TERCERA PARTE

31

Al saludar a Helen el domingo por la noche, Stern se vio sorprendido por la ternura de sus propios sentimientos. Recibió con agrado el aroma de su perfume, su contacto cuando alzó las manos para abrazarla. Ah, Helen. La abrazó y la meció. Ambos rieron. Pero aun así, el dolor por Sonny seguía presente.

– Háblame de tu viaje -insistió Stern.

Ella describió la calurosa y desolada Texas. Uno conducía a cien por hora en las carreteras y las torres de la ciudad se erguían a lo lejos en el trémulo calor y nunca parecían acercarse.

– Te has portado mal mientras he estado fuera -dijo Helen.

Estaban en la cocina. Helen preparaba una ensalada y Stern intentaba ayudarla mientras bebía vino.

– ¿Yo?

– Anoche llamé y respondió el contestador. A las once.

Ella enarcó las cejas.

– Estaba trabajando -dijo Stern-. El caso de Dixon -añadió para reforzar la excusa. Había intentado hablar con Dixon todo el día. Quería que regresara ya. Tras telefonear varias veces a la casa de la isla, había llamado a Elise, la secretaria de Dixon, quien podía ponerse en contacto con Dixon las veinticuatro horas del día, como si fuera el presidente. Pero hoy Dixon estaba inaccesible, perdido bajo el sol del Caribe. Tal vez había tomado la sabia decisión de no regresar nunca o, con mayor realismo, quería disfrutar sin trabas del último hálito de libertad. Sin duda Dixon sabía que sus problemas eran graves. Tenía una buena razón para alejarse.

Entretanto, Stern estaba en la cocina de Helen, y aunque no le mentía, eludía la verdad. ¿Hasta qué punto? No sabía qué hacer. En esos momentos sentía un intenso calor. Tarde o temprano su resistencia se vendría abajo, buscaría a Sonny y cometería una locura. Ese día no había podido hacer nada. Se había sentado, boquiabierto, los ojos cerrados, evocando todas las imágenes con el corazón acelerado. Estaba irremediablemente fascinado por ella. ¿Pero qué haría con el presente? ¿El mundo? Aquí estaba la decente, capaz y amable Helen. ¿Cómo la trataría?

No tenía planes, excepto un vago rechazo a compartir la cama con ella esa noche, quizá por decencia, o quizá porque no podía tolerar nuevos estímulos.

Como de costumbre, Helen había preparado una magnífica comida, ensalada de camarones, la favorita de Stern, con verduras y patatas. Quería que éste fuera un reencuentro memorable. La semana anterior, hablando de Miles, Helen había dicho como por casualidad que al divorciarse no había imaginado la posibilidad de casarse de nuevo. No había ningún énfasis, pero sin duda intentaba destacar que ese estado de ánimo era agua pasada.

Stern había comprendido, pero había tenido la prudencia de dejar pasar el comentario. Ahora tendría que maniobrar con discreción para distanciarse.

Comieron y charlaron. Aun en medio de su tormento y su excitación, Stern agradecía la constante afabilidad. Apartó las patatas con el tenedor.

– Pero si te gustan -dijo Helen.

La cara de Stern ocultó un mundo de emociones demasiado difícil de expresar.

– Estoy pensando en hacer régimen -admitió.

– ¿Régimen? -Helen dio un mordisco, masticó una vez y lo examinó con atención. Un destello de inteligencia le cruzó los ojos. Stern sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Por qué diablos había llegado a pensar que esa mujer no era inteligente?-. Yo tenía razón. Estás viendo a una persona más joven, ¿verdad, Sandy?

¿Ahora qué? ¿Por qué a menudo la mentira es la verdad? ¿Viendo? Oh, sí, estaba viendo. En el aire, en el cielo. Una proyección holográfica. Estaba viendo a alguien más joven, constantemente.

– Sí -admitió, tras unos segundos de silencio.

Helen le clavó los ojos.

– Mierda -dijo. Transcurrió un momento y añadió-: Bueno.

A Stern no se le ocurría una sola palabra de consuelo.

– Podré resistirlo -suspiró ella.

Lengua, habla. Sólo atinaba a mirar.

Helen se levantó de la mesa.

La encontró en la cocina, la bonita cocina que Miles le había construido antes de buscar la libertad.

La barbilla erguida, Helen miraba por la ancha ventana el cielo del anochecer, parcialmente oculto por un manzano que semanas atrás había florecido con todo esplendor. Él se acercó por detrás y le tocó los hombros.

– Helen.

Ella le cogió las manos.

– Sabía que esto era prematuro. Debí dejar que lo superaras todo.

– Helen, por favor, no…

– ¿No reaccionas exageradamente?

– Helen, esto no es…

– Sí, lo es. Estás enamorado. -Se volvió para mirarlo a la cara-. ¿O no?

Él cerró los ojos sin responder.

Ella se volvió y se apretó el puño contra la nariz. Se esforzaba desesperadamente para no llorar.

– Estoy actuando como una harpía.

– Claro que no -la consoló Stern.

– Tú no prometiste nada -dijo Helen, mirándolo-. ¿Qué edad tiene?

Él pensó en eludir la respuesta y desistió.

– Cuarenta -dijo-. Cuarenta y uno. -Encinta. Con un solo pecho. Casada. Y no está interesada en mí. Por un instante se sintió avergonzado de tanta locura.

Helen se encogió de hombros.

– Al menos estás cuerdo.

Él contuvo un gruñido.

Al fin regresaron a la mesa. Él no ofreció detalles de su nueva relación y Helen valientemente se negó a preguntar. Le contó que Maxine, después de ese encuentro con Kate, había señalado que la hija de Stern parecía cansada; no tenía el fulgor de las mujeres embarazadas.

Stern pensó de inmediato en Sonny y sintió una punzada al ver lo rápidamente que había olvidado a la hija.

En cuanto se hubo tomado el café, Stern fue a buscar el sombrero. En la puerta, abrazó a Helen, quien lo retuvo un instante.

– Supongo que no te enfadarás si te digo que no quiero verte, ¿verdad? -preguntó ella-. Dadas las circunstancias.

– Claro que no.

Él la besó fugazmente, salió al aire nocturno y caminó hacia el coche acuciado por el remordimiento. Estaba perdiendo el control. Había abandonado lo mejor de su vida actual para satisfacer una fantasía adolescente. Pero a pesar de la angustia, estaba de buen talante. Otro lazo cortado. Había mil más, pero su propósito era claro. Estaba dispuesto a superar todos los obstáculos. Se sentía gallardo como un caballero. Caminó avenida abajo con paso resuelto, lleno de dolor y de la euforia de la libertad, de sueños salvajes e improbables.

32

El lunes fue un día de comunicaciones imprevistas.

La primera esperaba a Stern cuando éste llegó a la oficina. Había llamado el doctor Cawley, dijo Claudia, y había pedido verlo. Ella había cotejado horarios y le había concertado una cita a las cinco de la tarde en la oficina de Nate.

– El doctor dijo que era personal -informó Claudia- y que no deseaba verle en su casa. Eso es todo.

Personal y no en casa. De hombre a hombre, en otras palabras. Lejos de Fiona. Nate había rehuido a Stern durante meses. ¿Ahora quería una cita? Stern evaluó las posibilidades. ¿Acaso Fiona había hablado, tal como él sospechaba? ¿Nate y él tendrían un enfrentamiento? Tal vez Nate optara por liquidar el asunto: entregar el cheque a Stern y firmar una paz duradera. Por una vez sintió más curiosidad que angustia.

Más tarde también recibió noticias de Mel Tooley. Stern estaba al teléfono, intentando persuadir por última vez al fiscal Moses Appleton de ser más blando con Remo, cuando Claudia le pasó una nota donde decía que Tooley estaba en otra línea. Stern terminó su conversación con Moses de inmediato.

– Esto queda entre nosotros -dijo Tooley.

– Desde luego.

– Sennett es evasivo como un fantasma. Si se entera de que he llamado, perderá los estribos. Tú no has recibido esta llamada.

Stern volvió a asegurar a Mel que podía contar con su discreción.

– Mi cliente se enfrentará al gran jurado la semana próxima.

– Entiendo. ¿Puedo preguntar en qué condiciones?

– Inmunidad. Cartas. Órdenes tribunalicias. Se lo conseguí todo. No le negaron nada en la fiscalía.

– ¿Qué pronóstico hay para mi cliente?

– Malo.

– Ya veo.

– Muy malo. Hay un fajo de documentos y albaranes que mi cliente escribió y tu cliente le indicó cómo hacerlo, hasta el último detalle.

– Entiendo. ¿Tu cliente lo recuerda con claridad?

– Como si hubiese sido ayer. Mi cliente era nuevo en el negocio, no sabía qué estaba pasando, así que todo esto se le quedó grabado. -Mel esperó-. Ya sabes cómo es.

Stern no dijo nada. John había hecho lo previsible. Había cierta justicia en ello. Dixon, a fin de cuentas, merecía lo que le iba a pasar.

– Se siente muy incómodo por esto -dijo Tooley-. Ya sabes, asuntos familiares. Muy complicado. No es preciso que yo te lo diga.

– No -convino Stern.

– Yo insisto en que debe pensar primero en él. No le quedan muchas opciones. Si se anda por las ramas, le echarán el guante. -Tooley insinuaba que los documentos de MD implicaban también a John. Aunque John alegara que no entendía nada del asunto, los fiscales sabían que nadie, por ingenuo que fuera, podía haber considerado que esas maniobras eran honestas. Pero como quería tenerlo todo bien controlado, el gobierno prefería contar con el testimonio de John y no con un segundón mal parado que compartiera la acusación y la defensa con Dixon. Esto también era previsible-. Parecerá un perro apaleado allí, si te sirve de consuelo.

Mel se refería a la declaración de John. De un modo u otro, eso sería problema de otro abogado.

– ¿Cuándo comparecerá ante el gran jurado, Mel?

– El jueves de la próxima semana. No creo que falte mucho para el sumario. Lo tienen muy bien organizado. Supongo que irás a Washington para la aprobación de las confiscaciones.

– Sí -dijo Stern.

El cargo de intimidación, por el cual el gobierno despojaría a Dixon del negocio en el cual había invertido una vida, requería la aprobación de Washington. Stern tendría que solicitar una audiencia en el Departamento de Justicia. Los burócratas de Washington a veces actuaban con mayor contención que el fiscal federal, aunque era poco probable que mostraran mucha piedad en este caso.

Tooley y él terminaron de hablar con la vaga promesa de llamarse de nuevo. No era habitual que Mel fuera tan servicial. Habitualmente había un plan oculto, dos o tres, en realidad. ¿Era posible que estuviera siguiendo órdenes de Sennett? Sí, pero resultaría difícil desorientar a Stern en cuanto al testimonio del yerno. Tal vez el hecho de que Stern se enteraría inevitablemente explicaba la franqueza de Mel. Al comprender esto, Tooley quería tener el mérito de ser el primero en dar la noticia. Stern tamborileó en el escritorio con los dedos y cogió un puro. Últimamente se había acostumbrado a tenerlos entre los dedos, sin encenderlos, sin llevárselos a los labios. Dixon tendría que pensar seriamente en declararse culpable. En casos así, lo mejor a que se podía aspirar era a una aplastante multa para reducir el período de cárcel. Aunque tuviera bienes ocultos en las islas, muchos de los patrimonios visibles corrían peligro: la casa de piedra, los coches con chófer. Dixon querría salvar lo que pudiera, por el bien de Silvia. Tal vez Stan aceptara la entrega de una suma determinada -millones de dólares- y la renuncia de Dixon a los negocios en vez de todos los bienes.

Entretanto, Stern tendría que llamar a Kate y John y llevarlos a cenar en cuanto hubiera pasado la presentación ante el gran jurado. Los descarríos de Dixon habían desorganizado la vida de toda su familia. Stern quería asegurarse de que su hija y su yerno supieran que estaba dispuesto a olvidar todo esto. Si Dixon decidía plantar cara al gobierno, Stern lo ayudaría a buscar otro abogado; era el momento propicio. Pero ni siquiera eso sería una solución total. Resultaba difícil imaginar una reunión familiar con Silvia, con su marido en prisión, sentada frente a John. Stern ahogó un sollozo de angustia. Todos recordarían ese año.


La enfermera de Nate que condujo a Stern hasta el consultorio le resultaba conocida: había visto esa sonrisa tímida y esa figura esbelta en alguna otra parte. Mientras la enfermera se alejaba, Stern la observó tratando de ubicarla, hasta que Nate lo invitó a sentarse en un sillón de cuero marrón.

Se conocían desde hacía veinte años, pero de inmediato se creó un ambiente tenso. Se preguntaron, convencionalmente, cómo estaban, y luego guardaron silencio. Stern nunca había estado allí y este hecho parecía enfatizar la naturaleza inusitada del encuentro: las caras correctas, el lugar equivocado. El consultorio era mucho más amplio que el de Peter, amueblado al estilo Ethan Allen, como el hogar de los Cawley, con un imponente empapelado de rayas verdes verticales y un enorme reloj con forma de candado en una pared. Nate, con su bata blanca, se mecía en una silla alta detrás del macizo escritorio de castaño. Al fin se irguió y fue al grano.

– Quiero que sepas, Sandy, que voy a iniciar los trámites de divorcio.

Stern aguardó un instante. No estaba desconcertado por la noticia, sino por el hecho de que Nate se la comunicara.

– ¿Me estás pidiendo consejo, Nate?

– No, pero si tienes alguno lo aceptaré.

– No -dijo Stern, y tras pensar un instante, añadió perversamente-: Podría salirte caro. -Nate agitó la mano en el aire: no tenía importancia. Nate podía pagarlo. Stern apretó las mandíbulas-. ¿Se lo has dicho a Fiona?

– No exactamente. Quería que tú lo supieras primero.

– ¿Yo?

– Tú -repitió Nate. Jugó con los adornos del escritorio, un abrecartas con hoja de ónix, un pisapapeles a juego, y al fin entrelazó las manos-. Sandy, no me importa lo que ocurrió entre tú y Fiona.

– Entiendo.

– Ella me lo contó.

– Ya veo.

Stern apoyaba los pies en el suelo y las manos en el regazo. Hasta ahora resistía mejor de lo que hubiera esperado.

– Encontré correspondencia tuya en el cuarto de baño de nuestro dormitorio hace unas semanas. Entonces terminamos por sincerarnos.

– ¿Correspondencia mía? -preguntó Stern, pero entonces comprendió a qué se refería Nate: la nota de Marta, la que Stern había llevado esa noche al salir de la casa.

Días atrás había buscado la carta, pues no podía comunicarse por teléfono con Marta y se preguntaba cuándo llegaría.

– Como te he dicho, no me importa -repitió Nate-. En serio. Parece extraño decirlo, pero es así.

– Muy bien.

– Te acostaste con Fiona… bien, así son las cosas.

Nate abrió las manos generosamente.

Stern había aferrado ambos brazos del sillón, hundiendo los dedos en los tachones; tal vez temía que los muebles echaran a volar. ¿Se había acostado con Fiona? ¿Qué le había dicho ella? Al parecer el instinto vengativo de Fiona la había llevado a exagerar. ¿Pensaba que un empate permitiría que ella y Nate empezaran de nuevo? No, tal vez no. Fiona simplemente se había soltado, abandonando toda cautela, para regodearse en su mayor placer, la represalia: quiero ver qué cara pone ese bastardo.

– ¿Debo responder? -preguntó al fin.

– No tienes por qué hacerlo.

– Porque, para decirlo con suavidad, Nate, no has recibido una descripción exacta. -Stern hizo una pausa al comprender el dilema-. No es verdad, Nate, que me haya tirado a tu esposa. Sólo lo intenté. -Ésa no hubiera sido una defensa muy conmovedora. Por otra parte, Nate no le creyó. De nuevo alzó la mano.

– Escucha, Sandy, no se trata de eso.

¿De qué se trataba? Stern, erguido en el asiento, contempló a Nate, quien no tuvo temple para sostener la mirada. Siempre había considerado a Nate una persona de poca malicia: una persona con dotes para curar, con ese sosiego que muchas mujeres tomaban por amabilidad masculina. Aún opinaba lo mismo, a pesar de sus momentos de cólera. Nate no deseaba causar daño. En cambio, lleno de sentimientos cálidos e impulsos ocultos, iba de un lado a otro destrozando vidas como bandejas de porcelana en un armario. Se había criado en Wyoming y había ido a la gran ciudad como estudiante de medicina. A veces aún desempeñaba el papel de patán confundido. Con los años, Stern había decidido que esa pose ocultaba pereza, blandura, debilidad de espíritu. Por eso sucumbía tan fácilmente a la tentación femenina y mantenía su insatisfactoria vida con Fiona. Lo mismo sucedía ahora. A todas luces le convenía la fácil solución que presentaba la presunta confesión de Fiona. Stern le adivinó los pensamientos: has jodido con mi esposa y no me importa. Ahora quítamela de encima y separémonos en paz. Ni siquiera pensaba en Clara: suponía que ese secreto estaba oculto y olvidado. Se ocupaba sólo del presente. Podía deshacerse de Fiona de un plumazo y de la forma más fácil. Se lavaría las manos y seguiría adelante.

Al evaluar todo esto, Stern se sintió dueño de considerables ventajas. No tanto con los hechos. La mentira de Fiona carecía de importancia. Ella había dicho lo que había dicho. Resultaba difícil desmentirlo. Pero sabía que él estaba mucho mejor preparado que Nate para afrontar este tipo de circunstancias. De pronto vio cómo sería el desenlace y supo que Nate, fueran cuales fuesen sus planes, sufriría una gran decepción. Se lo dijo sin rodeos.

– Creo, Nate, que has calculado mal.

Nate hizo una mueca. Iba a negar segundas intenciones, pero lo pensó dos veces y no dijo nada.

– En tu lugar, Nate, yo sería prudente con el divorcio.

Nate se puso rígido. Por lo visto, aquí había más de lo que había esperado. De nuevo agitó la mano en un gesto magnánimo.

– Sandy, yo… escucha, esto no es un chantaje, o lo que pienses. No lo tomes así.

– No, claro que no -dijo Stern-. Sé que no me amenazarías. Yo tampoco te amenazaría a ti.

– ¿Tú? -preguntó Nate.

– Yo -replicó Stern-. Pero permíteme una advertencia. Nate, no intentes involucrarme en el baño de sangre que planeas con Fiona. No te atrevas. A fin de cuentas, ambos sabemos que no soy testigo de tu bondad ni fiabilidad.

Nate movió la cabeza como si lo hubieran golpeado.

– Dios -exclamó.

– Si me colocan bajo juramento, Nate, diré la verdad sobre todas las cosas. Aun las que me resulten más desgarradoras. No creas que el orgullo me impedirá revelar el modo en que tú y Clara me engañasteis.

Nate se quedó rígido por un instante, boquiabierto. Luego se tapó los ojos con las manos. Soltó un jadeo.

– Mira. -Nate contempló su escritorio, se estudió el pulgar-. Mira -repitió.

– ¿Sí? -dijo Stern. Había sabido por instinto que Nate quedaría indefenso. Aguardó un momento y continuó-: Ya que has optado por ir al grano, Nate, permíteme imitarte. -Hizo una pausa dramática-. Hay un cheque por un importe considerable, que creo que tú se lo debes a la sucesión de Clara.

Nada, ningún escrúpulo, ningún sentido del tacto, ni siquiera el recuerdo de su propia confusión, podía empañar el deleite de este momento. Con una chispeante mirada de malicia, Stern observó a Nate, quien se recostó en la silla y se pasó la mano por la cara y el cabello ralo; parecía agobiado, confundido, asustado.

– Temía que dijeras eso -suspiró Nate.

– Tengo un abogado que está investigando este asunto.

– También temía esto.

Stern asintió. Comprendió que Nate se le había adelantado. Había retenido el cheque no sólo para ocultarlo al futuro abogado de Fiona, sino a Cal. Quería confirmar si no había moros en la costa o lo habían descubierto.

– Te sugiero que hagas lo mismo y reunamos a nuestros abogados -propuso Stern.

– Sabía que al final lo descubrirías -dijo Nate.

Stern no respondió. Sólo asintió abruptamente, procurando acrecentar la sensación de culpabilidad que sin duda agobiaba a Nate.

– Mira -dijo Nate-, este asunto me ha causado muchos remordimientos. Tal vez no lo creas, pero es así. En serio. Pienso en ello todos los días. Sé que tal vez me responsabilizas por lo que ella hizo, al final.

– No te culpo solamente a ti, Nate. Te ofrezco este consuelo. Estoy seguro de que el desenlace final también te afectó. Pero aun así te guardo mucho rencor. Que Clara decidiera buscar un amante fue cosa suya, desde luego. Pero como médico, Nate, particularmente un médico experimentado con este tipo de… -Stern esperó, luego se armó de coraje y continuó-: este tipo de enfermedad de transmisión sexual y sus consecuencias, habría esperado que fueras más cuidadoso. Y por lo que veo, te mostraste totalmente indiferente a las necesidades de Clara hacia el final.

– ¿Crees que la traté mal?

– ¿Qué otra cosa he de creer?

Con aire desdichado, derrumbado en la silla, Nate asintió para sí mismo.

– Por no mencionar el hecho de que abusaste de mí, Nate, y de nuestra amistad. Me mentiste descaradamente.

Nate cerró los ojos. Al cabo de un momento se humedeció los labios para hablar.

– Mira, tenía miedo de tu reacción cuando lo descubrieras. Lo admito. Pero quiero que sepas una cosa… hice lo que ella quería. En todo momento. Lo que ella quería.

Acorralado, arrinconado, Nate reaccionaba como un cobarde. Culpaba a Clara. Tal vez era demasiado débil para comprender lo incisivas que eran estas palabras. Pero su mezquindad, deliberada o no, afectó a Stern como un golpe. Sí, desde luego. El reproche típico: a ella le gustaba. Por un instante quiso responder con obscenidades. Cuando se recuperó, notó que su acento hispano se notaba con claridad.

– Nate, eres un canalla.

– Dios mío -exclamó Nate.

Stern se levantó. Ambos callaron por un instante. Esta confrontación, largamente imaginada, resultaba mucho más difícil en la realidad que en la fantasía. No tenía deseos de prolongarla. Pero el comentario de Nate aún dejaba una estela de emociones desbocadas.

– Otra cosa, Nate -intervino Stern, con un relampagueo de la intuición que durante tres décadas le había salvado la vida en el tribunal, una capacidad para que las sinapsis se conectaran de golpe, no más explicable que el don de lenguas o el vuelo-. Un consejo de amigo. -Nate, totalmente arrasado por esa conversación, se puso alerta: le esperaba un último golpe-. Sugiero que despidas a tu enfermera antes de iniciar el juicio de divorcio. Fiona tiene pruebas perjudiciales y el interrogatorio resultará aún más desagradable si esa joven continúa en tu plantilla.

La enfermera estaba allí, ordenando unos gráficos, cuando Stern salió por la puerta. Había recibido un mensaje de la oficina de Stern y le entregó el papel. Él no se molestó en leerlo. Ahora actuaba como en un tribunal, sabiendo que su conducta causaría una impresión. La miró de arriba abajo, una ojeada que ella recibió casi con inocencia, con la misma sonrisa incierta, la misma belleza blanda y pulcra. Luego enfiló hacia la puerta, mientras llegaba a la conclusión, al recordar el vídeo de Fiona, que la joven pertenecía a esa pequeña clase de seres humanos que tienen peor aspecto con la ropa puesta.

33

«Llamó Claudia, urgente», decía el papel rosado que le había dado la enfermera. Stern la llamó por el teléfono del coche, mientras conducía hacia la oficina.

– Veo que le dieron el recado -dijo Claudia.

– Tengo un asunto personal urgente. Por favor, encuentra el número particular de los Cawley y llama.

El teléfono sonó varias veces, pero al parecer Fiona no estaba. Stern soltó un juramento en español.

– ¿Recibió el mensaje de la señorita Klonsky?

– ¿Klonsky?

– Eso es lo urgente. Llamó tres veces en la última hora. Dice que tiene que verlo hoy. Asunto personal. No sabía hacia dónde se dirigía usted, pero ella dijo que iría a su casa a esperarlo. Le di la dirección. ¿Está bien?

Eran casi las seis. Stern pisó el freno y acercó el coche a la acera. Le temblaban las manos. Ya estaba dando la vuelta.

– ¿Oiga? -dijo Claudia.

– Sí, sí. ¿Cuánto tiempo estarás allí esta noche, Claudia?

– Algunas horas más -respondió ella-, trabajando en un informe para Raphael.

Stern le pidió que llamara a la señora Cawley cada cuarto de hora y que le diera este mensaje: el señor Stern lamentaba no hablarle directamente, pero estaba ocupado y creía importante que ella supiera que el doctor Cawley y él se habían reunido esa tarde y habían mantenido una conversación exhaustiva y franca.

– Y luego dile que quiero saber, con todo respeto, si ha perdido el juicio. Transmítelo tal cual -finalizó.

Claudia reía mientras tomaba nota; Stern siempre la divertía.

Stern colgó el teléfono y aceleró a través del tráfico. El reloj del coche señalaba las seis y dos minutos. Urgente y personal. ¡Sí! Echó a volar.

El Volkswagen amarillo estaba en la calzada circular de la casa de Stern. Lo vio mientras se acercaba a más velocidad de la conveniente. Tardó un instante en distinguir a Sonny. Estaba sentada en la escalinata de pizarra, las piernas abiertas para descansar el vientre, la cara hacia el sol: la señorita Natural, como se había llamado el mes pasado. Stern no se molestó en dejar el coche en el garaje. Aparcó y echó a andar por la calzada de buen talante.

Éste era, pensó, uno de esos momentos clave de la vida, parte de una progresión infinita, como cualquier otro momento, pero con gran potencial para el cambio. Últimamente se había enfrentado a muchos cambios, pero estaba preparado. Hacía más de treinta años que no sentía nada parecido, pero lo reconoció de inmediato. Había cruzado una frontera y ambos aguardaban en los bordes de la genuina intimidad, no la mera interacción social ni el intercambio de opiniones, sino la penetración de los límites personales más estrictos. Allí, esperando ese tránsito final, sintió la plena complejidad y misterio de la personalidad de esa mujer. Oh, no sabía nada de las circunstancias que la habían moldeado. Ambos procedían de rincones diferentes de la tierra, épocas diferentes. Pasarían años antes que él reconociera la huella de la experiencia que la marcaba, cada capa, como las páginas amontonadas de un libro. Pero su corazón anhelaba esa tarea y él confiaba en que aún le quedaran las energías necesarias. Toda metáfora trillada y sensiblera parecía indicada. La perspectiva lo mareaba, lo embriagaba.

– Qué inesperado placer -dijo sonriendo, mientras ella se ponía en pie, sacudiéndose la falda y parpadeando al sol.


Stern había tendido las manos para abrazarla, cuando de pronto captó su mirada aguda e intensa, que lo detuvo en seco; al instante comprendió que había cometido un error. Ella extrajo un sobre blanco y se lo tendió como una advertencia, o quizá como una defensa.

– No he venido por placer, Sandy, sino para darle esto. -Aún sostenía el sobre-. Quise hacerlo en persona.

Él se quedó rígido. ¿Cómo había dicho Sonny? Después de los cuarenta, había comprendido que nadie era siquiera normal.

Stern cogió el sobre. Tendría que haber sabido de qué se trataba sin dudarlo siquiera, pero aun así lo abrió torpemente y estudió el documento. Era una citación del gran jurado redactada por Sonny, cuyas iniciales figuraban al pie. Investigación 89-86. Lo leyó tres o cuatro veces antes de comprender. Estaba dirigida al propio Stern; lo habían citado para comparecer el jueves a las diez de la mañana y allí debía presentar «una caja fuerte transportada hacia el 3 de abril desde el edificio de MD Clearing Corp., y todos los objetos en posesión, custodia o control de usted contenidos en la susodicha caja en el momento de recibirla». Ella había marcado ambos casilleros del formulario: Stern tenía que declarar y presentar ese objeto. Al leer, comprendió que se hallaba ante otro desastre inminente.

– Debo decirle -prorrumpió Sonny- que estoy muy enfadada.

– Oh, Sonny. Es un malentendido. Por favor, entre un momento -invitó Stern mientras subía la escalinata.

– Sandy, es inútil.

– Un momento -insistió él.

Entraron en el vestíbulo. La casa estaba oscura y fresca.

– Sonny, estoy obligado por problemas de inmunidad, desde luego -dijo Stern, queriendo decir que no podía repetir nada de lo que le había dicho Dixon-, pero creo que usted ha interpretado muy mal todo esto.

– Sandy, yo en su lugar no diría mucho. No sé dónde terminará este asunto, pero no quiero tener que testificar. No puedo seguir el juego con tanta dureza como ustedes. Todos ustedes.

– Sonny, no hay ningún juego.

– ¡Oh, por favor! ¿Cómo puede decir eso? Usted me aseguró que iba a buscar esos documentos cuando en realidad los tenía en la oficina desde el principio. Y yo me dejé convencer. Eso es lo que me resulta increíble. ¿Sabe qué he pensado todo el día…? ¿Qué era tan importante como para justificar un viaje de ciento cincuenta kilómetros? ¿Qué hubiera hecho con esos documentos si le hubiera dicho que toda la posición del gobierno dependía de ellos?

Stern entreabrió la boca al advertir lo que ella le decía: lo estaban acusando. Se desplomó en la silla que tenía detrás.

– Ha interpretado mal -repitió.

– Interpreto muy bien. Creí que usted era mi amigo.

– Soy su amigo.

– Pamplinas. Los amigos no se hacen esto. No importa quiénes sean sus clientes. ¿Quiere saber qué averigüé?

Él asintió tímidamente, temiendo que ella se enfureciera y se negara a hablar si él demostraba mucho interés.

– Esta mañana llegué de buen humor y Kyle Horn me estaba esperando. Él también había pasado un agradable fin de semana. Examinó todos los cheques de MD que esa fulana presentó ante el gran jurado la semana pasada. Adivine qué descubrió. Un cheque enviado desde la oficina de Chicago de su cliente a una compañía de transporte de aquí, con una pequeña nota al pie: «DH – personal». ¿Tal vez DH intenta ocultar algo?

De nuevo Margy, pensó Stern. ¿Horn había sido muy exhaustivo o alguien le había dado una pista sobre lo que podía encontrar en esos fajos de cheques?

– Así que, naturalmente, quiere una citación del gran jurado, va a la compañía de transporte antes del mediodía, regresa con el albarán de embarque y la pone en mi escritorio. «¿Qué me cuentas?», me dice. «Tu ídolo.» No soy ingenua, Sandy. Entiendo que usted tiene un trabajo que hacer. Pero al parecer le importa un rábano la posición en que me deja a mí.

– Oh, Sonny, me importa muchísimo.

Su tono plañidero la desconcertó.

Ella lo miró un instante, como si sopesara su sinceridad. Al fin hizo una mueca y enfiló hacia la puerta.

– Mi cliente -anunció Stern- no regresará hasta el jueves.

Ella meneó la cabeza.

– No pida una postergación, porque Sennett no la otorgará. Yo tampoco. Usted, la caja fuerte y todo lo que contiene estarán ante el gran jurado el jueves por la mañana.

– Es imposible sin consultar antes a mi cliente.

– Entonces será mejor que se consiga un abogado, Sandy. Lo digo en serio. Esto no es divertido ni simpático. No se ponga en una posición vulnerable ante Sennett. -Se contuvo-. Cielos, lo estoy haciendo de nuevo. Mire, necesita un abogado.

– ¿Un abogado? -preguntó Stern.

Sonny pareció oír el ruido primero y dio media vuelta para mirar hacia la escalera. Stern no había sospechado que quizá no estuvieran solos, pero reconoció el peinado ondeante y la bata aun antes de distinguir la cara, tan semejante a la suya, sobre la balaustrada.

– ¿Quién necesita un abogado? -preguntó Marta.

34

A continuación siguió una escena breve y confusa al pie de la escalera. Stern, sumido en un torbellino emocional, se sintió irritado con Marta, quien había irrumpido de golpe sin anunciarse. Marta, que no aceptaba las críticas a la ligera, se defendió enérgicamente, le recordó que le había enviado una carta y que hacía veinte años que entraba en la casa con las mismas llaves.

– Llamé a Kate. Me dijo que te había dejado un mensaje anoche. ¿Ni siquiera pones el contestador?

El abatido Stern optó por no responder. Al fin reparó en Sonny, quien parecía anonadada por este imprevisto estallido de emociones familiares. Hizo las presentaciones, mientras Marta, con su típica familiaridad, le quitaba el papel de la mano.

– Es una citación -observó.

– La ayudante Klonsky me la acaba de entregar.

– ¡Otra vez! -exclamó Marta, recordando el día de los funerales-. Son ustedes increíbles. ¿No saben lo que es una oficina? -Avanzó hacia Sonny-. Lárguese.

– Oh, cielos. -Stern alzó la mano y la tendió desesperadamente hacia Sonny, pero ella ya estaba en la puerta y sólo se despidió diciéndole: «El jueves»-. Caramba, Marta, qué modales.

– ¿Quieres decir que esto te alegra?

– Marta, son circunstancias muy complicadas.

Su hija ladeó la cabeza burlonamente y cambió de expresión.

– ¿Es tu novia?

– ¿Novia? -preguntó Stern. Confundido, atinó a preguntarle quién le hablaba de sus novias. Resultó ser una reacción en cadena. Maxine había llamado la noche anterior a Kate, después de charlar con la madre; Marta había hablado con Kate esa tarde, porque Marta no estaba allí como habían previsto. Kate dijo que no se encontraba bien, pero que Stern esperaría a Marta, pues ella le había dejado un mensaje. El resto había surgido durante la charla.

– ¿Es ella? -insistió Marta.

Profundamente turbado por toda la situación -Sonny, la citación, la imagen de una red femenina de tam-tam que transmitía sus problemas a horas tardías de la noche-, Stern no pudo contener su irritación. ¿Por qué sus jóvenes hijos se concedían el privilegio de ser irreverentes, incluso groseros?

– ¿Te parece que se encuentra en estado de ser mi novia?

Marta se encogió de hombros. Quién podía saberlo. Quién sabía de ética a fines de siglo.

Stern decidió cambiar de tema y preguntó por Kate.

– Dice que no es nada grave. Está cansada. Pero la noto muy alterada. ¿Está pasando algo?

– Ay, Marta -respondió Stern, abrazando al fin a la hija, que lo estrechó con gusto.

Le preguntó qué tal había ido el viaje y si tenía hambre. Decidieron salir a comer.

– ¿Qué es esto? -preguntó Marta, mostrando la citación.

– Supongo que tendría que llamar a alguien.

– Puedo representarte -se ofreció Marta-. He tenido un par de clientes con citaciones de un gran jurado. Nada como esto, pero tú podrías indicarme qué hacer. No tengo gran experiencia en los tribunales, pero me encantaría intentarlo. Tengo licencia aquí.

Ya lo creo, pensó Stern, por no mencionar tres estados más. No obstante, la idea le resultaba atractiva.

Acostumbrado a actuar en solitario, Stern nunca se sentiría cómodo del todo con uno de sus competidores. A los abogados penales les encantaban los chismes. No deseaba ver un mordaz artículo periodístico sobre su visita al gran jurado.

– Trae la citación -dijo Stern-. Hablaremos mientras comemos.

Marta subió un momento. Había cosas de Clara que había descubierto esa tarde, mientras hurgaba en los cajones, y quería que Stern las viera.


– Es un camafeo que tu abuelo Henry le regaló cuando tenía dieciséis años. Hacía años que no lo veía.

Stern sostuvo el colgante ante la luz plateada de la mesa. Bajo el mismo fulgor débil, Marta estudió la silueta femenina.

– Es hermoso.

– Sí. Henry tenía buen ojo para estas cosas.

– Es extraño que nunca nos lo haya obsequiado a ninguna de nosotras. ¿No crees?

Tal vez no podía separarse de él o le recordaba al padre. Acaso lo guardaba para la primera nieta. Le irritaba pensar que Clara tenía algún plan que había quedado sin cumplir. Le preguntó a Marta qué más había descubierto.

– Esto es asombroso. -Marta miró en su enorme bolso y sacó una bola de papel de la cual extrajo un espléndido anillo de zafiro. La piedra era muy grande, flanqueada en ambos lados por una hilera de diamantes, contra un trasfondo de platino u oro blanco.

– Vaya -dijo Stern. Era uno de esos objetos tan lujosos que actualmente incluso el seguro resultaba prohibitivo. Estudió atentamente el anillo-. ¿Dónde encontraste estas cosas?

– Había una cajita japonesa de laca en el fondo del segundo cajón. Supongo que era su lugar íntimo o algo así. -Marta tocó el anillo-. ¿No sabes dónde lo consiguió? Parece antiguo.

Su lugar privado, pensó Stern. ¿Podría Nate haberle comprado un regalo tan generoso? Una vez más tuvo la sensación de que la tierra se le deslizaba bajo los pies al descubrir los secretos de Clara. Cerró los ojos, aguijoneado por la culpa. Oh, era un sujeto mezquino y suspicaz.

– Éste es sin duda el anillo que tu madre recibió la primera vez que se comprometió.

– ¿Comprometió?

Stern sonrió.

– ¿No sabías que tu madre se casó conmigo después de un rechazo?

– Claro que no -dijo Marta-. Cuéntame. Ha de ser una historia sabrosa.

Se había inclinado sobre la mesa y la camarera tuvo que indicarle que se irguiera para servirle la cena. El establecimiento se llamaba Balzini's y era un restaurante vistoso de Riverside, con ambiente italiano, chimeneas falsas y manteles de lino carmesí. La carne era aceptable. Él siempre sería hijo de Argentina y sabría disfrutar de un trozo de carne asada, pero no era la elección que esperaba en Marta. Al parecer, sin embargo, ella había descubierto que servían una generosa ensalada.

Stern mencionó a Hamilton Kreitzer y añadió que el noviazgo había terminado de repente, pero no contó nada más. Si Clara no había querido compartir con sus hijos esa parte de su pasado, él no era quién para revelarlo. La intimidad de Clara constituía ahora el tesoro final y más valioso de su esposa.

Al mismo tiempo, Marta era la menos proclive a dejarse desconcertar por las revelaciones. Marta, cuyas relaciones con Clara fueron bastante difíciles, en cierto aspecto la conocía mejor. Stern recordaba a Marta a los cuatro o cinco años, junto a la madre, en el fregadero, cuestionando cada hábito: ¿Por qué pelas las zanahorias? ¿Por qué te lavas las manos antes de tocar la comida? ¿Y si saliéramos al jardín y comiéramos las verduras arrancándolas de la tierra? ¿Cómo te pueden hacer daño gérmenes que ni siquiera vemos? Sin cesar. La paciencia de Clara se agotaba al fin. «¡Marta, por favor!» Pero esto inducía a la niña a intensificar el interrogatorio. A veces, Clara terminaba por irse de la habitación.

Al conocer desde pequeña las debilidades de la madre, Marta era menos propensa a reverenciar a Clara que sus hermanos y veía a la madre con mayor distanciamiento. Sus observaciones no eran halagüeñas. Con el tiempo Stern había logrado evaluar el rumbo de las opiniones de Marta. Tal vez su visión de la madre se sintetizara en una palabra: débil. Marta no valoraba gran cosa el reino doméstico de Clara, la música, el jardín, las funciones en la sinagoga y las meriendas. Consideraba que la madre era una criatura poco activa que se refugiaba de turbulencias internas y externas detrás de sus modales dignos y sus hábitos elegantes, que carecía de espíritu para enfrentar las cosas. Marta medía el mundo por los valores del padre: acción, éxito. Su madre no era emprendedora y eso la disminuía ante sus ojos. Con el tiempo habían logrado una relación que se podía describir como aceptable. Los reproches de Marta herían a Clara. Aun así, permanecía disponible para ella. En el universo de los desastres emocionales -Peter y su padre, por ejemplo-, Marta y la madre habían logrado una componenda. Reconocían y reverenciaban, a pesar de sus reservas, un mundo común de afectos.

– ¿Éste era su corazón roto? -preguntó Marta, tocando el anillo que sostenía el padre.

– Quizá. ¿Así la veías? ¿Una persona con el corazón roto?

– No sé. A veces. -El juicio, como la mayoría de las observaciones de Marta, lo afectó profundamente, pero ella continuó, sin reparar en ello-: Resulta difícil pensar en vosotros vacilando o teniendo amoríos frustrados. De niña, yo pensaba lo mismo que todos los pequeños: que concordabais perfectamente, que estabais hechos el uno para el otro. Tonto, ¿eh? -Marta alzó los ojos tímidamente, mirando al padre por un instante. Sin duda, con el tiempo Marta también había desarrollado una visión despiadada del matrimonio de sus padres. Stern sospechaba que ello había contribuido a su ambigüedad ante los hombres, sus relaciones inconstantes. De pronto Marta miró a lo lejos, llevada por los recuerdos-. Una noche, cuando yo tenía once o doce años, me senté en la cama, en la oscuridad. Kate dormía, hacía calor y el viento agitaba las persianas. Yo pensé: «Está allá afuera. Ese hombre único, perfecto». Ese pensamiento resultaba muy excitante. -Cerró los ojos y agitó la cabeza, dolorida-. ¿Alguna vez has pensado algo parecido?

Stern reflexionó. Su adolescencia, por lo que recordaba, parecía colmada de otras obsesiones: el cúmulo de sentimientos que surgían alrededor del recuerdo de Jacobo, su resuelta determinación de ser norteamericano. De noche, en la cama, hacía planes: pensaba en la ropa que veía -recordaba que había pensado durante un par de semanas en unos tirantes rojos-, el modo en que los jóvenes hundían las manos en los bolsillos; mascullaba frases en inglés, las mismas palabras, en repeticiones obsesivas, con la misma frustración, sintiendo que no podía soportar su acento. No era muy romántico, pero comprendía a qué se refería Marta: la idea de la unión perfecta, corazón con corazón, cada gesto conocido al instante; el reflejo de la imagen del alma, cuando todo encajaba como en un rompecabezas. La sangre se le aceleró cuando pensó en Sonny. La imagen ya se desvanecía, ya era un poco más remota. Un paralizante principio de realidad había comenzado a intervenir, colmándole el corazón de dolor y una sensación de injusticia. Dirigió una sonrisa a la hija y murmuró:

– Comprendo.

– Claro que no se trata de un hombre en especial, es cualquier hombre. Hombres y mujeres… Hay en ello algo que no alcanzo a entender. -Meneó la cabeza, agitando el pelo suelto-. Últimamente me he atormentado tratando de averiguar si hombres y mujeres pueden ser verdaderos amigos sin el sexo. ¿Conoces la respuesta? -le preguntó al padre con su modo directo y natural.

– Temo que pertenezco a la generación equivocada. Carezco de experiencia. Las dos mujeres a quienes consideraba verdaderas amigas eran tu madre y tu tía. Esta perspectiva no tiene validez.

– Pero siempre está ahí, ¿verdad? El sexo.

– Eso parece -respondió Stern, y volvió a pensar en Sonny.

Su hija comió su gran ensalada, mientras meditaba.

– ¿Aún piensas en mamá como amiga? -preguntó Marta-. ¿Incluso ahora?

Bien, vaya pregunta para que una hija le planteara al padre. ¿Tendría posibilidades de evadirla?

– ¿Sólo puedo responder sí o no?

Marta lo miró con impaciencia, disgustada por ese truco de picapleitos.

– Marta, parece que te defraudamos mucho.

– No te estoy pidiendo que justifiques vuestras vidas. De verdad. Sólo me lo pregunto. Parece muy deprimente. Pasas treinta años y todo termina en alguien pudriéndose en un garaje. Piénsalo. ¿Qué significaba ella para ti al final? ¿Al principio? ¿Era La Mujer? Probablemente no, ¿eh?

Su primer impulso fue no responder, pero en esos momentos Marta mostraba una sinceridad que resultaba intolerable. A pesar de su experiencia, su humor punzante, su atrevimiento, indagaba con el mismo afán inocente que Sam había manifestado al mirar el cielo nocturno. No podía evitar responderle.

– Vivimos en este mundo, Marta. No en otro. Como tú dices, es decepcionante aprender, pero la vida de tus padres no es mejor que la tuya. No hay un momento en que te eleves a un orden superior de la existencia. -Estas palabras, dichas así, parecían más duras de lo que él se había propuesto, pero Marta las aceptó-. Nadie puede hablar con precisión de los sentimientos de años y décadas en un par de frases. No soy capaz de contemplar a tu madre al margen de la vida que compartimos. Tuve la buena fortuna de la mayoría de las personas que hallan cierta satisfacción en haber decidido qué era importante para ellas y haber logrado una parte. Mi trabajo. Mi familia. Os adoraba a los tres… sospecho que nunca lo supe comunicar, pero así fue siempre. También quería mucho a tu madre. Sé que con el tiempo la defraudé muchísimo. Yo no fui tan buen amigo para ella como ella lo fue para mí. Aunque ella también me defraudó a mí… sobre todo hacia el final. Admito, aunque parezca espantoso, que estoy resentido con esta conclusión. En mi interior hay muchas habitaciones que parecen cerradas a los visitantes… lo reconozco. Pero creo, tras meses de reflexión, que soy una persona mejor y más capaz de la que ella quería ver en mí. -Dijo esto con firmeza, la cabeza erguida y el tono marcado por la convicción, aunque notó que Marta no entendía a qué se refería. Comió el bistec y agitó el vino. Bebió media copa, pero la marea de los sentimientos continuaba y no quiso que ésta fuera la última palabra-. Hicimos todo lo posible, Marta. Ambos. Dadas las vastas limitaciones que todos padecemos. Compartimos mucho. No sólo acontecimientos, sino compromisos. Valores. Ella fue la suma de toda mi vida. La amé. A veces apasionadamente. Aún hoy creo que ella también me amó. Todo padre desea para sus hijos una vida mejor de la que él tuvo, pero admito que me agradaría mucho verte forjar una relación tan duradera como la mía.

Marta asintió gravemente. Su padre había respondido. Stern advirtió que aún sostenía el anillo y la fina piedra centelleaba incluso bajo esa luz tenue. La volvió a admirar un instante y la devolvió. Cuando Marta alzó la cartera, él le preguntó si había descubierto más tesoros durante la tarde de exploración.

– No más tesoros -respondió Marta-. Sólo algo que me ha intrigado. -Hurgó en la cartera con ambas manos-. ¿Qué clase de medicación estaba tomando?

– ¿Medicación? -preguntó Stern.

Era una cajita ovalada de plata, con una tapa con goznes. Marta dijo que también la había encontrado en la caja japonesa. Abrió la tapa y en ese mismo instante Stern supo qué habría adentro. Volcó las cápsulas amarillas sobre el mantel y las contó. La marca estaba impresa en cada cápsula. Eran setenta y nueve. Contó dos veces. La misma cantidad que faltaba en el frasco del botiquín de Nate.

Marta miró a Stern comprensivamente. Era evidente que el padre estaba confundido.

– No es posible -dijo Stern.

– Tal vez deberías preguntar a Nate Cawley -sugirió Marta.


Esa noche permaneció levantado hasta tarde. Marta, como era lógico, prefirió su propia habitación, de modo que Stern, por primera vez en meses, regresó al dormitorio que había compartido durante veinte años con Clara. Marta había saqueado los muebles, los cajones estaban abiertos y había prendas de seda colgando de los bordes. En el suelo había varias cajas de cartón con objetos ordenados: algunos para regalar, otros para guardar.

De nuevo le costó dormirse. A orillas del río celebraban ruidosamente la víspera del Día de la Independencia. Después de las diez empezó el estruendo de los fuegos artificiales, a pocos kilómetros; por la ventana divisaba el trémulo fulgor reflejado en las delgadas nubes. Era uno de esos inmigrantes que todavía se ablandaban de sentimentalismo -y gratitud- el Cuatro de Julio. ¡Qué concepción de país! Aún admiraba el florecimiento de las democracias liberales, con su ideal de igualdad, junto con los avances en cuidado médico y la invención del tipo móvil, el mayor logro de la humanidad en todo el milenio. Su vida de abogado -sobre todo en el aspecto penal- estaba ligada de algún modo con esas creencias.

Permaneció insomne en la cama, intentó leer, pero la agitación del día lo agobiaba: su confrontación con Nate, la partida de Sonny como una nave hacia el horizonte, las agobiantes complicaciones legales que le esperaban y los fantasmas invocados por su charla con Marta. Su hija había pedido -exigido- toda la vida que los padres le hablaran con franqueza. En cierto sentido ése era el acontecimiento más perturbador del día.

En un momento bajó en silencio para examinar la cajita de píldoras, pero al parecer Marta la guardaba consigo. Entreabrió las cortinas y miró la casa de los Cawley. Ya no estaba bajo su control. Tendría que hablar de nuevo con Nate, pero ¿cómo iniciaría semejante conversación? «Nate, hay un par de cosas que no entiendo acerca de tu aventura con mi esposa.» Stern meneó la cabeza.

Regresó al dormitorio. A pesar de los meses, el aroma de Clara persistía, ella estaba tan presente como los callados muebles. Tendido en la cama, tuvo la sensación de que Clara saldría del cuarto de baño en cualquier momento, una atractiva persona madura, embellecida por el corte de la bata, el cabello brillante, la cara cubierta de crema, ensimismada como de costumbre, tarareando un tema musical.

La había amado muchísimo, pensó de pronto. El recuerdo de repente resultaba aplastante, recordaba los detalles más ínfimos con dolorosa exactitud: la suave onda con que se había peinado el cabello durante años, el aroma dulzón de sus sales de baño, el sombrero de jardín, la diminuta protuberancia a cada lado de la nariz. Recordaba la lentitud con que alzaba las manos, los dedos delgados y la pequeña sortija, gestos articulados con inteligencia y elegancia. Esos recuerdos lo arrasaron de manera tan vivida que creyó poder abrazarla, como si en ese dolorido afán pudiera arrebatarla del aire. La frescura de ese amor lo aturdía, le desgarraba el corazón y lo debilitaba. Ignoraba en qué oscuro y escabroso rincón de locura se había internado Clara. Sólo podía pensar en la mujer con quien había vivido, la persona que conocía. Echaba de menos a esa mujer, esa persona.

Esperó hasta que el fantasma se desdibujó un poco. Esto era lo que había intentado comunicar a su hija, este eterno océano de sentimientos. Tendido bajo el intenso haz de la lámpara de lectura, envuelto en la bata, inmóvil, se aferró por un instante a lo poco que podía asir de la presencia -misteriosa, precisa, animada, profunda- de Clara Stern.

35

El miércoles por la mañana, Marta fue a trabajar con Stern. Claudia y Luke, que habían trabajado con Stern durante más de diez años, la observaron con admiración: era bonita, madura, equilibrada. Ella y Stern redactaron una moción para la juez Winchell, en la que pedían la postergación de la fecha de presentación de Stern ante el gran jurado. Aunque tenía menos de tres páginas, la moción les llevó horas, pues presentaba problemas complejos, como Marta fue la primera en reconocer. Por lo general las conversaciones entre abogado y cliente, destinadas a garantizar asesoramiento legal, gozaban de inmunidad, en el sentido de que el gobierno no podía obligar a revelarlas. Pero ¿era pertinente aquí invocar la inmunidad?

– ¿Es eso? -preguntó Marta. La caja fuerte, treinta centímetros cúbicos de metal, estaba todavía detrás del escritorio de Stern-. ¿No la has abierto nunca?

– No tengo la combinación, ni el permiso de tu tío.

Marta la tocó con el pie, llevaba calcetines rosados debajo de las sandalias. Stern advirtió que su hija tenía vello en la parte de la pierna que la falda dejaba al descubierto.

– Cielos, ¿de qué está hecha? ¿Plomo? Esta cosa sobreviviría a la guerra nuclear.

– Dixon valora su intimidad -comentó Stern.

– Bien, eso es un problema, ¿no crees? ¿Cómo decimos que recibiste el contenido con el propósito de ofrecer asesoramiento legal cuando no has llegado a verlo?

Stern, que no había pensado en este dilema, buscó su puro sin encender.

– Pero, por otra parte -continuó Marta-, si admites que no has abierto la caja, ¿no revelas mensajes confidenciales? ¿Acaso eso no evidencia las instrucciones del cliente y muestra que, en esencia, éste contó al abogado que el contenido es tan delicado que no quiere ni puede compartirlo? ¿Qué me dices de la Quinta Enmienda a favor de Dixon?

Marta continuó hablando de ello. Tenía una mente amplia y sutil. Stern, consciente de la inteligencia de Marta, quedó impresionado por su soltura en asuntos con los cuales no estaba muy familiarizada. Había ido a la biblioteca de Stern y había digerido el principal caso del Tribunal Supremo nada más llegar allí, absorbiendo los difíciles matices sin dedicarle mucho tiempo. Marta se sentía a sus anchas en estas complejas zonas donde las abstracciones de la ley se hacían tan inaccesibles como la matemática superior, incluso para Stern.

Al final, mientras redactaban la moción, decidieron que la posición legal que sostendrían por ahora era simple: dado que potencialmente podía aplicarse el secreto entre abogado y cliente, Stern no podía actuar sin instrucciones de Dixon. Por lo tanto pedía al tribunal que postergara la citación para que pudiera consultar con el cliente cuando éste regresara a la ciudad. Marta escribió cada frase en una libreta amarilla, las recitó en voz alta, y luego ambos hicieron las correcciones. Stern, que por hábito hacía todas sus tareas en solitario, quedó complacido por la naturalidad de esta colaboración. Cuando terminaron la moción, Marta la firmó como abogada de Stern.

– ¿Qué ocurrirá si te ordena que testifiques mañana? -preguntó Marta, refiriéndose a la juez Winchell.

– Tendré que negarme, ¿verdad?

– El gobierno intentará acusarte de desacato. No te encerrarán, ¿verdad?

– Mañana no. Un juez debería darme tiempo para recapacitar, o al menos otorgarme una prórroga para que pueda presentarme ante el tribunal de apelaciones. Por último, desde luego, si persisto después de recibir órdenes de presentar… -Agitó la mano. Esto ocurría a veces, abogados encarcelados por resistirse a órdenes judiciales que perjudicaban a sus clientes. Entre los abogados defensores, dichos encarcelamientos, por lo general breves, se consideraban un emblema de honor, pero Stern no tenía interés en ser un mártir, y mucho menos por Dixon-. Estoy en tus manos -le dijo a su hija.

– No hay problema -respondió Marta, abrazándolo-. Pero por si las moscas lleva cepillo de dientes.


El jueves a las diez de la mañana, en el momento en que Stern debía comparecer ante el gran jurado, entró con Marta en la recepción de la cámara de la juez Moira Winchell, jefa del tribunal federal del distrito. El lugar reflejaba las proporciones de otro siglo: mientras que la cámara de la juez era enorme y suntuosa, las habitaciones destinadas a secretarios, escribientes y ujieres eran reducidas y los muebles estaban apiñados como en un baúl. La estrecha zona de espera estaba limitada por una balaustrada con bisagras, de postes anchos. Sonny Klonsky ocupaba allí el único asiento disponible, agitada y bonita a pesar de su semblante sombrío. El corazón de Stern dio un vuelco, pero se apaciguó cuando ella le dirigió una mirada breve y severa. Stern presentó de nuevo a Marta.

– Estamos esperando a Stan -comentó Klonsky, y poco después el fiscal federal salió por la puerta, enjuto, impecable y seco.

Su aspecto impresionaba incluso a Stern, quien se consideraba meticuloso y usaba trajes y camisas hechos a medida e incluso, una vez al año, un par de zapatos de una casa neoyorquina. Era la clase de individuo que no cruzaba las piernas para no arrugarse los pantalones. Saludó a Stern formalmente, dándole la mano, y esbozó una sonrisa cuando le presentaron a Marta.

Luego entraron en la cámara de la juez. Dado el secreto que rodeaba las citaciones de un gran jurado, esta audiencia -por suerte para Stern- se celebraría a puerta cerrada. Aunque el relator estaría presente con su máquina de taquigrafía, la transcripción quedaría sellada y no estaría a disposición de la prensa ni del público, ni siquiera de otros abogados.

Moira Winchell se mostraba afable en la intimidad de su cámara. Llevaba un vestido oscuro -no se había puesto la toga- y salió de detrás del enorme escritorio de caoba, más grande que un automóvil pequeño, para saludarlos cordialmente. Había conocido a Marta más de una década atrás -algo que Stern no recordaba- y le dirigió un cálido saludo.

– ¿Ahora trabajas con tu padre? Es una suerte para él.

Marta explicó que era una situación provisional. Mientras continuaban los saludos, Sonny permaneció junto a Stern. Tenía la misma altura -él no lo había notado antes- y Stern se volvió para mirarle la cara fuerte y los rasgos atractivos. Como buena abogada, ella concentraba su atención en la juez; al principio no reparó en la mirada de Stern y cuando la advirtió le dedicó una sonrisa fugaz y se alejó para sentarse ante la mesa de conferencias tal como había indicado la juez.

Los muebles seguían el pesado estilo oficial, macizos, elegantes y oscuros, adornados sólo con bordes profundos y múltiples, en austero estilo americano. Grandes ventanas en arco se elevaban en todas las paredes, pero la luz era indirecta, como si en el oscuro estilo de fines del siglo diecinueve los arquitectos hubieran puesto el edificio oblicuamente en el sendero del sol. La juez, como de costumbre, habló primero.

– Bien. Stan, he leído esta moción. ¿Cómo puedes negar a Sandy tiempo para hablar con su cliente?

Marta miró al padre de forma inexpresiva.

Fue Sonny y no Sennett quien respondió en nombre del gobierno. El fiscal federal estaba presente sólo por razones formales, para que la juez supiera que el gobierno consideraba el asunto como un caso decisivo. Aquí había toda una historia, alegó Klonsky. Hacía muchas semanas que el gobierno buscaba los documentos que sospechaba estaban en la caja fuerte.

– ¿Le dice usted al tribunal -preguntó Marta- que el gran jurado tiene pruebas fehacientes relacionadas con el contenido de la caja?

Era una pregunta hábil que podía obligar al gobierno a revelar algo acerca de su informante para respaldar su posición. Pero Klonsky eludió la pregunta y declaró que no haría comentarios sobre lo que el gobierno o el gran jurado sabían.

– ¿Cuál es entonces el fundamento de la citación?

Ambas mujeres continuaron debatiendo. Stern, que había aceptado el consejo de su hija de no decir nada, las observó con distanciamiento. Se sentía extraño al no tener que hablar. En el otro extremo de la mesa, Sennett escuchaba con las manos entrelazadas; como de costumbre, era hombre de pocas palabras. El relator no anotaba nada, esperando la orden de la juez para iniciar los registros. Al cabo de un momento Stern perdió el hilo del debate. Le costaba discernir cuál de las dos mujeres hablaba, ambas tenían el mismo tono acalorado y la voz confiada. Por alguna razón, esta idea lo perturbó.

– Bien -concluyó al fin Winchell-, terminemos con esto. Si faltan documentos, el gobierno tiene todo el derecho de solicitarlos. Así que no pienso admitir ninguna moción de nulidad, si eso es lo que te habías propuesto, Marta. Pero debo decir que las cuestiones de inmunidad aquí no son simples. Nunca lo son cuando se cita a un abogado. No entiendo cómo se puede obligar a Sandy a responder sin que le den la oportunidad de conversar con el cliente. Así que eso dispondré.

Indicó al relator que empezara a anotar. Las partes se identificaron y la juez permitió que Marta y Klonsky expusieran brevemente sus posiciones. Luego dio lugar a la moción.

– Esto es extraoficial -indicó la juez al relator- ¿Qué fecha fijamos? ¿Cuándo se reúne de nuevo el gran jurado?

– El jueves próximo, señoría -respondió Klonsky-, pero se trata de una sesión especial destinada a un único testigo.

Se refería a John. El gobierno no quería tener cerca a Stern cuando su yerno compareciera ante el gran jurado para implicar a Dixon. Por lo visto, estaban pensando en una declaración larga.

Tras consultar el calendario del gran jurado, la juez Winchell fijó la citación para tres semanas después. Klonsky miró a Sennett, quien se encogió de hombros: todo era inútil. Sin duda habían querido moverse más deprisa. Como había intuido Tooley, faltaba poco para la acusación.

– Oficialmente -anunció la juez-. El señor Stern comparecerá ante el gran jurado el 27 de julio. Si hay inmunidad por confirmar, la abordaremos con preguntas detalladas. Tendré en cuenta la fecha y estaré disponible por si me necesitan. Procédase -concluyó la juez.

El relator plegó el trípode de su aparato.

– Una última cuestión -dijo la juez-, para todos. -El relator se había detenido pensando que tal vez volvieran a necesitarlo, pero ella le indicó que se marchara-. No me gusta ver abogados ante un gran jurado. Es una práctica peligrosa para ambas partes. Os recomiendo que resolváis esto entre vosotros. Sandy, estás bien representado. Muy bien. Lo mismo vale para el gobierno. Con tantos abogados buenos, me cuesta creer que no lleguéis a una solución adecuada. Espero que la razón prevalezca.

Miró a todos frunciendo el ceño. En otras palabras, los inflexibles pagarían un alto precio.

Todos se despidieron en el corredor. Sennett, fuera de la presencia de la juez, renunció a su semblante cordial y se marchó con aire huraño, sin comentarios. Klonsky se quedó unos instantes para decir a Marta que esperaba noticias suyas. Tampoco esta vez habló con Stern. Cuando llegó el ascensor, Stern se sintió abrumado por sus problemas. Marta, en cambio, estaba exultante.

– ¡Magnífico! -exclamó al salir del tribunal. La juez tenía razón: había manejado el asunto muy bien. Stern la felicitó- ¿Puedo regresar, si no solucionamos esto?

Su plan era volar esa noche a Nueva York.

– Eres mi abogada -respondió Stern-. No puedo actuar sin ti.

Pero no quería una repetición de esa escena, por excitante que hubiera sido. Había telefoneado a la oficina de Dixon antes de ir al tribunal y Elise, la secretaria, había prometido que Stern pronto recibiría noticias de él. Era hora de que Dixon tocara la música, su breve y triste canción. La fiesta había terminado. Stern besó a Marta y la envió a casa, donde ella y Kate examinarían las últimas pertenencias de Clara. Stern regresó a la oficina, pensando sombríamente en su cuñado.

36

A las cinco de la tarde aún no tenía noticias de Dixon. Había hablado dos veces con Elise y en la última ocasión, alrededor de las tres, la secretaria había dicho que Dixon tenía un problema en Nueva York con el índice de precios al consumo y regresaría esa noche.

– Dile que si abandona la ciudad sin hablar conmigo renunciaré a ser su abogado.

Elise, acostumbrada a las ocurrencias de Stern, esperó alguna broma que cerrara la frase, luego anotó el mensaje sin comentarios. Stern llamó a casa de Dixon, pero sólo consiguió hablar con Silvia. Charlaron casi media hora acerca de las islas, de Helen, de la llegada de Marta. Por fin Stern preguntó si sabía dónde estaba su marido. Pronto debía llegar a casa para hacer las maletas, dijo ella, y Stern le hizo prometer que Dixon llamaría.

Al atardecer, Stern estaba sentado junto al teléfono, revisando los informes del FBI sobre el caso de Remo Cavarelli; Moses Appleton se los había enviado al fin. Como esperaba Stern, los informes de los agentes reflejaban escasas pruebas sólidas contra Remo. Los tres coautores estaban liquidados, como decían ellos: los habían pillado en el camión con las manos en las reses y todos se habían declarado culpables semanas atrás. Pero todos eran profesionales de la vieja escuela y sabrían cerrar el pico. La única prueba contra Remo era su tonta llegada -los agentes declaraban que había caminado literalmente hacia el camión y se había quedado a mirar el arresto- y la observación de uno de los ladrones de que «nuestro hombre lo preparó todo». El gobierno afirmaría que esto era una referencia a Remo, quien presuntamente iba a disponer del botín y cuyo papel explicaba su aparición tardía. El gobierno carecía de fundamento real para estas sospechas. Si los fiscales no encontraban excusas para mencionar los antecedentes de Remo ante el jurado, tenía buenas posibilidades de quedar libre. El caso iría a juicio. Hacía cuatro meses que Stern no actuaba en un juicio, desde poco antes de la muerte de Clara, y la idea lo atraía. El único problema era convencer a Remo.

Sonó el teléfono.

– Stern.

– Papá.

Era Marta.

Ella y Kate habían terminado de ordenar. Pronto irían al aeropuerto y se preguntaban si Stern querría comer con ellas antes del vuelo. Esperaban hablar también con Peter. Stern, ansioso de ver a Kate, accedió. Fue a la otra sala para ver si Sondra podría ayudarlo en caso de que Remo fuera a juicio y para pedirle una segunda opinión del caso.

Cuando Stern regresó a la oficina, Dixon esperaba en el sofá color crema. Llevaba una chaqueta cruzada y calcetines amarillos, y fumaba un cigarrillo con los pies levantados. Estaba bronceado y relajado, la frente se le estaba pelando. El asombrado Stern sólo entonces reparó en el juego de llaves tirado en el sofá. Se había olvidado de dar una llave a Dixon.

– Silvia dice que has roto con tu novia. Creí que eras más inteligente, Stern. Es una chica interesante.

Esa semana Stern había recibido varias críticas similares, pero no le interesaba comentar el asunto y menos con Dixon, quien sólo quería distraerlo.

– Dixon, ¿te he dicho alguna vez que eres mi cliente más difícil?

– Sí. -Dixon tiró las cenizas. Tenía el cenicero de cristal al lado, en el sofá-. ¿Qué ocurre?

– Muchas cosas.

Dixon miró la hora.

– Tengo diez minutos. El coche está abajo. Tengo una reunión en La Guardia a las nueve de la noche. Llevo dos años trabajando en este asunto y se va al garete en una semana. Te lo juro.

Stern examinó secamente al cuñado y se sentó al escritorio.

– Irás a la cárcel, Dixon.

– No, no iré. Para eso te contraté a ti.

– Yo no puedo cambiar el pasado. No entiendo tus motivos, pero sí las pruebas. Es hora de considerar las posibilidades.

Dixon comprendió de inmediato.

– ¿Quieres que me declare culpable? -Apagó el cigarrillo, clavando en Stern sus ojos amarillos y amenazadores. Evidentemente se sentía atacado-. ¿Crees que soy culpable?

Se trataba de otro elemento de su pacto tácito. Dixon no mencionaba los hechos; Stern se reservaba los juicios. Le sorprendía que aun ahora le costara tanto expresarse, pero no había modo de evitarlo.

– Sí -respondió. Dixon se humedeció los labios-. Dixon, este asunto está cobrando proporciones catastróficas. John ha recibido inmunidad y testificará ante el gran jurado la semana próxima.

Incluso Dixon quedó desconcertado por la noticia.

– ¿Y qué dirá?

– Que obedeció órdenes tuyas… cada pedido ilegal de Kindle provino de ti. Él fue una tonta oveja descarriada. Supongo que puedes imaginar el testimonio.

– ¿John te dijo esto?

– Dixon, como sabes, no puedo hablar con John acerca de este asunto.

– ¿Quién te lo dijo? ¿Su abogado? ¿Cómo se llama? ¿Toomey? Creí que habías dicho que era una víbora. Quizá te esté mintiendo para ayudar a sus viejos amigos.

– ¿Acerca del testimonio de mi yerno? Creo que no. No, en este caso Tooley ha actuado como debía. Persuadió a John de que defendiera sus propios intereses. Es joven. Tiene una esposa embarazada. Nadie, Dixon, le aconsejaría que rechazara la inmunidad. Nadie -añadió Stern enfáticamente.

– No lo creeré hasta que John me lo diga. -Dixon irguió la barbilla y dio una calada al cigarrillo-. Pude tener un millón de razones para hacer esos pedidos.

Stern sabía que bastaría con que le preguntara una para que Dixon callara por un tiempo.

– Además -continuó Dixon-, me has dicho que tienen que demostrar que gané dinero con estas operaciones. Dijiste que las ganancias se trasladaron a esa cuenta… ¿cómo se llama?

– Wunderkind.

– No encuentran los documentos -concluyó Dixon.

– Creo que los han localizado.

Dixon se levantó de repente. Se acomodó los pantalones y se acercó al escritorio para mirar la caja fuerte, donde Stern, por costumbre, había apoyado el pie.

– No lo creo -dijo Dixon, con una sonrisa pícara.

Stern buscó su citación en el escritorio. Dixon la leyó con detenimiento y al terminar estaba menos eufórico.

– ¿Cómo averiguaron dónde estaba?

– Ellos tienen su propia historia, pero sospecho que a través del mismo medio por el cual supieron todo lo demás: el informante. Tal vez fuiste imprudente al comentar este asunto.

– La única persona que estaba al corriente del traslado era Margy, pues ella extendió el cheque a los tíos del transporte. Ya te lo había dicho.

¿Lo había dicho? En tal caso, Stern lo había olvidado. El detalle no había parecido relevante entonces. Dixon estaba releyendo la citación.

– Esta cosa es para hoy -comentó.

Stern le refirió la entrevista.

– No permitirás que consigan la caja, ¿verdad?

– Seguiré las instrucciones que me des, Dixon, mientras Marta y yo convengamos que está dentro de la ley.

– ¿Qué quieres decir?

– Puedo esgrimir el secreto entre abogado y cliente.

– ¿Y?

– Dudo que puedan obligarme a declarar acerca de nuestras conversaciones.

– ¿Y la caja?

– Es una compleja cuestión legal, Dixon.

– ¿Pero?

– Sospecho que al final, Dixon, tendré que presentarla.

Dixon soltó un silbido. Encendió otro cigarrillo.

– Mira, Stern, cuando la mandé aquí dijiste que esos bastardos no podrían conseguirla.

– Te dije, Dixon, que tus documentos personales estarían más seguros.

– Vale -admitió Dixon-. Es personal. Todo lo que hay ahí es personal.

Stern meneó la cabeza.

– Si yo digo que es personal -masculló Dixon-, tú no tienes por qué decir lo contrario.

– No -dijo Stern. No iba a fingir que nunca había practicado la ley de ese modo, pero durante muchos años se había permitido el lujo de una conciencia limpia y no tenía interés en ser compinche de Dixon-. No hay modo de pensar, Dixon, que los documentos internos de la compañía relacionados con la cuenta Wunderkind no pertenezcan a la empresa. Margy los tendría que haber presentado la semana pasada.

– Por amor de Dios -suspiró Dixon. Se levantó y se quitó la chaqueta de botones dorados. Llevaba una camisa de rayas verticales oscuras, abierta en la garganta, exhibiendo el vello blanco del pecho; tenía los brazos gruesos, bronceados por el sol-. Déjame pasar.

Dixon rodeó el escritorio de Stern, se arrodilló para recoger la caja y echó a andar.

– Dixon, esta citación está dirigida a mí, no a ti, y debo obedecerla. No puedes llevarte la caja de esta oficina.

Con la caja entre las rodillas, Dixon enfiló hacia la puerta, encorvado como un simio.

– Dixon, me colocas en una posición imposible.

– Lo mismo digo.

– Marta es muy sagaz, Dixon. Mucho más que yo. Podemos presentar mociones. Con una apelación, podremos mantener a raya al gobierno durante unos meses. Prometo que resistiremos con todos los medios legales.

– Perderás. -Dixon tenía poco aliento, pero continuaba caminando-. Ya has dicho que no tienes cómo defenderme.

– Dixon, por Dios. Esto es una locura. Estás diciendo que el gobierno no tiene ningún otro modo de demostrar que controlaste esa cuenta.

Dixon dejó la caja en el suelo y dio media vuelta.

– ¿Qué otro modo tendría para demostrarlo?

– Seguro que lo hay -sugirió Stern sin convicción. Por un instante pensó en mencionar el cheque que Dixon había extendido para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind, pero dominó este impulso. Durante la vertiginosa noche en el bosque había hecho una promesa irrevocable. Al margen de lo que hubiera ocurrido después, no faltaría a su palabra. A lo sumo podía ser indirecto-. Es evidente, Dixon, que la solicitud de cuenta no puede ser el único modo de determinar que eras responsable de la cuenta. Tal vez John lo sepa.

Dixon escudriñó a Stern en silencio. Al fin meneó la cabeza con lentitud, un gesto de absoluto rechazo.

– No va más -dijo.

Se agachó de nuevo y cogió ambos lados de la caja.

– Dixon, si comparezco sin la caja o una explicación acerca de su desaparición, la juez Winchell me pondrá bajo custodia policial.

– Oh, no te pondrán entre rejas. Todos creen que caminas sobre el agua.

– Dixon, insisto.

– Yo también.

– Entonces debo renunciar a ser tu abogado.

Dixon reflexionó un instante.

– Pues renuncia -replicó al fin.

Irguió los hombros, soltó un resuello y levantó de nuevo la caja fuerte.

– Dixon, estás cometiendo una infracción federal ante mis propios ojos. Además, yo estoy implicado en ella. Me estás obligando a notificar al gobierno.

Cerca de la puerta, Dixon miró por encima del hombro con ojos huraños y desafiantes.

– Dixon, hablo en serio. -Stern se dirigió al teléfono y marcó el número de la fiscalía. Era improbable que respondieran a esa hora-. Sonia Klonsky -dijo Stern, mientras el teléfono seguía sonando.

Dixon soltó la caja. Tenía la cara roja y jadeaba para recobrar el aliento. Stern colgó y Dixon agitó la mano con disgusto. Se dirigió al sofá y se guardó los cigarrillos y las llaves en un bolsillo de la chaqueta. Apuntó a Stern con el dedo pero no le quedaba aliento para hablar, así que se marchó sin añadir nada más.

37

Stern había convenido en reunirse con sus hijos en The Bygone, uno de esos restaurantes que pertenecían a una cadena con locales en todas las ciudades importantes del país. El de Dallas tenía el mismo aspecto que el de Kindle: faroles de hierro forjado, vasos con forma de campana y tarjetas con gatitos pegados bajo las mesas. El restaurante se erguía sobre un risco que daba a la red de autopistas cercana al aeropuerto del condado. Atascado en el tráfico, Stern lo divisaba a kilómetros de distancia.

El aeropuerto era ahora lo que el río había sido para Kindle un siglo atrás, un punto de confluencia para las exigencias del comercio. Grandes edificios de oficinas -formas romboidales de cristal rutilante- se elevaban donde quince años atrás sólo había campos; enormes depósitos con puertas onduladas y varios hoteles de cemento se erguían al borde del camino, y en la carretera abundaban anuncios de otros proyectos que estarían en marcha hasta finales de siglo. El tráfico era denso a todas horas. Stern, en el embotellamiento, apagó la radio del Cadillac para pensar en Dixon.

Tal vez, pensó Stern, rastreando el problema hasta sus raíces, si Silvia se hubiera sentido más segura tras la muerte de la madre, habría encontrado a Dixon menos atractivo. Stern había hecho lo posible y realizó atentos planes para ambos. Había vendido algunos muebles de la madre y dos anillos para obtener dinero, y al otoño siguiente la universidad de Easton, el centro pastoral de la educación privilegiada del Medio Oeste, se había convertido en refugio de los huérfanos Stern. Silvia, buena estudiante, adelantada en la escuela como el hermano, pudo seguir los cursos gracias a una beca completa; él asistió a la facultad de derecho gracias a su servicio en el ejército. Stern, para economizar y mantener sus contactos, vivía en el apartamento de la madre en Du Sable; se desplazaba en tren todas las mañanas, mientras que Silvia pronto fue invitada a inscribirse en un colegio mayor.

Para conseguir dinero, Stern volvió a trabajar para Milkie, un sujeto tuerto y emprendedor que casi siempre andaba en una camiseta sin mangas y vendía tarjetas perforadas. Las tarjetas perforadas eran atracciones menores utilizadas por los comerciantes de los pueblos; por diez centavos, los clientes raspaban la tarjeta para arrancarle unas tiras de papel y leían un chiste o, con menor frecuencia, ganaban una lavadora o un televisor. Los viernes por la mañana, Stern cargaba un viejo camión que le daba Milkie con nuevas tarjetas y los premios de la semana anterior, y ponía la cuarta para recorrer las carreteras de las praderas, visitando tiendas para entregar la mercancía y dividir las ganancias. Cuando regresaba el domingo, Silvia había tomado el tren y estaba en el apartamento de la madre, preparando la cena. Éstos eran momentos agradables y expansivos. Él llegaba con el polvo de varios estados en el traje y ansiaba la compañía de su hermana, esas horas en una familia de dos.

Un domingo por la noche hizo girar la llave y encontró a Silvia sentada a la mesa del comedor con Dixon Hartnell, todavía de uniforme. De paso por la ciudad, con permiso, Dixon había buscado el domicilio de Stern, y Silvia lo había invitado a entrar. Ella afirmaba que había recordado el nombre de Dixon, pero no había modo de cerciorarse. Silvia se enamoraba de todos los amigos universitarios de Stern, y al primer instante se notaba que esos dos jóvenes de agradable aspecto se atraían mutuamente.

Stern se horrorizó al ver a Dixon, parte del pasado, junto a su preciosa hermana. Aún tenía ese lustre de traje barato, y tras haber sido herido en Corea mientras comandaba a otros hombres, era en todo caso más atrevido. Stern lo trató con corrección formal y después de la cena se despidió pensando que no lo vería más.

La correspondencia entre Dixon y Silvia comenzó con prudencia, con una nota donde él agradecía la cena. Stern nunca pensó en sugerirle que no respondiera. Ocho meses después, cuando Dixon reapareció, matriculado en la universidad, se había convertido en romance. Stern nunca había vigilado a su hermana y no sabía cómo poner fin a esa desastrosa relación, aunque se erizaba de rabia cuando los dos estaban juntos en su presencia, y apenas hablaba con Dixon. Al fin estalló una crisis cuando Stern prohibió a Silvia que se trasladara a la universidad para estar con Dixon. Ella aceptó la orden en silencio, pero tres meses después anunciaron su boda. Silvia y Dixon contestaron a cada objeción de Stern: Dixon se convertiría al judaísmo, Silvia no abandonaría el colegio, Dixon, a quien de todos modos no le interesaba estudiar, dejaría la universidad y buscaría trabajo en una casa de corretaje. Stern abandonó su contención y denunció a Dixon: un oportunista, un farsante, una quimera. Ellos mantuvieron su resolución. Un domingo Dixon se presentó a cenar y suplicó a Stern que asistiera a la boda: él entregaría a la novia y sería el padrino. «No podemos hacer esto sin ti. Somos la única familia que todos tenemos», explicó Dixon.

Cuando Dixon terminó su curso para convertirse al judaísmo, Silvia y él se casaron bajo un dosel. Stern estaba detrás de los novios. Rompió a llorar en medio de la ceremonia, sin poder contenerse. No se había portado nunca así delante de otros, pero esa circunstancia lo había agobiado: tenía veinticuatro años y estaba totalmente solo. Fue entonces cuando la búsqueda de una esposa cobró importancia.

En cuanto a Dixon y Silvia, años después era imposible saber quién tenía razón y quién no. Silvia disfrutaba de las comodidades que al fin obtuvo y de la admiración que Dixon le profesaba; pero a veces sufría un intenso dolor, cuando averiguaba las aventuras del esposo. Dada la situación, nunca se atrevió a criticar a Dixon ante Stern, excepto durante un breve período en que echó a Dixon de la casa. Una noche Stern fue a su casa y encontró a Silvia y Clara ante la mesa del comedor. Estaban bebiendo jerez y la mirada de Clara le advirtió que algo andaba mal. La compungida Silvia habló de inmediato con el hermano.

– Siempre creí que todo era porque quería hijos -dijo, ofreciendo su propia explicación para las infidelidades de Dixon. Esa esterilidad que los médicos no podían explicar había sido la aflicción de Silvia durante esos años; a menudo hablaba de ello con Clara, pero sólo en privado, pues Dixon se sentía demasiado humillado como para soportar la idea de que otros lo supieran-. Pero él se aprovecha de ello. Siempre lo ha hecho. Ni siquiera advertí que había mentido al rabino hasta que se quitó los pantalones la noche de bodas.

Este comentario resultó misterioso por un instante y luego ultrajante. Las revelaciones parecían formar ondas, no alrededor de Silvia sino de Stern. Se le estaba comunicando algo, pero no atinaba a interpretar el mensaje. Para entonces había realizado varias competencias deportivas con Dixon. En repetidas ocasiones había estado con él en varios vestuarios de club. Dixon no disimulaba, sino que actuaba abiertamente. Debía de haber supuesto que entre hombres, criaturas del presente, ese ritual secular se podía considerar bárbaro o anticuado. Nunca se sabía qué pensaba Dixon. Pero desde luego no creería que Stern no había caído en la cuenta de que Dixon no estaba circuncidado.


En un banco de pino junto a la puerta, las hijas de Stern lo esperaban bebiendo un refresco, conversando. Stern abrazó a Kate.

Cuando se sentaron, Marta presentó las disculpas de Peter. No había podido modificar sus horarios.

– ¿Y dónde está John?

Kate miró de soslayo a la hermana. Al parecer habían llegado a un acuerdo.

– Está con el abogado -dijo Kate-. Ya sabes dónde. Le harán mirar documentos toda la noche. -Sin duda Marta había pedido a Kate que fuera sincera, pero el tema la afligía.

– Es una situación infernal -se lamentó Marta en un tono que no pretendía culpar a nadie.

Stern le había referido muchos detalles, pero era evidente que Kate le había dicho mucho más durante el día.

– Si no hay una resolución pronto, abandonaré el caso -declaró Stern.

Marta lo sabía, pero él lo repitió para que Kate se enterara. Al verla había sentido mayor firmeza. Cogió la mano de Kate. Ella abrazó al padre y le apoyó la cara en el hombro.

Tras debatir quién llevaría a Kate al aeropuerto, decidieron que todos irían juntos en el Cadillac de Stern. Dejaron a Marta frente a los detectores de metales y luego Stern llevó a Kate a buscar su coche. El aparcamiento de The Bygone estaba en la azotea del restaurante, y el lugar ofrecía una espectacular vista del aeropuerto, las autopistas, las colinas y el cielo violáceo del atardecer. Kate besó deprisa al padre y se marchó, pero Stern, pensando que no había dicho todo lo que se proponía, la llamó y la siguió para alcanzarla.

– Kate, este asunto de tu tío… la culpa no es de John. Si te sirve de consuelo, repítele mis palabras.

Kate no respondió. Miró en torno y sin razón aparente empezó a mover el pie. Stern tuvo la impresión de que se echaría a llorar. Ella hurgó en la cartera. Stern sólo comprendió cuando distinguió la llama en la oscuridad.

– ¡Kate! ¿Fumas?

– Oh, papá -exclamó mientras miraba alrededor de nuevo.

– ¿Cuánto hace?

– Siempre, papá. Sólo unas caladas. Desde que era estudiante. Los exámenes. Los nervios. Es terrible para el bebé. Tengo que dejar de hacerlo -dijo ella, pero inhaló profundamente y volvió la cara hacia las volutas de humo.

– Kate, entiendo que esto ha sido difícil.

Ella rió entre dientes.

– Papá, ojalá no me resultara tan fácil escandalizarte -espetó casi con brusquedad, y se contuvo. Callaron y permanecieron inmóviles. Ella inhaló el humo y tiró la colilla, que se estrelló en la acera, y aplastó las brasas con el pie-. Mira, papá, saldremos de ésta. Ya verás.

Un poco más alta que él, le apoyó las suaves mejillas y echó a andar hacia su coche taconeando, haciendo tintinear las llaves en la mano. Él se quedó en el aparcamiento mal iluminado. El Chevy retrocedió deprisa, viró y desapareció en una niebla de humo oscuro.

Se preguntó quién era esa mujer. No podía olvidar cómo había aplastado el cigarrillo, haciendo girar el pie sobre el asfalto. Había en ese gesto una ferocidad que Stern nunca había advertido en ella. Pensar en ella esa noche y tal como la había visto en el estadio le dio una idea de cómo era la vida para Kate. Susurros. Murmullos con John. Una persona con secretos, una vida furtiva. El mayor secreto de todos era quizá que ella era otra persona, no la criatura bella e inocente que sus padres deseaban o le permitían ser. Stern tuvo la profunda impresión de que Kate se parecía mucho a Silvia: una persona bondadosa, capaz, tierna, pero limitada por sus elecciones. Era como si hubiera buscado la escapatoria más fácil para eludirlos. De nuevo se preguntó quién era Kate. En la plácida noche estival, la nube de humo del tubo de escape se disipó.


Stern regresó a casa despacio. Estaba nervioso cuando llegó. Si hubiera tenido otro sitio adonde ir, no habría entrado. Las semanas o meses que había pasado fascinado por diversas mujeres y el éter de la sexualidad llegaban a su fin, o al menos estaban aletargados esa noche. En cierto aspecto, se sentía más cerca de sí mismo: solo y macizo como una piedra. La casa estaba vacía, tal como la noche anterior había estado llena de la presencia fantasmal de Clara. Ahora el silencio lo acechaba como una fuerza maligna, era como si su figura se redujera en ese espacio vacío. En el vestíbulo de suelo de pizarra, donde parecía sintonizar su propia alma, pensó en su vida sin Clara, pero era algo absurdo que no atinaba a expresar. Este hecho había resultado claro desde aquel instante de meses atrás, cuando el pánico apenas le permitió respirar. Pero sólo ahora atinaba a creerlo. Ahora sentía su propia vida, ese manojo extraído de la intrincada maraña de vivencias que su esposa y él habían creado y compartido. Era como la electricidad al encontrar el cable conductor de corriente: sentía el zumbido de esa aislada existencia que había continuado con el ritmo persistente y discordante del latido de un corazón, su propio corazón. Estaba solo, sin placer ni amargura, pero consciente de ello. Pensó en Helen, cerró los ojos, sacudió la cabeza, lleno de remordimientos.

Esa noche volvió a dormir en la cama que había compartido con Clara. Durmió poco, pero profundamente, sin soñar. Se levantó a las seis y, siguiendo viejas costumbres, llegó a la oficina a las siete. Examinó pilas de cartas que habían quedado semanas sin leer. Se sentía tranquilo, sereno. Pero había algo raro en la oficina. Tardó una hora en notar qué era.

La caja fuerte no estaba.

38

– Esto no es cosa de broma -dijo Marta cuando la llamó el viernes a Nueva York-. Tienes que recuperarla. No sé en qué medida esto está amparado por la inmunidad, pero aunque contaras toda la historia nadie creerá que se la llevó sin tu ayuda. Terminarás en la cárcel.

Stern emitió un sonido gutural. El análisis de Marta concordaba con el suyo.

– Todo esto me asusta -continuó ella-. Creo que debes recurrir a un verdadero abogado.

– Tú eres una verdadera abogada.

– Me refiero a alguien que entienda de qué se trata. Con experiencia.

¿Qué clase de experiencia? Por lo que Stern sabía, quizá no hubiera defensores expertos en explicar la desaparición de pruebas decisivas.

– Dile que es un imbécil -espetó Marta.

– Si puedo ponerme en contacto con él -respondió Stern.

Dixon eludió a Stern hasta el lunes, pero cuando atendió el teléfono tras mucha insistencia se mostró tan inocente como una niña.

– Yo reclamaría al seguro -sugirió Dixon-. Notificaría a la policía. Allí hay documentos importantes. -Mientras Stern ardía de furia, su cuñado continuó con la farsa-. No me estarás echando la culpa, ¿verdad?

– Dixon -dijo Stern con brusquedad-, si insistes en condenarte con piruetas ridículas, haz lo que quieras. Pero mi profesión y mi prestigio están en juego. Debes devolver la caja fuerte de inmediato.

Colgó.

A la mañana siguiente fue a la oficina esperanzado, pero la caja seguía sin aparecer. La alfombra donde había reposado durante semanas mostraba ahora la huella permanente de las cuatro patas.

En ocasiones, durante la semana, llegó al extremo de pensar que quizá Dixon no estuviera involucrado. Dixon insistía en que esa noche había estado en Nueva York. Había asistido a una reunión. ¿Cómo iba a robar una caja de seguridad? ¿No podía haber sido la gente de mantenimiento, los que se quedaban a limpiar de noche? Todos tenían llaves. Tal vez alguien había visto la caja y había decidido llevársela pensando que contenía objetos de valor. Aunque la idea parecía ridícula, Dixon insistió en ella. En un intento por resolver hasta la última duda, Stern, a regañadientes, le mencionó la caja fuerte a Silvia mientras entablaban su conversación diaria el miércoles.

– Oh, eso -dijo ella con repentina exasperación-. No creerías lo que ocurrió aquí.

Describió una escena entre Dixon y Rory, el chófer. Silvia dormía para descansar del viaje en avión cuando la discusión la despertó. El chófer, con marcado acento alemán, había advertido a Dixon que estaba sin aliento y que le dejaría la faena a él. Silvia se sentó en la cama y habló a los dos hombres, quienes la ignoraron. Dixon ardía de rabia y lanzaba insultos contra Stern. Había ido al aeropuerto para alquilar un avión privado.

– Sender, ¿qué ocurre entre vosotros dos?

A Stern le resultaba fácil eludir a Silvia y lo hizo una vez más. Una desavenencia de negocios, respondió. Añadió que sería conveniente que no mencionara a Dixon que había llamado. Su hermana colgó, turbaba y confundida, atrapada entre el polo norte y el sur: los dos hombres que dominaban su vida. Después de la llamada, Stern se arrepintió una vez más de haber actuado impulsivamente. Por lo pronto, admitía que su conversación con la hermana tal vez no estuviera amparada por la inmunidad. Pensó en lo poco que valoraba la ley el afecto familiar. En el peor de los casos, Stern se enfrentaría a opciones desagradables cuando compareciera ante el gran jurado: implicar a Dixon y exponer una confidencia de Silvia, o faltar al juramento.

Qué juicio tendría Dixon, pensó Stern de pronto. Primero, el marido de su hija incriminaría a Dixon, luego el gobierno llamaría a Stern. Bajo el mandato de una orden judicial, describiría el intento de Dixon de llevarse la caja de seguridad, desaparecida poco después. Para asestar el golpe de gracia, tal vez los fiscales encontrarían una excepción al secreto marital para obligar a Silvia a declarar acerca de la caja. Stan Sennett disfrutaría con ello. Toda la familia Stern contra Dixon Hartnell. Stern se estremeció. Declarar contra un cliente, cualquier cliente, aun el canalla de Dixon, sería como atentar contra el credo de toda una vida.


Stern había crecido en los tribunales estatales. En los oscuros pasillos alumbrados por lámparas toscas, forrados de madera tallada con cientos de iniciales de adolescentes, con politicastros patéticamente ávidos de prebendas, se sentía a sus anchas. Era un escenario de personajes regios: Zeb Mayal, el encargado de fianzas que a fines de los años sesenta aún se sentaba a un escritorio impartiendo órdenes a todos los presentes, incluidos muchos de los jueces; Wally McTavish, quien interrogaba a los acusados en casos de pena de muerte acercándose sigilosamente a ellos y susurrando: Bzzz; y desde luego los malhechores, los ladrones: Louie de Vivo, por ejemplo, que colocó una bomba de relojería en su propio coche en un intento de distraer al juez que lo sentenciaba. Oh Dios, los amaba, los amaba. Un hombre apocado, hombre de poco valor cuando se trataba de su propia conducta, Stern profesaba una admiración estética por la picardía canallesca, la egoísta astucia de muchas de esas personas que suscitaban interés en la perversa creatividad de la mala conducta humana.

Los tribunales federales que ahora constituían su hogar eran lugares más solemnes. Éste era el foro preferido por los abogados salidos de universidades prestigiosas y con clientes eminentes; sin duda era un sitio más adecuado para impartir la ley. Los jueces tenían tiempo y ganas de examinar los informes. Aquí, al contrario de los tribunales estatales, no era frecuente que los abogados se enzarzaran a puñetazos en los pasillos. Los escribientes y ujieres eran cordiales e incorruptibles, en abierto contraste con sus colegas de los tribunales de condado. Pero Stern no podía evitar la sensación de que era un intruso. Había ganado su lugar destacado mirando por encima del hombro, eludiendo los cuestionables tratos de los pasillos, demostrando que la habilidad y la astucia podían prevalecer incluso en esas luchas implacables, pero aún sentía que pertenecía al lugar donde estaban los abogados que él consideraba auténticos: el tribunal del condado, con sus pasillos mugrientos y sus patéticas columnas rococó.

Stern tuvo esos pensamientos acerca de la huida por otra frontera más mientras esperaba el comienzo de la sesión vespertina en la sala de la juez Moira Winchell. Remo Cavarelli, cabizbajo y silencioso, estaba sentado junto a Stern mordiéndose el bigote y el labio. A pesar de la agitación de Remo, el aire soñoliento de la tarde impregnaba la sala. La juez Winchell, como sus colegas, se tomaba una hora y media para almorzar, tiempo suficiente para beber vino en la comida, echar un polvo rápido o correr por el parque. De pronto una puerta se abrió y la juez Winchell salió de su cámara y ocupó su puesto, mientras Stern, Appleton, Remo y algunos espectadores se ponían en pie.

Wilbur, el cariacontecido ujier, anunció el caso de Remo. A pesar de que Stern había insistido en que nada ocurriría hoy, advertía que Remo estaba temblando. Wilbur ya sabía que habría una moción de postergación y no se había convocado a ningún jurado.

– El acusado está preparado para el juicio -dijo Stern en cuanto llegó al podio, para dejar constancia oficial de ello.

Sabía que Appleton no lo estaba. Estaba trabajando en un caso de arresto por cocaína con el juez Horka y necesitaría otra semana para abordar este caso. Con un ayudante menos afable que Moses, Stern habría protestado -a fin de cuentas, había otros cincuenta fiscales que podían ocuparse del asunto-, pero escuchó en silencio la solicitud de Appleton, añadiendo meramente «Protesto» ante la conclusión de la exposición de Moses, una observación que la juez Winchell ignoró con estudiada indiferencia.

– ¿Qué les parece el jueves próximo? -preguntó la juez-. Tengo un gran jurado que puede requerir cierta atención, pero nada más. -La juez hizo una anotación en su libreta y miró a Stern-. Señor Stern -continuó con practicada discreción-, recuerdo que usted tiene algo que ver con el asunto. ¿Las partes han encontrado una solución?

– Todavía no, señoría.

– Oh, lo siento.

Los afectados modales no ocultaban lo previsible: Moira estaba disgustada.

Klonsky había llamado a Stern esa mañana.

– No tengo el número de su hija en Nueva York. Me pareció conveniente que ella y yo habláramos. El gran jurado nos espera el jueves próximo.

Era viernes.

La voz de Sonny todavía despertaba sentimientos intensos. Quiso preguntarle cómo andaban las cosas con el marido, cómo se encontraba. Dictó el número de Marta.

– ¿El gobierno ha recapacitado?

– Buscaremos una solución de compromiso -afirmó Sonny-. Si usted entrega la caja y una declaración jurada que establezca que está en las mismas condiciones que cuando la recibió, no tendrá que comparecer ante el gran jurado.

– Entiendo.

El gobierno, como de costumbre, obtendría todo lo que deseaba, pero esa actitud moderada complacería a la juez.

– Creo que es justo, Sandy -comentó Sonny-. En serio. El hecho de tener la caja no está amparado por ninguna inmunidad. Sólo queremos la caja y saber que contiene todo lo que contenía. Tendríamos derecho a conseguirla si él la hubiera dejado en MD, donde debía estar. No podemos permitir que alguien eluda una citación duces tecum enviando lo que solicitamos a su abogado.

Aunque hubiera tenido la caja, Stern no habría estado de acuerdo, pero no venía al caso discutir. Le causaba tristeza hablar con Sonny. La situación era imposible en todos sus aspectos.

Stern llamó a Marta para comunicarle esa noticia y a sugerencia de ella preparó una moción para renunciar como abogado de Dixon. Era una declaración simple donde manifestaba que existían diferencias inconciliables entre abogado y cliente. Se la envió a Dixon por mensajero antes de salir para ver a Remo, junto con una nota diciendo que presentaría la moción el martes siguiente, a menos que dicha diferencia se resolviera de inmediato. La moción no se requería ante un gran jurado, pero Dixon no se daría cuenta de eso, y Marta creía que sería un preludio apropiado con la juez Winchell.

Stern examinó a la juez mientras Appleton continuaba solicitando más tiempo y dedujo que había mar de fondo. Cuando Stern rechazara la solución de la fiscalía, no ofreciera ninguna y se negara a entregar la caja -su último plan-, Moira reaccionaría con severidad. Era muy probable que lo enviara a la cárcel, como había predicho Marta.

Moses tuvo que implorar mucho, pero al fin la juez postergó el juicio de Remo para la primera semana de agosto.

– Y trabaje en ese otro asunto, señor Stern -aconsejó Winchell al levantarse.

Desde la considerable altura le dirigió la sonrisa glacial de una persona acostumbrada a que la obedecieran.

Remo discutió de nuevo con Stern en cuanto estuvieron a solas en el pasillo. Aún se oponía a un juicio.

– ¿Cuánto más me endiñarán si acepto un juicio? -preguntó Remo-. Con esa niña, podría estar entre rejas un largo tiempo.

Stern le repitió la cantilena a Remo: si lo condenaban, de cualquier modo, iría a la cárcel por un largo período, aunque se declarara culpable. Además, las pruebas daban buen pretexto para ir a juicio.

– Sí, pero ¿cuánto costará? -preguntó Remo-. Usted no trabaja gratis, ¿verdad?

Eso era cierto, concedió Stern.

– Claro -dijo Remo-. Nadie trabaja por nada. ¿Cuánto tendré que darle? ¿Cinco, tal vez? -Stern titubeó y Remo le clavó los ojos oscuros-. ¿Más? No he ganado mucho últimamente. En los últimos meses no hay mucho. -Stern no sabía si Remo se refería a trabajos legales o no, y por costumbre prefirió no preguntar. Por otros comentarios dedujo que actualmente Remo se dedicaba a visitar los clubes sociales del vecindario, tomando aperitivos de once de la mañana y jugando a las cartas, gastando dinero con ostentación y maldiciendo en italiano-. ¿Qué probabilidades hay? Si voy preso, mi mujer y mi hijo no recibirán nada. ¿Tendré que darle cinco? -Remo había resuelto por sí mismo el problema de los honorarios-. No lo veo. No -decidió, y sonrió furtivamente. Se acercó más a Stern y susurró, con aliento a Fra Angélico o algo parecido-. Claro -dijo con ojillos divertidos-, si usted tiene un trabajo, podríamos solucionarlo. Ya sabe.

Stern miró a Remo.

– Ya sabe, una mano lava la otra. No quiero ofender. Tal vez usted no sea de esos tíos. -Remo no sabía en qué se había metido, ni cómo interpretar la severísima expresión de Stern-. No quiero ofenderlo -repitió- ¿Vale?

39

El sábado Stern regresó a su casa dispuesto a pasar otra noche en solitario. Empezaba a recobrar viejos hábitos y una vez más pasaba los fines de semana en la oficina, tratando de poner al día asuntos olvidados durante meses. Esa mañana había hablado con Silvia y con falsa inocencia le había preguntado qué harían ese fin de semana. Tal como Stern le había dicho a Remo, ella y Dixon pasarían los dos días en el club de campo. Stern declinó la invitación para ir con ellos, tenía mucho trabajo. Con el poco honor que le quedaba, evitó ser más concreto en cuanto a sus planes. Además, aún no sabía si tendría agallas para llevarlos a cabo.

Solo frente a la casa vacía, se arrepintió de haber rechazado invitaciones en abril y mayo. Muchos creían que Helen le ocupaba bastante tiempo. Tendría que enviar señales de humo o las señales que emite un viudo deseoso de compartir la cena con una prima solterona. Desalentador, pensó, pero mejor que la soledad absoluta. Abrió la portezuela del coche y recordó confuso que dos semanas atrás había creído estar enamorado.

Se detuvo al llegar a la calzada. Nate Cawley estaba en el césped que había entre las dos casas, cuidando el jardín. Sin camisa en el tibio atardecer, Nate hundió la pala en los parterres. El perplejo Stern se preguntó si tenía ganas de enfrentarse con él también. Pero la decisión no estaba en sus manos. Nate vio a Stern y ambos se acercaron.

– Pensé que tal vez me invitarías a una copa -dijo Nate, que miró por encima del hombro en dirección a su casa, tal vez temiendo que Fiona lo viera. Estaba empapado en sudor. Tenía hojas de hierba y manchas de tierra en el vello gris del torso y ambas manos embadurnadas de lodo seco. Se armó de valor para mirar a Stern a los ojos-. Fiona y yo hablamos hace un par de noches. Creo que tendríamos que mantener una conversación.

– Desde luego -dijo Stern, tragando saliva.

El corazón se le hundió en el pecho. Estaba agotado, pero tendría que hacer frente a esta situación con las energías que le quedaban.

Stern precedió a Nate y lo invitó a pasar al solario. Pidió una gaseosa sin azúcar -Stern recordó que Fiona había mencionado Alcohólicos Anónimos- y se quedó mirando el jardín. Nate era un individuo esmirriado de hombros y espalda estrecha. Los sucios pantalones cortos color caqui se le abolsaban en la cadera, y calzaba un par de sandalias sin calcetines. Salvo por la calva, recordaba a un chico joven. Tal vez eso era lo que atraía a las mujeres.

Nate alzó la copa en un brindis y respiró hondo.

– Ante todo -empezó-, te debo una gran disculpa.

En el tribunal Stern había aprendido a medir sus palabras en situaciones dudosas. Bajó la barbilla en un cabeceo que pudo parecer asentimiento.

– Después de veinte años y pico, debí aprender a no dar crédito a Fiona. Estaba llena de resentimiento. Tal vez no disfrutaría de la cosa en sí tanto como de contármela. -Nate sonrió-. Y vaya si se enfadó cuando hablé contigo. ¿Cómo me atrevía? -Meneó la cabeza con franco asombro-. Cuando la hicieron rompieron el molde.

Se sentó en una de las sillas blancas de mimbre que rodeaban la mesa de cristal donde Stern y sus hijos habían jugado a las cartas la mañana del entierro. La luz parda del atardecer se filtraba por las ventanas del solario.

– Supongo que me resultaba cómodo pensar que había algo entre vosotros. Me habría facilitado las cosas en muchos sentidos. -Rió con nerviosismo y Stern advirtió que este sonido le resultaba familiar-. Sé que debí haber pensado mejor de ti, Sandy. Así habría comprendido por qué Fiona te llevó allá, cuando encontré la carta bajo el botiquín. En vez de decir tonterías. Pero francamente, aun después de nuestra charla, no entendía cómo lo habías deducido todo. Entonces… -Nate hizo una pausa y pareció sonreír a sus propias expensas-. Bien, no averigüé eso. Supongo que encontraste las píldoras de Clara y preguntaste a alguien para qué eran. Luego, cuando Fiona te mostró el frasco, sólo tuviste que sumar dos más dos. Ella me dijo que contaste las cápsulas. -Nate lo miró buscando confirmación y al no recibir respuesta rió igual que antes-. Por cierto, ella no sospechaba lo que ocurría. Pensó que tú suponías que yo estaba enfermo.

Nate se apoyó el pulgar en el pecho y sonrió. Le gustaba la idea de despistar a Fiona.

Stern escuchó este soliloquio sin entender del todo, pero en algún momento Fiona empezó a ganar puntos en su estima. Al parecer había corregido su versión y no había dicho nada sobre el intento de Stern, ni sobre el carácter de sus conversaciones. Tal vez eso concordaba también con sus propósitos, pero aun así Stern creía que tenía mejores motivos. Tras calumniarlo una vez, había decidido no acusarlo de nuevo, ni siquiera con la verdad. Un gesto de decencia, tan atípico de Fiona. La gente, pensó Stern, siempre te puede sorprender.

– ¿De manera que las píldoras que Clara tenía aquí venían del frasco de tu botiquín?

– Así es -dijo Nate-. No quería tener el frasco en tu casa. Pensaba que sabrías para qué serían las píldoras y harías preguntas. Nunca pude disuadirla de eso. -Nate, abatido, sacudió la cabeza-. Yo tenía que hacerlo todo menos tomar esas malditas píldoras por ella. Conseguir la receta, guardar el frasco, llevarle las cápsulas que le tocaban cada mañana. Demonios, tuve que prometer que redactaría la receta con mi nombre. Para Clara nada era más importante que asegurarse de que no lo descubrieras. -Hizo una pausa-. Después… después de lo sucedido, pensé que sería mejor cerrar el pico. Pero cuando empezaste a hacer preguntas sobre esa factura, me asusté.

– Estabas protegiendo la memoria de Clara -dijo Stern.

– Es un bonito modo de decirlo, Sandy. Pero tú y yo sabemos que sólo trataba de salvar mi propio pellejo. -Nate apartó la mirada. En una mesa había una hilera de fotos familiares enmarcadas. Las caras de los hijos cuando eran pequeños, Clara y Stern. Nate alzó los ojos-. Mira, no quiero tener un pleito. Decidí decírtelo sin rodeos. Hace veinte años que practico la medicina y soy uno de los pocos tipos que conozco que no pasa media semana con abogados y declaraciones. Temí que éste sería el peor momento, dados mis problemas con Fiona. Lo último que necesito es tener contratiempos por mala práctica profesional. No puedo costearlo, con dos chicos en la escuela, por no mencionar la manutención de mi esposa. Peor aún, me asusta la idea de ser enemigo de mis pacientes. Comprendo que vivimos en este mundo. El paciente murió, el doctor la maltrató. Como decís vosotros, los hechos hablan por sí mismos. Oí lo que dijiste el otro día: es un importante cheque para la sucesión de Clara. Te escuché atentamente. Los herederos entablan el pleito, ¿verdad? Sin duda hay mucho dinero para ganar allí. Pero quería tratar de explicarte esto, pues estuve muy torpe la última vez que hablamos. Tal vez desees recapacitar.

Stern, que por un momento lo había perdido, como si Nate fuera un punto escapando del radar, lo comprendió todo de golpe. Nate era el médico de Clara. Nada más. Stern quiso hablar, pero Nate, sin alzar la cabeza, continuó.

– No voy a fingir que hoy manejaría la situación de la misma manera. He reflexionado y sé que hay mil cosas que hoy haría de otro modo. Retrospectivamente, le aconsejaría un psiquiatra. Esto es evidente. Tal vez también debí involucrarte a ti. Pero yo trataba de conservar la confianza de ella.

– Nate -murmuró Stern-, yo estaba muy exaltado durante nuestra última conversación. No habrá ningún pleito relacionado con tu tratamiento de Clara.

– ¿No? -Nate tardó un instante en adaptarse a la idea-. Qué alivio.

Ambos se miraron. Nate se frotó los brazos: el aire acondicionado lo molestaba.

– ¿Ella te habló de ese impulso? -preguntó Stern- ¿Quitarse la vida?

– Sí. Tenía un modo de referirse a ello. -Nate estudió el aire para recordar-. Decía que quería apagar el ruido. Algo por el estilo. No siempre actuaba así, pero a los siete años, cuando las cosas se ponían mal, lo decía a veces. No puedo fingir que no la tomé en serio.

Nada por un instante: ningún sonido, el tiempo suspendido. Siete años, había dicho. Stern cogió una silla.

– ¿Siete años, Nate?

– Por Dios… entendí… -Nate se interrumpió-. Bien, ¿cómo ibas a saberlo? -se preguntó a sí mismo-. Sandy, la situación no era nueva. Era una recurrencia.

– ¿Una recurrencia?

– Ya sabes, la infección no era reciente. Esta enfermedad se repite en algunas personas. En dos tercios de los casos. Por lo general continúa durante un par de años. Mejora poco a poco hasta desaparecer. Pero a veces, muy raramente, hay reapariciones tras varios años. Eso le pasó a Clara. Empecé a tratarla hace siete años. Entonces temí que ocurriera lo que ha ocurrido ahora. Lo único que le impedía cejar era el hecho de que tú no estuvieras.

– ¿Yo no estaba? -preguntó Stern-. ¿Dónde estaba?

– Kansas City, según recuerdo. Un juicio.

Cielos, era terrible. Era el momento más humillante de su vida, pero se quedó sentado allí, en la silla de mimbre, los ojos cerrados, agradeciendo a Dios. Siete años atrás. Al menos eso daba nuevas pautas de comprensión. Pero entonces lo embargó un nuevo pensamiento.

– Por Dios, Nate. ¿Después de tanto tiempo qué había que ocultar?

– Sandy, creo que desde su punto de vista era peor, porque no había dicho nada en todos esos años. De algún modo lo consideraba un doble engaño. A medida que pasaba el tiempo le costaba más aceptar su propia conducta. Ya no podía comprenderlo. No podía evadir ese viejo y tremendo error. Yo no sabía qué decirle.

– ¿Médicamente, quieres decir? ¿No había respuestas?

– Hay que entender toda la historia. -Nate miró el vaso-. La habían tratado durante años con Acyclovir, lo cual le salvó la vida. Lo digo en serio. Puso las cosas bajo control. Ella lo tomó como prevención durante seis meses. Pero la droga es bastante tóxica, así que no aconsejan que se tome por más tiempo. Por fin aparecieron las recidivas. Dos pequeñas, con dos o tres años de diferencia. Pero con la droga… -Nate chasqueó los dedos-. La volvía a tomar y a los cinco días estaba como nueva. Para ella era siempre una preocupación. Al menor indicio aparecía en mi consultorio. Debo de haberle hecho análisis tres veces al año. Pero ya sabes, estaba bajo control. Eso creía yo. -Nate alzó las manos, hizo una mueca y las dejó caer-. Seis semanas antes de su muerte, sufrió una recaída. Clara tomó las píldoras, pero en esta ocasión no la curaron. El rebrote era muy fuerte. Ocurre con frecuencia con otros virus y bacterias… una especie de automutación que genera una raza resistente. Tuvo un par de semanas malas y la enfermedad volvió de nuevo. Consulté a todos mis conocidos, pero era algo inusitado, y el virus es de por sí imprevisible. Para entonces ella estaba pensando seriamente en la muerte. Noté que empezaba a ceder. Una vez, como pensando en voz alta, hablé de charlar contigo, y pensé que saltaría de la ventana allí mismo. No había modo.

Repitió las últimas palabras y meneó la cabeza una vez más.

– De todos modos, pensé que la había persuadido de probar una nueva medicación. Doble dosis durante cinco días. Eso fue lo que me recomendaron. Pero yo tenía un congreso en Montreal. En pocas palabras, decidí ir. Esto es lo que me critico. -Nate estaba encorvado en la silla, estudiándose las manos sucias de tierra. El cielo cobraba un color rosado y el sol, agonizando en un fulgor ambarino, estaba enmascarado por delgadas nubes-. Sabía que atravesaba una crisis. Le comenté que me iría. Le di la oportunidad de impedírmelo, pero Clara nunca hubiese hecho algo así. Me prometió que no pasaría nada. Le di todas las pastillas que iba a necesitar mientras yo no estuviera. Dijo que las escondería. Yo había consultado a otro médico que estaba al corriente de la situación y esperaba que él se hiciera cargo del asunto, pero era responsabilidad mía. Si yo quería el papel de confesor, tenía que saber lo que hacía.

– Nate -dijo Stern-, hablé en serio en tu oficina. Hay suficientes culpas para todos. No tienes por qué flagelarte. Fue una decisión profesional.

– No, no lo fue. -Nate vació el vaso y miró a Stern-. Me llevé a Greta conmigo. A hurtadillas. Habíamos hecho planes y yo esperaba ese momento. -Stern comprendió que Greta era la enfermera, la apetitosa rubia de la cinta de vídeo-. ¿Estás seguro de que no deseas entablar un pleito?

– Sí -dijo Stern.

– Demonios. Allí estaba yo, en Montreal, acostado con esa chica, cuando sonó el teléfono. Era Fiona, histérica. Pensé que estaba borracha para variar, y de pronto comprendí que me hablaba de Clara. Me pasaron mil cosas por la cabeza. Había dejado a esa paciente angustiada para practicar francés y follar con mi amante… -Nate miró a Stern-. No quería contarte eso.

– Pero lo has hecho -dijo Stern.

– Vaya que sí.

Ambos guardaron silencio un instante.

– ¿Y qué ha sucedido con Fiona? -preguntó Stern.

– No puedo devolver ese genio a la botella. Ambos hablamos con abogados. Vamos a vender la casa. Vivimos allí provisionalmente y no nos hablamos. Es una locura.

– Lo lamento de veras, Nate.

– Sí. Bien, yo diría que morimos de muerte natural. Creo que estoy enamorado de esa muchacha, Sandy. Desde luego, he querido estar enamorado de todas ellas. Soy como el tipo de la canción. «Buscando el amor en todos los sitios equivocados.» Pero creo que ahora es verdad. Así que borrón y cuenta nueva. No puede ser peor.

– ¿Cómo ha reaccionado Fiona?

– Bien, me va a dejar desplumado. Siempre me amenazó con ello, y Fiona cumplirá su palabra, lamento decirlo. Desde luego, tiene pruebas. Agradezco tu advertencia. Es bastante embarazoso. El abogado dijo que si realmente quería separarme, podría haberme ahorrado mucho dinero con sólo escribir una nota.

Stern sólo pudo encogerse de hombros. Pero lo lamentaba por Nate, que había causado tanto daño con esa cinta. Infligir dolor no formaba parte del carácter de Nate. Stern se sintió unido a él por el extraño lazo que creaba la confusión que ambos habían compartido sin saberlo. Él conocía la vergüenza de Nate, y Nate, desde luego, había conocido la suya durante años.

– Diría que Fiona lo tomó con bastante valor. ¿Quieres saber qué dijo? Esto te gustará. Dijo que los hombres aún la encuentran muy atractiva. Está segura de que en cuanto nos divorciemos los hombres la perseguirán. Mencionó tu nombre. Después de decirme que había inventado la historia. ¿Qué te parece? -Nate rió, pero la mirada de Stern lo frenó-. Puedes hacer lo que quieras, ya sabes.

– Desde luego -dijo Stern.

No más. Era un momento incómodo, pero se sintió en la obligación de no formar parte de una conspiración contra Fiona. Ellos tenían ahora su propio acuerdo, y por lo que decía Nate, tal vez él tuviera que aclarar unas cuantas cosas con Fiona. En tal caso, era su propia culpa.

Stern acompañó a Nate hasta la puerta. Cuando éste empezó a culparse de nuevo, Stern lo contuvo con un ademán.

– Sé lo que significa guardar una confidencia, Nate. Clara tenía un secreto y tú no podías contarlo.

Nate parecía estar pensando en otra cosa. Stern se preguntó si había algo más que él hubiese resuelto silenciar por respeto a Clara. Nate pareció leer ese pensamiento.

– No sé quién fue, Sandy, si te estás preguntando esto.

La frase sonaba tan brusca que Stern tuvo el impulso de negar que sintiera curiosidad-. Pero, desde luego, no era cierto.

– Ella me dijo hace años que esa persona estaba al corriente del problema. Era el único detalle que yo tenía derecho a conocer. La relación ya había terminado cuando ella recurrió a mí. -Nate lo miró con impotencia-. Supongo que era un hombre. Ya sabes, hoy en día…

– Sí, desde luego -lo interrumpió Stern.

Desde luego. Stern pronto desechó esa posibilidad, que había considerado por un instante.

Se dieron la mano. Cuando Nate se fue, Stern regresó al solario, donde las fotos familiares enmarcadas lo miraban desde la mesa. En un extremo había un retrato de Clara cuando era muy joven. Llevaba una blusa blanca y una falda plisada, posaba con su peinado estilo paje con una mano en la bola de la escalera central del hogar de los Mittler. La sonrisa era forzada, una mueca de esperanza para vencer una gran resistencia interna. El mundo estaba en guerra, e incluso a los trece o catorce años Clara Mittler parecía abrigar dudas acerca del futuro.

40

Stern lo había meditado durante tres días y no consideraba que el hecho fuera un robo. No legalmente. La propiedad en cuestión, la caja fuerte, estaba bajo su custodia legal, no la de Dixon. Por otra parte, el riesgo de una acusación, en todo caso, era inexistente; ni Dixon ni Silvia presentarían una denuncia. Este acto era sólo una solución expeditiva. Había abusado de la buena fe de Silvia al preguntar por la caja. Involucrarla en la devolución, dada la obstinada determinación de Dixon de no ceder ante el gobierno, le crearía una situación imposible con el marido. Esta solución era drástica y eficaz, y Dixon la merecía por su conducta. Pero mientras iba en el coche con Remo, atravesando las colinas boscosas con sus edificios de recreo y sus vestigios de fincas de terratenientes, Stern sentía una gran angustia. En veinte años ninguna aparición ante el tribunal lo había asustado tanto. Temía no poder controlar el vientre ni la vejiga, y le temblaba todo el cuerpo. ¿Y si el corpulento chófer alemán se presentaba y recurría a la violencia? ¿Si alguien avisaba a la policía y los agentes entraban pistola en mano? Stern más de una vez había imaginado a Remo y él ensangrentados y muertos.

Remo conducía jovialmente el viejo Mercury. Le gustaba su trabajo. Le había dicho a Stern que lo dejara por su cuenta, pero eso era impensable. Ante cualquier imprevisto, Stern, a pesar del embarazo, podría dar explicaciones, pero Remo lo pasaría mal. Así los riesgos -en la medida en que podía calcularlos- eran mínimos. Los Hartnell estarían en el club. Dixon en un partido de golf, Silvia bronceándose junto a la piscina, y en un domingo por la tarde nadie más estaría en casa. La cocinera y el mayordomo se iban a las dos de la tarde. El chófer se quedaba con el coche, descansando en el club mientras el tiempo fuera bueno -y el cielo aparecía totalmente despejado-, el plan no podía fallar.

Remo fumaba un cigarrillo y platicaba afablemente.

– Hace mucho que no entro en una casa. Desde que era joven. No hay tipos buenos para trabajar. Son todos chiflados. Cuando tenía dieciocho o diecinueve años, un tío me consiguió un trabajo en uno de esos lugares cerca del río. Un apartamento lujoso. Derribamos la puerta. Cielos, las cosas que tenía esa gente. Magnífico material, hermoso. -Remo se besó dos dedos con los labios-. Cogimos el botín, y cuando entré en el salón, ese hijo de puta, que se llamaba Sangretti, se había bajado los pantalones y estaba cagando en la alfombra. Qué diablos. Desde entonces he sabido que todos los que roban casas hacen cosas como ésa. ¡En una casa de familia, por amor de Dios!

Stern, demasiado nervioso para responder, asintió y se sintió obligado a explicar una vez más que no se trataba de un robo. Era la casa de su hermana; se trataba de una broma entre parientes. Un destello de ironía cruzó los ojos de Remo. No necesitaba excusas, ya entendía. Todos querían cosas y hacían lo necesario. Remo era uno de esos malandrines que no se creía peor que los demás.

Al intuir esta opinión, Stern quiso hablar en su defensa. No era uno de esos abogados con cicatrices del tribunal estatal, que trabajaban sólo para «los muchachos» y recibían la paga en cocaína u obras de arte robadas. Años atrás Stern había oído hablar de uno que había pedido que le liquidaran a la esposa a cambio de sus servicios. Cuando era un abogado joven había hecho ciertas cosas por dinero, pero ya no le interesaba recordarlas. Uno de los rasgos más claros de su carácter profesional era el deseo de indicar a sus clientes que no se revolcaba en el mismo albañal que ellos. La mezquindad de esta convicción -y su dudoso fundamento- lo asaltó con turbadora y repentina claridad: otra visita a otro aspecto desagradable de su alma. Estos meses de introspección habían sido como una excursión a un espectáculo de monstruos de feria, pero la fealdad de lo que descubría no siempre se imponía a su compulsión de mirar.

Siguiendo las indicaciones de Stern, Remo enfiló por el estrecho camino arbolado que había frente a la casa de Dixon y Silvia. La casa, construida más de un siglo atrás en piedra Lannon con argamasa, se alzaba a medio kilómetro, detrás de un parque interrumpido por una cancha de tenis iluminada. Detrás de la cárcel titilaba el lago Fowler, lleno de lanchas motoras y pequeños veleros.

– Bonito -comentó Remo.

Viró y aparcó el coche de tal modo que quedó parcialmente oculto por los arbustos que crecían con exuberancia estival junto al camino. Irían por la calzada de grava, decidió Remo. En cuanto tuvieran la caja, uno de los dos acercaría el coche. Nunca hay que aparcar donde pueden cerrarle el paso a uno, explicó Remo. Stern asimiló estas lecciones en silencio y comprendió que Remo no había creído nada de lo que él había dicho acerca de la ausencia de riesgos.

Caminaron hacia la parte trasera de la casa. Remo estudiaba el terreno con admiración. Varios abetos enormes se elevaban en el parque ondulante, las claras aguas del lago refrescaban el aire. Detrás del patio, los jardineros ese año habían sembrado un brillante macizo de florecillas estivales, la mayoría tan exóticas que Stern no conocía el nombre. Miró hacia el lago. A cierta distancia estaba el cobertizo para botes, y al lado un chalet que Dixon había adaptado para el invierno y llenado de material deportivo. El año anterior Dixon también había añadido una piscina, y el largo dedo de aguas azules y quietas centelleaba. Llegaron a un gran porche y Remo observó la casa de arriba abajo. Stern comprendió que no estaba admirando la arquitectura, sino examinando las líneas eléctricas y telefónicas. Remo volvió a preguntar si había una alarma. Apoyaba la mano en la caja metálica de conexiones y buscó una herramienta en el bolsillo trasero. Trabajó un rato y luego apartó los cables que había cortado.

– ¿Eso es todo? -preguntó Stern.

– Ya está.

Remo entró por el porche. Llevaba consigo un martillo, guardado como las demás herramientas en diversos bolsillos ocultos por los faldones de una larga camisa de pana. Para ese día en el lago Fowler, Remo se había puesto tejanos y botas camperas. Parecía un auténtico ladrón, corpulento, con brazos abultados y piernas zambas.

Cuando Stern llegó al porche, Remo ya había forzado la cerradura de la puerta trasera, que estaba asegurada con una cadena. Remo preguntó si debía arrancarla o romper el cristal. Lo que parezca más real, dijo Stern. Era importante que pareciera un robo, no por Dixon, quien comprendería qué había ocurrido, sino por los demás. En cuanto se descubriera el allanamiento, la policía registraría la casa, pero sólo Dixon comprendería que faltaba algo, pero no estaría en situación de presentar una denuncia y admitir que la caja fuerte estaba allí. Stern lamentaba contrariar a su hermana -quizá le diera a entender que él era responsable-, pero disfrutaría de la consternación de Dixon. Vencido en su propio terreno. Dixon se pondría verde de rabia. A la sombra del porche, Stern rió entre dientes.

Remo alzó una bota, se apoyó contra la pared del porche y pateó la puerta, que se abrió con un bombardeo de polvo de yeso y esquirlas de vidrio. Remo soltó una maldición. La ventana trasera se había partido al recibir el impacto de la puerta. El primer plan había fallado.

Los pasillos eran de piedra, como el resto de la casa, y los tacones de Remo retumbaban. Miró en torno mientras Stern lo guiaba hasta la escalera. La casa, construida hacia 1870, tenía la elegancia de la época: techos altos y molduras. En el suelo de piedra del comedor había un diseño circular de baldosas venecianas. La quietud de la casa vacía causó un escalofrío a Stern. Pensó en usar el cuarto de baño, pero quería entrar y salir deprisa. De pronto detestó esta idea. Algo andaría mal. Remo se asomó a una sala y admiró las antigüedades francesas y los cuadros, acuarelas inglesas con gruesos marcos.

– Hermoso, hermoso -observó Remo.

La equilibrada riqueza de la casa desierta impresionó incluso a Stern.

Arriba, fueron al dormitorio principal. Años atrás Dixon había combinado tres o cuatro habitaciones para conseguir lo que quería, un dormitorio a la medida palaciega de Beverly Hills. Había dos cuartos de baño, uno para cada uno. Atravesaron el de Dixon, una caverna de travertino con un jacuzzi del tamaño de una pequeña piscina y una sauna de madera junto a la ducha. El dormitorio no era muy amplio, pero estaba adornado con diversos artefactos: interfonos, telescopios, un viejo indicador eléctrico de cotizaciones, un enorme televisor con mando a distancia sobre la cama. Por las puertas francesas se salía a un balcón que brindaba una espectacular vista del lago. Del lado de la cama donde dormía Dixon, la antigua mesita de noche tenía varios montones de revistas de negocios y algunas novelas policíacas. Un cenicero contenía tres colillas. Stern sintió una extraña excitación ante la posibilidad de fisgonear.

– Aquí -indicó Remo. Había entrado en el guardarropa de Dixon y había apartado los trajes- ¿Es esto?

La caja estaba allí, gris, verde, el color del agua del mar bajo las nubes, apoyada sobre la parte trasera, de modo que la combinación de plata estaba a la vista. Al lado había varias pesas apiladas y, contra la pared, una barra con tres pesas en cada lado.

– En efecto -dijo Stern.

– Retroceda -ordenó Remo, y Stern salió a la habitación-. Cielo santo -resolló Remo, quien levantó la caja y la dejó enseguida en el suelo-. Esto pesa una tonelada. -Se enderezó para frotarse la espalda-. Tendríamos que haber traído ayuda.

Ambos miraron la caja.

– Creo que está abierta -observó Remo.

La puerta de la caja, que ahora estaba apoyada sobre las patas, se había entreabierto apenas. Al parecer Dixon había registrado el contenido para asegurarse de que Stern no lo había tocado. ¿O tal vez había sacado lo que buscaba el gobierno? Con esta sospecha, Stern se arrodilló y abrió la puerta de par en par. La iluminación era escasa, pero vio que había un fajo de documentos plegados.

Allí, a gatas, incluso antes de oír el ruido, Stern sintió en el suelo la vibración de la puerta del garaje.

– Demonios. -Se levantó torpemente y caminó hacia la puerta para escuchar-. Alguien está aquí -le dijo a Remo.

Oyó crujidos en la grava, pero cuando llegó a la ventana del dormitorio sólo alcanzó a ver el guardabarros trasero de un Mercedes que se internaba en el garaje para cuatro coches.

– Por Dios -exclamó Stern. No había atinado a imaginar lo humillante que sería esto. Era inexcusable irrumpir en una casa ajena-. Escóndete.

– ¿Esconderme? -preguntó Remo-. ¿Para qué? -Enarcó las cejas-. ¿No es la casa de su hermana?

– Claro que sí. Pero prefiero que no me sorprendan en esta tonta actividad.

– A mí me han pillado -objetó Remo-. Muchas veces. Nunca me escondo. Muchos tipos reciben un disparo por actuar así. Sólo siéntese. Cállese. Tal vez no suban.

Siguiendo su propio consejo, Remo se acomodó en una de las dieciochescas sillas francesas que había junto al escritorio de Silvia. Cruzó las piernas y sonrió pacientemente. Buscó un cigarrillo pero luego decidió que no sería prudente encenderlo.

Remo tenía razón, pensó Stern. Su reacción había sido pueril. Si era el mayordomo o el chófer, tratar de eludirlo resultaría muy peligroso. Pero aun así sentía la carne de gallina. Dixon nunca lo perdonaría. Lo ridiculizaría, lo amenazaría, obtendría todas las ventajas posibles tras haber sorprendido a Stern en pleno allanamiento de morada. Stern se acercó al pasillo, jadeando como un personaje de comedia. En una inconsciente parodia de esta tarea, se había vestido de negro, con pantalones y camisa de algodón, y ahora se ocultaba en las sombras.

Abajo sonaron pasos en los pasillos de piedra, un taconeo regular, como de mujer. ¿Dixon se pondría violento? Por lo general se moderaba ante Stern, pero ésta era una situación diferente. Si alguien surgía de las sombras en casa de Stern, ¿cómo reaccionaría? Probablemente echaría a correr. Pero Dixon no era Stern.

Las pisadas se acercaron a la escalera. Stern retrocedió. La persona que estaba abajo esperó y se alejó. Con un respingo, Stern recordó la cocina. El estrecho pasillo que salía del garaje pasaba al lado; si la persona que había entrado reparaba en el cristal roto, sin duda llamaría a la policía. Stern escuchó; si alguien llamaba por teléfono, echaría a correr. Miró alrededor para ver dónde estaba: el reducto de Dixon. Fax, ordenadores, tres teléfonos. El viejo escritorio de tapa abatible estaba atiborrado de documentos y las cortinas se hallaban echadas. Había una almohada y una manta en el sofá. Tal vez Dixon no dormía bien. Esta habitación, más que el resto de la casa, estaba impregnada de olor a cigarrillo.

Los pasos regresaron. Luego un silencio. Al cabo de un instante Stern comprendió que el visitante subía la escalera alfombrada. Stern retrocedió, de tal modo que sólo veía el rellano. La persona estaba arriba ahora, pero aún no había visto la silueta. Luego pasó Silvia en bata de playa y zapatos planos, mirando alrededor, mascullando distraídamente. Se subió las gafas y se las apoyó en el pelo desgreñado, enfilando hacia el dormitorio donde esperaba Remo.

Stern aguardó un instante y tras un segundo de vacilación llamó a su hermana.

Ella soltó un grito histérico.

– Oh Dios -dijo Silvia. Se apoyó una mano en el corazón y con la otra tocó la pared. Jadeaba profundamente-. Sender… casi me matas del susto.

– Perdóname.

– ¿Qué demonios…?

Stern se había propuesto decir que había decidido ir a nadar. Pero todo tenía un límite.

– Estoy robando una cosa -confesó.

Ella tardó sólo un segundo en comprender.

– ¿La caja de seguridad?

Él asintió. Silvia se irritó y le habló en español por primera vez en cuarenta años.

– ¿Qué hay en la caja de seguridad?

– No lo sé.

– ¿Estás tratando de ayudar a Dixon?

Stern se encogió de hombros y respondió en inglés:

– Eso creo. De todos modos, no tengo más remedio que hacerlo.

Silvia meneó la cabeza.

– Espera un momento. Quiero hablar contigo de todo esto. He vuelto a buscar un libro.

Ella se dirigió a su habitación, pero Stern le cogió la mano y le explicó que había traído un hombre.

– ¡Oh, Alejandro! -exclamó ella con fastidio-. Tú y Dixon sois como niños.

– Éste es un asunto serio.

Ella chasqueó la lengua. Se negaba a creerlo.

Stern bajó con ella al salón. Silvia, cortés como de costumbre, le ofreció una bebida, y él pidió una gaseosa. Ella pulsó el botón que había en la alfombra, junto al sofá, para llamar al criado, pero luego recordó que era domingo. Stern la esperó echando una ojeada al gran salón. Silvia y el decorador habían buscado un efecto acumulativo, casi egipcio; los colores eran oscuros, con muchos destellos dorados en las telas, y había muebles en todos los rincones: sillas, colgaduras, antimacasares gemelos con bordes festoneados, adornados con chales de gasa. En un rincón había una enorme maceta con oscuras plantas del desierto. La pared opuesta era de piedra, como la fachada de la casa, con un enorme hogar de vigas de doble anchura. Un óleo original de un célebre artista español -un retrato de mujer comprado años atrás por el astuto Dixon- colgaba majestuosamente sobre la chimenea. En invierno, leños del tamaño de troncos de árboles ardían allí todo el día. Luego dejaban un residuo humoso, como si curaran el aire.

– ¿Qué has hecho en la cocina? -exclamó Silvia cuando regresó. Le dio el vaso, pero lo miró con disgusto. Stern torció el gesto y Silvia sonrió meneando la cabeza-. Sender, debes decirme qué está pasando.

En su ausencia, él reflexionó sobre el asunto y decidió describirlo con moderación. El gobierno estaba investigando. Lo había hecho antes, pero éste era un asunto penal y los fiscales parecían tener pruebas de que Dixon incurría en prácticas dudosas. La investigación era cada vez más complicada, pero Dixon intentaba esconder la cabeza en la arena. El gobierno exigía la caja de seguridad y Dixon, desoyendo los consejos de Stern, intentaba ocultarla, una maniobra que no sólo perjudicaría a Dixon sino también a Stern. Esperaba que su hermana no captara todo el alcance de sus palabras, pero ella entendió demasiado bien.

– ¿Corre peligro de ir a la cárcel?

– Así es -respondió Stern.

Silvia permaneció inmóvil un segundo, encogiéndose en sí misma. Parecía diminuta con las piernas desnudas y los zapatos planos. Se apretó los codos contra el cuerpo y estiró la cara para conservar la compostura. Stern mismo, para su sorpresa, se encontraba al borde del llanto. Siempre sentiría debilidad por su hermana.

– He estado muy preocupada por él -dijo Silvia.

– Yo también.

– No tienes idea, Sender. -Silvia se entrelazó las manos-. Tose durante media hora cuando despierta por la mañana. Su secretaria me dice que se olvida de todo. La mayoría de las noches no duerme. Camina de un lado a otro, o se marcha a medianoche, para ir quién sabe adónde. En las últimas dos semanas casi no ha dormido aquí.

Miró de soslayo a Stern. Esta frase aludía a algo más que los viajes de Dixon.

– Yo intento ayudarlo, pero él se resiste.

– Claro -dijo ella-, pero temo que no sobrevivirá.

– Sobrevivirá -aseguró Stern-. Es uno de esos tipos que siempre sobrevive y triunfa. -Advirtió que había pronunciado estas palabras con tono involuntariamente halagüeño. Hasta el momento no había comprendido cuan arraigados estaban sus temores por Dixon, a pesar del rencor que sentía al predecir su gloria-. Esperaba venir e irme sin involucrarte.

– No le diré nada.

Stern sopesó estas palabras, pero estaba convencido de que sería un error que Silvia tomara partido. Dixon tenía ciertos derechos.

– No es necesario -dijo Stern.

– A menos que él me lo pregunte.

– Sin duda lo preguntará cuando vea el desorden de la cocina.

– La haré reparar. Mañana. Hoy, si es posible. De todos modos, me sorprendería mucho que él pasara la noche aquí. -De nuevo Silvia miró la alfombra. Años atrás, antes de que Silvia lo echara, Dixon solía dormir fuera de la casa. Tenía un apartamento en la ciudad, y sin duda a menudo estaba con alguna otra mujer. Cuando Silvia y él se reconciliaron, Dixon mantuvo las apariencias y limitó sus aventuras a las horas de trabajo o los viajes fuera de la ciudad-. Es muy perturbador.

– Desde luego. -Quiso decir un par de palabras a favor de Dixon, hablar de las tensiones recientes, pero comprendió que no serviría de consuelo-. ¿Le preguntas adónde va?

– Trabajo. -Silvia sonrió-. Desde luego, nadie responde cuando llamo.

– Entiendo. Espero que puedas soportarlo. Sería muy mal momento para que repitierais vuestra separación.

Silvia hizo una mueca.

– No habrá repetición. Estoy acostumbrada. -Sonrió con amargura-. Como sabes, ésta no era nuestra única dificultad.

Stern miró a la hermana sin comprender.

– Oh, lo sabías. Clara lo sabía y te lo contó. Yo sabía que te lo contaría. Eres un caballero, Sender, pero no es necesario que sigas fingiendo.

– No estoy fingiendo -dijo Stern.

– ¿En serio?

– Completamente.

– Pasó hace mucho tiempo -dijo Silvia, agitando la mano delgada como para descartar el tema, pero notó que Stern estaba intrigado y le reveló abruptamente la verdad-. Vino a casa con una enfermedad y yo temí que me la hubiera contagiado. Era repulsiva.

– ¿Una enfermedad?

– Una infección. Ya me entiendes.

A Stern le vibraba la cabeza. Notaba un nudo en el pecho y la garganta. No obstante preguntó:

– ¿Herpes?

Ella abrió la boca y luego, asombrosamente, sonrió con desgana, como si diera a entender que nunca comprendería a Stern. Sólo a él podía tolerarle algo parecido, una broma a costa de un dolor del pasado. A fin de cuentas, los hermanos mayores siempre tenían derecho a gastar bromas.

– Oh, Sender -exclamó con gesto aniñado-, lo sabías.

41

Al fin Remo bajó la escalera. Traía consigo la caja de seguridad, y descendía cada paso de lado, encorvado sobre la caja, escalón por escalón. Era un trabajo agotador y por un momento dejó la caja para encender un cigarrillo. Bajó el resto de los escalones con el Marlboro en la comisura de la boca y un ojo cerrado para evitar el humo. Desde el sofá del salón donde estaba sentado, Stern vio venir a Remo pero no se levantó para ayudarlo ni abrió la boca para hablar. Era capaz de moverse, desde luego, pero no sentía interés. Tal vez se quedara allí, con las manos entrelazadas, el resto de su vida. No experimentaba ninguna emoción intensa, excepto que ya no era él mismo. Aún le vibraba la cabeza y no sentía el peso de los brazos. Pero ante todo estaba abrumado por el distanciamiento. De esa casa saldría otro hombre, ni mejor ni peor, pero diferente.

– Oí hablar desde el pasillo -explicó Remo.

Sabía que su presencia no era un secreto.

– Desde luego -dijo Stern-. Remo Cavarelli, Silvia Hartnell.

Silvia saludó cortésmente al hombre que había irrumpido en su casa para robar.

– ¿Nos vamos o qué? -se impacientó Remo.

– Sender, ¿estás bien? -preguntó Silvia, no por primera vez.

– Muy bien -respondió Stern, atinando a sonreír, con voz débil, como si su espíritu hubiera abandonado el cuerpo y lo examinara desde fuera.

– ¿Aún nos llevamos esta cosa?

Remo señaló la caja que tenía a los pies. Stern, al recordar de qué se trataba, sonrió de nuevo.

– Oh, sí.

Remo echó a andar hacia el coche. Silvia también salió de la habitación para llamar por teléfono. Había un bombero local que realizaba trabajos por la zona y tal vez estuviera disponible incluso en domingo para reparar la cocina.

Stern se quedó a solas con la caja. Era sorprendente que hubiera hablado en español con Silvia. Habría apostado una cuantiosa suma a que no podía redondear una frase. De vez en cuando individuos latinos aparecían en la oficina de Stern, habitualmente cubanos que necesitaban un abogado bilingüe. Desde luego, en los setenta estaban los patéticos mexicanos pobres arrestados a granel por distribuir heroína marrón, hombres tristes y analfabetos, mascullando «chingadas» y suplicando a Stern que aceptara su caso. Stern siempre había rechazado estos asuntos. No le molestaban las drogas, sino el temor a que lo reconocieran por lo que era, alguien cuyo lugar estaba en otra parte. Ahora comprendía que había superado aquella etapa y aquellas actitudes. A partir de entonces daría la bienvenida a estos clientes. Estaba seguro de que recobraría las palabras con el tiempo.

Saboreó la bebida. Silvia había dicho que él sabía desde siempre. Se refería a otra cosa, desde luego, pero a solas se preguntó si el segundo sentido también era correcto. Una parte de él seguía sólidamente comprometida con la verdad; siempre creería ante todo en los hechos. Pero en otra región -una zona silenciosa que aún desconocía- los estragos aumentaban y se estaban evaluando los daños. Si había previsto esto, era sólo con ese ojo interior que siempre imagina la realización de los peores sueños. Ahora resultaba evidente que Clara no había querido continuar viviendo porque no se atrevía a confesar el «quién» más que el «qué». No era casual que hubiera escogido este amante, estaba convencido. Clara conocía demasiado bien al marido. Después, incluso ella debía de haberse alarmado ante el feroz despecho que la había impulsado. Por eso no soportaba confesarlo. Bien, al menos la evidencia de sus sentidos no le había fallado. Clara no tenía interés en Dixon cuando él volvió con Silvia. Debía de haber sentido repulsión tanto por él como por sí misma. ¿Qué había sucedido entre ellos? ¿De qué habían hablado? Ya estaba de vuelta donde siempre, presintiendo que preferiría continuar en la ignorancia.

Stern se arqueó y acercó el pie a la caja de seguridad. Aún estaba abierta. Entreabrió aún más la portezuela con la suela del zapato. Los documentos estaban allí. ¿Por qué no? Podía soportar cualquier cosa.

Había dos hojas escritas con la impresora de una microfilmadora, con tinta fuerte, cada una doblada en cuatro. Cuando las sacó de la caja, se cayeron varios papeles que envolvían documentos: dos cheques y varios cuadrados de celuloide gris que Stern reconoció como microfichas.

– Los teléfonos no funcionan -anunció Silvia, quien regresó al salón profundamente perturbada-. ¿Cómo podré comunicarme?

Remo regresó en ese momento.

– ¿Quién es ése? -preguntó-. ¿Quién viene?

Remo había pasado en el guardarropa tiempo suficiente como para reparar en las pesas y prefería no estar presente cuando llegara el dueño de la casa. Silvia le explicó su problema y salieron juntos para que Remo conectara de nuevo las líneas telefónicas. En el intervalo, Stern examinó los documentos de la caja. Remo y Silvia regresaron poco después.

– Viene hacia aquí -anunció Silvia.

Parecía consolada por la idea de que el desorden de la cocina quedaría prontamente arreglado.

– Bien, vámonos -dijo Remo, que no las tenía todas consigo.

Se agachó sobre la caja y la levantó con un resuello.

Stern y la hermana lo siguieron por el pasillo de piedra. Stern llevaba en las manos todos los documentos. Silvia abrió el cancel para que Remo saliera, y luego le abrió la portezuela trasera del Mercury. Parpadeando bajo el sol brillante, Stern y su hermana vieron cómo Remo bajaba la caja al sucio suelo del descalabrado Cougar. Se irguió y se sacudió las manos, recobrando el aliento. Un hilillo de sudor le corría por la sien.

– Pensándolo bien -decidió de pronto Stern-, la dejaremos.

Remo lo miró boquiabierto, mostrando sus dientes rotos.

– Por favor, Remo. Lleva la caja donde la encontramos.

– No -dijo él incrédulamente.

– Por favor -insistió Stern. Había adoptado su tono más autoritario y Remo lo miró con incertidumbre, reacio a obedecer pero sin animarse a presentar más objeciones. Stern se volvió hacia Silvia-. Todo quedará como estaba. No será preciso que digas nada.

Ella también parecía confusa, pero no sabía cómo reaccionar ante este cambio de actitud.

– Muy bien -dijo Stern a ambos.

Regresó hacia la casa y se volvió para pedir a Remo que llevara la caja al salón. Stern aún tenía todos los documentos. Se sentó en el sofá y los puso sobre la tapicería de seda para dejar los documentos en el orden en que los había encontrado. Las dos páginas copiadas iban primero, luego las microfichas y al final los dos cheques, uno dentro del otro. Estudió los cheques de nuevo. El primero era el cheque personal de Dixon, cancelado, por 252.646 dólares pagaderos a MD Clearing Corp. La nota del resumen decía «Débito cuenta 06894412», la cuenta Wunderkind. Según lo que le había dicho Sonny en Dulin, el gobierno ya tenía una copia microfilmada de este cheque gracias a la citación enviada al banco de Dixon.

El otro cheque, que Stern examinó con mayor detenimiento, estaba impreso en el papel verde del River National y era un giro certificado contra la cuenta de inversiones de Clara, a nombre de Dixon Hartnell. La cantidad era de 851.198 dólares. Stern sostuvo el cheque con la intensa emoción que aún le producía el contacto con una pertenencia de Clara. Plegó ambos cheques, los colocó dentro de las dos páginas impresas junto con las microfichas, siguiendo los mismos pliegues que había antes. Estas hojas reproducían la primera y última página del acuerdo de cuenta para Wunderkind, los dos lugares donde aparecía la identificación del responsable de la cuenta: nombre, dirección, número de seguridad social. En la última página, tras docenas de párrafos de advertencias y cláusulas, el cliente firmaba el acuerdo. Antes de guardar los documentos en la caja, que Remo había depositado a sus pies, Stern observó la línea final, donde Kate Stern había estampado su elegante firma.

42

Era evidente que no se sentía más feliz. Los acontecimientos de los últimos días lo habían dejado más confuso que nunca. Pero su vieja habilidad para distraerse con el trabajo había resurgido. Había recuperado el hábito de ser el primero en llegar a la oficina, y durante la última semana había aceptado tres casos nuevos de importancia: una estafa, una investigación por fraude y un caso local donde el propietario de un vertedero se enfrentaba a acusaciones de homicidio. Sondra y George alegaron que estaban abrumados de trabajo, pero Stern estaba preparado para aceptar los casos. En la oficina demostraba una energía y un deleite de los que antes carecía. ¡Los afanes del hombre en sociedad! El ajetreo, las llamadas telefónicas, los pequeños rayos de luz en la maraña de egoísmo y reglas. Alejandro Stern amaba la práctica de la ley. ¡Sus clientes, sus clientes! Ningún canto de sirena atraía más a Stern que la llamada de una persona en apuros: un malandrín encerrado en la comisaría en sus primeros tiempos, o un hombre de negocios acuciado por un agente del servicio fiscal, como le ocurría ahora. En cualquier caso, siempre lo excitaba: «No hable con nadie. Estaré allí dentro de un instante».

¿Qué era? ¿Qué era esa demencial devoción por gente que se resistía a pagar honorarios, que lo denostaba si perdía el caso, que le mentía por costumbre, retenía datos cruciales e ignoraba sus instrucciones? Lo necesitaban. ¡Lo necesitaban! Esos personajes débiles, lastimados y aun bufonescos requerían la ayuda de Alejandro Stern para salir adelante. El desastre acechaba. La destrucción de sus vidas. Lloraban en su oficina y juraban asesinar a sus camaradas traidores. Cuando volvían a sus cabales, se enjugaban los ojos y esperaban patéticamente a que Stern les dijera qué debían hacer. Él chupaba el puro y procedía a explicarles.

En la tarde del lunes, encontró un momento para llamar a Cal.

– Quería anunciarte que el asunto del cheque está resuelto.

– ¿En serio? -preguntó Cal.

– Por lo tanto, Cal, ten la amabilidad de decir a nuestros amigos del River National que todo está bien y agradéceles la cooperación.

– Claro, claro -dijo Cal, aclarándose la garganta- ¿Qué era?

– Un asunto muy complicado -respondió Stern.

– El beneficiario, quiero decir.

– Es difícil decirlo en este momento -repuso Stern, tratando de parecer sincero-. Pero pronto quedará aclarado, Cal. No tengas dudas. Te lo agradezco profundamente.

– Entiendo -replicó Cal.

Estaba ofendido, desde luego. Esperaba mayor veneración y confianza por parte de Stern, al menos por cortesía profesional.

Al regresar esa tarde a casa, encontró un enorme maletín en el vestíbulo. Se agachó para examinar la etiqueta. Marta estaba de vuelta. Por lo general viajaba con una mochila y un maletín, los bagajes de su vida diversificada.

No estaba en la casa. Tras subir al primer piso y llamarla, la descubrió desde la ventana del solario. Estaba apoyada en el seto, hablando animadamente con Fiona. Marta escuchaba con mayor interés del que acostumbraba mostrar por su vecina. Stern echó a andar hacia ellas. Cuando Marta lo vio, se acercó para abrazarlo, y Stern, por alguna razón, se inclinó sobre el seto, cogió la mano bronceada de Fiona y también la besó. Ella estaba con su atuendo de jardín, con hojas en el pelo, y pareció sonrojarse ante la vehemencia de Stern.

– Está guapísima, ¿verdad? -declaró Fiona, señalando a Marta, quien llevaba su habitual vestido sin formas, largo hasta el suelo. Sin duda Fiona abrigaba la secreta convicción de que Marta vestía como una de las mujeres que seguían a las caravanas de carretas por la pradera-. Le estaba dando la noticia.

– ¿Ah, sí? -preguntó aprensivamente Stern.

– Acerca de Nate y yo -especificó Fiona.

– Ah, sí. Nate me lo mencionó. Lamento saberlo, Fiona.

– Tal vez ambos estemos mejor.

Como muchas personas que ya han afrontado un hecho temido, Fiona en efecto tenía un aspecto mejor y más fuerte de lo que cabía esperar.

Marta empezaba a enfilar hacia la casa. Stern comentó que había tropezado con su maleta.

– Tengo pensado quedarme por un tiempo -anunció ella-. He renunciado a mi empleo.

– ¿De veras? -preguntó Stern-. ¿Sin más?

– Un mes de preaviso, pero me debían unas vacaciones. El mes próximo regresaré unos días para ordenar las cosas. Pero la última vez que estuve aquí, noté a Kate muy cansada, y de pronto pensé que ella tendría un bebé y que yo estaría a mil kilómetros sin ninguna razón. ¿Para qué me molesté en aprobar exámenes en cuatro Estados si no voy adonde quiero? Encontraré trabajo aquí. ¿Te molesta?

– En absoluto.

Fiona intervino para decir que era maravilloso, maravilloso, una alegría para todos. Stern asintió.

– Tengo que llamar a Kate -dijo Marta-. Luego tengo que verla a ella y a John. ¿Quieres venir?

– Esta noche no. Por favor, dile a Kate, sin embargo, que esta semana me gustaría cenar con ella y John.

– Dios mío -exclamó Marta-, qué voz tan seria.

Stern no respondió y Marta enfiló hacia la casa. Stern se quedó con Fiona.

– ¿Has entendido que tiene previsto vivir aquí? -preguntó Stern.

– Eso parece.

– Vaya.

Se sintió consternado al pensar que Marta, sus vitaminas y minerales estarían presentes todo el día. Fiona, entretanto, se había acercado un poco más al seto.

– Supongo que estás muy enfadado conmigo -murmuró.

– De ningún modo, Fiona. A decir verdad, recibí lo que merecía.

– Yo traté de advertirte esa noche. Cuando Nate vino a casa. De verdad. -Estudió a Stern con la mirada-. A fin de cuentas, Sandy, tenía que decir algo cuando él encontró la carta. Me pusiste en un brete. Pero no soportaba decirle a ese mal nacido que yo respetaba nuestro matrimonio cuando a él le importaba un rábano. ¿Sabes la peor parte? Cuando le conté esa ridícula historia, me pareció que se alegraba. ¿Puedes creerlo? -Fiona meneó la cabeza con gravedad-. ¿Por qué soy siempre tan tonta? -le preguntó a Stern, como si esperara una respuesta.

Se quedó un instante sumida en la desdicha de ser ella misma, de cometer a menudo, como tantos otros, los mismos errores.

– Por cierto, jura por lo más sagrado que esas pastillas no eran suyas -continuó Fiona-. Insistió en que eran para un paciente. Al fin me dijo que si yo no le creía, podía llamar al otro médico que trabajaba en el caso. Adivina quién era.

Stern alzó las manos: ni la menor idea.

– Peter.

– ¿ Peter?

– Tu hijo. ¿No es una coincidencia?

La noche era densa. Estaban a finales de julio y los insectos fastidiaban. Stern ahuyentó uno que le picaba la oreja mientras pensaba en la expresión de Nate el otro día, cuando se despedían. Esto era lo que Nate había callado. Stern comprendió que había tenido razón desde el principio. Le fastidiaba la idea de tener otro enfrentamiento.

Tal vez con Peter fuera innecesario.

– De todos modos, lo lamento -dijo Fiona.

– Fiona, soy yo quien debe disculparse. Como dices, te coloqué en una situación difícil. Lo has compensado de sobra. Agradezco tu discreción con Nate, cuando hablaste de nuevo.

– Qué diablos, pensé que no tenía sentido. No quería darle más satisfacciones -masculló, meneando la cabeza, abrumada por el divorcio, las diversas pero importantes concesiones que la vida le exigía en la derrota.

– No obstante, lamento que fueras la víctima de mi estado de alteración.

– Oh, no estuvo tan mal. -Lo miró tímida y provocativamente, una bonita cincuentona en atuendo campestre practicando la evasiva y seductora mirada que dirigía a los muchachos-. En cierto modo me animó.

Aun en su confusión, Stern no pudo reprimir una carcajada.

– Has sido muy generosa, Fiona.

– No ha sido nada -dijo ella.

Ella lo examinó pensativamente, con cierta picardía en los ojillos amarillentos. Pero Stern notó que ya habían cobrado rumbos diversos. Su barco y el de Fiona navegaban por canales diferentes. Por una vez en los últimos tiempos, el tacto de Stern no había fallado. Cada vez se dominaba mejor. Conmovido por las circunstancias, cogió la mano sucia de Fiona y le besó la palma.

– Allí vamos de nuevo -suspiró Fiona. Alzó los ojos y se alejó. Stern le pidió que le permitiera saber si podía ayudar de alguna forma. Ella agitó el brazo y se detuvo en la escalinata gris del porche- ¿Sabes que ese hijo de perra ha dejado de beber en serio? -preguntó.

Y luego meneó la cabeza enérgicamente y abrió la puerta.

Cuando Stern volvió a la cocina, Marta acababa de colgar el teléfono.

– ¿Cómo está tu hermana? -preguntó Stern.

– Inquieta. Parece haber mucha tensión. Dijo que John declaró ante el gran jurado la semana pasada.

– Eso tenía entendido. Hoy he hablado con Tooley.

Marta pidió que le resumiera la declaración de John. No había querido preguntárselo a Kate.

– Mi conversación fue como todas las que entablo con Mel. Muy vaga. Insistió en decirme que no había estado presente en la sala… como si yo pensara que podría estar presente. Pero parece que todo anduvo como esperábamos. John culpó a tu tío: Dixon había dado órdenes, John obedeció sin tener idea de lo que significaban.

– Vaya.

– Sí. Vaya.

– ¿Y la caja de seguridad?

– No la tengo -contestó Stern.

– ¿Has tenido noticias del tío Dixon?

– Ni una palabra.

– ¿Sabes qué se propone?

– A veces se me ocurre algo. Pero estoy desconcertado.

– Le anunciaste que presentarías esa moción, mañana, ¿verdad? ¿Para renunciar?

– En efecto -dijo Stern.

– Será mejor que lo hagas. Tienes que distanciarte de él. Esa mujer, Sonia o como se llame, va a pedir tu cuero cabelludo. Y tal vez la juez Winchell se lo entregue.

– Sí -dijo Stern.

También lo había pensado.

– ¿Qué haremos?

– Ya veremos. -Stern se acercó a su hija y la abrazó-. Ve a ver a Kate. Menciónale tu mudanza. Sin duda estará encantada.

– ¿Y tú? ¿De verdad que no te molesta tener de vuelta a tu hija chiflada?

Stern le dio un beso. Pensó en Peter, John y Kate. En Dixon. Clara.

– Estarás en tu casa -dijo.

43

No eran las siete cuando Stern llegó a la oficina el martes por la mañana. Le había dejado una nota a Marta, donde le sugería que fuera a verlo por la tarde para organizar su presentación ante el gran jurado. La oyó llegar tarde esa noche, pero no se había levantado para saludarla. Podía pasar otro día sin recibir noticias de Kate y John.

Al entrar, le pareció oír un ruido. Se detuvo ante la puerta de su oficina, que habitualmente estaba cerrada con llave pero ahora se hallaba entornada. La abrió de par en par y vio a Dixon dormido en el sofá color crema. La oficina apestaba a cigarrillo y otros efluvios.

Al lado, sobre la moqueta, estaba la caja de caudales.

Stern se acercó en silencio al escritorio. Trabajó allí un cuarto de hora hasta que llamó un cliente, el acusado en el caso del vertedero, un sujeto barrigón llamado Alvin Blumberg. Alvin era culpable y estaba paralizado de miedo; quería algo que no le podían dar: la promesa de quedar libre. Stern escuchó las quejas de Alvin, que criticó a sus fiscales, socios y esposa. Al cabo de un tiempo lo interrumpió para decirle que le presentaría a Sondra y pasó la llamada. Dixon estaba incorporándose, desperezándose, frotándose los ojos. Llevaba una camisa de algodón y pantalones de pinzas, una gruesa cadena de oro le colgaba del cuello. Se tocó los bolsillos de la camisa buscando cigarrillos.

– ¿Qué hora es?

Stern se lo dijo.

– Tengo que llamar a Silvia. ¿Te importa?

Stern empujó el teléfono hacia la esquina del escritorio y Dixon llamó a la esposa: había ido a la oficina de Sandy, tenía que examinar unos documentos, había pasado toda la noche allí.

– Está aquí. Me encontró dormido. Pregúntaselo. Me encontraste dormido, ¿verdad? -Dixon volvió al teléfono. Stern, reacio a verse envuelto con Dixon y sus excusas para una noche pasada en otra parte, masculló por el auricular que Dixon estaba dormido cuando llegó- ¿Ves? -dijo Dixon, y luego le recitó su horario del día, cada reunión, cada persona a quien debía ver-. Te quiero -dijo Dixon antes de despedirse.

Estaba moreno, con la barba crecida, y se le aflojaban las carnes bajo la mandíbula. El cabello ondulado empezaba a clarear. La edad lo estaba alcanzando. Pero Dixon aún concentraba todo su interés en sus charlas con Silvia. En sus años de decadencia Dixon y Silvia mantendrían esa feliz fijación mutua, socorridos, sin duda, por la inevitable disminución del interés de Dixon en otras aventuras. Este reconocimiento turbó a Stern: por perversa o inmadura que fuera la vida emocional de Dixon, no mentía cuando le decía a Silvia que la quería. Después de su descubrimiento del domingo, Stern había pensado que presenciar esta conversación, como lo había hecho a menudo a lo largo de los años, lo habría enfurecido, pero sólo sintió un aguijonazo de ausencia, languidez, envidia: su propia esposa se había ido.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó Dixon, colgando el teléfono.

– ¿Qué me has traído, Dixon?

– ¿No querías la puñetera caja? Pues aquí la tienes. ¿Estás contento? ¿Se acabaron los problemas?

– El gobierno también pide una declaración jurada mía, afirmando que no se ha alterado el contenido.

– Pues dales la declaración jurada.

– ¿Cómo podría hacerlo?

– ¿Quieres ver lo que hay dentro?

– Todo lo contrario. Me limito a remarcar un hecho.

– Quiero que mires.

La caja estaba frente a él, y Dixon hizo girar la llave. Metió la mano y arrojó un papel sobre el cristal del escritorio. Era el cheque de Dixon, plegado en cuatro, el que había redactado para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind. Stern buscó las gafas y fingió que estudiaba el documento.

– ¿Nada más?

– ¿Sabes qué mierda estás mirando?

Dixon había renunciado a sus modales civilizados. Ahora se mostraba él mismo: brusco y procaz.

– Creo entender la importancia del cheque, sobre todo para el gobierno. -Si entregaban sólo esto, Sonny Klonsky acusaría a Stern de más mala fe, de modificar el contenido de la caja según los conocimientos del gobierno. Desde luego, quedaría un rencor más entre ellos: ella nunca podría contar a Sennett lo que había revelado-. Por lo visto el gobierno cree que hay documentos de la cuenta en alguna parte.

– ¿Hay? -preguntó Dixon con una mirada socarrona, enfatizando el tiempo presente.

– Eso sería una estupidez, Dixon.

– Bien, estoy de acuerdo. Estaba preparando una fogata y luego me arrepentí, pero sólo pude salvar esto. -Señaló el cheque-. No se quejarán. Tendrán mi cabeza en bandeja de todos modos, si llegan a conseguir esto.

– Siempre que no tengan ya este cheque -objetó Stern.

– ¿Dónde iban a conseguirlo?

– Desde luego, es posible que las citaciones para el banco estuvieran destinadas a conseguirlo.

Dixon analizó la idea y luego pasó a lo evidente: ¿por qué molestarse con la caja si ya podían demostrar que Dixon controlaba la cuenta Wunderkind? Una táctica, explicó Stern. Si encontraban pruebas de que Dixon retenía documentos demostrarían su actitud culpable.

– ¿Quieres decir que he caído en la trampa? -preguntó Dixon.

– Es muy probable -admitió Stern, cruzando las manos, absolutamente sereno.

Nunca había actuado mejor. Dixon se acarició la barbilla en ademán pensativo. Suspiró, se rascó la nariz, meneó la cabeza.

– Crees que debería declararme culpable, ¿verdad? Eso dijiste la última vez.

– Cuando se es culpable, esa posibilidad siempre merece una seria consideración.

– ¿Qué me pasará? ¿A qué trato puedes llegar?

– Lo habitual es intentar comprar la libertad. Negociar por una elevada multa y un período más corto de prisión.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿En la actualidad? Con las tendencias federales en la materia, unos tres años.

– ¿Y cuándo me dan libertad condicional?

– Ya no hay libertad condicional en el sistema federal.

– Dios mío.

– Es muy duro.

– Y yo que voté a los republicanos -suspiró Dixon. Sonrió rígidamente- ¿Cuánto tengo que darles para conseguir los tres años?

– Sólo podemos hacer estimaciones, Dixon. Millones, sin duda. Sólo Dios sabe cuánto querrá pedir Stan Sennett. Tal vez un amplio porcentaje del valor de tu interés en MD. Será muy caro.

Dixon se aferró la barbilla. Imprevisiblemente, sonrió.

– Ellos no pueden confiscar lo que no pueden encontrar, ¿verdad?

Dixon pareció animarse al pensar en lo que estaba escondido en el Caribe. Silvia quedaría bien atendida. Stern comprendió la lógica del razonamiento.

Dixon encendió un cigarrillo.

– Si no te importa, Dixon, estaría en mejor posición para negociar si supiera qué ocurrió.

– Ya lo sabes -replicó Dixon, pero hizo un rápido resumen: le informaban sobre grandes pedidos que debían realizarse en Chicago, y al instante llamaba al despacho central para efectuar transacciones anticipadas en Kindle. Describió el uso de la cuenta de errores y la cuenta Wunderkind para reunir y proteger las ganancias-. Bastante astuto, en mi modesta opinión -concluyó Dixon.

– ¿Qué hay de esa cuenta, Dixon? Wunderkind. ¿Qué era eso?

– Sólo una cuenta empresarial. Lo planeé para esto.

– ¿Cuál fue el papel de John en todo esto?

– ¿John? Es un mequetrefe. Hizo lo que le pedía. Si le mearas en los ojos, John pensaría que está lloviendo.

Dixon miró el cigarrillo y pateó el suelo; llevaba zapatos italianos de cuero gris. Parecía cómodo.

– Un hombre de tu posición, Dixon. Es…

– Oh, no me sermonees, Stern. Así son los mercados, ¿te enteras? Allí devoramos a nuestra prole. Todos lo hacen. Demonios, los clientes lo hacen… los que están al corriente de lo que ocurre. Es la humanidad en la jungla. Me sorprendieron con las manos en la masa, eso es todo. Quiero seguir adelante. Quiero que este puñetero asunto termine. -Se palmeó las rodillas y miró al cuñado a los ojos, rubicundo, vital, todavía atractivo, Dixon Hartnell, coloso del mercado-. Quiero declararme culpable.

Stern no respondió.

– ¿De acuerdo? -preguntó Dixon-. ¿Qué hora es? Llama a esos imbéciles, ¿quieres? Ahora que todavía tengo agallas. Quiero oír cómo ese pomposo mal nacido de Sennett se derrumba de la sorpresa.

– Creo, Dixon, que intentas engañarme.

Dixon se sobresaltó.

– ¿Yo?

– Tú.

– Estás loco.

– Creo que no.

Dixon entreabrió la boca.

– Has estado hablando con esa mujer, ¿verdad? ¿Cómo se llama? ¿Krumke?

– Caramba, Dixon, tus piruetas me han costado la credibilidad ante el gobierno. No he hablado con Klonsky.

Dixon se levantó. Caminó por la oficina agitando el cigarrillo.

– Quieres que me desangre, ¿eh?

– Quiero la verdad, Dixon, si quieres contarla.

Dixon se paró ante la ventana y contempló el río, chispeante bajo el sol de la mañana.

– Hay algunas cosas acerca de esa cuenta.

– ¿Qué cuenta? -preguntó Stern.

– Wunderkind S.A. O como se llamara.

– Sí.

– Era la cuenta de John. O se suponía que lo era. Yo no quería trasladar el dinero a una cuenta que me pusiera en evidencia, así que le pedí que abriera una. Ya sabes, una cuenta empresarial, para aceptación bursátil. No puede estar a su nombre. La Bolsa de Kindle impide que los empleados tengan sus propias cuentas.

– ¿Qué nombre usaste, Dixon?

Dixon dio media vuelta. Parecía muy incómodo.

– Kate. Ella firmó los papeles con su apellido de soltera. Estoy seguro de que no tenía ni idea de lo que ocurría. El mequetrefe sólo le indicó que firmara al lado de la X.

– ¿Qué obtuvo John a cambio de este favor?

– Oh, es el tonto del pueblo. Si le pido que salte, me pregunta a qué altura. Quiere ser un operador de la bolsa. Estaba esperando un ascenso. Oye, es un chaval. Es un fideo. Puedes moldearlo para darle la forma que quieres. Le pedí que hiciera cosas y me obedeció.

– ¿Ni siquiera le prometiste un céntimo de las ganancias?

– Jamás le hablé de ello. Francamente, creo que es demasiado estúpido para pedirlo. De todos modos, no hubo ganancias. No por mucho tiempo.

– Sí, Dixon. Explícame eso. ¿Robaste dinero y lo perdiste?

– Era como Las Vegas. ¿A quién le importaba? Perdí, gané más. Era un puñetero juego, Stern.

– En el cual involucraste a mi hija y mi yerno… tus sobrinos. Un delito en el cual decidiste ocultarte detrás de unos niños… mis niños.

Dixon no respondió. Regresó al sofá y encendió otro cigarrillo.

– ¿No calculaste, Dixon, que John hablaría al gobierno acerca de la cuenta y cómo se creó?

– Sí, lo calculé. Pero no tenía gran interés en contártelo. -Dixon se recostó y estiró los pies-. Tengo los documentos en casa. Los traeré.

– ¿No temías que yo te perdiera el respeto? -preguntó Stern con acerada frialdad.

– Oh, ve a que te den por el culo, Stern. Lo siento… ya está hecho. Soy culpable y me declaro culpable. Tendré mucho tiempo para arrepentirme. Así que llama a los malditos fiscales y terminemos con esto.

Con un brazo sobre el respaldo del sofá, Dixon formó anillos de humo en el aire.

– Eres culpable de muchas cosas, Dixon. Pero, por desgracia, no de este delito.

Dixon se irguió en el asiento.

– ¿Te has vuelto loco?

– Creo que no. Eres inocente, Dixon.

– Oh, por favor.

– Dixon, me estás diciendo precisamente lo que a tu entender piensa el gobierno.

– En eso tienes razón.

– Pero tú sabes que es mentira.

Dixon se levantó bruscamente, pero tardó en responder.

– ¿Mentira?

– Dejemos de lado, Dixon, la cuestión del motivo. Insistes en que un hombre rico puede robar con tanto entusiasmo como un pobre, y así ocurre a menudo. Pero expliquemos esto, por favor. Me dices que persuadiste a John de que abriera una cuenta para que la culpa recayera sobre otro si alguna vez llegaba el día. Sin embargo, cuando el gobierno descubrió la cuenta, tú escondiste los documentos.

– ¿Y qué? No soy tan idiota como pensé al principio. Además, ya te lo he dicho: prefería no explicártelo.

– Creo, Dixon, que tenías otros motivos.

– Estás desbarrando, Stern.

– Dime, Dixon, según tu explicación, ¿cómo se enteró el gobierno de todo esto? ¿Quién es el informante, Dixon?

Dixon negó con un gesto, como si nunca hubiera pensado en ello.

– ¿Quién crees que es? -preguntó.

– Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que es Margy, y que tú siempre lo has sabido, que incluso has dirigido su actividad.

Dixon se quedó de una pieza. Los ojos, de pronto más claros, se movieron primero.

– Estás totalmente chalado.

– Creo que no.

– Eres un caso -espetó Dixon-. ¿Lo sabías? Me fastidias durante meses para que te cuente esto, me interrogas, me mandas puñeteras mociones, amenazas a mi secretaria, y cuando al fin aflojo y te digo lo que ocurre, me llamas embustero y haces una acusación extravagante que se te ha ocurrido en una alucinación. Ve a que te den por el culo, Stern.

– Un maravilloso discurso.

Stern alzó ambas manos y aplaudió una vez.

– Me declararé culpable.

– ¿Por un delito que no has cometido?

– Mira, no aguanto más tus chorradas. Eres mi abogado, ¿no?

– De momento.

– Bien, quiero declararme culpable. Haz un trato. Ésas son tus órdenes. O instrucciones. Como las llames.

– Lo siento, Dixon. No puedo hacerlo.

– Entonces te despido.

– Muy bien.

– ¿Crees que no lo haré? Lo haré sin ti. La ciudad está llena de abogados. Todos trabajan si les pagas. Es como sangre en el agua. Conseguiré seis antes del anochecer.

– No eres culpable, Dixon.

Dixon hizo una mueca y soltó un gemido agudo.

– ¡Maldito seas, Stern!

Fue como un cañonazo. En alguna parte del silencioso edificio, Stern oyó movimientos. Pasillo abajo alguien abrió una puerta.

– Insufrible hijo de puta. ¿Ha habido algún momento de tu vida en que no te hayas creído más listo o mejor que yo?

Tenía los ojos desorbitados. Se acercó a Stern, quien temió que su cuñado le pegara. Pero al fin Dixon se alejó y se agachó ante la caja.

– Déjala, Dixon. Sigo bajo citación. La caja es cosa mía.

Dixon lo fulminó con su rabiosa mirada.

– ¿Te imaginas? -preguntó antes de irse.


– Soy Stern.

– Hola.

La saludó cordialmente y le preguntó cómo se encontraba. Al oír esa voz volvía a sentir, aunque más lejana, la misma tormenta de emociones. Un trueno distante. Miró el reloj del teléfono. Otro de sus aparatos. Eran más de las cinco.

– Escuche -dijo ella-. He recibido una llamada muy rara. Su cliente, Hartnell. Dijo que quiere venir para hablar conmigo.

– Ignórelo -dijo Stern.

– Lo he intentado. Le dije que no podía hablar con él, porque él tenía un abogado. Dijo que lo había despedido. ¿Es verdad?

Stern aguardó un instante y le dijo que no sabía bien en qué habían quedado, que Dixon estaba muy alterado en ese momento, agobiado por la tensión.

– Si me retiro, sin embargo, no lo haré hasta que él haya conseguido otro abogado. Insisto, Sonny, en que el gobierno no trate con él directamente.

– Bien, Sandy, no sé. Es decir…

– No la estoy criticando.

– Comprendo.

La mayoría de los jueces reaccionarían adversamente si el gobierno actuaba. Si Stern alegaba que el cliente estaba alterado, el tribunal entendería que la fiscalía se había aprovechado injustamente de la situación. Ni siquiera Sennett correría ese riesgo. Tenía el caso bien atado. ¿Para qué arriesgarse? Sonny, sin duda, estaba realizando los mismos cálculos.

– Hablaré con Stan -decidió al fin. La salida habitual para un problema-. ¿Debo entender que Hartnell desea declararse culpable?

– Yo le aconsejaría que no lo hiciera. Muy enfáticamente.

– Está usted fingiendo -dijo ella con cierto humor. Sonny no podía evitar cierta calidez. Le gustaba estar en el mismo problema que él, probándose a sí misma. Sin embargo, tuvo la bondad de no presionar demasiado-. ¿Qué hay de la caja? ¿Marta y usted han hablado de nuestra propuesta?

– ¿Qué quieren ustedes? -preguntó Stern.

Claro que lo recordaba. Era sólo otro truco de picapleitos, con la esperanza de que las condiciones mejoraran en la repetición. No mejoraron.

Ella le ofreció el mismo trato: presentar la caja y una declaración jurada de que el contenido no se había tocado. De nuevo en la misma situación, algo cotidiano en la vida de un abogado. A fin de cuentas era sólo una firma. ¿Quién lo sabría además de Stern?

– Creo, Sonny, que no podré aceptar.

– Sandy…

– Entiendo.

– Creo que no entiende. Stan está muy contrariado.

– Desde luego.

– Oh, vaya -exclamó ella, y reflexionó un instante-. No me gusta el cariz que toma esto, Sandy. En serio. ¿Sabe Dixon que podemos demostrar que él controlaba la cuenta? Me refiero a Wunderkind.

– No puedo contar lo que hablé con mi cliente, Sonny, pero no he faltado a mi promesa. Espero que usted no haya pensado lo contrario.

– Lo sé. Lo digo en serio. Escuche, tengo que reflexionar… Si puedo encontrar un modo de que usted le hable, ¿eso cambiaría las cosas?

– Es usted muy amable, Sonny. Pero no cambiaría nada.

Ella titubeó.

A juzgar por su silencio, estaba desorientada.

– Sandy, esto es una locura. Si cree que alguien de este edificio no se atreverá a encarcelar a Sandy Stern…

– No me hago ilusiones.

– ¿Y nadie más puede hacer otra cosa?

Él aguardó, sin deseos de influir de nuevo sobre ella. Lo había hecho en Dulin, con un considerable coste emocional para ambos al final.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– No importa.

– ¿Qué?

Stern suspiró.

– El informante.

Ella chasqueó la lengua.

– ¿Qué pasa con eso?

– Supongo que aún no conoce la identidad.

– Si la conociera, no podría decirla.

– Claro que no.

– ¿Entonces?

– Creo que el fiscal federal se ha complacido en engañarme. Sospecho que descubrirá usted que la fuente es alguien con quien el gobierno sabe que mantengo una relación, lo cual naturalmente exime a esa persona de mis sospechas. -Pensó si decir «un cliente» o dar el nombre de Margy, pero cuanto más específico fuera, más difícil resultaría todo. Como decía Sonny, nunca podría confirmarle la identidad-. Si mis sospechas son erróneas, quisiera saberlo.

– ¿Es importante? ¿En relación con lo nuestro? ¿La citación?

– Crítico.

– No hago promesas -suspiró Sonny-. Si lo averiguo, lo averiguo. No sé qué haré.

Ambos guardaron silencio. Stern notó con asombro que ella era una persona fuerte, bondadosa.

– ¿Cómo anda su vida? -preguntó.

No se atrevió a ser más directo: tu matrimonio, tu marido.

– Mejor -respondió ella.

– Bien.

– Ajá -dijo Sonny, y antes de colgar añadió-: Pero la ley apesta.

44

– Diga su nombre y deletree el apellido para dejar constancia.

– Mi nombre es Alejandro M. Stern. El nombre de pila es A-l-e-j-a-n-d-r-o. El apellido es S-t-e-r-n.

– ¿La M? -preguntó Klonsky.

Tal vez nunca satisfaría del todo su curiosidad por él.

– Mordecai.

– Ah.

Escuchó estoicamente el dato y volvió a sus notas.

Sonny lo sometió al preámbulo habitual, que Stern había leído en docenas de transcripciones. Le anunció que comparecía ante el Gran Jurado Especial de Marzo de 1989 (marzo era el mes en que se había constituido), y le hizo un breve resumen de la investigación 89-86, que concernía a «presuntas violaciones del inciso 18 de la sección 1962 del Código de Estados Unidos». También mencionó que Stern no era el objetivo de la investigación y que la abogada estaba fuera, disponible para que él la consultara.

– ¿Ella se llama Marta Stern, con igual grafía?

– Sí -dijo Stern. Se dirigió a la relatora tribunalicia sentada ante él, Shirley Floss, quien antes trabajaba con el juez Jorka-: M-a-r-t-a.

Shirley sonrió mientras dactilografiaba. La escritura correcta era el centro de la vida de una relatora.

Stern estaba sentado en la silla de los testigos, dentro de la sala del gran jurado, con lo cual satisfacía treinta años de curiosidad. A su lado, detrás del escritorio de castaño, estaban la presidenta y la secretaria del gran jurado, dos mujeres maduras seleccionadas entre los demás jurados para esta función ministerial. Delante de él, Klonsky y la relatora se sentaban ante un pequeño escritorio; en el resto de la sala estaban los otros miembros del gran jurado: la liga de las naciones, todas las razas y todas las edades. Dos vejetes dormían; un joven con aire de matón, con patillas espesas y pelo largo y grasiento, leía el periódico. Algunos escuchaban servilmente. Una mujer madura, atractiva y esbelta tomaba notas en una libreta. No había ventanas ni luz natural.

– ¿Dónde reside usted, señor Stern?

Dio la dirección de su casa y respondió a la siguiente pregunta diciendo que era abogado.

Sonny se acercó a la mesa.

– Señor Stern, le muestro lo que la relatora ha marcado como G.J. 89-86, documento 192. ¿La reconoce?

Era la citación que ella le había entregado. Ciento noventa y dos documentos, pensó Stern. John había estado atareado. Sin duda la investigación tocaba a su fin y se acercaba el sumario. Klonsky declaró que Stern había recibido la citación y le hizo leer el texto en voz alta.

– Ahora bien, señor Stern, ¿la susodicha caja está en posesión, custodia o control de usted?

– Me niego a contestar.

– ¿Con qué fundamento?

– El secreto entre abogado y cliente.

Klonsky, que esperaba esto, se volvió hacia la presidenta del gran jurado, una mujer canosa con gafas.

– Señora presidenta, por favor, solicite al testigo que responda.

Feliz de poder actuar en el drama que por lo general sólo presenciaba, la presidenta miró a Stern y dijo:

– Responda.

– Me niego -replicó Stern.

– ¿Con qué fundamento? -preguntó Klonsky.

– El antedicho.

Sonny, que hasta el momento se había mostrado eficaz e implacable, parecía titubear. El embarazo había avanzado hasta el punto de eliminar su sólida gracilidad. Aguardó un instante con aire de pocos amigos.

– Señor Stern, le advierto que tendré que pedir que se le acuse de desacato.

– No pretendo estar en desacato ante nadie -dijo Stern.

Klonsky pidió un receso para que Stern y ella pudieran hablar en la cámara de la juez Winchell. Los jurados estaban familiarizados con esta excursión, pues todas las semanas iban en masa hasta la oficina de la juez para entregar acusaciones. Stern los había visto a veces, un cortejo de verdugos felices. Para ellos era como una función, 30 dólares diarios, parte de costumbres de la ley tan arcanas como los hábitos de los chinos. Para el acusado era a menudo el fin de una vida respetable.

Sonny abrió la puerta de la sala y Marta, vestida con traje oscuro y medias de nailon -¡medias de nailon!-, se asomó.

– ¿Qué hay? -preguntó al padre.

– Vamos a ver a la juez.

En la cara de Marta, Stern vio reflejada su propia expresión latina, la aceptación de lo inevitable.

El grupo -Sonny, Sandy, Marta y Shirley, la relatora- esperó silenciosamente los lentos ascensores del nuevo edificio federal.

– He llamado a Stan -anunció Sonny-. Se reunirá con nosotros aquí.

El fiscal federal iría personalmente para exigir justicia. Era evidente que Sennett lo odiaba hasta un extremo que él nunca había sospechado. Vergüenza, despecho, humillación, el amargo anhelo de respeto. Los seres humanos eran criaturas lamentablemente previsibles.

El pequeño grupo avanzó por la bulliciosa avenida en el calor estival. Shirley había guardado la máquina y las notas en un maletín, y empujaba uno de esos carritos con ruedas que las azafatas utilizan para el equipaje. Le habló a Stern de sus hijos. El menor estaba en la universidad y esperaba trabajar en radio y televisión. Sonny y Marta, a pesar de todo, se trataban civilizadamente. Habían terminado de estudiar derecho en la misma época y tenían amigos comunes. Un sujeto llamado Jake, compañero de estudios de Marta, había trabajado con Sonny en el tribunal de apelaciones.

Sennett los esperaba en la antesala de la juez con un inmaculado traje azul y una camisa perfecta. Cuando entraron, el fiscal se estudiaba las uñas. Estrechó la mano de Marta y la de Stern. Éste, algo irritado, no le devolvió el saludo.

Poco después se abrió la puerta de la oficina de Winchell y la juez los invitó a entrar. Llevaba una falda recta y el cabello entrecano recogido, de modo que tenía un aire aniñado.

– Bien, no me alegro de verlos.

Se asomó por la puerta lateral para llamar a su propio relator.

El grupo se volvió a sentar ante la mesa de conferencias, sólida como una fortaleza. La luz del día se filtraba por las gruesas cortinas, largos paralelogramos de fulgor que conferían al resto de la habitación, por contraste, un aire carcelario. Pura metáfora, pensó Stern de esa asociación.

– Que conste oficialmente -dijo la juez Winchell a su relator-. Entiendo que el señor Sennett tiene una moción.

Stan señaló a Sonny, quien extrajo de un sobre una pequeña moción que tenía preparada de antemano. Pedía que se ordenara a Stern que reapareciera ante el gran jurado y respondiera a las preguntas que se había negado a contestar. Se requería esta nueva aparición porque el gran jurado no tenía poder para obligarlo a responder. Sólo se podía declarar a Stern en desacato -y encarcelarlo- si violaba la orden de la juez.

Moira dejó la moción a un lado.

– Bien, veamos qué ha pasado. ¿Ésta es la relatora del tribunal?

Shirley prestó juramento y leyó su libreta con voz cantarina, titubeando mientras interpretaba los símbolos estenográficos. El relator de la juez, Bob, estaba sentado al lado de Shirley y tomaba nota de todo con su propia máquina.

– Respuesta del señor Stern -leyó al finalizar-: «No pretendo estar en desacato ante nadie».

Stern vio que Sennett fruncía el ceño. La respuesta no lo convencía.

– De acuerdo, señorita Stern -dijo la juez con la formalidad que requería un diálogo oficial- ¿Qué dice usted de la moción?

– Protestamos, señoría.

Marta dijo que la recepción o retención de la caja por parte de Stern eran cuestiones que implicaban diálogos con el cliente. Pidió una semana para presentar un alegato que respaldara esta posición, y Sennett, que hablaba hoy en nombre del gobierno, objetó con su habitual tono de reprimida vehemencia. No eran necesarios alegatos acerca de este particular y ello retrasaría las acciones finales del gran jurado. Marta replicó con perspicacia pero la juez al fin se puso del lado del gobierno. No toleraría alegatos sobre cada pregunta que se formulara a Stern.

– Si hay algún alegato, lo leeré ahora -determinó la juez.

Marta extrajo de su maletín fotocopias de varias opiniones judiciales acerca del alcance del secreto entre abogado y cliente y pasó copias a la juez y los fiscales. Todos guardaron silencio mientras la juez y los abogados leían.

Stan sin duda pretendía presentar la acusación en breve. El día anterior por la mañana, Stern había recibido una carta del Departamento de Justicia, donde se le citaba con la sección de Crimen Organizado e Intimidación a las nueve de la mañana del martes siguiente en Washington, DC. Si todo andaba como de costumbre la reunión sería breve, cortés y superficial. Al cabo de dos semanas a lo sumo, la fiscalía tendría autorización y Dixon Hartnell dejaría de ser un personaje influyente para transformarse en pasto de tres o cuatro periódicos. Ese jueves por la mañana las páginas de negocios publicarían el rumor de su inminente sumario, como resultado de la investigación de Stan. Después de la lectura de los cargos, Stan celebraría una conferencia de prensa y haría fervientes declaraciones que lo harían parecer adecuadamente enérgico cuando su voz se repitiera en el noticiario nocturno. El viernes por la mañana la acusación llegaría a la primera plana y tal vez mereciera un artículo en el Wall Street Journal y el New York Times. Los periódicos del fin de semana publicarían un largo resumen, donde se compararía la cruzada de Sennett contra la corrupción en Kindle con otras en todo el país o, peor aún, se contaría el trágico ascenso y caída de Dixon Hartnell.

Y mientras devastaban su reputación, la vida empresarial de Dixon se desmoronaría. Los competidores cortejarían a los estupefactos clientes de Dixon, y los empleados clave actualizarían sus contactos. A la luz de las acusaciones, se emitiría de inmediato una orden de restricción para todo el patrimonio visible de Dixon, de modo que Stern tendría que llamar a Klonsky para pedirle autorización antes que Dixon pudiera cobrar un cheque para gastar dinero. Los periodistas acecharían frente a la casa de Dixon y lo llamarían al trabajo. Dixon vería por doquier un reflejo de aversión o juicio reprobatorio. Para Stern parecía imposible que Dixon pudiera desmoronarse tanto, o que pudiera seguir adelante ante tamaña humillación.

– He aquí mi opinión -dictaminó la juez, tras leer los casos de Marta y poco dispuesta a admitir objeciones-. Creo que estos casos no son pertinentes. En este circuito, bajo decisiones como Feldman y Walsh, un abogado tiene que hacer una presentación concreta para respaldar cada pregunta formulada o cada dato para el cual se reclama la inmunidad. Ésta se debe aplicar de hecho, no potencialmente. De ello concluyo que la inmunidad no protege al señor Stern ni a ningún otro testigo de responder si tiene en su posesión un objeto solicitado en una citación. De lo contrario, el tribunal y los abogados se enzarzarían en largos e inútiles procedimientos. Por lo tanto, señorita Stern, la objeción no ha lugar y ordeno al cliente que responda. Ahora. -La juez alzó las largas manos. No llevaba más joyas que una delgada sortija y tenía las uñas sin pintar-. Me gustaría saber si su cliente se propone responder o no, pues necesitaría tiempo para reflexionar antes de pronunciarme sobre un desacato. ¿Por qué no entran en mi estudio para conferenciar?

– Creo que ella tiene razón -dijo Marta, en cuanto cerró la puerta del estudio.

– Claro que sí -admitió Stern. Era una habitación pequeña, tal vez la oficina de un escribiente cuando se construyó el edificio. Había una pared de libros, varias fotos de Jason Winchell, una foto de una perra, una setter irlandesa, en diversos momentos de su vida, desde que era un cachorro hasta que tenía su propia camada. Los ojos de la perra brillaban verdes y escalofriantes a la luz del flash mientras su prole mamaba- ¿Deseas que responda a esa pregunta?

– Te lo aconsejo -contestó Marta.

Regresaron a la mesa. Marta anunció que Stern respondería. Los fiscales no reaccionaron, pero la juez asintió con satisfacción.

– De acuerdo -dijo la juez-. ¿Cuál será la próxima pregunta? Quisiera impedir que los jurados pierdan tiempo mientras los abogados van y vienen.

– Bien, ¿cuál es la respuesta a la pregunta? -intervino Sennett.

La juez miró a Stern y Marta alzó la mano para impedir que su padre hablara.

– Creo que mi cliente indicará que la caja está en su posesión.

Marta sabía esto, pues había vuelto a ver la caja en la oficina. Pero Stern no había mencionado las nuevas conversaciones entre Dixon y él, y Marta había tenido la prudencia de no preguntar. Tomaba en serio la obligación de su padre de guardar reserva respecto a las confidencias de Dixon.

Al saber que Stern tenía la caja, Sennett se volvió hacia Klonsky. Tal vez había esperado que no fuera así. Sonny no respondió. Ante el gran jurado actuaba con soltura, pero ahora, al afrontar las consecuencias, estaba menos animada y parecía cada vez más distanciada del procedimiento, donde Sennett llevaba la voz cantante. Estaba más pálida. Stern no pudo evitar pensar en Kate, aunque poco lo consolaron lo que parecían signos de complicidad de Sonny.

– Próxima pregunta -indicó la juez.

– La próxima pregunta -dijo Sennett- es si la caja, el contenido incluido, está en las mismas condiciones que cuando el señor Stern la recibió o si, según su conocimiento, se ha sustraído algo.

Marta iba a hablar, pero la juez ya estaba meneando la cabeza. Las preguntas, de una en una, advirtió a Sennett. Él le susurró algo a Klonsky, quien se encogió de hombros.

– La pregunta -prosiguió Sennett- es si el señor Stern tiene conocimiento de que se haya sustraído algo de la caja desde el momento en que se entregó la citación.

Por desgracia, ésta era una sagaz mejora. Planteada así, la pregunta seguía la línea del dictamen anterior de la juez y no iba más allá de preguntar si Stern había seguido en posesión de aquello que se le había solicitado. Si Stern respondía que nada se había sustraído desde la citación, Sennett intentaría retroceder al momento en que Stern había recibido la caja. Eso podía ser más objetable. Stern, desde luego, comprendió que nunca respondería a la primera pregunta.

– Bien, señorita Stern, ¿alguna objeción a esta pregunta?

– Preguntarle si él sabe -observó Marta- no distingue entre lo que el cliente le pudo haber dicho y lo que él ha averiguado por su cuenta.

– Limitaremos la pregunta para excluir toda conversación con el cliente -replicó Sennett.

– De modo que la pregunta es -concluyó la juez-, dejando de lado toda conversación con el cliente, ¿sabe el señor Stern si se ha extraído algo de la caja desde el momento en que se le entregó la citación?

Sennett asintió. Ésta era la pregunta.

– ¿Alguna otra objeción? -preguntó la juez.

Stern le susurró a Marta: insiste sobre el secreto. Así lo hizo ella, y declaró que la pregunta todavía apelaba al conocimiento obtenido en la relación entre abogado y cliente, y podía revelar las impresiones mentales del abogado.

– Muy bien -dijo la juez-. Estas objeciones no han lugar. La pregunta, al igual que la anterior, se refiere simplemente a lo que está o no está en posesión del interrogado, sin tener en cuenta las conversaciones con el cliente. Por lo tanto, ordeno al señor Stern que responda. De nuevo, quisiera saber si se propone responder.

La juez señaló otra vez su estudio.

– No -dijo Stern cuando estuvieron a solas.

– ¡Papá!

– No responderé.

– ¿Por qué no?

– No puedo.

Había un pequeño sofá tapizado de tweed, y Stern se desplomó en él. De pronto se sentía agotado. Marta se quedó de pie.

– Me dijiste, antes que Dixon se llevara la caja, que nunca te permitió abrirla.

– Es verdad.

– Así que no sabes si han extraído algo. ¿Cómo podrías saberlo?

Él meneó la cabeza, negándose a responder.

– Vamos -exclamó ella.

Stern miró las paredes: la juez exponía allí varias menciones y una medalla de un grupo femenino. Como Stern había supuesto, tenía un atiborrado escritorio en su espacio privado.

– Si respondiera que, a partir de mis conocimientos, el contenido de la caja no es el mismo, ¿qué sucedería?

– Te preguntarían qué falta, cómo sabes que no está, quién tuvo acceso a la caja, dónde se encontraba, quién tiene lo que falta -respondió Marta, al tiempo que contaba las preguntas con los dedos.

– ¿Y se sostendrían nuestras objeciones de privilegio a tales preguntas?

– Tal vez. Para algunas. Depende de cómo sepas lo que sabes.

– Tal vez para algunas. Pero la juez Winchell sin duda pedirá que declare quién tenía acceso a la caja o dónde se encontraba.

– Una conjetura razonable -concordó Marta-. ¿Me estás diciendo que él extrajo algo y que tú lo sabes?

Una vez más, Stern rehusó responder.

– Papá…

– Marta, si declaro que Dixon tomó la caja, que Dixon devolvió la caja y que falta algún objeto, ¿qué deducirán los fiscales y el gran jurado?

– Eso es evidente.

– En efecto -asintió Stern-. Así que no puedo consentir estas preguntas. No daré respuestas que impliquen mala conducta de mi cliente. Ni voy a responder a las preguntas de nadie acerca del contenido de la caja.

– ¿Con qué fundamento?

El desconcertado Stern caviló un instante.

– El derecho a la intimidad.

No existía tal cosa y ambos lo sabían. Marta estudió a su padre. Stern sabía que dentro de ella la razón competía con las emociones. En alguna parte, si ella tenía suficiente flexibilidad, encontraría un argumento que lo persuadiera, que lo salvara de sí mismo. Los ojos oscuros le brillaban.

– Ahora no te están haciendo tales preguntas. Sólo quieren saber si el contenido de la caja es el mismo. Sí o no. Si tienes un problema más tarde, lo abordaremos en su momento.

– Me niego. Una vez que hayamos tomado este camino, no hay un punto lógico donde detenerse.

– ¿Qué había en la caja? -rezongó Marta.

Stern meneó la cabeza.

– ¿Cómo lo sabes?

Él repitió el ademán.

Marta lo observó con la misma concentración obsesiva.

– Tía Silvia -concluyó al fin-. Ella te lo dijo. La estás protegiendo.

– Eres inteligente, Marta, pero aquí te equivocas.

– No lo entiendo. No entiendo qué crees saber. Tampoco entiendo tu lealtad hacia él. ¿No lo odias? ¿Después de todos los trucos que ha empleado?

Stern titubeó.

– Vamos -dijo Marta.

– Tengo una obligación hacia Dixon. El gobierno puede buscar pruebas contra él en todos los rincones del mundo, y al parecer eso ha hecho. Él tiene derecho a saber que su abogado no se unirá a la multitud.

– No estás obligado a violar órdenes judiciales. Éste es un problema de filosofía personal, no de ley.

– En lo que a mí concierne, Marta, esto no depende de mí. En cualquier caso, no me serviría del sistema legal para zanjar mis diferencias con Dixon.

Marta aflojó los brazos, frustrada.

– ¿Y la Quinta? -preguntó de pronto.

– No. A mi entender, en estas circunstancias Dixon no está protegido por la Quinta Enmienda.

– No, no. ¿Qué me dices de ti? Puedes ser inocente y recurrir a la Quinta. Si revelas que algo se extrajo de la caja mientras estabas bajo citación, te puedes incriminar. Tú tienes derecho a la Quinta.

Marta estaba excitada, convencida de que ésta era la solución.

Stern disentía. Si hacía lo que pedía Marta, los fiscales pronto obtendrían una orden de nulidad que lo privaría de la protección de la Quinta Enmienda. No habría ganado nada y estas tácticas desesperadas irritarían a la juez.

Derrotada, Marta se sentó junto a su padre.

– No lo entiendo. ¿Cómo te puedes hacer esto, sólo para complacerlo?

– Si yo quisiera complacer a tu tío, cometería perjurio y resolvería todos mis problemas. Quizá yo sea demasiado cobarde para adoptar esta posición.

– Papá, por favor. Si te enfrentas a ella en este terreno, donde no tenemos fundamento legal para oponernos, te meterá en la cárcel.

– Entonces, que sea lo que Dios quiera.

Su hija lo miró de hito en hito.

– Por Dios -exclamó Marta-. Y dices que él es un cliente difícil. ¿Qué había en la maldita caja?

Stern negó de nuevo con un gesto.

Regresaron a la mesa. La juez y los relatores estaban hablando de cine.

– Bien, constancia oficial -dijo la juez.

Marta entrelazó las manos, las apoyó en la mesa y anunció que Stern se negaría a responder la pregunta basándose en el secreto entre abogado y cliente y en la garantía del derecho a la defensa brindado por la Sexta Enmienda. La juez, los fiscales e incluso los relatores tardaron un instante en asimilarlo.

– Desacato -dijo al fin Sennett.

– Mi cliente considera que el gobierno intenta utilizarlo como testigo contra su cliente -añadió Marta.

– Sea verdad o no -determinó la juez Winchell, mirando el suelo-, tiene que responder. Ni el derecho a secreto entre abogado y cliente ni la constitución le otorgan una base aceptable para negarse.

– No responderá -insistió Marta, enérgica e implacable, sin revelar la menor duda.

Maravillosa a pesar de todo, pensó Stern.

La juez se cubrió los ojos con la mano.

– Bien -suspiró al fin-. Evaluaré cómo enfocar este desacato, suponiendo que se produzca. Y escucharé atentamente los argumentos. -Se enderezó-. Pero quiero que el señor Stern sepa que si se obstina, tengo la intención de ponerlo bajo custodia, y dejaré que el tribunal de apelaciones decida si mi orden debe retrasarse mientras consideran el asunto. También le advierto que no pondré fin a su presencia ante el gran jurado. Tendrá que continuar respondiendo a las preguntas de la fiscalía, o seguir negándose.

La juez Winchell le había clavado su mirada glacial. Ni amistad, ni descansos de la sinfónica, ni chorradas. Estaban en el corazón de la existencia judicial de Moira Winchell, su autoridad legítima. Con cierto temor, Stern atinó a cabecear.

El grupo regresó en silencio a la calle para caminar hasta el nuevo edificio federal. Stan se separó de ellos porque debía dar un discurso en un almuerzo. Sin duda sentía no estar allí para ver cómo los alguaciles le ponían las esposas, pero quedaban al menos tres cuartos de hora y Stan, siempre con prisa, no tenía tiempo. Le dijo algo a Klonsky y se marchó mientras el grupo caminaba bajo el calor del mediodía, rodeado por el bullicio de las obras de construcción y el tráfico.

Frente a la sala del gran jurado, los miembros remoloneaban, tomaban café, charlaban, fumaban cigarrillos. Sonny alzó una mano para reunirlos.

Se plantó con Stern y Marta ante la puerta.

– Sé que es una cuestión de principios -le dijo a Stern, cogiéndole la mano, un gesto algo chocante en ese entorno-. Pero creo que es un error. Por favor, recapacite.

En la sala, Stern volvió a ocupar su asiento. Ella leyó la primera pregunta: ¿Estaba en posesión de la caja?

– Sí.

Klonsky estudió su libreta.

– Dejando de lado toda comunicación con el cliente, ¿sabe el señor Stern…? No, tache eso. ¿Sabe usted si se ha extraído algo de la caja desde el momento en que le fue entregada la citación, G.J. 89-86, documento 192?

– Me niego a responder.

Sonny lo miró con semblante pálido.

– Exprese sus razones.

Terminaron pronto. Los miembros del gran jurado refunfuñaron cuando Klonsky pidió otro descanso.

Marta estaba de pie al lado de la puerta. Soltó una maldición cuando la abrieron.

Klonsky pidió a Barney Hill, el escribiente del gran jurado, que llamara a la secretaria de la juez Winchell para decirle que volvían. Los cuatro salieron a la calle. Marta caminaba junto a Stern, hablándole acaloradamente.

– Ahora suplicaré y apelaré. Usaré todo… treinta años de servicio en este tribunal, la muerte de mamá, todo. Y no quiero deliberaciones, ¿te enteras?

Él asintió sonriendo, y siguió adelante, asombrosamente libre de temores y dudas.

El personal de la juez sabía lo que ocurría y guardó silencio cuando entraron. La secretaria le anunció a la juez que habían regresado, pero la puerta de la cámara permaneció cerrada, y los cuatro -Stern y su hija, Klonsky y la relatora del tribunal- esperaban en la antesala. Sonny estaba más pálida. Se sentó frente a Stern frunciendo los labios, mirando el vacío. Era muy bonita, observó Stern, distanciándose. Entró Bud Bailey, uno de los alguaciles. Era un hombre corpulento, amable y pelirrojo, con uniforme, pistola y llaves tintineantes. Su llegada sobresaltó a Stern como una nota disonante.

Bailey saludó a Stern y Klonsky, y luego miró a la secretaria de la juez.

– ¿Ha llamado ella?

Sonny se había tensado ante la aparición de Bailey.

La secretaria envió primero a Bailey. Recibiría instrucciones para poner a Stern bajo custodia. Stern había imaginado todo esto y estaba dispuesto. Lo escoltarían hasta la celda del alguacil, un cubículo del tercer piso con rejas de alambre, que parecía una pajarera para seres humanos. Permanecería allí un par de horas. Si el juez del tribunal de apelaciones no dictaminaba deprisa, lo transportarían en un coche celular hasta la penitenciaría federal. Allí le pedirían que se desnudara, lo registrarían de pies a cabeza y le pedirían que se encorvara mientras el guardia le examinaba el ano con una linterna. Luego le darían un traje azul. No estaría dentro mucho tiempo. Habían redactado una petición de aplazamiento la noche anterior; Marta la tenía consigo e iría de inmediato al piso doce para presentarla. Marta y él se habían puesto en contacto con George Mason, presidente de la asociación de abogados del condado, una figura eminente que les prometió intervenir para que su Junta de Gobernadores participara en un alegato favorable. En todo caso, Mason organizaría a docenas de abogados que presentarían una petición conjunta al tribunal de apelaciones.

Sin duda el tribunal ordenaría la liberación de Stern y fijaría un horario para interrogatorios y declaraciones. Para justificar la apelación, Marta había insistido en ceder su sitio a Mason, una decisión que Stern aprobaba. El problema era qué haría cuando el tribunal de apelaciones dictaminara contra él y le exigiera responder al gran jurado o volver a la cárcel.

Klonsky habló en la silenciosa oficina.

– ¿Aún quieres escribir un alegato? -le preguntó a Marta.

– Desde luego.

– Hazlo -aconsejó Sonny-. A raíz de nuestras conversaciones deduzco que hay problemas serios.

Marta parpadeó una vez.

– Claro- dijo.

Stern iba a hablar. Qué conversaciones, iba a decir, pero su hija le hundió la mano en la manga y le clavó una mirada dura que rayaba en la violencia. Articuló claramente: cállate.

Stern desvió la mirada.

– Sennett la despedirá -advirtió a Sonny.

– ¡Demonios! -estalló Marta.

– Todo este asunto es enfermizo -comentó Sonny. La observación no estaba dirigida a nadie en particular: una conclusión final. Stern no sabía qué se proponía recriminar, pero el juicio era firme. Ella se dirigió a Stern-. Usted tenía razón. ¿Me comprende?

Al principio él no atinó. Luego recordó: el informante. Eso la había molestado: ver la duplicidad de Sennett, su juego mezquino y artero.

Se abrió la puerta de la juez. Bud Bailey estaba detrás de Moira Winchell.

– Sandy -dijo Winchell, aun antes que hubieran atravesado el umbral-, Bud te acompañará a la sala del gran jurado. Cuando hayáis terminado, te mantendrá en custodia en su oficina hasta que el tribunal de apelaciones se pronuncie sobre tu petición de prórroga. No puedo hacer más.

Incluso Moira Winchell, firme e inconmovible, parecía un poco desconcertada. Movió la cabeza al decirle que no podía hacer más.

Marta habló entonces. Ella y Klonsky, tras deliberar, habían convenido en que había problemas serios. El gobierno aceptaría una prórroga de una semana con el objeto de permitir que Stern presentara un alegato.

– ¿En serio? -preguntó la juez Winchell, volviéndose a Klonsky-. El señor Sennett parecía muy decidido.

– Tal vez él no esté de acuerdo conmigo -admitió Sonny-. En ese caso, yo no estaré aquí la semana que viene.

Sonrió vagamente ante su propia ironía.

– ¿Desea hablar con él? -preguntó la juez.

– No es posible localizarlo ahora.

– Entiendo -dijo Moira, al comprender que le estaban enviando un mensaje-. Extraoficialmente, ¿cuál es el trato?

Stern, su hija y Sonny intercambiaron miradas. Nadie respondió a la juez.

– El alegato, el lunes; la respuesta, el miércoles; réplica, el jueves a las diez de la mañana -dictaminó la juez dirigiéndose a Marta, Sonny y de nuevo a Marta. Miró otra vez a los tres abogados y se encogió de hombros ante Bailey, el alguacil-. Es un secreto -advirtió.

45

De niño, Peter era sonámbulo. Eran situaciones escalofriantes. Como Clara se acostaba temprano, por lo general era Stern quien se enfrentaba a ellas. Una vez Stern lo encontró dispuesto a salir con sombrero y guantes, aunque estaban en pleno verano. Otra noche Peter bajó y se puso a tocar el clarinete. En otra oportunidad Stern oyó correr el agua del cuarto de baño. Pensando que era Clara, se asomó y descubrió a Peter en la bañera, en pijama. Estaba totalmente dormido y el agua formaba un marco brillante alrededor de su cara oscura y serena. En aquella época -y tal vez aún hoy- el consejo era no despertarlo. Stern lo sacó con suavidad del agua, le quitó la ropa, lo secó y lo vistió de nuevo. En este estado, Peter obedecía las instrucciones como la ayudante de un mago cuando está bajo hipnosis. Camina. Vuélvete a la izquierda. A la derecha. Pero era incapaz de hablar. Era un espectáculo perturbador. Como despertar a los muertos. El teatro privado del sueño no era un escenario suficiente para liberar las fuerzas internas de Peter. Tenía que exteriorizarlas literalmente. Después del episodio de la bañera, Peter explicó que había soñado que estaba sucio.

El jueves por la tarde Stern acudió al remodelado edificio de apartamentos donde vivía el hijo con la idea de que Peter merecía la oportunidad de compartir el peso que lo agobiaba. Después de sus peripecias con el gran jurado, Stern estaba demasiado distraído para trabajar. Aunque sentía la necesidad de aprovechar la postergación de la sentencia, también estaba preocupado por Klonsky, quien, consternada por los taimados trucos de Sennett, podía echar a perder su carrera. Al final pensó en Peter. A las tres llamó a la oficina de su hijo, donde el personal le recordó que Peter no trabajaba los jueves. Luego lo llamó a su casa. Al parecer se hallaba allí, pues estaba comunicando. Lo intentó en vano varias veces y al final decidió ir a verlo mientras aún tenía el valor suficiente. No quería enfrentamientos ni escándalos. Daría por sentado que Peter tenía buenas intenciones y estaba comprometido por obligaciones profesionales. Pero Stern había decidido que era mejor tratar el tema abiertamente. Prefería no tener nada que lo distrajera cuando enfilara hacia el calamitoso e inevitable enfrentamiento con John y Kate. Temía que ese encuentro destrozara la familia Stern; flotarían por el espacio como un cinturón de asteroides, fragmentos de la misma materia, en la misma órbita, pero separados. Sólo Marta vería las cosas desde la perspectiva de su padre, pero incluso ella quedaría un poco distanciada.

Bajo la luz tenue del vestíbulo, Stern trató de relacionar el nombre con un botón. «4B P. Stern.» Allí estaba. En opinión de Stern, la parte del sur de la ciudad resultaba desoladora. Había sido zona de barriadas pobres y misiones, hasta que los constructores habían iniciado su ofensiva cinco años atrás. Las viejas iglesias, las imprentas, incluso la inactiva estación ferroviaria se transformaron en apartamentos, pero la zona no atrajo a muchos habitantes. Las calles estaban desiertas, había pocas plantas y menos niños. Algunos indigentes se emborrachaban y regresaban allí por costumbre o confusión y se tendían en los portales limpios, apoyando las hirsutas cabezas contra las relucientes placas de bronce de las puertas pulidas. Al parecer todos los habitantes del lugar eran como Peter, jóvenes y sin hijos, felices de cambiar la comodidad de un lugar céntrico por otras ventajas.

Una bonita joven entró en el vestíbulo. Traía ropa de la lavandería y llevaba un atuendo urbano: traje azul, calzado deportivo, auriculares amarillos. La puerta interior del vestíbulo se abría mediante una tarjeta electrónica que ella extrajo de la cartera. Stern pulsó el botón del apartamento de Peter y, cuando la joven le sostuvo la puerta, entró. Mientras subía la escalera -esos edificios no tenían ascensor- se preparó una vez más. Se prometió que no haría escenas. Llamó a la puerta. Al cabo de un momento la cara de Peter apareció en la rendija que se abrió entre la puerta sujeta con cadena y el marco.

– Papá.

Las emociones habituales cruzaron la cara de Peter: incomodidad, sorpresa. Oh, Dios, ese eterno fastidio.

– ¿Puedo pasar?

Peter no respondió. Cerró la puerta para sacar la cadena. ¿Se oía movimiento dentro? No había nadie más cuando Peter abrió la puerta de par en par. Iba vestido con ropa de ciclista, blusa de color, pantalones negros con franjas de tela reflectora en los flancos, zapatillas planas. Peter tenía el pelo desaliñado después de su paseo. La bicicleta, con el casco negro colgado del manillar, estaba apoyada cerca de la puerta, como si formara parte del mobiliario.

– Vaya, papá, ¿por qué no has llamado?

Stern explicó que no había podido comunicarse.

– Me gustaría hablar de unos asuntos -dijo.

– ¿Asuntos? -preguntó Peter. Aún estaban cerca de la puerta y Stern echó un vistazo al apartamento y avanzó un paso más. La cocina, el comedor y el salón formaban una sola habitación, y al lado había un dormitorio con cuarto de baño. La decoración era sencilla: carteles de ópera y muebles brillantes rellenos de material sintético, piezas modernas y baratas. Peter no lo invitó a sentarse-. ¿Qué clase de asuntos?

– Referentes a tu madre -detalló Stern-. Deseo mantener una conversación sincera contigo.

Peter torció el gesto. Tal vez era el tema o tal vez la idea de entablar una conversación abierta con el padre. Sin hacer caso de la falta de hospitalidad del hijo, Stern se internó en el salón, mirando alrededor.

– Muy bonito -comentó.

Había estado allí sólo una vez, cuando su hijo acababa de mudarse.

– Mira, papá, en este momento estoy ocupado.

– No me propongo hablar mucho tiempo, Peter. Supongo que yo tendré que decir más que tú, y no es mucho.

– ¿Acerca de qué?

Stern se sentó en el sofá.

– Peter, desde hace tiempo sospecho que cuando me pediste que no permitiera la autopsia de tu madre estabas preocupado por algo más que tu bienestar emocional.

Peter le clavó los ojos azules sin mover la cara enjuta.

– Francamente, estaba avergonzado cuando fui a verte al consultorio -dijo Stern-. Parecías muy convencido de que había ido allí porque mi amante tenía este problema. Ahora comprendo que tu teoría era que yo me había contagiado antes y que era yo quien había contagiado la enfermedad a mi nueva conocida. Por eso insististe en efectuar análisis tan rigurosos.

Peter, con semblante incrédulo y demudado, alzó las manos.

– Papá, ahora no.

– No estoy aquí para criticarte. Al contrario…

Peter se acercó al padre y le habló con resuelta claridad.

– Papá, no estamos solos. Tengo un huésped.

Se oyó un carraspeo en el dormitorio. El sonido era inequívoco.

Era un hombre.

– Entiendo -dijo Stern. Se levantó de inmediato. Aunque estaba dispuesto a resistir esto, sintió mareo y repulsión. No atinaba a entender este estilo de vida, esta elección, o como se llamara. No los actos, sino la filosofía del asunto. Stern no tenía en gran estima a los hombres. Eran bruscos, a veces insidiosos, y en general poco dignos de confianza. Las mujeres eran mucho mejores, excepto que lo intimidaban-. Bien, tenemos que hablar pronto.

Intentó mirar al hijo, pero en cambio contempló la punta de su zapato. Allí vio un maletín, sin duda del visitante, apoyado en el bloque de metal laminado que pasaba por mesilla. Era un maletín de vinilo azul de donde colgaba un gran marbete de bronce. Stern había visto este maletín antes. Al comprenderlo, experimentó un nuevo torrente de emociones: pánico, confusión. Conocía a ese hombre.

– Mira, iremos a cenar -dijo Peter.

– ¿Esta noche?

– Esta noche no. Ya te llamaré.

Le tocó el hombro.

Era desagradable, desde luego. Podía vivir sin conocer ciertos secretos, ¿o no? Las compulsiones de la vida no tenían remedio. Stern miró de soslayo el maletín. El marbete era una ampliación de la tarjeta profesional del dueño -Stern había visto antes estos objetos- pero no se veía desde allí. Se dejó conducir hacia la puerta.

– Esta semana -señaló Stern-. Después, tal vez esté en la cárcel.

– ¿Cárcel?

– Una historia interesante.

Peter agitó la mano. No quería saber, ni que su visitante lo oyera. La señal activó una repentina señal de alarma. Stern volvió los ojos hacia el maletín. Si tuviera la vista aguda el marbete le resultaría legible.

Y lo era. No el nombre, pero Stern reconoció el timbre. En ese instante, Stern se zafó de Peter y se agachó para cerciorarse de que no cometía un error.

– Oh, mierda -exclamó Peter detrás de él.

Stern se levantó y se acomodó la chaqueta, un gesto tribunalicio al que recurría antes de enfrentarse a un testigo difícil.

– Agente Horn -dijo Stern en voz alta-. Salga.

– Oh, mierda -repitió Peter, con mayor desesperación.

Stern no se dignó mirar al hijo. Clavaba la mirada en la puerta del dormitorio.

– ¿Cómo dicen ustedes, agente? ¿«No me obligue a entrar para sacarlo»?

Kyle Horn, con chaqueta y zapatos blancos, entró en el salón. Mascaba chicle y trataba de sonreír.

– Hola, Sandy -saludó.

Stern miró hacia atrás: Peter se había desplomado en el sofá y miraba por la ventana hacia la lejanía, donde sin duda anhelaba estar. Horn continuaba sonriendo descaradamente. Stern estaba erguido como un soldado.

– Comunique al distinguido fiscal federal que habrá mociones interesantes.

Horn meneó la cabeza.

– No hemos hecho nada incorrecto. No se han violado los derechos de nadie. ¿Por qué no se calma?

– No me calmaré. Cualquier persona decente se sentirá hondamente ofendida. ¿Usar al hijo de un abogado, el sobrino del presunto acusado, como informante?

– Todo se ha hecho dentro de la legalidad -dijo Horn. Se acercó a Stern y cogió el maletín-. Ya verá.

– No veré nada -replicó Stern.

Horn estaba cerca de la puerta. Se volvió hacia Peter para despedirse.

– Permanece en contacto -advirtió, mientras lo señalaba con el dedo.

– ¿Qué puedo decir, Kyle? ¿«Siempre hay accidentes»?

Horn abrió la puerta guiñando el ojo.

– La vida -le dijo a Peter- está llena de sorpresas.

46

– No me arrepiento -le dijo Peter a su padre-. Era lo correcto. Así que no me mires con tanto desprecio.

Peter sostuvo la mirada del padre un instante y luego la desvió. Sacó una gaseosa de la nevera, le quitó la tapa y se sentó ante una mesilla a beber. Eructó, tapándose la boca, y trató de concentrarse en la pared.

Stern se dirigió a la cocina, un pequeño espacio blanqueado, construido con típica eficiencia del siglo pasado, con la tostadora y el horno microondas bajo los armarios. Stern apoyó la chaqueta del traje oscuro sobre el respaldo de la silla de reja de alambre que había frente a Peter y se sentó. Su hijo lo miró un par de veces.

– Peter, creo que estoy representando a un hombre inocente.

Peter se sacó algo de la lengua y se miró los dedos.

– No te ha contado nada, ¿verdad?

– Muy poco -respondió Stern.

– Es lógico. No creí que te estuvieras callando por razones tácticas. -Aún no miraba al padre-. Estaba seguro de que tú no lo sabías.

– Ahora sé lo suficiente, Peter, para creer que has estado propagando mentiras.

Peter se volvió hacia él.

– No me juzgues -advirtió-. No entiendes cómo ocurrió.

Ninguno de los dos habló. El compresor de la nevera emitió un chasquido y un autobús pasó por la calle. Peter flexionó la mandíbula.

– Cinco o seis semanas antes de la muerte de mamá -explicó-, Kate vino a verme. Una mañana, antes de la escuela. Condujo tres cuartos de hora en medio del tráfico y en cuanto llegó aquí fue directamente al cuarto de baño y la oí vomitar. Así que el gran galeno dijo: «Tal vez estés embarazada». Y ella respondió: «Lo estoy. Por eso he venido. Necesito el nombre de un lugar decente para abortar». Yo me quedé de una pieza y ella me contó una complicada historia acerca de John. Que él cree que nunca llegará a nada, que se siente inferior en esta familia. Ya sabes, todo lo que hemos pensado un millón de veces. Debido a esto y también por ella, había hecho algo realmente estúpido en el trabajo. Realmente estúpido. Estaba empecinado en ser un operador bursátil. Su idea era que si podía demostrar cierta habilidad, os pediría a ti y a mamá que le prestarais dinero para que pudiera alquilar un puesto. Pero el tío Dixon no lo dejaba acercarse al foso. John insistía, pero Dixon pensaba de él lo mismo que todos los demás: un tonto de capirote. Y no lo es. En serio, no lo es.

– Ya veo que no -comentó Stern.

Peter sonrió ante la seca observación del padre.

Según Peter, Kate creía que nadie tomaría a John en serio hasta que pudiera demostrar que había ganado algún dinero con las transacciones. Así que ella sugirió que abrieran una cuenta en MD. Él estaba en el despacho central. Podía introducir sus propios pedidos. Sería casi como si estuviera en el foso. Kate firmó los formularios. Ambos sabían que los empleados de las compañías no podían operar, pero se trataba de una infracción menor. Todos lo hacían.

– Decidieron llamarla Wunderkind porque eso es lo que creían que es John: el Chico Maravilla. Pensaron que lo llegaría a ser. -Peter hizo una pausa-. Creo que él le prometió que podrían reunir cinco mil dólares para comenzar, pero ninguno de ellos gana un gran salario, así que un día John tuvo otra idea.

La idea era efectuar transacciones adelantadas. Introduciría pequeñas órdenes aquí cuando supiera que se iban a ejecutar pedidos grandes en Chicago o Nueva York. Había aprendido bastante sobre las operaciones de MD, cuando trabajaban en esas áreas, para saber cómo usar las cuentas de errores y de Wunderkind con el fin de ocultar las ganancias.

– Se prometió a sí mismo que lo haría sólo un par de veces, para empezar. Las famosas últimas palabras de la colonia penal, ¿verdad? -comentó Peter.

– Ésas y «Sólo una vez más» -admitió Stern.

– Así es -rió Peter. Luego se calmó y continuó-: Es evidente que las maniobras funcionaron. Pero cuando operaba, el dinero se le iba así. -Peter chasqueó los dedos-. Decidió que no tenía capital suficiente para manejar los altibajos del mercado. Necesitaba dinero en serio. Así que volvió a efectuar transacciones anticipadas, unas treinta veces, y ganó trescientos mil dólares en un mes.

– ¿Y por qué no compró su puesto en la bolsa entonces? -preguntó Stern.

– ¿Por qué no hizo un montón de cosas? -Peter sonrió vagamente-. Creo que tenía miedo. No podía explicar a nadie de dónde venía el dinero. Por otra parte, aún no conocía lo suficiente el oficio. Habría perdido la licencia en una semana. Quería tratar de mantenerse durante un par de meses.

– ¿Cuánto sabía tu hermana de todo esto?

– ¿Kate? Sin duda sabía lo de la cuenta Wunderkind. Pero ignoraba de dónde provenía el dinero inicial. Aún no.

– Aún no -masculló Stern.

Peter sacó otras dos gaseosas de la nevera, destapó una y se la dio a su padre. Era agua mineral francesa, una marca que Stern desconocía, con aroma a pétalos de rosa. Stern pidió un vaso.

– ¿John perdió los trescientos mil?

– En efecto. Le fue un poco mejor, pero al final los perdió.

– Así que robó de nuevo.

– Puedes llamarlo así.

– Por su nombre -espetó Stern-. Tal como haría un fiscal. Tal como haría un juez al enviar a John a la cárcel.

Peter, que estaba frente a los armarios blancos, dio media vuelta.

– Mira, papá, pasé veranos en la bolsa. No deseo disculparlo, pero es como si nada existiera en realidad. Son números en una pizarra, nada más. Efectúas una transacción anticipándote a los clientes, en diez o veinte lotes, no perjudicas a nadie. Va contra las reglas porque si todos lo hicieran, los clientes perderían. ¿Pero una persona sola? No pasa nada. Era como encontrar dinero. Mucha gente encontró dinero allí. ¿Crees que Dixon nunca ha operado anticipadamente?

– Nadie ha citado a Dixon como un dechado de virtudes.

– De eso no hay duda -replicó Peter, con un destello duro en los ojos, similar al que había mostrado al decir que no se arrepentía.

Stern le pidió que continuara.

– Entonces -prosiguió Peter-, Kate lo descubrió. Hubo una confusión y muchas lágrimas. Ella lo obligó a prometer que no lo haría de nuevo. Él acabó de echar mano de otros doscientos setenta y cinco mil, y la tranquilizó. Nunca más. En absoluto. Borrón y cuenta nueva. Pero pronto le fue mal en el mercado. Le quedaban los últimos veinte o treinta mil cuando cometió su gran error. Oyó unos rumores sobre el azúcar zurdo. ¿Sabes qué es?

– Bastante -dijo Stern.

– John creyó que tenía información confidencial… apostó a que el mercado azucarero mundial iba a derrumbarse. Pero quedó destruido. Fulminado. El alza del mercado fue tan rápida que ni siquiera pudo salir a tiempo. Cuando se despejó la humareda, no sólo había perdido hasta el último céntimo de la cuenta Wunderkind, sino que debía a MD 250.000 dólares por las pérdidas en el valor de la posición por encima de sus acciones.

– ¿Ahí entra Dixon?

– Casi. Primero, John se asusta. Puedes decir lo que quieras sobre lo que hizo, pero el riesgo era bajo con cuentas diferentes. El mejor operador del país no podría seguir el rastro entre la cuenta de errores y la cuenta Wunderkind sin ayuda. Pero al tener un déficit de un cuarto de millón, se vio en apuros. Como comprenderás, no tenía dinero, pero tampoco podía acudir a la familia para pedir un préstamo. Así que optó por lo que parece ser la única alternativa. Empezó a eliminar todos los documentos que demostraban quién poseía la cuenta. La idea era que de esta forma no podrían encontrarlo. Se introdujo en el sistema informático y limpió los archivos. Frió la microficha. Por desgracia, desde luego, el duplicado de la ficha estaba en Chicago. John llamó a un empleado con algún pretexto y le pidió que mandara los duplicados, pero el empleado le preguntó primero a alguien… ¿Quién está a cargo de allá?

– Margy Allison.

– Eso es. Margy llamó a Dixon, quien ya sabía por el departamento de contabilidad lo referente a la cuenta Wunderkind y a su elevado déficit. Dixon pidió a Margy que le enviara los documentos que John había solicitado. Cuando llamó a John dos días más tarde, Dixon tenía las páginas que había hecho imprimir con la ficha y las declaraciones de cuenta en el escritorio. Hizo sentar a John en una de esas sillas Corbusier, las cuadradas con marco de acero inoxidable. Cogió a John por la corbata, le puso la rodilla en el pecho y lo molió a golpes. Toda una escena. Dixon es fuerte, pero no tiene la corpulencia de John. Sin embargo, John se quedó allí como un guiñapo, sangrando y llorando, suplicando.

Peter se pasó la mano por el cabello. Dixon ya había extendido un cheque para compensar el déficit de la cuenta Wunderkind. Prefería eso antes que admitir ante sus mejores clientes, los que habían efectuado los pedidos grandes que John había usado con anticipación, que nadie se daba cuenta de que un empleado, y para colmo un pariente, les estaba robando. Pero no pudo saldar la deuda sin llamar la atención de sus contables. De cualquier modo tenía que hacerlo, y Dixon prefirió callar el asunto para cubrirse ante los clientes.

– Pero, desde luego -continuó Peter-, tío Dixon estaba resentido. John le había ensuciado el nido, había puesto en peligro todo el negocio, y tío Dixon anunció que John pagaría por ello. Al estilo Dixon. Gran discurso. -Peter se puso los brazos en jarras e imitó convincentemente la voz de Dixon-: «Ahora serás mi jodido esclavo. Es la última vez que ves un aumento o una bonificación en este siglo, y harás todo lo que yo te ordene. Cuando yo quiera. Fregarás suelos, limpiarás cristales y lavabos si yo te lo mando. Si alguna vez se te ocurre largarte o hacerme una trastada, te arruinaré. Yo daré la cara a los clientes y llamaré al CFTC, al FBI, a George Bush, a quien se me ocurra, y les diré que esto me ha dolido mucho y les suplicaré que te destrocen». Para respaldar estas palabras, Dixon cogió todos los documentos y los guardó en su caja de seguridad, advirtiendo a John que siempre estarían allí.

– ¿John creyó que Dixon cumpliría su palabra?

– Ya lo creo.

Stern pensó en la anécdota de Margy y la leyenda de la ira de Dixon que circulaba entre sus empleados. Sin duda Dixon se mostraba convincente cuando alardeaba de su propia crueldad.

– Más aún, el tío Dixon cambió de opinión y aseguró que entregaría a John al día siguiente. Pero por la mañana dijo que lo entregaría al otro día. Luego volvió a cambiar de opinión. Y así va la vida de John. Trabaja en el despacho de pedidos y, cuando se van todos, Dixon le encuentra alguna tarea humillante, como clasificar la basura. Y de vez en cuando Dixon dice que se lo ha pensado mejor y que le conviene denunciarlo. Un día llamó a John a la oficina mientras telefoneaba a la división legal del CFTC y mantuvo una larga charla sobre errores de cuenta. Consiguió una foto de John y le dibujó rejas delante. Luego le dio a John el borrador de una carta que Dixon aseguró haber enviado al fiscal federal. Todos los días hay algo nuevo. Mi amado tío practica una extrema crueldad mental. Difícil de creer en él, desde luego.

Stern sintió la tentación de hacer un comentario, pero calló.

– Entonces Kate vino a verme. John está en la cárcel del tío Dixon, que a estas alturas es diez veces peor que la verdadera. Kate y John decidieron que lo único que podía hacer John era coger el toro por los cuernos: John llamaría al FBI, confesaría e iría a la cárcel, y Kate pondría fin a su embarazo. Esto pensaban hacer con sus vidas. Y nadie bromea. ¿De acuerdo?

Peter terminó el agua mineral y eructó de nuevo. Asintió.

– ¿No se te ocurrió que yo podría haber sido de ayuda en un terreno en el cual he trabajado casi toda mi vida? -preguntó Stern.

– En primer lugar, Dixon era tu cliente, lo cual significa que era objeto de veneración religiosa. Y en segundo lugar, ¿qué habrías hecho?

– Lo más evidente, hablar con Dixon.

– ¿Y cómo hubieras evitado que acudiera al FBI? Amenazó con hacerlo. Eso dejaría a John sin la ventaja de haberse entregado.

– Yo hubiera pedido a Dixon que no lo hiciera.

– Entiendo -suspiró Peter-. Y él siempre ha hecho lo que tú querías, ¿verdad?

Peter irguió la cara con altivez.

Peter era un joven iracundo, sin duda. La vida resultaba profundamente insatisfactoria: las personas le fallaban en todo. No era homosexual, pensó Stern de pronto, sino misántropo. Prestaba ayuda porque se creía superior y obligado a cumplir un noble deber, pero esperaba decepciones, una tras otra, y quizá hasta disfrutaba con ellas. No confiaba plenamente en nadie. Stern comprendió que en esto, en mayor medida de lo que deseaba, Peter era digno hijo de él.

– Estuve reflexionando mucho tiempo. Fui a cenar con ellos y hablé con Kate y John toda la noche. Me llevé a casa la carta que Dixon dirigía al fiscal federal, donde explicaba toda la estafa. Revisé los detalles. De pronto encontré la solución. La única solución: John tenía que ir al FBI. Pero…

Peter alzó ambas manos como un director de orquesta.

– ¿Sí?

– Pero para culpar a Dixon. Debía decir que Dixon estaba al mando de todo. John era sólo un peón, obedecía órdenes.

Se miraron en silencio.

– Muy astuto -comentó al fin su padre.

– Eso creí. -Peter sonrió rígidamente-. Desde luego, había algunos problemas. Por lo pronto, John no podía hacerlo todo por su cuenta. No le quedaba valor para caminar solo por la calle, y menos para embaucar al FBI.

– ¿Así que le ofreciste ayuda?

– Sí.

– Te convertiste en su representante.

– En efecto.

– Su abogado defensor -observó Stern.

Peter no respondió; sin embargo, era evidente que no lo había considerado así.

– ¿En serio crees que esta profesión se maneja así, Peter?

– Oh, ahórrame el discurso. Te he oído demasiadas veces. ¿A cuántos les has conseguido inmunidad cuando mentían a más no poder y culpaban a quien el gobierno quería que culpasen?

– A muchos menos de los que pareces imaginar, Peter. En cualquier caso, si se dijeron embustes, yo no los inventé.

– ¿No? ¿Acaso creías en esos «embustes»? Lo sé. Sólo eres el abogado. Si el cliente tiene las pelotas, o los sesos, para no decirte que está mintiendo, haces la vista gorda. ¿Cuántos cuentos de hadas de ese tipo has contribuido a crear?

Peter era su hijo, desde luego. Conocía bien la vida del padre.

– Hay distinciones, Peter. Tu intervención en este asunto me merece una opinión tan pobre como te merecería la mía si yo realizara una operación quirúrgica.

– Mira, era mi hermana.

Peter recuperó su aspecto de furia inspirada. El desafío estaba allí: mi hermana, tu hija. Se miraron fijamente.

– Así que decidiste llamar al FBI.

Peter se reunió con Kyle Horn en el vestíbulo de un hotel. Fueron al lavabo y se registraron mutuamente para cerciorarse de que ninguno de los dos llevaba aparatos electrónicos. Peter presentó su propuesta. Él no tenía nada que ver, pero conocía a un hombre. El tipo tenía un jefe que era un personaje importantísimo en la Bolsa de Kindle. Había asuntos ilícitos y su conocido estaba involucrado. No era el mandamás, pero tenía miedo. Lo contaría todo, pero sólo a cambio de inmunidad y la promesa de que el papel de Peter en todo el asunto nunca se revelaría. Tómalo o déjalo, dijo Peter.

– ¿Y el gobierno aceptó?

– Al principio no. Tuve que ver a Sennett. Me hicieron repetir las cosas cuatro veces. Al final permití que entrevistaran a John en persona. Todo con mucho secreto, pues no querían que nadie supiera lo de John. Pero noté que les interesaba desde el día en que les di el nombre de Dixon. Incluso hicieron bromas sobre confiscar el lugar y llamarlo Maison Stan.

Maison Stan, pensó Stern.

– ¿Sabían que eras mi hijo?

– Yo se lo dije.

– Les debió de divertir mucho.

– Supongo. Ante todo, estaban preocupados. No sabían a quién contrataría Dixon como abogado, pero en cuanto apareciste tú, recibí toda clase de boletines, resúmenes, instrucciones y chorradas donde me advertían que nunca comentara el caso contigo. Obedecí. En las tres últimas semanas me dijeron que debía permanecer alejado de Marta, y también seguí esta orden. Todos nos asustamos cuando Margy envió el informe diciendo que hablarías con la gente del despacho de pedidos. Pero Sennett había pensado que tendrían que enviar una citación a John para que nadie sospechara de él. Muy astuto, ¿eh?

Peter sonrió. Stern también. Habían corrido en círculos a su alrededor.

– Supongo que Tooley fue otro actor de tu farsa.

– Más o menos. Yo lo propuse a él y a Sennett le pareció ideal. Creo que en determinado momento Stan le dijo a Mel que no hiciera muchas preguntas, lo cual le pareció bien. No es precisamente tu mayor admirador.

– Ya lo creo que no -masculló Stern.

Peter había localizado a los principales antagonistas de su padre y había hecho causa común con ellos. Esta idea lo irritó. Se levantó y caminó por la diminuta cocina. Por alguna razón recordó los primeros años, cuando sus hijos iban cubiertos con mantas en el asiento trasero del sedán y toda la familia salía a ver una película en el auto-cine. Peter era el único de los tres que se quedaba despierto. Incluso a los seis o siete años, aguantaba la película entera y divertía a los padres con su curiosidad acerca del mundo de los adultos, mientras las niñas se apretaban las manitas contra la cara y dormían.

– Sabrás que le has causado un gran daño a tu tío.

Peter lo miró con ese destello duro en los ojos.

– Ya te he dicho que no me arrepiento.

– ¿Crees que Dixon se lo merecía? ¿Por qué…? ¿Por el modo en que trató a John?

– Por muchas cosas. Ha vivido como un cerdo.

– Entiendo -suspiró Stern-. ¿Qué otros graves pecados de la vida de Dixon pretendías castigar, Peter?

Peter guardó silencio. Al cabo de un instante desvió la mirada.

– Ayúdame con la cronología, Peter. ¿Cuándo, exactamente, te habló Nate Cawley del problema de tu madre? Sin duda fue hacia la misma época en que ocurrió esto.

Peter arrancó el papel de la botella con el pulgar. Estaba preocupado, defraudado por algo.

– La semana pasada Nate me contó que había hablado contigo acerca de mamá. Juró que no me mencionaría.

– Y no lo hizo -replicó Stern-. Como te he dicho al llegar, he reflexionado sobre las circunstancias.

Peter se encogió de hombros. No estaba seguro de creerle, pero esto carecía de importancia.

– Nate pensó que alguien de la familia tenía que saberlo, a causa del estado en que ella se encontraba. Pensó que yo era el más indicado, al ser un profesional. Quería que la vigilara y mantuviera la boca cerrada. Huelga decir -añadió Peter, mirando fugazmente al padre- que ahora opina que cometió un grave error.

– Nate ha sido muy duro consigo mismo, Peter. Incluso creía que yo lo denunciaría. ¿Lo sabías?

– Sí. Francamente, creí que era posible si estabas al corriente de toda la historia. Pensé que considerarías el colmo de la irresponsabilidad que hablara conmigo y no contigo.

Stern meditó un instante sobre la sombría perspectiva de Peter. Inevitablemente, ambos esperaban lo peor del otro.

– Al contrario, considero que fue prudente. Estoy seguro de que hiciste todo lo posible. Eres un hijo que ha adorado a su madre, Peter.

Peter frunció los labios, pero no dijo nada.

– ¿Cómo averiguaste cuál fue el papel de Dixon en la enfermedad de tu madre?

– Tenía su historial clínico. Fui su médico, ¿recuerdas? Después de hablar con Nate, revisé mis notas. Las fechas coincidían. También tuvo gonorrea en Corea, ¿lo sabías?

No habían hablado del tema, dijo Stern.

– Él cree que ésa era la causa de su esterilidad -dijo Peter.

Era una reflexión, una observación profesional. Peter enfiló hacia la otra habitación y se sentó en el sofá azul. Su audacia y certidumbre moral se estaban desmoronando.

– De modo que cuando te enteraste del dilema de John, no fue del todo casual que pensaras en volver estas circunstancias contra Dixon. -Peter no respondió. Stern se le acercó desde la cocina-. Fue noble por tu parte librar las batallas de tu madre, Peter. Por no mencionar las mías. -Stern, de pie, miró un instante el oscuro semblante del hijo y luego se acercó a la ventana. Anochecía en el gran cielo rosado. En la calle había personas que llegaban desde el centro después del trabajo, llevando cenas preparadas que comerían a solas, en silencio-. ¿Puedo preguntarte por la última pieza, Peter?

– ¿Cuál?

– ¿Cómo se enteró tu madre de este plan para acusar a Dixon?

El sorprendido Peter soltó una risotada que también era un gruñido.

– Eres listo -admitió Peter-. Siempre tendré que concederte eso.

Stern asintió.

– ¿Y la respuesta?

– Ella notó que Kate estaba preocupada. Sabía que algo andaba mal. Al fin logró sonsacarle algo. Kate le contó lo que John había hecho en MD y que yo estaba metido en el asunto. No supo los detalles.

– ¿Qué dijo Kate de su embarazo?

– Nada. Ni una palabra. Aún no sabía si tendría que abortar o no.

Stern asintió. Tenía sentido.

– En cualquier caso, mamá vino a verme para averiguar qué ocurría. Le dije que no se preocupara. Pero desde luego, eso no la tranquilizó.

– ¿Así que le contaste lo que habías hecho?

– Sí. Al final lo hice.

– ¿Qué pensabas? ¿Que estaría contenta? ¿Que ella, después de tanto tiempo, compartiría tu deseo de venganza contra Dixon?

– No tienes por qué describirlo como si fuera ridículo.

– Oh, Peter, entiendo tu lógica. Cogiste a Dixon como un gato atrapa al ratón y lo pusiste a los pies de tu madre. Ella reaccionó con horror. ¿Me equivoco?

– Horror- confirmó Peter-. Traté de explicárselo. Le dije que a fin de cuentas era lo mejor para todos, pero ella no quiso saber nada.

– ¿Hasta dónde había llegado entonces tu plan?

– Bastante lejos. Sennett había conocido a John. El trato casi estaba cerrado. Yo me había negado a que lo sometieran al detector de mentiras, pero habíamos convenido en que él actuaría clandestinamente en MD y grabaría las conversaciones.

– ¿Para espiar a Dixon? -preguntó Stern desde la ventana-. ¿Y qué ocurriría cuando tu tío negara toda intervención en el plan y eso quedara grabado?

Peter lo estudió largo tiempo.

– Aún no lo entiendes, ¿verdad?

Cansado de que lo subestimaran, Stern cerró los ojos un instante y procuró calmarse.

– También se lo tuve que explicar a mamá. La idea no era condenar a Dixon por lo que hizo John. A fin de cuentas, mi tío no era culpable. Yo sabía que lo negaría. Diría que todo era obra de John y éste afirmaría que Dixon estaba asustado y trataba de salvar el pellejo echándole la culpa a él. Al final sería una lucha irritante, un empate. No se podría acusar a nadie porque el gobierno nunca averiguaría qué versión era la verdadera. Todos insistirían en la suya. Sin cárcel. Ni tormentos. Era una solución decente para ambos.

– ¿Pero?

– Pero Dixon se calló la boca.

– ¿Por qué?

Peter alzó las manos.

– ¿A mí me lo preguntas? Tú eres su abogado. No sé lo que está ocurriendo. Me paso las noches en blanco. No puedo creer que todo esto haya llegado tan lejos. ¿Se te ocurre alguna idea?

Stern reflexionó, sin ganas de hablar.

– Hace varios días sospecho que está asumiendo la culpa por lo que hicieron John y Kate. No sé qué lo impulsa a actuar así, teniendo en cuenta lo que me has dicho. -Se volvió de nuevo hacia la ventana, en cuyo marco se acumulaban generaciones de pintura-. ¿Qué pasó con el plan de grabar clandestinamente a Dixon?

– Por eso trataban de citarlo. ¿En marzo? Estaban seguros de que él iría corriendo a ver a John en cuanto recibiera la citación. Era una trampa. John llevó la grabadora durante dos semanas. Pero los agentes no podían encontrar a Dixon. Cuando lo localizaron, él no habló con John. Ni siquiera para decirle hola y adiós. No se han hablado en meses. Tío Dixon se limita a fulminarlo con la mirada… John aún está aterrado. Sennett sospecha que aconsejaste a Dixon que no se le acercara.

– ¿Puedo preguntar, Peter, cómo consiguió el agente Horn encontrar a tu tío para darle la citación ese día?

– No, ni tienes por qué preguntarlo. Debían sorprenderlo fuera, pero él entró.

Stern meneó la cabeza. Una situación lamentable. Regresó a la cocina a buscar la chaqueta.

– Te has puesto en una situación muy delicada, Peter. Si el gobierno averigua todo esto, acompañarás a tu cuñado a la cárcel.

– Oh, al principio tenía miedo. Pero los tres hemos hablado de lo que ocurriría si todo se iba al traste. -Peter sonrió débilmente-. ¿Cómo probarán que yo sabía que John estaba mintiendo?

Peter había aprendido mucho durante todos esos años mientras comía a la mesa del padre con su aire de aburrimiento y superioridad. Cuando sus hijos eran pequeños, Stern los miraba reunidos ante esa mesa con gratitud: todos eran inteligentes, sanos, guapos. Tenían mucha suerte, pensaba entonces.

– En realidad nunca fueron escépticos -prosiguió Peter-. Sobre todo cuando acudieron al banco y confirmaron que Dixon había extendido el cheque para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind. Al parecer no se les ocurrió otra razón para que lo hiciera. Desde luego, Dixon tenía los documentos que demostraban que él poseía la cuenta, y los estaba ocultando. Y esa fulana incluso mintió por él ante el gran jurado. Sus declaraciones sonaron bastante convincentes.

– ¿Te refieres a Margy?

– Sí. Kyle dice que después del sumario le darán una oportunidad para «refrescar la memoria».

Peter dibujó las comillas en el aire.

Stern se alisó las mangas de la chaqueta. Su hijo, reflexionando, se quedó sentado con la cabeza entre las manos. A veces Stern debía representar a personas jóvenes -dieciséis, diecisiete, dieciocho años, niños- que habían participado en actos tan depravados que debían ser juzgados como adultos. El ejemplo más reciente era Robert Fouret, un huraño universitario que, drogado, había puesto en marcha el Porsche de su padre y en vez de retroceder había avanzado, aplastando a su novia contra la pared del garaje. En esas circunstancias Stern simpatizaba con los padres, personas adineradas que acudían a él con la esperanza de que reparara todos los daños, y que con el tiempo descubrían que ni siquiera una sentencia favorable podía acallar los ecos de tales males. Eran los padres quienes veían con lucidez e impotencia el modo con que los excesos de la juventud, los actos necios e impulsivos, las compulsiones infantiles desatadas en un instante, podían cercenar y extinguir las oportunidades de una vida joven. Stern también lo veía, pero de momento decidió ahorrarse esta angustia.

Por ahora, lo único claro era que su hijo y él habían llegado a un callejón sin salida. En el teatro emocional de Stern había caído un telón. Sin duda tenía responsabilidades por esto y sufriría intensamente cuando llegara el momento de evaluar la culpa. Pero por ahora sabía que los años -casi la mitad de una vida adulta- de recriminaciones y esfuerzos ambiguos con Peter habían pasado. Siempre saludaría al hijo con cariño -por respeto a la memoria de la madre- y sabía que siempre se mirarían con dolor. Pero algo esencial había terminado. Stern había dejado de esperar mejoras, aceptación, cambios.

Ya estaba preparado para irse, pero la ley le había enseñado que pronunciar el veredicto era importante, más que todo lo demás.

– Peter, te lo repetiré de nuevo. Lo que has hecho es imperdonable. Es totalmente inmoral. Y aún más, has expuesto a grandes sufrimientos a todos los miembros de esta familia.

Peter guardó silencio un instante, pero al fin habló.

– Eso pensaba mamá. Estaba aterrada. Contárselo a ella fue lo más tonto que he hecho en mi vida. -Peter alzó los ojos-. Estoy seguro de que eso fue la gota que colmó el vaso.

Por un instante un temblor de emoción le cruzó la cara. Stern comprendió que Peter era tan duro consigo mismo como en los juicios que aplicaba a los demás. Se había despedido de la madre, la persona que más quería en la vida, teniendo que verle una expresión de esperanza marchita y creencias despedazadas. Era imposible negar los factores biológicos. A pesar de todo, Stern se sintió terriblemente conmovido por el hijo y por su incurable angustia.

Se encaminó hacia la puerta.

– ¿Qué vas a hacer, papá? ¿Qué va a ocurrir?

Su hijo, como todos los hijos, aún quería creer que su padre era un hombre de infinitos recursos, de soluciones perfectas. Pero en ese momento Stern no tenía nada que ofrecer.

47

Marta regresó a casa poco después de las diez. Tarareaba en voz baja, con notas discordantes, y Stern la oyó desde el solario. Marta era la única de la familia que había tenido un buen día. Venía del tribunal y se la veía eufórica.

– Ni siquiera ella pudo soportarlo -explicó Marta, aludiendo a Klonsky.

Stern se reservó la opinión; Marta parecía encantada de creer que había convertido a una fiscal. Desde la oficina llamó a George Mason con la noticia y luego le dictó el informe a la juez Winchell. Después preguntó si había en la oficina casos en los cuales pudiera echar una mano mientras buscaba un empleo. Paga por horas. Stern, al cabo de un momento de reflexión, decidió que se había precipitado en sus esperanzas y la remitió a Sondra.

Por la tarde Marta se había instalado en la única oficina vacía para examinar una pila de carpetas relacionadas con el reciente caso de fraude, redactando o charlando animadamente por teléfono cuando pasaba Stern. Marta parecía vivir su vida como una máquina. Si la enchufabas en cualquier parte, funcionaba a plena potencia. Su hija lo desconcertaba, pero aun así le agradaba contar con su compañía. Seguirían así durante varias semanas. Él intentaría ser discreto. Se preguntó si esta posibilidad hubiera sido factible de vivir Clara. No, decidió al cabo de un instante. Había muchas razones para que de pronto Marta se interesara en Kindle, y una de ellas era que su madre había muerto. Así es la dolorosa aritmética de los hechos humanos, pensó Stern. Pérdida y ganancia.

Stern, en el solario, cerró los ojos cuando la oyó entrar.

– ¿Estás dormido? -susurró ella.

Él notó que Marta se acercaba, pero no se movió. Esa noche no tenía ánimos para conversar más con sus hijos, ni siquiera con Marta. Permaneció inmóvil, escuchando los pasos de ella en la escalera. No tenía sueño. A la una, fue a la cocina y se sentó bajo la pantalla de cristal verde de la lámpara, sorbiendo jerez, como en la noche que había descubierto a Clara. De momento estaba más allá de todo juicio y aún no le interesaba la trigonometría de las posibles soluciones. Se sumió de nuevo en su dolor, hundido hasta la barbilla en el cieno espeso de algo parecido a un desgarrón, que lo atrapaba como arenas movedizas.

A las cinco y media subió, se duchó y se vistió. Preparó café y calentó un panecillo. Luego marchó hacia la ciudad, al refugio del trabajo y la oficina. Entró por la puerta trasera y se alarmó al advertir que algo estaba fuera de lugar.

Dixon había regresado.

Estaba en el sofá de la oficina de Stern, esta vez erguido, pero durmiendo. Se había quitado los elegantes zapatos, que estaban a poca distancia de la caja fuerte. Se había dormido con las piernas cruzadas a la altura del tobillo. Vestía una chaqueta de seda -el aire acondicionado debía de haber funcionado toda la noche, pues la habitación estaba helada- y tenía los brazos tendidos sobre la tela nudosa de los cojines del sofá. Apoyaba la barbilla sobre la chillona camisa tropical.

Stern se plantó ante el cristal ahumado del escritorio, mientras extraía documentos del maletín.

– Habrás creído que estuviste muy gracioso el otro día -espetó Dixon con claridad, pero sin moverse-. Esas pamplinas sobre la caja. «Me engañas, Dixon.» -Abrió los ojos-. Como un puñetero oráculo. -Se apoyó una mano en el cuello y movió la cabeza-. Te habrás desternillado de risa, pues ya lo habías mirado todo.

– Ah -exclamó Stern.

Silvia. Una brecha en el sistema de seguridad.

– Tengo una factura del sujeto que reparó la puerta trasera. Tendrías que haber oído a tu hermana. «Oh, eso es de Alejandro.» Larí, lará -canturreó con voz de falsete-. Como diciendo: «¿Acaso no te mencioné que mi hermano contrató a un matón para derrumbar la puerta?». Cuatrocientos pavos. Por cierto, espero que pagues tú.

El ojeroso Dixon tenía un aspecto temible. No se había afeitado y estaba visiblemente exhausto; los ojos parecían hundidos en las oscuras cuencas. Pidió a Stern que llamara a su casa. Stern pulsó un botón del aparato y le entregó el teléfono, mientras se marchaba para preparar café en la pequeña cocina del pasillo. Cuando regresó, Dixon se estaba despidiendo de Silvia.

– Tu hermana dice que tú y yo tenemos que dejar de vernos así. -Dixon rió. El humor de Silvia era torpe pero Dixon lo admiraba-. Ya veo que no estás en la cárcel.

Stern alzó ambas manos para subrayar que estaba presente.

– He llamado a Marta -continuó Dixon-. Me dijo que tu amiguita, no recuerdo el nombre, te ha salvado el pellejo.

– De momento, sí -replicó Stern-. Las celebraciones se reanudarán la semana próxima. ¿Vendrás a visitarme?

– Visitarte -rezongó Dixon-. ¿A qué estás jugando, Stern?

– ¿A qué estoy jugando? -Stern se volvió hacia el cuñado con un gesto típico del tribunal-. ¿Has encontrado otro abogado, Dixon?

– No quiero otro abogado. He cambiado de parecer.

– Necesitas otro abogado, Dixon. Un abogado y su cliente deben tenerse mutua confianza.

– Yo confío en ti.

– Pero yo en ti, no, Dixon… ni en tu temperamento ni en tus motivaciones. Eres un hombre orgulloso, desleal, embustero. Eres un cliente inaguantable y, si en algo te importa, un pésimo amigo.

Dixon parpadeó y se frotó los ojos.

– No soy tu amigo -precisó al fin. Aún no sabía qué diría a continuación y sonrió débilmente-. Soy un pariente. No puedes librarte de mí.

– Todo lo contrario. Estoy harto de tus misterios y de tu desdén.

– ¿Desdén?

– Entre los muchísimos rencores que te guardo, Dixon, creo que ninguno es mayor que éste: no hay persona en el mundo que comprenda mejor la muerte de Clara que tú. Y te has guardado los detalles. Sin duda para tu propio beneficio, para seguir algún perverso y desconcertante plan personal.

– Estás enfadado porque no mencioné el cheque que ella me dio.

Stern no respondió.

– En realidad la explicación es muy simple.

– Dixon, vas a mentirme otra vez.

– No -dijo él con aire inocente.

– Sí.

– Stern…

– Me debes cierto respeto, Dixon.

– Te tengo mucho respeto, Stern.

– Dixon, tal vez no llegue a entender nunca tus motivaciones, pero no tengo dudas sobre las de Clara. Soy uno de esos judíos que saben aritmética. Casi seiscientos mil dólares robados mediante transacciones adelantadas, más doscientos cincuenta mil perdidos en el déficit de la cuenta Wunderkind, suman algo más de ochocientos cincuenta mil dólares, la cantidad que figura en el cheque que Clara libró contra su cuenta de inversiones del River National. Mi esposa estaba pagando las deudas que su yerno contrajo en la cuenta que su hija había abierto. Me gustaría que no me ofendieras negando la evidencia.

– Está bien. -Dixon asintió y se puso a caminar, evidentemente ofuscado-. Ella sabía que John y yo éramos cómplices. Pensó que quizá yo estuviera dispuesto a enfrentar solo las consecuencias. Se ofreció a pagar los costes.

– ¡Mientes! -Stern cerró el maletín con violencia. Tras sufrir tanto tiempo en silencio, estaba al borde de una ira incontrolada contra su cuñado-. Dixon, puedes haber convencido a Margy con estas pamplinas de que tú y John erais conspiradores secretos y que tú merecías cargar con la culpa, pero sé muy bien que no estabas involucrado en este delito.

– ¿Margy? -Dixon se detuvo-. Pensé que ocupaba el primer puesto en tu lista de despreciables.

– He cambiado de opinión. -Stern sintió la tentación de añadir una palabra más en defensa de ella, ya que había hablado erróneamente de Margy en su última reunión con Dixon, pero seguía convencido de que en algún momento había aceptado seguir las indicaciones de Dixon en lo que ella revelaba a Stern. Casi imaginaba a Dixon diciéndole: «No menciones al chico»-. También sabrás, Dixon, que ya conozco toda la historia: cómo decidiste salvar tu empresa, infligir un castigo y cómo en consecuencia alguien decidió informar contra ti.

Dixon esperó, se paró en seco y finalmente se acercó al sofá para evaluar esta novedad. Se quitó la chaqueta, la arrojó allí y se sentó al lado.

– Según tu plan original, Dixon, ¿cuánto tiempo debía sufrir John en tu purgatorio?

Dixon agitó la mano como si tuviera algo en ella. Aún no se decidía a confesar la verdad.

– No había límites de tiempo -respondió al fin-. En realidad, le dije que tal vez dentro de dos o tres años lo denunciara al gobierno de todos modos.

– Por lo visto te creyó.

– Hizo bien -dijo Dixon, quien miró al cuñado de hito en hito, hasta que rompió el trance encendiendo un cigarrillo. Tamborileó con el filtro sobre el cristal del escritorio-. Desde luego, el muy gilipollas nunca me dijo que su mujer estaba embarazada.

– ¿Eso habría cambiado las cosas?

Dixon se encogió de hombros.

– Tal vez. Habría reflexionado un poco más sobre la situación a la cual lo empujaba.

– ¿Y Clara? -preguntó Stern-. Me gustaría que me contaras tu último encuentro con ella. ¿Cuándo fue?

– Tres o cuatro días antes de su muerte. -Dixon observó el cigarrillo-. No hay nada especial que contar. Ella trajo ese cheque. Como dices, quería pagar las deudas de John. Le dije que no se molestara, que no lo aceptaría. Yo quería el pellejo de ese idiota, no un cheque. Eso era todo. Ella insistió en dármelo, así que lo guardé en la caja de seguridad. Eso es todo.

– Eso no es todo, Dixon.

– Sí, lo es.

– No, Dixon. Tuviste la tentación de entregar a John a los fiscales. Pero no solamente perdiste impulso, sino que te callaste mientras cambiaban la libertad de él por la tuya. Un cambio muy sorprendente.

Dixon Hartnell se había criado en regiones donde la presión de la tierra había transformado desechos orgánicos en algo negro, brillante y casi tan duro como la piedra. Había aprendido esta lección y ahora tenía el aspecto apropiado: duro y diamantino como si el centro de la tierra le infundiera la capacidad de resistencia. Trasladado de las tierras del carbón al corazón de los mercados, había aprendido que su voluntad era inmensa, y ahora estaba obligada. No tenía más que decir.

– Háblame de tu audiencia de esta mañana. ¿En serio irás a la cárcel por mí?

– Si es preciso. Ya hay suficientes miembros de mi familia atestiguando contra ti. -Dixon resistió el sarcasmo con la misma expresión firme- ¿Es verdad que Clara te reveló el papel de Peter en todo esto?

Dixon fumó el cigarrillo sin hacer comentarios.

– Otro abogado, Dixon, te ayudaría a presentar una excelente moción contra los procedimientos del gran jurado y la conducta del gobierno en lo relacionado con Peter. Ni siquiera tendrías que comentar la veracidad de la información que él les brindó.

Una expresión de interés cruzó la cara de Dixon.

– ¿Yo ganaría?

– ¿A mi entender? No. Se te otorgaría una audiencia para determinar que no hubo violaciones de tu derecho al asesoramiento profesional. Desde luego, podrías retrasar la apisonadora de Sennett. Pero dudo que un tribunal condenara la conducta del gobierno o pensara que violaron tus derechos. El gobierno está casi obligado a tomar sus testigos donde los encuentre. Simplemente halló éste en un sitio más que conveniente.

Dixon se encogió de hombros. No le sorprendía. Stern insistió en que consultara con otro abogado, pero Dixon agitó la mano.

– Me fío de tu palabra.

Se levantó y se dirigió a uno de los estantes. Allí había fotografías de la familia. Clara. Los hijos. A decir verdad, y en el día de hoy se requería la verdad una vez más, Stern rara vez observaba los retratos. Eran objetos obligatorios, una decoración apropiada. Pero Dixon se detuvo ante cada fotografía y las sostuvo una por una. Stern le concedió este momento, hasta que él estuvo preparado.

– Ahora Dixon, por favor, me gustaría saber qué ocurrió la última vez que te encontraste con Clara. Puedes ser breve. Me conformaré con lo más importante. No es preciso -añadió Stern con voz gutural- que te explayes en lo que menos deseas contar y en lo que yo menos deseo saber.

Dixon dio media vuelta, aunque mantuvo una notable compostura. Aun así, Stern advirtió que se había despabilado de golpe. Tenía los ojos más abiertos, una postura casi militar. Si Dixon aceptaba las reglas, este terreno siempre quedaría inexplorado entre ellos. Tras muchas reflexiones, Stern había resuelto que prefería este convenio. Pero Dixon era quien era, un jugador visceral. Parpadeó y miró a Stern a los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué quiero decir? -Stern vaciló un instante, y luego se precipitó en el núcleo humeante de su cólera. Cogió el maletín y lo golpeó contra el escritorio-. ¿Quieres que te haga dibujos, Dixon? ¿Quieres entablar un desapasionado coloquio sobre los mortales azares de las enfermedades de transmisión sexual? Me refiero, Dixon, a tus relaciones con mi mujer.

Dixon no movió los ojos grises. Cuando Stern observó el escritorio, vio que había quebrado el cristal, dejando un agujero de bala en el punto del impacto y una grieta que se irradiaba por la superficie ahumada hasta el borde verde biselado. Este escritorio nunca le había gustado.

– ¿Quieres explicaciones? -preguntó Dixon.

Estaba detrás de Stern, y este prefirió no mirarlo.

– No.

– Porque no las tengo. Soy sólo un condenado hijo de puta.

– ¿Tratas de seducirme con tu encanto, Dixon?

– No. Fue hace mucho tiempo, Stern.

– Lo sé.

– Fue un accidente.

– ¡Por favor!

– No, no es eso. -Dixon chasqueó los dedos-. Fue sin intención. -Cuando Stern dio media vuelta, Dixon se había acercado y le extendía la cigarrera con una mirada ávida y servil-. ¿Un puro?

Stern le arrebató la caja entera.

– ¡Aparta las zarpas, Dixon!

La caja le quedó en las manos. Stern extrajo un cigarro, lo encendió, y cerró la tapa con fuerza. Miró con furia al cuñado mientras Dixon se retiraba hacia el sofá, encendiendo otro cigarrillo.

– Fue culpa mía -comentó-. No me necesitas a mí para que te diga eso. La asedié durante años. Años. -Stern imaginó a Dixon en una reunión familiar, surgiendo de las sombras de la cocina o el vestíbulo para apoyar las manos en las caderas de Clara. Repulsivo. Un ataque claro pero neutro, por si lo rechazaban. Pero con el silencio de Clara, Dixon, siendo quien era, se habría sentido alentado. Sabía que había despertado algún interés. Paso a paso, gesto a gesto, año tras año, había intensificado la llama, consciente de que esta posibilidad de pasión era un tesoro más, un secreto más de Clara. Stern, tentado de imaginar más, decidió contenerse. Basta, se dijo a sí mismo. Basta-. Yo la admiraba. -Por primera vez, se atrevió a mirar a Stern-. Era una mujer admirable.

– Dixon, no tienes conciencia.

– No. -Dixon meneó la cabeza-. Soy raro. Siempre quise hacer lo que otros no hacían.

– Creo que eso tiene un nombre, Dixon. Es el mal.

Dixon apagó el cigarrillo. La boca le temblaba como el hocico de un perro. Dixon Hartnell iba a llorar. Tenía la cara roja y bajó la mirada.

– No tenía nada que ver contigo.

– Me cuesta creerlo.

– Hablo en serio.

– Eres un caso patológico, Dixon.

– Vale. Lo admito.

Se estaba impacientando con Stern. La autocrítica no formaba parte de su repertorio. Seguía adelante en la vida y rara vez miraba atrás.

– ¿Puedo preguntar, Dixon, cuándo ocurrió este interludio?

Dixon alzó la cara desconcertado.

– ¿A qué hora del día?

– Por favor, Dixon. ¿En qué momento de la historia de la humanidad sucedió todo esto?

– No lo sé. Fue cuando Kate se marchó a la universidad. Clara estaba abatida, muy deprimida. Todo lo veía negro. Tú estabas con tu gran caso de Kansas City, siempre ocupado.

– ¿Ésa es tu excusa, Dixon?

Dixon lo miró mientras extraía otro cigarrillo.

– Ya te lo he dicho, me aproveché. A ella no le importaba nada. Fue un acto de desesperación. Maldita desesperación.

– Gracias, Dixon, por tu importante aporte psicológico.

– Ella estaba destruyendo su vida. Se estaba desquitando de ti.

– Te repites -masculló Stern.

Por primera vez sintió, absurdamente, que tal vez rompiera a llorar. No quería que Dixon le revelara los lados ocultos de Clara. ¿Dixon estaba en lo cierto? Bastante, tal vez. Clara había tomado represalias con la esperanza de hallar cierta oscura magia en lo más prohibido. Se envilecería buscando la liberación, y en el peor de los casos al menos tendría razones para ser desgraciada, para despreciarse.

– Fue una noche y un día. Un completo fracaso -explicó Dixon-. Una nulidad. No lo digo sólo ahora. Si no hubiera tenido ese problema, se podría haber dicho que no pasó nada.

– Si no lo hubiera tenido.

– Desde luego, y no lo sabía -dijo Dixon-. Nunca lo olvidaré. Me entregó una nota en una reunión familiar. Aún me acuerdo. Una línea, nunca desperdiciaba las palabras. Ni siquiera «Querido idiota». Tan sólo: «Me están tratando por…» -Dixon agitó la mano para llenar los puntos suspensivos-. Yo no tenía ni idea. Cuando le dije a tu hermana que tenía que hacerse un análisis, me echó de la casa y fue a llorar sobre el hombro de Clara. Menudo desastre.

Todo este drama se había representado en total ausencia de Stern. Él estaba tras las bambalinas, en Kansas City. En brazos de su celosa amante: absorto en el papel que más le gustaba, había pasado por alto los acontecimientos esenciales de su vida.

Se fumó el puro. La noche de insomnio se cobraba su precio. Tenía los ojos inflamados y el cuerpo febril y agotado después del arrebato de ira. En cuanto al puro, le sorprendió descubrir que el sabor ya no le gustaba. Lo terminaría, desde luego. Había empezado a fumar puros en la oficina de Henry Mittler, cuando no podía pagárselos, y por lo general se limitaba a los que Henry le daba de mala gana, y con un cigarro en la mano todavía experimentaba ambiguas sensaciones de triunfo absoluto y seca frugalidad, pero no le costaría dejar de fumarlos. A fin de cuentas, su vida había cambiado.

– Ella acudió a mi oficina -prosiguió Dixon-. Apareció allí.

– ¿Clara?

– No, el hombre de la luna. -Dixon se acostó en el sofá de Stern-. Yo sabía a qué venía. Durante años no me había dicho otra cosa que «Pásame los guisantes».

– ¿Qué pasó?

– Entró, se sentó y lloró. Señor, cómo lloró. -Dixon la evocó un instante-. A moco tendido. De un modo u otro, oí toda la historia. Peter. John. Médicos. Tratamiento. Lo que me afectó fue el dinero. Me dio el cheque como si pensara que el dinero…

Dixon alzó una mano, con los ojos turbios, dolorido una vez más porque Clara había pensado que el dinero podía persuadirlo. Ante sus propios ojos, Dixon no tenía precio.

– ¿Y cuál era la idea de Clara, Dixon? ¿Qué quería?

– ¿Quería? Lo que querría cualquier madre. Quería que sus hijos estuvieran a salvo. Quería que yo encontrara una solución. Por eso traía el cheque. Pensaba que tal vez yo pudiera pagar a todos, MD, los clientes, y enterrar el asunto.

– ¿Qué le dijiste?

– Era demasiado tarde para eso. Peter ya había empezado a jugar al agente secreto.

– ¿Entendiste que la teoría de Peter era que nadie resultara acusado?

– Sí, lo entendí. Eso fue una locura. Pensé que si yo abría la boca, John y él terminarían descuartizados. Pensé que aun esos gilipollas de la fiscalía lo entenderían. No tengo motivos, por Cristo. ¿Voy a destrozar mi vida por unas perras?

– ¿Le dijiste todo esto a Clara?

– Era una mujer inteligente. Sabía cuáles eran los riesgos. Estaba muerta de miedo por todos ellos.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Cómo terminó la conversación, Dixon?

– Oh, no lo sé. La otra razón por la cual había venido era su estado de salud. Quería decirme que tal vez tuviera que contártelo. Es decir, no estaba preocupada por mí… le inquietaba que Silvia se enterara. De todos modos, cuando me hubo dicho esto, puso una expresión muy serena y añadió: «Dixon, no sé si podré continuar». Fue el momento más terrible de mi vida. No tuve que preguntarle de qué hablaba.

– ¿Qué respondiste?

– ¿Cómo demonios crees que respondí? Le supliqué que no lo hiciera. Durante media hora. Le di todas las razones que se me ocurrieron. Ella seguía hablando de sus hijos. Peter y Kate. Y John. Y de ti. Estaba totalmente deshecha. Traté de tranquilizarla, le aseguré que Peter y Kate estarían bien. ¿Pero qué podía decir para convencerla del todo? -Dixon se encogió de hombros-. Así que le prometí…

Era como todo lo demás. Todo lo demás. Como formas en las nubes. Él lo había visto, pero nunca había discernido el contorno.

– Le prometiste a Clara que callarías cuando te acusaran y aceptarías los cargos.

Dixon dejó el brazo colgando sobre el sofá. Sacudió las cenizas pero cayeron fuera del cenicero. Se levantó, se restregó las palmas contra los ojos.

– ¿Puedo preguntar por qué, Dixon?

– Acabo de decirte por qué. Porque se lo debía. Mira, Stern, yo no soy como tú. No soy sabio ni bueno. No puedo evitar mis acciones. Sólo puedo lamentarlo después. Es la historia de mi vida. Pero limpio mi propia mierda.

Permanecieron un rato en silencio.

– Te libero, Dixon.

– ¿Qué?

– Te libero de este peso. Fuiste muy valiente. Hiciste un trato para salvar la vida de Clara, pero a pesar de tus denodados esfuerzos fracasaste. Quedas en libertad.

Dixon meneó la cabeza.

– Se lo prometí.

– Dixon.

– Se lo prometí.

– No puedo permitirlo, Dixon.

– Yo no te pedí permiso.

– He reflexionado mucho, Dixon. Creo que John y Peter deben jugar su propia partida. Tienen que hablar, contratar a otro abogado y decir la verdad a través de él. Ver si confunden a los fiscales, tal como había calculado Peter.

– ¿Qué pasará si Sennett de pronto me cree? Si se ensaña con esos dos, los planes que tiene para mí en comparación parecerán juegos de niños.

Stern movió los hombros: su aire fatigado, místico y ajeno. No había palabras.

– Escucha -dijo Dixon-, he cerrado el pico todo el tiempo. Durante meses he esperado a que esos canallas desistieran. Que confundieran las cosas o perdieran el interés o titubearan. Pero no actuaré de este modo. John no lo logrará. He visto cómo actúa ante las situaciones peliagudas. En un tribunal, o con alguien que lo acose en serio, cederá. Hazme caso. Hundirá a Peter consigo y tal vez a Kate.

Sin duda Dixon estaba en lo cierto. Había reflexionado atentamente acerca de ello. John estaría espiando a toda la familia cuando Sennett terminara con él.

– Ése fue el riesgo que escogió Peter, Dixon.

– Oh, al demonio con eso. Son jóvenes.

Stern se sentó en el sofá junto a él. Tocó la mano de Dixon.

– Dixon, comprendo tu propósito. Reconozco que intentas saldar cuentas conmigo… que deseas ver intacto al resto de mi familia. Pero te perdono.

Dixon lo miró irritado… no, más que eso, ultrajado.

– ¿Puedes mostrar un poco de gratitud y cerrar el pico? -Se levantó-. Me declararé culpable, Stern. Y quiero que tú te encargues.

– No lo haré.

– No digas chorradas. Esto es lo correcto.

– Es un fraude, Dixon.

– Oh, basta ya, Stern. No empieces a alardear de tu honor. Te conozco hace tiempo. Has hecho cosas peores por razones peores. Estoy hablando de tus hijos.

– No.

– Sí. ¿Crees que eres el único en esta familia con derecho a ser noble?

– Silvia…

– Silvia estará bien, tú la cuidarás. Me verá los fines de semana. Será como un club campestre. Cumpliré esta sentencia sin una queja.

El mayor talento de Dixon consistía en saber vender, y mientras caminaba por la oficina había adoptado aspecto de vendedor. Era pura fanfarronería y Stern lo sabía. Las ojeras y las noches en vela de Dixon no se debían a la perspectiva de una vida de club campestre. Pero Dixon había sido soldado. Sabía que el valor no era la ausencia de miedo, sino la capacidad para seguir adelante con dignidad a pesar del miedo. Entonces Stern recordó al joven que había conocido, con fuerte barbilla y cabello broncíneo, que lucía el uniforme como un trofeo y estaba dispuesto a conseguir la gloria: una perfecta muestra de lo que Stern consideraba la especie más envidiable del planeta: un verdadero americano.

– Dixon, esto está mal.

– Oh, a la mierda con los principios, Stern. ¡A la mierda con tu honor! ¿No comprendes, idiota orgulloso, que ella tenía miedo de recurrir a ti precisamente por esto? -El acalorado Dixon asestó un puñetazo sobre el escritorio. El cristal se quebró con una vibración aguda. Ambos se movieron al instante, cada uno hacia un lado, para sostener los dos fragmentos. A lo largo de la fisura, un borde quedaba por debajo del otro. Las pilas de documentos se habían derrumbado y el puro de Stern había saltado del cenicero y estaba allí, aún encendido- ¿Se caerá? -preguntó Dixon.

Stern no lo sabía. Al final movió la silla del escritorio y la colocó entre las dos mitades. Dixon apartó las manos lentamente. El escritorio se hundió visiblemente, pero quedó estable.

Stern necesitó un instante para recordar dónde estaban. La contundente observación de Dixon se había perdido en la conmoción; de momento estaba salvado. Sabía que Dixon había cavilado acerca del asunto, y una vez más tenía razón.

Clara había dudado del pragmatismo del esposo, de su voluntad para renunciar a sus escrúpulos, sobre todo en un enfrentamiento con el hijo.

De momento, sin embargo, podía olvidar ese pensamiento; el sufrimiento vendría después, cuando estuviera solo. Pero sentía otro tipo de curiosidad, una curiosidad que se había despertado el día anterior ante un comentario de Peter.

– ¿Por qué soy tu abogado, Dixon? Ahora. En este asunto.

– ¿A quién más iba a acudir? Además, si hubiera contratado a otro habrías sospechado que ocurría algo.

– Pero dices que temías mis principios.

– No ibas a averiguar qué pasaba.

– ¿Por eso me dejaste la caja de seguridad tanto tiempo?

– Estaba cerrada.

– No obstante…

– Escucha, me asustaste con esa cháchara acerca de las órdenes de registro. Te creí. Pensé que éste era el mejor lugar.

– Pero ni siquiera tomaste la precaución de destruir el cheque que te había dado Clara.

– ¿Cómo iba a hacerlo? Me imaginé que los banqueros lo buscarían. O el abogado de la herencia. Tenía todo un numerito pensado para cuando ellos llegaran aquí: «Ella quería abrir una nueva cuenta de inversiones para los hijos, murió antes de que termináramos los documentos. Me alegra verlos. Firmen aquí».

Dixon sonrió satisfecho.

– Pero debiste tener en cuenta el riesgo de que yo lo averiguara todo.

Dixon se inclinó sobre el escritorio roto.

– Son tus hijos, Stern. Puedes darme elevados consejos para que los entregue, pero no te veo llamando a la puerta del fiscal. Nunca lo harías. -Dixon, con cara astuta y apuesta, sus ojos fatigados, miró al cuñado-. Harás lo que quiero. Tienes que hacerlo.

– No pudiste resistir el juego, ¿eh, Dixon?

Dixon se encogió de hombros.

– Instinto competitivo -dijo.

– ¿Por qué te sientes tan orgulloso con mi flaqueza? Te encanta verme ceder, Dixon.

Aún estaban uno frente al otro. Pero una carcajada ya bailoteaba en la expresión de Dixon a pesar de sus esfuerzos por reprimirla. La situación lo divertía.

– Quiero declararme culpable -concluyó.

Sabía que había ganado. Lo había sabido todo el tiempo.

Stern fue hasta el pasillo a traer café para ambos. Admitió que era un momento oportuno para negociar. Sennett se mostraría reacio a oponerse a una moción relacionada con la relación entre el gobierno y Peter. Aunque al final venciera, Sennett recibiría muchas críticas durante el proceso. Los jueces le reprocharían su inflexibilidad y la defensa protestaría con vehemencia. Los periódicos podían decir cosas desagradables. Sennett estaría ansioso de proteger su reputación.

– Decidido -convino Dixon.

– Pero no permitiré que nos asusten mientras tanto. Sennett tal vez utilice el problema conmigo como respaldo contra ti. No negociaré desde una posición débil. Si me declaran en desacato…

– De acuerdo -dijo Dixon-, podemos tomar celdas contiguas.

Le entregó el teléfono a Stern.

Todavía no eran las ocho; las secretarias no estaban. Pero tuvieron suerte. Sennett mismo atendió el teléfono.

48

Sennett convino en verlo a las cuatro. El fiscal federal se mostró prudente y quiso saber con qué se relacionaba el encuentro, pero Stern se limitó a decir que era necesaria una cita. Sennett estaba en evidente desventaja, demasiado aprensivo para pedirle detalles. A Stern se le ocurrió la idea cuando aún estaban hablando. El tono vibrante e inflexible de la voz de Sennett de pronto lo irritó, pero antes de llamar a Sonny quiso despedirse de Dixon y examinar ciertos detalles del caso de Remo, cuyo juicio empezaría el martes. Para entonces ya era cerca del mediodía.

– ¿Tiene unos minutos para comer? -preguntó.

– No voy a comer -respondió Sonny-. El calor me ha afectado. -Ella guardó silencio, tal vez esperando una explicación-. Si es por la reunión con Stan, no estaré allí.

Es un asunto personal, aclaró Stern. Quisiera verla un momento.

– ¿Le parece bien en el Morgan Towers Club dentro de veinte minutos?

– Oh, Sandy, detesto esos clubes privados. Parezco un saco. Ya sabe, es el calor.

Como de costumbre, el aire acondicionado del nuevo edificio federal había fallado.

– Prefiero una zona neutral. -Lejos de la oficina de ella, quería decir Stern-. Por el bien de usted. Prometo no mencionar la ropa.

– ¿Por mi bien?

– Cuando nos veamos -respondió Stern.

Al principio temió que ella no viniera. Estaba sentado en uno de los mullidos sillones del club, frente al ascensor, observando cómo se abrían y cerraban las puertas de acero bruñido y cómo desembarcaban los hombres de negocios. Sonny llegó agitada y parecía fuera de lugar, como ella misma había reconocido, con su sencillo vestido sin mangas de premamá, más apropiado para pasear por el campo. Sonny parecía haber llegado a ese punto del embarazo en el que se contentaba con seguir con vida. Caminaba con desgana. Llevaba un ancho sombrero con cinta rosada para protegerse del sol.

Stern la saludó con la mano. Le elogió el aspecto y de nuevo la invitó a comer o beber algo.

– No puedo. -Sonny se apoyó una mano en el vientre e hizo una mueca-. Además, llevo prisa. Vamos, Sandy. ¿De qué se trata?

Stern la condujo a un guardarropa apartado, una habitación pequeña con paneles de roble rojo, que no se usaba en verano. Detrás de la pared se oían los ruidos de la cocina y les llegaban olores de carne y verdura por los conductos de aire. El lugar tenía un vago aire clandestino.

– Pido disculpas por estas maniobras. Sospecho que Sennett la criticaría por reunirse conmigo.

Ella hizo otra mueca: ¿a quién le importaba?

– Sonny, estoy profundamente agradecido por su actitud de ayer, pero fue un error. Sin duda el fiscal está disgustado.

– Yo no diría que está contento.

– Sin duda.

Ella estaba buscando un asiento. Le dolían las piernas y había caminado deprisa. Encontró una silla en un rincón. Se sentó frente a los percheros vacíos y se abanicó con el sombrero. Stern permaneció de pie.

– Sandy, al grano.

– Hoy vaya a ver a Stan. Dígale que ha recapacitado y que está dispuesta a actuar enérgicamente.

– No estoy dispuesta a hacerlo. Además, hoy no le importa, de cualquier modo. Está enfadado porque usted averiguó lo del informante. Anoche tuvo a cuatro ayudantes investigando en la biblioteca hasta las dos. Así es Stan. Siempre con sus sandeces machistas: es así porque yo lo digo. Pero cuando las cosas se ponen mal quiere llamar a los marines para que le cubran el trasero. -Sonny calló de pronto. Como de costumbre, se había ido de la lengua-. De paso, yo no tenía idea de quién era. Al fin le pregunté a Stan hace tres días. Después de que habláramos por teléfono. Me parece morboso.

– Sonny, no fingiré que no estoy profundamente afligido, pero aclaro, entre nosotros, que no creo que la conducta del gobierno fuera ilegal.

– Tal vez no, pero apesta. No me molestaría tanto si Stan no tuviera esa sonrisa en la cara. Para él no se trata de principios eternos, sino de rencores personales.

– Sonny, le recuerdo que no hay principios eternos en la práctica de la ley -observó Stern con cierta autoridad-. Hay seres humanos en cada papel, en cada caso. Las personalidades siempre pesan.

– De un modo u otro, la fiscalía se extralimitó. -Sonny acarició la cinta del sombrero-. Escuche, Sandy, no le hice un favor especial. Al menos no tuve esa intención. Simplemente me molestó la idea de enviar una citación basada en ese tipo de información, sin revelar la fuente. Me lo imaginé todo: la juez lo encierra a usted y luego averigua que había una cuestión delicada que el gobierno no había mencionado. Nos tendría a mal traer. Pensé que si usted presentaba una moción, tal vez usted la mencionaría, o nosotros. Me daría la oportunidad de hablar de nuevo con Stan.

Stern asintió. Sonny había razonado con prudencia y buen criterio. Su conducta había sido más juiciosa y profesional que la de su jefe.

– No piense que se me ha pasado el enfado -dijo Sonny-. Sigo irritada. Me jugó usted una mala pasada en el campo, haciéndome preguntas acerca de esos documentos como si jamás los hubiera visto.

– No los había visto. No los he visto en mi vida.

Ella lo observó, tratando de dilucidar si él decía la verdad y, en tal caso, cuál era esa verdad.

– No comprendo -dijo, alzando la mano-. Ya sé. Confidencias, ¿no?

– Así es.

– Debe de ser una historia complicada. -Sonny se encogió de hombros-. Supongo que por eso no se la quiere contar al gran jurado.

Él guardó silencio un instante.

– Sonny, cuando estábamos en el campo usted me contó todo lo que podía con la intención de ser ecuánime. Me gustaría pagar con la misma moneda. Hablando esta mañana con Stan, estoy seguro de que le dejé la impresión de que deseaba verlo para quejarme porque el gobierno había usado a mi hijo como informante. Sin duda haré eso. Pero, siempre que Sennett esté dispuesto a hacer las concesiones que le corresponden en estas circunstancias, espero que nuestra conversación conduzca a un acuerdo para que Dixon se declare culpable.

Ella evaluó estas palabras y ladeó la cabeza con admiración.

– Muy oportuno -comentó.

– Eso creo. -Ambos reflexionaron un instante sobre las medidas que tomaría Sennett para impedir que Stern provocara un revuelo por las tácticas del gobierno con Peter-. De este modo, ya no habrá investigación por gran jurado ni procedimientos por desacato.

Ella sonrió al hacer la asociación.

– Quiere que yo haga las paces con Stan antes de que él lo sepa, ¿verdad? -Sonny rió en voz alta-. Oh, es toda una conspiración. Aunque, desde luego, se lo merece.

Stern también sonrió, pero no dijo nada. Sonny se volvió a abanicar con el sombrero.

– Mire, Sandy, estoy bien con él. No me ha despedido. Sabía que tenía que haberme comentado tiempo atrás algo tan delicado. Además, tiene suficiente astucia política como para evaluar la situación. No quiere que una ayudante lo critique ante los demás, así que prefiere tenerme con él. Se limitó a retirarme del caso. Alega que no soy suficientemente objetiva con usted. -Quizá por el calor, o por lo que había dicho, o por uno de los caprichos físicos del embarazo, de nuevo se le subió el color. Las mejillas le brillaron como una flor-. Lo cual es cierto -añadió deprisa con una sonrisa compungida y lo miró a la cara.

Ambos compartieron una dulce mirada, pensó Stern.

– Está convencido que esa noche yo podría haber escapado con usted -murmulló ella-, si me lo hubiera pedido.

– Estuve a punto de hacerlo -admitió él. Al oír sus propias palabras, comprendió que ambos hablaban en pasado, pero por primera vez eso le resultaba apropiado. Al hablar había hallado un toque de gracia, una nota perfecta, de tal modo que ni ella ni él ni nadie sabrían con exactitud dónde se dividían las aguas, en qué medida obedecía cada sílaba a una intención burlona o a la más sincera pasión perdida-. Por desgracia, usted está casada.

Ella se apoyó ambas manos en el estómago.

– Por suerte.

– En efecto.

– Le dije a Charlie que nos habíamos casado para ser locos juntos, así que tendríamos que seguir igual. -Se rió de sí misma, agitó el sombrero, se tocó los pies-. Dígame que lo aprueba.

– Lo apruebo -dijo Stern.

– Pues yo no -replicó Sonny y ambos se echaron a reír.

– Sonny, usted me ha inspirado -dijo Stern.

Avanzó un paso más, y ella movió la cara, ofreciéndole la mejilla. Pero él no la besó. En cambio, conmovido o, según sus propias palabras, inspirado, le apoyó las manos en los hombros desnudos y luego le acarició suavemente los brazos en una extraña ceremonia. Le aferró los brazos y luego las manos. Ella había erguido la cara para mirarlo a los ojos.

– Cuando crezca -dijo Sonny-, quiero ser como Sandy Stern.

49

Así era la vida, pensó Stern. Bajó en el ascensor de Morgan Towers, parpadeando como si la presencia de esa mujer fuera una luz intensa. Por un instante estuvo lleno de dudas. ¿El desenlace habría sido distinto otro día, si él hubiese estado menos debilitado por la falta de sueño? Las puertas se abrieron al sol del mediodía, que resplandecía por las enormes ventanas del vestíbulo; cuando echó a andar, con los ojos irritados y un ligero mareo, se asombró de sentirse más animado que desde hacía muchos meses. Las cosas esenciales, no simplemente las cotidianas, sino las cuestiones de fe e influencia, permanecían en su lugar, no alteradas por el fracaso. Se tocó el botón central de la chaqueta e irguió la barbilla con dignidad. Alejandro Stern.

No regresó a la oficina. Fue a su casa y se acostó. Se levantaría y vestiría a tiempo para su cita con Sennett. Un filósofo, Descartes creía Stern, había escogido la cama como lugar de reflexión y Stern había seguido su ejemplo durante mucho tiempo. Allí componía la mayoría de sus argumentaciones finales, junto a una bandeja con comida y una libreta amarilla. Hacía muy pocas anotaciones. Hilvanaba mentalmente las frases y argumentos, una y otra vez las mismas oraciones, los mismos conceptos, hasta que sólo el apasionado discurso que iba a pronunciar le ocupaba la conciencia. Hoy se trataba de Clara. Las últimas horas de su mujer ahora le pertenecían.

Stern había conocido a varios suicidas. Era otro de los aspectos tristes de su profesión: muchos clientes se obstinaban en causarse daño. Hacía años que él había dejado de preguntarse por qué. En muchos casos las respuestas eran evidentes: la autonegación, el sufrimiento, las carencias, las vergüenzas, las cicatrices. A finales de los cincuenta, cuando se iniciaba en la profesión, Stern había defendido a una estrella local del rock and roll que se llamaba Harky Malarky y estaba acusado de tenencia de drogas. Harky tenía la feroz melancolía de un bardo irlandés y siempre bailaba junto al precipicio. Adicción a la morfina. Mujeres destructivas. Amigos violentos. Murió, borracho como una cuba, en una moto con la cual saltó hacia un majestuoso cañón de Utah.

Había otros, no tan exagerados como Harky, pero todos tenían la certeza de que estaban condenados. Con Clara ocurría lo mismo. Él siempre lo había sabido. Un pesimismo abrumador, aplastante. Nunca preveía un futuro en el cual estuviera incluida. Un psiquiatra que él había conocido, Guy Pleace, le confesó a Stern una noche, durante una fiesta en casa de los Cawley, que todos los días luchaba contra el impulso de suicidarse. Se levantaba cada mañana y era una tarea más, como afeitarse o ir a la oficina: tratar de no matarse. Esa noche, dijo Pleace, había visto una especie de duende que lo llamaba desde el poste de la luz. Había dado tres veces la vuelta a la manzana para asegurarse de que no estaba allí. Su esposa, que estaba acostumbrada, lo tomó con calma, sabiendo que él tenía que hacerlo. Finalmente, tres años atrás, Guy había perdido una partida de ruleta rusa, con una bala en el tambor: por lo visto, había dejado que los duendes tuvieran su oportunidad.

En medio de su deprimente confesión, Pleace, medio borracho, se habla reído porque una eminencia de la psicología profunda, tal vez Freud, había comentado que los seres humanos no pueden captar la realidad de sus propias muertes. No era el caso de Guy, ni tal vez el de Clara, o de la mayoría de los que se marchan por propia voluntad. La taza siempre está medio vacía o medio llena. Para la mayoría de la gente -y desde luego para Stern- se trataba de saber cuánto quedaba.

Desde que había cumplido cuarenta años, a su modo codicioso, se había irritado ante la sensación de que la porción había sido escasa. Aquí, en casa, tapado en la cama, solo con los ruidos vespertinos del vecindario y el aire acondicionado, reconoció que la muerte de Clara lo había intimidado. Nos alineamos con ciertas figuras reconocibles. El turno de ella. Ahora el tuyo.

Pero para Clara, como para Guy, el momento nunca debía de haber estado lejos. Nate, de hecho, le había dicho eso. Para Clara siempre se trataba de un corto viaje hacia un destino conocido. Quería ser útil a lo largo del camino. Pero una sensación de inutilidad que trascendía todo diagnóstico psicológico -depresión, anemia- la había abrumado. ¿De qué valía esperar, dados los milenios, una eternidad que nunca compartiría? Con esta actitud había analizado sus opciones finales. El ampuloso y abnegado gesto de Dixon, al final, sólo debía de haber agudizado su confusión. No podía ser testigo de ese espantoso acto de autosacrificio. No podía revelar sus problemas y el pasado a su esposo, porque lo devastarían a él y a Silvia, dado el extraño efecto de explosión en cadena de la furia y el pesar. Eso habría sido una pobre recompensa para Dixon, quien en tales circunstancias tal vez llegara a perder la voluntad y el temple para cumplir su promesa.

Tampoco podía soportar que sus hijos fueran a la cárcel. No era suicidio, pensó Stern. No según Clara. Era eutanasia ante una angustia mortal.

¿Podría él haberla salvado? ¿Era mentira, un bálsamo superficial para su alma, pensar que si ellos dos se hubieran casado en la actualidad, en una época más sincera, esto no habría ocurrido? Se habían asignado los papeles en tiempos en que sus ambiciones mutuas dejaban más espacios inexplorados. Ahora había asesores, consejeros y especialistas en autosuperación para obligar a las parejas a caminar dentro de terrenos compartidos. Él había respetado límites que habría podido cruzar con un poco más de fortaleza, de atención o de valor. Pero cada esfuerzo habría sido contra la voluntad de ella.

Más de treinta años atrás, Clara Mittler había compuesto una pieza, la había llamado Clara Stern y había resuelto tocarla hasta el fin. Era una pieza para instrumentos de viento, de gracia austera e infalible belleza, y él era el público pasivo, un par de manos que aplaudían cuando se tomaba tiempo para ocupar su butaca. Pero la serena precisión de esta representación ocultaba a todos -incluida ella misma- una desgarradora turbulencia. En alguna parte hervía una furia ensordecedora. Ella sólo la conocía como un sonido discordante. El ruido siempre estaba con ella, le había dicho a Nate, la estrepitosa disonancia de la angustia y la inevitable decepción. Últimamente el ruido llegaba desde todas partes, a un volumen insoportable, y Clara había sufrido el inevitable pesar del esteta: nunca alcanzaría la belleza.

Por alguna razón ahora Stern sabía algo que antes ignoraba: cómo había sucedido. Nunca había entendido por qué su mujer había escogido el coche. Pero hoy resultaba evidente. Ella había encendido el arranque y había puesto una cinta en el casete. La policía ni siquiera había mirado, desde luego. Habría sido Mozart, por cierto, pero Stern sintió frustración porque nunca sabría qué había elegido. ¿El Réquiem? ¿La sinfonía Júpiter? Pero podía imaginar el resto. Había subido el volumen: los susurrantes instrumentos de viento y los plañideros violines coparon el pequeño espacio, de modo que ni siquiera un buen oído pudiera detectar el ruido del motor. Clara se recostó, con los ojos cerrados, mientras la majestuosa música avanzaba en crecientes oleadas hacia ese instante perfecto del final de cada ejecución, el momento en que reinaba el silencio.

50

Cuando llamó Helen, Stern estaba soñando: Dixon se le acercaba en una esquina. Fumaba un puro de Stern y comentaba en tono burlón que se le había caído el pelo. Se acariciaba la coronilla y con satisfacción daba media vuelta para que Stern le viera la calva. Mientras Helen hablaba, Stern seguía envuelto en la telaraña del sueño y por un instante pensó que aún no había despertado.

– ¿Qué?

Estaba desorientado. ¿Ella estaba llorando?

– Te necesito -dijo Helen con un jadeo. Al principio había repetido que sentía molestarlo-. Pero te necesito aquí. Por favor.

– Sí, sí. Estaré allá enseguida.

En el cuarto de baño, la luz lo mareó. Se enjuagó la cara y desistió de la idea de afeitarse. La almohada le había dejado una arruga en la mejilla. ¿Había mencionado Helen el problema? Uno de los hijos, supuso Stern. El que iba a la universidad. Bajó al garaje.

Cuando puso el Cadillac en marcha, se conectó el reloj digital. Eran casi las tres de la madrugada del viernes. Había dormido desde las nueve y había descansado sólo un par de horas el miércoles por la noche. Marta lo había mantenido despierto, pidiéndole que le explicara de antemano todos los conceptos que incluiría en el argumento final del caso de Estados Unidos contra Cavarelli. Stern había pronunciado su discurso a las diez de la mañana del jueves y luego había esperado con el pobre Remo el regreso del jurado, que apareció casi a las cinco. Inocente. La juez Winchell había dirigido una mirada amarga a Remo, pero sólo había hecho un comentario a Moses Appleton: «Mejor suerte la próxima vez». Marta, que había ayudado a su padre e incluso había interrogado a uno de los agentes de vigilancia, quería celebrarlo. El caballeroso Moses había insistido en invitarlos a un trago. Después de tomar un agua mineral, Stern se había despedido de los dos para ir a descansar. ¿Por qué el triunfo y la exaltación siempre resultaban tan fugaces? Ahora conducía en medio de la noche hacia la casa de Helen, mientras despertaba poco a poco y cada vez más alarmado.

En la calzada de Helen había una camioneta ante la puerta del garaje. Stern leyó las letras, invertidas para que fueran legibles en los espejos retrovisores:


Otra vez no, pensó Stern. Se acercó a la carrera, haciendo tintinear las monedas y las llaves en los bolsillos; no tuvo que llamar. Helen abrió la puerta y cayó en sus brazos con gratitud. Él le vio la cara apenas un instante, y era todo un espectáculo. Estaba totalmente maquillada cuando había roto a llorar. El lápiz de ojos le había embadurnado las mejillas, las lágrimas le habían dibujado estrías de maquillaje bajo los ojos, tenía el pelo desgreñado. A pesar de la bata, Stern supo que no llevaba más ropa encima. Al notarla tan cerca, al recibir la voz y el aliento, se sintió barrido por una cascada de sensaciones. Su pobre corazón. Era como una lapa flotando en el mar y dispuesta a adherirse a cualquier prominencia. Pero apreciaba ese ardor, esa presencia, esa necesidad. Sentía gran afecto por Helen Dudak y agradecía profundamente este instante.

– ¿Qué sucede? Por favor -preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– Siento mucho haberte molestado. Eras la única persona que se me ocurrió. Sandy, por favor…

No terminó la frase. Una convulsión la sacudió y se llevó la mano a la boca. Se apoyó en él una vez más.

– Señora, oiga. ¿Señor? -Un latino con el uniforme pardo del servicio de ambulancias llamaba desde el rellano de la escalera-. Él no está bien.

El hombre meneó la cabeza.

Helen soltó un gemido.

Stern corrió escalera arriba, siguiendo al enfermero. En el dormitorio de Helen reinaba un terrible hedor. Había un hombre allí, una figura crispada y rígida, desnuda, la cara bajo una máscara de oxígeno. Al parecer había perdido el control de los esfínteres en el momento culminante. Allí había un segundo enfermero, un joven blanco, y ambos estaban atareados con el instrumental que habían instalado junto a la cama, dos grandes tanques de hierro forjado verde y un carro con cables y artefactos. En una esquina de la enorme cama había una mesilla de madera. El latino que Stern había visto en la escalera lo llamó. Estaba sacando el último cable del pecho del hombre.

– ¿Electrocardiograma? -Silbó y dibujó una línea recta en el aire-. Malo. Lo certificarán en Riverside. ¿Puedo usar el teléfono? Tengo que llamar a la policía.

El camillero quitó la máscara al hombre de la cama y le cerró los ojos con un hábil movimiento del índice y el pulgar. Stern lo vio desde la puerta.

– Santo cielo -exclamó en voz alta.

Helen había subido. Stern aferraba la jamba de la puerta.

– ¿Quién es? -le preguntó a ella, siguiendo un impulso de vergüenza o esperanza. Helen no lo había mirado a la cara desde que había llegado. Aferró con las suyas la mano de Stern e inclinó la cabeza para apoyarle la frente en el hombro-. Helen, por favor, dime que no es Dixon.

Ella sólo meneó la cabeza, los desgreñados mechones de pelo color zorro. No tenía palabras para ese momento. En cualquier caso, nunca podría decir lo que deseaba Stern.


Stern llamó a la policía con el consentimiento de los enfermeros. Se puso en contacto con la cuarta división de homicidios e insistió en que le pusieran con el teniente. Cuando el teniente llamó, Stern avisó a los enfermeros. Por órdenes del teniente, los enfermeros quedaron relevados. Podían irse y dejar el cuerpo a la policía. Stern los acompañó mientras empujaban los tanques y el carro. Helen se quedó sentada junto a la puerta, en un banco tapizado destinado a la correspondencia y los paquetes. Seguía abatida, los ojos clavados en una copa de brandy. Stern se sentó junto a ella y Helen le pasó la copa.

– Lamento haber tenido que llamar -repitió Helen.

– Por favor, no… -Agitó la mano en el aire. Sobraban las palabras-. ¿En pleno acto?

Ella asintió.

Murió con las botas puestas, pensó Stern. Dixon Hartnell estaría complacido en sus momentos de vanidad. Stern intentó sonreír, sin éxito.

– ¿Cuánto hace que ocurre esto?

– ¿Ocurre?

– Esto -dijo Stern resueltamente.

Helen alzó los ojos.

– Sandy, por favor, no emplees ese tono conmigo. Él llamó. ¿He hecho algo malo?

Stern evaluó la situación, demasiado desconcertado para seguir su habitual instinto para la reticencia.

– Está casado, Helen.

– Pues yo no.

– No -convino Stern.

– ¿Crees que esto estaba dirigido contra ti, de algún modo?

¿Lo estaba? Quién podía saberlo. Miró hacia arriba, donde el cuerpo de Dixon yacía bajo una vieja sábana azul como una estatua amortajada.

– Me llamó. La semana que tú me plantaste, a decir verdad. Me gustaba su compañía. Eso es todo.

– Muy bien.

– Él era muy romántico -dijo Helen, con manifiesta irritación-. Llamaba, pasaba a cualquier hora. Era encantador.

– Sí, entiendo -la interrumpió Stern.

No era preciso preguntar dónde pasaba Dixon las noches. Su próxima réplica sería «Basta».

Guardaron silencio. Stern oía el tictac de los relojes, el ruido de los aparatos. Los faros de otro automóvil barrieron la calzada.

– El policía -indicó Stern.

Helen se ciñó el cinturón de la bata y se preparó para contar la historia.

Radczyk venía solo, con su arrugada chaqueta y un viejo sombrero de fieltro. Stern pidió a Helen que fuera al salón y lo invitó a pasar.

– Siempre ocasiones tristes, teniente.

– Gajes del oficio -dijo Radczyk, y soltó su carcajada inofensiva, divertido por su propia ocurrencia.

Tenía la cara abotargada de sueño. Se pasó la mano por el cabello y aferró el sombrero.

Stern presentó a Helen, quien resumió en pocas frases lo que había ocurrido. Estaban haciendo el amor, explicó. Radczyk hacía anotaciones en su libreta.

– Veamos -dijo-. Este tipo y la muchacha… -señaló cortésmente a Helen-. Este tipo…

– Mi cliente -rectificó Stern.

– Su cliente -convino Radczyk. Al fin asintió invitando a Stern a seguirlo al pasillo-. Entiendo que este sujeto no vivía en la casa.

– Helen Dudak es soltera. Él era mi cuñado -explicó Stern-. El marido de mi hermana.

– De acuerdo -dijo Radczyk.

Cabeceó varias veces. Ahora entendía.

– Esto será terrible para ella.

– Claro, claro. ¿Qué quiere usted? -Sabía que había algo, pues Stern había dicho por teléfono que le pediría un favor. Deseaba ahorrar sufrimientos innecesarios a la hermana, dijo Stern. Radczyk escuchó con atención.

– Echaré un vistazo para asegurarme de que no hay problemas -dijo Radczyk.

Iba al grano. Era su trabajo.

Arriba examinó el cuerpo, le tocó el pecho, movió a Dixon de un lado al otro. Radczyk se tocó la nariz.

– Apesta -comentó-. Apoplejía o ataque cardíaco, ¿verdad?

– El corazón -apuntó Stern.

Era el diagnóstico de los enfermeros.

Radczyk compartía esta opinión.

– Parece bien. No hay marcas ni nada. Yo no tengo nada en contra, si usted está seguro de que quiere actuar de ese modo.

Stern dijo que sí.

– Tengo que hacer un par de llamadas -dijo Radczyk-. Conseguir a alguien que pulse la tecla equivocada en el ordenador. -Le guiñó el ojo. En la puerta del dormitorio, Radczyk cogió el brazo de Stern, bajó la voz-. ¿A qué viene la mesilla?

Señaló la mesilla que estaba en la esquina de la cama.

Stern se encogió de hombros.

Mientras Radczyk hablaba por teléfono, Stern se acercó a Helen, Ella no se había movido. Todavía estaba en bata, pálida y agobiada, descalza, con las pantorrillas flacas muy blancas sin las medias. Tenía al lado la copa de brandy. Stern cogió la copa y le contó sus planes.

– Así será mucho más fácil para Silvia -apuntó.

Dixon y él tenían que almorzar con Silvia aquel mismo día. Stern iría a la casa y juntos le contarían que Dixon se iba a declarar culpable de dos cargos de fraude la siguiente semana y pronto sería recluido en un centro penitenciario federal, tal vez el de Minnesota, por un año, diez meses con buena conducta. No era una misión agradable, y curiosamente la idea de que se había librado de ese doloroso deber facilitaba ligeramente lo que tenía que hacer ahora.

– Silvia -murmuró Helen, y rompió a llorar de nuevo-. Supongo que yo intentaba vengarme de ti.

– Tenías derecho.

Ella se enjugó la nariz con la manga antes que Stern pudiera sacar el pañuelo.

– Lo intentaba -dijo Helen, con su modo enfático y sincero-. Estaba tan herida, Sandy. Siento… sentía… Demonios. -Bajó la cabeza y por un instante rió y lloró al mismo tiempo-. Él me iba a dejar de todos modos. Hacía días que no venía y esta noche dijo que teníamos que romper. Yo no podía creerlo. El sustituto también me abandonaba. -Helen sonrió un poco, pero entonces recordó algo, tal vez el momento de la muerte. Se abrazó el cuerpo y cerró los ojos-. Él intentaba consolarme.

Guardó silencio un instante.

– Debí ser menos tonta. También traté de vengarme de Miles, cuando descubrí lo que pasaba. ¿Sabías eso? Que tuve un amorío antes de abandonarlo.

– No. ¿Debía saberlo?

– Siempre creí que todos lo sabían. ¿Tú no? Tenía la seguridad de que estabas al corriente aquella noche.

Stern la miró con incredulidad.

– ¿Qué noche?

– Cuando pasó Nate -dijo Helen-. En tu casa. Yo había llevado la cena.

Stern reflexionó sobre eso.

– No lo apruebo -declaró de pronto-. Lo comprendo. Pero no apruebo nada de esto.

La exclamación lo asombró. No tanto el juicio como su repentina fuerza. Advirtió que se había puesto en evidencia, un hombre con opiniones tajantes que por lo general callaba. Parecía que había hablado por confusión, pero Helen comprendió. Lo miró con valentía. Como lo conocía bien, sabía que necesitaba denunciar algo.

– Claro que no -dijo Helen.

Radczyk regresó.

– Todo al pelo -apuntó-. Ya está arreglado. No habrá informe ni nada. Esto nunca ha ocurrido. -Cabeceó, un gesto cortés dirigido a Helen-. Le echaré una mano -le dijo a Stern.

La ropa de Dixon estaba desparramada por la habitación. Stern recogió las prendas, pero Radczyk se las quitó de las manos.

– Déjeme a mí -dijo-. Un detective de homicidios es medio sepulturero.

Vistieron a Dixon y lo llevaron fuera. Radczyk cogió los tobillos y Stern tomó las manos de Dixon, pegajosas, extrañamente firmes. Frías, casi heladas, no parecían humanas. Peso muerto, decían. Fue una tarea agotadora. Helen se apartó al ver el cuerpo. Apoyaron a Dixon en un sofá, en una salita cercana a la cocina, y luego Stern acercó su coche al garaje. Juntos colocaron a Dixon en el asiento trasero y lo cubrieron con la misma sábana.

– Nos encontraremos allí -anunció Radczyk-. Haré una llamada e iré para allá.

Stern insistió en que no era necesario, pero Radczyk no quiso saber nada.

– Si va a andar por el centro de la ciudad con un fiambre, será mejor que lleve una placa. De lo contrario parecerá bastante raro.

Radczyk se marchó y Stern fue a ver a Helen, quien se había sentado de nuevo en el banco. Entretanto se había vestido con una blusa negra y pantalones ceñidos, y se había lavado la cara. Parecía tensa pero controlada. Stern había reflexionado sobre su exabrupto y ahora estaba avergonzado. Ese tono pomposo era hipócrita y quiso disculparse.

– Por favor, Sandy -lo interrumpió ella.

Él suspiró.

– Tienes que entenderlo -deslizó.

Entonces le habló sin rodeos acerca de Clara: ella y Dixon habían tenido una aventura años atrás. Mientras hablaba, comprendió que le contaría cualquier cosa a Helen Dudak.

– Oh, Sandy.

Ella se tapó la boca abierta con una mano.

– ¿Entiendes?

– Sí, desde luego. -Ella cerró los ojos y le cogió la mano-. Él debía de envidiarte muchísimo.

– ¿Envidiarme?

– ¿No lo ves?

La idea era estremecedora.

Se quedaron sentados en silencio. Stern tenía que irse, encontrarse con Radczyk. Ella aún le aferraba la mano y Stern no tenía ganas de marcharse.

– ¿Cómo está ella? -preguntó Helen.

Stern no comprendió.

– Tu nueva amiga -precisó.

– Oh, eso -Stern sonrió-. Pertenece al pasado. Locura temporal. Creo que he madurado de nuevo.

Ambos callaron. Al fin Helen aflojó el cuerpo y se sostuvo la cara con las manos, con su gesto juvenil de costumbre.

– ¿Crees que estamos condenados a repetir toda la vida los mismos errores? -preguntó.

– Existe esta tendencia -admitió él. Pero, desde luego, si creía que el alma siempre sería esclava de sus fetiches privados, ¿por qué había ido a Estados Unidos? ¿Por qué clamaba pidiendo justicia para personas a menudo irredimibles? ¿Qué había intentado superar durante todos esos meses?-. Pero también creo en una segunda oportunidad.

– También yo -dijo Helen, y le cogió la mano de nuevo.


Después de casarse con Helen en la primavera siguiente, Stern le dijo varias veces que todo se había resuelto cuando se sentaron juntos en aquel banco. Pero no era cierto. Durante meses él vaciló acerca de muchas cosas, sobre todo de él mismo, de los límites de sus fuerzas y la forma exacta de sus deseos. Pero al despedirse esa noche, la abrazó una vez más -Helen, quien había estado en la cama con Dixon horas atrás, y Stern, quien tenía el cadáver de Dixon en el asiento trasero del coche- y experimentó por un instante, al abrazarla en esas circunstancias imposibles, la luz clara del deseo. Ya lo había sentido al saludarla esa noche, pero los acontecimientos habían añadido una nueva urgencia. ¿Qué era? Nunca podría explicarlo, pero al escuchar la confesión de Helen le embargó una fuerte emoción. Adoraba su desorden, su confusión, su apresurado reconocimiento de que ella, como todos, y a pesar de sus esfuerzos, no se conocía del todo. Así que la abrazó otro instante y le contó otra cosa. El último giro de los acontecimientos con Dixon. El hecho de que sus hijos estaban involucrados, aunque no aclaró cómo. Sabía que Helen querría compartir todos los secretos, contar los suyos y oír lo que él no contaba a nadie más. Con el tiempo tal vez lo hiciera. La primavera siguiente hablaría de ese momento, de esos hallazgos.

Luego Alejandro Stern, abrumado por pensamientos y sentimientos, se puso en marcha, sintiendo el peso de la presencia que llevaba detrás. Ante cada semáforo, ladeaba el espejo retrovisor para ver el bulto que ocupaba el asiento trasero.

– Por Dios, Dixon -dijo en voz alta en una ocasión.

¡Envidiarlo a él! ¿Por qué? Era un hombre gordo con acento extranjero. El respeto que exigía, la estima, no significaba nada, era algo intrascendente y transitorio. ¿Cuáles eran sus logros? ¿Una complicada vida familiar? Pobre Dixon. Sus afanes eran inagotables. Los grandes hombres, pensó Stern, tenían grandes apetitos. ¿Alguien había dicho eso? No estaba seguro, ni sabía qué nombre ponerle a Dixon. Gran algo, pensó.

El coche de Radczyk, un viejo Reliant, estaba en la zona de carga, detrás del edificio. Stern cogió el picaporte y se disponía a bajar cuando lo dominó de nuevo la sensación, nítida como algo ya vivido, de que nada de aquello había ocurrido, de que el momento era irreal, al igual que los acontecimientos de los últimos meses. Él era otra persona en otra parte. Esto era el invento de un demente acurrucado en la litera de un manicomio lejano. Miró los círculos ambarinos arrojados por los faroles de la calle y regresó poco a poco a la realidad.

Trasladaron a Dixon, envuelto en la sábana. Radczyk mantuvo abiertas las puertas del edificio con trozos de cartón y ambos transportaron el cadáver hasta el montacargas. En un edificio ocupado principalmente por abogados era probable que hubiera alguien, incluso a las seis menos cuarto de la mañana. En el mugriento montacargas mantuvieron de pie a Dixon, más alto que ambos. Radczyk sostenía el cuerpo apoyando una mano en el cinturón del cadáver.

En la oficina de Stern, intentaron ponerlo en el sofá, tal como lo había encontrado esas dos noches recientes. Stern cruzó las piernas de Dixon y el cuerpo rodó hacia adelante, hasta desmoronarse en el suelo.

Stern se tapó la cara. No pudo contenerse. Él y Radczyk se echaron a reír.

Lo pusieron de nuevo en el sofá y lo sostuvieron allí. Stern le desabrochó la chaqueta, le alzó las manos. Ahora era como el maniquí de una tienda. Cuando Stern arqueó las piernas de Dixon para colocarle bien los pies, la cabeza cayó hacia adelante, con la boca abierta en un inequívoco rictus de muerte.

Ambos permanecieron inmóviles un instante.

– ¿Cómo puedo agradecérselo, teniente? -preguntó Stern cuando Radczyk se marchaba.

– No es necesario -replicó Radczyk. Miró a Stern con tristeza-. Tenía una deuda con usted y de otro modo nunca la habría saldado.

Radczyk había repetido cien veces que estaba en deuda con él, pero Stern nunca había captado el porqué. Ahora lo comprendía. Había una razón por la cual Radczyk estaba presente en todos los encuentros de Marvin con Stern. Una razón para su nerviosismo. A fin de cuentas, él y Marvin eran como hermanos. Habían compartido muchas cosas. Demasiadas. Radczyk había aprovechado la oportunidad para reformarse, pero Marvin había seguido el camino más habitual. Stern miró a Radczyk, un hombre a quien apenas conocía: ambos sabían los más terribles secretos del otro. Stern cabeceó en un gesto de confianza, gratitud, renovación.

Acompañó al policía hasta la puerta y luego fue a coger la sábana. No quería indicios delatores cuando los demás llegaran allí esa mañana. Regresó a la oficina y se quedó a solas con el cuerpo de su cuñado, Dixon Hartnell. No había un sitio cómodo donde sentarse. Como es natural, el sofá quedaba descartado y la silla aún estaba bajo el cristal roto, pues el trajín que le había causado el juicio de Remo le había impedido cambiar el escritorio. Stern tuvo que sentarse en una de las sillas tapizadas de respaldo recto, un poco pequeñas para él. Puso la silla frente al cadáver. Dixon parecía triste, vacío. El color grisáceo era poco natural. El espíritu había huido.

– ¿El bien gana siempre, Dixon? -preguntó Stern-. Gana en las películas.

No supo cómo se le ocurrieron estas palabras, ni por qué rompió a llorar al decirlas. Hacía días que tenía ganas de llorar, pero lo desconcertó el momento. Era inútil controlarse. La tormenta arreciaba en su interior. Se tapó la boca con el pañuelo y se llevó el puño a los labios para reprimir un aullido.

– Por Dios, Dixon -repitió una y otra vez.

Cuando se calmó, se levantó, se acercó al sofá y decidió rezar. Nunca había sabido bien en qué creía. En los días festivos asistía al shul e interpelaba directamente al Señor. El resto del año parecía agnóstico. Pero en ese momento procuró ser sincero, pues estaba en su mejor papel, un abogado que no hablaba por sí mismo.

Acepta, querido Dios, el alma de Dixon Hartnell, quien ofreció sus propias compensaciones y viajó por su propio camino. Se equivocó, como hacemos todos, quizá más que otros. Pero reconocía hechos fundamentales. No que seamos malignos, pues no lo somos. Pero por lo que sea -egoísmo, impulso, furia, deseo o codicia- estamos inclinados hacia el mal; nuestra tragedia es saber que eso nunca puede cambiar; nuestro deber es intentar en todo momento superarlo; nuestra gloria, triunfar a veces.

Un traje colgaba detrás de la puerta de la oficina y Stern se cambió. Tenía una camisa y una corbata en un cajón, y una navaja. No tendría su maletín, pero nadie lo notaría en la confusión. Fue a afeitarse, regresó y se sentó ante el teléfono. En cuanto oyera llegar a alguien, llamaría a Silvia para decirle que acababa de encontrar a Dixon en la oficina, donde había pasado muchas noches últimamente, obsesionado con su defensa.

Desde ese lado del escritorio, veía los estantes donde estaban las fotografías enmarcadas de su familia, las que Dixon había contemplado la semana anterior. Estaban libres. Por completo. John. Kate. Incluso Peter. No había pensado en ello hasta ahora. Con la muerte de Dixon, todo el asunto llegaba a su fin. Los acontecimientos y la vergüenza se perderían en el pasado. Con la fortuna de Clara, incluso podían considerarse ricos. Ellos tres también tendrían una segunda oportunidad. Trató de imaginar el futuro de todos, pero sólo vio sombras borrosas, perturbadoras. Luego recordó: habría un bebé. Los hijos siempre unían a una familia. Incluso la suya, supuso. Como en una pintura surrealista, una imagen onírica, los vio a todos junto a ese bebé rosado y desconocido en una especie de aura, cada rostro iluminado por una maravillosa alegría instintiva. Rodearían al niño y cada uno de ellos sería otra persona: padre, abuelo, tío. Nuevas responsabilidades. Fantasías. Sueños. Se cometerían errores, como es normal. Se repetirían los malos hábitos, y se enseñarían de nuevo. Cada uno de ellos sucumbiría en cierta medida a la locura, al llamado del oscuro e indómito pasado. No obstante, seguirían adelante.

Oyó que alguien llegaba y cogió el teléfono. Al oír la voz de la hermana dijo su nombre y, a pesar del dolor que de pronto lo embargaba, habló. Otro golpe terrible, anunció. Ella comprendió enseguida.

– Compartiremos este peso -dijo Stern-. Déjame ayudarte.

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