A mitad del camino de la vida,
yo me encontraba en una selva oscura,
con la senda derecha ya perdida.
Dante, Infierno
Mientras me dirigía hacia la casa del viejo conocido como John Barley, volvió a mi mente la imagen de Stritch empalado en el árbol. No podía saber lo de Caleb Kyle, no podía sospechar que lo perseguían por los dos lados. Confiaba en poder matarnos a Louis y a mí, vengando así a su compañero y, a la vez, poniendo fin al precio que pesaba sobre su cabeza, pero no se imaginaba lo de Caleb.
Tenía la certeza de que Caleb había matado a Stritch, aunque ignoraba cómo había descubierto su existencia; supuse que se había tropezado con él cuando los dos estrechaban el cerco en torno a Billy Purdue. En última instancia, quizá se redujera al hecho de que Caleb Kyle era un depredador, y los depredadores no sólo se adaptan a la naturaleza de su presa sino también a la naturaleza de quienes podrían convertirlos a ellos mismos en presa. Caleb no habría sobrevivido más de tres décadas sin una facultad muy desarrollada para percibir el peligro inminente. En este caso, Stritch había representado una amenaza potencialmente letal para Billy Purdue, y Caleb se lo había olido. Billy era la clave para dar pon Caleb Kyle, el único que lo había visto y había sobrevivido, la única persona que quedaba con vida capaz de describirlo. Pero mientras me acercaba a la carretera que llevaba a la cabaña de John Barley, sabía que tal vez la descripción de Billy no fuese necesaria. Salí del coche pistola en mano.
Ya había oscurecido en el momento en que llegué a la casa del viejo. Se veía luz en una de las ventanas cuando ascendí por la suave cuesta hasta el patio. Me aproximé desde el oeste avanzando contra el viento, intentando que entre el perro en su improvisada perrera y yo mediara siempre la casa. Estaba casi en la puerta cuando el perro percibió por fin mi olor, lanzó un agudo aullido desde el coche y vino a interceptarme, una forma borrosa corriendo por la nieve. De inmediato, la puerta de la casa se abrió de par en par y apareció el cañón de una escopeta. Agarré el arma y tiré del viejo a través del vano. A mi lado, el perro se puso muy nervioso, tan pronto saltaba ante mí como mordisqueaba los bajos de mi pantalón. El anciano yacía en tierra, sin aire a causa de la caída y con el arma todavía en la mano. Me sacudí el perro de encima y acerqué la pistola a la oreja del anciano.
– Suelte la escopeta o le juro por Dios que lo mataré aquí mismo -dije.
Sacó el dedo de la guarda del gatillo y apartó lentamente la mano de la culata. Emitió un suave silbido y dijo:
– Tranquilo, Jess, tranquilo. Buen chico.
El perro gimoteó un poco y a continuación se alejó a cierta distancia, contentándose con trazar círculos alrededor de nosotros y gruñir mientras yo, de un tirón, ponía al viejo en pie. Señalé hacia una silla del porche y él se sentó pesadamente frotándose el codo derecho, que se había rasguñado contra el suelo.
– ¿Qué quiere? -preguntó John Barley. En lugar de mirarme mantuvo la vista fija en el perro. Éste se aproximó con cautela a su dueño y me dirigió un grave gruñido antes de sentarse a su lado, donde Barley podía rascarle con delicadeza detrás de la oreja.
Yo llevaba al hombro mi mochila Timberland y se la arrojé al viejo. Él la agarró y, con cara de no entender nada, me miró por primera vez.
– Ábrala -ordené.
Al cabo de un momento, abrió la cremallera de la mochila y echó un vistazo al interior.
– ¿Las reconoce?
Negó con la cabeza.
– No, creo que no.
Amartillé la pistola. Los gruñidos del perro se elevaron en una octava.
– Viejo, esto es una cuestión personal. No me saque de quicio. Sé que le vendió estas botas a Stuckey en Bangor. Le pagó treinta dólares por ellas. Y ahora, ¿quiere decirme de dónde las sacó?
Hizo un gesto de indiferencia.
– Las encontré, supongo.
Me acerqué a él, y el perro se levantó erizando el pelo del cuello. Me enseñó los dientes. Mantuve al viejo encañonado por un momento y luego, lentamente, moví el arma para apuntar al perro.
– No -dijo Barley, bajando la mano para contener al animal y cubrir su pecho-. A mi perro no, por favor.
Al amenazar al perro, me sentí mal, y eso me indujo a preguntarme si aquel viejo podía ser Caleb Kyle. Pensaba que reconocería a Caleb en cuanto lo viese, que percibiría su verdadera naturaleza. En John Barley sólo advertía miedo: miedo de mí y, sospechaba, de algo más.
– Dígame la verdad -susurré-. Dígame de dónde han salido estas botas. Intentó deshacerse de ellas después de hablar conmigo. Quiero saber por qué.
Parpadeó y tragó saliva. Tras mordisquearse el labio inferior por un momento, pareció tomar una decisión y habló.
– Se las quité al cadáver del chico. Lo desenterré, me hice con las botas y volví a cubrirlo. -Se encogió de hombros otra vez-. Al fin y al cabo, él ya no las necesitaba.
Estuve a punto de golpearlo con la pistola, pero me contuve a duras penas.
– ¿Y la chica?
El viejo negó dos veces con la cabeza, como si intentase sacudirse un insecto del pelo.
– Yo no los maté -declaró, y por un momento pensé que iba a llorar-. No le haría daño a nadie. Sólo quería las botas.
Se me revolvió el estómago. Me acordé de Lee y de Walter, de los ratos que habíamos pasado con ellos, con Ellen. No quería tener que anunciarles que su hija había muerto. De nuevo dudé de que aquel viejo andrajoso, aquel pordiosero, fuese Caleb Kyle.
– ¿Dónde está la chica? -pregunté.
Ahora frotaba el cuerpo del perro metódicamente, con enérgicos movimientos desde la cabeza hasta casi la cola.
– Yo sólo sé dónde está el chico. La chica no sé dónde puede estar.
Bajo la luz procedente de la ventana, la cara del viejo despedía un apagado resplandor amarillo que le daba un aspecto enfermizo. Tenía los ojos húmedos y las pupilas eran apenas dos puntos. Empezó a temblar ligeramente a medida que el miedo se adueñaba de él. Bajé la pistola y dije:
– No voy a hacerle daño.
El viejo negó con la cabeza, y lo siguiente que dijo me puso la carne de gallina.
– No es de usted de quien tengo miedo -musitó.
Me contó que los vio cerca de Little Briar Creek. La chica y el chico iban delante, y una figura, casi una sombra, en el asiento de atrás. Él volvía de cazar conejos con su perro cuando oyó detenerse el coche más abajo después de que el motor emitiese un ruido áspero, como un rechinar de piedras. Aún no había anochecido, pero ya estaba oscuro a su alrededor. Vio fugazmente a los dos jóvenes cuando pasaron ante los faros. La chica llevaba unos vaqueros y una parka roja; él iba de negro, con una cazadora de cuero abierta a pesar del frío.
El chico levantó el capó y echó un vistazo dentro, utilizando una linterna de bolsillo para iluminar el motor. John Barley lo vio mover la cabeza en un gesto de negación, oyó que le decía a ella algo y que luego juró a pleno pulmón en el silencio del bosque.
La puerta trasera se abrió y salió el tercer pasajero. Era alto, y algo le indicó a John Barley que era viejo, aún más viejo que él. Y por razones que ni siquiera ahora comprendía, sintió un escalofrío y, junto a él, oyó lanzar un gañido al perro. Al lado del coche, la figura se detuvo y pareció escrutar el bosque, como para identificar el origen del inesperado ruido. Barley le dio unas suaves palmadas al perro y lo hizo callar. Pero vio que el perro dilataba y contraía aceleradamente los orificios de la nariz y notó que se estremecía. El animal había olfateado algo y, fuera lo que fuese, se había amedrentado y había contagiado al dueño su inquietud.
El hombre se inclinó hacia el interior del coche en el lado del conductor y la luz de los faros se desvaneció. «Eh», protestó el chico. «¿Qué hace? Ha apagado las luces.» El haz de la linterna se desplazó y alumbró primero el rostro del hombre que se acercaba y luego el brillo de algo que tenía en la mano.
«Eh», repitió el chico, ahora en voz más baja. Se colocó ante la chica y la obligó a retroceder, protegiéndola de la navaja. «No haga eso.»
A la primera cuchillada la linterna cayó. Al intentar apartarse, el chico tropezó, y Barley le oyó decir: «Corre, Ellen, corre». Entonces el viejo se cernió sobre él como un nubarrón largo y oscuro, y Barley vio la navaja alzarse y caer, alzarse y caer, y oyó el ruido de la hoja por encima del susurro de los árboles que se mecían suavemente.
Y luego la figura salió tras la chica. Barley la oyó avanzar torpemente por el bosque, a trompicones. No llegó lejos. Le llegó un grito seguido de un sonido, como un golpe sordo, y a continuación todo quedó en silencio. Al lado de Barley, el perro se revolvió y dejó escapar un gemido casi inaudible.
El hombre alto tardó un rato en regresar. La chica no estaba con él. Levantó al muchacho sujetándolo por debajo de los brazos y lo llevó a rastras hasta la parte trasera del coche, donde lo metió en el maletero. Abrió la puerta del conductor y, lentamente pero sin vacilaciones, fue empujando el coche cuesta abajo por el camino de tierra que llevaba al lago Ragged.
Barley ató el perro a un árbol y, con delicadeza, le envolvió el hocico con su pañuelo. Tras darle una palmada y asegurarle que regresaría, siguió al coche guiándose por los crujidos de las ruedas en la tierra.
A casi un kilómetro camino abajo, poco antes del lago, llegó a un claro junto a un cenagal de castores, árboles caídos y retorcidos en el agua oscura. En el claro había un hoyo y pilas de tierra recién excavada como túmulos funerarios. Uno de los lados del hoyo descendía en pendiente, y el viejo bajó el coche por allí. Al detenerlo, quedó casi horizontal, con la parte trasera un poco levantada. Luego el hombre se encaramó al techo y, desde allí, saltó al borde del hoyo. Barley oyó entonces cómo sacaba una pala del suelo, y después el suave movimiento de la tierra al desplazarse cuando volvió a hincarla profundamente, seguido del chirriante golpeteo al caer la primera palada sobre el techo del coche.
En total, el viejo tardó casi una hora en enterrar el coche. Pronto la nieve cubriría la tierra y, al acumularse durante las ventiscas, nivelaría cualquier desigualdad en el terreno. El hombre recogía la tierra y la lanzaba metódicamente, sin cambiar de ritmo, sin detenerse a recobrar el aliento, y John Barley, pese a todo lo que había visto, envidió su fortaleza.
Pero justo cuando el viejo acababa de circundar la fosa cubierta para asegurarse de que había hecho bien el trabajo, Barley oyó un ladrido no muy lejos, seguido de un largo aullido, y supo que Jess se había quitado el pañuelo del hocico. Abajo, el hombre se quedó inmóvil y ladeó la cabeza. Después lanzó la pala con fuerza al cenagal y se puso en movimiento, repechando sin esfuerzo la cuesta con sus largas piernas en dirección a los grañidos del perro.
Sin embargo, Barley ya se había puesto en marcha con rapidez y sigilo. Pasando sobre troncos caídos, siguió las sendas de ciervos y arces para no romper ramas nuevas y evitar así poner sobre aviso al otro hombre. Al llegar a donde estaba el perro, lo encontró tirando de la cuerda, meneando la cola y emitiendo ahogados gañidos de alegría y alivio. Se resistió un poco cuando Barley volvió a colocarle el pañuelo. Luego lo desató, lo tomó en brazos y corrió a casa. Paró una vez para mirar atrás, casi seguro de haber oído a su perseguidor a corta distancia, pero no vio nada. Cuando llegó a la cabaña, atrancó la puerta, recargó la escopeta con letales cartuchos del número uno y se sentó en una silla. No descansó un solo instante hasta que amaneció, y entonces concilió un sueño inquieto e intermitente, interrumpido por pesadillas en que sentía que le caía tierra en la boca abierta.
– ¿Por qué no le ha contado a nadie lo que vio? -pregunté. Aun entonces, no sabía si dar crédito o no a sus palabras. ¿Cómo podía creer que era quien afirmaba ser, y que semejante historia era verdad? Pero cuando lo miré a los ojos, no vi el menor asomo de malicia, sólo el miedo de un anciano a la muerte cercana. Ahora el perro yacía a su lado, sin dormir, con los ojos abiertos, lanzándome una mirada de vez en cuando para cerciorarse de que no me había movido mientras el viejo me contaba la historia.
– No quería complicaciones -contestó-. Pero volví para ver si encontraba algún rastro de la chica, y a por las botas. Eran unas buenas botas, y quizá quería asegurarme de que lo que había visto no eran imaginaciones mías. Soy viejo, y a veces la cabeza me engaña. Pero no eran imaginaciones mías, a pesar de que la chica había desaparecido y ni siquiera había restos de sangre en la tierra que indicasen dónde podía haber estado. Supe que no eran imaginaciones mías en cuanto vi el hoyo y mi pala golpeó contra el metal. Iba a quedarme las botas y la mochila, quizás en parte con la idea de llevárselas a la policía para que no pensasen que estaba loco cuando les contase esta historia. Pero… -Se interrumpió. Esperé-. La noche siguiente, después de lo ocurrido, estaba sentado aquí en el porche con Jess y noté que empezaba a temblar. No ladró ni hizo nada, sólo empezó a sacudirse y gimotear. Miraba hacia el bosque, allí. -Levantó un dedo y señaló un lugar donde las ramas de dos arces rayados casi se tocaban, como amantes tendiéndose las manos en la oscuridad-. Y había allí alguien de pie, observándonos. No se movía, no hablaba, sólo nos observaba. Y supe que era él. Lo sentí en lo más profundo de mí, y lo percibí en el perro. De pronto dio la impresión de que se desvanecía en el bosque, y no volví a verlo.
»Pero adiviné qué quería. Era una advertencia. No creo que él supiese con certeza qué había visto yo, y no iba a matarme a menos que estuviera seguro, pero en ese momento lamenté haber vuelto a por las botas. Y si yo contaba algo, se enteraría y vendría a por mí. Lo supe. Entonces vino usted a hacer preguntas y supe que tenía que desprenderme de ellas. Vacié la mochila y se la vendí a Stuckey junto con las botas, y me alegré por lo que me dio. Al volver quemé la ropa del chico. No había nada más de provecho.
– ¿Había visto antes a ese hombre? -pregunté.
Barley negó con la cabeza.
– Nunca. No es de por aquí, o lo habría reconocido. -Se inclinó-. Usted no debería haber venido. -En su voz advertí un tono casi de resignación-. Él se enterará y vendrá a por mí. Vendrá a por los dos.
Contemplé la noche que se avecinaba, las sombras de los árboles. No había estrellas en el cielo y una nube ocultaba la luna. Según los partes meteorológicos, volvería a nevar; anunciaban treinta centímetros para la semana siguiente, quizá más. Y de pronto, atemorizado, me arrepentí de haber dejado el coche en la carretera, y lamenté tener que atravesar la oscuridad del bosque para llegar hasta él.
– ¿Ha oído en alguna ocasión el nombre de Caleb Kyle? -pregunté.
Parpadeó una vez, como si lo hubiese abofeteado, pero en realidad no parecía sorprendido.
– Claro que lo he oído. Es una leyenda. Nunca ha existido nadie con ese nombre, al menos por estos lugares -contestó, pero el mero hecho de preguntárselo había sembrado dudas en él, y casi oí los engranajes de su cabeza y vi en sus ojos desorbitados que me había comprendido.
Así que Caleb había seguido la pista a Ellen y Ricky, se había ganado su confianza. Él les había aconsejado la visita a Dark Hollow, tal como me había explicado la mujer del motel, y no dudaba que había sido Caleb quien saboteó el motor del coche y luego les indicó dónde parar, cerca del lago Ragged, donde había una fosa esperando. Lo que no entendía era por qué lo había hecho. No tenía sentido, a menos que…
A menos que hubiese estado vigilándome desde el principio, desde que empecé a ayudar a Rita Ferris. Cualquiera que se pusiese del lado de Rita pasaría a ser considerado, automáticamente, una amenaza para los intereses de Billy. ¿Secuestró a Ellen Cole, la mató como mató a su novio, para castigarme por inmiscuirme en los asuntos del hombre que creía que era su hijo? Si Ellen aún vivía, toda esperanza de encontrarla residía en comprender la mentalidad de Caleb Kyle, y quizás en encontrar a Billy Purdue. Pensé en Caleb observándome mientras dormía, después de matar a Rita y a Donald, después de dejar el juguete del niño en la mesa de mi cocina. ¿Qué pasaba por su cabeza en ese momento? ¿Y por qué no me mató cuando tuvo ocasión? En alguna parte, fuera de mi alcance, se hallaba la respuesta a esas preguntas. Apreté los puños en un gesto de frustración por mi incapacidad para entenderlo, y de pronto caí en la cuenta.
Ese hombre sabía quién era yo o, más importante, sabía de quién era nieto. Le atraía, pensé, torturar al nieto como había torturado al abuelo. Treinta años después iniciaba otra vez el juego.
Le hice una señal a John Barley y le dije:
– Venga, nos vamos.
Se levantó lentamente y miró hacia los árboles, como si esperase ver de nuevo aquella figura.
– ¿Adónde?
– Va a enseñarme dónde está enterrado el coche, y luego va a contarle a Rand Jennings lo que me ha contado a mí.
En lugar de moverse, continuó mirando con miedo hacia los árboles.
– No quiero volver allí -dijo.
Sin prestarle atención, agarré su escopeta, la descargué y la arrojé al interior de la casa. Empuñando aún la pistola, le indiqué que se pusiera en marcha. Tras un titubeo, se movió.
– Puede llevarse al perro -dije cuando pasó por mi lado-. Si hay algo ahí fuera, él lo percibirá antes que nosotros.
La nieve empezó a caer casi en el momento en que perdimos de vista la casa del viejo, pesadas concentraciones de gotas de agua cristalizada cubrieron el camino y sumaron su peso al de las precipitaciones anteriores. Cuando llegamos al Mustang, teníamos los hombros y el cabello blancos, y el perro retozaba a nuestro lado intentando atrapar los copos con la boca. Hice ocupar al anciano el asiento del acompañante, saqué unas esposas del maletero y le até la mano izquierda, cruzada sobre el cuerpo, al apoyabrazos de la puerta. Temía que intentase golpearme dentro del coche o huir al bosque a la menor oportunidad. El perro se colocó en el asiento trasero, dejando huellas de barro en la tapicería.
En la carretera la visibilidad era mala y el limpiaparabrisas apartaba la nieve con dificultad. Al principio avanzamos a cuarenta y cinco kilómetros por hora, luego a treinta y cinco y más adelante a treinta. Pronto sólo veía ante mí un velo blanco y las altas siluetas de los árboles a ambos lados, pinos y abetos erguidos como campanarios bajo la nieve. El anciano permaneció en silencio, visiblemente incómodo junto a mí, con la mano derecha apoyada en el salpicadero para mayor seguridad.
– Más vale que no me haya mentido, John Barley -dije.
Tenía la mirada inexpresiva, ensimismada, como la de un hombre que acaba de oír su sentencia de muerte y sabe que es definitiva e inapelable.
– No importa -contestó, y detrás de él el perro empezó a gimotear-. Cuando nos encuentre, dará igual lo que usted crea.
De pronto, a unos veinticinco metros por delante, con la perspectiva alterada por la ventisca, vi lo que parecían unos faros. Cuando nos acercamos, aparecieron ante nosotros las siluetas de dos coches detenidos aparentemente en plena carretera, obstruyendo el paso. Detrás brillaron otros faros, pero lejos, y cuando seguí avanzando me pareció que retrocedían hasta desaparecer y que el resplandor que despedían se reflejaba de pronto en los árboles a mi derecha, entonces comprendí que el coche de detrás se había colocado de través y había parado dejándonos encajonados. A menos de diez metros de los coches de delante aminoré la marcha.
– ¿Qué pasa? -preguntó el viejo-. Quizás ha habido un accidente.
– Puede ser -contesté.
Tres figuras, oscuras en contraste con la nieve y los haces de luz, avanzaron hacia nosotros. Advertí algo familiar en la que se hallaba en el centro y en su modo de moverse. Era de baja estatura. El abrigo le colgaba suelto sobre los hombros y debajo asomaba el brazo derecho en cabestrillo. Cuando quedó iluminado por los faros del Mustang, vi los puntos oscuros en las heridas de su frente y la desagradable contracción de su labio leporino.
Mifflin esbozó una sonrisa torcida. Alcancé de inmediato las llaves de las esposas con una mano a la vez que desenfundaba la Smith & Wesson con la otra. A mi lado, el anciano intuyó que estábamos en apuros y comenzó a tirar de las esposas.
– ¡Suélteme! -gritó-. ¡Suélteme!
Detrás, el perro empezó a ladrar. Le lancé las llaves al viejo y él se dispuso a liberarse mientras yo, con la pistola contra el volante, echaba marcha atrás y pisaba a fondo el acelerador, con la esperanza de sacar al coche de detrás de la carretera.
Lo embestimos en medio de un ruido de metal aplastado y cristales rotos, y los cinturones de seguridad se tensaron cuando el impacto nos lanzó contra el parabrisas. El perro rodó hacia delante entre los dos asientos y aulló al golpearse contra el salpicadero.
Delante, ahora eran cinco las siluetas que se dirigían hacia nosotros por la nieve, y oí abrirse una puerta detrás. Cambié de nuevo la marcha y me dispuse a apretar el acelerador, pero el Mustang se caló, y todo quedó en silencio. Me incliné para girar la llave de contacto, sin embargo, el anciano ya estaba abriendo la puerta y el perro, en su regazo, olfateaba a través del resquicio. Intenté detenerlo, y de pronto el parabrisas estalló y una lluvia negra y roja, salpicada de esquirlas de cristal como estrellas, llenó el coche, golpeándome la cara y el cuerpo y cegándome. Parpadeé y recuperé la visión justo a tiempo de ver el rostro destrozado del viejo deslizándose hacia mí y los restos del perro sobre sus muslos. Sin pérdida de tiempo, abrí la puerta del conductor de un empujón, salté del coche y rodé por la calzada a la vez que nuevos disparos perforaban el capó y atravesaban el interior haciendo añicos la luna trasera. Percibí movimiento detrás y a la izquierda, me volví y disparé. Un hombre envuelto en una cazadora oscura de aviador, con expresión de asombro y sangre en la mejilla, se contorsionó sobre la nieve y se desplomó a tres metros de mí. Eché un vistazo al punto de colisión donde el Mustang había embestido su Neon y vi el cuerpo de un segundo hombre que permanecía erguido entre la puerta del conductor y la carrocería del coche, al parecer aplastado por el impacto cuando intentaba salir.
Me di la vuelta, corrí hacia la cuneta y me adentré en el bosque patinando por la pendiente mientras las balas golpeaban la carretera por encima de mí y la nieve y la tierra a mi alrededor. Oí gritos a mis espaldas mientras avanzaba entre los árboles, con tallos que se partían bajo mis pies, ramas que me arañaban la cara, retorcidas raíces que me tiraban de las piernas. Los haces de unos faros horadaron la noche y oí el tableteo de un arma automática; la ráfaga traspasó hojas y ramas por encima de mí y a mi derecha. Mientras corría, aún notaba la sangre caliente del viejo sobre mí. La sentía resbalar por mi cara, percibía su sabor en la boca.
Seguí corriendo pistola en mano, oyendo mi respiración áspera y entrecortada al pasar el aire por la garganta. Intenté cambiar de dirección para volver a la carretera, pero unas luces brillaron casi a la misma altura a derecha e izquierda mientras avanzaban para cortarme el paso. Continuaba nevando y los copos se prendían en mis pestañas y se fundían en mis labios, me helaban las manos y casi me cegaban al entrarme en los ojos.
De pronto el terreno cambió y tropecé con una roca. Me torcí el tobillo dolorosamente y, mientras intentaba correr deslizándome por el terreno, descendí por el último tramo de la pendiente hasta hundir los pies en agua gélida y hallarme ante la superficie oscura de una laguna, la luz invernal se ahogaba en sus negras aguas. Me di la vuelta y busqué un camino de regreso, pero las luces y los gritos se acercaban. Vi una luz a mi izquierda y otra que se aproximaba por entre los árboles a la derecha, y comprendí que estaba rodeado. Respiré hondo y, con una mueca de dolor, me palpé el tobillo. Dirigí el cañón de la pistola hacia el haz de luz de la derecha, apunté a baja altura y disparé. Se oyó un grito de dolor y el ruido de un cuerpo al desplomarse. Disparé dos veces más al frente hacia los hombres que se acercaban en la oscuridad y oí que alguien ordenaba: «Apagad las luces, apagad las luces».
Una ráfaga de automática barrió la orilla cuando me adentré en el agua manteniendo la pistola en alto justo por encima del hombro. La laguna no era profunda, deduje: pese a la oscuridad, veía una serie de rocas que afloraban del agua a unos ochocientos metros, que era la mitad de lo que medía de ancho en la parte más estrecha. Pero esas rocas eran engañosas; me encontraba a menos de quince metros de la orilla, cruzando en diagonal hacia el lado opuesto, cuando el lecho empezó a descender y perdí pie con un chapoteo. Jadeando, salí a la superficie, y una luz pasó sobre mí y luego volvió, atrapándome en su haz. Tomé aire y me sumergí mientras las balas golpeaban la superficie del agua como gotas de lluvia. Las noté pasar junto a mí mientras me hundía cada vez más en las aguas negras. Tenía los pulmones a punto de estallar y el frío era tan intenso que parecía quemar.
Y en ese momento sentí un tirón en el costado y un hormigueo empezó a extenderse, transformándose lentamente en dolor, un dolor vivo e intenso, como dedos lancinantes a través de mi cuerpo. Me revolví igual que un pez atrapado en un sedal mientras la sangre tibia manaba de mi costado en el agua. Abrí la boca a causa del dolor y dejé escapar a la superficie preciosas burbujas de oxígeno; la pistola se me escapó entonces de la mano. Presa del pánico, subí desesperadamente y sólo conseguí serenarme lo suficiente para asomar la cabeza por encima del agua sin hacer ruido. Respiré hondo, manteniendo la cara casi a ras de la superficie, mientras el dolor se propagaba por mi cuerpo. Sentía una creciente insensibilidad en las piernas, los brazos y las puntas de los dedos. Y la herida de bala me ardía, pero no tanto como si hubiese estado fuera del agua.
En la orilla se movían siluetas, pero ahora sólo se veía una luz. Esperaban a que yo apareciese, temiendo aún el arma que ya no tenía. Tomé aire, volví a sumergirme y, manteniéndome apenas por debajo de la superficie, me alejé de ellos nadando con una sola mano. No salí hasta que rocé con los dedos el fondo de la laguna cerca de la orilla. Con el costado herido en alto, me arrastré por los bajíos buscando un punto por donde salir a tierra sin peligro. La automática volvió a sonar, pero esta vez las balas dieron detrás de mí a bastante distancia. Se oyeron otros disparos, pero eran a bulto, sin apuntar, probando suerte. Seguí adelante con la vista fija en la mayor oscuridad del bosque.
A mi derecha, vi un espacio abierto en la orilla y agua que caía sobre unas rocas: el río. Sabía que ese río atravesaba Dark Hollow. Podría haberme dirigido hacia la orilla opuesta y los bosques que se extendían más allá, pero si me caía entre los árboles o perdía el sentido de la orientación, lo mejor que podía esperar era la muerte por congelación, porque nadie sabía que estaba allí excepto los hombres de Tony Celli. Y si me encontraban, no tendría que preocuparme más por el frío.
Hice pie en el nacimiento del río, al borde de la laguna, pero en lugar de levantarme seguí a rastras hasta que unos árboles me ocultaron lo suficiente de aquellos hombres y pude ponerme en pie y entrar en el propio río. Sentí un intenso dolor en el costado, y a cada movimiento me traspasaba una nueva punzada. El agua fluía por la margen rocosa y sólo al segundo intento conseguí mantener el equilibrio. Me erguí y volví a echarme otra vez al agua cuando el haz de una linterna iluminó hacia donde yo me encontraba. Luego continué más allá del nacimiento del río, conté hasta diez y salí a trompicones a la orilla.
El viento había amainado y la nevada era menos impetuosa pero aún intensa, alrededor la tierra estaba completamente blanca. El dolor en el costado izquierdo se hizo más intenso cuando empecé a avanzar penosamente por la profunda capa de nieve, y me detuve contra el tronco de un árbol para examinarme la herida. Tenía un agujero irregular en la parte posterior de la cazadora, así como en el jersey y la camisa, y un pequeño orificio de entrada cerca de la décima costilla, con un orificio de salida mayor en la parte delantera más o menos a la misma altura. Dolía mucho pero la herida era superficial: la distancia entre los orificios de entrada y salida no era superior a tres centímetros. La sangre goteó entre mis dedos y se encharcó en la nieve. Debería haber interpretado eso como una advertencia, pero, asustado y dolorido, fui menos cauteloso de lo que debiera. Me agaché ahogando un grito de dolor y tomé dos puñados de nieve. Embutí la nieve en las heridas y seguí adelante, resbalando una y otra vez pero manteniéndome cerca del cauce para no extraviarme. Los dientes me castañeteaban descontroladamente y la ropa mojada se me adhería al cuerpo. Me ardían los dedos a causa del agua helada y sentía náuseas por la conmoción.
Sólo después de recorrer cierta distancia, deteniéndome de vez en cuando a descansar contra un árbol, recordé dónde me hallaba con respecto al pueblo. Frente a mí y a la derecha, quizás a unos doscientos metros, vi las luces de una casa. Oí el ruido de una cascada, vi el armazón de acero de un puente y supe dónde estaba y adónde iba.
Había una luz encendida en la ventana de la cocina de la casa de los Jennings cuando me precipité contra la puerta trasera. Dentro oí un ruido y la voz de Lorna, asustada, que decía:
– ¿Quién hay ahí?
Las cortinas de la puerta se separaron un poco y ella abrió los ojos desmesuradamente al ver mi cara.
– ¿Bird?
Una llave giró en la cerradura, al abrirse la puerta caí de bruces. Cuando, con su ayuda, me senté en una silla, le pedí que telefoneara a la habitación número 6 del motel India Hill y a nadie más, y a continuación cerré los ojos y dejé que el dolor se extendiera por mi cuerpo en oleadas.
La sangre manaba a borbotones por el orificio de salida mientras Lorna limpiaba la herida; antes me había enjuagado con un trapo y había retirado trozos de tela del interior con unas pinzas esterilizadas. Aplicó una torunda en la herida y me doblé en la silla al sentir de nuevo una intensa quemazón.
– Estate quieto -dijo, y obedecí. Cuando terminó, me obligó a volverme para ocuparse del orificio de entrada. Aunque parecía tener el estómago revuelto, continuó con la tarea. Al acabar, me preguntó-: ¿Estás seguro de que quieres que haga esto?
Asentí con la cabeza.
Tomó una aguja y vertió en ella agua hirviendo.
– Va a dolerte un poco -advirtió.
Era muy optimista. Me dolió mucho. Se me saltaron las lágrimas por la intensidad del dolor mientras daba dos puntos en cada herida. No era una atención médica muy ortodoxa, pero yo sólo necesitaba algo para mantenerme en pie durante unas horas. Cuando terminó, me aplicó un apósito adhesivo y luego tomó un rollo más largo y me envolvió con él el abdomen.
– Aguantará hasta que podamos llevarte a un hospital -dijo. Me dirigió una sonrisa breve y nerviosa-. Recibí clases de primeros auxilios en la Cruz Roja. Deberías darme las gracias por haber prestado atención.
Asentí para darle a entender que me hacía cargo. Era una herida limpia. Prácticamente era la única virtud de las balas de alta velocidad: en el impacto no se deformaban ni desgarraban la carne, sino que continuaban su alegre camino con casi toda su energía y su funda intactas.
– ¿Quieres contarme qué ha pasado? -preguntó Lorna.
Me levanté lentamente y sólo entonces advertí la sangre en las baldosas.
– Maldita sea -exclamé. Sentí unas repentinas náuseas, pero me sujeté a la mesa y cerré los ojos hasta que remitieron.
Lorna me rodeó el torso con el brazo.
– Tienes que sentarte, Bird. Estás débil y has perdido mucha sangre.
– Sí -dije a la vez que me apartaba de la mesa y, con paso vacilante, me encaminaba hacia la puerta trasera-. Eso es lo que me preocupa.
Retiré la cortina y miré hacia fuera. Aún nevaba, pero a la luz de la cocina vi el revelador rastro rojo desde el río hasta la puerta, la sangre tan densa y oscura que simplemente absorbía la nieve al caer.
Me volví hacia Lorna.
– Lo siento, no debería haber venido aquí.
Tenía una expresión solemne y los labios apretados, pero de pronto esbozó otra sonrisa y dijo:
– ¿Y adónde ibas a ir? He llamado a tus amigos. Están de camino.
– ¿Dónde está Rand?
– En el pueblo. Han encontrado a ese hombre, Billy Purdue, el que estaban buscando. Rand va a retenerlo hasta la mañana. Entonces llegarán el FBI y otras muchas personas para hablar con él.
Por eso se encontraban allí los hombres de Tony Celli. La noticia de la captura de Billy Purdue debía de haber corrido como la pólvora por las agencias y los departamentos de policía implicados, y Tony Celli estaba atento. Me pregunté cuánto habrían tardado en localizarme al llegar. En cuanto vieron el Mustang, debieron de saber que estaba allí y decidieron matarme para no arriesgarse a que me entrometiera.
– Los hombres que me han disparado quieren a Billy Purdue -expliqué en voz baja-. Y matarán a Rand y a sus hombres si no se lo entregan.
Algo titiló en la ventana, como el reflejo de una estrella fugaz. Tardé un segundo en deducir qué era: el haz de una linterna. Agarré a Lorna de la mano y la llevé a la parte delantera de la casa.
– Tenemos que salir de aquí -dije.
El pasillo estaba a oscuras, y a la derecha había un comedor. Agachándome a pesar del dolor en el costado, escruté el jardín delantero por el hueco que quedaba bajo las persianas.
Vi dos figuras al fondo del jardín. Una empuñaba una escopeta. La otra tenía el brazo en cabestrillo.
Regresé al pasillo. Lorna me miró a la cara y dijo:
– Hay alguien también delante, ¿no?
Asentí.
– ¿Por qué quieren matarte?
– Piensan que me entrometeré, y pretenden hacerme pagar por algo que ocurrió en Portland. Debéis de tener algún arma en la casa. ¿Dónde está?
– Arriba. Rand guarda una en el tocador.
Me guió escalera arriba hasta su dormitorio. Había una cama de pino rústica y grande, con almohadas y la colcha amarillas. Frente a un enorme armario había un tocador de pino rústico a juego. En un rincón se alzaba una pequeña estantería repleta de libros. Una radio sonaba suavemente en otro rincón, The Band cantando Evangeline, con la voz de Emmylou Harris entrando y saliendo de la estrofa y el estribillo. Lorna sacó calcetines, calzoncillos y camisetas de hombre de un cajón y los tiró al suelo hasta que encontró el revólver. Era un Charter Arms Undercover de calibre 38, con un cañón de siete centímetros y medio, la auténtica arma de un agente de la ley. Las cinco recámaras estaban cargadas, y al lado había un cargador de velocidad, también lleno. Cerca, en una funda de Propex, vi una segunda arma, un Ruger Mark 2 de cañón estrecho.
– Rand lo utiliza a veces para tirar al blanco -explicó Lorna, señalando una caja casi vacía de cartuchos Long Rifle del 22 en un rincón del cajón.
– Dios bendiga a los paranoicos -comenté.
En el armario junto a la cama había una botella de agua grande de plástico, casi vacía. Me apoyé en el tocador para mantener el equilibrio. En el espejo, mi piel presentaba una palidez cadavérica. Tenía ojeras a causa del dolor y el agotamiento y la cara salpicada de cortes de cristal y manchada de savia y de la sangre del viejo. Lo olía en mí. Olía también a su perro.
– ¿Tienes cinta adhesiva?
– Quizás abajo, pero hay un rollo de esparadrapo en el armario del baño. ¿Te sirve?
Asentí con la cabeza, tomé la botella y la seguí hasta el baño de azulejos amarillos y blancos, cargando el Ruger mientras caminaba. Abrió el armario y me dio el rollo de esparadrapo de dos centímetros y medio de ancho. Vacié el agua mineral en el lavabo, introduje el fino cañón del Ruger en la botella y la fijé con varias vueltas de esparadrapo.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Lorna.
– Fabricando un silenciador -contesté.
Pensé que si los hombres de Celli registraban la casa podía eliminar a uno de ellos con el rifle calibre 22 silenciado si era necesario y ganar así un poco de tiempo, cinco o quizá diez segundos. En un enfrentamiento armado a corta distancia, diez segundos son una eternidad. Abajo se oyó una patada en la puerta trasera, seguida de un ruido de cristales rotos y el chirrido de la puerta al abrirse. Me coloqué el revólver del 38 al cinto y retiré el seguro del Ruger.
– Métete en la bañera y agacha la cabeza -susurré.
Lorna se quitó las sandalias y se deslizó sigilosamente en la bañera. Yo me descalcé, dejé los zapatos en el suelo embaldosado, salí en silencio al rellano y volví al dormitorio. La radio seguía sonando, pero The Band había dado paso a Neil Young, y su voz aguda y lastimera resonaba en la habitación.
«Don't let it bring you down…»
Me aposté en la oscuridad junto a la ventana. El Ruger me resultaba incómodo en comparación con la Smith & Wesson, pero al menos era un arma. Lo amartillé y esperé.
«It's only castles burning…»
Oí cómo subía por la escalera, observé la sombra a medida que avanzaba delante de él, la vi detenerse y luego acercarse a la habitación, siguiendo la música. Tensé el dedo en el gatillo y respiré hondo.
«Just find someone who's turning…»
Abrió la puerta de par en par con el pie, aguardó un momento y entró como una flecha con la escopeta en alto. Tragué saliva y expulsé el aire de los pulmones.
«… And you will come around.»
Apreté el gatillo del Ruger y el extremo de la botella estalló con un ruido sordo como el de una bolsa de papel al reventar. Fue un tiro limpio, justo al corazón. Avancé y disparé otra vez mientras, tambaleándose, caía contra la pared y se deslizaba lentamente hacia abajo, dejando un rastro rojo y oscuro en la pintura de color crema. Agarré la escopeta, una Mossberg con culata de pistola, en el momento en que se le escapó de la mano. Dejé el Ruger, pasé por encima del cuerpo sin que mis pies descalzos produjeran sonido alguno en el suelo y volví al pasillo.
– ¿Terry? -llamó una voz desde abajo, y vi la mano de un hombre en torno a la empuñadura de una Magnum 44, luego el brazo, el cuerpo, la cara.
Alzó la vista y le acerté en la cabeza, la detonación de la escopeta sonó como un cañonazo. Sus facciones desaparecieron en una bruma roja y cayó de espaldas. Cargué, y estaba a punto de llegar a la escalera cuando una bala se incrustó en la pared cerca de mi oreja izquierda, y vi un fogonazo en la oscuridad del comedor. Disparé, cargué, disparé, cargué: dos tiros a la oscuridad. Se rompieron cristales y se desintegraron trozos de yeso, y no hubo más disparos. La puerta delantera estaba entornada. Lo que quedaba del cristal estalló y volaron astillas de madera por el impacto de nuevos disparos procedentes de la cocina. Me quedé en la escalera, encajé la escopeta entre los balaustres, la giré y disparé la última bala.
En la cocina, una sombra se separó de la pared y avanzó hasta el extremo del largo pasillo descerrajando una ráfaga de disparos, que hizo saltar la madera de la barandilla y levantó una nube de polvo amarillo de la pared que tenía al lado, a medida que las balas se iban acercando. Me llevé la mano al revólver del 38, lo saqué del cinto y disparé tres veces. Oí un grito de dolor a la vez que, con el rabillo del ojo, advertí un movimiento en la puerta delantera. Me distrajo y, mientras me volvía, el pistolero herido de la cocina abandonó su posición a cubierto y salió al pasillo con el arma en alto en una mano y sujetándose el hombro con la otra. Enseñó los dientes y de pronto sonó un ruido, más estridente que cualquier otro disparo que yo hubiese oído jamás, y en su torso apareció un agujero lo bastante grande para pasar por él el puño de un hombre. Me pareció ver la cocina a través del orificio, los cristales del suelo, el fregadero, el borde de una silla. El pistolero permaneció en pie durante una décima de segundo y después se desplomó como un títere con los hilos cortados.
En la puerta estaba Louis, empuñando una enorme escopeta Ithaca Mag-10 Roadblocker con la culata de goma aún firmemente apoyada en el hombro.
– Este tipo acaba de recibir el apretón de manos de un calibre diez -dijo.
En la parte trasera de la casa se oyeron más disparos y el sonido de un coche al acelerar. Louis saltó por encima del cadáver y, seguido de cerca por mí, cruzó la puerta destrozada de la cocina y salió al jardín. Ángel estaba de pie junto a la verja, con una Glock de nueve milímetros en la mano. Nos miró y se encogió de hombros.
– Se ha escapado, el cabrón repugnante ese. Ni siquiera lo he visto hasta que estaba en el coche.
– Mifflin -dije con hastío.
Louis gruñó.
– ¿Sigue vivo ese bicho raro?
Movió la cabeza en un gesto de asombro.
– Quizá tendríamos que hacerlo volar al espacio y esperar a que se consuma al volver a entrar en la atmósfera -musitó Ángel.
Sin más abrigo que las vendas en la mitad superior del cuerpo me estremecí de frío. Estaban empapadas de sangre. Los oídos me zumbaban a causa del ruido de los disparos en el espacio cerrado de la casa. Louis se quitó el abrigo y me lo puso sobre los hombros. A pesar del frío, sentía llamaradas dentro de mí.
– Oye -dijo Ángel-. Deberías cuidarte más. A este paso, vas a pillar un resfriado de muerte.
Los tres nos sobresaltamos al oír un ruido a nuestras espaldas, pero en la puerta sólo estaba Lorna. Me acerqué a ella y le apoyé una mano en el hombro.
Cruzó los brazos como en un abrazo y mantuvo la mirada fija en mí para no ver los cadáveres que yacían en el suelo detrás de ella.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Volvemos a Dark Hollow. Necesito a Billy Purdue vivo.
– ¿Y Rand?
– Haré lo que pueda. Será mejor que lo llames y le digas lo que ha pasado.
– Lo he intentado. No hay línea. Deben de haber cortado los cables antes de entrar.
– Ve a telefonear desde la casa de un vecino. Con un poco de suerte llegaremos a Dark Hollow pasados unos minutos.
Eso suponiendo que no hubiesen cortado las líneas desde fuera del pueblo, en cuyo caso todo Dark Hollow estaría incomunicado.
Era hora de irse, pero Lorna levantó la mano.
– Espera -dijo, y volvió a subir. Regresó con una gruesa camisa de algodón, un jersey y una cazadora acolchada de LL Bean, junto con una caja de munición para el 38. Me ayudó a vestirme y me acarició la mano-. Cuídate, Bird.
– Lo mismo digo.
Detrás de mí, Ángel arrancó el Mercury. Louis estaba en el asiento delantero. Yo me subí a la parte trasera y nos alejamos. Volví la vista atrás y vi a Lorna de pie en el jardín, observándonos hasta que nos perdimos de vista.
Las carreteras estaban vacías y sólo rompían el silencio el ronroneo del motor del Mercury y el suave golpeteo de los copos de nieve contra el parabrisas. El costado me ardía intensamente y, una o dos veces, cerré los ojos y tuve la sensación de perder el conocimiento durante un par de segundos. Tenía sangre en los dedos y una mancha ocre en el pantalón desde la entrepierna hasta la parte baja del muslo. Sorprendí a Louis lanzándome atentas miradas por el retrovisor y levanté la mano para indicarle que seguía con ellos. El gesto habría sido más convincente si no hubiese tenido la mano cubierta de sangre.
Cuando nos detuvimos en el aparcamiento de la Comisaría de Policía, había aparcados delante de nosotros dos coches patrulla, junto con un Trans-Am del 74 de color naranja que, por su aspecto, necesitaría un milagro para arrancar, así como otro par de vehículos que llevaban estacionados el tiempo suficiente para que la nieve hubiese desdibujado sus contornos, incluido un Toyota de alquiler de Bangor. No había señales de Tony Celli ni de ninguno de sus hombres.
Entramos por la puerta delantera. Ressler estaba de pie detrás del escritorio examinando la conexión del teléfono. Detrás de él había un agente de menor edad a quien no reconocí, probablemente otro contratado a tiempo parcial, y más allá, frente a las dos celdas, se hallaba Jennings. Sentado en una silla junto al escritorio estaba Walter Cole. Pareció sobresaltarse al verme llegar. Tampoco a mí me resultó agradable encontrármelo allí.
– ¿Qué coño quieres? -dijo Jennings, y su voz indujo a Ressler a erguirse y a lanzar una mirada cauta primero a Louis y a Ángel y luego a mí. Al parecer, no le complació ver nuestras armas y deslizó la mano hasta la que llevaba al cinto. Abrió más los ojos al ver las marcas que tenía en la cara y la sangre de mi ropa.
– ¿Qué pasa con los teléfonos? -pregunté.
– No hay línea -contestó Ressler al cabo de un momento-. Las comunicaciones están cortadas. Quizá sea por el mal tiempo.
Pasé por delante de él para dirigirme a las celdas. Una estaba vacía. En la otra se hallaba Billy Purdue, sentado con la cabeza entre las manos. Tenía la ropa sucia y las botas manchadas de barro. Presentaba el aspecto de angustia y desesperación de un animal atrapado en un cepo. Tarareaba en voz baja, como un niño intentando aislarse del mundo. No pedí permiso a Rand Jennings para hablar con él. Quería respuestas, y él era el único que podía proporcionármelas.
– Billy -dije con brusquedad.
Alzó la vista y me miró.
– La he cagado, ¿verdad? -contestó, y siguió tarareando la misma canción.
– No lo sé, Billy. Necesito que me hables de aquel hombre que viste, el viejo. Descríbemelo.
Oí la voz de Jennings a mis espaldas.
– Parker, aléjate del detenido.
No le hice caso.
– ¿Me escuchas, Billy?
Aún tarareando, con los brazos alrededor del cuerpo, se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
– Sí, te oigo. -Contrajo el rostro como si se concentrara-. Es difícil. Apenas lo vi. Era… viejo.
– Haz un esfuerzo, Billy. ¿Bajo? ¿Alto?
Reanudó el tarareo y de pronto se interrumpió.
– Alto -dijo durante la pausa-. Puede que tan alto como yo.
– ¿Flaco? ¿Robusto?
– Delgado. Era un hombre delgado pero fibroso, ¿entiendes?
Se puso en pie mostrando interés, esforzándose por traer a la memoria la figura que había visto.
– ¿Y el pelo?
– Mierda, el pelo, no sé… -Retomó la canción, pero esta vez añadió las palabras, aunque sólo a medias, como si no conociera bien la letra-. «Come all you fair and tender ladies, take warning how you court your man…»
Y entonces reconocí por fin la canción: Fair and Tender Ladies. La había cantado Gene Clark junto con Carla Olson, aunque la canción era mucho más antigua. Al reconocerla, recordé dónde la había oído antes: Meade Payne la tarareó mientras volvía a su casa.
– Billy -dije-. ¿Has estado en casa de Meade Payne?
Negó con la cabeza.
– No conozco a ningún Meade Payne.
Me agarré a los barrotes de la celda.
– Billy, esto es importante. Sé que ibas a ver a Meade. No le crearás ningún problema si lo admites.
Me miró y dejó escapar un suspiro.
– No llegué hasta allí. Me detuvieron antes de entrar en el pueblo.
Hablé en voz baja y clara, procurando que la tensión no se reflejara en mi voz.
– Entonces, ¿dónde has oído esa canción, Billy?
– ¿Qué canción?
– La que estabas tarareando, Fair and Tender. ¿Dónde la has oído?
– No me acuerdo.
Desvió la mirada y supe que sí se acordaba.
– Inténtalo.
Se pasó las manos por el pelo y se agarró los enmarañados bucles de la nuca como si temiese lo que podían hacer sus manos en caso de no encontrar algo en que ocuparlas, entonces empezó a balancearse otra vez.
– El viejo, el que vi delante de la casa de Rita…, quizá la cantaba él, en un susurro, para sí. No puedo quitármela de la cabeza. -Se echó a llorar.
Sentí que se me secaba la garganta.
– Billy, descríbeme a Meade Payne.
– ¿Cómo? -preguntó. Parecía sinceramente desconcertado.
A mis espaldas, oí decir a Jennings:
– Te lo advierto por última vez, Parker. Aléjate del detenido.
Sus pisadas resonaron cuando se acercó a mí.
– Ése es Meade, el del retrato de la pared -contestó Billy levantándose mientras hablaba. Señaló una fotografía enmarcada de tres hombres que colgaba de la pared cerca del escritorio de la entrada, una versión parecida a la que había en el restaurante. Me aproximé a ella apartando a Rand Jennings de un codazo. En el centro del grupo había un joven con el uniforme de la infantería de Estados Unidos; tenía el brazo derecho alrededor de Rand Jennings y el izquierdo alrededor de un anciano que sonreía con orgullo a la cámara. En una placa bajo la fotografía rezaba: agente Daniel Payne, 1967-1991.
Rand Jennings. Daniel Payne. Meade Payne. Pero el anciano de la fotografía era un hombre cargado de espaldas, de baja estatura -aproximadamente un metro sesenta y cinco-, mirada amable y una calva con manchas en la piel y una orla de cabello blanco. Un centenar de arrugas surcaban su rostro.
No era el hombre que yo había conocido en casa de Payne.
Y lentamente las piezas empezaron a encajar en mi mente.
Todo el mundo tenía perro. Meade Payne lo había mencionado en su carta a Billy, pero yo allí no había visto ningún perro. Pensé en la figura que Erica Schneider había visto trepar por la cañería. Un hombre viejo no podía trepar por una cañería, pero un hombre joven sí. Y recordé el comentario de Rachel sobre Judith Mundy: había sido utilizada como ganado de cría.
Ganado de cría. Para criar un niño.
Y me acordé del viejo Saul Mann, de cómo se deslizaban sus manos por encima de los naipes, cómo hacía desaparecer ágilmente la reina, o cómo retiraba el guisante de debajo de un tapón para embolsarse los cinco pavos de un incauto. Nunca insistía, nunca los llamaba, ni intentaba obligarlos a acercarse, porque sabía lo que hacía.
Caleb sabía que Billy regresaría junto a Meade Payne. Quizá le sonsacó el nombre de Meade a Cheryl Lansing antes de matarla, o éste había salido a la luz en las investigaciones de Willeford. Comoquiera que lo averiguase, Caleb sabía que si eliminaba todos los obstáculos y todas las opciones, Billy tendría que volver con Meade Payne.
Porque Caleb comprendía lo que todos los timadores y cazadores comprenden: que a veces es mejor poner el cebo, esperar y dejar que la presa acuda.
Al darme la vuelta, Jenning me apuntaba con su Coonan. Supuse que le había hecho caso omiso durante demasiado tiempo.
– Ya me he cansado de tus gilipolleces, Parker. Tirad las armas y echaos al suelo, tú y tus amigos -dijo-. Ahora mismo.
También Ressler desenfundó su pistola y, en el despacho del fondo, el agente más joven ya se había llevado al hombro una escopeta de repetición Remington.
– Parece que hemos venido sin invitación a un congreso de policías nerviosos -comentó Ángel.
– Jennings, no tengo tiempo para esto -dije-. Debes escucharme…
– Cállate -ordenó Jennings-. Te lo digo por última vez, Parker, deja… -De pronto se interrumpió y miró el arma que yo llevaba al cinto-. ¿De dónde has sacado esa pistola? -preguntó, y un tono amenazador apareció lentamente en su voz como un pistolero en un funeral. Levantó el percutor y avanzó tres pasos hacia mí, hasta que el arma quedó a unos centímetros de mi cara. Había reconocido ya la cazadora y el jersey.
A mis espaldas, oí un sonoro suspiro de Ángel.
– Maldita sea, dime de dónde has sacado esa pistola o te mato.
No había manera de suavizar lo ocurrido, así que ni siquiera lo intenté.
– He caído en una emboscada en la carretera. El viejo que vivía junto al lago, John Barley, está muerto. Ha muerto en mi coche. A mí me han perseguido, he llegado a tu casa y Loma me ha dado el arma. Puede que encuentres unos cuantos cadáveres en la sala de estar cuando vuelvas, pero Lorna ha salido ilesa. Escúchame, Rand, la chica…
Rand Jennings bajó el percutor con delicadeza, puso el seguro y me golpeó violentamente en la sien izquierda con el cañón. Retrocedí tambaleándome mientras él se disponía a asestarme otro golpe, pero Ressler intervino y le sujetó el brazo.
– Te mataré, cabrón. Te mataré.
Estaba rojo de ira, pero también reflejaba un gran dolor, y la toma de conciencia de que las cosas nunca volverían a ser como antes después de aquello, de que el cascarón se había roto por fin y la vida que había vivido hasta entonces se le escapaba en ese instante, mientras hablaba, disipándose en el aire como gas.
Noté que la sangre me resbalaba por la mejilla y un penetrante dolor en la cabeza. De hecho, me dolía todo el cuerpo, pero, con el día que había tenido, no era de extrañar.
– Puede que no te llegue la ocasión de matarme. Los hombres que me han tendido la emboscada trabajan para Tony Celli. Quiere a Billy Purdue.
Jennings volvió a respirar de manera más pausada y le hizo un gesto a Ressler, que le soltó el brazo con cautela.
– Nadie va a llevarse al detenido -dijo Jennings.
En ese preciso momento se apagaron las luces y empezó el caos.
Por unos segundos, el edificio quedó sumido en una oscuridad absoluta. Finalmente se activó el sistema de iluminación de emergencia y cuatro fluorescentes proyectaron un tenue resplandor desde las paredes. Oí gritar a Billy Purdue en su celda:
– ¡Eh! ¿Qué pasa ahí? Díganme qué ocurre. ¿Por qué se ha ido la luz?
En la parte trasera del edificio sonaron tres golpes, como mazazos, seguidos del sonido de una puerta al chocar contra la pared. Pero Louis ya se había puesto en movimiento, empuñando aún la enorme Roadblocker. Lo vi pasar frente a la celda de Billy Purdue y aguardar en el rincón, donde empezaba el pasillo que conducía a la puerta posterior. Advertí que contaba mentalmente hasta tres antes de volverse, colocarse a un lado y disparar dos veces hacia el pasillo. Lo perdimos de vista por un momento, disparó otra vez y retrocedió hasta reaparecer en nuestro campo de visión. Jennings, Ressler y yo corrimos hacia él, mientras el policía joven y Ángel se dirigían rápidamente a la puerta delantera acompañados de Walter.
En el pasillo yacían muertos dos hombres, sus rostros ocultos bajo pasamontañas negros, ambos con vaqueros negros y cazadoras cortas negras.
– Han elegido mal su equipo de camuflaje -dijo Louis-. Deberían haber consultado el pronóstico del tiempo. -Retiró el pasamontañas de uno de los cadáveres y se volvió hacia mí-. ¿Lo conoces?
Negué con la cabeza y Louis soltó el pasamontañas.
– Probablemente ni siquiera merecía la pena -dije.
Avanzamos con cautela en dirección a la puerta abierta. Ráfagas de nieve penetraban en el corredor impulsadas por el viento.
Louis agarró una escoba y la utilizó para empujar la puerta y cerrarla; tenía la cerradura astillada por los golpes recibidos. A continuación, ayudó a Ressler a acarrear un escritorio de la oficina por el pasillo y, con él, atrancaron la puerta. Dejamos a Louis vigilando y regresamos a la sala de la entrada, donde Ángel y el policía joven, apostados a los lados de una ventana, intentaban atisbar a los hombres que se movían en el exterior. No podían quedar muchos, calculé, pero Tony Celli se encontraba entre ellos.
Walter permanecía más atrás. Me fijé en que tenía en la mano su vieja calibre 38. Yo ya sabía con certeza dónde estaba Ellen, suponiendo que siguiese con vida, pero, si se lo decía a Walter, se lanzaría hecho una furia contra los hombres de Tony Celli en un esfuerzo por llegar a ella, y así no conseguiría nada, aparte de que lo mataran.
Se oyó una voz.
– Eh, los de ahí dentro. No queremos que nadie salga herido. Entréguennos a Purdue y nos iremos. -Parecía Mifflin.
Ángel me miró y sonrió.
– Prométeme que, pase lo que pase, ahora te cargarás a ese cojo de mierda de una vez por todas.
Me coloqué junto a él y escruté la oscuridad por la ventana.
– Es un tanto molesto -coincidí. Me volví y me encontré a Louis a mi lado.
– La puerta debería aguantar. Si intentan entrar otra vez, los oiremos antes de que puedan causarnos el menor daño. -Echó una ojeada por la ventana-. Tío, no pensaba que llegase a oírme decir esto, pero me siento como John Wayne.
– Río Bravo -dije.
– La que sea. ¿Es una en la que sale James Caan?
– No, Ricky Nelson.
– Mierda.
Detrás de nosotros, Jennings y Ressler intentaban organizar un plan. Era como ver a dos niños esforzándose por sostener unos palillos chinos con los dedos de los pies.
– ¿Hay radio aquí? -pregunté.
Fue Ressler quien se dio por aludido.
– Sólo recibimos interferencias, nada más.
– Los han incomunicado.
Jennings se decidió a hablar.
– Si nos mantenemos firmes, desistirán. Esto no es la frontera. Sencillamente no pueden atacar una comisaría de policía y llevarse a un detenido.
– Sí es la frontera -dije-. Y pueden hacer lo que quieran. No van a marcharse sin él. Celli quiere el dinero que Purdue le quitó, o su propia gente lo matará. -Hice una pausa-. Aunque también podrías entregarles el dinero tú.
– No llevaba dinero encima cuando lo encontramos -respondió Ressler-. Ni siquiera llevaba una bolsa.
– Podría preguntársele dónde está -sugerí.
Vi que Billy Purdue me observaba con curiosidad. Ressler miró a Jennings, se encogió de hombros y se encaminó hacia la celda. En ese momento Ángel se lanzó de lado y Louis me empujó para obligarme a echarme a tierra. Proferí un alarido al caer sobre la moqueta con el costado herido.
– ¡Cuidado! -gritó Ángel.
La ventana delantera estalló hacia dentro y las balas acribillaron las paredes, las mesas, los archivadores, los apliques. Hicieron añicos las mamparas de cristal, reventaron el surtidor de agua y convirtieron los informes y carpetas en confeti. Ressler cayó al suelo con la parte posterior de la pierna roja y hecha jirones. A mi lado, Ángel se levantó y abrió fuego con la Glock. Al instante Louis se apostó junto a él y sonaron las atronadoras detonaciones de la Roadblocker.
– Aquí dentro van a hacernos picadillo -gritó Ángel.
Fuera, el fuego cesó. A nuestras espaldas sólo se oían el ruido del papel al posarse, los chirridos de los cristales rotos al pisarlos y el goteo del agua que aún quedaba en el surtidor destrozado. Miré a Louis.
– Podríamos contraatacar desde fuera -sugerí.
– Es una posibilidad -convino-. ¿Estás en condiciones?
– Más o menos -mentí. En el suelo, Jennings cortaba la pernera del pantalón de Ressler para llegar a la herida. Le pregunté-: ¿Hay alguna ventana que dé al exterior en una zona oscura, quizás oculta por un árbol o algo así?
Jennings alzó la vista y asintió.
– La ventana del lavabo de hombres, en el pasillo. Está al lado del muro y es muy estrecha para entrar desde fuera, pero desde dentro es posible acceder al antepecho.
– Parece una buena opción.
– ¿Y yo qué? -preguntó Ángel.
– Tú estás haciendo un trabajo de primera con esa Glock -contestó Louis.
– ¿Tú crees?
– Sí. Si le das a alguien, empezaré a creer en Dios, pero desde luego estás metiendo el miedo en el cuerpo a los chicos de Tony.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Walter. Eran las primeras palabras que me dirigía desde el funeral en Queens.
– Quédate aquí -dije-. Creo que he averiguado algo.
– ¿En cuanto a Ellen?
No pude contener una mueca de pesar al ver el dolor en sus ojos.
– No nos sirve de nada mientras los hombres de Tony Celli estén ahí fuera. Cuando acabemos con esto hablaremos.
Nos volvimos para marcharnos, pero por lo visto tenía que surgir un obstáculo tras otro. Rand Jennings continuaba de rodillas junto a Ressler. La pistola continuaba en su mano. Continuaba apuntándome.
– Tú no vas a ningún sitio, Parker.
Lo miré, pero no me detuve. El cañón del arma me siguió mientras pasaba ante él.
– Parker…
– Rand -dije-. Cállate.
Asombrosamente, obedeció.
Tras esto, los dejamos allí y fuimos al servicio de hombres. La ventana era de cristal esmerilado y quedaba sobre un par de lavabos. Escuchamos con atención por si se oía algún movimiento fuera. Luego descorrimos el pestillo, abrimos la ventana y retrocedimos. No hubo disparos, y en cuestión de segundos nos encaramamos al muro y nos descolgamos al terreno yermo situado detrás de la fachada norte del edificio; sólo se oyó el sordo tintineo de los cartuchos que Louis llevaba en los bolsillos del abrigo cuando saltó al suelo. Me dolía el costado, pero a esas alturas ya no me preocupaba. Cuando Louis se disponía a alejarse, le tendí una mano.
– Louis, el viejo de la casa de Meade Payne es Caleb Kyle.
Casi pareció sorprendido.
– ¿Qué me dices?
– Esperaba a Billy. Si me pasa algo, encárgate tú.
Asintió y dijo:
– Tío, te encargarás tú mismo. Si no te han matado ya, no te matarán nunca.
Sonreí y nos separamos, iniciando un movimiento de tenazas para llegar a la parte delantera del edificio y los hombres de Tony Celli.
Apenas recuerdo con claridad buena parte de lo que ocurrió después de adentrarme a trompicones en la oscuridad. Recuerdo que temblaba sin cesar, pero tenía la piel caliente y me brillaba la cara por el sudor. Llevaba la pistola de Jennings, pero aún me resultaba extraña y poco familiar al tacto. Lamentaba vagamente la pérdida de la Smith & Wesson. Había matado con ella y, al hacerlo, había matado algo en mí, pero era mi arma, y su historia a lo largo de los doce meses anteriores era un reflejo de la mía. Quizá fuese mejor que ahora se hallase sumergida en aguas profundas.
Nevaba y el mundo había enmudecido, su boca amordazada por los copos. Los pies se me hundían en la nieve mientras avanzaba arrimado a la pared, con el edificio a mi izquierda, el frío calándome las botas y los dedos entumeciéndoseme. Al otro lado del edificio, Louis se movía con paso firme, empuñando la enorme escopeta.
Me detuve en la esquina del edificio, donde la pared de la casa daba paso a la cerca de un metro de altura del aparcamiento. Le eché un vistazo, no advertí movimiento alguno y corrí a cubrirme tras un Ford último modelo, pero mis reacciones eran torpes e hice más ruido del que debía. Las manos me temblaban sin cesar, hasta el punto de que tuve que sujetar el cañón de la pistola con la mano izquierda. El dolor del costado era constante. Al bajar la vista, vi nuevas manchas de sangre en el jersey.
Un viento que parecía haber despertado con renovado vigor al avanzar la noche levantaba la nieve. Grandes cintas blancas me azotaban el rostro y los copos se me amontonaban en la lengua. Busqué la silueta oscura de Louis, pero no vi nada al otro lado del aparcamiento. Con la respiración entrecortada y el estómago revuelto, me arrodillé. Por un momento pensé que iba a desmayarme. Tomé un puñado de nieve y, agachando la cabeza con cuidado, me froté la cara con ella. No me encontré mucho mejor, pero el gesto me salvó la vida.
Por encima de mí, a mi izquierda, una forma se movió detrás de uno de los coches patrulla. Vi cómo un zapato negro de charol se alzaba en la nieve, y después un pantalón oscuro con copos adheridos aún al dobladillo y el faldón de un abrigo azul agitado por el viento. Me erguí sin soltar el arma, hasta que tuve la cabeza y la pistola por encima del capó del Ford. Y cuando la figura, advirtiendo el movimiento, se dio media vuelta, le disparé una sola vez en el pecho y observé desapasionadamente cómo caía de espaldas en la nieve acumulada contra la pared. El hombre quedó allí desmadejado, con el mentón apoyado en el pecho y la nieve alrededor ennegrecida por la sangre.
Y en ese instante ocurrió algo dentro de mí. Mi mundo se oscureció igual que la nieve ensangrentada y mi mente comenzó a perder el control. Los contornos del universo se desdibujaron y toda mi perspectiva se redujo a un punto. Y mientras el mundo se desplazaba y ladeaba, me pareció sentir y oír al mismo tiempo el sonido de una hoja al penetrar en la carne y luego un ruido como el de un melón partido por la mitad de un solo golpe. Seguí la diminuta lente de claridad por encima de la cerca y más allá de la carretera, donde una pequeña pendiente descendía hasta los árboles. En la nieve yacía un hombre con el cuerpo abierto desde el pecho hasta el ombligo y la cabeza destrozada cubierta de copos de nieve. En torno al cadáver había huellas, profundas y firmes. Las huellas se apartaban del cuerpo y se dirigían hacia el pueblo, seguidas de un segundo rastro cuyas pisadas aparecían distorsionadas por una cojera. Había sangre entre las huellas de los zapatos de Mifflin. Mientras seguía los rastros, se oyeron nuevas detonaciones en la comisaría de policía, entre ellas el sonido del arma de Louis.
Me dirigí hacia el sur durante cinco o diez minutos, quizá más, y por fin llegué al extremo de una calle residencial. Una mujer y un hombre, los dos de avanzada edad, se arrebujaban en abrigos y mantas en el porche de su casa, él rodeaba con un brazo los hombros de ella. Ya no se oían disparos, pero los ancianos seguían mirando y esperando. Cuando advirtieron mi presencia, los dos se retiraron instintivamente, y el hombre tiró de su esposa o de su hermana hacia la puerta abierta y, sin apartar de mí la mirada ni un solo instante, cerraron después de entrar. Se veían luces en otras casas, y aquí y allá se corrían cortinas. Vi rostros en halos de luz tenue, pero nadie más apareció.
Llegué a la esquina de Spring Street con Maybury. Spring Street conducía al centro del pueblo, pero al final de Maybury reinaba la oscuridad, y los dos rastros de huellas avanzaban en esa dirección. A media calle se separaban, el rastro distorsionado se desviaba hacia las sombras y el otro hacia el noroeste por la línea divisoria entre dos fincas. Supuse que Mifflin había llegado allí primero y que había buscado un lugar en la oscuridad desde donde observar la calle, y que su perseguidor se había apartado para rodearlo al adivinar la maniobra. Doblé hacia el sur y pasé por detrás hasta llegar al linde de una arboleda donde empezaba el bosque al oeste. Allí me detuve.
A unos diez metros de mí, en la periferia de una mancha de luz proyectada por la última farola de la calle, se formó como una nube y desapareció. Algo se movió con un gesto sobresaltado y temeroso. Un rostro alerta miró a la izquierda y luego a la derecha, y una silueta asomó de detrás de un árbol. Era Mifflin, con el brazo aún en cabestrillo. Cuando me acerqué, amparado por las sombras y mis pisadas amortiguadas por la nieve, vi el espeso goteo de la sangre desde sus dedos y el charco cada vez mayor a sus pies. Casi le había alcanzado cuando se volvió atraído por un ruido. Abrió los ojos de manera desorbitada y, cuando se irguió rápidamente, una navaja destelló en su mano ilesa. Le disparé en el hombro derecho y dio una vuelta de ciento ochenta grados; le fallaron los pies, cayó de espaldas y dejó escapar un grito de dolor al golpearse contra el suelo. Avancé sin pérdida de tiempo apuntándole con la pistola. Parpadeó e intentó concentrar la mirada cuando la luz iluminó plenamente mis facciones.
– Tú -dijo por fin. Intentó levantarse pero no le quedaban fuerzas. Sólo alzó la cabeza, hasta que el esfuerzo le resultó excesivo y la dejó caer de nuevo en la nieve. Al mirarlo, vi una larga raja en la pechera de su abrigo, y un brillo húmedo en el interior.
– ¿Quién te ha hecho eso? -pregunté.
Intentó reírse, pero la risa se convirtió en tos y la sangre salió a borbotones de su boca salpicándole los dientes de rojo.
– Un viejo -contestó-. Un puto viejo. Ha salido de la nada, me ha rajado y luego ha liquidado a Contorno antes de que supiésemos siquiera qué estaba pasando. Joder, tío, yo me he echado a correr. A la mierda Contorno. -Intentó mover la cabeza para mirar en dirección al pueblo-. Ahora seguro que anda por ahí, observándonos.
Maybury estaba en calma y nada se movía en la calle, pero Mifflin tenía razón: daba la sensación de que nos vigilaban desde la oscuridad, como si, en lo más hondo de ella, alguien contuviese la respiración y aguardase.
– Pronto llegará ayuda -dije, aunque mientras hablaba no tenía la menor certeza de que las cosas se hubiesen decantado de nuestro lado en la Comisaría de Policía. Afortunadamente contábamos con Louis, pensé, porque de lo contrario ya estaríamos todos muertos-. Te llevaremos a un médico.
Negó con la cabeza una vez.
– No, al médico no -dijo. Me lanzó una mirada iracunda-. Esto termina aquí. ¡Hazlo, joder, hazlo!
– No -susurré-. Ya no más.
Pero Mifflin no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Con la poca fuerza que le quedaba, metió la mano bajo la pechera del abrigo, apretando los dientes por el esfuerzo. Yo reaccioné sin pensármelo dos veces y lo maté allí mismo, pero cuando retiré su mano del interior del abrigo la tenía vacía. ¿Cómo podía ser de otro modo si llevaba sólo una navaja para defenderse?
Y cuando retrocedí, algo pareció titilar en la oscuridad al otro lado de la calle, y enseguida desapareció.
Regresé a la Comisaría de Policía, casi había llegado cuando una silueta apareció a mi derecha. Me volví de inmediato hacia ella, pero una voz dijo:
– Bird, soy yo.
Louis salió de la oscuridad sosteniendo la escopeta contra el pecho como un niño dormido. Tenía la cara salpicada de sangre y el abrigo roto por el hombro izquierdo.
– Se te ha roto el abrigo -dije-. Tu sastre va a derramar unas cuantas lágrimas.
– Da igual. Era de la temporada pasada -respondió Louis-. Con él puesto, me siento como un mendigo. -Se acercó a mí-. No tienes muy buen aspecto.
– ¿Eres consciente de que me han pegado un tiro? -pregunté dolorido.
– Siempre hay alguien disparándote -comentó-. Si no tuvieras a alguien que te disparase, te apalease o te electrocutase, te aburrirías. ¿Crees que puedes tenerte en pie? -El tono de su voz había cambiado y supuse que estaba a punto de darme una mala noticia.
– Adelante.
– Billy Purdue ha desaparecido. Por lo visto, Ressler ha perdido el conocimiento a causa de las heridas y Billy ha tirado de él por la pernera del pantalón hacia la celda mientras Ángel y los otros estaban distraídos. Le ha quitado las llaves del cinturón y ha tomado una escopeta del armero. Luego se ha escapado. Seguramente ha salido de la misma manera que nosotros.
– ¿Qué hacía Ángel? ¿Está bien?
– Sí, Ángel y Walter, los dos. Estaban ayudando a Jennings a reforzar la puerta trasera. Por lo visto, el último hombre de Tony ha hecho un segundo intento después de que nos fuéramos. Billy sólo ha tenido que marcharse.
– Después de despejarle nosotros el camino. -Juré con virulencia y luego le hablé de Mifflin y del muerto en la nieve.
– ¿Caleb? -preguntó Louis.
– El mismo -contesté-. Ha venido a por su hijo y está matando a todo aquel que represente una amenaza para él o para el chico. Mifflin lo ha visto, pero Mifflin está muerto.
– ¿Lo has matado tú?
– Sí -respondí. Mifflin no me había dejado más alternativa que matarlo, pero había demostrado cierta dignidad en sus últimos momentos-. Debo ir a la casa de Meade Payne.
– Tenemos problemas más inmediatos -dijo Louis.
– Tony Celli.
– Ajá. Esto tiene que acabarse aquí, Bird. Su coche está aparcado a menos de un kilómetro al este, a la entrada del pueblo.
– ¿Cómo lo sabes? -dije cuando nos encaminamos en esa dirección.
– Lo he preguntado.
– Debes de ser muy persuasivo.
– Uso palabras amables.
– Eso, y una escopeta enorme.
Contrajo los labios.
– Una escopeta enorme siempre ayuda.
Al acercarnos, vimos un Lincoln Towncar negro con las luces apagadas en una carretera adyacente. Detrás había otros dos coches, Fords grandes, también con las luces apagadas, y un par de furgonetas negras Chevrolet. Delante del Lincoln, un hombre permanecía de rodillas con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. Antes de aproximarnos más, alguien amartilló un arma a nuestras espaldas y una voz ordenó:
– Tiradlas, chicos. -Obedecimos, pero no nos volvimos-. Ahora seguid adelante.
Se abrió la puerta de uno de los Fords y salió Al Z. Al encenderse la luz interior vi otra silueta, corpulenta y canosa, con gafas de sol y un cigarrillo en la mano. Desapareció de nuevo en la oscuridad cuando Al Z cerró la puerta. Éste se acercó a la figura arrodillada a la vez que otros tres hombres bajaban del segundo Ford y se quedaban de pie a la espera. La figura arrodillada alzó la cabeza, y Tony Celli nos miró con ojos mortecinos.
Al Z, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo gris, nos observó mientras nos aproximábamos. Cuando estábamos a tres metros de Tony Celli, levantó la mano y nos detuvimos. Al Z casi parecía sonreír.
Casi.
– Le pedí que no se metiera en nuestros asuntos -recordó.
– Como ya le dije, mi problema estaba en eso de «nuestros asuntos» -contesté. Sentí que perdía el equilibrio y me obligué a permanecer inmóvil.
– Sus problemas son de oído. Debería haber elegido otro lugar para iniciar su cruzada moral.
Sacó la mano derecha del abrigo y dejó a la vista una Heckler & Koch de nueve milímetros, movió la cabeza un par de veces en un gesto de desesperación, dijo «Jodida gente» en un susurro y con tono airado, y disparó a Tony Celli en la nuca. Tony se desplomó de bruces con el ojo izquierdo todavía abierto y un orificio donde antes tenía el derecho. A continuación se adelantaron dos hombres, uno provisto de un plástico, y envolvieron el cuerpo de Tony Celli antes de trasladarlo al maletero de uno de los coches. Un tercer hombre enguantado revolvió la nieve hasta que encontró la bala, que se guardó en el bolsillo junto con el casquillo y siguió a sus compañeros.
– No tenía a la chica -informó Al Z-. Se lo he preguntado.
– Lo sé -respondí-. Hay otra persona. Ha liquidado a navajazos a dos de los hombres de Tony.
Al Z hizo un gesto de indiferencia. Ahora su principal preocupación era el dinero, no el destino final de quienes habían decidido seguir a Tony Celli.
– Si los cálculos no me fallan, ustedes han liquidado a muchos más -comentó.
No contesté. Si Al Z decidía matarnos por lo que habíamos hecho contra el equipo de Tony el Limpio, no tenía mucho que decir para inducirlo a cambiar de idea.
– Queremos a Billy Purdue -prosiguió-. Entréguenoslo y olvidaremos lo que ha pasado aquí. Olvidaremos que ha matado a hombres a quienes no debería haber matado.
– Usted no quiere a Billy -respondí-. Quiere su dinero, para devolver el que Tony perdió.
Al Z sacó la mano izquierda del abrigo y la movió en un gesto que parecía decir: «Como sea». Por lo que a él se refería, discutir las circunstancias de la recuperación del dinero no era más que un ejercicio de semántica.
– Billy ha desaparecido. Ha aprovechado la confusión para marcharse, pero lo encontraré -aseguré-. Tendrá su dinero, pero no le entregaré a Billy.
Al Z pensó por un momento y miró a la silueta sentada dentro del coche. Él cigarrillo trazó un gesto de desdén, y Al Z se volvió hacia nosotros.
– Le doy veinticuatro horas. Pasado ese tiempo, ni siquiera su amigo aquí presente podrá salvarle.
A continuación regresó al coche. Los hombres que se habían colocado alrededor se dispersaron en los distintos vehículos, y todos se alejaron en la noche, dejando sólo huellas de neumáticos y una mancha de sangre y materia gris en la nieve.
La Comisaría de Policía ofrecía el mismo aspecto que si la hubiera atacado un pequeño ejército. Las ventanas delanteras habían quedado hechas añicos en su mayor parte. La puerta estaba acribillada a balazos. Ángel la abrió cuando llegamos, y fragmentos de cristal cayeron al suelo con un tintineo. Walter se hallaba detrás de él. A nuestras espaldas, algunos de los vecinos más osados se acercaban desde el extremo norte del pueblo.
– Ahora iremos a buscar a Caleb -dijo Louis.
Yo negué con la cabeza.
– Pronto vendrán los federales. No quiero que os encuentren a Ángel y a ti cuando lleguen.
– Gilipolleces -dijo Louis.
– No, ni mucho menos, y tú lo sabes. Si os encuentran aquí, no habrá explicación que valga para evitaros las complicaciones. Además, esta parte es un asunto personal…, para mí y para Walter. Por favor, marchaos.
Louis guardó silencio por un momento como si se dispusiera a añadir algo, pero por fin asintió.
– Tonto -llamó-. Nos vamos.
Ángel se reunió con él, y ambos se dirigieron hacia el Mercury. Walter permaneció a mi lado mientras los observábamos alejarse. Calculé que me quedaba alrededor de una hora, quizás una hora y media, antes de desplomarme.
– Creo que sé dónde tienen a Ellen -dije-. ¿Estás listo para ir a por ella?
Asintió.
– Si aún está viva, tendremos que matar para rescatarla.
– Si es necesario… -dijo.
Lo miré. Creo que hablaba en serio.
– Bien. Será mejor que conduzcas tú. Hoy no he tenido un buen día al volante.
Dejamos el coche a unos quinientos metros más allá de la casa de Payne y nos acercamos desde atrás, utilizando los árboles para cubrirnos. Dentro se veían dos luces, una en la parte delantera, la otra en un dormitorio de arriba. Seguían sin apreciarse indicios de vida cuando llegamos al límite de la propiedad, donde había una pequeña choza techada con una lámina de hierro ondulado en estado de lento deterioro. Se advertían pisadas en la nieve que la ventisca no había tapado por completo. Alguien había rondado por allí no hacía mucho, y el motor del camión aparcado a escasa distancia aún estaba caliente.
Nos llegó un olor procedente de la choza, el desolado hedor de carne descompuesta. Me acerqué a la esquina, alargué la mano y descorrí el pasador con cuidado. Produjo un ligero ruido, casi inaudible. Abrí la puerta y el olor se hizo más intenso. Miré a Walter y vi que la esperanza se desvanecía en sus ojos.
– Quédate aquí -dije, y entré.
Dentro el olor era tan intenso que se me saltaron las lágrimas, y noté que empezaba a impregnarme la ropa. En un rincón había un congelador alargado, con orificios de herrumbre en los ángulos del armazón y el cable desenchufado enroscado alrededor de una pata como un rabo. Me cubrí la boca y levanté la tapa.
Contenía un cuerpo aovillado, vestido con un mono azul y descalzo. Tenía una mano a la espalda con los dedos extendidos y descompuestos y la otra oculta bajo el cuerpo, la cara tumefacta y los ojos blancos. Eran los ojos de un viejo. El frío lo había conservado hasta cierto punto y, pese a los estragos que el cuerpo había padecido, lo reconocí: era Meade Fayne, el hombre de la foto del restaurante, el hombre que murió para que Caleb Kyle ocupase su lugar y esperase a Billy Purdue. Bajo el cuerpo, vi una cola y pelo negro: los restos de su perro.
Detrás de mí, oí chirriar la bisagras de la puerta y Walter entró lenta y temerosamente. Siguió la dirección de mi mirada hacia el congelador. No pudo contener una expresión de alivio cuando vio el cadáver del viejo.
– ¿Es el hombre de la foto? -preguntó.
– Entonces Ellen aún está viva.
Asentí pero no dije nada. Existían destinos peores que morir asesinado, y creo que, en algún rincón oscuro e inalcanzable de su mente, Walter lo sabía.
– ¿Por delante o por detrás? -pregunté.
– Por delante -contestó.
Lo seguí afuera y respiré hondo.
– Vamos allá.
La casa despedía un olor acre cuando abrí sigilosamente la puerta trasera y entré en la amplia cocina. Había una mesa de pino con cuatro sillas a juego; la superficie de la mesa estaba cubierta de pan, parte de él pasado desde hacía días, y cartones abiertos de leche que se había agriado a pesar de la baja temperatura ambiente. También vi varios tipos de fiambre, con los bordes abarquillados y endurecidos, y una docena de Big Mouths de Mickey, junto con media botella de whisky barato. En un rincón se alzaba un cubo de basura negro del que provenían los peores olores. Calculé que contenía la comida podrida de más de una semana.
Por la puerta abierta de la cocina vi que Walter entraba en la casa, arrugando la nariz por el olor. Se movió a la derecha, de espaldas a la pared, y recorrió con el arma el comedor, que estaba comunicado con la cocina por una puerta cerrada. Avancé e hice lo mismo en la salita del televisor en el lado izquierdo de la casa. Las dos habitaciones se hallaban salpicadas de bolsas de patatas fritas vacías, botellas y latas de cerveza y alimentos a medio comer en platos sucios. En la salita había también una mochila verde, bien cerrada y lista para partir. Señalé la escalera y Walter subió primero, arrimado a la pared para evitar los crujidos, con el arma en alto sujeta con ambas manos.
En el primer rellano encontramos un cuarto de baño que apestaba a orina y a excrementos, con toallas sucias y húmedas extendidas sobre el váter o apiladas en el suelo junto a la puerta. Dos pasos más allá se encontraba el primer dormitorio, con la cama sin hacer y más comida desperdigada por el suelo y el tocador, pero sin ningún otro indicio de que la hubiesen ocupado recientemente. No contenía ropa ni calzado ni bolsas. Ésta era la habitación con la luz encendida.
Ellen Cole yacía en la cama del segundo dormitorio, atada con cuerdas al armazón. Tenía una venda negra sobre a los ojos, bolas de algodón en los oídos, y la boca tapada con cinta adhesiva, con un pequeño orificio en el centro. Dos mantas cubrían su cuerpo. En una pequeña mesilla de noche había una botella de agua.
Aunque Ellen no se movió cuando entramos en la habitación, pareció percibir nuestra presencia cuando nos acercamos. Walter tendió la mano para tocarla, pero ella se apartó con un gemido de miedo. Retiré las mantas con delicadeza. Estaba en ropa interior, pero en apariencia ilesa. Los dejé allí para ir a registrar el tercer dormitorio. También se hallaba vacío, pero era evidente que alguien había dormido en la cama. Cuando regresé al segundo dormitorio, Walter sostenía tiernamente la cabeza de Ellen mientras le quitaba la venda. Ella parpadeó, entornando los ojos pese a la relativa oscuridad de la habitación. De pronto miró a su padre y se echó a llorar.
– La casa está vacía -dije. Me acerqué a la cama y corté con mi navaja las cuerdas que le sujetaban las manos al tiempo que Walter arrancaba la cinta adhesiva. La estrechó entre sus brazos, y ella lloró apretándose a él. Encontré su ropa amontonada junto a la ventana.
– Ayúdala a vestirse -dije a Walter.
Ellen aún no había hablado, pero mientras su padre le introducía los pies en los vaqueros, yo la tomé de la mano y atraje su atención.
– Ellen, son sólo dos hombres, ¿verdad?
No respondió de inmediato, pero por fin asintió.
– Dos -dijo con la voz forzada por la falta de uso y la garganta seca.
Le di la botella de agua y tomó un breve sorbo con la cañita.
– ¿Te han hecho daño?
Ellen negó con la cabeza y empezó a llorar otra vez. La abracé un momento y me aparté para permitir que Walter le deslizase el jersey por los brazos y lo bajase. Le rodeó los hombros con un brazo y la ayudó a levantarse de la cama, pero a ella le fallaron las piernas.
– No pasa nada, cariño -dijo Walter-. Te llevaremos nosotros.
Cuando nos disponíamos a descender por la escalera, oímos cómo abajo se abría la puerta delantera.
Se me formó un nudo en el estómago. Aguzamos el oído por unos instantes, pero no llegó sonido alguno desde la escalera. Indiqué a Walter que debía dejar a Ellen. Si intentábamos moverla otra vez, alertaríamos a quienquiera que estuviese abajo. La chica dejó escapar un débil gemido cuando él se apartó de ella e intentó retenerlo; pero Walter le besó con delicadeza en la mejilla para tranquilizarla y luego me siguió. La puerta delantera permanecía abierta y la nieve penetraba desde la oscuridad exterior. Cuando nos acercábamos a los últimos peldaños, una sombra se movió en la cocina a mi derecha. Me volví y me llevé un dedo a los labios.
Una figura cruzó la puerta sin mirar hacia nosotros. Era el joven a quien había conocido en mi primera visita a la casa: Caspar, el hombre que, según creía yo, era hijo de Caleb. Tragué saliva y avancé levantando la mano para indicar a Walter que debía quedarse cerca de la puerta. Conté hasta tres y entré en la cocina con la pistola en alto y apuntando a la izquierda.
La cocina estaba vacía, pero ahora la puerta que comunicaba con el comedor se encontraba abierta. Retrocedí de un salto para prevenir a Walter, justo a tiempo de ver cómo una sombra se deslizaba detrás de él y una navaja brillaba en la penumbra. Walter advirtió mi expresión, y empezó a moverse cuando la navaja cayó y le hirió en el hombro izquierdo. Walter arqueó la espalda y contrajo los labios en una mueca de dolor. Cruzando el arma por delante del cuerpo, disparó por debajo del brazo izquierdo, pero la navaja se elevó y lo hirió de nuevo, esta vez en un movimiento descendente a lo largo de la espalda. Caspar empujó a Walter con fuerza desde atrás, y la cabeza de éste chocó ruidosamente contra el extremo de la barandilla. Cayó de manos y rodillas, con el rostro bañado en sangre y una expresión de aturdimiento en los ojos. El joven se volvió hacia mí, sujetando la navaja con la hoja hacia abajo en la mano derecha. Tenía una herida de bala en la cadera, que teñía sus mugrientos chinos de un rojo intenso, pero no parecía sentir el dolor. Se encogió por un instante y se abalanzó hacia mí con la boca abierta, enseñando los dientes y con la navaja lista.
Le disparé en el pechó mientras corría. Se detuvo en seco y se tambaleó. Se llevó una mano a la herida y se examinó la sangre, como si sólo en ese momento creyese realmente que le habían disparado. Me miró otra vez, ladeó la cabeza e hizo ademán de venir hacia mí. Le descerrajé un segundo tiro. Esta vez la bala le traspasó el corazón. Cayó de espaldas en el suelo desnudo y su cabeza fue a parar cerca de donde estaba Walter intentando levantarse. Creo que ya había muerto cuando tocó el suelo. Arriba, oí gritar a Ellen «Papá» y la vi aparecer en lo alto de la escalera arrastrándose hacia él.
El grito de Ellen me salvó la vida. Cuando me volví para mirarla, oí un silbido a mis espaldas y vi moverse una sombra en el suelo ante mí. Algo me golpeó de refilón dolorosamente el hombro, y no me dio en la cabeza por escasos centímetros. A continuación pasó junto a mí el extremo metálico de una pala. Agarré el mango de madera con la mano izquierda a la vez que golpeaba con la derecha. Sentí el impacto contra una mandíbula y utilicé el impulso de la pala para tirar del hombre que tenía detrás y arrastrarlo hacia delante, al tiempo que le hacía la zancadilla con el pie derecho. Tropezó y cayó de rodillas. Permaneció a cuatro patas en el suelo por unos segundos. Luego se puso en pie y se volvió hacia mí, enmarcado por la puerta abierta y el fondo oscuro de la noche.
Y supe por fin que aquél era Caleb Kyle. Ya no fingía ser un hombre artrítico y encorvado, sino que se mostraba erguido cuan alto era, sus miembros delgados y fibrosos enfundados en un pantalón vaquero y una camisa azul. Era viejo, pero intuí su fuerza, su rabia, su capacidad de causar dolor, casi como algo físico. Parecía irradiar de él igual que si fuera calor, y la pistola se estremeció en mi mano por el impacto. Tenía una mirada feroz y un brillo rojo y profundo ardía en sus ojos. Instintivamente me acordé de Billy Purdue. Pensé también en las jóvenes colgadas del árbol y en el dolor que debían de haber padecido a manos de aquel hombre, y pensé en mi abuelo obsesionado para siempre por sus pesadillas con aquel hombre. Fuese cual fuese la magnitud del dolor que Caleb había padecido, lo había devuelto multiplicado por cien al mundo que lo rodeaba.
Caleb miró a su hijo muerto tendido a sus pies y luego me miró a mí, y la intensidad de su odio me hizo tambalear. En sus ojos resplandeció una inteligencia malévola y profunda. Nos había manipulado a todos, escapándose para que no lo capturaran durante décadas, y casi lo había conseguido otra vez, pero le había costado la vida de su hijo. Pasara lo que pasase a partir de ese momento, se había hecho cierto grado de justicia con las chicas que había dejado colgadas en el árbol, y con Judith Mundy, que había muerto maltratada y sola en algún lugar de los Grandes Bosques del Norte.
– No -dijo Caleb-. No.
Sólo entonces empecé a comprender su desesperado deseo de engendrar un hijo. Creo que si Judith Mundy hubiese dado a luz a una niña, el odio hubiese inducido a Caleb a matar a la criatura e intentarlo otra vez para tener un hijo varón. Quería lo que querían tantos hombres: ver su propia réplica en la tierra, ver sobrevivir después de ellos a lo mejor de sí mismos. Excepto que, en el caso de Caleb, aquello que deseaba que continuase era perverso y brutal, y habría consumido vidas tal como había hecho antes su padre. Caleb dio un paso al frente y amartillé la pistola.
– Atrás -dije-. Mantenga las manos donde pueda verlas.
Negó con la cabeza, pero retrocedió unos pasos y separó las manos del cuerpo. No me miró a mí, sino que fijó la vista en su hijo muerto. Me acerqué a Walter, que, con sangre en la cara, había conseguido sentarse, apoyando el hombro derecho herido contra la pared. Sostenía la pistola débilmente en la mano derecha, pero era incapaz de concentrar la atención y su dolor era intenso y evidente. Yo mismo no me encontraba en mi mejor momento. Ellen estaba ya a media escalera, pero levanté la mano y le indiqué que se mantuviera alejada. No la quería cerca de aquel hombre. Ella se detuvo, pero seguí oyendo su llanto.
Frente a mí, Caleb volvió a hablar.
– Morirá por esto -prorrumpió, y escupió. Ahora dirigía a mí toda su atención-. Lo destrozaré con mis propias manos, luego me follaré a esa puta hasta matarla y dejaré el cuerpo en el bosque para que se lo coman los animales durante el invierno.
No respondí a su provocación.
– Siga retrocediendo, viejo -ordené. No quería estar con él en un espacio cerrado; ni en la entrada de la casa, ni en el porche. Era peligroso. Yo lo sabía, aun con el arma en la mano. Volvió a retroceder y descendió lentamente los peldaños hasta llegar al jardín. La nieve le caía sobre su cabeza descubierta y los brazos extendidos y lo envolvió el ligero resplandor dorado procedente de la habitación delantera. Tenía las manos a los lados, a cincuenta centímetros del cuerpo, y vi que la culata de una pistola asomaba por encima de la cintura de sus pantalones.
– Dése la vuelta -indiqué.
No se movió.
– Dése la vuelta o le dispararé en las piernas.
No podía matarlo, todavía no. Me lanzó una mirada iracunda y se volvió hacia la derecha.
– Con el pulgar y el índice, coja la pistola por la culata y tírela al suelo.
Obedeció, arrojando el arma entre unos rosales podados junto al porche.
– Ahora vuélvase otra vez.
Se volvió.
– Es usted, ¿verdad? -dije-. ¿Usted es Caleb Kyle?
Esbozó una sonrisa fría y gris, como una plaga para los organismos vivos que lo rodeaban.
– Eso es sólo un nombre, muchacho. Caleb Kyle es tan bueno como cualquier otro. -Escupió otra vez-. ¿Aún tienes miedo?
– Es usted un viejo -contesté-. Es usted quien debería tener miedo. Este mundo lo juzgará con severidad, pero no con tanta como el otro mundo.
Abrió la boca y la saliva produjo un chasquido tras sus dientes.
– Tu abuelo también me tenía miedo -dijo-. Eres idéntico a él. Salta a la vista que tienes miedo.
No contesté. En lugar de eso señalé con la cabeza en dirección al muerto que yacía en el suelo a mis espaldas.
– En cuanto a su hijo muerto, ¿era Judith Mundy la madre?
Me enseñó los dientes e hizo ademán de acercarse. Disparé contra el suelo frente a él. La bala levantó un remolino de tierra y nieve, y él se detuvo.
– No se mueva -dije-. Contésteme: ¿secuestró a Judith Mundy?
– Te juro que he de verte muerto -musitó entre dientes. Miró por encima de mí hacia donde yacía su hijo, con los músculos de la mandíbula tensos de tanto como apretaba los dientes para contener el dolor. Con los tendones del cuello sobresaliendo como cables y los dientes largos y amarillos, parecía un demonio ancestral y extraño-. Me la llevé para criar cuando pensé que había perdido a mi otro hijo, que lo había perdido por el desagüe de un retrete.
– ¿Está muerta?
– No creo que eso sea asunto tuyo, pero murió desangrada después de tener al niño. La dejé desangrarse. De todos modos, no servía para nada.
– Y ahora ha decidido volver.
– He vuelto a por mi hijo, el hijo que creía haber perdido, el hijo que aquella zorra me quitó, el hijo que todas aquellas zorras y aquellos hijos de puta me quitaron.
– Y usted los ha matado a todos.
Asintió con orgullo.
– A todos los que he encontrado.
– ¿Y a Gary Chute, el hombre de la compañía maderera?
– No tenía nada que hacer allí -contestó-. No perdono a quienes se cruzan en mi camino.
– ¿Y a su propio nieto?
Parpadeó y en sus ojos se advirtió algo cercano al pesar.
– Fue un error. Se entrometió. -A continuación añadió-: Era un niño enfermizo. En todo caso no habría sobrevivido, no en el lugar adonde íbamos.
– No tiene ningún sitio adonde ir, viejo. Están recuperando el bosque. No puede matar a todos los que entren allí.
– Conozco ciertos lugares. Siempre hay lugares adonde uno puede acudir.
– No, ya no. Para usted sólo hay un lugar adonde ir.
A mis espaldas oí un movimiento en la escalera. Ellen no me había hecho caso y estaba con Walter. Supongo que me lo esperaba.
Caleb la miró por encima de mi hombro.
– ¿Es hija tuya?
– No.
– Mierda -dijo arrastrando las palabras-. Te vi, y vi a tu abuelo en ti, pero debió de engañarme la vista cuando creí verte a ti en ella.
– ¿Y también tenía intención de hacerla «criar»?
Negó con la cabeza.
– Era para mi hijo. Para mis dos hijos. Vete a la mierda. Vete a la mierda por lo que le has hecho a mi hijo.
– No -dije-. Váyase usted al infierno.
Levanté la pistola y le apunté a la cabeza.
Detrás de mí oí gemir a Walter, y a Ellen que gritaba «¡Bird!» con su voz extraña y cascada. Algo frío me tocó la nuca. La voz de Billy Purdue dijo:
– Si aprietas el gatillo, será lo último que hagas.
Vacilé un instante y por fin distendí el dedo del gatillo y lo retiré de la guarda, a la vez que levantaba la pistola para que viese que lo había hecho.
– Ya sabes lo que tienes que hacer con eso -dijo. Puse el seguro y lancé la pistola al porche-. De rodillas -me ordenó.
El dolor del costado era casi insoportable, pero me arrodillé y él se colocó frente a mí, con la pistola de Walter al cinto y una escopeta Remington en las manos. Retrocedió para tenernos a los dos a la vista.
Caleb Kyle lo miró con admiración. Después de todo lo ocurrido, después de todo lo que había hecho, su hijo había vuelto a él.
– Mátalo, hijo -dijo Caleb-. Ha matado a tu hermanastro; pégale un tiro como a un perro. Él era de tu familia, la sangre llama a la sangre.
El rostro de Billy era una maraña de confusión y emociones encontradas. Dirigió la escopeta hacia mí.
– ¿Es eso verdad? ¿Era de mi familia? -preguntó, adoptando inconscientemente las palabras del viejo.
No contesté. Las aletas de su nariz se dilataron y me asestó un culatazo de refilón en la cabeza. Caí de bruces y oí reír a Caleb frente a mí.
– Así se hace, hijo; mata a ese hijo de puta. -Su risa se apagó, y, pese a mi aturdimiento, vi que avanzaba un paso-. He vuelto a por ti, hijo. Tu hermano y yo hemos vuelto para buscarte. Nos enteramos de que nos buscabas. Nos enteramos por aquel hombre que contrataste para encontrarme. Tu madre te escondió de mí, pero yo he vuelto a buscarte, y ahora el cordero extraviado ha aparecido.
– ¿Usted? -dijo Billy con un susurro de perplejidad que nunca había oído en él-. ¿Usted es mi padre?
– Soy tu padre -dijo Caleb y sonrió-. Ahora liquídalo por lo que le ha hecho a tu hermano, el hermano a quien nunca conocerás. Mátalo por lo que le ha hecho a Caspar.
Me levanté parcialmente, apoyándome en las rodillas y en los nudillos, y hablé:
– Pregúntale qué ha hecho él, Billy. Pregúntale que le pasó a Rita y a Donald.
Los ojos de Caleb Kyle se encendieron y la saliva salió disparada de su boca.
– Cállate. Tus mentiras no van a apartarme de mi hijo.
– Pregúntaselo, Billy. Pregúntale dónde está Meade Payne. Pregúntale cómo murió Cheryl Lansing, y cómo murieron su nuera y sus nietas. Pregúntaselo, Billy.
Caleb saltó a los peldaños y me asestó un puntapié en la boca. Sentí que se me rompían los dientes y la boca se me llenaba de sangre y dolor. Vi venir el pie otra vez.
– Alto -dijo Billy-. Alto. Déjelo.
Levanté la vista y el dolor en la boca no fue nada en comparación con el sufrimiento que se reflejó en el rostro de Billy Purdue. Una vida entera de dolor ardía en sus ojos, una vida entera de abandono, de pérdida, de lucha contra un mundo que al final siempre iba a vencerlo, de intentar vivir una vida sin pasado y sin futuro, con sólo un presente doloroso y agotador. Acababa de descorrerse un velo, ofreciéndole un vislumbre de lo que podría haber sido, de lo que aún podía ser. Su padre había vuelto a por él, todo lo que había hecho, todo el sufrimiento que ese hombre había infligido, lo había hecho por amor a su hijo.
– Mátalo, Billy, y terminemos de una vez -dijo Caleb.
Pero Billy no se movió, no nos miró a ninguno de los dos, sino que mantuvo la vista fija en un punto muy dentro de él, donde todo lo que había temido siempre y todo lo que había deseado siempre ser, se entrelazaba y enroscaba.
– Mátalo -repitió entre dientes el viejo, y Billy levantó la escopeta-. Haz lo que te digo, muchacho. Escúchame. Soy tu padre.
Y en los ojos de Billy Purdue algo se murió.
– No -dijo-. Usted no es nada para mí.
La escopeta rugió y el cañón se estremeció entre sus manos. Caleb Kyle se arqueó y retrocedió a trompicones como si acabase de recibir un golpe brutal en la boca del estómago, sólo que ahora había allí una mancha oscura, cada vez más extensa, en la que las vísceras brillaban y los intestinos asomaban como cabezas de hiedra. Cayó de espaldas, con las manos levantadas para intentar cubrir el agujero en el centro de su cuerpo, y a continuación, lenta y agónicamente, se puso de rodillas y miró con fijeza a Billy
Purdue. Tenía la boca abierta y la sangre le manaba a borbotones entre los labios. La cara se le llenó de dolor e incomprensión. Después de todo lo que había hecho, después de todo lo que había soportado, su propio hijo se había vuelto contra él.
Oí a Billy recargar el arma, vi los ojos desorbitados de Caleb Kyle, y acto seguido su rostro desapareció y una mano roja y caliente oscureció mi visión, con la luz del invierno vacilando en ella como los pensamientos en la mente de Dios.
Se oyeron sirenas procedentes de Dark Hollow, su ulular trasmitido a través del aire frío como los aullidos de animales heridos. Eran las 00:05 horas del 12 de diciembre.
Mi mujer y mi hija llevaban muertas exactamente un año.