El Dodge Intrepid se hallaba bajo unos abetos encarado al mar, las luces apagadas y la llave en el contacto para mantener encendida la calefacción. Tan al sur no había nevado, aún no, pero se veía escarcha en el suelo. El único sonido que perturbaba la quietud en aquella noche invernal de Maine era el rumor de las olas que rompían en Ferry Beach. Cerca de la orilla se mecía un malecón flotante con altas pilas de redes langosteras. Tras el cobertizo de madera roja había cuatro botes tapados con lonas, y un catamarán amarrado a corta distancia de la rampa de acceso a las embarcaciones. Por lo demás, el aparcamiento estaba vacío.
La puerta del acompañante se abrió y Chester Nash subió apresuradamente al coche. Le castañeteaban los dientes e iba arrebujado en su largo abrigo marrón. Chester era un hombre pequeño y fibroso, con un bigote en medialuna que se extendía más allá de las comisuras de los labios. Él consideraba que el bigote le daba un aspecto distinguido; pero en opinión de los demás le daba un aspecto fúnebre, y de ahí su apodo: Chester «el Alegre». Si algo sacaba de sus casillas a Chester Nash, era que la gente lo llamase Chester el Alegre. En una ocasión, a Paulie Block le metió en la boca el cañón de la pistola por llamarlo así. Paulie Block estuvo a punto de arrancarle el brazo por eso, si bien, como le explicó a Chester el Alegre mientras lo abofeteaba con sus manos tan grandes como palas, comprendía la razón por la que Chester había actuado de tal modo. Pero, sencillamente, las razones no eran disculpa para todo.
– Espero que te hayas lavado las manos -dijo Paulie Block, sentado tras el volante del Dodge y preguntándose quizá por qué Chester no había podido aliviarse antes como cualquier persona normal, en lugar de insistir en mear al pie de un árbol en medio del bosque cerca de la orilla dejando escapar todo el calor del coche al bajarse de él.
– Tío, hace frío -dijo Chester-. En la puta vida había estado en un sitio tan frío como éste. Ahí fuera casi se me congela el aparato. Si hiciese un poco más de frío, habría meado cubitos.
Paulie Block dio una larga calada al cigarrillo y observó el ascua mientras brillaba brevemente hasta quedar reducida a ceniza. Paulie Block, o «Tarugo», como su apellido muy bien indicaba, medía un metro noventa, pesaba ciento veinticinco kilos y tenía la cara igual que si la hubiesen utilizado para empujar trenes. Con su sola presencia, dentro del coche parecía faltar espacio. Bien mirado, hasta en el Giants Stadium parecería faltar espacio si Paulie Block se presentara en él.
Chester echó una ojeada al reloj digital del salpicadero, cuyos números verdes parecían suspendidos en la oscuridad.
– Llegan tarde -comentó.
– Vendrán -afirmó Paulie-. Vendrán.
Volvió a su cigarrillo y fijó la vista en el mar. Probablemente miraba despreocupado. No se veía nada, aparte de la negrura y las luces de Old Orchard Beach más allá. Junto a él, Chester Nash comenzó a jugar con una Game Boy.
Fuera el viento soplaba y las olas lamían rítmicamente la playa; el sonido de sus voces se propagaba sobre el terreno helado hasta donde los otros observaban y escuchaban.
– … El Sujeto Dos ha vuelto al vehículo. Tío, hace frío -dijo Dale Nutley, agente especial del FBI, repitiendo de manera inconsciente las palabras que acababa de oír pronunciar a Chester Nash. Tenía al lado un micrófono parabólico situado cerca de una pequeña grieta en la pared del cobertizo. Junto a éste, ronroneaba suavemente una grabadora Nagra activada por voz y una cámara de luz residual Badger Mk II permanecía atenta al Dodge.
Nutley llevaba dos pares de calcetines, calzoncillos largos, pantalón vaquero, camiseta, camisa de algodón, suéter de lana, una cazadora de esquiador Lowe, guantes térmicos y una gorra gris de alpaca con dos pequeñas orejeras que caían sobre los auriculares y le protegían los oídos del frío. Sentado junto a él en un taburete alto, el agente especial Rob Briscoe pensaba que, con esa gorra de alpaca, Nutley parecía un pastor de llamas, o el cantante del grupo Spin Doctors. En cualquier caso, Nutley parecía un payaso con su gorra de alpaca y aquellas absurdas orejeras para protegerse los oídos del frío. El agente Briscoe, que tenía las orejas heladas, deseaba esa gorra de alpaca. Si el frío arreciaba más aún, siempre podía matar a su compañero Nutley y quitarle la gorra de su cabeza muerta.
El cobertizo se encontraba a la derecha del aparcamiento de Ferry Beach y permitía a sus ocupantes ver con claridad el Dodge. Detrás, un camino privado discurría a lo largo de la orilla hacia una de las casas de veraneo de Prouts Neck. Ferry Road, una tortuosa carretera, comunicaba el aparcamiento con Black Point Road, y ésta, a su vez, llevaba hasta Oak Hill y Portland en dirección norte y hasta Black Point en dirección sur. Hacía apenas dos horas habían aplicado una capa de pintura reflectante a las ventanas del cobertizo a fin de impedir que alguien viese a los agentes desde fuera. Y cuando Chester Nash intentó escudriñar el interior por la ventana y tanteó los cerrojos de las puertas antes de apresurarse a regresar al Dodge, se produjeron unos instantes de tensión.
Por desgracia, el cobertizo no tenía calefacción, o si la tenía, no funcionaba, y el FBI no había considerado oportuno proporcionar un calefactor a los dos agentes. En consecuencia, Nutley y Briscoe no habían pasado tanto frío en su vida. Al tocarlos, los tablones desnudos del cobertizo estaban gélidos.
– ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? -preguntó Nutley.
– Dos horas -contestó Briscoe.
– ¿Tienes frío?
– Pero ¿qué estupideces dices? Estoy cubierto de escarcha. Claro que estoy muerto de frío, joder.
– ¿Por qué no te has traído una gorra? -preguntó Nutley-. ¿Es que no sabes que la mayor parte del calor corporal se pierde por lo alto de la cabeza? Tendrías que haberte traído una gorra. Por eso estás helado. Tendrías que haberte traído una gorra.
– ¿Sabes una cosa, Nutley? -dijo Briscoe.
– ¿Qué?
– Te odio.
A sus espaldas, la grabadora activada por voz ronroneaba suavemente, registrando la conversación de los dos agentes a través de los micrófonos prendidos a sus cazadoras. Debía grabarse todo, ésa era la norma en aquella operación: todo. Y si eso incluía el odio de Briscoe hacia Nutley por la gorra de alpaca, pues que se grabase.
El guarda de seguridad, Oliver Judd, la oyó antes de verla: arrastraba los pies con un sonido sordo por el suelo enmoquetado y hablaba sola en susurros mientras andaba. A pesar suyo, Judd se levantó en su habitáculo y se apartó del televisor y del calefactor que le lanzaba un chorro de aire caliente a los dedos de los pies. Fuera reinaba una quietud que auguraba más nieve. Al menos no soplaba el viento, y eso ya era algo. El tiempo pronto empeoraría -como siempre en diciembre-, pero allí, tan al norte, empeoraba antes que en cualquier otra parte. Vivir en la zona norte de Maine a veces no tenía maldita la gracia.
Se dirigió a ella rápidamente.
– ¡Eh, señora, señora! ¿Qué hace levantada de la cama? Va a pillar una pulmonía de muerte.
La anciana se sobresaltó al oír la última palabra y miró a Judd por primera vez. Era flaca y menuda pero conservaba un porte erguido, cosa que le confería un aspecto imponente entre las personas recluidas en la residencia de ancianos Santa Marta. Judd dudaba que fuese tan mayor como algunos de los otros residentes, de edad tan provecta que habían llegado a gorrear tabaco a personas que murieron en la primera guerra mundial. Ella, en cambio, rondaba los sesenta como mucho. Judd dedujo que, si no era vieja, probablemente estaba enferma, lo cual significaba, hablando en plata, que estaba loca, chiflada como una regadera. El cabello gris le caía por encima de los hombros casi hasta la cintura. Tenía los ojos de un vivo color azul y miraba hacia la lejanía, más allá de Judd. Llevaba unas botas de color marrón con cordones, un camisón, una bufanda roja y un abrigo largo azul que iba abotonándose al andar.
– Me voy -contestó. Habló en voz baja pero con total determinación, como si no hubiese nada de extraño en que una mujer de sesenta años pretendiera marcharse de una residencia para la tercera edad en el norte de Maine sin más ropa que un camisón y un abrigo barato una noche en que los partes meteorológicos pronosticaban más nieve, que se sumaría a la capa helada de quince centímetros ya acumulada. Judd no se explicaba cómo aquella mujer había conseguido pasar inadvertida ante el puesto de enfermeras, y menos aún llegar casi hasta la puerta principal de la residencia. Algunos de aquellos viejos eran listos como zorros, pensó Judd. En cuanto se les daba un momento la espalda desaparecían, camino de las montañas o de su antigua casa o para casarse con un amante que había muerto hacía treinta años.
– Ya sabe que no puede marcharse -dijo Judd-. Vamos, vuélvase a la cama. Voy a llamar a una enfermera, así que quédese ahí y enseguida vendrá alguien a ocuparse de usted.
Ella dejó de abrocharse el abrigo y miró de nuevo a Oliver Judd. En ese momento Judd percibió por primera vez que la mujer estaba aterrada: tenía un miedo auténtico y cerval por su vida. Judd lo supo aunque no habría podido decir por qué, excepto, quizá, porque algún primitivo sexto sentido se había activado en él al acercarse la mujer. En sus ojos desorbitados se advertía una mirada suplicante y las manos le temblaban ahora que ya no las tenía ocupadas con los botones. Estaba tan asustada que el propio Judd empezó a experimentar cierto nerviosismo. De pronto la anciana habló.
– Viene -dijo.
– ¿Quién viene?-preguntó Judd.
– Caleb. Caleb Kyle.
La mujer tenía una mirada casi hipnótica, la voz trémula a causa del terror. Judd negó con la cabeza y la agarró del brazo.
– Vamos -dijo, y la llevó hacia una silla de vinilo junto a su habitáculo-. Siéntese aquí mientras aviso a la enfermera.
¿Quién demonios era Caleb Kyle? El nombre le sonaba, pero no acababa de identificarlo.
Estaba marcando el número del puesto de enfermeras cuando oyó un ruido a sus espaldas. Al volverse, vio a la anciana casi encima de él con los ojos entornados en un gesto de concentración, los labios apretados. Tenía las manos en alto; Judd alzó la vista para ver qué sostenía y, justo cuando echaba el rostro hacia atrás, vio el pesado jarrón de cristal caer sobre él.
De pronto se hizo la oscuridad.
– No veo una mierda -dijo Chester Nash el Alegre. Las ventanas del coche se habían empañado y eso le producía una incómoda sensación de claustrofobia que la descomunal mole de Paulie Block no contribuía a aliviar precisamente, como él mismo se había encargado de comentarle a su compañero de manera inequívoca.
Paulie limpió la ventanilla lateral con la manga. A lo lejos, los haces de unos faros barrieron el cielo.
– Calla -dijo-. Ya vienen.
Nutley y Briscoe también habían visto los faros minutos después de que la radio les informara de que un coche circulaba por Old County Road en dirección a Ferry Beach.
– ¿Crees que son ellos? -preguntó Nutley.
– Es posible -contestó Briscoe, y se sacudió de la cazadora la escarcha que la cubría en el momento en que el Ford Taurus salía de Ferry Road y se detenía junto al Dodge.
Por los auriculares, los agentes oyeron a Paulie Block preguntar a Chester el Alegre si estaba listo para armar bulla. En respuesta sólo oyeron un chasquido. Briscoe no tuvo la total certeza, pero pensó que se trataba del seguro de un arma al retirarlo.
En la residencia de ancianos Santa Marta una enfermera aplicó una compresa fría a Oliver Judd en la nuca. Ressler, el sargento llegado de Dark Hollow, estaba de pie junto a un policía de la reserva, y éste aún se reía quedamente. En los labios de Ressler se advertía un leve rastro de sonrisa. En otro rincón se hallaba Dave Martel, el jefe de policía de Greenville, localidad situada a ocho kilómetros al sur de Dark Hollow, y al lado de éste uno de los guardabosques del Departamento de Fauna y Pesca del pueblo.
En rigor, Santa Marta pertenecía a la jurisdicción de Dark Hollow, el último pueblo antes de los grandes bosques industriales que se extendían hasta Canadá. Pero aun así, Martel había recibido aviso del asunto de la anciana y se había acercado para ofrecer ayuda en la operación de búsqueda. No sentía la menor simpatía por Ressler, pero la simpatía no tenía nada que ver con cualquier medida que hubiese que tomar.
Martel, un hombre sagaz, reservado, y el tercer jefe de policía desde la fundación del pequeño departamento de policía del pueblo, no le veía la menor gracia a lo ocurrido. Si no encontraban pronto a aquella mujer, moriría. No se requerían temperaturas muy bajas para acabar con la vida de una anciana, y esa noche el clima era extremo.
Oliver Judd, que siempre había deseado ser policía pero era demasiado bajo, demasiado obeso y demasiado estúpido para ser admitido, sabía que los agentes de Dark Hollow se reían de él. Supuso que estaban en su derecho. Al fin y al cabo, ¿a qué clase de guarda de seguridad deja fuera de combate una anciana? Para colmo, una anciana que en esos momentos llevaba encima la Smith & Wesson 625 nueva de Oliver Judd.
El equipo de búsqueda se preparó para salir con el doctor Martin Ryley, el director de la residencia, al frente. Ryley llevaba una parka con capucha bien cerrada, guantes y botas de agua. En una mano cargaba un botiquín de urgencias, en la otra una linterna enorme. A los pies tenía una mochila con ropa de abrigo, mantas y termos con caldo.
– No nos la hemos cruzado de camino, así que va a campo traviesa -oyó decir Judd a alguien. Parecía la voz de Will Patterson, el guardabosque, cuya esposa era propietaria de un supermercado en Guilford y tenía el culo jugoso como un melocotón:
– Todo es terreno difícil -comentó Ryley-. Al sur está Beaver Cove, pero el jefe Martel no la ha visto por allí al pasar. Al oeste está el lago. Da la impresión de que anda sin rumbo por el bosque.
Se oyó el zumbido de la radio de Patterson, y éste se puso de espaldas para hablar, pero volvió a darse la vuelta enseguida.
– La ha localizado un avión. Está a unos tres kilómetros al nordeste de aquí, adentrándose cada vez más en el bosque.
Los dos policías de Dark Hollow -uno de ellos con la mochila llena de ropa y mantas al hombro- y el guardabosque, acompañados por Ryley y una enfermera, se pusieron en marcha. El jefe Martel miró a Judd y se encogió de hombros. Ressler no quería su ayuda, y Martel no tenía intención de meter las narices donde no lo querían, pero albergaba un mal presentimiento con respecto a lo que estaba ocurriendo, un pésimo presentimiento. Mientras observaba al grupo de cinco personas adentrarse entre los árboles, empezaron a caer los primeros copos de nieve.
– Ho Chi Minh -dijo Chester el Alegre-. Pol Pot. Lichi. Los cuatro camboyanos lo miraron con frialdad. Llevaban abrigos azules de lana idénticos, traje azul con corbata oscura y guantes de piel negros. Tres eran jóvenes, de unos veinticinco o veintiséis años, calculó Paulie. El cuarto era mayor, con mechones grises en el pelo lustroso y peinado hacia atrás. Usaba gafas y fumaba un cigarrillo sin filtro. En la mano izquierda sostenía un maletín negro de piel.
– Tet. Presidente Mao. Nagasaki -prosiguió Chester el Alegre.
– ¿Quieres callarte? -dijo Paulie Block. -Sólo pretendo que se sientan como en casa.
El de mayor edad dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a la playa.
– Cuando su amigo acabe de ponerse en ridículo, ¿podríamos comenzar? -preguntó.
– Ya lo ves -dijo Paulie Block a Chester el Alegre-. Así empiezan las guerras.
– Ese Chester es un verdadero gilipollas -dijo Nutley.
La conversación entre los seis hombres les llegaba con absoluta nitidez en el aire frío de la noche. Briscoe movió la cabeza para asentir. Junto a él, Nutley ajustó el zoom de la cámara para enfocar el maletín que sostenía el camboyano, tomó una instantánea y después alejó un poco la imagen para abarcar a Paulie Block, el camboyano y el maletín. Tenían instrucciones de observar, escuchar y grabar. Sin intromisiones. Las intromisiones llegarían más tarde, tan pronto como todo aquello -fuera lo que fuese «aquello», ya que lo único que conocían por el momento era el lugar de encuentro- pudiese relacionarse con Tony Celli en Boston. Un coche con otros dos agentes aguardaba en Oak Hill para ocuparse del Dodge, y un segundo coche seguiría a los camboyanos.
Briscoe tomó un telescopio Night Hawk y lo dirigió hacia Chester Nash el Alegre.
– ¿Ves algo fuera de lo normal en el abrigo de Chester? -preguntó.
Nutley desplazó ligeramente la cámara a la izquierda.
– No -respondió-. Espera. Parece una prenda muy vieja, de unos cincuenta años por lo menos. El tipo no tiene las manos en los bolsillos. Las lleva metidas en unas aberturas bajo el pecho. Una extraña manera de protegerse del frío, ¿no crees?
– Sí-dijo Briscoe-. Muy extraña.
– ¿Dónde está la chica? -preguntó el camboyano de mayor edad a Paulie Block.
Paulie señaló el maletero del coche. El camboyano asintió y entregó el maletín a uno de sus acompañantes. Éste lo abrió y lo sostuvo de cara a Paulie y Chester para que vieran el contenido.
Chester dejó escapar un silbido y exclamó:
– Joder.
– Joder -dijo Nutley-. En ese maletín hay mucho dinero. Briscoe enfocó los billetes con el telescopio. -Caramba, puede que sean unos tres millones. -Suficiente para sacar a Tony Celli del lío en el que ande metido -comentó Nutley.
– Y de unos cuantos más.
– Pero ¿quién hay en el maletero? -preguntó Nutley.
– Bueno, muchacho, eso es lo que hemos venido a averiguar.
El grupo de cinco personas, exhalando vaharadas blancas, avanzaba con cuidado por el accidentado terreno. Alrededor, las copas de los árboles de hoja perenne arañaban el cielo y acogían con las ramas abiertas los copos de nieve. Allí el terreno era rocoso y, a causa de la nieve reciente, estaba resbaladizo y peligroso. Ryley ya había tropezado una vez, se había hecho un rasguño en la espinilla y le dolía. Desde el cielo les llegaba el ruido del motor del Cessna, uno de los aviones de Currier venido del lago Moosehead, y veían que con su foco iluminaba algo frente a ellos.
– Si la nevada arrecia, el avión tendrá que volver -comentó Patterson.
– Ya casi estamos -dijo Ryley-. En diez minutos llegaremos hasta ella.
Ante ellos se oyó un disparo en la oscuridad, y luego otro más. El haz de luz del avión se escoró y empezó a elevarse. La radio de Patterson prorrumpió en una andanada de maldiciones.
– ¡Joder! -exclamó Patterson con expresión de incredulidad-. Les está disparando.
El camboyano siguió a Paulie Block cuando éste se dirigió a la parte trasera del coche. Detrás de ellos, los hombres más jóvenes se abrieron los abrigos y dejaron a la vista unas Uzis que llevaban colgadas de correas al hombro. Todos mantenían la mano en la empuñadura, con el dedo cerca de la guarda del gatillo.
– Ábralo -ordenó el de mayor edad.
– Usted manda -contestó Paulie a la vez que introducía la llave en la cerradura y se disponía a levantar la tapa-. Paulie está aquí para abrir el maletero.
Si el camboyano hubiese escuchado con más atención, se habría dado cuenta de que Paulie Block pronunciaba esas palabras en voz muy alta y clara.
– Son aberturas para armas -dijo Briscoe de pronto-. Aberturas para armas, joder, son eso.
– Aberturas para armas -repitió Nutley-. Dios Santo.
Paulie Block abrió el maletero y retrocedió. Una bocanada de calor recibió al camboyano cuando se acercó. En el maletero había una manta y, debajo, una silueta humana claramente reconocible. El camboyano se inclinó y retiró la manta.
Debajo había un hombre: un hombre con una escopeta de cañones recortados.
– ¿Qué es esto? -preguntó el camboyano.
– Esto es adiós -respondió Paulie Block al tiempo que los cañones detonaban y el camboyano se sacudía por el impacto de las balas.
– ¡Joder! -exclamó Briscoe-. ¡Vamos! ¡Vamos!
Desenfundó su pistola SIG y se precipitó hacia la puerta. Mientras descorría el cerrojo y se adentraba en la noche directo a los dos coches pulsó un interruptor de su auricular para solicitar refuerzos a Scarborough.
– ¿Y la orden de no intromisión? -preguntó Nutley, siguiendo a su compañero.
Aquello no era lo previsto. Aquél no era el desenlace previsto ni mucho menos.
Chester el Alegre se abrió el abrigo y dejó al descubierto los cañones cortos e idénticos de un par de metralletas Walther MPK. Dos de los camboyanos levantaban ya sus Uzis cuando apretó los gatillos.
– Sayonara -dijo Chester, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios.
Las parabellum de nueve milímetros acribillaron a los tres hombres, y, al hacerlo, perforaron la piel del maletín, la cara lana de sus abrigos, la inmaculada blancura de sus camisas y el fino caparazón de su piel. Hicieron añicos los cristales, atravesaron el metal del coche, agujerearon el vinilo de los asientos. En menos de cuatro segundos Chester vació las sesenta y cuatro balas en los tres hombres, que quedaron hechos un guiñapo y desmadejados; la sangre caliente que manaba de sus cuerpos se mezcló con la delgada capa de escarcha del suelo. El maletín había caído cara abajo y algunos de los compactos fajos se habían desparramado.
Chester y Paulie vieron lo que habían hecho y les pareció bien.
– Bueno, ¿a qué esperas? -dijo Paulie-. Recojamos el dinero y larguémonos de aquí.
Detrás de él, el hombre de la escopeta, llamado Jimmy Fribb, salió del estrecho maletero y, mientras estiraba las piernas, le crujieron las articulaciones. Chester insertó un nuevo cargador en una de las MPK y echó la otra en el maletero del Dodge. Cuando se agachaba para recoger el dinero, oyó las dos voces casi al unísono.
– Agentes federales -dijo la primera-. Manos arriba.
La otra voz sonó menos lacónica y menos cortés, pero a Paulie Block, curiosamente, seguro que le resultó familiar.
– Apartaos del puto dinero -ordenó- si no queréis que os vuele las putas cabezas.
En un claro, la anciana miraba el cielo. La nieve le caía sobre el cabello, los hombros y los brazos extendidos, con el arma en la mano derecha y la izquierda abierta y vacía. Al intentar sobreponerse al excesivo esfuerzo para su envejecido cuerpo, boqueaba y respiraba entrecortadamente. Pareció no advertir la presencia de Ryley y los otros hasta que se hallaron a unos diez metros de ella. La enfermera se quedó atrás. Ryley, pese a las objeciones de Patterson, tomó la delantera.
– Señorita Emily -dijo con delicadeza-. Señorita Emily, soy yo, el doctor Ryley. Hemos venido para llevarla a casa.
La anciana lo miró, y Ryley sospechó, por primera vez desde que salieron en su busca, que la anciana no estaba loca. Lo observaba con expresión serena y casi sonrió cuando él se aproximó.
– No pienso volver -repitió ella.
– Señorita Emily, hace frío. Se morirá aquí a la intemperie si no viene con nosotros. Le hemos traído unas mantas y ropa de abrigo, y tengo un termo con caldo de pollo. Cuando haya entrado en calor y se encuentre a gusto, la llevaremos a casa sana y salva.
Esta vez, la anciana sonrió abiertamente. Fue una sonrisa amplia, sin humor, sin confianza.
– Ustedes no pueden salvarme -dijo en voz baja-. No pueden salvarme de él.
Ryley frunció el entrecejo. Recordó de pronto algo referente a aquella mujer, un incidente con una visita y un informe que había escrito la noche anterior una de las enfermeras después de que la señorita Emily afirmara que alguien había intentado encaramarse a su ventana. No le dieron crédito, naturalmente, pero, a consecuencia de ello, Judd se había ceñido el arma durante la guardia. Aquellos ancianos eran personas temerosas. Tenían miedo a la enfermedad, a los desconocidos, a los amigos y, en ocasiones, a los familiares; miedo al frío, al riesgo de caerse; miedo a perder sus escasas pertenencias, sus fotografías, sus recuerdos cada vez más desdibujados.
Miedo a la muerte.
– Por favor, señorita Emily, deje la pistola y venga con nosotros. Podemos protegerla de cualquier peligro. Nadie va a hacerle daño.
La anciana movió la cabeza en un lento gesto de negación. El avión los sobrevolaba en círculo, y la extraña luz blanca que proyectaba sobre la mujer convertía su largo cabello gris en un fuego de plata.
– No pienso volver. Me enfrentaré a él aquí. Éste es su hogar, estos bosques. Tarde o temprano vendrá.
De pronto se le demudó el rostro. Detrás de Ryley, Patterson pensó que nunca había visto una expresión tan aterrada. Se le contrajeron las comisuras de los labios; se le estremecieron la barbilla y la boca primero y después el resto del cuerpo, con un temblor anómalo y violento que parecía un estado de éxtasis. Con el rostro bañado en lágrimas, habló de nuevo.
– Perdón. Perdón, perdón, perdón, perdón…
– Por favor, señorita Emily -dijo Ryley mientras se acercaba a ella-. Deje la pistola. Tenemos que llevarla de regreso.
– No pienso volver -repitió la anciana.
– Por favor, señorita Emily, no nos queda más remedio.
– Si es así, tendrán que matarme -se limitó a decir ella a la vez que apuntaba a Ryley con la Smith & Wesson y apretaba el gatillo.
Chester y Paulie miraron primero a la izquierda y luego a la derecha. A su izquierda, en el aparcamiento, vieron a un hombre alto con chaqueta negra que sostenía unos auriculares en una mano y una SIG en la otra. Detrás de él había otro hombre, más joven, con una gorra gris de alpaca provista de orejeras, armado también con una SIG, que empuñaba con las dos manos extendidas al frente.
A su derecha, junto a una pequeña garita de madera utilizada por el encargado del aparcamiento durante el verano, había una figura vestida toda de negro, desde las punteras de las botas hasta el pasamontañas que le cubría la cabeza. Llevaba una escopeta Ruger de repetición en las manos y respiraba entrecortadamente por la abertura del pasamontañas.
– Cúbrelo -ordenó Briscoe a Nutley.
Nutley dejó de apuntar a Paulie Block para encañonar a la figura de negro situada en el linde del bosque.
– Suéltala, gilipollas -dijo Nutley.
La Ruger tembló ligeramente.
– He dicho que la sueltes -repitió Nutley a voz en grito.
Briscoe dirigió un vistazo a la figura armada con la escopeta. A Chester Nash le bastó con eso. Cambió de posición y abrió fuego con la MPK, alcanzó a Briscoe en el brazo y a Nutley en el pecho y la cabeza. Nutley murió en el acto, su gorra de alpaca teñida ya de rojo mientras caía.
Briscoe disparó desde donde yacía en la carretera; hirió a Chester Nash en la pierna derecha y la ingle y la MPK se le escapó de las manos cuando se desplomó. Desde los árboles llegaron las detonaciones de la Ruger, y Paulie Block, con la pistola en la mano derecha, se sacudió al ser alcanzado por las balas, que hicieron añicos la ventana del Dodge detrás de él en su trayectoria de salida. Hincó las rodillas en tierra y luego cayó de bruces. Chester
Nash intentaba alcanzar la MPK con la mano derecha, sujetándose la entrepierna herida con la izquierda, cuando Briscoe le descerrajó otros dos disparos y Chester dejó de moverse. Jimmy Fribb soltó la escopeta y levantó las manos justo a tiempo de impedir que Briscoe lo matase.
Briscoe se disponía a ponerse en pie cuando, frente a él, oyó el chasquido de una escopeta al recargarse.
– Quédese ahí -dijo la voz.
Briscoe obedeció y dejó la SIG a su lado en el suelo. Un pie calzado con una bota negra la apartó, y el arma, girando, desapareció entre la maleza.
– Las manos en la cabeza.
Al levantar las manos, Briscoe sintió una punzada de dolor en el brazo izquierdo mientras observaba cómo se aproximaba la figura enmascarada, que seguía apuntándole con la Ruger. Nutley yacía cerca de él, con los ojos abiertos y la mirada fija en el mar. Dios, pensó Briscoe, qué desastre. Más allá de los árboles, vio unos faros y oyó el ruido de unos coches que se acercaban. El hombre de la escopeta también los oyó y ladeó ligeramente la cabeza mientras guardaba en el maletín los últimos fajos y lo cerraba. Jimmy Fribb aprovechó esa distracción para abalanzarse en busca de la SIG abandonada, pero el hombre lo mató de un tiro en la espalda antes de que llegase a ella. Briscoe se agarró con fuerza las manos sobre la cabeza, con el brazo dolorido, y empezó a rezar.
– Permanezca tendido en el suelo y no levante la vista -ordenó el hombre.
Briscoe obedeció, pero mantuvo los ojos abiertos. La sangre corría por el suelo y apartó un poco la cabeza. Cuando volvió a alzar la vista, unos faros le alumbraban los ojos y la figura de negro había desaparecido.
El doctor Martin Ryley ya había cumplido cuarenta y ocho años y deseaba llegar a los cuarenta y nueve. Tenía dos hijos, un niño y una niña, y una esposa llamada Joanie que le preparaba estofado los domingos. No era un buen médico, razón por la cual dirigía una residencia para ancianos. Cuando la señorita Emily Watts le disparó, se echó cuerpo a tierra, se cubrió la cabeza con las manos y comenzó a alternar plegarias y blasfemias. El primer tiro se perdió a su izquierda. El segundo le lanzó una lluvia de tierra húmeda y nieve sobre la cara. Detrás de él, oyó el chasquido de los seguros de las armas y gritó:
– No, déjenla, por favor. No disparen.
El bosque quedó de nuevo en silencio, salvo el agudo zumbido del Cessna. Ryley se aventuró a levantar la vista para mirar a la señorita Emily. Ahora ella lloraba sin rebozo. Con cautela, Ryley se puso en pie.
– Todo irá bien, señorita Emily.
La anciana negó con la cabeza.
– No -repuso-. Nada irá bien.
Y se apoyó la boca de la Smith & Wesson en el pecho izquierdo y disparó. El impacto la hizo girar hacia atrás y hacia la izquierda. Al caer se le enredaron los pies y a causa del fogonazo del arma se le prendió brevemente el abrigo. Se sacudió una vez y quedó inmóvil en el suelo. La sangre manchaba la tierra a su alrededor, la nieve le caía sobre los ojos abiertos y, desde lo alto, la luz iluminaba su cuerpo.
En torno a ella, el bosque observaba en silencio, agitándose de vez en cuando el ramaje para permitir el paso de la nieve.
Así empezó todo para mí, y para otra generación: dos sucesos violentos, ocurridos casi simultáneamente una noche de invierno, relacionados por un único hilo misterioso que se perdía entre enmarañados recuerdos de remotos actos brutales. Otros, algunos de ellos cercanos a mí, habían vivido con eso durante mucho mucho tiempo y se lo habían llevado a la tumba. Se trataba de un viejo mal, y un viejo mal siempre encuentra la manera de transmitirse a través de las líneas de sangre y contaminar a quienes no intervinieron en su génesis: los jóvenes, los inocentes, los vulnerables, los indefensos. Transforma la vida en muerte y el cristal en espejo, creando una imagen de sí mismo en todo aquello que toca.
Todo esto lo averigüé más tarde, después de las otras muertes, después de ponerse claramente de manifiesto que algo horrible sucedía, que algo viejo e infecto había surgido del inhóspito bosque. Y en todo lo que ocurriría, yo sería partícipe. Al volver la vista atrás, pienso que quizá siempre participé sin comprender realmente mi papel en ello, ni la razón. Pero aquel invierno confluyeron una serie de circunstancias, cada incidente aislado y sin embargo relacionado en último extremo. Abrió un canal entre lo que había sido y lo que nunca debía volver a ser, y los mundos sucumbieron en el choque.
Vuelvo la vista atrás y me veo tal como era hace muchos años, congelado en tiempos pretéritos como una figura en sucesivas viñetas. Me veo de niño esperando a mi padre cuando regresaba de su dura jornada en la ciudad, su uniforme de policía ahora guardado, una bolsa de deporte negra en la mano izquierda, su silueta en otro tiempo musculosa ya un poco gruesa, su cabello más gris que antes, sus ojos algo más cansados. Corro hacia él y me levanta, me sienta en la sangría del brazo derecho y cierra los dedos con delicadeza en torno a mi muslo, me asombra la fuerza que tiene, los músculos compactos de su hombro, el bíceps tenso y duro. Deseo ser como él, emular sus logros y esculpir mi cuerpo a su semejanza. Y cuando él empieza a desmoronarse, cuando su cuerpo se revela como el imperfecto caparazón de una mente frágil, también yo empiezo a romperme en pedazos.
Me veo como un niño mayor, de pie ante la tumba de mi padre, sin más compañía que un puñado de policías altos y erguidos, de modo que también yo he de mantenerme alto y erguido. Éstos son sus amigos más íntimos, los que no se han avergonzado de venir. No es un lugar donde muchos deseen ser vistos: en la ciudad se tienen malos presentimientos en cuanto a lo que ha ocurrido, y sólo unos pocos incondicionales están dispuestos a dejar que su reputación quede fijada bajo el resplandor del flash de un reportero.
Veo a mi madre a la derecha, encogida de dolor. Su marido -el hombre a quien ha amado durante tanto tiempo- se ha ido, y se ha llevado consigo la realidad de él como hombre amable, padre de familia capaz de levantar a su hijo en volandas como una hoja en el viento. En lugar de eso, se le recordará siempre como un asesino y un suicida. Ha matado a dos jóvenes, un chico y una chica, ambos desarmados, por razones que nadie explicará jamás claramente, por razones que se escondían tras esos ojos cansados. Lo habían provocado, aquel matón en plena transición de los tribunales de menores a los tribunales de adultos y su novia de clase media, bajo cuyas arregladas uñas se acumula la suciedad del chico; y los había matado a los dos, había visto en ellos algo más allá de lo que eran, más allá incluso de aquello en lo que podían llegar a convertirse. Después se metió el cañón del arma en la boca y apretó el gatillo.
Me veo de joven, de pie ante otra tumba, mirando mientras descienden a mi madre. A mi lado está el viejo, mi abuelo. Hemos viajado para el funeral desde Scarborough, Maine -el lugar al que huí tras la muerte de mi padre, el lugar donde nació mi madre-, a fin de que mi madre pueda ser enterrada junto a mi padre, como deseó siempre, porque nunca dejó de amarlo. Alrededor se han congregado hombres y mujeres de edad avanzada. Yo soy la persona más joven.
Veo las nevadas en invierno. Veo al viejo cada vez mayor. Abandono Scarborough. Entro en el cuerpo de policía, como mi padre. Hay un legado que reconocer, y no faltaré a él. Cuando muere mi abuelo, regreso a Scarborough y yo mismo lleno la fosa, echando con cuidado palada tras palada de tierra sobre el ataúd de pino. Luce el sol de la mañana sobre el cementerio, y huelo el salitre en el aire, que me llega desde las marismas al este y al oeste. Cerca, un reyezuelo oro persigue moscardas, unos inmundos bichos grises que actúan como parásitos de las lombrices poniendo sus huevos en ellas y buscan refugio durante el invierno en los resquicios y grietas de las casas. En el cielo, los primeros gansos canadienses vuelan hacia el sur con la llegada del invierno, y un par de cuervos los flanquean como cazas negros escoltando una escuadra de bombarderos.
Y mientras desaparece el último trozo de madera, oigo las voces de los niños procedentes de la guardería de Lil Folks Farm, contigua al cementerio, bulliciosos y alegres en sus juegos, y no puedo evitar sonreír, ya que el viejo también habría sonreído.
Y luego hay una tumba más, una serie de oraciones más leídas de un libro ajado, y ésta hace añicos mi mundo. Descienden dos cuerpos para reposar juntos, tal como yo solía encontrarlas descansando una al lado de la otra cuando regresaba por la noche a nuestra casa de Brooklyn, mi hija de tres años durmiendo plácidamente pegada a su madre, doblada como un cuarto creciente. En un instante dejé de ser marido. Dejé de ser padre. Había sido incapaz de protegerlas, y ellas habían sufrido el castigo por mis defectos.
Todas estas imágenes, todos estos recuerdos, como los eslabones forjados de una cadena, se adentran en la oscuridad. Debería apartarlos de mí, pero no es tan fácil negar el pasado. Las cosas que dejamos sin acabar, las cosas que no llegamos a decir, todas, a la postre, vuelven para atormentarnos.
Ya que éste es el mundo, y el eco de los mundos.
La navaja de Billy Purdue se hundió un poco más en mi mejilla y un hilo de sangre me recorrió la cara. Me tenía apresado contra la pared con su cuerpo, me inmovilizaba los hombros con los codos y mantenía las piernas tensas y pegadas a las mías para protegerse la entrepierna. Cerró más los dedos alrededor de mi cuello, y pensé: «Billy Purdue. Tendría que haber sabido con quién trataba…».
Billy Purdue era pobre, pobre y peligroso, a lo que, por si fuera poco, se añadía cierto resentimiento y frustración. En él la amenaza de violencia era siempre inminente. En torno a él flotaba como una nube, que ofuscaba su juicio e influía en las acciones de los demás, de modo que cuando entraba en un bar y tomaba una copa o alcanzaba un taco de billar para jugar una partida, tarde o temprano empezaban los problemas. Billy Purdue no necesitaba buscar pelea. La pelea lo buscaba a él.
Parecía que sucedía como por contagio, tanto era así que, aun si el propio Billy conseguía evitar el conflicto -por lo general él no lo perseguía, pero cuando lo encontraba rara vez lo rehuía-, uno podía apostar diez contra cinco a que el nivel de testosterona aumentaría en el bar lo suficiente como para inducir a cualquier otra persona a plantearse la posibilidad de iniciar un altercado. Billy Purdue habría provocado una pelea en un cónclave cardenalicio con sólo echar un vistazo al interior de la sala. Se lo mirara por donde se lo mirase, la presencia de Billy Purdue nunca auguraba nada bueno.
Hasta la fecha no había matado a nadie y nadie había logrado matarlo a él. Cuanto más se prolonga una situación así, mayores son las probabilidades de que acabe mal, y Billy Purdue era un mal principio en espera de un final peor. Algunos lo describían como un accidente que se estuviera incubando, como la larga y lenta muerte de una estrella. El suyo era un imparable descenso hacia la vorágine.
Yo no sabía gran cosa acerca del pasado de Billy Purdue, no por aquel entonces. Sabía que siempre andaba metido en líos con la policía. Tenía unos antecedentes penales que parecían un catálogo de delitos menores: desde causar alborotos en el colegio y pequeños hurtos hasta conducir bajo los efectos del alcohol, pasando por la venta de objetos robados, agresión, allanamiento de morada, alteración del orden público, impago de pensión alimenticia… La lista era interminable. Al ser huérfano, había pasado por sucesivas familias de acogida en su infancia, y en ninguna se lo quedaban más tiempo del que sus nuevos padres tardaban en descubrir que causaba tantos problemas que el dinero de los servicios sociales no compensaba. Así son algunas familias de acogida: ven a los niños como un negocio, como ganado o pollos, hasta que se dan cuenta de que si un pollo se pone inaguantable se le puede cortar la cabeza y guisarlo para la comida del domingo. Con un delincuente infantil, en cambio, las opciones se reducen. Hubo pruebas de negligencia por parte de muchos de los padres de acogida de Billy Purdue, y sospechas de malos tratos graves en los dos últimos casos como mínimo.
Billy encontró algo parecido a un hogar en la casa de un viejo y su esposa, en el norte del estado, una pareja especializada en chicos difíciles. El hombre había acogido a unos veinte niños antes de Billy y, cuando conoció a éste un poco, quizá pensó que ya había tenido suficiente. No obstante, intentó hacer entrar en vereda a Billy y durante un tiempo éste fue feliz, o tan feliz como podía llegar a ser. Después pasó una temporada vagando sin rumbo. Acabó en Boston y anduvo en compañía de la banda de Tony Celli, hasta que se pasó de la raya con quien no debía y lo mandaron de regreso a Maine, donde conoció a Rita Ferris, siete años menor que él, y se casó con ella. Tuvieron un hijo, pero el verdadero niño en aquella relación fue siempre Billy.
En la actualidad tenía treinta y dos años y la constitución de un toro, los músculos de los brazos como enormes jamones, las manos anchas y fuertes, los dedos casi hinchados de tan robustos. Tenía los ojos pequeños y porcinos y los dientes desiguales, y el aliento le olía a licor de malta y pan de masa fermentada. Tenía mugre bajo las uñas y una erupción en el cuello, granos con puntas blancas, por afeitarse con una hoja vieja y mellada.
Tuve oportunidad de observar a Billy Purdue de cerca tras fracasar en mi intento de inmovilizarlo con una llave de judo, entonces él me empujó contra la pared de su caravana Airstream, un ruinoso vehículo de diez metros instalado en las inmediaciones de Scarborough Downs, que apestaba a ropa sucia, a comida pasada y a semen de varios días. Sujetándome con fuerza por el cuello con una mano, me tenía levantado en el aire de modo que apenas rozaba el suelo con las puntas de los pies. Con la otra mano sostenía la navaja de hoja corta con la que me había cortado a un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo. Sentía el goteo de mi propia sangre desde el mentón.
Probablemente, tratar de hacerle una llave no había sido buena idea. De hecho, en la escala de las buenas ideas, se situaba en algún punto entre votar a Ross Perot e invadir Rusia en invierno. Habría tenido más posibilidades si me hubiese propuesto inmovilizar con una llave a la propia caravana; aun recurriendo a todas mis fuerzas para apartar de mí el brazo de Billy Purdue, éste permanecía tan rígido e inamovible como la estatua del poeta en Longfellow Square. Mientras tomaba conciencia de hasta qué punto había sido mala idea optar por la llave, Billy tiró de mí, me golpeó en la cabeza con la palma abierta de su enorme mano derecha y volvió a empujarme contra la pared de la caravana, utilizando sus grandes muñecas para impedirme que moviera los brazos. Aún me zumbaba la cabeza por efecto del manotazo y me dolía el oído. Pensé que me había reventado el tímpano, pero de pronto noté que aumentaba la presión en el cuello y comprendí que quizá ya no tendría que preocuparme por el tímpano durante mucho más tiempo.
Hizo girar la navaja y sentí una nueva punzada de dolor. Ahora la sangre corría copiosamente y me caía en el cuello de la camisa blanca desde el mentón. Casi morado de ira, con la respiración entrecortada, Billy escupía saliva entre los dientes apretados cada vez que resoplaba.
Mientras concentraba su atención en asfixiarme, deslicé la mano derecha bajo mi chaqueta y percibí la fría empuñadura de la Smith & Wesson. A punto de perder el conocimiento, conseguí desenfundarla y mover el brazo lo suficiente para hundir la boca del cañón en la carne blanda de la papada de Billy. En sus ojos, una luz roja destelló brevemente y comenzó a apagarse. Noté que la presión en el cuello se reducía y la navaja se apartaba de la herida, y me desplomé. Cuando intenté llenar de aire mis pulmones vacíos con inspiraciones estertóreas y poco profundas, me dolió la garganta. Mantuve a Billy encañonado, pero se había dado media vuelta. Ahora que el acceso de rabia empezaba a remitir, parecía haber perdido interés en el arma y también en mí. Sacó un cigarrillo de un paquete de Marlboro y lo encendió. Me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y el dolor de oído se intensificó de nuevo. Decidí no mover más la cabeza.
– ¿Por qué has intentado hacerme una llave? -preguntó Billy con tono dolido. Me miró y advertí auténtico disgusto en su expresión-. No deberías haberlo hecho.
Desde luego era todo un personaje. Tomé aire unas cuantas veces, aspirando ya más profundamente, y hablé. La voz me salió ronca y tuve la sensación de que me habían restregado gravilla en la garganta. Si Billy no hubiese sido tan pueril, quizá le habría asestado un culatazo.
– Has dicho que ibas a por un bate de béisbol y sacudirme el polvo, si no recuerdo mal -respondí.
– Eh, has sido tú el maleducado -replicó, y la luz roja pareció brillar otra vez por un instante.
Yo seguía apuntándole con la pistola y él seguía sin mostrar la menor preocupación. Me pregunté si sabía algo acerca del arma que yo ignoraba. Quizá, mientras hablábamos, el hedor procedente de la caravana estaba descomponiendo las balas.
«Maleducado.» Me disponía a negar otra vez con la cabeza cuando me acordé del oído y decidí que, dadas las circunstancias, quizá me conviniese más no moverla. Había visitado a Billy Purdue por hacerle un favor a Rita, ahora su ex esposa, que vivía en un pequeño apartamento de Locust Street, en Portland, con Donald, su hijo de dos años. Rita había obtenido el divorcio hacía seis meses, y desde entonces Billy no había pagado ni un centavo para el mantenimiento del niño. Durante mi adolescencia, conocí a la familia de Rita en Scarborough. El padre había muerto en un atraco frustado a un banco en el año 83 y la madre, pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido mantener unida a la familia. Un hermano fue a prisión; otro, acusado de tráfico de drogas, se había fugado, y la hermana mayor de Rita vivía en Nueva York y había roto todo vínculo con sus hermanos.
Rita era rubia, guapa y esbelta, pero los malos tragos de la vida empezaban a pasarle factura a su aspecto físico. Billy Purdue nunca le había pegado ni la había maltratado, pero, propenso a los arrebatos de ira ciega, había destruido los dos apartamentos donde vivieron durante su matrimonio; a uno de ellos le prendió fuego después de una juerga de tres días en South Portland. Rita despertó justo a tiempo de llevarse de allí a su hijo, que por entonces contaba un año, antes de regresar para sacar a rastras a Billy, inconsciente, y dar la alarma para evacuar el resto del edificio. Al día siguiente solicitó el divorcio.
En la actualidad, Billy aguardaba una oportunidad para mejorar y vivía al borde de la pobreza. En invierno trabajaba como leñador, cortando árboles de Navidad o trasladándose a los bosques de la compañía maderera más al norte. El resto del tiempo hacía lo que podía, que no era mucho. Tenía la caravana en un terreno propiedad de Ronald Straydeer, un indio penobscot de Old Town que se había establecido en Scarborough al regresar de Vietnam. Ronald formó parte del cuerpo K-9 durante la guerra y había guiado patrullas del ejército por los senderos de la selva con Elsa al lado, su perra pastora alemana. La perra era capaz de oler a los guerrilleros del Vietcong en el aire, me contó Ronald, e incluso en una ocasión encontró agua potable cuando un pelotón quedó peligrosamente desprovisto de reservas. Al retirarse las tropas estadounidenses, dejaron allí a Elsa como «excedente militar» para el ejército de Vietnam del Sur. Ronald llevaba una fotografía del animal en la cartera, con la lengua fuera y un par de placas de identificación colgando del cuello. Imaginaba que los vietnamitas se la habían comido en cuanto se marcharon los americanos, y nunca quiso otro perro. Al final se quedó con Billy Purdue en su lugar.
Billy sabía que su ex esposa quería trasladarse a la Costa Oeste e iniciar allí una nueva vida, y que, para hacerlo, necesitaba el dinero que Billy le debía. Billy no quería que se fuera. Todavía creía que era posible salvar la relación, y ni el divorcio ni una orden que le prohibía acercarse a menos de treinta metros de su ex esposa le habían hecho cambiar de opinión.
Yo había accedido a abordar a Billy como favor a Rita, después de que ella me telefonease y nos reuniésemos en su apartamento. Y cuando le dije a Billy Purdue que Rita no volvería a su lado y que tenía la obligación legal de pagarle el dinero que le debía, él se fue a por el bate de béisbol y las cosas se complicaron.
– La quiero -dijo. Dio una calada al cigarrillo y de sus orificios nasales se elevaron dos columnas de humo como exhalaciones de un toro especialmente irascible-. ¿Quién va a cuidar de ella en San Francisco?
Me levanté como pude y me enjugué parte de la sangre del cuello con la manga de la chaqueta, que quedó húmeda y manchada. Por suerte la chaqueta era negra, aunque el hecho mismo de que eso me pareciera una suerte decía mucho acerca del día que estaba teniendo.
– Billy, ¿cómo van a sobrevivir ella y Donald si no le das el dinero que has de pagarle por orden del juez? -pregunté-. ¿Cómo va a arreglárselas Rita sin eso? Si te preocupas por ella, tienes que pagarle.
Me miró y luego bajó la vista. Deslizó la puntera del zapato por el mugriento linóleo.
– Siento haberte hecho daño, tío, pero… -Se llevó la mano a la nuca y se rascó entre el pelo oscuro y desgreñado-. ¿Vas a ir a la policía?
Si hubiera tenido intención de «ir a la policía», no habría informado de ello a Billy Purdue. El arrepentimiento de Billy era tan sincero como el de Exxon cuando naufragó el Exxon Valdez. Además, si acudía a la policía, meterían a Billy en chirona y Rita seguiría sin recibir su dinero. Pero había algo raro en el tono de su voz cuando preguntó por la policía, algo que yo debería haber percibido pero pasé por alto. Billy tenía la camiseta negra empapada de sudor, y manchas de barro seco en los bajos del pantalón. Por su organismo corría tal cantidad de adrenalina que a su lado las hormigas parecían tranquilas. Eso debería haberme hecho deducir que a Billy no le preocupaba la policía en el caso de una posible denuncia por agresión o por impago de la pensión para el mantenimiento de su hijo. No hay nada como ver las cosas en retrospectiva.
– Si le pagas el dinero, te dejaré en paz -dije.
Se encogió de hombros.
– No tengo mucho. No llego a los mil dólares.
– Billy, le debes casi dos mil dólares. Me parece que no acabas de entender la situación.
O quizá sí la entendía. La caravana era un estercolero; conducía un Toyota con agujeros en el suelo, y ganaba cien dólares semanales, o a lo sumo ciento cincuenta, con el transporte de basura y madera. Si dispusiera de dos mil dólares, estaría en otra parte. Sería además otra persona, porque Billy Purdue nunca tendría dos mil dólares en su haber.
– Tengo quinientos -admitió por fin, pero en su mirada se reflejó algo nuevo cuando lo dijo, un vago asomo de astucia.
– Dámelos -respondí.
Billy no se movió.
– Billy, si no me pagas, vendrá la policía y te encerrará hasta que pagues. Si te encierran, no ganarás dinero para pagarle a nadie, y eso me parece un círculo vicioso.
Pensó en ello durante un momento y al final metió la mano bajo el inmundo sofá al fondo de la caravana y sacó un sobre arrugado. Me dio la espalda, contó quinientos dólares y volvió a guardar el sobre. Me tendió el dinero con gran artificio, como un mago que hace aparecer el reloj de un espectador después de un truco especialmente impresionante. Eran billetes nuevos, con números de serie consecutivos. A juzgar por el aspecto del sobre, habían dejado atrás a muchos amigos.
– ¿Vas al cajero automático del Fleet Bank, Billy? -pregunté. Me parecía poco probable. La única manera de que Billy Purdue sacase dinero de un cajero automático era arrancándolo de la pared con un bulldozer.
– Dile algo de mi parte -pidió-. Dile que quizás haya más en el sitio de donde ha salido éste, ¿queda claro? Dile que quizá ya no soy un perdedor. ¿Me entiendes? -Esbozó una sonrisa de superioridad, la clase de sonrisa que te dirige un tonto de remate cuando cree saber algo que tú ignoras. Sospeché que si Billy Purdue lo sabía, se trataba de algo que no me interesaba compartir con él. Me equivocaba.
– Te entiendo, Billy. Dime que no sigues trabajando para Tony Celli. Dímelo.
Aunque el brillo de opaca astucia permaneció en su mirada, su sonrisa vaciló un poco.
– No conozco a ningún Tony Celli.
– Permíteme que te refresque la memoria. Un mafioso de Boston, un fulano alto que se hace llamar Tony «el Limpio». Empezó controlando putas, y ahora quiere controlar el mundo. Anda metido en drogas, porno, préstamos con usura, todo aquello contra lo que existe alguna ley, así que hoy por hoy sus esperanzas de recibir un premio al mérito civil son tan bajas que ni entran en la clasificación. -Guardé silencio por un instante-. Trabajaste para él, Billy. Te estoy preguntando si aún lo haces.
Sacudió la cabeza como si intentase expulsar un tapón de agua del oído y a continuación desvió la mirada.
– Bueno, en fin, puede que de vez en cuando haya hecho alguna que otra cosa para Tony. Sí, por supuesto. Sale más a cuenta que transportar basura. Pero no veo a Tony desde hace mucho tiempo. Mucho mucho tiempo.
– Más vale que digas la verdad, Billy, si no, mucha gente va a querer hablar muy seriamente contigo.
No respondió y yo no insistí. Cuando agarré los billetes de su mano, se acercó y volví a levantar la pistola. Su cara quedó a un par de centímetros de la mía, y el cañón del arma contra su pecho.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó, y me llegó su aliento y vi avivarse de nuevo las ascuas del resplandor rojo de antes. La sonrisa había desaparecido por completo-. Rita no puede permitirse un detective privado.
– Es un favor -contesté-. Conocía a su familia.
Dudo que me oyese siquiera.
– ¿Cómo va a pagarte? -Volvió la cabeza a un lado mientras reflexionaba sobre su propia pregunta. Luego añadió-: ¿Te la estás tirando?
Le sostuve la mirada.
– No. Y ahora retrocede.
Continuó donde estaba y, al cabo de un momento, con expresión ceñuda, se apartó despacio.
– Más te vale -dijo mientras yo abandonaba la caravana y salía a la oscura noche de diciembre.
El dinero debería haberme puesto sobre aviso, claro está. Era imposible que Billy Purdue lo hubiese ganado honradamente, y tal vez tendría que haberle presionado al respecto, pero estaba dolorido y deseaba alejarme de él.
Mi abuelo, que fue también policía hasta que topó en el norte con aquel tétrico árbol de extraños frutos que le marcaría de por vida, contaba a veces un chiste que era algo más que un chiste. Un hombre le dice a un amigo que se marcha a una partida de cartas. «Pero si está amañada», afirma el amigo. «Lo sé», dice él. «Pero es la única partida del pueblo.»
Ese chiste, el chiste de un muerto, volvería a acudir a mi memoria en los días posteriores, cuando las cosas empezaron a torcerse. Me acordaría también de otros comentarios de mi abuelo, comentarios que distaban mucho de ser chistes, aunque habían sido motivo de risa para muchos. Menos de setenta y dos horas después de las muertes de Emily Watts y varios hombres en Prouts Neck, Billy Purdue se convertiría en la única partida del pueblo, y las fantasías de un viejo cobrarían vida de forma violenta.
Al pasar por Oak Hill, me detuve en el banco y saqué doscientos dólares de mi cuenta por el cajero automático. El corte que tenía debajo del ojo ya no sangraba, pero supuse que, si intentaba limpiarme la costra, la hemorragia empezaría de nuevo. Fui a la consulta de Ron Archer en Forest Avenue, que visitaba dos noches por semana, y me dio tres puntos.
– ¿Qué estabas haciendo? -preguntó mientras se preparaba para inyectarme un anestésico.
Iba a decirle que no se molestara, pero temí que pensase que pretendía hacerme el héroe. El doctor Archer, a sus sesenta años, era un hombre apuesto, de aspecto distinguido, elegante cabello plateado y tan buen trato con sus pacientes que algunas mujeres solitarias deseaban acostarse con él para que las sometiera a un reconocimiento médico íntimo e innecesario.
– Intentaba sacarme una pestaña del ojo -contesté.
– Utiliza un colirio. Comprobarás que no duele tanto y, después, aún conservarás el ojo.
Limpió la herida con una torunda y se inclinó hacia mí con la jeringuilla. Hice una mueca cuando me puso la inyección.
– Un chico mayor y valiente -masculló-. Si no lloras, cuando hayamos terminado te daré una chocolatina.
– Seguro que en la facultad de Medicina todos hablaban de lo gracioso que es en su trato con los pacientes.
– En serio, ¿qué te ha pasado? -preguntó a la vez que comenzaba a coser-. Esto parece una herida de arma blanca y te están saliendo moretones en el cuello.
– He intentado hacerle una llave a Billy Purdue y no he salido precisamente airoso.
– ¿Purdue? ¿Ese chiflado que estuvo a punto de matar a su mujer y a su hijo en un incendio? -Archer enarcó las cejas, que se alzaron en su frente como dos cuervos asustados-. Debes de estar aún más loco que él. -Continuó cosiendo-. Como médico tuyo, es mi deber advertirte que, si sigues cometiendo estupideces como ésa, es muy posible que en el futuro necesites un tratamiento más especializado que el que yo pueda ofrecerte. -Pasó la aguja una vez más y cortó el hilo-. Aunque imagino que la transición a la senilidad a ti no te representará un problema grave. -Se apartó un paso y examinó con orgullo su obra-. Magnífico -dictaminó con un suspiro-. Un bordado precioso.
– Si me miro en el espejo y veo que me ha cosido un corazoncito en la cara, no me quedará más remedio que prenderle fuego a su consulta.
Envolvió con cuidado las agujas usadas y las metió en un recipiente de protección.
– Los puntos se disolverán dentro de unos días -dijo-. Y no juguetees con ellos. Ya sé cómo sois los niños.
Lo dejé allí riéndose y me dirigí en coche al apartamento de Rita Ferris, cerca de la catedral de la Inmaculada Concepción y del cementerio del Este, donde están enterrados Burrows y Blythe, ese par de jóvenes necios. Murieron durante un innecesario combate naval en el que se enfrentaban el bergantín Enterprise de Estados Unidos y el británico Boxer, de los que eran los respectivos capitanes, frente a las costas de la isla de Monhegan durante la guerra de 1812. Recibieron sepultura en el cementerio del Este tras un multitudinario funeral doble que acabó con un desfile por las calles de Portland. Cerca de ellos se alza un monumento de mármol dedicado al teniente Kervin Waters, que resultó herido en la misma batalla y tardó en morir dos atroces años. Contaba sólo dieciséis años cuando le hirieron y dieciocho cuando murió. No sé por qué me acordé de ellos mientras me dirigía al apartamento de Rita Ferris. Después de conocer a Billy Purdue, quizá tenía plena conciencia de lo que era malgastar una vida joven.
Doblé por Locust y dejé atrás la iglesia anglicana de San Pablo a mi derecha y el mercadillo de beneficencia de San Vicente de Paúl a la izquierda. Rita Ferris vivía al final de la calle, frente a la escuela Kavanagh. Era un ruinoso edificio blanco de tres plantas al que se accedía por unos peldaños de piedra que conducían hasta una puerta, flanqueada a un lado por los timbres y los números de los apartamentos, y al otro por una hilera de buzones abiertos.
Una mujer negra acompañada de una niña pequeña, probablemente su hija, abrió la puerta de entrada cuando me acercaba y me miró con recelo. En Maine la población negra es escasa si se compara con otros estados: el noventa y nueve por ciento era aún blanco a principios de los años noventa. Se requiere mucho tiempo para salvar semejante diferencia, así que quizá su cautela fuese justificada.
Le dediqué a la mujer mi mejor sonrisa en un intento de tranquilizarla.
– He venido a ver a Rita Ferris. Está esperándome.
Si en algo cambió su expresión, fue para endurecerse aún más. Su perfil parecía labrado en ébano.
– Si le espera, llame al timbre -replicó, y me cerró la puerta en la cara.
Dejé escapar un suspiro y llamé. Rita Ferris contestó; se oyó el chasquido del pestillo, y subí por la escalera hasta el apartamento.
A través de la puerta cerrada del apartamento de Rita, en la segunda planta, oí que daban Seinfeld en el televisor y la tos blanda de un niño. Llamé dos veces con los nudillos y la puerta se abrió. Rita se hizo a un lado para dejarme entrar. Sostenía a Donald sobre la cadera derecha, vestido con un pelele azul. Llevaba el pelo recogido en un moño, una deformada sudadera azul, vaqueros y sandalias negras. La sudadera estaba manchada de comida y baba del niño. El apartamento, pequeño y bien arreglado pese a los gastados muebles, también olía a niño.
A varios pasos por detrás de Rita había una mujer. Mientras yo las observaba, ésta colocó una caja de cartón llena de pañales, latas de comida y verdura fresca en el pequeño sofá. En el suelo había una bolsa de plástico con ropa de segunda mano y un par de juguetes, y advertí que Rita tenía unos billetes en la mano.
Cuando me vio, se sonrojó, arrugó el dinero y se lo metió en el bolsillo del pantalón.
La otra mujer me miró con curiosidad y, me pareció, con cierta hostilidad. Debía de rondar los setenta años, tenía el cabello blanco, con permanente, y los ojos grandes y castaños. Llevaba un abrigo largo de lana, de aspecto caro, sobre un jersey de seda y unos pantalones de algodón entallados. Discretamente, en sus orejas, muñecas y cuello se veían destellos de oro.
Rita cerró la puerta cuando entré y se volvió hacia la mujer mayor.
– Éste es el señor Parker -dijo-. Ha ido a hablar con Billy por mí. -Se llevó la mano al bolsillo posterior del vaquero y señaló tímidamente con la cabeza a la mujer-. Señor Parker, le presento a Cheryl Lansing. Una amiga.
Le tendí la mano para saludarla.
– Encantado de conocerla -dije.
Tras vacilar por un instante, Cheryl Lansing me estrechó la mano con sorprendente fuerza.
– Igualmente.
Rita suspiró y decidió ampliar un poco su presentación.
– Cheryl nos echa una mano -explicó-. Nos trae comida, ropa y otras cosas. Sin ella no saldríamos adelante.
Ahora fue la mujer de mayor edad quien pareció incomodarse. Levantó la mano como quitándole importancia y dijo una o dos veces «Calla, criatura». Luego se ciñó el abrigo y besó a Rita suavemente en la mejilla antes de concentrar su atención en Donald. Le alborotó el pelo, y el pequeño sonrió.
– Me pasaré otra vez por aquí dentro de una o dos semanas -anunció a Rita.
Una expresión de pena apareció en el rostro de Rita, como si tuviera la sensación de que en cierto modo trataba con descortesía a su invitada.
– ¿Seguro que no quiere quedarse? -preguntó.
Cheryl Lansing me lanzó una mirada y sonrió.
– No, gracias. Esta noche aún me queda un largo caminó por delante, y sin duda el señor Parker y tú tenéis mucho de que hablar.
Dicho esto, me dirigió un gesto de despedida y se marchó. La observé mientras bajaba por la escalera: servicios sociales, supuse, quizás, incluso, una asistente de San Vicente de Paúl. Al fin y al cabo, estaban en la acera de enfrente. Rita pareció adivinarme el pensamiento.
– Es una amiga, sólo eso -dijo en voz baja-. Conocía a Billy. Sabía cómo era, cómo sigue siendo. Ahora quiere asegurarse de que estamos bien.
Cerró la puerta y echó la llave. A continuación me miró el ojo.
– ¿Eso se lo ha hecho Billy?
– Surgieron ciertas diferencias.
– Lo siento. No pensaba que fuese a agredirle. -Una expresión de sincera preocupación se reflejó en su cara, que de pronto me pareció hermosa pese a las ojeras y las arrugas que se abrían paso entre sus facciones al igual que grietas a través de yeso antiguo.
Se sentó y se puso a Donald en equilibrio sobre la rodilla. Era un niño grande, con enormes ojos azules y una permanente expresión de ligera curiosidad. Me sonrió, levantó un dedo, lo bajó otra vez y miró a su madre. Ella le sonrió, y el niño soltó una carcajada y le dio hipo.
– ¿Le traigo un café? -dijo Rita-. Le ofrecería una cerveza, pero no tengo.
– No bebo, gracias. Sólo he venido para darle esto.
Le entregué los setecientos dólares. Pareció paralizada de asombro hasta que Donald intentó agarrar un billete de cincuenta dólares para llevárselo a la boca.
– Eh, eh -dijo Rita y alejó el dinero de su hijo-. Bastante caro resulta ya mantenerte. -Separó dos billetes de cincuenta y me los ofreció-. Acéptelos, por favor. Por lo que ha pasado, por favor.
Le cerré la mano que me tendía con el dinero y la aparté con delicadeza.
– No lo quiero -respondí-. Como le dije, se trata de un favor. He tenido una charla con Billy. Me parece que en estos momentos dispone de un poco de efectivo y quizás empiece a cumplir con sus obligaciones. Si no lo hace, el asunto podría quedar en manos de la policía.
Rita asintió con la cabeza.
– Billy no es mala persona, señor Parker. Simplemente está confuso, y muy resentido, pero quiere a Donnie más que a nada en el mundo. Creo que haría cualquier cosa para impedir que lo alejase de él.
Eso era lo que a mí me preocupaba. Aquella llama roja en la mirada de Billy se encendía con excesiva facilidad, y en su interior habían anidado rabia y rencor suficientes para mantenerla viva durante mucho tiempo.
Me levanté para irme. En el suelo, junto a mis pies, vi uno de los juguetes de Donald, un camión rojo de plástico con un capó amarillo que chirrió cuando lo recogí y lo dejé en una silla. El ruido distrajo a Donald por un instante, pero enseguida centró de nuevo su atención en mí.
– Pasaré por aquí la semana que viene, para ver cómo van las cosas.
Le tendí un dedo a Donald, y él me lo agarró con su pequeña mano. De pronto me asaltó la imagen de mi propia hija haciendo eso mismo y me invadió una profunda tristeza. Jennifer estaba muerta. Había muerto junto con mi esposa a manos de un asesino que, convencido del escaso valor de ambas, las había destrozado y exhibido a modo de advertencia para otros. También él estaba muerto, capturado y abatido en Louisiana, pero eso no me proporcionaba el menor consuelo. Así no se cuadran los libros de cuentas. [1]
Con delicadeza, retiré el dedo del puño de Donald y le di una palmadita en la cabeza. Rita me siguió hasta la puerta con Donald otra vez en la cadera.
– Señor Parker… -empezó a decir.
– Bird -dije a la vez que abría la puerta-. Así me llaman mis amigos.
– Bird, quédate, por favor. -Con la mano libre me tocó la mejilla-. Por favor. Ahora voy a acostar a Donald. No tengo otra manera de agradecértelo.
Cuidadosamente le aparté la mano y le besé la palma. Olía a crema para las manos y a Donald.
– Lo siento, no puedo -dije.
Pareció un poco desilusionada.
– ¿Por qué no? ¿No me encuentras guapa?
Alargué el brazo y le acaricié el pelo, y ella inclinó la cabeza bajo mi mano.
– No es eso -contesté-. No es eso ni mucho menos.
Rita sonrió. Fue una sonrisa débil pero una sonrisa al fin y al cabo.
– Gracias -dijo, y me rozó la mejilla con los labios.
Nuestra ensoñación se vio perturbada por Donald, a quien se le ensombreció el rostro cuando toqué a su madre y de repente empezó a pegarme con su manita.
– ¡Eh! -dijo Rita-. Basta ya.
Pero el niño continuó pegándome hasta que aparté la mano.
– Se muestra muy protector conmigo -aclaró ella-. Seguro que ha pensado que querías hacerme daño.
Donald, con el pulgar en la boca, hundió la cabeza en el pecho de su madre y me miró con recelo. Rita, enmarcada por la luz del apartamento, permaneció en el rellano a oscuras cuando bajé por la escalera. Le levantó la mano a Donald para despedirse de mí, y yo le devolví el gesto.
Fue la última vez que los vi vivos.
Al día siguiente de hablar con Rita Ferris por última vez me levanté temprano. En la oscuridad inmóvil y opresiva me dirigí en coche al aeropuerto para tomar el primer vuelo a Nueva York. En los boletines informativos dieron las primeras noticias de un tiroteo en Scarborough, pero aún se conocían pocos detalles.
Desde el JFK tomé un taxi que me llevó por Van Wyck y Queens Boulevard, donde el tráfico era denso, hasta la esquina de la calle Cincuenta y Uno. Una pequeña multitud se había congregado ya en el cementerio de New Calvary: corrillos de policías uniformados que fumaban y hablaban en voz baja ante la verja; mujeres de luto, bien peinadas y maquilladas con delicadeza, intercambiaban solemnes gestos de asentimiento; hombres más jóvenes, algunos casi adolescentes, con el cuello de la camisa demasiado apretado, visiblemente incómodos, y con corbatas negras prestadas que tenían el nudo mal hecho, demasiado pequeño, demasiado fino. Algunos de los policías me miraron y saludaron con la cabeza, y yo les devolví el saludo. Conocía a muchos por el apellido, pero ignoraba sus nombres de pila.
El coche fúnebre se acercó desde Woodside, seguido de tres limusinas negras, y entró en el cementerio. Los asistentes, en grupos de dos y de tres, comenzaron a avanzar tras los automóviles y, lentamente, nos encaminamos hacia la tumba. Vi un montículo de tierra con esteras verdes encima, y coronas y otras ofrendas florales alrededor. La concurrencia había aumentado: más policías de uniforme, otros de paisano, más mujeres, unos cuantos niños. Reconocí a varios subjefes, media docena de capitanes y tenientes, todos allí para presentar sus últimos respetos a George Grunfeld, el viejo sargento del distrito Treinta, quien finalmente había sucumbido al cáncer dos años antes de la edad de jubilación.
En mi opinión, era un buen hombre, un policía honesto, chapado a la antigua, que tuvo la desgracia de trabajar en un distrito donde habían corrido durante años rumores de extorsión y corrupción. Con el tiempo, los rumores dieron paso a las denuncias: sistemáticamente se decomisaban armas y drogas, sobre todo cocaína, y volvían a venderse; se llevaban a cabo redadas ilegales en las casas; se recurría a las amenazas. El distrito, que abarcaba hasta la calle Ciento Cincuenta y Uno y Amsterdam Avenue, se sometió a investigación. Al final se condenó a treinta y tres agentes, que habían intervenido en dos mil procesos, y a muchos de ellos por perjurio. Sumado al incidente de Dowd en el distrito Setenta y Cinco -más armas y tráfico de cocaína, más sobornos-, este hecho dio mala prensa al Departamento de Policía de Nueva York. Yo suponía que aún saldrían más cosas a la luz: se decía que Midtown South estaba en el punto de mira como consecuencia de un acuerdo con las prostitutas de la zona, que proporcionaban sexo recreativo a los agentes de servicio.
Quizá por eso había asistido tanta gente al funeral de Grunfeld. El representaba algo bueno y esencialmente honrado, y su fallecimiento era de lamentar. Yo estaba allí por razones muy personales. Me arrebataron a mi mujer y a mi hija en diciembre de 1996, cuando aún era inspector de homicidios en Brooklyn. La violencia y la brutalidad con que las arrancaron de este mundo, y la incapacidad de la policía para descubrir al asesino, provocaron un creciente distanciamiento entre mis compañeros y yo. Para ellos, el asesinato de Susan y Jennifer me había contaminado y puesto de manifiesto la vulnerabilidad incluso de un policía y su familia. Deseaban convencerse de que yo era la excepción, de que en cierta manera, como borracho, me lo había ganado a pulso, para así no tener que plantearse la alternativa. En cierto sentido tenían razón: me lo había ganado a pulso, y habíamos pagado por ello mi familia y yo, pero nunca perdoné a mis compañeros por obligarme a afrontar ese hecho solo.
Renuncié a mi puesto en el Departamento de Policía de Nueva York apenas un mes después de las muertes. Muy pocos intentaron disuadirme de mi decisión, y uno de ellos fue George Grunfeld. Nos reunimos una soleada mañana de domingo en John's, un bar de la Segunda Avenida, cerca del edificio de las Naciones Unidas. Tomamos pomelos y magdalenas sentados en un reservado junto a la ventana con vistas a la Segunda Avenida, que en ese momento estaba tranquila, con poco tráfico y escasos peatones. Pacientemente, escuchó mis motivos para marcharme: mi aislamiento cada vez mayor, el dolor de vivir en una ciudad donde todos los rincones me recordaban lo que había perdido, y la idea de que quizá, sólo quizá, lograría encontrar al hombre que me había arrebatado todo lo que para mí tenía valor.
– Charlie -dijo (nunca me llamaba Bird), una espesa mata de pelo canoso coronaba su cara redonda, y sus ojos oscuros semejaban cráteres-, son todas buenas razones, pero si te vas, te quedarás solo y la ayuda que podrán ofrecerte los demás será limitada. Permaneciendo en el cuerpo, aún tendrás una familia, así que quédate. Eres un buen policía. Lo llevas en la sangre.
– Lo siento, pero no puedo.
– Si te marchas, es posible que muchos lo vean como una huida. Probablemente algunos se alegrarán de perderte de vista, pero te odiarán por rendirte.
– Allá ellos. En todo caso, son ésos quienes me tienen sin cuidado.
Exhaló un suspiro y tomó un sorbo de café.
– Nunca ha sido fácil llevarse bien contigo, Charlie. Eres demasiado listo, demasiado propenso a perder los estribos. Todos tenemos nuestros demonios, pero tú los llevas a flor de piel. Creo que pones nerviosa a la gente, y si algo no le gusta a un policía, es que lo pongan nervioso. Va contra su propia naturaleza.
– Pero a ti no te pongo nervioso, ¿o sí?
Grunfeld hizo girar su taza sobre la mesa con el dedo meñique. Adiviné que quería contarme algo más pero dudaba si convenía o no. Lo que dijo cuando por fin habló me causó cierta vergüenza, y multiplicó por diez mi admiración por él si aquello era posible.
– Tengo cáncer -comentó con calma-. Linfosarcoma. Me han anunciado que a lo largo del próximo año me pondré francamente mal, y después de eso me quedará quizás un año de vida.
– Lo siento -dije, unas palabras tan insignificantes que de inmediato se perdieron en la magnitud de la situación a la que él se enfrentaba.
Grunfeld levantó la mano e hizo un parco gesto de indiferencia.
– Lamento no disponer de más tiempo. Tengo nietos. Me gustaría verlos crecer. Pero ya vi crecer a mis hijos y te compadezco porque a ti te han privado de eso. Quizás haga mal en decirlo, pero ojalá tengas una segunda oportunidad. Al final, es lo mejor que uno recibe en esta vida.
»En cuanto a si me pones nervioso, la respuesta es no. La muerte viene por mí, Charlie, y eso te lleva a ver las cosas desde otra perspectiva. A diario me despierto y doy gracias a Dios por seguir aquí y porque el dolor aún es llevadero. Y entro en la comisaría del Treinta, ocupo mi asiento tras la mesa de la sala de revista y observo a la gente malgastar su vida de manera miserable, y les envidio hasta el último minuto que pierden. Tú no hagas eso, Charlie, porque cuando estás furioso y atormentado y buscas a alguien a quien cargar las culpas, lo peor que puedes hacer es echártelo en cara a ti mismo. Y lo siguiente peor es echárselo en cara a otra persona. Ahí es donde la estructura, la rutina, pueden ser una ayuda. Por eso yo sigo en esa mesa, porque si no me ensañaría conmigo mismo y con mi familia. -Apuró el café y apartó la taza-. Al final harás lo que tengas que hacer, y te aconseje lo que te aconseje, eso no cambiará. ¿Todavía bebes?
No me molestó la franqueza de la pregunta, porque no escondía dobles intenciones.
– Intento dejarlo -contesté.
– Algo es algo, supongo. -Se llevó una mano a la mejilla y luego anotó un número en la servilleta de papel-. Es el número de mi casa. Si necesitas hablar, llámame.
Pagó la cuenta, me estrechó la mano y salió a la luz del sol. No volví a verlo.
Junto a la tumba, una silueta alzó la cabeza y fijó su atención en -mí. Walter Cole me dirigió un discreto ademán a modo de saludo y se concentró de nuevo en el sacerdote, que leía de un devocionario encuadernado en piel. En algún lugar una mujer sollozaba calladamente y, en el cielo oscuro, un reactor oculto se abría paso entre las nubes con un rugido. Y después se oyeron sólo la voz baja y apagada del sacerdote, el susurro de la tela mientras plegaban la bandera y el eco ahogado de los primeros puñados de tierra al caer sobre el féretro.
Cuando los asistentes empezaron a marcharse, me quedé de pie junto a un sauce y, con amargura, disgusto y pesar, vi a Walter Cole alejarse con los demás sin dirigirme una sola palabra. En otro tiempo mantuvimos una estrecha relación: fuimos compañeros durante una época, luego amigos, y de todos aquellos cuya amistad había perdido, era a Walter a quien más echaba de menos. Era un hombre culto, aficionado a la lectura, a las películas que no tenían por protagonistas a Steven Seagal o Jean-Claude Van Damme, y a la buena mesa. Había sido mi padrino de boda, y en ella sostuvo con tal fuerza el estuche de las alianzas que le dejó profundas marcas en la mano. Yo había jugado con sus hijos. Susan y yo habíamos disfrutado de la compañía de Walter y su esposa Lee en cenas, obras de teatro y paseos por el parque. Y me había pasado horas y horas sentado con él en coches y bares, en salas de juzgados y entre bastidores, sintiendo el pulso regular e intenso de la vida bajo nuestros pies.
Me acordé de un caso en Brooklyn. Vigilábamos a un pintor y decorador sobre quien recaía la sospecha de que había matado a su mujer y la había hecho desaparecer de algún modo. Estábamos en un mal barrio, algo más al este de Atlantic Avenue, y Walter olía de tal modo a poli que podrían haberle puesto su nombre a un perfume; sin embargo, aquel individuo no parecía sospechar siquiera que estábamos allí. Quizá nadie lo advirtió. Nosotros no molestábamos a los yonquis ni a los camellos ni a las putas, y nuestra presencia saltaba tanto a la vista que no podíamos actuar en secreto, así que los vecinos del barrio decidieron dejarnos en paz y no entrometerse en nuestros planes.
Cada mañana el tipo llenaba su furgoneta de botes de pintura y brochas y se iba a trabajar. Nosotros lo seguíamos. A lo lejos, lo observamos mientras pintaba primero una casa y, un par de días después, la fachada de una tienda, antes de tirar los botes vacíos y volver a casa.
Tardamos unos días en entender qué hacía. Fue Walter quien agarró un destornillador y, haciendo palanca, abrió la tapa de uno de los botes abandonados en un contenedor. Lo consiguió al segundo intento, porque la pintura se había secado en el borde. Lógicamente, fue ese detalle lo que nos puso sobre aviso: el hecho de que la pintura estuviese seca, no fresca.
Dentro del bote había una mano de mujer. Llevaba aún el anillo de boda en el dedo y el muñón se había adherido a la pintura del fondo de la lata, de modo que la mano parecía surgir de la base. Dos horas más tarde, provistos de una orden de registro, echamos abajo la puerta de la casa del pintor y, en un rincón del dormitorio, encontramos botes de pintura apilados casi hasta el techo, cada uno con una sección del cuerpo de la esposa. En algunos, la carne había sido encajada casi a presión. Descubrimos la cabeza en un bote de esmalte blanco de ocho litros.
Esa noche, Walter llevó a cenar a Lee y, cuando regresaron a casa, la estuvo abrazando toda la noche. No hizo el amor con ella, me contó; sólo la abrazó, y ella lo comprendió. Yo ni siquiera recordaba qué hice aquella noche. Ésa era la diferencia entre nosotros, o al menos lo era entonces. Ahora yo había aprendido.
Desde entonces había hecho algunas cosas. Había matado en un esfuerzo por encontrar al asesino de mi familia, el Viajante, y vengarme de él. Walter lo sabía, lo había utilizado incluso para sus propios fines, y se había dado cuenta de que yo haría pedazos a quienquiera que se interpusiese en mi camino. Pienso que, en cierto modo, fue una prueba, una prueba para ver si confirmaba sus peores temores con respecto a mí.
Y así fue.
Lo alcancé cerca de la verja del cementerio, con el fragor del tráfico, la versión urbana del sonido del mar, en los oídos. Walter conversaba con Emerson, un capitán destinado antiguamente en el distrito Ochenta y Tres y que en aquel momento estaba en Asuntos Internos, lo cual quizás explicase la mirada que me lanzó cuando me acerqué. El asesinato del pederasta y proxeneta Johnny Friday era ya un caso archivado, y dudaba que llegasen a descubrir al hombre que lo había matado. Lo sabía, porque ese hombre era yo. Lo había matado en un arrebato de ira ciega durante los meses posteriores al asesinato de Jennifer y Susan. Al final me traía sin cuidado qué sabía o dejaba de saber Johnny Friday. Sólo quería matarlo por lo que, gracias a él, les había ocurrido a un centenar de Susans, a un millar de Jennifers. Lamenté la manera en que había muerto, como lamenté tantas otras cosas, pero lamentarlo no iba a traerlo de nuevo a este mundo. Desde aquel día habían corrido rumores, pero nada se demostraría jamás. Aun así, Emerson había oído esos rumores.
– Parker -dijo, y movió la cabeza con un gesto de asentimiento-. Pensaba que no volveríamos a verle por aquí.
– Capitán Emerson -respondí-. ¿Cómo le va por Asuntos Internos? Muy ocupado, imagino.
– Siempre hay tiempo para un caso más, Parker -dijo, pero no sonrió. Alzó la mano en un gesto de despedida a Walter y se encaminó hacia la verja con la espalda erguida, la columna vertebral sostenida por los ligamentos de su rectitud.
Walter, con las manos en los bolsillos, se miró los pies por un momento y levantó la vista para fijarla en mí. La jubilación no parecía sentarle bien. Se le notaba pálido e inquieto, y tenía cortes y la piel irritada por el afeitado de esa mañana. Supuse que echaba de menos la policía, y ocasiones como ésa intensificaban aún más su añoranza.
– Como ha dicho Emerson -comentó Walter por fin-, pensaba que no volveríamos a verte por aquí.
– Quería presentarle mis respetos a Grunfeld. Era un buen hombre. ¿Cómo está Lee?
– Bien.
– ¿Y los chicos?
– Bien. -Quedaba claro que no era fácil lidiar consecutivamente con Walter y Emerson-. ¿Por dónde andas ahora? -dijo, pero su tono daba a entender que lo preguntaba sólo por aligerar la incomodidad de la situación.
– He vuelto a Maine. Es un sitio tranquilo. No he matado a nadie desde hace semanas.
La mirada de Walter permaneció impasible.
– Deberías quedarte allí. Si te entran ganas, puedes dispararle a una ardilla. Ahora tengo que irme.
Asentí con la cabeza.
– Claro. Gracias por tu tiempo.
No contestó y, mientras lo observaba alejarse, sentí un dolor profundo y humillante, y pensé: tienen razón. No debería haber vuelto, ni siquiera por un día.
Fui en metro a Queensboro Plaza, donde hice trasbordo a la línea N de Manhattan. Al poco de sentarme frente a un hombre que leía un panfleto religioso, el ruido y el olor del vagón desencadenaron en mí una sucesión de recuerdos, y me vino a la memoria algo que había ocurrido siete meses antes, a primeros de mayo, cuando empezaba a dejarse notar el calor del verano. Llevaban muertas casi cinco meses.
Era la noche de un martes, ya tarde, muy tarde. Tras salir del Café con Leche, en la esquina de la calle Ochenta y Uno con Amsterdam Avenue, tomé el metro para volver a mi apartamento del East Village. Debí de adormilarme un rato, porque cuando desperté, mi vagón iba vacío y en el siguiente la luz parpadeaba, pasando del negro al amarillo y otra vez al negro.
En ese otro vagón viajaba una mujer, con la vista fija en sus propias manos y la cara oculta tras el cabello. Vestía pantalón oscuro y blusa roja. Tenía los brazos extendidos y las palmas de las manos en alto, como si leyese el periódico, salvo que sus manos no sostenían nada.
Iba descalza y, bajo sus pies, había sangre en el suelo.
Me levanté y recorrí el vagón hasta llegar a la puerta que comunicaba con el otro coche. No sabía dónde estábamos ni cuál era la parada siguiente. Abrí la puerta y, al salvar la distancia y entrar en la oscuridad del otro vagón, sentí la bocanada de calor del túnel, el sabor a inmundicia y contaminación en la boca.
Las luces se encendieron otra vez, pero la mujer había desaparecido, y no había sangre en el suelo donde la había visto sólo un momento antes. En el vagón viajaban otros tres pasajeros: una anciana negra, aferrada a cuatro enormes bolsas de plástico; un hombre blanco con gafas, esbelto y bien vestido, con un maletín sobre las rodillas; y un borracho de barba desigual, tendido en cuatro asientos, roncando. Me disponía a volverme hacia el ejecutivo cuando, frente a mí, vi una silueta en negro y rojo iluminada por unos segundos. Era la misma mujer, sentada en la misma posición que antes: los brazos extendidos, las palmas de las manos en alto. Incluso ocupaba más o menos el mismo asiento, sólo que un vagón más allá.
Y caí en la cuenta de que la luz vacilante también parecía haberse desplazado junto con ella, de modo que, una vez más, era una figura capturada a instantes por aquella iluminación defectuosa. A mi lado, la anciana alzó la vista y sonrió; el ejecutivo del maletín me miró imperturbable, y el borracho cambió de posición y se despertó, y cuando me observó, vi una mirada de complicidad en sus ojos brillantes.
Avancé por el vagón hacia la puerta, cada vez más cerca. Algo en aquella mujer me resultaba familiar, algo en su porte, algo en su peinado. No se movió, no levantó la vista, y yo sentí que se me hacía un nudo en el estómago. Alrededor de ella, las luces parpadearon y se apagaron. Entré en el vagón, el último antes del coche del conductor, y olí la sangre del suelo. Di un paso, luego otro, y otro más, hasta que resbalé sobre algo húmedo y de pronto supe quién era la mujer.
– ¿Susan? -susurré, pero en la oscuridad reinaba el silencio, un silencio roto sólo por el impetuoso viento del metro y el traqueteo de las ruedas en la vía. Bajo los destellos de las luces del túnel, vi su silueta recortada contra la puerta del fondo, la cabeza gacha, los brazos levantados. La luz vaciló por un segundo, y me di cuenta de que no llevaba una blusa roja. No llevaba nada. Era sólo sangre: sangre espesa y oscura. La luz resplandeció tenuemente a través de la piel que había sido arrancada de sus pechos y dispuesta como un manto sobre sus brazos extendidos. Alzó la cabeza y vi una mancha roja y desdibujada donde había estado la cara, y las cuencas de los ojos vacías y mutiladas.
Y en ese instante, cuando el tren se acercaba a la estación, chirriaron los frenos y el vagón se balanceó. El mundo entero quedó a oscuras y no hubo más que un vacío hasta que entramos en Houston Street, y una iluminación antinatural inundó el coche. El olor de la sangre y el perfume continuaban flotando en el aire, pero ella ya no estaba.
Ésa fue la primera vez.
La camarera nos trajo las cartas de postres. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Lo inusitado es prodigioso.
– Tiene el culo gordo -comentó Ángel mientras observaba cómo se alejaba. Él vestía su indumentaria característica: vaqueros descoloridos, camisa de cuadros arrugada sobre una camiseta negra y unas zapatillas de deporte que eran ahora una mugrienta burla del blanco original. Una cazadora negra de cuero colgaba del respaldo de su silla.
– No le miraba el culo -repuse-. Tiene una cara bonita.
– Entonces ella es la cara aceptable de las mujeres de culo gordo.
– Sí -terció Louis-. Parece la portavoz de las culonas, la que sacan cuando quieren quedar bien en televisión. La gente la mira y dice: «Bien pensado, quizá las culonas no están tan mal».
Como siempre, daba la impresión de que Louis había sido concebido como el intencionado contrapunto a su amante. Lucía un traje negro de Armani y una camisa de etiqueta blanca como la nieve con el cuello desabrochado, el blanco virginal de la camisa en marcado contraste con sus oscuras facciones y su afeitada cabeza de ébano.
Estábamos sentados en J.G. Melon's, un restaurante en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Setenta y Cuatro. No los veía desde hacía dos meses, pero aquellos dos hombres, el diminuto ex ladrón blanco y su enigmático y persuasivo novio, eran en la actualidad lo más parecido a unos amigos que me quedaba. No se movieron de mi lado cuando Jennifer y Susan murieron y se quedaron conmigo durante aquellos últimos y terribles días en Louisiana cuando nos acercábamos al enfrentamiento final con el Viajante. Vivían al margen de la sociedad -quizás era ése uno de los motivos de nuestra estrecha relación-, y Louis en particular era un hombre peligroso, un asesino a sueldo que en la actualidad disfrutaba de una especie de semijubilación turbia e indefinida, pero estaban del lado de los ángeles, aun cuando los ángeles no tuviesen muy claro si considerarlo un hecho positivo o no en su evolución.
Ángel soltó una estridente carcajada.
– Portavoz de las culonas -repitió para sí, y examinó la carta.
Le lancé una patata frita que me había dejado en el plato.
– ¡Eh, esbelto! -exclamé-. Me parece que bien podrías prescindir de un par de helados de vez en cuando. Si intentases entrar a robar ahora en alguna parte, te quedarías atascado en la puerta. Sólo podrías colarte en casas con ventanas grandes.
– Es verdad, Ángel -coincidió Louis, impertérrito-. Quizá deberías especializarte en catedrales, o en el Metropolitan.
– Aún puedo permitirme unos cuantos kilos más -contestó Ángel fulminándolo con la mirada.
– Tío, si engordas más todavía, parecerás tú y tu gemelo juntos.
– Muy gracioso, Louis -dijo Ángel con un gesto de indiferencia-. En todo caso, ésa necesita dos pases de metro para ella sola; no sé si me explico.
– ¿Y a ti qué más te da? -pregunté-. No tienes ningún derecho a hacer comentarios sobre el sexo opuesto. Eres gay. No tienes un sexo opuesto.
– Eso es un prejuicio, Bird.
– Ángel, cuando alguien comenta que eres gay, no es un prejuicio; es sólo una afirmación. Prejuicio es cuando uno la emprende con los miembros más voluminosos de la sociedad.
– Eh -dijo-, eso no cambia el hecho de que, si buscas compañía, quizá podamos ayudarte.
Lo miré fijamente con una ceja enarcada.
– Me parece improbable. Si llego a estar tan desesperado, me pegaré un tiro.
Sonrió.
– En fin, das esa impresión. He oído que la página web esa de las «Mujeres entre rejas», la Womenbehindbars.com, bien vale una visita.
– ¿Cómo? -interrogué.
Su sonrisa se ensanchó de tal modo que uno podría haberle encajado una tostada en la boca.
– Ahí hay muchas mujeres buscando a un hombre como tú. -Formó una pistola con la mano derecha, me apuntó con el dedo índice y me disparó con un movimiento del pulgar. Parecía un número de cabaré de un tugurio gay.
– ¿Qué es exactamente Womenbehindbars.com? -pregunté.
Sabía que me estaban mortificando, pero también percibí otra intención tanto en Ángel como en Louis. «Allá en el norte estás solo, Bird», parecía que quisieran decirme. «No cuentas con muchas personas a quienes recurrir, y nosotros no podemos cuidar de ti desde Nueva York. A veces, incluso antes quizá de creer que estás preparado para ello, debes tender la mano y encontrar algo en lo que puedas confiar de verdad. Debes buscar un punto de apoyo, o de lo contrario caerás y seguirás cayendo hasta que todo quede a oscuras.»
Ángel se encogió de hombros.
– Ya sabes, uno de esos servicios de citas por Internet. En algunos sitios hay más mujeres solitarias que en otros: San Francisco, Nueva York, las prisiones estatales…
– ¿Estás diciéndome que existe un servicio de citas para mujeres en la cárcel?
Levantó las manos con las palmas abiertas.
– Claro que sí. Las talegueras también tienen sus necesidades. Basta con que te registres, y luego echas una ojeada a las fotos y eliges mujer.
– Están en la cárcel, Ángel -le recordé-. No puedo invitarlas a cenar y al cine sin cometer un delito. Además, podría ser que yo las hubiese mandado a chirona. No voy a salir con alguien a quien puse entre rejas. Quedaría raro.
– Pues sal con mujeres de otros estados -propuso Ángel-. Declara zona restringida desde Yonkers hasta el lago Champlain, y el resto del país es tu territorio.
Brindó por mí con su vaso. A continuación, él y Louis cruzaron una mirada, y envidié esa clase de intimidad.
– Y a todo esto, ¿por qué están encerradas esas mujeres? -pregunté, resignado ya a interpretar el personaje serio en esa escena cómica.
– En la página no se dice -respondió Ángel-. Sólo da la edad, lo que buscan en un hombre y una foto. Una foto sin números debajo -añadió-. Ah, y te dice si están dispuestas a trasladarse o no, aunque la respuesta es bastante obvia. Piensa que están en la cárcel. Probablemente el traslado ocupa una de las primeras posiciones en su lista de prioridades.
– ¿Y qué más te da por qué están encerradas? -preguntó Louis. Advertí que se le saltaban las lágrimas. Me complació proporcionarle tanta diversión-. Las señoras cometen su delito, cumplen condena, y su deuda con la sociedad queda saldada. Siempre y cuando no le hayan cortado la polla a alguien y la hayan atado a un globo hinchado con helio, estás a salvo.
– Exacto -convino Ángel-. Basta con que fijes unas normas básicas y luego tantees el terreno. Pongamos que ha sido ladrona. ¿Saldrías con una ladrona?
– Me robaría.
– ¿Con una puta?
– No me fiaría de ella.
– Eso que dices me parece una atrocidad.
– Lo siento -contesté-. Quizá podríais iniciar una campaña.
Ángel movió la cabeza en un gesto de fingido pesar y de pronto se le iluminó el semblante.
– ¿Y un caso de agresión? -sugirió-. Con una botella rota o, tal vez, un cuchillo de cocina. Nada demasiado grave.
– ¿Un cuchillo de cocina no te parece lo bastante grave? Ángel, ¿en qué planeta vives? ¿En el mundo de los cubiertos de plástico?
– Una asesina, pues.
– Depende de a quién haya matado.
– A su viejo.
– ¿Por qué?
– ¿Y yo qué coño sé? ¿Te crees que le puse micrófonos? ¿Sales con ella o no?
– No.
– Joder, Bird, si te andas con tanto remilgo, nunca conocerás a nadie.
La camarera regresó.
– ¿Tomarán postre, los señores?
Los tres dijimos que no, y Ángel añadió:
– No, con mi dulzura natural me sobra.
– Y también le sobra algún que otro kilo -apostilló la camarera y volvió a sonreírme.
Ángel se sonrojó y Louis contrajo los labios en un amago de sonrisa.
– Tres cafés -dije, y le devolví la sonrisa-. Acabas de ganarte una propina considerable.
Después de comer fuimos a pasear al Central Park y nos paramos junto a la estatua de Alicia sobre la seta que se encuentra al lado del estanque para barcos teledirigidos. Aunque no había niños haciendo navegar sus juguetes por el agua, vimos a dos o tres parejas abrazadas en la orilla, Louis las observaba impasible. Ángel se encaramó a la seta y se quedó allí sentado con las piernas colgando junto a mí y Alicia mirando por encima de él.
– ¿Qué edad tienes? -pregunté.
– Soy lo bastante joven para saber apreciar todo esto -contestó-. ¿Y a ti cómo te van las cosas?
– Sobrevivo. Tengo días buenos y días malos.
– ¿Cómo los distingues?
– Los días buenos no llueve.
Una sonrisa comprensiva se dibujó en sus labios.
– El Día de Acción de Gracias debió de ser un mal trago.
– Di gracias por que no llovió.
– ¿Te va quedando bien la casa? -quiso saber.
Estaba rehabilitando la vieja casa de mi abuelo en Scarborough. Ya me había mudado allí, pero aún eran necesarias algunas reformas.
– Está casi terminada. Hay que arreglar el tejado, y eso es todo.
Guardó silencio por un rato.
– En el restaurante sólo pretendíamos pincharte un poco -dijo por fin -. Imaginamos que no pasas por un buen momento. Pronto se cumplirá un año, ¿no?
– Sí, el doce de diciembre.
– ¿Lo llevas bien?
– Visitaré la tumba, les ofreceré una misa. No sé si me resultará muy difícil.
En realidad temía que llegase ese día. Por alguna razón, me parecía importante que la casa estuviese acabada para entonces, que yo me hubiese instalado ya allí de manera definitiva. Deseaba la estabilidad que suponía, los lazos con un pasado que recordaba feliz. Deseaba un sitio que pudiese llamar hogar, y en el que me fuera posible rehacer mi vida.
– Tennos informados de los detalles. Iremos.
– Os lo agradecería.
Ángel asintió.
– Hasta entonces, te conviene cuidarte más, no sé si me entiendes. Si pasas demasiado tiempo solo, al final enloquecerás. ¿Has tenido noticias de Rachel?
– No.
Rachel Wolfe y yo habíamos sido amantes por un tiempo. Vino a Louisiana para colaborar en la búsqueda del Viajante y se trajo consigo sus conocimientos en psicología y un amor por mí que no comprendí y al que entonces fui incapaz de corresponder plenamente. Ese verano ella había sufrido física y emocionalmente. No habíamos hablado desde el hospital, pero yo sabía que estaba en Boston. Incluso la había visto cruzar el campus universitario un día, su cabello rojo resplandeciente bajo el sol de última hora de la mañana, pero no reuní valor para importunarla en su soledad, o su dolor.
Ángel se desperezó y cambió de tema.
– ¿Has visto a alguien interesante en el funeral?
– Emerson.
– ¿El gilipollas de Asuntos Internos? Debes de haberte llevado una gran alegría.
– Ver a Emerson siempre ha sido un placer. Un poco más y me toma medidas para unas esposas y un traje de rayas. También estaba allí Walter Cole.
– ¿Tenía algo que decirte?
– Nada bueno.
– Es un moralista, y ésos son los peores. Y hablando de Emerson, ¿te has enterado de que ponen en venta el número doscientos cuarenta y siete de Mulberry? Louis y yo estamos pensando en comprarlo, para abrir un museo de las fuerzas del orden.
El 247 de Mulberry fue la sede del Ravenite Social Club, cuartel general de John Gotti padre hasta que el testimonio de Sammy el Toro garantizó el traslado del negocio de Gotti a una celda. Su hijo John Junior se había puesto al frente de la familia criminal de los Gambino, y se había ganado con ello la detención y la fama de ser el padrino más inepto en la historia de la mafia.
– John Junior, tío -dijo Ángel, moviendo la cabeza con gesto de incredulidad-. He ahí la prueba de que los genes del padre no pasan intactos al primogénito de manera automática.
– Supongo que no -contesté. Eché un vistazo al reloj-. Tengo que irme. He de tomar el avión.
Louis se dio media vuelta y se acercó a nosotros, los músculos de su esbelto cuerpo de metro noventa y cinco eran perceptibles incluso bajo el traje y el abrigo.
– Ángel -dijo-, si te encontrase encima de un champiñón, quemaría toda la cosecha. Por tu culpa, Alicia tiene mala cara.
– Ya. Eso es que te ha visto venir y ha pensado que vas a atracarla. No eres precisamente el Conejo Blanco.
Observé a Ángel mientras bajaba de la seta deslizándose y frenando con las manos. A continuación las levantó para enseñar las palmas, ligeramente cubiertas de mugre, y se aproximó a la figura inmaculada de Louis.
– Ángel, te lo advierto, si me tocas, tendrás qué despedirte de Bird con un muñón.
Me aparté de ellos y contemplé el parque y la quietud del estanque. Experimenté un creciente desasosiego cuya causa era incapaz de precisar, una sensación de que, mientras yo me encontraba en Nueva York, estaban ocurriendo en otro lugar sucesos que me afectaban de algún modo.
Y en la superficie del estanque se agruparon oscuros nubarrones, cambiando de forma una y otra vez, y las aves volaron a través de sus aguas poco profundas como si fueran a ahogarse. En las sombras de ese mundo de reflejos, los árboles desnudos sondeaban las profundidades con sus ramas, como dedos que escarbasen cada vez más hondo en un pasado ya casi olvidado.
Para mí, la primera señal de que se avecina el invierno es siempre el cambio en la coloración de los abedules papeleros. Sus troncos, normalmente blancos o grises, pasan a ser de un tono verde amarillento en otoño, que se mezcla con el tumulto de rojo ladrillo, dorado intenso y ámbar mortecino a medida que van transformándose los árboles. Contemplo los abedules y sé que el invierno está de camino.
En noviembre llegan las primeras escarchas importantes y las carreteras son peligrosas; las hojas de hierba se vuelven quebradizas como el cristal, de modo que, cuando uno camina, los fantasmas de sus pasos lo siguen como filas de almas en pena. En las esqueléticas ramas se acurrucan los gorriones molineros; los ampelis se columpian de rama en rama, y de noche las lechuzas gavilanas buscan presas en la oscuridad. En el puerto de Portland, que nunca se hiela por completo, hay ánades reales, patos arlequines y eíderes.
Incluso en los momentos más fríos, el puerto, los campos y los bosques están llenos de vida. Las urracas azules vuelan y los chochines emiten su reclamo; los pinzones se alimentan de semillas de abedul. Seres diminutos e invisibles reptan, cazan, viven, mueren. Las crisopas hibernan bajo la corteza muerta de los árboles. Las larvas de frigánea llevan a cuestas sus casas construidas con restos de plantas, y los áfidos permanecen encogidos en los alisos. Las ramas del bosque duermen congeladas bajo capas de hongos, en tanto que los escarabajos y los nadadores de espalda, los tritones y las salamandras maculadas, con sus colas gruesas por la grasa acumulada, se agitan en las heladas aguas. Hay hormigas carpinteras, pulgas de las nieves, arañas y mariposas manto de duelo que revolotean sobre la nieve como papel quemado. Ratones de patas blancas y ratones de campo y musarañas pigmeas corretean por la nieve fundida, atentas a la aparición de zorros y comadrejas y de las crueles martas pescadoras, que cazan puercoespines con los que comparten el hábitat. La liebre nival adquiere un pelaje blanco en respuesta a las escasas horas de luz solar, más apto para esconderse de los depredadores.
Porque los depredadores nunca desaparecen.
Cuando llega el invierno, a las cuatro ya ha oscurecido y la vida se comprime para adaptarse a las restricciones impuestas por la naturaleza. La gente vuelve a formas de vida que, en algunos aspectos, les habrían resultado familiares a sus antepasados, a los primeros colonos que remontaron los grandes valles fluviales tierra adentro en busca de bosques madereros y tierras cultivables. Salen menos y se quedan en sus casas al calor del hogar. Terminan sus tareas diarias antes de que oscurezca. Piensan en la siembra, en el bienestar de los animales, de los niños, de los ancianos. Cuando abandonan sus casas, se abrigan bien y agachan la cabeza para que no les entre en los ojos la arena que levanta el viento del camino.
En las noches más frías las ramas de los árboles crujen en la oscuridad, el cielo se ilumina al paso de los ángeles de la aurora boreal y los terneros mueren.
Habrá falsos deshielos en enero, otros en febrero y marzo, pero los árboles continuarán deshojados. La tierra se convierte en barro con el calor que suele hacer tras el amanecer y vuelve a helarse de noche; de día, los caminos son intransitables, y al oscurecer, peligrosos.
Y la gente sigue reuniéndose en lugares calientes y espera a que el hielo se resquebraje en abril.
En Old Orchard Beach, al sur de Portland, los parques de atracciones están vacíos y en silencio. La mayoría de los moteles permanece cerrada y las rejillas del aire acondicionado están cubiertas con bolsas de plástico negro. Las olas rompen grises y frías, y las ruedas de los coches producen un golpeteo grave y sordo al cruzar las viejas vías del ferrocarril en la calle mayor. Así ha sido hasta donde me alcanza la memoria, desde que era niño.
Cuando los árboles empezaban a transformarse, y antes de que los abedules papeleros pasaran del blanco hueso a los colores de un hermoso declive, el timador Saul Mann liaba los bártulos y se preparaba para abandonar Old Orchard con rumbo a Florida.
«El invierno es para los paletos», decía mientras guardaba la ropa -sus corbatas de charlatán de feria, sus vistosas chaquetas de JCPenney, sus zapatos de dos tonalidades- en su maleta de color tostado. Saul era un hombre menudo y atildado, con el pelo negro como el azabache desde que lo conocía y algo de barriga, que apenas tensaba un poco los botones del chaleco. Las facciones de su cara eran de una vulgaridad inexorable, curiosamente difíciles de recordar, como si las hubiese encargado a propósito. Su actitud era cordial y nada amenazadora, y no le dominaba la codicia, así que rara vez, o nunca, sobrepasaba sus propios límites. Timaba a la gente en torno a los diez o veinte dólares, en ocasiones cincuenta, y muy de vez en cuando, si pensaba que la víctima podía sobrellevar la pérdida, un par de cientos. Por lo general trabajaba solo, pero si el timo lo exigía, contrataba a un cebo para atraer a los pardillos. A veces, si las cosas no andaban bien, encontraba trabajo con la gente de las ferias ambulantes y los fulleros en partidas amañadas.
Saul nunca se había casado. «A cualquier hombre casado le tima su mujer», decía Saul. «Nunca te cases a menos que ella sea más rica que tú, más tonta que tú y más guapa que tú. O eso, o eres un primo.»
Se equivocaba, claro está. Yo me casé con una mujer que paseaba conmigo por el parque, que hacía el amor conmigo y que me dio una hija, y a quien no llegué a conocer realmente hasta que se fue de este mundo. Saul Mann nunca disfrutó de una alegría así: tan preocupado estaba por no convertirse en pardillo que la vida le estafó sin que se diese cuenta siquiera.
Mientras hacía la maleta tenía a su lado, en una segunda bolsa negra de charol más pequeña, las herramientas de su oficio, las armas del pequeño timador. Estaba la cartera repleta de billetes de veinte dólares que, tras un examen más atento, revelaban ser un billete de veinte dólares más la mitad del Maine Sunday Telegram cuidadosamente cortado en trozos del tamaño de un billete de veinte dólares. El timador «encuentra» la cartera, pide consejo al primo sobre qué hacer con ella, accede a dejarla bajo su custodia hasta que la obligación legal de entregarla expire con el paso del tiempo, lo anima a ofrecer un depósito de cien dólares como gesto de buena voluntad, sólo para asegurarse de que no va a estafarle su parte del efectivo y, helo ahí, el timador ha sacado ochenta pavos con el trato, menos el coste de una cartera nueva y otro ejemplar del Maine Sunday Telegram para el siguiente camelo.
Había anillos de diamantes falsos, todo de cristal, estrás y metal tan barato que uno tardaba una semana en quitarse la mancha verde de los dedos, y chapas de botella para el juego de los triles. Había naipes con más marcas que la playa de Omaha el Día D y también material para otros timos más elaborados: documentos repletos de sellos de aspecto oficial que prometían al portador el sol, la luna y las estrellas; boletos de lotería que garantizaban al ganador exactamente el cero por ciento de nada; talonarios de diez o veinte cuentas distintas, cada una con fondos apenas suficientes para mantenerlas en funcionamiento, pero que a la vez le permitían extender cheques sin problemas un viernes por la noche, con dos días de respetabilidad fiscal antes de ser devueltos.
En los meses de verano, Saul Mann recorría los pueblos turísticos de la costa de Maine en busca de víctimas. Llegaba a Old Orchard Beach religiosamente el 3 de julio, alquilaba la habitación más barata que encontraba y trabajaba en la playa durante una semana, dos a lo sumo, hasta que su cara empezaba a ser conocida. Entonces iniciaba el recorrido hacia Bar Harbor, al norte, y repetía la misma maniobra, siempre en marcha, sin quedarse nunca demasiado tiempo en un sitio, eligiendo a sus víctimas con cuidado. Y cuando había amasado dinero suficiente y la gente empezaba a marcharse después del Día del Trabajo, cuando los árboles empezaban a cambiar lentamente, Saul Mann liaba los bártulos y se trasladaba a Florida para timar allí a los turistas de invierno.
Mi abuelo no sentía gran simpatía por él o, como mínimo, no confiaba en él, y para mi abuelo confianza y simpatía eran la misma cosa. «Si te pide que le prestes un dólar, no lo hagas», me advirtió una y otra vez. «Recuperarás diez centavos si es que recuperas algo.»
Pero Saul nunca me pidió nada. Lo conocí un verano que yo trabajaba en las salas de juegos de Old Orchard, donde me dedicaba a aceptar el dinero de niños pequeños a cambio de peluches cuyos ojos se mantenían en su sitio mediante prendedores de un centímetro y medio de largo y cuyos miembros permanecían unidos al tronco por la voluntad de Dios. Saul Mann me habló de las ferias ambulantes, de los engaños en equipo: la canasta de baloncesto con la pelota demasiado hinchada y el aro demasiado pequeño, los dardos para globos con los globos medio desinflados; la galería de tiro con las miras torcidas. Observé cómo trabajaba con la gente, y eso me sirvió como aprendizaje. Elegía a los ancianos, los codiciosos, los desesperados, a aquellos tan inseguros que confiaban más en el juicio de otro hombre que en el suyo propio. A veces optaba por los tontos, pero sabía que los tontos podían resultar mezquinos, o que quizá no tenían dinero suficiente para que el timo mereciese la pena, o que a veces eran tan poco astutos que se volvían desconfiados.
Mejores aún eran los que se creían listos, los que tenían buenos empleos en localidades de tamaño medio y que pensaban que jamás caerían en las trampas de un timador. Éstos constituían su objetivo prioritario, y Saul se regodeaba con ellos cuando aparecían. Murió en 1994 en una residencia para ancianos de Florida entre las personas que antes había escogido como víctimas, y probablemente los engañó jugando a la canasta hasta que exhaló el último aliento, hasta que Dios tendió su mano y le mostró que, al final, todos somos unos primos.
Esto fue lo que me aconsejó Saul Mann: «Nunca des tregua a los pardillos: escaparán si lo haces. Nunca sientas piedad: la piedad es la madre de la caridad, y la caridad consiste en entregar dinero, y un timador nunca entrega dinero. Y nunca los obligues a hacer nada, porque los mejores timos son aquellos en los que ellos vienen a ti. Pon el señuelo, espera y siempre acudirán a ti».
Aquel diciembre la nieve llegó pronto a Greenville, Beaver Cove, Dark Hollow y los otros pueblos que lindaban con los Grandes Bosques del Norte. Cayeron los primeros copos y la gente miró al cielo para, de inmediato, apretar el paso, con un nuevo brío en el andar, espoleados por el frío que ya se presentía. Se encendió fuego en las chimeneas, se abrigó a los niños con llamativas bufandas rojas y guantes con los colores del arco iris, y se les advirtió que no podían quedarse en la calle hasta tarde, que debían darse prisa para volver a casa antes de que oscureciera, y en los patios de las escuelas empezaron a contarse historias sobre niños pequeños que se apartaban del camino y los encontraban fríos y muertos cuando llegaba el deshielo.
Y en los bosques, entre los arces, los abedules y los robles, entre las piceas y las tsugas y los pinos blancos, se movía algo. Caminaba despacio y con determinación. Conocía aquellos bosques, los conocía desde hacía mucho tiempo. Pisaba con aplomo; sabía dónde había un árbol caído. Para él, cada muro de piedra antiguo, cubierto por los bosques renovados y perdido entre la maleza, era un lugar donde descansar, donde cobrar aliento antes de seguir adelante.
En la negrura del invierno comenzó a moverse con un nuevo objetivo. Algo que se había perdido ahora había reaparecido. Algo desconocido se había puesto de manifiesto, como si la mano de Dios hubiese descorrido un velo. Pasó junto a los restos abandonados de una vieja granja con el techo desplomado desde hacía tiempo, las paredes no más que un refugio para ratones. Llegó a lo alto del monte y recorrió la cima, con la luna resplandeciente en el cielo, el murmullo de los árboles en la oscuridad.
Y devoró las estrellas a su paso.
Hacía casi tres meses que había vuelto a Scarborough, a la casa donde había pasado la adolescencia tras la muerte de mi padre y que mi abuelo me había dejado en su testamento. En el East Village, donde viví durante una temporada después de la muerte de mi esposa y de mi hija, la anciana propietaria del apartamento de renta controlada me acompañó hasta la salida con una sonrisa en el rostro mientras calculaba el aumento que aplicaría -al siguiente inquilino. Era una italoamericana de setenta y dos años que había perdido a su marido en Corea, y por lo regular se mostraba tan cordial como una rata hambrienta. Ángel comentó una vez que probablemente su marido se había entregado al enemigo para que no lo enviaran de regreso a casa.
En la casa de Scarborough nació mi madre, y allí vivían aún mis abuelos cuando mi padre murió. Después de trescientos años anclado en el pasado, Scarborough había iniciado ya un proceso de cambio cuando yo llegué a finales de los años setenta. Debido a la prosperidad económica empezaba a convertirse en población satélite de Portland, y si bien algunos de los antiguos residentes conservaban sus tierras, unas tierras que habían sido propiedad de sus familias durante generaciones, los promotores inmobiliarios pagaban precios altos y cada vez había más gente que vendía. Pero Scarborough era aún la clase de comunidad donde uno conocía a su cartero y a la familia de éste, y él, a su vez, conocía a la tuya.
Desde la casa de mi abuelo en Spring Street podía ir en bicicleta hasta Portland en dirección norte, o hasta Higgins Beach, Ferry Beach, Western Beach o la propia Scarborough Beach hacia el sur, o incluso podía llegar hasta el extremo de Prouts Neck para contemplar las islas de Bluff y Stratton y el océano Atlántico.
Prouts Neck es una pequeña punta de tierra que se adentra en Saco Bay a unos dieciocho kilómetros al sur de Portland. Allí se estableció el artista Winslow Homer a finales del siglo XIX. Su familia adquirió casi todas las tierras del cabo y Winslow investigó a sus eventuales vecinos con sumo cuidado, ya que, por lo general, le gustaba estar a sus anchas. La gente del cabo sigue siendo así. Desde 1926 hay un elegante club náutico y un club de playa privado restringido a quienes residen o alquilan casas de veraneo en la zona y pertenecen a la Asociación de Prouts Neck. Scarborough Beach sigue siendo pública y gratuita, y hay acceso público a Ferry Beach, cerca del Black Point Inn en Prouts Neck. Como fue al lado de Ferry Beach donde Chester Nash, Paulie Block y otros seis hombres perdieron la vida, los veraneantes del cabo iban a tener mucho de que hablar cuando regresasen en vacaciones.
En la vieja casa, el pasado flotaba en el aire como motas de polvo en espera de ser iluminadas por los intensos rayos de la memoria. Era allí donde, rodeado de los recuerdos de una juventud más feliz, confiaba en enterrar a los viejos fantasmas: los fantasmas de mi mujer y de mi hija, que me habían acosado durante mucho tiempo pero que quizás ahora habían alcanzado una especie de paz, una paz que no se reflejaba aún en mi propia alma; el fantasma de mi padre; el de mi madre, que me había alejado de la ciudad en un esfuerzo por encontrar la serenidad para ambos; el de Rachel, a quien parecía haber perdido, y el de mi abuelo, que me había aleccionado sobre el deber y la humanidad y sobre la importancia de crearse enemigos de quienes uno pudiera sentirse orgulloso.
En cuanto la mayor parte de la casa estuvo habitable, dejé el hotel de la esquina de St. John y Congress Street en Portland y me instalé allí. De noche el viento agitaba ruidosamente las láminas de plástico del tejado, que chacoloteaban como alas oscuras y correosas. La última obra pendiente era el empizarrado, y por eso me encontraba sentado en el porche con una taza de café y el New York Times a las nueve de la mañana siguiente, esperando a Roger Simms. Roger era un cincuentón de espalda erguida, músculos finos y alargados y un rostro de color palisandro. Era capaz de hacer casi cualquier cosa que requiriese el uso de un martillo, una sierra y la destreza innata de un artesano para poner orden en el caos de la naturaleza y el abandono.
Llegó puntualmente al volante de su viejo Nissan, cuyos gases de escape de color azul ensuciaban el aire como la nicotina los pulmones. Salió del coche vestido con unos vaqueros anticuados llenos de manchas de pintura, una camisa tejana y un jersey azul que era poco más que un puñado de agujeros unidos por hebras. Unos guantes marrones de cuero asomaban de uno de los bolsillos posteriores de los vaqueros y llevaba una gorra negra de punto calada hasta las orejas. Por debajo, pendían mechones de cabello oscuro como las patas de un cangrejo ermitaño. Entre los labios le colgaba un cigarrillo con una columna de ceniza en la punta que desafiaba la ley de la gravedad.
Le alcancé una taza de café y él se la bebió deprisa mientras examinaba el tejado con ojo crítico, como si lo viera por primera vez. Ya había estado allí unas tres veces para comprobar el estado de las vigas y los soportes del tejado y para medir los ángulos, así que me pareció poco probable que fuera a topar con alguna sorpresa. Me dio las gracias por el café y me devolvió la taza. «Gracias» fue la primera palabra que me dirigió desde su llegada. Roger era un trabajador excelente, pero la cantidad de aire que malgastaba en charla innecesaria no habría salvado la vida de un mosquito.
Yo tenía la impresión de que, techando la casa vieja, reafirmaba por fin mi lugar en ella. Despojada de sus tejas de pizarra viejas y rotas, sin nada más que los plásticos para protegerla de los elementos, había quedado reducida a un cascarón sin vida, y los recuerdos de vidas pasadas contenidos entre sus paredes se hallaban ahora en estado latente, como para ampararlos de los estragos del mundo natural. Con el tejado restaurado, la casa volvería a estar caliente y cerrada, y yo podría fundirme con su pasado garantizando su futuro y mi presencia en ella.
A modo de preparativo, ya habíamos puesto listones para sujetar las tejas, utilizando piezas de cinco por diez cortadas a lo largo por la mitad e impregnadas de protector para la madera. Ahora, con el aire frío y cortante, y sin la amenaza de lluvia en el cielo, iniciamos la colocación de las tejas. Había algo en el proceso, sus ritmos y rutinas, que lo convertían casi en un ejercicio de meditación. Avanzando metódicamente por la superficie del tejado, alargaba el brazo para alcanzar una teja, la ponía sobre la anterior, ajustaba el lado expuesto mediante una muesca en el mango del martillo, daba la vuelta al martillo, clavaba la teja, tomaba otra y comenzaba de nuevo el proceso. Encontré cierta paz en ello y la mañana se me pasó deprisa. Decidí no compartir con Roger mis especulaciones. Por alguna razón, quienes realizan trabajos como tejar casas para ganarse la vida tienden a molestarse ante las reflexiones de los aficionados sobre la naturaleza de la tarea. Roger probablemente me habría lanzado el martillo.
Durante las cuatro horas que estuvimos trabajando, tanto Roger como yo descansábamos cuando nos apetecía; después bajé con cuidado y le comenté que me acercaría al restaurante tailandés Seng de Congress Street para comprar comida. Dejó escapar un gruñido que interpreté como un asentimiento, así que me encaminé hacia el Mustang y salí en dirección a South Portland. Como de costumbre, Maine Mall Road estaba muy concurrida, con gente que curioseaba en Filene's o iba a los cines, comía en el Old Country Buffet o evaluaba los moteles de la avenida. Dejé atrás el aeropuerto, seguí por Johnson y finalmente llegué a Congress. Aparqué detrás del hotel de St. John entre un Pinto y un Fiat; luego recorrí a pie la manzana, compré la comida y la coloqué en el asiento trasero del coche.
Edgard aún tenía una caja con cosas mías detrás del mostrador de recepción del hotel y se me ocurrió ir a recogerla aprovechando que estaba en la zona. Abrí la puerta y entré en el recargado vestíbulo de estilo antiguo, con su vieja radio y sus ordenadas pilas de folletos turísticos. Edgard no estaba, pero otro hombre que no reconocí me sacó la caja, me sonrió y continuó contando recibos. Lo dejé enfrascado en su tarea.
Cuando volví al aparcamiento, vi que alguien me había cerrado el paso. Un enorme Cadillac Coupe de Ville negro, de unos cuarenta años y prácticamente una antigüedad, había estacionado detrás del Mustang y no me dejaba espacio para salir. Tenía neumáticos blancos, la tapicería de color tostado restaurada, y los característicos parachoques achatados de la parte delantera intactos y resplandecientes. En el asiento trasero había un mapa de Maine y tenía matrícula de Massachussets, pero, aparte de eso, nada en el coche identificaba a su dueño. Podría haber salido directamente de un museo.
Guardé la caja en el maletero del Mustang y volví a entrar en el hotel, pero el hombre del mostrador me dijo que nunca antes había visto el Cadillac. Se ofreció a avisar a la grúa, pero decidí intentar localizar primero al dueño. Pregunté en el Pizza Villa, en la acera de enfrente, pero tampoco sabían nada. Probé incluso en el Dunkin' Donuts y el Sportsman's Bar hasta que, aún sin resultado alguno, volví a cruzar la calle y di una palmada al techo del Cadillac en un gesto de frustración.
– Bonito coche -dijo una voz mientras se desvanecía el eco de mi palmada. Era una voz aguda, casi de niña, con un tonillo que delataba más malicia que admiración y el sonido sibilante de la primera palabra casi amenazador.
A la entrada del aparcamiento del hotel había un hombre apoyado contra la pared. Era bajo y gordo; posiblemente no medía más de metro sesenta y cinco y pesaba unos cien kilos. Llevaba una gabardina de color tostado, ceñida con un cinturón, pantalones negros y mocasines marrones.
Su cara parecía sacada de una película de terror.
Estaba completamente calvo y el cuero cabelludo se le unía por detrás a los rodetes de grasa de la nuca. Desde las sienes hasta la boca, la cabeza parecía ensancharse en lugar de estrecharse y acababa perdiéndose en los hombros. No tenía cuello, o al menos nada que mereciera ese nombre. Presentaba una palidez cadavérica, excepto por los labios rojos, gruesos y largos, que tenía dilatados en un rictus a modo de sonrisa. Tenía la nariz achatada, semejante a un hocico, con los orificios anchos y oscuros, y los ojos tan grises que parecían incoloros, las pupilas como puntos negros en el centro, dos diminutos mundos oscuros en un universo frío y hostil.
Se apartó de la pared y avanzó con andar lento y firme, y en ese momento percibí su olor. Era difícil de reconocer al estar disimulado por alguna colonia barata, pero me indujo a contener la respiración y a retroceder un paso. Era el olor de la tierra y la sangre, el hedor de la carne descompuesta y el intenso miedo animal que flota en un matadero al final de una larga jornada de sacrificios.
– Bonito coche -repitió, y una mano blanca y carnosa salió de uno de los bolsillos, los dedos como babosas pálidas y viscosas que hubiesen pasado demasiado tiempo en rincones oscuros. Acarició el techo del Mustang con un gesto de ponderación y pareció que la pintura fuese a corroerse de forma espontánea bajo sus dedos. Era la manera en que un pederasta tocaría a un niño en un parque en cuanto la madre le diera la espalda. Por algún motivo, sentí el impulso de apartarlo de un empujón, pero me contuve obedeciendo a un instinto más poderoso que me disuadía de tocarlo. No habría sabido explicar la razón, pero de él parecía emanar algo inmundo que inducía a eludir todo contacto. Daba la impresión de que tocarlo equivaldría a infectarse, a arriesgarse a la contaminación o el contagio.
Pero había algo más que eso. Exudaba una sensación de extrema letalidad, una capacidad de infligir daño y dolor tan profunda que era casi sexual. Brotaba de sus poros y fluía viscosamente por su piel, casi como si gotease de modo perceptible de las puntas de sus dedos y el extremo de su nariz fea y animal. Pese al frío, pequeñas gotas de sudor le brillaban en la frente y sobre el labio superior, cubriendo de humedad sus blandas facciones. Si alguien lo tocaba, presentí, la piel cedería pegajosamente a la presión, los dedos se hundirían en su carne, y lo succionaría.
Y luego lo mataría, porque ésa era la función de aquel hombre. De eso estaba seguro.
– ¿Es suyo el coche? -preguntó. Sus ojos grises despidieron un resplandor frío y la punta de su rosada lengua asomó entre los labios como una serpiente venteando el aire.
– Sí, es mío -contesté-. ¿Y ese Cadillac es suyo?
Pareció no oír la pregunta, o decidió no oírla. En lugar de eso recorrió el techo del Mustang con otro movimiento largo y acariciador.
– Un buen coche, el Mustang -dijo asintiendo para sí, y de nuevo oí la vibración sibilante e intensa del sonido «s», como agua que cae sobre un fogón caliente-. El Mustang y yo tenemos mucho en común.
Se acercó a mí como para hacerme partícipe de un secreto profundo y siniestramente gracioso. Olí su aliento, dulzón y demasiado maduro, como la fruta de finales de verano.
– Los dos nos fuimos a la mierda después de los años setenta. -Y de pronto se echó a reír, un siseo grave como el ruido del gas que desprende un cadáver-. Más vale que cuide de este coche, que se asegure de que no le pasa nada. Un hombre ha de vigilar lo que es suyo. Debe ocuparse de sus asuntos y no meter la nariz en los asuntos ajenos. -Rodeó la parte trasera del coche antes de entrar en el Cadillac, de modo que tuve que volverme para mirarlo-. Hasta la vista, señor Parker.
A continuación, el Cadillac arrancó con un rumor grave y seguro y, pese a estar prohibido, giró a la izquierda por Congress en dirección al centro de Portland.
Cuando regresé con la comida, Roger no parecía muy contento por todo lo que le había hecho esperar, a juzgar por las arrugas que tenía en la frente, que en ese momento parecían un centímetro más profundas.
– Ha tardado una eternidad -masculló mientras alcanzaba la comida. Era una de las frases más largas que le había oído.
Empecé por el pollo con arroz, pero se me había quitado el apetito. La aparición de aquel gordo calvo en Congress me inquietaba, aunque no sabía exactamente por qué, aparte del hecho de que conocía mi nombre y me ponía la carne de gallina.
Roger y yo volvimos al tejado, y un viento frío nos obligó a forzar un poco la marcha a fin de terminar a primera hora de la tarde, cuando la luz empezaba a declinar. Pagué a Roger y él me dio las gracias asintiendo con la cabeza. Luego regresó al pueblo. Tenía los dedos entumecidos de trabajar en el tejado, pero la obra debía completarse antes de las intensas nevadas o, si no, viviría en un castillo de hielo. Me di una ducha caliente para quitarme la suciedad del pelo y los dedos, y cuando me disponía a prepararme un café, oí que se detenía un coche fuera.
Cuando bajó del Honda Cívic, por un momento no la reconocí. Había crecido desde la última vez que la vi y le noté el pelo más claro, teñido con algún tipo de tinte. Tenía cuerpo de mujer, el pecho grande y amplias caderas. Sentí cierto bochorno por fijarme en esos cambios. Al fin y al cabo, Ellen Cole contaba poco más de veinte años y, para colmo, era hija de Walter Cole.
– ¿Ellen?
Bajé del porche y abrí los brazos mientras ella me rodeaba con los suyos.
– Me alegro de verte, Bird -susurró, y yo, en respuesta, la estreché.
Ellen Cole: la había visto crecer. Recordaba haber bailado con ella en mi boda, la tímida sonrisa que dirigió a su hermana menor Lauren, y cómo le sacó la lengua burlonamente a Susan vestida de novia. Recordé también una vez que estaba sentado en los escalones del porche de la casa de Walter con una cerveza, y Ellen, a mi lado, me escuchaba con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas, mientras yo intentaba explicarle por qué a veces los chicos se comportaban como gilipollas incluso con las chicas más guapas. Deseaba creer que ésa era un área en la que yo poseía una experiencia incuestionable.
Había sido amiga de Susan, y Jennifer la adoraba. Mi hija nunca lloraba cuando Susan y yo la dejábamos por la noche siempre y cuando la canguro fuese Ellen. La niña se sentaba entre los brazos de la muchacha, jugueteaba con sus dedos y al final se quedaba dormida con la cabeza apoyada en su regazo. Ellen emanaba una especie de fuerza que tenía sus raíces en un inmenso acopio de bondad y compasión, una fuerza que inspiraba confianza a los menores y más débiles que ella.
Dos días después de la muerte de Susan y Jennifer, la encontré esperándome sola en la funeraria cuando llegué para organizar los preparativos del entierro. Otros se habían ofrecido a acompañarme, pero allí no quise a nadie. Creo que en aquel momento ya estaba retrayéndome en mi propio y extraño mundo de pérdida. No supe cuánto tiempo llevaba esperándome, con el coche en el aparcamiento, pero se acercó a mí, me abrazó durante largo rato y luego permaneció a mi lado, sin soltarme la mano, mientras yo miraba fotografías de féretros y limusinas. En sus ojos vi reflejada la profundidad de mi propio dolor y supe que, al igual que yo, Ellen sentía la pérdida de Jennifer como una ausencia entre los brazos, y la pérdida de Susan como un silencio en el corazón.
Y cuando salimos, ocurrió algo muy extraño. Sentado con ella en su coche, lloré por primera vez en muchos días. Aquella fuerza plácida, serena y profunda en el interior de Ellen hizo brotar en mí el dolor y la aflicción, como si sajara una herida. Volvió a abrazarme y, durante un rato, las nubes se disiparon y pude seguir adelante.
Detrás de Ellen, un joven salió por el lado del pasajero. Tenía la piel oscura y el cabello negro, que caía en una lacia melena hasta los hombros. Su código indumentario era la elegancia informal, excepto por las botas de montañismo Zamberlain: vaqueros, camiseta holgada por fuera del pantalón, camisa vaquera abierta sobre el resto. Se estremeció un poco mientras me observaba con expresión recelosa.
– Éste es Ricky -dijo Ellen-. Ricardo -añadió con un acento vagamente español-. Ricky, ven a conocer a Bird.
El chico me estrechó la mano con un firme apretón y rodeó los hombros de Ellen en un gesto protector. Me dio la impresión de que Ricky era posesivo e inseguro, una mala combinación. Lo observé con atención mientras entrábamos en la casa, por si decidía marcar el territorio meándose en mi puerta.
Nos sentamos en la cocina y tomamos café en grandes tazones azules. Ricky no dijo gran cosa, ni siquiera «gracias». Me preguntaba si llegaría a conocer a Roger. Reuniéndolos, tendría lugar la conversación más breve del mundo.
– ¿Qué haces aquí? -pregunté a Ellen.
Ella se encogió de hombros.
– Vamos hacia el norte. Yo nunca había estado antes tan al norte. Nos dirigimos al lago Moosehead para ver el monte Katahdin, o lo que sea. Quizás alquilemos un trineo a motor.
Ricky se levantó y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Se lo indiqué y se alejó, caminando con los hombros caídos y un peculiar balanceo, como si avanzara metiendo los pies en surcos muy separados.
– ¿De dónde has sacado a este latin lover? -pregunté.
– Estudia psicología -contestó.
– ¿En serio? -Procuré que el cinismo no asomara a mi voz. Quizá Ricky, al optar por la psicología, pretendía analizarse a sí mismo y matar dos pájaros de un tiro.
– La verdad es que es encantador, Bird, pero un poco tímido con los desconocidos.
– Hablas de él como si fuera un perro.
Me sacó la lengua.
– ¿Han acabado las clases?
Eludió la pregunta.
– Voy a tener que estudiar bastante en el futuro.
– Mmm. ¿Qué piensas estudiar? ¿Biología?
– Ja, ja. -No sonrió.
Supuse que, con la aparición de Ricky en su vida, los exámenes semestrales habían pasado a ser algo secundario.
– ¿Cómo está tu madre?
– Bien. -Guardó silencio por un momento-. Preocupada por ti y por papá. Él le contó que ayer estuviste en el funeral de Queens, pero que no tuvisteis mucho que deciros. Mamá piensa, creo, que deberíais resolver lo que sea que pasó entre vosotros.
– No es tan fácil.
Ellen asintió con la cabeza.
– Los he oído hablar -musitó-. ¿Es verdad lo que mi padre cuenta de ti?
– Una parte, sí.
Se mordió el labio y de pronto pareció tomar una decisión.
– Tendrías que hablar con él. Erais amigos y a él no se puede decir que le sobren.
– Como a la mayoría de la gente -respondí-. Y ya he intentado hablar con él, pero me ha juzgado y ha decidido que no cumplo los requisitos. Tu padre es un buen hombre, pero su definición de la bondad es muy restrictiva.
Ricky volvió y la conversación prácticamente se desvaneció. Les ofrecí mi cama para esa noche, pero cuando Ellen rechazó la invitación, en cierto modo me alegré: seguro que habría sido incapaz de volver a conciliar el sueño en mi habitación si me asaltaban visiones de Ricky follando allí. Decidieron pasar la noche en Portland en lugar de Augusta, con la intención de encaminarse directamente hacia los Grandes Bosques del Norte a la mañana siguiente. Les sugerí el hotel de St. John, y que dijeran que los enviaba yo. Por lo demás los dejé con lo suyo, sin estar muy seguro de querer saber qué era «lo suyo». Por alguna razón, imaginaba que Walter Cole tampoco querría saberlo.
Cuando se fueron, subí al coche y volví a Portland para ir al gimnasio del Bay Club en One City Center. Colocar tejas había sido ya todo un ejercicio, pero me proponía reducir los cúmulos de grasa que se adherían a mis costados como niños resueltos. Me pasé cuarenta y cinco minutos realizando intensos circuitos periféricos, alternando continuamente ejercicios para piernas y la mitad superior del cuerpo hasta tener el corazón acelerado y la camiseta empapada de sudor. Cuando terminé, me duché y observé los pequeños depósitos de grasa en el espejo para ver si habían disminuido. Tenía casi treinta y cinco años, las canas invadían mi cabello negro, y era ochenta y un kilos de inseguridad en un cuerpo de metro setenta y siete. Necesitaba poner mi vida en marcha… Eso, o una liposucción.
Cuando salí del Bay Club, las luces navideñas brillaban en los árboles del Puerto Antiguo, que, vistos desde esa distancia, parecían arder. Fui a pie hasta Exchange para recoger unos libros en Alien Scott's y luego seguí hasta el Java Joe's para tomar un café largo y leer los periódicos. Hojeé el Village Voice y averigüé las últimas opiniones de Dan Savage sobre el sexo con huevos o los juegos urinarios. Esa semana Dan hablaba con un tipo que afirmaba no ser homosexual; sencillamente le gustaba el sexo con hombres. Al parecer, Dan Savage no entendía la diferencia. La verdad es que yo tampoco. Intenté imaginar qué le habría dicho Ángel a aquel tipo y supuse que ni siquiera el Voice se atrevería a publicar sus palabras.
Había empezado a llover. El agua de la lluvia dejaba marcas en la ventana como cortes en el cristal, y caía sobre los jóvenes que iban a los bares del Puerto Antiguo. Contemplé la lluvia un rato y luego volví a concentrarme en el Voice. Mientras leía, percibí el movimiento de una silueta que se acercaba hacia mí y un olor apestoso. Un hormigueo de inquietud me recorrió la piel.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo una voz peculiar.
Alcé la vista y me sobresalté. Aquellos ojos risueños pero fríos me observaban de nuevo desde la cara blanda como masa para hacer pan con relucientes gotas de lluvia en la calva. Esta vez la mezcla de olores a sangre y colonia era más intensa, y me aparté un poco de la mesa.
– ¿Quiere encontrar a Dios? -prosiguió, con esa mirada de preocupación que dirigen los médicos a los fumadores cuando éstos empiezan a palparse los bolsillos en busca del paquete de tabaco en la sala de espera. En una de sus pálidas manos sostenía un arrugado panfleto bíblico con un burdo dibujo a pluma de un niño y su madre en una de las caras.
Tras un instante de desconcierto, lo miré con rostro inexpresivo. Por un momento pensé que quizá fuese un fanático religioso, pero si era así, las sectas empezaban a tocar fondo en su busca de prosélitos.
– Cuando Dios me quiera, sabrá dónde encontrarme -contesté, y seguí leyendo el Voice, con la vista fija en la página pero la atención puesta en el hombre que tenía enfrente.
– ¿Cómo sabe que yo no soy Dios y vengo a buscarlo ahora? -dijo, y se sentó delante.
Comprendí que debería haber mantenido la boca cerrada. Si era un predicador chiflado, dirigirle la palabra no hacía más que alentarlo. Esa clase de individuos actúa como monjes a quienes se exime durante un fin de semana del voto de silencio. Sólo que la religión no parecía el verdadero interés de aquel hombre, y tuve la impresión de que sus preguntas ocultaban un trasfondo que yo no acababa de entender.
– Siempre me lo había imaginado más alto -contesté.
– Se avecinan cambios -dijo el calvo. De pronto sus ojos miraron con una peculiar intensidad-. No habrá lugar para pecadores, divorciados, fornicadores, sodomitas, mujeres que no respetan a sus maridos.
– Creo que acaba de mencionar algunos de mis pasatiempos y de los de todos mis amigos -comenté mientras plegaba el periódico y tomaba, pesaroso, un último sorbo de café. Desde luego aquél no era mi día-. Si acabo en el mismo sitio que ellos, no tengo inconveniente.
Me observó con detenimiento, como una serpiente dispuesta a atacar a la menor opción.
– Ni habrá lugar para el hombre que se interponga entre otro hombre y su mujer, o su hija. -Sus palabras destilaban ahora una perceptible amenaza. Sonrió y le vi los dientes, pequeños y amarillos como los colmillos de un roedor-. Busco a alguien, señor Parker. Quizás usted pueda ayudarme a encontrarlo. -Se le tensaron los labios, obscenamente blandos y rojos, hasta el punto de que temí que reventasen y me salpicasen de sangre.
– ¿Quién es usted? -pregunté.
– Da igual quién sea.
Eché un vistazo al resto de la cafetería. El camarero de la barra miraba distraído a una chica sentada a la mesa de la ventana y no había nadie más en la parte trasera del local.
– Busco a Billy Purdue -continuó-. Tenía la esperanza de que usted supiese dónde encontrarlo.
– ¿Qué quiere de él?
– Tiene algo que es mío. Quiero recuperarlo.
– Perdone, pero no conozco a ningún Billy Purdue.
– Me parece que miente, señor Parker. -Aunque no alteró el tono ni el volumen de su voz, la amenaza de peligro subió un grado.
Me abrí la chaqueta para dejar a la vista la culata de la pistola.
– Caballero, creo que se equivoca de persona -dije-. Ahora voy a marcharme, y si se levanta antes de que me haya ido, usaré esta pistola en su cabeza. ¿Queda claro?
La sonrisa permaneció inmutable, pero se le apagó el brillo de los ojos.
– Clarísimo -respondió, y de nuevo percibí aquella vibración sibilante y horrísona en su voz-. He llegado a la conclusión de que usted no va a servirme de ayuda.
– Procure que no vuelva a verlo -advertí.
Asintió para sí.
– Ah, no me verá -repuso, y esta vez la amenaza era explícita.
Hasta que llegué a la puerta no aparté la vista de él, y estuve observándolo mientras se hacía con el panfleto y le prendía fuego con un Zippo metálico. No desvió la mirada de mi rostro un solo instante.
Recuperé el coche en el aparcamiento de Temple y fui a casa de Rita Ferris, pero las luces estaban apagadas y nadie contestó cuando llamé al portero electrónico. Luego salí de Portland en dirección a Scarborough Downs hasta cerca del cruce de Payne Road y Two Rod Road, donde vivía Ronald Straydeer. Aparqué junto a la caravana plateada de Billy Purdue y llamé a la puerta, pero reinaba el silencio y no se veía luz dentro. Ahuecando las manos ante el cristal, escruté el interior, pero parecía tan desordenado como antes. El coche de Billy se encontraba a la derecha de la caravana. El capó estaba frío.
Oí un ruido a mis espaldas y me di la vuelta, medio esperando ver aquella extraña cabeza surgir como una llaga blanca de la gabardina de color tostado. Sin embargo, sólo era Ronald Straydeer, vestido* con vaqueros negros, sandalias y una camiseta de los Sea Dogs, el cabello corto y oscuro oculto bajo una gorra de béisbol blanca adornada con una langosta roja. Empuñaba un AK-47.
– Pensaba que eras otra persona -dijo y miró su propia arma avergonzado.
– ¿Como quién? ¿El Vietcong?
Sabía que para Ronald su AK era sagrado, como para muchos hombres que habían servido en Vietnam. En una ocasión, Ronald me contó que durante la guerra su fusil reglamentario, el M1, se atascaba con las lluvias del sudeste asiático, y los soldados por regla general los sustituían por los AK-47 robados a los cadáveres del Vietcong. El arma de Ronald parecía lo bastante antigua para ser un recuerdo de la guerra, probablemente lo era.
Ronald se encogió de hombros.
– En todo caso, no está cargado.
– Busco a Billy. ¿Lo has visto?
Negó con la cabeza.
– Desde ayer no. No ha aparecido por aquí. -Parecía preocupado, como si deseara añadir algo más.
– ¿Ha venido alguien más a buscarlo?
– No lo sé. Es posible. Anoche me pareció ver a alguien mirar dentro de la caravana, pero a lo mejor me engañó la vista. No llevaba las gafas.
– Te estás haciendo viejo -comenté.
– Sí, quizá fuese un viejo el que vino -respondió Ronald, como si no me hubiese entendido bien.
– ¿Qué dices?
Pero Ronald ya había perdido interés en el asunto.
– ¿Te he hablado alguna vez de mi perro? -preguntó, y deduje que Ronald ya no podía facilitarme más información útil.
– Sí, Ronald -contesté, y me dirigí hacia el coche-. Quizá volvamos a hablar de él en otra ocasión.
– No hablas en serio, Charlie Parker -repuso, pero sonrió al decirlo.
– Tienes razón. -Le devolví la sonrisa-. No lo hago.
Aquella noche una fría lluvia cayó, igual que clavos, sobre mi casa recién techada. No hubo goteras, ni siquiera en las partes que había cubierto yo. Sentí una honda satisfacción mientras me invadía el sueño, acompañado por los ruidos del viento, que sacudía las ventanas y hacía crujir y asentarse las tablas de la casa. Durante muchos años me había quedado dormido al arrullo de esas tablas, del susurro de la voz de mi madre en la sala de estar, del rítmico golpeteo de la pipa de mi abuelo contra la barandilla del porche. En la barandilla se veía aún una mancha ocre de tabaco y madera quemada. La había dejado sin pintar, un gesto sentimental que me sorprendió.
No recuerdo por qué me desperté, pero una profunda inquietud había traspasado mi sueño en fase REM y me había devuelto a la realidad en la oscuridad de la noche. La lluvia había cesado y la casa parecía en calma, pero yo tenía erizado el vello de la nuca y mis percepciones se aguzaron de inmediato, pues la certeza instintiva de que se acercaba un peligro había disipado el embotamiento del sueño.
Me levanté con sigilo y me puse unos vaqueros. La Smith & Wesson estaba en su funda junto a la cama. Saqué el arma y retiré el seguro. La puerta de la habitación seguía parcialmente abierta, como yo la había dejado. La aparté un poco más sin que las bisagras bien engrasadas emitiesen el menor chirrido, y con sumo cuidado apoyé un pie en las tablas desnudas del pasillo.
Al pisar toqué algo blando y mojado y retiré el pie en el acto. El resplandor de la luna penetraba por las ventanas contiguas a la puerta delantera, bañando el pasillo de luz plateada. Iluminaba un viejo perchero, unos botes de pintura y una escalera de mano situados a mi derecha. Asimismo alumbraba unas pisadas de lodo que iban desde la puerta trasera hasta la sala de estar pasando por la cocina y frente a mi habitación. La marca de mi pie descalzo quedó impresa en la huella más cercana a la puerta.
Eché un vistazo a la sala de estar y el cuarto de baño antes de dirigirme a la cocina. El corazón me latía con fuerza en el pecho y mi aliento se empañaba en el aire frío de la noche. Conté mentalmente hasta tres y crucé con rapidez la puerta de la cocina, trazando arcos a uno y otro lado con el cañón de la pistola.
No había nadie, pero vi la puerta trasera entornada. Alguien -supuse que un hombre por el tamaño de las huellas de las botas-, tras forzar la cerradura, había atravesado la casa y me había observado mientras dormía. Recordé al grotesco calvo con quien me había encontrado el día anterior, y la idea de que pudiera haber estado mirándome desde la penumbra me revolvió el estómago. Abrí totalmente la puerta trasera y recorrí el jardín con la mirada. Dejé apagadas las luces de la cocina y el porche y me calcé un par de botas de trabajo que guardaba junto a la puerta. Salí y rodeé la casa. En el porche y en el barro cercano había huellas. Ante la ventana de mi habitación, allí donde el visitante se había detenido para observarme desde fuera, presentaban un ligero giro.
Volví a entrar en la casa. Saqué mi linterna y me puse un jersey. A continuación seguí el rastro por el barro hasta la carretera. Había poco tráfico y aún se veían las marcas de las botas en el asfalto. Inmóvil en medio de la carretera vacía, miré a izquierda y derecha y luego regresé a la casa.
Sólo cuando encendí la luz de la cocina me di cuenta de que había algo en la mesa del rincón. Lo agarré utilizando un paño de papel y le di la vuelta en la mano.
Era un pequeño payaso de madera. Componían el cuerpo unos aros pintados de vivos colores que podían extraerse desenroscando la sonriente cabeza. Sentado, lo contemplé durante un rato. Después lo introduje con cuidado en una bolsa de plástico y lo dejé junto al fregadero. Eché el cerrojo de la puerta trasera, comprobé todas las ventanas y volví a la cama.
A pesar de mi estado de agitación, debí de dormirme en algún momento, porque soñé. Soñé que veía moverse una silueta a través de la noche, negra contra las estrellas. Vi un árbol solitario en un claro y otras siluetas que se movían bajo él. Olía a sangre y a perfume dulzón y empalagoso. Unos dedos blancos y gruesos recorrían mi pecho desnudo.
Y vi cómo se apagaba una luz, y oí llorar a un niño en la oscuridad.
Cuando me levanté y me encaminé de nuevo a la cocina la primera luz gris del alba ya había aparecido en la ventana y vi que aquella noche había vuelto a helar. Contemplé la silueta del payaso en la bolsa, sus contornos ocultos, su nariz larga y roja recortándose bajo el plástico blanco, los colores vagamente visibles como un deslavazado espectro de sí mismo.
Me puse la ropa de deporte y salí hacia la Interestatal 1. Antes de marcharme me aseguré de que todas las puertas y ventanas estaban cerradas, cosa que normalmente no hacía. Doblé en Spring Street y me encaminé en dirección sur hacia el cruce de Mussey Road, con la fachada roja de obra vista y el campanario blanco de la primera iglesia baptista de Scarborough a mi izquierda y los almacenes 8 Corners justo enfrente. Continué por Spring hasta la 114 y seguí recto. La carretera estaba tranquila y sólo se oía el susurro de las ramas de los pinos. Pasé ante el instituto de Scarborough a la derecha, donde había estudiado cuando nos trasladamos a Maine y donde incluso había llegado a jugar unos cuantos partidos con los Redskins una primavera en que medio equipo contrajo la gripe. A mi izquierda, el aparcamiento del Shop n Save estaba en silencio, pero ya se veía tráfico en la descuidada área comercial de la Interestatal 1. Siempre había sido una zona desatendida: cuando se inició la reordenación urbana en la década de los ochenta, ya era tarde para salvarla. Pero quizás eso forme parte del carácter de la Interestatal 1, porque ofrece el mismo aspecto en todos los lugares donde he estado.
Cuando me mudé a Scarborough, sólo había unas galerías comerciales en el pueblo, las Orion Center. Incluía los grandes almacenes Mammoth Mart, que eran una especie de Woolworths, la tienda de alimentación Martin's, una lavandería y una licorería de esas que mi abuelo llamaba «Doctor Verde» en recuerdo de la época en que todas estaban pintadas del mismo color verde en cumplimiento de la normativa de la comisión estatal para la venta de alcohol.
En Doctor Verde comprábamos Old Swilwaukee y Pabst Blue Ribbon -por entonces la edad legal para el consumo de bebidas alcohólicas era aún dieciocho años, pero eso poco importaba- y nos los bebíamos en la parte más solitaria de Higgins Beach, cerca de la reserva ornitológica, donde los chorlitos melódicos marcan su territorio con un canto semejante al tañido de las campanas.
Recuerdo que durante el verano de 1982 traté de persuadir a Becky Berube de que se acostara allí en la arena conmigo. No lo conseguí, pero fue uno de esos veranos en que uno piensa que va a morir virgen. Ahora Becky Berube tiene cinco hijos, así que, cabe suponer, aprendió a acostarse poco después de aquello. Conducíamos automóviles de los años sesenta: Pontiacs descapotables, MGs, Thunderbirds, Chevy Impalas y Camaros con potentes motores V-8; en una ocasión incluso un Plymouth Barracuda descapotable. Durante las vacaciones trabajábamos en el Clam-Bake de Pine Point, o como camareros y friegaplatos en el Black Point Inn.
Me acuerdo de una pelea en las galerías Orion Center una calurosa noche de verano, cuando unos cuantos nos enfrentamos a unos chicos de Old Orchard Beach que habían viajado al norte por la Interestatal 1 buscando precisamente esa clase de peripecias. Aún torpe en mis reacciones por aquellas fechas, recibí un brutal puñetazo en la nariz, que me propinó un chico cuyo nombre ni siquiera llegué a conocer, alguien a quien no habíamos visto antes y nunca volvimos a ver, primo de alguien de Chicago. Recordaba su mirada ruin y poco inteligente, y que llevaba unos vaqueros blanqueados y una camiseta de Aerosmith bajo una cazadora de cuero negro.
Dirigió el puño hacia el puente de mi nariz con la certidumbre y la infalibilidad de una bola de demolición surcando el aire antes de golpear un edificio condenado, y el cartílago se torció con el impacto. Fue una fractura grave y yo me desplomé con la cara cubierta de sangre caliente. Alrededor continuó la reyerta, y alguien acabó hecho un ovillo en el suelo, donde siguió recibiendo patadas en el vientre y la cabeza, pero los hechos llegaban a mí borrosos a través de una bruma de dolor, miedo y náuseas. La pelea terminó con un intercambio final de golpes, amenazas y juramentos, pero yo seguí de rodillas en el suelo tapándome la nariz rota con las manos, cubiertas de lágrimas y sangre.
Anthony Hutchence, «Tony Hutch», que había practicado la lucha libre antes de estudiar en el instituto de Scarborough y volvería a practicarla cuando fuera a la universidad de Nueva Inglaterra, y que habría competido en los juegos olímpicos a no ser por una grave lesión, me apartó con cuidado las manos de la cara y ahuecó las suyas en torno a mis mejillas para examinarme con una objetiva profesionalidad nacida de su propia experiencia tanto dentro como fuera del cuadrilátero. Luego llamó a un par de compañeros y, ordenándoles que me sujetaran los brazos y la cabeza, me redujo la fractura de la nariz con los pulgares.
El dolor fue profundo, extremo. Un relámpago me traspasó la cabeza y lo vi todo primero blanco, luego brillante y por fin de un rojo intenso. Grité, pero no recuerdo siquiera lo que dije, sólo que el sonido no se parecía a ningún otro que hubiese escuchado antes. Después el punzante dolor remitió hasta convertirse en un malestar sordo, y Tony Hutch retrocedió, con sangre en los pulgares, y yo supe que sus huellas dactilares habían quedado claramente impresas en la piel de mi rostro.
Pero a partir de aquel momento el miedo a una fractura de nariz ya nunca sería el mismo. Conocía el dolor, y no sentía el menor deseo de experimentarlo de nuevo, pero mi actitud al respecto había cambiado: lo había resistido y volvería a resistirlo si fuera necesario. Sin embargo nunca se repitió esa misma conmoción, esa misma impotencia, ese mismo sufrimiento. Todo eso había quedado atrás, y yo me había fortalecido con ello. Cuando Jennifer y Susan murieron, me ocurrió algo parecido, pero esta vez mató algo dentro de mí; creo que en lugar de fortalecerme amputó una parte de mí para siempre.
Crucé la Interestatal 1 a la altura del restaurante italiano Amato's y continué por Old County Road a través de la marisma que se inundaba una vez al mes siguiendo las fases de la luna, y dejé atrás la iglesia católica de Maximilian Kolbe hasta llegar al cementerio. Mi abuelo estaba enterrado en la Quinta Avenida, un chiste que le gustaba compartir con mi abuela después de comprar aquella pequeña parcela de tierra. Ahora yacían juntos allí.
Mientras me tomaba un descanso, arranqué algunos hierbajos y pronuncié una breve oración por ellos.
Cuando regresé a casa, preparé café, me comí unas cuantas uvas y volví a pensar en lo ocurrido la noche anterior. Según el reloj de pared, eran casi las nueve cuando Ellis Howard llegó a mi puerta.
Ellis parecía un cúmulo de grasa vertida en un molde flexible de forma vagamente humana y dejada a reposar. Envuelto en un abrigo marrón de piel de borrego, el subjefe de la Brigada de Investigación del Departamento de Policía de Portland se apeó con cierta dificultad de su coche. En la policía de Portland, esa brigada se subdividía en varias secciones que se ocupaban de narcóticos y antivicio, delitos contra las personas, delitos contra la propiedad y administración, y Ellis estaba al frente de casi todo, con la colaboración de un teniente y cuatro sargentos, cada uno responsable de una sección. En total colaboraban veintidós agentes y cuatro técnicos periciales. Era una brigada reducida y eficiente.
Ellis rodó hacia el porche, como una bola de bolos que alguien hubiese envuelto en piel para protegerla de la escarcha. Daba la impresión de que ni siquiera era capaz de moverse a la mitad de la velocidad de una bola de bolos, o de correr para salvar su vida o la de otra persona; sin embargo, la misión de Ellis no era ir corriendo por ahí y, en todo caso, las apariencias engañan. Ellis observaba y pensaba, hacía preguntas y observaba y pensaba un poco más. A Ellis se le escapaban pocas cosas. Era la clase de hombre capaz de comer sopa con tenedor sin derramar una gota.
Su esposa era una mujer temible llamada Doreen, siempre con una capa de maquillaje tan gruesa que podrías grabarle tus iniciales en el rostro sin hacerle sangre. Cuando sonreía, cosa poco frecuente, era como si alguien hubiera arrancado un trozo de piel a una naranja. Ellis parecía tolerarla tal como los mártires toleraban el potro de tortura, pero yo sospechaba que en el fondo, muy en el fondo, no sentía mucho aprecio por ella.
En compensación, Ellis encontraba consuelo en el trabajo y las estadísticas de béisbol. Sin pestañear, podía decir cuál había sido el único partido en la historia de la primera división en que dos hombres se habían lanzado uno al otro la bola a lo largo de nueve mangas o más sin que ninguno acertase una sola vez con el bate -el 2 de mayo de 1917, cuando Fred Toney de los Reds y Hippo Vaughn de los Cubs realizaron nueve mangas hasta que Larry Kopf golpeó limpiamente la pelota en la décima y llegó a la base con una bolea de Jim Thorpe-, o los detalles de la actuación de Lou Gehrig en la ronda de cuatro partidos de la Serie Mundial de 1932: 3 home runs, 8 golpes dentro del rombo, una media de bateo de 0,529 y una marca de tiros largos de 1,118. Quizá Babe Ruth se llevó la prensa, pero era Lou Gehrig a quien Ellis recordaba. Lou tenía a su querida Eleanor; Ellis tenía a Doreen. Para Ellis, al parecer, eso lo resumía todo. Me aparté para dejarlo entrar en casa. No me quedaba más remedio.
– Tienes buen aspecto, Ellis -comenté-. La dieta a base de bollos te está dando buenos resultados.
– Veo que has conseguido que alguien te arregle el tejado -repuso-. Se nota que eres de ciudad, el único en todo el estado a quien se le ocurre tejar la casa en invierno. ¿Has trabajado tú también?
– A decir verdad, sí.
– Dios mío, ¿no sería más seguro que habláramos fuera?
– Muy gracioso -dije mientras él se sentaba pesadamente en la silla de la cocina-. Quizá debería preocuparte más la posibilidad de que el suelo se hunda bajo tu peso.
Le serví café. Tomó un sorbo y advertí en su rostro una repentina expresión de seriedad, casi tristeza.
– ¿Pasa algo?
Asintió con la cabeza.
– Y es grave. ¿Conoces a Billy Purdue?
Supuse que sabía de antemano la respuesta a esa pregunta.
Me acaricié con la yema del dedo la cicatriz de la mejilla, y al hacerlo noté los bordes de los puntos.
– Sí, lo conozco.
– He oído decir que tuviste un roce con él hace unos días. ¿Te habló de su ex esposa?
– ¿Por qué? -pregunté. No tenía intención de crearle problemas a Billy innecesariamente, pero albergaba ya un mal presentimiento en la boca del estómago.
– Porque esta mañana Rita y su hijo han aparecido muertos en su apartamento. No hay indicios de que se forzase la puerta y nadie oyó nada.
Exhalé un hondo suspiro y sentí una profunda punzada de dolor al recordar a Donald agarrándome el dedo y el contacto de la mano de su madre en mi mejilla. Una rabia candente contra Billy Purdue me recorrió el cuerpo cuando, por un instante y de manera instintiva, presupuse que era culpable. La sensación no se prolongó por mucho tiempo, pero la intensidad hizo mella en mí. Pensé: ¿Por qué no podía haberse quedado con ellos? ¿Por qué no había estado allí, a su lado? Quizá yo no tenía derecho a hacer esas preguntas; o quizá, considerando todo lo que había ocurrido en el último año, nadie tenía más derecho que yo.
– ¿Cómo fue?
Ellis se inclinó y se frotó las manos con un sonido suave y susurrante.
– Por lo que he oído, ella murió estrangulada. En cuanto al niño, no lo sé. No hay indicios claros de agresión sexual en ninguno de los casos.
– ¿No has estado en el apartamento?
– No. Se suponía que hoy era mi día libre, pero ahora voy camino de la oficina. El forense está en el lugar del crimen. Por desgracia justo ha coincidido con que se había ido a Portland para asistir a una boda.
Me puse en pie y me acerqué a la ventana. Fuera, el viento agitaba los árboles y dos carboneros de capucha negra volaban a gran altura.
– ¿Crees que Billy Purdue mató a su propio hijo y a su ex mujer? -pregunté.
– Es posible. No sería el primero en hacer algo así. Rita nos telefoneó hace tres noches para decirnos que Billy rondaba la casa y que estaba gritando, muy borracho, pidiéndole que lo dejara entrar. Enviamos un coche y lo encerramos para calmarle los ánimos un poco; luego le dijimos que no se acercara a ella o lo meteríamos en la cárcel. Quizá decidió que no iba a permitir que lo abandonara, al precio que fuese.
Moví la cabeza en un gesto de negación.
– Billy no haría una cosa así -aseguré, pero incluso al decirlo me asaltaron ciertas dudas. Recordé aquel brillo rojo en sus ojos, y que prácticamente me había asfixiado en la caravana, y la convicción de Rita de que haría cualquier cosa para impedir que lo apartara de su hijo.
Ellis seguía el hilo de mis pensamientos.
– Quizá sí, quizá no -dijo-. Tienes una buena cicatriz en la mejilla. ¿No vas a explicarme cómo te la hiciste?
– Fui a verlo a su caravana, quería sacarle parte del dinero para el mantenimiento del niño. Me amenazó con un bate de béisbol, traté de detenerlo y la situación se me fue un poco de las manos.
– ¿Te contrató ella para conseguir el dinero?
– Lo hice a modo de favor.
Ellis enarcó los labios.
– De favor -repitió, asintiendo con la cabeza-. Y mientras hacías ese… favor, ¿te contó él algo con respecto a su ex mujer? -Se advertía cierto tonillo en su voz.
– Dijo que quería cuidar de Rita, de los dos. Luego me preguntó si me acostaba con ella.
– ¿Qué le dijiste?
– Que no.
– Seguramente es la respuesta correcta en tales circunstancias. ¿Te acostabas con ella?
– No -respondí, y lo miré con severidad-. No, no me acostaba con ella. ¿Habéis encontrado ya a Billy?
– Ha desaparecido. No hay ni rastro de él en la caravana, y Ronald Straydeer no lo ha visto desde anteayer.
– Lo sé. Estuve allí anoche.
Ellis enarcó una ceja.
– ¿Quieres decirme por qué?
Le conté mis encuentros con el bicho raro de la cara pálida en el hotel y posteriormente en el Java Joe's. Ellis sacó su cuaderno y anotó la matrícula del Coupe de Ville.
– Consultaremos la base de datos y a ver qué aparece. ¿Hay algo más que deba saber?
Me acerqué al fregadero y le entregué la bolsa de plástico que contenía el payaso.
– Alguien entró en mi casa anoche mientras dormía. Echó un vistazo, me observó durante un rato y me dejó esto.
Abrí la bolsa y la coloqué en la mesa frente a Ellis. Sacó un guante de pruebas del bolsillo, metió la mano en la bolsa y tocó el payaso de juguete con delicadeza.
– Posiblemente descubrirás que es de Donald Purdue.
Ellis me miró.
– ¿Y dónde estuviste anoche?
– Por Dios, Ellis, no me preguntes eso. -Sentí cómo una intensa ira crecía en mi interior-. No lo insinúes siquiera.
– Cálmate, Bird. No llores si aún no hay motivo. Bien sabes que tengo que preguntártelo, y cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.
Esperó.
– La tarde la pasé aquí -contesté entre dientes-. Fui a Portland a última hora, estuve en el gimnasio, compré unos libros, tomé un café, me pasé por el apartamento de Rita…
– ¿A qué hora?
Pensé por un momento.
– A las ocho. A las ocho y media como mucho. No me contestó.
– ¿Y después?
– Fui a casa de Ronald Straydeer, volví aquí, leí y me acosté.
– ¿Cuándo encontraste el juguete?
– A eso de las tres. Quizá convenga que mandes a alguien para sacar moldes de las huellas de botas que hay alrededor de la casa. Gracias a la escarcha, las marcas se habrán conservado en el barro.
Asintió.
– Nos ocuparemos de ello. -Se levantó para marcharse, pero de pronto se detuvo-. Tenía que preguntártelo, ya lo sabes.
– Lo sé.
– Otra cosa: la presencia de esto en la casa -levantó la bolsa que contenía el payaso- implica que alguien te tiene en el punto de mira. Alguien ha establecido una relación entre Rita Ferris y tú, y me da la impresión de que sólo hay un candidato posible.
Billy Purdue. Aun así, aquello no encajaba, a menos que Billy hubiese decidido que debía culparme de los sucesos que habían provocado la muerte de su hijo; que, con mi actuación para ayudar a Rita, lo había obligado a obrar de aquella manera.
– Oye, déjame acompañarte por si veo algo que me llame la atención -dije por fin.
Ellis se apoyó contra el marco de la puerta.
– Me han llegado rumores de que solicitaste una licencia de detective privado en Augusta.
Era verdad. Aún me quedaba algo de dinero del seguro de vida de Susan y la venta de nuestra casa, y de algún que otro trabajo que había llevado a cabo en Nueva York, pero suponía que tarde o temprano tendría que ganarme la vida de alguna manera. Me habían ofrecido ya colaborar en el área de los «servicios de información sobre competencia entre empresas», un eufemismo para referirse a la lucha contra el espionaje industrial. Sonaba más interesante de lo que era: un representante comercial sospechoso de vender productos de un competidor incumpliendo un acuerdo de no competencia; sabotaje en la cadena de producción de una compañía de software de South Portland; y filtraciones sobre pujas en la subasta del proyecto de un nuevo complejo de viviendas protegidas en Augusta. Aún dudaba si aceptar o no alguno de estos encargos.
– Sí, me concedieron la licencia la semana pasada.
– Tú vales más que eso. Todos sabemos lo que hiciste, la gente a la que atrapaste. No nos vendría mal contar con alguien como tú.
– ¿A qué te refieres?
– A que, si la quieres, hay una placa esperándote. Pronto quedará una plaza libre en nuestra sección de DCP.
– ¿Contra la propiedad o contra las personas?
– No seas capullo.
– Hace un momento insinuabas que era sospechoso de un doble homicidio. Desde luego, Ellis, eres un hombre voluble.
Sonrió.
– ¿Y bien? ¿Qué me dices?
– Lo pensaré -respondí, asintiendo con la cabeza.
– Piénsalo -dijo-. Piénsalo.
Rita Ferris yacía boca abajo en el suelo de su apartamento, cerca del televisor. Los extremos enrollados de una cuerda le colgaban del cuello, y la punta de una oreja, visible entre los mechones enmarañados de pelo, presentaba un color azul. Tenía la falda remangada casi hasta la cintura, pero las medias y las bragas seguían en su sitio e intactas. Sentí lástima por ella, y algo más: una especie de afecto surgido de un fugaz sentimiento de intensa pérdida. Se me formó un nudo en el estómago y me escocieron los ojos, y noté en la cara, una vez más, su breve caricia, como si me hubiera marcado a fuego con su mano.
Y en aquella pequeña habitación, limpia y ordenada excepto por los juguetes y la ropa, los pañales y los prendedores, la belleza cotidiana del paulatino desarrollo de su hijo, me obligué a sentir los últimos momentos de vida de Rita. Sentí…
Veo: el confuso movimiento al caerle la soga sobre la cabeza, el repentino e instintivo gesto de las manos hacia la garganta para intentar introducir los dedos bajo la cuerda, la breve quemazón en las yemas al no conseguirlo y la cuerda que se estrecha alrededor del cuello.
La lenta asfixia que priva de vida al cuerpo supone una larga agonía. Es un forcejeo terrible y enconado contra el gradual e implacable aplastamiento de la garganta, la destrucción progresiva del cartílago cricoides y la definitiva sentencia de muerte cuando se fractura el frágil hueso hioides.
Siente pánico cuando el pulso se acelera. La presión sanguínea aumenta rápidamente mientras forcejea e intenta tomar aire. Trata de golpear con los pies el cuerpo situado detrás de ella, pero la otra persona se anticipa y aprieta más la cuerda. Se le congestiona la cara, su piel adquiere gradualmente una coloración azul a medida que avanza la cianosis. Los ojos se le salen de las órbitas, echa espuma por la boca y tiene la sensación de que la cabeza va a estallarle por la presión.
A continuación, su cuerpo se sacude en convulsiones y percibe el sabor de la sangre en la boca, la nota manar de la nariz y por encima de los labios. Ahora ya sabe que va a morir y realiza un último y desesperado esfuerzo por liberarse, por salvar a su hijo, pero el cuerpo ya no le responde, la mente se le oscurece y se huele a sí misma mientras la luz se apaga, mientras pierde el control de sus funciones corporales y piensa para sí: «Pero si siempre he sido tan decente…».
– ¿Ha terminado? -dijo una voz. Era el forense, el doctor Henry Vaughan, que hablaba con el fotógrafo de la policía.
Vaughan era un hombre canoso y erudito, filósofo a la vez que médico, y ocupaba el cargo de forense desde hacía veinte años. A ese puesto se accedía por nombramiento y tenía una duración de siete años, lo cual significaba que los gobernadores demócratas, los gobernadores republicanos y los gobernadores independientes habían nombrado, o renombrado, a Vaughan a lo largo de los años. Pronto se retiraría, y al hacerlo dejaría su trastero en Augusta lleno de botes viejos de salsa, mahonesa y cacahuetes, cada uno con una pequeña parte de los restos de alguien. La perspectiva no le disgustaba demasiado: según Ellis, deseaba «más tiempo para pensar».
El fotógrafo tomó una última fotografía del nudo y luego contestó con un gesto de asentimiento. Habían realizado ya los dibujos preliminares y tomado medidas. El técnico pericial responsable de la habitación había concluido su trabajo en torno a los cuerpos y se había dedicado después a la periferia del lugar del crimen. Un par de auxiliares médicos esperaban en un rincón con una camilla, pero se prepararon para intervenir en cuanto Vaughan habló.
– Vamos a darle la vuelta -dijo el forense.
Dos inspectores, ambos con guantes de plástico, se acercaron al cuerpo y, sin pisar la cinta adhesiva que la rodeaba, se colocaron uno junto a las piernas y el otro a la altura del torso mientras Vaughan sostenía la cabeza.
– ¿Listos? -dijo, y a continuación-: Vamos allá.
Dieron la vuelta al cuerpo con delicadeza pero diestramente, y oí a uno de los policías, un hombre musculoso y calvo de más de cuarenta años, musitar:
– Oh, Dios mío.
Rita tenía los ojos desorbitados y llenos de sangre donde los pequeños capilares habían reventado debido a la presión de la cuerda, las pupilas como soles oscuros en un cielo rojo. Tenía las yemas de los dedos azules y la nariz y la boca cubiertas de sangre y espuma seca.
Y los labios, esos labios que me habían besado tiernamente hacía apenas tres noches, que en otro tiempo fueron rojos y atractivos y ahora estaban fríos y azules («Di adiós»), los tenía cosidos con grueso hilo negro, los puntos entrecruzados de arriba abajo en forma de uves irregulares, con un tosco nudo en una comisura para que el hilo no se desprendiese por el agujero mientras se llevaba a cabo el cosido.
Me acerqué y sólo entonces vi al niño. Su cuerpo se hallaba oculto tras el sofá, pero al aproximarme quedaron a la vista primero sus pies pequeños y luego el resto del cuerpo, vestido con un pelele morado del dinosaurio Barney. Tenía sangre en la cabeza, sangre coagulada en el pelo rubio, y había sangre también en el ángulo del alféizar contra el que había impactado el cráneo.
Ellis estaba a mi lado.
– Tiene un moretón en la cara. Suponemos que el autor del asesinato le pegó, quizá porque lloraba, quizá porque se interpuso en su camino. Por la fuerza del golpe, fue a topar contra el alféizar de la ventana y se rompió el cráneo.
Negué con la cabeza al recordar cómo había arremetido el niño contra mí cuando toqué a su madre la otra noche.
– No -dije, y cerré los ojos con fuerza cuando ya no pude resistir el escozor. Me acordé de mi propia hija, perdida ya para siempre, y de los otros niños, cadáveres envueltos en plástico, cadáveres enterrados en un sótano húmedo de Queens, caras pequeñas en tarros, una pequeña legión de desaparecidos en la oscuridad, alejándose en fila, agarrados de la mano, hacia el olvido-. No, no se limitó a llorar. Intentaba salvarla.
Mientras colocaban los cuerpos en bolsas blancas para trasladarlos a Augusta a fin de realizar las autopsias, recorrí el apartamento. Sólo había una habitación, aunque era ancha y alargada y tenía una cama de matrimonio y otra más pequeña con barandillas replegables para Donald. Contenía una cómoda de pino y un armario a juego, así como una caja llena a rebosar de juguetes al lado de una pequeña estantería con cuentos infantiles. En un rincón, junto a un cajón abierto, un técnico espolvoreaba en busca de huellas.
Y al contemplar la ropa apilada en orden en los estantes y los juguetes guardados en la caja, se avivó en mí un recuerdo que me traspasó el corazón. Hacía menos de un año, en nuestra pequeña casa de Hobart Street en Brooklyn, me pasé toda una noche examinando los efectos personales de mi esposa y de mi hija fallecidas, seleccionando, desechando, oliendo los rastros de las dos adheridos a la ropa como fantasmas. Mi Susan y mi Jennifer: su sangre seguía aún en las paredes de la cocina y había marcas de tiza en el suelo donde estuvieron las sillas, las sillas a las que las habían atado y en las que habían sido mutiladas mientras el marido y el padre que debería haberlas protegido empinaba el codo en un bar.
Y el tiempo que pasé en la habitación de Rita pensé: ¿Quién se ocupará de la ropa y la ordenará? ¿Quién palpará el algodón de su blusa, acariciándolo con los dedos hasta que sus huellas queden en la tela como un sello? ¿Quién tomará entre las manos su ropa interior, sus sujetadores de color rosa sin aros (porque sus pechos eran muy pequeños), y los sostendrá con cuidado, recordando, antes de guardarlos para siempre, cómo desprendía los cierres con una sola mano, cómo se deslizaban los tirantes por su propio peso y caían las copas suavemente?
¿Quién alcanzará su barra de labios y deslizará el dedo por el contorno, sabiendo que también ése fue un objeto que ella había tocado, que sólo sus labios habían tocado y que nadie más volvería a tocar?
¿Quién verá las pequeñas huellas de sus dedos en el colorete, o desenredará cuidadosamente cada cabello de su cepillo como si al hacerlo pudiera empezar a reconstruirla de nuevo, trozo a trozo, átomo a átomo?
¿Y quién recogerá los juguetes del niño? ¿Quién hará girar las ruedas de un vistoso camión de plástico? ¿Quién palpará esa nariz chata, los ojos de cristal vidrioso, la trompa en alto de un elefante blanco? ¿Y quién guardará esas pequeñas prendas, esos diminutos zapatos cuyos cordones aún no habían aprendido a atar los infantiles dedos?
¿Quién hará todo eso, esos insignificantes servicios por los muertos, esos actos de evocación más poderosos a su manera que la conmemoración más elaborada? Al despedirse uno de lo que en otro tiempo les perteneció pasan a estar, por un momento, intensa e íntimamente presentes, ya que el fantasma de un niño sigue siendo, pese a todo, un niño, y el recuerdo del amor aún es, incluso al cabo de décadas, amor.
De pie frente al apartamento bajo el frío sol invernal, observé cómo retiraban los cadáveres. Según Vaughan, no llevaban muertos más de diez horas, posiblemente menos; la hora exacta de la muerte tardaría aún en determinarse por varias razones, entre ellas el frío en aquel apartamento viejo y mal aislado y las características de la muerte de Rita Ferris. El rigor mortis había aparecido en los pequeños músculos de los párpados, la mandíbula y el cuello y se había extendido gradualmente a los demás músculos de los dos cuerpos, aunque en el caso de Rita Ferris el proceso se había acelerado a causa de los forcejeos previos a la muerte.
El rigor mortis se produce como consecuencia de la desaparición de la fuente de energía necesaria para la contracción muscular, llamada trifosfato de adenosina o TFA. Normalmente el TFA se disipa por completo cuatro horas después de la muerte y deja rígidos los músculos hasta que se inicia la descomposición. Pero si la víctima forcejea antes de morir, la energía procedente del TFA se agota durante el forcejeo y el rigor mortis se propaga con mayor rapidez. Eso debería tenerse en cuenta en el caso de Rita, y por tanto Vaughan suponía que Donald Ferris proporcionaría una estimación más precisa de la hora de la muerte.
Se observaba lividez cadavérica en la parte inferior de ambos cuerpos, donde la fuerza de la gravedad había atraído la sangre, fenómeno que por lo general se produce entre seis y ocho horas después de la muerte; y al presionar en la zona de lividez ésta no se ponía blanca ni cambiaba de tono, puesto que la sangre ya se había coagulado, lo cual significaba que, como mínimo, llevaban muertos cinco horas. Así pues, la franja establecida para la hora de la muerte era sin duda superior a las cinco horas pero con toda seguridad no excedía las ocho o las diez horas. No se apreciaba lividez estática en la espalda de ninguno de los dos cadáveres, y de ahí se desprendía que no los habían movido después de la muerte. Aún vivían cuando yo intenté localizar a Rita la noche anterior. Quizás había ido de compras o de visita. Si la hubiera encontrado, ¿podría haberla prevenido? ¿Podría haberla salvado, haberlos salvado a los dos?
Ellis se acercó a mí, que me había apartado de la muchedumbre de mirones.
– ¿Has visto algo que te llame la atención? -preguntó.
– No -contesté-. Todavía no.
– Si se te ocurre algo, infórmanos, ¿de acuerdo?
Pero hubo otra cosa que captó mi atención al instante. Dos hombres de paisano acreditaron su identidad ante el policía que mantenía a raya a la gente y entraron en el edificio. No necesitaba ver los carnets de sus carteras para saber qué eran.
– Federales -dije.
Los seguía una figura más alta de cabello negro azabache que vestía un traje azul de corte clásico.
– Los agentes especiales Samson y Doyle -informó Ellis-. Y el policía canadiense Eldritch. Ya han estado aquí antes. Supongo que no se fían de nosotros.
Me volví hacia él.
– ¿Hay algo aquí que yo no sepa?
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa para pruebas de plástico transparente. Contenía cuatro billetes de cien dólares, todavía nuevos excepto por un único pliegue central en cada uno.
– Negociemos -propuso Ellis-. ¿Sabes algo de esto?
Era imposible eludir la pregunta.
– Parecen los billetes que Billy Purdue me entregó para Rita como parte del pago para el mantenimiento del niño.
– Gracias -dijo, y se dispuso a marcharse.
Noté que estaba enfadado conmigo, pero no sabía bien por qué.
Alargué la mano y lo agarré por la parte superior del brazo. No pareció gustarle, pero me dio igual. Mi gesto atrajo la atención de dos policías de uniforme, pero Ellis les indicó que se mantuvieran al margen.
– No abuses de mi buen talante, Bird -advirtió, y le echó un vistazo a la mano con que le sujetaba el brazo-. ¿Por qué no me dijiste que te había dado el dinero?
No lo solté.
– Me debes algo -dije-. Antes no tenía forma de saber que el dinero era importante.
– Sólo te estaba poniendo a prueba, supongo -respondió con expresión ceñuda-. ¿Y ahora quieres soltarme el brazo? Se me están durmiendo los dedos.
Retiré la mano y él se frotó el brazo suavemente.
– Veo que sigues yendo al gimnasio. -Eché un vistazo al bloque de apartamentos, pero los federales y el policía canadiense continuaban dentro.
– ¿Te enteraste de aquel asunto en Prouts Neck hace un par de noches? -preguntó.
– Sí, lo vi en las noticias. Un federal americano de origen irlandés, tres italianos y cuatro camboyanos. Una matanza indiscriminada. ¿Por qué me lo preguntas?
– Intervino una persona más. Se llevó por delante a Paulie Block y a Jimmy Fribb con una escopeta de repetición, y no fue eso lo único que se llevó.
– Explícate.
– En el cabo se estaba produciendo un trueque: dinero a cambio de otra cosa. Los federales recibieron un soplo cuando Paulie Block y Chester Nash aparecieron en Portland. Suponen que se trataba de un rescate por alguien que ya estaba muerto. Ayer los hombres de la oficina del sheriff del condado de Norkfolk de Massachusetts desenterraron un cadáver cerca del Larz Andersson Park, una súbdita canadiense llamada Thani Pho. La descubrió un perro.
– Déjame adivinar -le interrumpí-. Thani Pho era de extracción camboyana.
Ellis asintió.
– Por lo visto, era estudiante de primer curso en Harvard; encontraron su bolso al lado. Según los resultados de la autopsia, la violaron y luego la enterraron viva. Tenía tierra en la garganta. En opinión de los federales y ese tal Eldritch, los hombres de Tony Celli secuestraron a la chica, engañaron a los camboyanos y luego se los cargaron ante las mismísimas narices de los federales. La investigación se ha centrado en Boston. A pesar del espectáculo en el cabo, los federales han concentrado toda su atención en Tony Celli. Esos dos agentes están atando precisamente los cabos sueltos.
– ¿Quién pagó el rescate?
Ellis se encogió de hombros.
– En ese punto cerró sus puertas el Departamento de Información Gratuita del FBI, pero hay sospechas de que existe relación entre el trueque y el asesinato de Thani Pho, y si interviene el tal Eldritch, es muy posible que haya por medio intereses canadienses. Estos billetes procedían de un banco de Toronto, y también los billetes que cayeron del maletín con el dinero del rescate en el cabo. El problema es que el resto del dinero ha desaparecido, y ahí entra en juego esa otra persona de la que te hablaba.
– ¿Cuánto?
– Según dicen, dos millones.
Me pasé las manos por el pelo y me masajeé los músculos de la nuca. Billy Purdue: ese tipo era como una bala perdida infernal que rebotaría de una persona a otra y destruiría vidas hasta que se le agotase la energía o lo detuviese algo. Si lo que decía Ellis era cierto, Billy se había enterado de algún modo del pacto de Tony Celli en el cabo, quizás incluso había participado en algún momento, y había decidido sacar tajada, quizá con la esperanza de recuperar a su ex mujer y a su hijo e iniciar una nueva vida en algún sitio, algún lugar donde poder dejar atrás el pasado.
– ¿Aún crees que Billy mató a Rita y a su propio hijo? -pregunté en voz baja.
– Posiblemente -contestó Ellis con un gesto de indiferencia-. No veo a nadie más en perspectiva.
– ¿Y le cosió la boca con hilo negro?
– No lo sé. Si estaba tan loco como para enemistarse con Tony Celli, también podía estarlo como para coser la boca a su ex mujer.
Pero me constaba que Ellis no lo creía. El dinero lo cambiaba todo. Había personas capaces de causar muchísimo daño por echarle el guante a una cantidad así, Tony Celli era una de ellas, sobre todo si, como era probable, consideraba que el dinero era suyo. Sin embargo, los destrozos en la boca de Rita no concordaban. Ni el hecho de que no la hubieran torturado. Su asesino no la mató mientras trataba de sonsacarle algo. La mató porque alguien la quería muerta, y tenía la boca cosida porque esa misma persona quería transmitir un mensaje a quien la encontrase.
Dos millones de dólares: semejante cantidad iba a desencadenar una avalancha de problemas, y detrás estarían Tony Celli y, quizá, la gente a quien él había intentado engañar. Era un verdadero lío. Por entonces yo aún no lo sabía, pero el dinero había atraído también a otras personas, a individuos deseosos de asegurárselo para sus propios fines, a quienes no preocupaba tener que matar para conseguirlo.
Pero Billy Purdue, con sus actos, había atraído a alguien más, a alguien a quien no le importaban ni el dinero, ni la mafia de Boston, ni un niño muerto ni una mujer joven que pretendía rehacer su vida. Había vuelto para reclamar algo que creía suyo, y para vengarse de todos aquellos que lo habían mantenido alejado de lo que le pertenecía, y que Dios auxiliase a cuantos se interpusieran en su camino.
El invierno había llegado aullando desde el norte, y ese individuo había llegado con él.
Cuando Ellis se marchó, permanecí allí inmóvil durante un rato, planteándome si dejar o no a la policía que hiciera su trabajo. En lugar de irme sin más, volví a entrar en el edificio y subí a la tercera planta. La puerta del apartamento cinco estaba recién pintada de un amarillo intenso y alegre, y pequeñas manchas de pintura salpicaban el número de latón. Llamé suavemente con los nudillos y la puerta se abrió tanto como permitía la cadena. En el hueco apareció una cara pequeña y oscura más o menos a un metro veinte del suelo, tenía el rostro enmarcado por rizos negros y los ojos grandes e inquisitivos.
– Apártate de ahí, hija -dijo una voz, y enseguida una figura más alta y de piel más oscura llenó el hueco.
Percibí el parecido entre los dos rostros casi al instante.
– ¿Señora Mims? -pregunté.
– Señorita Mims -corrigió-. Y acabo de hablar con un agente de policía no hace ni veinte minutos.
– No soy policía, señora. -Le enseñé mi documentación. Ella la examinó detenidamente sin tocarla, y su hija, de puntillas, la imitó. A continuación, volvió a mirarme a la cara-. Le recuerdo. Usted estuvo aquí hace un par de noches.
– Así es. Conocía a Rita. ¿Puedo entrar un momento?
Se mordisqueó el labio inferior. Por fin asintió y cerró la puerta. Oí que retiraba la cadena y al cabo de un momento abrió de par en par, dejando a la vista una habitación luminosa de techo alto. El sofá, azul y adornado con tapetes amarillos, descansaba directamente sobre el suelo barnizado, sin alfombras. A ambos lados de una chimenea de mármol vieja y manchada se alzaban dos estanterías repletas de libros encuadernados en rústica, y junto a la ventana, al lado de un combo televisor y vídeo, había un aparato estéreo portátil. La habitación olía a flores y, a la derecha, daba a un pasillo corto que cabía suponer conducía al dormitorio y al cuarto de baño, y a la izquierda, a una cocina pequeña y limpia. Las paredes estaban recién pintadas de amarillo pálido, de modo que la habitación parecía bañada por el sol.
– Tiene una casa agradable -comenté-. ¿Ha hecho todo esto usted sola?
La mujer asintió con la cabeza, orgullosa a su pesar.
– Yo la ayudé -saltó la niña. Tenía ocho o nueve años y ya se veía en ella el germen de una belleza que al final eclipsaría la de su madre.
– Tendrás que empezar a ofrecer tus servicios -dije a la niña-. Sé de gente que pagaría un montón por un trabajo de esta calidad. Incluido yo.
La pequeña rió tímidamente y su madre tendió la mano y la abrazó con ternura.
– Hija, ahora vete a jugar un rato mientras hablo con el señor Parker.
La niña obedeció. Al salir al pasillo, lanzó una mirada fugaz e inquieta por encima del hombro. Le sonreí para tranquilizarla, y ella me devolvió la sonrisa.
– Es una niña preciosa -comenté.
– Ha salido a su padre -contestó con marcado tono sarcástico.
– Lo dudo. ¿Anda por aquí?
– No. Era un hijo de puta y no servía para nada, así que lo eché a patadas. Lo último que supe de él es que se había convertido en una carga para la economía de Nueva Jersey.
– El mejor sitio para él.
– Ahí le doy la razón. ¿Quiere un café? ¿Un té?
– Un café no me vendría mal -contesté. En realidad no me apetecía, pero supuse que distendería un tanto la situación. La señorita Sims parecía una mujer de armas tomar. Si decidía no cooperar, una quilla de acero no bastaría para romper el hielo.
Al cabo de unos minutos salió de la cocina con dos tazas, las colocó cuidadosamente sobre unos posavasos en una mesita de pino y volvió a la cocina a por la leche y el azúcar. Cuando regresó, nos sentamos. Le temblaba la mano con que sostenía la taza. Advirtió que la miraba y levantó también la mano izquierda para sujetar la taza con firmeza.
– No es fácil -comenté-. Cuando ocurre una cosa así, tiene el mismo efecto que una piedra en una piscina. Con las ondas, todo se agita.
Ella asintió.
– Ruth me ha estado preguntando. No le he dicho que han muerto. Aún no sé cómo voy a explicárselo.
– ¿Conocía bien a Rita?
– La conocía un poco. La conocía más por lo que se contaba de ella. Había oído hablar de su marido, y sabía que casi los mató en un incendio. -Hizo una pausa-. ¿Cree usted que esto lo ha hecho él?
– No lo sé. Según he oído, había rondado por aquí últimamente.
– Yo lo vi vigilar la casa una o dos veces. Se lo dije a Rita, pero ella sólo avisó a la policía la última vez, cuando él se emborrachó como una cuba. El resto del tiempo, por lo visto, prefería dejarlo en paz. Me parece que lo compadecía.
– ¿Estaba usted aquí anoche?
Ella asintió y guardó silencio por un instante.
– Me acosté temprano… Cosas de mujeres, ya sabe. Me tomé dos Tylenol y un trago de whisky, y no me he despertado hasta esta mañana. Al bajar, he visto abierta la puerta del apartamento de Rita, he entrado y me los he encontrado. No he podido evitar pensar que si no hubiera tomado las pastillas, si no hubiera bebido…
Tragó saliva ruidosamente y se esforzó por contener las lágrimas. Desvié la mirada por un momento y, cuando me volví de nuevo hacia ella, parecía haber recobrado la compostura.
– ¿Sabe si había algo o alguien que la inquietase? -proseguí.
De nuevo se produjo un silencio, pero éste fue muy elocuente. Aguardé, pero ella continuó en silencio.
– Señorita Sims… -empecé.
– Lucy-corrigió.
– Lucy -susurré-. Ya nada de lo que digas puede perjudicar a Rita. Si sabes algo que pueda servir para encontrar al culpable de esto, cuéntamelo, por favor.
Tomó un sorbo de café.
– Andaba mal de dinero. Yo lo sabía, porque me lo dijo ella misma. Una mujer la ayudaba, pero Rita no tenía bastante con eso. Yo le ofrecí dinero alguna vez, pero nunca lo aceptó. Me dijo que había encontrado una manera de ganarse unos dólares extra.
– ¿Te dijo cómo?
– No, pero yo le cuidé a Donnie mientras estaba fuera. Fueron tres veces, y siempre me avisaba poco antes. La tercera vez, cuando volvió, noté que había llorado. Parecía asustada, pero no me contó qué le había pasado. Sólo me dijo que no sería necesario que volviese a cuidarle a Donnie, que aquel trabajo no le había salido bien.
– ¿Le has contado eso a la policía?
Negó con la cabeza.
– No sé por qué no lo he dicho. Es sólo que… era una buena persona, ¿entiendes? Simplemente hacía lo que tenía que hacer para llegar a fin de mes. Y si se lo hubiera contado a la policía, se habría convertido en otra cosa, en algo sucio.
– ¿Sabes para quién trabajaba?
Se levantó y salió al pasillo. Oí sus pisadas en el suelo desnudo mientras se alejaba. Cuando apareció de nuevo, llevaba una hoja de papel entre las manos.
– Me dijo que si tenía algún problema con Donnie o con Billy, o si ella no volvía a tiempo, llamara a este número y hablara con este hombre.
Me entregó la hoja. En ella, escritos con la letra pulcra y apretada de Rita Ferris, había un número de teléfono y el nombre de Lester Biggs.
– Lucy, ¿cuándo notaste que había llorado?
– Hace cinco días -contestó ella.
Eso significaba que me había telefoneado el día después en busca de ayuda y dinero para marcharse de Portland.
– ¿Puedo quedarme esto? -pregunté con la hoja en alto.
Ella asintió y me la guardé en la cartera.
– ¿Sabes quién es ese hombre? -preguntó ella.
– Controla un servicio de acompañantes en South Portland -contesté. No tenía sentido suavizarlo. Lucy Sims ya había adivinado la verdad. Por primera vez las lágrimas brillaron en sus ojos; una quedó suspendida de sus pestañas y al cabo de un momento resbalo lentamente por su mejilla. Su hija apareció en el pasillo y corrió hasta su madre para abrazarla con fuerza. Me miró, pero no con expresión acusadora. Sabía que, fuese lo que fuese lo que había ocurrido, yo no tenía la culpa de que su madre estuviese llorando.
Saqué una tarjeta de la cartera y se la entregué a Lucy.
– Telefonéame si te acuerdas de algo más, o simplemente si te apetece hablar. O si necesitas ayuda.
– No necesito ayuda, señor Parker -respondió. En su voz oí el eco del puntapié que mandó a alguien a Nueva Jersey.
– Supongo que no -dije, y abrí la puerta-. Y la mayoría de la gente me llama Bird.
Cuando salí, cruzó la habitación para cerrar la puerta, con su hija abrazada aún a ella.
– Encontrarás al hombre que ha hecho esto, ¿verdad? -preguntó.
Unas nubes pasajeras ocultaron parcialmente el sol invernal, y una sombra empezó a moverse en las paredes detrás de ella. Por un instante la sombra pareció adoptar forma humana, la forma de una mujer joven que atravesaba la habitación, y tuve que sacudir la cabeza para hacerla desaparecer. La imagen permaneció por un segundo; luego, al despejarse el cielo, se desvaneció.
Asentí con la cabeza.
– Sí, lo encontraré.
Lester Biggs controlaba su negocio desde una oficina de Broadway situada encima de una peluquería. Llamé al portero electrónico, y al cabo de unos treinta segundos contestó una voz masculina.
– Vengo a ver a Lester Biggs -dije por el interfono.
– ¿Para qué necesita al señor Biggs? -fue la respuesta.
– Por Rita Ferris. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.
No ocurrió nada. Me disponía a llamar otra vez cuando oí el zumbido de la puerta. La abrí de un empujón y me encontré ante una estrecha escalera con moqueta verde descolorida y una ventana pequeña y mugrienta en el descansillo. Subí dos tramos hasta llegar a una puerta abierta que daba a un despacho con vistas a la calle. Cubría el suelo la misma moqueta verde, y había un escritorio con un teléfono, dos sillas de madera sin cojines y un montón de revistas porno en el suelo, junto a pilas de vídeos del mismo género. Contra la pared había tres archivadores. Frente a éstos, bajo las dos grandes ventanas que daban a Broadway, vi una selección de aparatos eléctricos metidos en cajas: hornos microondas, secadores de pelo, electrodomésticos de cocina, estéreos, incluso algún ordenador, aunque ninguno de marcas que yo conociera. Los rótulos de las cajas parecían escritos en cirílico: muy propio de Lester Biggs dedicarse a la compraventa de ordenadores rusos.
Detrás del escritorio, en una butaca de piel, estaba sentado Lester en persona; y a su derecha, en una de las sillas, un hombre con barba, un vientre enorme y bíceps del tamaño de melones. Las nalgas le colgaban por los bordes de la silla como globos llenos de agua.
Lester Biggs era esbelto y ofrecía un aspecto más o menos elegante, si por elegancia se entiende la de un pinchadiscos en la boda de su cuñada. Aparentaba unos cuarenta años y vestía un barato traje a rayas de tres botones, una camisa blanca y una fina corbata rosa. Llevaba el pelo corto en la parte de arriba y largo, con bucles de permanente, por detrás. En la cara lucía un moreno de salón de bronceado y tenía los párpados un tanto caídos, como si la hubieran sorprendido entre el sueño y la vigilia. En la mano derecha sostenía un bolígrafo, con el que, cuando entré, golpeteaba la superficie del escritorio haciendo tintinear su pulsera de oro.
Por lo que se contaba, Biggs no era un mal hombre para lo que corría en su profesión. Empezó con una tienda de aparatos electrónicos usados, había prosperado rápidamente al pasar a la compraventa de artículos robados, y al final comenzó a abarcar otras áreas. El servicio de acompañantes era una de las últimas incorporaciones, en marcha desde hacía seis o siete meses quizá. Por lo que había oído decir, recibía las llamadas, se ponía en contacto con la chica, proporcionaba un coche para llevarla a la dirección acordada y a un tipo -a veces Jim, el hombre corpulento que en ese momento estaba sentado junto a él- para asegurarse de que todo transcurría sin contratiempos. Por eso se quedaba con el cincuenta por ciento. No es que estuviese en una absoluta bancarrota moral, sino sólo en números rojos.
– El famoso detective del pueblo -comentó-. Bienvenido. Toma asiento.
Señaló con el bolígrafo la silla de madera desocupada. Me senté. El respaldo crujió un poco y empezó a ceder, así que me eché hacia delante.
– El negocio prospera, veo.
Biggs hizo un gesto de indiferencia.
– No me va mal. En mi actividad, no sale a cuenta llamar la atención.
– ¿Y esa actividad es…?
– Compro y vendo cosas.
– ¿Personas, por ejemplo?
– Proporciono un servicio. No obligo a nadie a hacer lo que hace. Excepto Jim, aquí presente, nadie trabaja para mí. Trabajan por su cuenta. Yo sólo actúo como mediador.
– Cuéntame en qué consistió tu mediación con Rita Ferris.
Biggs no contestó. Se limitó a revolverse en la butaca para mirar por la ventana, y por fin dijo:
– Ya me he enterado. Lo siento. Era una mujer encantadora.
– Exacto, lo era. Quiero averiguar si su muerte guarda relación alguna con lo que hacía para ti.
Dio un ligero respingo.
– ¿Y qué interés tienes tú en esto?
– Simplemente lo tengo. También tú deberías tenerlo.
Cruzó una mirada con Jim, que se encogió de hombros.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.
– Seguí el rastro del pomo barato.
Biggs sonrió.
– Algunos hombres necesitan ciertos extras para calentarse. Hay gente muy retorcida, y yo doy gracias a Dios diariamente por su existencia.
– ¿Conoció Rita Ferris a alguna de esas personas retorcidas?
Biggs se retrepó en la butaca hasta que el respaldo quedó apoyado contra la pared y me escrutó en silencio.
– Dímelo a mí, o díselo a la policía -advertí-. Estoy seguro de que las brigadas de narcóticos y antivicio charlarían encantadas contigo sobre el carácter de tu mediación.
– ¿Qué quieres saber?
– Háblame del lunes por la noche.
Cruzó otra mirada con Jim y finalmente pareció resignarse a hablar.
– Recibimos una llamada inesperada, sólo eso. Telefoneó un tipo desde el Radisson, el hotel de High Street; quería una chica. Le pregunté si tenía alguna preferencia, y me contestó que la quería baja, rubia, de tetas pequeñas y buen culo. Dijo que le gustaban así. Y ésa era la descripción de Rita tal cual. La llamé, le ofrecí el trabajo y aceptó. Para ella era sólo la tercera vez, pero estaba muy interesada en ganarse un dinero. Pasta por polvo. -Esbozó una sonrisa vacua-. En fin, Jim fue a recogerla, la acompañó, aparcó el coche y esperó en el vestíbulo mientras ella subía a la habitación.
– ¿Qué habitación?
– La novecientos veintisiete. El caso es que Rita baja a los diez minutos, entra corriendo en el vestíbulo, va derecha a Jim y le dice que quiere volver a casa. Jim la lleva a un rincón para intentar calmarla y averiguar qué ha pasado. Según parece, cuando llegó a la habitación, abrió un viejo y la hizo pasar. Rita contó que iba vestido de una manera rara… -Miró a Jim en busca de confirmación.
– Era viejo -corroboró Jim-. Vestía a la antigua, como si el traje fuera de hace treinta o cuarenta años. Olía a naftalina, dijo Rita.
Por primera vez, Biggs pareció inquieto.
– Según ella, todo era muy extraño. En la habitación no había ropa, ni maletas ni bolsas, nada aparte del viejo con su traje viejo. Y a ella le entró miedo. No sabía por qué, pero aquel viejo la asustó.
– Olía mal -añadió Jim-. Eso me dijo Rita. No mal como los huevos o el pescado podridos, sino mal como si ese hombre tuviese dentro algo podrido, como… Si la maldad tuviese olor, olería así. -Dio la impresión de que lo incomodaban sus propias palabras y empezó a examinarse los dedos.
– Entonces el viejo le pone la mano en el hombro -prosiguió Lester-, y ella quiere salir de allí a toda prisa. Lo empuja, y el viejo se cae en la cama. Rita va a la puerta, pero él la ha cerrado con llave y ella pierde un momento intentando abrirla. Cuando lo consigue, tiene ya al viejo detrás y empieza a gritar. Él le tira del vestido, trata de taparle la boca, y ella le pega otra vez, en la cabeza. Antes de que el viejo se recupere, Rita ya ha abierto la puerta y echa a correr por el pasillo. Oye detrás sus pasos, rápidos y cada vez más cerca. De pronto Rita dobla el recodo y encuentra a un grupo de gente entrando en el ascensor. Llega hasta ellos un segundo antes de cerrarse las puertas y mete el pie en el hueco. La puerta se abre y Rita entra. No ve señales del viejo, pero aún lo huele, y sabe que no anda lejos. Tuvo suerte, supongo. En el Radisson, a ese lado del edificio, hay sólo un ascensor en funcionamiento. Si se le hubiese escapado, el viejo la habría alcanzado, eso desde luego. El ascensor la llevó hasta el vestíbulo, y hasta Jim.
Jim seguía mirándose las manos. Las tenía grandes y surcadas de venas gruesas, con cicatrices en los nudillos. Quizá se preguntaba si Rita Ferris continuaría viva en caso de que él hubiese tenido ocasión de utilizarlos con el viejo.
– Le dije que esperase en el vestíbulo, al lado de la recepción -explicó, retomando la historia-, y subí a la habitación, pero la puerta estaba abierta y dentro no encontré a nadie. Como Rita había dicho, no había maletas, nada. Así que volví a la recepción, les dije que había quedado con un amigo alojado allí, en la habitación novecientos veintisiete. -Apretó los labios y se recorrió una de las cicatrices que tenía en los nudillos con una uña larga-. No les constaba ningún huésped en la habitación novecientos veintisiete -agregó por fin-. La habitación no estaba ocupada. El viejo debía de haber engañado a alguien del personal para entrar. Llevé a Rita al bar, le pedí un coñac y esperé a que se calmase antes de acompañarla a casa. Eso fue todo.
– ¿Se te ocurre alguna manera de informar a la policía acerca de ese individuo?
Biggs negó con la cabeza.
– ¿Cómo voy a hacerlo?
– Tienes un teléfono.
– Tengo un negocio -repuso.
«No por mucho tiempo», pensé. Aunque adoptase cierta pose, Biggs no era más que una moscarda, que se introducía en las vidas de mujeres jóvenes y luego las consumía desde dentro.
– Podría intentarlo otra vez -dije-. Quizá ya lo haya intentado y Rita esté muerta precisamente por eso.
Biggs movió la cabeza en un gesto de negación.
– No, estas cosas pasan. Seguramente ese bicho raro volvió a su casa y se la sacudió.
Por la expresión de su mirada, supe que no se creía sus propias mentiras. A su lado, Jim seguía sin levantar la cabeza. La culpabilidad emanaba de él como una bruma.
– ¿Os dio Rita alguna descripción?
– Ya te lo hemos dicho: viejo, alto, canoso, mal olor. Eso es todo.
Me levanté.
– Gracias. Habéis sido de gran ayuda.
– Estamos a tu disposición -respondió Biggs-. Si alguna vez quieres pasártelo bien, llámame.
– Sí, serás el primero en saberlo.
Cuando salí a la calle, un coche se detuvo ante mí: el coche de Ellis Howard. No parecía muy contento de verme.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó.
– Lo mismo que tú, supongo.
– Hemos recibido un chivatazo anónimo.
– Afortunados vosotros -comenté. Supuse que al final Lucy Mim había sucumbido a su conciencia.
Ellis se frotó la cara con la mano y, al hacerlo, se estiró la piel para abajo y quedó a la vista la rojez bajo sus ojos.
– Aún no has contestado a mi pregunta -insistió-. ¿Cómo sabías que ejercía la prostitución?
– Quizá de la misma manera que tú. No tiene importancia.
– Pero ¿no ibas a decírnoslo?
– Sí, a la larga. Sencillamente no quería que se la etiquetase de fulana, no con la prensa rondando, no sin haber tenido ocasión de averiguar algo más.
– No sabía que fueses tan sentimental -dijo Ellis. No sonreía.
– Tengo mi lado oculto -contesté a la vez que me volvía y me dirigía hacia mi coche-. Ya nos veremos, Ellis.
Al salir de la oficina de Lester Biggs, fui al Green Mountain Coffee Roasters de Temple Street, donde me tomé un torrefacto francés con una magdalena y miré pasar los coches por Federal Street. Unas cuantas personas hacían cola para ver películas malas en el cine Nickelodeon, en la puerta contigua, o tomaban el aire en Monument Square. A un paso de allí, Congress Street era un hervidero de gente. La calle había atravesado una mala época cuando los grandes centros comerciales de las afueras impulsaron al pequeño comercio a abandonar la ciudad, pero ahora había restaurantes y estaba también el café-teatro Keystone, y se reinventaba a sí misma como núcleo cultural de Portland.
Aquélla era una ciudad de supervivientes: había ardido dos veces a manos de los indios en 1676 y 1690; una vez más bajo los cañones del inglés Henry Mowatt en 1775 a raíz de una disputa relacionada con la tala de troncos para mástiles, y otra vez en 1866 cuando alguien lanzó un petardo en un astillero de Commercial Street y redujo a cenizas la mitad este de la ciudad. Y sin embargo seguía allí, y seguía creciendo.
La ciudad me producía la misma sensación que la casa de Scarborough: era un lugar donde el pasado permanecía vivo en el presente, donde un hombre podía hallar un hueco siempre y cuando comprendiese que era un eslabón más de la cadena, ya que un hombre desligado de su pasado es un hombre a la deriva en el presente. Acaso fuera ése, en parte, el problema de Billy Purdue. En su vida apenas había conocido la estabilidad. Su pasado estaba formado por una serie de episodios inconexos, unidos sólo por la infelicidad que le causaba su recuerdo. Con hombres como Billy, el matrimonio no solía funcionar porque, en general, cuando una persona infeliz contrae matrimonio, éste suele terminar en dos personas infelices, e incluso en dos personas infelices divorciadas.
Al final llegué a la conclusión de que Billy Purdue probablemente no era de mi incumbencia. Lo que le hubiese hecho a Tony Celli, por la razón que fuese, era un asunto entre Tony y él. Billy era ya un hombre adulto, y sus actos en Ferry Beach indicaban que estaba jugando según las reglas de los adultos. Así pues, si Billy Purdue no era de mi incumbencia, ¿por qué tenía la sensación de que debía salvarlo?
Siguiendo ese mismo razonamiento, Rita y Donald tampoco eran de mi incumbencia, pero yo sentía lo contrario. En su apartamento, con los dos cadáveres tendidos en el suelo, captados brevemente por los destellos del flash de la cámara, percibí una tensión, algo que reconocí de antes, algo que había llegado a mí como un don de otra persona. En la concurrida cafetería, mientras la gente se cobijaba del frío, hablaba de sus hijos, chismorreaba sobre sus vecinos, acariciaba las manos de sus novias, novios o amantes, recorrí suavemente la palma de mi mano derecha con los dedos de la izquierda y recordé un contacto más intenso que el de cualquier amante, y aspiré de nuevo el olor dulzón y embriagador de los pantanos de Louisiana.
Hacía casi ocho meses había estado en la habitación de una anciana ciega llamada Tante Marie Aguillard, una enorme figura de ébano con los ojos sin vida cuya conciencia se movía en la oscuridad de su propia existencia y las existencias de otros. No sabía con certeza qué esperaba de ella, aparte del hecho de que, según decía, oía la voz de una muchacha muerta que la llamaba desde los pantanos. En esos momentos creía que el hombre que había matado a la muchacha quizá fuese también el autor de los asesinatos de mi mujer y de mi hija…, en el supuesto de que la anciana no estuviese loca, o buscase venganza, o sencillamente se sintiese sola y desease llamar la atención.
Sin embargo, cuando me tocó la mano en la habitación en penumbra, me traspasó algo parecido a una sacudida eléctrica y supe que la anciana no mentía, que de algún modo oía llorar a la muchacha" en medio de la vegetación descompuesta y las aguas verdes y profundas, y que Tante Marie había intentado consolarla mientras moría.
Y por mediación de Tante Marie oí también las voces de Susan y Jennifer, tenues pero claras, y me llevé esas voces conmigo, y a la semana siguiente, en un vagón de metro, mi mujer se me apareció por primera vez. Ése fue el don que Tante Marie me hizo: vi y oí a mi esposa y a mi hija muertas, y vi y oí también a otros. Al final, Tante Marie estuvo entre ellos. Ése fue su don, transmitido mediante el contacto de una mano, y aún me resultaba imposible explicarlo.
Pienso que tal vez sea una suerte de empatia, la capacidad de experimentar el sufrimiento de quienes nos han sido arrebatados dolorosa y brutalmente, sin misericordia. O quizá lo que experimento sea una forma de demencia, fruto de la aflicción y la culpabilidad; quizá soy un perturbado, y en mi trastorno he imaginado mundos alternativos donde los muertos les exigen reparación a los vivos. No lo sé con seguridad. Lo único que puedo afirmar es que quienes están ausentes cobran presencia por medio de esa facultad.
Ahora bien, ciertos dones son peores que maldiciones, y el lado siniestro de este don es que ellos lo saben: las almas perdidas, las rezagadas, aquellos que no deberían habernos sido arrebatados pero lo han sido, los inocentes, los fantasmas atormentados y en pugna, las filas de los muertos, cada vez más numerosas. Todos ellos lo saben.
Y vienen.
A pesar de mis dudas, esa tarde fui de bar en bar hablando con quienes habían conocido a Billy Purdue, quienes podían tener alguna idea de adónde había ido. En algunos casos el Departamento de Policía de Portland se me había adelantado, lo cual implicaba, por lo general, que me deparaban una acogida más bien fría. Nadie podía, o quería, decirme nada, y yo casi había abandonado toda esperanza cuando topé con James Hamill.
Supuse que el árbol genealógico de Hamill no tenía muchas ramas. Era un facineroso raquítico, cincuenta y cinco kilos de resentimiento, de ira reprimida y mentalidad retrógrada, la clase de individuo que no le hacía un favor a nadie si podía evitarlo. Hamill ocupaba una posición muy baja en la cadena alimenticia: donde él habitaba, se lo comían todo crudo.
Jugaba solo en los billares Old Port de Fore Street cuando di con él. Estaba preparando el taco con la visera de la gorra de béisbol echada hacia atrás y el ralo bigote enarcado en un gesto de concentración. Erró el tiro y juró con estridencia. Habría fallado aun cuando la bola hubiese sido de hierro y la tronera hubiese estado imantada. Sencillamente, Hamill era esa clase de persona.
En Gritty McDuff's alguien me había dicho que de vez en cuando Hamill andaba con Billy Purdue. No entendía por qué. Quizá Billy necesitaba estar acompañado de alguien a cuyo lado, en comparación, pareciese guapo.
– ¿James Hamill? -pregunté.
Se rascó el culo y me tendió la mano. Su sonrisa era la pesadilla de un dentista.
– Encantado de conocerte, quienquiera que seas. Y ahora piérdete.
Siguió con su partida.
– Busco a Billy Purdue.
– Ponte en la cola.
– ¿Alguien más ha preguntado por él?
– Prácticamente todo el mundo con uniforme y una placa, por lo que he oído. ¿Eres poli?
– No.
– ¿Detective? -preguntó a la vez que hacía retroceder el taco lentamente con el propósito de meter una bola listada en la tronera central.
– Supongo.
– ¿Eres el que Billy contrató?
Levanté la bola listada y la blanca fue derecha a la tronera.
– ¡Eh! -exclamó Hamill-. Devuélveme la bola. -Habló como un niño pequeño y malcriado, aunque sospeché que no sería nada fácil inducir a una madre a reconocer a Hamill como hijo propio.
– ¿Billy Purdue contrató a un investigador privado? -pregunté. Me delató el tono de voz, ya que en el rostro de Hamill la expresión de profunda desdicha dio paso a una mirada de codicia.
– ¿A ti qué te importa?
– Me interesa hablar con cualquiera que pueda ayudarme a localizar a Billy. ¿Quién es el detective? -insistí. Si Hamill se negaba a contestar, seguramente bastarían unas cuantas llamadas para enterarme, en el supuesto de que quienquiera que Billy hubiese contratado estuviera dispuesto a admitir que había trabajado para él.
– No me gustaría meter en problemas a mi amigo -dijo Hamill frotándose el mentón en un vago remedo de expresión pensativa-. ¿De qué lado estás?
– Trabajé para su ex mujer.
– Está muerta. Espero que te pagase por adelantado.
Sopesé la bola de billar y contemplé la posibilidad de lanzársela a la cabeza. Hamill adivinó mis intenciones.
– Oye, necesito algo de pasta -dijo con mejores modales-. Dame algo y tendrás el nombre.
Saqué la cartera y puse veinte dólares en la mesa.
– Joder, veinte pavos -prorrumpió Hamill-. Eres todo un Jack Benny sin carcajadas de fondo. Va a salirte más caro.
– Te daré más, pero antes quiero el nombre.
Hamill se lo pensó un momento.
– No sé cómo se llama de nombre, pero el apellido es Wildon o Wifford o algo así.
– ¿Willeford?
– Sí, sí, eso. Willeford.
Le di las gracias con un gesto de asentimiento y me marché.
– ¡Eh! ¡Eh! -gritó Hamill, y oí el roce de sus zapatillas contra el suelo a mis espaldas-. ¿Y mi plus?
Me volví.
– Perdón, me olvidaba. -Puse una moneda de diez centavos encima del billete y le guiñé el ojo a la vez que dejaba la bola en la mesa-. Esto por el chiste sobre la ex mujer. Que lo disfrutes con salud.
Me encaminé hacia la escalera.
– Oye, Donald Trump -gritó Hamill mientras me alejaba-. Vuelve pronto, eh.
Marvin Willeford no estaba en su oficina, un simple despacho con un solo escritorio encima de un restaurante italiano y enfrente de la terminal de transbordadores Casco Bay, pero una nota escrita a mano pegada a la puerta informaba de que se había ido a comer: una comida larga, obviamente. Pregunté en el restaurante que solía frecuentar Willeford y el camarero me facilitó el nombre de un bar del puerto, el Sail Loft Tavern, en la esquina de las calles Commercial y Silver.
En los siglos XVIII y XIX, el puerto de Portland era un boyante centro pesquero y naviero. Por aquel entonces se amontonaba en los muelles madera con destino a Boston y a las Antillas. Pronto volvería a haber allí madera, pero ahora destinada a China y Oriente Próximo. Entretanto la reurbanización de la zona portuaria, la construcción de nuevos bloques de apartamentos y tiendas para atraer a los turistas y a los jóvenes profesionales seguía siendo un tema controvertido. Es difícil que las actividades de un puerto se desarrollen debidamente cuando hay gente alrededor vestida con sandalias y camisetas de estampado desteñido fotografiándose y comiendo cucuruchos. El Sail Loft parecía una vuelta a los viejos tiempos, la clase de establecimiento donde algunos se sentían como en casa.
Conocía a Willeford de vista, pero nunca había hablado con él y apenas sabía algo de su pasado. Parecía más viejo de lo que recordaba cuando lo encontré junto a la barra en penumbra viendo un partido de baloncesto en diferido en un televisor rodeado de caballitos y estrellas de mar colgados de las paredes. Calculé que debía de rondar los sesenta años. Carrilludo y calvo, tenía unos cuantos mechones de cabello blanco dispuestos de través en el cráneo como algas marinas adheridas a una roca y la piel pálida, casi traslúcida, con una red de finas venas en las mejillas, y la nariz roja y bulbosa salpicada de cráteres igual que un mapa en relieve de Marte. Sus facciones parecían desdibujadas e imprecisas, como si se disolvieran lentamente en el alcohol que corría por su organismo, como si estuviera convirtiéndose poco a poco en una versión borrosa de su forma original.
Sostenía una cerveza en la mano, y enfrente había un vaso de whisky vacío y los restos de un bocadillo y unas patatas fritas en un plato. Sin embargo, no estaba repantigado junto a la barra, sino muy erguido, con la espalda ligeramente apoyada en el respaldo del taburete.
– Hola -saludé a la vez que tomaba asiento junto a él-. ¿Marvin Willeford?
– ¿Le debe dinero? -preguntó Willeford sin apartar la mirada del televisor.
– Todavía no -contesté.
– Bien. ¿Le debe usted dinero a él?
– Todavía no -repetí.
– Lástima. No obstante, yo que usted mantendría las cosas así. -Se volvió hacia mí-. ¿En qué puedo ayudarle, joven?
Resultaba extraño que lo llamaran a uno «joven» a los treinta y cuatro años. Casi sentía el impulso de enseñar algún documento de identidad.
– Me llamo Charlie Parker.
Reconoció el nombre con un gesto de asentimiento.
– Conocí a su abuelo, Bob Warren. Era un buen hombre. He oído rumores de que quizá se meta usted en mi terreno, Charlie Parker.
Me encogí de hombros.
– Quizás. Espero que haya trabajo suficiente para los dos. ¿Me permite que le invite a una cerveza?
Apuró el vaso y pidió que se lo rellenaran. Yo tomé café.
– «El viejo orden cambia y da lugar a uno nuevo» -dijo Willeford con tristeza.
– Tennyson -dije.
– Me alegra ver que aún queda algún romántico -comentó con una sonrisa de aprobación. En la vida de Willeford no todo eran largas comidas en un bar a oscuras. Así suele ocurrir con las personas como él. Sonrió de nuevo y brindó con su nueva cerveza-. Bueno, joven, al menos no es usted un absoluto ignorante. Vengo a este bar desde hace muchos años, ¿sabe? Miro alrededor y me pregunto cuánto tiempo seguirá en pie ahora que están construyendo apartamentos de lujo y tiendas elegantes en el puerto. A veces pienso que debería encadenarme a una barandilla en señal de protesta, sólo que tengo mal la cadera y con el frío me entran ganas de mear. -Movió la cabeza en un gesto de pesar-. ¿Y qué le trae por mi despacho, joven?
– Tenía la esperanza de que me hablase de Billy Purdue.
Apretó los labios mientras tragaba el sorbo de cerveza que tenía en la boca.
– ¿Es por un asunto profesional o personal? Porque si es personal, simplemente estamos aquí charlando, ¿entendido? Pero si es profesional, uno tiene su ética, tiene su deber de confidencialidad con el cliente, tiene sus métodos secretos; aunque…, y ahora hablo a título personal, compréndame…, si quiere quedarse a Billy Purdue como cliente, es usted muy libre. Carecía de algunas de las cualidades básicas que busco en un cliente, como por ejemplo dinero. Pero, por lo que ha llegado a mis oídos, más que un detective necesita un abogado.
– Digamos que es personal, pues.
– Personal es, sin duda. Me contrató para localizar a sus padres naturales.
– ¿Cuándo?
– Hará un mes o algo así. Me pagó doscientos cincuenta por adelantado, en billetes de uno y de cinco, sacados directamente de la hucha, pero ya no pudo pagar más, así que lo dejé estar. No le hizo mucha gracia, pero los negocios son los negocios. Además, ese chico traía más complicaciones que una artritis.
– ¿Hasta dónde llegó?
– Bueno, di los pasos habituales. Solicité a las autoridades estatales información no identificadora, ya sabe, las edades de los padres, las profesiones, los lugares de nacimiento, la raza. No conseguí nada de nada, cero. Al chico lo encontraron bajo una hoja de col.
– ¿No tenía partida de nacimiento?
Levantó las manos en un gesto de fingido asombro y luego tomó otro gran trago de cerveza. Calculé que en tres tragos se acababa un vaso. Acerté.
– Verá, fui hasta Dark Hollow. Ya sabe dónde está, ¿no? Al norte de Greenville.
Asentí.
– Tenía otro asunto pendiente cerca del lago Moosehead -continuó-, y pensé que podía hacerle un favor a Purdue y llevar a cabo parte de su investigación durante el tiempo de otro cliente. El último padre de acogida que tuvo vive por allí, aunque ahora ya es viejo, más viejo que yo. Se llama Payne, Meade Payne. Me contó que, por lo que él sabía, la adopción de Billy Purdue se llevó a cabo por canales privados, organizada por mediación de cierta mujer de Bangor y las hermanas de Santa Marta. -Santa Marta me sonaba de algo, pero no recordaba de qué. Willeford pareció percibir mis esfuerzos-. Santa Marta -repitió-. El sitio donde se mató aquella anciana hace unos días, la que se escapó. Antes Santa Marta era un convento, y las monjas acogían a mujeres que habían acabado mal, ya me entiende. Pero ahora todas las monjas han muerto o han tenido que retirarse a causa del Alzheimer, y Santa Marta es una residencia privada para la tercera edad, del más bajo nivel. Huele a orina y verdura hervida.
– ¿No hay datos, pues?
– Nada. Consulté las carpetas que quedaban, que no eran muchas. Mantenían un registro de nacimientos y conservaban copia de los documentos pertinentes, pero nada correspondía a Billy Purdue. Su caso no pasó por los archivos o, si pasó, alguien se aseguró de ocultar el rastro. Al parecer, nadie sabía por qué.
– ¿Habló con esa mujer, la que organizó la adopción?
– Lansing. Cheryl Lansing. Sí, hablé con ella. También es vieja. Dios mío, incluso sus hijos empezaban a ser ya viejos. Tengo la sensación de que sólo me encuentro con viejos, clientes viejos, personas viejas. Creo que necesito hacer amigos jóvenes.
– Eso dará que hablar a la gente -comenté-. Acabará teniendo mala fama.
Se echó a reír.
– ¿Es posible tener una amante joven sin dinero?
– No lo sé. Puede intentarlo, pero dudo que llegue muy lejos.
Asintió y se terminó la cerveza.
– Ése ha sido mi problema toda la vida. Hasta los muertos se comen más roscas que yo.
Así pues, Cheryl Lansing era la mujer que había organizado la adopción de Billy Purdue. Obviamente, su interés en él no era sólo profesional si aún intentaba ayudar a la ex esposa y el hijo de Billy tres décadas después. Recordé la bolsa de ropa, la caja de comida y el pequeño fajo de billetes en la mano de Rita Ferris. Cheryl Lansing me había parecido una mujer agradable. La noticia de las dos muertes debía de haberle dolido, pensé.
Pedí otra cerveza para Willeford y me dio las gracias. Estaba ya bastante achispado. Me sentí una gran persona emborrachándolo tanto que ya no podría trabajar durante el resto del día, y sólo para que yo satisficiera mi deseo de iniciar una cruzada.
– ¿Y qué más sabe de Cheryl Lansing? -insistí.
– Bueno, no quería hablar de Purdue. Por más que le pregunté, no sirvió de nada. Sólo me dijo que la mujer era del norte, que organizó la adopción a modo de favor a las hermanas, que ni siquiera sabía cómo se llamaba la madre. Por lo visto, Cheryl Lansing ganaba algún dinero actuando como mediadora en las adopciones al servicio de las monjas y les entregaba una parte de los ingresos, pero en este caso en particular intervino de manera desinteresada. Sí tenía una copia de una partida de nacimiento, pero los padres aparecían con seudónimo. Supuse que el nacimiento había quedado registrado en algún sitio.
– ¿Y qué hizo?
– Bueno, a través de Payne y los documentos oficiales, averigüé que la mayoría de los padres de acogida de Billy Purdue eran también del norte. Lo más al sur que llegó fue Bangor, hasta que se marchó a Boston cuando ya tuvo edad suficiente. Así que hice preguntas, puse avisos con fechas de nacimiento aproximadas. Incluso publiqué un anuncio en algún que otro periódico local, y luego me senté a esperar. En todo caso, para entonces el dinero se había acabado y no veía manera de que Purdue consiguiera más.
»Un día recibí una llamada en la que me decían que debía hablar con una mujer de la residencia de ancianos de Dark Hollow, con lo cual Santa Marta volvió a ocupar el centro de atención. -Hizo una pausa y tomó un largo trago de cerveza-. Informé a Billy de que quizá tenía una pista y le pregunté si quería que continuase. Me contestó que no le quedaba dinero, así que le dije que, sintiéndolo mucho, tendría que dar por concluida nuestra relación profesional. Despotricó un poco, me amenazó con destrozarme la oficina si no lo ayudaba. Le enseñé esto. -Se abrió la chaqueta para dejar al descubierto una Colt Python con un largo cañón de ocho pulgadas. Con esa arma, parecía un pistolero entrado en años-. Y se largó.
– ¿Le dio el nombre de la mujer?
– Le habría dado el abrigo que llevaba puesto con tal de librarme de él. Me pareció que era hora de emprender una retirada estratégica. Si me hubiera retirado más deprisa, prácticamente habría ido hacia adelante otra vez.
Tenía el café frío en la taza frente a mí. Me incliné por encima de la barra y lo vacié en un fregadero.
– ¿Se le ocurre dónde puede estar Billy ahora?
Willeford negó con la cabeza.
– Una cosa más -dijo.
Esperé.
– En cuanto a la mujer de Santa Marta, ¿recuerda? Se llamaba señorita Emily Watts, o al menos así se hacía llamar. ¿Le suena de algo ese nombre?
Pensé por un momento pero no recordé nada.
– No lo creo. ¿Tendría que sonarme?
– Es la anciana que murió en la nieve. Un asunto extraño, ¿no le parece?
Recordé entonces la noticia completa. Las muertes de los hombres en Prouts Neck la habían relegado al segundo plano de mi memoria.
– ¿Cree que Billy Purdue fue a verla?
– No lo sé, pero algo la asustó lo suficiente como para inducirla a escapar al bosque y suicidarse cuando intentaron obligarla a volver.
Me levanté, le di las gracias y me puse el abrigo.
– Ha sido un placer, joven. Se parece un poco a su abuelo, ¿sabe? También actúa de manera parecida, y no dará a nadie motivos para arrepentirse de haberle conocido.
Sentí otra punzada de culpabilidad.
– Gracias. ¿Quiere que le lleve a algún sitio?
Movió el vaso para que le sirvieran otra cerveza y, de paso, pidió también un whisky. Dejé diez pavos en la barra para cubrirlo todo, y él levantó el vaso vacío en un gesto de saludo.
– Joven, no voy a ninguna parte.
Estaba oscureciendo cuando salí del bar y me arrebujé en el abrigo para protegerme del frío. El viento soplaba desde el puerto, pasándome sus gélidas manos por el pelo y restregándome la piel con sus dedos helados. Había dejado el Mustang en el aparcamiento de One India, un rincón de Portland con una historia sombría. En One India estuvo emplazado originalmente Fort Loyal, construido por los colonos en 1680. Permaneció en pie sólo diez años, hasta que los franceses y sus aliados nativos lo tomaron y pasaron por las armas a los ciento noventa colonos que se habían rendido. Con el tiempo, la terminal de India Street se levantó en el mismo lugar y se convirtió en el kilómetro cero para Atlantic & Lawrence Railroad, Grand Trunk Railway de Canadá y los Ferrocarriles Nacionales Canadienses cuando Portland era aún un importante nudo ferroviario. En el edificio de One India, ocupado ahora por una compañía de seguros, se veía aún el rótulo de las oficinas de Grand Trunk y Steamship encima de la puerta.
Las vías desaparecieron hace casi tres décadas, pero se había hablado de la reconstrucción de la Union Station en St. John y la reapertura de la línea de Boston para el transporte de pasajeros. Resultaba extraño que cosas del pasado, cuando uno ya las consideraba perdidas para siempre, se resucitaran y reactivaran de nuevo en el presente.
Al acercarme al Mustang vi que la escarcha empezaba a cubrir las ventanas y una bruma que volvía más agudos todos los sonidos flotaba sobre los tinglados y los barcos. Estaba a punto de llegar al coche cuando oí unos pasos detrás de mí. Dispuesto ya a darme la vuelta, con el abrigo abierto y la mano camino de la pistola, noté una presión en la base de la espalda y una voz dijo:
– Déjela. Las manos separadas.
Mantuve las manos en posición horizontal a los lados. Una segunda figura se aproximó renqueando por mi derecha, con el andar alterado por el pie izquierdo ligeramente torcido hacia dentro, y sacó mi pistola de la funda. Era un hombre de corta estatura, quizás un metro sesenta, y poco menos de cincuenta años. Tenía el pelo negro y espeso, los ojos castaños, los hombros anchos bajo el abrigo y el vientre firme. Habría resultado incluso atractivo a no ser por el labio leporino, que le subía casi hasta la nariz como una herida de navaja.
El segundo hombre era más alto y fornido, de cabello largo y oscuro que le caía sobre el cuello de una camisa blanca y limpia. Tenía la mirada severa y la boca adusta en contraste con la vistosa corbata de Winnie The Pooh bien anudada. La cabeza parecía cuadrada, unida a unos hombros anchos y rectangulares por un cuello grueso y musculoso. Se movía como un muñeco en manos de un niño, oscilando de un lado a otro sin flexionar las rodillas. Juntos, formaban una pareja curiosa.
– Caramba, amigos, me parece que ya es un poco tarde para las travesuras de Halloween. -Me incliné con una actitud de complicidad hacia el más bajo-. Y ya conoces el dicho -susurré-: si el viento cambia de dirección, te quedarás con la cara así.
Eran matones de poca monta, pero no me gustaba que la gente anduviese rondando en la bruma y me hincase una pistola en la espalda. Como Billy Purdue hubiera dicho, era de mala educación.
El bajo examinó con experta admiración mi Smith & Wesson de tercera generación.
– Una buena pipa -comentó.
– Devuélvemela y te enseñaré cómo funciona.
Esbozó una extraña y torcida sonrisa.
– Tienes que acompañarnos.
Señaló en dirección a India Street, donde un par de faros acababan de aparecer en la oscuridad.
Eché un vistazo al Mustang.
– Joder -dijo el del labio leporino con una fingida expresión de inquietud en el rostro-. ¿Te preocupa tu coche?
Quitó el seguro de mi pistola, disparó hacia el Mustang y reventaron los neumáticos delantero y trasero del lado del conductor. En algún lugar cercano empezó a sonar la alarma de un coche.
– Ahí tienes -dijo-. Ahora ya nadie va a robártelo. -Recordaré lo que has hecho -contesté. -Aja. Si quieres que te deletree mi nombre, házmelo saber.
El más alto me empujó en dirección al coche, un BMW Serie Siete plateado, que se acercó a nosotros y giró a la derecha a la vez que se abría la puerta trasera. Dentro había otro apuesto demonio con el pelo castaño y corto y un arma apoyada en el muslo. El conductor, más joven que los demás, hacía pompas con un chicle y escuchaba una emisora de rock por la radio. Cuando entré en el coche, empezó a sonar la voz de Bryan Adams cantando el tema Don Juan de Marco.
– ¿Sería posible cambiar de emisora? -pregunté al arrancar.
A mi lado, el del labio leporino me hincó con fuerza el cañón de su pistola.
– Me gusta esta canción -declaró, y tarareó por un momento-. No tienes sensibilidad.
Lo miré. Creo que hablaba en serio.
Fuimos al hotel Regency de Milk Street, el mejor hotel de Portland, un viejo edificio de obra vista en pleno Puerto Antiguo que en otro tiempo albergó un arsenal. El conductor aparcó en la parte de atrás y nos encaminamos hacia la entrada lateral próxima al gimnasio del hotel, donde otro hombre joven con un impecable traje negro nos abrió la puerta antes de avisar de nuestra llegada a través de un micrófono prendido en la solapa. Subimos en ascensor hasta el último piso, donde el tipo del labio leporino llamó respetuosamente con los nudillos a la puerta del fondo a la derecha. Cuando se abrió, me hicieron entrar y me condujeron en presencia de Tony Celli.
Tony estaba sentado en un enorme sillón con los pies descalzos apoyados en un escabel a juego. Llevaba calcetines negros de seda, pantalón gris perfectamente planchado, camisa azul listada con cuello blanco y una corbata de color rojo oscuro con un intrincado dibujo de espirales negras; en los puños blancos se advertían reflejos dorados. Iba recién afeitado y peinado con raya. Tenía el pelo negro, los ojos castaños -bajo unas cejas finas y depiladas-, la nariz larga e indemne, la boca un poco blanda, la barbilla un poco carnosa. No lucía anillos en los dedos, que reposaban entrelazados sobre su regazo. Frente a él, el televisor emitía la información económica del noticiario de la noche. En una mesa, a un lado, había unos auriculares y un detector de micrófonos, señal de que ya habían registrado la habitación en busca de dispositivos de escucha.
Conocía el historial de Tony Celli. Había ascendido en el escalafón desde la nada, controlando tiendas de pornografía y prostitutas en los barrios bajos de Boston, batiéndose el cobre, creándose gradualmente un área de influencia. Recibía dinero de quienes estaban por debajo de él y pagaba buena parte a quienes estaban por encima. Cumplía con sus obligaciones y en la actualidad se le consideraba una apuesta firme para el futuro. Me constaba que había asumido ya ciertas responsabilidades en cuestiones de dinero, pues por lo visto tenía talento para las finanzas, cosa que ahora reafirmaba con su camisa listada y la atención que prestaba a los valores bursátiles que desfilaban al pie de la pantalla.
Calculé que rondaba los cuarenta años. Desde luego no más. Ofrecía un aspecto aceptable. De hecho, parecía la clase de hombre que uno llevaría a casa para presentárselo a su madre si no sospechara que probablemente la torturaría, se la tiraría, y luego echaría los restos al puerto de Boston.
Lo apodaban Tony el Limpio por diversas razones: su apariencia era una de ellas, pero se debía sobre todo a que Tony nunca se ensuciaba las manos. Otras personas habían tenido que lavarse mucha sangre de las manos en su nombre, y habían observado cómo descendía en espiral hacia el desagüe de agrietadas bañeras de porcelana o fregaderos de acero inoxidable, pero sin que una sola gota hubiera manchado jamás una de las camisas de Tony.
En una ocasión oí una anécdota sobre él de principios de los años noventa, cuando aún ajustaba las cuentas a chulos que olvidaban el celo con que Tony defendía su territorio. Un tal Stan Goodman, un promotor inmobiliario de Boston, tenía una casa para los fines de semana en Rockport, un viejo caserón con tejado a dos aguas, un amplio jardín con césped y un roble de unos dos siglos de edad junto a la tapia. Rockport es un lugar precioso y agradable, un pueblo de pescadores en Cape Ann, al norte de Boston, donde aún se puede aparcar por un centavo y el tranvía de Salt Water te lleva de un lado a otro del pueblo por cuatro dólares diarios.
Goodman tenía mujer y dos hijos adolescentes, un chico y una chica, y también a ellos les encantaba la casa. Tony ofreció a Stan Goodman mucho dinero por la propiedad, pero él se negó a vender. Le contó que había pertenecido a su padre y que su padre se la había comprado al dueño original en los años cuarenta. Propuso a Tony el Limpio buscarle algo parecido en las inmediaciones, porque Stan Goodman suponía que, si mantenía buenas relaciones con Tony el Limpio, todo iría bien. Sólo que Tony el Limpio no mantenía buenas relaciones con nadie.
Una noche de junio, alguien entró en la casa de Goodman, mató al perro de un tiro, ató y amordazó a los cuatro miembros de la familia y los llevó a la vieja cantera de granito de Halibut Point. Supongo que Stan Goodman fue el último en morir, después de que asesinaran a su mujer, a su hija y a su hijo colocándoles la cabeza sobre una roca plana y abriéndosela de un mazazo. El suelo estaba encharcado de sangre cuando los encontraron a la mañana siguiente, e imagino que los hombres que los mataron tardaron mucho tiempo en lavarse las manchas de la ropa. Tony Celli compró la casa al mes siguiente. No hubo otras ofertas.
El mero hecho de que Tony estuviera en Portland después de lo ocurrido en Prouts Neck era indicio de que no se andaba con chiquitas. Tony quería ese dinero, lo quería a toda costa y estaba dispuesto a correr riesgos para encontrarlo.
– ¿Has visto las noticias? -dijo por fin. No apartó la vista de la pantalla, pero supe que me dirigía la pregunta a mí.
– No.
Me miró por primera vez.
– ¿No ves nunca las noticias?
– No.
– ¿Por qué no?
– Me deprimen.
– Debes de deprimirte con mucha facilidad.
– Soy muy sensible.
Se quedó callado por un momento, concentrándose de nuevo en la pantalla mientras informaban en detalle sobre la quiebra de un banco de Tokio.
– ¿No ves las noticias? -repitió como si yo acabara de decirle que no me gustaba el sexo o la comida china-. ¿Nunca?
– Como tú dices, me deprimo con facilidad. Me deprime incluso el parte meteorológico.
– Eso es porque vives aquí. Prueba a vivir en California, y el parte ya no te deprimirá tanto.
– Dicen que allí hace sol todo el año.
– Sí, siempre hace sol.
– Entonces me deprimiría la monotonía.
– Da la impresión de que nunca serás del todo feliz.
– Quizá tengas razón, pero intento conservar la alegría.
– Eres tan alegre que empiezas a caerme mal. -Es una verdadera lástima. Pensaba que podríamos pasar un rato juntos, ir al cine quizá.
La información económica terminó. Apagó el televisor pulsando el botón del mando a distancia con un dedo, que claramente había pasado por manos de una manicura, y a continuación me dedicó toda su atención.
– ¿Sabes quién soy? -preguntó.
– Sí, sé quién eres.
– Bien. En ese caso, al ser un hombre inteligente, seguramente ya sabes por qué estoy aquí.
– ¿Para hacer las compras de Navidad? ¿Buscas una casa?
Esbozó una fría sonrisa.
– Lo sé todo de ti, Parker. Eres el que acabó con los Ferrera.
Los Ferrera eran una familia mafiosa de Nueva York, y el énfasis debe ponerse en ese «eran», en pasado. Yo me había visto envuelto en sus asuntos, y las cosas terminaron mal para ellos.
– Se acabaron por sí solos. Yo me limité a mirar.
– No es eso lo que a mí me han dicho. En Nueva York hay mucha gente que se alegraría con tu muerte. Piensan que no tienes respeto.
– No me cabe duda.
– Entonces, ¿por qué no estás muerto?
– ¿Doy luz a un mundo oscuro, quizá?
– Si quieren luz en su mundo, pueden encender una lámpara. Prueba otra cosa.
– Porque saben que mataré a quienquiera que venga a por mí, y luego mataré a quienquiera que lo haya enviado.
– Yo podría matarte ahora. A no ser que seas capaz de volver de entre los muertos, tus amenazas no van a quitarme el sueño.
– Tengo amigos. Te daría una semana, quizá diez días. Después tú también estarías muerto.
Hizo una mueca de terror, y un par de los hombres que lo rodeaban ahogaron una risa.
– ¿Juegas a las cartas? -preguntó cuando acabaron de reírse.
– Únicamente al solitario. Me gusta jugar con alguien en quien pueda confiar.
– ¿Sabes qué significa «joder la baraja»?
– Sí, lo sé -respondí. Joder la baraja era algo propio de jugadores neófitos: echaban a perder las partidas con jugadas estúpidas. Por eso algunos jugadores experimentados no jugaban con aficionados; por mucho dinero que tuviesen, siempre existía la posibilidad de que jodieran la baraja, de tal modo que el riesgo de perder aumentaba hasta el punto de que no merecía la pena apostar.
– Billy Purdue me jodió la baraja, y ahora creo que quizá tú también estés a punto de jodérmela. Y eso no me conviene. Quiero que lo dejes. Pero primero quiero que me digas lo que sabes de Purdue y a cambio te pagaré para que te marches.
– No necesito dinero.
– Todo el mundo necesita dinero. Puedo pagar todas tus deudas, e incluso hacer desaparecer a otros.
– No debo dinero a nadie.
– Todo el mundo debe algo a alguien.
– Yo no. Estoy libre y limpio de deudas.
– O quizá piensas que tienes deudas que no pueden pagarse con dinero.
– Una observación muy sagaz. ¿Qué significa?
– Significa que me estoy quedando sin métodos razonables para cambiar el rumbo de tus actos, Birdman. -Trazó con los dedos en el aire unas comillas al pronunciar la última sílaba de mi apodo, Birdman, Hombre Pájaro. A continuación bajó la voz y se puso en pie. Incluso descalzo era más alto que yo. Cuando estuvo a unos centímetros de mí, dijo-: Ahora, escúchame. No me obligues a cortarte las alas. Me he enterado de que trabajaste para la ex mujer de Billy Purdue. También me he enterado de que él te dio dinero, mi dinero, para entregárselo a ella. Eso te convierte en un individuo muy interesante, Birdman, porque sospecho que fuiste una de las últimas personas que habló con ellos antes de que cada uno se fuera por su lado. Ahora, ¿quieres contarnos lo que sabes para poder volver a tu pequeña pajarera y pasar la noche hecho un ovillo en la cama?
No desvié la mirada.
– Si supiera algo útil y te lo dijera, la conciencia no me dejaría dormir -contesté-. Y resulta que no sé nada, ni útil, ni inútil.
– ¿Sabes que Purdue tiene mi dinero?
– Ah, ¿sí?
Movió la cabeza con un gesto casi de lástima.
– Vas a obligarme a hacerte daño.
– ¿Mataste a Rita Ferris y a su hijo?
Tony retrocedió un paso y me asestó un puñetazo en el estómago. Lo vi venir y me preparé para el golpe, pero la fuerza bastó para que cayera de rodillas. Mientras intentaba tomar aire, oí cómo amartillaban un arma detrás de mí y noté el frío acero contra el cráneo.
– Yo no mato ni a mujeres ni a niños -dijo Tony.
– ¿Desde cuándo? -repuse-. ¿Desde Año Nuevo?
Alguien me agarró por el pelo y me obligó a ponerme en pie sin apartar el arma de detrás de mi oreja.
– ¡Qué estúpido eres! -exclamó Tony frotándose los nudillos de la mano derecha-. ¿Quieres morir?
– No sé nada -repetí-. Trabajé para su ex mujer a modo de favor, tuve unas palabras con Billy Purdue y me marché. Eso es todo.
Tony el Limpio asintió con la cabeza.
– ¿De qué has hablado con ese borracho en el bar?
– De otra cosa. -Tony preparó de nuevo el puño-. De otra cosa -insistí levantando la voz-. Era amigo de mi abuelo. Sólo quería verlo. Tienes razón, es un borracho. Déjalo en paz.
Tony retrocedió, frotándose todavía los nudillos.
– Si me entero de que me has mentido, tendrás una muerte desagradable, ¿queda claro? Y si eres listo y no sólo te haces el listo, no te meterás en mis asuntos. -Aunque su tono de voz era cada vez más amable, su expresión se endureció cuando volvió a hablar-: Lamento tener que hacerte esto, pero necesito asegurarme de que has entendido nuestra conversación. Si en algún momento crees que tienes algo que añadir a lo que ya me has dicho, gime más fuerte.
Dirigió un gesto con la cabeza a quien estaba detrás de mí, y entonces me obligaron a arrodillarme de nuevo. Me amordazaron e inmovilizaron los brazos a la espalda con unas esposas. Al levantar la vista, vi que el individuo del labio leporino renqueaba hacia mí. Sostenía en la mano una barra metálica negra, y un chisporroteo azul crepitaba de un extremo a otro.
Las dos primeras veces que la picana entró en contacto con mi piel me tumbaron de espaldas. Tendido en el suelo, me sacudí con violentos espasmos apretando la mordaza con los dientes por el dolor. Después de la tercera o cuarta vez perdí el control y destellos azules aparecieron en la negrura de mi mente hasta que por fin las nubes me envolvieron y todo quedó en silencio.
Cuando recobré el conocimiento yacía en la parte de atrás del Mustang de tal forma que los transeúntes no podían verme. Tenía las yemas de los dedos en carne viva y el abrigo brillaba a causa de la escarcha. Me dolía mucho la cabeza, aún me temblaba el cuerpo y tenía sangre seca y restos de vómito a un lado de la cara y en la pechera del abrigo. Olía mal. Con movimientos vacilantes me puse en pie y me palpé los bolsillos. La pistola estaba en uno de ellos, sin cargador, y el teléfono móvil en otro. Pedí un taxi y, mientras esperaba, llamé a un mecánico cercano al puente del Veteran's Memorial para que se ocupara del coche.
Cuando regresé a Scarborough, se me había hinchado notablemente el lado derecho de la cara y tenía pequeñas quemaduras donde la picana me había tocado. Descubrí que también me habían hecho dos o tres brechas en la cabeza, una de ellas profunda. Supuse que el tipo del labio leporino me había asestado un par de puntapiés para mayor seguridad. Me apliqué hielo en la cabeza y me rocié las quemaduras con antiséptico. Luego me tomé un par de calmantes, me puse un pantalón de deporte largo y una camiseta para protegerme del frío e intenté dormir.
No recuerdo qué me despertó, pero, cuando abrí los ojos, la habitación parecía oscilar entre la oscuridad y la claridad, como si el universo se hubiese detenido a tomar aliento al asomar los primeros rayos del sol matutino entre los oscuros nubarrones del invierno.
Y de algún lugar de la casa me llegó un sonido semejante a unos pasos, como si alguien caminara de puntillas por el parquet. Desenfundé la pistola y me levanté. El suelo estaba frío y las ventanas vibraban ligeramente. Abrí la puerta despacio y salí al pasillo.
A mi derecha se movió una silueta. Percibí el movimiento con el rabillo del ojo, de modo que no tuve la certeza de si había visto realmente una silueta o sólo sombras que oscilaban en la cocina. Me volví y me dirigí despacio hacia la parte trasera de la casa. Las tablas del suelo crujieron un poco bajo mis pies.
En ese momento lo oí: la suave carcajada de un niño, una risa alegre, y de nuevo el susurro de unos pasos a mi izquierda. Llegué a la entrada de la cocina con el arma medio en alto y me asomé a tiempo de ver otro movimiento junto al marco de la puerta que comunicaba la cocina con la sala de estar, y de oír otro grito de júbilo infantil por el juego que habíamos iniciado. Estaba seguro de haber visto el pie de un niño, la planta protegida por los extremos de un pelele morado. Y también supe que había visto ese pequeño pie antes, y al recordarlo se me secó la garganta.
Entré en el comedor. Algo pequeño me esperaba más allá de la puerta del fondo. Veía su silueta en la penumbra y la luz de sus ojos, pero sólo eso. Al avanzar hacia allí, la silueta se movió y oí el chirrido de las bisagras de la puerta delantera y el impacto de ésta contra la pared. El viento barrió con ímpetu la casa agitando las cortinas, sacudiendo los marcos y levantando espirales de polvo en el pasillo.
Apreté el paso. Al llegar a la puerta, vislumbré otra vez la pequeña figura, una forma vestida de morado que se agitaba entre los árboles adentrándose cada vez más en la oscuridad. Bajé del porche al jardín y sentí en las plantas de los pies la hierba y las pequeñas piedras que se me clavaban, y cuando algo diminuto con muchas patas me correteó por encima de los dedos me puse rígido. Permanecí en el linde del bosque, y tuve miedo.
Ella me esperaba allí. Estaba inmóvil, oculta tras los árboles y arbustos, su rostro a veces oscurecido por las sombras de las ramas, a veces claramente visible. Tenía los ojos llenos de sangre y el grueso hilo negro zigzagueaba a través de su rostro como la tosca boca de una vieja muñeca de trapo. Sin hablar, me observaba desde el bosque, y detrás de ella la figura de menor tamaño bailaba y corría por la maleza.
Cerré los ojos y me concentré, intentaba despertarme pero el frío en los pies era real, así como el dolor pulsátil en la cabeza y las risas del niño que el viento arrastraba.
Percibí un movimiento a mis espaldas y algo me tocó el hombro. Hice ademán de volverme, pero la presión en el hombro aumentó y supe que no debía volverme, que no formaba parte del plan que yo viese lo que había detrás de mí. Miré a mi izquierda, hacia donde notaba la presión, y no pude contener el escalofrío que me recorrió de arriba abajo. Cerré los ojos al instante. Pero lo que había visto se había grabado en mi mente como una imagen recortada contra la intensa luz del sol.
Era una mano suave, blanca y delicada, con dedos largos y afilados. Una alianza nupcial resplandecía bajo la extraña luz previa al amanecer.
Bird.
¿Cuántas veces había oído esa voz susurrarme en la oscuridad, preludio de la tierna caricia de una mano cálida, el aliento contra mi mejilla, contra mis labios, sus pechos pequeños contra mi cuerpo, sus piernas como hiedra enroscada en torno a mí? La había oído en momentos de amor y pasión cuando éramos felices juntos, en momentos de ira, rabia y tristeza mientras nuestro matrimonio se desmoronaba. Y la había oído después entre el murmullo de las hojas caídas sobre la hierba y el sonido de las ramas al rozarse entre sí movidas por la brisa otoñal, una voz que venía de muy lejos y me llamaba desde las sombras.
Susan, mi Susan.
Bird.
Ahora sentía la voz más cerca, casi junto a mi oído, pero no notaba el aliento en mi piel.
Ayúdala.
En el bosque, la mujer me observaba con los ojos enrojecidos muy abiertos, sin parpadear.
¿Cómo?
Encuéntralo.
Encontrar ¿a quién? ¿A Billy?
Los dedos me apretaron con más fuerza.
Sí .
No es responsabilidad mía.
Todos son responsabilidad tuya.
Y en los retazos del claro de luna bajo los árboles unas formas giraron y se retorcieron, suspendidas sobre el suelo, sin tocar la tierra con los pies, y sus vientres desgarrados despedían un resplandor húmedo y oscuro. Todos ellos responsabilidad mía. De pronto desapareció la presión en el hombro y noté que ella se alejaba. De entre la maleza, delante de mí, me llegó un sonido, y la mujer que había sido Rita Ferris retrocedió a través de los árboles. Atisbé por última vez una mancha morada que se movía rápidamente más allá de los árboles, y la risa flotó hacia mí como música.
Y vi algo más.
Vi a una niña pequeña de cabello largo y rubio que me miraba con una expresión parecida al amor antes de seguir a su compañero de juegos en la oscuridad.
Cuando me desperté, me hallaba en una habitación llena de luz, el sol del invierno penetraba por un hueco entre las cortinas. Me dolía la cabeza, y la mandíbula, de tanto apretar los dientes a causa de las descargas eléctricas, la tenía aún algo rígida y me molestaba. Sólo cuando me incorporé y el dolor de cabeza se agudizó recordé el sueño de la noche anterior, si es que había sido un sueño.
La cama estaba cubierta de hojas y pequeñas ramas, y mis pies, manchados de barro.
Tenía unos cuantos medicamentos homeopáticos que me había recomendado Louis y me los tomé con un vaso de agua mientras esperaba a que el chorro de la ducha saliera caliente. Ingerí una mezcla de fósforo y gelsemio, lo primero para aliviar las náuseas, y lo segundo porque, según Louis, contrarrestaba los temblores. Seguí con un poco de hipérico, en teoría un calmante natural. La verdad es que me sentía como un bicho raro tomándome aquello, pero como no me veía nadie, daba igual.
Preparé una cafetera, me llené la taza y la observé enfriarse en la mesa de la cocina. Tenía el ánimo por los suelos y empezaba a plantearme cambiar de oficio y dedicarme, quizás, a la jardinería o a la pesca de la langosta. Cuando se formó una telilla en la superficie del café, telefoneé a Ellis Howard. Supuse que si había aparecido en el despacho de Lester Biggs, era porque había adoptado una actitud práctica con respecto al caso. Tardó un rato en ponerse al teléfono. Tal vez seguía molesto por el asunto de Biggs.
– Has madrugado mucho -fueron sus primeras palabras.
Lo oí suspirar cuando acomodó su mole en una silla. Oí incluso el chirrido de protesta de la silla. Si Ellis se hubiera sentado sobre mí, yo también habría chirriado.
– Lo mismo digo -comenté-. Espero que te hayas tomado ya el café y los bollos.
– Los míos y los de otro. ¿Sabes que Tony Celli vino ayer a la ciudad?
– Sí. Las malas noticias vuelan. -En especial cuando llegan a tu mandíbula en forma de corriente eléctrica.
– Esta mañana ya ha desaparecido, como si se lo hubiese tragado la tierra.
– Lástima. Pensaba que iba a trasladarse aquí y abrir una floristería.
Al otro lado de la línea oí una mano que cubría el auricular, un ahogado intercambio de palabras y luego un susurro de papeles. A continuación:
– ¿Y para qué has llamado, Bird?
– Quería saber si se ha producido algún avance en cuanto a Rita Ferris, Billy Purdue o aquel Coupe de Ville.
Ellis dejó escapar una risa apagada.
– Nada de nada en cuanto a los dos primeros, pero el tercero es interesante. Resulta que el Coupe de Ville es un coche de empresa, matriculado a nombre de Leo Voss, un abogado de Boston.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Aguardé hasta caer en la cuenta de que, una vez más, estaba representando supuestamente el papel de personaje serio en una conversación entre un dúo de cómicos.
– Pero… -dije por fin.
– Pero -continuó Ellis- Leo Voss ya no está entre nosotros. Ha muerto. Murió hace seis días.
– ¡Vaya por Dios, un abogado muerto! Ya sólo queda un millón más.
– No perdamos la esperanza -dijo Ellis.
– ¿Se cayó o le empujaron?
– Ésa es la parte interesante. Su secretaria lo encontró y avisó a la policía. Estaba sentado tras su escritorio vestido aún con la ropa de correr…, zapatillas, calcetines, camiseta, pantalón largo de deporte…, y con una botella de agua mineral abierta delante de él.
La primera impresión fue que había tenido un ataque al corazón. Según la secretaria, se encontraba mal desde hacía un par de días. Pensaba que podía tratarse de una gripe.
»Pero, cuando le hicieron la autopsia, encontraron indicios de inflamación en los nervios de las manos y los pies. También había perdido un poco de pelo, probablemente en los dos últimos días. Los análisis de una muestra de pelo revelaron restos de talio. ¿Sabes qué es el talio?
– Sí -respondí.
Mi abuelo lo había utilizado como matarratas hasta que se restringió la venta. Era un elemento metálico, semejante al plomo o al mercurio, pero mucho más tóxico. Sus sales se disolvían en el agua, eran casi insípidas y producían síntomas parecidos a los de la gripe, la meningitis o la encefalitis. Una dosis letal de sulfato de talio, tal vez ochocientos miligramos o más, podía causar la muerte en un plazo de entre veinticuatro y cuarenta horas.
– ¿Y a qué clase de trabajo se dedicaba ese Leo Voss? -pregunté.
– Todo relativamente honrado; en especial derecho de empresa, pero debía de ser bastante lucrativo. Tenía una casa en Beacon Hill, una segunda residencia en el Vineyard, y aún le quedaba un poco de dinero en el banco, supongo que porque era soltero y nadie cargaba abrigos de pieles a su tarjeta de crédito.
Doreen, pensé. Si Ellis hubiera podido permitírselo, habría puesto fotografías de ella en las puertas de las iglesias para prevenir a los demás.
– Siguen buscando en los archivos, pero por lo visto estaba limpio como una patena -concluyó Ellis.
– Lo cual probablemente significa que no lo estaba.
Ellis chasqueó la lengua a modo de reproche.
– Cuánto cinismo en una persona tan joven… Ahora mismo yo también tengo una cosa que decirte: me he enterado de que hablaste con Willeford.
– Así es. ¿Algún problema?
– Podría ser. Ha desaparecido, y empieza a molestarme llegar a un sitio y averiguar que tú ya has pasado por allí antes. Me produce cierta sensación de ineptitud, y ya tengo suficiente de eso en mi propia casa.
Involuntariamente apreté más el auricular.
– Cuando lo vi, estaba sentado en el Sail Loft degustando una copa.
– Willeford no ha degustado una copa en su vida. La bebida no sobrevive en el vaso el tiempo suficiente para degustarla. ¿Te dio la impresión de que planeaba irse a algún sitio, quizá?
– No, en absoluto -contesté. Recordé el interés de Tony Celli en Willeford y se me secó la boca.
– ¿De qué hablasteis?
Guardé silencio por un instante antes de responder.
– Trabajó para Billy Purdue intentando localizar a sus padres naturales.
– ¿En serio?
– En serio.
– ¿Tuvo suerte?
– Creo que no.
Ellis se quedó callado y finalmente dijo con toda claridad:
– No me ocultes información, Bird. No me gusta.
– No te oculto nada. -No era del todo mentira, pero no estoy muy seguro de si podía considerárselo verdad. Aguardé a que Ellis añadiera algo, pero no insistió.
– No te metas en líos, Bird -se limitó a decir antes de colgar.
Acababa de recoger la mesa y estaba en mi habitación calzándome las botas cuando oí detenerse un coche fuera. A través del hueco entre las cortinas vi la parte trasera de un Mercury Sable dorado aparcado a un lado de la casa. Cogí la Smith & Wesson, la envolví en una toalla y salí al porche. Y bajo la fría luz de la mañana oí una voz que decía:
– ¿A quién se le habrá ocurrido plantar tantos árboles? En serio, ¿a quién le sobra tanto tiempo? Yo no tengo tiempo ni para la colada.
Ángel estaba de espaldas a mí, contemplando los árboles que crecían al borde de mi propiedad. Vestía un suéter Timberland de lana, un pantalón marrón de lana y unas botas de color tostado. A sus pies había una maleta de plástico rígido tan abollada y maltrecha como si la hubiesen tirado desde un avión. Un trozo de cuerda de escalada azul y los caprichos de la fortuna la mantenían cerrada.
Ángel respiró hondo y, acto seguido, se dobló como si acabase de darle un ataque de tos. Escupió en el suelo algo grande y repugnante.
– Eso es el aire puro, que te obliga a expulsar la mierda de los pulmones -dije con voz grave, arrastrando las palabras.
De detrás del maletero abierto del coche apareció Louis con una maleta y un portatrajes Delsey a juego. Llevaba un abrigo negro de Boss sobre una resplandeciente chaqueta cruzada de color gris y una camisa negra abotonada hasta el cuello. La cabeza afeitada le relucía. En el maletero abierto, vi un estuche largo de metal. Louis no iba a ninguna parte sin sus juguetes.
– Creo que eso era mi pulmón -dijo Ángel, y con la punta de la bota empezó a hurgar con interés la sustancia que había expulsado del cuerpo.
Verlos me levantó el ánimo. No sabía bien por qué estaban allí y no en Nueva York, pero, fuera cual fuese la razón, me alegré. Louis me echó un vistazo y movió la cabeza en un gesto de asentimiento, que en su caso era lo más aproximado a una expresión de satisfacción.
– ¿Sabes una cosa, Ángel? -dije-. Sólo con plantarte ahí, haces que la naturaleza parezca cochambrosa.
Ángel se dio la vuelta y alzó un brazo en un amplio ademán.
– Árboles. -Sonriendo, movió la cabeza en un gesto de desconcierto-. Muchísimos árboles. No veía tantos árboles desde que me echaron de los Scouts indios.
– Me parece que ni siquiera quiero saber por qué -dije.
Ángel recogió su maleta.
– Cabrones. Y además ya estaba a punto de conseguir la insignia de explorador.
– Dudo mucho que tuvieran insignias para la mierda que tú explorabas -comentó Louis desde atrás-. Una insignia como ésa podía valerle a uno la cárcel en Georgia.
– Muy gracioso -gruñó Ángel-. Eso de que uno no puede ser gay y hacer hombradas es puro mito.
– Ajá. Igual que el mito de que todos los homosexuales visten con ropa bonita y se cuidan la piel.
– Más vale que eso no vaya por mí.
Era una satisfacción ver que ciertas cosas no cambiaban.
– ¿Qué tal va el día? -preguntó Ángel a la vez que me apartaba para hacerse paso-. Y deja la pistola. Vamos a quedarnos te guste o no. Por cierto, estás hecho unos zorros.
– Un traje bonito -comenté a Louis cuando éste siguió a Ángel.
– Gracias -contestó-. Y recuerda: no existe un hermano sin gusto, sólo un hermano sin dinero.
Me quedé en el porche un momento, sintiéndome como un tonto con la pistola envuelta en una toalla. A continuación, concluyendo que obviamente el asunto estaba decidido mucho antes de que llegaran a Maine, me metí también en casa.
Los acompañé a la habitación desocupada, donde el mobiliario se reducía a un colchón en el suelo y un armario viejo.
– Dios mío -dijo Ángel-. Esto es el Hilton de Hanoi. Si golpeamos las tuberías con los nudillos, más vale que conteste alguien.
– ¿Vas a proporcionarnos sábanas o tendremos que asaltar a unos borrachos y robarles los abrigos? -preguntó Louis.
– Yo no pienso dormir aquí -declaró Ángel con gran rotundidad-. Si me han de comer las ratas, las muy hijas de puta tendrán que tomarse la molestia, como mínimo, de trepar a una cama.
Volvió a apartarme para abrirse paso y, al cabo de unos segundos, le oí decir:
– Eh, ésta ya es otra cosa. Nos la quedamos.
Llegó el inconfundible sonido de unos brincos sobre mi cama. Louis me miró.
– Quizá, después de todo, necesites esa pistola -dijo y, encogiéndose de hombros, se encaminó hacia el ruido de muelles.
Cuando por fin los saqué de mi habitación y telefoneé al guardamuebles Kraft de Gorham Road para que me trajeran a casa algún que otro mueble, incluida una cama, nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina y esperé a que me contaran qué hacían allí. Había empezado a llover: gotas frías y duras que anunciaban nieve.
– Somos tus hadas madrinas -explicó Ángel.
– No sé si eso debería interpretarse de manera tan literal -contesté.
– A lo mejor es que simplemente nos hemos enterado de que éste es el sitio donde hay que estar -prosiguió Ángel-. Todo aquel que es alguien está aquí en estos momentos. Tomemos por ejemplo a Tony Celli, a los federales, a los paletos de por aquí, o a esos asiáticos muertos. Joder, este pueblo es como la ONU pero con armas.
– ¿Qué sabéis? -pregunté.
– Pues que ya has empezado a cabrear a la gente -respondió-. ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Un fulano con labio leporino intentó educarme con una picana y luego me reacomodó el nacimiento del pelo con el zapato.
Ángel hizo una mueca de compasión.
– Los fulanos con labio leporino son así: quieren compartir sus defectos físicos con todo el mundo.
– Ése es Mifflin -dijo Louis-. ¿Lo acompaña otro tipo, uno que tiene la cabeza como si le hubiera caído encima una caja fuerte y la caja fuerte hubiera salido perdiendo?
– Sí -contesté-. Pero ése no me dio patadas.
– Quizá sea porque el mensaje llegó a medio camino entre el cerebro y el pie y se olvidó de adónde iba. Se llama Berendt. No es más tonto porque no se entrena. ¿Tony el Limpio estaba con ellos? -Mientras hablaba, sostenía en equilibrio uno de mis cuchillos de trinchar en la yema del dedo índice y se entretenía lanzándolo al aire y atrapándolo por el mango. Como truco, no estaba nada mal. Si el circo venía al pueblo, tenía un puesto asegurado.
– Se alojaban en el Regency -informé-. Llegué a visitar la habitación de Tony.
– ¿Era bonita? -preguntó Ángel, y pasó una mano con toda intención por debajo de la mesa y examinó el polvo acumulado en las yemas de los dedos.
– Sí, preciosa, si dejamos de lado las patadas en la cabeza y las descargas eléctricas.
– El muy cabrón. Deberíamos obligarlo a alojarse en esta casa. Un poco de miseria le serviría para recordar sus raíces.
– Si vuelves a criticar mi casa, dormirás en el jardín.
– Seguro que está más limpio -masculló- y que no hace tanto frío.
Louis tamborileó suavemente en la mesa con un dedo largo y delgado.
– He oído que una gran cantidad de dinero llegó por equivocación a esta zona. Una gran cantidad de dinero.
– Sí, eso parece.
– ¿Tienes idea de dónde está?
– Es posible. Creo que se lo apropió un tal Billy Purdue.
– Eso mismo ha llegado a mis oídos.
– ¿A través de alguien cercano a Tony Celli?
– Empleados desafectos. Opinan que ese Billy Purdue está tan muerto que alguien debería ponerle su nombre a un cementerio.
Les hablé de la muerte de Rita y Donald. Advertí que Ángel y Louis cruzaban una mirada y adiviné que aún tenían más noticias.
– ¿Billy Purdue liquidó a los hombres de Tony? -preguntó Ángel.
– A dos como mínimo, en el supuesto de que el dinero se lo llevara él, y eso es lo que suponen Tony Celli y la policía.
Louis se levantó y lavó con esmero su taza.
– Tony está metido en un lío -dijo por fin-. Intervino en cierta operación en Wall Street y el asunto acabó mal.
Yo había oído rumores de que los italianos habían entrado en Wall Street, creando empresas ficticias y contratando a agentes corruptos que las introducían en bolsa y estafaban a los inversores. Se podía ganar mucho dinero si las cosas se hacían bien.
– Tony la cagó -continuó Louis-, y ahora tenemos a un tipo cuyos días pueden contarse con los dedos de la mano.. -¿Tan grave es?
Louis dejó la taza a secar boca abajo y se apoyó contra el fregadero.
– ¿Sabes qué son los BATCP?
– Ni idea.
– Se nota que nunca has tenido dinero para invertir.
– Llevo una existencia ascética, como el padre Damián pero sin la lepra.
– BATCP -explicó Louis- es la sigla de Bonos Asociados al Tipo de Cambio Principal. Es un pagaré estructurado, una especie de bono emitido por los bancos de inversión. Lo presentan como algo seguro, pero es tan arriesgado como mantener relaciones sexuales con un tiburón. En esencia, el comprador aporta cierta suma de dinero y el beneficio se basa en los cambios en los índices de determinadas divisas. Es una fórmula, y si todo va bien, puedes forrarte.
Siempre me había fascinado que Louis fuera capaz de abandonar su jerga monosilábica de asesino a sueldo negro cuando el tema lo requería, pero me abstuve de comentarlo.
– Así que Tony Celli se cree un mago de las finanzas, y cierta gente en Boston le da crédito -prosiguió-. Se ocupa del blanqueo, hace circular mucho dinero por mediación de compañías ficticias y bancos con sede en paraísos fiscales, hasta que el dinero vuelve a las cuentas adecuadas. Trata con los contables, pero además es el primer punto de contacto para todo el efectivo. Es como la parte más fina de un reloj de arena: todo tiene que pasar a través de él para llegar a otro sitio. Y a veces Tony hace alguna que otra inversión bajo mano con dinero ajeno, o lo invierte en divisas y se queda la ganancia. A nadie le importa, siempre y cuando no se deje arrastrar por la codicia.
– A ver si lo adivino -lo interrumpí-: Tony se dejó arrastrar por la codicia.
Louis asintió con la cabeza.
– Tony se ha cansado de ser indio y ahora quiere ser jefe. Considera que para eso necesita dinero, más del que tiene. Así que habla con un representante de derivados financieros que no sabe nada de él, salvo que es un italiano con camisa a rayas y dinero que gastar, porque Tony intenta mantener sus negocios al nivel más discreto posible. El representante convence a Tony de que compre una variante de esos BATCP, vinculados a la diferencia entre el valor de ciertas divisas del sudeste asiático y un paquete de divisas varias (dólares, francos suizos, marcos alemanes, según he oído), y se embolsa la comisión. El asunto es tan peligroso que hace tictac, pero Tony compra por valor de un millón y medio de dólares, la mayor parte de los cuales no son suyos, porque también participan en el trato compañías de seguros y gestores de fondos de pensiones de la zona central del país, y Tony, erróneamente, supone que son demasiado conservadores para apostar a una mano arriesgada. Es una inversión a corto plazo, y Tony cree que tendrá su dinero sin que nadie se dé cuenta de que ha retenido el efectivo más tiempo que el de costumbre.
– ¿Y qué pasó?
– Lee los diarios. El yen cae en picado, los bancos no responden, toda la economía del sudeste asiático empieza a hacer aguas. El valor de los bonos de Tony cae un noventa y cinco por cien en cuarenta y ocho horas, y su esperanza de vida cae poco más o menos en la misma proporción. Tony manda a cierta gente para que busque al representante, y lo encuentran en la cervecería Zip City de la calle Dieciocho, riéndose de cómo le ha «arrancado la cara» a un tipo, porque en la jerga de los representantes usan esa expresión cuando le colocan a alguien un bono explosivo.
Y con estas palabras, según Louis, el representante había firmado su sentencia de muerte. Lo abordaron cuando iba al baño, lo llevaron a un sótano de Queens y lo ataron a una silla. Entonces apareció Tony, le hundió los dedos en la carne blanda bajo la barbilla y empezó a tirar. No tardó ni dos minutos en arrancarle la cara. A continuación lo metieron en un coche y, en un bosque de la parte norte del estado, lo mataron a palos.
Louis tomó de nuevo el cuchillo, lo lanzó un par de veces más de propina y volvió a dejarlo en el bloque de madera. Pese a la presión de la punta del cuchillo, no tenía sangre en la yema del dedo.
– Así que Tony está entrampado por esa cantidad, y cierta gente más poderosa que él empieza a preocuparse por el tiempo que ese dinero tarda en llegar a sus manos. De pronto, Tony tiene un golpe de suerte: un tipejo de Toronto, que está en deuda con él, le habla de cierto viejo camboyano que lleva una vida tranquila en Hamilton, al sur de la ciudad. Por lo visto, el viejo era un jemer rojo, antes subdirector del campamento Tuol Seng en Phnom Penh.
Yo había oído hablar de Tuol Seng. En otro tiempo había sido una escuela de la capital camboyana, pero los jemeres rojos la convirtieron en centro de tortura y ejecución cuando se hicieron con el poder en el país. Tuol Seng había estado bajo la dirección de un individuo de orejas grandes conocido como Camarada Deuch, que utilizó látigos, cadenas, reptiles venenosos y agua para torturar y matar quizás a unas dieciséis mil personas, incluidos muchos occidentales que se acercaron demasiado a la costa camboyana.
– Según parece, el viejo tenía amigos en Tailandia y ganaba mucho dinero bajo mano actuando como mediador en el tráfico de heroína -explicó Louis-. Tras la invasión vietnamita, desapareció, cambió de identidad y abrió un restaurante en Toronto. Su hija acababa de empezar la carrera en Boston, y fue ella el objetivo de Tony, que la secuestró y pidió al viejo un rescate para cubrir sus deudas, y un poco más. El viejo no podía acudir a la policía por su pasado, y Tony le dio setenta y dos horas para pagar, aunque por entonces su hija ya estaba muerta. El viejo reúne el dinero, manda a sus hombres a Maine para la entrega y todo se sale de madre. -Eso explicaba la presencia del agente de Toronto, Eldritch. Se lo mencioné a Louis, que levantó uno de sus delgados dedos-. Una cosa más: al mismo tiempo que tenían lugar los asesinatos, la casa del viejo en Hamilton quedó reducida a cenizas, con él, el resto de su familia y sus guardaespaldas todavía dentro. Siete personas en total. Tony quería un trabajo limpio porque es una persona limpia.
– Así que pusieron precio a la cabeza de Tony, y entonces Billy Purdue se apropia de su carta de libertad -comenté-. Por cierto, ¿quieres explicarme a qué viene esa mirada que habéis cruzado tú y Ángel? -Cuando Louis acabó de hablar, Ángel volvió a mirarlo de un modo que indicaba que aún quedaba otra noticia, y que ésta no era buena.
Louis contempló la lluvia que salpicaba la ventana.
– Tienes otros problemas aparte de Tony y la policía -respondió en voz baja. Había adoptado una expresión seria, y la de Ángel, por lo general vivaz, era reflejo de la suya.
– ¿Graves?
– Dudo que los haya peores. ¿Sabes quiénes son Abel y Stritch?
– No. ¿A qué se dedican? ¿Son fabricantes de jabón?
– Matan gente.
– Con el debido respeto, y dada la presente compañía, no son precisamente los únicos.
– A ellos les gusta.
Y durante la siguiente media hora, Louis trazó la trayectoria de los dos hombres conocidos sólo como Abel y Stritch, una carrera caracterizada por la tortura, los incendios, los gaseos, los homicidios sexuales por diversión, la violación y los malos tratos a mujeres y niños, los asesinatos a sueldo y de balde. Rompían huesos y derramaban sangre; electrocutaban y asfixiaban. Su estela serpenteaba por todo el mundo como una espiral de alambre de púas, y se extendía desde Asia y Sudáfrica hasta el centro y el sur de América, pasando por cualquier punto conflictivo donde la gente pagase por aterrorizar y matar a sus enemigos, ya fueran estos últimos guerrilleros, agentes del gobierno, campesinos, sacerdotes, monjas o niños.
Louis me habló de un incidente en Chile donde una familia sospechosa de dar refugio a indios mapuche fue identificada por agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional de Pinochet.
Los tres hijos varones de la familia, de diecisiete, dieciocho y veinte años, fueron conducidos al sótano de un bloque de oficinas abandonado, amordazados y atados a los soportes de hormigón del edificio. Luego llevaron allí a la madre y a las hermanas y, a punta de pistola, las obligaron a sentarse cara a cara frente a los hombres. Nadie habló.
A continuación, al fondo del sótano, surgió una figura de la oscuridad, un hombre calvo, pálido y achaparrado de mirada impasible. Otro hombre se quedó en la penumbra, pero de vez en cuando veían avivarse el ascua de su cigarrillo y olían el humo que exhalaba.
El hombre pálido sostenía en la mano derecha un enorme soldador de quinientos vatios, adaptado de manera que la resplandeciente punta tenía casi dos centímetros de largo y quemaba a cien o ciento cincuenta grados. Se acercó al hijo menor, le apartó la camisa y aplicó la punta al pecho, justo por debajo del esternón. El soldador chisporroteó al hundirse en el cuerpo y el olor a carne quemada llenó el sótano. El muchacho forcejeó y ahogó gritos de pánico y dolor a medida que el soldador penetraba. A esas alturas los ojos de su torturador habían cambiado, habían cobrado vida, y respiraba con un entrecortado jadeo de excitación. Con la mano libre, buscó a tientas la bragueta del pantalón del muchacho, la introdujo y le agarró los genitales mientras el soldador ascendía hacia el corazón. A la vez que éste perforaba los músculos, le apretó con más fuerza y le sonrió mientras el muchacho se convulsionaba y moría.
Las mujeres contaron a los dos hombres lo que sabían, que era poco, y los otros chicos murieron deprisa, debido tanto al agotamiento del hombre pálido como a las declaraciones de ellas.
Ahora los dos tipos se habían trasladado al norte, tan al norte como Maine.
– ¿A qué han venido? -pregunté por fin.
– Quieren el dinero -contestó Louis-. Esa clase de hombres se crea enemigos. Si hacen bien su trabajo, la mayoría de sus enemigos no vive lo suficiente para causarles el menor daño. Pero cuanto más tiempo se mantienen en el oficio, mayores son las probabilidades de que alguien se les escape. Estos dos llevan décadas matando. Ahora el tiempo corre en su contra. Y semejante cantidad de dinero contribuiría a proporcionarles un buen fondo de jubilación. Tengo la sensación de que es muy posible que te visiten, y por eso estamos aquí.
– ¿Cómo son? -pregunté, pero ya tenía mis sospechas.
– Ése es el problema. De Abel no se sabe nada, excepto que es alto y tiene el pelo canoso, casi blanco. En cambio Stritch, el torturador… El tipo es un puto fenómeno de feria: bajo, calvo, con la cabeza ancha y la boca como una herida abierta. Parece el tío Fétido pero con mal carácter.
Me acordé del curioso individuo con aspecto de trasgo que me abordó frente al hotel, el mismo que después apareció en el Java Joe's ganando prosélitos para el Señor, con su burdo dibujo de una madre y un niño y sus vagas e implícitas amenazas.
– Lo he visto -dije.
Louis se pasó la mano por la boca. Nunca lo había visto tan preocupado por la amenaza que pudiera representar alguien. En la memoria yo conservaba viva la imagen de lo ocurrido en un viejo almacén de Queens, cuando la oscuridad cobró vida y uno de los asesinos más temidos de la ciudad se alzó de puntillas, con la boca abierta de oreja a oreja, mientras Louis le hundía en la base del cráneo la hoja de su navaja. Louis no se dejaba asustar fácilmente. Le hablé del coche y del encuentro en la cafetería, y del abogado Leo Voss.
– Supongo que Voss era su punto de contacto, el tipo a quien acudía la gente cuando quería contratar a Abel y a Stritch. Si ha muerto, lo mataron ellos. Están cerrando el negocio y no quieren cabos sueltos. Si Stritch está aquí, también está Abel. No trabajan por separado. ¿No ha dado ningún otro paso?
– No. Tuve la impresión de que únicamente pretendía hacer notar su presencia.
– Sólo una persona muy especial va por ahí en el Cadillac de un muerto -comentó Ángel-. La clase de persona que quiere llamar la atención.
– O quiere atraer la atención para desviarla de otra persona -dije.
– Está vigilando -afirmó Louis-. Como, en alguna parte, lo está su compañero. Esperan a ver si puedes conducirlos hasta Billy Purdue. -Pensó por un momento-. ¿Fueron torturados la mujer y el niño?
Negué con la cabeza.
– A la mujer la estrangularon. No había indicio de otras lesiones o agresión sexual. El niño murió porque se interpuso. -Recordé la boca de Rita Ferris cuando los policías le dieron la vuelta-. Observé un detalle: el asesino le cosió los labios a la mujer con hilo negro después de matarla.
Ángel contrajo el rostro.
– No tiene sentido.
– No tiene sentido si pensamos en Abel y Stritch -coincidió Louis-. Ellos le habrían arrancado los dedos a la mujer y le habrían hecho daño al niño para averiguar qué sabía ella del dinero. Eso no parece trabajo suyo.
– Ni de Tony Celli -añadió Ángel.
– La policía cree que es posible que los matara Billy -dije-. Puede ser, pero tampoco hay razón para que él le mutilara la boca.
Guardamos silencio mientras sopesábamos lo que sabíamos. Pienso que los tres tendimos hacia la misma conclusión, pero fue Louis quien la expresó:
– Hay alguien más.
Fuera, la lluvia caía torrencialmente, martilleando en las tejas y azotando los cristales de las ventanas. Sentí frío en el hombro, o quizá fue sólo el recuerdo de aquella mano tocándome, y la voz de la lluvia pareció susurrarme en un idioma que yo no comprendía.
Un par de horas más tarde llegó un camión con parte de mis muebles y colocamos una cama en la habitación desocupada, añadimos una colcha, y quedó como un hogar lejos del hogar, siempre y cuando el hogar original no fuera demasiado lujoso. Después nos arreglamos y fuimos a Portland. Dejamos atrás las luces blancas y azules del árbol de Navidad de Congress Square y de un segundo árbol, más grande, en Monument Square. Aparcamos y entramos en el Stone Coast Brewing Company de York Street, donde Ángel y Louis bebieron cerveza de barril mientras decidíamos dónde comer.
– ¿Hay algún restaurante japonés por aquí? -preguntó Louis.
– No como pescado -contesté.
– ¿Que no comes pescado? -repitió Louis levantando la voz una octava-. ¿Qué coño quieres decir con eso de que no comes pescado? Vives en Maine. Las langostas prácticamente te dan un cuchillo y un tenedor y te invitan a que les muerdas el culo.
– Ya sabes que no como pescado -respondí con paciencia-. Es una de esas manías mías.
– Tío, no es una manía; es una fobia.
A mi lado, Ángel sonrió. Resultaba agradable salir a cenar así, actuar de ese modo, después de nuestra conversación de hacía un rato.
– Lo siento -proseguí-. Pero he excluido de mi dieta cualquier cosa con más de cuatro patas, o sin patas. Estoy seguro de que tú incluso te comes los pulmones de los cangrejos.
– Los pulmones, lo mejor del cangrejo…
– Lo mejor no es eso, Louis; lo mejor es el contenido de su aparato digestivo. ¿Por qué crees que es amarillo?
Louis hizo un gesto de despreocupación.
– En todo caso, el sushi no lleva mierda de cangrejo.
Ángel apuró la cerveza.
– En esto coincido con Bird -dijo-. La última vez que estuve en Los Ángeles comí en un restaurante japonés. Prácticamente me comí todo aquello que tuviera agallas. Al salir, eché un último vistazo al escaparate: el local había sido clasificado con una «C», la categoría más baja que otorga el Departamento de Sanidad. ¡Una puta «C»! Podría comer en una hamburguesería clasificada con una «C», y lo peor que cabría esperar sería una dosis de la Venganza de Ronald McDonald, pero un restaurante japonés clasificado con una «C»… Tío, esa comida puede matarte. El maldito pescado era tan malo que casi sacó una pistola e intentó robarme la cartera.
Louis hundió la cabeza entre las manos y rezó a quienquiera que rezase la gente como Louis: Smith & Wesson, quizá.
Comimos en el Tony's Thai Taste de Wharf Street, en el Puerto Antiguo. Casualmente, sentados a tres mesas de nosotros, estaban Samson y Doyle, los dos federales que había visto en el apartamento de Rita Ferris, y el policía de Toronto, Eldritch. Nos lanzaron miradas de interés pero poco cordiales y siguieron con su curry rojo.
– ¿Amigos tuyos? -preguntó Ángel.
– Los federales más su pariente llegado de más al norte de la frontera.
– Los federales no tienen ninguna razón para que les caigas bien, Bird. Aunque tampoco necesitan razones para que la gente les caiga mal.
Llegó nuestra comida: un pollo Paraíso para Louis y dos especialidades de la casa para Ángel y para mí, a base de ternera con pimientos, piña y guisantes, sazonados con limoncillo, ajo y chile. Louis percibió el olor del ajo y arrugó la nariz. Deduje que nadie nos daría un beso de buenas noches.
Comimos en silencio. Los federales y Eldritch se marcharon antes de que acabáramos. Me dio la impresión de que volvería a tener noticias de ellos. Cuando se fueron, Louis se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta y terminó su cerveza Tsing-Tsao.
– ¿Tienes un plan de ataque en el asunto de Billy Purdue?
Me encogí de hombros.
– He preguntado por ahí, pero se lo ha tragado la tierra. Una parte de mí me dice que sigue aquí, pero otra me dice que posiblemente se haya marchado al norte. Si está en apuros, quizá vaya al encuentro de alguna de las personas que lo trataron bien en el pasado, y no son muchas. Hay un hombre cerca del lago Moosehead, en un pueblo que se llama Dark Hollow. Fue el padre de acogida de Billy Purdue durante un tiempo. Tal vez sepa algo o haya tenido noticias suyas.
Les conté la conversación que tuve con Willeford en el bar y también que desde entonces había desaparecido.
– También tengo pensado visitar a Cheryl Lansing para ver si puede añadir algo a lo que le dijo a Willeford.
– Parece que todo esto te ha despertado la curiosidad -comentó Ángel.
– Es posible, pero…
– ¿Pero?
Por mucho que confiara en él, no deseaba hablarle de mi experiencia de la noche anterior. Esas cosas rayaban en la locura.
– Pero estoy en deuda con Rita y su hijo, y parece que, por alguna razón, otros han decidido implicarme me guste o no.
– ¿No sucede siempre así?
– Sí. -Me llevé la mano a la cartera, saqué la factura de la empresa de mudanzas, la agité con un gesto elocuente ante Ángel y repetí-: ¿No sucede siempre así?
Sonrió.
– Adopta esa actitud y puede que no nos vayamos nunca.
– Ni se te ocurra, Ángel -advertí-. Y paga tú la cuenta. Es lo mínimo que puedes hacer.
Me desperté tarde y me preparé para la visita a Bangor. Ángel y Louis seguían en la cama, así que fui hasta Oak Hill con la intención de entrar en el banco y retirar dinero para el viaje al norte. Cuando acabé, tomé por Old Country Road y luego por Black Point Road y, dejando atrás la sandwichería White Caps, llegué a Ferry Road. A mi izquierda estaba el campo de golf, a mi derecha, las casas de veraneo, y frente a mí el aparcamiento donde habían muerto aquellos hombres. La lluvia se había llevado las pruebas, pero en una de las barreras flameaban aún, agitados por el viento que soplaba desde el mar, jirones de la cinta utilizada para acordonar la escena del crimen.
Mientras observaba el lugar, un automóvil se detuvo detrás de mí, un coche patrulla con uno de los policías de Prouts Neck al volante.
– ¿Le pasa algo? -preguntó al salir del vehículo.
– No, sólo estaba mirando -contesté-. Vivo un poco más allá, en Spring Street.
Me miró de arriba abajo y asintió.
– Ahora le reconozco. Perdone, pero después de lo que ocurrió aquí, tenemos que ir con cuidado.
Le quité importancia con un gesto, pero él parecía tener ganas de conversar. Era joven, desde luego más joven que yo, con el pelo de color paja y una mirada seria y amable.
– Un asunto extraño -comentó-. Normalmente, éste es un sitio tranquilo y apacible.
– ¿Es usted de por aquí? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– No. Soy de Flint, Michigan. Me trasladé al Este cuando la General Motors nos la jugó, y aquí empecé de cero. El mejor cambio que he hecho en la vida.
– Bueno, esto no ha sido siempre tan apacible.
Mi abuelo era capaz de remontarse en su árbol genealógico hasta mediados del siglo XVII, quizá dos décadas después de la fundación de Scarborough en 1632 o 1633. Por esas fechas, toda la zona se llamaba Black Point, y en dos ocasiones la gente abandonó el poblado por los ataques de los nativos. En 1677 los wabanaki asaltaron el fuerte inglés de Black Point dos veces y mataron a más de cuarenta soldados ingleses y a una docena de sus aliados indios de la misión protestante de Natick, cercana a Boston. A unos diez minutos en coche de donde nos encontrábamos estaba Massacre Pond, donde, en 1713, Richard Hunnewell y otros diecinueve hombres murieron en una incursión india.
Ahora, con sus casas de veraneo y su club náutico, su reserva ornitológica y sus pistas de tenis, era fácil olvidar que aquello había sido en otro tiempo un lugar conflictivo y violento. Allí había sangre bajo la tierra, una capa tras otra, como las marcas dejadas en la superficie de las rocas por mares que dejaron de existir cientos de millones de años antes. A veces tenía la sensación de que los lugares conservaban recuerdos -casas, tierras, pueblos, montañas, todos ellos habitados por los fantasmas de experiencias pasadas- y que la historia tendía a repetirse de tal manera que uno podía llegar a pensar que en ocasiones estos lugares actuaban igual que imanes, atrayendo la mala fortuna y la violencia como si éstas fueran limaduras de hierro. Visto así, una vez que en un sitio se había derramado mucha sangre, existían grandes probabilidades de que volviera a derramarse.
Si eso era cierto, no era de extrañar que ocho hombres hubieran perdido allí la vida de modo tan cruento. No era de extrañar ni mucho menos.
Cuando regresé a casa tosté unos panecillos, preparé café como acompañamiento y desayuné tranquilamente en la cocina mientras Louis y Ángel se duchaban y se vestían.
La noche anterior habíamos decidido que Louis se quedaría en la casa y que quizás iría a echar un vistazo a Portland por si encontraba algún indicio de la presencia de Abel y Stritch. En caso de que sucediera algo mientras estábamos fuera, podía telefonearme al móvil para informarme.
De Portland a Bangor hay doscientos kilómetros por la I-95. Durante el viaje, Ángel inspeccionó con impaciencia mi colección de cintas de casete, escuchando una o dos canciones de cada cinta y tirándola al asiento de atrás. Los Go-Betweens, los Triffids, los Gourds Out Of Austin, Jim White, Doc Watson, todos acabaron en el montón, hasta que el coche empezó a parecer la pesadilla de un hombre de la industria discográfica. Puso una cinta de Lambchop y los suaves y tristes acordes de I Will Drive Slowly inundaron el coche.
– ¿Tú qué dirías que es esto? -preguntó Ángel.
– Country alternativo -contesté.
– Eso es cuando tu camión arranca, tu mujer regresa y tu perro resucita -comentó con sorna.
– Si Willie Nelson te oyera hablar así, te daría unos azotes en el trasero.
– ¿Es el mismo Willie Nelson al que una vez su mujer envolvió y ató con una sábana y luego lo dejó inconsciente a golpes de escoba? Si ese tarado viene a por mí, te aseguro que podré arreglármelas solo.
Finalmente nos conformamos con un debate sobre las noticias locales en la PBS. Hablaron del topógrafo de una compañía maderera al que por lo visto se daba por desaparecido en el norte, pero no presté mucha atención.
En Waterville salimos de la autopista y paramos a comer y a tomar un café. Ángel jugueteó con las migajas de las galletas saladas mientras esperábamos la cuenta. Tenía algo en mente, y no tardó en salir a la luz.
– ¿Recuerdas cuando te pregunté por Rachel en Nueva York? -dijo por fin. -Sí.
– No tenías muchas ganas de hablar del tema.
– Sigo sin tenerlas.
– Quizá te convendría.
Siguió un silencio. Me pregunté cuándo habrían comentado Louis y Ángel la relación entre Rachel y yo, y supuse que habían tratado el asunto más de una vez. Cedí un poco.
– No quiere verme -dije.
Ángel apretó los labios.
– ¿Y tú cómo te sientes al respecto?
– ¿Vas a cobrarme esto por horas?
Me lanzó una migaja.
– Tú contesta.
– No muy bien, pero, la verdad, tengo otras cosas en la cabeza.
Ángel me miró por un instante y volvió a desviar la vista.
– Una vez telefoneó para preguntar cómo estabas, ¿lo sabías?
– ¿Os llamó a vosotros? ¿De dónde sacó vuestro número de teléfono?
– Salimos en la guía.
– No, no es verdad.
– Entonces debimos de dárselo.
– Sois tan serviciales… -dije con un suspiro, y me froté la cara con las manos-. No sé, Ángel, la relación se estropeó. Además, puede que yo aún no esté preparado; le doy miedo. Fue ella quien me apartó de su vida, ¿recuerdas?
– Á ti no te hace falta mucho para dejarte apartar.
Llegó la cuenta, y coloqué encima un billete de diez y varios de uno.
– Sí, en fin…, tuve mis razones. Igual que ella.
Me puse en pie, y Ángel se levantó también.
– Quizá -dijo-. La lástima es que a ninguno se os ocurriera una sola buena razón para estar juntos.
Cuando volvimos a la I-95, Ángel se desperezó satisfecho en el asiento y, al hacerlo, la manga de su amplia camisa se le deslizó hasta el codo. En el brazo, una cicatriz blanca e irregular discurría desde la sangría hasta tres o cuatro centímetros de la muñeca. Medía unos quince centímetros, y no me explicaba cómo era posible que no la hubiese visto antes, pero, pensando en ello, caí en la cuenta de que se debía a diversos factores: al hecho de que Ángel rara vez llevase sólo una camiseta, y cuando se daba esa circunstancia, fuese siempre una camiseta de manga larga; a mí propio ensimismamiento cuando íbamos tras el Viajante en Lousiana, y a la reticencia de Ángel a hablar de sus penalidades pasadas.
Me sorprendió observando la cicatriz y se sonrojó, pero no intentó ocultarla de inmediato. En lugar de eso se la quedó mirando también y guardó silencio, como si recordara el momento en que se produjo.
– ¿Quieres saberlo? -preguntó.
– ¿Quieres contarlo?
– No especialmente.
– Pues no lo cuentes.
Tardó un rato en contestar y por fin dijo:
– Parece que te preocupa, así que quizá tengas derecho a saberlo.
– Si me dices que siempre has estado enamorado de mí, paro el coche y sigues a pie hasta Bangor.
Ángel soltó una carcajada.
– Estás en fase de negación.
– No te imaginas hasta qué punto.
– En todo caso, tampoco eres tan guapo. -Se acarició la cicatriz con el índice de la mano derecha-. Has estado en Rikers, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Yo había visitado la isla de Rikers en el transcurso de algunas de mis investigaciones. También había estado allí mientras Ángel cumplía condena cuando otro recluso llamado William Vance lo amenazó de muerte e intervine. Vance ya había muerto. Murió en octubre, tras una larga agonía a causa de las lesiones internas producidas por un detergente que unas personas no identificadas le obligaron a tragar al descubrir que era sospechoso de un crimen sexual por el que nunca sería juzgado por falta de pruebas. Yo suministré la información que indujo a actuar a sus agresores. Lo hice para salvar a Ángel, y Vance no fue una gran pérdida para el mundo, pero su muerte me pesaba aún en la conciencia.
– La primera vez que Vance me atacó, le rompí un diente de un puñetazo -explicó Ángel en voz baja-. Llevaba días amenazándome, diciéndome que iba a joderme de mala manera. Aquel cabrón me la tenía jurada, ya lo sabes. No fue un golpe brutal ni mucho menos, pero un carcelero lo encontró sangrando y a mí de pie ante él, y me cayeron veinte días en el chopano.
El «chopano» era la celda de castigo: veintitrés horas encerrado y una hora para hacer ejercicio en el patio. El patio era básicamente una jaula, no mucho mayor que una celda, y los reclusos permanecían esposados mientras caminaban. El patio tenía aros de baloncesto, pero, aun en el supuesto de que alguien pudiera jugar esposado, no había pelotas. Lo único que los presos podían hacer era pelearse, y por lo común eso era lo que hacían cuando los dejaban salir.
– Yo no salía de la celda casi nunca -explicó Ángel-. A Vance, por la herida en la boca, le habían caído sólo diez días, y supe que me esperaba fuera. -Guardó silencio por un momento y se mordió el labio inferior-. Piensas que va a ser fácil…, ya sabes, paz y tranquilidad, horas de sueño, a salvo la mayor parte del tiempo…, pero no lo es. No puedes llevarte nada allá adentro. Te quitan la ropa y te dan tres monos. No puedes fumar, pero yo pasé de culero casi todo un paquete de tabaco en tres condones y me lo fumé liado con papel higiénico. -«Pasar de culero» significaba introducir clandestinamente algo oculto en el recto-. Me acabé el tabaco en cinco días, y nunca volví a fumar. Después de aquellos cinco días en semejante celda, ya no resistía más: el ruido, los gritos. Es una tortura psicológica. Salí al patio por primera vez y Vance vino derecho a mí, me golpeó en la cabeza con los puños y empezó a darme patadas en el suelo. Recibí cinco o quizá seis de lleno antes de que se lo llevaran, pero yo supe que no podía aguantar más tiempo en aquel lugar. Me sería imposible.
«Después de la paliza me trasladaron a la enfermería. Donde me examinaron, decidieron que no tenía nada roto y me enviaron otra vez al chopano. Me llevé un tornillo, de unos ocho centímetros de largo, que había desenroscado de la base del botiquín. Y cuando me metieron en la celda y se apagaron las luces, intenté cortarme. -Movió la cabeza en un gesto de negación y, por primera vez desde que inició el relato, sonrió-. ¿Has intentado alguna vez cortarte con un tornillo?
– La verdad es que no.
– Pues no es nada fácil. Los tornillos no se diseñaron con esa finalidad concreta. Tras muchos esfuerzos, conseguí provocarme una hemorragia considerable, pero si esperaba morir desangrado, aquello iba para largo, y seguro que antes ya habían vencido los veinte días de condena allí. El caso es que me sorprendieron destrozándome el brazo y me llevaron otra vez a la enfermería. Entonces fue cuando te llamé.
«Después de unas cuantas conversaciones, un perfil psicológico y lo que fuera que tú les contases, volvieron a dejarme entre la población general. Dieron por sentado que no haría daño a nadie, excepto, quizás, a mí mismo, y necesitaban el chopano para alguien que lo mereciese más.
Yo hablé con Vance poco después, antes de que cumpliese su periodo de aislamiento, y le dije lo que sabía de él y lo que diría a los otros reclusos si se acercaba a Ángel. No sirvió de nada, y tan pronto como salió, intentó matar a Ángel en las duchas. A partir de ese momento era hombre muerto.
– Si hubieran vuelto a meterme en el chopano, habría encontrado la manera de suicidarme -concluyó Ángel-. Con tal de acabar con aquello, quizás incluso me habría dejado matar por Vance. Hay ciertas deudas que nunca se pagan, Bird, y a veces eso no es malo. Louis lo sabe, y yo lo sé. El hecho de que tú hagas lo que haces porque es lo correcto facilita las cosas a la hora de ponerse de tu lado, pero si decides que quieres volar el Congreso, Louis encontrará la manera de encender la mecha y yo le echaré una mano mientras lo hace.
Cheryl Lansing vivía en una casa blanca y pulcra de dos plantas, en el extremo oeste del propio Bangor, rodeada de césped bien cuidado y de pinos de veinte años. Era un barrio antiguo con viviendas de aspecto próspero y coches nuevos a la entrada. Ángel se quedó en el Mustang mientras yo llamaba al timbre. Nadie contestó. Ahuecando las manos en torno a los ojos, escruté a través del cristal, pero dentro no se advertía el menor movimiento.
Di un rodeo a la casa y entré en un jardín alargado con una piscina cerca de la casa. Ángel me acompañó.
– Mediar en la adopción de niños debe de ser un negocio muy rentable -comentó. Sonriendo, agitó una cartera negra, de unos quince centímetros de largo por cinco de ancho: las herramientas de su oficio-. Por si acaso.
– Estupendo. Si aparece la policía local les diré que, como buen ciudadano que soy, te he detenido en un acto cívico.
En la parte trasera de la casa había un anexo acristalado que permitía a Cheryl Lansing contemplar su verde césped en verano y ver caer la nieve en invierno. Hacía tiempo que no limpiaban la piscina, y no estaba tapada. Tenía el fondo en pendiente y parecía poco profunda, un metro en un extremo y dos o dos y medio en el otro, pero estaba llena de hojas y tierra.
– Bird.
Me acerqué al lugar desde donde Ángel observaba el interior de la casa. A un lado había un módulo de cocina y enfrente una gran mesa de roble con cinco sillas; detrás, una puerta comunicaba con la sala de estar. En la mesa había tazas, platos, una cafetera y un surtido de madalenas y panecillos, con un frutero en el centro. Incluso desde allí vi el moho en la comida.
Ángel se sacó un par de guantes del bolsillo e intentó deslizar la puerta de corredera. Se abrió sin mayor esfuerzo.
– ¿Quieres echar un vistazo?
– Será mejor.
Dentro olía a leche agria y a comida pasada. Atravesamos la cocina y entramos en la sala de estar, amueblada con mullidos sofás y sillones de tapicería rosa floreada. Busqué abajo mientras Ángel recorría las habitaciones del piso superior. Cuando me llamó, me hallaba ya en la escalera para seguirlo arriba.
Ángel se encontraba en lo que obviamente era un pequeño despacho, con un escritorio de madera oscura, un ordenador y un par de archivadores. Los estantes de la pared alojaban una serie de carpetas de fuelle, cada una marcada con un año. Las carpetas de 1965 y 1966 habían sido retiradas de su correspondiente estante y el contenido se encontraba esparcido por el suelo.
– Billy Purdue nació a principios del sesenta y seis -susurré.
– ¿Crees que ha venido de visita?
– Alguien ha venido, eso está claro.
Me pregunté hasta qué punto deseaba Billy Purdue conocer sus orígenes. ¿Tanto como para presentarse allí y revolver el despacho de una anciana con el fin de averiguar qué sabía ella?
– Mira en los archivadores -propuse a Ángel-. Luego busca en esas carpetas por si aún queda algo que pueda rescatarse en relación con Billy Purdue. Yo voy a echar otro vistazo a la casa para ver si se les ha pasado por alto algún detalle.
Asintió y volví a recorrer la casa, registré los dormitorios, el cuarto de baño y finalmente otra vez las habitaciones del piso de abajo. En la mesa de la cocina había cuatro servicios -dos con tazas de café, dos con vasos de leche agria-; dispuestos como los puntos cardinales, rodeaban la fruta podrida.
Regresé al jardín. En el extremo este había un cobertizo, y un candado abierto colgaba del pasador. Me acerqué, saqué un pañuelo del bolsillo y descorrí el pasador. Dentro encontré sólo un cortacésped de gasolina, macetas, semilleros y un surtido de herramientas de jardinería de mango corto. En los estantes había viejos botes de pintura y tarros con brochas y clavos. Una jaula vacía pendía de un gancho en el techo. Cerré el cobertizo y me encaminé de nuevo hacia la casa.
En ese momento se levantó la brisa y agitó las ramas de los árboles y la hierba a mis pies. Arrastró las hojas de la piscina vacía, que se movieron suavemente unas sobre otras con un nítido susurro. Entre los tonos verdes, pardos y amarillentos del lado más profundo, asomó algo de color rojo intenso.
Me acuclillé al borde de la piscina y observé. Se trataba de la cabeza de una muñeca, coronada por una mata de pelo rojo. Distinguí un ojo de cristal y el contorno de unos labios de color rubí. La piscina era ancha, y por un momento pensé en regresar al cobertizo y buscar una herramienta lo bastante larga para alcanzar la muñeca, pero no recordé nada que pudiera servirme. Por supuesto, era muy posible que la muñeca no tuviese la menor importancia. Los niños perdían cosas continuamente en los sitios más extraños. Pero muñecas… Por lo general cuidaban sus muñecas. Jennifer tenía una llamada Molly, de espeso pelo oscuro y boca con un mohín de actriz de cine; solía sentarla a su lado a la mesa y la muñeca se quedaba contemplando la comida con mirada vacía. Molly y Jenny, amigas para siempre.
Me dirigí hacia el extremo de la piscina más próximo a la casa, donde unos peldaños conducían a la parte menos profunda; el último escalón estaba oculto bajo las hojas. Bajé y pisé con cuidado el fondo de la piscina, pues temía resbalar en la pendiente. A medida que avanzaba, el cúmulo de hojas era más profundo. Primero me cubrieron las punteras de los zapatos, luego los bajos del pantalón y después las rodillas. Cuando ya estaba cerca, me llegaban a la altura de medio muslo y percibía una sensación de humedad a causa de la vegetación podrida y el agua que me calaba los zapatos. Avanzaba con cautela a causa de los resbaladizos azulejos y porque la pendiente era cada vez más pronunciada.
El ojo de cristal miraba al cielo, y el otro lado de la cara de la muñeca quedaba escondido bajo las hojas marrones y la tierra. Alargué el brazo con cuidado, hundí la mano entre las hojas y levanté la cabeza de la muñeca. Al sacar la muñeca, las hojas cayeron, y el ojo derecho, cerrado hasta ese momento por la presión, se abrió suavemente. Poco a poco apareció la blusa, que era azul, y a continuación la falda, de color verde. Las rodillas regordetas estaban sucias de barro y restos de vegetación descompuesta.
El cuerpo entero de la muñeca salió de entre las hojas con un débil sonido de succión, y salió también algo más. Una mano pequeña, tumefacta y moteada con los colores del invierno por efecto de la descomposición aferraba las piernas de la muñeca. Dos uñas habían empezado a soltarse y las grietas de la piel dejaban a la vista largos músculos estriados. En el codo, sobre una gran ampolla de gas, vi el extremo de una manga podrida, el precioso color rosa original ahora casi negro por el moho, la tierra y la sangre seca.
Retrocedí instintivamente sin soltar la muñeca y, en un momento de conmoción y miedo, sentí que resbalaba en los azulejos del fondo de la piscina. Caí de espaldas entre las hojas y mis pies toparon contra algo blando, húmedo y poco firme. Con hojas en la boca y el hedor de la descomposición en la nariz, vi levantarse a la niña, impulsada por mí al forcejear con las piernas y tirar de la muñeca. Vi el pelo mojado, la piel gris y unos ojos que parecían leche a medida que me deslizaba hacia abajo, intentando hacer pie por todos los medios. Presa del pánico solté la muñeca y, en un impulso, aparté de un empujón el cuerpo de la niña y su olor quedó impregnado en mi mano mientras volvía a hundirse entre las hojas. Y de pronto una figura más pesada frenó mi caída, noté unos dedos muertos en la pantorrilla y supe que estaban todos allí, bajo las hojas descompuestas, podredumbre sobre podredumbre, y que si seguía sumergiéndome bajo aquellas hojas, los vería y quizá ya nunca me levantaría.
Otra mano agarró la mía, y oí que Ángel me gritaba:
– ¡Bird, tranquilo! ¡Tranquilo!
Alcé la vista y descubrí que me hallaba casi en el lado derecho de la piscina. Con la ayuda de Ángel me agarré al borde y me encaramé. A rastras, me aparté de la piscina y me tendí en el césped húmedo y frío restregando las manos contra la hierba una y otra vez, una y otra vez, en un vano y terrible esfuerzo por quitarme de los dedos el olor de aquella pobre niña perdida.
– Están ahí abajo -dije-. Están todos ahí abajo.
Ángel telefoneó a Louis y luego yo avisé a la policía de Bangor. Ángel se marchó antes de que llegaran; con sus antecedentes, su presencia no habría hecho más que complicar las cosas. Le dije que tomara un taxi, se registrara en el Days Inn junto a las grandes galerías comerciales Bangor, a las afueras de la ciudad, y que me esperase allí. Después me quedé junto a la piscina, donde el cabello y la blusa de la niña se veían claramente entre las hojas agitadas por el viento, y esperé a la policía.
Me reuní con Ángel en el Days Inn cuatro horas más tarde. Informé a la policía de todo, incluso del hecho de que había registrado la casa. Eso no les complació demasiado, pero Ellis Howard, a regañadientes, respondió por mí desde Portland y luego pidió que me pusieran con él al teléfono.
– ¿Así que no me ocultabas nada? -El auricular casi vibró por la intensidad de su ira-. Debería haber dejado que te encerrasen por alterar la escena de un crimen.
No tenía sentido pedir disculpas, así que no lo hice.
– Willeford me habló de Cheryl Lansing. Ella hizo de mediadora en la adopción de Billy Purdue. Me la encontré con Rita Ferris un par de noches antes del asesinato de ésta y Donald.
– Primero su mujer y su hijo, ahora esta mujer relacionada con la adopción. Da la impresión de que Billy Purdue está resentido contra el mundo.
– En realidad no piensa eso, Ellis.
– ¿Y qué carajo sé yo lo que pienso? Si quieres defender causas perdidas, vete a defenderlas a otra parte. Aquí estamos hasta la coronilla.
Su indignación era tal que sólo consiguió colgar tras tres ruidosos intentos. Di el número de mi móvil a la policía de Bangor y me ofrecí a ayudar en lo que fuese.
En la piscina había cuatro cadáveres. Cheryl Lansing se hallaba en la parte más profunda, bajo el cuerpo de su nuera Louise. Sus dos nietas, Sophie y Sarah, estaban un poco más allá, las dos en camisón. Las habían cubierto con hojas procedentes de todo el jardín y con mantillo de detrás del cobertizo.
Las habían degollado a las cuatro, de izquierda a derecha. Además, Cheryl Lansing tenía la mandíbula desencajada por un golpe en el lado izquierdo de la cara, y su boca presentaba una extraña expresión cuando los sanitarios que trabajaban en la piscina vacía dejaron a la vista su cabeza. Y mientras yacía aún allí abajo, cubierta por el cuerpo de su nuera y boquiabierta, quedó claro que el asesino había perpetrado una última vejación en su cuerpo.
A Cheryl Lansing le habían arrancado la lengua antes de morir.
Si Cheryl Lansing estaba muerta, alguien -Billy Purdue, Abel y su compañero Stritch, o un individuo todavía sin identificar-seguía los pasos de la vida de Billy, unos pasos que ahora parecían guardar relación con la investigación frustrada de sus orígenes que había iniciado Willeford. Decidí continuar hacia el norte. Ángel se ofreció a acompañarme, pero preferí que tomara un vuelo a Portland a la mañana siguiente mientras yo seguía con el Mustang.
– ¿Bird? -preguntó cuando puse el motor en marcha-. Me has hablado de Billy Purdue, de su mujer y de su hijo; pero no entiendo una cosa: ¿cómo acabó ella con un tipo como ése?
Me encogí de hombros. Rita Ferris procedía de una familia disfuncional, supuse, y al parecer había repetido el ciclo creando su propia familia disfuncional con Billy Purdue. Pero no era tan simple: en Rita había algo bueno, algo que había permanecido intacto e incorrupto pese a todo lo que le había ocurrido. Quizá, sólo quizá, creyó ver algo parecido en Billy y pensó que si encontraba ese lado bueno en él y despertaba su sensibilidad, podría salvarlo, conseguir que él la necesitará tanto como ella lo necesitaba a él, convencida de que amor y necesidad eran lo mismo. Una legión de esposas maltratadas y de amantes apaleadas, de mujeres maltrechas y niños desdichados podría haberle dicho que se equivocaba, que existe una pertinaz ceguera en la idea de que una persona puede redimir a otra. La gente debe redimirse a sí misma, pero algunos no desean la redención, o no la reconocen cuando ésta arroja su luz sobre ellos.
– Lo quería -dije por fin-. En definitiva, ese amor era lo único que tenía para dar, y necesitaba darlo.
– Como respuesta, no es gran cosa.
– Ángel, yo no tengo las respuestas, sino distintas formas de expresar las mismas preguntas.
A continuación, salí del aparcamiento y fui hasta el cruce de la I-95 y la 15, donde tomé dirección norte, hacia Dover-Foxcroft, y Greenville y Dark Hollow. Al volver la vista atrás, advierto que ésa fue la primera etapa de un viaje que me obligaría a enfrentarme no sólo con mi pasado, sino también con el de mi abuelo; que perturbaría a viejos fantasmas que supuestamente descansaban desde hacía mucho, y que me conduciría en último extremo cara a cara ante algo que llevaba mucho tiempo aguardando en la oscuridad de los Grandes Bosques del Norte.
Durante buena parte de su historia, Maine fue poco más que un puñado de pueblos de pescadores enclavados en la costa atlántica. Frente a esa costa, bajo el mar, yacen los restos de otro mundo, un mundo que dejó de existir al crecer las aguas. Maine tiene un litoral sumergido: sus islas fueron en otro tiempo montañas, y ahora campos olvidados forman el lecho oceánico. Su pasado está inmerso en el mar, a muchas brazas de profundidad, inaccesible a la luz del sol.
Así pues, el presente surgió al borde mismo del precipicio del pasado, y la gente se aferró a la costa de la región. Pocos se atrevieron a adentrarse en el inhóspito territorio interior, a excepción de los misioneros franceses dispuestos a llevar el cristianismo a las tribus -que nunca fueron muchos más de tres mil, y en su mayoría vivieron también en la costa-, o los tramperos que pretendían ganarse la vida con el comercio de pieles. La tierra que cubría el lecho rocoso costero era buena y fértil, y los indios la cultivaron utilizando pescado podrido como abono, cuyo olor se mezclaba con los aromas de las rosas silvestres y la siempreviva azul. Más tarde aparecieron las salinas, la pesca de la almeja en las marismas y los enormes almacenes donde se guardaba el hielo de Maine antes de exportarlo a los lugares más recónditos del planeta.
Sin embargo, conforme se descubría la riqueza del bosque, los colonos se adentraban cada vez más al norte y al oeste. Por orden del rey, talaron los pinos blancos que a treinta centímetros del suelo medían más de sesenta centímetros de diámetro para utilizarlos como mástiles de sus barcos. Los mástiles de la nave Victory del almirante Nelson, que luchó contra la armada de Napoleón en la batalla de Trafalgar, crecieron en Maine.
Pero sólo a principios del siglo XIX, cuando se comprendieron las posibilidades económicas que representaban los bosques de Maine, se exploró y reconoció completamente el interior, hasta llegar a los Grandes Bosques del Norte. Se construyeron aserraderos en medio del bosque para producir papel, pulpa y listones. Las goletas remontaron el Penobscot para cargar la madera de pino y picea que había sido transportada corriente abajo desde los confines más lejanos del norte. Los aserraderos se sucedían en las márgenes del río, como también a orillas del Merrimack, el Kennebec, el Saint Croix y el Machias. Muchos perdieron la vida luchando por liberar los troncos atascados en el agua o por mantener unidos miles de metros cúbicos de madera, hasta que la era del transporte industrial por río llegó a su fin en 1978. El terreno se remodeló para satisfacer las necesidades de los magnates madereros: se alteró el curso de los ríos, se construyeron presas y pantanos. Los incendios causaron estragos en las estelas secas que dejaron atrás los leñadores y torrentes enteros quedaron desprovistos de vida a causa del serrín residual. La primera generación de pinos había desaparecido hacía dos siglos; los siguientes fueron las hayas, los arces y los robles.
En la actualidad gran parte de la región norte es bosque industrial propiedad de las compañías madereras y los camiones recorren las carreteras cargados de troncos recién cortados. Las compañías abren zanjas a través de hectáreas de bosque en invierno, talan todos los árboles a su paso y los apilan durante los meses de marzo y abril. La madera es la principal fuente de riqueza del estado, e incluso mi abuelo, como muchos otros en la costa, plantaba piceas y abetos para cortarlos y venderlos desde primeros de noviembre hasta mediados de diciembre como árboles de Navidad.
No obstante, aún quedan unos cuantos lugares donde el bosque maduro continúa intacto, con senderos abiertos por los animales y excrementos de alce que guían hasta apartados abrevaderos alimentados por cascadas cuyas aguas se precipitan entre rocas, piedras y árboles caídos. Ésta es una de las últimas regiones donde habitaron lobos, pumas y caribús. Quedan aún cuatro millones de hectáreas deshabitadas en Maine y el estado es ahora más verde que hace cien años, cuando el agotamiento de la fina capa de tierra provocó la decadencia de la agricultura y el bosque reclamó el terreno, como es su costumbre, y los muros que en otro tiempo daban cobijo a familias enteras ahora protegían sólo tsugas y pinos.
Un hombre, si así lo quisiera, podría perderse en la agreste espesura.
Dark Hollow estaba a unos ocho kilómetros al norte de Greenville, cerca de la orilla este del lago Moosehead y las ochenta mil hectáreas de reserva natural del parque estatal de Baxter, donde el monte Katahdin domina el paisaje en el extremo septentrional de la Ruta Apalache. Me planteé detenerme en Greenville -la carretera estaba a oscuras y era una noche fría-, pero sabía que encontrar a Meade Payne era más importante. Las personas cercanas a Billy Purdue -su esposa, su hijo, la mujer que había gestionado su adopción- habían muerto, y habían muerto de mala manera. Era necesario prevenir a Payne.
Greenville era la puerta de entrada a los bosques del norte, y el bosque había sido durante mucho tiempo la mayor riqueza del pueblo y sus aledaños. En el pueblo hubo un aserradero que daba trabajo a los vecinos de Greenville y alrededores, hasta su cierre a mediados de los años setenta, cuando a causa de la situación económica dejó de ser rentable mantenerlo abierto. Mucha gente abandonó la zona y quienes se quedaron intentaron empezar a vivir del turismo, la pesca y la caza, pero Greenville y otros pueblos de menor tamaño esparcidos al norte -Beaver Cove, Kokadjo y Dark Hollow, donde terminaba el tendido eléctrico y comenzaba verdaderamente la naturaleza agreste- seguían en la pobreza. Cuando el club de golf de Greenville subió la tarifa de diez a doce dólares por recorrido, se produjo un alboroto.
Continué por Lily Bay Road -que durante muchos años fue la carretera utilizada en invierno para el transporte pesado hasta los campamentos de leñadores, con nieve amontonada a gran altura a ambos lados y el bosque extendiéndose más allá-, y llegué por fin a Dark Hollow. Era un pueblo pequeño, con poco más de dos manzanas en el centro y una comisaría de policía en el extremo norte. Dark Hollow recibía parte del excedente de turistas y cazadores que acudía a Greenville, pero no mucho. Desde sus calles no se veía el lago, sólo las montañas y los árboles. Había un motel, el Tamara Motor Inn, que parecía una reliquia de la década de los cincuenta, con una fachada en arco donde resplandecía su nombre en neón rojo y verde. En un par de tiendas de artesanía vendían velas perfumadas y la clase de muebles que le dejaban a uno trozos de corteza de árbol en el pantalón si se sentaba en ellos. Una librería-cafetería, un restaurante y un pequeño supermercado constituían una parte considerable de la zona comercial del pueblo, donde la nieve helada se apilaba en las regueras del alcantarillado y a la sombra de los edificios.
Sólo el restaurante seguía abierto. Por fuera estaba pintado de llamativos colores psicodélicos, lo que le daba el aspecto de la clase de establecimiento que hubiese abierto el equipo Scooby Doo cuando la Máquina del Misterio se disgregó, como aquellos Volkswagen refrigerados por aire cuyos motores se quemaron en Santa Fe cuando sus dueños hippies intentaron conducirlos campo a traviesa en los sesenta.
Dentro había reproducciones de pósters de antiguos conciertos y paisajes pintados, supuse, por artistas locales. En un rincón vi un marco con la foto de un muchacho vestido de uniforme militar al lado de un hombre mayor, una cinta roja, blanca y azul descolorida rodeaba la foto, pero no le presté demasiada atención. Un par de ancianos tomaban café y charlaban en un reservado y cuatro jóvenes intentaban parecer modernos y vagamente amenazadores sin que se les reventaran los granos cuando hacían muecas de desdén.
Pedí un sándwich de dos pisos y un café. Sabía bien y casi me hizo olvidar, por un momento, lo ocurrido en Bangor. Para llegar a la casa de Payne le pedí indicaciones a la camarera, que se llamaba Annie, y me las ofreció con una sonrisa, pero me dijo que había escarcha y quizá volvería a nevar, y que la carretera presentaba un pésimo estado en el mejor de los casos.
– ¿Es amigo de Meade? -preguntó. Al parecer, Annie tenía ganas de hablar, más ganas que yo. Llevaba el pelo teñido de rojo y los labios pintados de carmín, así como sombra azul oscuro en torno a los ojos. Combinado con la palidez natural de su rostro, el efecto era de dibujo inacabado, dejado a medias por un niño distraído.
– No -contesté-. Sólo quiero hablar con él de cierto asunto.
Su sonrisa vaciló ligeramente.
– Nada grave, espero. Porque ese pobre viejo ya ha sufrido bastantes malos tragos.
– No -mentí-. Nada grave. Lamento oír que las cosas no le han ido bien a Meade.
Annie se encogió de hombros y la sonrisa recobró parte de su vigor.
– Perdió a su mujer hace un par de años, y después su sobrino murió en el Golfo durante la Tormenta del Desierto. Lleva una vida muy aislada desde entonces. Hoy día apenas lo vemos por aquí.
Annie se inclinó, y sus pechos me rozaron el brazo mientras retiraba los restos del sándwich.
– ¿Desea algo más? -preguntó animada y poniendo fin a la conversación sobre Meade Payne.
Dudé si la pregunta tenía una segunda intención. Decidí que no. Así, la vida tendía a ser más sencilla.
– No, gracias.
Arrancó la cuenta del bloc con un floreo.
– Entonces le dejo esto. -Me dirigió otra sonrisa al tiempo que colocaba la cuenta bajo el recipiente con las tarrinas de leche-. Cuídese, encanto -añadió mientras se alejaba contoneándose.
– No se preocupe -contesté. Sentí cierto alivio cuando se fue.
Meade Payne no tenía teléfono, o al menos su nombre no aparecía en la guía. A pesar mío, decidí no hablar con él hasta la mañana siguiente. Tomé una habitación en el Tamara por veintiocho dólares y dormí en una vieja cama con un colchón alto y grueso y el armazón de madera labrada. Durante la noche me desperté una vez, cuando el olor de las hojas podridas y los ruidos de las cosas en avanzado estado de descomposición que se movían bajo ellas me resultó insoportable.
La camarera tenía razón: una gruesa capa de escarcha cubría el suelo cuando salí del Tamara a la mañana siguiente y las hojas de hierba de la estrecha franja de césped del motel parecían cristal tallado. Bajo el luminoso sol matutino, los coches circulaban despacio por la calle principal y los lugareños, con abrigo y guantes, caminaban resoplando como motores de vapor. Dejé el coche en el Tamara y me dirigí hasta el restaurante. Desde fuera vi que la mayoría de los reservados ya estaban ocupados y se respiraba un acogedor ambiente de comunidad, de raigambre, entre quienes estaban allí sentados. Las camareras -al parecer Annie no se encontraba entre ellas- revoloteaban de mesa en mesa como mariposas y un hombre gordo y barbudo con un delantal charlaba con los clientes junto a la caja. Casi había llegado a la puerta cuando, detrás de mí, oí una voz que me llamaba en tono amable, suave y familiar: «¿Charlie?». Me di media vuelta, y pasado y presente chocaron en el recuerdo de un beso.
Lorna Jennings era seis años mayor que yo y vivía a menos de dos kilómetros de la casa de mi abuelo, era menuda y ágil, de no más de metro cincuenta y cinco de estatura y desde luego no más de cincuenta kilos de peso, con una melena corta y oscura y la boca que siempre parecía a punto de dar un beso o acabar de recibirlo. Tenía los ojos de color verde azulado y la piel blanca como la porcelana.
Su marido se llamaba Randall, pero los amigos lo llamaban Rand a secas. Era alto, en otro tiempo una joven promesa del hockey. Rand era policía, todavía de uniforme pero aspirante a un puesto en el departamento de investigación. Nunca había pegado a su esposa, nunca le había hecho daño físicamente, y ella creía que su matrimonio era sólido hasta que él le habló de su primera y, según dijo, única aventura. Eso ocurrió antes de conocernos, antes de ser amantes.
Ocurrió durante el verano posterior a mi licenciatura en la especialidad de literatura inglesa por la Universidad de Maine. Contaba veintitrés años. Después de acabar la secundaria en el instituto tuve algún que otro trabajo, en general empleos insignificantes; luego pasé una temporada viajando por la Costa Oeste antes de empezar la carrera. Ese año volví a Scarborough para lo que sería mi último verano allí. Ya había solicitado plaza en el Departamento de Policía de Nueva York, recurriendo a los pocos contactos que me quedaban entre quienes conservaban algún recuerdo afectuoso de mi padre. Quizá yo, queriendo ser idealista, pensaba que podía rehabilitar su buen nombre mediante mi presencia allí. En lugar de eso, creo, desperté viejos recuerdos en algunas personas, como barro removido en el fondo de un estanque.
Mi abuelo me consiguió un empleo en una compañía de seguros, donde trabajé de recadero, de botones. Preparaba el café, barría el suelo, atendía el teléfono, sacaba brillo a las mesas y aprendía lo suficiente sobre el mundo de los seguros para saber que quienquiera que diese crédito a lo que le decía un agente de seguros era ingenuo o estaba desesperado.
Lorna Jennings era la secretaria particular del director de la agencia. Siempre fue amable conmigo, a pesar de que al principio hablábamos poco, aunque una o dos veces la sorprendí mirándome de un modo peculiar antes de volver de inmediato a concentrarse en sus papeles o a mecanografiar cartas. Hablé con ella por primera vez en sentido estricto durante la fiesta de despedida de una secretaria que se jubilaba, una mujer alta con reflejos azules en el pelo que fue internada un año después tras matar a uno de sus perros con un hacha. Yo estaba sentado a la barra tomando una cerveza e intentando aparentar que el mundo de los seguros y yo no teníamos nada que ver ni remotamente, y entonces Lorna se acercó a mí.
– Hola -dijo-. Se te ve muy solo. ¿Quieres mantenerte al margen de nosotros?
– Hola -respondí, haciendo girar el vaso-. No, en realidad no. -Enarcó una ceja, y confesé-. Bueno, quizá sí, pero no de ti.
La ceja se enarcó aún un poco más. Me pregunté si un vaso sanguíneo podía llegar a reventar a causa de la vergüenza.
– Antes he visto que leías algo -comentó ella a la vez que ocupaba el taburete situado frente a mí. Llevaba un vestido de lana largo y oscuro que se ceñía a su cuerpo como la funda de una espada, y olía a flores: loción corporal, descubrí más tarde. Rara vez usaba perfume-. ¿Qué era?
Yo aún seguía un tanto abochornado, supongo. Estaba leyendo El buen soldado de Ford Madox Ford. Lo había elegido pensando que era otra cosa, pero se reducía a un estudio sobre una serie de personajes infieles entre sí, cada uno a su manera. Al final, cuando nuestra relación evolucionó, pasó a parecerme más un libro de texto que una novela.
– Ford Madox Ford. ¿Lo has leído?
– No, sólo lo conozco de nombre. ¿Debería leerlo?
– Quizá sí. -No me pareció una recomendación muy entusiasta, y como crítica literaria dejaba mucho que desear, así que añadí-: Si te interesa leer algo sobre hombres débiles y malos matrimonios.
Al oír esto, hizo una discreta mueca y, aunque apenas sabía nada de ella todavía, un pequeño trozo de mi mundo se desgajó y botó por el suelo entre las colillas y las cáscaras de cacahuetes. Pensé que a lo mejor, si cavaba un agujero, llegaba a medio camino de China y me enterraba con toda la tierra extraída encima, quizás estaría a profundidad suficiente para esconder mi incomodidad. La había herido de algún modo pero no sabía bien cómo.
– ¿En serio? -dijo por fin-. A lo mejor te lo pido prestado algún día.
Conversamos un rato más, sobre la oficina y sobre mi abuelo, y después se levantó para marcharse. Al hacerlo, se frotó el vestido por encima de la rodilla para quitarse un poco de pelusa prendida en la tela. El vestido se tensó y se ciñó más a sus muslos, revelando su silueta casi hasta media pierna. De pronto me miró con curiosidad ladeando la cabeza y en sus ojos apareció una luz que yo nunca había visto hasta entonces. Nadie, pensé, volvería a mirarme así. Me tocó el brazo con delicadeza, y el contacto de su piel me quemó.
– No te olvides del libro -dijo.
A continuación se fue.
Así empezó todo, imagino. Le presté el libro y, por alguna razón, me produjo un extraño placer saber que sus manos lo tocaban, que sus dedos acariciaban suavemente las páginas. Dejé el empleo al cabo de una semana. Para ser más exactos, me despidieron después de una discusión con el director de la oficina en el transcurso de la cual me llamó «holgazán hijo de puta», y yo le dije que era un gilipollas, como en efecto lo era. En un primer momento, mi abuelo se enfadó un poco conmigo por haber perdido el trabajo, pero en el fondo le complació que llamase «gilipollas» al director de la oficina. En eso mi abuelo coincidía conmigo.
Pasó otra semana hasta que me llené de valor y telefoneé a Lorna. Quedamos a tomar un café en un bar pequeño cerca del puente del Veterans Memorial. Me dijo que El buen soldado le había encantado, aunque también la había entristecido. Trajo el libro para devolvérmelo, pero se lo regalé. Supongo que yo deseaba creer que ella pensaría en mí al verlo. Son los efectos del enamoramiento, imagino, aunque el enamoramiento enseguida se convirtió en otra cosa.
Salimos de la cafetería y me ofrecí a llevarla a casa en el MG que me había comprado mi abuelo como regalo de licenciatura, uno de los modelos fabricados en Estados Unidos antes de que la British Leyland adquiriese la compañía y la echase a perder. En cierto modo era un coche de chicas, pero me gustaba cómo se movía. Lorna declinó el ofrecimiento.
– He quedado con Rand -contestó.
Me sentí dolido y sospecho que se me notó, porque ella se inclinó hacia mí y me rozó la mejilla con los labios.
– La próxima vez no tardes tanto en llamarme -dijo.
No tardé. Después de aquel día nos vimos con frecuencia, pero fue una cálida noche de julio cuando, por primera vez, nos besamos en el sentido pleno de la palabra. Habíamos ido a ver una película malísima y nos dirigíamos a nuestros respectivos coches. A Rand no le gustaba el cine, ni malo ni bueno. Ella no le había contado a Rand que iba al cine conmigo, y me preguntó si me parecía que había obrado bien. Contesté que suponía que sí, aunque probablemente no fuera así. Desde luego, Rand opinó algo muy distinto cuando, al final, las cosas se torcieron.
– Escucha, no quiero privarte de salir con alguna chica encantadora -comentó. Pero al decirlo no me miró.
– No es el caso -mentí.
– Porque yo no permitiré que mi relación contigo se interponga entre Rand y yo -mintió también ella.
– Entonces no hay problema -volví a mentir.
Habíamos llegado ya a los coches, y ella, con las llaves en la mano, mantenía la mirada fija en el cielo. De pronto, sin soltar las llaves, se metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.
– Ven aquí -dije-. Sólo un momento.
Y ella se acercó a mí.
Hicimos el amor por primera vez en mi habitación un viernes por la tarde en que Rand había ido a Boston para asistir a un funeral. Mi abuelo se encontraba en Portland con unos antiguos compañeros de la policía, recordando viejos tiempos y poniéndose al día de las necrológicas. La casa estaba en silencio.
Ella vino a pie. Pese a que habíamos concertado la cita, me sorprendí al verla allí, en vaqueros y camisa tejana, con una camiseta blanca debajo. No dijo nada cuando la llevé a mi habitación. Al principio nos besamos torpemente, ella con la camisa aún abotonada, y luego con mayor vehemencia. A mí se me había revuelto el estómago por el nerviosismo. Tenía una intensa percepción de su presencia, de su perfume, del contacto de sus pechos bajo la camisa, de mi propia inexperiencia, de lo mucho que la deseaba y, ya por entonces, creo, del amor que sentía por ella. Retrocedió para desabrocharse la camisa y quitarse la camiseta. No llevaba sujetador, y sus pechos se alzaron un poco con el movimiento. De inmediato me aproximé a ella. A tientas busqué el botón de sus vaqueros mientras ella me tiraba de la camisa. Mi lengua se enroscaba en torno a la suya, mis caderas se apretaban contra las de ella.
Y bajo la luz moteada del sol de una tarde de julio, me abandoné al calor de sus besos y a la suavidad de su carne al penetrarla.
Creo que disfrutamos de cuatro meses juntos hasta que Rand se enteró. Quedábamos cuando ella podía escaparse. Por entonces yo trabajaba de camarero, lo cual significaba que tenía libre buena parte de la tarde, además de dos o tres noches si decidía que no quería trabajar demasiado. Hacíamos el amor donde podíamos y cuando podíamos, y nos comunicábamos básicamente por carta y alguna furtiva conversación telefónica. Una vez hicimos el amor en Higgins Beach, lo cual compensó en cierto modo mi fracaso con Becky Berube, e hicimos el amor cuando me llegó la carta de aceptación de Nueva York, aunque noté su pesar incluso mientras nos movíamos juntos.
El tiempo que pasé con Lorna fue distinto de cualquiera de mis relaciones anteriores. Todas habían sido cortas y se habían visto frustradas por el ambiente provinciano de Scarborough, donde los otros venían a contarte de cuántas maneras se habían follado a tu chica cuando estaba con ellos y lo bien que lo hacía con la boca. Lorna parecía estar por encima de esas cosas, aunque se había visto afectada por ellas de otro modo, evidente en la corrosión gradual e insidiosa de un matrimonio entre novios del instituto.
Acabó cuando un amigo de Rand nos vio en una cafetería con las manos cogidas sobre una mesa cubierta del azúcar de unos bollos y manchas de leche. Fue así de prosaico. Se pelearon, y Rand le propuso concederle el niño que ella deseaba desde hacía tanto tiempo. Al final decidió no echar a rodar siete años de matrimonio por un muchacho. Probablemente hizo bien, pero el dolor que me causó me dejó un profundo desgarro durante dos años y siguió latente aún mucho tiempo. No volví a telefonearla ni a verla. No asistió al funeral de mi abuelo, pese a que había sido vecina suya durante casi una década. Supe más tarde que ella y Rand se habían marchado de Scarborough, pero no me molesté en averiguar adónde habían ido.
Esto tiene una especie de epílogo. Aproximadamente un mes después de terminarse nuestra relación, yo estaba bebiendo en un bar cerca de Fore Street, poniéndome al día con unos cuantos amigos que se habían quedado en Portland mientras los demás se marchaban para estudiar en la universidad, trabajar fuera del estado o casarse. Fui al servicio y, mientras me lavaba las manos, se abrió la puerta a mis espaldas. Al mirar en el espejo vi allí a Rand Jennings, de uniforme, y detrás de él a un tipo robusto que se apoyó contra la puerta para mantenerla cerrada.
Lo saludé con un gesto a través del espejo; al fin y al cabo, no tenía muchas más opciones. Me sequé las manos con la toalla, me di media vuelta y recibí un puñetazo en la boca del estómago. Fue un golpe brutal, con toda la fuerza de que era capaz, y me obligó a expulsar el aire de los pulmones. Caí de rodillas, me llevé las manos al vientre y me asestó una patada en las costillas. A continuación, mientras yacía allí en el suelo entre la suciedad y la orina, me lanzó un puntapié tras otro: en los muslos, las nalgas, los brazos, la espalda. Reservó la cabeza para el final: me la levantó agarrándome por el pelo y me abofeteó. Durante toda la paliza no pronunció una sola palabra, y me dejó allí, sangrando en el suelo, hasta que mis amigos me encontraron. Tuve suerte, supongo, aunque entonces no lo creía. Cosas peores les ocurrían a quienes tonteaban con la mujer de un policía.
Y ahora, en un pequeño pueblo al borde de agrestes bosques, parecía que no hubieran pasado los años y Loma estaba de nuevo ante mí. Se le veían los ojos envejecidos, las arrugas alrededor de los párpados algo más marcadas, y también diminutas estrías junto a la boca, como si hubiera pasado demasiado tiempo con los labios apretados. Sin embargo, cuando me dirigió una cauta sonrisa, descubrí aquella misma expresión en sus ojos y supe que aún era hermosa y que un hombre podía volver a enamorarse de ella si no se andaba con cuidado.
– Eres tú, ¿verdad? -preguntó, y yo respondí con un gesto de asentimiento-. ¿Qué demonios haces aquí, en Dark Hollow?
– Busco a una persona -contesté, y advertí en su mirada que, por un breve instante, pensó que se trataba de ella-. ¿Te apetece tomar un café?
Pareció dudar, echó un vistazo alrededor como para asegurarse de que Rand no la observaba desde algún sitio y sonrió de nuevo.
– Claro, me encantaría.
Dentro encontramos un reservado vacío lejos de la cristalera y pedimos dos tazas de café humeante. Yo tomé una tostada con beicon, que ella mordisqueó a su pesar. Durante esos pocos segundos, los diez años transcurridos desaparecieron de golpe y estuvimos de nuevo en una cafetería de South Portland, hablando de un futuro que nunca se haría realidad y tocándonos furtivamente por encima de la mesa.
– ¿Cómo te ha ido? -pregunté.
– Bien, supongo. Éste es un sitio agradable para vivir, un poco aislado, quizá, pero agradable.
– ¿Cuándo vinisteis?
– En el ochenta y ocho. Las cosas no nos iban muy bien en Portland. Rand no pudo conseguir el ascenso a inspector, así que aceptó un puesto aquí. Ahora es jefe.
Marcharse a un rincón perdido para salvar un matrimonio me pareció una estupidez, pero mantuve la boca cerrada. Si habían seguido juntos tantos años, supuse que sabían lo que hacían.
Supuse mal, claro está.
– ¿Así que continuáis juntos?
Por primera vez, algo asomó fugazmente a su rostro: pesar o ira, tal vez, o la toma de conciencia de que eso era verdad y sin embargo no sabía por qué. O acaso fuese sólo que yo le había transmitido mis recuerdos de aquel tiempo y el gesto delatase el malestar propio al rememorar una vieja herida.
– Sí, estamos juntos.
– ¿Tenéis hijos?
– No. -Pareció ponerse nerviosa, y un amago de dolor se reflejó en su cara. Recordé la promesa de Rand cuando intentó recuperarla, pero no dijo nada. Tomó un sorbo de café, y cuando volvió a hablar, el dolor ya estaba oculto, guardado en el rincón que tuviese reservado para eso-. Me enteré de lo que le pasó a tu familia en Nueva York. Lo siento.
– Gracias.
– Alguien pagó por aquello, ¿no?
Era una curiosa manera de expresarlo.
– Pagó mucha gente.
Loma asintió y me miró por un momento con la cabeza ladeada.
– Has cambiado. Te noto… mayor, más curtido en cierto modo. Y resulta extraño verte así.
Hice un gesto de indiferencia.
– Ha pasado mucho tiempo. Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que nos vimos.
Continuamos charlando de otras cosas: la vida en Dark Hollow, su trabajo como maestra a tiempo parcial en Dover-Foxcroft, mi regreso a Scarborough. Para cualquiera que nos viese, debíamos de parecer viejos amigos relajándose juntos, poniéndose al día, pero había cierta tensión entre nosotros relacionada sólo en parte con nuestro pasado juntos. Quizá me equivocaba, pero percibía en ella un malestar interior, una inquietud indefinible que buscaba la manera de manifestarse.
Apuró el café que le quedaba de un solo trago. Al dejar la taza, le temblaba un poco la mano.
– Cuando se acabó la relación entre tú y yo, seguí pensando en ti. Estuve pendiente de cualquier información sobre ti, sobre lo que hacías. Hablé de ti con tu abuelo. ¿Te lo contó?
– No, nunca.
– Le pedí que no lo hiciera. Temía, supongo, que lo interpretaras mal.
– ¿Y cómo crees que lo habría interpretado?
Lo pregunté con desenfado, pero ella lo tomó de manera muy distinta. Apretó los labios y me miró a los ojos con una expresión en parte de dolor, en parte de rabia.
– ¿Sabes?, durante un tiempo iba a veces al borde del acantilado de Prouts Neck y rezaba para que viniera una oía, una de esas grandes, de siete metros, y me llevara. A veces pensaba en ti y en Rand y en aquella triste historia y soñaba con perderme bajo el mar. ¿Sabes lo que es esa clase de dolor?
– Sí -contesté-. Lo sé.
De pronto se levantó, se abrochó el abrigo y me dirigió una breve sonrisa antes de marcharse.
– Sí -dijo-. Supongo que sí. Me alegro de haberte visto, Charlie.
– Igualmente.
La puerta se cerró tras ella con un único y suave golpe. La observé a través de la cristalera cuando miró a izquierda y derecha, y, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, corrió para cruzar la calle.
Y pensé en ella de pie al borde del acantilado negro de Prouts Neck, con el pelo agitado por el viento y el sabor del salitre en los labios: la silueta oscura de una mujer recortándose contra el cielo nocturno, esperando a que el mar pronunciase su nombre.
Meade Payne vivía en una casa roja de madera con vistas al lago Ragged. Un camino largo y mal conservado ascendía tortuosamente hasta el jardín donde había aparcada una furgoneta Dodge, vieja y parcialmente devorada por el óxido. La casa estaba en silencio y no ladró ningún perro cuando detuve el Mustang junto a la furgoneta, con el inevitable crujido de la nieve helada bajo las ruedas.
Llamé a la puerta pero no contestó nadie. Me disponía a ir a la parte de atrás cuando se abrió la puerta y se asomó un hombre. Tenía alrededor de treinta años, calculé, el cabello oscuro y la piel cetrina y curtida por el viento. Se advertía en él un aire de rudeza y las manos se veían encallecidas y salpicadas de cicatrices en el dorso y los dedos. No llevaba anillos ni reloj y la ropa que vestía no parecía de su talla. La camisa le quedaba demasiado ajustada en los hombros y el pecho, los vaqueros un poco cortos, dejando a la vista unos gruesos calcetines de lana sobre unos zapatos negros con puntera de acero.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó, con un tono de voz que indicaba que, aun si pudiera, prefería no hacerlo.
– Busco a Meade Payne.
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con él sobre un chico que acogió hace tiempo. ¿Está en casa el señor Payne?
– Yo a usted no le conozco -dijo. Sin razón alguna, su tono era cada vez más hostil.
Me armé de paciencia.
– No soy de por aquí. Vengo de Portland. Es importante que hable con él.
El hombre estuvo dándole vueltas a lo que acababa de decirle y, al cabo de un momento, cerró la puerta y me dejó esperando en la nieve. Unos minutos después apareció un anciano desde un lado de la casa. Caminaba ligeramente encorvado y despacio, arrastrando un poco los pies, como si le dolieran las articulaciones de las rodillas, pero supuse que en otro tiempo había sido casi tan alto como yo, o puede que incluso midiera un metro ochenta. Vestía un mono sobre una camisa roja de cuadros y unas zapatillas blancas sucias. Llevaba calada una gorra de los Chicago Bears y mechones de cabello se le escapaban por el borde. Tenía los ojos azules, muy claros. Sin sacar las manos de los bolsillos me miró de arriba abajo con la cabeza algo ladeada, como si intentase recordar de qué me conocía.
– Soy Meade Payne. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Me llamo Charlie Parker. Vengo de Portland. Soy investigador privado. Quiero hablar con usted de un chico que acogió hace años: Billy Purdue.
Abrió un poco más los ojos cuando pronuncié el nombre y señaló en dirección a un par de viejas mecedoras en el extremo del porche. Antes de sentarme, sacó un trapo del bolsillo y limpió con esmero el asiento.
– Perdone, pero no recibo muchas visitas. Nunca me ha gustado que venga gente, sobre todo por los chicos.
– No sé si le entiendo bien.
Señaló la casa con el mentón. Conservaba la piel bastante tersa, de un color moreno rojizo.
– Algunos de los chicos que he acogido a lo largo de los años eran conflictivos. Había que guiarlos con mano firme y mantenerlos alejados de las tentaciones. Aquí -abarcó el lago y los árboles con un gesto de la mano- las únicas tentaciones son cazar conejos y hacerse pajas. No sé qué opina Dios tanto de lo uno como de lo otro, pero dudo que esas cosas cuenten mucho en la marcha general del universo.
– ¿Cuándo dejó de acoger a chicos?
– Hace mucho -contestó. Sin añadir nada más al respecto, extendió una mano y tamborileó con uno de sus largos dedos en el brazo de mi mecedora-. Y ahora, señor Parker, dígame, ¿se ha metido Billy en algún lío?
Le conté lo que me pareció que podía contarle: que su mujer y su hijo habían muerto asesinados; que las sospechas recaían en él pero que yo no creía que fuera el responsable; que ciertos delincuentes pensaban que les había robado una cantidad de dinero y que le harían daño con tal de recuperarlo. El anciano escuchó en silencio. El joven hostil nos observaba apoyado en el marco abierto de la puerta.
– ¿Sabe dónde podría estar Billy ahora? -preguntó.
– Tenía la esperanza de que usted pudiera darme alguna pista.
– No lo he visto, si es eso lo que me está preguntando -respondió-. Y si acude a mí, no voy a entregárselo a nadie a menos que tenga la seguridad de que recibirá un trato justo.
En el lago una lancha motora surcaba las aguas. Las aves se apartaban de su camino, pero estaban demasiado lejos para identificarlas.
– Puede que haya algo más -dije calibrando con cuidado mis palabras-. ¿Recuerda a Cheryl Lansing?
– Sí que la recuerdo.
– Está muerta. La asesinaron junto a tres miembros de su familia. No puedo decirle con exactitud cuánto tiempo hace, pero desde luego fue hace sólo unos días. Y si eso tiene alguna relación con Billy Purdue, usted podría estar en peligro.
El anciano movió la cabeza en un amable gesto de negación. Se pellizcó los labios con los dedos y no habló durante un rato. Finalmente dijo:
– Señor Parker, le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí, pero, como he dicho, no he tenido noticias de Billy y, si las tengo, tendré que pensarme muy mucho qué hacer al respecto. En cuanto al peligro, sé manejar un arma y tengo a este muchacho a mi lado.
– ¿Es hijo suyo?
– Caspar. Cas, para quienes lo conocen. Sabemos cuidarnos mutuamente y no le tenemos miedo a nadie, señor Parker.
No se me ocurría nada más que decir. Le di a Meade Payne el número de mi teléfono móvil y se lo guardó en un bolsillo del mono. Me estrechó la mano y, con andar lento y envarado, se encaminó a la puerta tarareando en voz baja. Era una vieja canción, pensé. Me sonó de algo pero no supe de qué, algo sobre mujeres tiernas y un apuesto tahúr y recuerdos que atormentaban el alma. Sin darme cuenta, silbé unos acordes de la canción mientras, por el retrovisor, veía a Caspar ayudar al anciano a entrar en la casa. Ninguno de los dos volvió la vista cuando me alejé.
De regreso a Dark Hollow, paré en el restaurante y consulté la guía telefónica. Encontré la dirección de Rand Jennings y el cocinero me indicó cómo llegar a su casa. Rand y Lorna vivían a unos tres kilómetros del pueblo en una casa de dos plantas pintada de amarillo y negro, con un cuidado jardín rodeado por una cerca negra. Salía humo por la chimenea. Detrás de la casa corría un río procedente de los lagos situados al oeste del pueblo. Aminoré la marcha al pasar por delante, pero no me detuve. Ni siquiera sabía bien qué hacía allí: los viejos recuerdos me impulsaban, supuse. Aún sentía algo por ella, lo sabía, pero no era amor. Creo, aunque en realidad no tenía razón alguna para albergar ese sentimiento, que era lástima o algo así. A continuación cambié de sentido y enfilé hacia Greenville, al sur.
Encontré el Departamento de Policía de Greenville en el ayuntamiento, en Minden Street, donde ocupaba una oficina de paredes de color tostado sin el menor encanto, con los postigos verdes y coronas de Navidad en las ventanas en un esfuerzo por mejorar su aspecto. Cerca estaba la oficina de Bomberos, y en el aparcamiento había un coche patrulla y un camión verde de la guardia forestal del Departamento de Protección de la Naturaleza.
Dentro di mi nombre a un par de alegres secretarias y tomé asiento en un banco frente a la puerta. Al cabo de veinte minutos, un hombre fornido de pelo negro, ojos castaños de expresión alerta y bigote salió de un despacho al fondo del pasillo, vestido con uniforme azul bien planchado, y me tendió la mano.
– Perdone que le haya hecho esperar -dijo-. Estamos obligados por contrato a prestar servicio policial en Beaver Cove, y he pasado allí la mayor parte del día. Me llamo Dave Martel. Soy el jefe de policía.
A instancias de Martel, abandonamos el edificio de la policía, pasamos por delante de la iglesia de la Unión Evangélica y fuimos hasta el Hard Drive Café de Sanders Store. Había un par de coches en el aparcamiento al otro lado de la calle, y tras ellos se cernía el casco blanco del barco de vapor Katahdin. Una bruma suspendida sobre el lago creaba un muro blanco al final de la calle, y algún que otro coche irrumpía de vez en cuando a través de él. Ya en la cafetería, pedimos café francés aromatizado con vainilla y tomamos asiento junto a uno de los ordenadores que la gente utilizaba para bajarse el correo electrónico.
– Conocí a su abuelo -explicó Martel mientras esperábamos el café. A veces uno se olvidaba fácilmente de lo estrechos que eran todavía los lazos en ciertas partes del estado-. Conocí a Bob Warren en Portland cuando era joven. Era un buen hombre.
– ¿Lleva aquí mucho tiempo?
– Diez años.
– ¿Le gusta?
– Desde luego. Éste es un sitio poco corriente. A esta parte del país llega mucha gente a la que no le gusta mucho la ley, personas que han venido aquí porque les molesta estar sujetas a normas. Lo gracioso es que aquí me tienen a mí, tienen a los guardabosques, tienen al sheriff del condado y la policía de carreteras, todos vigilándolos. En general nos llevamos bien, pero por estos pagos también hay delincuencia, así que no puede decirse que esté ocioso.
– ¿Delitos graves?
Martel sonrió.
– Un delito grave es cazar un alce en temporada de veda, si le pregunta a los guardabosques.
Hice una mueca. Con los urogallos, los faisanes, los conejos y quizás incluso las ardillas, lo entendía -al menos las ardillas se movían lo bastante deprisa para constituir un desafío-, pero no con los alces. La población de alces en el estado había aumentado de alrededor de tres mil en los años treinta a los treinta mil de ahora, y en la actualidad la caza del alce estaba autorizada sólo durante una semana en octubre. Reportaba considerables beneficios a lugares como Greenville en una época del año en que el turismo escaseaba, pero también implicaba la llegada de no pocos gilipollas. Ese año, aproximadamente cien mil personas habían solicitado uno de los quizá dos mil permisos que se concedían, todas ellas con la intención de colgar una cabeza de alce sobre su chimenea.
Matar un alce no es difícil. De hecho, si hay un blanco más fácil que un alce es un alce muerto. Su sentido de la vista es muy limitado, aunque tienen el olfato y el oído más desarrollados, y no se mueven a menos que se vean obligados a ello. La mayoría de los cazadores consigue su alce el primer o el segundo día, y alardea de ello ante los demás gilipollas. Después, cuando todos los cazadores se han ido con sus motonieves y sus gorras de color naranja, uno puede salir y contemplar a los alces que han sobrevivido, su magnificencia cuando bajan a lamer la sal de las rocas junto a la carretera, colocada allí para fundir la nieve y utilizada por ellos como suplemento dietético.
– Pero -prosiguió Martel- si me está preguntando por la situación actual, hay un hombre que trabaja para una compañía maderera, un topógrafo autónomo llamado Gary Chute, que aún no ha dado señales de vida.
Recordé el noticiario de la PBS, aunque no había percibido ninguna sensación de urgencia al tratar el hecho.
– Lo oí por la radio -comenté-. ¿Es grave?
– Es difícil saberlo. Parece que su mujer no lo ve desde hace un tiempo, pero eso no es raro. Estaba trabajando en un par de proyectos y tenía planeado pasar una temporada fuera de casa. Además, se rumorea que tiene un lío en Troy, Vermont. Añádale a eso su afición a la botella, y tendrá a un tipo que quizá no sea el más fiable del mundo. Si no aparece en las próximas veinticuatro horas, quizás haya que organizar una búsqueda. Seguramente le corresponderá a los guardabosques y al sheriff de Piscataquis, pero podría ser que tuviésemos que echar una mano todos. Y hablando de asuntos graves, según tengo entendido, usted busca información sobre Emily Watts.
Asentí. Imaginé que sería más fácil hablar primero con Martel y luego abordar a Rand Jennings que intentar averiguar lo que necesitaba saber únicamente a través de Jennings. Pensaba que quizás a Martel ese detalle le pasaría inadvertido, pero era demasiado inteligente para eso.
– ¿Puedo preguntarle por qué no ha ido a hablar de esto con Rand Jennings de Dark Hollow? -preguntó. Tenía una sonrisa en el rostro, pero la expresión de su mirada continuaba alerta.
– Rand y yo tuvimos cierto roce en el pasado -contesté-. ¿Usted se lleva bien con él?
Algo en la forma en que Martel me había hecho la pregunta me indujo a pensar que yo no era el único que había tenido un roce con él.
– Lo procuro -respondió Martel diplomáticamente-. No es el hombre más simpático del mundo, pero a su manera es concienzudo en el trabajo. Su sargento, Ressler, ya es otra cosa. Ressler está tan lleno de mierda que tiene hasta marrón el blanco de los ojos. Últimamente lo he visto poco, y mejor así. Con lo de la muerte de Emily Watts y demás han estado muy ocupados.
Fuera, un coche pasó lentamente por la calle en dirección norte, pero al parecer nadie paseaba por las inmediaciones. Más allá, veía los contornos de las islas pobladas de pinos del lago, pero eran poco más que manchas oscuras en la bruma.
Llegó el café, y Martel me habló de lo ocurrido la noche que murió Emily Watts, la misma noche que Billy Purdue se llevó dos millones de dólares por los que había muerto mucha gente. Fue una muerte extraña, en medio del bosque. Habría muerto de todos modos a causa del frío si no la hubieran localizado, pero suicidarse en el bosque a los sesenta años…
– Fue un desastre -dijo Martel-. Pero estas cosas pasan y no hay manera de preverlas. Quizá si el guardia de seguridad no hubiese ido armado, y si la enfermera de la planta de las ancianas no hubiese visto tanto la televisión, y si las puertas hubiesen estado cerradas de manera más segura, y si otra docena de factores no hubiesen coincidido simultáneamente esa noche, quizá las cosas habrían resultado distintas. ¿Le importaría decirme por qué le interesa todo esto?
– Por Billy Purdue.
– Billy Purdue. Ése sí que es un nombre para infundirle calor a uno en el alma en una noche de invierno.
– ¿Le conoce?
– Claro que lo conozco. Hubo que llamarlo al orden no hace mucho. Diez días, quizás. Estaba pataleando y gritando frente a la residencia Santa Marta con una petaca de whisky. Dijo que quería hablar con su madre, pero nadie lo habría distinguido del mismísimo Caín. Lo prendieron, lo encerraron en una de las celdas de Jennings hasta que se tranquilizó y lo mandaron a casa. Le dijeron que, si volvía, lo acusarían de entrar sin permiso en una propiedad privada y de alterar el orden. Incluso salió en la prensa local. Por lo que he oído, no se ha reformado en los últimos días.
Por lo visto, Billy Purdue había actuado basándose en la información proporcionada por Willeford.
– ¿Sabe que su mujer y su hijo murieron asesinados? -pregunté.
– Sí, lo sé. Pero a mí no me parece un asesino. -Me miró pensativo-. Y me da la impresión de que a usted tampoco.
– No lo sé. ¿Cree que quizá buscaba a la mujer que se suicidó?
– ¿Qué le hace pensar eso?
– No me entusiasman las coincidencias. Son la manera que tiene Dios de decirnos que no estamos viendo las cosas con la debida perspectiva. -Además, yo sabía que Willeford, para bien o para mal, le había dado el nombre de Emily Watts a Billy.
– Pues si usted ve las cosas desde la debida perspectiva, explíquemelas, porque le aseguro que yo no tengo ni la más remota idea de por qué aquella vieja hizo lo que hizo. Quizá las pesadillas la llevaron hasta ese punto.
– ¿Las pesadillas?
– Sí, contó a las enfermeras que vio a un hombre acechando su ventana y que alguien intentó entrar por la fuerza en su habitación.
– ¿Había algún indicio de un intento de allanamiento?
– Nada. Joder, esa mujer estaba en la cuarta planta. Para entrar habría que trepar por la cañería. Es posible que hubiese alguien en el jardín unos días antes, pero eso pasa de vez en cuando. Podía tratarse de un borracho que entró a mear, o unos niños tonteando. En resumidas cuentas, creo que la vieja empezaba a perder el juicio, porque no le veo otra explicación, ni a eso ni al nombre que pronunció antes de morir.
Mi incliné hacia él.
– ¿Qué nombre pronunció?
– Nombró al hombre del saco -dijo Martel con una sonrisa-. Nombró al tipo del que se valen las madres para meter miedo a los niños al acostarlos, el enano saltarín.
– ¿Y cuál es ese nombre? -repetí, y algo cercano al miedo asomó a mi voz.
La sonrisa de Martel dio paso a una expresión de perplejidad cuando dijo:
– Caleb. Nombró a Caleb Kyle.