replicó Wagoner-. No tenemos razón para ello.

– ¿Usted no lo sabe? -le preguntó Stern a la señorita Fiori.

Wagoner quizá nunca respondiera directamente.

– No lo sabemos -afirmó ella-. Habitualmente tenemos el cheque devuelto. A veces ponemos una nota en la petición. Si le sirve de ayuda, no iba a nombre de la señora Stern. Recuerdo eso.

– ¿De veras? -preguntó Stern.

– Sí.

– ¿Claramente?

– Sí.

Estaba de ánimo para interrogatorios. Un terreno familiar. Sospechó que algo había llamado la atención de la ayudante.

– ¿Hay alguna razón por la cual lo recuerda?

Ella se encogió de hombros.

– No.

– ¿Recuerda usted el nombre?

– No, señor Stern. Le aseguro que me he esforzado.

– ¿Pero no era una entidad? ¿Una empresa? ¿Una sociedad?

– No, estoy segura de ello.

– ¿Tampoco una organización de caridad ni una fundación?

– No.

– ¿Un individuo?

– Eso creo.

– Ya veo -dijo Stern. Conocía el resto. Ahora resultaba evidente por qué lo recordaba-. Un hombre -concluyó.

La señorita Fiori se mordió involuntariamente el labio inferior.

– Sí -admitió.

Sí, pensó Stern. Por supuesto.

Por un instante nadie habló.

– ¿De modo que un sujeto anda por la ciudad con un cheque de ochocientos cincuenta mil dólares en el bolsillo, firmado por mi esposa?

Era absurdo, desde luego, pero la humillación era intolerable. Circulaba a través de él como una inyección amarga y parecía subir hacia los ojos. Supo que se había ruborizado.

Al fin Cal intervino.

– Jack, tiene que haber un modo de congelar ese cheque.

– Cal, está confirmado. Nos buscaríamos un pleito por faltar a nuestro compromiso. No sabemos de qué clase de transacción se trataba. -Wagoner, a una seña de Cal, miró de soslayo a Stern. Había sido grosero-. Puedo asegurarle que le informaremos cuando el cheque se presente. Si usted quiere conseguir un embargo en ese punto, Dios lo bendiga.

Stern ya estaba de pie. Agradeció la colaboración a Wagoner y a Betty Fiori, le dijo a Cal que se mantendría en contacto y se fue de la oficina.

De nuevo estaba mareado.

Al cruzar la puerta giratoria del banco, se puso el sombrero de Marta y vio cómo el viento se lo arrebataba arrastrándolo por la acera, entre los peatones. Cuando dio la vuelta, Cal estaba a sus espaldas, mirando el sombrero.

– Yo lo cazaré -dijo Cal, pero no se movió.

Stern le dio a entender que no se molestara. Caminaron en silencio detrás del sombrero.

– Apuesto a que pese a todo hay un modo de anular esa transacción -dijo Cal-. Sin duda ella no sospechaba las implicaciones fiscales de su acción.

Stern hizo un esfuerzo para contenerse. Qué imbécil era Cal, siempre alegrándose de no ser aún más imbécil. ¿A quién le importaba el dinero? Al fin, después de tres décadas, Clara había encontrado el modo de eliminar el interés de Stern por su riqueza. Al volverse, Stern se sorprendió interesándose en la mancha oscura que había detrás de la oreja de Cal.

– No me preocupa, Cal. Que sea lo que Dios quiera. -Alcanzó a ver la banda del sombrero; estaba enganchada en un bote de basura de alambre, a cien metros.

Avanzó en esa dirección y luego se quedó quieto mientras el desagradable interrogatorio estallaba en su interior: ¿Quién? Oh, sí, era hora de eso una vez más. ¿Quién era? En los primeros días, con considerable disciplina y con repugnancia al dolor, Stern se había negado a practicar ese ruin juego de salón. Pero al final el ultraje lo abrumó y no pudo reprimir esa mórbida curiosidad. Habría sido más noble poder afirmar que deseaba vengar a Clara: encontrar y castigar al canalla despiadado que le había contagiado lo que había resultado ser una enfermedad mortal. Pero sus necesidades eran más básicas y totalmente suyas. Por morbosidad o lo que fuera, tenía que saberlo todo.

Cuando estaba así, sospechaba casi de cada hombre con que se cruzaba. ¿Era el cartero, como en una historia picante, o un vendedor que iba de puerta en puerta? Hoy había sabido que era alguien que necesitaba dinero, tal vez un estudiante empobrecido de quien ella se había enamorado y con quien deseaba actuar como una madre, o un músico bohemio que quería una asignación permanente. Tal vez un joven que se iniciaba en los negocios. O un sujeto mayor, casado, que necesitaba dinero para pagarse el divorcio.

Un par de veces, en casa, había cogido la agenda de cuero de Clara para estudiarla página por página, evaluando cada nombre masculino, por improbable que fuera. Cualquier hombre serviría. ¿Por qué no el abogado Cal? Quizá su sorpresa ante la desaparición del dinero fuera fingida. Con gratitud de amante, Clara había obsequiado aquello que Cal había cuidado durante tanto tiempo. Pero la señorita Fiori tendría que haber recordado el nombre de Cal si lo tenía delante. Tal vez era Dixon. Claro que el rechazo de Clara por él parecía muy sincero, y Dixon, con su pene forrado de plástico, tenía pocas probabilidades, según la declaración de Peter, de contagiar o contraer tal enfermedad. Además, Dixon no necesitaba dinero ajeno. ¿Nate Cawley? Había tenido la vida sexual de un chimpancé. Tal vez sus evasivas eran sólo un reflejo de culpa. ¿O el orgulloso rabino de la sinagoga? Sin duda Clara se mostraba afectuosa y generosa con él.

Abyecta e involuntariamente, Stern se apoyó la mano en el corazón al llegar a la esquina. Cal estaba avenida abajo, agitando el sombrero para indicarle que lo había recuperado. Stern estudió la multitud de hombres trajeados que caminaban por la calle. Quién, pensó hirviendo de odio, debilitado por la vergüenza. ¿Quién?

17

En las oficinas de MD de la Bolsa de Kindle, Stern preguntó a la recepcionista por John Granum, su yerno, y se sentó. Dixon tenía una elegante oficina varias calles al sur, un lugar insonorizado con paredes de ladrillo a la vista y estandartes que a menudo aparecían en revistas de arquitectura; allí estaban el cuartel general y las oficinas ejecutivas de MD. Pero el despacho de pedidos y la oficina estaban aquí, en un espacio brillante de aspecto funcional.

Al cabo de unos momentos Al Greco, el segundo de a bordo en Kindle, afable y medio calvo, demasiado gordo, apareció para saludarlo. Temiendo este encuentro, Stern lo había postergado más de la cuenta. Al fin, esa mañana había anunciado que iría, pero al parecer necesitaban a John en el salón. Tendrían que ir a buscarlo. Al Greco cogió su identificación de plástico rojo del cajón del escritorio, marcada con sus iniciales y el número de acceso de MD, y descolgó su chaqueta. Abajo, en un mostrador de seguridad, Stern recibió una autorización de quince minutos. Dos años atrás, un individuo con peluca había iniciado docenas de operaciones y se había esfumado cuando llegó el momento de saldar las transacciones perdedoras. Si Stern se excedía en el tiempo concedido por más de un minuto, un grupo de agentes de seguridad se desperdigaría por el salón y lo expulsaría sin miramientos, como a un espía.

Era un lugar excitante. En el salón de compraventa, el color y el bullicio eran increíbles. Era como estar en el campo de juego de un estadio atestado. Los enormes paneles electrónicos, diez metros más arriba, centelleaban con matices ópticos de naranja, rojo, verde y amarillo mientras cambiaban los dígitos y una banda roja de noticias locales y nacionales circulaba debajo. Jóvenes representantes y empleados corrían de aquí para allá vestidos con chaquetas de colores y ropa de pana, todos con aire resuelto, atareado, obstinado. El suelo estaba lleno de pedidos desechados. En los fosos de compra y venta se efectuaba la actividad fundamental. Los agentes, a diez y quince metros de profundidad, compraban y vendían alborotadamente, alzando las manos. Subían y bajaban los dedos, hacían señas, negaban. Desde sus puestos de observación de hierro negro, los reporters consignaban cada tanda. A pesar de los circuitos electrónicos, los teléfonos, fax y ordenadores por donde circulaba la información, en el punto decisivo aún se dependía de la destreza física: agudeza visual, pulmones potentes y buenos oídos. El ruido y las estentóreas voces vibraban increíblemente. En las ventanas, tres pisos más arriba, había varios curiosos con la cara apretada contra el cristal.

En ese mundo la codicia se había amalgamado con una especie de virilidad atávica, de modo que a veces reinaba una atmósfera de salvajismo. Esos jóvenes -demasiados judíos, para consternación de Stern- se desplazaban con increíble prepotencia. Veintiocho, treinta años. Chicos recién salidos de la secundaria habían comprado asientos en la bolsa y negociaban con sus propias cuentas, a veces amasando millones. Otros perdían la camisa o dilapidaban en cuestión de días la fortuna acumulada. No cambiaba las cosas. Los que entraban en los fosos lucían el orgullo viril de los toreros. Como cavernícolas, dependían de los caprichos del viento y la lluvia, los mercados, las estaciones. Esto los endurecía. El riesgo los excitaba. Stern había oído anécdotas, divertidas aunque no fueran ciertas, acerca de empleadas que masturbaban a estos jóvenes en los ajetreados fosos. Lo importante de esas historias no era la exactitud. Enfatizaban el aire eufórico que muchos creían respirar allí. Lo pasaban mejor que los tipos corrientes: el dinero, el líquido vital, pasaba siempre por sus manos en cantidades anonadantes. Años atrás, cuando Dixon aún iba a menudo al salón de compra y venta, Stern se había reunido con él para almorzar y lo había encontrado charlando con cuatro colegas más jóvenes.

– Digo éste -anunció un hombre mientras se acercaba a un ascensor.

– ¿Cuánto? -preguntó otro.

– Un billete.

– ¿Uno de los grandes?

Dixon rió y se hundió las manos en los bolsillos. Se colocó ante el segundo ascensor.

Al final los cinco pasaron las apuestas a Stern. Mil dólares cada uno. En efectivo. Apostaban a qué ascensor llegaría primero.

Al Greco, que precedía a Stern por varios pasos, señaló a John en la cabina de MD, un estrecho espacio gris que parecía el quiosco de un hotel. Entre los fosos, las diversas empresas de compensación tenían esos cubículos desde donde se transmitían órdenes y datos. Cada centímetro era precioso allí abajo. Diez personas podían trabajar más apiñadas que viajando en tercera clase.

John hablaba por teléfono, tomaba notas. Arriba, en el otro extremo de la línea, Dixon, cometiendo sus malas acciones, lo había encontrado. Debía de haber llamado a John por el nombre. ¿Contaba con la lealtad o con la ignorancia de John? Tal vez ambas. John ansiaba agradarle. Dixon había mencionado que John había pedido repetidamente que lo trasladaran al ajetreo de los fosos. Dixon alegaba que no estaba preparado, que le faltaba experiencia. Mantenía a John en el despacho de pedidos, aunque John cubría un puesto abajo cuando podía. John compartía el sueño común de todos los que trabajaban en ese lugar. Gana experiencia. Gana un asiento. Gana dinero. Los fosos seguían siendo uno de los pocos lugares donde un joven poco prometedor, un perdedor de la escuela secundaria, un chico sin guitarra eléctrica ni aptitudes atléticas, podía alcanzar el triunfo. Sin duda John buscaba una nueva oportunidad para ello.

John salió de la cabina mientras Al lo sustituía. El yerno saludó a Stern con el mismo aire de consternación que Peter tenía últimamente. Al cabo de fútiles intentos de conversación, regresaron a la oficina de MD. El único espacio propio con que contaba John era un escritorio en medio de la bulliciosa oficina. John se detuvo allí para arrojar unos papeles y condujo a Stern a una sala de conferencias. Una magnífica foto de Kate se erguía en el escritorio entre los papeles. Stern volvió a pensar que su hija era extraordinariamente hermosa.

Aun para charlar un instante con su suegro, John parecía incómodo como un niño. Aflojó los enormes hombros y señaló un sobre que tenía en el escritorio. Llevaba el uniforme del salón, la chaqueta de algodón holgada de MD, pantalones de pana, una corbata anudada debajo del cuello abierto. Una tarjeta de identidad con foto le colgaba del bolsillo.

¿Por qué este joven exasperaba tanto a Stern? A veces le recordaba a un grandullón de historieta, tan corpulento y afable que merecía un globo encima de la cabeza: «Uhg». No era tonto. Clara se había esforzado durante años para aclarar este punto. No le había costado terminar el colegio, mucho después de concluir su carrera atlética. Pero conservaba ese aire lampiño. Fornido, con mejillas rosadas, rubio, más fofo que en sus días de jugador, lucía como un bebé de dos años hinchado, con la misma falta de temple. Stern estaba convencido de que este asunto lo desorientaría. No sabría cómo actuar ni cómo resistir la tensión de los próximos meses. Stern había presenciado esas situaciones durante su vida profesional: un pariente o un colega a quienes un fiscal les arrojaba una cuerda con la promesa de libertad a cambio del testimonio. Algunos la rechazaban con olímpica indiferencia. Pero no muchos. La mayoría trataba de salvar el pellejo, regateando con la verdad y pidiendo comprensión a los que implicaban. Al final se ganaban el desprecio de todos. Costaba imaginar a John con suficiente resistencia para aguantar esa tormenta.

Stern se había detenido para cerrar la puerta y fue al grano tras un breve prefacio.

– Un gran jurado federal está investigando a Dixon Hartnell.

– Vaya -exclamó John, como un carpintero que se acabara de magullar el dedo con un martillo.

– Sí. Es muy desagradable.

– ¿De qué se trata?

– Bien, creo que dejaré que otra persona te explique los detalles. En general, el gobierno parece sospechar que hay transacciones ilícitas anticipadas con pedidos de la clientela. ¿Alguien del FBI ha intentado hablar contigo? ¿Un tipo llamado Kyle Horn?

John meneó la cabeza. No lo creía.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Un tipo grandote.

Un energúmeno rubio de aspecto gay con una chaqueta barata, pensó Stern. Pero eso no serviría.

De nuevo John meneó la cabeza con incertidumbre. Cualquiera diría que las credenciales del FBI impresionaban a todos, incluso a John, pero nunca se sabía. Stern sacó la citación del maletín y trató de explicar qué era.

– Dada la relación entre tú y yo, los fiscales tuvieron la amabilidad de permitir que la recibiera en tu lugar. Sin embargo, como ya represento a Dixon, tendrás que acudir a otro abogado antes de responder a las preguntas del gobierno.

– ¿Qué clase de preguntas?

– Yo podría especular, John, pero no sería lo mejor.

John entornó los ojos. No entendía nada, desde luego. Stern explicó que el gobierno creía que él tenía información valiosa.

– ¿Quieren usarme a mí para pillarlo a él?

– Exacto.

La expresión de desconcierto que Stern había previsto cubrió los ojos de John. Un ciervo en la carretera. No sabía qué hacer. Los conflictos hacían que se debatiera entre sentimientos primarios.

Lealtad. Sinceridad. Supervivencia.

– John, tú y tu abogado debéis decidir si deseas negociar con el gobierno para obtener inmunidad. En ese caso, tu abogado entregará a los fiscales una predicción, una estimación, de lo que tú dirías.

– Sí. ¿Y si no quiero hablar?

– De nuevo, John, debes consultarlo con tu abogado. Pero el gobierno siempre puede optar por brindarte inmunidad, al margen de tus deseos, en cuyo caso tendrás que escoger entre responder preguntas y la cárcel.

– ¿Cárcel? -John meditó sobre esto-. En realidad no sé tanto.

La conversación causaba en Stern un creciente abatimiento que se convirtió en derrumbe ante esa respuesta. No sabía tanto, decía John. Pero más que nada. Dixon sólo estaría a salvo si John quedaba amnésico. Aun el más vago recuerdo de quién estaba detrás de aquellas transacciones sería suficiente para el gobierno, sobre todo si lograban determinar que las ganancias estaban en manos de Dixon. Además, su yerno experimentaba una visible incomodidad que resultaba muy reveladora para un experto. John no protestaba preguntando qué demonios tenía que ver con él esa investigación, ni de dónde habían sacado su nombre los fiscales. Sabía que el interés del gobierno por él era acertado.

– ¿Qué piensa Dixon de todo esto? ¿Puedes decírmelo?

Stern meneó la cabeza, pero por un instante quiso contener el aliento. Era un momento muy delicado. Si hubiese sido otro empleado, Stern habría aventurado un comentario disimulado pero inequívoco como una brisa: desde luego, se trata de un asunto crítico para Dixon, su vida y su carrera están en juego. Pero John carecía de sutileza. Tal vez hiciera una pregunta imposible («¿Quieres decir que debería mentir?») o, peor aún, tomara los comentarios de Stern como una orden. Dixon y Stern tendrían que confiar en que el abogado de John supiera evaluar la situación y ofreciera las indicaciones adecuadas.

– ¿De dónde sacaré ese abogado? -preguntó John.

– Si quieres, te puedo sugerir algunos nombres.

– Claro.

– MD te indemnizará, correrá con los gastos, así que no te preocupes por eso.

Stern preparó una lista, escribiendo nombres y números de teléfono en una hoja con membrete de la oficina. George Mason. Raymond Horgan. Nadie podría conciliar las diversas necesidades de John mejor que él, pero eso quedaba fuera de cuestión, y en cualquier caso Stern consideraba que era más prudente no actuar como guía en esta expedición. Estos pocos minutos iban a cambiar para siempre su estimación de John.

John cogió la lista y se encogió de hombros. Dijo que tenía que volver el salón. Conservaba su aire de siempre, furtivo y confuso. Al verlo caminar hacia el ascensor, Stern volvió a sentir furia contra Dixon. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo había liado a ese chaval en los chanchullos del mercado? Pero la respuesta era demasiado evidente. Dixon, con su infalible destreza para calcular lo que más le convenía, había reconocido que la mejor protección era un pariente menos experimentado en los negocios. Sería más fácil darle instrucciones sotto voce, sabiendo que no serían cuestionadas ni, llegado el caso, recordadas. Pronto Stern tendría que plantearse cuándo y cómo abandonar el caso. Si había un sumario y John era testigo del gobierno, Stern no podría participar. Interrogar al marido de su hija era impensable. Tal vez debiera dar a Dixon una lista de abogados y poner pies en polvorosa. Pero reconoció su propia falta de convicción. No era momento adecuado para cortar antiguos lazos. Por otra parte, hacía años que se resistía a romper con Dixon.

En cierto modo, desde luego, era por Silvia. Además, nadie debía subestimar la fuerza de la gratitud. Stern había obtenido buena parte de su clientela -abogados, banqueros, ejecutivos- gracias a la fama obtenida como representante de Dixon. Así había salido del sórdido mundo de los tribunales policíacos para ingresar en la palestra del delito de guante blanco: desfalcos, fraudes, asuntos impositivos, sobornos y de vez en cuando un crimen pasional. Dada la singular lógica de estas cosas, Dixon -un prestigioso empresario que operaba en el linde de la legalidad- había elevado a Stern, quien casi por instinto actuaba de forma generosa con cualquiera que lo hubiera ayudado en su profesión.

Pero sabía que su apego por Dixon no obedecía sólo a razones externas. Después de treinta y dos años de práctica legal, tenía muchos conocidos y gran cantidad de admiradores, pero rara vez pensaba en ellos. A veces Stern se sentía abandonado, solo. Había cientos de personas que le interesaban, cuyas vidas e ideas lo atraían y a quienes lo unía un mutuo respeto. Cada vez que entraba en el ascensor del tribunal lo saludaba media docena de personas. Era conocido, querido, servicial y discreto. Stern tenía su círculo, en general hombres de su edad, sobre todo abogados y jueces, muchos de ellos hablaban yiddish como su madre, gentes sutiles e inteligentes cuyas opiniones sobre literatura, deporte y negocios por lo general él compartía y valoraba con sinceridad. Buena compañía. Pero naturalmente pensaba en algo más. Se refería a la afinidad abierta que tenían los jóvenes en los equipos, las pandillas, las esquinas. ¿Acaso la mujer y el hogar destruían eso? ¿O las feroces luchas cotidianas, donde cada persona era un enemigo? ¿Quién podía saberlo? Pero Dixon permanecía allí. Estaba presente. Stern no podía hacerle mayor cumplido. Como un hito de granito en la carretera, Dixon era el hombre que siempre parecía acompañarlo.

Mi hermano político, pensó Stern, a solas en el cubículo de donde John acababa de irse. Hermano. Político. ¿Qué clase de término era ése?

18

La Sala Sinfónica del condado de Kindle, con sus balcones blancos y el techo adornado con guirnaldas doradas, en donde Clara Mittler y Alejandro Stern habían pasado su primera velada juntos, fue el lugar adonde acudió Stern en su primera salida con Helen Dudak. No reparó en la coincidencia hasta que Adolph Fronz, el viejo director, alzó la batuta, y de pronto la idea lo perturbó. Stern había querido romper esa cita, había seguido adelante sólo porque apreciaba a Helen y no deseaba ofenderla. Era triste, humillante, espantoso, como se quisiera llamar, pero el informe de Radzcyk le había arrebatado algo que no había perdido ni siquiera cuando entró en el garaje. Su fracaso era mayor y más esencial de lo que había imaginado. El sexo pesaba. Siempre. Lo estaba aprendiendo, y sus sentimientos -que ahora alternaban entre la rabia y el dolor- le quitaban las ganas de tratar con mujeres. La idea de pasar una velada tratando de ser el caballero encantador de unas semanas atrás resultaba insufrible. En el último momento, tras descubrir entradas para esa noche en uno de los muchos abonos de Clara clavados en el tablero de la cocina, había telefoneado a Helen para proponerle este cambio.

– Tengo la cena hecha -dijo Helen.

¿Qué le parecía una velada musical, luego una cena?

– De acuerdo -convino Helen, para gran alivio de Stern.

En la sala oscura, mientras Fronz agitaba la batuta y los instrumentistas tocaban, estaría solo, libre de la necesidad de charlar. Después lo agobiaría la fatiga de una semana de trabajo.

– No sé por qué -dijo Helen durante el descanso-, pero jamás habría pensado que te agradaba la música sinfónica. Tal vez los cuartetos, o un solo de guitarra.

Estaban en el vestíbulo, parpadeando bajo las luces. Parejas que él y Clara habían visto allí durante años saludaban con la mano. Pero nadie se acercaba. Una ráfaga de pena y remordimiento sacudió a Stern con imprevista fuerza cuando advirtió que había iniciado una nueva vida. Le sonrió tristemente a Helen.

– No sé distinguir. -Stern se tocó la oreja-. Soy musicalmente sordo. No reconozco la diferencia entre la sinfónica de Kindle y la banda de la escuela.

Le había ocultado eso a Clara durante más de treinta años, aunque ella debía de haber sospechado algo cuando resultó que Marta no podía distinguir una nota de otra.

– Oh, Sandy.

Helen le cogió la muñeca y ambos se rieron de los defectos de Stern.

¿Por qué siempre olvidaba cuánto le agradaba Helen Dudak hasta que la tenía al lado? Tenía un aspecto encantador. El cabello color zorro mostraba un contorno nítido que delataba una excursión a la peluquería, y llevaba un sencillo vestido negro que le colgaba de los hombros. Contra todas sus expectativas, Stern se sintió complacido de estar allí cuando las luces se apagaron de nuevo.

– ¿Conque todos estos años fuiste a los conciertos sin saber siquiera qué escuchabas? -preguntó Helen cuando salían en el coche del aparcamiento.

Ella había apoyado las rodillas en el asiento, como una niña. Era típico de Helen y de su instinto para los matices el haber vuelto sobre ese tema. Se dirigían a casa de ella para cenar. Al final no hubo manera de evitarlo. Además, la compañía de Helen era sedante. Después de tantos lamentos sobre la inconstancia de las mujeres, experimentaba ahora una sensación más familiar que ellas habían satisfecho: tenía mucha hambre.

– A Clara le gustaba.

– Lo recuerdo. Pero…

– ¿Sí?

– No es nada.

– Por favor.

– Me preguntaba por qué ibas ahora.

– Ah -dijo Stern, esperando encontrar una respuesta discreta y un poco intimidado por la sagacidad de Helen.

Por la ventanilla veía pasar la ciudad, desierta y fantasmal en los aislados oasis de luz. Para su alivio Helen continuó sola.

– Supongo que iba a darte consejos.

– Adelante.

– No. En realidad no se puede comparar mi situación con la tuya.

– De acuerdo -admitió Stern-. ¿Y qué pensabas?

– Oh, que a pesar de todo el estar de nuevo sola tiene su parte buena. La libertad. Descubrir lo que te es propio. -Bañada por las luces de la calle, Helen evaluó la reacción de Stern-. No quería ofenderte.

– No -dijo Stern.

Ansiaba estar de acuerdo, demostrar que comprendía sus buenas intenciones, y se sentía feliz de dar a entender que había sugerido la sinfónica por un impulso irreflexivo. En realidad ésta era una idea valiosa. Con su buen juicio, Helen había señalado algo que de otra manera él habría pasado por alto. A pesar de su abatimiento, en gran medida había aceptado de buen grado su soltería. No sólo el breve período de juerga. Este momento era otro ejemplo: estaba tranquilo, sosegado, y podía hablar de sí mismo de una manera que Clara rara vez alentaba. Clara tenía unos horarios estrictos, sus pasos previamente trazados. Durante muchos años (demasiados años, pensó, sintiendo de nuevo el hierro aguzado de la culpa) había reconocido tácitamente que ella utilizaba su silenciosa planificación para escapar del sopor y la depresión. Pero lo cierto era que lo había hecho, él lo había sabido y se había adaptado a ello, y de pronto ya no estaba, como un metrónomo que callaba de golpe. Herida y aturdida, su alma sin embargo se había expandido con las circunstancias recientes y había vuelto a zonas que durante años habían permanecido cerradas.

Helen sirvió una espléndida cena. Preparó una ensalada de camarones y asó un trozo de pescado. De pie junto a la humeante parrilla de hierro, bebiendo vino y charlando, parecía la cocinera de un programa de televisión. Rick, su hijo menor, que ahora estudiaba en Easton, soñaba con ser abogado defensor, como muchos jóvenes de diecinueve años. Helen le transmitió las inquietudes del muchacho. ¿Creía Stern que la mayoría de sus clientes eran inocentes? ¿Cómo podía defenderlos si sospechaba lo contrario? ¿Cómo se sentía cuando descubría que eran culpables?

Eran viejas preguntas, los enigmas de una vida, y Stern las respondió con placer mientras Helen escuchaba atentamente. Algunos hablaban de la nobleza de la ley. Stern no creía en ello. Había un exceso de sordidez, un tufo a matadero en cada tribunal donde entraba. A menudo era una profesión ingrata. Pero la ley, al menos, procuraba controlar la desgracia, los deslices y lesiones de nuestra existencia social, que de lo contrario quedaban totalmente al azar. El objeto de la ley era permitir que el mar engullera ordenadamente sólo a los destinados a ahogarse. La razón nunca podía triunfar del todo en los asuntos humanos, pero no había causa mejor que defender. Helen escuchaba con atención, mientras saboreaba el vino.

Trajo bayas para el postre. Ella acercó la botella de vino a Stern, quien la rechazó. Helen había bebido sin trabas, Stern había tomado una sola copa. Últimamente bebía demasiado, contrariando sus hábitos; a menudo le dolía la cabeza.

– Como de costumbre -se interrumpió-, he hablado yo solo, y sobre mí mismo.

– Es maravilloso escucharte, Sandy. Lo sabes.

– ¿De verdad? Bien, me gusta tener un público receptivo.

Helen lo miró directamente.

– Aquí lo tienes -murmuró. Callaron, estudiándose-. Mira -dijo Helen Dudak-. Tú lo sabes. Yo lo sé. Así que voy a decirlo. Estoy disponible. ¿De acuerdo?

– Bien, desde luego.

Ella enarcó las oscuras cejas.

– En todos los sentidos.

A Stern se le encogió el corazón. ¿Qué ocurría con Helen? Tenía un modo de manejar las situaciones que lo desarmaba por completo. Decía lo que pensaba sin rodeos. Pero ambos sabían que habían llegado a una encrucijada.

– No estás preparado -añadió ella de inmediato-. Lo comprendo. -Ella cogió la copa y bebió un sorbo, su primer gesto abiertamente nervioso-. Pero cuando llegue el momento, lo estarás. Nos hallamos a un paso del siglo veintiuno, Sandy. Ya no hay reglas de decencia en estos asuntos. Nadie se desvive por respetar el luto.

Stern no supo qué diría si ella le daba la oportunidad. Desde luego, no podía explicar todas sus circunstancias a Helen, decirle que había salido como un vampiro cuando se suponía que estaba muerto, y que ahora lo habían dejado en la cripta con una estaca en el corazón. Pero, por suerte, las explicaciones no parecían necesarias. Era un buen argumento, pensó Stern, y Helen se había reservado todas las directrices. Tenía una función de misionera. Iba a curar a Stern, reconciliarlo consigo mismo. Al cabo de un instante le diría que todavía era atractivo. Hacía décadas que conocía a Helen, y esta forma directa de hablar no le parecía característica. Ésta no era la auténtica naturaleza de Helen, sino un modelo nuevo y mejorado, superado y reorganizado. Buena parte de esto parecía deliberadamente planeado. Las ex colonias debían buscar la autodeterminación. Di lo que piensas. Admite tus deseos. Tienes todo el derecho. Él no confiaba tanto como ella en las virtudes de esta revolución, pero por esa noche, qué más daba. Desempeñaría su papel. He aquí a Alejandro Stern, el primer galán calvo de la historia.

– Eres un hombre muy atractivo, Sandy.

Stern no pudo contener una sonrisa y ella la interpretó mal.

– ¿Piensas que las mujeres sólo se sienten atraídas por un cuerpo de veinte años?

Éste era uno de los misterios de la vida que ocupaba un quinto o sexto orden en importancia. ¿Qué atraía a las mujeres? La atención. Eso lo sabía. Algún tipo de fuerza, suponía. Pero el elemento físico siempre participaba de alguna manera.

– En cualquier caso, Helen, creo que carezco de algunos ingredientes esenciales.

– No lo creo. Opino que tienes todos los ingredientes esenciales, incluso algunos de los no esenciales…

Ella agitó la mano en el aire y ambos rieron alegremente.

Claro que no tenía sentido fingir que esto no le agradaba. Desde luego que sí. Dado el ánimo con que había iniciado la velada, la franqueza, el afecto, la excitación de Helen eran un milagro alentador. Stern le cogió la mano.

– Helen, es una oferta realmente encantadora. Sin duda me obsesionará.

Como de costumbre, le agradaba mostrarse evasivo. De nuevo surgía su aspecto esencial, el forastero, desconocido y misterioso. Al parecer su aire ambiguo fue demasiado para ella. Retrocedió y meneó la cabeza.

– Cielos, lo he echado todo a perder.

– Tonterías.

– Oh, Sandy. -Helen se cubrió la cara con las manos-. Estoy borracha. No puedo creer lo que está pasando.

Se irguió con los ojos cerrados, de pronto ruborizada, con intensa vergüenza. Stern se conmovió al ver a la sincera y querida Helen tan humillada. Empezaba a portarse con la inestabilidad emocional de un adolescente. Se levantó y se le acercó por detrás para abrazarla.

– Helen.

– Estoy borracha -repitió ella-. Me he comportado como una cualquiera.

– Has mostrado tu franqueza y tu bondad. Y yo me siento muy halagado. Además, tengo un gran interés.

– ¿En serio?

Ella irguió el cuello, mirándolo desde abajo, una simpática maniobra propia de una persona mucho más joven. La sonrisa también era aniñada.

– De verdad -aseguró Alejandro Stern.

Le tenía demasiado afecto como para no abrazarla. Se agachó para besarla, lleno de buenas intenciones y en absoluto preparado para la conmoción espectacular que lo sacudió desde el primer instante, Helen también lo sintió y soltó un gruñido. Él rodeó la silla y la abrazó. Le tocó los senos.

– Arriba -dijo ella al cabo de un momento.

Lo cogió de la mano y lo condujo hasta el dormitorio. Allí él entreabrió el vestido de Helen, bajó el corpiño y le ayudó a quitarse el sostén. Los pechos eran anchos, algo achatados por la edad y las tribulaciones femeninas, pero el espectáculo aún excitaba a Stern. Ella lo soltó para desabrocharse la falda. Helen le había aflojado la corbata y él se la arrancó.

Fue entonces cuando recordó a Peter y su consejo. Stern se quedó paralizado. No tenía lo necesario. La situación sería terrible.

– Helen -dijo. Ella lo miró, pero él no atinaba a hablar-. Helen, esto me resulta muy embarazoso…

– Oh -exclamó Helen- ¿En qué mundo vives? -Ella señaló una cómoda-. El cajón de arriba.

Entre las medias de seda había un paquete de condones. Él trató de no sobresaltarse. Helen, que se había llevado los brazos a la parte superior de la espalda del vestido, plegándolo con languidez, sonrió débilmente.

– No estoy ofendida, si tú no lo estás. A decir verdad, es una necesidad. -Stern no comprendió-. Control de natalidad -explicó ella.

– Vaya, Helen -se sorprendió Stern.

De algún modo la noticia le agradaba.

– No te entusiasmes demasiado -rió ella, alzando las sábanas-. Estoy en la menopausia. Como todo el mundo. Pero menos avanzada.

Stern examinó el paquete. El tamaño grande. Faltaban veinticuatro. Por Dios, la vida moderna resultaba desconcertante. Helen se le había acercado de nuevo. Se liberó de ambas mangas.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó.

Después se quedó acostado junto a Helen. Esa noche había sido menos hábil. Lo había entorpecido aquella estúpida cosa de látex y el nerviosismo de los dos se había evidenciado en una amabilidad casi cómica. «¿Así está bien?» «Oh sí, sí, por favor.» Con todo, ahora se abrazaban en silencio, satisfechos. Stern supuso que en algún momento debería largarse. Pero todavía no. Pensaba que era una criatura realmente ruin, uno de esos pícaros de una farsa francesa de alcoba, que juraba castidad y luego se arrojaba sobre la primera mujer que se le cruzaba en el camino. ¿Qué le ocurría?

Pero no creía que le sucediera nada especial. Por lo que había oído en televisión, el cine y las charlas en los cócteles, o de dondequiera vinieran esas ideas, había supuesto que estas relaciones, llamadas informales, eran sórdidas y carentes de afecto. Pero en aquella blanda penumbra se sentía pleno de cálidos sentimientos. Esta mujer, como Margy, le resultaría digna de afecto para siempre. ¿Era un autoengaño? ¿O la sabiduría popular se equivocaba? ¿Acaso todo el mundo buscaba intimidad y cercanía? También pensó, curiosamente, en Dixon. ¿El maestro espadachín también experimentaba sus mil aventuras de esta manera? Sí. Probablemente. Incluso para Dixon tenía que haber algo más que la oportunidad de alardear. Buscaba aceptación, ternura, respaldo femenino antes de regresar al mundo agresivo de los hombres. También Alejandro Stern. La vida que había conocido se había esfumado y el camino que recorría era totalmente nuevo. ¿Qué le aguardaba? De pronto reconoció que los últimos meses habían estado sembrados de temores. Pero ahora no. Por el momento, con Helen acurrucada en sus brazos y respirando más despacio a medida que se dormía, se había tomado un respiro, gozando del fresco aire de la noche. Esa noche, por primera vez desde que había ocurrido, pudo declararse, al menos brevemente, en paz.


Para la ocasión, Stern pidió prestado el Chevy 1954 de su compañero de estudios, George Murray. En esa época, hacía poco que los automóviles norteamericanos habían dejado de parecer teteras y aquel vehículo, que venía equipado sólo con un calentador, tenía un aspecto aerodinámico. No había conocido a muchas chicas en Estados Unidos; parecía haber pocas oportunidades. Durante años había estado inmerso en sus estudios, y por lo tanto despertaba poco interés en las mujeres que lo rodeaban. Además, desde los diecisiete años había trabajado todos los fines de semana, siguiendo una ruta que lo llevaba por todo el Medio Oeste en el decrépito y maloliente camión de Milkie, su jefe rezongón y tuerto. Con el tiempo, su falta de experiencia complicó las cosas. Nacido en el extranjero, con acento español, judío, se sentía como un extraterrestre en compañía de las mujeres.

Así que agradecía la dulzura de Clara. Incluso mientras él se apresuraba a abrir la portezuela del coche, ella actuaba con soltura. Notó que de alguna manera daba seguridad a esa joven tímida.

A pesar de que aspiraba a ella, ciega e instintivamente, tal vez Clara pensaba que él era todo lo que ella merecía.

– En realidad fue idea mía -comentó ella en cuanto se sentó-. Le supliqué a mi padre que te lo dijera.

– Esto -dijo Stern, con un gesto que los incluía a ambos- fue idea mía. Pero fuiste tú quien la puso en marcha.

– Oh, eres listo. Eso dice papá. Piensa que eres muy inteligente.

– ¿En serio?

Stern, que no estaba acostumbrado a conducir por la ciudad, miraba la calle con alarma. Si el coche sufría algún daño, tendría que huir del Estado. Murray se lo había dicho con toda claridad.

– ¿Qué piensas de él? -preguntó Clara-. Mi padre.

Stern estaba demasiado distraído para contestar con algo más que un gruñido.

Clara se echó a reír. Ella le tocó el brazo mientras él movía la palanca de cambios.

– Soy terrible, ¿verdad? Pero no siempre actúo así. Es culpa tuya. ¿Sabes que por lo general soy callada? Todos te dirán eso de mí.

– ¿Y qué más me dirán? -preguntó Stern cálidamente.

Ella sonrió, pero la pregunta no era apropiada.

– Háblame de Argentina -dijo al cabo de un momento.

Era un concierto de Ravel. Ella le habló de la música, haciendo referencias casuales a pasajes que suponía eran transparentes para él como palabras escritas en la página. En el descanso él compró zumo de naranja. Sólo una botella para ella. Su instinto para el ahorro había sido más fuerte que él, y de inmediato advirtió que podía incomodarla al hacer tan evidente su falta de medios. Pero ella no se inmutó. Le ofreció la pajilla, que atravesaba la tapa de cartón de la botella, y lo obligó a beber un sorbo. Entonces sucedió algo. El vestíbulo de la sala de conciertos estaba atestado, la magnífica acústica del edificio amplificaba los murmullos y las luces lastimaban los ojos después de una hora en la penumbra. Pero ese momento fue para Stern más íntimo que un abrazo. De algún modo, el carácter de Clara se le mostraba tan transparente como las notas que había oído antes: ella era bondadosa. Apasionadamente. La bondad le interesaba más que la soltura social. Esta visión dominó a Stern, quien casi se desmayó al sentirse inmerso en aquella tibia corriente, con el corazón atraído por ella.

– Ha sido maravilloso -dijo ella mientras caminaban bajo las luces del teatro después del concierto.

Clara había salido con el abrigo en la mano y ahora los peatones los empujaban mientras ella forcejeaba con una manga. Stern se armó de valor para pedirle que lo acompañara a cenar al barrio chino. Había esperado ese momento toda la semana. Tendría que llevarla a alguna parte. Al fin decidió que el barrio chino satisfacía los requisitos económicos y románticos, y la idea de esa comida -en esa época era flaco y siempre estaba hambriento- lo había incitado durante días. Sin embargo ella rehusó, sin duda pensando en el dinero.

– Debo decirte, Clara Mittler, que la semana próxima me propongo hacer una reserva por teléfono.

Esto era verdad. Se había contenido sólo porque no estaba seguro de si Henry le permitiría conservar la oficina. Pero este comentario jocoso logró divertirla, Ella tenía aquel extraño poder. Bajo las luces de la marquesina, Clara Mittler rió con soltura. Llevaba un pequeño sombrero rosado con un velo blanco y se lo sostuvo con la mano.

– La semana próxima -dijo- saldremos sólo para cenar. ¿Para qué apresurarnos esta noche?

Convenido. Stern le ofreció el brazo y ella lo cogió. Echaron a andar juntos entre la multitud, los hombres con gabardinas, las mujeres con estolas de piel y joyas. Stern sintió un arrebato de placer. Estaba seguro de que muchos los miraban pensando: «Qué bonita pareja americana».

19

El mensaje decía «Margy Allison». Si hubiera dicho simplemente «Margy» él habría comprendido quién era un segundo antes y habría sentido menos remordimientos. No había hablado con ella desde que se habían despedido en el hotel. No más flores, ni una llamada para saludar o para mencionar que tal vez le hubiera contagiado una enfermedad sexual. Había querido hacerlo, pero habría sido más fácil lograr que el Departamento de Salud Pública enviara una tarjeta postal que explicar el asunto por teléfono. ¿Cómo daría cuenta de lo ocurrido protegiendo al mismo tiempo la intimidad de Clara… y la suya? Peter ya había llamado para informarle que la muestra analizada estaba limpia; después de un segundo análisis de sangre, al cabo de dos semanas, tendría la certeza de estar sano y no sería necesario dar explicaciones. Había pensado que convenía esperar. Pero este mensaje lo acorralaba. Bien, había ido muy lejos en pocos meses, de esposo fiel a personaje de comedia. Suspiró y pidió a Claudia que llamara a Margy.

– Hola -dijo ella. Stern creyó detectar una nota de jovialidad en la voz, pero sus esperanzas pronto se derrumbaron. Margy era irónica-. Hace tiempo que no nos vemos -añadió.

Stern titubeó. ¿Qué le había hecho suponer que era hábil con las mujeres?

– Si dijera que estoy terriblemente avergonzado, ¿me creerías?

– Claro. Te creería y no me extrañaría.

Estaba furiosa, exasperada. Stern se hundió en la silla, tratando de superar sus sentimientos de culpabilidad. Ella estaba dispuesta a apalearlo, era evidente.

– Me temo… -empezó, pero se interrumpió.

Iba a decir que todo aquello era nuevo para él y se sentía confundido. Pero era una excusa demasiado patética.

– ¿Qué? -dijo Margy con su acento de Oklahoma-. ¿Vas a decirme que algo te asusta?

– Margy, lo siento de veras. En serio. Eres una persona encantadora que no merece ser tratada así.

– Ya lo creo que no.

– Lo sé. En serio…

– Pero te estoy llamando.

– Me complace que lo hagas.

– No llamé para complacerte. Tengo una cosa que debes ver.

– Sí, tú. Me guste o no, supongo que tú eres la persona con quien debo hablar de esto.

Stern sintió un aguijonazo. Cielos, pensó. Cielos. Cerró los ojos. Margy lo había descubierto.

– Estaba sentada mirando esta puñetera cosa y pensé… bien, ahora tendré que hablar con ese canalla.

– Oh, Margy -se lamentó Stern. Aguardó un instante, muerto de vergüenza- ¿Cuándo lo descubriste?

– Ayer.

Naturalmente. Equivocarse era típico de Peter.

– Es cosa mía -aseguró Stern-. No te quepa la menor duda.

– ¿Por qué iba a tener dudas? Te estoy llamando a ti, ¿verdad?

Stern aún tenía los ojos cerrados. Nunca en la vida había vivido un momento así. Nunca. Siempre había cuidado su honor. Tanteó con una mano el escritorio hasta que recordó que esa búsqueda furtiva era inútil. Compraría puros. Se lo prometió. Solemnemente.

Como él guardaba silencio, ella dijo:

– Necesito que me digas qué debo hacer.

– Desde luego.

– ¿Cuánto va a durar esta puñetera mierda?

¿Qué había dicho Peter? Entre tres semanas y una vida. Respondió que no estaba seguro. No deseaba entrar en detalles.

– Magnífico. Supongamos que voy a verte.

– ¿Aquí?

– ¿Dónde si no?

Al parecer Margy estaba confundida respecto del tratamiento o el diagnóstico.

– Suponía que todo lo necesario se podía hacer en Chicago.

– Yo también -replicó ella-, pero no va a ser así.

Stern no entendía a qué demonios venía esa actitud.

De pronto pensó en Helen y perdió el aliento. Se reclinó rígidamente en la silla. No podía haber un problema también con ella. Peter casi se lo había prometido. ¿Y si se había equivocado dos veces? Stern abrió los ojos.

Margy le preguntó si seguía allí.

– Lo siento.

Le pidió un instante y se acercó más al escritorio, aferrando el borde de cristal verde. Todo ese control que había ejercido, esa excesiva y huraña contención que se había impuesto, aun despreciándola en silencio, tenía un propósito. Ahora lo comprendía.

– Sabes que sólo tengo tres semanas -anunció Margy.

– ¿Tres semanas? -preguntó Stern.

– Hasta que me presente allí. Esta cosa dice 27 de junio.

Casi preguntó qué cosa, pero se contuvo. Un milagroso proceso de reconstrucción se activó de pronto. Oh, todavía estaba vivo. Ahora comprendía: Margy había recibido una citación del gran jurado. Stern se apoyó la mano en el pecho y sintió las palpitaciones del corazón.

Respondiendo a sus preguntas, ella le resumió los hechos del día anterior. Agentes del FBI de Chicago le habían entregado la citación, funcionarios locales que no estaban involucrados en la investigación y se limitaron a dejarle el papel diciendo que tendría que testificar el día 27 acerca de los documentos solicitados.

– Tienes muchísima razón -admitió Stern-, tienes que venir aquí. Por un momento pensé que no pedirían una presentación personal ante el gran jurado, pero ya que te han dicho lo contrario… -Ahora mentía a rienda suelta. En un instante reordenaría toda la conversación-. Conque el 27. -Buscó la agenda, pero la tenía Claudia. No se molestó en recobrarla-. Sí, está bien. Bueno, te veré entonces.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella.

– No, no -la tranquilizó Stern-, claro que no. Debo reunirme contigo, examinar los documentos, determinar por qué te han molestado.

– Pero tú eres mi abogado. No será como lo de John. Como tú dijiste… eres el responsable.

– Debo confirmarlo con la ayudante del fiscal para asegurarme. Pero… -Detente, se dijo. Alto. Estaba parloteando, aún electrizado por el alivio-. Margy, pon la citación en la máquina de fax. Ahora.

Guardaron silencio por unos incómodos instantes. Luego Stern, mintiendo descaradamente, anunció que Claudia le pasaba otra llamada e hizo esperar a Margy hasta que tuvo la copia de la citación en el escritorio. Solicitaba documentos de la compañía y en rigor tenían que habérsela entregado a él, como abogado de la empresa. No había interpretado la advertencia de Klonsky como indicio de que fueran a llegar tan lejos. Pero la juez Winchell había permitido que algunos fiscales emplearan esta táctica en otros casos, cuando argumentaban que era preciso asegurarse de que los empleados cumplieran con la entrega de los documentos. Y como ya era habitual, observó Stern, el informante del gobierno había identificado con exactitud a la persona que mejor conocía los documentos de MD.

El contenido de la citación era previsible en la mayoría de los aspectos. Había una lista de aproximadamente doce fechas; el gobierno exigía todos los albaranes escritos en esos días en el despacho central de pedidos. Al solicitar los documentos de todas las transacciones de MD en cada fecha, el gobierno perseveraba en su esfuerzo por ocultar sus verdaderas intenciones, sin citar transacciones específicas. Pero entre ese fajo de documentos estarían los albaranes que John había escrito a pedido de Dixon para las órdenes que habían terminado en la cuenta de errores. Una vez más, el informante daba en el blanco.

En el segundo párrafo de la citación, el gran jurado solicitaba todos los cheques cancelados de MD durante los primeros cuatro meses del año que superaran los 250 dólares. Esto era otro paso del gobierno para comprobar que las ganancias de las operaciones ilícitas estaban en manos de Dixon. También era un signo alentador; al parecer, como había predicho Dixon, la citación presentada al banco no había dado resultados. Stern había pasado un par de noches examinando copias de los registros del banco y no había visto nada digno de mención salvo los ocasionales cheques personales de seis cifras para inversiones y adquisiciones, los cuales formaban parte del estilo de vida millonario de Dixon. Desde luego, no había ingresos grandes procedentes de fuentes poco claras.

– ¿Qué es este último dato? -le preguntó a Margy cuando volvió al teléfono. Su pulso había recobrado la normalidad. Leyó-: «Todos los documentos de apertura de cuentas, registros de compra y venta, confirmaciones y declaraciones mensuales para la cuenta 06894412, cuenta Wunderkind». ¿Sabes de qué se trata?

– Lo he estado mirando -dijo Margy.

– ¿Y?

– Es un tío muy listo. ¿Tienes las declaraciones de la cuenta de errores que te di?

Stern le pidió que aguardara mientras Claudia traía la carpeta.

– Mira el 24 de enero -dijo Margy-. ¿Ves donde la cuenta de errores tiene una compra y una venta de casi dos millones de kilos de avena?

La veía. Dixon -o cualquier persona, por seguir las presunciones formales- había hecho coincidir esos pedidos con un alza en los precios de la avena causada cuando Chicago Ovens compró más de dos millones de bushels ese día en Chicago.

– Las operaciones rindieron una ganancia de cuarenta y seis mil, ¿verdad?

Él apenas podía seguirla, y mucho menos comprender la aritmética. Se limitó a asentir.

– Ahora mira el día siguiente. ¿Ves una compra del 2 de abril, noventa contratos de plata, en la cuenta de errores?

– Sí.

Según las notas de la declaración de la cuenta de errores, esa operación, como las transacciones con avena el día anterior, se había efectuado con un número de cuenta que no figuraba en MD. Por lo tanto, todas las operaciones habían pasado a la cuenta de errores.

– ¿Sabes cuál es el valor en efectivo de la plata? ¿Te sorprende que ronde los cuarenta y siete mil?

Todo era una sorpresa a estas alturas, pero Stern, reconociendo su papel, se limitó a decir que no.

– Ahora mira la declaración de la cuenta de errores. ¿Ves de nuevo los dos contratos de plata?

– «Transferencia a la cuenta 06894412.»

Stern leyó la nota y miró de nuevo la citación. Era el número de la cuenta Wunderkind. Como de costumbre, no comprendió.

– ¿Ves? Él usó las ganancias que había obtenido con la avena el 24 para comprar plata el 25. El coste de la plata se deduce de la cuenta de errores, y una vez pagado él efectúa ingresos y coloca la plata en esta otra cuenta, Wunderkind. Invierte las ganancias en plata y las conserva en su manita caliente.

– ¿En otras ocasiones ocurre algo similar?

– Por lo que veo, en cada maldita oportunidad. Gana dinero con compras anticipadas, las arroja en una posición de error para absorber las ganancias y las traslada a la misma cuenta.

– ¿Wunderkind?

– En efecto.

Stern se lo explicó a sí mismo para estar seguro de que comprendía: era complicado sacar las ganancias de una compra anticipada de la cuenta de errores. Una vez que tenía las ganancias en la mano, compraba nuevos contratos, cometiendo algún error que hiciera ingresar la nueva transacción en la cuenta de errores; cuando la cuenta de errores pagaba la nueva posición, se transfería a la cuenta de Wunderkind, fuera esto lo que fuese. Por eso Dixon le había dirigido esa mirada taimada en el campo de golf.

– ¿Y qué pasa con todas las imposiciones de la cuenta Wunderkind?

– No lo sé, porque todavía no tengo los registros. Quizá las cerró y se guardó el dinero en el bolsillo.

– ¿Y qué significa Wunderkind?

– Lo ignoro. Tal vez sea el nombre que figura en la cuenta. Lo único que sé, por el número, es que se trata de una cuenta empresarial.

Stern asintió. Conque la carrera entraba en la recta final. Si el gobierno demostraba que Dixon controlaba la cuenta Wunderkind, tendría la prueba que necesitaba para culparlo de todo. Pero por la expresión de Dixon en el campo de golf, era probable que su cuñado se reservara otro truco, otro modo sagaz de evitar que los federales le atribuyeran esos dólares sucios. Una cuenta empresarial. Tal vez las acciones de la compañía estaban en un fondo fiduciario, controlado y financiado desde el exterior. Durante la investigación del Servicio Fiscal Interno, años atrás, Stern había visto a Dixon realizar estas triquiñuelas, que habrían enorgullecido a la CIA. John aún constituía su principal preocupación: ¿qué le diría al gobierno? Si ponía trabas o decía la verdad a medias, Klonsky y Sennett lo amenazarían con procesarlo, y en serio. Stern meneó la cabeza al pensar en la delicada situación del yerno.

Pidió a Margy que se asegurara de reunir los documentos el lunes, antes de comparecer.

– Desde luego. Trabajaré todo el fin de semana. No es la primera vez. Tal vez llegue allí el domingo por la noche -anunció Margy con un suspiro-. Me alojaré junto al Gresham.

– Ah, sí -dijo Stern-. Veo que Claudia me llama. Debe de ser urgente. Muchas gracias -le dijo a Margy-, muchas gracias.

Colgó sintiéndose inquieto, agradecido y libre.

20

La semana anterior, Stern había vuelto dos veces a su casa por la mañana para cambiarse y mirar la correspondencia, tras pasar la noche con Helen. Habían salido tres veces desde la velada en la sinfónica -cena, teatro-, y ella había demostrado en cada ocasión su aptitud para ayudarlo a barrer el peso muerto de una vida arruinada. Con Helen, sólo oía esa cautivante risa musical, una voz clara y firme, y sentía desde luego la apremiante palpitación de una renovada vida romántica. La tierna y dulce Helen se empeñaba en mejorarlo.

En la correspondencia del día anterior, Stern halló esa mañana otra copia de la cuenta de Westlab, esta vez un formulario rosado, con un sello en letras de imprenta rojas que decía «ATRASADO». Sí, ya lo creo, pensó. Stern sospechaba que, dada la naturaleza del problema, Clara había consultado a un médico que fuera mujer; revisó de nuevo la agenda de Clara en busca de un nombre, pero sabía que sería en vano. ¿Qué podría decirle esa doctora? ¿Qué podría cambiar? Pero su curiosidad no era del todo racional. Tomó este aviso atrasado como un guiño del destino y, en cuanto estuvo vestido, salió con la cuenta de Westlab y la libreta de cheques en la mano a buscar el sitio donde, a principios de marzo, una muestra perteneciente a Clara se había cultivado, examinado y etiquetado con precisión clínica. En el coche se preguntó si sería un error y se dijo por centésima vez que el diagnóstico no era la clave del asunto. Clara había tenido razones para sospechar problemas. Sólo en la Biblia y en los cuentos de caballerías los virtuosos mantenían relaciones sexuales en sueños.

Stern no había reconocido la dirección del laboratorio, pero la guía de calles la situaba en un callejón entre dos avenidas comerciales, a cinco o seis manzanas del hogar de los Stern en Riverside. Allí estaba, un edificio bajo de ladrillos con ventanas de madera, al estilo de los años cincuenta. Había pasado frente a Westlab durante veinte años sin reparar nunca en él. Más allá de las puertas acristaladas del edificio había poco espacio público, una pequeña zona de espera con cuatro asientos de plástico sujetos a una barra de acero y un tabique transparente. En la ventanilla preguntó por Liz. La llamaron y acudió. Era tal como la había descrito Radczyk, morena y menuda, con cabello corto y negro cortado en un flequillo que le enmarcaba la cara. Llevaba pantalones grises y bastante maquillaje, y delineador en abundancia bajo las pestañas inferiores. Le dirigió una sonrisa simpática; estaba acostumbrada a tratar con el público.

– Soy el señor Stern -se presentó-. Enviaron esta factura a mi esposa poco antes de su fallecimiento a finales de marzo. En la confusión del momento, temo que la olvidé.

– Oh, no hay problema -exclamó Liz, agitando la mano en un gesto de absolución.

Él aguardó un instante.

– Probablemente también hubiera honorarios médicos. Nunca los recibimos o se traspapelaron. Me gustaría ponerme en contacto con el doctor para cerciorarme de que no hayan pasado por alto esa factura, pero no sé bien quién era. ¿Puede darme el nombre del facultativo que solicitó el análisis? Si hay algún contratiempo, soy albacea del testamento de mi esposa…

– Oh, no. -Liz agitó nuevamente la mano y desapareció al instante con la copia de la factura de Westlab, perdiéndose en un espacio iluminado por rutilantes tubos fluorescentes. Desde alguna parte llegaba un vago olor antiséptico. Tras examinar los archivos, Liz consultó a otra mujer y luego regresó ojeando una carpeta. Habló antes de llegar a la ventanilla.

Stern creyó no entender el nombre que le decía.

– ¿Cómo ha dicho?

– ¿Lo conoce usted? ¿El doctor Nathaniel Cawley? Tiene el consultorio en Grove. A tres calles de aquí. Tome la dirección.

Puso la carpeta delante de Stern y le mostró la solicitud de análisis, un formulario largo con letra pequeña y casilleros, llenados con indescifrables garabatos de médico. El nombre y la dirección profesional de Nate aparecían en la parte superior del formulario, no cabía duda de que él había solicitado los análisis: firmaba con un garabato y había escrito «Cultivo vírico para HSV-2» en un recuadro al pie de la página.

Con un repentino escalofrío, Stern alzó los ojos y vio que Liz lo miraba con extrañeza. Tal vez le llamaba la atención su desconcierto o se había acordado de Radzcyk, o al fin había visto para qué era el análisis. Stern decidió seguir fingiendo. Sacó la pluma de oro del bolsillo interior para anotar la dirección de Nate. Pero no tenía papel a mano, así que se alejó sin decir palabra.

– ¿Usted quería pagar esto? -lo interrumpió Liz, cogiendo la factura.

Extendió el cheque con manos trémulas. No lograba trazar bien los números y tuvo que romper el primer cheque.

¡Nate! Ya en el exterior, Stern se desplomó en el cuero color cereza del asiento delantero del Cadillac. Sin duda había una explicación. Como que bebía demasiado o que estaba agobiado por las complicaciones de su vida personal, Nate había pasado esto por alto. No obstante, Stern estaba confuso. Nate a veces era desordenado, pero no distraído. Le alarmaba pensar que un médico se mostrara imprevisible o impreciso. El coche de Stern tenía teléfono. Stern nunca lo usaba -su viaje diario a la oficina no duraba más de diez minutos y podía ir caminando a ambos tribunales-, pero como le gustaban los aparatos había dejado que Claudia le consiguiera un número y a veces lo usaba. Lo conectó, marcó el número de información y luego el del consultorio de Nate.

– No está aquí. ¿Puedo ayudarle, señor Stern?

– Tengo que hablar con él. -Ya había sido bastante amable con Nate. Se creía con derecho a una respuesta inmediata-. Es una especie de emergencia.

La enfermera hizo una pausa. Stern sabía lo que estaba pensando: con los pacientes todo eran urgencias.

– Está en el hospital. -Ella dictó el número-. Puede usted tratar de encontrarlo, pero está haciendo su ronda y no sé si dará con él. Le diré que lo llame.

Stern dejó sus números -oficina, coche, casa- y llamó al hospital. Cuando dio con la encargada de mensajes, describió el recado como urgente. Detrás de él, cerca de las puertas de Westlab, una madre arrastraba a un niño hacia el edificio. Stern se volvió para observar la escena. El niño por lo visto sabía lo que le esperaba, pues se resistía ferozmente, arrojándose al suelo. La madre tampoco pudo más y al fin Stern notó que ella también lloraba.

– Soy el doctor Cawley.

– Nate, Sandy Stern.

– ¿Sandy?

Había un dejo de frustración o incredulidad en la voz.

– Será sólo un momento. Necesito hablar contigo acerca de Clara.

– ¿Clara? Por Dios, Sandy, estoy haciendo mi ronda en el hospital. -Nate tardó un instante en dominarse-. Sandy, ¿te puedo llamar más tarde?

– Nate, te pido disculpas, pero…

– Mira, Sandy, ¿es por lo de Westlab? ¿Por eso llamas? Recibí tus mensajes.

Nate, tal como él había previsto, iba a dar explicaciones. En un instante de lucidez, Stern comprendió que parecería tonto e impulsivo, y sintió la tentación de colgar.

– Sé que es una obsesión tonta, Nate, pero…

Nate se apresuró a interrumpirlo de nuevo.

– No, no, Sandy. Es culpa mía. Lamento que hayas tenido que perseguirme, pero he hecho averiguaciones. ¿De acuerdo? Registré mis fichas, llamé a Westlab y nadie sabe de qué se trata. Allí no tienen ningún registro, y yo tampoco, así que no sé qué decirte. Es sólo un error, sin duda. ¿De acuerdo? Todos hemos investigado a fondo. Olvídalo. ¿Vale?

Stern se miró la rosada palma de la mano. ¿Qué pasaba? Una especie de rumor sordo le recorrió el cuerpo, y tardó sólo un instante en comprender: Nate mentía. Sin duda. Había mentido desde el principio. Stern necesitó respirar aire puro mientras Nate seguía parloteando. ¿Qué otra cosa no había comprendido? Por otra parte, no deseaba saberlo.

Después no supo bien cómo había concluido la conversación. El aparato con tablero luminoso descansaba en la horquilla y él se miraba la mano. Empezó a marcar de nuevo, pero una voz prudente lo conminó a recobrar antes la compostura. Había aprendido algo en el tribunal. Un embustero mentía cuando lo provocaban. Nate negaría haber sido evasivo. Llegado el caso, le diría que el formulario estaba equivocado, dijera lo que dijese. Necesitaba aplomo para hacer frente al asunto.

Puso el motor en marcha y arrancó. Al cabo de un par de calles, bajo los robustos árboles de esa zona de la ciudad, la idea lo desgarró como si lo hubieran empalado: Clara lo había odiado. Despreciado. Eso había motivado todo el engaño. Stern podía comprender qué motivaba a Nate; para eso le habían bastado unos minutos de reflexión. Mentía por cobardía, porque no quería enfrentarse a Stern con la verdad. No sólo la infidelidad de Clara. Ése era el síntoma, no la causa. Pero la enfermedad -una especie de brutal e irremisible insatisfacción conyugal- era demasiado dolorosa para revelarla. Sin embargo era manifiesta en cada acto, en cada embrollo que ella le había legado. Incapaz de decir lo que pensaba, había optado por una demostración gráfica: una vida y un hogar arruinados y envilecidos.

¿Él debía fingir que no sabía nada de esto? Yendo por la calle River, se acercaba a uno de los muchos miradores, un espacio de cemento con un viejo parapeto de piedra gris que bordeaba la orilla del río y una hilera de bancos que miraban hacia las verdes colinas de Moreland y los elegantes barrios de la margen oeste. Aparcó y cruzó la calle. Se apoyó un instante en el grueso parapeto, observando las rápidas aguas que circulaban con sus turbulentas corrientes ocultas y la superficie rutilante -La Chandelle- y se desplomó en uno de los bancos.

Sólo se había manifestado algo cuando sus hijos se fueron uno por uno a la universidad. Cuando se marchó Kate, Clara trasuntaba desesperación, una dolida y persistente pesadumbre. A pesar de su silencio, ella estaba desquiciada y él no podía calmarla. De manera muy indirecta, él había sugerido una terapia que fue rechazada de inmediato. Siempre reservada en cuanto a su desgracia, Clara se quejaba a veces de la ausencia de Stern. La oficina. Los juicios. Los puros. Durante esa época ella le prohibió fumar en casa. Retrospectivamente, el mensaje era claro: él aún tenía su vida, de la cual nunca había participado. Le quedaban pocas cosas. Ante este reproche tan directo, Stern la había eludido. Había aceptado una serie de compromisos en otras partes: un prolongado juicio en Kansas City, seminarios y demostraciones de técnicas forenses. Había volado de un lado al otro del país durante meses y al fin había sugerido lo irresistible, un viaje juntos al Lejano Oriente. En Japón, con sus monstruosas ciudades y sus misteriosos jardines, volvieron a estar juntos.

Pero antes de eso, durante el juicio de Kansas City, en uno de los escasos días en que estaba en casa, había tenido lo que ahora consideraba la oportunidad de examinar el corazón de Clara. El juicio, relacionado con una conspiración de políticos y funcionarios sindicales, había durado catorce semanas. Stern volaba a casa los viernes por la noche y partía los domingos al mediodía. Su presencia era meramente física; hablaba por teléfono casi todo el fin de semana, o iba a su oficina a prepararse para los siguientes testigos del gobierno. En uno de esos domingos, Clara le pidió que la acompañara a ver una exposición de raiku, vasijas japonesas de cerámica cocidas directamente al fuego y luego enrolladas en paja para trazarles marcas. Clara admiraba muchísimo estos objetos. Stern no tenía tiempo para esa salida, pero aceptó con la esperanza de aplacarla, sabiendo que ella sólo se sentiría libre de comprar una pieza si él estaba presente. Clara señaló una vasija tras otra. ¿Le gustaban? Un par de veces él cometió el error de revelar su impaciencia. Cuando vio el efecto que causaba su reacción, él mismo empezó a señalar los anaqueles. ¿Ésta? ¿Aquélla? Esta repentina avidez irritó a Clara, quien de pronto quiso irse. «Seguro que tiene que haber una», dijo él. Ella deseaba pocas pertenencias físicas.

Clara meneó la cabeza y enfiló hacia la puerta. Un momento, como tantos últimamente, de aspiraciones incompatibles. En la escalera del oscuro edificio, Stern tropezó y buscó la mano de Clara. La bola de hierro lo salvó. Cuando miró hacia arriba, Clara fruncía el ceño con exasperación y mostraba un raro destello en los ojos. Bien podría haber declarado sin rodeos que él no la complacía de una manera muy profunda. Stern ahora recordaba que ella no había movido la mano para ayudarlo.

Había pensado que aquello pertenecía al pasado. En cambio, ahora le parecía la mirada de despedida de Clara. Al fin, agobiada por la culpa, había dejado un mensaje pidiendo perdón. Pero se había disculpado sólo por la conducta de ella. El resto no se podía alterar. El corazón de Clara también había ardido en el fuego y llevaba esa marca insidiosa. Hubiera sido mejor que destruyera la casa, destrozara la porcelana, rasgara los cuadros. En cambio, llena de furia y desesperación, se había destruido a sí misma y había dejado que él sufriera cada vez que hallaba uno de los fragmentos.


Stern le habló de Argentina.

Su padre había viajado desde Berlín en 1928 para trabajar de médico en las colonias agrícolas de judíos rusos que habían llegado hacia 1880 y se habían instalado cerca de Santa Fe. Allí Bruno Stern había conocido a Marta Walinsky. Por los comentarios posteriores, Stern comprendió que su madre creía haber tocado el cielo con las manos al casarse con un médico. Jacobo nació poco después y Alejandro cuatro años más tarde; Silvia nació cinco años después de eso.

Así como algunos actores están siempre en el escenario, su padre era siempre médico. Llevaba barba y nunca renunciaba a sus modales profesionales. Caminaba por las calles de Entre Ríos con la bata blanca, que llevaba a casa para que su madre la lavara. Usaba trajes de lana de tres piezas. Se recortaba pulcramente las uñas y tenía manos blanquecinas, que se lavaba cada mañana con agua de lavanda. Se colgaba el estetoscopio del cuello, cogía el maletín y acudía a la enfermería. Su madre le había dicho que el padre era importante. Curaba a la gente. Todos lo respetaban. Su padre amaba el respeto. Una cuestión de respeto -Stern nunca había conocido la dimensión exacta del fracaso de su padre- había llevado a la familia a la cosmopolita Buenos Aires cuando Stern tenía casi cinco años. Una decisión desafortunada. Las gentes de la ciudad los tomaron por patanes y los parientes que tenían en el campo los trataron de inmediato como antipáticos porteños.

En Estados Unidos, el hecho de que Stern fuera un judío criado en Argentina apenas se consideraba un poco mejor que la posibilidad de que su padre se hubiera quedado en Berlín. Desde luego, había muchos antisemitas entre los argentinos. Ritella, la prima de su madre, evocaba desde su mecedora la Semana Trágica, cuando ella era una adolescente y las turbas habían invadido el barrio judío de Buenos Aires con barras de hierro y duelas de tonel, aporreando a todos los bolcheviques que encontraban, lo cual significaba prácticamente a todos los judíos. Los años que Stern recordaba de Buenos Aires no eran muy diferentes de los que habría vivido criándose en Chicago o Nueva York. En la zona cercana a Corrientes y Callao, casi 300.000 judíos -muchos de ellos, como su madre, hijos de inmigrantes rusos que se habían afincado en las provincias del litoral a finales del siglo XIX- habían establecido una comunidad. Había tres periódicos en yiddish, carnicerías y panaderías kosher, pequeñas sinagogas.

Eran gentes pobres -tenderos, obreros, peones- que, como decía su madre, vendían su trabajo para sobrevivir.

En el restaurante chino, mientras comía con Clara en un reservado magníficamente flanqueado por dragones de ojos rojos y cola verde, Stern no dio detalles de la vida familiar. Habló de los indios que andaban descalzos en Entre Ríos, de los revoltosos gauchos. Explicó la compleja trama de la cultura argentina, con diversos elementos europeos: apostura británica, franqueza italiana, gallardía y culpabilidad. Ella se emocionaba al oír hablar de aquel lugar remoto y sus costumbres; se le notaba en la cara, aunque permanecía silenciosa como un gato. A veces parecía incapaz de hablar. Entretanto, él parloteaba animadamente sobre cosas que a menudo prefería ocultar. La luminosa expresión de Clara era para Stern como un homenaje.

Luego ella le aceptó el brazo y ambos caminaron por el parque hasta el Chevy de George Murray.

– Debes dejar de llamarme Stern -pidió él.

– Muy bien. ¿Cómo te llamas? Alejandro, ¿verdad?

– Casi todos me llaman Sandy.

– Muy bien, Sandy -dijo ella.

Aun con sus modales perfectos, ella luchó por no reaccionar desfavorablemente ante ese nombre insignificante. Él comentó en broma que al fin se habían presentado.

– Pero yo sabía quién eras.

– ¿Cómo dices?

– Te reconocí. De Easton.

– ¿De verdad?

Stern se quedó muy sorprendido. Por los cálculos que había hecho sobre la edad de Clara, ella era demasiado mayor para haber coincidido con él en la universidad, y sin duda no había sido estudiante de derecho. Sólo había visto ingresar nueve mujeres en sus tres años, y ahora pensaba que era demasiado atractiva como para haberla olvidado.

– Estoy segura de que eras tú. Siempre te veía en la biblioteca de la facultad de derecho. Nunca te ibas de allí.

– Ah, sí -suspiró Stern-, sin duda ése era yo.

Se preguntó qué la habría llevado a la facultad de derecho.

– Un tipo. -Ella miró la acera-. Estaba en tu clase. Era como tú. Había estado en el servicio militar. -Stern le preguntó el nombre, pero ella agitó la mano. No tenía importancia-. No llegó a terminar.

Stern dio a entender que comprendía. De su clase de trescientos, sólo ciento veinte habían recibido un título.

A veces, en sueños, recordaba la tensa atmósfera de la facultad de derecho y sus ocasionales terrores. Habían llegado al coche, y Stern le abrió la portezuela.

– Me asombra descubrir que me recuerdas -comentó ya dentro.

– Oh. -Ella sonrió un poco-. Llevabas el pelo cortado a lo militar.

– Ah -dijo Stern, leyéndole el pensamiento: había parecido fuera de lugar.

La historia de su vida. Becario extranjero con corte de pelo militar. En Easton habría parecido un recién llegado de la oficina de inmigración. Ella le tocó el brazo. No le sorprendió que ella ya notara que para Stern el orgullo ocupaba un lugar destacado.

– Por favor -dijo ella.

– Me halaga haber causado alguna impresión -replicó él, tratando de salvar el momento.

Ella se miró el regazo. Así él lo vio por primera vez: Clara Mittler tragándose las palabras. Sabía reconocer una situación embarazosa y tenía un infalible instinto para emprender la retirada. Stern había aprendido a imitarla en ello, tal como ocurre después de décadas de matrimonio, y a saber cuándo convenía callar, pero nunca tuvo la misma maestría que ella. Cambiaron de tema; el momento doloroso pasó. Él puso el motor en marcha y arrancó, de nuevo estudiando las calles con ansiedad.

– ¿Te gustó la facultad de derecho?

– Uno debe soportarla, no disfrutar de ella.

– Eso dice mi padre. Yo estudiaba en la biblioteca de la facultad de derecho cuando era subgraduada. Yo quería asistir allí, pero él no quiso. -Reflexionó un instante-. ¿Y qué dices de Easton, Sandy? -Usó el nombre a propósito-. ¿Te gustó estar en las colinas?

Aquí Stern reveló más cautela. Éste era al parecer el alma máter de Clara. ¿Qué le diría? La universidad de Easton se había construido en la ondulante campiña hacia 1870, a cincuenta kilómetros del centro del condado, como alternativa episcopal ante las universidades construidas en tierras cedidas por el estado. Ahora contaba con magníficos profesores y una reputación internacional. Pero estaba llena de petimetres con chaquetas de tweed, chicos de Brooklyn e Iowa que se portaban como si fueran príncipes y duques. Easton era más Yale que Yale, un palacio de pretenciosos.

Para Stern habían sido tres años increíbles. Algunas personas lo consideraban exótico; otras, un patán.

– Easton me pareció mucho más alejado de la ciudad de lo que sugiere la distancia real -comentó Stern.

– De acuerdo -asintió ella-. Yo pensaba lo mismo cuando enseñaba.

– ¿Enseñabas? -preguntó Stern.

En pocos momentos se enteró de un par de cosas. Resultó ser que después de la facultad ella había sido maestra en la escuela Prescott de Du Sable. Los estudiantes eran casi exclusivamente negros -«de color», decían en 1956-, jóvenes cuya pobreza los rodeaba como un abismo que los separaba del resto del mundo. En las mañanas más frías, la asistencia bajaba drásticamente porque muchos niños no tenían abrigo.

– Nada se desperdició -dijo ella-. Cada momento valió la pena. Al margen del triunfo o el fracaso.

– ¿Por qué lo dejaste?

– Renuncié hace casi dos años -suspiró ella.

Testigo reacio, pensó Stern. La jerga forense le pasaba por la cabeza constantemente, otro dialecto norteamericano que deseaba dominar a la perfección.

– ¿Por alguna razón específica?

– Pensé que debía dedicarme a algo mejor.

Ambos guardaron silencio.

Cuando esa noche se despidieron junto al emblema de hierro forjado de las verjas que rodeaban la elegante residencia georgiana de Henry Mittler en Riverside, ella le dio la mano y sonrió a su pesar, y le hizo prometer que la semana siguiente la invitaría a cenar. Luego subió la escalera alzándose la falda de crinolina y las enaguas, y sin mirar atrás atravesó a la carrera las puertas, grandes como las de una misión. ¿Estaba al borde del llanto? Algo había ocurrido. De pronto Clara había perdido contacto, absorbida por sus problemas. Una joven fascinante, inteligente y tierna. Y, por la avidez con que le había pedido que llamara, estaba seguro de que no había querido desalentarlo. Pero al escrutar en la oscuridad el ladrillo ocre y los macetones de hierro de la casa de Henry Mittler, sintió el peso de una huraña convicción. Nunca averiguaría qué ocurría allí dentro.

21

Con el aire abyecto de costumbre, Remo Cavarelli esperaba en el corredor de mármol frente a la sala de la juez de distrito Moira Winchell. Stern llevaba a Remo como una corbata vieja: demasiado chillona y rara para acompañar cualquier prenda del guardarropa. Con sus manos toscas y su jerga del Distrito Norte, Remo era causa de confusión para los jóvenes abogados de la oficina, acostumbrados a la actual clientela de Stern: negociantes y profesionales acuciados por apetencias materiales o atrapados en circunstancias ambiguas. Pero Remo había sido cliente durante casi tres décadas y Stern se negaba a abandonarlo. Se había acercado a Stern en los atestados pasillos del tribunal del Distrito Norte y reaparecía de vez en cuando metido en algún lío, un hombre tosco con la cara curtida y morena de un marinero.

Remo era ladrón. Practicaba el robo con actitudes semejantes a las de un cazador profesional. Admiraba lo que robaba, le gustaba tomarlo, esperaba hacerlo de nuevo. Los arrestos le parecían gajes del oficio. Cada vez que iba a la cárcel -y ya había cumplido tres sentencias- lamentaba la repercusión que esto tenía en su familia. En la última ocasión, recordaba Stern, Remo había llorado al pensar que estaría separado de su hijo menor. Pero había crecido entre hombres que alardeaban de las sentencias que habían cumplido. Cada vez que lo capturaban, pues, Remo Cavarelli se declaraba culpable.

Así pensaba reaccionar ante la acusación de complicidad en el robo de un cargamento interestatal. No aquel día, desde luego. Como un hombre con dolor de muelas, lo único que consideraba peor que su trance actual era la solución. Pero tarde o temprano, cuando Stern había logrado un par de prórrogas, Remo se acercaba al estrado y admitía públicamente su culpabilidad. Y lo hacía desoyendo el consejo del abogado. Esta acusación del gobierno contaba con pocas pruebas: la presunta complicidad dependía de la casual aparición de Remo en el lugar donde descargaban carne vacuna de un camión refrigerador secuestrado. Stern había alentado a Remo a comparecer en juicio, incluso se había ofrecido a cobrarle una tarifa reducida, pero Remo no tenía interés. Los juicios eran para gente con posibilidades. Remo no tenía ninguna. A estas alturas, con su cuarta condena, Remo corría el riesgo de pasar varios años entre rejas, pero se mostraba obstinado.

Delante de la puerta del tribunal, Remo estrechó la mano de Stern, quien le explicó qué iba a ocurrir en aquella sesión. Ya había vencido el período de mociones preliminares y la juez Winchell fijaría una fecha para el juicio. Remo sólo tenía que permanecer junto a Stern. Su presencia no era necesaria, pero Stern pidió a Remo que asistiera. Parecería un sujeto manso ante los abogados, mientras hablaban una jerga incomprensible para él. La chaqueta le colgaba como si fuera prestada; la ancha corbata tenía un nudo enorme y elevaba las puntas del cuello de la camisa de poliéster. Remo escucharía con la cabeza gacha, las manazas a los costados, como si torpes sensores ya captaran el frío grosor de las rejas. Remo ya había representado antes ese número, y de pie junto a Stern era capaz de romper el corazón más duro.

Hoy tendría la oportunidad. Moira Winchell había empezado como fiscal federal y había pasado varios años como representante de una prestigiosa firma, una de esas abogadas que se encargaban de complejos pleitos civiles cargando con gigantescas masas de documentos y que rara vez llevaban los casos a juicio. Diez años atrás había sido la primera juez femenina del distrito, y luego sus colegas la habían elevado a jefa. Moira fue justamente celebrada como la mujer que había superado generaciones de discriminación. Pero ella había triunfado por una razón. Era dura de roer. Por otra parte, su puesto la había endurecido aún más. No todos sabían hacer frente a las vicisitudes de la vida de un juez federal: órdenes del día sobrecargados, abogados burlones, un sueldo magro y un poder casi ilimitado. Llegaban a su puesto halagados por la aclamación de sus pares, y al poco tiempo se volvían temperamentales como Calígula. Moira Winchell era una de ellas: incisiva, sarcástica, a veces cruel. Stern había sido rival de Moira años atrás, cuando ella era fiscal, y habían entablado una relación de respeto mutuo. Recientemente, el juez Jason, esposo de Moira y profesor de derecho, había pasado algunos intervalos con Stern y Clara en la sinfónica. Allí, aplacada por la música, Moira era afable, aunque un poco altanera. Pero en el tribunal era más dura que el granito.

– Señor Stern, ¿qué haremos con este asunto?

Desde la considerable altura del estrado, la juez Winchell lo interpeló en cuanto el escribiente anunció el caso. No parecía prestar atención a Moses Appleton, el ayudante de la fiscalía que estaba junto a Stern, del lado opuesto al de Remo. Moses, un joven negro, era un abogado excelente -hecho para grandes cosas-, pero para muchos jueces todos los fiscales eran como los indios de madera de las tabaquerías: funcionarios jóvenes e intercambiables que por rutina clamaban pidiendo venganza.

Stern alegó que el fiscal no había presentado suficientes pruebas sobre el caso para que él determinara si se debía «resolver sin juicio», una oblicua referencia a la admisión de culpabilidad. La juez Winchell, que lo había oído todo, pidió silencio. En la gran sala, los abogados que aguardaban su turno en el podio permanecían sentados en bancos de laca oscura, escuchando a la juez como una respetuosa congregación mientras cobraban honorarios legales con incrementos cada seis minutos.

– Dos semanas para que el gobierno presente una declaración acorde con el reglamento 801, respaldada por formularios 302 y un testimonio del gran jurado. Fijaremos el juicio para dos semanas más tarde. Sin postergaciones. Deles una fecha -indicó la juez Winchell al escribiente, que estaba sentado un metro más abajo. El escribiente, Wilbur, que seguía las órdenes de la juez, anunció un día del mes siguiente como si proclamara el juicio final.

Remo habló por primera vez.

– ¿Tan pronto? -susurró.

– Cállate -indicó Stern.

La juez Winchell se echó hacia atrás el pelo lacio y oscuro.

– Señor Stern, ¿puedo hablar con usted? -La juez bajó por la escalera que había junto al estrado y dirigió una seña a Appleton para indicarle que no era preciso que se acercara. Stern sabía lo que se avecinaba-. Sandy -dijo Moira Winchell, de pronto a su lado y a su altura-. Lamento muchísimo lo de Clara. Todos pensamos en ti.

Apoyó la larga mano en el hombro de Stern y le dirigió una mirada de auténtica tristeza. Stern se sintió extrañamente conmovido por la sinceridad de la juez. Bajo la fuerte luz de la sala, donde Moira no se molestaba en usar maquillaje, Stern quedó impresionado por el deterioro de sus rasgos. La bonita cara irlandesa mostraba profundas arrugas y los ojos no tenían brillo. Uno tendía a olvidar los intensos esfuerzos que realizaba. El mundo la observaba esperando un error grave y ella lo sabía.

– Muy amable, señoría.

– Llámame -dijo ella-. Comeremos juntos.

Luego se arrebujó en la túnica negra mientras ascendía a su lugar superior. Ya tenía la cara contraída en su habitual semblante de irritación. Más abogados. Más disputas. Más decisiones. Siempre adelante.

Appleton y Remo habían esperado a unos metros.

– Moses -dijo Stern en el pasillo-, ya hablaré contigo.

Luego condujo a Remo a la sala de los abogados, una tranquila habitación con antiguos escritorios de roble y paredes con fotos en blanco y negro de jueces del pasado, todas cubiertas de polvo y al sesgo. Stern sintetizó rápidamente lo que había ocurrido. La juez pronto querría saber si Remo se declararía culpable o no. Stern le pidió de nuevo que se presentara a juicio, pero Remo insistió en negarse.

– Esto es como el asunto de los viernes -dijo Remo-. ¿Sabe a qué me refiero?

Stern no lo sabía. Meneó la cabeza.

– ¿Cuál es su religión? -preguntó Remo-. Católico, ¿verdad?

Stern meneó la cabeza una vez más. Muchos cometían el error de Remo al oírle el acento hispano. Después de tantos años, el pobre Remo se quedaría de una pieza al enterarse de la verdad. Pero Remo no hizo más preguntas. Estaba absorto en sus propias palabras.

– Verá, en la religión católica, cuando yo era chico, los curas decían que no se debía comer carne en viernes. Pescado, sí. Gelatina, sí. Pero carne, no. Pero, verá usted, muchos lo hacían. Muchos. A veces uno se olvidaba, comía un bistec y luego se acordaba de que era viernes. A veces era a propósito. Recuerdo que cuando yo estaba en St. Viator's, algunos de nosotros comíamos hamburguesas sólo los viernes. Nos sentábamos junto al escaparate y mostrábamos las hamburguesas a las monjas cuando pasaban. En serio. -Remo rió, torciendo la cara morena-. Menudos pillastres.

»Pero de pronto los curas cambian de idea. ¿Entiende? Ahora está bien. Uno puede comer lo que quiera. ¿Pero qué pasó con todos los tíos que arden en el infierno por comer carne los viernes? ¿Usted cree que los dejaron salir? Fui a ver al cura, porque me intrigaba. Le pregunté: "¿Esos tipos quedan libres o qué?". "Oh, no", me dijo. "Las reglas de Dios son las reglas de Dios. No se pueden saltar a la torera." Claro que no me dijo eso exactamente, pero usted ya me entiende.

»Así que esto es como el asunto de los viernes. Es todo mentira. Yo no hice nada. Lo juro, no fue cosa mía. Me enteré de que iban a hacerlo y fui para ver si me daban un poco de carne.

»Pero tal vez estos tíos y yo hemos hecho algunos trabajitos antes. ¿Entiende? Así es como funciona. Es como lo de los viernes, nos culpan por lo que hemos hecho antes. ¿Qué se le va a hacer?

Remo movió los hombros y alzó las manos: él no controlaba el universo de Dios, apenas entendía algunas de las reglas. Sus ojos castaños trasuntaban una profunda convicción. Stern reprimió su deseo de discutir. Detrás de Remo vio a Sonia Klonsky, agobiada por carpetas. La llamó y se despidió apresuradamente del cliente, dejando atrás al único hombre del tribunal que no tenía dudas sobre la justicia.


– Debo hablar con usted acerca de Margy Allison -dijo cuando la alcanzó.

Klonsky había pasado la típica mañana de una ayudante, yendo de una sala a otra, dejando mensajes para que sus casos continuaran su trámite mientras ella corría de un tribunal al otro. Stern quiso quejarse por la conducta del gobierno, que no le había enviado a él la citación de Margy, pero Klonsky no demostró arrepentimiento.

– Usted sabía cuál era nuestra posición -dijo, caminando resueltamente hacia una sala-. ¿Quién será el abogado de ella?

– ¿Será testigo?

– Por ahora no.

– Entonces me propongo representarla.

Klonsky también estaba preparada para eso.

– Stan cree que puede haber un conflicto de intereses.

– ¿Podría explicarme por qué?

– No.

– Entonces agradezca al fiscal federal su interés por mi conducta ética, pero transmítale que seré el abogado de la señorita Margy Allison -replicó con una sonrisa afable. Se proponía demostrar firmeza, no brusquedad-. ¿Puedo hacerle unas preguntas como abogado de Margy?

– Si insiste.

– ¿Qué desea de ella?

– Algunos documentos. -Klonsky sonrió pero no aminoró el paso-. Algunas preguntas. Tengo que ver a Pivin.

Señaló la sala del juez Albert Pivin, quien con sus setenta y ocho años seguía en plena actividad. Stern la siguió al interior, pero el escribiente la vio y la llamó de inmediato.

Stern fue a esperar al pasillo. Ella salió poco después y lo miró desconcertada. Al parecer había creído que se lo había quitado de encima.

– Mire, Sandy. Personalmente no me importa hablarle. Pero usted sabe cómo se pone Stan. Está al frente de una situación difícil.

Stern la siguió al guardarropa, donde ella cogió un impermeable ligero y bajó por la escalera de alabastro del tribunal. Al parecer ya había terminado sus tareas allí.

– ¿Qué le ha dicho Stan Sennett sobre mí?

– Oh, no sea así. Él le tiene un gran respeto. Todos lo respetan, y usted lo sabe. Francamente, parecía muy preocupado cuando le dije que usted trabajaría en este caso. Se supone que yo no debería admitir eso, ¿verdad?

– Oh, el señor Sennett no me teme -objetó Stern-. A los fiscales con experiencia les gusta alabar a sus oponentes. Esto hace más sabrosa la victoria.

Desde luego, esta galantería estaba destinada al fiscal federal. Como todos los hombres inseguros, Sennett era sensible a las adulaciones, y el carácter sudamericano de Stern siempre procuraba apaciguar a los poderosos.

Klonsky se echó a reír.

– Vamos -apuntó-. Lo tomamos tan en serio como usted se merece.

Abrió las puertas del tribunal. Terminaba la primavera. El viento aún era dulzón y el aire claro, antes de cargar con la pesadez del verano.

– Ustedes están limitando la información que yo recibo para proteger a ese informante.

Klonsky hizo una mueca, dando a entender que había captado que él intentaba tenderle una trampa, y no respondió.

– Por favor -insistió Stern, cogiéndole el brazo-. Debo hacerle un par de preguntas acerca de Margy. Permítame invitarla a un café. No he desayunado.

Señaló un pequeño restaurante de la esquina, llamado Duke's, y para su sorpresa ella aceptó de inmediato.

Era cierto que tenía hambre y Klonsky, a pesar de todo, le resultaba una compañía grata e interesante. Al principio había esperado que en una atmósfera más cordial ella fuera una guardiana menos celosa de los secretos oficiales. Klonsky, como había demostrado con su comentario acerca de Sennett, no tenía pasta para ser discreta. Comprendía ese papel, pero su temperamento expansivo aún no se ceñía del todo a las normas de los abogados. Como muchos picapleitos jóvenes, imitaba a su mentor -Sennett, en este caso- en vez de actuar por cuenta propia.

Duke's era un sitio pequeño y grasiento con una parrilla abierta bajo una campana de aluminio y varias mesas de fórmica. Klonsky se sentó y dejó sus carpetas. Frunció el gesto ante el olor a fritanga.

– Maravilloso -comentó.

– No exageremos. Digamos que es aceptable. ¿Nunca había venido?

Ella meneó la cabeza.

– El propietario -explicó Stern- es ese individuo moreno que está en la cocina. Un rumano. Es famoso por sus salchichas. Las prepara él mismo y en la carta las describe apropiadamente como «Destrucción». ¿Va a comer?

Stern ya tenía el menú en la mano.

– No debería -objetó ella-. Ya he engordado seis kilos. -Pero aun así cogió el menú-. Su yerno ha conseguido un abogado. Me sorprendió un poco que usted le diera esa referencia.

– Oh, bien -comentó Stern con una sonrisa.

Era un experto en mostrarse afable sin decir nada; el modo en que John escogía a su abogado no era asunto de la fiscalía. Le había preocupado no recibir noticias del yerno, pero al parecer John había seguido el consejo de Stern y había acudido a Raymond Horgan. Muchas personas de la comunidad legal estaban desconcertadas por la afinidad de Stern con Horgan. Cuando Raymond era fiscal del condado, habían librado célebres batallas que culminaron en incómodos momentos tres años atrás, cuando Stern había interrogado a Horgan, quien era testigo de la fiscalía en el juicio por homicidio de Rusty Sabich, anterior representante de la fiscalía de Raymond. Pero la ley, como la política, creaba extrañas alianzas. La importante firma de Horgan enviaba a Stern casos que no podía manejar a causa de conflictos de intereses; como Stern no podía competir en otras tareas legales de las grandes empresas, les devolvía el favor.

– ¿Qué me recomienda? -preguntó Klonsky.

– La salchicha, si tiene estómago. No sé si es adecuada para su estado.

– Lo dudo. Aunque he empezado a comer carne de nuevo. Por las proteínas.

– ¿Es vegetariana?

– Oh, hace años que soy cuidadosa con mi dieta. En un tiempo estuve muy enferma. -Miró directamente a Stern, tanteando el terreno-. Cáncer.

Se les acercó la camarera y Stern no tuvo que hacer comentarios. Klonsky resultaba desconcertante por su manera directa de abordar las cosas transgrediendo las fronteras reconocidas, y ese rasgo incomodaba a Stern. Ella pidió un huevo revuelto. Stern, una tortilla y dos porciones de salchicha. Le prometió hacerle probar un bocado.

– ¿Qué estaba diciendo? -preguntó ella. Stern no respondió, pero ella misma lo recordó y dijo simplemente-: Ah, sí.

– Ahora parece la viva imagen de la salud.

– Creo que efectivamente lo soy. Es decir, no me hallaría en este estado… -Alzó una mano-. Pero ante todo es un problema de perspectivas. Resulta difícil olvidarlo del todo. Una se repite que está bien, busca indicios de lo contrario, y al no encontrarlos se alegra y dice que puede volver a creer que es eterna, igual que antes.

– ¿Qué edad tenía usted?

Ella alzó los ojos para recordar.

– Treinta y cinco, treinta y seis años.

Stern meneó la cabeza. Demasiado joven para eso, comentó.

– Bien, ya sabe cómo es. Va al hospital, diciendo por qué yo, y ve a mucha gente en la misma situación, o peor. -Ella había pedido té y se interrumpió para hundir la bolsita en la taza-. Allí no parecía tan inusitado. Yo tenía treinta y seis años pero representaba menos. Mi vida era un caos. Estaba estudiando derecho, seguía unos cursos de posgraduada por cuarta vez. No tenía ni idea de lo que quería. Mi relación con Charlie atravesaba su millonésima crisis… -Alzó ambas manos. Tenía una muñeca cubierta de brazaletes de plástico brillante-. Me parecía increíble que me señalaran la puerta de salida cuando aún no creía haber entrado.

La expresión hizo reír a Stern.

– ¿Cuáles fueron los otros cursos de posgraduada?

– Veamos. -Ella alzó las manos para contar y de nuevo elevó los ojos hacia el techo de Duke's-. Cuando salí del colegio fui a estudiar filosofía a la universidad de California, pero no estaba preparada para eso, así que me alisté en el Cuerpo de Paz. ¿Lo recuerda? Estuve en las Filipinas dos años. Cuando regresé inicié unos cursos de literatura y allí conocí a Charlie. Desistí porque no me sentía capaz de escribir una tesis. Pero antes de llegar a esa conclusión, desde luego ya había hecho todos los cursos. Luego enseñé durante un año y medio, y regresé a la universidad como estudiante graduada en pedagogía. Al fin decidí que la burocracia educativa no tenía remedio. Claro que a esas alturas debía una fortuna en préstamos para estudiantes. Así que decidí buscar un trabajo lucrativo. Lo cual me condujo a la abogacía. Hubo otras cosas al mismo tiempo, pero no son dignas de mención.

– Entiendo. Parece que le costó bastante empezar.

– Empezar, no -precisó Klonsky-. Eso no fue problema. Lo difícil era terminar. Siempre creí que yo no era una persona interesada en el éxito, pero cuando caí enferma me sentí desgraciada por no haber concluido nada. Era como haber pasado sin dejar huellas. Era patético. Me trataban con radioterapia. Yo estaba tendida allí, se me había caído el cabello, me estaba recuperando de la operación, y Charlie me traía libros de Hart Crane. Recuerdo que empecé a escribir la tesis. Y una mañana vomité sobre los papeles. Lo cual no contribuyó a animarme. -Klonsky parecía fascinada por su propia historia. Cogió de la mesa un tenedor de acero opaco y lo miró fijamente-. Hablo demasiado.

– Es usted encantadora, Sonia -respondió Stern, y de inmediato sintió que había imitado el hábito de Klonsky de hablar más de la cuenta. Pasó a un terreno más neutral-. ¿Así que se aficionó a la comida naturista después de la enfermedad? Mi hija, que es abogada en Nueva York, viene a casa con una mochila llena de bolsas y frascos de esas cosas. He aprendido a no hacer preguntas.

– Oh, sí. Así soy yo. La señorita Natural. El sábado vamos de compras. Charlie ha escrito poemas sobre eso. Le aseguro que es mejor para la salud. Pero el médico ha insistido en que necesito más proteínas.

– ¿Su esposo es poeta?

– Un poeta militante, que escribe todos los días. Lo pone en nuestra declaración de impuestos: «Poeta». Tiene otro trabajo, desde luego. Es inevitable. Charlie dice que ambos tenemos el mismo patrón. -Klonsky sonrió-. Es empleado postal. Fue profesor en el departamento de inglés de la universidad durante años, pero no soportaba los chanchullos políticos. Así gana más dinero y tiene más tiempo para escribir. Es una vida imposible e incómoda a la cual se dedica por completo. -Sonrió una vez más, con cierta picardía. Tal vez advertía que estaba siendo desleal. Miró de nuevo los cubiertos y se tomó un instante para alabar los poemas del esposo. Entonces llegaron los huevos-. Por Dios -exclamó Klonsky-, ¿qué es esa cosa negra?

– «Destrucción.» ¿Qué más?

Stern cortó un trozo y se lo ofreció, pero ella hizo una mueca y levantó ambas manos.

– Me pica sólo de verla. Es asquerosa.

Stern dejó caer el tenedor.

– Jovencita -dijo sombríamente-, éste es mi desayuno.

Ella se echó a reír con un gorjeo. Stern también rió y ambos se contagiaron la risa hasta que ella tuvo que secarse los ojos con una servilleta. Ella atinó a decir «Buen provecho» y se echó a reír de nuevo.

Stern empezó a comer.

– Vale -lo animó ella-, no deje que se enfríe.

– Es buena. Y estoy famélico.

– No lo dudo -comentó ella, y se echó a reír una vez más.

Intentó en vano dominarse.

– ¿Está segura de que no quiere probarla? -dijo él, alzando el tenedor con aire burlón para hacerla reír de nuevo.

Stern mismo rió durante un buen rato.

Ella le dijo que sabía tomar las cosas con calma.

– Estoy acostumbrado -dijo Stern-. Mi hija de Nueva York me sermonea sobre la carne. Ha arruinado varias comidas.

– ¿Cómo se llama?

– Marta.

– Marta. Es hermoso. Ahora pienso en nombres todo el día. Parece muy importante. No quiero que mi hijo crea que le hice lo que me hizo mi madre.

– ¿No le gusta Sonia?

– Lo odié desde niña. Mi madre era una ferviente izquierdista. Una gremialista comprometida, hasta que su sindicato expulsó a los comunistas. Me puso el nombre de una revolucionaria rusa muerta en la revuelta de 1905 y me fastidiaba ser símbolo de otra persona. Quería que me llamaran «Sonny», lo cual exasperaba a mi madre. Ella pensaba que era una actitud antifeminista. Luego llegué a los cuarenta años y a ser abogada, y de pronto necesité un nombre que sonara profesional. Así que soy Sonia en la oficina. Pero mis viejos amigos aún me llaman Sonny. -Se rió de sí misma-. Un poco como usted. Usted se hace llamar Alejandro en el tribunal pero se presenta como Sandy.

Stern sonrió esquivamente, pero se sintió halagado de que lo observaran con tanta atención. Aunque era natural que ella vigilara a un probable adversario.

– Mi madre era una persona amable. Nos llamaba por nombres diferentes según el ambiente. Yo tenía un nombre yiddish y un nombre español. Desde luego ella quería que yo me adaptara bien aquí. Incluso a los trece años entendí que no era la mejor época para llamarse Alejandro en Estados Unidos. Supongo que el hacerme llamar Sandy se puede interpretar como debilidad por mi parte.

Eso pensaba, en efecto, que había cedido. Su madre era una persona autoritaria en el hogar. Stern rara vez hablaba de ella, aunque ella lo acompañaba todos los días, con sus ojos oscuros y astutos, sus ambiciones y la dolorosa esperanza de que su padre se convirtiera en el hombre que ella había anhelado y no en la criatura desvalida que había sido. Stern la recordaba tal como se arreglaba para ir a la ópera. El caro vestido exhibía generosamente sus opulentas proporciones; el pelo rojizo estaba sujeto por una gran peineta con incrustaciones de diamante, y toda su figura parecía dominada por la feroz determinación de ser vista y recordada. Desde el principio él supo que había heredado su fortaleza de ella.

– ¿Por qué eligió Marta? -preguntó Klonsky-. ¿Ya era un mundo mejor para llamarse Alejandro?

– Es el nombre de mi madre -rió Stern, y ambos se miraron: los dos comprendían la complejidad de estas situaciones. Luego Stern alzó el tenedor-: Último bocado.

Ella se tapó la boca para ahogar un sonido de disgusto y Stern le siguió el juego.

– Debe usted saber, jovencita, que hace días que no desayuno tan bien.

Enfatizó la frase golpeando el tenedor contra el plato, pero el comentario, hecho en broma, de alguna manera evocó melancólicamente su situación personal.

Klonsky lo miró de soslayo, con dulzura y tristeza, y de pronto Stern se sintió confuso. Se había disciplinado para evitar la búsqueda de compasión. Miró el plato.

– Usted iba a decir qué quería de Margy -dijo.

Klonsky suspiró, pero cuando él la miró había entrelazado las manos y recuperado la compostura.

– Usted iba a hacerme preguntas -corrigió Klonsky.

– Pensé que podría hablarme de la cuenta Wunderkind.

– El número está en la citación.

– ¿Por qué es tan interesante esa cuenta, Sonia?

Ella sacudió la cabeza.

– No hablaré de eso, Sandy.

– ¿Espera que lleve a esa mujer ante el gran jurado sin la menor idea de lo que le espera?

– Le he dicho que ella no es nuestro objetivo. Se lo pondré por escrito, si desea. Si ella nos cuenta la verdad, no tiene nada que temer. Usted sabe cómo funciona esto, Sandy.

– Pero tantos secretos…

– Órdenes del médico. Así es como procederemos.

Se refería de nuevo a Sennett. Stern no pudo contener un gruñido. Desde el principio le había parecido un asunto de excesiva importancia para que lo manejara una ayudante sin experiencia. Ahora veía que Stan Sennett estaba entre bambalinas, tirando de los hilos, moviendo las palancas, excitado ante la idea de que un caso llevara su nombre al Wall Street Journal y provocara un revuelo en ese reducto de ladrones de la bolsa, tal como él los consideraba, con su palacio de granito junto al río.

Sennett era un individuo enjuto y menudo, carente de humor, con el físico magro y pequeño de un corredor. Estaba casado con una abogada testamentaria llamada Nora Sennett, una mujer ascética de semblante huraño. Stern siempre los imaginaba en un hogar inmaculado y sin muebles, comiendo cuidadosamente y saliendo a correr los fines de semana. Stan había empezado como representante de la Oficina Fiscal del condado bajo Ray Horgan, pero había querido ir a California y se había unido al Departamento de Justicia de San Diego, donde gozaba de buena reputación. Había sido bien recibido como fiscal federal: era inteligente, experimentado y más o menos independiente del alcalde y sus influencias políticas.

Sin embargo, uno de los tristes datos de la reforma política en todas partes era que la honradez no constituía el único atributo del buen gobierno. Sennett era un burócrata hosco, una persona de fuerte disciplina pero de coraje y visión limitados, un personaje típico de las fiscalías. Actuaba como si no creyera que ocupaba su importante puesto. A juicio de Stern, era una peligrosa mezcla de atributos para un poderoso: vano e inseguro, apresurado en juicios que no siempre eran correctos, y difícil de disuadir. Cuando alguien le presentaba un problema, le pedía misericordia o simplemente intentaba aclararle un punto, Sennett escrutaba al interlocutor con ojillos brillantes y hostiles. En cuanto el otro terminaba su exposición, le daba una respuesta negativa. Pocas palabras de explicación, escasa calidez. Ningún argumento. Se levantaba, tendía la mano y lo acompañaba hasta la puerta.

Ahora usaba a Klonsky como instrumento: a pesar de las apariencias el caso pertenecía a Sennett. Stern se preguntó si Klonsky sabría que la dejarían de lado en cuanto las luces de las cámaras llenaran la sala. Stern se sintió embargado por sombríos presentimientos. Sennett no cejaría fácilmente en su cacería; Dixon, a pesar de sus maniobras evasivas, tendría que enfrentarse a una lucha larga y sangrienta. Sumido en estas reflexiones, Stern cogió la cuenta.

– Oh, no-protestó ella.

Mientras caminaban hacia la puerta, Klonsky insistió en pagar su parte. Stern comprendió que era una cuestión de principios y le aceptó dos dólares. El desgreñado Duke aceptó el dinero y con su fuerte acento les pidió que regresaran.

En el exterior, Stern le dio la mano y le dijo que Margy y él la verían el martes siguiente. Ella lo miró con aire de ambigüedad y arrepentimiento.

– Gracias por invitarme. He disfrutado de la conversación.

– También yo.

La saludó con un seco gesto de cortesía: Alejandro Stern, el caballero extranjero. Ella sonrió, aferró las carpetas y echó a andar hacia el nuevo edificio federal de esa manzana. Las palomas de cabecita gris y brillante echaban a volar a su paso y una ráfaga de aire que salía de una rejilla de la acera le agitó la falda. Stern tuvo el presentimiento, claro como la llegada de la primavera, de que estaba solo. Los asuntos habituales del día, el tribunal, sus hijos, no servían. Como la náusea o el hambre, una arraigada sensación física de desconexión lo dominó, tal como en ciertas mañanas, y para su sorpresa se quedó un rato mirando cómo la figura de Sonia Klonsky, empequeñecida por la distancia y la debilidad visual de la vejez, se perdía entre las formas oscuras de la calle.

22

De noche veía a Helen, con mayor frecuencia cada semana. La lógica parecía irrefutable. ¿Por qué permanecer solo en una casa vacía cuando la simpática Helen estaba disponible? Un instinto de adolescente le advertía que se dirigía con demasiada prisa hacia un destino indeseable. Pero ella era muy agradable y nadie en su sano juicio hubiera escogido la soledad. Stern tenía cincuenta y seis años y el tiempo no se detenía.

Como un adolescente, aprovechaba cualquier oportunidad para acostarse con mujeres. En los Estados Unidos de fin de siglo, parecía que así era como hombres y mujeres se presentaban respetos. Al demonio con los mensajitos y las flores. ¡Hagámoslo! Una tarde Helen se reunió con él para comer en el club de Morgan Towers. En esa envarada atmósfera de camareros con chaqueta recamada, donde conversaban banqueros y hombres de negocios, Helen le cogió la mano y dijo: «Fóllame, Sandy». Había bebido una copa de vino y tenía los ojos muy verdes.

¿Se resistió Stern? Claro que no. A la una y media de la tarde alquiló una habitación con su propio nombre en el hotel Gresham, enfrente. Estaban en el ascensor cuando Stern recordó que le faltaba un artículo imprescindible. En la tienda del hotel, la empleada resultó ser -¡desde luego!- una anciana con traje chaqueta y fuerte acento alemán. Ya mareado por la pérdida de las inhibiciones y el vino, Stern se armó de valor para pronunciar claramente:

– Preservativos.

– Ahora mismo. -La mujer cabeceó mientras buscaba en el laberinto de anticuados armarios donde estaban ocultos los condones. Al fin le ofreció una caja con diferentes marcas-. Es prudente usarlos -añadió, con la típica cordialidad de hotel. En el ascensor, Stern y Helen no pudieron contener la risa. Esa frase se había transformado en una consigna para los dos. En los momentos más íntimos, Helen murmuraba: «Es prudente usarlos».

Hacer el amor con Helen era una empresa jovial y a menudo educativa. Ella había leído todos los libros y practicado todas las maniobras. No se perdía nada. Algunas sorpresas de Stern eran consecuencia de haber pasado treinta años con una sola amante, con todas las zonas de exploración establecidas. Quedó desconcertado la primera vez en que Helen se zafó de su abrazo, lo tendió de espaldas y se movió hacia abajo. Al principio Stern pensó que era objeto de una inspección visual, una perspectiva curiosamente excitante, pero pronto ella se puso a manipular con la boca y los dedos, y las maravillosas sensaciones le recordaron a Stern el proceso de arrancar música a una flauta.

– ¿Te ha gustado? -preguntó Helen después.

– Las alas de una paloma -respondió él.

Pero, al margen de su falta de experiencia, lo desconcertaba el disciplinado interés de Helen por el acto sexual. Eso no era una queja oblicua acerca de Clara. A pesar de las carencias que ella sufriera -de las cuales ahora tenía pruebas indudables-, Stern nunca se había sentido insatisfecho. Pero el momento de las relaciones íntimas era supremo para Helen, quien se sumía en una especie de ensueño que Stern a veces experimentaba en los museos. Ambos eran el objeto a observar, un fenómeno puro: dos cuerpos rosados y palpitantes, la verga reluciente que entraba y desaparecía. Él observaba con la franca aprobación de Helen. Ella bajaba la mano para estimularlo más.

Además, siempre había algo nuevo, como un premio. Un día ella le acariciaba las tetillas mientras él la penetraba. En otra ocasión ella alzaba las piernas y le guiaba las manos para que los pulgares de Stern la acariciaran abajo mientras él la penetraba. Ella se acostaba de bruces, de costado. Se sentaba sobre Stern en una silla del comedor. Desnudo, estimulado, él se arrastraba entre los muebles mientras su compañera lo instruía en el preludio de la última innovación. Una vez él comentó que la combinación de agotamiento sexual con posturas exóticas lo amenazaba con un ataque al corazón.

– Estás en buena forma -replicó Helen, acariciándole la entrepierna con admiración.

Stern notaba que Helen estaba orgullosa de su papel de pionera e instructora. Pero a veces lo abrumaban estas extravagancias. En la habitación de ese hotel, la tarde en que habían recibido la peculiar bendición de la empleada alemana de la tienda, Helen se situó entre dos cómodas y Stern captó la forma de ambos en la superficie verde pizarra de la pantalla del televisor: un hombre bajo, con la punta del pene en erección asomando por encima del vientre blanco que le colgaba como un saco de harina, las manos aferradas a las chatas nalgas de Helen, agachado y hundiendo la cara y la lengua en los húmedos recovecos de aquel pasaje místico. Parecía un número circense o una fantasía pornográfica barata. La imagen lo acució durante horas, sórdida y fascinante, pero perturbadora. ¿Era un aspecto esencial de su personalidad o la necia imitación de aquello a que otros presuntamente aspiraban? ¿Quiénes eran ellos? Una parte de él se sentía incómoda ante este énfasis en lo físico, que nunca le había parecido el aspecto que mejor dominaba. Pero al margen de sus aprensiones, disfrutaba de estos encuentros. Admiraba la desinhibición y la agilidad de Helen. Le tenía afecto y la deseaba, aunque evitaba darse respuestas concretas en cuanto a sus sentimientos hacia ella.

Sus amigos y conocidos recibían con agrado a Helen. Les evitaba recordar a Clara y su conducta, algo en lo que nadie deseaba pensar. Los Hartnell invitaron a Stern y Helen a una reunión estival que Silvia había organizado en el Greenwood Club. Helen, al principio feliz de que la incluyeran, se hartó del aire pretencioso de aquella velada. Cuando nadie la veía, le hacía muecas a Stern. Esta conducta lo perturbaba, pues estaba acostumbrado a ciertas formalidades. «No te gustarán estas tonterías», le murmuró en una ocasión. La franqueza de Helen resultaba maravillosa y cautivante, pero lo confundía. Ella lo crispaba con sus agudas observaciones. ¿Tenía valentía suficiente para enfrentarse a Helen y su sinceridad? Ella quería saberlo todo acerca de él y luego mejorarlo. En un momento, al alejarse del bar y mirar la enorme tienda que habían montado para la reunión, Stern advirtió que Helen hablaba animadamente con Silvia y se sintió alarmado. De pronto pensó que algo no iba bien. Su hermana era una persona protegida por capas de refinamiento, tal como los pétalos rodeaban el centro de una rosa. Tuvo la sensación de que corría peligro y la sacó a bailar.

– ¿Qué tal? -preguntó Stern.

Silvia sólo conocía a Helen superficialmente, pues la había visto sobre todo en reuniones familiares.

– Una persona encantadora -respondió Silvia con cierta formalidad.

Habría esperado una respuesta similar de Clara, quien sin duda habría considerado que una condesa o una profesora era una compañera más adecuada para Stern. En ese momento Helen se le acercó girando en brazos de Dixon, con un semblante más feliz del que había mostrado en toda la velada. Helen, como la mayoría de las mujeres, disfrutaba de la compañía de Dixon.

– ¿Es él quien está en tantos problemas? -le preguntó a Stern mientras regresaban por la carretera entre las oscuras colinas.

– Sí -respondió Stern.

Con un infalible instinto para saber qué era importante para él, Helen escuchaba con atención todo lo que contaba, pero Stern no recordaba qué había dicho para que ella sacara esta conclusión.

– Bien, nadie lo hubiera dicho. Es un tipo muy divertido.

– Sabe serlo cuando quiere -admitió Stern.

Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Clara, criada en la vieja época de las rigideces femeninas, nunca habría sido capaz de este gesto. Stern condujo el resto del camino hasta la ciudad con Helen dormida, un peso cálido y confortante sobre él.

Dos noches después disfrutaban de una velada diferente. Maxine, la hija de Helen, fue a la ciudad con Rob Golbus, con quien estaba casada desde hacía unos meses. Maxine había sido amiga de la infancia de Kate, y Helen propuso que las tres parejas salieran juntas: Kate y John, Maxine y Rob, Stern y ella. Con su típico ingenio, Helen pensó en actividades que gustaran a todos y sacó entradas para un partido de los Tramperos. A Stern le encantaba pasar una noche en el elegante y viejo estadio con paredes de ladrillo y gradas superiores donde a veces llegaban las bolas lanzadas con excesiva fuerza. Pero pronto se produjeron insinuaciones irritantes, como si muchas cosas se dieran por sentadas. Maxine comentó varias veces que Helen y él debían visitar St. Louis, y Stern empezó a sentirse acorralado, mientras que Kate permaneció tensa toda la noche. Cuando Helen mencionó una observación que Stern había hecho esa semana durante el desayuno, Kate se puso nerviosa como una adolescente. Stern, quien todavía consideraba improbables ciertos aspectos de su relación con Helen, se sintió incómodo. En ese momento John se ofreció a ir a buscar refrescos y Stern se levantó rápidamente para ayudarlo.

Cuando pidieron las bebidas en un puesto al pie de las tribunas, ambos guardaron silencio. El lacónico yerno de Stern se caló las gafas para seguir el partido por la televisión que había encima del puesto.

– ¿Cómo anda el asunto? -preguntó Stern al fin, buscando desesperadamente un tema de conversación. Había pensado en preguntar si Kate andaba bien; se le había ocurrido que los problemas de John tal vez contribuyeran a darle ese aire de fatiga.

– ¿El asunto? -preguntó John.

– El gran jurado -dijo Stern, bajando la voz.

– Oh. -John se acomodó las gafas sobre la nariz y siguió mirando la televisión-. Bien.

– Klonsky, la ayudante de la fiscalía, me contó que habías encontrado un abogado.

– Supongo.

John se encogió de hombros. Era momento para los deportes; el resto eran temas aburridos, cosa del trabajo.

– Estás en excelentes manos. Raymond tiene mucha experiencia.

John se quitó las gafas.

– Oh, no me quedé con él. Tengo a un tío llamado Mel.

– ¿Mel? -preguntó Stern- ¿Mel Tooley?

Era un artículo de ética profesional no hablar mal de ningún otro abogado ante un cliente, pero Stern no pudo disimular su rechazo. Mel Tooley no figuraba en la lista que le había dado a John. La única lista de Stern donde Tooley podría figurar sería una que nombrara a la hez de la tierra. Tooley, que había sido jefe de la División de Investigaciones Especiales de la fiscalía federal hasta que inició la práctica privada un año atrás, era uno de esos abogados que parecían atraídos por su profesión porque legitimaba ciertas formas del engaño. Las desavenencias entre Stern y Tooley eran célebres y legendarias. Con razón Klonsky había dicho que le sorprendía. ¿Cómo había terminado John en garras de ese sujeto?

Su yerno recogió la caja que contenía las salchichas y las cervezas y subió por la escalera de cemento para regresar a la tribuna. Stern, consumido por angustias paternales y normas profesionales, lo siguió, recordándose que no era asunto suyo el modo en que John elegía a su abogado, aunque fuera Mel Tooley.

En la escalera tropezó con Kate, que bajaba. Ambos soltaron una exclamación. Stern rió pero ella pareció sobresaltada de verlo, así que Stern le preguntó si estaba bien. En la escalera, con mejor luz, reparó de nuevo en el aspecto de Kate. Llevaba un bonito traje marinero con corbata roja, pero parecía tensa y crispada. Stern sospechó que se debía a algo más que al embarazo. Los problemas de John estaban cobrando su precio. De pronto pensó que ésta era la cara de la verdadera madurez de Kate. Lo que él había esperado tanto tiempo ahora comenzaba. Le tocó la mano.

– Kate, ¿estás bien? -preguntó de nuevo.

– Bien -respondió ella.

Sólo iba al lavabo. Se tocó el vientre y añadió que era la tercera vez.

– ¿Pero todo lo demás…?

– ¿Te refieres a John? -Kate hizo una mueca y se tocó de nuevo el vientre. Iba a hablar pero se contuvo-. No debería decir nada.

Kate había recibido instrucciones. Estaba al corriente de todo. Conocía los datos y los procedimientos. Tal vez supiera más que él.

– De acuerdo. Sólo quería tranquilizarte.

– Papá…

– Tengo experiencia en estas situaciones, Kate. Confía en mí. Todo saldrá bien.

– Ojalá, papá.

– Debes tener paciencia. Tal vez esto dure más de lo que quisiéramos. Pero no te preocupes.

– Papá, por favor. Empiezas a hablar como mamá. Ella nunca quería que me preocupara. «No te preocupes, Kate, no te preocupes.» -Kate alzó las manos, irritada-. A veces me pregunto si temía que la preocupación me fuera a derrumbar o algo parecido.

Stern reflexionó sobre esta extraña queja, sin saber cómo responder.

– No es tan fácil, papá, créeme -suspiró Kate con cierta angustia, bajando otro escalón-. Tengo que ir al lavabo -añadió, partiendo en esa dirección.

Stern la miró con asombro. ¿A qué venía esa última frase? Pero creía entender por qué estaba tan alterada. No sólo se inquietaba por John, sino también por él. Al igual que su padre, Kate sabía más cosas acerca de John de las que hubiera querido. John seguía adelante, dormía de noche, pero su esposa no podía pegar ojo. Stern rezongó en voz baja. Cuando salió al aire de la noche, la multitud celebraba una fabulosa jugada del catcher Tenack. Al subir, Stern había visto pasar la bola como una estrella fugaz.

Siguiendo un acuerdo previo, Rob y Maxine fueron a pasar la noche en casa de Kate y John, una oportunidad para una visita más íntima. Helen, sintiendo las aprensiones de una madre ante la casa vacía, le suplicó a Stern que se quedara con ella.

– Sólo para dormir -dijo Helen, que parecía muy cansada.

En su habitación, Helen se quitó la ropa sin ceremonias, la dejó en el suelo y se tendió desnuda en la cama. Stern sabía que le gustaba desnudarse sin temor de que él la escrutara bajo la fuerte luz del techo. Mira lo que quieras. Helen se había esforzado, pero a decir verdad parecía algo maltratada por la experiencia: abotargada y floja aquí y allá, las piernas con varices hasta el trasero. Estas observaciones no eran críticas. Stern mismo no era un gran ejemplo de estado físico, aunque él no había tenido que soportar dos embarazos. Últimamente le había turbado descubrir pelos blancos en el pubis. Pero él y Helen se aproximaban al mismo punto: no estaban en las últimas, pero sí maltratados, vacilantes, perdiendo la batalla ante las fuerzas superiores de la física, la gravedad y el tiempo. Estos elementos quedaban más allá de la voluntad de Helen.

Stern, que aquí había desarrollado su propia rutina, tapó a Helen, echó al gato y cerró las puertas. Pero no las tenía todas consigo. Podría ser catastrófico para Dixon que John estuviera en manos de un abogado hostil; pero durante décadas había podido acallar estas preocupaciones de noche. Al dormirse, pensó un instante en Kate, transformada por el mundo de las preocupaciones adultas, y luego en Nate Cawley, a quien todavía debía acorralar. Mañana lo pillaría. Stern no atinaba a dormirse del todo. Al final fue una noche de sueños inquietos. En uno de ellos, Stern, desde el suelo, veía un pájaro yerto en la nieve, bajo las ramas de un pino. Una mano de mujer levantaba el pájaro, un objeto maltrecho con plumas negras y blancas. La mujer acariciaba el pecho del pájaro y afirmaba que tenía el ala rota, pero que sanaría. La voz era risueña como un gorjeo. Al despertar en la habitación de Helen, con la fuerte luz de la mañana reflejada tras las gruesas cortinas, Stern no recordó nada de esa mujer salvo la alentadora predicción. Helen seguía dormida. Stern le tocó el hombro, pero tenía la certeza de que la voz, el gorjeo que había oído en el sueño, no era de ella.

23

Kate le había comprado a Stern un contestador automático. A pesar de su amor por los aparatos, él había jurado que nunca se compraría uno. Ya era un esclavo del teléfono y además le molestaba oír su voz grabada, su acento se notaba más de lo que él imaginaba. Pero no podía despreciar la generosidad de su hija. Casi todos los días Kate dejaba algún mensaje alentador en la máquina (últimamente, con los problemas de John, a Stern le parecía detectar un tono sombrío en el saludo de Kate); Helen a menudo también grababa alguna palabra de ánimo, de modo que Stern, casi contra su voluntad, ansiaba llegar a casa para jugar con los botones. Esa noche, sin embargo, la primera voz que oyó fue la de Peter. «Es tiempo de pedir hora para el análisis de sangre.» Típicamente directo… e indiscreto. Aunque la casa estaba vacía, Stern se acercó a la máquina para bajar el volumen.

Pero el mensaje le sirvió para recordar otra cosa. Junto a la ventana, aguardó a Nate Cawley. Había pasado varias noches trabajando ante la mesa del comedor con la esperanza de sorprender a Nate cuando llegara, pues había perdido toda esperanza de hablar con él por teléfono. Mientras esperaba, abrió la correspondencia. Una breve nota de Marta le recordó que llegaría dentro de un par de semanas, hacia el Cuatro de Julio, para seguir revisando las pertenencias de Clara.

Marta era lacónica en sus cartas, pero se había acostumbrado a llamar de noche, y a veces despertaba a Stern para entablar conversaciones largas y reflexivas. Marta seguía pensando en la muerte de Clara, que la enfrentaba a una enorme transformación. En sus vicisitudes, que contaba de buena gana, como de costumbre, Stern encontraba más cosas en común con la hija mayor. Sentado en la cama, escuchaba sus murmullos soñolientos pero intensos.

Marta siempre había sido una persona de carácter sombrío; Stern no podía recordarla como juguetona. Incluso a los siete u ocho años, parecía desconcertada por el orden de las cosas. ¿Por qué una mujer se casa con un solo hombre? ¿Por qué comemos animales si está mal tratarlos con crueldad? ¿Dios puede ver dentro de las cosas o sólo la superficie? Stern valoraba mucho más que Clara el aspecto contemplativo de Marta y se sentía conmovido por sus luchas internas. Era la hija a quien se sentía más unido. Segundo en su propia familia, comprendía sus ocasionales enfrentamientos con Peter, su abierto -aunque fugaz- rencor hacia el hermano.

Le había complacido que ella estudiara derecho, no sólo porque le halagaba que lo imitaran, sino porque la ley, con su sustancia, sus veneradas tradiciones y su implacable análisis de las relaciones sociales, parecía capaz de brindar algunas respuestas a las preguntas que tanto inquietaban a Marta. Pero ni el estudio ni el ejercicio de la abogacía habían apaciguado sus cavilaciones e incertidumbres. Rindió examen profesional en cuatro Estados antes de decidirse por Nueva York; había encontrado tres empleos antes de aceptar el actual, el peor pagado, el menos seguro y prometedor. Era una profesional soltera en Nueva York, atrapada en el remolino consumista de la ciudad -los últimos restaurantes, tiendas y eventos-, pero de noche había un franco tono de privación. No tenía éxito con los hombres, estaba atascada en su carrera, desconcertada por la vida, sola. Stern examinó la carta, pensando en su hija. La apasionada, turbada y anhelante búsqueda de Marta distaba de haber concluido.

Por la ventana, contra el magnífico cielo del atardecer, al fin vio el BMW deteniéndose en la calzada de los Cawley. Stern salió y a medio camino vio que lo conducía Fiona. Se paró en seco.

– Sandy.

Ella sonrió y bajó del coche, llevando una bolsa brillante de una tienda.

Stern se quedó de pie en la hierba. Llevaba los pantalones del traje y una camisa hecha a mano con un monograma sobre el bolsillo; se había quitado la corbata. Aún llevaba la carta de Marta en la mano. Explicó a Fiona que la había confundido con Nate.

– Hoy me llevé su coche. El mío hace ruido cuando pongo el aire acondicionado.

– Ah -dijo Stern, meciéndose sobre los talones.

Nunca sabía qué decir ante Fiona.

– A propósito, hay una cosa que quería mostrarte. Entra un momento.

Fiona enfiló hacia la puerta con la llave en la mano, sin darle oportunidad de rehusar.

Stern la siguió a regañadientes por la vereda de gravilla. ¿Qué nueva traición de Nate deseaba revelarle? Fiona dejó el paquete en una mesa y encendió algunas luces. Stern alegó que tenía una cita, pero Fiona, previsiblemente, fingió no haberlo oído.

– Esto es curiosísimo -comentó-. Ven arriba. Quiero que lo veas. -Fiona se detuvo para liberar al perro, que estaba encerrado en la cocina. Stern no aceptó la copa que le ofreció, pero Fiona se sirvió un bourbon con hielo y engulló la mitad de golpe, como si fuera agua-. Hace muchísimo calor -se quejó.

Entretanto el perro saltaba de aquí para allá, hasta que un regaño lo apaciguó y los siguió en silencio hacia la escalera.

Arriba, Fiona abrió la puerta del dormitorio y entró en el cuarto de baño. Stern titubeó. Estar en el dormitorio de una mujer resultaba estimulante. No era tanto la cama como la intimidad de la escena. La habitación pertenecía inequívocamente a Fiona, con sus adornos de crepé de China y sus tonos rosados. Había un fuerte aroma de cosméticos y colonias, olores dulzones y muy norteamericanos. Había una bata clara tirada como una invitación inconsciente junto a la cama, sobre el brazo tapizado de un sillón, sugiriendo una forma lánguida.

– Aquí está -anunció Fiona-. Ven. -Estaba en el cuarto de baño, con la puerta entornada. Cuando Stern la abrió, Fiona estudiaba un saquito de papel. Había dejado el vaso en la repisa-. Descubrí esto la semana pasada. No logré entender por qué Nate guardaba en su botiquín algo con el nombre de Clara.

El sorprendido Stern se lo arrebató de la mano: el saco con el anagrama de una cadena farmacéutica local. Dos recibos impresos con ordenador, pequeñas etiquetas que reunían cómodamente toda la información requerida por los servicios médicos y las compañías de seguros, estaban atados al borde del saco, superpuestos. En el superior aparecía impreso el nombre de Clara, con teléfono y dirección. En el interior había un frasco. Era inútil preguntar a Fiona por qué hurgaba en el botiquín del marido. Sin duda había realizado muchas de esas incursiones: los bolsillos de los trajes, el periódico, la papelera. Fiona no tendría problemas con las tácticas carentes de escrúpulos que requerían las hostilidades de un juicio por divorcio.

– «Indometacina» -leyó Stern-. Creo que esto es para la artritis de Clara. Nate me dijo que le había traído un poco.

Fiona lo miró extrañada.

– Si se lo trajo a ella, ¿qué hace en la bolsa?

Stern soltó un gruñido. Fiona tenía razón. Pero la respuesta era evidente. Nate había hecho preparar dos recetas, por eso había dos etiquetas. Cuando Stern miró la de abajo, vio la palabra «Acyclovir» y el corazón le dio un vuelco. Sacó el frasco marrón de la bolsa. ¿Por qué demonios necesitaba Nate Cawley este medicamento?

– ¿Qué es? -preguntó Fiona.

Stern examinó la etiqueta del frasco. En el blanco que seguía a la palabra «Paciente» decía «Dr. Nathan Cawley», y allí estaban impresos la dirección y el teléfono del consultorio de Nate. «85 CÁPSULAS DE 200 MG DE ACYCLOVIR. DOS (2) CÁPSULAS CINCO VECES AL DÍA DURANTE CINCO DÍAS. LUEGO UNA (1) CÁPSULA CINCO VECES DIARIAS, SI ES PRECISO.» El doctor se había recetado a sí mismo.

Stern se volvió hacia Fiona.

– ¿Nate toma estas píldoras?

Ella se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Éste es su botiquín. ¿Qué son?

– Acyclovir -respondió Stern, pronunciándolo tal como Peter cuando le explicó que el medicamento a menudo lograba reducir el período activo de la infección; del herpes.

Ella quiso coger el frasco y Stern se lo impidió. La receta estaba fechada dos días antes de la muerte de Clara. Sacudió el frasco. Casi vacío. Quitó la tapa y arrojó el contenido en un papel. Quedaban seis cápsulas. Había consumido setenta y nueve. Stern reflexionó: Nate empezó a tomar el medicamento más de una semana y media después de la muerte de Clara. Miró las cápsulas amarillas con intensidad. Llevaban el nombre del laboratorio.

– Sandy, ¿de qué se trata? -insistió Fiona.

Claro, pensó Stern. Lo había sabido, ¿verdad? Ahora lo tenía delante de los ojos. Las mentiras de Nate, sus evasivas, eran signos clásicos. A todas luces había algo que Nate no quería revelar ni comentar. Allí estaba. No sólo lo que había afectado a Clara. Sino el hecho de que Nate, que continuó consumiendo las cápsulas después de morir ella, había contraído la enfermedad. Se había requerido un verdadero acto de voluntad, una terquedad deliberada para no reconocer el papel de Nate. A fin de cuentas, habían existido obvias oportunidades para la iniciación de esta aventura. «Por favor, quítese la ropa por encima de la cintura y póngase la bata. El doctor estará con usted dentro de un instante.» Un calzonazos exaltado como Nate tal vez encontrara una irresistible atracción en el porte callado e inescrutable de Clara. Sí, y sin embargo parecía -si él podía afirmar que conocía mínimamente a su mujer- que una cosa así con Clara habría requerido tiempo, oportunidades, confianza, un avance gradual. Era sin duda alguien a quien ella conocía bien. Oh, sí. Nate visitaba a Clara por la mañana, había dicho Fiona tiempo atrás.

– Sandy -insistió Fiona-, por amor de Dios. ¿Para qué son las pastillas?

Aún tenía el frasco en la mano y miró de nuevo la etiqueta. Esa mujer tenía derecho a saber.

– Herpes -dijo.

– Herpes -tartamudeó Fiona. Retrocedió boquiabierta-. Demonios, ese hijo de perra.

Con un jadeo repentino, Fiona, tan imprevisiblemente como la vez anterior, rompió a llorar.

– Sentémonos un momento.

Stern guardó las pastillas, puso el frasco en la bolsa y lo dejó en un estante del botiquín de Nate. Luego llevó a Fiona al dormitorio y se sentó con ella en la cama. La colcha era de tela gruesa, color malva, con ribetes en los bordes. Fiona intentaba recobrarse. Se secó los ojos maquillados con el dorso de las manos. Stern extendió el brazo para consolarla y por un instante ella se le apoyó envolviéndolo en el aroma de sus perfumes. En cuanto le cerró la mano sobre el hombro delgado, Stern tuvo esa idea, sin saber de dónde venía. Un instinto malicioso, supuso, aunque parecía que había estado presente por algún tiempo, en germen.

Fiona se levantó para buscar un pañuelo, pero se sentó de nuevo al lado de él.

– Herpes -masculló. Stern, por el rabillo del ojo, advirtió una fugaz sonrisa de Fiona: lo tenía merecido, ese bastardo lo tenía merecido. Luego se volvió hacia Stern-. ¿Me voy a contagiar?

– Depende.

– ¿De qué?

– Del contacto.

– ¿Contacto?

Fiona no comprendió y lo miró irritada.

Stern buscó las palabras apropiadas. Menudo trago. Los abogados de divorcios tenían que hacerlo constantemente. Tal vez se mostraban crudos y directos. «¿Cuándo fue la última vez que te la metió, querida?»

– No quisiera ser grosero…

– ¿Te refieres a nuestra vida sexual, Sandy?

– Así es.

– No muy activa.

– Entiendo.

– No es que no me guste, Sandy. Me gusta -añadió deprisa, temiendo como de costumbre el juicio de los demás-. Pero ya sabes cómo es. No le he permitido que se acercara a mí desde que vi esa cosa. -Señaló el suelo, la habitación, el televisor-. Aunque no parecía importarle.

– ¿Cuándo fue eso, Fiona?

– ¿Marzo? -Ella se encogió de hombros-. No lo apunto en un cuaderno, Sandy.

– No, claro que no.

– Francamente, pensé que ya había desistido de intentarlo. A veces se comporta así.

Sonrió de nuevo, sombríamente.

Stern supuso que él habría desistido un tiempo antes. Tenía sus propios problemas. Aunque eso no servía de gran excusa. No obstante, en el pulcro dormitorio de Fiona, Stern quedó abrumado un instante por el misterio de todos los matrimonios. Era como la cultura o la prehistoria: un millón de acuerdos tácitos. Nate y Fiona. Qué pareja más inverosímil. Él tan informal, ella tan severa. Ella siempre había sido bonita, sin embargo. Eso debía de enorgullecer a Nate. Su tesoro estaba en casa mientras él merodeaba por todo el vecindario, contagiándose enfermedades y tirándose a las mujeres de todos, incluida la esposa de Stern. Esta idea lo exasperó. Siempre reacio a enfurecerse, sintió el potente embate del afán de venganza. El pensamiento lo arrasó de nuevo como una ola de fiebre. ¿En serio era capaz? Claro que sí. Se sentía excitado, inspirado y malévolo.

– ¿Entonces? -preguntó Fiona- ¿Voy a contagiarme?

– Por lo que me cuentas, Fiona, me parece muy poco probable.

Fiona reflexionó.

– Supongo que debería agradecerle que me haya dejado en paz.

Aún sentado junto a ella, Stern dijo lentamente:

– Debo admitir que cometí una gran injusticia, Fiona.

Ella ladeó la cabeza, como si temiera que Stern hubiera perdido el juicio. Stern sonrió.

– Una gran injusticia -repitió y levantó la mano despacio.

Cogió el botón superior del vestido de Fiona y se inclinó para besarle el pecho.

Ella retrocedió, pero sonreía.

– Sandy -tartamudeó.

Él la miró con intensidad: las cosas iban en serio. Desabrochó el botón y bajó la prenda para acariciarla de nuevo.

– Cielos -exclamó Fiona, entre risas-. No puedo creer lo que está ocurriendo.

Parecía que Fiona no podía contenerse, lo cual era increíblemente gracioso. Stern sabía que ella no lo detendría. Fiona era una persona débil. Su única firmeza radicaba en su carácter áspero, pero no tenía principios. Tomada por sorpresa, le seguiría el juego entre carcajadas, sin saber cómo actuar. ¿Y él? ¿Cómo se sentía ahora? «Raro, muy raro, mis amigos americanos.» Esto era una locura, improbable, absurdo. Pero las aventuras amorosas eran más excitantes que volar. Le acarició el pecho en silencio y eufóricamente comprendió que ya no era dueño de sí mismo.

Abrió otro botón y le bajó el sostén. Ese pecho pequeño y blanco parecía un pez saliendo del agua y él se agachó para besar el pezón…

¡Alguien lo estaba observando!

Stern se sobresaltó y se dispuso a levantarse, alzando los brazos a la defensiva. El perro, intimidado, también retrocedió arrastrando las patas delanteras, sin emitir un sonido.

Fiona se había levantado y ahora lo miraba. Aún tenía el sostén bajado, de modo que su pecho blanco parecía un paquete a medio desenvolver. Algo había cambiado. Tal vez el momentáneo temor de Stern la había disuadido o la había vuelto a sus cabales. Notó que ella abría los ojos y movía el brazo. Supo lo que iba a ocurrir, pero consideró indigno defenderse. Fiona le asestó una bofetada en la cara y él tuvo la sensación de que le había astillado un diente.

– Tú no eres mejor que él -acusó Fiona-. Hijo de perra.

Le dio la espalda para ordenarse la ropa. Stern se sintió impulsado a responder, pero no fue capaz. Se sentó de nuevo en la cama, avergonzado.

– Perdóname -dijo.

– Por Dios -exclamó Fiona.

Stern iba a decirle que era una mujer atractiva, pero no parecía lo más indicado.

– Me dejé llevar -se disculpó Stern, en una de sus habituales frases ambiguas.

– Quisiste aprovecharte de la situación.

En cuanto expresó este pensamiento, la imprevisible Fiona rompió a llorar de nuevo. Se sentó en una silla de mimbre blanca junto a la ventana y se aplastó el pañuelo arrugado contra la cara. Tenía el vaso en la mano y bebió un sorbo para consolarse. Luego se levantó, tal vez para buscar otro. Dirigió una feroz mirada a Stern, otra maldición callada, pero se marchó en silencio. El collie corrió tras ella.

Mientras escuchaba el taconeo en la escalera, Stern miró el techo del dormitorio. Colgaban telarañas de la lámpara. Oh, Dios, se odiaba a sí mismo y tenía esa sensación de ebriedad, de modo que comprendió que la cosa empeoraría cuando cesara el flujo de adrenalina y volviera la sensación de normalidad. ¿En qué diablos estaba pensando? Oh, se despreciaría a sí mismo. Ya lo estaba haciendo.

Caminó hacia la silla donde se había sentado Fiona. A través de la ventana con columnas, vio su propia casa. En los veinte años que había vivido allí, nunca la había visto desde aquel ángulo, y examinó el tejado de pizarra del dormitorio cautivado por la perspectiva. Cuando reconoció el caballete de su propia habitación, trató de imaginar a Nate y Clara abrazados allí, pero la imagen, piadosamente, se negó a cobrar forma.

¿Y el dinero?, pensó de golpe. ¿Para qué necesitaba Nate ochocientos cincuenta mil pavos? Pero Fiona le había dado la respuesta semanas atrás: durante años había amenazado a Nate con la ruina como precio de un divorcio. Lucharía como un lobo por cada céntimo, con tal de vengarse. Pero Nate podría afrontar la ira de Fiona con el dinero de Clara. ¿Significaba eso que había un pacto entre Nate y Clara? ¿Se proponían ambos abandonar a sus cónyuges? ¿Ella se proponía dejarlo solo, tal como estaba ahora?

Stern oyó un portazo. Fiona había salido, tal vez para conducir borracha por la ciudad mientras divagaba sobre la perversidad de los hombres, o simplemente para dejarle sufrir su vergüenza. Se apartó de la ventana. El perro, abandonado por la dueña, regresó a la habitación. El animal ladeó la cabeza y lo miró con ojos radiantes y verdosos. Stern pensó en la vida de ese perro, siempre al borde de una comprensión aparente.

Esta vez, con el nuevo pensamiento, Stern se quedó paralizado. Éste era el legado de Clara, instantes de horror cuando discernía formas ocultas en el caos que ella había dejado. En su profesión siempre intentaba deducir lo que había sucedido en determinados momentos aislados. Los involucrados, clientes o testigos del gobierno, rara vez brindaban relatos de confianza. Vientos de temor, culpabilidad y autojustificación los desviaban del rumbo. Pero en ocasiones, al trabajar en un caso, Stern comprendía lo que había ocurrido. Una palabra, unas frases en un papel. Las piezas del rompecabezas encajaban.

Débil y mareado, ahora tenía la misma sensación. Pobre Clara. Ahora Stern comprendía. Había regalado todo ese dinero como preparación para el plan que había trazado con Nate, y sólo después se había enterado de que tenía problemas de salud. Tal vez fue entonces cuando Nate se enteró de la situación. Pero ante las circunstancias habría tenido que admitir que se lo había contagiado otra, quizá la joven del vídeo. Infidelidad entre los infieles. Oh, sí. Stern lo veía ahora. Qué drama. Trágico como Madame Butterfly. Engaño. Abandono. Enfermedad. Vergüenza y pérdida en cada ventana, cada puerta, y el futuro era una incesante concatenación de acontecimientos desagradables: la ira de un marido, el alejamiento de un amante y la agobiante certeza de haber dilapidado una fortuna para comprar a su amigo una libertad que él emplearía en otras conquistas. ¡Qué humillación! Como una heroína mítica, Clara lo había perdido todo debido al orgullo y al deseo. Sentado en la lujosa colcha de Fiona, Stern se puso una mano sobre el corazón, que le palpitaba dolorosamente en el pecho.

Tendría que llamar a Cal. Sin demora. Qué historia para contarle. El abogado Hopkinson se abriría otro agujero en la cabeza. Stern quería los papeles ahora. Con el cheque, Nate estaba en una posición comprometedora. Su plan debía de consistir en ocultar a Fiona y al futuro abogado de su esposa la existencia de los fondos. Pero ahora, con la muerte de Clara, con banqueros y albaceas, con leyes testamentarias, tendría que actuar con el temor de que alguien se enterara de la transacción e intentara frustrarla. El día en que Nate tuviera el descaro de presentar el cheque, Stern le entablaría un pleito. Habría humo y fragmentos por doquier. Aplastaría a Nate Cawley como a un gusano.

En este arrebato de rencor, Stern tuvo la repentina sensación de que toda la situación era ridícula. Jamás había ocurrido. En cuanto buscara a tientas el interruptor, encontraría la luz y vería dónde estaba. Pero cuando se volvió, el perro estaba allí, observándolo, y la casa donde había vivido veinte años se veía por la ventana en un ángulo desde el cual nunca la había contemplado. Empezaba a sentir el labio hinchado a causa del impacto de uno de los anillos de Fiona. Bajó, encerró al perro en la cocina y, con una absoluta sensación de pérdida, salió a la calle.


Para Stern, los recuerdos más conmovedores de su noviazgo se referían a las veces en que estaba sentado en la sala de los Mittler mientras Clara tocaba el piano. El cabello rojizo de Clara ondeaba siguiendo los movimientos de la cabeza; con los ojos fijos en el teclado o cerrados, se entregaba a la música. Su aguda inteligencia cantaba a través del instrumento. La primera vez que tocó para él, Stern se quedó sin palabras. Había ido a buscarla y ella lo invitó a entrar un momento. Sus padres no estaban, y Clara se sentía en libertad de mostrarle la casa.

– Mi piano -señaló.

Stern le pidió que tocara, y en vez de negarse tímidamente, como él había esperado, Clara se liberó. Stern se sentó en el sofá de felpa roja sin quitarse el abrigo. No sabía nada de música, pero estaba fascinado por la convicción con que ella pulsaba las teclas. La admiró intensamente.

– Magnífico -comentó.

Ella se quedó tímidamente al lado del piano, saboreando el elogio.

Luego fueron al cine. Stern aún recordaba que la película había causado cierta conmoción. Marty. La historia de un hombre solitario, inepto, lleno de añoranza, conmovió a Stern. ¡Ése era él! Luego, mientras caminaban hacia el Chevy de George Murray, aparcado a cierta distancia, comprendió que Clara también se había conmovido. Lo aferraba con fuerza, evocando ciertos momentos estremecedores de la película.

Cuando llegaron al coche, Stern no pudo contenerse. Arqueó el cuerpo y soltó un grito.

– Oh, George -exclamó.

El que había rozado el coche de Murray había causado varios estragos. Los rasguños empezaban detrás de la portezuela y se transformaban en abolladuras en el guardabarros delantero. Allí el metal aparecía retorcido y el filamento del faro delantero colgaba de un solo alambre. El maletero estaba arrugado como cartón.

– Oh, Dios -dijo ella al verlo. Le cogió el brazo-. El coche no es tuyo, ¿verdad?

– Oh, no.

El daño parecía incalculable. Se devanó los sesos pensando cómo pagaría la reparación.

– Lo siento mucho.

Stern se encogió de hombros, mirando el desastre.

– Este mes no tendré teléfono -comentó.

Tenía que avisar a la policía. Caminaron hasta un drugstore y la policía estaba allí cuando regresaron al coche. George Murray, por suerte, no estaba en casa. Stern podía hacer frente a toda la situación, menos a la idea de contárselo. La muchacha y su calidez parecían darle valor. El policía era un individuo canoso y afable. Se interesó por el origen del acento de Stern con un tono sincero e inquisitivo y luego se apoyó en el parachoques para enderezarlo, a fin de que Stern no se ensuciara el traje. Stern se sentó al volante, haciéndolo girar mientras el policía empujaba la deteriorada lámina de metal.

– Así podrás conducir -anunció al fin el policía-. Te ahorrarás un par de céntimos de grúa. Esos sujetos son unos piratas.

El policía, Leary, se tocó el sombrero cuando arrancaron. Stern no sabía adónde ir.

– ¿Te llevo a casa? -preguntó.

– Todavía no -dijo ella con tanta decisión que Stern se sobresaltó. El coche no tenía radio, pero había un reloj. Eran las doce y cinco-. Tengo que asegurarme de que estás bien. ¿Cómo te encuentras?

Él masculló algo. Estaba deprimido, pero resultaba sorprendente que la atención femenina le diera tanta fuerza. Se acordó de las caricaturas de Popeye, cuando comía espinacas. Con Clara, antes de enfrentarse a George y a los meses de pago, se sentía casi invencible.

– ¿Adónde vamos? -preguntó-. ¿Tienes hambre?

– No, ahora no podría comer. He perdido el apetito. No bebo a menudo, pero me vendría bien un trago. ¿Qué dices?

– En estas circunstancias, podría beber -admitió Stern.

– ¿Sabes qué me gustaría? ¿Por qué no paras en una tienda y luego nos sentamos junto al río? Conozco un sitio encantador.

Así lo hicieron. Compraron una botella de Southern Comfort y dos vasos baratos y se dirigieron a un aparcamiento, en un acantilado junto al río. Allí la corriente era ancha, negra y cantarina. La luna ya había despuntado entre los árboles, inundando de luz el río Kindle.

Cuando ella abrió la botella, él le hizo una advertencia:

– George espera que le devuelva el coche sin un rasguño.

Ella lo miró sin festejar la humorada.

– Vas a sufrir muchísimo por esto, ¿verdad?

Él titubeó y meneó la cabeza.

– ¿No aceptarías que yo lo pagara?

Él meneó la cabeza de nuevo.

– Podría hacerlo, ¿sabes? Tengo mucho dinero. La hermana de mi madre dejó un fondo fiduciario. Está disponible desde que cumplí los veinticinco años y el dinero no hace nada allí.

– ¿Qué pensaría tu padre?

– No me importa lo que piense mi padre.

Stern masculló algo. La recordó tal como la había visto la primera vez, en el taburete de Henry.

– ¿Te importa? -preguntó ella- ¿Mi padre?

– Me temo que sí.

– A mí también -admitió ella al cabo de un momento-. Preferiría decir que no, pero no es cierto. Creo que la mayoría de las chicas quieren más a la madre; la mía lo adora. ¿ Tu familia es así?

Stern rió, pensando en su padre hacia el final, una criatura crispada al borde de un ataque.

– No -dijo.

– ¿ Te gusta mi padre?

Stern reflexionó. Había dejado el motor en marcha, un rumor ronco, para conservar la calefacción, que estaba puesta.

– Creo que lo temo demasiado para saber la respuesta. Ella soltó una carcajada.

– ¿Sabes qué me gusta de ti, Sandy? No me recuerdas a nadie más.

Él casi respondió que era convertir los defectos en virtudes. Pero comprendió que eso le gustaba. Él era quien era. El desastre del coche había permitido una notable sinceridad entre ambos. Más aún, como solía ocurrir en las pocas ocasiones en que alguien le inspiraba respuestas directas, aprendió mucho sobre sí mismo.

– ¿Qué sientes tú por tu padre?

– Lo mismo que tú -dijo ella-. Lo admiro. Cuando era niña quería ser como él… hasta que comprendí que no me lo permitiría. Supongo que le guardo rencor. Resulta difícil de saber. Hace tiempo que mis padres están muy enfadados conmigo.

Stern se recostó en la portezuela para observarla. El bourbon lo había entibiado y embriagado un poco.

– ¿ Qué es esa historia que quieres contar? Detecto una gran desdicha.

– ¿Ah sí?

– Debes perdonarme. Supongo que he sido demasiado brusco.

– Pues sí -replicó ella.

Stern se sintió atemorizado. Había ido demasiado lejos. Estaba en un acantilado con esa chica. En cualquier momento ese aire de intimidad se esfumaría y ella volvería a ser una muchacha rica, fuera de su alcance. Sabía a qué se había referido ella antes: que no sabía cómo tratarlo. Como toda hija de familia rica, demostraba cierto desdén: en cualquier momento podía arrojarlo a un millón de kilómetros de distancia.

– No me considero una persona feliz -reconoció Clara-. Soy muy tímida. Excepto contigo. -Sonrió-. ¿Tú eres feliz?

– Disfruto con mi trabajo. Quiero a mi hermana. Pero no, no me considero una persona de carácter alegre.

– Eso imaginaba -dijo ella. Ambos callaron. Clara Mittler añadió-: Voy a contártelo todo.

Él aguardó un instante antes de decir:

– De acuerdo.

24

– ¿Mel? Soy Sandy Stern -dijo por teléfono.

– ¡Sandy! -exclamó Mel, con su efusividad habitual.

Cara a cara, Tooley presentaba un semblante radiante de buena voluntad. En cuanto le dabas la espalda, desenfundaba el puñal y empezaban los problemas. Un tío maligno. Tooley afirmaba que era irlandés -en esta ciudad, como en muchas otras, constituía una ventaja política, sobre todo para un abogado-, pero el tono oscuro de su tez indicaba un origen más meridional. Mel usaba peluca -tupida, oscura y rizada como la pelambre de un perro de aguas-, un hábito que Stern, a pesar de sus intentos de tolerancia, encontraba desagradable y engañoso. El hombre sudaba en abundancia y en consecuencia se bañaba en colonia. También le sobraban bastantes kilos. Stern no era quién para criticar ese defecto, pero Mel, con sus dimensiones vacunas, aún llevaba trajes cruzados y pañuelos de colores chillones y se negaba a aceptar la realidad. Se ponía camisas ceñidas y el velludo vientre se le abultaba entre los botones. Su sonrisa aceitosa sugería la absoluta convicción de que era un tipo agradable.

Stern lo había tratado durante años cuando Tooley era fiscal, una relación espinosa marcada por crudos enfrentamientos. Mel era taimado, una excepción en una oficina donde la mayoría de los abogados eran abiertamente agresivos pero en general respetuosos de las reglas y los derechos. El más serio enfrentamiento entre los dos se había producido cinco años atrás, cuando Stern representaba a un contratista a quien Tooley, con típica desesperación y malicia, esperaba inducir a testificar contra dos caballeros de apellido italiano. El contratista había recibido inmunidad, pero insistía en una versión de los hechos que incluso Stern consideraba improbable. Cuando Stern y el cliente comparecieron ante el gran jurado, el estoico contratista palideció de pronto; sudaba a mares. Era miembro de una congregación católica, padre de nueve hijos, y Tooley había hecho sentar a la ex amante del contratista en el banco, fuera de la sala de audiencias. Para proteger a su cliente, Stern, siempre reacio a criticar públicamente a otro abogado, tuvo que presentar una queja disciplinaria ante el Comité Ejecutivo del Tribunal de Distrito. Los jueces chasquearon la lengua y sermonearon a Mel, pero al fin el contratista testificó tal como deseaba Mel. Tooley fue quien rió último. Frente a frente, afirmaba que no guardaba rencores y elogiaba la habilidad de Stern. Pero en un mundo donde el ego tenía tanto peso, no convenía dar fe a sus palabras. Stern aún se preguntaba cómo había caído John en manos de Tooley.

Tooley comentó que estaba a punto de llamarlo y Stern pensó que nada debía de estar más lejos de la verdad. Naturalmente, Tooley deseaba que MD pagara su minuta. Quería un anticipo de 15.000 dólares, un poco excesivo para un profesional de la edad de Tooley, pero era lo que Stern habría esperado. Charlaron sobre el caso. Stern no comentó nada sobre la cuenta de errores, debía suponer que cada palabra iría a oídos de los fiscales y sería usada como Tooley creyera conveniente, para ventaja de John o simplemente como manera de buscar favores para el futuro. Stern describió los albaranes de pedido que buscaba el gobierno y dijo que los fiscales parecían creer que Dixon había ganado dinero ilegalmente.

– Al parecer creen que esos pedidos se entregaron a John -dijo Stern.

– ¿Fue así? -preguntó Tooley, como si no pudiera hacerle esa pregunta al cliente-. Es decir, no tengo documentos para examinar. Me gustaría ver lo que tú hayas conseguido.

Stern redactó una nota y le dijo que los enviaría.

– Desde luego -prosiguió Stern con infatigable instinto-, tal vez recibió esos pedidos pero no los recuerda, dado el ajetreo diario. No sé si es una posibilidad o no, pero una persona razonable lo comprendería. -Tooley era muy rápido y sin duda captó la insinuación, pero no respondió, lo cual Stern consideró de mal augurio-. ¿Qué quiere Klonsky de él?

– En realidad no he hablado con Sonny. Charlé un poco con Stan. -Sennett de nuevo. Stern meneó la cabeza-. Está a cargo de este asunto. ¿Lo sabías? -preguntó Tooley.

Habría estado encantado de sorprender a Stern con la noticia.

– Ya lo he notado. Supongo que sigue su propia agenda.

– Como de costumbre -comentó Tooley, sumándose fraternalmente a las quejas de todos los abogados defensores ante el actual fiscal. Desde luego, Tooley sólo fingía. Había trabajado para Sennett más de un año antes de entrar en la práctica privada, y durante este tiempo Stan lo había ascendido a jefe de la División de Investigaciones Especiales. Stan había transformado a Mel en un personaje de peso. Por alguna razón Tooley lo había escogido como punto de contacto-. ¿Qué te parece la grácil Sonny? -preguntó Mel, obviamente evasivo-. Es notable, ¿verdad?

– ¿Klonsky? -preguntó Stern-. No había oído ese nombre.

– Es mi apodo. Todos le ponen un apodo. Está allí por culpa mía, ¿sabes? Yo la contraté antes de irme de la oficina. Es decir, Stan la contrató, pero yo la entrevisté. Pensé que tenía agallas. ¿Entiendes?

– Sí -respondió Stern.

Sabía a qué se refería.

– Pero no creo que haya llegado muy lejos. ¿Cuál es la palabra? Ambivalente. No logran que tome decisiones. Siempre se lava las manos. Pero tiene sus puntos buenos. Una mujer bonita todavía tiene una gran ventaja frente a un jurado, ¿no crees?

– Tal vez- masculló Stern.

Mel continuó. Sin duda tenía poco interés en hablar de John.

– En realidad, debería responsabilizarte a ti por contratarla. Yo digo que está allí por mi culpa, pero en realidad es tuya.

– ¿Mía? -preguntó Stern-. ¿Klonsky?

– Acabo de acordarme. Le pregunté por qué quería ser abogada y me contó que cuando estaba en su primer año de carrera presenció todos los días el juicio de Sabich. Le encantó verte en acción. Te describió de un modo especial. Habló de «prestidigitación», creo. Me pareció un modo elegante de expresarlo.

Ya lo creo, pensó Stern. Tooley se debía de haber desternillado de risa.

– Así que eres su ídolo, Sandy. Apuesto a que siente calores cada vez que la visitas.

– Pues no lo he notado.

– Con ella nunca se sabe. Es una persona muy emocional. ¿Ya te ha hablado de su fracasado esposo?

– No -replicó Stern, que se sentía cada vez más aliado de Klonsky. Mel sólo lograba mejorar la opinión que Stern tenía de esa mujer.

– Lo hará – advirtió Mel-. Se lo cuenta a todo el mundo. El marido es cartero. Lo digo en serio. Escribe poemas y reparte cartas. El tío se cree Omar Jayam o algo por el estilo. Parece que está más chiflado que ella. Mientras yo estaba allí no dejaba de repetir que se divorciaría de él. Ahora está inquieta porque su reloj biológico está dando la alarma. En fin -dijo Mel hartándose del tema-. Sé amable con ella, Sandy.

– Más bien al contrario -espetó Stern, tratando de decir, aun moderadamente, algo en nombre de Klonsky.

– Sin duda Sennett la vigila como un halcón.

– Así parece -dijo Stern-. ¿Puedo preguntar qué te ha dicho él?

– Nada concreto. Nada concreto. Creo que están buscando inmunidad. No estoy seguro por qué.

Stern se sintió como un insecto en medio de una tempestad. No podía preguntar mucho más. Por orgullo y por temor a lo que pudiera llegar a oídos del gobierno, era reacio a comentar sus puntos débiles en su conocimiento de la investigación. Además había otros lugares donde preguntar. Lo que John había dicho a Mel, si le había dicho algo, estaba fuera de su alcance dada la situación. Muchos abogados defensores barbotaban las confidencias de sus clientes como noticias puestas en una pizarra de informaciones, pero Stern nunca había compartido esta inclinación. En una situación de adversidad potencial, no preguntaba ni repetía las frases privadas de su cliente, y su rigor en esta cuestión ética se aceptaba como parte de Sandy Stern y su formalidad extranjera, como el seto y la cerca de hierro de algunas casas antiguas.

– Apenas empiezo con este asunto -dijo Tooley-. Quizá te llame la semana próxima, cuando esté más al corriente.

– Sí, claro -dijo Stern.

Nunca más tendría noticias de Tooley, no hasta un par de días antes de la acusación, cuando Mel describiría vagamente los factores que obligaban a John a liquidar a Dixon. Stern había hecho lo mismo en otros casos parecidos. Pero intentaba brindar a sus colegas la escasa ayuda que entretanto podía suministrarles. Stern se dispuso a cortar, revisando la lista de cosas que Tooley le había pedido. Mel, astutamente, había invertido la situación para recibir todos los datos.

– Es un buen chico -concluyó Tooley-. Tal vez no llegue a experto en informática, pero le irá bien.

– Eso espero -suspiró Stern, intrigado por el hecho de que Tooley se hubiera molestado en dar esta sombría evaluación del yerno.

– Es increíble cómo llegó a mí. Supongo que le diste un par de nombres.

– Algunos -admitió Stern.

Ni él ni Tooley abrigaban la ilusión de que Mel figurara en la lista.

– Llamó a esos tipos, pero no había nadie. Parece que tú lo asustaste. Quería conseguir un abogado deprisa. Así que llamó a todos sus conocidos y al fin tu hijo le dio mi nombre.

– ¿ Peter?

– Peter y mi hermano Alan eran amigos en la escuela secundaria. ¿Recuerdas a Alan? Tengo que llamar a Peter para darle las gracias.

Alan era un chico apuesto y simpático. Parecía imposible que el mismo hogar hubiera producido una criatura tan viperina como Mel Tooley. Stern se rascó la cabeza mientras absorbía esta novedad. ¡Peter! ¡De nuevo! Claro que era inevitable que se entrometiera si alguien se lo pedía. Ignorante o no, su hijo consideraba todo problema familiar como de su incumbencia. Stern imaginó que Mel debía de estar disfrutando en su brillante oficina. El cliente de Stern le pagaba la minuta mientras John pensaba en darle un duro golpe a Dixon, y el hijo de Stern le había conseguido ese trabajo. Todo un triunfo.

Un punto más para el gobierno, pensó Stern mientras colgaba. Algunos abogados, con buenas intenciones hacia el posible acusado o su asesor, o naturalmente reacios a ayudar a la fiscalía, charlarían con John para recordarle las lagunas de su memoria y hasta qué punto sería desagradable testificar para el gobierno. Pero sin duda no era el plan de Mel. Entregaría a John a la fiscalía, alentándolo a respaldar la menor corazonada o sospecha. Y John -por lo que indicaba el silencio de Tooley y los indicios obtenidos en las conversaciones con su yerno- tenía mucho que decir.

Se preguntó cómo se habrían desarrollado los hechos entre John y Dixon. Era improbable que Dixon hubiera anunciado en qué andaba, era demasiado prudente para eso. Impartía órdenes que John temía desobedecer. Pero debía de haber algo furtivo en el plan. Entre tú y yo. No digas nada. Como Clara siempre decía, John no era tonto. Tarde o temprano tenía que haber descubierto que esas transacciones eran diferentes de las demás. Así que continuaron en el turbio mundo de la colaboración y el engaño, cada cual profesando cierto desdén hacia el otro: eres débil, eres deshonesto. Su yerno era el típico testigo del gobierno, un sujeto manso que no cuestionaba nada y carecía de convicciones. En cuanto Tooley le explicara un par de verdades -que peligraban su registro de bienes y su derecho a trabajar en los mercados financieros-, se ablandaría. Cuando al fin compareciera como testigo, sería otra alma inconstante declarando que sólo había seguido órdenes, sin un instante de reposo para reflexionar. Con su aire de inocencia infantil y su relativa falta de experiencia, John actuaría mejor que la mayoría.

Al pensar en todo esto y el modo en que la situación se le escapaba de las manos, Stern se sintió inquieto. Por un instante tuvo una estremecedora visión donde toda su familia concurría al tribunal, testificando, acusando, irremediablemente involucrada. En este escenario, él era la víctima, no el acusado sino el excluido. Todos sabían más que él. Rechazó la idea, pero siguió mirando el teléfono, con un nuevo presentimiento de daños inevitables.

25

Margy se había hecho algo en el cabello. Una maraña de rizos le caía sobre los hombros y el tinte rubio parecía más brillante bajo la luz. Parecía más robusta de lo que Stern recordaba, una persona fuerte y voluminosa, llena de vida. Stern se negó a permitir que los recuerdos o la imaginación lo llevaran más lejos.

– Bien -respondió Margy cuando él le preguntó cómo había ido el viaje-. Bonito hotel -añadió ella-. Dormí bien. -Una declaración inocente pero llena de implicaciones: todo estaba olvidado, perdonado, borrón y cuenta nueva. Margy sabía fingir que nada había ocurrido. Stern sospechó que lo había hecho muchas veces. A pesar del torbellino interior, las reverberaciones no tocaban la superficie. Llevaba un traje de seda y una blusa naranja con una corbata enorme. Había entrado en la oficina de Stern con un gran maletín y una bolsa de ropa colgada al hombro, y había tenido el buen tino de tender la mano, con sus largas uñas rojas, mientras la secretaria estaba presente, de modo que ninguno de los dos se sintió incómodo ante la oportunidad de un saludo más íntimo. La mujer de negocios de Oklahoma, resuelta y tranquila. Hola a todos.

Detrás del escritorio de cristal opaco, Stern le describió el plan del día. Ambos tomaron café. Juntos estudiarían los documentos que el gobierno había solicitado e intentarían adivinar las preguntas de Klonsky. Luego irían a la fiscalía, donde Klonsky interrogaría a Margy a fin de prepararla para comparecer ante el gran jurado, lo cual sería poco después.

– ¿Tengo que hacer eso? -preguntó Margy-. ¿Sentarme a hablar con ella?

– No, pero forma parte de la rutina. Es conveniente para ambas partes. No se me permite entrar en la sala del gran jurado, así que en una entrevista sabremos de antemano qué se trae entre manos el fiscal y yo tendré la oportunidad de ayudar en puntos problemáticos. Klonsky, a su vez, descubrirá qué preguntas no le conviene hacer de forma oficial.

– Entiendo.

Margy estaba satisfecha.

Preguntó por dónde quería empezar y él señaló el maletín.

– La parte difícil -comentó Margy con una sonrisa.

– ¿Algún problema? -preguntó Stern.

No le gustaba cómo sonaba eso. Dejó la taza de café y sacó la citación de la carpeta. Margy extrajo los cheques que el gobierno había solicitado: todos los extendidos durante los primeros cuatro meses del año por cantidades que excedieran los doscientos cincuenta dólares. Los tenía sujetos en nueve fajos, cada uno del tamaño de un ladrillo, y los cortes laterales presentaban el contorno estriado de un pez.

– ¿Qué harán con esto?

– Supongo que están buscando fondos transferidos a Dixon. ¿Hay alguna prueba de eso?

– Claro. Muchas. Salarios. Bonificaciones.

– ¿Algo más?

– Nada.

– ¿Las compañías o las cuentas que él controla recibieron algo?

– Nada -respondió Margy.

Bien, pensó Stern. Ojeó los fajos, más que nada para sentir el contacto de los cheques. Ella había preparado dos copias, una para Stern y otra para ella, y un empleado había puesto un sello de identificación en cada uno. A Margy no había que enseñarle nada dos veces.

Stern se refirió de nuevo a la citación. Como muchos de los documentos ya estaban allí, la semana anterior él se había encargado de reunir los registros de transacciones que habían pedido los fiscales. Los demás documentos habían ido a la oficina de Stern, y él examinó cada pila y volvió a poner donde los había encontrado los albaranes de pedido que el gobierno sin duda buscaba: los cincuenta o sesenta que había rellenado John. El fajo de documentos, con copia y numeración, como los cheques, esperaba ahora en un maletín blanco. Se los mostró a Margy y luego pidió a Claudia que hiciera entrar a uno de los jóvenes, quien entregaría los documentos en la sala del gran jurado antes de que ellos llegaran.

Stern leyó en voz alta el último requerimiento del gobierno acerca de la cuenta de Wunderkind.

– Ahora viene lo extraño.

Margy sacó un sobre del maletín que tenía en el regazo.

Maison Dixon, como muchas empresas, usaba lo que se llamaba una declaración firme, en la cual se consignaban las compras, ventas, confirmaciones, requerimientos y posiciones marginales. El ordenador escupía un formulario que se enviaba al cliente cada vez que la cuenta se utilizaba. La segunda hoja del formulario quedaba en MD y se microfilmaba. Cuando abrió la carpeta, Stern se sorprendió al descubrir declaraciones originales que tenían que haber ido a Wunderkind.

– Es extraño -repitió Margy-. Mira la dirección.

Los documentos decían «Wunderkind» en la parte superior y «(RETENER)». Stern preguntó qué significaba.

– Retener. Ya sabes. «No lo envíes por correo, yo lo recogeré.»

– ¿Es normal?

– A veces. Un tío se está divorciando y no quiere que la esposa cuente todo lo que él tiene. O cree que el Servicio Fiscal Interno le examina la correspondencia. O no se fía del cartero del vecindario. Hay muchas razones para ello.

Stern asintió.

– ¿Nadie recogió éstas?

– Estaban en la carpeta.

– ¿Cuenta de Chicago?

– Kindle -dijo ella-. 05. -Señaló el número de cuenta-. Greco los encontró.

– Extraño -admitió Stern.

– Oh, lo raro no es eso.

– ¿No?

– Míralos.

Stern miró y como de costumbre no descubrió nada.

– Mira la actividad. Mira el balance. ¿Recuerdas? En esta cuenta él pone todo el dinero que gana con las ventas adelantadas. Pensé que él extraería las transferencias, haciéndonos preparar un cheque tras otro. Ya sabes: toma el dinero y corre.

Pero no era eso lo que había ocurrido. Las declaraciones describían movimientos frecuentes, dos o tres al día. No había una concentración inusitada de operaciones. Chuletas. Plata. Guisantes. Azúcar. Yenes. Eran los favoritos, pero todos operaban con frecuencia, a veces con varios movimientos al día. Stern leyó hasta el final de febrero de ese año.

– ¿Dixon perdió dinero? -preguntó Stern.

– No sólo un poco -explicó Margy-. Todo. No hubo un solo céntimo robado que no terminara de vuelta en el mercado. Demonios, no sólo perdió eso. Perdió más. Mira la última declaración.

Stern volvió de nuevo las páginas. En la declaración final, en letra negrita, había un saldo negativo de más de 250.000 dólares. Operando en forma marginal -pidiendo prestado dinero de la empresa para poner en las transacciones más de lo que se había invertido en la cuenta- siempre era posible perder grandes cantidades deprisa, y aquí le había ocurrido a un acaudalado. Todo había ido a parar a contratos de azúcar, que habían caído en picado cuando el mercado enloqueció en febrero. Cuando Wunderkind logró zafarse, la pérdida era enorme, un cuarto de millón de dólares más que el depósito que había tenido en la cuenta.

– ¿El saldo negativo se liquidó? -preguntó Stern.

– Eso dice la declaración. Los 250.000 pavos. Nunca supe nada sobre eso.

– ¿Tendrías que haber estado al corriente?

– Ya lo creo -replicó Margy, irguiéndose en la silla- ¿Un saldo negativo de más de cien mil? O yo me entero o va directamente a Dixon desde contabilidad.

– Ah -dijo Stern.

Se preguntó si era así. Dixon tal vez podía liquidar de un plumazo la deuda de un cliente, pero la declaración mostraba recepción de fondos.

Stern miró los documentos y con su habitual afán de comprender todos los detalles repitió cada paso en voz alta, mientras Margy asentía. El hombre había efectuado pedidos antes que los clientes, una infracción grave. Para ocultar esto, se usaban números de cuenta erróneos, y las transacciones, consideradas como equivocaciones, se trasladaban a la cuenta de errores de la compañía, donde se acumulaban pingües beneficios de decenas de miles de dólares por cada par de operaciones. Luego, para obtener el control de estas ganancias ilegales, el hombre había efectuado pedidos adicionales, cometiendo de nuevo errores deliberados en la información de la cuenta. El resultado era que la cuenta de errores pagaba la operación. Posteriormente, la nueva posición se desplazaba mediante varios ingresos contables a esta nueva cuenta.

– Wunderkind -dijo Margy.

– Wunderkind -repitió Stern-. Y luego, en vez de cerrar sus posiciones y llevarse estas ganancias obtenidas con artimañas, efectuó con ellas nuevas operaciones. Repetidamente y sin éxito.

– Así es.

– De modo que, al final, el resultado neto de docenas de transacciones ilegales, todas ellas perversamente ingeniosas, es que le han costado un cuarto de millón de dólares.

– Eso dice el papel.

– Algo falla -declaró Stern.

Tuvo la inflexible convicción de que había algo más. Esas triquiñuelas con la cuenta Wunderkind eran un eslabón más en una cadena larga y sinuosa. Robar este dinero se había convertido en un deporte para Dixon, su versión de la carrera de obstáculos. ¿Cuántas vallas podía saltar al trote? Las pérdidas tenían que ser falsas. Había muchos precedentes de ello. Por lo que entendía Stern, al final de cada año se producían docenas de tales transacciones en las bolsas, destinadas a burlar al Servicio Fiscal Interno. Violando todas las reglas, se concertaban operaciones fuera de la bolsa y luego se efectuaba en los fosos como una especie de pantomima, de modo que se registraba una pérdida con propósitos fiscales, mientras que la posición, a través de uno u otro recurso, al final volvía al dueño original. Sin duda aquí se trataba de algo similar. Tal vez Dixon se proponía batir una nueva marca: el mayor número de leyes violadas en un solo robo. Stern sacudió la cabeza, convencido de que nunca desentrañaría el plan en toda su complejidad. Por otra parte, era posible que los fiscales tampoco lo consiguieran.

– No sé si veo este problema tal como lo ves tú, Margy.

– Oh, pero éste no es el lado malo. Éste es el lado extraño.

– Ah -dijo Stern, sintiendo que su ascensor interno bajaba un par de pisos, aunque sin revolverle el estómago como esperaba. Se estaba acostumbrando a esto-. ¿Cuál es la mala noticia, Margy?

– Pues… -Margy se movió en el asiento a fin de señalar la citación- pide toda la información de cuentas. Ya sabes, la solicitud de cuenta, la declaración de revelación de riesgos, documentos con firmas.

– Sí. Quieren averiguar a quién pertenece.

– Por eso tenemos un problemita, amigo listo. Porque no encuentro un puñetero papel que muestre quiénes son los Wunderkind.

– No.

– Como lo oyes. Todos esos formularios se archivan en microficha. La ficha del mes en que se abrió esa cuenta el año pasado no aparece por ninguna parte. Tres copias. En nuestros ordenadores tenemos información sobre todos los clientes: nombre, domicilio, seguridad social. Alguien entró en el sistema y lo borró. Si pones este número de cuenta, la pantalla sólo parpadea. Desde luego, también la copia de todos los formularios… todos se esfumaron.

– ¿Dónde se guardan esos registros?

– Depende. La microficha central está en Chicago, pero tenemos una de reserva aquí. Las copias de esta cuenta deberían figurar aquí. El ordenador te permite llegar adonde quieras, si sabes lo que estás haciendo.

– ¿Dixon tendría acceso a estos registros?

La pregunta era estúpida, y la respuesta, obvia. Margy la expresó a su propio modo.

– Encanto, no hay nada a lo que Dixon no tenga acceso, desde el trasero de la recepcionista hasta el cajón donde guardo mi Maalox. Es Maison Dixon. Me estás preguntando si alguien lo detendría por verlo husmear en un archivo. En absoluto. Te lo dije. Todos le tienen miedo.

– ¿Has mirado bien, Margy?

– Anoche revisé todos los archivos personalmente.

– Ya veo. -Stern abrió la cigarrera y miró los puros, alineados como soldados en descanso. La semana anterior había pedido a Claudia que llenara la caja, pero aún no había encendido un cigarro ni se había puesto uno entre los dientes-. Claro que a veces se pierden registros cuando se hacen copias para microficha, ¿verdad?

– Claro.

– Y a diario se borra por accidente información almacenada en los ordenadores, ¿no es cierto?

– Tal vez -admitió Margy.

– Y si no tienes ninguna microficha en ninguna de ambas ciudades, tal vez nunca hubo una en primer lugar.

Margy miró a Stern con la barbilla erguida y los ojos penetrantes, mientras él le hablaba como si interrogara a un testigo. La expresión de Margy era bien clara: no se tragaba nada de eso.

Stern tomó un largo sorbo de café y caminó hacia la ventana. Desde allí, el piso treinta y ocho del edificio más alto de la ciudad, el río tenía un destello líquido. Algunos días era plomizo y turbio. Con los vientos altos, la corriente aumentaba y el agua salpicaba los soportes marrones que se usaban para amarrar barcas y otras embarcaciones lentas que a veces navegaban corriente arriba. Con el tiempo Stern había llegado a conocer el significado de los tonos cambiantes. Por la densidad del color sabía si el barómetro descendía, si la capa de nubes era gruesa o si se disiparía pronto. Éste era el valor de la experiencia, poder interpretar los signos, conocer el gran impacto que anunciaban los detalles.

Esto andaría mal con el gobierno. Muy mal. Hacía meses que prevenía a Dixon, al parecer en vano. Éste era lo bastante astuto como para reconocer que, aunque los fiscales no pudieran deducir qué había hecho con el dinero, llevarían las de ganar si demostraban que él lo había robado, y para ello les bastaría con tener pruebas de que él controlaba la cuenta Wunderkind. Pero destruir los documentos era una reacción desesperada. El gobierno sin duda probaría que Dixon era responsable. Como decía Margy, quizá no hubiera otra persona en la compañía capaz de revisar los archivos de dos ciudades con la misma impunidad. Cuando el gobierno demostrara que Dixon tenía acceso a todos los registros que faltaban, la telaraña circunstancial cobraría un tinte sombrío. Para esta clase de acción nunca había una explicación inocente. Stern era hábil. Podía hacer referencias a cuentas de error, pedidos marginales y caídas límite y marear al jurado. Pero cuando los fiscales llevaran al tribunal el destructor de documentos de MD, no habría manera de interrogar a la máquina. Dixon bien podía saltar al ruedo. Nunca se podía salvar a los clientes de sí mismos, pensó Stern. Nunca.

Así comenzaba el último acto en la historia de Dixon Hartnell, un muchacho pueblerino que había triunfado y fracasado. Cada vez que un caso andaba mal, Stern tenía un instante en que su conocimiento de un futuro sombrío cobraba fuerza y contornos definidos. A veces no llegaba hasta que hablaba el jurado, pero a menudo había algún momento más revelador en el camino, cuando Stern podía ver más lejos. En el caso de Dixon Hartnell, esposo de su hermana, cliente, compatriota, compañero de deportes y del servicio militar, éste era el día. Aquí se acumulaban muchos elementos: conocimiento, motivo, oportunidad; la cuenta de errores, los recuerdos de John, los documentos desaparecidos. Aquí estaba el final de la historia. Dixon iría a la cárcel.

Dedicó unos minutos a asesorar a Margy sobre cómo tratar a Klonsky. Escucha la pregunta. Responde con exactitud y concisión. No digas más de lo preciso. Nunca digas «no» si te preguntan si ocurrieron ciertos hechos, más vale decir que no lo recuerdas. Nombre, rango y número de serie. Datos, no opiniones. Si te piden que especules, niégate. Y ante el gran jurado recuerda que Stern estará literalmente en la puerta. Ella tenía derecho a consultar con el abogado en cualquier momento y debía hablarle si había alguna pregunta, por insignificante que fuera, para la que no se creía preparada.

Le ayudó a guardar los documentos en el maletín y se puso la chaqueta. Cogió el bolso de Margy y le preguntó si estaba lista. Margy se quedó en la silla.

– Fui muy dura contigo – murmuró, mirando la taza de café en la que apoyaba una uña brillante-. Cuando hablamos hace unas semanas.

– Tenías razón.

– Sabes, Sandy, ya estoy curtida. -Alzó los ojos un instante y sonrió casi con timidez-. Lo único que pretende una chica es que finjas un poco.

Stern se acercó un par de pasos. Como de costumbre, Margy pensaba en su jefe. Dixon quizá supiera fingir muy bien y recurriría a todos los gestos sensibleros. Dixon arrojaría la chaqueta en un charco si era necesario, o cantaría una serenata frente a la ventana. Ahora Margy le decía que a las mujeres les gustaban estas cosas. Stern aguardó un instante, recobrando la compostura. Decidió recurrir a la diplomacia.

– Margy, ha sido una época confusa. Muchos cambios inesperados.

– Desde luego. -Margy sonrió rígidamente y movió la taza, manchada con lápiz de labios, mientras observaba con gran interés el café frío-. Desde luego -repitió.

Bien, pensó Stern, aquí empezaba a desentrañarse el dilema de Margy. Ella quería que sus amigos fingieran, así ella podría decirles fríamente que no les creía. Stern estaba seguro de haber llegado al punto clave. Había oído la modulación y había encontrado la armonía de una composición perfecta en la escala del dolor personal. Pero se sintió conmovido por ella e impulsado por cierta ternura, decidió contarle lo que él consideraba la verdad.

– Últimamente he visto bastante a una mujer que ha sido amiga nuestra durante muchos años.

Muy breve. Concreto. No sabía qué buscaba con este arrebato de sinceridad, salvo la virtud de la franqueza misma. En realidad, después del extravagante episodio con Fiona, durante el cual ni siquiera había pensado en Helen, no sabía muy bien cómo estaban las cosas. Pero era preciso dar una explicación, y Margy, por mucho que la admirara, no era su destino. La noticia causó el efecto previsible. Las pupilas de Margy se contrajeron como bajo una luz deslumbrante. Stern la había devuelto una vez más a su inevitable papel: la perdedora, la aventura de una noche. No estaba complacida. Margy, como todos, aspiraba a una vida mejor de la que tenía.

– Me alegro por ti -dijo Margy.

Cogió la cartera, cerró el maletín, se alisó la falda y sonrió. Había recuperado de nuevo el aspecto de mujer dura que acostumbraba a mostrar en las reuniones de negocios: una vez más era la segura empleada de Dixon Hartnell.

Caminaron las tres manzanas hasta el tribunal casi en silencio. Stern sólo habló para indicarle el camino. De inmediato fueron acompañados hasta la reducida oficina de Klonsky, y Margy se sentó en el viejo sillón de roble como un jinete en un rodeo. Estaba lista.

– Margy -respondió cuando Klonsky le preguntó cómo le gustaba que la llamaran.

La muchacha de Oklahoma, pensó Stern. Dura como un taladro de diamante.

Habían llegado tarde y Klonsky echó una ojeada al reloj. Un escribiente asignaba el tiempo de presentación ante el gran jurado a intervalos de un cuarto de hora y era celosamente respetado por los asistentes, a quienes se exigía que cumplieran con sus tareas en el período asignado. Klonsky empezó a interrogar a Margy mientras Stern revisaba la carta donde se le garantizaba que no era acusada potencial. Estaba firmada por el fiscal federal mismo y aseguraba que Margy no era sospechosa de ninguna actividad delictiva, siempre que dijera la verdad ante el gran jurado. Stern guardó la carta en el maletín y miró cómo trabajaba Klonsky. Formuló a Margy varias preguntas rutinarias y anotó las respuestas en una libreta amarilla. En su papel de fiscal, Sonia era como la mayoría de sus colegas: implacable, seca, dura. Su ritmo era tan metódico que Stern abrigó esperanzas de que no surgiera el tema de los documentos que faltaban. Eso le daría la oportunidad de conversar antes con Dixon. Pero cuando quedaban pocos minutos para la hora en que debían presentarse ante el gran jurado, Klonsky extrajo de la carpeta la copia de la citación y la revisó punto por punto. Cuando Margy entregó los papeles relacionados con la cuenta Wunderkind, añadió jovialmente:

– Eso es todo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Klonsky, con evidente aire de recelo. Miró de nuevo los documentos.

Stern habló por primera vez. Había un malentendido, dijo. Los diversos documentos de apertura de cuenta -formularios, solicitudes, etcétera- estaban en otra parte y no podían encontrarlos. La señorita Allison había efectuado una búsqueda diligente, la cual se continuaría bajo la dirección de Stern.

– ¿Han desaparecido? -preguntó Klonsky-. ¿Los tiraron?

Margy iba a hablar pero Stern le cogió la muñeca. Era prematuro, aseguró Stern, suponer que los documentos no se podrían encontrar. La citación se había entregado apenas dos semanas atrás y MD era una importante compañía con cientos de empleados y tres oficinas.

– No creo una palabra de esto -dijo Klonsky.

Ignoró a Stern e hizo varias preguntas a Margy, al tiempo que identificaba los documentos, las copias, los sitios donde se guardaban. Resumió, con más precisión que Stern, los detalles de la búsqueda de Margy. Klonsky conducía este interrogatorio rígidamente. A pesar de su cordialidad ocasional, se enfadaba rápidamente.

Miró a Stern.

– Tendré que hablar acerca de esto con Stan.

– Sonia -dijo Stern-, creo que se apresura usted en sacar conclusiones…

Ella lo interrumpió con un ademán airado. Vestida con su jersey azul, apretó el vientre contra el escritorio mientras se levantaba para conducirlos hasta el gran jurado.

Los jueces, al abandonar el nuevo edificio federal, habían dejado atrás al gran jurado. Los abogados defensores protestaban por esta proximidad con la fiscalía federal, pero reconocían que era en vano. En la práctica, el gran jurado pertenecía a los fiscales. Una puerta sin letreros en el pasillo, un piso más abajo, conducía a lo que parecía la sala de espera de un consultorio; tenía los mismos muebles baratos, con quemaduras de cigarrillos y partes astilladas, que la oficina de arriba. Detrás de otras dos puertas estaban las salas del gran jurado. Stern a menudo había echado un vistazo. No eran gran cosa: un banco pequeño en el frente de la sala e hileras de asientos, como un aula. Los veintitrés integrantes del gran jurado, convocados como jurados comunes para ayudar a los fiscales a determinar si tenían pruebas suficientes para juzgar a alguien por un delito, solían ser gremialistas que no tenían una tienda que cuidar, o bien jubilados, o amas de casa con tiempo libre y a menudo tipos en paro que valoraban la tarifa diaria de treinta dólares.

Stern consideraba que el gran jurado, presuntamente destinado a proteger al inocente, seguía siendo una de las ficciones del sistema jurídico. A veces los abogados defensores escuchaban alentadoras anécdotas acerca de un gran jurado que había presentado una conclusión negativa o que había discutido con los fiscales. Pero por norma general los jurados se prestaban al juego de la fiscalía. Según se comentaba, los jurados tejían, leían el periódico y hacían la manicura, mientras un individuo que comparecía allí por el poder y la majestad de Estados Unidos se veía atacado a gusto por los asistentes.

– Recuerda que estoy aquí -le dijo a Margy.

Ella entró sin mirar atrás, con el maletín. Aún estaba furiosa con él. Klonsky también estaba de mal humor y, quizá sin proponérselo, cerró la puerta en las narices de Stern mientras pedía orden en la sala.

El procedimiento era secreto. La sala no tenía ventanas y había una sola puerta. Ni los jurados, ni los fiscales ni el relator del tribunal podían revelar lo que había ocurrido, a menos que hubiera un juicio donde el gobierno tuviera que exponer las declaraciones previas de los testigos. En aquel distrito federal, loablemente, rara vez había filtraciones sobre estas cuestiones y allí sucedían muchas cosas que jamás volvían a mencionarse, un dato alentador para las víctimas de alegatos sin fundamento. Pero ese respetable principio también se invocaba para impedir que el abogado del testigo estuviera presente; Stern sólo tenía derecho a esperar en la puerta, como un perro amaestrado. Los testigos, que no estaban obligados a guardar secretos, podían salir después de cada pregunta para pedir consejo al abogado. Pero, intimidados por el ambiente y ansiosos de apaciguar al interrogador, rara vez lo hacían. Los clientes por lo general dejaban que Stern mantuviera su vigilancia en la puerta, el maletín y el sombrero en la mano, el estómago tenso.

A veces, sobre todo con voces masculinas de cierto timbre, si apaciguaba la respiración y no había gente parloteando, Stern captaba la sesión palabra por palabra desde el asiento más cercano a la sala. Hoy no tuvo esa suerte. Barney Hill, el escribiente que asignaba horarios y llenaba los formularios de asistencia para los testigos, se puso a hablar de los Tramperos, y las voces femeninas no se oían tan bien a través de la gruesa puerta. Logró oír ciertas modulaciones de Klonsky y el tono confiado de las respuestas de Margy. Al cabo de un cuarto de hora, la puerta se abrió y ambas mujeres salieron. Habían concluido. Como cabía esperar, Margy había optado por no consultar a su abogado.

– Todavía me preocupan esos documentos -advirtió Klonsky desde el umbral de la sala, seguida por varios jurados-. La señorita Allison los buscará de nuevo.

– Desde luego -replicó Stern.

– En lo que a mí concierne, iniciaremos una investigación por obstrucción a la justicia.

Stern intentó tranquilizarla una vez más, pero Klonsky desechó las excusas con una sonrisa. Repitió que hablaría con el fiscal federal y se marchó, al parecer con ese propósito.

Stern le indicó a Margy una de las reducidas habitaciones contiguas a la sala, destinadas a las consultas entre testigos y abogados. Era un cuartucho de dos metros por tres, despojado; contenía una mesa desvencijada y dos sillas, y las paredes grises estaban desconchadas y mugrientas. Stern había practicado durante años el hábito de conversar con los clientes en aquel lugar, mientras conservaban el recuerdo fresco acerca de cada pregunta.

Stern cerró la puerta y Margy se sentó, huraña hacia él, pero tranquila por lo demás. Le preguntó cómo había ido.

– Bien -respondió ella serenamente-. Mentí.

Stern se quedó de pie, la mano en el picaporte. Naturalmente, esto sucedía de vez en cuando. No con tanta frecuencia como cabía suponer. Pero sí de vez en cuando. Un cliente yergue la barbilla y admite francamente un delito menor. Aun así, se sintió débil y febril. Se sentó de cara a Margy. Ella mantenía su actitud rencorosa.

– ¿Puedo preguntar en qué sentido suministraste información inexacta? -dijo Stern.

Ella agitó la mano blanca, los brazaletes y las largas uñas.

– No sé. Ella preguntó si yo sabía adónde iban los registros.

– Ajá -exclamó Stern.

Al advertir que en cierto modo él era el blanco de todo aquello, trató de no manifestar su alivio. A menos que se cometiera otra tontería -una confesión directa-, el gobierno jamás la acusaría de perjurio porque se hubiera reservado sus opiniones.

– Preguntó si yo sabía algo acerca de la cuenta Wunderkind por alguna otra fuente.

– ¿Le dijiste que no?

– Así es.

– ¿Era mentira?

– Sí.

Stern no había tenido la sagacidad de formular esta pregunta en su oficina. Quizá Margy le hubiera respondido exhaustivamente entonces. Ahora era improbable que entrara en detalles.

– ¿Algo más?

– Me preguntó si yo había hablado con Dixon de los documentos. También lo negué.

– ¿Pero habías hablado?

– Claro.

¿Qué le hacía pensar que él era astuto cuando había pasado por alto lo evidente? Desde luego, ella había hablado con Dixon. Tal vez él le hubiera insinuado qué debía decirle a Stern. En realidad, no quería saber qué le había dicho Dixon exactamente. Sin duda lo enfurecería y, en cualquier caso, el conflicto de intereses que el fiscal federal había predicho tan gratuitamente se había producido. Las mentiras de Margy, desde una perspectiva superficial, beneficiaban la causa de Dixon; Stern ya no podía asesorarlos a ambos. Sabía que él tenía la culpa de esta situación. En treinta años, sus relaciones personales nunca habían interferido con sus obligaciones profesionales, pero de algún modo su priapismo de viudo lo había llevado allí, al menos hasta el punto en que Margy estaba tan furiosa con él como para admitir lo que había hecho. Por el momento, sin embargo, su humillación quedó subordinada al deber, que era muy claro.

– Margy, me gustaría presentarte a otro abogado, quien, según creo, te aconsejará que comparezcas de inmediato ante el gran jurado y te retractes.

– ¿Me retracte?

– Que corrijas la declaración. Si lo haces de inmediato, no sufrirás ningún perjuicio.

– Ya he estado allí y me he ido. -Margy, con expresión huraña, se levantó. La furia le daba mayor solidez: los rizos, los bordes alechugados, las uñas brillantes, los tacones altos, las medias relucientes. Margy era una persona de muchas piezas ensambladas con cuidado, pero en ese momento el acaloramiento galvanizaba cada capa-. No tienes la menor idea de lo que ocurre aquí, ¿verdad?

Le clavó los ojos de manera alarmante: no sólo con rudeza, sino con desdén. Al parecer había dado ciertas cosas por sentadas y ahora comprendía que se había equivocado y lo lamentaba.

– Me gustaría saberlo -dijo él con voz hueca.

Se sintió presa del miedo: por el apuro en que estaba Margy y, más aún, por el modo en que ella le reprochaba su ignorancia. Había demasiados elementos fuera de su conocimiento y control. John. Dixon. Margy misma. Eran como fragmentos que se perdieran en el espacio.

– No -dijo ella, meneando los rizos-. No te lo diré yo, encanto. Ya sabes con quién tienes que hablar. Yo tengo que coger un avión. -Se colgó el bolso del hombro y recogió la cartera y el maletín-. Este asunto es un concurso de tontos: quién es el mayor tonto. Recuerda quién te dijo esto: Margaret Jane Allison, de Polk's Cowl, Oklahoma.

Con bártulos en ambas manos, abrió la puerta con el pie y se marchó sin mirar atrás.

Algunos abogados defensores decían que los peores momentos venían después de la acusación, cuando se veían las pruebas reunidas por el estado, la montaña que no se podía escalar. Pero Stern siempre aceptaba de buen grado este desafío; cuando se conocía el rumbo de los fiscales, los demás ángulos se transformaban en probables escapatorias. Lo que más le costaba afrontar era el período intermedio de una investigación. Habitualmente había que entrevistar a personas, examinar documentos, presentar mociones. Pero a veces comprendía con alarma que el gobierno sabía algo que él ignoraba por completo. Terror de abogado, lo llamaba, y ahora este terror resultaba más agobiante que nunca. A ciegas temía que cualquier movimiento fuera erróneo y pudiera caer al precipicio. De manera que colgaba allí, temeroso, acuciado – la palabra exacta, en todos los aspectos, era indefenso-, inmóvil, en la oscuridad, esperando la tormenta, oyendo el silbido del viento, sintiendo el aire cada vez más helado. Se quedó sentado en el cuarto de los testigos, abrumado, cansado, consciente de su peso, su edad, la oquedad de los huesos. Sentía terror por Dixon.

Cuando alzó la mirada, Klonsky estaba plantada en el marco de la puerta, observándolo.

– Sonia.

– Sonny para mis amigos. -Ella sonrió. Stern debía de tener un pésimo aspecto para haberla ablandado tan pronto. Pero agradeció esta amabilidad. Sonny, pues. La ayudante se sentó en la silla que había ocupado Margy-. Stan me pidió que lo encontrara.

– Veo que lo ha conseguido -dijo Stern, sonriendo cordialmente-. Sonny, ¿podemos hablar de abogado a abogado?

– Desde luego.

– Quedé tan consternado como usted al enterarme de que esos documentos no estaban donde debían.

– Eso imaginé, Sandy. Pero es una situación muy grave para su cliente.

Él sonrió con amabilidad, dando a entender que no necesitaba la aclaración.

– De eso estuve hablando con Stan -apuntó Klonsky.

– Ah, sí. El poderoso fiscal federal. -En ese preciso instante le resultaba muy difícil reprimir sus sentimientos: pensar en el rencoroso e implacable Sennett lo sacaba de quicio. Pero decidió usar un tono más amable al hablar del jefe de Klonsky-. ¿Qué nos dice?

– Pues él cree que usted puede encontrar los documentos.

– ¿En serio? -dijo Stern-. Imagínese, con cincuenta y cuatro ayudantes para supervisar y encima puede tomarse el tiempo para realizar mi trabajo.

Ella no pudo contener una sonrisa.

– También dice que le envía un mensaje.

– Muy bien.

– «Encuentre la caja fuerte.»

No movió un solo músculo. Tal vez, por una fracción de segundo, la sangre dejó de circular. Era el entrenamiento del tribunal: no delates nada.

– ¿Comprende usted ese mensaje? -preguntó al fin Stern.

– ¿Yo? -repuso Sonny-. ¿Usted cree que yo debo responder a eso?

Era evidente que no debía hacerlo. Sennett sólo la usaba como mensajera. ¡Ay, carajo!, pensó Stern en español, viejas palabras, una maldición de la infancia. Sennett y su informante. Parecían saberlo todo. Tal vez no fuera un informante, sino un teléfono intervenido. Un micrófono en la pared. Una cámara oculta. Stern contuvo el aliento. Cada vez sentía más miedo por Dixon. Sonrió, llevado por un reflejo primitivo.

– ¿Qué es lo gracioso? -preguntó ella.

– Oh, creo que hacía tiempo que no manejaba un caso que me diera tanto miedo.

– ¿Miedo?

– La palabra correcta. Nunca había participado en una investigación donde recibiera menos información.

– ¿Del gobierno?

– Claro. Ustedes no han confirmado formalmente a quién se investiga ni por qué delito.

– Sandy, no hay regla…

– No se trata de reglas. Hablo de juego limpio, de lo correcto. -En cuanto comenzó a hablar, no logró contener la indignación-. ¿No cree usted que sería conveniente esbozar cuáles son las sospechas del gobierno, en vez de brindar esas revelaciones mínimas y selectivas con la esperanza de que yo corra en una dirección y luego en otra? ¿Cree que no comprendo que estas citaciones están redactadas con toda la intención de ocultar datos acerca de los conocimientos e intereses de la fiscalía?

– Sandy… usted sabe que yo no estoy a cargo.

– Usted está aquí ahora. Ha sido ayudante el tiempo suficiente para saber qué es correcto y qué no. Tan sólo dígame una palabra o dos.

– Sandy, Sennett es muy quisquilloso con este asunto.

– Por favor, no pido que transgreda ninguna regla de discreción ni pauta de ética. Aceptaré toda información que usted pueda brindarme sin problemas. Si lo prefiere, le comentaré mis sospechas acerca de la investigación, y sólo tendrá que decirme si tengo razón o no. Nada más. Eso no perjudicará a nadie, no se violará ninguna confidencia. Puede hacer eso, ¿verdad?

¿Podía? La incertidumbre se le notaba en la cara. El fuerte de Sonny no residía en ocultar sus sentimientos.

– Sonny, por favor. Usted es una persona amable e intuyo cierta amistad entre nosotros. No me propongo abusar de ella, pero no sé hacia dónde dirigirme.

– Sandy, tal vez yo sepa menos de lo que usted cree.

– Sin duda sabe más que yo.

Ambos se estudiaron.

– Tengo un millón de cosas que hacer -replicó ella al fin-. Pensaré en lo que me ha dicho.

– Necesitaría diez minutos. Quince a lo sumo.

– Mire, Sandy, a decir verdad, no tengo ni un instante de descanso. Tengo cuatro casos que irán a juicio dentro de los dos próximos meses, además de este asunto. Desde marzo hemos previsto llevar al hijo de Charlie a casa de su familia, en Dulin, y pasar allí el Cuatro de Julio para coger fresas. He de volver aquí el lunes y tuve que remover cielo y tierra para tener el fin de semana libre. Tendrá que perdonarme si le digo que en este momento estoy muy presionada.

– Entiendo -dijo Stern-. ¿No tiene tiempo para jugar limpio?

– Oh, vamos, Sandy. -Ella se mostraba frustrada, exasperada. Él estaba tocando todas las cuerdas sensibles-. Si es tan importante para usted pasar quince minutos haciéndome preguntas que no voy a responder, viaje ciento cincuenta kilómetros hasta Dulin el sábado. No puedo ofrecerle nada más.

Stern le pidió la dirección y ella se echó a reír.

– ¿En serio piensa venir?

– A estas alturas, tengo que explotar todas las posibilidades. ¿El sábado por la tarde?

– Cielos -dijo Sonny. Estaba en el condado D, diez kilómetros al norte de la 60. La Cabaña de Brace. La describió como una choza con pretensiones. Stern lo anotó todo y ella lo apuntó con el dedo-. Sandy, no voy en broma. Quizá yo no esté de acuerdo con todo lo que ha hecho Stan, pero él está al mando. No crea que saldré al campo para decirle cosas que no diría aquí.

– Claro que no. Yo hablaré. Usted sólo tendrá que escuchar. Si lo desea, puede tomar notas y repetir todas mis palabras a Sennett.

– Es un largo viaje para nada.

– Tal vez no.

Inesperadamente, había recuperado el buen humor. Hablaba con el susurro anhelante de un niño. Comentó que le gustaban mucho las fresas.

En el teléfono, Stern oyó la voz de Silvia retumbando en los largos corredores de piedra de la casa de Dixon, mientras iba a buscar al marido. Últimamente detectaba una nota de desconfianza cada vez que hablaba con su hermana. Pero nunca comentaban los asuntos de Dixon con Stern. Silvia, a decir verdad, era una de esas mujeres educadas en otra época, nunca se entrometía en los asuntos que consideraba reservados a los hombres.

– ¿Qué hay? -barbotó Dixon-. Tengo un importante acto social. Tu hermana invitó a la mitad de la Junta del Museo y llegan dentro de quince minutos.

Silvia, digna hija de su madre, nunca se cansaba de los compromisos sociales: sociedades femeninas, comités de caridad, el club campestre. Dixon se burlaba de ella, sin admitir en público que le encantaba imitar a los ricos. Asistían a bailes de caridad, reuniones para recaudar fondos, inauguraciones de galerías, fiestas privadas. Stern a menudo veía la foto de ambos en los periódicos, una pareja atractiva, de aire elegante, majestuoso, despreocupado. Con los años Silvia se había tomado en serio su papel -tal como deseaba Dixon- y asistía en limusina a almuerzos, desfiles de modas en boutiques prestigiosas, los típicos contactos con esposas de otros hombres muy ricos que habían aceptado la compañía de los Hartnell. Otros días jugaba al golf o al tenis, o cabalgaba.

En otro caso, Stern habría criticado la frivolidad de este estilo de vida, pero no había defecto de su hermana que no hubiera perdonado. En ciertos sentidos Silvia le recordaba a Kate -con quien ella, en efecto, mantenía una relación muy íntima-, pues había permitido que la belleza fuera su destino. Había recibido una educación privilegiada que la había conducido a Dixon. Punto final. Aun en los años en que Dixon recorría los maizales para establecer su clientela, le había ordenado que no trabajara, y ella había accedido, al parecer sin lamentarlo.

Pero la bondad redimía a Silvia. Seguía siendo una persona extraordinaria cuya generosidad excedía de lo habitual. Clara, que desdeñaba la frivolidad, amaba y valoraba a Silvia. Hablaban dos o tres veces a la semana, se reunían para comer, asistían a conferencias de arte, iban juntas al cine. Durante décadas habían asistido a los conciertos de la sinfónica el miércoles por la tarde. Y Stern no tenía quejas. Silvia adoraba a su hermano. A veces le enviaba mensajes, le compraba regalos. Llamaba todos los días y él seguía hablando con ella como con nadie más. Resultaba difícil describir el tono de sus conversaciones, pero era agradable como un tarareo. Para ella, él seguía siendo la luna, las estrellas, las galaxias, un universo. ¿Cómo podía Stern describir como defectuosa una vida en la que él desempeñaba un papel tan estelar?

– Tenemos que vernos -le dijo Stern a Dixon-. Cuanto antes mejor.

– ¿Problemas?

– Muchos.

– Cuéntame algo.

– Prefiero hacerlo personalmente, Dixon. Tenemos mucho de que hablar.

– Mañana por la mañana iré a Nueva York en el vuelo de las 5.45. Pasaré allí el resto de la semana. -Dixon, de nuevo, esperaba novedades acerca del índice de precios al consumo y asistía a reuniones en Nueva York o Washington dos veces a la semana-. El Cuatro de Julio Silvia y yo iremos a la isla.

Se refería a otra de sus propiedades, un refugio en el Caribe en una isla libre de impuestos; el Servicio Fiscal Interno, durante su investigación de años atrás, había rechinado los dientes por no poder rastrear un solo céntimo invertido allí. Stern tamborileó los dedos sobre el cristal del escritorio de su oficina. Al parecer Dixon no tenía tiempo para verse en problemas.

– He pasado el día con Margy y Klonsky.

– Eso he oído.

– Sí -dijo Stern. Claro que Dixon lo había oído. De eso se trataba. Stern se sentía en desventaja hablando por teléfono-. Hay algunas novedades alarmantes.

– ¿Como cuáles?

– Por lo pronto, los fiscales parecen saber algo acerca de tu caja fuerte. Creo que pronto empezarán a buscarla, si no lo están haciendo ya.

Hubo un instante de silencio en la línea.

– ¿Dónde diablos averiguaron eso? -exclamó al fin.

En efecto. ¿Dónde? Stern no necesitaba a Dixon para hacerse esta pregunta. Había una lógica evidente, aunque perturbadora: Margy comparece ante el gran jurado y faltan los documentos; Margy sale y el gobierno menciona la caja fuerte. En su irritación, Margy podía haber revelado cualquier cosa. Tal vez Dixon había tenido la prudencia de no mencionarle la caja fuerte ni sus movimientos, pero era poco probable. En su ánimo suspicaz, Stern incluso llegaba a creer que Margy fuera la informante. Era una idea ridícula, pero no dejaba de acuciarlo. En tal caso, todo había sido un melodrama bien montado. Muy improbable, desde luego. Pero había presenciado farsas como ésta en el pasado. Había casos en que el gobierno inculpaba a sus informantes para protegerlos. En este aspecto no se podía descartar nada.

– Esperaba que tú me dieras una pista, Dixon.

– Pues no.

– ¿Podría John…?

– ¿John? Si todavía no sabe dónde está el lavabo, Stern. Vamos.

Ambos resoplaron.

– También han desaparecido documentos, Dixon.

– ¿Documentos? -preguntó Dixon, menos impulsivamente.

– Relacionados con la cuenta Wunderkind. ¿Estás al corriente?

– ¿Al corriente de qué?

– La cuenta. Los documentos. La desaparición.

– No sé si te entiendo. Tendremos que hablar de esto la semana que viene.

– Dixon, es evidente que la desaparición de estos documentos ha despertado el interés del gobierno por la caja fuerte.

– Si encontraran los documentos…

– De ningún modo -gruñó Dixon. Callaron de nuevo por un instante, como si ambos estuvieran igualmente contrariados por las implicaciones de la cruda respuesta. Luego Dixon añadió, en un esfuerzo simbólico por ser más ambiguo-: No creo que haya muchas esperanzas de que eso ocurra.

– Dixon, esto va a salir muy mal. Muy mal. Ya te he dicho que éste es el colmo de la estupidez. -Ante el desliz de Dixon, Stern pudo ser más directo. Supuso que Dixon estaba disgustado por estas palabras, pero continuó-: Con este clima, Dixon, si llegan a localizar la caja fuerte, tendrás muchas dificultades. Por no mencionar que resultaría muy embarazoso para mí.

– ¿Embarazoso?

– Perjudicial para mi credibilidad. Ya me entiendes. No obstante, te culparán a ti. Los fiscales sabrán que la caja no llegó volando adonde está ahora.

Por teléfono, Stern se sintió obligado a ser más circunspecto. Aun interviniendo el teléfono, el gobierno tenía prohibido escuchar una conversación entre un abogado y su cliente. Pero nunca se sabía, sobre todo en una casa tan grande como la de Dixon, quién podía coger inadvertidamente otra extensión telefónica.

– ¿Quieres decir que después de pedirme que te la entregue, me la quieres devolver?

– En absoluto. Te estoy diciendo que actúas con mal criterio y creas circunstancias peligrosas.

– La recibiré. Envíala de vuelta.

– Dixon.

– Escucha, tengo que ponerme el puñetero esmoquin. Estaré de vuelta el día 6.

– Dixon, no es momento para tomar vacaciones. Te pido que regreses en cuanto concluyas tus negocios en Nueva York.

– Vamos, a mí me parece un momento magnífico para largarse. Son sólo unos días. Esto aguantará. Los asuntos legales siempre aguantan.

– Dixon, tengo muchas preguntas y espero respuestas sinceras.

– Claro -dijo Dixon-. Vale. Ya voy -gritó como si Silvia lo llamara, aunque Stern no oyó el menor eco de la voz de su hermana.

Stern llegó a casa el viernes por la noche y se quedó un instante en el vestíbulo de la casa vacía. Helen había viajado a Texas para inspeccionar la sala donde se reuniría una convención y no regresaría hasta el domingo. Stern se dispuso a pasar el fin de semana a solas. Mientras calentaba una chuleta, vagabundeó por la casa, leyó la correspondencia y se enfrentó a la turbulencia de diversas insatisfacciones. Una semana difícil.

Se detuvo ante las enormes ventanas del solario. Gracias al trabajo previo y a lluvias ocasionales, el jardín de Clara había florecido. Los bulbos que ella había plantado en otoño se elevaban ahora en todo su esplendor: peonías redondas, lirios expresivos como manos. Stern, tan ensimismado en los últimos meses, reparó de pronto en los perfectos macizos y salió al aire de la noche. En la luz evanescente y la brisa dulzona, se paró en seco al ver a Fiona Cawley agachada en su jardín, al otro lado del seto.

Decir que había eludido a Fiona no era suficiente: se había ocultado de ella; entraba y salía de su casa con el sigilo de un guerrillero. Quería creer que aquel infortunado episodio no había ocurrido, pero ante la perspectiva de una confrontación sentía un aguijonazo de arrepentimiento. ¿Qué había hecho? ¿Qué imponente figura de venganza machista había querido imitar? Una semana más tarde, se negaba a aceptar la imagen de Alejandro Stern como un réprobo, un oportunista que intentaba seducir a las esposas de los vecinos. Otros hombres se habrían mostrado menos estrictos con su honor, pero a las pocas horas todo lo relacionado con aquel episodio quedó olvidado. No había llamado a Cal. Había dejado de buscar a Nate, e incluso no sentía el impulso, tan fuerte una semana atrás, de triturar al doctor Cawley como si fuera piedra pómez. Sin duda tendría que enfrentarse a Nate tarde o temprano. Pero sólo cuando hubiera aceptado su propia conducta, cuando estuviera preparado para reconocer sus propios defectos, sólo cuando tuviera una mejor perspectiva de sí mismo y del misterioso mundo de sus intenciones.

Ahora estaba paralizado como una criatura salvaje, pero algo lo delató, tal vez el olor del miedo. Fiona irguió la cabeza, lo descubrió y con una expresión desagradable avanzó sobre el espinoso ligustro que marcaba la línea divisoria entre ambas propiedades. Tenía en la mano unas tijeras de podar oxidadas y vestía lo que ella consideraba ropa de jardín, un conjunto color verde aguacate, pantalones holgados y blusa ceñida. Tenía el pelo desgreñado por el viento, con pequeñas hojas pardas y ramitas. Se inclinó sobre el ligustro, susurrándole que se acercara.

– Sandy, tengo que hablar contigo. -Avanzó a lo largo del seto-. No quiero que me evites.

Stern al fin se quedó donde estaba. No sabía quién era, pero la persona que vivía dentro de la piel de Sandy Stern recibiría su merecido. Le dirigió una sonrisa conciliadora. Fiona parecía haber perdido el habla. Lo tenía donde quería y ahora no sabía qué decir.

– Necesito hablar contigo -repitió.

Resuelto a facilitarle las cosas, Stern contestó:

– Desde luego.

En ese momento, detrás de ella, Stern vio a Nate. Al parecer acababa de llegar, tenía la corbata floja y aún llevaba el maletín. Asomó por una esquina con semblante pálido. Fiona, siguiendo los ojos de Stern, se volvió. En cuanto reconoció al esposo, escondió la cara con una expresión de alarma.

– Oh, Dios.

Se llevó las manos a las mejillas, como una niña.

Stern esperó y de nuevo tuvo la sensación de que se acercaba algo importante. Entonces oyó el teléfono, audible para todos desde la puerta abierta del solario. Stern se disculpó sin palabras, alzó las manos en un gesto que Marcel Marceau habría envidiado y regresó trotando a la casa, feliz de haber escapado. Pero cierta intuición sobre el desenlace de la escena que dejaba atrás le hizo aminorar el paso: Fiona hablaría. Si no lo había hecho ya. Eso le daría una gran ventaja. Con su historia de rechazo, podría presumir de un carácter moral superior, mientras castigaba a Nate al insinuar que también a ella le acechaban las tentaciones. Con su creciente captación del matrimonio Cawley -malévolo, competitivo y rencoroso-, Stern supo que Fiona no guardaría en secreto el episodio. En la oscuridad de la casa, se quedó rígido mientras el teléfono seguía sonando y sintió en el alma la negra sombra del temor y la vergüenza.

Oh, pensó, esto es ridículo. ¿Por qué temer a Nate Cawley? ¿Qué disculpa podía exigir Nate a Stern, después de tirarse a su esposa y quitarle su fortuna? No obstante, la perspectiva lo angustiaba. Cada vez que se topara con Nate Cawley se las vería con la imagen de todos los fracasos de su propio matrimonio. Aún no estaba preparado para eso.

La máquina había contestado la llamada. En la casa sombría, Stern oyó la voz amplificada, con tono insinuante y siniestro, y acento alemán: «Quiero tu sangre». Era Peter. Stern cogió el teléfono.

– De manera que estás ahí -dijo su hijo, y ambos titubearon un instante como de costumbre-. Bien, ¿lo vas a hacer o no?

Stern había empezado a pensar que el análisis era innecesario, pero no tuvo fuerzas para discutir.

– Estoy a tu disposición.

– Estoy disfrutando de mi típica noche de viernes, dictando gráficos. Puedes venir ahora, si tienes tiempo. ¿O piensas ver a Helen?

A Peter le gustaba Helen. En un par de ocasiones en que se habían reunido, Peter parecía haber contenido su tendencia al sarcasmo. Stern le explicó que ella se había marchado hasta el domingo y le dijo que iría enseguida. Al cerrar la puerta del solario, esperó. Los Cawley estaban juntos en el patio, discutían, y Fiona señalaba la casa de los Stern. Se apartó de la puerta y se apretó contra la pared mientras bajaba en silencio la persiana.

Tal vez era el efecto de la broma telefónica de Peter, pero había pocos lugares tan siniestros como un edificio de oficinas poco iluminado en una noche de fin de semana. Las puertas del exterior estaban abiertas, pero dentro lo abrumó una aplastante sensación de soledad; el edificio resultaba agobiante. La farmacia de la planta baja estaba a oscuras, cerrada. Subió en el ascensor y al llegar encontró el corredor apenas iluminado por una tenue lámpara fluorescente. ¿Qué había dicho Peter? Su típica noche de viernes. Tan imprevisible como la mayoría de sus sentimientos sobre su hijo, la contundente tristeza de esta declaración lo abrumó. Los elegantes admiradores de Peter cuando era estudiante habían desaparecido. Stern no sabía de nadie, al margen de las hermanas. ¿Cómo pasaba el tiempo Peter? Stern lo ignoraba. Había heredado el gusto de su madre por la música, paseaba en bicicleta, trabajaba. Cuando visitaba a los padres, en vida de Clara, le gustaba ir a correr por los bosques públicos del vecindario de Riverside. Luego, sudando a mares, se sentaba en la cocina y le leía el periódico en voz alta a la madre, haciendo comentarios cáusticos sobre los acontecimientos. Clara le servía una copa mientras preparaba la cena. Stern observaba estas escenas como un extraño, asombrado ante la rareza de su hijo. Peter rechazaba la comprensión de su padre, pues creía no necesitarla. Era inteligente y capaz, tenía éxito. Su fragilidad de espíritu también reflejaba una especie de fortaleza. Pero Stern, mientras se acercaba a la puerta de la oficina, descubrió de pronto la negra fuente de las ironías y la altivez de Peter: el dolor.

Se preguntó cómo había llegado a esta situación. No pensaba sólo en Peter, sino en sus hijas. De algún modo los chicos habían llegado a poseer una extraña combinación de talento y temperamento que él reconocía como esencial en cada uno. A los tres o cuatro años habían abandonado la ambigüedad de la infancia y estaban tan formados como tulipanes en su tallo, listos para desplegarse. Como padre, a menudo él parecía un simple espectador que aplaudía la expansión de sus capacidades, preocupado en silencio por otras cosas. Cuando Peter cumplió seis años, sus padres empezaron a reparar en ciertas características. Hosquedad. Un silencio que parecía rayar en la desesperación. Peter, que ahora se presentaba como un rebelde, tenía el carácter inflexible de un soldado de acero. Con el tiempo, sus hermanas también manifestaron sus propios descontentos. Marta, por fuera encantadora, se sumía en ensueños agobiantes. Kate, quien según Clara era la más inteligente de los tres, conservaba la jovialidad pero parecía clínicamente incapacitada para alcanzar cualquier forma del triunfo.

Todo esto desconcertaba a Stern. En su infancia había existido un gran desorden debido a la fragilidad del padre y la mirada vigilante que la familia mantenía sobre las hostilidades abiertas. Pero el hogar que él y Clara habían formado era apacible y próspero, normal en el sentido que Stern atribuía a esta palabra. Sus hijos recibían afecto y amor. Amor. Oh, quizás él hubiera tenido fallas como padre. En el mejor de los casos, era demasiado seco con los chicos para el gusto norteamericano, pero aun en su más profunda distracción los quería entrañablemente. Este amor le centelleaba en el pecho como una joya. Por otra parte, nadie podría medir jamás los límites de la dedicación de Clara. Así, años atrás había comprendido consternadamente que la buena fortuna que pudiera ofrecer el mundo no bastaba: a pesar de todo, sus hijos sufrían, y él anhelaba conocer y comprender sus dificultades.

Peter lo hizo pasar con pocas ceremonias. Con la oficina cerrada, pudo conducir al padre a una sala pequeña con olor antiséptico, con una camilla de cuero, equipo e instrumental.

– Levántate la manga, bitte -pidió Peter con acento alemán. Era la broma de la noche. Stern obedeció y el hijo le insertó la aguja-. ¿Estás bien?

Stern asintió.

– ¿Y tú, Peter?

Su hijo abrió la palma en un gesto ambiguo: quién sabía, quién podía decirlo. Hablaron de Marta, que iba a llegar pronto. Stern le preguntó por Kate.

– Tú fuiste con ella a ver el partido de béisbol la otra noche -dijo Peter-. Tiene muy buen aspecto, ¿verdad?

– En realidad me preocupó -confesó Stern-. Hay una situación difícil. Se trata de una circunstancia que me obliga a mantener cierta distancia, pero me temo que la está afectando.

– He oído hablar de eso -dijo vagamente Peter.

Stern no había ido con la intención de hablar de Tooley. Ya no tenía remedio y por otra parte hubiera sido poco profesional quejarse. Sin embargo, procedieron a disentir como si lo ordenara la naturaleza. Kate, en su preocupación por el marido, había recurrido a Peter. La idea de que la situación la hubiera impulsado a buscar auxilio en Peter y no en él hirió inesperadamente a Stern.

– John quería un nombre y se lo di -explicó Peter. Extrajo la aguja y sacudió el tubo con irritación-. Mel es competente, ¿verdad? ¿Qué hice mal? Ya le habías dicho a John que no querías involucrarte.

Típico, pensó Stern. Su culpa, sus defectos. Stern quiso explicar que había tratado a John de ese modo porque había problemas éticos, pero prefirió callar. ¿De qué serviría? De nuevo era el segundón en la familia.

Había pensado en invitarlo a cenar, pero Peter lo condujo al exterior directamente y lo llevó por el pequeño consultorio, donde los gráficos médicos estaban apilados en el escritorio bajo un interfono de cordones negros. Al salir del aparcamiento, Stern contempló la oficina de Peter, la única ventana iluminada en el negro y sólido cuadrado del centro médico.

Cuando niño, Peter había tenido una magnífica voz, dulce y pura como un líquido perfecto. Su gama vocal quedó reducida en la adolescencia, cuando el sonido se volvió más áspero y tembloroso. Pero a los siete u ocho años Peter actuaba a menudo en obras escolares y teatros comunitarios. Con su talento musical, había hallado un modo más de atraer a Clara. Ella se transformó en una madre orgullosa que asistía a cada representación con callado nerviosismo. Stern la acompañaba de vez en cuando, sin saber cómo comportarse. Desde el fondo de la sala, observaba a la pequeña figura del escenario. Un vestigio de instinto paternal insinuaba a Stern que ésos habían sido los momentos más felices de la vida de Peter, solo y admirado bajo el foco en la sala a oscuras, cantando con esa voz expresiva: controlaba cada palabra, cada nota, e infundía a la canción una riqueza emocional inusitada en un niño de su edad.

Eso era el pasado, el pasado de Peter, una época de expresión, atención, representación. A través de la oscuridad, Stern miró la luz donde su hijo, ya adulto, pasaba la noche, con la única compañía de su propia voz, ahora más áspera, enumerando los detalles de los gráficos médicos.

La Cabaña de Brace se alzaba en un cauce seco. Desde la carretera sólo se distinguía el techo musgoso, verde y reluciente bajo el sol, y el remate de estaño de una chimenea. Stern, que conducía el Cadillac en una densa niebla, habría pasado de largo si no hubiera visto el letrero de madera clavado en el suelo amarillento. Se acercó a la casa y llamó a la puerta, y al mirar por la ventana sólo vislumbró oscuridad. Debajo, junto a la casa, la arboleda -robles, pinos, álamos, abedules- era densa, y el suelo del bosque, oscuro y húmedo, apenas alcanzado por la luz. Regresó al intenso sol de la carretera, buscó más huellas de neumáticos en el aparcamiento de grava. La bandera roja del redondo buzón de aluminio estaba levantada.

¿Qué hacía allí? Había despertado con una sensación de esperanza. La idea de conducir a través de los valles ondulados, cruzar la frontera estatal y abandonar la congestión de la vida urbana le inspiró sentimientos alentadores. Ahora, en el intenso calor de la llanura, estaba lleno de dudas. ¿De verdad había conducido dos horas para entablar una conversación de quince minutos que nunca tendría lugar? Sólo lograría causar embarazo a ambos. Tal vez Sonny se lo había pensado mejor y había resuelto no ir. Se sentó en el maletero del coche de cara al sol -el primer asomo del bochorno estival – y luego, cuando el calor se hizo sofocante, echó a andar de nuevo hacia la cabaña.

No debía de tener más de dos o tres habitaciones. Hacia el cauce seco, estaba rodeada en dos lados por un porche en el que habían reemplazado la mitad de las planchas deterioradas; soportes verduscos sostenían el techo. En la esquina más lejana, donde arbustos silvestres y otras plantas de la hondonada se elevaban contra la casa, habían colocado un trasto redondo en el porche. Stern se agachó para inspeccionar las perillas y las mangueras de goma; tenía una cubierta de lona.

Estaba allí cuando oyó chasquidos en la grava. Sonny Klonsky bajaba la escalera desde el camino. Tenía en los brazos dos bolsas de comida y media docena de libros infantiles, y cuando vio a Stern no se molestó en saludarlo sino que le dirigió una severa mirada de exasperación. La puerta de la cabaña no tenía llave y ella entró. Al parecer el viaje había sido demasiado largo para una mujer encinta.

Cuando Stern se volvió, un niño de cinco o seis años lo miraba. Llevaba una camiseta a rayas y tejanos, tenía los ojos oscuros y pecas, el cabello sedoso y cortado en flequillo, y una mirada de sombría curiosidad.

– ¿Sam? -preguntó Stern.

Nunca sabía cómo recordaba esas cosas.

El niño raspó la tierra con el pie y se alejó. Stern subió por las vigas clavadas en la tierra, que formaban una escalera, dispuesto a saludar al padre de Sam. El niño había trepado al asiento delantero de un viejo Volkswagen amarillo, un descapotable, donde no había más pasajeros. Stern le preguntó por el padre y el niño murmuró algo.

– ¿No viene? -preguntó Stern.

Sam, bajando la barbilla, meneó la cabeza.

– No -dijo Sonny detrás de Stern, caminando con fatiga hacia el sol-. El climaterio del poeta o algo por el estilo. El arrebato de inspiración.

Sacó a Sam del coche y se lo presentó a Stern. Luego buscó algo en el asiento trasero. Allí había dos sacos de dormir, más comida y una maleta blanda. Stern la ayudó a llevar las cosas hasta la cabaña.

– Espero que no haya hecho este viaje sólo por mí.

– He venido por Sam -dijo Sonny. Al entrar en la maloliente cabaña, se volvió hacia Stern con aire de irritación-. Y su padre puede ir a que le den por el culo.

– Vaya -exclamó Stern.

– Vaya -repitió Sonny.

Arrojó los bártulos en una mesa desvencijada. La cabaña era un sitio sencillo. El suelo de madera estaba pintado, los montantes tenían paneles de pino nudoso. En la habitación central había una mesa redonda y sillas pintadas, una cama de matrimonio con cabezal de hierro forjado y una colcha de felpilla. A la izquierda había un cuarto de baño viejo y sucio y otra habitación pequeña.

El niño gimoteaba quejándose de algo.

– Sí, vale.

Ella abrió una ventana y regresó a la puerta. Stern oyó sus pesados pasos en el porche y luego un rumor profundo debajo del suelo de la cabaña. Desde la ventana trasera vio la cresta boscosa de la hondonada, los matorrales coronados de luz. El viento llevaba un maravilloso aroma.

– ¿Son frambuesas? -preguntó Stern cuando ella regresó.

– Oh, sí. El campo de fresas también está allá, cien metros más lejos. Toda una extensión. Endulzan el aire, ¿verdad?

– El perfume es espléndido.

– Espero que no le importe, pero prometí a Sam que lo llevaría a recoger fresas después del almuerzo. Algunos de nosotros hemos sufrido varias decepciones hoy.

Miró de soslayo al niño, que sin duda estaba enfadado con el padre.

– Desde luego.

– Puede usted venir. También puede echar un vistazo al pueblo.

Stern no respondió, pero no tenía la menor intención de irse. Stern no disponía de un guardarropa para la vida al aire libre. Llevaba pantalones de golf y una camisa de algodón con un animal bordado en el pecho. La ropa informal no le sentaba bien. Aun en los colores oscuros recomendados para la gente entrada en carnes, su figura tenía malas proporciones y parecía una cereza. No obstante, estaba al aire libre, listo para la aventura.

Sonny hurgó entre sus bártulos hasta dar con un frasco de mantequilla de cacahuete y se sentó ante la mesa para preparar el bocadillo del niño. Ofreció el almuerzo a Stern, pero él había comido en el camino. Al mirarla, se veía el peso de muchas responsabilidades: abogada, cuidadora, viajera de fin de semana, mujer embarazada. La discusión con el marido -al parecer bastante seria- la había agotado. Parecía tener el abdomen un poco contraído, caminaba pesadamente, sin gracia. En el denso aire estival, tenía las mejillas rosadas y la cara bonita y carnosa casi irradiaba calor. Llevaba pantalones cortos y una blusa sin mangas. De vez en cuando se apartaba el cabello del cuello para refrescarse.

Cuando Sam fue a la mesa, asaltó la comida sin lavarse las manos. Callaba en presencia de ese extraño y sólo quebró el silencio para preguntar:

– ¿Lo has hecho?

– Sí – resopló ella, como si se rindiera. Sonny explicó que Sam estaba enamorado del jacuzzi. Mientras el niño comía, Stern se interesó por la cabaña, con qué frecuencia iban allí. La propiedad, el campo de fresas incluido, había pertenecido a los padres de Charlie, gente bien situada que la usaba como retiro de verano. Cuando se mudaron a Palm Springs, Charlie sólo había querido esto, una choza que había albergado a trabajadores emigrantes antes que el padre de Charlie la transformara en un refugio para él. Charlie, explicó Sonny, conservaba la filosofía de la década de los sesenta y consideraba que los bienes materiales eran un fastidio.

– Hay una especie de trato. Cuando los Brace vendieron la finca, todos convinieron en que la familia siempre podía coger los frutos del campo para consumo personal. Usted puede ser el Charlie honorario por hoy. Sin duda será una mejora -añadió con un tono sarcástico que él no le había oído nunca. Sonny limpió el plato de Sam y sacó varios cubos de plástico de debajo del fregadero. Sam cogió uno y le rogó que se apresurase. Sonny se sujetó un pañuelo en la frente. Le dio un cubo a Stern, sacó un sombrero de paja de un anaquel y sin más ceremonias se lo puso en la cabeza-. Necesitará esto para el sol.

– ¿Me miro en el espejo?

– Le queda estupendo. Créame.

Tendió el brazo para ladearle el ala y lo miró jovialmente. Por un segundo, a pesar de su forma voluminosa, pareció ágil como una animadora, la clase de chica que alguien podía aferrar y agitar por el aire, aunque quizá nunca hubiera sido esa clase de mujer, y desde luego él nunca había sido esa clase de hombre. Salieron de la húmeda cabaña y caminaron parpadeando bajo la potente luz del día. El corazón de Stern palpitaba agitadamente.

A pesar del embarazo, Sonny era mucho más ágil que él, y el niño por supuesto escalaba como una cabra montesa. Se internaron en el bosque y subieron por un abrupto sendero. Stern los siguió resollando. Al cabo de treinta metros de malezas resecas por el sol, llegaron a otro sendero de grava, que se curvaba blanco y seco, junto a los ilimitados acres de la granja. Las plantas se erguían en hileras perfectas y las fresas colgaban brillantes como joyas. Sam tendió la mano a Sonny y luego, por la fuerza de la costumbre, alargó también la otra mano, pequeña y sucia, hacia Stern, quien también la cogió. Stern estaba aturdido por la luz y el calor, y un poco desorientado. La cabaña estaba allá atrás, pero no quiso volverse. Cogiendo la mano de Sam, cruzó el camino y enfiló con ellos hacia el campo de fresas.

– Cuando tenía veinte años -explicó Sonny-, quería conocer a alguien que fuera perfecto. Ahora que tengo más de cuarenta, sólo me pregunto si alguien es normal.

Mientras enfilaban hacia el campo, ella seguía desquitándose con ademanes enfáticos, hablando sin reservas del marido. Parecía estar en uno de esos momentos difíciles del matrimonio en el que repentinamente veía al esposo como a un vecino observado a distancia, desde una ventana o terraza, y encontraba sólo a un individuo insondable que vivía en las cercanías.

– Su pasión por los hechos sólo llega hasta donde él puede reducirlos a la expresión. -Miró a Stern, parpadeando al sol. En las hileras del campo de fresas, Sam corría en zapatillas y tejanos, el cubo amarillo a un lado. Una ráfaga de viento les trajo la voz del niño-. El punto de expresión le permite mantener las cosas bajo control. Estoy segura de que no está aquí por esa razón.

– ¿Cuál? -preguntó Stern, que no lograba entender qué le decía.

Sonny hablaba principalmente para sí misma.

– Celos. ¿Qué le parece? -Sonny se echó a reír: la idea era ridícula. Stern sintió una emoción fugaz que no logró identificar-. Creo que no concibe la idea de conocerle a usted. Ya sabe, mi adversario… suena tan profesional. No soporta que yo tenga una vida aparte, que preste atención a otras personas además de él. No sé cómo convivirá con un niño.

– Pido perdón. Sin duda esto es culpa mía por haberme mostrado tan insistente -dijo Stern.

– Oh, la culpa es mía. Mía. Créame. He pasado toda la noche en vela, comprendiéndolo por millonésima vez. Creo que mi madre me acostumbró a convivir con gente temperamental.

Escuchando a Sonny, desgarrada entre el impulso y las emociones -súplica, acoso, ironía, cólera-, Stern comprendió que él y Clara habían gozado de cierta buena suerte. En su tiempo las definiciones eran más claras. Los hombres y mujeres de clase media de cualquier parte del mundo occidental deseaban casarse, tener y educar hijos. Etcétera. Todos seguían el mismo camino. Pero para Sonny, que se había casado tarde en la vida, en la Nueva Era, todo era cuestión de elecciones. Se levantaba por la mañana y empezaba desde cero, haciéndose preguntas sobre las relaciones, el matrimonio, los hombres, el individuo errático que había escogido (y que, por la descripción, aún parecía un niño). Recordó a Marta, quien a menudo decía que encontraría un hombre en cuanto averiguara para qué lo necesitaba.

– ¿Cuánto hace que conoce a su marido? -preguntó Stern.

Estaba a pocos metros de ella, arrodillado para observar las plantas. Ella le enseñó cómo recoger las frutas. Las fresas muy maduras, oscuras como sangre, tenían un aspecto maravilloso, pero no aguantarían.

– Será mejor que se remangue los pantalones. Aquí no hay orgullo, sólo polvo y barro. ¿Qué me decía?

Él repitió la pregunta.

– Hace pocos años que estamos casados, si a eso se refiere, pero lo conozco hace una eternidad. Fue una relación condenada desde el principio. Yo era su profesora. La gente del Departamento de Inglés se escandalizó cuando empecé a salir con un alumno de primer curso. Bien, no se escandalizó. Ese departamento no se escandalizaba por nada, pero les pareció bastante raro.

– ¿Él estaba en el primer curso?

– Sí, pero en mi defensa diré que era mayor. Había estado en el servicio militar. Era irresistible. Él es muy moreno, muy corpulento y sereno. Era como si alguien hubiera descargado una montaña en mi aula. -Sonny agitó la cabeza, al parecer conmovida por el recuerdo-. Yo era una romántica. ¿Cómo podía resistirme a un hombre que regresaba de Vietnam con poemas ocultos en los bolsillos de su uniforme de campaña? Yo quería creer que la poesía podía transformar el mundo, pero Charlie lo creía de veras. ¿Alguna vez ha conocido a alguien así?

– Mi hermano. Él era poeta -dijo Stern, que había terminado de remangarse los pantalones exponiendo una franja de carne pálida sobre el calcetín de nailon negro. Seguramente parecía un espantajo. El sombrero de paja que ella le había dado era demasiado grande y le caía sobre las orejas.

– ¿En serio?

– Oh, sí. Un poeta joven. Escribía poemas románticos en varios idiomas. Creo que tenía mucho talento. Mi hermana todavía guarda los poemas de Jacobo en alguna parte. Me gustaría leerlos de nuevo algún día, pero ahora sería una experiencia muy melancólica.

Torció la cara en una mueca, una cerrada confesión de dolor.

– ¿Ha muerto?

– Hace mucho. Rara vez hablo de él, pero era un individuo extraordinario, destinado a la grandeza. Era un joven notable. Apuesto, inteligente. Escribía poemas. Recitaba en público. Era un erudito y un pillo. Ése era un aspecto importante de su carácter. Siempre metido en algún embrollo. Birlando frutas de algún puesto. Cuando tenía dieciséis años se escapaba de noche para hacer compañía a la madre de uno de sus amigos.

– Oh-la-la – exclamó Sonny con picardía-. Parece que era todo un personaje.

– Lo era -dijo Stern, y repitió la frase-. El mundo lo adoraba. Para mí eso representaba un gran peso, claro, ya que era el hermano menor. -En el hogar de sus padres, su hermano, como primogénito, había asumido un liderazgo natural. Apuesto, emprendedor, voluntarioso, Jacobo había dominado de un modo u otro a todos los demás. La madre vivía bajo su hechizo y celebraba cada logro, y el padre era tan incapaz como los demás de enfrentarse a Jacobo, quien había sido la figura central de la casa desde niño. A los cincuenta y seis años, Stern aún recordaba sus celos. Tal vez no había en su vida ninguna ira como la que le había inspirado Jacobo. Stern también sufría su dominio y lo admiraba con resentimiento. Jacobo era a menudo cruel. Disfrutaba de la admiración de Alejandro, pero no permitía que nadie fuera su igual. ¿Cuántas veces había representado la misma escena, en que Alejandro lloraba de humillación y rabia y Jacobo reía antes de dignarse consolarlo con un «che pibe»?-. La vida de mi familia, sobre todo la de mi madre, llegó a su fin cuando él murió.

Se levantó y se frotó las rodillas. Sentía sopor en el calor y el viento. El campo de fresas, las zanjas regadas y las matas se perdían en todas direcciones bajo la bruma polvorienta. No había nadie más en las cercanías y sólo se oía la voz de Sam, los pájaros y el ronroneo de los aviones que se acercaban a un aeropuerto a veinte o treinta kilómetros. Argentina, pensó de pronto. Su historia cruel, sus fatídicos ciclos de esperanza y represión, lo afligían como un objeto que aplastara un órgano vital; siempre era así. Rara vez pensaba en ello, y cuando lo hacía, los recuerdos lo colmaban de pasión, espontánea como la de un amante, por Estados Unidos. Allí tenía primos que prosperaban, pero también sufrían terriblemente; escribían una vez al año y le enviaban dinero que Stern ingresaba en cuentas bancarias norteamericanas.

– ¿Qué edad tenía entonces? -preguntó Sonny, refiriéndose a Jacobo.

– Diecisiete años y cuatro meses.

– Qué terrible. ¿Qué le sucedió?

– Una de esas trágicas historias de la juventud impulsiva. Conoció a un grupo sionista. Judíos jóvenes con dinero. Mi madre al principio quedó impresionada por estos amigos. Cuando al fin comprendió lo fuerte del apego de Jacobo, era demasiado tarde para recuperarlo. Esto fue en plena Segunda Guerra Mundial. Argentina era supuestamente neutral, pero simpatizaba con el Eje y estas opiniones políticas eran peligrosas. Jacobo decidió que iría a Palestina, que lucharía con el Hagannah. Resultó imposible disuadirlo. Sabía, como todos, que estaba destinado a ser un héroe. Eran treinta en total. Fuimos a despedirlos, parecía que el barco iba a hundirse antes de dejar el puerto. Mi madre sollozaba, sabía que nunca lo volvería a ver. En efecto, no lo vio más. Los alemanes dijeron que los aliados habían hundido el barco, los aliados culparon a los alemanes. Tal vez fue una tormenta. Nunca lo supimos.

En el campo, al evocar todo esto y hablar de cosas pasadas y tan conmovedoras, su vida actual volvió a parecerle tan vulnerable como un castillo de naipes. En compañía de Sonny, por alguna razón, sentía menos tristeza. Era como acariciar las protuberancias de un bajorrelieve, percibía las texturas y reconocía de nuevo su secreto más profundo: sin Clara y con los hijos distanciados, no le quedaba ninguna alianza fundamental; cada día había sido una lucha desesperada por seguir la rutina sin pensar. Lejos de la ciudad y la rutina, estaba bajo la influencia de aquella joven comunicativa. Veía imágenes de la naturaleza en crecimiento, medrando en el tórrido calor estival, como si ella irradiara un espíritu fértil, el aroma de la tierra en las ráfagas de viento tibio.

– Charlie no tiene esa personalidad magnética. Cree en la vida de los poetas. Una esencia superior. No quiere vivir como los demás. Es huraño, callado y, si quiere la opinión de una esposa, deliberadamente difícil.

Stern se volvió para sonreírle. Había caminado bastante, moviéndose bajo las hojas y cogiendo frutas, y Sonny ahora lo seguía mientras comía las fresas que llevaba en el cubo. La fruta, entibiada por el sol, tenía una fragancia fuerte, increíblemente dulce, y se deslizaba con suavidad por la lengua.

– No es gracioso. Tratamos de vivir juntos diez años y nunca llegó a funcionar. Siempre había uno de los dos que se iba.

– Pero al final hubo un cambio.

– Cuando caí enferma. Charlie apareció en el hospital con un ramillete de flores y me suplicó que me casara con él. Me suplicó… y a esas alturas yo no necesitaba que me suplicaran. -Tenía unas fresas en la mano y se acercó para arrojarlas al cubo de Stern. Comentó que le dolía la espalda cuando se agachaba. Sam apareció en ese momento exhibiendo una fresa enorme. Stern y Sonny se tomaron un momento para admirar el trofeo-. Se mostró muy persuasivo. Y usted sabe cómo es… una crisis, una cree que está mirando el centro de las cosas. Creí que amaba a Charlie, que él me quería a mí. El resto eran detalles. -Meneó la cabeza-. Nadie nos promete que seremos felices, ¿verdad?

– No -dijo Stern.

– No -repitió ella-. De un modo u otro, fue muy complicado.

– Lo imagino -murmuró Stern.

Pensó que Charlie tenía ciertos méritos, pues se había atrevido a pedir la mano de una mujer cuya vida corría peligro.

– Oh, no fue lo que usted cree -dijo Sonny. Parecía sonreír-. Él estaba casado. Ya se lo he dicho: había detalles.

Stern reflexionó un instante.

– ¿La madre de Sam?

– Así es. Charlie se casó con ella después de una de nuestras rupturas. Como he dicho: fue una relación con altibajos.

– Bien, usted conoce los dichos.

– ¿Cuáles?

– Muchos. «El amor verdadero nunca es apacible», por ejemplo. Sonny se encogió de hombros. La idea no la consolaba.

– ¿Cómo conoció a su esposa?

– Oh. -Stern alzó una mano, dispuesto a desechar la historia. Luego pensó que sería injusto callar-. Yo trabajaba para el padre de Clara. Él me alquilaba una parte de su oficina. Una cosa llevó a la otra.

– ¿Fue apacible?

– En absoluto. Imagine usted las complicaciones cuando un inmigrante sin blanca se enamora de la hija del jefe.

– ¿Los padres de ella se opusieron?

Stern carraspeó. Aun después de treinta años, no soportaba el recuerdo.

– ¿Y nunca lo aceptaron?

– Al contrario. Cuando me casé con Clara, su padre me ofreció un puesto en su oficina. Él era un abogado célebre. Yo lo temía, pero envidiaba su éxito y era demasiado débil para rehusar.

– ¿Qué sucedió?

– Aprendimos mucho el uno del otro. Al fin tuvimos una grave discusión.

– ¿Acerca de qué, si puedo preguntarlo?

– Oh, es una historia muy embarazosa -dijo Stern. Se levantó para mirarla, acomodándose el sombrero. El ala tenía mechones de paja sueltos que le rascaban la frente cuando se movía-. Un día mi suegro me llamó a su oficina y me pidió que yo robara una carpeta del tribunal del condado. Un caso de divorcio para un cliente importante, en el cual el esposo había logrado ser el primero en entablar el pleito. Esto fue hace treinta años, y la orden no era tan impensable como parecería hoy, pero era un asunto serio.

– ¡No es posible! ¿La relación se derrumbó cuando usted se negó?

– No, la relación se deterioró cuando hice lo que él me pedía. Nos conocíamos demasiado. Él sabía lo pusilánime que era yo; por mi parte yo sabía lo corrupto que era él. Supongo que tener las agallas para hacer eso me convenció de que también podía largar a Henry.

Stern miró de soslayo a Klonsky. Nunca había contado esta historia a otra persona, ni siquiera a Clara, en cuya lealtad no podía confiar en esa temprana etapa de su matrimonio. Sonny se sentó con el cubo entre las rodillas, la cara reluciente por el calor, masajeándose la espalda. Al parecer habían llegado a un punto en que él ya no podía sorprenderla; si echaba a correr desnudo entre los árboles, ella movería la cabeza aceptándolo con una sonrisa plácida, como un nuevo intercambio de intimidades.

Stern se agachó de nuevo -las fresas más brillantes estaban debajo de las hojas- pero permaneció hechizado por su propia historia. Por un instante, la imagen de Henry con sus tirantes y su flequillo blanco fue tan clara como si lo tuviera a unos pasos. Había sido tan tajante en esa orden como en muchas otras cosas, y lo había hecho delante de la clienta, una mujer de aire inquieto con cabello liso y rubio y traje verde oscuro. Stern se había preguntado qué relación tendría con Henry. Se sabía que Henry no era un hombre de virtud intachable; pero esa pregunta, como muchas otras, quedó sin respuesta. «Oh, no me mires así», dijo Henry. «Es el pan nuestro de cada día. Le doy cien dólares cada Navidad a Griffin McKenna para asegurarme de que nadie lo haga con los casos del banco, y la mitad de las malditas carpetas desaparecen de todos modos.» «Pero hay que firmar para retirar la carpeta», objetó Stern. «¿Te van a mirar la chapa de identificación, como si fueras un perro? Garrapatea un nombre. Jones. Jablonsky, por amor de Dios. Pero asegúrate de no poner Mittler… ni Stern.» Por alguna razón, el recuerdo lo había acosado durante días. Luego recordó: John y Dixon. En este momento de afabilidad, el pensamiento resultó perturbador y lo apartó de inmediato.

– Parece que era bastante brusco.

– Lo era. Sin duda. No he conocido a muchos hombres más bruscos que Henry. Me recordaba a determinados policías. En cierto sentido parecía hecho de piedra. Resuelto. Así es como era. Punkt.

– ¿Clara le tenía aprecio?

– Ah, bien. Ésa es otra cuestión. -Por un instante, se puso a examinar la mata. Recoger fresas, a pesar del esfuerzo de la espalda y los muslos, era una tarea satisfactoria y tentadora. Encontró una fresa del tamaño de una manzana pequeña y se la mostró a Sonny-. Clara profesaba sentimientos muy fuertes hacia él. Lloró mucho cuando él murió. En otras ocasiones, en años anteriores, lo criticó, quizá con mayor severidad que la mayoría de los hijos cuando critican a los padres.

– Eso me recuerda la relación entre mi madre y yo -suspiró Sonny. Una ráfaga de viento levantó una polvareda camino abajo. Sonny cerró los ojos y se apoyó las manos en el voluminoso vientre. Stern temió que estuviera dolorida, pero en seguida comprendió que, en cambio, había tomado una resolución-. Dios -dijo-, Dios, voy a mejorar mi vida.

Abrió los ojos y lo saludó con una sonrisa encantadora: feliz de estar allí, feliz de haber sobrevivido a todo, de hacer ese juramento y de compartir con él un terreno común.

Al finalizar la tarde los tres regresaron del campo de fresas. Stern llevaba los cubos. El viento había refrescado de golpe. Cuando llegaron a la cabaña, Sonny se desplomó en una silla y se apoyó las manos en los ojos. Stern le sugirió que se acostara.

– ¿Le importaría? -preguntó ella-. Sólo unos minutos. Luego podemos intentar esa charla.

– Sam y yo nos arreglaremos.

– Pueden lavar las fresas. A Sam le gusta. Sam… mira el baño caliente. Cerciórate de que todo está bien.

El fregadero de la cocina estaba unido a la pared y las cañerías sin empotrar. El niño se subió a una vieja silla de madera e insistió en poner cada fresa bajo el chorro de agua. Lacónico al principio, ahora actuaba con la pomposidad de un niño de cinco años, impartiendo una orden tras otra.

– No le saques la cosa verde hasta que vayas a comerlas.

– Entiendo.

– Se pudren.

– Entiendo.

– Sécalas, pero no las aprietes.

– Claro que no.

Cuando hubieron embolsado y guardado las fresas, Sam quiso mostrarle su refugio de la hondonada. Stern llamó dos veces a Sonny pero ella no respondió, y ambos se marcharon en silencio.

El refugio de Sam estaba en el tronco ahuecado de un viejo roble. El niño había construido un nido de hojas secas y ramas, y en un cartón de cigarrillos vacío había guardado dos o tres estatuillas de plástico con cara de gárgola y cuerpos musculosos hechas de una goma flexible. Sam le dijo los nombres -eran importantes estrellas de las caricaturas- y luego dedicó un tiempo a la escenificación de diversas guerras interplanetarias que Stern observó desde la horquilla de un abedul, a diez metros. Jugar a vaqueros e indios, el pasatiempo de su infancia, ahora estaba prohibido por razones políticas. Actualmente los villanos eran extraterrestres y las armas, en vez de Colts de seis tiros, eran pistolas láser que evaporaban todos los objetos con un brillante rayo rojo. El juego terminó de golpe cuando el niño anunció que tenía hambre.

– ¿Después de tantas fresas?

Sam alzó las manos y repitió que tenía hambre.

– Sin duda Sonny te preparará algo. ¿Vamos a ver si está despierta?

Pero no había movimiento dentro de la cabaña. Stern la llamó en voz baja y Sam lo imitó subiendo el volumen. Stern lo hizo callar, pidió al niño que se quedara donde estaba y se acercó al pequeño cuarto trasero donde ella dormía en una litera estrecha, aún arrebatada por el calor. Una pernera de los pantalones se le había subido por el muslo mostrando el blando peso de la preñez. Sonia Klonsky, su enérgica rival, dormía con la inocencia de una niña, la boca entreabierta. Stern le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

Al volverse, vio a Sam mirando desde la puerta abierta.

– Quiero asegurarme de que no está enferma -susurró Stern.

Pero sintió que el corazón le palpitaba con fuerza y le temblaba la voz. Sin embargo, el niño no pidió más explicaciones.

– Tengo hambre -repitió lastimeramente.

Stern se llevó un dedo a los labios y lo condujo afuera.

– ¿Sabes preparar comida?

– ¿Qué quieres, Sam?

– Salchichas y patatas fritas.

– Tal vez esté dentro de mis posibilidades.

Comieron dos salchichas cada uno. Sam era muy locuaz excepto cuando comía, una actividad que realizaba con suma concentración. Cuando terminó, reanudó la conversación y respondió a preguntas de Stern. Tenía cinco años y medio, iba al parvulario de la escuela Brementon, sabía leer, aunque se suponía que aún no debía hacerlo. Era un niño notable, cálido e inteligente. Su brillantez lo encendía como una vela y le daba un fulgor físico que, en una persona de tan corta edad, equivalía a la belleza.

Examinó a Stern con los ojos entornados.

– ¿Cómo te llamas?

– Sandy.

– Sandy, ¿puedo darme un baño caliente después de la cena?

– Debes preguntárselo a Sonny, cuando se levante.

– Siempre lo hago.

– Sam, baja la voz. La despertarás.

Mientras anochecía, Stern y Sam jugaron a los barcos. Sam, curiosamente, entendía todas las reglas, aunque no siempre les prestaba atención. En un momento, cuando Stern localizó uno de los destructores del niño, Sam borró la página furiosamente.

– Sam, creo que tus barcos deben quedarse donde los pusiste.

– Es que en realidad iba a ponerlo en otra parte -se justificó Sam, mientras señalaba la página.

– Ya veo -dijo Stern.

– De verdad.

– Muy bien.

Stern recordó que Peter se había negado a obedecer las reglas de cualquier juego hasta después de los diez años. Trampeaba con alarmante descaro y rezongaba cuando perdía, sobre todo si ganaba su padre. Después del triunfo de Sam con los barcos, jugaron a las cartas. Sam era un jugador astuto, pero sólo le interesaba juntar naipes. No le importaba formar una escalera del uno al diez.

– Quiero tomar un baño -insistió.

– Cuando se despierte Sonny -dijo Stern.

Hacía unos minutos que la había vuelto a mirar desde la puerta.

– Entonces tendré que ir a la cama.

– Entiendo. ¿Qué haces en la bañera, Sam?

– Miro las estrellas.

– Tal vez podamos mirar las estrellas, a pesar de todo.

– Vale.

Sam se bajó de la silla, olvidando la partida de naipes.

En el porche, Stern encontró dos mecedoras desvencijadas y se sentaron uno junto al otro. El cambio de viento había despejado la niebla y el cielo campestre brillaba claro y magnífico. El aire era cortante después del calor del día. Sam había leído varios libros de astronomía y a los cinco años hablaba del «firmamento». Conocía el nombre de cinco o seis constelaciones y pidió que Stern le indicara dónde estaban.

– ¿Dónde está Casiopea?

Vaya, pensó Stern. Casiopea. Nunca había prestado mucha atención al cielo nocturno.

– Allá, creo.

– ¿Ésa?

– Sí.

– ¿La azulada?

– Sí.

– Eso es un planeta.

– Ah -dijo Stern.

El niño aceptó este desliz sin quejas. Stern había olvidado que el niño no buscaba un enfrentamiento, sólo información. Si él no se la daba, ya la conseguiría en otra parte.

– Tengo frío.

– ¿Quieres una chaqueta?

– ¿Puedo sentarme en tus rodillas?

– Desde luego.

Stern lo abrazó y Sam se acomodó en seguida, apoyándose contra el pecho y el vientre. Stern había olvidado esa sensación de abrazar una vida en crecimiento. El cuerpo pequeño, el aroma pastoso del cabello después de una tarde en el bosque. Stern lo estrechó.

– ¿El sol es una estrella? -preguntó Sam.

– Eso dicen.

– ¿Las estrellas son calientes?

– Deben serlo.

– ¿Podrías atravesar una estrella con un avión si volaras a mucha velocidad?

– Sospecho que no, Sam. Las estrellas son tan calientes que pueden quemar cualquier cosa.

– ¿Cualquier cosa? ¿La Tierra entera? -preguntó Sam, preocupado. Stern se preguntó si no le estaría diciendo más de lo conveniente-. ¿Y si arrojaras millones de toneladas de agua en ellas?

– Eso sin duda funcionaría -dijo Stern.

El niño aún lo miraba.

– ¿Lo dices en broma?

– ¿En broma? No. ¿Es eso una broma?

– Lo dices en broma -insistió el niño.

Apretó el dedo contra el vientre de Stern, como por lo visto le hacían a él.

– Bien, tal vez un poco.

Sam se volvió y se le apoyó de nuevo en el pecho. En un arrebato de emoción, Stern se preguntó si era posible. ¿Podría empezar de nuevo y hacerlo mejor en esta oportunidad? Oh, era una locura. Con el niño acurrucado contra él, Stern cerró los ojos en la oscuridad y luchó contra la desesperación. ¿Cómo era posible que ocurriera esto? Veía con creciente claridad que sus sentimientos eran obsesivos, que estaba siguiendo un camino disparatado. No pudo contener un suspiro. Sam se volvió hacia él.

– ¿Puedo tomar el baño caliente? Por favor -suplicó-. Por favor, por favor, por favor.

– Sam, no sé nada de jacuzzis.

– Yo sí. Te lo mostraré. Es fácil. -Se bajó y echó a correr por el porche-. Ya está lleno.

Stern lo siguió. La bañera sobresalía treinta centímetros por encima del nivel del porche. Sam ya había levantado la cubierta de lona. La temperatura era agradable. ¿Qué daño podía hacerle?

Sam lo abrazó en cuanto Stern dijo que sí e inmediatamente se quitó la ropa. Totalmente desnudo, hundió un dedo del pie.

– Vamos -lo animó.

– ¿Cómo dices?

– Vamos. Quítate la ropa.

– Gracias, Sam. No tengo ganas de meterme en la bañera.

El niño lo miró boquiabierto.

– Tienes que hacerlo. Sonny dice que no puedo entrar sin un mayor. Sólo tengo cinco años.

– Sí – admitió Stern.

Miró un instante la luna que despuntaba sobre las nudosas ramas de los árboles de la hondonada. Hacía tiempo que había perdido el control sobre casi todo. Se quitó los zapatos y se aflojó el cinturón.

Como la vida le había mostrado a menudo, los placeres de los demás solían tener alguna justificación. Por dudosa que pareciera, la bañera resultaba deliciosa. Jirones de niebla se elevaban en el claro de luna y el aire nocturno era suave como un hálito. Su enorme cuerpo parecía más liviano, sumergido en la oscuridad. Stern se sentó en un banco dentro de la bañera y Sam se agazapó a su lado para mantener la barbilla por encima del nivel del agua.

– ¿Cuándo se levantará Sonny?

– Pronto, Sam. Debe de estar muy cansada.

– Va a tener un bebé -comentó Sam.

Era la primera vez que mencionaba el tema.

– Eso creo.

– ¿Está enferma?

– No -dijo Stern.

– Tú dijiste que estaba enferma.

– No, dije que quería asegurarme de que no lo estuviera.

¿Qué le diría al padre acerca de lo que había observado? ¿O a Sonny? De momento olvidó esa preocupación y muchas otras.

– ¿Tú vas al trabajo de Sonny?

– Algo así.

– A veces, si alguien hace algo malo, los buenos tienen que decirle que hizo algo malo.

Stern pensó en añadir la perspectiva de la defensa, pero al fin respondió que sí.

De pronto Sam se incorporó y brilló como un pez bajo el claro de luna. Asomó la cabeza sobre el borde de la bañera.

– Oh, oh -exclamó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stern, temiendo que la tina tuviera una filtración.

– No hay toallas.

Protestaron juntos en la oscuridad.

Al cabo de breves deliberaciones, Stern fue designado para regresar a la cabaña. Llevando sólo los calzoncillos, vio en el espejo del cuarto de baño que le goteaba el trasero. A poca distancia, Sonny gruñía en sueños.

Secó a Sam y le puso el pijama. Antes de dormirse, el niño quiso que le contara un cuento. En su mochila tenía un libro que describía una batalla entre dos personajes de televisión, un atleta rubio y una criatura con capucha que parecía un esqueleto. Llevaban ropa medieval pero estaban en el espacio en un futuro distante e intercambiaban amenazas. El rubio triunfaba, las cosas no habían cambiado tanto.

El niño se acostó y luego se incorporó de nuevo con curiosidad.

– Sandy, ¿el bien triunfa siempre?

– ¿Cómo dices?

– ¿El bien triunfa siempre? -repitió el niño.

Stern no supo si era por el cuento o por la conversación anterior. Estuvo a punto de preguntar a qué se refería Sam, pero luego pensó que no debía mostrarse evasivo con un niño de cinco años. Marta había hecho preguntas así. Peter también, probablemente, aunque sólo a la madre.

– No -dijo Stern-, no siempre.

– En televisión sí -replicó el niño, casi como una refutación.

– Bien, debería ganar. Eso es lo que te muestra la televisión.

– ¿Por qué no gana?

– No siempre pierde. Gana a menudo, pero no siempre.

– ¿Por qué no?

– A veces el otro bando es más fuerte. A veces los dos tienen parte de razón. -A veces ninguna de ambas cosas, pensó Stern. No pudo evitar pensar un instante en Dixon. Miró al niño-. Sam, ¿quién te habla de esto, de que el bien triunfa?

– Está en televisión -contestó inocentemente el niño. No tenía idea de que había abordado una abstracción-. ¿Cuánto gana el bien? ¿Mucho?

– Mucho -dijo Stern.

Quería responder: tanto como pierde, pero pensó que no era adecuado y tal vez ni siquiera correcto. No tenía caso mostrarse crudamente franco con un niño. Todos lo sabían. En los países occidentales se tomaba como una norma natural. Así se educa a los niños con amor y afecto para un futuro que sólo podía defraudarlos. Le dijo a Sam que era hora de dormir.

– Gracias por hacerme compañía, Sam.

– De nada. -Se acostó y se incorporó de nuevo-. Espera un segundo.

Bajó de la cama, hurgó en el bolso y cogió un osito y una manta amarilla. Al pasar besó a Stern con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho desde siempre. Luego se acostó y se durmió al instante.


Un niño dormido, una mujer dormida y Alejandro Stern como única criatura despierta en una casa en silencio. Hacía años que no disfrutaba de este placer. Se sentó ante la mesa redonda y comió fresas mientras escuchaba los jadeos de Sam y, como un contrapunto lejano, los suspiros de Sonny, «Oh», estaba fingiendo, y lo sabía. No se engañaba a sí mismo, pero disfrutaba demasiado como para irse. Salió de nuevo al porche. La ropa interior húmeda empezaba a apelmazarse. Stern cogió la toalla, se desnudó de nuevo y colgó los calzoncillos de la rama de un árbol con la esperanza de que la brisa los secara antes de emprender el largo viaje a casa. Luego se instaló de nuevo en la bañera. La luna había ascendido en el cielo y alumbraba la hondonada con reflejos mágicos. Todos sus problemas lo esperaban en la ciudad, a la luz del día. Pero en ese momento, mientras contemplaba los jirones de niebla que aleteaban sobre el agua, estaba libre.

A los pocos minutos oyó el ruido del cancel.

– Ah, está usted aquí -dijo Sonny a sus espaldas. Él se volvió hacia uno y otro lado pero no alcanzó a verla-. Creí que se había ido hasta que vi el coche. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

Cinco horas, le dijo.

– Dios mío. -Sonny estaba en la esquina del porche, se mantenía apartada en un esfuerzo por ser discreta-. Lo lamento. ¿Qué ha hecho con Sam todo este rato? ¿Le ha dado de comer?

Stern describió sus actividades.

– Es un niño simpático. Muy inteligente.

– Digno hijo del padre.

– Sin duda.

– No siento gran aprecio por Rebecca, la madre, pero ella hizo grandes cosas con Sam. No lo entiendo del todo. No se puede predecir quién será buen padre. Eso me asusta.

– Le irá bien, Sonny. Estoy seguro de ello.

Ella avanzó poco a poco. Ahora estaba cerca de la tina y dio los últimos pasos de pronto. Se agachó y hundió la mano en el agua oscura.

– Vaya, qué agradable. ¿Sam le ayudó con esto?

– Insistió mucho en meterse aquí.

– Hacemos lo posible para alentarlo. Aún no parece entender que es la misma agua que hay en la bañera del lavabo.

– Sólo después de acceder a que viniera me informó que debía meterme con él. Pero admito que es muy agradable. Cuando él se acostó, decidí no desaprovechar la oportunidad. Aquí me tiene, un sábado por la noche en el bosque. El cielo está despejado, hay luna llena. La soledad es magnífica.

Ella ladeó la cabeza para mirar las estrellas y permaneció un instante en silencio.

– ¿Le molestará que yo entre allí?

Una emoción helada, parecida al terror, lo estremeció. Stern sacudió la cabeza antes de hablar.

– No, no -aseguró.

– Porque la gente tiene actitudes diferentes. Si le resulta embarazoso, dígalo.

– No, no -repitió Stern.

Ignoraba si era capaz de más.

Cuando ella se quitó la falda, Stern apartó la mirada y estudió el trémulo movimiento de las ramas en el viento. Pero este intento de discreción no tuvo pleno éxito. En la ventana abierta de la cabaña vislumbró un reflejo y al volverse vio, contra su voluntad, el contorno de Sonny, envuelto en el fulgor azulado de la luna. Era sólo la parte superior del torso mientras ella entraba en el agua, la tersa redondez de esa otra vida y las proporciones alteradas del pecho, donde la luz azul se adhería al lado izquierdo, plano y cicatrizado, y las costillas visibles parecían teclas de piano; como todo lo humano, era mucho más tolerable de lo que había imaginado. Ella se acomodó en el agua y se soltó el pelo.

– Ah, esto es magnífico.

– Temí que hubiera sufrido una insolación.

– Sólo estaba cansada.

Ella extendió la mano y se la apoyó en el brazo.

– Hemos pasado un momento agradable allá.

– Sí.

– Me alegro de que seamos amigos.

– Yo también.

Esa actitud era natural en Sonny, pues tenía la costumbre de decir lo que pensaba. Para él era engorroso. Como a menudo en su vida, sentía que el momento importante, el de intensa emoción, se le escurría y se escapaba. Nunca iba a cambiar.

– ¿Puedo contarle una historia que le desconcertará? -preguntó ella.

– Si considera que puedo soportarla.

– Creo que sí. -Sonny desvió los ojos-. Cuando estudiaba derecho, fui al tribunal a ver cómo trabajaba usted cuando defendía al juez Sabich. Iba allí todos los días. Era como magia de cerca… Ya sabe… en realidad no importa si las pelotas desaparecen, porque la magia consiste en que la habilidad humana lo haga parecer así. Así me sentía. No me importaba si él era culpable o inocente. Sólo quería ser capaz de imitarlo a usted. ¿Qué le parece?

– Me parece que usted es muy amable al contármelo. -Notó que ella no entendía y se sumergió un poco más en la bañera-. Últimamente me cuesta pensar en mi vida profesional como un ejemplo, dado el precio que he debido pagar.

– ¿Se refiere a su esposa?

Él soltó un suspiro de asentimiento.

Sonny calló un instante.

– ¿Pudo usted haber hecho algo?

– Prestar más atención.

Ella no respondió y Stern temió que esta actitud le pareciera enfermiza o autocompasiva. Ella se hundió un instante y emergió, despidiendo agua y luz mientras se alisaba el pelo.

– ¿Sabe lo que pienso? -preguntó.

– ¿Qué?

– Creo que sólo se puede ser uno mismo. -Se escurrió el pelo. Stern se preguntó si éste era el pensamiento de la noche-. Me lo digo mil veces al día. Todos están jodidos. Y suceden cosas que nos joden más. Cáncer. La muerte de alguien. Pero se hace lo que se puede. Yo daría cualquier cosa por ser tan buen profesional como usted, por pensar que hice tan bien algo importante. Mire todo lo que ha logrado usted.

– Miro, y pienso que pude hacerlo mejor.

– Pues hágalo mejor la próxima vez.

– ¿En la próxima vida?

– En la próxima parte de ésta.

Stern comprendió que era la única respuesta posible. Eso también parecía un tema repetitivo.

– Además, recuerde que es usted un ejemplo para gente como yo -dijo ella.

– Usted me halaga.

– Lo digo en serio.

Stern miró a Sonny. Ella había apoyado el brazo en el respaldo de la bañera y él la tocó fugazmente, como ella lo había tocado a él. Luego continuó:

– Parece que no fui tan buen ejemplo, pues usted escogió el bando erróneo.

Ella lo miró alarmada.

– ¿Es una broma?

– Desde luego.

– Siempre pensé que trabajaría en la defensa. Pero los fiscales tienen mucho poder. Y lo tienen para hacer cosas buenas… no sólo malas.

– Desde luego -admitió Stern-. Admiro la rectitud que representan los fiscales.

– ¿Pero no pensaría en hacerlo?

– Oh, tengo mis ideas. Pero mi punto de vista, que es muy personal, es que sólo causaría más daño a lo que ya está destrozado. Compréndame, creo que el de ustedes es un trabajo necesario… pero prefiero no hacerlo yo.

– Entonces, ¿es cierto?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Que usted rechazó la oferta de ser fiscal federal antes que le dieran el puesto a Stan?

Él aguardó un instante.

– ¿Ese viejo rumor ha vuelto a circular?

Ella comprendió que era una evasiva.

– No lo pregunto para contarlo a los demás. -Stern advirtió que la orgullosa Sonny se había ofendido-. Tengo una razón para preguntárselo.

Stern describió su reunión con el secretario del senador en pocas palabras.

– No me dijeron que yo fuera el primero en la lista. No sé a quién habrían seleccionado, aun si yo hubiera mostrado interés.

– Usted sabe que lo habrían elegido a usted, y Stan también lo sabe. Yo creo que a él le molesta. Y mucho.

Para sus adentros, Stern opinaba lo mismo. Ella reflexionó y luego se sumergió de nuevo.

– Voy a salir -anunció al emerger-. El ginecólogo no me permite estar aquí más de diez minutos.

Stern desvió la mirada para contemplar la luna y la oscuridad.

– Cuando esté preparado -dijo ella a sus espaldas-, podemos iniciar esa charla.

Él oyó que se alejaba y, contra sus intenciones, se volvió para mirarla, con el bulto de ropa apretado contra el pecho, el pelo goteante, la parte inferior del cuerpo más ancha, todavía un espectáculo agradable, húmeda y brillante mientras se alejaba.

Poco después se levantó.

Estaba en el borde de la tina, totalmente desnudo, cuando Sonny se asomó con otra toalla.

– Debería verse la cara -dijo ella mientras colgaba la toalla de la ventana, y se alejó riendo.

Cuando él entró, ella llevaba una bata blanca de algodón y se peinaba ante la mesa redonda. Sin maquillaje, parecía fuerte y bonita, confiada en su propio atractivo. Fue a la cama para trasladar a Sam al cuarto más pequeño, pero Stern insistió en hacerlo. Siguiendo las indicaciones de Sonny, llevó al niño hasta la litera del cuarto contiguo. Sam seguía profundamente dormido.

– ¿Fresas? ¿Queso? -Sonny estaba cenando y la comida estaba en la mesa. Stern declinó- ¿Cómo empezamos? Usted me dirá lo que sabe y yo le diré si está en lo cierto. ¿Ése es el trato?

– Sonny, tal vez insistí demasiado. Si usted…

– No -dijo ella, cogiendo una fresa-. Sennett lo quiere joder. Antes yo no entendía bien por qué. Su cliente merece mejor trato. Pero tengo mis limitaciones.

– Entiendo.

– De acuerdo -dijo ella-. Adelante.

Éste era un límite que prefería no cruzar. Continuó sólo porque le agradaba la compañía, la conversación, y no quería marcharse.

Empezó por lo básico, los pedidos grandes, las dos bolsas, la cuenta de errores. Cuando Stern mencionó este punto, ella sonrió con admiración.

– ¿Cómo dedujo eso? Sennett está seguro de que nunca lo averiguará. -Él titubeó y ella le restó importancia con un gesto-. Adelante.

– ¿Puede el gobierno demostrar, de paso, que los precios de los mercados se vieron afectados por esas transacciones, o que alguien salió perjudicado?

Había reflexionado un tiempo sobre esto. Después de la acusación, efectuaría una moción basada en la afirmación de que la fiscalía no podía demostrar delito.

– Hemos examinado los casos -respondió Sonny-. Aquí hay infracción. Si se obtienen ganancias con la información de los clientes, es como si se les quitara algo, de un modo u otro. ¿Qué cree que dirían los clientes?

Stern respondió con un ademán impreciso. En teoría, tal vez estaba de acuerdo con ella. Pensó que un juez daría la razón a la fiscalía.

– Adelante -repitió Sonny.

Stern describió cómo las ganancias acumuladas, tras nuevas manipulaciones, se invertían en la cuenta Wunderkind, donde con el tiempo se perdían, junto con mucho más dinero.

– Ustedes sospechan que Dixon controla la cuenta.

– Adelante -repitió ella una vez más, sin hacer comentarios cuando él describió las pruebas que presuntamente tenía la fiscalía.

– Sin duda el gobierno podrá explicar -dijo secamente Stern- por qué alguien roba seiscientos mil dólares para perderlos.

– Eso no forma parte de la infracción.

Sonny quería decir que el gobierno podía probar el delito sin resolver este enigma. El hecho de que el dinero se perdiera tal vez ni siquiera se mencionara.

– No obstante…

– Continúe -dijo Sonny.

Había adoptado una expresión severa y no tenía interés en discutir.

– En este momento ustedes buscan los documentos que demuestran quién creó la cuenta Wunderkind. Sin eso, no habrá modo de relacionar a Dixon con la cuenta, las ganancias y las transacciones adelantadas.

Por primera vez ella calló por completo. Stern esperó hasta comprender que ella le daba a entender que se había saltado un paso.

– ¿Es ahí donde entra John?

– No sé dónde encaja John, Sandy. En serio.

Eso concordaba con lo que Tooley había dicho; Mel trataba sólo con Sennett. Stern se preguntó si eso significaba que John estaba cooperando o que era más difícil de lo esperado. O simplemente que Sennett, como de costumbre, ocultaba cosas incluso a su propia gente. Pero aunque John recordara perfectamente que Dixon había ordenado hasta la última transacción deshonesta, el gobierno necesitaría pruebas de que Dixon controlaba la cuenta Wunderkind, adonde iban a parar las ganancias. Sin eso, los fiscales tendrían dificultades para afirmar que Dixon no actuaba de buena fe o por cuenta de otra persona. Stern repitió este pensamiento en voz alta.

– Pero aún necesitan los formularios firmados para establecer la relación de Dixon con la cuenta Wunderkind.

Sonny no respondió.

– ¿Estoy equivocado? -preguntó Stern.

Sonny cogió otra fresa mientras Stern intentaba concentrarse. Por lo general éste era su fuerte: discernir los matices de las pruebas. Pero había pasado por alto un punto importante. Guardó silencio.

– El año pasado -intervino Sonny al cabo de un rato-, cuando empecé en la oficina, trabajé en muchos casos de drogas.

– ¿Sí? -dijo él, sin saber adónde se dirigía.

– Usted sabe cómo son estos casos. La DEA detecta actividades sospechosas. Hay un informante. Consiguen una orden, derriban la puerta de una casa, encuentran diez kilos de cocaína y dentro no hay nadie. Luego acuden a la pobre ayudante para que emita citaciones que les permitan averiguar quién es dueño de la casa… y de la droga.

– Sí.

– Llegar al título de propiedad, o al certificado de alquiler, no conduce a nada. Siempre se trata de una dama del Distrito Norte con bigote y muchos gatos. Pero aun así demostramos que la casa le pertenece.

Stern asintió. Estaba familiarizado con las técnicas del gobierno. Acudían a la compañía del gas, a la de electricidad, a la telefónica, y averiguaban quién pagaba las facturas. En un caso que Jamie Kemp había manejado antes de mudarse a Nueva York, el gobierno probó quién ocupaba la casa demostrando que su cliente había comprado los cubos de basura del callejón. Klonsky le había dado una pista importante, pero por el momento no la entendía.

– El déficit -dijo de pronto Stern.

Ella sonrió.

– Dixon pagó por el saldo negativo de doscientos cincuenta mil dólares de la cuenta de Wunderkind.

– Adelante.

– Por eso usted solicitó los documentos del banco. Para encontrar el cheque que redactó para cubrir esa deuda. Usted buscaba los fondos que había depositado.

– Adelante -indicó Sonny.

– ¿Tiene usted el cheque?

– Adelante -repitió Sonny.

Stern aguardó. Por lo visto, Dixon tampoco había comprendido el porqué de las averiguaciones en el banco. Protegiendo al informante, el gobierno, con sus citaciones, había fingido que estaba más interesado en el dinero recibido por Dixon que en el que había pagado.

– Entonces, ¿por qué le interesan tanto los documentos de apertura de cuenta?

Desde luego, ella no respondería. De nuevo Stern guardó silencio. ¿Y si Dixon había hecho desaparecer esos papeles? ¿Por qué el gobierno buscaba con tanto afán algo que al parecer carecía de importancia?

A menos que los fiscales ya supieran que Dixon se había deshecho de los documentos. Desde luego. El informante los había conducido una vez más al lugar correcto. La fiscalía -Sennett, al menos- no esperaba que Margy presentara los documentos de la cuenta Wunderkind. Por eso Sonny había recuperado el buen humor después de ir a hablar con él. Había comprendido que Sennett esperaba precisamente eso, y que la fiscalía contaría con lo mejor de ambas partes: pruebas de que Dixon controlaba la cuenta y de que intentaba ocultarlo. Con este instrumento -prueba de estado mental, como lo denominaban- el gobierno podría desbaratar toda defensa conjetural que se aventurara en el juicio para sugerir inocencia o facultades alteradas en la conducta de Dixon. Si la fiscalía demostraba que Dixon borraba sus huellas, pocas dudas quedarían acerca de lo que él pensaba de sus propias actividades. John era ahora la única esperanza de Dixon, una esperanza tenue. Si la memoria de John fallaba en algún aspecto crítico respecto a quién le había ordenado efectuar esas operaciones, podría quedar un diminuto espacio para hacer una cabriola. Pero era improbable. Los fiscales ya tenían las pruebas críticas en la mano. Las paredes se cernían sobre Dixon como si fuera un personaje de Poe. Stern, abrumado por la presencia de esa joven mujer, parecía no captar del todo el peso de los acontecimientos.

– Usted le tiene afecto, ¿verdad? -preguntó Sonny, tras observarlo un momento.

– Quiero mucho a mi hermana. Tal vez mis sentimientos por Dixon provengan de la mera costumbre. Pero me entristece enterarme de esto.

– Esto es sólo entre nosotros. Stan me colgaría.

– Usted no me ha dicho nada. -Juró con un gesto, un hábito de su infancia en Argentina, de una época en que sus amigos no judíos se lo exigían, sin comprender su disgusto-. No lo diré a nadie. Lo prometo.

La miró. Había agotado la excusa que lo había llevado allí. Se levantó, palmeándose los muslos.

Sonny bostezó.

– Aunque parezca imposible -dijo-, creo que me iré a dormir.

Insistió en que Stern se llevara una bolsa de fresas. Cuando se acercaron a la puerta, él le hizo prometer que saludaría a Sam de su parte. Ella le dio un abrazo amistoso y se acercó lo suficiente como para tocarle la pierna con el vientre firme y rozarle la mejilla con el pelo húmedo. Él alzó los brazos lentamente y en cuanto quiso tocarla ella ya se había apartado. Tuvo una fugaz sensación de pérdida.

– Ha sido muy amable al recibirme -agradeció Stern desde el otro lado del cancel.

– Lo invitaremos de nuevo -dijo ella. Mientras él subía la escalera, Sonny añadió, con voz risueña e irónica-: Si todavía estoy casada con Charlie.

30

Llegó a casa cerca de la una, después de viajar por oscuros caminos rurales y luego por la carretera, siguiendo el haz de los faros y la corriente de sus propios pensamientos. Había encendido la radio para escuchar un partido de los Tramperos, pero luego la apagó y condujo en silencio, dominado por las sensaciones: el calor y el aroma del campo de fresas, la carga reverberante cuando ella se había deslizado silenciosamente en el agua. A veces, desde luego, pensaba en Dixon. Pronto tendrían que evaluar seriamente las posibilidades. Durante un rato Stern las analizó pero no halló ninguna escapatoria fácil. Desde luego, también pensó en su hermana. Silvia sufriría. Lleno de emoción en la penumbra, resistió de nuevo este dolor.

Una vez en casa, Stern acomodó el cuerpo macizo en un sillón del vestíbulo, estirando las gruesas piernas. Tenía la bolsa en las rodillas, humedecida por el zumo de las fresas. Vislumbró un fragmento de su reflejo en el espejo del pasillo y se sintió ridículo; había estado en esa bañera más de una hora sin que una sola gota de agua le tocara la cabeza. Los mechones de pelo de ambos lados, quebradizos por el sol, se alzaban como alas de querubín, y dos o tres regueros de sudor seco iban de la coronilla a los pómulos. Al relamerse los labios, aún podía saborear la sal seca acumulada debajo de la nariz.

Estaba exhausto. Pero aquí, en el refugio de su hogar, no pudo resistir su propia excitación. En ese espacio conocido, íntimo, sintió al fin la plena expresión de algo que había esperado durante todo el día. Emitió un sonido cuando el anhelo lo invadió y lo dominó la pasión. El deseo le dominaba el corazón y el sexo. No era sólo esa necesidad corporal, ese afán semejante a un gemido sofocado, sino algo más punzante, más suave y más profundo. Simplemente deseaba a esa mujer. Estar con ella. Abrazarla y ser abrazado. Lo inundaba en oleadas y se maravilló ante aquella sensación abrumadora que lo transformaba. El resto de la vida no existía, no sólo los límites trazados por la circunstancia, sino los vacilantes límites de la personalidad. Aquí, por un instante, se podían transgredir todas las normas. Cantaría serenatas bajo la ventana de ella o, más simplemente, confesaría su desbocado anhelo. Estuvo a punto de llamar, hasta que recordó que no había visto ningún teléfono en la cabaña. Esto era lo que inducía a hombres mayores a abandonar a sus familias y a hombres jóvenes a cometer actos estúpidos e imprudentes. Aferró los brazos del sillón.

No tenía sentido, pero eso no venía al caso. El imperio de los sueños, la región donde las imágenes precedían a las palabras y la sensación reinaba, había revelado esta fijación y no había modo lógico de combatirla. ¿Cuánto atinábamos a comprender acerca de eso? Todo el mundo le había ofrecido recetas respecto a cómo pasar el resto de su vida. Pero esto era lo que había esperado: descubrir lo que estaba más allá de la decencia rutinaria o la costumbre y conocer sus verdaderas ambiciones. Aquella mujer, turbada pero luchando a cada instante, a pesar de sus vacilaciones, era real y auténtica.

Pero nada ocurriría, desde luego.

Aquella certeza lo estremeció como una puerta al cerrarse. Nada sucedería. Él lo había demostrado sin dejar lugar a dudas cuando estaba tan cerca de ella, ambos desnudos como Adán y Eva, sin haber reaccionado. Los comentarios de Sonny acerca de abandonar al marido eran sólo eso, comentarios ociosos. Simplemente se estaba acostumbrando al hecho de que los senderos de su vida al fin estaban marcados. A los cincuenta y seis años, Stern había logrado llevar la vida emocional de un adolescente, llena de fantasías caprichosas que nunca se cumplirían. Por un instante la angustia lo atravesó con las perfectas resonancias de una nota cristalina.

Pensó en Clara. La asociación no fue directa, pues tenía pensamientos contradictorios, cierta admiración por las cambiantes emociones de su estado actual. Permaneció inmóvil, pero experimentó una nueva punzada al reconocer con una precisión inequívoca qué había buscado Clara al alejarse de él. Sólo esto: la misericordia de la pasión. De pronto tuvo la certeza -si algo había aprendido sobre ella en tantos años- no sólo de que Clara nunca había descubierto esa sensación, sino que había comprendido que para ella sería inalcanzable. En ese instante, no tuvo rencor, sólo una comprensión completa y definitiva. Con los ojos abiertos, se quedó allí sentado, abrumado por el enorme silencio de la gran casa y la crudeza de los juicios que había emitido acerca de sí mismo y su vida. La sangre se le aceleraba, la imagen de esa mujer que estaba a más de cien kilómetros aún parecía tan cercana y tangible que casi alzó la mano para saludarla. Sin embargo, retuvo esa imagen de Clara en su último momento, forcejeando con la desesperación tal como esas figuras bíblicas pintadas en brillantes óleos luchaban con los alados ángeles de la muerte. Nunca, había pensado Clara. Nunca, pensó Stern. Nunca.


– Estuve comprometida -anunció Clara esa noche, cuando se hallaban sentados en el coche, a oscuras junto al río, bebiendo-. Rompimos hace un tiempo, en junio pasado. -Estaban casi en diciembre. Los faroles de la calle y la tenue luz del cielo arrojaban profundas sombras; él sólo le veía el movimiento de los ojos. Pero un espíritu valiente se había adueñado de ella. Cobraba un aire más noble mientras hablaba. Stern quedó impresionado por su belleza-. Se llamaba Hamilton Kreitzer. ¿Lo recuerdas? ¿De la facultad de derecho?

El nombre no significaba nada para Stern. Recordaba vagamente a un individuo de sonrisa blanda y luminosa, y pelo rubio y desgreñado.

-Él es mayor. Que nosotros. Que yo. Se había ido de Easton antes de que yo empezara. Pero era… bueno, atractivo. Ya sabes, venía a buscarme los fines de semana. Tenía un pequeño coche inglés, no recuerdo cómo se llama. Llegaba al campus con la capota baja en pleno invierno y la bufanda ondeando al viento. Por un tiempo salió con la hermana de Betty Tabourney. Tenía pésima reputación. Pero las chicas nunca saben lo que quieren, ¿verdad? Es muy guapo, hay que reconocerlo. Tiene un bigote diminuto, como Errol Flynn. Y desde luego es muy rico. Su padre es cliente de papá. Fabrican golosinas. Se ven en todas las tiendas. Envasadas. Siempre que las he comprado estaban rancias. De todos modos… -Clara se acomodó en el asiento. Tal vez no estaba acostumbrada a hablar tanto. Por un momento, aun en la penumbra, Stern vislumbró un movimiento súbito, no estaba segura de querer seguir adelante. Luego se enderezó y continuó, mientras miraba por el parabrisas y erguía su elegante perfil-: Lo llaman Ham [5]. Curioso nombre para un chico judío. -Clara rió-. Claro que a mis padres les gustaba eso. Ya sabes cómo son. No les gustan las cosas «demasiado judías»; es decir, no les gustan las cosas judías.

Stern asintió. Sabía a qué se refería.

– En cualquier caso, lo conocí una noche en un baile, la verbena del hospital Grover. Acababa de salir del servido militar e iba a estudiar derecho. Yo estaba con otro chico, pero hablamos, flirteamos, y él me llamó a la semana siguiente y me pidió que lo acompañara a otro baile. Yo conocía a media docena de chicas que habían salido con él y ninguna decía nada bueno, pero yo estaba muy emocionada. -Cerró los ojos y meneó la cabeza-. Me encantaba que todas mis amistades me vieran con Ham Kreitzer.

Recordó que tenía el vaso en la mano -parecía haberlo olvidado- y bebió un sorbo. Stern comprendió que no le gustaba mucho.

– Quedé muy sorprendida cuando él llamó. Pero parecía disfrutar sinceramente de mi compañía. Me dijo que yo había floreado desde el colegio. -Manoteó en el aire buscando una expresión, luego recuperó la compostura y Stern tuvo la impresión de que se había sonrojado en la oscuridad-. Bien, yo había crecido bastante. Supongo que le atraía esa parte de mí que no le daba tanta importancia. Existía, aunque no lo creas al escucharme ahora. Él disfrutaba del desafío de conquistarme. Desde luego, yo lo escuchaba. Le gustaba hablar de sí mismo, como a muchos hombres.

Stern sonrió, pero ella estaba demasiado absorta para hallar un sentido especial en esa frase.

– Pero cuando lo conocías, era como todos los demás. Tenía muchos planes. Odia al padre, lo desprecia y, naturalmente, cuando lo expulsaron de la facultad de derecho pensó que no tenía otra alternativa y hubo de ponerse a trabajar con el padre. Quiere romper con él, pero estoy segura de que no lo conseguirá nunca. -Se volvió hacia Stern-. Sentía algo por él, y creo que era mutuo. Además, él estaba en la edad en que se esperaba que sentara cabeza. Había tenido sus aventuras juveniles o como quieras llamarlas. Yo soy socialmente aceptable. Es decir, mis padres lo son. Así que nos comprometimos. Me gustaba cogerle la mano, mirarlo. Es guapísimo. No podía creer que fuera mío. Todo parecía perfecto. Cielos -suspiró.

Se tocó los ojos, pero pronto se compuso. Ahora seguía su propio impulso.

– Desde luego, la historia no termina aquí. Estuvimos comprometidos catorce meses. La boda debía celebrarse en junio. Dos semanas antes de la ceremonia, recibí una llamada por teléfono. Noté que estaba lejos. Me dijo: «Querida, me temo que no puedo seguir adelante». No me sorprendí. Había comprendido que en realidad es un niño. Sabía que se sentiría aterrado. No dijo dónde estaba. Resultó que se encontraba en la isla de Catalina. Una de sus empleadas había desaparecido. Sin duda también estaba en la isla de Catalina. Eso no me molestó. Era a mí a quien no quería. No importaba que prefiriera a otra persona. Además, había otro problema. -Se volvió hacia Stern. La calefacción ronroneaba, brotando de debajo del salpicadero-. Yo estaba embarazada.

Stern comprendió que Clara lo observaba para captar su reacción en la oscuridad. Lo había juzgado correctamente: la noticia no sólo lo sorprendió, sino que lo llevó al borde del pánico. Pero al haberse criado en un hogar atormentado, había aprendido a disimular y no demostró nada; ni una onda llegó a la superficie.

– ¿Te desconcierta? -preguntó ella.

Él contuvo el aliento y reflexionó.

– Sí -respondió al fin.

No había salida diplomática.

– A mí también me desconcertó. No porque estuviera sorprendida, desde luego. No quiero que pienses que abusó de mí, o que me abandonó después de seducirme. Habíamos vivido así muchos meses. Francamente, creo que esta idea me gustaba más que todo lo demás. El secreto. El romance. ¿Acaso el mundo no era eso? -Hizo una pausa-. Bien, escucha.

Titubeó. Ni siquiera ella era tan valiente como para insistir en aquella historia.

Stern combatió contra el pánico. De pronto lamentaba que ella le confiara todo aquello, pero de eso se trataba, precisamente. Oyeron voces en la orilla, una pareja que se alejaba.

– Naturalmente, yo no podía creer que estuviera embarazada. Era sólo un mes. Durante un tiempo esperé a que algo ocurriera. Pero no ocurrió. Luego pensé en suicidarme y casi lo conseguí. Me hice con unos somníferos. Una noche me dormí con el frasco en la mano y recuerdo… -Rió y movió la mano-. Recuerdo que al cabo de un par de horas me desperté y pensé que lo había logrado y acepté la idea por un segundo, pero luego me alegré de haber tenido una segunda oportunidad. Sabía que contarlo a mis padres sería un problema, pero aún fue más difícil de lo que había imaginado. Dios mío, nunca quiero hacer de nuevo algo así. -Otra vez se tocó los ojos-. Mi padre se enfadó muchísimo, muchísimo. Desde luego, ellos querían que me casara con Ham, lo cual era imposible. Discutimos por eso una semana más. Pero al fin mi padre me llevó a Ciudad de México. El vuelo duraba once horas en cada dirección. Tuvimos que volar a través de Chicago. A la vuelta me encontraba fatal, pensé que moriría. Pero ya estaba solucionado.

»En realidad ahora tengo muy poco. Sé que parece una tontería. Tengo muchísimo en comparación con otras personas, incluso en comparación con lo que tenía antes, no hay mayor diferencia. Pero la hay. Es como si el mundo entero hubiera cambiado. Renuncié a mi trabajo antes de la boda porque Ham lo quería. Por eso voy a la oficina. Desde luego estoy avergonzada. No sé quién más conocerá la historia. Me imagino que todos. Entro en un cine, una tienda o una sala de conciertos y creo que todos lo saben. Que murmuran. Ya sabes lo cruel que es la gente.

»De modo que ésa es la historia. Terrible, ¿no crees?

– Dolorosa -dijo Stern.

Ella soltó un jadeo, casi un sollozo, y asintió.

– ¿Sabes qué es lo que más me humilla? No haber sabido lo que quería. Tenía veinticinco años y no tenía ni idea. Debía haber sido más lista y no liarme con un tipo como Ham Kreitzer. De hecho era más lista, pero no pude contenerme.

Alzó la mano en la oscuridad para mirar su reloj de pulsera.

Regresaron en silencio. Cuando llegaron, él estaba a punto de bajar para abrirle la portezuela, pero se detuvo.

– Ha sido una noche muy agradable.

– Claro que sí -rió ella-. Estarás endeudado con George Murray por el resto de tu vida y la chica con quien sales lleva la letra escarlata de adúltera.

Stern la miró a los ojos.

– Pero he oído una música maravillosa en el piano.

Ella recurrió a los gestos de los ricos y lo besó a la francesa, en ambas mejillas. Luego se apeó del coche y corrió por el sendero de cemento de la casa georgiana de sus padres. Desde la puerta lo saludó con la mano.

Al alejarse, Stern aún sentía el efecto de la bebida. Pero sabía que no dormiría. Tenía un maletín lleno de trabajo en casa y debía analizar el problema del coche, un enigma irritante que tenía que resolver. Pero no logró concentrarse en estas cosas Un poco más lejos reconoció sus emociones. Estaba excitado. Excitado. La sangre se le aceleraba. Estaba excitado porque ella había confiado en él. La confesión de que tenía una vertiente sexual era una noticia estimulante. Pero lo que más estimulaba a Alejandro Stern, inmigrante, pillo refinado, intrigante, era saber que ahora ella estaba sin duda a su disposición.

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