Porque si de algo tengo miedo, me acaece,
y me sucede lo que temo.
Job
Los años caen como las hojas arrastradas por la brisa, revueltos y veteados, pasando del verde de los recuerdos recientes a los dorados tonos otoñales del pasado lejano. Me veo a mí mismo de niño, de joven, de amante, marido, padre, deudo. Veo a los viejos alrededor con sus pantalones de viejo y sus camisas de viejo; viejos que bailan moviendo los pies con delicadeza, marcando unos pasos desconocidos para quienes son más jóvenes que ellos; viejos que cuentan historias, y van moviendo ante el fuego las manos llenas de pecas por la edad y con la piel igual que papel arrugado, con sus voces débiles como el susurro de la farfolla vacía.
Un anciano atraviesa la exuberante hierba de agosto con leña en los brazos y va retirando fragmentos de corteza suelta con la mano enguantada; un anciano, alto y erguido, con un halo de cabello blanco como un antiguo ángel, acompañado de un perro que camina despacio a su lado, más viejo a su manera que el propio hombre, el hocico gris salpicado de espuma, la lengua colgando, la cola moviéndose suavemente en el cálido aire de la tarde. En los árboles aparecen las primeras manchas rojas, y el clamor de los insectos ha empezado a remitir. Los fresnos, los últimos en desplegar las hojas en primavera, son ahora los primeros en dejarlas caer a tierra. La pinaza se descompone en el suelo del bosque y las abundantes moras están en su punto cuando el anciano pasa por delante, en armonía con los ritmos del mundo que lo rodean.
Y con la chaqueta abierta, dejando a su paso la huella nítida de sus firmes pisadas, se dedica a lo siguiente: cortar leña, saborear el peso del hacha en las manos, la perfección del balanceo, el nuevo chasquido cuando la hoja parte el tronco del arce azucarero, el vaivén de la cabeza del hacha para separar las dos mitades, la cuidadosa colocación del siguiente tronco, el mango del hacha, la sensación del movimiento de sus músculos de anciano bajo su camisa de anciano. Luego amontona un leño sobre otro, los va colocando juntos, los cambia de sitio, les da la vuelta, forma una pila para que permanezca estable, para que ninguno caiga, para que no se pierda ni un solo leño. Finalmente extiende la lona y pone un ladrillo en cada ángulo para sujetarla, siempre los mismos ladrillos, porque es, y siempre ha sido, un hombre metódico. Y cuando en invierno llegue el momento de prender el fuego, volverá a la pila y, al agacharse, la hebilla del cinturón de su pantalón de anciano se le hundirá en el vientre blando, y recordará que en otro tiempo fue firme, cuando era joven y el cinturón sostenía un arma, una porra y unas esposas, y su placa lucía como un sol plateado.
También yo envejeceré y, si llego a la edad que él alcanzó, seré ese hombre. Hallaré cierta felicidad en la repetición de los movimientos que él hacía, en lo oportuno de la acción mientras siento que el círculo se cierra, mientras me convierto en él, el que engendró a aquella que me engendró a mí. Y haciendo lo que él hizo en otro tiempo, frente a la misma casa, con los mismos árboles agitándose con el viento, la misma hacha en la mano hendiendo la madera, rememoraré a mi abuelo con un acto más poderoso que un millar de oraciones. Y mi abuelo vivirá en mí, y el fantasma de un perro venteará el aire con la lengua y ladrará de alegría.
Son sus manos las que ahora veo moverse ante el fuego, su voz la que me cuenta la historia de Caleb Kyle y el árbol de extraño fruto en el linde del bosque inhóspito. Nunca antes me ha contado esta historia y jamás me contará cómo acaba, porque no tiene final, no para él. Seré yo quien termine la historia por él y quien complete el arco.
Judy Giffen fue la primera en desaparecer, sucedió en Bangor, en 1965. Era una chica esbelta de diecinueve años, con una melena oscura y los labios rojos y tiernos con los que probaba a los hombres, los saboreaba como moras. Trabajaba en una sombrerería y se la dio por desaparecida una cálida noche de abril en la que se respiraba la promesa del verano. Buscaron y buscaron, pero no la encontraron. Su rostro miraba desde diez mil periódicos, congelado a esa edad de manera tan implacable como si hubiera quedado atrapado en ámbar.
Ruth Dickinson de Corinna, otra muchacha bella y delgada de cabello rubio y largo hasta la cintura, fue la siguiente en irse, a finales de mayo, cuando le faltaba poco para cumplir veintiún años. A ambos nombres se sumarían luego los de Louise Moore, de East Corinth; Laurel Trulock, de Skowhegan, y Sarah Raines, de Portland, desaparecidas todas en el plazo de unos días en septiembre. Sarah Raines era maestra y, a los veintidós años, la mayor de las mujeres desaparecidas. Su padre, Samuel Raines, había ido al colegio con Bob Warren, mi abuelo, y Sarah era ahijada de Bob. La última en desaparecer era una estudiante de dieciocho años llamada Judith Mundy, de la que no volvió a saberse nada después de una fiesta en Monson en la primera semana de octubre. A diferencia de las otras, era una chica regordeta, del montón, pero para entonces la gente pensaba ya que ocurría algo muy extraño y no se concedió importancia al cambio de pauta. Se organizó una partida de rescate para Judith Mundy en el norte y participaron muchos voluntarios, algunos, como mi abuelo, de lugares situados tan al sur como Portland. Se dirigió hacia allá en coche un sábado por la mañana, pero a esas alturas ya se habían desvanecido casi todas las esperanzas. Mi abuelo se unió a un pequeño grupo que salió del lago Sebec, a unos kilómetros al este de Monson. Al principio lo formaban tres hombres, luego dos y finalmente quedó sólo mi abuelo.
Aquella noche se alojó en Sebec y cenó en un bar de las afueras del pueblo. Como había intervenido tanta gente en la búsqueda de Judith Mundy, además de los periodistas y policías, el local estaba muy concurrido. Mientras se tomaba una cerveza sentado a la barra, mi abuelo oyó una voz que decía a su lado:
– ¿Sabe a qué viene todo este alboroto?
Al volverse, mi abuelo vio a un hombre alto y moreno con la boca que parecía un tajo hecho con un cuchillo y la mirada dura y hostil. Tenía un dejo sureño, pensó. Vestía un pantalón de pana tostado y un suéter oscuro lleno de agujeros, a través de los cuales se veían trozos de una mugrienta camisa amarilla. Llevaba una gabardina que le colgaba hasta las pantorrillas, y las punteras de las pesadas botas negras asomaban bajo las perneras demasiado largas del pantalón.
– Están buscando a la chica que ha desaparecido -contestó mi abuelo. Aquel hombre lo ponía nervioso. Había algo en su voz, recordaba, algo agridulce, como sirope mezclado con arsénico. Olía a tierra y savia y algo más, algo que no consiguió identificar.
– ¿Cree que la encontrarán? -Una luz parpadeó en los ojos de aquel hombre, y mi abuelo pensó que acaso fuese el asomo de una sonrisa.
– Es posible.
– A las otras no las han encontrado.
Observaba a mi abuelo con expresión solemne pero con aquel extraño brillo todavía en los ojos.
– No, en efecto.
– ¿Es usted policía?
Mi abuelo asintió. No tenía sentido negarlo. Cierta gente enseguida lo adivinaba.
– Pero usted no es de por aquí, ¿verdad?
– No. Soy de Portland.
– ¿Portland? -repitió el hombre. Parecía impresionado-. ¿Y por dónde ha estado buscando?
– Por el lago Sebec, la orilla sur.
– Muy bonito el lago Sebec. Yo prefiero el arroyo de Little Wilson, cerca de la carretera de Elliotsville. Es precioso, vale la pena verlo si uno tiene un rato. Hay mucha vegetación en las orillas. -Pidió un whisky con un gesto, echó unas monedas sobre la barra y apuró el vaso de un trago-. ¿Volverá por allí mañana?
– Supongo.
El hombre asintió y se secó la boca con el dorso de la mano derecha.
Mi abuelo vio cicatrices en la palma y mugre bajo las uñas.
– En fin, quizá tenga más suerte que los otros, siendo usted de Portland y tal. A veces hacen falta unos ojos nuevos para ver un truco viejo.
Y dicho esto se marchó.
Aquel domingo, el día que mi abuelo encontró el árbol de extraños frutos, amaneció fresco y claro, con pájaros en las ramas y flores junto a las resplandecientes aguas del lago Sebec. Dejó el coche a un paso del lago, en Packard's Camps, enseñó su placa y se unió a una pequeña partida, compuesta por dos hermanos y un primo, que se encaminaba hacia la orilla norte. Los cuatro hombres buscaron juntos durante tres horas, sin hablar apenas, hasta que la familia regresó a casa para el almuerzo dominical. Preguntaron a mi abuelo si quería acompañarlos, pero él llevaba envuelto en una servilleta pan y pollo frito, además de un termo con café en la mochila, así que declinó el ofrecimiento. Regresó a Packard's Camps y comió sentado en una piedra junto a la orilla, con el chapoteo del agua a su espalda, y observó corretear a los conejos entre la hierba.
Al ver que los otros hombres no regresaban, se metió en su coche y se puso en marcha. Siguió por la carretera del norte hasta llegar a un puente de acero sobre el Little Wilson. Para cruzar el puente se pasaba por una serie de rejillas a través de las que se veían las aguas impetuosas y marrones del torrente, y al otro lado la carretera ascendía hasta una bifurcación: hacia Ontwa y el monte Borestone por la carretera de Elliotsville al oeste y hacia Leighton al este. En ambas márgenes el bosque era espeso. Un zorzal ermitaño salió disparado de un abedul y sobrevoló en círculo la superficie del agua. Se oyó el reclamo de una curruca.
Mi abuelo no cruzó el puente, sino que aparcó en el arcén de la carretera y siguió un abrupto sendero de piedras y tierra hasta la orilla. La corriente bajaba rápida y, a veces, para sortear los afloramientos de roca y las ramas caídas, tenía que vadear el cauce. En las laderas ya no había casas. La orilla era cada vez más agreste, y con mayor frecuencia se veía obligado a entrar en el agua para continuar arroyo arriba.
Llevaba casi treinta minutos caminando cuando oyó las moscas.
Frente a él se alzaba desde la orilla una enorme losa de roca con el extremo afilado. Utilizando los salientes y hendiduras como puntos de apoyo para pies y manos, trepó por ella hasta llegar a lo alto. A su derecha estaba el arroyo; a su izquierda vio un hueco entre los árboles a través del cual le llegaba más intenso el zumbido. Se metió por el hueco, sobre el que los árboles se cerraban en arco como la entrada de una catedral, y siguió hasta un pequeño claro. Lo que vio lo obligó a parar en seco y al instante vomitó todo lo que llevaba en el estómago.
Las chicas colgaban de un roble, un árbol viejo de tronco grueso y nudoso y ramas amplias y pesadas como dedos extendidos. Giraban lentamente, siluetas negras contra el sol, los pies descalzos apuntando al suelo, las manos sueltas junto a los costados, las cabezas ladeadas. Las envolvía un enjambre de moscas, excitadas por el hedor de la carne descompuesta. Al acercarse a ellas, distinguió el color del pelo, las pequeñas ramas y las hojas prendidas de los mechones, los dientes ya amarillentos, las erupciones en la piel, los vientres mutilados. Algunas estaban desnudas; otras tenían jirones de ropa aún adheridos. Daban vueltas en el aire, como los fantasmas de cinco bailarinas a los que ya no afectaba la fuerza de la gravedad. Pendían del cuello, sujetas a las ramas por gruesas y toscas sogas.
Sólo había cinco. Cuando bajaron e identificaron los cuerpos, el de Judith Mundy no se encontraba entre ellos. Y como no apareció, como jamás se encontró el menor rastro de ella, se decidió que probablemente el responsable de las muertes de las otras cinco chicas no tenía nada que ver con la desaparición de Judith Mundy. Transcurrieron más de treinta años hasta que se demostró que tal razonamiento era equivocado.
Mi abuelo informó a la policía de su conversación en el bar con aquel hombre. Tomaron nota de los detalles y se descubrió que, poco más o menos por las fechas de la desaparición de Judith Mundy, se había visto en Monson a un hombre que coincidía aproximadamente con esa descripción. Habían recibido noticias similares desde Skowhegan, aunque existían discrepancias entre la gente con respecto a la estatura, el color de ojos y el corte de pelo. Este individuo anónimo fue sospechoso durante un tiempo hasta que surgió una nueva pista.
En un cobertizo de Corinna, propiedad de la familia de Quintin Fletcher, se encontró la ropa de Ruth Dickinson, manchada de sangre y mugre. Fletcher tenía veintiocho años y era un tanto retrasado: para ganar un poco de dinero, vendía artesanía que creaba utilizando madera que recogía en el bosque, y viajaba por el estado en los autocares de la Greyhound con su maleta llena de muñecas, camiones y candelabros de madera. Ruth Dickinson se había quejado, primero a la familia de Fletcher y posteriormente a la policía, de que éste la había seguido alguna que otra vez, lanzándole miradas obscenas y haciéndole proposiciones deshonestas. Cuando intentó tocarle los pechos durante una feria del condado, la policía comunicó a la familia que tendrían que llevárselo si se acercaba otra vez a Ruth Dickinson. El nombre de Fletcher apareció en el transcurso de la investigación de las muertes de las chicas. Lo interrogaron, registraron la casa y hallaron la ropa. Fletcher se echó a llorar y declaró que no sabía de dónde había salido, que él no le había hecho daño a nadie. Solicitada la prisión preventiva hasta la celebración del juicio, fue recluido en un módulo protegido de la prisión estatal de Maine, por miedo a que alguien intentase liquidarlo si lo encerraban en una cárcel local. Tal vez hoy seguiría aún allí, haciendo juguetes y objetos náuticos para regalo -que irían a parar a la tienda de la Interestatal 1 en York donde se vende artesanía de los reclusos-, si un ordenanza de la prisión, pariente lejano de Judy Giffen, no hubiera atacado a Fletcher cuando éste se sometía a un chequeo en el hospital penitenciario y lo hubiese apuñalado tres veces en el cuello y el pecho con un bisturí. Fletcher murió a las veinticuatro horas, dos días antes de la fecha fijada para el juicio.
Y ahí quedó todo, al menos para la mayoría de la gente: los asesinatos terminaron con la captura y posterior muerte de Fletcher. Pero mi abuelo no podía olvidar al hombre del bar, ni el brillo en su mirada ni la alusión a la carretera de Elliotsville. Durante los meses siguientes contrarrestó con su callada persistencia y su sensibilidad las reacciones hostiles y el deseo generalizado de llorar a las víctimas y olvidar. Lo que obtuvo fue un nombre, que la gente había oído pero no recordaba exactamente con relación a qué, y testigos de que el hombre del bar había estado en todos los pueblos donde había desaparecido una chica. Organizó algo así como una campaña y se dedicó a hablar con todos los periódicos y programas de radio dispuestos a escucharlo, planteando su hipótesis de que el hombre que había asesinado a las cinco chicas y las había utilizado para decorar aquel árbol seguía en libertad. Incluso llegó a convencer a algunas personas durante un tiempo, hasta que la familia de Quintín Fletcher intervino para apoyarlo y la gente, incluso su viejo amigo Sam Raines, empezó a oponerse.
Al final, la hostilidad y la indiferencia pudieron más que él. Sometido a presiones, mi abuelo dejó el cuerpo de policía y, para mantener a su familia, se dedicó primero a la construcción y luego a trabajar la madera, tallando lámparas, sillas y mesas y vendiéndolas a través del servicio HOME para la industria del mueble rústico, gestionado por las monjas franciscanas de Orland. Labró cada pieza con el mismo esmero y la misma sensibilidad con que había interrogado a las familias de las chicas muertas. A partir de aquel momento sólo habló del asunto una vez, aquella noche frente al fuego con el olor de la leña impregnado a él y el perro dormido a sus pies. Lo que descubrió aquel cálido día le había arruinado la vida. La posibilidad de que el hombre que había asesinado a las chicas hubiese escapado a la justicia lo atormentaba en sueños.
Después de contarme esa historia, supe que siempre que me lo encontraba sentado en el porche con la pipa fría entre los labios y la mirada fija en algún punto más allá de la puesta de sol pensaba en lo que había ocurrido décadas atrás. Cuando apartaba la comida casi intacta, después de leer en los diarios la noticia de alguna joven que se había marchado de casa y aún no se la había encontrado, él revivía su experiencia en la carretera de Elliotsville, con los pies mojados dentro de las botas y los fantasmas de las muertas susurrándole al oído.
Y el nombre que averiguó hacía tantos años se había convertido por entonces en una especie de talismán en los pueblos del norte, aunque nadie se explicaba cómo había ocurrido. Lo utilizaban para asustar a los niños malos que no obedecían, que no se iban a la cama sin rechistar o que se adentraban en el bosque con sus amigos sin decir a nadie adónde iban. Era un nombre pronunciado de noche, antes de que la luz se apagara en el cuarto del niño y una mano familiar le alborotara el pelo, con el suave perfume maternal flotando aún en el aire tras un último beso de buenas noches: «Ahora pórtate bien y duérmete. Y ni una sola excursión más al bosque, o Caleb te atrapará».
Veo a mi abuelo atizar el fuego, dejar que los leños se acomoden antes de añadir otro, con las chispas elevándose por la chimenea como duendecillos y la nieve fundida chisporroteando entre las llamas.
– Caleb Kyle, Caleb Kyle -entona, repitiendo la letra de la rima infantil mientras la lumbre proyecta sombras en su cara-. Si lo llegas a ver, échate a correr.
Y la nieve susurra, y la leña crepita, y el perro gimotea suavemente en sueños.
Santa Marta se alzaba en medio de sus propios jardines, rodeados por una tapia de piedra de cinco metros de altura y protegidos por una verja de hierro forjado en la que la pintura negra formaba ampollas y se descascarillaba para acabar cayendo tarde o temprano sobre la tierra y la nieve con un lento revoloteo. El estanque ornamental estaba lleno de hojas y basura, el césped se veía demasiado crecido y los árboles llevaban tanto tiempo sin podar que las ramas de algunos se entrelazaban con las de sus vecinos creando un entoldado bajo el cual la hierba probablemente había muerto. El edificio en sí presentaba un lóbrego aspecto institucional: cuatro plantas de piedra gris con un tejado a dos aguas y, bajo éste, una cruz labrada que delataba su origen religioso.
Llegué en coche hasta la entrada principal y aparqué en una plaza reservada al personal. A continuación subí por los peldaños de granito y entré en la residencia. A un lado estaba el habitáculo del guarda de seguridad, donde la anciana había dejado sin conocimiento a Judd antes de emprender la huida hacia la muerte. Enfrente estaba la recepción, donde una empleada en bata blanca ordenaba unos papeles. Detrás de ella, una puerta daba a un despacho con las paredes cubiertas de libros y expedientes. Era una mujer de rostro corriente, mejillas blancuzcas, con una sombra de ojos oscura que le daba el aspecto de un esqueleto de carnaval. No llevaba placa de identidad en la solapa; de cerca, vi que tenía la bata manchada en el pecho y que del raído cuello colgaban hilos blancos como telarañas. Willeford estaba en lo cierto: el lugar olía a verdura demasiado hervida y a desechos humanos, mal disimulados por el antiséptico. Visto el panorama, quizás Emily Watts había actuado inteligentemente al escaparse al bosque.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó la mujer. Mantuvo una expresión neutra en la cara, pero habló con el mismo tono de voz que el acompañante de Meade Payne. En sus labios la palabra «ayudarle» parecía malsonante.
Le di mi nombre y le dije que el jefe de policía Martel había telefoneado para concertarme una entrevista con alguien que pudiera hablarme de la muerte de Emily Watts.
– Lo siento, pero el doctor Ryley, el director, está en una reunión en Augusta y no volverá hasta mañana. -Adoptó una actitud en apariencia amable, pero su semblante revelaba que todo aquel que preguntase por Emily Watts era allí tan bien recibido como el líder negro Louis Farrakhan en una cena del Ku Klux Klan-. Se lo dije al jefe de policía, pero usted ya había salido. -Su semblante pasó a estar en armonía con el tono de su voz, a lo que se sumó una sonrisa maliciosa por el viaje que me había obligado a hacer innecesariamente.
– Déjeme adivinar -dije-. No puede permitirme que hable con nadie sin el consentimiento del director, el director no está aquí y no tiene usted medio de ponerse en contacto con él.
– Exacto.
– Ha sido un placer ahorrarle la molestia de tener que explicarlo.
Se encrespó y apretó el bolígrafo con fuerza, como si se dispusiera a metérmelo por el ojo. Un tipo regordete con un uniforme barato que le sentaba mal salió del habitáculo. Se caló la gorra mientras se acercaba a mí, pero aun así me dio tiempo de ver las cicatrices que tenía a un lado de la cabeza.
– ¿Todo en orden, Glad? -preguntó a la mujer de recepción. Pese al significado de su nombre: feliz, no tenía nada de alegre, algunas personas son como un gran dedo alzado hacia el universo en gesto acusador.
– Ahora sí que estoy asustado -dije-. Un enorme guardia de seguridad y no hay cerca ninguna anciana para protegerme.
Se puso de mil colores y encogió un poco el vientre.
– Creo que lo mejor será que se marche. Como ha dicho la señora, aquí no hay nadie que pueda ayudarle.
Asentí y señalé su cinturón.
– Veo que tiene una pistola nueva. Quizá debería ponerle un candado y una cadena, no vaya a pasar un niño e intente robársela.
Los dejé allí y regresé al jardín. Me sentía un poco rastrero por emprenderla con Judd, pero estaba cansado e irascible, y la mención del nombre de Caleb Kyle después de tantos años me había alterado. De pie en medio del césped, alcé la vista y contemplé la fachada de la residencia, sucia y sin el menor encanto. Según Martel, la habitación de Emily Watts estaba en el ángulo oeste, en el piso superior. Las cortinas estaban corridas y había excrementos de pájaro en el alféizar de la ventana. En la habitación contigua, una silueta se acercó al cristal, una anciana con el pelo recogido en un moño, y me observó. Le dirigí una sonrisa pero no me la devolvió. Cuando me alejé con el coche, la vi por el retrovisor, todavía de pie en la ventana, observándome.
Como aún no había hablado con Rand Jennings, tenía previsto quedarme un día más en Dark Hollow. Ver a su mujer había despertado en mí sentimientos que llevaban mucho tiempo enterrados: ira, pesar, las ascuas de un viejo deseo. Recordé la humillación de estar tendido en el suelo de los lavabos mientras me llovían los golpes de Jennings y su gordo amigo mantenía la puerta cerrada con una sonrisa socarrona. Para mi sorpresa, una parte de mí aún deseaba enfrentarse con él después de tantos años.
En el camino de regreso al motel, intenté telefonear a Ángel con el móvil, pero por lo visto no había cobertura. Lo llamé desde una gasolinera y oí sonar cinco veces el teléfono recién instalado en la casa de Scarborough hasta que por fin descolgó.
– ¿Sí?
– Soy Bird. ¿Alguna novedad?
– Muchas y ninguna buena. Mientras tú hacías de Perry Mason en el norte, aquí vieron a Billy Purdue en un pequeño supermercado. Escapó antes de que llegara la policía, pero sigue en alguna parte de la ciudad.
– Ahora que lo han localizado, no permanecerá ahí mucho tiempo. ¿Y qué se sabe de Tony Celli?
– Nada, pero la policía encontró el Coupe de Ville en un viejo establo cerca de Westbrook. Louis sintonizó la frecuencia de la policía. Según parece, el fenómeno de feria ha optado por un medio de transporte menos llamativo.
Me disponía a contarle lo poco que había averiguado cuando me interrumpió.
– Otra cosa: tienes visita. Ha llegado esta mañana.
– ¿Quién?
– Lee Cole.
Dado el deterioro de mi amistad con su marido, aquello me sorprendió. Quizás albergara la esperanza de restablecer los lazos entre Walter y yo.
– ¿Ha dicho qué quería?
Advertí un titubeo en la voz de Ángel y al instante se me revolvió el estómago.
– Más o menos. Bird, su hija Ellen ha desaparecido.
Regresé de inmediato manteniendo una velocidad uniforme de 130 kilómetros por hora en cuanto llegué a la I-95. Me encontraba prácticamente en las afueras de Portland cuando sonó el móvil. Contesté, medio esperando que fuese otra vez Ángel. No era él.
– ¿Parker?
Reconocí la voz casi en el acto.
– ¿Billy? ¿Dónde estás?
– Estoy en un aprieto, tío -dijo Billy Purdue con pánico en la voz-. Mi mujer confiaba en ti y ahora yo también voy a confiar en ti. No los maté, Parker. Yo jamás haría una cosa así. Sería incapaz de matarla. Sería incapaz de matar a mi hijo.
– Lo sé, Billy, lo sé. -Mientras hablábamos, repetí su nombre una y otra vez en un esfuerzo por tranquilizarlo y aumentar la vacilante confianza que empezaba a mostrarme. Intenté alejar de mi mente a Ellen Cole, al menos por el momento. Me ocuparía de eso en cuanto me fuera posible.
– Me persigue la policía. Creen que los maté yo. Yo los quería. Nunca les habría hecho daño. No quería perderlos. -Estaba al borde de la histeria, balbuceaba.
– Cálmate, Billy. Dime dónde estás e iré a buscarte. Te llevaré a un lugar seguro y hablaremos.
– Había un viejo delante de su casa, Parker. Lo vi vigilarla la noche que me detuvo la policía. Quería cuidar de ellos, pero no fui capaz.
No estaba seguro de que hubiese oído siquiera que le ofrecía ayuda, pero lo dejé hablar mientras pasaba de largo la salida de Falmouth, a unos cinco kilómetros de la ciudad.
– ¿Lo reconociste, Billy?
– No, nunca lo había visto, pero lo reconocería si volviese a verlo.
– Bien, Billy. Ahora dime dónde estás e iré a buscarte.
– Estoy en una cabina de Commercial, pero me tengo que ir. Hay gente, coches. He estado escondido en el complejo de la Portland Company de Fore Street, junto al del museo de la locomotora. Hay un edificio vacío justo en la entrada principal. ¿Lo conoces?
– Sí. Vuelve a entrar. Estaré ahí lo antes posible.
Telefoneé a Ángel y le dije que se reuniera conmigo, acompañado de Louis, en la esquina de India y Commercial. Lee Cole tendría que alojarse en el Java Joe's. No la quería en la casa por si Tony Celli, o algún otro, decidía hacerme una visita.
No había nadie en las inmediaciones cuando llegué a la esquina de India y Commercial. Entré en el aparcamiento de la antigua estación de India Street y estacioné a la sombra del viejo edificio de tres plantas. Cuando salía del coche, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, unas gotas colmadas y gruesas que estallaban espectacularmente en el capó y dejaban en el parabrisas salpicones del tamaño de una moneda. Rodeé la estación pasando ante una mesa con bancos adosados y un edificio de oficinas de un solo piso pintado de rojo y llegué al lado del puerto, donde me detuve a contemplar las oscuras aguas. Retumbó un trueno y el destello de un relámpago iluminó un barco en Casco Bay. Frente a mí, en un tramo restaurado de línea férrea utilizado para que los turistas pudieran experimentar lo que era un viaje en un ferrocarril de vía estrecha, un vagón cisterna señalaba el comienzo de la línea. Tras el vagón había alineados varios contenedores de carga. A mi derecha se encontraba la terminal de transbordadores de Casco Bay, y sobre ella se alzaba una mastodóntica grúa azul de dieciocho toneladas que se apoyaba en cuatro finas patas como un insecto mutilado.
Me disponía a volver al coche cuando oí a mis espaldas un ruido en la grava y una voz familiar que me dijo:
– Mal tiempo para los pájaros. Deberías estar acurrucado en tu nido. -Acompañó a la voz el chasquido del percutor de una pistola.
Levanté poco a poco las manos y, al volverme, vi a Mififlin, el matón de labio leporino al servicio de Tony Celli, que esbozó unas de sus torcidas sonrisas. Sujetaba firmemente la culata redondeada de una Ruger Speed Six con su mano pequeña y regordeta.
– Tengo una sensación de déjà vu -comenté-. En adelante aparcaré en otro sitio.
– Me parece que tus problemas de aparcamiento están a punto de resolverse. Para siempre. ¿Qué tal la cabeza? -Preguntó sin dejar de sonreír.
– Aún me molesta un poco. Espero que a ti no te haya dolido mucho el pie.
– Llevo unas suelas diseñadas para absorber impactos. No noté nada.
Estaba cerca de mí, quizás a poco más de dos metros. No sabía de dónde había salido; tal vez me esperaba en la oscuridad detrás de One India desde el principio, o me había seguido hasta el lugar de encuentro, pero no me explicaba cómo se había enterado. A mis espaldas, la lluvia golpeaba el agua con estridencia.
Mifflin señaló con la barbilla en dirección al aparcamiento.
– Veo que has arreglado el Mustang.
– A veces hay accidentes. Por eso pago un seguro.
– Tendrías que haberte ahorrado el dinero, haberlo gastado en mujeres. Ya no vas a necesitar coche a menos que en el infierno organicen carreras suicidas.
Levantó el arma y tensó el dedo en el gatillo.
– Me juego algo a que esto no lo cubre tu seguro.
– Y yo me juego lo que quieras a que sí -contesté al mismo tiempo que Louis aparecía de detrás del edifico rojo de oficinas y agarraba con firmeza el brazo con que Mifflin empuñaba el arma mientras yo me apartaba rápidamente a la izquierda. Con la mano derecha, Louis hundió el cañón de una SIG en la blanda papada del aspirante a asesino.
– Con mucha delicadeza -dijo Louis-. No me gustaría que eso se disparara, no vaya a ser que alguien se asuste y le pegue un tiro en la gorda papada a uno que yo me sé.
Mifflin retiró con cuidado el dedo de la guarda y, muy despacio, bajó el percutor. Ángel apareció junto a Louis y le quitó la Ruger de la mano al pistolero.
– Hola, guapo -dijo apuntando el arma a la cabeza de Mifflin-. Una pistola muy grande para un tipo tan pequeño.
Mifflin permaneció en silencio cuando Louis le retiró la SIG de al lado de la boca y se la guardó en el bolsillo de su abrigo oscuro sin soltarle el brazo. De pronto, Louis realizó un rápido movimiento y se oyó un agudo chasquido al romperse el brazo derecho de Mifflin por el codo; luego le golpeó la cabeza dos veces contra la pared del edificio. El pistolero se desplomó en el suelo. Ángel desapareció y regresó al cabo de un minuto al volante del Mercury. Abrió el maletero desde dentro y Louis lanzó a Mifflin boca abajo al interior. Después seguimos al coche, que Ángel condujo hasta el extremo del aparcamiento de Island, cerca de una brecha en la valla que daba al muelle. Cuando nos detuvimos, Louis sacó el cuerpo de Mifflin del maletero, lo arrastró hasta el borde del muelle y lo lanzó al mar. Cayó estrepitosamente al agua, pero el ruido enseguida quedó ahogado por el sonido uniforme de la lluvia.
Creo que Louis me habría considerado una persona débil si le hubiera dicho que lamentaba la muerte de Mifflin. Sin duda, el hecho de que se dispusiera a matarme revelaba que Tony Celli había descartado ya mi limitada utilidad. Si lo hubiéramos dejado vivo, habría vuelto a intentarlo, y seguramente con refuerzos. Pero la irrevocabilidad del ruido del cuerpo al caer al agua me produjo una sensación de hastío.
– Había dejado el coche aparcado a una manzana -dijo Ángel-. Hemos encontrado esto en el suelo.
En la mano tenía un receptor VHF portátil de tres canales, de unos doce centímetros de largo por cuatro de ancho, diseñado para conectarse a la batería de un coche. Si había un receptor, tenía que haber un transmisor.
– Han puesto micrófonos en la casa -dije-. Quizá cuando fui a ver a Celli. Por eso no me mataron; tendría que haberlo imaginado.
Ángel hizo un gesto de indiferencia y lanzó el receptor al mar.
– Si él estaba aquí, sus amigos ya van de camino al complejo -dijo.
A mi izquierda, Ford Street discurría sinuosamente hacia el norte, paralela al puerto, y a lo lejos veía los contornos de los edificios de la Portland Company.
– Seguiremos la vía del tren y entraremos por el lado del puerto -indiqué.
Desenfundé la pistola y retiré el seguro, pero Louis me tocó el hombro y se sacó del bolsillo derecho del abrigo una Colt modelo Government 380. Del bolsillo interior extrajo un silenciador y lo acopló.
– Si usas tu Smith & Wesson y cae alguien, el rastro los llevará hasta ti -dijo-. Utiliza ésta y luego nos desprenderemos de ella. Además, será mucho más silenciosa.
Como no era de extrañar, Louis conocía las herramientas de su oficio: las semiautomáticas provistas de recámara para munición subsónica son prácticamente las únicas pistolas que funcionan de manera eficaz con silenciador. Si la gente de Hertz supiera la clase de equipaje que Louis llevaba en su coche, habrían sufrido un ataque colectivo de epilepsia.
Louis entregó su SIG a Ángel, se sacó otra Colt 380 del bolsillo izquierdo y le ajustó también un silenciador. Su manera de actuar debería haberme alertado sobre lo que ocurriría más tarde -ni siquiera Louis llevaba «por casualidad» un par de armas con silenciador-, pero estaba tan preocupado por Billy Purdue que no pensé demasiado en ello.
Louis y yo nos pusimos en marcha por la vía seguidos de Ángel. Había raíles rojos por el óxido en olvidadas pilas, y al lado se veían traviesas picadas y nudosas y con la madera casi negra en algunos sitios. Más allá de los depósitos de mercancías, donde se sucedían bolas de demolición y soportes de hormigón sangraban herrumbre de las entrañas, montones de madera se mecían con la marea como restos de un bosque primigenio.
El complejo de la Portland Company se encontraba frente al puerto deportivo. Indicaba la entrada el convoy de Sandy River Railroad utilizado para llevar a los turistas, con el vagón rojo del jefe de tren y el resto de los coches verdes ahora en silencio. En otro tiempo, cuando la Portland Company construía motores y locomotoras de vapor, el complejo abastecía a los ferrocarriles, pero cerró en los años setenta y los edificios se rehabilitaron como centro de negocios. Dentro del recinto, a la entrada del Museo del Ferrocarril de Vía Estrecha, había un vieja máquina de vapor negra con la chimenea restaurada. El edificio, como todos los del complejo, era de obra vista; en la parte más alta tenía hasta una tercera planta, y por detrás estaba comunicado mediante una pasarela cerrada con una empresa de máquinas herramientas instalada en una estructura similar pero de mayor tamaño. A la izquierda del museo se hallaba el edificio alargado donde, me parecía recordar, se ofrecía algún tipo servicio para yates y un segundo edificio de características semejantes utilizado por un fabricante de fibra de vidrio.
En el extremo sur del recinto se alzaba una construcción de tres pisos mucho mayor, con las ventanas de la planta baja tapiadas y las de las plantas superiores cubiertas con tela metálica, donde Billy Purdue había dicho que estaba escondido. En el lado del mar no había puerta, pero el extremo norte tenía adosada una estructura de madera parecida a un cobertizo que albergaba la puerta principal. Una vía de tren discurría frente a la puerta y ascendía hacia la entrada para los visitantes de Fore Street. Todo parecía desierto y llovía torrencialmente. Las gotas resonaban como piedras en el tejado del museo, donde había una puerta lateral abierta. En silencio, la señalé, y Louis, Ángel y yo nos metimos en el edificio.
Dentro, bajo un techo abovedado, se hallaban los vagones vacíos de ferrocarril dispuestos en filas: vagones de Wicasset y Quebec, vagones verdes y rojos de Sandy River procedentes del condado de Franklin, uno verde y amarillo de Bridgton y Saco, y a nuestra derecha un antiguo Railbus con un chasis REO Speedwagon de la línea de Sandy River.
Junto al Railbus yacía un cuerpo encogido, y el abrigo largo y oscuro que llevaba lo envolvía como una mortaja. Me armé de valor y le di la vuelta esperando encontrarme con Billy Purdue. No era él. Era Berendt, el individuo de cabeza cuadrada compañero de Mifflin, que me miró fijamente, con los rasgos contraídos y una herida oscura e irregular de salida de bala en la frente. Olí el pelo chamuscado. En el suelo del museo se mezclaban la sangre y el polvo.
La sombra de Louis se proyectó sobre mí.
– ¿Crees que esto es obra de Billy Purdue? -preguntó.
Tragué saliva, y el sonido de mi propia garganta se me antojó estridente. Negué con la cabeza y él asintió en silencio.
Nos dirigimos a la izquierda y pasamos entre dos vagones Edaville camino de las oficinas del museo. No había nadie más en el edificio, pero la puerta de acero de la entrada golpeaba ruidosamente contra el marco por efecto del viento y seguía lloviendo.
En la oscuridad, bajo la pasarela que comunicaba la fábrica de máquinas herramientas y el museo, había aparcado un Ford Sedán negro con las ventanillas apenas visibles tras la lluvia. Lo reconocí: lo había visto antes frente al apartamento de Rita Ferris el día del crimen.
– Son los federales -dije-. Deben de haber encontrado a los hombres de Celli.
– Eso, o también estaban vigilándote a ti -musitó Louis.
– Estupendo -comentó Ángel-. ¿Falta alguien más? El jodido Billy Purdue es tan popular que habría que dedicarle una fiesta nacional.
La puerta trasera del coche se abrió y salió una figura envuelta en un abrigo oscuro que la cerró con suavidad. Con paso enérgico vino en dirección a nosotros, llevaba una mano en el bolsillo y un paraguas en alto en la otra. Una lámpara de la fábrica lo iluminó brevemente cuando atravesó el haz de luz.
– ¿Y éste es…? -dijo Ángel con hastío.
– Eldritch, el policía canadiense. Quedaos aquí.
Salí de entre las sombras y Eldritch se detuvo. Su rostro traslució perplejidad mientras intentaba identificarme.
– ¿Parker? -dijo por fin-. ¿No quiere hacer salir de las sombras también a sus amigos?
A mis espaldas, Louis y Ángel aparecieron y se acercaron a mí, Louis examinaba a Eldritch con relajado interés.
– Y bien, ¿no van a protegerse de esta lluvia? -preguntó el canadiense.
– Después de usted, agente -contesté.
Algo me había llamado la atención junto al Ford cuando Eldritch salió del coche y la luz interior iluminó el suelo con un tenue resplandor. Había un pequeño charco rojo bajo la puerta del conductor, que no estaba del todo cerrada, y, mientras yo miraba, algo goteaba uniformemente por el resquicio.
Eldritch se aproximó a mí con el paraguas aún en alto y la manga blanca de la camisa y un gemelo de oro a la vista. Cuando se volvió para ver cómo me dirigía al coche, noté una mancha oscura en el puño.
Eché un vistazo a Louis, pero otro detalle había atraído ya su atención.
– Tiene algo en el cuello de la camisa, agente -dijo en voz baja cuando Eldritch se detuvo bajo la luz.
El cuello de la camisa de Eldritch asomaba por encima de la solapa del abrigo. En el borde, y justo por encima del nudo de la corbata, tenía manchas negras como de hollín. Pero mientras Louis hablaba, Eldritch bajó el paraguas para que yo no viera qué hacía, y entonces vislumbré el arma sólo por un instante cuando sacó la mano derecha del bolsillo. Advertí que Louis levantaba ya su propia pistola al tiempo que Eldritch soltaba el paraguas y empezaba a volverse. A un lado, Ángel permanecía atento. Pero yo disparé primero y la bala perforó el paraguas, todavía en el aire, e hirió a Eldritch en la parte baja del muslo; la detonación quedó ahogada por el silenciador y la lluvia torrencial. Disparé de nuevo y esta vez le di en el costado. Se le cayó el arma de la mano y, tambaleándose, fue a darse de espaldas contra la pared del museo y se deslizó por ella hasta quedar sentado en el suelo, apretando los dientes por el dolor y apoyando la mano en la mancha roja que se extendía por su abrigo. Junto a él, Louis introdujo un bolígrafo en la guarda del gatillo, recogió la pistola y la examinó con objetividad profesional.
– Una Taurus -dijo-. Brasileña. Parece que nuestro amigo ha estado de vacaciones en Sudamérica.
Me acerqué al coche. Tenía dos orificios de bala en forma de estrella en el parabrisas, rodeados de manchas de sangre semejantes a rayos solares. Abrí la puerta del conductor con la mano enguantada y retrocedí cuando el agente Samson cayó al suelo de costado con un agujero oscuro en el puente de la nariz, destrozada allí por donde había salido la bala. Junto a él se hallaba el agente Doyle, con la frente apoyada en el salpicadero y un charco de sangre a los pies. Los dos estaban aún calientes.
Levanté a Samson con cuidado, lo metí en el coche, cerré la puerta y regresé hasta donde se encontraban Ángel y Louis, que seguían junto al herido.
– Abel -dijo Louis.
A pesar del dolor, el hombre sentado en el suelo nos miró con expresión de odio, pero no habló.
– No va a ir a ninguna parte -indiqué-. Metámoslo en el maletero del Ford, avisemos a la policía, y que ellos se ocupen de él cuando hayamos acabado.
Sin embargo, ni Ángel ni Louis parecían escucharme. Ángel movió la cabeza con un gesto de desaprobación.
– Un hombre de tu edad tiñéndose el pelo -le reprochó a Abel-. Eso es pura vanidad.
– Y ya sabes lo que dicen de la vanidad -añadió Louis en voz baja, y Abel levantó la vista y lo miró con los ojos muy abiertos-: la vanidad mata.
Acto seguido le descerrajó un solo tiro y la Colt brincó en su mano. La cabeza de Abel se estampó contra la pared, se le cerraron los ojos y finalmente el mentón cayó exánime sobre el pecho.
Por primera vez en la vida toqué a Louis con ira. Alargando el brazo hacia su pecho, lo empujé. Él retrocedió un paso sin inmutarse.
– ¿Por qué? -grité-. ¿Por qué lo has matado? Por Dios, Louis, ¿es que tienes que matar a todo el mundo?
– No -contestó Louis-. Sólo a Abel y a Stritch.
Y de pronto comprendí el verdadero motivo de la presencia de Louis y Ángel en el norte, y tomar conciencia de ello fue como un puñetazo en el estómago.
– Te han pagado por ello -dije-. Has aceptado el encargo.
Sabía ya por qué Leo Voss había muerto y por qué Abel y Stritch habían elegido ese momento para replegarse en las sombras, y se debía sólo en parte a la oportunidad que ofrecían Billy Purdue y el dinero que había robado. Abel y Stritch huían, y huían de Louis.
Asintió una sola vez. A su lado, Ángel me miró con cierto pesar pero también con determinación. Supe de qué lado estaba.
– ¿Por cuánto? -pregunté.
– Un dólar -se limitó a responder Louis-. Habría aceptado quince centavos, pero el hombre no llevaba suelto.
– ¿Un dólar?
Por extraño que pareciese, casi sonreí contra mi voluntad. Había aceptado un dólar y, sin embargo, las vidas de aquellos asesinos no valían ni eso. Volví a mirar el cadáver de Abel y pensé en los dos agentes del coche y en el auténtico Eldritch, que seguramente ni siquiera había llegado a Maine.
– Son mala gente, Bird -afirmó Ángel-. Estos tipos son lo peor de lo peor. No permitas que se interpongan entre nosotros.
Negué con la cabeza.
– Tendríais que habérmelo dicho, así de sencillo. Tendríais que haber confiado en mí.
Esta vez habló Louis.
– Tienes razón. La decisión fue mía y me equivoqué.
Plantado delante de mí, esperó una respuesta, y yo entendí por qué me lo había ocultado. Al fin y al cabo, yo era un ex policía con amigos policías. Quizás a Louis aún le quedaba alguna duda. Yo le había salvado la vida a Ángel cuando estaba en la cárcel, y ellos, en respuesta, habían permanecido a mi lado cuando Jennifer y Susan fueron asesinadas, habían puesto en peligro sus vidas mientras yo perseguía al asesino de mi mujer y de mi hija y a los asesinos de otros, y no me habían pedido nada a cambio. No tenía razón alguna para dudar de ellos; en su caso, por el contrario, tratándose de un allanador de moradas y un asesino a sueldo, sí se justificaba que recelasen de mí.
– Lo entiendo -dije por fin.
Louis asintió una sola vez con la cabeza, pero con ese gesto y la expresión de sus ojos dijo todo lo que había que decir.
– Vamos -propuse-. Es hora de encontrar a Billy Purdue.
Y cuando nos encaminamos hacia el edificio vacío bajo la intensa lluvia, eché un último vistazo al cuerpo de Abel y me estremecí. Su silueta encogida y el cadáver de Berendt en el museo del ferrocarril eran un mudo testimonio de que la figura achaparrada y grotesca de Stritch no andaba lejos.
Había dos coches aparcados más adelante en Fore Street, frente a una urbanización nueva de casas de madera gris parcialmente revestidas de ladrillo rojo. La oscuridad era tal que resultaba imposible saber si había alguien dentro de los vehículos. Cuando llegamos a la puerta principal del edificio desocupado nos encontramos con que el cerrojo estaba forzado y la puerta entornada. Me arrimé a la pared y me asomé por la esquina para echar un vistazo a la fachada lateral. Allí, las ventanas del piso superior estaban tapiadas y una pasarela de madera conducía desde el borde de la hierba contigua hasta una puerta cerrada de la primera planta. Debido a la inclinación del terreno, la planta baja quedaba, de hecho, por debajo de la hierba, y las ventanas también estaban cubiertas con tela metálica.
Regresé junto a Ángel y Louis, que me esperaban al lado de la puerta, y acordamos que Ángel volvería al Mercury para poder marcharnos rápidamente si salíamos con Billy Purdue.
Al otro lado de la puerta, nada más entrar, una escalera sucia de polvo y papeles de periódico subía al primer piso, una especie de plataforma de almacenamiento sostenida por columnas de acero. Detrás de la escalera había una serie de despachos y zonas de trabajo vacíos, todos en silencio y con las luces apagadas. En el almacén aún olía un poco a madera, aunque ahora se imponía el hedor a humedad y a descomposición. Louis llevaba una linterna, pero no la encendió por miedo a atraer la atención.
Desde donde nos hallábamos, veía los montones de madera podrida que quedaban en un rincón próximo a la escalera. Había goteras y el agua que caía se filtraba gradualmente a través de las tablas del suelo. Rodeamos la escalera y entramos en el primero de los talleres, vacío excepto por unos bancos de madera y una silla de plástico rota. Cuando nos acercamos a un vano en la pared opuesta, oí un ruido al otro lado por encima del rumor de la lluvia y el goteo del agua. Tras señalar a Louis que se pusiera a la izquierda del vano, yo me coloqué a la derecha y me aproximé hasta que pude ver el otro compartimento por dentro. Avancé lentamente, me asomé con un movimiento rápido y seguí adelante con cautela al comprobar que nadie intentaba volarme la cabeza.
Estaba en uno de los compartimentos de lo que en otro tiempo fueron dos despachos contiguos. En el aire flotaba un ligero olor a humo procedente de una pila de brasas de madera y basura en el rincón más alejado. En el rincón opuesto se movió algo.
Me di la vuelta de inmediato y tensé el dedo en el gatillo.
– No dispare -dijo una voz áspera y cascada, y una silueta surgió poco a poco del lugar donde había permanecido agazapada en la oscuridad. Tenía los pies cubiertos de bolsas de plástico, las piernas enfundadas en unos vaqueros mugrientos, y una chaqueta roída por los codos atada a la cintura con un cordel. Llevaba el pelo largo y desgreñado y tenía la barba gris con vetas amarillas de nicotina-. Por favor, no dispare. No he encendido el fuego con mala intención.
– Muévase a la derecha. Deprisa.
Por una grieta entre las tablas de madera de las ventanas penetraba el débil resplandor de una farola. El anciano se desplazó hasta quedar bajo el haz de luz. Tenía los ojos pequeños y la mirada mortecina. Incluso a cuatro metros me llegó su aliento a alcohol y a otras cosas.
Apunté hacia él manteniéndolo en el punto de mira por un momento y luego señalé a mi derecha con la pistola a la vez que Louis cruzaba el vano.
– Salga de aquí -ordené-. No es un lugar seguro.
– ¿Puedo recoger mis cosas? -Con un ademán, indicó sus escasas pertenencias, apiladas en un carrito de la compra.
– Coja lo que pueda cargar y váyase.
El anciano movió la cabeza en un gesto de agradecimiento y empezó a seleccionar enseres del carrito: unas botas, unas latas de refrescos, un rollo de hilo de cobre. Algunos volvió a guardarlos; respecto a otros, parecía que necesitaba pensárselo. Pero mientras se planteaba si se llevaba o no una única zapatilla Reebok, una voz grave dijo detrás de mí:
– Viejo, tiene cinco segundos para sacar su mierda de aquí, o si no el juez de instrucción se encargará de eso por usted.
Por lo visto, el comentario de Louis le sirvió al anciano de acicate para concentrar la atención; segundos después pasaba corriendo ante nosotros con una maraña de hilo de cobre, botas y latas entre los brazos.
– No me robarán nada, ¿verdad? -preguntó a Louis antes de salir.
– No -contestó Louis-. Ya se lleva usted todos los objetos de valor.
Bajo la mirada de Louis, que lo observaba moviendo la cabeza, el anciano asintió alegremente, dispuesto ya a escabullirse. Pero en el vano de la puerta volvió a detenerse.
– Los otros han ido arriba -se limitó a decir y se marchó.
Con paso rápido pero cauteloso atravesamos la planta baja hasta llegar a dos escaleras paralelas al otro lado del edificio, una en cada rincón. Oí unas sigilosas pisadas procedentes de arriba. Entre las escaleras, una puerta de dos hojas conducía al patio exterior. Vi en el suelo un trozo de cadena rota y que medio ladrillo mantenía abierta una de las hojas. Louis se dirigió a la escalera de la derecha; yo, a la de la izquierda. Al subir me apoyaba en los extremos de los peldaños para minimizar el riesgo de pisar un escalón podrido o poco firme. En realidad no hacía falta. La lluvia caía con renovada intensidad y el sonido reverberaba en el interior del viejo edificio.
Nos reunimos en una especie de entresuelo donde un único y ancho tramo de escalera conducía al primer piso. Louis se adelantó, y yo, desde atrás, lo observé mientras abría de un empujón una puerta oscilante con una ventanilla mugrienta de tela metálica a la altura de la cabeza y empezaba a registrar la planta. Decidí ocuparme de la segunda planta y, cuando me disponía a subir, oí movimiento abajo. Miré por encima de la barandilla de la escalera y en mi campo visual apareció un hombre que en ese momento encendía un cigarrillo con una cerilla. A la luz de la llama lo reconocí: era uno de los hombres que acompañaba a Tony Celli en la habitación del hotel. Seguramente su misión era vigilar la puerta desde fuera, pero en lugar de eso había preferido resguardarse de la lluvia. Arriba crujió débilmente una tabla y luego otra: al menos uno de los hombres de Celli había subido al segundo piso.
Mientras observaba al hombre de Tony el Limpio fumarse el cigarrillo, algo me llamó la atención a la izquierda. Las ventanas del entresuelo, que antes ofrecían vistas del patio, ahora estaban tapiadas y no permitían el paso de la luz. La única iluminación procedía de un agujero irregular en la pared, rodeado de una mancha de humedad donde el yeso en torno a un viejo aparato de aire acondicionado había cedido y caído al suelo, junto con el propio aparato. El agujero creaba algo así como un turbio charco de luz entre dos masas de oscuridad. En uno de esos espacios en la penumbra percibí una presencia. Una figura pálida se movió, como un trozo de papel que rodase suavemente. Con el corazón acelerado y notando el peso de la pistola en la mano, avancé hacia allí.
Un rostro surgió de la negrura. No se le veía el blanco de los ojos, en apariencia ensombrecido, y daba la impresión de que un lazo oscuro le colgaba del cuello. Lentamente se hicieron visibles la boca, sellada con un hilo negro cosido en zigzag y, debajo, la profunda marca de la soga en la piel. La mujer me observó por un momento y luego pareció encogerse hasta que, al cabo de un instante, desapareció por completo. Un sudor frío me recorrió la espalda y sentí náuseas. Eché otra ojeada a la oscuridad y me di la vuelta justo cuando me llegó de abajo un ahogado grito de dolor.
Me detuve en el primer peldaño y esperé. A mi alrededor caía la lluvia y el agua goteaba. Abajo se oyó el suave roce de un zapato en la madera y de pronto apareció un hombre en la escalera de la derecha. Llevaba una gabardina de color tostado de la que asomaba una cabeza calva. Stritch alzó su extraño rostro como de cera fundida y me miró por un instante con sus ojos incoloros y sin vida. A continuación se dibujó en su boca exageradamente ancha una sonrisa exenta por completo de humor y al instante retrocedió y quedó oculto bajo el rellano. Me pregunté si ya sabía que Abel estaba muerto, y en qué medida me consideraba una amenaza.
La respuesta llegó al cabo de unos segundos cuando una silenciosa ráfaga de disparos perforó la madera blanda y húmeda de la barandilla de la escalera y las astillas salieron despedidas en la oscuridad. Subí de un salto los peldaños que faltaban seguido de las balas de Stritch, que intentaba calcular mi posición por el oído. Noté un tirón en el faldón del abrigo al llegar a lo alto de la escalera y supe que al menos una de las balas había estado cerca, pero que muy cerca, de alcanzarme.
Llegué al primer piso y fui tras Louis. Al otro lado de la puerta había una especie de vestíbulo, con un viejo mostrador de recepción sobre un estrado a mi derecha y, detrás de éste, otro espacio de almacenamiento, parte de una serie de pequeños compartimentos similares que se sucedían hasta el fondo del edificio, cada uno conectado por un único vano, de modo que, si la iluminación lo hubiese permitido, habría visto a través de ellos hasta la pared del fondo del almacén. Incluso desde donde estaba, vi que esos compartimentos aún contenían escritorios destartalados y sillas rotas, esteras enrolladas y podridas y cajas de papel desechado. Dos pasillos se extendían a los lados, uno directamente frente a mí y el otro a la derecha. Supuse que Louis recorría ya el pasillo de la derecha, así que avancé a toda prisa por el otro, lanzando nerviosas miradas por encima del hombro para ver si Stritch había aparecido ya.
Delante de mí, a la derecha, se oyó la ráfaga de un arma que fue contestada por dos disparos menos sonoros en rápida sucesión. Oí gritos y pasos a la carrera, y el eco de unos ruidos en el viejo edificio. En un vano a mi derecha, desmadejado en el suelo, yacía un hombre con cazadora negra, la cabeza en un charco de sangre. Louis ya había empezado a dejar su impronta, pero ignoraba que Stritch estaba en algún lugar detrás de nosotros, y era importante avisarle. Regresé al pasillo a tiempo de ver una mancha de color tostado tras el mostrador de recepción. Avanzando de medio lado, pasé ante la silueta caída del hombre de Tony Celli hasta que me fue posible ver por encima del mostrador, pero ya no había allí señales de Stritch. Corrí hasta el vano del siguiente compartimento y, al asomarme, sentí el cañón de una pistola con silenciador en la sien derecha.
– Mierda, Bird, casi te vuelo la cabeza -dijo Louis. En la penumbra y con ropa oscura apenas se le veía, sólo se distinguían sus dientes y el blanco de los ojos.
– Stritch está aquí -dije.
– Lo sé. Lo he visto un momento y luego me has distraído tú.
Nuestra conversación se vio interrumpida por una nueva serie de disparos frente a nosotros, tres y todos de la misma arma, sin fuego de respuesta. Se oyeron más gritos y luego una ráfaga de automática, seguida de unos pasos escalera arriba. Louis y yo cruzamos un gesto de asentimiento y nos encaminamos hacia el fondo del edificio, situándonos a los lados de cada uno de los vanos para ver mejor el compartimento siguiente y el correspondiente tramo de pasillo. Continuamos avanzando hasta llegar a un montacargas abierto, en el que yacía otro de los hombres de Tony Celli. Junto al montacargas, un único tramo de escalera ascendía al piso superior, adonde, cabía pensar, Stritch había llegado antes que nosotros. Apenas habíamos subido el segundo peldaño cuando oí a mis espaldas, con un escalofrío, un sonido familiar: los chasquidos de un cartucho al introducirse en la recámara de una escopeta de repetición. Louis y yo nos volvimos muy despacio, con las pistolas en alto y a los lados, y nos hallamos frente a Billy Purdue. Tenía la cara tiznada y la ropa empapada y llevaba una mochila negra a la espalda.
– Tirad las armas -ordenó. Asombrosamente, había encontrado la manera de esconderse de sus perseguidores y de nosotros entre los muebles viejos y los desechos de oficina. Obedecimos al tiempo que lanzábamos cautas miradas al arma de Billy y a la escalera-. Tú los has traído aquí -me acusó con voz trémula de ira-. Me has vendido. -Le resbalaban lágrimas por las mejillas.
– No, Billy -dije-. Hemos venido para llevarte a un lugar seguro. Aquí estás en peligro. Deja la escopeta e intentaremos sacarte.
– No. Vete a la mierda. Aquí no puedo contar con nadie.
Dicho esto disparó dos veces y provocó una lluvia de madera y yeso detrás de nosotros que nos obligó a echarnos al suelo. Cuando volvimos a levantar la vista, con astillas y polvo en el pelo, Billy ya no estaba allí, pero oí alejarse sus pasos en la dirección de donde veníamos. Louis se puso en pie de un salto y lo siguió.
En el piso superior se oyeron nuevos disparos mientras me levantaba, fuego de automática seguido de un único tiro. Subí despacio y, con las manos sudorosas, alargué el cuello para asomarme a un lado. En lo alto de la escalera, junto al montacargas, yacía acurrucado en un rincón otro de los hombres de Celli. La sangre le manaba de una herida de bala en el cuello. Había también algo extraño en él, algo que casi pasé por alto.
Tenía el pantalón desabrochado, la cremallera bajada y los genitales parcialmente a la vista.
Ante mí había un vano, y más allá la oscuridad más absoluta. En esa oscuridad me esperaba Stritch. Olía su colonia barata y empalagosa y el siniestro hedor a tierra que pretendía disimular con ella. Percibía su actitud alerta, las antenas que desplegaba para sondear el aire alrededor en busca de una presa. Y sentía su deseo, el placer sexual que obtenía haciendo daño y segando vidas, la aberrante sexualidad que lo había impulsado a tocar y dejar a la vista los genitales de aquel hombre mientras agonizaba en el rincón.
Y supe con absoluta certeza que si ponía un pie más allá de aquel vano, Stritch acabaría con mi vida y me tocaría mientras moría. Sentí cómo se movían sombras a mi alrededor, y un niño rió abajo en la tenue luz. Parecía llamarme para que retrocediese y me apartase del borde del abismo, o quizás era el pavor que sentía lo que me inducía a imaginarlo. Fuera cual fuese la razón, decidí dejar a Stritch en la oscuridad y regresar a la luz.
Louis se acercó mientras yo bajaba por la escalera. Llevaba el pantalón roto en la rodilla y cojeaba un poco.
– He resbalado -dijo escupiendo las palabras-. Se ha escapado. ¿Y Stritch?
Señalé hacia el piso superior.
– Quizá Tony Celli te haga un favor.
– ¿Tú crees? -dijo Louis en tono de manifiesto escepticismo. Me miró con más atención-. ¿Estás bien, Bird?
Pasé de largo junto a él para que no me viese la cara. Me avergonzaba de mi debilidad, pero sabía lo que había sentido y lo que había visto en los ojos inyectados en sangre de una muerta.
– A mí me preocupa Billy Purdue -dije-. Cuando Stritch se entere de que su amigo ha muerto, no irá a ninguna parte hasta que se haya desquitado. Tendrás otra oportunidad.
– Preferiría aprovechar ésta -contestó.
– Ahí arriba está oscuro como boca de lobo. Si pones un pie dentro, te matará.
Louis, inmóvil, me miró sin hablar. Oí a lo lejos el ulular de unas sirenas que se acercaban. Vi que Louis vacilaba, poniendo en un platillo de la balanza el riesgo de la llegada de la policía y las sombras del piso superior y en el otro la oportunidad de eliminar a Stritch. Finalmente, tras lanzar un único vistazo a la escalera que ascendía a la oscuridad del segundo piso, Louis me siguió.
Llegamos a la zona principal, donde habíamos encontrado al anciano.
– Si salimos por la parte delantera toparemos con los conductores de Tony Celli o la policía -dije-. Y si Billy se ha marchado por ahí, ya estará muerto.
Louis asintió con la cabeza y nos dirigimos hacia la puerta del fondo del almacén, donde el hombre que Stritch había matado yacía mitad dentro, mitad fuera, con un brazo sobre los ojos como si hubiese estado mirando el centro del sol. Vi el Mercury al otro lado del patio. Cobró vida con un rugido, y Ángel atravesó el patio a toda velocidad, giró y paró para que subiéramos.
– ¿Alguna señal de Billy? -pregunté.
– No. ¿Vosotros estáis bien?
– Sí -contesté, aunque aún temblaba por el miedo que había sentido en el segundo piso del almacén-. Stritch estaba ahí. Ha entrado por la parte de atrás del edificio.
– Parece que todo el mundo sabe en qué andas metido menos tú -comentó Ángel mientras salíamos del recinto sin pérdida de tiempo y seguíamos las vías en dirección a India Street. Poco antes del final, giró el volante a la derecha y cruzamos como rayos una brecha que había en la alambrada y entramos en el aparcamiento de One India. Apagó las luces al oír las sirenas y ver pasar por Fore Street dos coches patrulla a todo gas. Luego aguardó por si aparecía Billy Purdue.
Mientras permanecíamos allí en silencio, intenté hacerme una composición de lugar de lo ocurrido: o bien los federales tenían pinchado mi teléfono, o habían seguido el rastro a los hombres de Tony Celli. Cuando se decidieron a intervenir, Abel se puso en contacto con Stritch y le dijo adónde debía ir, con la intención de reunirse con él después de ocuparse de los agentes. Pese a haber tres grupos distintos de personas detrás de él en un espacio cerrado, Billy Purdue había conseguido escapar.
También me paré a pensar en aquella figura medio imaginada que había vislumbrado en la oscuridad. Rita Ferris estaba muerta y pronto la nieve caería sobre su tumba. La mente me gastaba malas pasadas, o quizá yo quería creer que ésa era la explicación.
No se acercó nadie desde el complejo. Si alguno de los hombres de Tony Celli había sobrevivido, supuse que se había encaminado hacia el norte en lugar de volver directamente a la ciudad y correr el riesgo de encontrarse con la policía.
– ¿Crees que sigue ahí dentro? -pregunté a Louis.
– ¿Quién? ¿Stritch? Si sigue ahí, es porque le han matado, y dudo mucho que entre los hombres de Tony Celli haya alguno capaz de hacerlo, en el supuesto de que quede ahí dentro alguien con vida -contestó Louis.
Una vez más advertí aquella expresión pensativa en sus ojos mientras examinaba mi rostro por el retrovisor.
– Te diré una cosa -añadió-. Ahora ya sabe que Abel ha muerto, y va a ponerse hecho una furia.
Louis y Ángel me dejaron en el Mustang y luego me siguieron hasta el Java Joe's. Me sentía exhausto y asqueado: pensé en la mirada de Abel antes de morir y en la imagen del joven pistolero violado en el momento de su muerte, y también me acordé del anciano cargado de zapatillas e hilo de cobre que salía a toda prisa a la noche fría y lluviosa.
En la cafetería, Louis y Ángel decidieron quedarse fuera en el Mercury tomando café con chocolate. Lee Cole estaba sentada junto a la ventana, con unos vaqueros remetidos en unas botas de media caña forradas de piel y un suéter de lana blanco abrochado hasta el cuello. Cuando se levantó para saludarme, la luz iluminó sus mechones de pelo plateados. Me besó con ternura en la mejilla y me estrechó con fuerza. Empezó a temblar y la oí sollozar en mi hombro. Mientras la apartaba con delicadeza y apoyaba las manos en sus hombros, observé que movía la cabeza en un gesto de vergüenza y buscaba un pañuelo de papel en los bolsillos. Seguía siendo hermosa. Walter era un hombre afortunado.
– Ha desaparecido, Bird -dijo cuando nos sentamos-. No la encontramos. Ayúdame.
– Pero si estuvo conmigo hace sólo unos días -contesté-. Paró aquí durante unas horas con su novio.
Lee asintió con la cabeza.
– Lo sé. Nos telefoneó desde Portland y nos dijo que seguía el viaje con Ricky. Luego nos llamó de nuevo desde algún sitio más al norte, y ya no hemos vuelto a recibir noticias suyas. Tenía instrucciones estrictas de llamarnos a diario, y cuando no supimos…
– ¿Os habéis puesto en contacto con la policía?
– Walter sí. Creen que se ha escapado con Ricky. El mes pasado Walter discutió con Ellen por él; le reprochó que debía concentrarse más en los estudios en lugar de andar persiguiendo chicos. Ya sabes cómo es Walter, y con la jubilación no se ha vuelto más tolerante.
Asentí. Sabía cómo era Walter.
– Cuando vuelvas, telefonea al agente especial Ross a las oficinas del FBI en Manhattan. Dile que llamas de mi parte. Él comprobará si el nombre de Ellen consta en la base de datos del CNIC. -El Centro Nacional de Información Criminal mantenía el registro de todas las personas, menores y adultas, cuya desaparición se había denunciado-. Si no consta, significa que la policía no está haciendo lo que debe, y quizá Ross también pueda ayudarte en eso.
Se animó un poco.
– Le pediré a Walter que lo haga.
– ¿Sabe qué estás aquí? -pregunté.
– No. Cuando le pedí que se pusiera en contacto contigo, se negó. Ya ha estado en la zona para presionar a la policía local. Le dijeron que lo mejor era esperar, pero la paciencia no es una de las virtudes de Walter. Fue a preguntar a otros pueblos y no encontró el menor rastro. Regresó ayer, pero no creo que se quede de brazos cruzados. Le dije que tenía que marcharme de casa un par de días. Ya había reservado el vuelo. He intentado llamarte por el móvil pero no conseguía hablar contigo. No sé… -Su voz se apagó y empezó la frase de nuevo-. No sé qué ha pasado entre vosotros. Conozco una parte y puedo adivinar algo más, pero eso no tiene nada que ver con mi hija. Le dejé una nota en la nevera. Ahora ya la habrá leído. -Miró por la ventana, como si visualizase el momento en que Walter hallaba la nota y cómo reaccionaba al mensaje.
– ¿Existe alguna posibilidad de que la policía esté en lo cierto, de que se haya escapado? -pregunté-. Nunca me ha parecido esa clase de chica, y cuando la vi, no la noté alterada en lo más mínimo, pero los jóvenes se ponen un poco raros al incluirse el sexo en la ecuación. Lo sé por propia experiencia.
Sonrió por primera vez.
– Recuerdo lo que es el sexo, Bird. Puede que sea mayor que tú, pero aún no estoy muerta. -La sonrisa desapareció de sus labios; sus propias palabras habían desatado una reacción en cadena y supe que procuraba no imaginar qué podía haberle ocurrido a Ellen-. No se ha fugado. La conozco, y nunca nos haría una cosa así por más que discutiésemos con ella.
– ¿Y qué sabes de ese chico, de Ricky? Me dio la impresión de que tenían puntos de vista muy distintos.
Al parecer, Lee sólo sabía que su madre había abandonado a la familia cuando Ricky tenía tres años, y que su padre, para criarlos a él y a sus tres hermanas, había mantenido dos empleos sin ningún porvenir. Era un estudiante becado; un poco adusto e impulsivo, admitió, pero no creía que actuase con la menor malicia ni que se hubiese prestado a participar en una fuga.
– ¿La buscarás, Bird? No dejo de pensar que se ha metido en algún lío. Quizá recogieron a un autoestopista y algo fue mal, o alguien… -Se interrumpió de pronto y alargó el brazo para estrecharme la mano-. ¿La encontrarás por mí? -insistió.
Pensé en Billy Purdue y en los hombres que lo perseguían, en Rita y Donald, en la nieta de Cheryl Lansing asomando entre una masa de hojas mojadas y podridas. Me sentía comprometido con los muertos, con la joven atribulada que había deseado crear una vida mejor para sí misma y para su hijo, pero ella se había ido y Billy Purdue flotaba a la deriva hacia una especie de juicio final del que yo no podía salvarlo. Quizá debía comprometerme con los vivos, con Ellen, que había cuidado de mi hija durante su corta vida.
– La buscaré -respondí-. ¿Puedes decirme adónde iba cuando telefoneó?
Mientras Lee hablaba, el mundo pareció desplazarse de su eje, proyectando extrañas sombras sobre escenarios familiares y convirtiéndolo todo en una pobre versión de su realidad anterior. Y maldije a Billy Purdue, porque de algún modo que yo aún no podía comprender era responsable de lo ocurrido. En palabras de Lee, mundos en otro tiempo alejados se eclipsaban mutuamente y formas indistintas, como placas deslizándose bajo la tierra, se unían para formar un continente nuevo y oscuro.
– Dijo que se dirigía a un pueblo llamado Dark Hollow.
La llevé al aeropuerto de Portland a tiempo de tomar el vuelo a Nueva York y después regresé a casa. Ángel y Louis estaban en la sala, viendo un pésimo y maratoniano programa de entrevistas en la televisión por cable.
– Se titula «No puedo casarme contigo si no eres virgen» -dijo Ángel-. Como mínimo no afirman ser vírgenes, porque, si no, se titularía «No puedo casarme contigo si eres mentirosa».
– O «No puedo casarme contigo si eres fea» -sugirió Louis, y tomó un sorbo de cerveza Katahdin de la botella, con las piernas apoyadas en una silla frente a él-. Tío, ¿cómo consiguen audiencia para este programa? ¿Pasan por los cámpings de caravanas con billetes de dólar a rastras? -Pulsó el mando a distancia para quitar el sonido del televisor.
– ¿Cómo se encuentra Lee? -preguntó Ángel con repentina seriedad.
– Conserva la calma, pero a duras penas.
– ¿Y qué habéis decidido?
– Tengo que volver al norte, y creo que voy a necesitar que me acompañéis. La última vez que se supo de Ellen Cole iba camino de Dark Hollow, el pueblo en el que se crió Billy Purdue durante un tiempo y adonde creo que volverá.
Louis se encogió de hombros.
– Allá vamos, pues.
Me senté en un sillón a su lado.
– Quizás haya un problema.
– Por Dios, Bird -comentó Ángel-, no puede decirse que andemos escasos de problemas tal como están las cosas.
– ¿Tiene nombre el problema? -preguntó Louis.
– Rand Jennings.
– ¿Y ése quién es?
– El jefe de policía de Dark Hollow.
– ¿Y por qué no le caes bien? -dijo Ángel tomando el relevo de Louis.
– Tuve una aventura con su mujer.
– Eres único -dijo Louis-. Podrías caerte y te costaría encontrar el suelo.
– Hace mucho tiempo.
– ¿Suficiente para que Jennings haya perdonado y olvidado? -preguntó Ángel.
– Probablemente no.
– Quizá podrías escribirle una nota -sugirió-. O mandarle unas flores.
– No me estáis ayudando demasiado.
– Yo no me acosté con su mujer. En cuestión de ayuda, eso me da una clara ventaja sobre ti.
– ¿Lo viste la última vez que estuviste allí? -preguntó Louis.
– No.
– ¿Viste a la mujer?
– Sí.
Ángel se echó a reír.
– Eres de lo que no hay, Bird. ¿Existe alguna posibilidad de que mantengas el canario encerrado en la jaula mientras estemos allí, o piensas renovar tus antiguas relaciones?
– Nos encontramos por casualidad. No fue intencionado.
– Ajá. Eso cuéntaselo a Rand Jennings. «Hola, Rand, fue por casualidad. Tropecé y me caí encima de tu mujer.»
Aún lo oía reír cuando salió y se fue a su habitación.
Louis se terminó la cerveza, levantó los pies de la silla y se dispuso a seguir a Ángel.
– Esta noche la hemos cagado -comentó.
– Las cosas se han torcido. Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos.
– Tony Celli no va a dejar correr este asunto. Stritch tampoco.
– Ya lo sé.
– ¿Quieres contarme qué ha pasado en el piso de arriba?
– He presentido que me esperaba, Louis. He presentido que me esperaba y he tenido la certeza de que, si entraba a buscarlo, moriría. Aunque todo demuestre lo contrario, no deseo morir. No tenía intención de morir a manos de él, ni allí ni en ninguna parte.
Louis se quedó junto a la puerta pensando en lo que acababa de decirle.
– Si lo has presentido, es que iba a pasar -respondió por fin-. A veces ahí está la diferencia entre la vida y la muerte. Pero si vuelvo a verlo, lo liquidaré.
– No si yo lo veo primero -repuse, y hablaba en serio a pesar de todo lo que había ocurrido y el miedo que había sentido.
Contrajo los labios en una de sus características medias sonrisas.
– Te apuesto un dólar a que no.
– Cincuenta centavos -contesté-. Ya te has ganado la mitad del sueldo.
– Supongo que sí -dijo-. Supongo que sí.
Louis y Ángel se marcharon temprano a la mañana siguiente, Louis camino del aeropuerto y Ángel a echar un vistazo a la caravana de Billy Purdue por si encontraba algo que la policía hubiese pasado por alto. Me disponía a cerrar con llave la puerta de la casa cuando el coche de Ellis Howard entró en el camino de acceso y Ellis en persona se bajó con dificultad del coche. Le echó un vistazo a la bolsa que llevaba yo y la señaló con el pulgar.
– ¿Vas a alguna parte?
– Sí.
– ¿Te importa decirme adónde?
– Sí.
Dio una suave palmada en el capó del Mustang, como para trasladar su frustración al metal del coche.
– ¿Dónde estuviste anoche?
– En la carretera, volviendo de Greenville.
– ¿A qué hora llegaste?
– A eso de las seis. ¿Tengo que llamar a un abogado?
– ¿Viniste directamente a casa?
– No, me reuní con una persona en el Java Joe's. Repito: ¿tengo que llamar a un abogado?
– No, a no ser que quieras confesar algo. Iba a contarte lo que pasó anoche en el complejo de Portland Company, pero quizá ya te hayas enterado, teniendo en cuenta que tu Mustang estaba en la zona del puerto a esas horas.
Era eso, pues. Ellis había venido a tantear el terreno. No sabía nada, y yo no estaba dispuesto a perder el control y suplicar misericordia.
– Ya te lo he dicho. Había quedado con una persona.
– ¿Sigue en la ciudad esa persona?
– No.
– ¿Y no sabes nada de lo que ocurrió anoche en el complejo?
– Procuro eludir los noticiarios. Afectan a mi karma.
– Si creyese que fuera a servir de algo, tu karma se pasaría un rato en una celda. Encontramos cuatro cadáveres en el complejo, todos ellos colaboradores de Tony Celli, más dos federales muertos y un visitante misterioso.
– ¿Un visitante misterioso? -pregunté, pero estaba pensando en otra cosa. Tendrían que haber sido cinco los cadáveres en el complejo: uno de los hombres de Tony había sobrevivido y escapado, y de ahí se desprendía que era muy probable que Tony Celli tuviese noticias de que Louis y yo habíamos estado en el edificio.
Ellis me observaba intentando adivinar qué sabía. Mientras hablaba, esperaba a que yo reaccionase. Se vio defraudado.
– Encontramos al policía de Toronto, Eldritch, muerto. Tres balas, dos armas distintas. El disparo en la cabeza fue una ejecución.
– Estoy esperando el «pero».
– El «pero» es que ese tipo no era Eldritch. Su documento de identidad afirma que lo era; pero sus huellas y su cara dicen que no. Ahora tengo encima al Departamento de Policía de Toronto para que encuentre a su hombre desaparecido; tengo a unos cuantos federales muy interesados en ese ciudadano anónimo que mató a dos de sus agentes, y tengo a cuatro miembros de la flor y nata de la mafia de Boston ocupando un espacio en el depósito de cadáveres que no puedo permitirme. El forense contempla la posibilidad de establecerse aquí de manera permanente, dado lo buenos clientes que somos. Además, no se ha vuelto a ver a Tony Celli desde la noche que se alojó en el Regency.
– ¿Se largó sin pagar la cuenta?
– Bird, no estoy de humor. No olvides que Willeford sigue desaparecido y que hasta que tú interviniste sabía tanto acerca de Billy Purdue como cualquiera.
Me abstuve de hacer comentarios. Prefería no pensar en lo que podía haberle ocurrido a Willeford por mi culpa. En lugar de eso, pregunté:
– ¿Han averiguado algo en Bangor sobre Cheryl Lansing?
– No, y nosotros tampoco hemos avanzado en el asesinato de Rita Ferris y su hijo. Esto me lleva a la segunda razón de mi visita. ¿Quieres explicarme otra vez qué hacías en Bangor y luego en Greenville?
– Como ya declaré en Bangor, Billy Purdue contrató a alguien para localizar a sus padres. Pensé que quizás intentaría seguir esa pista ahora que se encuentra en apuros.
– ¿Y está siguiendo la pista?
– Él u otra persona.
Ellis se acercó a mí, ya sólo la mole de su cuerpo resultaba amenazadora, y su mirada más aún.
– Dime adónde ibas, Bird, o te juro por Dios que te detengo ahora mismo y examino detenidamente la pistola que llevas.
Comprendí que Ellis no bromeaba. Aunque las armas silenciadas se hallaban en el fondo de Casco Bay junto a Mifflin, no podía retrasar la búsqueda de Ellen Cole.
– Me dirijo al norte, a un pueblo llamado Dark Hollow. Ha desaparecido la hija de un amigo mío. Voy a intentar encontrarla. Su madre era la persona con quien me reuní anoche en el Java Joe's.
Su expresión de ira se suavizó un poco.
– ¿Es una coincidencia que Dark Hollow sea el pueblo de Billy Purdue?
– No creo en las coincidencias.
Dio otra palmada en el capó y pareció tomar una decisión.
– Yo tampoco. Mantente en contacto, Bird, ¿queda claro?
Se dio media vuelta y regresó al coche.
– ¿Eso es todo? -pregunté, sorprendido al ver que dejaba el asunto tan fácilmente.
– No, supongo que no, pero no se me ocurre qué más puedo hacer. -Se detuvo junto a la puerta abierta del coche y me observó-. Para serte sincero, Bird, por un lado sopeso las ventajas de llevarte a jefatura e interrogarte, en el supuesto de que confesaras algo, y por otro lado las ventajas de tenerte vagando por ahí y removiendo debajo de las piedras. De momento la balanza se decanta en favor de la segunda opción, pero por muy poco. Recuérdalo.
Esperé un instante.
– ¿Significa eso que has decidido no reclutarme, Ellis?
No contestó. Movió la cabeza en un gesto de negación, se metió en el coche y se alejó, y yo me quedé allí pensando en Tony Celli, en Stritch y en un viejo que bebía cerveza en un bar del puerto y esperaba a que el nuevo mundo lo dejara para siempre en la cuneta.
Le había contado a Ellis parte de la verdad, pero no toda. Iba a Dark Hollow, estaría allí al anochecer, pero antes Louis y yo visitaríamos Boston. Existía una remota posibilidad de que Tony Celli hubiese secuestrado a Ellen Cole, quizá con la esperanza de utilizarla como elemento de presión si yo encontraba a Billy Purdue antes que él. Aunque no fuera así, había asuntos que aclarar antes de enfrentarnos otra vez con Tony Celli. Tony era un mañoso. Convenía que todo el mundo supiese qué postura adoptar con respecto al futuro de Tony.
Antes de salir para reunirme con Louis en el aeropuerto, paré en el guardamuebles Kraft. Allí, en tres unidades contiguas, estaban las pertenencias que conservaba de mi abuelo: unos muebles, una pequeña estantería con libros, varias piezas de vajilla de plata y una pantalla de chimenea metálica, y una serie de cajas llenas de documentos y de expedientes viejos. Tardé quince minutos en localizar lo que buscaba y llevármelo al coche: una carpeta marrón de fuelle cerrada con una cinta roja. En la etiqueta del índice, escrito en la afiligranada caligrafía de mi abuelo, aparecían las palabras: «Caleb Kyle».
Al Z operaba desde un despacho situado sobre una tienda de cómics en Newbury Street. Se trataba de una ubicación poco común, pero a él le gustaba estar en una zona donde los turistas curioseaban en tiendas de ropa cursi, tomaban tés exóticos o visitaban galerías de arte. Era un lugar concurrido, había demasiada gente alrededor para que a alguien se le ocurriese causar problemas y podía pedir que le trajesen cafés aromatizados o velas perfumadas cuando le venía en gana.
Louis y yo tomábamos helado de chocolate y bebíamos café en la terraza de la heladería Ben & Jerry's, frente al edificio de piedra rojiza donde se hallaba el despacho de Al Z. Éramos los únicos sentados fuera, básicamente porque hacía tanto frío que mi helado ni siquiera había empezado a derretirse.
– ¿Crees que nos habrá visto? -pregunté cuando mis dedos renunciaron a sostener la cuchara sin que me temblaran.
Louis dio un sorbo de café con actitud pensativa.
– ¿Un hombre negro alto y apuesto y su chico blanco sentados en la terraza de una heladería en pleno invierno? A estas alturas alguien tiene que haberse fijado en que estamos aquí, eso desde luego.
– No sé si acaba de gustarme que me llamen «chico» -reflexioné.
– Ponte en la cola, blanquito. Nosotros los negros te llevamos trescientos años de ventaja en cuanto a esa queja en particular.
Encima de la tienda de cómics, una sombra se movió tras una ventana.
– Vamos -dijo Louis-. Si no fuera por el frío, los negros ya serían los dueños del mundo.
En lo alto de la escalera de entrada, junto al escaparate de la tienda, había un interfono al lado de una puerta de madera sin ventana. Pulsé el timbre y una voz contestó:
– ¿Sí?
– Busco a Al Z -dije.
– Aquí no hay ningún Al Z -respondió la voz con marcado acento inglés y juntando las palabras. A continuación se oyó un chasquido y el interfono quedó en silencio.
Louis volvió a llamar.
– ¿Sí? -dijo la misma voz.
– Tío, abre de una puta vez.
Se oyó el zumbido del interfono y entramos. La puerta blindada, provista de muelle, se cerró de golpe. Subimos los cuatro tramos de escalera hasta una sencilla puerta sin barnizar que estaba abierta. Al otro lado había una silueta baja y robusta, apoyada contra la ventana que había más allá y con la mano a medio camino entre el cuello y el cinturón en actitud de empuñar la pistola si era necesario. El único adorno en la pared del rellano era un reloj blanco y negro de aspecto barato, que marcaba los segundos con un débil tictac. Deduje que detrás se escondía la cámara de vigilancia. Cuando entré en el despacho y vi que el monitor de televisión en el escritorio de Al Z mostraba sólo el hueco de escalera vacío, comprendí que había acertado.
En el despacho había cuatro hombres. Uno era el tipo bajo y robusto, de piel tan amarilla como una vela de cera. En un gastado sofá de piel había un hombre de mayor edad, con la papada de un basset, las piernas cruzadas, camisa blanca y corbata roja de seda bajo un traje negro. Unas pequeñas gafas de sol de montura redonda ocultaban sus ojos. Apoyado contra la pared, un joven matón con los pulgares enganchados en las presillas vacías de la cintura mantenía abierta una chaqueta gris plata para revelar la culata de una semiautomática H & K. Los pantalones grises de vestir le hacían bolsas en las rodillas y las perneras se estrechaban hasta reducirse a poco más que limpiadores de pipa allí donde desaparecían dentro de unas camperas con adornos de plata. En el lugar de donde venía, sin duda la vuelta a la moda de los años ochenta seguía en pleno apogeo.
Louis miraba al frente, como si en el despacho no hubiera nadie excepto el cuarto hombre, sentado tras un escritorio de teca con taracea de piel verde sobre el que había sólo un teléfono negro, un bolígrafo, un cuaderno y el monitor de televisión, que mantenía la escalera bajo incesante vigilancia.
Al Z parecía el acicalado director de una funeraria en vacaciones. Tenía el cabello ralo y gris, de aspecto untuoso, peinado hacia atrás para despejar la ancha frente, y pegado al cráneo. Tenía la cara angulosa, curtida y arrugada, los ojos oscuros como ópalos, los labios finos y secos, las ventanas de la alargada nariz anormalmente abiertas, como si perteneciese a una raza criada con el propósito específico de desarrollar la capacidad olfativa. Vestía un traje con chaleco de tonos otoñales, la tela era una mezcla de rojos, anaranjados y amarillos exquisitamente entretejidos. Llevaba el afilado cuello de la camisa blanca desabrochado, sin corbata. En la mano derecha sostenía un cigarrillo; la izquierda reposaba con la palma sobre el escritorio, las uñas cortas y limpias pero sin manicura. Al Z actuaba como intermediario entre las altas esferas de la organización y los niveles más bajos. Resolvía problemas cuando surgían. Tenía un don para resolver problemas, pero la manicura carecía de sentido cuando el trabajo de uno siempre implicaba ensuciarse las manos.
Frente al escritorio no había sillas, y el hombre del traje oscuro estaba repantigado en el sofá, así que nos quedamos de pie. Al Z saludó a Louis con la cabeza y luego se quedó mirándome como para evaluarme.
– Vaya, vaya, el famoso Charlie Parker -dijo por fin-. Si hubiese sabido que venía, me hubiera puesto corbata.
– Todo el mundo te conoce. Así que ¿cómo vas a ganarte la vida de detective privado? -masculló Louis-. Contratarte a ti para trabajos secretos es como contratar a Jay Leno.
Al Z esperó a que Louis terminase de hablar antes de concentrar su atención en él.
– Si hubiese sabido que traería compañía tan distinguida, señor Parker, habría obligado a todos los demás a ponerse también corbata.
– Cuánto tiempo sin verte -dijo Louis.
Al Z asintió.
– Tengo problemas pulmonares. -Movió suavemente el cigarrillo-. El aire de Nueva York no me sienta bien. Prefiero esta zona.
Pero había otras razones: la mafia ya no era lo que había sido en otro tiempo. El mundo de El Padrino era historia pasada antes de que la película llegara a las pantallas. Ya por entonces la imagen de los italianos había quedado empañada por su implicación en la epidemia de la heroína de los setenta, y empeoraría más aún a causa de individuos como John Gotti Junior. La ley RICO -la legislación contra la corrupción y el crimen organizado- había puesto fin a las estafas en el sector de la construcción, los monopolios en la recogida de basuras y el control por parte de la mafia del mercado del pescado de Fulton Street en Nueva York.
El tráfico de heroína que se realizaba desde pizzerías había desaparecido en 1987 por la acción del FBI. Los viejos capos habían muerto o estaban en la cárcel.
Entretanto, los asiáticos se habían expandido más allá de Chinatown cruzando la línea divisoria formada por Canal Street y penetrando en Little Italy, y los negros y los latinos controlaban ahora las actividades en Harlem. Al Z había olfateado la muerte en el aire y se había refugiado más aún en la clandestinidad hasta que por fin se trasladó al norte. Ahora ocupaba un desangelado despacho sobre una tienda de cómics de Boston y procuraba conservar cierto grado de estabilidad en lo poco que le quedaba. Por ese motivo, Tony el Limpio era un peligro: creía en los mitos y aún veía posibilidades de gloria personal en los maltrechos restos del antiguo orden. Sus actuaciones entrañaban graves riesgos para sus colaboradores en una época en que la organización se hallaba en una posición debilitada. Su propia existencia representaba una amenaza para la supervivencia de quienes tenía alrededor.
A nuestra izquierda, el joven pistolero se separó de la pared.
– Van cargados, Al -dijo-. ¿Quieres que los aligere?
Con el rabillo del ojo vi que Louis levantaba una ceja casi dos centímetros. Al Z advirtió el gesto y sonrió con semblante comprensivo.
– Te deseo suerte -dijo-. Dudo mucho que alguno de nuestros invitados sea la clase de persona que renuncia a sus juguetes así como así.
El aparente aplomo del joven pistolero se vino abajo por un momento, como si no supiese si estaban poniéndolo a prueba o no.
– A mí no me parecen tan duros -comentó.
– Fíjate mejor -contestó Al Z.
El pistolero se fijó, pero su capacidad de percepción dejaba mucho que desear. Miró de nuevo a Al Z y a continuación hizo ademán de acercarse a Louis.
– Yo que tú no lo haría -advirtió Louis sin levantar la voz.
– Tú no eres yo -replicó el joven, pero con un asomo de cautela en la voz.
– Eso es verdad -convino Louis-. Si yo fuera tú, no vestiría como un chulo de marca mayor.
Una intensa luz destelló en los ojos del joven.
– Como me hables así, puto neg…
La palabra se convirtió en una especie de grito ahogado cuando Louis se volvió, le agarró el cuello con la mano izquierda y lo empujó hacia atrás a la vez que sacaba la pistola del italiano de la funda y la tiraba al suelo. El joven balbuceó al chocar contra la pared y gotas de saliva salieron despedidas de sus labios junto con el aire expulsado de los pulmones. Luego, poco a poco, sus pies empezaron a separarse del suelo, primero los talones, luego las puntas, y al final sólo lo sostenía erguido la inflexible mano izquierda de Louis. Su rostro adquirió un color rosado, luego rojo intenso. Y Louis no lo soltó hasta que sus labios y orejas empezaron a teñirse de un tono azul; en ese punto abrió de repente los dedos y el pistolero se desplomó, e inmediatamente se llevó las manos al cuello de la camisa buscándose a tientas el botón en un doloroso y anhelante esfuerzo por llenarse los resecos pulmones.
Durante el incidente nadie se movió, porque Al Z no había dado indicación alguna en ese sentido. Contempló el forcejeo de su hombre tal como contemplaría en la playa a un agonizante cangrejo con una sola pinza y luego centró de nuevo la atención en Louis.
– Tendrá que disculparme -dijo-. Algunos de estos chicos aprenden sus modales y su vocabulario en los bajos fondos. -Volviéndose hacia el hombre robusto apoyado en la puerta, señaló con el cigarrillo al joven caído en el suelo, en ese momento recostado contra la pared, con los ojos vidriosos y la boca abierta-. Llévalo al baño y dale un vaso de agua. Después intenta explicarle en qué se ha equivocado.
El tipo robusto ayudó a levantarse al de menor edad y lo acompañó afuera. El hombre corpulento del sofá no se movió. Al Z se puso en pie y se acercó a la ventana, donde se quedó un momento mirando a la calle; luego se dio media vuelta y se reclinó contra el alféizar. Ahora los tres estábamos al mismo nivel, y advertí en ello un gesto de buena educación después de lo ocurrido.
– Y bien, caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes? -preguntó.
– Hace unos días vino a verme una chica -expliqué.
– Afortunado usted. La última vez que me visitó a mí una chica me costó quinientos dólares. -Rió su propio chiste.
– La chica es hija de un amigo mío, un ex policía. Al Z hizo un gesto de indiferencia.
– Perdone, pero no entiendo qué tiene eso que ver conmigo.
– Después de que se marchara tuve un encuentro con Tony el Limpio. Fue doloroso, pero dudo que a Tony le resultara mucho más agradable que a mí.
Al Z dio una larga calada y exhaló el humo por la nariz con un ruidoso suspiro.
– Siga -dijo con hastío.
– Quiero saber si Tony ha secuestrado a la chica, quizá como rehén para presionar. Si la tiene, debe entregarla. No le conviene meterse en problemas con la policía, y menos con los que ya tiene.
Al Z se frotó las comisuras de los ojos y, sin hablar, movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Miró al gordo sentado en el sofá. Éste hizo un ademán casi imperceptible, era imposible verle los ojos tras las gafas.
– Veamos si lo he entendido bien -dijo por fin Al Z-. ¿Quiere que yo le pregunte a Tony el Limpio si ha secuestrado a la hija de un ex policía y, si es así, que le diga que la entregue?
– Si no lo hace -añadió Louis con calma-, tendremos que encargarnos personalmente.
– ¿Saben dónde está Tony? -preguntó Al Z.
Percibí una creciente tensión en el despacho.
– No -contesté-. Si lo supiéramos, quizá no estaríamos aquí. Hemos pensado que tal vez usted lo sepa.
Algo en la manera en que Al Z había planteado las últimas preguntas me indujo a pensar que en realidad no lo sabía, que Tony el Limpio había escapado al control de Al Z, y sospeché que éste calibraba ya su propia postura en aquel asunto aun antes de nuestra llegada. Ésa era la misión del gordo del sofá. Por eso no le había pedido que se marchara, porque no era la clase de hombre a quien se le pide que se largue de una habitación. Era la clase de hombre que hacía las preguntas. A Tony el Limpio se le hundía el mundo, hecho que Al Z pareció corroborar con sus siguientes palabras.
– Dadas las circunstancias, sería poco prudente que ustedes se involucraran en el asunto -dijo en voz baja.
– ¿Qué circunstancias? -repuse.
Expulsó una bocanada de humo.
– Asuntos profesionales privados, la clase de asuntos que deben seguir siendo privados. Si ustedes no se retiran, quizá tengamos que apartarlos nosotros.
– Puede que no nos dejemos apartar.
– Eso será difícil si están muertos.
Me encogí de hombros.
– Llegar a ese punto será la parte complicada.
Pese a tratarse de un tira y afloja, la amenaza subyacente en la voz de Al Z llegaba alta y clara. Lo observé mientras apagaba, con más fuerza de la estrictamente necesaria, la colilla en un cenicero de cristal tallado.
– Así pues, ¿no va a quedarse al margen de nuestros asuntos? -preguntó.
– Sus asuntos me traen sin cuidado. Mis intereses son otros.
– ¿La chica? ¿O Billy Purdue?
Me sorprendió pero sólo por un momento. Si Al Z detectaba el pulso de algo, ponía allí el dedo y no lo retiraba hasta que cesaba.
– Porque si se trata de Billy Purdue -prosiguió-, es posible que nos encontremos ante una dificultad en ciernes.
– La chica desaparecida es una amiga, pero Rita Ferris, la ex mujer de Billy, era mi clienta.
– Su clienta está muerta.
– Mis obligaciones van más allá.
Al Z se pellizcó el labio. A su derecha, el gordo del sofá permaneció tan impasible como un buda.
– Así que es usted un hombre de principios -dijo Al Z. Pronunció la palabra «principios» como si fuera la cáscara de un cacahuete que estuviera aplastando con el tacón-. Bueno, también yo soy un hombre de principios.
Lo dudaba mucho. Los principios son caros de mantener, y Al Z no parecía poseer recursos morales suficientes para ello. De hecho, Al Z no parecía capaz de reunir siquiera los recursos morales necesarios para mear en un orfanato en llamas.
– No creo que sus principios y los míos encajen dentro de la misma definición -contesté por fin.
Sonrió.
– Puede que no. -Se volvió hacia Louis-. ¿Y cuál es su posición en todo esto?
– Al lado de él -respondió Louis, e inclinó ligeramente la cabeza en dirección a mí.
– Entonces tendremos que llegar a un acuerdo -concluyó Al Z-. Soy pragmático. Si actúa con discreción en este asunto, no lo mataré a menos que me vea obligado.
– Lo mismo digo -contesté-. Considerando la hospitalidad que nos ha demostrado y demás.
Dicho esto nos fuimos.
Fuera hacía frío y el cielo estaba encapotado.
– ¿Tú qué opinas? -preguntó Louis.
– Opino que Tony actúa por iniciativa propia y que quizá tiene la esperanza de salir de este lío antes de que Al Z pierda la paciencia. ¿Crees que han secuestrado a Ellen?
Louis no respondió de inmediato. Cuando habló, advertí una expresión severa en su mirada.
– La hayan secuestrado o no, todo está relacionado con Billy Purdue de una manera u otra. Eso significa que alguien va a acabar mal.
Caminamos hasta Boylston y paramos un taxi. Cuando se detuvo, Louis entró y dijo:
– Logan.
Pero yo levanté una mano y pregunté:
– ¿Podemos dar un rodeo?
Louis hizo un gesto de indiferencia. El taxista también. Parecía una mala pantomima.
– Harvard -dije. Miré a Louis-. No es necesario que vengas. Podemos reunirnos en el aeropuerto.
Louis enarcó visiblemente una ceja.
– No, te acompaño, a menos que consideres que voy a limitar tu libertad de movimientos.
El taxi nos llevó hasta el monolítico William James Hall, cerca de Quincy y Kirkland. Dejé a Louis en el vestíbulo y subí en ascensor a la sección 232, donde estaban las oficinas del Departamento de Psicología. Tenía un nudo en el estómago y las palmas de las manos empapadas de sudor. En las oficinas, una amable secretaria me dijo dónde estaba el despacho de Rachel Wolfe, pero añadió que aquel día no la encontraría allí. Asistía a un seminario fuera de la ciudad y no regresaría hasta la mañana siguiente.
– ¿Quiere dejarle algún mensaje? -preguntó.
Consideré la posibilidad de darme media vuelta y marcharme, pero no lo hice. Saqué una tarjeta de mi cartera, anoté al dorso mi nuevo número de teléfono de Scarborough y se la entregué a la secretaria.
– Sólo hágale llegar esto, por favor.
Sonrió. Le di las gracias y me fui.
Louis y yo volvimos a Harvard Square para tomar un taxi. No habló hasta que íbamos de camino a Logan.
– ¿Habías hecho esto antes? -preguntó con un levísimo asomo de sonrisa.
– Una vez. Pero no llegué tan lejos.
– Así que tú, digamos, la estás acechando, ¿no?
– No es acechar cuando conoces bien a la persona.
– Ah. -Movió la cabeza en un exagerado gesto de asentimiento-. Gracias por aclarármelo. Nunca había entendido bien la diferencia. -Tras un silencio, preguntó-: ¿Y qué te propones?
– Me propongo disculparme.
– ¿Quieres volver con ella?
Tamborileé con los dedos en la ventanilla.
– No quiero que las cosas queden entre nosotros como están ahora, sólo eso. Para serte sincero, no sé lo que estoy haciendo y, como ya le dije a tu amiguito, ni siquiera tengo la certeza de estar preparado todavía.
– Pero ¿la quieres?
– Sí.
– En ese caso la vida decidirá cuándo estás preparado.
No volvió a hablar.
Ángel nos recogió en el aeropuerto y fuimos a comer a uno de los restaurantes de Maine Mall antes de dirigirnos al norte.
– Joder -dijo Ángel mientras recorríamos en coche Maine Mall Road-. Fijaos en esto. Tienes Burger King, International House of Pancakes, Dunkin' Donuts, pizzerías. Están los cuatro principales grupos de comida a un paso. Si vives aquí demasiado tiempo, acabarás saltando de un sitio al otro.
Comimos en un restaurante chino de las galerías y le contamos a Ángel nuestro encuentro con Al Z. A cambio, él sacó una carta arrugada que había llegado a casa de Ronald Straydeer dirigida a Billy Purdue.
– La policía y los federales hicieron un buen trabajo, pero no se ocuparon de tu amigo Ronald debidamente -comentó.
– ¿Hablaste con él de su perro? -pregunté.
– Hablamos de su perro y luego comimos estofado.
Dio la impresión de que se le revolvía el estómago.
– ¿Con carne de algún animal atropellado?
Me constaba que Ronald no le hacía ascos a la carroña pese a las leyes del estado contra el consumo de animales muertos en las carreteras. Yo, personalmente, no veía mal alguno en utilizar la carne de un ciervo o de una ardilla como alimento en lugar de dejar que se pudriese en un arcén. Ronald preparaba un magnífico filete de venado, acompañado de remolacha y zanahorias que conservaba enterradas en arena.
– Me dijo que era ardilla -continuó Ángel-, pero olía a mofeta. Me pareció de mala educación preguntar. Por lo visto, la carta para Billy llegó hace una semana, pero como no se ha dejado ver por allí, Ronald no se la había dado.
La carta llevaba matasellos de Greenville. Era breve, poco más que un saludo, con ciertos detalles sobre unas reformas en la casa y algún comentario sobre un viejo perro que el autor de la carta aún tenía y que, al parecer, Billy Purdue conocía desde que era cachorro. Estaba firmada, con vacilante letra de anciano: «Meade Payne».
– Así que se han mantenido en contacto todos estos años -comenté. Parecía confirmar lo que yo había pensado: si Billy Purdue buscaba la ayuda de alguien, ése sería Meade Payne.
Viajamos de un tirón hasta Dark Hollow, Ángel y Louis se adelantaron en el Mercury. La niebla era cada vez más espesa a medida que avanzábamos hacia el norte, y al recorrer el camino de Portland a Dark Hollow parecía que nos adentrábamos en un mundo extraño y espectral, donde las luces de las casas resplandecían tenuemente y los haces de los faros adquirían la solidez de lanzas, donde los carteles de la carretera anunciaban la presencia de pueblos que se reducían a grupos de viviendas dispersas sin un núcleo o centro. Habían pronosticado más nevadas y pronto las motos de nieve llegarían masivamente para deslizarse a toda velocidad por la red de pistas interestatales. Pero de momento Greenville seguía tranquila cuando la atravesé, con arena y nieve mezcladas junto a la carretera, y sólo me crucé con dos coches en la superficie desigual y salpicada de socavones de Lily Bay Road camino de Dark Hollow.
Cuando llegué al motel, Ángel y Louis ya estaban en la recepción. Tras el mostrador, la misma mujer con reflejos azules en el pelo que me había recibido unos días antes examinaba sus datos anotados en una única ficha. A su lado, un gato pardo dormía hecho un ovillo sobre el mostrador, con el hocico tocando casi el rabo. Ángel se encargó de hablar con ella mientras Louis echaba un vistazo a los manoseados folletos turísticos de un expositor. Me miró cuando entré, pero no me prestó más atención.
– ¿Comparten habitación los caballeros? -preguntó la mujer de los reflejos azules.
– Sí, señora -contestó Ángel con expresión de sensatez doméstica en el rostro-. Un dólar ahorrado es un dólar ganado.
La mujer lanzó una ojeada a Louis, rutilante con un traje gris, abrigo gris y camisa blanca.
– ¿Es predicador, su amigo? -preguntó la mujer.
– Algo así, señora -contestó Ángel-. Pero se dedica exclusivamente al Antiguo Testamento. Ojo por ojo y todo eso.
– ¡Qué bien! Por aquí no viene mucha gente religiosa.
Louis tenía la expresión de arraigado sufrimiento de un santo que acaba de enterarse de que el potro de tortura ha de tensarse un poco más.
– Si les interesa -prosiguió la mujer-, esta noche tenemos un oficio baptista. Serán bienvenidos si asisten.
– Gracias, señora -dijo Ángel-. Pero preferimos practicar nuestros propios ritos de veneración.
Ella sonrió con semblante comprensivo.
– Mientras sea algo silencioso y no moleste a los otros huéspedes…
– Haremos lo posible -intervino Louis, y recogió la llave.
Cuando me acerqué al mostrador, la mujer me reconoció.
– ¿Otra vez aquí? Debe de haberle gustado Dark Hollow.
– Espero llegar a conocer mejor el pueblo -respondí-. Quizás usted pueda ayudarme con cierto asunto.
La mujer sonrió.
– Por supuesto, si está en mis manos.
Le entregué una foto de Ellen Cole, de esas que se toman en un fotomatón. Había hecho una fotocopia ampliada en color, de modo que ahora era un retrato de veinte por veinticinco.
– ¿Reconoce a esta chica?
La mujer observó la fotografía entornando los ojos tras las gruesas lentes de las gafas.
– Sí. ¿Está metida en algún lío?
– Espero que no, pero ha desaparecido y sus padres me han pedido que los ayude a encontrarla.
La mujer volvió a concentrarse en la imagen a la vez que asentía con la cabeza.
– Sí, la recuerdo. El jefe Jennings preguntó por ella. Se alojó una noche aquí con un joven. Puedo darle la fecha si quiere.
– ¿Sería tan amable?
Sacó una ficha de un archivador verde y examinó los datos.
– El cinco de diciembre -dijo-. Pagaron con tarjeta de crédito a nombre de Ellen C. Cole.
– ¿Recuerda si pasó algo, algo fuera de lo común?
– No, nada importante. Alguien les había sugerido que visitaran la zona, un autoestopista que recogieron en Portland. Eso es todo. Ella era encantadora, lo recuerdo. Él era un tanto arisco, pero a esa edad a veces son así. Yo lo sé bien: he criado a cuatro y eran peores que ratas de muelle hasta que cumplieron los veinticinco.
– ¿Algún indicio de hacia dónde se dirigían al marcharse de aquí?
– Al norte, supongo, quizás a Katahdin. No lo sé con seguridad, pero les dije que, si tenían tiempo, fuesen a ver la puesta de sol en el lago. Pareció gustarles la idea. Es un espectáculo. Y muy romántico para una pareja joven como aquélla. Por la mañana les permití que dejaran más tarde la habitación para que no tuvieran que hacer las maletas con prisas.
– ¿Y no dijeron quién les había recomendado visitar Dark Hollow? -pregunté. Me parecía una sugerencia extraña. Dark Hollow no tenía demasiados encantos.
– Claro que sí. Fue un viejo que se encontraron en el camino. Lo trajeron hasta aquí en coche y creo que quizá se vieron con él antes de marcharse.
Sentí que se me revolvía un poco el estómago.
– ¿Mencionaron su nombre?
– No. Pero no parecía de por aquí -respondió ella. Arrugó la frente-. No me dio la impresión de que estuvieran preocupados, ni por el hombre, ni por nada. ¿Qué daño podía hacerles un viejo?
Creo que inicialmente planteó la pregunta de manera retórica, pero cuando acabó de hablar, los dos albergábamos ya ciertas dudas al respecto.
Se disculpó, me dijo que no sabía nada más y luego me indicó cómo llegar al lago, a unos tres o cuatro kilómetros del pueblo, señalándomelo en un plano turístico. Tras darle las gracias, fui a dejar la bolsa de viaje en mi habitación y llamé a la puerta de la habitación contigua, ocupada por Ángel y Louis. Abrió Ángel y entré. Louis estaba colgando sus trajes en el destartalado armario marrón. Aparté al viejo de mi mente. No quería sacar conclusiones precipitadas, todavía no.
– ¿Qué hace la gente en este pueblo para divertirse? -preguntó Ángel y se dejó caer en una de las dos camas de matrimonio-. Aquí hay menos marcha que en el Vaticano.
– Abrigarse en invierno -dije- y esperar al verano.
– ¿Y qué pasa cuando llega el verano?
– A veces no llega.
– ¿Entonces cómo notan la diferencia?
– En invierno la lluvia se convierte en nieve.
– Una existencia muy aleccionadora si uno es un árbol.
Louis acabó de ordenar su ropa y se volvió hacia nosotros.
– ¿Has averiguado algo?
– La mujer de recepción recuerda a Ellen y a su novio. Les recomendó que fuesen a ver la puesta de sol en las afueras del pueblo, y supone que después siguieron hacia el norte.
– Quizá sí que fueron al norte -dijo Louis.
– Según Lee Cole, la guardia forestal del Parque Estatal de Baxter no tiene constancia de que hayan visitado la zona. Aparte de eso, las opciones hacia el norte son muy limitadas. Además, la mujer de recepción dice que trajeron a un viejo en el coche hasta aquí, y que fue ese viejo quien les sugirió que se alojasen en Dark Hollow.
– ¿Y qué hay de malo en ello?
– No lo sé. Depende de quién fuese. Podría no tener ninguna importancia.
Pero me acordé del viejo que había perseguido a Rita Ferris en el hotel, y del viejo que Billy Purdue decía haber visto poco antes de que alguien le arrebatase a su familia. Y me acordé también de algo que me había dicho Ronald Straydeer cuando nos hallábamos frente a la caravana de Billy Purdue hablando de un hombre al que quizás había visto o quizá no en su propiedad. «Te estás haciendo viejo», le había dicho yo, y él me entendió mal y contestó: «Sí, quizá fuese un viejo el que vino».
– ¿Y ahora qué?
Hice un gesto de desánimo.
– Voy a tener que hablar con Rand Jennings.
– ¿Quieres que te acompañemos?
– No, tengo otros planes para vosotros. Acercaos a la casa de Payne para ver qué pasa.
– ¿Para ver si Billy Purdue ha aparecido por allí, quieres decir? -preguntó Ángel.
– Eso, o lo que sea.
– ¿Y si ha aparecido?
– Iremos a buscarlo.
– ¿Y si no?
– Esperaremos hasta que me asegure de que Ellen Cole no anda metida en problemas por aquí. Después… -Me encogí de hombros.
– Esperamos un poco más -concluyó Ángel.
– Sí, supongo -respondí.
– Es bueno saberlo -dijo-. Así, al menos puedo planear qué ponerme.
La Comisaría de Policía de Dark Hollow estaba fuera del término municipal, a unos dos kilómetros al norte. Era un edificio de obra vista de una sola planta, con su propio generador en un habitáculo de hormigón en el lado este. Era bastante nuevo, pues hacía un par de años un incendio destruyó la fachada orientada a la calle de la estructura original.
Dentro la temperatura era agradable y estaba bien iluminado, y un sargento en mangas de camisa rellenaba impresos detrás de un escritorio de madera. En su reluciente placa se leía RESSLER, así que supuse que se trataba del mismo Ressler que había visto morir a Emily Watts. Me presenté y pregunté por el jefe.
– ¿Con qué motivo desea verle?
– Ellen Cole -contesté.
Con la frente un poco fruncida, descolgó el auricular y marcó una extensión.
– Jefe, hay aquí un hombre que quiere hablar con usted de Ellen Cole -dijo. Luego tapó el auricular y se volvió hacia mí-. ¿Cómo ha dicho que se llama?
Volví a darle mi nombre y lo repitió por el teléfono.
– Así es, jefe. Parker. Charlie Parker. -Escuchó por un momento y me miró de arriba abajo con atención-. Sí, más o menos coincide. Claro, claro. -Colgó y me examinó de nuevo en silencio.
– ¿Me recuerda, pues? -pregunté.
Ressler no contestó, pero me dio la impresión de que el sargento conocía bien a su jefe y había detectado algo en su voz que lo había puesto en guardia.
– Sígame -dijo a la vez que descorría el pasador de una cancela a un lado del escritorio y la mantenía abierta para dejarme pasar.
Aguardé mientras la cerraba y luego lo seguí entre un par de escritorios hasta un pequeño cubículo de cristal. Detrás de un escritorio metálico, sobre el que había bandejas con papeles y un ordenador, estaba Randall Jennings.
No había cambiado mucho. Desde luego, había echado canas y se le veía ligeramente más gordo. Tenía el rostro algo hinchado y una incipiente papada, pero continuaba siendo un hombre apuesto con ojos castaños de mirada penetrante y hombros anchos y fuertes. Debió de resentírsele el ego, pensé, cuando su mujer se enredó conmigo.
Esperó a que Ressler se marchase y cerrase la puerta del despacho antes de hablar. No me ofreció asiento ni pareció molestarle el hecho de que, de pie, lo mirase desde arriba.
– Pensaba que nunca más volvería a verte la cara -dijo por fin.
– Lo suponía por la manera en que te despediste. Me sorprende que no le hayas pedido al sargento que se quedase a vigilar la puerta.
No respondió. Se limitó a ordenar unos papeles sobre la mesa. No supe si, con ese gesto, pretendía distraerse o distraerme a mí.
– ¿Has venido por lo de Ellen Cole?
– Así es.
– No sabemos nada. Vino y se fue. -Alzó las manos en un ademán de impotencia.
– Pues su madre no piensa lo mismo.
– Me da igual lo que piense su madre. Estoy diciéndote lo que sé, lo mismo que le dije a su padre cuando se presentó aquí.
Sospeché que por poco no me había topado allí con Walter Cole, que quizás incluso habíamos estado en el pueblo al mismo tiempo. Sentí cierta lástima al pensar que se había visto obligado a viajar hasta allá solo, temiendo por la seguridad de su hija. Yo le habría ayudado si lo hubiese sabido.
– La familia presentó una denuncia de desaparición.
– Estoy enterado de eso. Un agente federal se me ha echado encima por un expediente del que no hay constancia en el CNIC. -Me miró con severidad-. Le dije que Dark Hollow está muy lejos de Nueva York. Aquí hacemos las cosas a nuestra manera.
No reaccioné a su andanada de territorialismo.
– ¿Vais a tomar alguna medida en relación con la denuncia? -insistí.
Jennings se puso en pie y apoyó los nudillos de sus enormes manos en el escritorio. Casi me había olvidado de su envergadura física. Llevaba una pistola enfundada al cinto, una Coonan 357 Magnum de St. Paul, Minnesota. Relucía y parecía nueva. Supuse que allí no tenía muchas ocasiones para usarla, a menos que se sentase en el porche de su casa y practicase el tiro al blanco con los conejos.
– ¿Es que no me he explicado bien? -dijo en voz baja pero con un asomo de ira contenida-. Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos. Hemos atendido la denuncia de desaparición. En nuestra opinión, la chica y su novio se han fugado juntos y, por el momento, no tenemos motivos para sospechar otra cosa.
– La mujer del motel dice que se dirigían al norte.
– Quizá sí.
– Al norte sólo quedan Baxter y Katahdin. Y allí no han estado.
– Entonces irían a otra parte.
– Es posible que los acompañase otra persona.
– Puede ser. Yo sólo sé que se marcharon del pueblo.
– Ahora entiendo por qué no llegaste a inspector.
Dio un respingo y enrojeció.
– Si me disculpas, tenemos unos cuantos delitos reales de los que ocuparnos.
– Claro. ¿Alguien ha estado robando árboles de Navidad o intentando tirarse a un alce, quizá?
Rodeó el escritorio y pasó junto a mí para abrir la puerta del despacho. Creo que en parte esperaba que retrocediese, pero no lo hice.
– Confío en que no hayas venido a buscar problemas -dijo. Eso podría haber sido una alusión a Ellen Cole, pero su mirada delató que se refería a otra persona.
– No necesito buscarme problemas -respondí-. Si me quedo quieto el tiempo necesario, los problemas vienen a mí.
– Será porque eres tonto -dijo manteniendo la puerta abierta-. No atiendes a las lecciones que te enseña la vida.
– Te sorprenderías de lo mucho que he aprendido.
Me dispuse a salir del despacho, pero de pronto extendió la mano izquierda para cortarme el paso.
– Recuerda una cosa, Parker: éste es mi pueblo, y tú eres un invitado. No abuses del privilegio.
– Entonces, ¿aquí no se aplica eso de «lo mío tuyo es»?
– No -contestó-. No se aplica.
Abandoné el edificio y me encaminé hacia el coche con los dedos ateridos de frío a causa del cortante viento que bramaba entre los árboles. Había oscurecido. Cuando llegué al Mustang, entró en el aparcamiento un viejo Datsun Sunny verde, paró y salió de él Lorna Jennings. Llevaba una cazadora negra de piel con un amplio pañuelo al cuello y unos vaqueros con las perneras remetidas en las mismas botas que calzaba la vez anterior. No me vio hasta que se dirigió hacia la entrada principal. Cuando advirtió mi presencia, se detuvo un momento y lanzó una mirada nerviosa a la puerta que quedaba bajo la luz antes de acercarse a mí.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó.
– He venido a hablar con tu marido. No se ha mostrado muy servicial.
Enarcó una ceja.
– ¿Y te sorprende?
– No, la verdad es que no, pero no he venido por asuntos propios. Un chico y una chica han desaparecido y creo que quizás alguien aquí sepa qué ha sido de ellos. Me quedaré en el pueblo hasta que averigüe de quién se trata.
– ¿Quiénes son?
– La hija de un amigo y su novio. Se llama Ellen Cole. ¿La ha mencionado Rand alguna vez?
Lorna asintió.
– Dijo que había hecho lo que había podido. En su opinión, es muy posible que se hayan escapado de casa.
– Amor entre jóvenes -comenté-. Es algo hermoso.
Lorna tragó saliva y se pasó la mano por el cabello.
– Te odia, Bird, por lo que hiciste, por lo que hicimos.
– Ha pasado mucho tiempo.
– Para él no -dijo ella-. Ni para mí.
Me arrepentí de haber hablado del amor entre jóvenes. No me gustó la expresión de su mirada. Me puso nervioso. Pero yo mismo me sorprendí cuando, a continuación, pregunté:
– ¿Por qué sigues con él, Lorna?
– Porque es mi marido. Porque no tengo a donde ir.
– Eso no es verdad, Lorna. Siempre hay un sitio adonde ir.
– ¿He de tomármelo como una invitación?
– No, es una simple observación. Cuídate.
Hice ademán de marcharme, pero ella me detuvo apoyando la mano en mi brazo.
– No, Bird, cuídate tú -dijo-. Como te he dicho, Rand no te ha perdonado ni te perdonará.
– ¿Te ha perdonado a ti? -pregunté.
Al hablar, su rostro adoptó una peculiar expresión, una expresión que me recordó aquella primera tarde que pasamos juntos y el calor de su piel contra la mía.
– Yo no quería su perdón -contestó. Esbozó una triste sonrisa y se fue.
Después de eso me dediqué durante una hora a recorrer las tiendas de Dark Hollow enseñando la fotografía de Ellen Cole a todo aquel que se tomase la molestia de mirarla. La recordaban en el restaurante y en el supermercado, pero nadie la había visto marcharse con Ricky y nadie pudo confirmar si los acompañaba un hombre, ni especular sobre quién podía ser esa otra persona. Las luces de las tiendas proyectaban un resplandor amarillento sobre la nieve y, mientras iba de un lado a otro arrebujado en mi abrigo, hacía cada vez más frío.
Cuando agoté todas las posibles vías de investigación, al menos de momento, regresé a mi habitación, me duché y me puse unos vaqueros, una camisa y un suéter antes de enfundarme el abrigo y prepararme para reunirme con Ángel y Louis e ir a cenar. Ángel, ya delante de la habitación, bebía café y exhalaba bocanadas blancas como un motor de vapor en mal estado.
– Oye, aquí fuera hace más calor que dentro de la habitación -comentó-. Las baldosas del baño están tan frías que he perdido una capa de piel de los pies.
– Eres muy delicado. Debe de ser cosa de gays.
– Sí, y toco el violín y escribo grandes obras literarias en el váter. No sé si sabes que esa clase de estereotipos es lo que ha impedido a los gays…
– ¿Impedido qué? ¿Qué no has hecho que deseases hacer de verdad con toda tu alma?
– ¿Volver a Nueva York?
– ¿Y ser gay te lo impide?
– No, supongo que no. Eres tú quien me lo impide.
– ¿Lo ves? El hecho de ser gay no tiene nada que ver con eso. Aunque fueras heterosexual, no te quedaría más remedio que seguir aquí.
Ángel lanzó un resoplido de pesar y dio patadas al suelo al tiempo que se pasaba el café de una mano a otra, metiéndose la mano libre bajo la axila opuesta cada vez.
– Para ya -dije-. Al final conseguirás que llueva. ¿Algún indicio de actividad en casa de Meade Payne?
Ángel entró en un estado de relativa inmovilidad.
– No pudimos ver nada a no ser que llamásemos y pidiésemos galletas y un vaso de leche. Estuvimos mirando cómo cenaban el tipo joven y Payne, pero en apariencia estaban solos. Y tú, ¿has tenido suerte con Jennings?
– No.
– ¿Te sorprende?
– Sí y no. No tiene ninguna razón para ayudarme, pero aquí no se trata de mí. Se trata de Ellen y de su novio, y sin embargo he adivinado en su mirada que, si pudiera, no dudaría en utilizarlos para atacarme. No lo entiendo. Ha sufrido. Me consta que así es. Su mujer se lió con otro a sus espaldas, con un hombre diez años menor que él, pero sigue con ella y su relación es un desastre. Tampoco es que Rand fuera viejo, ni cruel, ni impotente. Tenía lo que había que tener; o quizá lo que había que tener desde su punto de vista. Yo le quité algo y no va a perdonármelo. Pero ¿cómo es posible que no le preocupen Ellen Cole, Ricky o sus familias? Por mucho que me odie a mí, ellos deberían importarle. -Descargué una patada inútilmente contra el suelo-. Disculpa, Ángel. Estaba pensando en voz alta.
Ángel echó el resto del café a un montículo de nieve helada y compacta. Oí el suave chisporroteo que produjo al caer mientras el café corrompía la blancura de los cristales de nieve uno por uno.
– El sufrimiento no lo justifica todo, Bird -dijo Ángel en voz baja-. Así que ha sufrido, ya ves tú. Que se ponga a la cola con el resto de la gente, los simples mortales. Sufrir no es justificación, y tú lo sabes. La cuestión es comprender que los demás también sufren, y algunos sufren más de lo que uno llegará a sufrir nunca. Y si puedes hacer algo para remediarlo, lo haces, y lo haces sin gimotear y sin airear tu propia cruz para que todos la vean. Lo haces porque es lo correcto.
»Por lo que dices, ese Rand Jennings no tiene un gramo de compasión en el cuerpo. Le basta con compadecerse a sí mismo, y no comprende más sufrimiento que el suyo propio. Y si no, fíjate en su matrimonio. Esa situación es cosa de dos, Bird; al margen de lo que tú sintieras por ella antes, ella se ha quedado con él hasta el día de hoy, y si tú no hubieses aparecido como caído del cielo, las cosas habrían seguido exactamente igual para ellos. Él sería infeliz, ella sería infeliz, y los dos serían infelices juntos, y por lo visto han puesto sus propios límites a lo que puede y no puede ocurrir para cambiar esa situación.
»Pero él es un egoísta, Bird. Sólo piensa en su propio dolor, su propia pena, y la culpa a ella de eso, y a ti también, y por extensión al mundo entero. Le traen sin cuidado Ellen Cole, Walter y Lee. No hace más que reconcomerse y maldecir por la pésima mano de cartas que cree que le ha repartido la vida, y esa mano no va a cambiar nunca.
Lo miré, miré su perfil sin afeitar, los bucles de pelo oscuro que asomaban por debajo de la gorra de lana oscura, la taza de café vacía olvidada en la mano. Era un cúmulo de contradicciones. Me resultó chocante recibir lecciones sobre la vida de un ladrón semirretirado de un metro sesenta y cinco y cuyo novio, hacía apenas veinticuatro horas, había ejecutado a un hombre contra una pared de ladrillo. En mi vida, reflexioné, estaban produciéndose giros extraños.
Ángel pareció adivinarme el pensamiento, porque se volvió hacia mí antes de seguir hablando.
– Tú y yo somos amigos desde hace mucho, quizás incluso sin ser conscientes de ello. Te conozco y durante un tiempo estuviste a punto de convertirte en un hombre como Jennings y un millón más igual que él, pero ahora tengo la certeza de que eso no va a pasar. No estoy muy seguro de cómo cambiaron las cosas y me parece que ni siquiera deseo saber la mayoría de las cosas que pasaron. Lo único que sé es que estás convirtiéndote en un hombre capaz de sentir compasión. Eso no es lo mismo que la lástima, que la culpabilidad, o que intentar saldar una deuda con la fortuna o con Dios. Es sentir el dolor ajeno como propio, y actuar para eliminar ese dolor. Y quizás, a veces, para eso se tienen que hacer cosas que están mal, pero en la vida el equilibrio no es fácil. Puedes ser un buen hombre y cometer faltas, porque así son las cosas. Quienes opinan lo contrario, en fin, no son más que oportunistas, porque se pasan tanto tiempo luchando con su conciencia que no hacen nada más y todo continúa igual, y los inocentes y los indefensos siguen saliendo malparados. Al final tú haces lo que puedes, quizá lo que debes hacer, para mejorar las cosas. En la próxima vida nadie va a poner tu alma en un platillo de la balanza y una pluma en el otro, Bird. Sospecho que en realidad hacen un estudio comparativo, o de lo contrario todos acabaríamos en el infierno.
Me sonrió. Fue una sonrisa fría y breve que indicaba que conocía el coste de regirse por esa filosofía. Lo sabía porque él mismo se regía por ella: a veces conmigo, a veces con Louis, pero siempre, siempre conforme a lo que consideraba correcto. No estaba muy seguro de que lo que decía pudiese aplicarse a mí. Yo me formaba juicios morales, pero no siempre me creía autorizado a ello y sabía que aún no había conseguido expiar la culpabilidad y la aflicción que sentía. Actuaba para aliviar mi propio dolor y, al hacerlo, a veces conseguía aliviar el dolor de los demás. Eso era lo más cercano a la compasión a lo que me consideraba capaz de llegar por el momento.
Desde el otro extremo del pueblo se fue aproximando el ruido de sirenas. En los edificios de la calle mayor se reflejaron los destellos rojos y azules de un coche patrulla cuando dobló la esquina a toda velocidad en dirección a nosotros. En el cruce torció bruscamente a la izquierda con un chirrido y se alejó. En el asiento delantero vi a Randall Jennings.
– Alguien debe de haber organizado un guateque -comentó Ángel.
Un segundo coche sin distintivos bajó por la calle mayor y, derrapando al girar, siguió al primer vehículo.
– Con bebidas gratis-añadí.
Agité las llaves que tenía en la mano y con un suave codazo aparté a Ángel del capó del Mustang, donde acababa de acomodarse.
– Voy a echar un vistazo. ¿Me acompañas?
– No. Estoy esperando a que el Narciso Negro acabe de ponerse guapo para nosotros. Nos quedaremos por aquí hasta que vuelvas, quemando algún que otro mueble para calentarnos.
Seguí las luces de los otros coches a medida que se iban reflejando en los árboles, cuyas ramas parecían manos extendidas sobre la carretera. Los alcancé tras recorrer un par de kilómetros, justo cuando se adentraban en el bosque por la carretera particular de una compañía maderera, donde habían retirado la barrera para permitir pasar a los coches. Junto a la barrera había un hombre con una gorra de lana y una parka. Tras él, un camino serpenteaba hasta una casa pequeña al borde de las tierras de la compañía. Supuse que era quien había avisado a la policía.
Me mantuve a poca distancia del segundo coche, observando sus luces de posición mientras viraba y descendía por la pista estrecha y llena de baches. Finalmente, el coche patrulla se detuvo junto a un camión Ford con una ligera derrapada; al lado había un hombre con barba y el vientre hinchado como el de una embarazada. Jennings salió del primer coche, y Ressler del segundo acompañado de otro agente. Las luces de sus linternas cobraron vida y los tres policías se dirigieron a la parte trasera del camión para mirar dentro. Saqué mi propia linterna del maletero y me encaminé hacia ellos. Cuando me acercaba, oí decir al hombre de la barba:
– No quería dejarlo allí. Va a nevar, y ya no lo habríamos encontrado hasta el deshielo.
Cuando me aproximé, los policías, incluido Rand Jennings, se volvieron hacia mí.
– ¿Qué carajo haces aquí? -preguntó éste.
– Recojo moras. ¿Qué tenéis ahí?
Enfoqué la caja del camión con el haz de la linterna, aunque lo que allí había no necesitaba más iluminación. Necesitaba oscuridad, tierra y que lo cubriese una lápida dos metros por encima.
Era un cadáver, tendido sobre una lona, con la boca abierta y llena de hojas. Tenía los ojos cerrados y la cabeza torcida en un ángulo anómalo. Yacía desmadejado entre las herramientas y los contenedores de plástico del camión, con el cabello tocando el armero vacío.
– ¿Quién es?
Por un momento, pensé que Jennnigs no iba a contestar. Finalmente suspiró y dijo:
– Parece Gary Chute. Era topógrafo de la compañía maderera. Este hombre, Daryl, lo ha encontrado mientras comprobaba unas trampas. También ha visto su furgoneta, a unos tres kilómetros del cadáver.
Dio la impresión de que Daryl iba a desmentir la parte de la declaración relativa a las trampas. Abrió la boca por un instante y volvió a cerrarla ante la mirada de Jennings. Daryl me pareció más bien corto de entendederas, pensé. Tenía la mirada mortecina y la frente estrecha, y la boca, aunque cerrada, permanecía en continuo movimiento, como si se mordisqueara el lado interno del labio inferior.
A su lado, Ressler examinaba la cartera del muerto.
– Es Chute, en efecto -anunció-. Pero no lleva dinero en la cartera. Las tarjetas de crédito siguen aquí. ¿Te lo has quedado tú, Daryl?
Daryl movió la cabeza de lado a lado en un gesto vehemente.
– No, yo no he tocado nada.
– ¿Seguro?
Daryl asintió.
– Seguro -contestó-. Estoy seguro.
Ressler pareció dudar de su palabra, pero no dijo nada más.
Me volví hacia Daryl.
– ¿Cómo lo ha encontrado?
– ¿Eh?
– Quiero decir en qué posición.
– Tendido al fondo de un barranco, casi enterrado por la nieve y las hojas -contestó Daryl-. Como si hubiera resbalado, se hubiera golpeado contra las piedras y los árboles al caer y se le hubiera quedado el cuello atrapado en una raíz. Debió de partírsele como una rama. -Una sonrisa nerviosa asomó a los labios de Daryl, parecía que dudase de haber dicho lo correcto.
La explicación no era muy verosímil, y menos teniendo en cuenta el dinero desaparecido de la cartera.
– Daryl, ¿dice que estaba cubierto de nieve y hojas?
– Sí -contestó Daryl de inmediato-. Y de ramas.
Moví la cabeza en un gesto de asentimiento y volví a iluminar el cadáver con la linterna. Algo me llamó la atención en las muñecas y mantuve el haz de luz enfocado en ese punto durante un momento antes de apagarla.
– Es una lástima que lo haya movido de donde estaba -comenté.
Incluso Jennings tuvo que darme la razón.
– Joder, Daryl, tendrías que haberlo dejado allí para que fuese a buscarlo la guardia forestal.
– No podía dejarlo allí -repuso Daryl-. No me parecía bien.
– Quizá Daryl esté en lo cierto. Si nieva, que nevará, podríamos haberlo perdido hasta la primavera -comentó Ressler-. Por lo visto ha encontrado el cuerpo en Island Pond, lo ha envuelto en la lona y lo ha arrastrado con el trineo más de quince kilómetros hasta su camión. Island Pond está bastante lejos de aquí y, según Daryl, ya hay nieve acumulada en la carretera mucho antes de llegar.
Miré a Daryl con respeto; pocos hombres habrían llevado a rastras el cadáver de un desconocido tantos kilómetros.
– Es imposible partir hacia allá de noche, aun en el supuesto de que pudiéramos encontrar el sitio -concluyó Jennings-. En todo caso, esto atañe a la guardia forestal, quizás al departamento del sheriff, pero no a nosotros. Nos encargaremos de que lo trasladen a Augusta por la mañana para que el forense le eche un vistazo.
Alcé la vista por encima de los árboles hacia el negro cielo nocturno. Se advertía una sensación de pesadez, como si algo estuviese a punto de descargar sobre nosotros. Ressler siguió mi mirada.
– Como he dicho, Daryl tiene razón. Va a nevar.
Jennings lanzó una mirada a Ressler para darle a entender que no quería oír más comentarios acerca del descubrimiento ante Daryl y, menos aún, ante mí. De pronto dio una palmada.
– Muy bien, vámonos.
Se inclinó hacia el interior de la caja del camión y, tras cubrir el cuerpo de Gary Chute con la lona, utilizó trozos de chatarra, un gato para cambiar ruedas y la culata de una escopeta para sujetarla. Con un dedo indicó al agente que se acercara.
– Stevie, sube a la caja y asegúrate de que la lona sigue en su sitio.
Stevie, que aparentaba unos once años, movió la cabeza en un gesto de disgusto, pero subió al camión con cuidado y se puso en cuclillas junto al cadáver. Ressler regresó a su coche y nos dejó solos a Jennings y a mí.
– Sin duda agradecemos todos tu ayuda, Parker.
– Por raro que parezca, me parece que no lo dices en serio.
– Tienes toda la razón. Apártate de mi camino y de mis asuntos. No quiero tener que repetírtelo.
Me tocó el pecho una vez con un dedo enguantado antes de darse media vuelta y alejarse. Los coches arrancaron casi simultáneamente y formaron un convoy con el camión -uno por delante, otro por detrás- para llevar a Gary Chute de regreso a Dark Hollow.
Según Daryl, el cuerpo de Chute estaba cubierto de hojas y ramas, además de nieve. Si su muerte hubiera sido un accidente, y Daryl hubiese sacado el dinero de la cartera, eso no tenía mucho sentido. Los árboles habían perdido ya todas sus hojas y nevaba con regularidad desde hacía más o menos una semana. El cuerpo podía estar cubierto de nieve, pero no de hojas y ramas. Aquello revelaba que alguien había intentado ocultar el cadáver de Gary Chute.
Regresé al coche y pensé en lo que había visto a la luz de la linterna: marcas rojas en las muñecas del muerto. Esas marcas no eran el resultado de una caída, ni de los animales, ni de la escarcha.
Eran las quemaduras provocadas por una cuerda.
Cuando volví al motel, Ángel y Louis se habían marchado. Encontré una nota bajo mi puerta, escrita con la letra curiosamente cuidada de Ángel, en la que me comunicaban que habían ido al restaurante y que me esperaban allí. En lugar de reunirme con ellos fui a la recepción del motel, llené de café dos vasos de papel y regresé a mi habitación.
La muerte de Chute continuaba preocupándome. Había sido mala suerte que Daryl encontrase el cadáver, aunque hubiese actuado con la mejor intención. La furgoneta de Chute habría servido más o menos como punto de referencia para localizar el lugar del asesinato, pero ahora el traslado del cuerpo ponía en tela de juicio la fiabilidad de cualquier hallazgo.
Quizá no sirviese de nada, pero marqué en un mapa la zona de Island Pond donde había aparecido el cuerpo de Gary Chute.
Island Pond se halla al nordeste de Dark Hollow. El único camino para acceder allí es una carretera particular, y se requiere un permiso para poder utilizarla. Si alguien había matado a Gary Chute, tenía que haber recorrido esa carretera para llegar hasta él y haberlo seguido por el bosque. La otra posibilidad era que quienquiera que lo hubiese matado estuviera ya en el bosque esperándolo. O…
O quizá Chute había tenido la mala fortuna de ver a alguien o algo que no debía. Quizá su asesino no se adentró en el bosque tras él, sino que salía del bosque. Y si había sido así, el primer lugar al que esa persona habría llegado era Dark Hollow.
Pero todo eso no eran más que especulaciones. Necesitaba poner en orden mis ideas. Anoté en mi cuaderno de notas todo lo ocurrido desde que Billy Purdue me hundió la navaja en la mejilla. Allí donde existía algún vínculo tracé líneas de puntos entre los nombres. La mayoría regresaba a Billy Purdue, excepto la desaparición de Ellen Cole y la muerte de Gary Chute.
Y el centro del diagrama lo ocupaba un espacio blanco, vacío y limpio como nieve recién caída. Los otros nombres e incidentes estaban dispuestos en círculo alrededor, como planetas en torno al sol. Sentí el antiguo instinto, el deseo de imponer una lógica a los hechos que aún no comprendía por completo, alguna explicación que abriese el camino hacia la verdad final. Cuando era inspector en Nueva York y me ocupaba de las muertes de personas a quienes no había conocido, a quienes no me unían lazos directos y con quienes no tenía mayor obligación que la de un policía cuya misión es averiguar qué ha ocurrido y asegurarse de que el culpable pague por su delito, seguía los hilos de la investigación tal como los había tendido, y si no llevaban a ninguna parte o sencillamente se demostraba que eran suposiciones falsas, me encogía de hombros y volvía al núcleo para seguir otro hilo. Estaba dispuesto a cometer errores con la esperanza de, al final, encontrar algo que no fuese una equivocación.
Ese lujo, el lujo de la objetividad, me fue arrebatado con la muerte de Susan y de Jennifer. Ahora para mí todos eran importantes, todos los extraviados, todos los desaparecidos, pero Ellen Cole me importaba más que la mayoría. Si estaba en apuros, no había margen de error posible, ni tiempo para cometer equivocaciones con la esperanza de que me llevasen a la verdad. Tampoco podía olvidar a Rita Ferris y a su hijo, y al pensar en ella miré instintivamente por encima del hombro hacia el oscuro rectángulo de la ventana, y recordé un peso en el hombro, frío pero no inflexible, el roce de una mano familiar.
Estaban ocurriendo muchas cosas; demasiadas muertes giraban alrededor del espacio blanco en el centro de la página. Y en ese espacio tracé un interrogante, añadí el punto con cuidado y continué con una serie de puntos descendentes hasta el pie de la página.
Y allí escribí el nombre de «Caleb Kyle».
A continuación debería haberme ido a cenar. Debería haberme reunido con Ángel y Louis y haberlos acompañado a un bar, donde los habría observado mientras bebían y coqueteaban extrañamente entre sí. Puede que incluso hubiese tomado una copa, sólo una… Las mujeres habrían pasado a mi lado, contoneándose suavemente mientras el alcohol se adueñaba de sus mentes y sus cuerpos. Quizás alguna de ellas me habría sonreído, y quizá yo le habría devuelto la sonrisa y habría sentido esa chispa que se enciende cuando una mujer hermosa centra la atención en un hombre. Habría tomado otra copa, luego otra, y pronto me habría olvidado de todo y habría descendido para siempre al abismo del olvido.
Se acercaba el aniversario. Tenía conciencia de ese hecho como de un nubarrón en el horizonte que avanzaba inexorablemente para envolverme en recuerdos de pérdida y dolor. Deseaba normalidad, y sin embargo ésta seguía sin estar a mi alcance. Ni siquiera sabía con certeza por qué había ido al despacho de Rachel, pero sí sabía que quería estar a su lado aunque mis sentimientos hacia ella me generasen malestar y culpabilidad, como si en cierto modo traicionase el recuerdo de Susan. Con estos pensamientos en la cabeza, después de todo lo ocurrido en los últimos días, y después de permitir que mi mente explorase la naturaleza de los asesinatos que se habían cometido tanto en el pasado reciente como en el lejano, no me convenía quedarme solo.
Cansado y tan hambriento que se me había ido el apetito por completo para dar paso a una molestia más profunda y persistente, me desnudé, me metí en la cama y me tapé hasta la cabeza preguntándome cuánto tardaría en conciliar el sueño. Pero me dormí antes de darme cuenta.
Me desperté al percibir un ruido y un olor tenue y desagradable que no identifiqué hasta transcurridos unos instantes. Era el olor de la vegetación descompuesta, de las hojas y el mantillo y del agua estancada. Levanté la cabeza de la almohada y me froté los ojos para despejarme, y a medida que el hedor a podredumbre se intensificaba fui arrugando la nariz. En la mesilla de noche había una radio despertador -marcaba las 00:33- y comprobé si la alarma se había encendido por alguna razón durante la noche, pero la radio estaba apagada. Miré alrededor, consciente de pronto de que la luz de la habitación tenía algo extraño, un color anormal.
Alguien cantaba en el cuarto de baño.
Era un sonido grave pero dulce, dos voces unidas para cantar la misma canción, una canción que parecía una nana, y cuya letra resultaba imposible de entender tras la puerta cerrada del baño.
Por debajo de esa misma puerta se filtraba una luz verde que se propagaba en hondas por la moqueta barata. Aparté las mantas y me quedé inmóvil y desnudo en el suelo, sin sentir frío, y me encaminé hacia el baño. Al acercarme, el olor se hizo más intenso. Noté que se me adhería a la piel y al cabello, como si me bañase en él. El cántico subió de volumen, y la letra me llegó nítidamente, las mismas sílabas repetidas una y otra vez con el timbre agudo de unas niñas.
«Caleb Kyle, Caleb Kyle.»
Había llegado casi hasta donde terminaban los rayos de luz procedentes de debajo de la puerta. Al otro lado se oía un suave chapoteo de agua.
«Caleb Kyle, Caleb Kyle.»
Aguardé un segundo fuera de la luz verde y después apoyé el pie descalzo en ella.
El cántico se interrumpió en cuanto toqué el suelo, pero la luz siguió allí, deslizándose sobre mis dedos descalzos con un movimiento lento y viscoso. Alargué el brazo y, con cautela, bajé el picaporte. Abrí y pisé las baldosas.
El baño estaba vacío. Allí no había nada más que las superficies blancas, la ordenada pila de toallas sobre el inodoro, el lavabo con sus jabones de mala calidad todavía envueltos, los vasos con sus fundas de papel, la cortina de flores de la bañera corrida casi por completo…
La luz procedía de detrás de la cortina, un resplandor verde y desagradable que brillaba con apenas un vestigio de la potencia de su fuente original, como si se hubiese abierto paso a través de capas y capas de obstáculos para proporcionar cierta iluminación, por pequeña que fuese. Y en el silencio de la habitación, roto sólo por el suave chapoteo del agua tras la cortina, daba la impresión de que algo contuviese el aliento. Oí una risa delicada, ahogada por una mano, y otra risa sonó como un eco de la primera, y entonces detrás de la cortina aumentó el chapoteo.
Tendí una mano, agarré el plástico y empecé a descorrerlo con un movimiento rápido. Encontré cierta resistencia, pero continué apartando la cortina hasta que el interior de la bañera quedó totalmente a la vista.
El agua estaba llena de hojas, tantas que llegaban a la altura de los grifos. Eran verdes y rojas, marrones y amarillas, negras y doradas. Había hojas de álamos llorones y de abedules, de cedros y de cerezos, de arces y de tilos, de hayas y de abetos, sus formas retorcidas y superpuestas, y la intensidad de su descomposición contaminaba el agua y creaba una pestilencia casi visible.
Una silueta se movió bajo las hojas y afloraron burbujas a la superficie. La vegetación se separó y algo blanco empezó a elevarse, con una ascensión larga y lenta como si el agua fuese mucho más profunda de lo que era. Al acercarse a la superficie pareció escindirse en dos figuras, agarradas de la mano mientras subían, con las melenas dispersas y ondeantes, las bocas abiertas, los ojos cegados.
Dejé caer la cortina e intenté moverme, pero las baldosas me traicionaron del mismo modo que me habían traicionado el día que encontré a las niñas. Y cuando me caí, sus sombras se deslizaron detrás de la cortina y yo retrocedí impulsándome con las manos y los talones, buscando apoyo a toda costa con los dedos de manos y pies hasta que volví a despertar; las mantas formaban un rebujo al pie de la cama y el colchón quedaba a la vista mostrando un agujero ensangrentado en la tela allí donde lo había roto con las uñas.
Oí una insistente llamada a la puerta.
– ¡Bird! ¡Bird! -Era la voz de Louis.
Me levanté a rastras de la cama y me di cuenta de que temblaba sin control. Forcejeé torpemente con la cadena de la puerta. Por fin logré abrir, y allí estaba Louis, frente a mí, con un pantalón largo de deporte de color gris y una camiseta blanca, pistola en mano.
– ¿Bird? -repitió. Se advertía preocupación en su mirada, y una especie de afecto-. ¿Qué pasa?
Algo me subió a borbotones a la garganta, y noté un sabor a bilis y café.
– Las he visto -dije-. Las he visto a todas.
Me senté en el borde de la cama con la cabeza entre las manos y esperé mientras Louis iba a la recepción a por dos cafés de la cafetera en eterno funcionamiento. Cuando pasó frente a su habitación oí que cruzaba unas palabras con Ángel, pero vino él solo, entró y cerró la puerta contra el aire frío de la noche. Me entregó el vaso de papel y le di las gracias antes de tomar un sorbo en silencio. Desde la calle nos llegaba el suave golpeteo de los copos de nieve en la ventana. No dijo nada durante un rato, y percibí que le daba vueltas a algo en la cabeza.
– ¿Te he hablado alguna vez de mi abuela Lucy? -preguntó por fin.
Lo miré sorprendido.
– Louis, ni siquiera sé tu apellido -contesté.
Esbozó una vaga sonrisa, como si eso fuese lo único que podía hacer para recordar lo que él mismo había sido.
– Da igual -prosiguió, y la sonrisa desapareció-. El caso es que Lucy era mi abuela, la madre de mi madre, no mucho mayor de lo que yo soy ahora. Era una mujer preciosa: alta, con la piel como el día cuando anochece. Siempre llevaba el pelo suelto. No recuerdo que se lo recogiera, se lo dejaba suelto, flotando sobre los hombros en bucles oscuros. Vivió con nosotros hasta el día de su muerte, y murió joven. Pilló una pulmonía y se consumió envuelta en temblores y sudor.
»En el pueblo vivía un hombre que se llamaba Errol Rich. Desde que yo lo conocía, nunca fue la clase de hombre que ponía la otra mejilla. Siendo negro y viviendo en un pueblo como aquél, era lo primero que aprendías: a poner siempre, siempre, la otra mejilla, porque si no lo hacías, ni un solo sheriff blanco, ni un solo jurado blanco, ni una sola pandilla de sureños gilipollas preparada para atarte al eje de un camión y llevarte a rastras por caminos de tierra hasta arrancarte la piel, ni uno solo de ellos iba a ver en ti más que a un negro de mierda con aires de superioridad, y un mal ejemplo para todos los demás negros de mierda, que quizá llegarían incluso a soliviantarse, obligando así a los blancos con cosas mejores que hacer a salir una noche oscura a darles una lección. A enseñarles modales, quizá.
»Pero Errol no veía las cosas de ese modo. Era enorme. Pasaba por la calle y tapaba el sol con los hombros. Arreglaba de todo: motores, segadoras, cualquier cosa que tuviera una parte móvil y que la mano de un hombre pudiese reparar. Vivía en una cabaña grande junto a una de las viejas carreteras del condado, con su madre y sus hermanas, y miraba a los chicos blancos a los ojos y sabía que le tenían miedo.
«Excepto una vez, cuando pasaba con su camión por delante de un bar de la Carretera 5 y oyó que alguien le gritaba "¡Eh, negro de mierda!", y acto seguido el parabrisas del camión se rompía en pedazos. Le habían lanzado una botella llena de orina que aquellos gilipollas habían reunido entre todos. Errol paró y se quedó sentado dentro un rato, cubierto de sangre, cristales rotos y orina. Al final salió de la cabina, agarró un listón de madera de un metro más o menos y se dirigió hacia donde estaban aquellos buenos chicos sentados a la entrada del bar. Eran cuatro, incluido el dueño, un cerdo llamado Little Tom Rudge, y Errol notó que se quedaban paralizados al verlo acercarse. "¿Quién ha tirado eso?", preguntó Errol. "¿Lo has tirado tú, Little Tom? Porque si has sido tú, más vale que me lo digas o voy a pegarle fuego a tu pocilga."
»Pero nadie contestó. Todos se quedaron mudos. Incluso en pandilla y borrachos sabían que no les convenía buscarle las cosquillas a Errol. Y Errol se limitó a mirarlos, luego escupió en el suelo y lanzó el listón a través de la vidriera del bar, y Little Tom no pudo hacer nada. Él menos que nadie, no en ese momento.
»Fueron a por él la noche siguiente, tres camiones llenos. Lo agarraron delante de su madre y de sus hermanas y se lo llevaron a un sitio llamado Ada's Field, donde había un castaño que debía de tener unos cien años. Y cuando llegaron, los esperaba allí medio pueblo. Había mujeres, incluso algunos de los niños mayores. La gente comía pollo y galletas, bebía refrescos en botellas de cristal y hablaba del tiempo y de la inminente cosecha y quizá de la temporada de béisbol, como si estuviesen en una feria esperando el comienzo del espectáculo. En total había más de cien personas, sentadas en los capós de sus coches, esperando.
»Y cuando llegó Errol, atado de pies y manos, lo subieron al techo de un viejo Lincoln aparcado bajo el árbol. Le pusieron una soga al cuello y se la apretaron. Luego alguien se acercó y le vació encima una lata de gasolina, y Errol levantó la vista y pronunció las únicas palabras que dijo desde que lo atraparon, y las únicas palabras que diría ya en este mundo. "No me queméis", rogó. No les pidió que le perdonasen la vida o que no lo ahorcasen. Eso no le daba miedo. Pero no quería que lo quemaran. Luego, supongo, los miró a los ojos y vio que sería lo que tuviera que ser, agachó la cabeza y empezó a rezar.
»En fin, le ajustaron la soga al cuello y tiraron de ella hasta que Errol estuvo de puntillas en el techo del coche. Después el coche arrancó y Errol quedó suspendido en el aire, retorciéndose y sacudiéndose. Y alguien se adelantó con una antorcha encendida en la mano y prendió fuego a Errol Rich allí colgado, y aquella gente lo escuchó gritar hasta que le ardieron los pulmones y no pudo seguir gritando y murió.
»Eso ocurrió a las nueve y diez de una noche de julio, a unos cinco kilómetros de nuestra casa, al otro lado del pueblo. Y a las nueve y diez mi abuela Lucy se levantó de su silla junto a la radio. Yo estaba sentado a sus pies. Los demás se encontraban en la cocina o acostados, pero yo seguía con ella. Mi abuela Lucy se dirigió a la puerta y salió a la noche sin más ropa que el camisón y un chal, y miró hacia el bosque. Yo la seguí y pregunté: "Abuela, ¿qué pasa?". Pero ella no contestó. Siguió hasta llegar a unos tres metros de los árboles y allí se detuvo.
»Y en la oscuridad, entre los árboles, se vio una luz. No parecía más que una mancha de luz de la luna, pero cuando busqué la luna no la encontré, y el resto del bosque estaba a oscuras.
»Me volví hacia mi abuela Lucy y la miré a los ojos. -Louis interrumpió el relato y cerró los ojos por un instante, como quien recuerda un dolor olvidado hace mucho tiempo-. Mi abuela tenía fuego en los ojos. En sus pupilas, justo en lo negro del centro, vi llamas. Vi arder a un hombre como si estuviera delante de nosotros, al abrigo de los árboles. Pero cuando observé la oscuridad, allí sólo estaba aquella mancha de luz, nada más.
»Y Lucy dijo: "Pobre muchacho, pobre, pobre muchacho", y se echó a llorar. Fue como si con sus lágrimas y con su dolor apagara las llamas, porque el hombre que ardía en sus ojos empezó a desvanecerse hasta que al final desapareció, como también desapareció la mancha de luz en el bosque.
»Lucy nunca habló con nadie de lo que había ocurrido, y a mí me pidió que no lo contara. Pero me parece que mi madre lo sabía. Al menos sabía que su madre poseía una especie de don que nadie más tenía. Era capaz de encontrar los lugares oscuros, los lugares que nadie más encontraba, los lugares donde nadie más miraría. Y las cosas que se movían en las sombras, las personas camino de la otra vida, eso también lo veía. -Calló por un momento-. ¿Es eso lo que has visto, Bird? -preguntó en un susurro-. ¿Las sombras?
Sentí frío en las yemas de los dedos de los pies y en las de las manos.
– No lo sé -contesté.
– Lo digo porque recuerdo lo que pasó en Louisiana, Bird -prosiguió-. Allí viste cosas que nadie más veía. Lo sé. Lo percibí, y a ti te asustó.
Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. No podía admitir aquello en lo que yo mismo no creía. A veces pensaba -quizás incluso esperaba- que el dolor me había trastornado, que la pérdida de mi mujer y de mi hija me había provocado una enfermedad mental, me había perturbado emocional y psicológicamente, que la culpabilidad me había afectado de tal modo que vivía acosado por las imágenes de los muertos que mi mente alterada invocaba. Sin embargo, era verdad que había visto a Jennifer y a Susan después de reunirme con Tante Marie Aguillard en Louisiana, después de oírle contar lo que les había ocurrido cuando ella no tenía manera de saberlo. Los otros vinieron después y me hablaron en sueños.
Ahora, al ver a Rita y a Donald, a mi propia Jennifer, al sentir sobre mí la mano de Susan, albergué en parte la esperanza de que se debiese al hecho de que se acercaba el aniversario, de que el recuerdo del dolor se hubiese abierto paso hasta los rincones de mi mente y hubiese empezado a trastornarme otra vez. O quizá fuese fruto de la culpabilidad, la culpabilidad que sentía por desear a Rachel Wolfe, la culpabilidad que sentía por desear la oportunidad de empezar de nuevo.
Existe una forma de narcolepsia en la que los pacientes sueñan despiertos literalmente, en la que los sueños de la fase REM los asaltan en el transcurso de su vida diaria, de manera que lo real y lo imaginado se funden en una sola cosa y los mundos del sueño y la vigilia entran en colisión. Durante un tiempo pensé que a lo mejor yo era víctima de algo así, pero en el fondo sabía que no se trataba de eso. Dos mundos se unían en mí, pero no eran los mundos del sueño y la vigilia. Pues en esos dos mundos nadie dormía, nadie descansaba.
Le conté algo de esto a Louis mientras me observaba en silencio desde una silla en el rincón. Después me sentí un poco avergonzado por mi arrebato, por hacerlo venir para escuchar mis delirios.
– Puede que simplemente tenga pesadillas, sólo eso. Pero me recuperaré, Louis, creo que me recuperaré. Gracias.
Me miró con severidad a los ojos. Luego se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
– Estoy a tu disposición. -Descorrió el pasador y se detuvo-. No soy una persona supersticiosa, Bird. No me interpretes mal. Pero sé lo que ocurrió aquella noche. Olía a quemado, Bird. Me llegó el olor de las hojas de los árboles en llamas.
Y dicho esto regresó a su habitación.
Aún nevaba, y los copos se helaban en la ventana. Contemplé cómo se formaban los cristales de hielo y pensé en las nietas de Cheryl Lansing, en Rita Ferris y en Gary Chute. No quería que Ellen Cole se uniera a ellos, ni Billy Purdue. Quería salvar a quienes aún vivían.
En un esfuerzo por distraerme, intenté leer. Acababa de terminar una biografía del conde de Rochester, un dandy inglés que en la época de Carlos II llegó a la tumba prematuramente a fuerza de alcohol y putas, y entretanto escribió unos cuantos poemas magníficos. Releí las últimas páginas tendido en la cama bajo la luz amarillenta de la lámpara de la pared con el zumbido de la calefacción de fondo. Por lo visto, en 1676 Rochester se vio envuelto en el asesinato de un alguacil y tuvo que esconderse disfrazándose de curandero bajo el nombre de doctor Alexander Bendo, que vendía medicamentos a base de arcilla, hollín, jabón y trozos de pared vieja a los incautos de Londres, ninguno de los cuales descubrió jamás la verdadera identidad del hombre a quien confiaban sus más íntimos secretos y las partes más íntimas de los cuerpos de sus esposas.
Al viejo Saul Mann le habría caído bien Rochester, pensé. Habría sabido valorar el componente del disfraz, la posibilidad de que un hombre adoptara la identidad de otro para protegerse y luego timara a los mismos que lo buscaban. Me dormí con el tenue tamborileo de la nieve en el cristal y soñé con Saul Mann, envuelto en una capa con lunas y estrellas, los naipes dispuestos en la mesa frente a él, aguardando en silencio el comienzo de la gran partida.
La nevada de aquella noche fue la primera precipitación intensa del invierno. Cayó en Dark Hollow y Beaver Cove, en el lago Moosehead y Rockwood y Tarratine. Recubrió de azúcar glas los montes Big Squaw y Kineo, Baker y Elephant. Convirtió la isla de Longfellows en una cicatriz blanca en el paisaje de Piscataquis. Algunos de los lagos de menor extensión se helaron, y sobre ellos se formó una capa de hielo tan fina y peligrosa como la hoja del cuchillo de un traidor. Una gran cantidad de nieve se posó en las coníferas y la tierra quedó en silencio e inalterada, salvo por el sonido de las ramas que cedían de mala gana bajo el peso que sostenían y entonces caían pesadamente los copos comprimidos para reunirse con la nieve acumulada debajo, que les daba la bienvenida. En mi sueño inquieto y alterado, noté caer la nieve, percibí el cambio en la atmósfera mientras el mundo se vestía de blanco y la noche aguardaba a que la exquisita perfección de la obra del invierno se revelase en la claridad del lento amanecer.
Muy temprano, oí una máquina quitanieves en la calle mayor del pueblo y el lento y cauteloso avance de los primeros coches, con el característico ruido de las cadenas sobre el asfalto. En la habitación hacía tanto frío que las gotas de humedad convertían las ventanas en cristales rotos, milagrosamente restauradas al pasar la mano. Contemplé el pueblo, las huellas de los coches, los primeros viandantes con las manos en los bolsillos o a los costados, su andar extraño y cómico por las múltiples capas de jerséis y camisas, ropa interior térmica y bufandas, como el de los niños embutidos en ropa nueva.
Me acerqué al cuarto de baño con inquietud, pero dentro todo estaba limpio y en silencio. Me duché con el agua lo más caliente posible y el grifo abierto al máximo y luego me sequé deprisa; los dientes me castañeteaban mientras notaba cómo se enfriaban las gotas sobre mi piel a causa de la baja temperatura. Me puse unos vaqueros, botas, una gruesa camisa de algodón y un suéter de lana oscuro; después añadí unos guantes y el abrigo y salí al aire frío y cortante de la mañana. La nieve crujió bajo mis pies, y fui dejando huellas a medida que avanzaba. Llamé a la puerta de la habitación contigua con dos golpes secos.
– Largo de aquí -dijo Ángel claramente a pesar de estar enterrado bajo al menos cuatro capas de mantas.
Me asaltó por un instante un sentimiento de culpabilidad por haberlos despertado la noche anterior y procuré apartar de mi pensamiento la conversación con Louis.
– Soy Bird -contesté.
– Ya lo sé. Vete.
– Voy al restaurante. Nos veremos allí.
– Antes nos veremos en el infierno. Fuera hace frío.
– Ahí dentro hace más frío aún.
– Asumo el riesgo.
– Veinte minutos.
– Lo que tú digas, pero vete.
Me disponía a emprender el camino hacia el restaurante cuando algo me llamó la atención en mi coche. Desde la ventana de la habitación me había parecido que los contornos rojos del Mustang habían quedado sólo parcialmente ocultos bajo la nieve, ya que a través de la capa blanca asomaban destellos de color como si una mano hubiese retirado parte de la nieve. Pero no era ésa la razón por la que la nieve caída sobre el coche estaba manchada de rojo. Había sangre en el parabrisas. También había sangre en el capó, y una larga línea roja nacía en la parte delantera del coche, recorría la puerta del conductor y la ventanilla trasera, hasta formar un charco bajo el maletero. Caminé por la nieve oyéndola crujir bajo los pies. En la parte trasera del coche, junto a la rueda posterior derecha, vi una maraña de pelo marrón. El gato tenía la boca abierta y la lengua le colgaba entre los dientes pequeños y blancos. Una herida roja le surcaba el vientre, pero en apariencia la mayor parte de la sangre estaba en mi coche.
A mi izquierda oí cerrarse ruidosamente la puerta de la oficina y vi acercarse a la recepcionista con los ojos enrojecidos por el llanto.
– Ya he avisado a la policía -informó-. Al ver el gato, primero he pensado que lo había atropellado usted con el coche, pero luego he visto la sangre y he comprendido que no era posible. ¿Quién le habrá hecho una cosa así a un animal? ¿A qué clase de persona le puede gustar hacer daño de esa manera? -Se echó a llorar otra vez.
– No lo sé.
Pero sí lo sabía.
Tuve que llamar tres veces a la puerta para que Ángel se acercase a abrir. Permanecí allí temblando mientras le contaba lo ocurrido; detrás de él, Louis escuchaba en silencio.
– Está aquí -dijo Louis por fin.
– No lo sabemos con certeza -respondí, pero me constaba que Louis tenía razón. En algún lugar, cerca de allí, acechaba Stritch.
Los dejé y crucé la calle para ir al restaurante. Eran las ocho y diez, y el establecimiento ya estaba casi lleno; el aire caliente circulaba impregnado de olor a café recién hecho y a beicon, y la gente levantaba la voz ante la barra y en la cocina. Por primera vez me fijé en la decoración navideña, el Papá Noel de Coca-Cola, el espumillón y las estrellas. Serían mis segundas fiestas sin ellas. Casi sentí gratitud hacia Billy Purdue, quizás incluso hacia Ellen Cole por proporcionarme algo en que concentrarme. Toda la energía que tal vez habría volcado en la pena, en la rabia, en la culpabilidad y en el temor al aniversario, la orientaba ahora hacia la búsqueda de aquellas dos personas. Pero esa gratitud fue breve y pasajera, una lamentable traición a las personas afectadas, y de inmediato me sentí molesto conmigo mismo por utilizar el sufrimiento de otros para aliviar el propio.
Ocupé un reservado y me dediqué a contemplar a la gente que pasaba por la calle. Cuando la camarera se acercó pedí únicamente café. Sólo de ver el gato y de pensar que Stritch nos seguía el rastro, se me había quitado el apetito. Sin darme cuenta, comencé a escrutar los rostros de las personas del restaurante como si Stritch hubiese podido de algún modo mutar o usurpar la forma de otro. Frente a mí había dos hombres de la compañía maderera comiendo huevos con jamón y hablando ya de Gary Chute.
Escuché y aprendí, ya que la agreste naturaleza del norte estaba al borde del cambio. Una superficie de algo más de cuarenta mil hectáreas de bosque, propiedad de una compañía papelera europea, iba a explotarse de forma inminente. La última tala en la zona había tenido lugar en los años treinta y cuarenta, y ahora el bosque volvía a estar maduro. En la pasada década la compañía había reconstruido las pistas y los puentes, y los había preparado para los grandes camiones madereros con sus grúas hidráulicas provistas de ganchos en forma de garra que se adentrarían en la espesura y permitirían el transporte de pinos, piceas y abetos, robles, arces y abedules, para empezar. Chute, licenciado por la Universidad de Maine en Orono, era uno de los responsables de la comprobación de las carreteras, el crecimiento de los árboles y los límites probables de la tala.
Las leyes relativas a la ingeniería forestal habían cambiado desde la última tala. Por entonces, las compañías desforestaron todo el territorio y provocaron un encenegamiento que mató a los peces, obligó a los animales a migrar y causó una grave erosión. En la actualidad tenían que talar diagramando el terreno como un tablero de ajedrez, dejando intacta la mitad del bosque durante otros veinte o treinta años para que los hábitats se restaurasen. Ya había indicios de las primeras talas, donde los ciervos y los alces se alimentaban de frambuesas, y los sauces y alisos crecían en pugna por la nueva luz. Así pues, los vastos e inalterados bosques del norte tenían los días contados, y pronto los hombres y las máquinas se abrirían paso en ellos. Gary Chute había sido el primero, y supuse que su trabajo debía de haberlo llevado a zonas donde pocas personas habían puesto los pies en décadas.
En la acera de enfrente, Lorna Jennings bajó de su Nissan verde, vestida con una acolchada chaqueta blanca de botones y ceñida sobre un pantalón vaquero negro y unas botas negras de media caña. Me pregunté cuánto tiempo llevaba allí: alrededor del coche no se veían restos del humo de escape y, pese al escaso tráfico, varios vehículos habían pasado ya sobre las huellas de sus ruedas.
De pie en el bordillo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, se puso a mirar hacia el restaurante. Recorrió las ventanas con la mirada hasta llegar al lugar donde yo estaba sentado con una taza de café en la mano. Me dio la impresión de que se lo pensaba un momento; luego cruzó la calle, entró en el restaurante y tomó asiento frente a mí a la vez que se desabrochaba la chaqueta. Debajo llevaba un jersey rojo de cuello cisne que se ceñía al contorno de sus pechos. Una o dos personas se la quedaron mirando cuando se sentó e intercambiaron comentarios.
– Estás llamando la atención -dije.
Ella se sonrojó un poco.
– Por mí, pueden irse al diablo -contestó. Llevaba un toque de barra de labios rosa y el cabello le colgaba hasta la nuca, con unos mechones que le caían delicadamente junto al ojo izquierdo como plumas oscuras del ala de un ave-. Algunos de ellos saben que tú estabas allí anoche, cuando encontraron el cadáver. La gente ha empezado a preguntar qué haces aquí.
Indicó a la camarera lo que quería, y ésta enseguida le trajo café y un bollo, junto con finas lonchas de beicon en un plato aparte, y antes de irse nos lanzó por separado una mirada maliciosa. Lorna se comió el bollo sin mantequilla, sosteniéndolo con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba los trozos de beicon, que mordisqueaba con delicadeza.
– ¿Y qué respuesta se les ha dado?
– Han oído decir que buscas a una chica. Ahora se preguntan si tenías alguna razón para interesarte en la desaparición del hombre de la compañía maderera. -Se interrumpió y tomó un sorbo de café-. ¿Y bien? ¿La tienes?
– ¿Eres tú quien pregunta o es Rand?
Hizo una mueca.
– Eso es un golpe bajo -susurró-. Rand puede hacer sus propias preguntas.
Me encogí de hombros.
– No creo que la muerte de Chute fuese un accidente, pero eso debe confirmarlo el forense. Entre él y Ellen Cole me resulta difícil establecer alguna conexión. -No era del todo verdad. Ambos estaban conectados por Dark Hollow y la oscura línea de una carretera trazada a través del bosque sobre la que la muerte de Chute pendía como única gota roja-. Pero se han producido también otras muertes, algunas relacionadas con un tal Billy Purdue. Fue uno de los chicos acogidos por Meade Payne, hace mucho tiempo.
– ¿Crees que podría estar aquí?
– Creo que quizás intente llegar hasta Payne. Lo persiguen, mala gente. Consiguió hacerse con dinero que no era suyo y ahora huye asustado. Me parece que Meade Payne es la única persona que le queda en quien confiar.
– ¿Y cuál es tu papel en esto?
– Yo estaba trabajando para su mujer. Ex mujer. Se llamaba Rita Ferris. Tenía un hijo.
Lorna arrugó la frente, cerró los ojos un instante y por fin, al recordar el nombre, asintió con la cabeza.
– La mujer y el niño que murieron en Portland. Son ellos, ¿no? ¿Y ese Billy Purdue era su ex marido?
– Sí, son ellos.
– Cuentan que él mató a su propia familia.
– Se equivocan.
Permaneció un momento callada y por fin dijo:
– Pareces muy seguro de eso.
– No es esa clase de persona.
– ¿Y tú conoces a «esa clase de persona»?
Me observaba con atención. En sus ojos advertí emociones encontradas. Las percibía del mismo modo que había percibido la nieve que caía suavemente durante la noche. Incluían curiosidad, lástima y también algo más, algo que había permanecido latente muchos años, un sentimiento reprimido que ahora afloraba de manera gradual. Al notarlo, deseé alejarme de ella. Era preferible que ciertas cosas quedasen en el pasado.
– Sí, así es. Conozco a esa clase de persona.
– La conoces porque has matado a alguna de ellas.
Tardé un instante en contestar.
– Sí.
– ¿A eso te dedicas ahora?
Esbocé una sonrisa vacía.
– Parece formar parte de ello.
– ¿Merecían morir?
– No merecían vivir.
– No es lo mismo.
– Lo sé.
– Rand lo sabe todo sobre ti -dijo Lorna, y apartó el resto de su comida-. Anoche habló de ti. En realidad habló de ti a gritos, y yo le grité también. -Tomó un sorbo de café-. Creo que te tiene miedo. -Desvió la vista hacia la calle, resistiéndose a mirarme directamente y prefiriendo observar mi reflejo en el cristal-. Sé lo que te hizo en aquellos lavabos. Siempre lo he sabido. Lo siento.
– Yo era joven. Me curé.
Se volvió hacia mí.
– Yo no -dijo-. Pero no fui capaz de dejarlo, no entonces. Aún lo quería, o eso pensaba. Y era lo bastante joven para creer que nos quedaba una oportunidad juntos. Intentamos tener hijos. Pensamos que quizás así mejorarían las cosas. Perdí dos, Bird, el último hace tres años. Creo que no puedo llegar al final del embarazo. He sido tan inútil que ni siquiera he podido darle un hijo. -Apretó los labios y se apartó el pelo de la frente. A sus ojos les faltaba vida-. Ahora sueño con marcharme, pero si me voy, me voy sin nada. Es el acuerdo al que hemos llegado, y quizá tenga que ser así. Quiere que me quede, o eso dice, pero también yo he aprendido mucho en estos últimos años. He aprendido que los hombres ansían. Ansían y necesitan, pero después de un tiempo dejan de ansiar lo que tienen y buscan en otra parte. He visto cómo mira a otras mujeres, a las chicas con vestidos ceñidos que vienen al pueblo. Cree que una de ellas satisfará todos sus deseos, pero eso no ocurre y entonces vuelve a mí y me dice que lo siente, que ahora ya lo sabe. Pero sólo lo sabe mientras la culpabilidad sigue viva, y al final ésta pasa y él empieza a desear otra vez.
»Los hombres son muy estúpidos, muy egocéntricos. Todos se creen distintos, creen que ese anhelo, ese vacío en su interior, es algo peculiar de ellos, y que de algún modo los disculpa de todo aquello que hacen. Pero no es así, y entonces culpan a las mujeres por retenerlos, como si sin ellas estuvieran mejor, fueran superiores. Y las ansias crecen y tarde o temprano empiezan a cebarse en sí mismas, y ese patético caos se viene abajo como músculos y tendones separándose de los huesos.
– ¿Y no ansían también las mujeres? -pregunté.
– Sí, claro que ansiamos. Y la mayor parte del tiempo nos morimos de hambre. Como mínimo así es por aquí. Tú también ansias, Charlie Parker. Y deseas, quizá más que la mayoría. En otro tiempo me deseaste porque era distinta, porque era mayor y porque no habrías sido capaz de tenerme, pero pudiste. Me deseaste porque te parecía inalcanzable.
– Te deseé porque te quería.
Lorna sonrió con el recuerdo.
– Me habrías dejado. Quizá no inmediatamente, tal vez al cabo de unos años, pero me habrías dejado en cuanto envejeciese, en cuanto empezasen a aparecer las arrugas, en cuanto me secase y no pudiese tener hijos, en cuanto una chica guapa se acercase a ti y te deslumbrase con una sonrisa y empezases a pensar: «Todavía soy joven, puedo conseguir algo mejor que esto». Entonces te habrías ido o te habrías descarriado y habrías vuelto con el rabo entre las patas y la polla en la mano. Y yo no habría podido resistir ese dolor, Charlie, no viniendo de ti. Me habría muerto. Me habría quedado hecha un ovillo y me habría muerto por dentro.
– Ésa no debió de ser la razón por la que te quedaste con él. -Me interrumpí, porque nada bueno podía salir de aquello-. En todo caso es agua pasada. Lo hecho, hecho está.
Apartó la mirada y en su frente aparecieron arrugas de dolor.
– ¿Le fuiste infiel alguna vez a tu mujer? -preguntó.
– Sólo con la botella.
Dejó escapar una risa apagada y me miró a través del cabello que le caía sobre la cara.
– No sé si eso es peor o mejor que una mujer. Peor, creo. -La sonrisa desapareció, pero en sus ojos quedó una especie de ternura-. Ya en aquellos tiempos rebosabas dolor, Bird. ¿Cuánto más dolor has acumulado desde entonces?
– Yo no lo elegí, pero fui culpable de lo que lo causó.
Sentí como si las personas que me rodeaban se hubiesen esfumado, se hubiesen convertido en meras sombras, y el pequeño círculo de luz solar en torno a la mesa representase los límites del mundo y, más allá, en la oscuridad, figuras desdibujadas vagasen y temblasen como fantasmas de estrellas.
– ¿Y qué hiciste, Bird? -Y con delicadeza, una delicadeza extrema, noté el contacto de su mano en la mía.
– Como tú has dicho, hice daño a otras personas. Y ahora intento compensarlo.
En la penumbra las siluetas parecieron acercarse, pero no eran las personas que comían en el restaurante de un pueblo pequeño, plagado de habladurías e insignificantes suspicacias de una comunidad cerrada; eran las siluetas de los extraviados y de los malditos, y entre ellas estaban las de aquellas a quienes en otro tiempo yo había llamado amiga, amante, hija.
Lorna se puso en pie y, alrededor, el restaurante volvió a cobrar nitidez y los espectros del pasado se convirtieron en sustancia del presente. Bajó la vista para mirarme y la mano me ardió suavemente allí donde me había tocado.
– «Lo hecho, hecho está» -dijo repitiendo mis palabras-. ¿Es eso lo que sientes con respecto a nosotros?
Las líneas entre nuestro pasado y nuestro presente se habían desdibujado de algún modo y estábamos hurgando en viejas heridas que deberían haber cicatrizado mucho tiempo antes. No contesté, así que se puso la chaqueta, sacó cinco dólares del bolso y los colocó en la mesa. A continuación se dio media vuelta y se alejó, y me dejó el recuerdo del roce de su mano y la tenue presencia de su perfume, como una promesa expresada pero no cumplida todavía. Ella sabía que Rand se enteraría de que nos habían visto juntos, de que habíamos hablado largo y tendido en el restaurante. Pienso que, incluso por entonces, ella estaba presionándolo. Estaba presionándonos a los dos. Casi me parecía oír el tictac del reloj que contaba las horas y los minutos que faltaban para que su matrimonio se autodestruyese por fin.
Ante ella, se abrió la puerta y Ángel y Louis entraron en el restaurante. Me miraron y yo asentí con la cabeza a modo de respuesta. Lorna advirtió el gesto antes de salir y, cuando pasó junto a ellos, los saludó con una media sonrisa. Se sentaron frente a mí mientras yo la observaba cruzar la calle y dirigirse hacia el norte con su chaqueta blanca, la cabeza gacha como un cisne.
Ángel pidió dos cafés y se puso a silbar suavemente mientras esperaba a que se los sirvieran. Silbaba The Way We Were.
Cuando acabaron de desayunar, repasé con ellos los detalles del descubrimiento del cadáver de Chute la noche anterior y nos dividimos las tareas pendientes para el día. Louis iría al lago y buscaría un punto elevado desde donde seguir vigilando la casa de Payne, ya que la misión de reconocimiento de la noche anterior no había servido de nada. Antes de marcharse, dejaría a Ángel en Greenville, donde éste alquilaría un Plymouth antiguo en una gasolinera. Desde Greenville se dirigiría hacia Rockwood, Seboomook, Pittston Farm y Jackman, West Forks y Bingham, todos los pueblos al oeste y al sudoeste del lago Moosehead. Yo abarcaría Monson, Abbot Village, Guilford y Dover-Foxcroft, al sur y al sudeste. En cada pueblo enseñaríamos la fotografía de Ellen Cole, preguntaríamos en tiendas y moteles, cafeterías y restaurantes, bares y oficinas de información turística. Siempre que fuese posible, hablaríamos con la policía local y con los viejos lugareños que ocupaban sus reservados preferidos en bares y restaurantes, y a quienes sin duda no pasaba inadvertida la presencia de forasteros en el pueblo. Sería un trabajo agotador y frustrante, pero tenía que hacerse.
Mientras hablábamos, noté a Louis tenso. Recorría rápidamente con la mirada una y otra vez el restaurante y la calle.
– No vendrá por nosotros a plena luz del día -aseguré.
– Podría habernos liquidado anoche -contestó.
– Pero no lo hizo.
– Quiere que sepamos que está aquí. Le gusta el miedo.
No hablamos más de él.
Antes de partir hacia los pueblos que me correspondían, decidí seguir la ruta que tal vez habían tomado Ellen y su novio el día que se marcharon de Dark Hollow. En el camino me detuve en una estación de servicio y le pedí al encargado que le pusiera unas cadenas al Mustang. No sabía en qué estado encontraría las carreteras a medida que avanzase hacia el norte.
Una y otra vez lanzaba vistazos al retrovisor, consciente de que Stritch se encontraba en la zona, pero no me siguió ningún coche ni adelanté a otros vehículos en la carretera. A unos tres kilómetros del pueblo había un indicador de vista panorámica. La carretera que llevaba hacia allí era empinada y el Mustang sorteó con dificultad algunas curvas. En un punto, dos tortuosas carreteras secundarias se bifurcaban hacia el este y el oeste, pero continué por la ruta principal hasta un pequeño aparcamiento desde donde se veía una gran extensión de montañas, con el lago Ragged resplandeciente al oeste y el Parque Nacional de Baxter y Katahdin al nordeste. El aparcamiento ponía fin a la carretera de acceso público. A partir de allí, las pistas eran para uso de la compañía maderera, y debían de poner a prueba los amortiguadores de la mayoría de los coches. El paisaje era de una blancura, una frialdad y una belleza sobrecogedoras. Comprendí por qué la mujer del motel había enviado allí a los chicos e imaginé la maravillosa vista que ofrecería el lago bañado de luz dorada.
Regresé hasta el cruce, donde la carretera secundaria en dirección este presentaba una gruesa capa de nieve. Continuaba a lo largo de unos dos kilómetros hasta morir entre árboles caídos y espesa maleza. El terreno era muy boscoso a ambos lados, los oscuros árboles contrastaban con la nieve. Retrocedí y tomé la carretera hacia el oeste, que gradualmente torcía al noroeste para bordear una laguna. La laguna tenía una superficie aproximada de dos kilómetros de largo y ochocientos metros de ancho, y junto a las orillas crecían esqueléticas hayas y frondosos pinos. En la orilla occidental, un pequeño sendero serpenteaba entre los árboles. Dejé el coche y seguí a pie. No tardé en tener empapados los bajos del pantalón y empecé a notar su peso.
Llevaba unos diez minutos andando cuando percibí un olor a humo y me llegaron los ladridos de un perro. Abandoné el sendero y ascendí por una pendiente entre los árboles; en lo alto había una casa pequeña, que difícilmente podría tener más de dos habitaciones. Tenía un tejado en voladizo, un porche estrecho y ventanas cuadradas de cuatro paneles con la pintura descascarillada. Posiblemente la casa había sido blanca en otro tiempo, pero la mayor parte de la pintura había desaparecido y sólo quedaban retazos bajo los aleros y los marcos de las ventanas. A un lado había tres o cuatro cubos grandes de basura, de los que se utilizan para reciclaje industrial. Al otro se veían aparcados un viejo camión Ford amarillo y, a un metro y medio de éste, los restos herrumbrosos de un Oldsmobile azul, sin ruedas desde hacía tiempo y con una gruesa capa de polvo incrustada en las ventanillas. Advertí movimiento dentro, y al cabo de un momento un pequeño perro negro sin raza definida, con la cola cortada y enseñando los dientes, saltó por una ventanilla abierta de la parte trasera y corrió hacia mí. Se detuvo a un metro y empezó a ladrar con estridencia.
Se abrió la puerta de la casa y apareció un viejo de barba rala. Vestía un mono azul y un largo impermeable rojo. Llevaba el cabello en apelmazadas greñas y tenía las manos casi negras de suciedad. Me fijé especialmente en las manos porque sostenían una escopeta Remington A-70 de repetición apuntando hacia mí. Cuando el perro vio salir al viejo, ladró con mayor vehemencia y ferocidad y agitó con desesperación el muñón que tenía por cola.
– ¿Qué quiere? -preguntó el viejo arrastrando un poco las palabras. Al hablar, un lado de su boca permaneció inmóvil, y supuse que padecía algún tipo de lesión muscular o nerviosa en la cara.
– Busco a una persona, una chica que quizá pasó por aquí hace un par de días.
El viejo esbozó algo así como una sonrisa y dejó a la vista una dentadura amarillenta, mellada tanto arriba como abajo.
– Yo ya no recibo a chicas aquí -dijo sin apartar de mí el arma-. No me encuentran guapo.
– Es rubia, de algo menos de un metro sesenta y cinco. Se llama Ellen Cole.
– No los he visto -contestó el viejo, y blandió el arma en dirección a mí-. Ahora lárguese de mi propiedad.
No me moví. El perro arremetió contra mí y me mordisqueó los dobladillos del pantalón. Estuve tentado de darle una patada, pero imaginé que se agarraría a mi pierna al instante. Manteniendo la mirada fija en el viejo, pensé en lo que acababa de decir.
– ¿Qué quiere decir con «los»? Yo sólo he mencionado a una chica.
El viejo entornó los ojos al tomar conciencia de su error. Accionó el mecanismo de carga de la escopeta, y el pequeño perro enloqueció. Hincó sus dientes blancos y afilados en el dobladillo mojado de una de las perneras de mis vaqueros y comenzó a tirar.
– Hablo en serio -amenazó el viejo-. Márchese y no vuelva, o le pegaré un tiro ahora mismo y asumiré el riesgo de que me detengan. -Silbó al perro-. Apártate, muchacho, no quiero que salgas herido.
El perro se dio media vuelta de inmediato, corrió de regreso al Plymouth e, impulsándose con las fuertes patas traseras, entró por la ventanilla abierta. Sin dejar de ladrar, me observó desde el asiento delantero.
– No me obligue a volver, viejo -dije con calma.
– Para empezar, yo no le he obligado a venir, y desde luego no voy a obligarlo a volver. No tengo nada que decirle. Ahora lo repito por última vez: lárguese de mi propiedad.
Me encogí de hombros, me volví y me marché. No me quedaba otra opción, no a menos que me arriesgara a que me volaran la cabeza. Miré atrás una sola vez y lo vi todavía en el porche con la escopeta entre las manos. Además yo debía hablar con otras personas y supuse que tendría ocasión de ver otra vez a aquel viejo.
Ése fue mi primer error.
Después de dejar al viejo, me dirigí hacia el sur. Sus palabras me inquietaban. Quizá no significaban nada, supuse; al fin y al cabo, podría haber visto a Ricky y a Ellen juntos en el pueblo, y la noticia de que alguien andaba preocupado por su desaparición debía de haber corrido muy deprisa, llegando incluso hasta aquel rincón perdido donde vivía el viejo. Si resultaba que había algo más detrás de eso, sabía dónde encontrarlo.
Recorrí los pueblos previstos, dedicándoles más tiempo a Guilford y Dover-Foxcroft que a los otros, pero fue en vano. Paré en una cabina para llamar a Dave Martel, de Greenville, y accedió a reunirse conmigo en Santa Marta a fin de allanarme el camino con el doctor Ryley, el director. Quería hablar con él acerca de Emily Watts.
Y de Caleb Kyle.
– He oído que ha estado preguntando por esa chica, Ellen Cole -comentó cuando me disponía a colgar.
Guardé silencio por un instante. No me había puesto en contacto con él desde que había regresado a Dark Hollow. Pareció advertir mi desconcierto.
– Oiga, éste es un sitio pequeño. Las noticias vuelan. Esta mañana temprano he recibido una llamada de Nueva York interesándose por ella.
– ¿Quién era?
– Su padre -contestó Martel-. Va a venir otra vez. Por lo visto tuvo un encontronazo con Rand Jennings, y éste le dijo que no se acercara a Dark Hollow si quería ayudar a su hija. Cole me ha telefoneado para ver si yo podía decirle algo más que Jennings le ocultaba. Probablemente también ha llamado al sheriff del condado.
Suspiré. Darle un ultimátum a Walter Cole era como ordenar a la lluvia que cayese hacia arriba y no hacia abajo.
– ¿Ha dicho cuándo vendrá?
– Mañana, supongo, creo que va a quedarse aquí en lugar de ir a Dark Hollow. ¿Quiere que le avise cuando llegue?
– No -respondí-. No tardaré en enterarme.
Lo puse en antecedentes sobre el caso y le expliqué que me había implicado a instancias de Lee, no de Walter. Martel dejó escapar una breve risotada.
– También he oído que estaba usted presente cuando encontraron a Gary Chute. Desde luego lleva una vida complicada.
– ¿Se sabe algo más al respecto?
– Daryl guió a la guardia forestal hasta donde creía recordar que encontró a Chute… Un viaje espantoso, por lo que oído…, y van a traer la furgoneta para examinarla en cuanto limpien de nieve la carretera. El cuerpo va camino de Augusta. Según uno de los agentes a tiempo parcial que ha estado aquí esta mañana, parece que Jennings advirtió magulladuras en el cuerpo, como si lo hubieran golpeado antes de morir. Van a interrogar a la esposa para ver si perdió la paciencia con él y mandó a alguien a liquidarlo.
– Poco convincente.
– Muy poco -convino-. Nos veremos en la residencia.
El coche de Martel ya estaba aparcado frente a la entrada principal de Santa Marta cuando llegué, y él y el doctor Ryley me esperaban junto a la recepción.
El doctor Ryley era un hombre de mediana edad con buena dentadura, un buen traje a medida y los untuosos modales de un vendedor de ataúdes. Cuando le estreché la maño, se la noté blanda y húmeda. Tuve que resistir la tentación de secarme la palma en los vaqueros cuando me la soltó. No era difícil de entender por qué Emily Watts le había descerrajado un tiro.
Nos dijo lo mucho que lamentaba lo ocurrido y nos informó de las nuevas medidas de seguridad adoptadas a raíz de aquello, que al parecer se reducían a cerrar las puertas con llave y ocultar cualquier objeto que pudiera emplearse para dejar inconsciente al guarda. Después de un tira y afloja con Martel, accedió a que hablara con la señora Schneider, la mujer que ocupaba la habitación contigua a la de la difunta Emily Watts. Martel decidió esperar en el vestíbulo por temor a que la anciana se asustase si llegábamos en grupo. Se sentó, arrastró una segunda silla frente a él con la puntera del zapato, apoyó los pies en ella y pareció quedarse dormido.
Erica Schneider era una judía alemana que huyó a Estados Unidos con su marido en 1938. Él era joyero y salió de su país con suficientes piedras preciosas para permitirle establecerse en Bangor. Llevaron una vida holgada, me contó, al menos hasta que murió su marido y las facturas que él le había mantenido ocultas durante casi cinco años afloraron a la superficie. Se vio obligada a vender la casa y la mayor parte de sus pertenencias, y finalmente enfermó a causa del estrés. Sus hijos la internaron en la residencia, aduciendo que casi todos ellos vivían a corta distancia de allí, aunque en realidad apenas se molestaban en visitarla, añadió. Se pasaba la mayor parte del tiempo viendo la televisión o leyendo. Cuando las temperaturas lo permitían, salía a pasear por el jardín.
Me senté a su lado en la pequeña y ordenada habitación, con la cama hecha cuidadosamente, el único armario estaba lleno de viejos vestidos oscuros y una limitada selección de cosméticos en el tocador que aún se aplicaba a conciencia todas las mañanas. De pronto se volvió hacia mí y dijo:
– Tengo la esperanza de morir pronto. Quiero marcharme de aquí.
No contesté. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir? Cambiando de tema, le pregunté:
– Señora Schneider, procuraré que quede entre nosotros esta conversación, pero necesito saber una cosa: ¿telefoneó usted a un hombre de Portland llamado Willeford y habló con él de Emily Watts?
No dijo nada. Por un momento tuve la impresión de que iba a echarse a llorar, porque desvió la mirada como si sintiese una molestia en los ojos.
– Señora Schneider -insistí-, necesito su ayuda, de verdad. Han muerto asesinadas varias personas y ha desaparecido una chica, y pienso que quizá todo esto guarde relación con la señorita Emily. Si puede contarme algo al respecto, cualquier cosa que me permita poner fin a este asunto, se lo agradeceré sinceramente.
Con el rostro contraído, retorció el cordón de su bata. -Sí -respondió por fin-. Pensé que a lo mejor así la ayudaba. -El cordón se tensó y, a juzgar por el miedo que se reflejó en su voz, habría cabido pensar que no se tensaba alrededor de las manos sino del cuello-. La señorita Emily estaba tan triste…
– ¿Por qué, señora Schneider? ¿Por qué estaba triste?
– Una noche, hará quizás un año, me la encontré llorando -contestó sin soltar el cordón-. Me acerqué a ella y la abracé. Luego ella empezó a hablar. Me contó que era el cumpleaños de su hijo…, un chico, dijo, pero que no se lo había quedado por miedo.
– ¿Miedo de qué, señora Schneider?
– Miedo del padre del niño. -Tragó saliva y miró por la ventana-. ¿Qué mal puede hacer ya hablar de estas cosas? -susurró casi para sí misma, y luego se volvió hacia mí-. Me contó que, cuando era joven, su padre… Su padre era un mal hombre, señor Parker. Le pegaba y la obligaba a hacer ciertas cosas, ¿me entiende? Sexo, ja? Incluso cuando ella era ya un poco mayor, él se negó a dejarla marchar porque la quería cerca. -Asentí con la cabeza, pero guardé silencio mientras las palabras salían de la anciana como ratas de un saco-. Entonces llegó otro hombre al pueblo, y ese hombre le hizo el amor y se la llevó a su cama. Ella no le habló del sexo con su padre, pero al final sí le habló de las palizas. Y ese hombre fue a buscar a su padre a un bar y le pegó, y le dijo que no tocara nunca más a su hija. -Subrayó cada palabra moviendo el dedo, espaciando meticulosamente cada sílaba para darles mayor énfasis-. Le dijo al padre que, si le pasaba algo a su hija, lo mataría. Después de eso la señorita Emily se enamoró de ese hombre.
»Pero ese hombre, señor Parker, tenía algo mal aquí -se tocó la cabeza- y aquí. -Se llevó el dedo al corazón-. La señorita Emily no sabía dónde vivía, ni de dónde venía. Él iba a buscarla cuando quería. Desaparecía durante días, a veces semanas. Olía a madera y a savia; y en una ocasión, cuando volvió a su lado, tenía sangre en la ropa y debajo de las uñas. Le explicó que había atropellado un ciervo con el camión. Otra vez le dijo que había estado cazando. Dio dos razones distintas para un mismo hecho, y ella empezó a sentir miedo.
»Fue entonces cuando comenzaron a desaparecer aquellas chicas, señor Parker: dos chicas. Y una vez, cuando la señorita Emily estaba con ese hombre, olió algo en él, el olor de otra mujer. Tenía en el cuello heridas, como si alguien le hubiera arañado. Discutieron, y él le dijo que eran imaginaciones suyas, que se había cortado con una rama.
»Pero ella sabía que había sido él, señor Parker. Sabía que él se había llevado a las chicas, pero no entendía por qué. Y entonces, entonces estaba embarazada de él, y él lo sabía. Al principio le dio miedo decírselo, pero cuando él se enteró se alegró mucho. Quería un hijo, señor Parker. Así se lo dijo a ella: "Quiero un hijo".
»Pero la señorita Emily no podía dejar a un niño en manos de un hombre así, me contó. Estaba cada vez más asustada. Y él quería al niño, señor Parker, lo quería con toda su alma. Siempre le preguntaba a ella por el bebé, y la advertía que no hiciera nada que pudiera serle perjudicial. Pero en él no había amor, o si lo había, era un amor extraño, un amor malo. Ella sabía que él se llevaría al niño si podía, y que ya no volvería a verlo. Sabía que era un mal hombre, incluso peor que su padre.
»Una noche, cuando se encontraban en el camión de él junto a la casa del padre, le dijo que tenía dolores. En el retrete, fuera de la casa, había dejado un papel de periódico y, dentro del papel… -Buscó con esfuerzo las palabras-. Dentro había tripas, sangre, despojos. ¿Me entiende? Y gritó y se embadurnó de sangre y manchó el inodoro. Luego lo llamó a él y le dijo…, le dijo que había perdido al bebé. -La señora Schneider volvió a interrumpir el relato. Alcanzó una manta de la cama y se envolvió los hombros para protegerse del frío. Después continuó-: Cuando se lo dijo, pensó que la mataría. Él aulló como un animal, señor Parker, y, agarrándola por el pelo, la levantó en el aire y la golpeó una y otra vez. La llamó débil e inútil. Le dijo que había matado a su hijo. Luego se dio media vuelta y se marchó. Y ella lo oyó revolver en el cobertizo entre las herramientas que su padre tenía allí guardadas. Y cuando oyó el sonido de la sierra, se alejó de la casa y se adentró en el bosque a todo correr. Pero él la siguió, y ella lo oyó acercarse entre los árboles. Se quedó callada, sin respirar siquiera, y él pasó de largo y ya no regresó jamás.
«Después encontraron a las chicas colgadas de un árbol, y la señorita Emily supo que él las había dejado allí. Pero nunca volvió a verlo y acudió aquí, a las hermanas de Santa Marta, y creo que quizá les contó de qué tenía miedo. Ellas la acogieron hasta que tuvo al bebé y luego se lo quitaron. Desde entonces nunca volvió a ser la misma, y pasados muchos años regresó aquí y las hermanas cuidaron de ella. Cuando se vendió la residencia, utilizó el poco dinero que tenía para quedarse. Éste no es un sitio caro, señor Parker. Usted mismo puede verlo. -Levantó la mano para mostrar la pequeña y anodina habitación. Tenía la piel fina igual que el papel. La luz del sol se filtraba como la miel a través de sus dedos.
– Señora Schneider, ¿le dijo la señorita Emily cómo se llamaba ese hombre, el padre del niño?
– No lo sé -contestó ella.
Exhalé un débil suspiro, pero, al hacerlo, me di cuenta de que no le había dado tiempo de acabar, que tenía algo que añadir.
– Sólo sé su nombre de pila -prosiguió. Trazó ante mí un delicado movimiento en el aire con la mano, como si invocase el nombre del pasado-. Se llamaba Caleb.
Nevaba, dentro y fuera; una ventisca de recuerdos. Muchachas moviéndose a merced de la brisa, mi abuelo observándolas, la rabia y el dolor brotando en su interior, el hedor a descomposición envolviéndolo como un manto de podredumbre. Las miró, también como padre y esposo, y pensó en todos los jóvenes a quienes ellas no besarían, los amantes cuyo aliento no sentirían en sus mejillas en plena noche y a quienes nunca ofrecerían consuelo con el calor de sus cuerpos. Pensó en los hijos que no tendrían, en el potencial para procrear acallado ya en ellas para siempre, en los agujeros abiertos en sus vientres allí donde sus matrices habían sido desgarradas. Dentro de cada una de ellas habían existido posibilidades inimaginables. Con sus muertes, un número infinito de existencias había llegado a su fin, universos potenciales se habían perdido para siempre, y el mundo menguaba un poco tras su fallecimiento.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Con la nevada, el jardín parecía menos adusto, los árboles menos desnudos, pero era todo una ilusión. Las cosas son como son, y los cambios en la naturaleza sólo esconden su verdadera esencia durante un tiempo. Y pensé en Caleb, adentrándose en la reconfortante oscuridad del bosque mientras lamentaba con rabia la muerte de su hijo nonato, traicionado por el cuerpo demasiado delgado, demasiado débil de la mujer a la que había protegido e inseminado. Después mató a tres muchachas en rápida sucesión, alimentando su furia hasta consumirla, y las colgó de un árbol como adornos para que las encontrase un hombre que no era como él, un hombre tan distinto a él que sintió la muerte de cada una de esas jóvenes como una pérdida personal. El de Caleb era un mundo en el que las cosas mutaban en sus contrarios: la creación en destrucción, el amor en odio, la vida en muerte.
Cinco muertes, pero seis chicas desaparecidas; uno de los casos quedó sin explicación. En el expediente, mi abuelo había rotulado su nombre en un fajo de hojas, en las que había reconstruido minuciosamente sus movimientos el día de su desaparición. Incluía una foto de la chica grapada en un ángulo: Judith Mundy, regordeta y corriente, con un aire de rusticidad transmitido por generaciones que habían labrado una tierra exigua e inexorable donde crearse un espacio firme y ganarse mal que bien el pan. Judith Mundy, perdida y ahora olvidada, excepto por sus padres, que siempre sentirían su ausencia como un abismo en el que gritaban su nombre sin recibir siquiera un eco como respuesta.
– ¿Por qué les haría ese hombre una cosa así a aquellas chicas? -oí preguntar a la señora Schneider, pero no podía contestarle.
Yo había mirado a la cara a personas que habían matado con impunidad durante décadas, y seguía sin explicarme las razones de sus actos. Sentí una punzada de pesar por la pérdida de Walter Cole como colega. Ésa era la mejor aptitud de Walter: era capaz de mirar en su interior y, seguro de su propia rectitud innata, crear una imagen de aquello que no era correcto, un pequeño tumor de crueldad y mala voluntad, como la primera célula colonizada por un cáncer a partir de la cual podía reconstruir por completo la evolución de la enfermedad. Walter era como un matemático que, ante un sencillo cuadrado en una página, determinaba su evolución en otras dimensiones, otras esferas de la existencia más allá del plano de su existencia real, y a la vez conservaba la objetividad con respecto al problema en cuestión.
Ése era su punto fuerte y también, pensé, su debilidad. En última instancia, no hurgaba dentro de sí a demasiada profundidad porque temía lo que pudiese encontrar: su propia capacidad para el mal. Se resistía al impulso de entenderse a sí mismo plenamente con la excusa de que podía entender mejor a los demás. Entender es aceptar el potencial de uno tanto para el mal como para el bien, y yo dudaba que Walter Cole desease creerse capaz, a cualquier nivel, de cometer actos de extrema crueldad. Cuando llevé a cabo acciones que él consideraba moralmente inaceptables, cuando perseguí a aquellos que habían obrado mal y, con ello, obré mal yo mismo, Walter me dejó a la deriva pese a haberme utilizado para encontrar a esos individuos y saber lo que yo haría al dar con ellos. Por eso ya no éramos amigos: yo reconocí mi culpabilidad, mis profundos defectos -el dolor, la rabia, el cargo de conciencia, el deseo de venganza-, y me valí de todo eso. Quizá maté algo dentro de mí cada vez que recurrí a ello, quizá fuera ése el precio que había que pagar. Pero Walter era un buen hombre y, como muchos buenos hombres, su defecto consistía en que se creía mejor de lo que era.
La señora Schneider volvió a hablar.
– Fue por su madre, creo -susurró. Me apoyé contra la ventana y esperé a que continuase-. Una vez, cuando ese hombre, Caleb, estaba borracho, le habló a la señorita Emily de su madre. Era una mujer dura, señor Parker. El padre los había abandonado porque le tenía miedo y más tarde murió en la guerra. Ella pegaba a su hijo, le pegaba con palos y cadenas, y le hacía cosas aún peores. De noche, señor Parker, iba a buscarlo, a su propio hijo, y lo tocaba y lo obligaba a penetrarla. Luego, cuando estaba satisfecha, le hacía daño. Lo arrastraba por las piernas, o por el pelo, y le daba patadas hasta que escupía sangre. Lo encadenaba a la intemperie, como a un perro, desnudo, bajo la lluvia y la nieve. Todo eso le contó a la señorita Emily.
– ¿Le contó también dónde ocurrió?
Ella negó con la cabeza.
– Tal vez en el sur. No lo sé. Creo… -Permanecí callado cuando, arrugando la frente, agitó ante mí en el aire los dedos de la mano derecha-. Medina -dijo por fin con un brillo triunfal en la mirada-. A la señorita Emily le mencionó ese nombre, Medina.
Tomé nota.
– ¿Y qué fue de su madre?
La señora Schneider se revolvió en la silla para mirarme.
– La mató -se limitó a decir.
Detrás de mí se abrió la puerta, y una enfermera entró con una bandeja de pastas, una cafetera y dos tazas, supuestamente a instancias del doctor Ryley. La señora Schneider, un poco sorprendida en apariencia, asumió el papel de anfitriona y me sirvió el café, ofreciéndome azúcar y leche. Insistió en que probara alguna pasta, pero yo no acepté, dando por sentado que ella las agradecería más tarde. No me equivocaba. Tomó una, colocó el resto cuidadosamente en dos servilletas de la bandeja y las guardó en el último cajón del tocador. A continuación, mientras las nubes cargadas de nieve se apiñaban otra vez en el cielo y comenzaba a oscurecer, siguió hablando de Emily Watts.
– Era una mujer que hablaba poco, señor Parker, excepto aquella vez -dijo con su inglés cuidadosamente pronunciado en el que se advertían aún restos de su acento original-. Decía «hola» y «buenas noches», o hablaba del tiempo, pero nada más. Nunca volvió a hablar del niño. Si pregunta a los otros que están aquí internados, aunque sólo entre en sus habitaciones un momento, le hablaran de sus hijos, de sus nietos, de sus maridos o de sus esposas. -Sonrió-. Tal como he hecho yo, señor Parker.
Estaba a punto de decir algo, por ejemplo, que no me importaba, que me parecía interesante (era lo mínimo que podía hacer, algo sincero a medias y bienintencionado), cuando ella alzó una mano para impedírmelo.
– Ni se le ocurra decirme que le ha gustado. No soy una jovencita que necesita que le lleven la corriente. -Continuó hablando sin dejar de sonreír. Algo en ella, el vestigio de una antigua belleza, me dio a entender que en su juventud muchos hombres le habían seguido la corriente, y de muy buena gana-. La señorita Emily, en cambio, no hablaba de esas cosas, en su habitación no había fotografías, ni cuadros, y desde que yo llegué aquí, hace cinco años, las únicas palabras que me dirigió fueron «Hola, señora Schneider», «Buenos días, señora Schneider», «Hace un día magnífico, señora Schneider». Nada más, excepto esa vez, y creo que después se avergonzó, o quizá sintió miedo. No recibía visitas, y nunca volvió a hablar de ello hasta que vino aquel joven. -Me incliné y ella me imitó, de modo que quedamos a unos centímetros de distancia el uno del otro-. Vino unos días después de que yo llamara al señor Willeford, después de aparecer su anuncio en el periódico. Primero oímos unos gritos abajo y luego a alguien que corría. Un hombre joven, un hombre corpulento, con los ojos grandes y mirada de loco, pasó ante la puerta de mi habitación e irrumpió en la de la señorita Emily. La verdad, yo temí por ella, y por mí, pero agarré mi bastón -señaló un bastón con la empuñadura labrada en forma de ave y contera de metal- y lo seguí.
«Cuando llegué a la habitación, la señorita Emily se encontraba sentada junto a la ventana, como yo ahora, pero con las manos… así. -La señora Schneider se llevó las palmas de las manos a las mejillas y abrió mucho la boca en una expresión de asombro-. Y el joven la miró y pronunció una sola palabra. Le dijo: "¿Madre?". Así, como una pregunta. Pero ella negó con la cabeza y dijo "no, no, no", una y otra vez. El chico tendió los brazos hacia la señorita Emily, pero ella, apartándose de él, retrocedió hasta el rincón de la habitación y se dejó caer en el suelo.
»Entonces oí detrás de mí a las enfermeras. Venían con ese guarda gordo, ese al que la señorita Emily golpeó la noche que escapó, y a mí me obligaron a salir de la habitación mientras se llevaban al chico. Lo observé mientras lo sujetaban, señor Parker, y su cara…, su cara era la de alguien que ha visto morir a una persona, a una persona querida. Lloró y volvió a gritar "Mamá, mamá", pero ella no contestó.
»Vino la policía y se lo llevó. Luego la enfermera preguntó a la señorita Emily si era verdad lo que había dicho el chico. Y ella contestó que no, que no sabía de qué hablaba ese muchacho, que no tenía ningún hijo.
»Pero esa noche la oí llorar durante tanto rato que pensé que nunca pararía. Fui a verla y la abracé. Le aseguré que no debía tener miedo, que estaba a salvo, pero ella sólo dijo una cosa.
Se calló de repente, y vi que le temblaban las manos. Apoyé la mía sobre las suyas para tranquilizarla. Ella, con los ojos cerrados, deslizó la mano derecha para cubrir la mía y me la apretó con fuerza. Y por un momento, creo, me convertí en su hijo, uno de los que nunca la visitaban y la había dejado allí, en el frío norte, para que muriese inexorablemente igual que si la hubiesen arrastrado hasta los bosques de Piscataquis o Aroostock y la hubiesen abandonado allí. Volvió a abrir los ojos y me soltó la mano. Al hacerlo, el temblor había remitido.
– Señora Schneider, ¿qué dijo? -pregunté con delicadeza.
– Dijo: «Ahora me matará».
– ¿A quién se refería? ¿A Billy, el joven que vino a verla? -Pero creo que ya conocía la respuesta.
La señora Schneider negó con la cabeza.
– No, al otro, al hombre del que se escondía; y temía que, si la encontraba, nadie podría ayudarla ni salvarla de él. Fue el que vino después -concluyó la anciana-. Se enteró de lo que había ocurrido y vino.
Esperé. Algo rozó suavemente la ventana y, al mirar, vi un copo de nieve resbalar por el cristal, fundiéndose a medida que descendía.
– Fue la noche antes de que huyese. Hacía frío, recuerdo que tuve que pedir una manta más de tanto frío como hacía. Cuando desperté, estaba muy oscuro, negro, sin luna. Y oí un ruido fuera, un chirrido.
»Me levanté de la cama, el suelo estaba tan helado que se me cortó la respiración. Me acerqué a la ventana y descorrí un poco la cortina, pero no vi nada. Entonces se oyó otra vez aquel ruido, miré hacia abajo y… -Estaba aterrorizada. Noté cómo afloraba a oleadas un horror arraigado y profundo que le había llegado a lo más hondo del alma-. Había un hombre, señor Parker. Trepaba por la cañería, palmo a palmo. Tenía la cabeza vuelta hacia abajo, así que no le vi la cara. Y en todo caso estaba tan oscuro que era sólo una sombra. Pero la sombra llegó a la ventana de la señorita Emily, y vi que empujaba con la mano, intentando abrirla por la fuerza. Oí gritar a la señorita Emily, y yo grité también y corrí al pasillo para llamar a una enfermera. Y la señorita Emily seguía gritando y gritando sin parar. Pero cuando llegaron, el hombre había desaparecido y no encontraron el menor rastro de él en el jardín.
– ¿Cómo era ese hombre, señora Schneider? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Grande? ¿Pequeño?
– Ya se lo he dicho: estaba muy oscuro. No lo vi bien. -Hizo un esfuerzo por recordar, pero movió la cabeza en un gesto angustiado.
– ¿Podría haber sido Billy?
– No. -Su respuesta fue tajante-. La silueta era distinta. No era tan grande como el chico. -Levantó las manos como que si quisiera abarcar los enormes hombros de Billy-. Cuando le hablé a la enfermera del hombre, sospecho que pensó que eran imaginaciones mías, que éramos dos viejas alimentando nuestros mutuos miedos. Pero no es cierto. Señor Parker, no vi a ese hombre con claridad, pero lo sentí. No se trataba de un ladrón que venía a robar a unas ancianas. Quería algo más. Quería hacer daño a la señorita Emily, castigarla por algo ocurrido hacía mucho tiempo. Ese chico, Billy, el chico que la llamó «mamá», fue el que al venir provocó la situación. Quizá la provoqué yo, señor Parker, al llamar a ese tal Willeford. Quizá la culpa sea mía.
– No, señora Schneider -dije-. Sea cual sea la causa, tuvo lugar hace mucho tiempo.
Me miró con una expresión cercana a la ternura y, alargando el brazo, apoyó una mano suavemente en mi rodilla para recalcar sus siguientes palabras.
– La señorita Emily tenía miedo, señor Parker -susurró-, tanto miedo que deseaba morir.
La dejé allí sola, con sus recuerdos y su culpabilidad. El invierno, ladrón de la luz del día, hizo titilar luces a lo lejos cuando Martel y yo nos dirigíamos hacia nuestros coches.
– ¿Ha averiguado algo? -quiso saber.
En lugar de contestar de inmediato, miré hacia el norte, hacia el bosque, hacia aquel vasto espacio despoblado.
– ¿Podría sobrevivir un hombre ahí? -pregunté.
Martel arrugó la frente.
– Dependería de cuánto tiempo se quedara, de la clase de ropa y las provisiones…
– No me refiero a eso -le interrumpí-. ¿Podría sobrevivir durante mucho tiempo, años incluso?
Martel pensó por un momento. Cuando habló, no se tomó a broma la pregunta sino que respondió muy en serio, y con ello se ganó aún más mi estima.
– No veo por qué no. La gente ha sobrevivido ahí desde que se colonizó el país. Aún quedan vestigios de granjas que lo demuestran. No sería una existencia fácil y supongo que requeriría volver a la civilización de vez en cuando, pero habría posibilidades.
– ¿Y ahí nadie lo molestaría?
– La mayor parte de ese territorio está intacto desde hace casi cincuenta años. Si uno se adentra lo suficiente en el bosque, es muy posible que ni siquiera lleguen a molestarlo los cazadores o la guardia forestal. ¿Piensa que alguien se ha refugiado ahí?
– Sí, eso creo. -Le estreché la mano y abrí la puerta del Mustang-. El problema es, me temo, que ha vuelto a salir.
Ya tenía un rastro, empezaba a conocerlo gradualmente, pero necesitaba saber más para comprenderlo, para dar con él antes de que él mismo encontrase a Billy Purdue, antes de que volviese a matar. Estaba a punto de hallar una conexión: flotaba a mi alrededor como el título de una melodía que se recuerda sólo en parte. Necesitaba a alguien capaz de reunir todas mis sospechas a medio formar y moldearlas hasta crear una unidad coherente, y sólo conocía a una persona en quien podía confiar hasta ese punto.
Necesitaba hablar con Rachel Wolfe.
Regresé a Dark Hollow, metí en la bolsa unas cuantas cosas para pasar la noche y puse encima el expediente de Caleb Kyle. Louis y Ángel acababan de volver en sus respectivos coches cuando yo salía. Les expliqué mis intenciones y partí camino de Bangor para tomar el vuelo a Boston.
Cuando estaba en las afueras de Guilford, tres coches por delante del mío vi un camión Ford amarillo cuyo tubo de escape arrojaba humo negro a la carretera. Aceleré y, al adelantar, eché por curiosidad un vistazo al conductor. En la cabina iba el viejo que me había amenazado con la escopeta. Tras permanecer delante de él durante un rato, entré en una gasolinera de Dover-Foxcroft para dejarlo pasar. Después lo seguí cuatro o cinco coches por detrás hasta Orono, donde se desvió hacia el aparcamiento de unas ruinosas galerías comerciales y estacionó frente a una tienda llamada Stuckey Trading. Consulté la hora en mi reloj. Si me demoraba más, perdería el avión. Observé al viejo mientras sacaba un par de sacos negros de la caja del camión y se encaminaba hacia la tienda. Finalmente, dando una palmada de frustración al volante, pisé el acelerador en dirección a Bangor y el aeropuerto.
Sabía que Rachel Wolfe daba seminarios en Harvard y que la universidad financiaba sus investigaciones sobre el vínculo entre estructuras cerebrales anómalas y conducta delictiva. Ya no atendía a pacientes particulares ni, que yo supiera, participaba en la elaboración de perfiles criminales.
Rachel había actuado extraoficialmente como asesora del Departamento de Policía de Nueva York en varios casos, incluidos los asesinatos del Viajante. Así la conocí, así acabamos siendo amantes, y fue eso lo que al final nos separó. Rachel, cuyo hermano policía había muerto a manos de un perturbado, creía que, explorando la mentalidad criminal, impediría que otros padecieran tragedias similares. Pero la mentalidad del Viajante no se parecía a la de ningún otro y, mientras intentábamos darle caza, Rachel había estado a punto de perder la vida. Había dejado claro que no deseaba verme y, hasta hacía poco, yo había respetado ese deseo. No quería causarle más dolor, pero ahora tenía la sensación de que no podía acudir a ninguna otra persona.
Sin embargo, no se reducía a eso, como yo bien sabía. En los tres últimos meses había ido dos veces a Boston con la intención de buscarla o intentar restablecer lo que habíamos perdido, pero en ambas ocasiones me había marchado sin que habláramos. Dejar mi tarjeta la última vez, mientras Louis esperaba en el vestíbulo, era lo más cerca que había estado de ponerme en contacto con ella. Quizá Caleb Kyle, de algún modo, tendiese un puente entre nosotros, un canal profesional que acaso nos permitiese recuperar al mismo tiempo la relación personal.
En el avión, escribiendo en mayúsculas y con letra clara, añadí al expediente elaborado por mi abuelo la información que me había facilitado la señora Schneider. Asimismo examiné las fotografías y me fijé en los detalles de aquellas jóvenes muertas hacía mucho tiempo, sus vidas documentadas más minuciosamente por mi abuelo después de su fallecimiento que por ninguna otra persona mientras vivían. En muchos sentidos, las conocía y se preocupaba por ellas tanto como sus propios padres. En algunos casos incluso más. Había sobrevivido a su esposa trece años y a su hija doce. Había llorado a muchas mujeres a lo largo de su vida, pensé.
Recordé algo que me comentó en una ocasión cuando yo ya era policía. Sentados en la casa de Scarborough con sendas tazas de café en la mesa, lo observé mientras él examinaba mi placa dándole vueltas en la mano, la luz reflejada en las gafas. Fuera lucía el sol, pero la casa estaba fresca y en penumbra.
– Es una extraña vocación -dijo por fin-. Todos esos violadores y asesinos, ladrones y traficantes de droga…, los necesitamos para existir. Sin ellos no tendríamos razón de ser. Dan sentido a nuestra vida profesional.
»Y ése es el peligro, Charlie, porque algún día tropezarás con alguno que amenace con cruzar la línea, alguno que no puedas dejar atrás cuando te quites la placa al final de la jornada. Tienes que evitarlo o, si no, tus amigos, tu familia, todos se verán manchados por su sombra. Un hombre así te convierte en su títere. Tu vida pasa a ser una prolongación de la suya, y si no lo encuentras, si no acabas con él, te obsesionará el resto de tus días. ¿Entiendes, Charlie?
Lo entendí, o eso creía. Incluso entonces, cuando se acercaba al final de su vida, continuaba manchado por el contacto que tuvo con Caleb Kyle. Mi abuelo albergaba la esperanza de que eso no llegara a sucederme, pero me sucedió. Me ocurrió con el Viajante y ahora volvía a repetirse. Había heredado la cruz de mi abuelo, su fantasma, su demonio.
Después de añadir mis anotaciones al expediente lo repasé una vez más buscando a tientas el camino para acceder a la mente de mi abuelo y, a través de sus esfuerzos, a la mente de Caleb Kyle. Al final del expediente se incluía una hoja de periódico doblada. Era una plana del Maine Sunday Telegram con fecha de 1977, doce años después de que al hombre que mi abuelo conocía como Caleb Kyle se lo tragase la tierra. En la hoja aparecía una fotografía tomada en Greenville de un representante de la Scott Paper Company, propietaria de buena parte de los bosques al norte del Greenville, en el acto de entrega del vapor Katahdin al Museo de la Marina de Moosehead para su restauración. Al fondo, un grupo de personas sonreía y saludaba con la mano, y detrás había una figura con el rostro vuelto hacia la cámara y una caja en los brazos que posiblemente contenía suministros. Incluso a lo lejos se le veía alto y fibroso; los brazos que sostenían la caja eran largos y delgados, las piernas esbeltas pero fuertes. La cara era sólo un borrón, enmarcada por un círculo en rotulador rojo cuidadosamente trazado.
Pero mi abuelo la había ampliado, la había ampliado una vez, y otra, y otra, colocando cada ampliación detrás de la fotografía anterior. Y la cara se hizo cada vez más grande hasta alcanzar las dimensiones de un cráneo real y convertirse los ojos en cuencas oscuras, la cara en una composición de puntos blancos y negros. El hombre de la imagen se había transformado en un espectro, con sus facciones indistinguibles, irreconocibles para cualquiera excepto mi abuelo, ya que mi abuelo había estado sentado junto a él en aquel bar, lo había olido, lo había escuchado mientras él le daba indicaciones para llegar a un árbol donde varias chicas muertas giraban en la brisa.
Ese hombre, creía mi abuelo, era Caleb Kyle.
Ya en el aeropuerto telefoneé al Departamento de Psicología de Harvard, di mi número de identidad y pregunté si Rachel Wolfe daba clase ese día. Me informaron de que la señorita Wolfe tenía un seminario con estudiantes de psicología a las dieciocho horas. Eran las 17:15. Conocía a personas que, si llegaba tarde al campus, podían proporcionarme su dirección, pero eso me llevaría tiempo y más tiempo, y por momentos empezaba a tomar conciencia de que eso era algo que no me sobraba. Paré un taxi y, tras alentar enérgicamente al taxista a ir por el túnel de Ted Williams para eludir los peores atascos de tráfico, llegué a Cambridge.
Frente al bar Grafton colgaba una pancarta de las elecciones universitarias, y cuando atravesé el campus en dirección al cruce de Quincy y Kirkland, muchos chicos llevaban pegatinas electorales en las bolsas y abrigos. Me senté a la sombra de la Iglesia de la Nueva Jerusalén, frente al William James Hall, y esperé.
A las 17:59, una silueta vestida con un abrigo de lana negro, botas de media caña y pantalón negro, el cabello rojo recogido con una cinta negra y blanca, se acercó por Quincy y entró en el Hall. Incluso a lo lejos, Rachel se conservaba atractiva, y advertí que un par de estudiantes le lanzaban furtivas miradas al pasar. Cuando entró en el vestíbulo, la seguí a corta distancia y observé cómo bajaba por la escalera hasta el Seminario 6 en el semisótano, para asegurarme de que no cancelaba la clase y se iba. Fui tras ella hasta que entró en el seminario y cerró la puerta; a continuación tomé asiento en una silla de plástico desde donde se veía el aula y esperé.
Al cabo de una hora se abrió la puerta y empezaron a salir los estudiantes, la mayoría con grandes cuadernos de espiral sujetos contra el pecho o asomando de los bolsos: los cuadernos de espiral eran una de las debilidades de Rachel. Me aparté para dejar pasar al último estudiante y luego entré en la clase, que era pequeña y estaba dominada por una única y amplia mesa, con sillas dispuestas alrededor y contra las paredes. En la cabecera de la mesa, bajo una pizarra, estaba sentada Rachel Wolfe. Vestía un jersey verde oscuro encima de una camisa blanca de hombre con el cuello levantado. Como siempre, llevaba un ligero toque de maquillaje, cuidadosamente aplicado, y los labios pintados de rojo oscuro.
Alzó la vista con actitud expectante y una media sonrisa en la cara, que se le borró en cuanto me vio. Cerré la puerta con delicadeza al entrar y ocupé la primera silla vacía de la mesa, que era la más alejada de ella.
– Hola -dije.
Con gran parsimonia, guardó sus bolígrafos y notas en un maletín de piel, se levantó y empezó a ponerse el abrigo.
– Te pedí que no intentases contactar conmigo -dijo mientras buscaba con dificultad la manga izquierda.
Me puse en pie, me acerqué a ella y le sostuve la manga para que metiese el brazo. Aunque un tanto avergonzado por irrumpir en su territorio de aquella manera, sentí también una momentánea punzada de resentimiento: Rachel no había sido la única que había sufrido en Louisiana durante la persecución del Viajante. El resentimiento desapareció enseguida y dio paso a la culpabilidad cuando la recordé entre mis brazos, con el cuerpo sacudido por los sollozos después de verse obligada a matar a un hombre en el cementerio de Metairie. Una vez más la recordé levantando el arma, el dedo en el gatillo, el fogonazo del cañón a la vez que el arma retrocedía en sus manos. Un profundo e insaciable instinto de supervivencia la había impulsado aquel espantoso día de verano. Creo que en ese momento, al mirarme, recordó lo que había hecho y sintió miedo de lo que yo representaba: la capacidad de violencia que brevemente había cobrado fuerza dentro de ella y cuyas ascuas ardían aún en los oscuros rincones de su alma.
– No te preocupes -dije, mintiendo en parte-. No he venido por motivos personales sino profesionales.
– Razón de más para no querer oírlos. -Dio media vuelta con el maletín bajo el brazo-. Discúlpame, tengo trabajo.
Tendí una mano para tocarle el brazo y me lanzó una mirada de furia. La retiré.
– Rachel, espera. Necesito tu ayuda.
– Déjame marchar, por favor. Me cortas el paso.
Me aparté y ella pasó ante mí con la cabeza gacha. Tenía ya la puerta abierta cuando volví a hablar.
– Rachel, escúchame sólo un momento. Si no es por mí, al menos por Walter Cole.
Se detuvo en la puerta pero no se volvió.
– ¿Qué pasa con Walter?
– Su hija Ellen ha desaparecido. No estoy seguro, pero quizá tenga algo que ver con un caso en el que estoy trabajando. Puede que también guarde relación con Thani Pho, la estudiante que asesinaron.
Rachel permaneció callada por un instante. Luego respiró hondo, cerró la puerta y se sentó en la silla que yo había ocupado antes. Para equilibrar la situación, yo me senté en la suya.
– Tienes dos minutos -dijo.
– Necesito que leas un expediente y me des tu opinión.
– Ya no me dedico a eso.
– Me he enterado de que trabajas en un estudio sobre la conexión entre los crímenes violentos y los trastornos cerebrales, algo que implica escanogramas del cerebro.
Sabía algo más que eso. Rachel participaba en una investigación sobre las disfunciones de dos áreas del cerebro, la amígdala y el lóbulo frontal. Por lo que yo entendí al leer una copia de un artículo que ella había publicado en una revista de psicología, la amígdala, una pequeña zona de tejido del cerebro inconsciente, genera las sensaciones de alarma y emoción y nos permite responder a la angustia de los demás. En el lóbulo frontal se registran las emociones, y es ahí, también, donde surge la conciencia y donde se construyen los planes. Asimismo, es la parte del cerebro que controla nuestros impulsos.
Ahora se creía que, en los psicópatas, el lóbulo frontal no respondía frente a una situación emocional, debido posiblemente a un defecto en la propia amígdala o en los procesos utilizados para enviar señales a la corteza cerebral. Rachel, y otros como ella, insistían en la necesidad de realizar un estudio a gran escala con escanogramas de asesinos convictos, aduciendo que podía establecerse una conexión entre las lesiones cerebrales y la conducta criminal psicopática.
Frunció el entrecejo.
– Según parece, sabes mucho sobre mí. No estoy segura de si me gusta la idea de que andes espiándome.
Volví a sentir una punzada de resentimiento, tan intensa que contraje la boca involuntariamente.
– No es así, pero veo que conservas un ego fuerte y saludable.
En sus labios apareció una sonrisa, débil y fugaz.
– El resto de mí no es tan robusto. Tendré cicatrices de por vida, Bird. Voy a terapia dos veces por semana y he tenido que abandonar mi propia consulta. Todavía me acuerdo de ti y todavía me das miedo. A veces.
– Lo siento. -Quizá fuesen imaginaciones mías, pero creía advertir que esa pausa, ese «a veces», implicaba que también se acordaba de mí de otras maneras.
– Lo sé. Háblame de ese expediente.
Y le hablé, resumiéndole brevemente el historial de los asesinatos y añadiendo parte de lo que la señora Schneider me había contado y parte de lo que yo mismo sospechaba o había adivinado.
– Casi todo está aquí. -Levanté el ajado expediente marrón-. Me gustaría que le echases un vistazo a ver qué se te ocurre.
Alargó el brazo y deslicé el expediente por la mesa hacia ella. Hojeó con rapidez las anotaciones a mano, las copias en papel carbón, las fotografías. Una de ellas mostraba la escena del crimen a orillas del Little Wilson.
– Dios mío -susurró, y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, advertí en ellos una nueva luz, la chispa de la curiosidad profesional, pero también algo más, algo que me había atraído de ella desde el principio.
Era empatía.
– Podría llevarme un par de días -dijo.
– No tengo un par de días. Lo necesito esta noche.
– Imposible. Lo siento, pero con tan poco tiempo no podría empezar siquiera.
– Rachel, nadie me cree. Nadie aceptará que este hombre haya existido o, lo que es peor, que quizá siga vivo. Pero está allí. Lo presiento, Rachel. Necesito comprenderlo, aunque sólo sea un poco. Necesito algo, cualquier cosa, para hacerlo real, para sacarlo de ese expediente y formarme una imagen reconocible de él. Por favor. Tengo una maraña de detalles en la cabeza, y necesito que alguien me ayude a darles sentido. No puedo acudir a nadie más y, en todo caso, eres la mejor psicóloga criminalista que conozco.
– Soy la única psicóloga criminalista que conoces -respondió, y la sonrisa apareció de nuevo en sus labios.
– Eso también.
Se levantó.
– No puedo tener nada para ti esta noche, pero quedemos mañana en la librería de la cooperativa a eso de las once. Te daré lo que haya conseguido hasta entonces.
– Gracias -dije.
– No hay de qué.
Y dicho esto se fue.
Me alojé donde siempre me alojaba durante mis visitas a Boston, el Nolan House de la Calle G, en el sur de la ciudad. Era un hotel residencia tranquilo, con muebles antiguos y un par de restaurantes cerca. Me puse en contacto con Ángel y Louis, pero en Dark Hollow no había novedades.
– ¿Has visto a Rachel? -preguntó Ángel.
– Sí, la he visto.
– ¿Cómo se lo ha tomado?
– No parecía muy contenta de verme.
– Traes malos recuerdos.
– Toda mi vida ha sido así. Quizás alguien, algún día, me vea y tenga pensamientos felices.
– Imposible -contestó-. Relájate y dile que te hemos preguntado por ella.
– Lo haré. ¿Algún movimiento en casa de Payne?
– El tipo joven ha ido al pueblo a comprar leche y comida, eso es todo. Ni rastro de Billy Purdue, ni de Tony Celli, ni de Stritch, pero Louis aún se comporta de una manera rara. Stritch ronda cerca, de eso estamos seguros. Cuanto antes vuelvas, mejor.
Me duché, me puse una camiseta limpia y unos vaqueros, y en el pasillo del Nolan House, entre las guías y revistas, encontré un ejemplar del magnífico atlas de carreteras Gousha de 1995. Aparecían ocho Medinas -Texas, Tennessee, Washington, Wisconsin, Nueva York, Dakota del Norte, Michigan y Ohio- y una Medinah, en Illinois. Descarté todos los pueblos de la zona norte confiando en que mi abuelo estuviese en lo cierto con respecto al origen sureño de Caleb, lo cual me dejaba Tennessee y Texas. Probé primero con Tennessee, pero en la oficina del sheriff del condado de Gibson nadie recordaba a un Caleb Kyle que, durante los años cuarenta, quizás había matado a su madre en la granja donde vivían; pero, como un ayudante me dijo servicialmente, eso no significaba que no hubiese ocurrido; sólo significaba que allí nadie lo recordaba. Telefoneé a la policía del estado, por si acaso, pero obtuve la misma respuesta: ningún Caleb Kyle.
Eran casi las ocho y media cuando empecé a llamar a Texas. Resultó que Medina estaba en el condado de Banderas, no en el condado de Medina, así que mi primera llamada al sheriff del condado de Medina no me sirvió de gran cosa. Pero sí tuve suerte la segunda vez, mucha suerte, y no pude por menos de preguntarme cómo se habría sentido mi abuelo de haber llegado hasta ese punto y haber descubierto la verdad sobre Caleb Kyle.
Me dijo un ayudante del sheriff que su jefe se llamaba Dan Tannen. Aguardé a que le pasaran la llamada directamente al despacho. Tras un par de chasquidos, una voz femenina dijo:
– Sí.
– ¿Sheriff Tannen? -pregunté, y acerté.
– Sí, soy yo -contestó ella-. No parece sorprendido.
– ¿Debería estarlo?
– Ya me han confundido con la secretaria varias veces. Me saca de quicio, se lo aseguro. El Dan es abreviatura de Danielle, por si aclara algo. Tengo entendido que ha preguntado usted por Caleb Kyle.
– Así es. Soy investigador privado y trabajo en las afueras de Portland, Maine. Estoy…
Me interrumpió para preguntar:
– ¿De qué conoce ese nombre?
– ¿Caleb?
– Ajá. Bueno, más concretamente Caleb Kyle. ¿De qué lo conoce?
Era una buena pregunta. ¿Por dónde debía empezar? ¿Por la señora Schneider? ¿Por Emily Watts? ¿Por mi abuelo? ¿Por Ruth Dickinson, Laurel Trulock y las otras tres chicas que acabaron colgadas de un árbol a orillas del Little Wilson?
– Señor Parker, le he hecho una pregunta.
Tuve la sensación de que la sheriff Tannen conservaría su puesto durante bastante tiempo.
– Perdone -dije-. Es complicado. Lo oí por primera vez de boca de mi abuelo cuando yo era joven, y en la última semana lo he oído otras dos veces.
Pasé a contarle lo que sabía. Ella me escuchó sin hacer comentarios y, cuando terminé, habló después de un largo silencio.
– Ocurrió antes de que yo naciera -dijo por fin-. O al menos una parte. El chico vivía en el campo con su madre, a unos siete kilómetros al sudeste de aquí. Nació, por lo que recuerdo sin consultar el expediente, en 1928 o 1929, pero nació con el apellido Brewster. Su padre era un tal Lyall Brewster, que fue a luchar contra Hitler y murió en el norte de África. Caleb y su madre tuvieron que valerse por sí mismos. Además, Lyall Brewster nunca llegó a casarse con Bonnie Kyle, que era como se llamaba la madre. Comprenderá ahora mi interés al oírle decir «Caleb Kyle». Poca gente lo conocería por ese nombre. La verdad es que nunca había oído que lo llamaran así. Aquí fue siempre Caleb Brewster, hasta el día en que mató a su madre.
»Ella era el mismísimo demonio, cuentan quienes la conocieron. Era muy reservada y no dejaba que el chico se apartara de ella. Pero él era listo, señor Parker; en la escuela destacó en matemáticas, en lectura, en todo aquello en lo que se aplicaba. Entonces la madre decidió que no le gustaba que el niño atrajera tanta atención y lo sacó de la escuela. Afirmó que le daría clases ella misma.
– ¿Cree que fue víctima de malos tratos?
– Creo que corrieron rumores. Recuerdo que alguien me contó que una vez lo encontraron vagando desnudo por la carretera que va a Kerville, sucio de tierra y excrementos de cerdo. La policía se lo llevó a su madre envuelto en una manta. Por entonces, no podía tener más de catorce o quince años. Le oyeron gritar en cuanto se cerró la puerta. Sin duda la madre usaba el palo con él, deduzco, pero por lo demás… -Hizo otra pausa, y la oí tragar un líquido al otro lado de la línea-. Agua -aclaró-, por si tiene dudas.
– No tenía ninguna.
– Bueno, da igual. En todo caso, no me consta que hubiese abusos sexuales. Eso salió a la luz en el juicio, pero también salió a la luz en el juicio de los hermanos Menéndez, y ya ve cómo acabaron. Como le he dicho, señor Parker, Caleb era listo. Incluso a los dieciséis o diecisiete años era más listo que la mayoría de la gente del pueblo.
– ¿Cree que se lo inventó?
No contestó de inmediato.
– No lo sé, pero era lo bastante listo para tratar de utilizarlo como atenuante. Debe recordar, señor Parker, que antes no se hablaba de eso tanto como hoy en día. Era poco habitual que alguien lo sacara a relucir. Posiblemente nunca llegaremos a saber con seguridad qué ocurrió en esa casa.
»Pero la inteligencia no era el único rasgo de Caleb Brewster. Aquí la gente recuerda que era malo, o peor que eso. Torturaba a los animales, señor Parker, y colgaba los restos de los árboles: ardillas, conejos, incluso perros. No había pruebas que lo relacionaran con ello, entiéndalo, pero la gente sabía que había sido él. Quizá se cansó de matar animales y decidió subir un peldaño. Hubo también otras cosas.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, vayamos por orden. Sabemos que mató a su madre y que dio de comer su cuerpo a los cerdos. Dos o tres días después del incidente en la carretera, el sheriff Garrett y un ayudante fueron a ver cómo estaba el chico. Lo encontraron sentado en el porche, bebiendo leche agria de una jarra. Había sangre en la cocina: en las paredes, en el suelo. Había empapado las tablas del suelo. El chico aún tenía el cuchillo al lado. La ropa de Bonnie Kyle estaba en la pocilga, junto con unos cuantos huesos, prácticamente lo único que los cerdos habían dejado. Eso y el anillo. Uno de los cerdos lo había expulsado entre sus heces. Me parece que ahora lo tienen expuesto en el Museo de la Frontera de Banderas, junto con corderos bicéfalos y puntas de flecha indias.
– ¿Qué pasó con Caleb?
– Lo procesaron como a un adulto y lo condenaron a prisión.
– ¿Cadena perpetua?
– Veinte años. Salió en el sesenta y tres o en el sesenta y cuatro, creo.
– ¿Rehabilitado?
– ¿Rehabilitado? No, por Dios. Supongo que ya había perdido la razón antes de matarla y nunca la recuperó. Pero alguien, tomando en consideración las circunstancias atenuantes, consideró oportuno ponerlo en libertad. Había cumplido la condena y no podían tenerlo encerrado para siempre, aunque habría sido una excelente idea. Y como he dicho, era listo. En la cárcel no se metió en líos. Pensaron que estaba mejorando. Yo personalmente creo que estaba a la espera.
– ¿Regresó a las afueras del pueblo? -pregunté. De nuevo siguió una pausa, y esta vez me pareció que el silencio no se rompió hasta transcurrido un buen rato.
– La casa seguía en pie -contestó Tannen-. Recuerdo que regresó al pueblo en autobús…, yo tendría diez u once años…, y que se encaminó hacia su antigua casa. La gente cambiaba de acera y luego se quedaba mirando cómo se alejaba. No sé cuánto tiempo pasó allí. No serían más de dos noches, pero…
– ¿Pero?
Exhaló un suspiro.
– Murió una chica. Lillian Boyce. Decían que era la chica más guapa del condado, y probablemente tenían razón. La encontraron junto al Hondo Creek, cerca de Tarpley. Presentaba numerosas heridas de arma blanca. Pero eso no fue lo peor. -Esperé, y tuve la impresión de que sabía lo que iba a oír aun antes de que lo dijera-. Estaba colgada de un árbol -explicó-. Como si alguien quisiese que la encontraran, como si fuese una advertencia para todos nosotros.
La línea pareció zumbar y, mientras la sheriff Tannen concluía su relato, sentí que el teléfono móvil me ardía en la mano.
– Cuando la encontraron, Caleb Brewster se había marchado otra vez. Aún hay una orden de búsqueda pendiente, que yo sepa, pero no pensaba que alguien llegara a atenderla. Al menos hasta ahora.
Después de colgar me quedé sentado en la cama durante un rato. Había un mazo de cartas en un estante de la habitación y, sin darme cuenta, empecé a barajarlas; los bordes de los naipes desfilaron borrosamente ante mis ojos. Vi la reina de corazones y la saqué, me acordé de Saul Mann cuando jugaba a «Encuentra a la Reina». De pie tras su mesa de caballete forrada de felpa, en apariencia hablando solo, colocaba las cartas ante sí y volteaba una con el borde de la otra. «Con cinco gana diez, con diez gana veinte.» Parecía no darse cuenta siquiera de que los apostantes se congregaban lentamente, atraídos por el movimiento seguro de sus manos y la promesa de dinero fácil, pero él observaba todo el rato. Observaba y esperaba, y poco a poco, de manera infalible, acudían a él. Era como un cazador que tiene la certeza de que, en algún momento, el ciervo se cruzará en su camino.
Y pensé también en Caleb Kyle, me lo imaginé contemplando los restos de las chicas que había desgarrado y colgado de los árboles. Algo vino a mi memoria, una leyenda que me contó alguien sobre el emperador Nerón. Se decía que Nerón, después de matar a su propia madre, Agripina la Joven, ordenó que abrieran su cuerpo para ver el lugar de donde él había salido. No se conoce con claridad el motivo de semejante acto: obsesión morbosa, tal vez, o los sentimientos incestuosos que le atribuían los antiguos cronistas. Incluso es posible que esperase comprender algo acerca de sí mismo, de su propia naturaleza, mediante la revelación de su propio origen. En otro tiempo debió de amarla, pensé, antes de que todo se convirtiera en furia, rabia y odio, antes de decidir quitarle la vida y despedazar sus restos. Durante un instante experimenté cierta compasión por Caleb: lástima por el niño que fue en otro tiempo, y aborrecimiento por el hombre en que se convirtió.
Vi sombras que caían de los árboles y una figura que se trasladaba al norte, siempre al norte, como la aguja de una brújula. Lógicamente se había dirigido al norte. El norte era la zona más alejada de Texas adonde podía llegar después de vengarse de la comunidad que había considerado oportuno mandarlo a la cárcel por lo que le había hecho a su madre.
Pero por lo visto no se reducía sólo a eso. Mi abuelo me contó que, cuando era niño, el sacerdote leía los Evangelios en el lado norte de la iglesia, porque el norte siempre se había visto como una zona a la que aún no había llegado la luz de Dios. Por esa misma razón enterraban a los no bautizados, a los suicidas y a los asesinos en el norte, fuera de las tapias del camposanto.
Porque el norte era un territorio negro. El norte era el lugar de las tinieblas.
A la mañana siguiente, la librería estaba abarrotada de estudiantes y de turistas. Pedí café y me entretuve leyendo un ejemplar de Rolling Stones que alguien había dejado en una silla, hasta que llegó Rachel, tarde como de costumbre. Vestía de nuevo el abrigo negro, esta vez encima de unos vaqueros y un jersey azul cielo con el cuello en pico. Debajo llevaba una camisa Oxford de rayas azules y blancas abrochada hasta el cuello. El cabello le caía suelto sobre los hombros.
– ¿Llegas pronto alguna vez? -pregunté después de pedir un café y una magdalena para ella.
– Me quedé hasta las cinco trabajando en tu maldito expediente -contestó-. Si te cobrara por horas, no podrías permitírtelo.
– Lo siento -dije-. Apenas puedo permitirme el café y el bollo.
– Me partes el alma -contestó, pero me dio la impresión de que su actitud se había ablandado desde el día anterior; no obstante, quizás esa percepción obedeciese más a un deseo por mi parte que a la realidad-. ¿Estás preparado para esto?
Asentí, pero antes de que prosiguiese le conté lo que había averiguado a través de la sheriff de Medina, y que, para escapar de su pasado, Caleb había adoptado el apellido de su madre.
Rachel asintió para sí.
– Concuerda -afirmó-. Todo concuerda.
Llegó el café y echó azúcar; a continuación desenvolvió la magdalena, la partió en trozos del tamaño de un bocado y empezó a hablar.
– La mayor parte de todo esto son conjeturas y suposiciones. Cualquier agente decente de las fuerzas del orden se reiría en mi cara y me echaría de aquí, pero como tú no eres ni decente ni agente de las fuerzas del orden, recibirás lo que te mereces. Además, toda la información que me has dado se basa también en conjeturas y suposiciones, unidas a cierto grado de superstición y paranoia. -Movió la cabeza con un gesto de perplejidad y su expresión se volvió más seria en cuanto abrió el cuaderno de espiral. Ante ella se extendía un texto de apretada caligrafía, salpicado aquí y allá por notas adhesivas amarillas-. Creo que ya sabes casi todo lo que voy a decirte. Lo único que puedo hacer es esclarecerlo, quizás aportar cierto orden.
»Bird, si este hombre existe, o al menos si el mismo hombre, Caleb Kyle, es el autor de todos estos asesinatos, te enfrentas a un sádico psicópata de manual. En realidad te enfrentas a algo peor que eso, porque nunca me he encontrado con algo semejante en la literatura especializada, ni tampoco en mi experiencia clínica; o como mínimo no todo junto en un mismo caso. Por cierto, este expediente no recoge ningún asesinato después de 1965. Aun teniendo en cuenta la fotografía del periódico, ¿has contemplado la posibilidad de que esté muerto o fuese encarcelado por otros delitos? Tanto lo uno como lo otro explicarían la repentina interrupción de los asesinatos.
– Podría estar muerto -admití-, y en tal caso todo esto sería una pérdida de tiempo y nos encontraríamos ante algo muy distinto. Pero supongamos que no fue encarcelado: si la sheriff tenía razón y Caleb era tan listo como ella decía, no iba a volver a la cárcel. Además, mi abuelo lo comprobó en su día (consta en el expediente), y sé que fue consultando de manera aleatoria a lo largo de los años, aunque quizá buscaba a Caleb Kyle, no a Caleb Brewster.
Rachel se encogió de hombros.
– Siendo así, tienes otras dos posibilidades: o bien continuó matando pero todas sus víctimas constan como personas desaparecidas (si es que alguien ha advertido su ausencia), o bien…
– ¿O bien?
Rachel golpeteó en el cuaderno con la punta del bolígrafo junto a una palabra marcada con un círculo rojo.
– O bien ha permanecido en estado latente. La posibilidad de que algunos asesinos en serie entren en periodos de latencia está siendo estudiada por la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, por los colaboradores en la elaboración de perfiles criminales y por el programa de consulta. Ya lo sabes porque te lo he dicho otras veces. Es una teoría, pero podría explicar por qué algunos asesinatos en serie se interrumpen sin que se detenga a nadie. Por alguna razón, el asesino llega a un punto en el que la necesidad de encontrar a una víctima no es tan acuciante y deja de matar.
– Si ha estado latente hasta ahora, algo lo ha despertado -comenté.
Pensé en el topógrafo de la compañía maderera, que se adentró en la espesura a fin de preparar el terreno para la destrucción del bosque, y en lo que quizás encontró ahí. Recordé asimismo la historia de la señora Schneider con la nota en el periódico, y la investigación a la antigua usanza de Willeford, donde uno llamaba a las puertas, ponía anuncios y hacía correr la voz hasta que ésta llegaba a la persona que uno buscaba; y recordé el artículo sobre la detención de Billy Purdue en Santa Marta. Si uno pone miel, no debería sorprenderse de que acudan las avispas.
– Es poco fundado, pero ésas son las posibilidades que deberías considerar -prosiguió Rachel-. Fijémonos ahora en los asesinatos iniciales. En primer lugar, aunque quizá sea algo secundario, el lugar donde se encontraron los cadáveres tiene su importancia.
Caleb Kyle determinó el momento en que serían encontrados, dónde y por quién. Fue su manera de controlar y participar en la búsqueda. Tal vez no organizó los primeros asesinatos, eso nunca lo sabremos con seguridad, ya que desconocemos dónde se cometieron, pero la exhibición de los cadáveres fue un acto muy calculado. Deseaba formar parte en cierto modo del descubrimiento. Yo diría que cuando tu abuelo encontró a las mujeres, él lo estaba observando.
»En cuanto a los propios asesinatos, si lo que contó esa anciana, Schneider, es verdad, lo cual depende a su vez de si era verdad lo que Emily Watts le contó a ella, Kyle ya había empezado a matar durante su relación. El grado de descomposición de los cinco cuerpos era distinto: Judy Giffen y Ruth Dickinson fueron las primeras víctimas, y entre una y otra había mediado casi un mes. En cambio, Laurel Trulock, Louise Moore y Sarah Raines fueron asesinadas en rápida sucesión: el informe del forense reveló que Trulock y Moore probablemente murieron con menos de veinticuatro horas de diferencia, y Raines no más de veinticuatro horas después.
»Supongo que todas esas chicas, o al menos las tres últimas, se parecían físicamente a Emily Watts. Eran esbeltas y delicadas: más pasivas que Emily, tal vez, que se mostró fuerte cuando surgió la necesidad, pero del mismo tipo. Cuando eras policía, te encontraste con violaciones por venganza, ¿verdad?
Asentí. Sabía a qué se refería.
– Un hombre discute con su mujer o con su novia, sale hecho una furia de casa y desahoga su ira con una desconocida -continuó Rachel-. En su mente, todas las mujeres arrastran la misma responsabilidad colectiva por los defectos percibidos en una sola, y por tanto cualquier mujer puede ser disciplinada y castigada por el desaire real o imaginado o por el insulto o la transgresión de cualquier límite que el violador haya establecido en su mente como comportamiento aceptable en una mujer.
»Caleb Kyle es como esos hombres, pero fue mucho más lejos. El forense no encontró pruebas de agresión sexual en las tres últimas víctimas, pero, y aquí entramos en el clásico miedo morboso al territorio de la sexualidad femenina, se advirtieron daños en los órganos sexuales, infligidos supuestamente con el mismo instrumento que se utilizó para provocar las heridas en el vientre y destruir el útero de cada víctima. De hecho, lo interesante es que, en los casos de Giffen y Dickinson, las apuñaló cuando llevaban muertas casi un mes, probablemente después de matar a las otras tres chicas o poco antes.
– Volvió a ellas al creer que habían perdido al bebé -dije.
– Exacto. Estaba castigándolas porque el cuerpo de Emily Watts lo había traicionado perdiendo a su hijo: muchas mujeres castigadas por las faltas de una. Es muy posible que hubiese castigado antes a otras mujeres, quizá por motivos distintos. -Comió un trozo de magdalena y tomó un sorbo de café-. Volviendo al informe forense, encontramos pruebas de que todas las chicas fueron torturadas antes de morir. Les faltaban uñas y dientes, tenían algunos dedos de las manos y de los pies rotos, quemaduras de cigarrillo, magulladuras causadas con una percha. Eso podría ser significativo, pero no de momento. En el caso de las últimas tres víctimas, la tortura infligida es considerablemente más extrema. Esas chicas sufrieron mucho antes de morir, Bird. -Rachel me miró con expresión solemne, y en sus ojos vi reflejado el dolor: dolor por ellas y el recuerdo de su propio dolor-. Según los perfiles de las víctimas recopilados por tu abuelo, esas jóvenes eran amables, de buenas familias. La mayoría de ellas eran tímidas y sexualmente inexpertas. Por lo visto, Judy Giffen tenía cierta experiencia sexual. Es de suponer que suplicaron antes de morir, pensando que así podían salvarse. Pero eso era lo que él quería: quería que llorasen y gritasen. Puede que en ese punto exista una conexión entre agresión y satisfacción: experimentaba excitación sexual con sus súplicas, pero también las odiaba por suplicar, y por eso murieron. -Ahora le brillaban los ojos, y su entusiasmo al intentar penetrar en la conciencia de ese hombre se ponía de manifiesto en el movimiento de sus manos, la velocidad a la que hablaba, el placer intelectual de establecer asociaciones sorprendentes e inesperadas, y a la vez todo ello quedaba compensado por el aborrecimiento que le inspiraban los actos que estaba comentando-. Dios mío, casi veo su escanograma: anormalidades en el lóbulo temporal relacionadas con la desviación sexual; distorsión en el lóbulo frontal causante de acciones violentas; baja actividad entre el sistema límbico y los lóbulos frontales, a la que se debe la ausencia casi total de sentimiento de culpa o de conciencia. -Movió la cabeza de un lado a otro, casi como si se maravillara de la conducta de un mosquito especialmente molesto-. Sin embargo no es asocial. Puede que esas chicas fuesen tímidas, pero no eran tontas. Él tenía que ser lo bastante hábil para ganarse su confianza, y eso concuerda con su posible inteligencia.
»En cuanto al entorno social de Kyle, si lo que le contó a Emily Watts es cierto, sufrió malos tratos y posiblemente abusos deshonestos en la infancia por parte de una madre que le decía que lo quería durante o después de los abusos, y a continuación lo castigaba. Apenas recibió cuidados o protección y probablemente aprendió a valerse por sí mismo a base de golpes. Alcanzada cierta edad, se volvió contra su agresora y la mató antes de concentrarse en otras. Con Emily Watts ocurrió algo distinto. Ella misma era víctima de malos tratos y luego se quedó embarazada. Yo diría que la habría matado también en cuanto hubiese nacido el niño. Por lo que ella contó, él quería a ese niño.
Tomó un sorbo de café y aproveché la ocasión para interrumpirla.
– ¿Y qué me dices de Rita Ferris y de Cheryl Lansing? ¿Podría haberlas matado él?
– Es posible -respondió Rachel. Me observó en silencio esperando a que encontrase una conexión.
– Se me ha escapado algo -dije por fin-. Por eso me miras con cara de satisfacción.
– Olvidas la mutilación de las bocas. Los daños infligidos en los úteros de esas chicas en 1965 pretendían transmitir un mensaje. Las mutilaciones tenían un significado. Bird, ya hemos visto antes agresiones en víctimas con esa finalidad. -La sonrisa se desvaneció de sus labios, y asentí con la cabeza: el Viajante-. Así que una vez más, tres décadas después, encontramos mutilaciones, ahora en las bocas de las víctimas y en cada caso con un significado distinto. Rita Ferris tenía la boca cosida, ¿qué quiere decir eso?
– ¿Que debería haber mantenido la boca cerrada?
– Posiblemente -dijo Rachel-. No es sutil, pero al hombre que la mató le traía sin cuidado la sutileza.
Pensé un momento en lo que Rachel acababa de decirme hasta deducir a qué se refería.
– Rita avisó a la policía para que se llevara a Billy Purdue.
Eso podía significar que el hombre vigilaba la casa la noche en que Billy fue detenido, que por tanto era el viejo a quien había visto Billy antes del asesinato de Rita y de Donald, y quizás incluso el mismo viejo que había atacado a Rita en el hotel.
– En el caso de Cheryl Lansing -continuó Rachel-, tenía la mandíbula rota y la lengua arrancada. Esto es un poco traído por los pelos, pero diría que fue castigada por no hablar.
– Por su complicidad al ocultar el nacimiento del niño.
– Ésta sería una explicación verosímil. En último extremo, al margen de lo que convirtiese a Caleb Kyle en esa clase de persona, y al margen del significado de sus acciones y de los motivos de su rencor, es una máquina de matar sin el menor remordimiento.
– Pero sintió algo por la pérdida de su hijo -apunté.
Rachel casi saltó de la silla.
– ¡Sí! -Me dirigió una sonrisa radiante, como sonreiría un profesor a un alumno aventajado-. El problema, o la clave, es la sexta chica, la que no apareció. Por muchas razones, la mayoría de las cuales me costaría el ostracismo entre mis colegas si las publicara, creo que tu abuelo tenía razón al sospechar que también ella fue víctima, pero se equivocaba en cuanto al tipo de víctima.
– No lo entiendo.
– Tu abuelo supuso que a ella también la habían asesinado pero que no la expusieron por algún motivo.
– Y tú no -dije, pero ya veía adónde quería ir a parar, y noté un nudo en el estómago al concebir la posibilidad. Llevaba un tiempo rondándome por la cabeza y quizá también le hubiese rondado por la cabeza a mi abuelo. Creo que él albergó la esperanza de que la chica hubiese muerto, porque la otra opción era peor.
– No, yo no lo supongo, y eso nos lleva a las torturas de esas chicas. Para ese hombre, no fueron sólo un medio de obtener satisfacción: fueron una prueba. Puso a prueba la fortaleza de las chicas sabiendo al mismo tiempo, aunque sin admitirlo quizá, que no la superarían porque no eran lo bastante fuertes.
»Fíjate, en cambio, en el perfil de Judith Mundy. Era fuerte, con una complexión robusta y una personalidad dominante. No lloraba con facilidad y sabía defenderse en una pelea. Una mujer así pasaría esa clase de prueba, hasta el punto de que posiblemente él no tuvo que hacerle demasiado daño para darse cuenta de que era distinta. -Rachel se inclinó y en su rostro apareció una expresión de profundo y persistente pesar-. No la secuestró por ser débil, Bird. La secuestró por ser fuerte.
Cerré los ojos. Supe entonces lo que había sido de Judith Mundy, por qué no había aparecido, y Rachel advirtió que lo había comprendido.
– La secuestró como ganado de cría, Bird -susurró-. La secuestró para criar.
Rachel se ofreció para llevarme en coche a Logan, pero no acepté. Ya había hecho bastante por mí, incluso más de lo que yo tenía derecho a pedir. Cuando crucé Harvard Square a su lado, sentí hacia ella un amor más intenso todavía por el hecho de que la notaba cada vez más lejos de mí.
– ¿Crees que ese Caleb puede estar relacionado con la desaparición de Ellen Cole? -preguntó. Rozó mi brazo con el suyo y, por primera vez desde mi llegada a Boston, no rehuyó el contacto.
– No estoy seguro -contesté-. Quizá la policía tenga razón: quizá sucumbió a las hormonas y se escapó de casa. Si es así, no sé qué estoy haciendo. Pero un anciano la encontró y la atrajo a Dark Hollow y, como vengo diciéndole a todo el mundo, no creo en las coincidencias.
»Rachel, tengo un presentimiento con respecto a ese hombre. Ha vuelto, y creo que ha vuelto a por Billy Purdue y para vengarse de todos aquellos que han contribuido a esconderlo. Creo que mató a Rita Ferris y a su hijo. Y puede que lo hiciera por celos, o para aislar a Billy a fin de que no tuviese otros lazos, o porque ella se proponía abandonarlo y llevarse al niño. Sospecho que la muerte de éste no estaba prevista. Simplemente las cosas se descontrolaron.
Le tendí la mano cuando llegamos al otro extremo de la plaza. No la besé porque no me sentía con derecho a ello. Aceptó mi mano y me la estrechó con fuerza.
– Bird, ese hombre considera que tiene licencia para vengarse de cualquiera que lo contraríe porque se siente agraviado. Acabo de definírtelo como psicópata.
Vi en sus ojos inquietud y algo más.
– En otras palabras, ¿qué excusa tengo? -Sonreí, pero la sonrisa no fue más allá de mis labios.
– Se han ido, Bird. Susan y Jennifer están muertas, y lo que os ocurrió a ellas y a ti fue horrible, muy horrible. Pero cada vez que haces pagar a alguien por lo que tú padeciste, te haces daño y corres el riesgo de convertirte en aquello que odias. ¿Lo entiendes, Bird?
– No es por mí, Rachel -contesté en voz baja-. Al menos no del todo. Alguien debe detener a esa gente. Alguien debe asumir la responsabilidad.
Volví a oír aquel eco: «Todos son responsabilidad tuya».
Movió su mano con delicadeza sobre la mía, sus dedos sobre mis dedos, acariciándome la palma con el pulgar, y luego me tocó la cara con la otra mano.
– ¿Por qué has venido? Casi todo lo que te he dicho podrías haberlo deducido tú solo.
– No soy tan listo.
– No le vengas con tonterías a una especialista en tonterías.
– ¿Es verdad lo que se dice sobre los psicólogos, pues?
– Sólo afecta a los de la New Age. Estás eludiendo la pregunta.
– Lo sé. Tienes razón: parte de eso lo suponía ya, o lo suponía a medias, pero necesitaba oírselo expresar a otra persona, porque temía estar volviéndome loco. Pero también he venido porque aún me preocupo por ti, porque cuando te marchaste, te llevaste algo de mí. Pensé que ésta podía ser una manera de acercarme a ti. Quería verte otra vez. Quizás en el fondo era sólo eso. -Aparté la mirada.
Me apretó la mano.
– Allí en Lousiana vi lo que hiciste. No fuiste para encontrar al Viajante, fuiste para matarlo, y todo aquel que se puso en tu camino salió malparado, muy malparado. Tu capacidad para la violencia me asustó. Tú me asustaste.
– Entonces no sabía qué otra cosa podía hacer.
– ¿Y ahora?
Me disponía a contestarle cuando me acarició con el dedo la cicatriz de la mejilla, la marca dejada por la navaja de Billy Purdue.
– ¿Cómo te lo hiciste? -preguntó.
– Un hombre me cortó con una navaja.
– ¿Y tú cómo reaccionaste?
Guardé silencio por un instante antes de contestar.
– Me marché.
– ¿Quién era ese hombre?
– Billy Purdue.
Abrió mucho los ojos y me dio la impresión de que algo que había permanecido enrollado en su interior para protegerse empezaba a desplegarse gradualmente. Lo vi en ella, lo percibí en el roce de su mano.
– No ha tenido una sola oportunidad en la vida, Rachel. Lo ha tenido todo en contra desde el principio.
– Si te hago una pregunta, ¿me contestarás con sinceridad? -dijo.
– Siempre he intentado ser sincero contigo.
Rachel asintió.
– Lo sé, pero esto es importante. Necesito asegurarme.
– Pregunta.
– ¿Necesitas la violencia, Bird?
Pensé la respuesta. En el pasado me había impulsado la venganza personal. Había hecho daño a algunas personas, había matado a otras por lo que nos había ocurrido a Susan, a Jennifer y a mí. Ahora ese deseo de venganza había disminuido, se reducía un poco cada día, y el hueco que dejaba al retroceder se llenaba con las posibilidades de la reparación. Yo era responsable en parte de lo que les había pasado a Susan y a Jennifer. No me creía capaz de reconciliarme con esa idea jamás, pero podía intentar compensarlo de alguna manera, reconocer mis errores del pasado y utilizarlos para mejorar el presente.
– Durante un tiempo sí que la necesité -admití.
– ¿Y ahora?
– No la necesito, pero la utilizaré si me veo obligado. No me quedaré de brazos cruzados viendo cómo sufren personas inocentes.
Rachel se inclinó y me besó la mejilla con delicadeza. Cuando se apartó, advertí ternura en su mirada.
– Así que eres el ángel vengador -dijo.
– Algo así -contesté.
– Adiós, pues, ángel vengador -musitó Rachel.
Dio media vuelta y se alejó, de regreso a la biblioteca y a su trabajo. No volvió la vista atrás, pero tenía la cabeza gacha y sentí el peso de sus pensamientos cuando se entregó al abrazo de la muchedumbre.
El avión despegó de Logan, y ascendió en dirección norte a través del aire frío, en medio de oscuros nubarrones que lo rodeaban como el aliento de Dios. Pensé en la sheriff Tannen, que me había prometido buscar las fotografías más recientes de Caleb Kyle. Serían de treinta años atrás, pero de algo servirían. Saqué del expediente de mi abuelo la imagen borrosa de Caleb y la examiné una y otra vez. Era como un esqueleto que se recubría lentamente de carne, como si el proceso de descomposición se hubiese invertido de manera gradual e irrevocable. Una figura que había sido poco más que un nombre, un contorno vislumbrado en la penumbra, adquiría realidad objetiva.
Te conozco, pensé. Te conozco.
Llegué a Bangor a mediodía, recogí mi coche en el aparcamiento del aeropuerto y emprendí el viaje hacia Dark Hollow. Sentía como si estirasen de mí en diez direcciones distintas y, sin embargo, por alguna razón, todas parecían llevarme de regreso al mismo lugar, a la misma conclusión por caminos diferentes: Caleb Kyle había vuelto. Había matado a una chica en Texas poco después de salir de la cárcel, probablemente para vengarse de toda una comunidad. Después había adoptado el apellido de su madre y se había marchado al norte, muy al norte, hasta perderse por fin en el bosque.
Si Emily Watts le había dicho la verdad a la señora Schneider, y no existía motivo alguno para dudarlo, había dado a luz a un niño y lo había ocultado porque creía que su padre era el asesino de varias muchachas y presentía que quería al niño para sus propios fines. El salto requerido era aceptar que ese niño podía ser Billy Purdue, y que su padre podía ser Caleb Kyle.
Entretanto, Ellen Cole y su novio seguían desaparecidos, al igual que Willeford. Tony Celli se había escondido, pero sin duda aún buscaba el rastro de Billy. No le quedaba otro remedio: si no lo encontraba, sería incapaz de restituir el dinero que había perdido y moriría asesinado para que a otros les sirviera de escarmiento. Yo sospechaba que ya era demasiado tarde para Tony el Limpio, que era demasiado tarde desde el momento mismo en que adquirió los bonos, quizás incluso desde el instante en que se le pasó por la cabeza utilizar dinero ajeno para asegurarse el futuro. Tony haría lo que fuese necesario para dar con Billy, pero todo lo que hiciese, toda la violencia que emplease y toda la atención que atrajese sobre sí mismo y sus superiores, reduciría sus probabilidades de supervivencia. Era como un hombre que, atrapado en la oscuridad de un túnel, se concentra en la única iluminación que ve ante sí, sin saber que lo que le parece la luz de la salvación es en realidad el fuego en el que se consumirá.
Asimismo había otras razones para sentir miedo. En la oscuridad, en alguna parte, aguardaba Stritch. Me imaginaba que aún quería el dinero, pero, sobre todo, quería vengar la muerte de su compañero. Pensé en el hombre muerto en el complejo de Portland, violado en sus últimos instantes por la abyección de Stritch, y pensé también en el miedo que sentí, en la certidumbre de que me habría dejado envolver por la muerte en aquella penumbra si hubiese decidido entrar.
Quedaba también el viejo del bosque. Debía contar aún con la posibilidad de que él supiese algo más de lo que me había dicho, de que su comentario sobre los dos jóvenes no se basara únicamente en las habladurías que había escuchado en el pueblo. Por esa razón, tenía que hacer un alto en el camino antes de regresar a Dark Hollow.
En Orono, la tienda aún estaba abierta. Sobre la puerta podía leerse stuckey trading, escrito en cursiva e iluminado desde abajo. Dentro olía a humedad y el calor era sofocante, la calefacción hacía el mismo ruido que si sus engranajes estuvieran triturando cristal mientras bombeaba aire viciado a través de los ventiladores. Unos tipos con cazadora de motorista examinaban escopetas de segunda mano mientras una mujer con un vestido que fue nuevo en los tiempos de Woodstock inspeccionaba una caja de discos de vinilo. Las vitrinas contenían relojes antiguos y cadenas de oro y, detrás del mostrador, en un armero, había arcos de caza en posición vertical.
No sabía muy bien qué buscaba, así que curioseé de estante en estante, fui repasando con la vista desde muebles antiguos hasta fundas para asientos de coche seminuevas, y finalmente algo me llamó la atención. En un rincón, junto a un perchero de ropa impermeable -básicamente gabardinas viejas y algún que otro chubasquero amarillo descolorido- había dos hileras de zapatos y botas. En su mayoría estaban raídos y gastados, pero las Zamberlain saltaban a la vista en el acto. Eran botas de hombre, bastante nuevas y considerablemente más caras que los otros pares, y era obvio que se les había prodigado cierto cuidado en fecha reciente. Alguien, quizás el dueño de la tienda, las había limpiado y encerado antes de ponerlas a la venta. Levanté una y olfateé el interior. Olía a lejía, y a algo más: a tierra, y a carne descompuesta. Levanté la segunda bota y percibí en ella el mismo tufo. Recordé que Ricky calzaba unas Zamberlain el día que vinieron a visitarme, y no era habitual que unas botas de esa calidad apareciesen en una tienda de artículos de segunda mano en un lugar perdido como aquél. Llevé el par de botas al mostrador.
El hombre que estaba detrás de la caja era bajo, y el pelo, oscuro, espeso y artificial, parecía salido de la cabeza de un maniquí de unos grandes almacenes. En la nuca, por debajo del peluquín, asomaban unos cuantos mechones de su propio cabello castaño claro como parientes locos relegados al desván. Unas gafas de montura redonda le colgaban de un cordón en torno al cuello y se perdían entre el vello del pecho. Vestía una camisa roja medio desabotonada que dejaba ver unas cicatrices en el torso. Tenía las manos delgadas y fuertes y le faltaban las dos falanges superiores de los dedos meñique y anular de la mano izquierda. Las uñas de los dedos que conservaba se veían bien cuidadas.
Me sorprendió mirándole la mano mutilada y la levantó a la altura de la cara. Con los dos muñones de los dedos perdidos daba la impresión de que intentase formar una pistola con la mano, igual que los niños en el patio del colegio.
– Los perdí en un aserradero -explicó.
– Hay que andarse con cuidado -contesté.
Se encogió de hombros.
– La maldita sierra estuvo a punto de cortarme también los otros dedos. ¿Ha trabajado alguna vez en un aserradero?
– No. Siempre he pensado que me gusta cómo me quedan los dedos en las manos. Me gustan tal cual.
Se miró los muñones pensativamente.
– Es curioso, pero siento como si todavía los tuviera, ¿sabe? Posiblemente no se imagina esa sensación.
– Creo que sí -respondí-. ¿Es usted Stuckey?
– Sí. Ésta es mi tienda.
Dejé las botas en el mostrador.
– Son buenas botas -dijo y alcanzó una con la mano mutilada-. No aceptaré menos de sesenta pavos por ellas. No hace ni dos horas que las he encerado y les he sacado brillo yo mismo.
– Huélalas.
Stuckey entornó los ojos y ladeó la cabeza.
– ¿Cómo dice?
– He dicho que las huela.
Me miró con extrañeza por un momento. Luego agarró una bota y olfateó dentro con actitud vacilante, contrayendo las aletas de la nariz como un conejo ante el cepo.
– Yo no huelo nada -dijo.
– Lejía. Huele a lejía, ¿no?
– Bueno, claro. Siempre desinfecto el calzado antes de venderlo. Nadie querría ponerse unas botas que apestasen.
Me incliné y levanté la segunda bota frente a él.
– Ésa es precisamente mi pregunta -dije en voz baja-. ¿A qué olían antes de limpiarlas?
No parecía que se dejase intimidar con facilidad. También él avanzó el cuerpo hacia mí, apoyó seis nudillos sobre el mostrador y enarcó una ceja.
– ¿Está usted chiflado?
En un espejo detrás del mostrador vi que los motoristas se habían dado media vuelta para contemplar el espectáculo.
– Estas botas tenían tierra cuando usted las compró, ¿verdad? -pregunté sin levantar la voz-. ¿Olían a descomposición, a descomposición humana?
Dio un paso atrás.
– ¿Quién es usted?
– Una persona corriente.
– Si fuese una persona corriente, ya habría comprado las malditas botas y se habría largado.
– ¿Quién le vendió estas botas?
Empezaba a adoptar una actitud hostil.
– Eso no es asunto suyo, caballero. Ahora salga de mi tienda.
No me moví.
– Oiga, amigo, puede hablar conmigo o puede hablar con la policía, pero hablar, hablará, ¿queda claro? No quiero causarle problemas, pero, si no me deja alternativa, lo haré.
Stuckey me miró fijamente y supo que iba en serio. Antes de que pudiese responder, nos interrumpió una voz.
– Eh, Stuck -preguntó uno de los motoristas-. ¿Todo bien ahí?
Él levantó la maltrecha mano izquierda para dar a entender que no ocurría nada y después volvió a centrar su atención en mí. Cuando habló, lo hizo sin el menor rastro de resentimiento. Stuckey era pragmático -en su negocio no le quedaba más remedio- y sabía cuándo le convenía rendirse.
– Fue un viejo del norte -dijo con un suspiro-. Viene una vez al mes más o menos y trae cosas que ha encontrado. La mayor parte basura, pero le doy unos pavos y se marcha. A veces trae algo aceptable.
– ¿Ha traído estas botas recientemente?
– Sí, hace muy poco. Ayer. Le di treinta pavos. Me dejó también una mochila, Lowe Alpine. La vendí en el acto. Eso era todo. No tenía nada más que ofrecer.
– ¿Ese viejo es de la zona de Dark Hollow?
– Sí, exacto, de Dark Hollow.
– ¿Sabe su nombre?
Volvió a entornar los ojos.
– Dígame una cosa, caballero, ¿qué es usted? ¿Un detective privado o algo así?
– Como le he dicho, sólo soy una persona corriente.
– Hace muchas preguntas para ser sólo una persona corriente.
Percibí que Stuckey se cerraba en banda otra vez.
– Soy curioso por naturaleza -expliqué, pero me identifiqué de todos modos-. ¿El nombre?
– Barley. John Barley.
– ¿Es ése su verdadero nombre?
– Y yo qué sé.
– ¿Le ha enseñado algún documento de identidad?
Stuckey estuvo a punto de echarse a reír.
– Si lo viera, sabría usted que no es la clase de individuo que lleva documentación.
Asentí, saqué la cartera y coloqué, uno por uno, seis billetes de diez dólares en el mostrador.
– Necesito un recibo -comenté.
Stuckey rellenó uno rápidamente con letras mayúsculas e inclinadas, lo selló e hizo una pausa antes de entregármelo.
– Ya sabe, no quiero problemas -dijo.
– Si me ha contado la verdad, no los tendrá.
Dobló el recibo por la mitad y lo metió en la bolsa de plástico con las botas.
– No se tome esto de manera personal, caballero, pero imagino que hace usted amigos con la misma facilidad que un escorpión.
Agarré la bolsa y me guardé la cartera en el abrigo.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Acaso vende aquí también amistad?
– No, caballero, desde luego que no -respondió con manifiesta contundencia-. Pero, en cualquier caso, dudo mucho que usted la comprara.
Ya había anochecido cuando emprendí el viaje de regreso. Nevaba en la carretera a Beaver Cove y más allá, donde la estrecha y sinuosa carretera flanqueada de árboles llevaba a Dark Hollow. Los copos parecían resplandecer en los haces de los faros, pequeños fragmentos dorados de luz precipitándose desde lo alto, como si el propio cielo se desintegrase y cayese sobre la tierra. Intenté telefonear en vano a Ángel y Louis con el móvil. Finalmente ya estaban en el motel cuando llegué. Louis abrió la puerta. Vestía un pantalón negro, con la raya tan bien planchada que parecía afilada, y una camisa de color crema. No me explicaba cómo conseguía mantener la ropa tan impecable. Algunas de mis camisas tenían más arrugas que las de Louis aun antes de estrenarlas.
– Ángel está en la ducha -informó cuando se hizo a un lado para dejarme entrar en la habitación. En el televisor, Wolf Blitzer movía los labios en silencio desde el jardín de la Casa Blanca.
– No está mal para variar.
– En eso te doy la razón. Si fuese verano, atraería a las moscas.
Por supuesto, no era verdad. Quizá diese la impresión de que Ángel tenía una relación distante con él jabón y el agua caliente, pero en realidad, bien mirado, era muy limpio. Simplemente presentaba un aspecto más desaliñado que la mayoría de las personas. De hecho, yo no conocía a nadie tan desaliñado como él.
– ¿Alguna novedad en la casa de Payne?
– Nada. El viejo salió y volvió a entrar. El joven salió y volvió a entrar. A la cuarta o quinta vez, ya empezaba a resultar aburrido. Pero Billy Purdue no ha dado señales, ni él ni nadie.
– ¿Crees que sabían que estabais allí?
– Es posible. Actuaban como si no lo supiesen, lo cual podría ser prueba tanto de lo uno como de lo otro. ¿Tú has descubierto algo?
Le enseñé las botas y le puse al corriente de mi conversación con Stuckey. Ángel salió de la ducha en ese momento, envuelto en cuatro toallas.
– Joder, Ángel -dijo Louis-. ¿Quién carajo eres? ¿El Mahatma Gandhi? ¿Qué haces con tantas toallas?
– Tengo frío -se lamentó-. Y el asiento de ese coche me ha dejado marcas en el culo.
– Como no me consigas toallas, yo sí voy a dejarte marcas en el culo con la puntera de mi zapato. Sécate ese culo blanco y flaco, vete a recepción y pídele toallas a la mujer, y vale más que te asegures de que estén suaves y sedosas, Ángel. No pienso frotarme la espalda con papel de lija.
Mientras Ángel, sin dejar de mascullar, se secaba y vestía, les conté en detalle mis conversaciones con Rachel, la sheriff Tannen y Erica Schneider, así como lo que había averiguado acerca de la visita de Billy Purdue a Santa Marta.
– Según parece, estamos acumulando mucha información, pero no sabemos qué significa -comentó Louis cuando acabé.
– Al menos sabemos qué significa una parte -contesté.
– ¿Crees que ese tal Caleb existe de verdad? -preguntó.
– Era lo bastante real para matar a su madre, y quizás a una muchacha del pueblo casi dos décadas después. Además, las chicas que murieron en el año sesenta y cinco no fueron víctimas de un retrasado mental. La forma de exponer los cadáveres tenía muchos significados. Fue un gesto de desprecio, una manera de causar conmoción, pero también fue un intento de presentar aquello como un acto de locura. Creo que el objetivo era inducir a la gente a pensar que sólo un loco era capaz de una cosa así, y el hecho de colocar una prenda de vestir en la casa de Fletcher les proporcionó al loco que andaban buscando.
– ¿Y adónde fue?
Me dejé caer en una de las camas.
– No lo sé -dije-, pero creo que se marchó al norte, al bosque.
– ¿Y por qué no volvió a matar? -añadió Ángel.
– Eso tampoco lo sé. Puede que matase y simplemente no se encontraran los cuerpos.
Sabía que en la Ruta Apalache algunos excursionistas habían sido asesinados y otros habían desaparecido sin dejar rastro. Me preguntaba si, por alguna razón, habían abandonado la ruta en busca de un atajo y, en lugar de eso, habían encontrado algo mucho peor que lo que hubieran imaginado jamás.
– O podría haber matado antes de llegar a Maine, sin que nadie lo relacionase con las muertes -continué-. Según Rachel, es posible que entrase en un periodo de latencia, y que acontecimientos recientes se hayan confabulado para despertarlo.
Ángel tomó una de las Zamberlain y la sostuvo entre las manos.
– Bueno, y sabemos qué significa esto, en el supuesto de que estas botas fuesen del novio de Ellen Cole.
Me miró y advertí tristeza en sus ojos. No quise contestarle, ni aceptar la posibilidad de que si Ricky estaba muerto, también Ellen podía estarlo.
– ¿Algún indicio de Stritch? -pregunté.
Louis se erizó.
– Casi puedo olerlo -dijo-. La mujer de recepción sigue muy alterada por lo de su gato. La policía cree que es cosa de niños.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Ángel.
– Voy a ver a John Barley -respondí, pero Louis negó con la cabeza.
– No es buena idea, Bird. Es de noche y él conoce el bosque mejor que tú. Podrías perderle la pista y a la vez toda posibilidad de averiguar de dónde sacó esas botas. Además, está el maldito perro: prevendrá al viejo, éste empezará a disparar, y puede que tengas que defenderte. Muerto no nos sirve de nada.
Tenía razón, desde luego, pero eso no me sirvió de consuelo.
– Entonces, en cuanto salga el sol -accedí a mi pesar. Quedó en el aire la idea de que quizá me había encontrado ya con Caleb Kyle y me había alejado de él porque me había amenazado con una escopeta.
– En cuanto salga el sol -convino Louis.
Los dejé y volví a mi habitación, allí marqué el número de la casa de Walter y Lee Cole en Queens. Contestó Lee después de sonar el timbre tres veces, y a su voz afloró esa mezcla de esperanza y temor que yo había oído centenares de veces por parte de padres, amigos y familiares, todos aguardando noticias de una persona desaparecida.
– Lee, soy Bird.
No dijo nada por un momento, pero oí sus pasos, como si se dirigiese a otro sitio para que alguien no la oyese, supuse que Lauren.
– ¿Bird? ¿La has encontrado?
– No. Estamos en Dark Hollow buscándola, pero todavía no tenemos nada. -Preferí no hacer ningún comentario sobre las botas de Ricky. Si estaba equivocado en cuanto a lo que podía haberle ocurrido, o si las botas no eran suyas, no conseguiría más que preocuparla innecesariamente. Si mis sospechas eran ciertas, pronto conoceríamos el resto.
– ¿Has visto a Walter?
Le dije que no. Suponía que ya debía de estar en Greenville, pero no deseaba verlo. Walter sólo complicaría más las cosas, y ya me resultaba bastante difícil mantener mis emociones bajo control.
– Bird, se enfadó mucho al enterarse de lo que yo había hecho. -Lee empezó a llorar y se le quebró la voz-. Me dijo que cuando tú intervienes, los demás salen malparados. Acaban muertos. Por favor, Bird, por favor, no permitas que le pase nada. Por favor.
– No lo permitiré, Lee. Seguiremos en contacto. Adiós.
Colgué. Me pasé las manos por la cara y el pelo y luego me las llevé a los hombros, que estaban agarrotados. Walter tenía razón. En el pasado, algunas personas habían salido malparadas al implicarme yo en una situación, pero básicamente habían salido malparadas porque esas personas habían decidido implicarse también. A veces uno puede empujar a alguien en una dirección u otra, – pero la gente da los pasos más importantes por iniciativa propia.
Walter tenía principios, pero nunca se había visto obligado a pasar por alto esos principios para proteger a sus seres queridos o para vengarlos porque alguien se los había arrebatado. Y ahora se hallaba cerca de Dark Hollow, y una situación de por sí delicada tenía muchas probabilidades de agravarse. Permanecí durante un rato con la cara entre las manos. Luego me desnudé y me duché, con la cabeza gacha y los hombros bajo el chorro para que el agua masajease mis tensos y cansados músculos.
Mientras me secaba sonó el teléfono. Era Ángel. Me estaban esperando para ir a cenar. Yo no tenía apetito y la preocupación por Ellen me bloqueaba mentalmente, pero accedí a acompañarlos. Cuando llegamos al restaurante, encontramos un letrero en la puerta que anunciaba que había cerrado antes de hora. Esa noche se celebraba en el Roadside Bar un acto benéfico con el objetivo de recaudar fondos para la banda del instituto, y asistiría todo el mundo. Ángel y Louis cruzaron una mirada de profunda desdicha.
– ¿Tenemos que aportar dinero para la banda si queremos comer? -preguntó Louis-. ¿Qué mamarrachada de pueblo es éste? ¿A quién hay que pagarle para tomar una cerveza? ¿Al APA? -Examinó el letrero con mayor detenimiento-. Eh, pero si es una banda de country: Larry Fulcher y los Tahúres. Quizá, después de todo, este pueblo tenga más encanto del que parece.
– No, por Dios -protestó Ángel-, más música para paletos no. ¿Por qué no puedes escuchar música soul como todos los de tu particular orientación étnica? Ya sabes, Curtis Mayfield, quizás un poco de Wilson Pickett. Ésa es tu gente, tío, y no los Louvin Brothers y Kathy Mattea. Además, no hace tanto que algunas personas usaban esa mierda country como música de fondo cuando ahorcaban a los tuyos.
– Ángel -contestó Louis con paciencia-, nadie ha ahorcado a uno solo de mis hermanos escuchando un disco de Johnny Cash.
No había más remedio que ir al Roadside. Volvimos al motel y recogí las llaves del coche. Cuando salí de la habitación, Louis había añadido a su atuendo un sombrero negro de vaquero con una cinta de soles de plata. Ángel se llevó las manos a la cabeza y lanzó una maldición.
– ¿También metes en el mismo saco al resto de los Village People? -pregunté. No pude evitar sonreír-. No sé si sabes que tú y Charley Pride habéis tomado un camino muy solitario con eso del country negro y con este numerito del country Western negro. Si tus hermanos te viesen vestido así, quizá tendrían algo que decir.
– Mis hermanos contribuyeron a construir este gran país, y esa «música para paletos», como la ha definido nuestro teórico cultural residente, fue la banda sonora de generaciones de obreros. No todo han sido espirituales negros y Paul Robeson, ¿sabías? Además, me gusta este sombrero. -Dio un ligero tirón al ala con los dedos.
– Tenía la esperanza de que los dos intentaseis pasar inadvertidos durante nuestra estancia aquí, a menos que fuese absolutamente necesario -comenté mientras subíamos al Mustang.
Louis dejó escapar un sonoro suspiro.
– Bird, soy el único hermano de aquí a Toronto. A menos que contraiga el vitíligo entre este motel y el tinglado ese de la banda del instituto, es imposible que pase inadvertido. Así que cállate y conduce.
– Sí, Bird, conduce -intervino Ángel desde el asiento trasero-, o si no, Cleavon Little aquí presente mandará a sus pistoleros tras tus pasos. Los Vaqueros con Personalidad, quizás, o el Enemigo de la Pradera…
– Ángel -repuso Louis desde el asiento del acompañante-. Cállate.
El Roadside era un local grande y vetusto de madera oscura. Un edificio alargado y de una sola planta, tenía ventanas en la parte delantera y una entrada con tejado a dos aguas en el centro que se elevaba por encima del resto como el campanario de una iglesia. El aparcamiento estaba lleno y había muchos coches alrededor, casi hasta los árboles. Se hallaba en el límite oeste del pueblo; más allá se extendía el bosque oscuro.
Pagamos los cinco dólares de entrada en la puerta -«¡Cinco dólares!», exclamó Ángel entre dientes. «¿Está esto en manos de la mafia?»- y accedimos al bar. Era un espacio cavernoso y dentro estaba casi tan oscuro como fuera. Tenues luces pendían de las paredes y la barra estaba lo suficientemente iluminada para que los clientes viesen las etiquetas de las botellas pero no la fecha límite de venta. El Roadside era mucho más grande de lo que parecía desde fuera y la luz no llegaba más allá de los límites de la barra y el centro de la pista de baile. Medía unos cien metros desde la puerta hasta el escenario del fondo, y la barra se hallaba en el centro sobre una plataforma. Las mesas irradiaban de ella hacia la penumbra junto a las paredes, donde a su vez había pequeños reservados en fila. En la periferia, la oscuridad era tal que apenas se veían caras pálidas, cosa que sólo sucedía cuando la gente quedaba dentro de un haz de luz. Por lo demás, eran formas imprecisas que parecían deslizarse por las paredes como apariciones.
– Es un bar a lo Stevie Wonder -comentó Ángel-. Seguramente la carta viene en braille.
– Está bastante oscuro -coincidí-. Si se te cae aquí una moneda de veinticinco centavos, se habrá devaluado a diez cuando la encuentres.
– Sí, como la política económica de Reagan en miniatura -añadió Ángel.
– No hables mal de Reagan -advirtió Louis-. Yo guardo buenos recuerdos de Ron.
– Que es probablemente más de lo que puede decir Ron -se burló Ángel.
Louis nos guió hacia un compartimento junto a la pared de la derecha, cerca de una de las salidas de emergencia situadas hacia la mitad de cada una de las paredes del Roadside. Posiblemente había como mínimo otra puerta al fondo, detrás del escenario, que en ese momento ocupaba un grupo que bien podía ser Larry Fulcher y los Tahúres. Louis movía los pies y la cabeza al ritmo de la música.
A decir verdad, Larry Fulcher y su banda eran bastante buenos. Integraban el grupo seis músicos, con Fulcher al frente encargado de la mandolina, la guitarra y el banjo. Interpretaron Bonaparte's Retreat y un par de canciones de Bob Dylan, Get With It y Texas Playboy Rag. Luego pasaron a la Carter Family con Wabash Cannonball y Worried Man Blues; siguieron con You're Learning de los Louvin Brothers y ofrecieron una versión aceptable de One Piece at a Time de Johnny Cash. Era una selección ecléctica, pero tocaban bien y con manifiesto entusiasmo. Incluso Louis quedó impresionado; la última vez que lo vi tan impresionado fue cuando Ángel abrió fuego en el jardín de Joe Bones en Nueva Orleans sin herirnos a ninguno de los dos.
Pedimos hamburguesas y patatas fritas. Las servían en cestas rojas de plástico con un paño en el fondo para absorber la grasa. Sentí que las arterias se me endurecían en cuanto olí la comida. Ángel y Louis bebieron Pete's Wicked; yo, una botella de agua.
La banda hizo una pausa y el público se dirigió en tropel hacia la barra y los lavabos. Tomé un sorbo de agua y recorrí la muchedumbre con la mirada. No había señales de Rand Jennings ni de su mujer; mejor así.
– Ahora deberíamos estar ante la casa de Meade Payne -dijo Louis-. Si Billy Purdue llega, no será en una carroza a plena luz del día.
– Si estuvieseis allí ahora, os congelaríais y no veríais nada -respondí -. Hacemos lo que podemos.
Tenía la sensación de que la situación se me iba de las manos. Quizá se me había ido de las manos desde el primer momento, cuando acepté quinientos dólares de Billy Purdue sin plantearme de dónde los había sacado. Seguía convencido de que Billy aparecería en Dark Hollow tarde o temprano. Sin la cooperación de Meade Payne, existía la probabilidad de que Billy se nos escabullera, pero tenía la sospecha de que se escondería con Meade durante un tiempo, o quizás incluso intentaría pasar a Canadá con su ayuda. La llegada de Billy alteraría la rutina en la casa de Payne, y confiaba en la sagacidad de Ángel y de Louis para detectar cualquier cambio.
Pero Billy seguía siendo una preocupación hasta cierto punto secundaria en comparación con Ellen Cole, si bien debía existir una conexión entre ellos, aunque yo aún no la hubiese descubierto. Un viejo los había guiado hasta el pueblo, tal vez el mismo viejo que había vigilado a Rita Ferris durante varios días antes de su muerte, o incluso el mismo que en otro tiempo los vecinos de un pueblo texano conocían como Caleb Brewster. Dark Hollow era demasiado pequeño para que se produjese esa clase de sucesos inconexos.
En ese preciso instante una mujer se abrió paso entre el gentío hasta la barra y pidió una copa. Era Lorna Jennings, llevaba un jersey rojo chillón que parecía un faro entre la multitud. La acompañaban otras dos mujeres, una morena esbelta con una blusa verde y otra de mayor edad con el cabello negro que lucía un suéter blanco de algodón con estampado de rosas. Por lo visto, esa noche las chicas salían solas. Lorna no me vio, o no quiso verme.
El público prorrumpió en aplausos cuando Larry Fulcher y su banda volvieron al escenario. Acometieron Blue Moon of Kentucky y al instante la pista de baile se convirtió en una masa en movimiento, las parejas se deslizaban de un lado a otro, sonrientes, con las mujeres girando sobre las puntas de los pies y los hombres guiándolas expertamente. Flotaban risas en el aire. Grupos de amigos y vecinos charlaban cerveza en mano y disfrutaban de una noche de buena vecindad y camaradería. Sobre la barra, una pancarta agradecía a todos el apoyo brindado a la banda del instituto de Dark Hollow. En la penumbra, las parejas jóvenes se besaban discretamente mientras sus padres llevaban más lejos sus juegos y caricias en la pista de baile. La música pareció subir de volumen; la gente empezó a moverse más deprisa; en la barra se oyó ruido de cristales rotos, seguido de una risa abochornada. Lorna se encontraba junto a una columna, y las otras dos mujeres, cada una a un lado, escuchaban la música en silencio. En la oscuridad cercana a las paredes, las figuras se movían, algunas eran poco más que unas siluetas: parejas que hablaban, jóvenes que bromeaban, una comunidad que se distendía. Aquí y allá se oía hablar del hallazgo del cadáver de Gary Chute, pero su muerte no afectaba de manera personal y no era un obstáculo para la celebración de esa noche. Observé besarse con pasión a un hombre y una mujer sentados en la barra junto a Lorna, sus lenguas visibles allí donde se unían las bocas, la mano de la mujer descendiendo furtivamente cada vez más por el costado de su compañero…
Descendiendo hasta quedar a la altura de un niño que estaba de pie ante ellos, iluminado por un círculo de luz que parecía proceder de dentro de él. Mientras las parejas pasaban alrededor y los grupos de hombres se movían entre la gente con bandejas cargadas de cervezas, el niño conservaba su propio espacio y nadie se aproximaba ni rompía el caparazón de luz que lo envolvía. Una luz que iluminaba su cabello rubio a la vez que realzaba el color de su pelele morado hizo brillar las uñas de sus diminutas manos cuando el niño levantó la izquierda y señaló hacia la penumbra.
– ¿Donnie? -me oí susurrar.
Y en el extremo opuesto de la barra surgió de la oscuridad una forma blanca. Stritch tenía la boca abierta esbozando una sonrisa, sus labios carnosos y blandos dividían la cara de oreja a oreja, y su calva resplandecía en la tenue luz. Se volvió en dirección a Lorna Jennings, me miró y se pasó el dedo índice de la mano derecha por el cuello mientras avanzaba hacia ella.
– Stritch -dije entre dientes, y me puse en pie de un salto.
Louis se levantó de inmediato y se llevó la mano a la SIG escrutando a la muchedumbre.
– No lo veo. ¿Estás seguro?
– Está al otro lado de la barra. Va a por Lorna.
Louis se dirigió hacia la derecha con la mano oculta bajo la chaqueta negra, los dedos en la pistola. Yo me encaminé hacia la izquierda, pero la muchedumbre amontonada nos bloqueaba el paso. Mientras me abría camino a empujones, la gente retrocedía y protestaba al derramársele la cerveza. («Amigo, eh, amigo, ¿dónde está el incendio?») Procuré no perder de vista el jersey rojo de Lorna, pero desaparecía en cuanto la gente se interponía en mi campo visual. A mi derecha distinguí a Louis, que avanzaba entre las parejas al borde de la pista de baile atrayendo miradas de curiosidad. A mi izquierda, Ángel rodeaba el local en un amplio arco.
Cuando me acerqué a la barra, hombres y mujeres se apiñaban para pedir bebidas, agitando su dinero, riendo, acariciándose. Seguí adelante a embestidas, volcando una bandeja llena de copas y haciendo caer de rodillas a un joven delgado con acné. Varias manos intentaron alcanzarme y se elevaron voces airadas, pero no presté atención. Un camarero, un gordo de piel oscura y barba poblada, levantó una mano cuando me encaramé a la barra y me resbalé en la superficie mojada.
– Eh, bájese de ahí -gritó, pero se calló en el acto al ver que tenía en la mano la Smith & Wesson y retrocedió hacia el teléfono que había junto a la caja.
Desde allí vi a Lorna con toda claridad. Cuando subí a la barra, volvió la cabeza con los ojos desorbitados, al igual que otras personas. Me di la vuelta y, a través de la clientela apretujada junto a la barra, vi forcejear a Louis; empecé a escrutar a la gente, intentando vislumbrar aquella calva blanca y abombada.
Yo lo vi primero. Lo separaban de Lorna unas veinte personas y seguía avanzando en dirección a ella. Alguno que otro miraba hacia él, pero mi presencia en lo alto de la barra con la pistola en la mano derecha concentraba la atención de la gente, Stritch volvió a sonreírme, y algo destelló en su mano: la hoja de una navaja corta y curva, de punta siniestramente afilada. Salté de la barra a la zona central, donde se hallaban la caja y las botellas, y un segundo salto me permitió llegar casi hasta Lorna; al chocar contra mis pies, los vasos salían volando y se hacían añicos al caer al suelo. La gente se apartó de mí y oí gritos. Me alejé de la barra y me abrí camino hacia Lorna.
– Atrás -dije-. Aquí estás en peligro.
Tenía la frente fruncida en un amago de sonrisa, hasta que vio el arma en mi mano.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
Miré por encima de ella hacia donde había visto a Stritch por última vez, pero él retrocedió y se perdió de nuevo entre la muchedumbre. A continuación vi a Louis de pie sobre una mesa, lo suficientemente agachado para no convertirse en blanco de un disparo. Se volvió hacia mí y señaló la salida central. En el escenario, la banda seguía tocando, pero advertí que los músicos cruzaban miradas de preocupación.
A mi izquierda, unos hombres corpulentos en camiseta avanzaban hacia nosotros. Agarré a Lorna por los hombros.
– Quédate con tus amigas cerca de la barra. Hablo en serio. Te lo explicaré después.
Asintió una vez, ya sin el menor asomo de sonrisa en la cara. Creo que supe por qué. Creo que ella entrevió a Stritch y adivinó en su mirada lo que se proponía.
Con la ayuda de los hombros, me encaminé hacia la salida central, a la que conducían unos cuantos peldaños; allí vi a una camarera junto a la puerta, una chica guapa de cabello largo y oscuro que observaba con expresión vacilante lo que ocurría en la barra. De pronto apareció junto a ella una figura, y en aquella cabeza blanca y calva brotó una sonrisa. Una pálida mano desapareció entre el pelo de la chica y la hoja de la navaja brilló junto a su cabeza. La camarera intentó zafarse y cayó de rodillas. Yo intenté levantar la pistola pero la gente me zarandeaba; entre la confusión de cabezas y brazos no podía ver bien. Alguien, un joven con complexión de jugador de rugby, trató de agarrarme el brazo derecho, pero le asesté un codazo en la cara y retrocedió. Justo cuando parecía que éramos incapaces dé impedir que la chica fuese degollada, un objeto oscuro surcó el aire girando y se hizo añicos contra la cabeza de Stritch. A mi izquierda, Ángel estaba de pie en una silla con la mano todavía en alto tras lanzar la botella. Vi que Stritch retrocedía tambaleándose, la sangre manando ya de los múltiples cortes en la cara y en la cabeza, mientras la camarera se libraba de él y bajaba con paso inseguro los peldaños, dejando un mechón de pelo en la mano de su agresor. La puerta se abrió detrás de Stritch, quien, con un rápido y confuso movimiento, desapareció en la noche.
Louis y yo llegamos allí sólo unos segundos después. Alcanzamos los peldaños casi a la vez. Detrás de nosotros, en la puerta principal, aparecieron uniformes azules, y oí grandes voces y alaridos.
Fuera había barriles de cerveza apilados a un lado de la puerta y un cubo de basura verde al otro lado. Delante teníamos la linde del bosque, alumbrado por las grandes farolas situadas al lado del bar. Más allá, algo blanco se movió en la oscuridad, y lo seguimos.
En el bosque el silencio era sobrecogedor, como si la nieve hubiese acallado la naturaleza y ahogado toda forma de vida. No se oía el viento ni los reclamos de las aves nocturnas, sino únicamente los crujidos de nuestros pasos y los chasquidos de pequeñas ramas invisibles al partirse bajo nuestros pies.
Apoyando la mano en el tronco de un árbol, cerré los ojos para que se adaptaran cuanto antes a la oscuridad del bosque. Alrededor, casi ocultas por la nieve, las raíces serpenteaban sobre la tierra. Louis ya se había caído una vez y tenía la pechera del abrigo salpicada de blanco.
Detrás de nosotros, oíamos ruidos y gritos procedentes del bar, pero nadie nos seguía aún. Al fin y al cabo, todavía no estaba claro qué había ocurrido: un hombre había blandido un arma; otro hombre había arrojado una botella y herido a un tercero; unas cuantas personas creían haber visto una navaja, circunstancia que la camarera sin duda confirmaría. La policía tardaría un rato en encontrar linternas y organizar una persecución. De vez en cuando, un débil haz de luz amarilla destellaba a nuestras espaldas, pero pronto la creciente espesura del bosque impidió que se filtrara la luz. La única iluminación procedía de la luna, cuyo pálido reflejo penetraba sin fuerza entre las ramas.
Louis estaba cerca de mí, lo bastante cerca como para no perdernos de vista. Levanté una mano y nos detuvimos. Ante nosotros no se oía nada, lo cual significaba que Stritch caminaba con sumo cuidado o que se había parado y nos esperaba entre las sombras. Volví a acordarme de aquella puerta en el complejo de Portland, de la certidumbre de que él estaba allí y, si yo iba a por él, me mataría. Esta vez, decidí con determinación, no retrocedería.
De pronto oí algo a mi izquierda. Era un sonido casi inaudible, como el roce de las hojas de los pinos contra la ropa, seguido de la compresión de la nieve cuando se da un paso, pero lo había oído. A juzgar por la expresión de Louis, también él lo había percibido. Sonó una segunda pisada, y luego una tercera, no hacia nosotros sino en dirección contraria.
– ¿Es posible que lo hayamos adelantado? -susurré.
– Lo dudo. Podría ser alguien del bar.
– No lleva linterna, y es una sola persona, no un grupo.
Pero había algo más en aquel ruido: era poco cauto, casi intencionado. Daba la impresión de que alguien quisiese que supiéramos que estaba allí.
Me oí tragar saliva sonoramente. A mi lado, el aliento de Louis formó por un instante una leve bruma ante sus facciones. Me miró y se encogió de hombros.
– Sigue escuchando con atención, pero será mejor que nos pongamos en movimiento.
Salió de detrás del tronco de un abeto y una detonación rompió en pedazos el silencio del bosque; fragmentos de corteza y gotas de savia saltaron por el aire junto a su cara. Se echó cuerpo a tierra y rodó hacia la derecha hasta quedar a cubierto en una hondonada, frente a la cual asomaba entre la nieve el borde romo de una roca.
– Ha estado cerca -dijo-. Hay que joderse con estos profesionales.
– Se supone que también tú eres un profesional -le recordé-. Por eso estás aquí.
– Olvidas que estoy rodeado de aficionados -contestó.
Me pregunté cuánto tiempo llevaba Stritch observándonos, esperando el momento de actuar. Seguro que el tiempo suficiente para verme con Lorna y para darse cuenta de que entre nosotros existía algún vínculo.
– ¿Por qué habrá intentado atacarla en un lugar tan concurrido? -pregunté.
Louis se arriesgó a echar un vistazo por encima de la roca, pero no se produjo ningún disparo más.
– Quería hacer daño a esa mujer y que tú supieras que era él. Más aún, quería obligarnos a dar la cara.
– ¿Y le hemos seguido la corriente?
– No me gustaría decepcionarle -respondió Louis-. Te diré una cosa, Bird: me parece que a este tipo ya le importa un carajo el dinero.
Empezaba a cansarme de permanecer abrazado al enorme abeto.
– Voy a moverme, y veremos hasta dónde llego. ¿Podrías echar otra ojeada desde tu escondrijo y cubrirme?
– Eres todo un hombre. Adelante.
Respiré hondo y, agachado, empecé a correr en zigzag. Tropecé con dos raíces ocultas, pero conseguí mantenerme en pie mientras el arma de Stritch bramaba dos veces, levantando nieve y tierra junto a mi talón derecho. Siguió una ráfaga de la SIG de Louis que partió ramas y rebotó en las rocas, pero aparentemente también obligó a Stritch a mantener a cubierto la cabeza.
– ¿Lo has visto? -pregunté a gritos a la vez que me ponía en cuclillas y apoyaba la espalda contra una picea; mi aliento se elevaba ante mí en grandes vaharadas. Por fin comenzaba a entrar en calor, si bien, incluso en la oscuridad, me pareció que tenía los dedos completamente rojos. Antes de que Louis contestara, algo de color hueso se arremolinó entre unos arbustos más adelante, y abrí fuego. La figura retrocedió en la oscuridad.
– Descuida -añadí-. Está a unos diez metros al nordeste de ti, y se aleja.
Louis se había puesto ya en movimiento. Vi su silueta oscura contra la nieve. Apunté y disparé cuatro veces hacia el lugar donde había visto a Stritch. No devolvió el fuego, y Louis pronto se halló a mi altura a unos tres metros.
Y entonces, otra vez a mi izquierda pero más adelante, se oyó movimiento en el bosque. Alguien avanzaba con paso rápido y firme hacia Stritch.
– ¿Bird? -dijo Louis.
Levanté rápidamente una mano y señalé el origen del ruido. Louis guardó silencio y esperamos. Durante unos treinta segundos no ocurrió nada. No se oyó el menor sonido, ni una pisada, ni siquiera la nieve que caía de los árboles. Sólo oía los latidos de mi propio corazón y la sangre en los oídos.
De pronto sonaron dos disparos en rápida sucesión, seguidos de lo que pareció el impacto entre dos cuerpos. Louis y yo nos movimos simultáneamente, con los pies helados, levantando las piernas para no arrastrarlas por la nieve. Corrimos a toda velocidad hasta meternos entre los arbustos protegiéndonos de las ramas con las manos, allí encontramos a Stritch.
Estaba de pie en un pequeño claro salpicado de piedras y bañado por la luz plateada de la luna, de espaldas a nosotros, rozando apenas la tierra con las puntas de los pies, las manos alrededor del tronco de una enorme picea.
De la espalda de su gabardina de color tostado brotaba algo rojo y denso que resplandecía con un brillo opaco bajo la luz. Al acercarnos a él, Stritch se estremeció y pareció aferrarse con más fuerza al árbol, como para separarse del afilado codillo de rama en el que estaba empalado. Cuando empezó a flaquearle la fuerza de los brazos, gimió y un borbotón de sangre le salió por la boca. Volvió la cabeza al oír nuestros pasos. Tenía los ojos muy abiertos, con expresión de asombro, y sus labios carnosos y húmedos sobre los dientes apretados por el esfuerzo para mantenerse erguido. La sangre manaba de las heridas que tenía en la cabeza, ríos oscuros que fluían por las pálidas facciones de su cara.
Cuando llegamos casi a su lado, abrió la boca y lanzó un grito al mismo tiempo que un violento temblor sacudía su cuerpo por última vez, le fallaban los brazos, y la cabeza le caía hacia delante hasta quedar apoyada contra la corteza del árbol.
Y mientras moría, recorrí el bosque con la mirada, sabiendo que Louis hacía lo mismo, conscientes ambos de que más allá de nuestro campo de visión alguien nos observaba, y de que encontraba cierto júbilo en lo que veía y en lo que había hecho.
Sentado en el despacho de Rand Jennings en la Comisaría de Policía de Dark Hollow, observaba cómo caía la nieve contra el cristal de la ventana en la oscuridad del amanecer. Jennings estaba sentado frente a mí, con las manos juntas formando una torre y las yemas de los dedos en contacto con el pequeño rollo de grasa que le colgaba bajo el mentón. Detrás de mí se hallaba Ressler, y, fuera del despacho, agentes uniformados, en su mayoría empleados a tiempo parcial convocados para la ocasión, corrían pasillo arriba pasillo abajo tropezándose unos con otros como hormigas cuyos señalizadores químicos hubiesen sido interferidos.
– Explícame quién era -dijo Jennings.
– Ya te lo he dicho -contesté.
– Repítelo otra vez.
– Se llamaba Stritch. Trabajaba por cuenta propia: asesinato, tortura, magnicidio, lo que fuese.
– ¿Qué hacía atacando a camareras en Dark Hollow, Maine?
– No lo sé. -Eso era mentira, pero si le contaba que Stritch pretendía vengar la muerte de su compañero, Jennings habría querido saber quién mató al compañero y cuál había sido mi participación en el asunto. Si le contaba eso, tenía muchas probabilidades de acabar en una celda.
– Pregúntele por ese negro de mierda -atajó Ressler. De manera instintiva, se me tensaron los músculos de los hombros y el cuello, y oí la risa burlona de Ressler a mis espaldas-. ¿Le molesta que hable así, gran hombre? ¿No le gusta que llame «negro de mierda» a alguien, y menos si es amigo suyo?
Respiré hondo y controlé mi creciente ira.
– No sé a qué se refiere. Y me gustaría verle hablar así en Harlem.
Jennings separó las manos y me señaló con el dedo índice.
– Mientes otra vez, Parker. Hay testigos que vieron a un hombre de color salir detrás de ti por aquella puerta, el mismo hombre de color que se alojó en el motel junto con un blanco flaco el día que tú llegaste, el mismo hombre de color que pagó la habitación en efectivo y por adelantado, la habitación que compartió con el mismo blanco flaco que le lanzó una botella a ese tal Stritch, y el mismo hombre de color… -Levantó la voz hasta casi gritar-. El puto hombre de color que ahora ha dejado el motel y ha desaparecido con su amigo como si se lo hubiera tragado la puta tierra. ¿Me oyes?
Yo sabía adónde habían ido Ángel y Louis. Estaban en el motel India Hill de la Carretera 6 en las afueras de Greenville. Ángel había tomado la habitación a su nombre y Louis procuraba pasar inadvertido. Comerían en el McDonald's cercano y esperarían a que yo les llamara.
– Como ya he dicho, no sé a qué te refieres. Yo estaba solo cuando encontré a Stritch. Quizá me siguió alguien al salir del bar, quizá pensó que necesitaría ayuda para atrapar a ese tipo, pero, si fue así, no lo vi.
– Y una mierda, Parker. Encontramos huellas de tres o cuatro personas en dirección a aquel claro. Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué ha atacado ese tipo a una camarera en mi pueblo?
– No lo sé -mentí una vez más. La conversación cojeaba tanto que si hubiese sido un caballo ya le habría pegado un tiro.
– No me vengas con ésas. Tú descubriste la presencia de ese individuo. Ibas a por él incluso antes de que se acercase a la chica. -Hizo una pausa-. Suponiendo que Carlene Simmons fuese su objetivo. -Adoptó una expresión pensativa sin apartar los ojos de mí. No me caía bien. Nunca me había caído bien y, después de lo ocurrido entre nosotros, ninguno de los dos tenía especial razón para limar asperezas, pero Jennings no era tonto. Se levantó y se acercó a la ventana, donde se quedó un rato observando la negrura. Por fin dijo-: Sargento, ¿nos disculpa?
A mis espaldas, oí cómo Ressler desplazaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra y después sus parsimoniosos pasos cuando se dirigió hacia la puerta y la cerró sin hacer ruido. Entonces Jennings se volvió hacia mí e hizo crujir los nudillos de la mano derecha presionándolos con la izquierda.
– Si te diera una paliza ahora, nadie fuera de este despacho intentaría detenerme aunque quisiese. Nadie se entrometería. -Hablaba con voz tranquila pero le brillaban los ojos.
– Si intentas darme una paliza, Rand, más te vale que alguien se entrometa. Es posible que agradezcas la ayuda.
Se sentó en el borde del escritorio de cara a mí, con la mano derecha todavía sujeta con la izquierda y apoyada en los muslos.
– He oído decir que te han visto en el pueblo con mi mujer.
Ahora no me miraba. Parecía concentrar toda la atención en sus manos, examinándose cada cicatriz y cada arruga, cada línea y cada poro. Eran manos de viejo, pensé, que no se correspondían con la edad real. En Jennings se advertía cierto cansancio, cierto hastío. Vivir con una persona que no te ama para que nadie más pueda tenerla acaba pasándole factura a un hombre. Y también le pasa factura a la mujer.
No respondí, pero adiviné qué estaba pensando. Determinadas cosas simplemente ocurren. Llámeselo destino o voluntad de Dios. Llámeselo mala suerte si uno intenta conservar un matrimonio agonizante para que no se pudra aún más, del mismo modo que algunos egomaníacos hacen congelar sus propios cadáveres en nitrógeno después de muertos con la esperanza de que, siglos después, la tecnología médica avance y pueda resucitarlos, como si el mundo fuera a desear tener un cadáver del pasado paseándose por el presente. Creo que el matrimonio de Randall había sido así, algo que él quería mantener tal como estaba, congelado en un país de nunca jamás, esperando el milagro que lo devolviese a la vida. Y de pronto yo había llegado como el deshielo de abril y todo el montaje había empezado a fundirse alrededor de él. Yo no tenía nada que ofrecerle a su mujer, o al menos nada que estuviese dispuesto a dar. Yo no sabía con certeza qué veía ella en mí. Quizás era más bien lo que yo representaba: ocasiones perdidas, caminos no tomados, segundas oportunidades.
– ¿Me has oído? -preguntó.
– Te he oído.
– ¿Es verdad?
En ese momento me miró, y vi que estaba asustado. Él no lo habría llamado así, no lo habría admitido siquiera, pero era miedo. Quizás en el fondo, muy en el fondo, todavía quería a su mujer, aunque de una manera tan extraña, de una manera tan ajena a la vida corriente, que había dejado de tener sentido tanto para él como para ella.
– Si me lo preguntas, es porque ya lo sabes.
– ¿Intentas quitármela otra vez?
Casi sentí lástima por él.
– No he venido a quitarle la mujer a nadie. Si ella te abandona, sus razones tendrá; no será porque un hombre del pasado se la lleve contra su voluntad. Si tienes problemas con tu mujer, resuélvelos. Yo no soy tu consejero matrimonial.
Se levantó del escritorio y dejó que las manos le colgaran a los costados con los puños cerrados.
– No te hagas el listo conmigo. Voy a…
Me puse en pie y avancé hasta que quedamos cara a cara. Así, incluso si intentaba pegarme, no disponía de espacio suficiente para darle impulso al golpe. Hablé en voz baja y clara.
– No vas a hacer nada. Si te conviertes en un estorbo, te quitaré de en medio. En cuanto a Lorna, será mejor que ni siquiera hablemos de ella, porque muy posiblemente la cosa se pondría fea y uno de los dos saldría herido. Hace años fue a mí a quien no te cansaste de dar patadas en un suelo cubierto de orina mientras tu compinche miraba. Pero desde entonces he matado a hombres, y te quitaré de en medio si te cruzas en mi camino. ¿Alguna pregunta más, jefe?, porque si quieres acusarme de algo, ya sabes dónde encontrarme.
Salí, recogí mi pistola del escritorio de la entrada y me dirigí hacia el Mustang. Me sentía helado y sucio, con los pies todavía ateridos de frío y mojados. Pensé en Stritch, retorciéndose y forcejeando contra el árbol, sosteniéndose con las puntas de los pies en un vano esfuerzo por sobrevivir. Y pensé en la fuerza que había hecho falta para clavarlo en el codillo. Stritch era un hombre achaparrado y robusto, con el centro de gravedad bajo. No es fácil mover a una persona así. Tenía el cuello de la gabardina roto allí por donde su asesino lo había agarrado, utilizando contra él el peso de su propio cuerpo, tomando el impulso necesario para empalarlo en el árbol. Estábamos buscando a alguien fuerte y rápido, alguien que había comprendido que Stritch era una amenaza para sí mismo.
O para otra persona.
Un viento gélido barrió la calle mayor de Dark Hollow y salpicó el coche de nieve cuando apareció el motel a la vista. Fui a mi habitación, introduje la llave en la cerradura y la hice girar, pero la puerta ya estaba abierta. Me aparté a la derecha, desenfundé la pistola y empujé la puerta con suavidad para abrirla por completo.
Lorna Jennings estaba sentada en mi cama, descalza, con las piernas encogidas y las rodillas en alto bajo la barbilla, iluminada por la lámpara de la mesilla de noche. Tenía las manos en torno a los tobillos y los dedos entrelazados. El televisor estaba encendido, retransmitiendo un programa de entrevistas, pero el sonido era casi inaudible.
Me miró con una expresión casi de amor y cercana al odio. El mundo que ella se había creado allí -un capullo de indiferencia en torno a sentimientos enterrados y el corazón moribundo de un mal matrimonio- se desmoronaba a su alrededor. Movió la cabeza con la mirada aún fija en mí. Parecía al borde del llanto. Luego se volvió hacia la ventana, que pronto dejaría entrar la cruda luz invernal en la habitación.
– ¿Quién era ese hombre? -preguntó.
– Se llamaba Stritch.
Con las manos junto a los pies descalzos, deslizó su alianza con el pulgar y el índice casi hasta el extremo del dedo y la hizo girar hasta que por fin se la quitó y la sostuvo entre las yemas de los dedos. No me pareció buena señal.
– Iba a matarme, ¿verdad? -Formuló la pregunta con normalidad, pero en su voz se advirtió cierto temblor.
– Sí.
– ¿Por qué? No lo había visto nunca. ¿Qué podía haberle hecho yo?
Apoyó la mejilla izquierda en la rodilla en espera de mi respuesta. Le resbalaban lágrimas por la cara.
– Quería matarte porque pensaba que significas algo para mí. Buscaba venganza, y vio en ti una oportunidad para resarcirse.
– ¿Y significo algo para ti? -preguntó casi en un susurro.
– Hace mucho tiempo te quise -me limité a responder.
– ¿Y ahora?
– Todavía me preocupas lo suficiente para impedir que alguien te haga daño.
Movió la cabeza en un gesto de negación y la apoyó en la mano derecha. Ahora lloraba sin rebozo.
– ¿Lo has matado tú?
– No. Alguien se me ha adelantado.
– Pero lo habrías matado, ¿verdad?
– Sí.
Tenía los labios contraídos en un mohín de dolor y tristeza, y las lágrimas le caían por la cara y salpicaban las sábanas. Tomé un pañuelo de papel de la caja del tocador y se lo ofrecí. A continuación me senté a su lado en el borde de la cama.
– Santo Dios, ¿por qué has tenido que venir? -dijo. Los sollozos sacudían su cuerpo. Brotaban de tan hondo que la interrumpían al hablar, como pequeñas pausas de pena-. A veces pasaban semanas enteras sin que me acordara de ti. Cuando me enteré de que te habías casado, sentí que algo ardía dentro de mí, pero pensé que quizás ayudaría, que quizá cauterizaría la herida. Y así fue, Bird, de verdad. Pero ahora…
Le toqué el hombro pero ella se apartó.
– No -dijo-. No, no me toques.
Pero yo no la escuché. Avancé con todo mi cuerpo sobre la cama, me arrodillé junto a ella y la atraje hacia mí. Se resistió y me golpeó el cuerpo, la cara y los brazos con la palma de la mano. De pronto hundió el rostro en mi pecho, y la resistencia cesó. Me rodeó con los brazos, apretando la mejilla contra mí, y de entre sus dientes apretados salió un sonido semejante a un aullido. Deslicé las manos por su espalda, rozando con las yemas de los dedos el tirante del sujetador bajo el jersey, que se levantaba un poco en la parte inferior, dejando a la vista media luna de piel por encima de los vaqueros y los adornos de encaje de las bragas.
Movió la cabeza bajo mi mentón. Frotó la mejilla contra mi cuello y fue subiendo hasta que nuestras mejillas se rozaron. Sentí un deseo repentino. Me temblaban las manos tanto por el efecto retardado de la persecución de Stritch como por la proximidad de Lorna. Habría sido tan fácil dejarse llevar, recrear, aunque fuese brevemente, un recuerdo de juventud.
Le besé con delicadeza la sien y me aparté.
– Lo siento -dije.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Detrás de mí, la oí entrar en el baño, cerrar la puerta y abrir el grifo. Por un instante me había sentido joven otra vez, consumido por el deseo de algo que no tenía derecho a poseer. Pero ese joven había desaparecido, y el hombre que había ocupado su lugar ya no albergaba sentimientos tan intensos por Lorna Jennings. Fuera, la nieve caía igual que los años, cubriendo el pasado con la impoluta blancura de las posibilidades no expresadas.
Oí abrirse la puerta del baño. Cuando me di la vuelta, Lorna estaba desnuda ante mí.
La miré por un momento antes de hablar.
– Creo que te has olvidado algo en el baño -dije. No hice ademán de acercarme a ella.
– ¿No quieres estar conmigo? -preguntó.
– No puedo, Lorna. Si lo hiciese, sería por las razones menos indicadas y, para serte sincero, no sé si podría asumir las consecuencias.
– No, no es eso -dijo. Una lágrima rodó por su mejilla-. Estoy más vieja. No soy igual que cuando me conociste.
Era verdad: no era como la recordaba. Tenía hoyuelos en la parte superior de los muslos y en las nalgas y pequeños pliegues de grasa en el vientre. Se le veían los pechos menos firmes y porciones de carne blanda empezaban a colgarle bajo los brazos. El leve trazo de una variz serpenteaba a través de la mitad superior de su pierna izquierda. En la cara se le dibujaban finas arrugas junto a la boca y tres líneas irradiaban de la comisura de cada ojo.
Y sin embargo, aunque los años la habían transformado, la estaban cambiando incluso en ese instante, no habían conseguido mermar su belleza. Al contrario, conforme envejecía, su feminidad, la sensación de ella como mujer, parecía haberse realzado. La frágil belleza de su juventud había resistido los duros inviernos del norte y las dificultades de su matrimonio adaptándose sin desvanecerse, y esa fuerza había encontrado expresión en su rostro, en su cuerpo, revistiéndola de una dignidad y una madurez que antes estaban ocultas, que sólo de vez en cuando se mostraban en sus rasgos. Mientras nos mirábamos a los ojos, supe que la mujer a quien yo había amado, por quien aún sentía algo parecido al amor, permanecía en el fondo intacta.
– Sigues siendo hermosa -dije.
Me observó con atención, para cerciorarse de que no intentaba engañarla con mentiras piadosas. Cuando vio que decía la verdad, cerró los ojos suavemente como si algo la hubiese tocado muy profundamente pero no supiese si sentía dolor o placer.
Se tapó la cara con las manos y movió la cabeza en un gesto atribulado.
– Esto es un poco embarazoso.
– Un poco -convine.
Asintió y volvió a entrar en el baño. Al salir fue derecha a la puerta. La seguí y llegué junto a ella cuando tocó el picaporte. Se volvió antes de abrir y me acarició la mejilla.
– No sé, Bird -dijo apoyando la frente con delicadeza en mi hombro por un momento-. Sencillamente no sé.
A continuación salió de la habitación a la luz del alba.
Me eché a dormir un rato; luego me duché y me vestí. Miré qué hora era mientras me ponía el reloj en la muñeca, y un dolor como no había sentido desde hacía meses me traspasó el estómago. Me dejé caer al suelo echo un ovillo y empecé a llorar casi en silencio, envolviéndome con los brazos, sacudido por intensas punzadas de sufrimiento. Con todo lo que había ocurrido -la búsqueda del rastro de Caleb Kyle, el encuentro con Rachel, la muerte de Stritch- había perdido la noción del tiempo.
Era el 11 de diciembre. Faltaba un día para el aniversario.
Eran más de las tres cuando me tomé una tostada y un café en el restaurante; estuve pensando en Susan y en la rabia que sentía contra el mundo por permitir que ella y mi hija me hubiesen sido arrebatadas. Y me pregunté cómo, con tanto dolor enroscado dentro de mí, podía empezar una vida nueva.
Pero quería a Rachel, lo sabía, y me sorprendió cuán profundamente la necesitaba. Fui consciente de ello sentado frente a ella en Harvard Square, escuchando su voz y observando el movimiento de sus manos. ¿Cuántas veces habíamos estado juntos? ¿Dos? Sin embargo, con ella había sentido una paz de la que me había visto privado desde hacía mucho tiempo.
Me pregunté también qué podía aportar yo, tanto a ella como a mí mismo, si la relación llegaba a prosperar. Era un hombre perseguido por el fantasma de su esposa. Había llorado su pérdida, y aún la lloraba. Mis sentimientos por Rachel, y lo que habíamos hecho juntos, hacían que me sintiera culpable. ¿Traicionaba el recuerdo de Susan por desear empezar de nuevo? Eran tantos los sentimientos, tantas las emociones, tantos los actos de venganza, los intentos de compensación que se habían concentrado en el transcurso de los últimos doce meses. Me sentía agotado por todo y atormentado por las imágenes que se colaban subrepticia y espontáneamente en mis sueños y mientras estaba despierto. Había visto a Donald Purdue en el bar. Lo había visto con la misma claridad con la que había visto a Lorna desnuda ante mí, con la misma claridad con la que había visto a Stritch empalado en un árbol.
Quería empezar una nueva vida, pero no sabía cómo. Sólo sabía que me acercaba cada vez más al borde del abismo y que debía encontrar la manera de afianzarme si quería evitar la caída.
Salí del restaurante y partí hacia Greenville. El Mercury estaba aparcado detrás del motel bajo unos árboles, casi invisible desde la carretera. No creía que Rand fuese en busca de Ángel y Louis, no mientras me tuviese a mí, pero no estaba de más tomar precauciones. Cuando aparqué, Ángel abrió la puerta de la habitación número seis, se apartó para dejarme entrar y cerró de nuevo.
– Vaya, tú por aquí -dijo con una amplia sonrisa.
Louis, tumbado en una de las dos camas dobles de la habitación, leía el último número de Time.
– Tienes razón, Bird -comentó-. Eres único. Pronto tú y Michael Douglas coincidiréis en una de esas clínicas para adictos al sexo y leeremos sobre ti en la revista People.
– La vimos llegar cuando nos íbamos -explicó Ángel-. Estaba muy alterada. No tuve más remedio que dejarla entrar. -Se sentó junto a Louis-. Ahora seguro que nos vas a contar que tú y el jefe os sentasteis a aclarar este asunto, y que él te dijo: «Claro, acuéstate con mi mujer, porque en realidad te quiere a ti y no a mí». Porque si no fue así, muy pronto vas a ser peor recibido incluso que hasta ahora. Y la verdad, ya eres tan mal recibido como los pies de un muerto en verano.
– No me acosté con ella -anuncié.
– ¿Se te insinuó?
– ¿Has oído hablar alguna vez de la sensibilidad?
– Es algo muy sobrevalorado, pero lo interpretaré como un «sí» y supondré que tú no respondiste. ¡Dios mío, Bird, tienes el autocontrol de un santo!
– Dejémoslo, Ángel, por favor.
Me senté en el borde de la segunda cama y apoyé la cabeza en las manos. Respiré hondo y cerré los ojos con fuerza. Cuando volví a levantar la vista, Ángel estaba casi a mi lado. Alcé la mano para indicarle que me encontraba bien. Fui al baño y me mojé la cara con agua fría antes de volver con ellos.
– En cuanto al jefe, aún no me ha echado del pueblo -dije reanudando la conversación en el punto donde la habíamos dejado-. Soy testigo y sospechoso del asesinato sin resolver de un hombre no identificado en los bosques de Maine. Jennings me ha pedido que me quede por aquí y que me lo tome con calma. También me ha contado otra cosa: el forense aún no ha hecho público oficialmente su informe, pero casi con toda seguridad confirmará que Chute recibió una paliza antes de morir. Por las marcas en las muñecas, daba la impresión de que alguien lo había colgado de un árbol para apalearlo.
Sumado a la muerte de Stritch, ese hecho significaba que, a la mañana siguiente, Dark Hollow probablemente se convertiría en un hervidero de periodistas y que aparecerían aún más policías.
– Louis ha hecho unas cuantas llamadas, se ha puesto en contacto con algunos de sus colaboradores -dijo Ángel-. Ha averiguado que Al Z y un contingente de voluntarios de Palermo llegó anoche en avión a Bangor. Según parece, a Tony Celli se le ha acabado el tiempo.
Así pues, estaban estrechando el cerco. Se acercaba la hora de la verdad. Lo presentía. Fui a la puerta y contemplé la quietud del India Hill Mall, con su tienda de armas y su oficina de información turística, el aparcamiento vacío. Louis se aproximó a mí.
– Anoche pronunciaste el nombre de ese niño poco antes de ver a Stritch -dijo.
Asentí.
– Vi algo, pero ni siquiera sé qué era.
Abrí la puerta y salí. Él no insistió.
– ¿Y ahora qué? -preguntó-. Vas vestido como si te hubieses preparado para una aventura en el Ártico.
– Aún tengo previsto visitar a aquel viejo para averiguar cómo llegaron a él las botas de Ricky que le vendió a Stuckey.
– ¿Te acompañamos?
– No, no quiero asustarlo más de lo necesario, y será mejor que no os dejéis ver por Dark Hollow durante un tiempo. Después de hablar con él, quizá podamos decidir por dónde continuar. Puedo ocuparme de esto yo solo.
Me equivocaba.