En las gargantas de cobre y cartón destartalado de los parlantes de los taxis errabundos como perros, propagándose paciente pero irrevocable como la chispa de una mecha tan extensa como el tiempo que separaba la medianoche del crepúsculo; en el ronquido trémulo de los camiones de basura; en el temor apocalíptico que sembraba la inexplicable demora de la salida de los diarios, cuyo retraso auguraba titulares tamaño catástrofe que nadie sabía aún qué fatalidad habrían de anunciar; en la noche larga y tormentosa de los insomnes; en la candida placidez de los durmientes; en el enigmático alboroto nocturno de palomas que volaban en bandadas despavoridas, desorientadas, de aquí para allá, de cúpula en cúpula, como si escucharan las trompetas del anuncio del fin de todos los fines; en los cuellos de animal antediluviano de los semáforos, cuyos impares ojos verticales y contrahechos enloquecieron, parpadearon epilépticos de rojo a verde hasta quedarse en el amarillo intermitente de la más profunda ceguera; en las bocas desdentadas, hediondas y atónitas de las alcantarillas; en la vigilia vacilante de los carteles de neón que de pronto fulguraron e inmediatamente se extinguieron como estrellas, todos a una vez, dejando nubes de insectos huérfanos de luz; en el vuelo torpe y angular de los murciélagos que, confundidos por la etérea invasión de las señales satelitales y la profusión de frecuencias antagónicas, se estrellaban contra las campanas de la catedral haciéndolas doblar como si estuviesen animadas por abades invisibles y agoreros; en las carteras ya irremediablemente vacías de las putas que, desanimadas, iban abandonando la parada oscura de la recova de la estación desmintiendo aquel apotegma sobre la gran orgía del fin del mundo; en la incredulidad de las almas castigadas que habitaban las borracherías vecinas al puerto; en la indiferencia de los desesperados, de los que no tenían nada más que perder; en el súbito y temprano alboroto de las cárceles y los manicomios; en la lluvia oblicua de los televisores traicionados por el sueño; sobre los techos de fiesta necrológica de las ambulancias; en el tronar de cilindros desnudos de los motorizados; en el peso del cielo que podía mensurarse en kilohertzios de información imprecisa y contradictoria; en preguntas que volaban de antena en antena y cuyas respuestas jamás bajaban al reino de los mortales; en cumulus nimbus hechos de megavatios que presagiaban la tormenta del final; en el ulular de las sirenas; en los corazones palpitantes de intriga; en la ciudad indefensa bajo un cielo negro que se cernía como un ultimátum, algo todavía indecible habría de ser anunciado.
La ciudad amaneció alfombrada de palomas y murciélagos muertos. Las calles estaban desiertas y los negocios no habían abierto. Eran las nueve de la mañana y los diarios continuaban ausentes. Las radios emitían el mismo, silencio asmático en toda la circunferencia del dial. Los televisores seguían lloviendo a cántaros esa misma nada oblicua que anegaba los ánimos suplicantes de noticias. Los teléfonos, inútiles, no hacían otra cosa que dar la hora con la compulsión irrebatible de los locos, como si aquélla, la hora, fuese la única evidencia cierta en este mundo.
Necesitábamos, aunque más no fuera, un rumor. Pero un silencio supersticioso se fue anudando a nuestras gargantas como una boa lenta e implacable. Nacida de un acuerdo unánime pero impronunciable, en todos nosotros se había instalado una sola y arbitraria certeza: el anuncio llegaría a las diez en punto de la mañana.
Fue la noche más larga y más sombría. En los almanaques y las efemérides, en las crónicas conmemorativas y en las letras fileteadas de los camiones, en las épicas elementales de los discursos de los actos escolares y en el dorso de los sobres de azúcar, en la última página de los diarios y en el bronce de las placas alusivas, para siempre habríamos de recordar esa fecha como Jueves de Agripina.
En efecto, nadie había dormido. íbamos y veníamos como apóstoles en vísperas de la Resurrec ción. Esperábamos, nadie sabía qué, con el desasosiego de quien aguarda el Final Veredicto, como si alguien hubiese anunciado el Segundo Regreso para aquella misma noche de diciembre. Algunos combatíamos el péndulo del agobio con café o anfetaminas, otros invocábamos la calma con infusiones de hojas de tilo o, llegado el caso, a fuerza de benzodiazepinas. El humo de los cigarrillos trepaba morosamente en aquel aire espeso que, a duras penas, se cortaba con las aspas de los ventiladores, íbamos y veníamos como tigres enjaulados. Como patéticos fantasmas enfundados en piyamas, nos asomábamos a las ventanas sin encontrar otra respuesta diferente del semblante pasmado del vecino, idéntico a nuestra propia consunción.
A las diez en punto de la mañana las pantallas dejaron de llover y se despejaron, diáfanas, en el arco iris de las barras de sintonía. Entonces sí, sobre el pequeño horizonte, se alzó el sol del escudo, que poco a poco se fue fundiendo con el primer plano de los Ojos de la Patria, con aquella Mirada Serenísima que venía para traernos la luz, para componer el orden natural de las cosas. La ciudad exhaló un suspiro tibio. La cámara se alejó hasta develar la sonrisa del Presidente hecha de labios de madre, dientes de padre y lengua ardiente de amante. Sin embargo, en aquellos ojos transparentes, rasgados por la estirpe de Oriente pero hechos con el azul cristiano del mediterráneo, en su tez de príncipe moro empalidecida ahora por un sino inescrutable, en aquella sonrisa pía, mezcla de Gioconda y Zorzal Criollo, algo oscuro estaba escrito.
La muerte nos conmovía. Quisimos engañarnos en la creencia de que un nuevo y trágico óbito había vuelto a enlutar a la familia presidencial. Y pese a todo el dolor que aquella conjetura nos provocaba, en ella encontrábamos el consuelo que morigeraba el fantasma de un anuncio aún más amargo. Nos habíamos acostumbrado a La Muerte. Como con Él no podía, La Muerte se había ensañado con la familia presidencial. Desde Su asunción, La Parca había blandido la guadaña sin pausa, diezmando la progenie del Primer Mandatario con tal ferocidad que el mausoleo familiar tuvo que ser convertido en un edificio mortuorio de diez pisos donde cohabitaban los mártires, dispuestos todos por fin en armoniosa y pacífica coexistencia. Y como la muerte nos conmovía, a cada nuevo guadañazo asestado a la familia presidencial, en la misma medida que se iba poblando la necrópolis vertical se acrecentaba nuestra compasión, que pronto se transformaba en veneración para con Su desventurada persona.
El Presidente siempre daba sus discursos rodeado de su gente más cercana: ministros y secretarios, consejeros y consejeros de los consejeros, consultores y asesores, peluqueros, valets, modistos, magistrados amigos y allegados, ministros de la Corte de Justicia y caddies, actrices y futbolistas y, por supuesto, la familia presidencial en su totalidad o, al menos, lo que de ella iba quedando. Albergábamos la mezquina esperanza de que una nueva muerte nos sería anunciada. Pero conforme la cámara ampliaba el plano, en la misma proporción y a medida que iban apareciendo en la pantalla cada uno de los miembros que como una gran familia constituían el entorno presidencial, nuestros corazones se llenaban de una mezcla de desazón y júbilo nacido del incumplimiento de nuestros negros augurios. No faltaba ninguno.La cámara volvió a concentrarse en el primer plano del Excelso Rostro. El Primer Mandatario se dispuso a hacer el enigmático anuncio que, sospechábamos, habría de ser fatídico.
Sin embargo, el Presidente no habló. Una congoja como nunca había mostrado se le enredaba en la garganta y le azogaba la glotis en un temblor apenas perceptible. Un agobio infinito le pesaba en los párpados como un lastre pertinaz. Y, pese a todo, nos guardaba compasión. Nos miraba con unos ojos hechos de misericordia y estoicismo. Hizo un esfuerzo por hablar pero no pudo. No hizo falta. Entendimos todo de inmediato.
Uno a uno fuimos ganando la calle. No hubo invocaciones ni llamados grandilocuentes. La misma y espontánea idea se había adueñado de nuestras voluntades. Como convocados por un imán invisible que cantara desde el alminar más alto de una mezquita incorpórea, en silenciosa multitud, desde los puntos más distantes, bordeábamos el río, cruzábamos los puentes, nos concentrábamos en las avenidas y, guiados por un mismo propósito, llegábamos hasta la plaza. Veníamos desde los villorrios más miserables del sur y desde los cresos barrios del norte. Enfermos, nos levantábamos de las camas de los hospitales; marchando junto con los carceleros, salíamos los presos de los calabozos; conducidos por el lazarillo de la desesperación, con paso seguro, caminábamos los ciegos y con paso impar andábamos los inválidos. Llegábamos desde las ciudades vecinas y desde el campo, veníamos en peregrinaciones de a pie, adocenados en las cajas de los camiones, en los estribos de los tractores hasta donde alcanzara el combustible y así nos íbamos formando en infinitas procesiones a lo largo de rutas y autopistas.
Caminábamos en silencio. No nos animaba el espíritu unánime que gobierna a las turbas enardecidas, ni el arrebato heroico que se forja en el crisol de las puebladas diluyendo las fronteras que separan al uno del prójimo. Al contrario, nos movía un miedo miserable, una inconfesable cobardía que nos impedía mirarnos a los ojos. Marchábamos a la plaza, recelosos del vecino, como una procesión de tullidos avarientos que fueran a disputarse la curación milagrosa de un santo, aun a costa de pisarnos y aplastarnos los unos a los otros.
Había caído la noche. La multitud era un río quieto y silencioso que colmaba la plaza, se extendía en un largo brazo hacia el poniente hasta el final de la avenida, formaba un vasto embalse sobrelos parques del Parlamento, volvía a bajar por las dos diagonales laterales que convergían en la explanada de la Casa de Gobierno y se ramificaba en la periferia según los caprichos de la planimetría del Barrio Viejo. El resto de la ciudad era un desierto. Las puertas y ventanas de las casas habían quedado abiertas. Si alguien hubiese querido saquear la ciudad entera, no le habría demandado más esfuerzo que tomar lo que quisiera, con la misma facilidad con que se arranca un racimo de la vid. Pero todos, incluidos los cortabolsas, rateros y punguistas, estábamos en la plaza.
No hubo gritos fervorosos ni cánticos multitudinarios. No se entonaron himnos emotivos ni loores. No se agitaron banderas ni oriflamas ni pancartas. Reinaba un silencio sólido hecho de intriga y secreto desconsuelo. Éramos no más que una suma de almas incapaces de fundirse unas con otras.
Aquel mutismo se había convertido en una súplica infinitamente más elocuente que el clamor más estentóreo. El silencio era tal que, a las diez en punto de la noche, todos pudimos escuchar el ínfimo chirrido de la celosía del balcón presidencial. El aliento general se cortó como si de pronto la tierra se hubiese abierto debajo de nuestros pies dejándonos al borde de un abismo negro e interminable. Vimos cómo se corría la persiana y, después de un segundo de incertidumbre, el Presidente salía al balcón envuelto en un cono de luz plateada. Se acodó sobre el barandal, apoyó el mentón sobre el puño y así se quedó como lo haría un parroquiano en el estaño de la barra de un bar. Tenía una expresión descompuesta. Nos miraba como si fuésemos un viejo barman. Era la actitud de un borracho a punto de confesarse frente a un confidente circunstancial. Llevaba el botón de la camisa desabrochado, y la corbata desanudada le colgaba sobre las solapas del saco. Sonrió con la mitad de la boca, se frotó los ojos enrojecidos y cansados, hizo un gesto de resolución y, cuando todos esperábamos que fuera a hablar, dio un salto corto y ágil y se trepó a la balaustrada del balcón. La multitud lanzó un alarido unánime que fue inmediatamente sofocado por el terror. De pie sobre la estrecha baranda, las puntas de los zapatos al borde del vacío, el Primer Mandatario hacía equilibrio sin dejar de mirarnos. No nos atrevíamos a respirar siquiera. Elevó la mirada al cielo, cerró los ojos, se persignó y, sin que pudiéramos hacer otra cosa más que gritar y tomarnos la cabeza, el Presidente saltó al vacío.
Ante nuestros ojos espantados, el Presidente caía desde las alturas del Palacio de Gobierno como un peso muerto, paralelo al muro y muy cerca de las agudas salientes que formaban las molduras y las cornisas. A la altura del frontispicio que coronaba el pórtico, tumultuosamente giró sobre su eje ventral, quedó perpendicular a la pared y, en el momento mismo en que estaba por estrellarse contra los macizos canteros de la explanada, detuvo su caída en el aire como si estuviese sujeto por hilos invisibles. Muy cerca de nuestras cabezas, el Presidente levitó con los brazos y las piernas extendidas cual si estuviera recostado sobre una hamaca. Entonces retomó altura, hizo un trompo en el aire y, en un vuelo recto y veloz, alcanzó la cúpula de la catedral. Voló en torno al pararrayos describiendo una leve espiral ascendente. A su paso junto a la hilera de colosos que sostenían el arquitrabe del Banco Nacional, congregó con el índice extendido una bandada de palomas que lo flanquearon hasta el campanario del municipio. Volaba en torno a las siete campanas, iba rápidamente de las unas a las otras, haciéndolas doblar con su volátil humanidad, como un Quasimodo apolíneo, grácil, gaseoso. Con la levedad de un ángel movía los pesados badajos como si pulsara las cuerdas de una lira: tocó la introducción del Himno Nacional, las primeras notas de la "Zamba de mi esperanza" y el estribillo, en versión celestial, de "A mi manera". Con los cabellos al viento planeó serenamente sobre los techos del Ministerio de Hacienda, descendió a pique cerca de las terrazas del Hilton, hizo un looping sobre los silos del puerto y en una maniobra vertiginosa voló, rasante y veloz, sobrenuestras azoradas cabezas, de ida y de vuelta, frenéticamente. Ascendió hasta el centro de la plaza y, lentamente, se dirigió hasta el balcón donde el gabinete en pleno lo miraba levitar frente a sus estupefactas narices.
Fluctuando en torno a los floridos canteros del balcón como lo haría un colibrí, el Presidente extendió la diestra señalando al Ministro de Asuntos Exteriores y con un leve cabeceo lo invitó a sumarse a su danza aérea. El Ministro lo miraba aterrado, inmóvil y pálido. Pero sabía que era una orden. Nadie jamás se había atrevido a discutir una orden del Presidente. Entonces le dimos ánimos con una ovación ensordecedora. Rompimos en aplausos cuando vimos al Ministro intentar treparse sobre la baranda. Se movía torpe y pesadamente como una morsa enfundada en un traje dos números menor que su inabarcable talle. Con la ayuda del resto del gabinete, finalmente hizo pie en la balaustrada. Estaba paralizado de miedo. El Presidente le dio confianza haciendo unos movimientos delfinescos sobre su cabeza y volvió a invitarlo con un gesto paternal. El Ministro cerró los ojos y por fin saltó. Contra su propia convicción, el canciller flotaba en el aire suspendido a no menos de veinte metros del suelo. Intentó un vuelo hacia el Presidente. Pero, todavía inexperto, volaba tosco y desmañado con una actitud semejante a la de un pichón de pato que por primera vez se arrojara a una laguna y quisiera nadar. Rugíamos de júbilo, extendíamos los brazos al cielo,llorábamos de emoción. El Presidente tomó al Ministro de la mano y lo condujo hasta una altura tal que ya casi no podíamos distinguir sus siluetas recortadas contra el cielo nocturno. Por propia iniciativa o bien incitados por todos nosotros, el resto de los ministros, uno a uno, fueron saltando desde el balcón. Extasiada y presa de un desborde de euforia incontrolable, la Ministra de Salud, siempre circunspecta y a quien jamás habíamos visto siquiera sonreír, sobrevolaba ahora el torso desnudo del coloso que sostenía el globo en la cúspide del edificio del diario El Universal. A su paso palmeaba los glúteos del gigante de bronce a la vez que, con una lascivia desconocida, revolvía la lengua entre las comisuras de sus labios. El Secretario de Minoridad, aquel que había solazado la infancia de todos nosotros desde la pantalla cuando integraba la troupe de Los Colosos de la Lucha representando el papel de El Gran Mogol, revoloteaba haciendo cabriolas de cachacascán, llaves Doble Nelson y tomas de tijera a un imaginario contrincante volador. Aullábamos de felicidad. Los Ministros se tomaban de las manos, formaban figuras e improvisaban coreografías en el cielo. Incluso aquellos funcionarios a quienes suponíamos irreconciliablemente enemistados, volaban ahora en acompasado ballet. La última en saltar fue nuestra Primera Dama, María de los Perros Amor. Se había quedado sola en el balcón mirando el celestial espectáculo con unos ojos hechos de melancolía. Sabíamos que, desde hacía algún tiempo, las cosas entre Ellos no estaban demasiado bien. El fantasma del divorcio presidencial nos había robado el sueño durante la época de la primera gran crisis, cuando estuvieron a punto de llamarnos a plebiscito -no vinculante- para conocer nuestra opinión, por Sí o por No, frente a la pregunta "¿Aprueba el Soberano la posibilidad de Divorcio del Jefe de Estado?". Nada nos conmovía más que sentirnos Soberanos con voz y voto. Por eso estallamos en indignación cuando la oposición objetó los términos de la consulta; con una malicia infinita intentó que se reemplazara la palabra Soberano por ciudadano y divorcio por separación, ya que, según decían, no estaban Ellos legalmente casados. María de los Perros Amor había sido el blanco dilecto de las infamias más encarnizadas de la oposición: impugnaban su pasado de cantante de boleros, la acusaban de oportunismo, publicaban solicitadas en los diarios censurando su vestuario y hasta habían osado insinuar que desafinaba en las notas altas. Igual que las comadres de barrio, la oposición hizo lo imposible por encender los rescoldos de la primera gran crisis para alejarlos definitivamente. Pero ahora, teniéndonos a nosotros como testigos, María de los Perros Amor no podía disimular un mohín de arrobamiento mientras Lo veía volar con el garbo de un Valentino alado. En todo esto pensábamos, cuando el Presidente hizo un descenso en picada, a su paso arrancó una azucena de los maceteros de la terraza del edificio de La Puntual de Seguros y, con la prestancia de un torero del aire, se posó sobre la balaustrada del Balcón, tomó por la cintura a la Primera Dama y, juntos, emprendieron un ascenso beatífico, olímpico, celestial, sereno. Se miraban con la pasión de los enamorados. Entonces, labio contra labio, María de los Perros Amor entonó las primeras estrofas de "El Reloj". Rompimos en una ovación quebrada por el sobrecogimiento y la emoción. No habíamos escuchado la dulce voz de la Pri mera Dama desde que había perdido el habla después de la muerte de su hijo. Seguíamos la letra moviendo apenas los labios para no deshacer el ensalmo de embriaguez. Bailaban recortados contra la luna, rodeados por el séquito aéreo de ministros y secretarios que sonreían, sixtinos, cual querubines.
Tardamos en darnos cuenta de que en aquella magnífica gala empírea faltaba alguien. Algunos de nosotros pudimos adivinar su sombra en el lugar más oscuro del balcón. Se hubiera dicho que el Secretario de Finanzas, el doctor Orestes Morse Santagada, permanecía oculto tras las celosías. Y creímos ver, en la diminuta lumbre de sus ojos que fulguraban en la penumbra, el brillo malicioso del rencor. Cuando volvimos a mirar, el Secretario se había perdido en la negrura del despacho.
Fuimos felices. Quizá por última vez. Nos habíamos olvidado del pasado y sospechábamos entonces, mientras mirábamos aquel fresco viviente, un porvenir venturoso. ¿Qué iban a decir ahora los gobernantes extranjeros, qué iban a decir las decadentes monarquías nórdicas, que, llenas de fastos y deínfulas presuntamente civilizadoras, eran incapaces de elevarse un milímetro del suelo? ¿Qué iban a hacer ahora con sus fraguados informes sobre sobornos, cohecho, untos, dádivas, retribuciones y otras descabelladas patrañas urdidas quién sabe con qué oscuros propósitos? ¿Con qué autoridad iban a denunciar ahora supuestos asesinatos políticos y crímenes de silencio? ¿Con qué argumentos iban a disimular la envidia que les provocaba el hecho de que nuestra moneda fuera más fuerte, más valiosa y más codiciada que sus míseras coronas? Las infamias habían sido tantas y tan desproporcionadas que hasta la oposición se mostró indignada. ¿Con qué descaro habrían de meter ahora sus narices en nuestros propios asuntos? Si hasta querían las cabezas de nuestros ancianos dictadores como si fuésemos incapaces de administrarnos justicia. Como ni siquiera habían podido tener sus propios tiranos, querían juzgar a nuestros asesinos que, no por asesinos, dejaban de ser nuestros.
Aquella noche de diciembre fuimos felices. Siempre habíamos conservado la ilusión de que Él era uno más entre nosotros. Tan próximo y elemental, era, en verdad, parte de nuestra cotidiana existencia. Y aun así, viéndolo volar magnánimo, augusto e inalcanzable, seguía siendo tan simple como el más simple de nosotros. Jamás lo llamábamos por su nombre. En su largo -y por momentos tortuoso- camino hacia la celebridad fue ganando apodos de amigos y enemigos. Lo conocimos como El Chivo, El Chino, La Gamba, La Chancha, El Alemán, La Garza, El Japo, Nipón, El Bosta, Nazo, El Doscincuentaytré, El Ñato, Cabeza de Turco, Cabeza, El Flaco, Ifigenia, Condorito, El Gordo Leo, La Gorda, Papito, El Papi, El Lechu, Lechuguita, El Mugre, Oldsmugre, Pitecantropus, El Pite, Piter, Piterpán, Pete, El Capanga, El Gato, Gato Capón, Capón, El Capo, Brígida, Santa Brígida, La Serenísima, El Leche, Queso, Buche, Tucán, La Nena, El Negro, Vieja del Agua, La Vieja, Cabeza de Naipe, Cabeza de Pija, El Sordo, Cantimpalo, Boga, Ana Bolena, Enrique Octavo, Locura, Locura de Dios, Batata, El Pelado, Porra, Peluca, Huevo, Jamón, El Mono, Pie Plano, Hueso, El Monje, La Manuela, Paja, El Preso, Soronga, La Pepa, El Cangrejo, Bigote, La Tur ca, Cabeza de Yunque; pero desde Su ascenso a la presidencia todos le decíamos Madre de Dios o Madre, a secas.
Aquella lejana noche de verano fuimos felices por última vez. Cuando las campanas de la catedral marcaron las doce en punto de la noche, sucedió lo que nadie esperaba. Hubiésemos querido que aquella coreografía celestial no cesara nunca. Y quizá no haya cesado. Quién puede saberlo. Lo cierto es que cuando todavía reverberaba la última campanada, el Presidente quedó suspendido en el aire, nos miró desde el cielo como un Cristo, extendió los brazos convocando a sus ministros, hizo una prolongada reverencia y, flanqueado por su leal séquito, tomó de la mano a la Primera Dama, María de los PerrosAmor, y comenzó un lento vuelo hacia el poniente. Nuestras cabezas giraban haciendo una ola humana a su paso. Ellos volaban en línea recta, cada vez más y más alto como una bandada de golondrinas. No quisimos entender lo evidente. Los vimos alejarse más allá de la plaza, más allá de la cúpula del parlamento hasta convertirse en un punto que acabó por fundirse para siempre con la línea nocturna del horizonte.
Nunca más, hasta Su segunda vuelta, habríamos de volver a verlo.
A desgano y porque no le quedaba otro remedio, la oposición se hizo cargo del Gobierno. Y aun siendo Gobierno, nunca dejaron de ser para nosotros la vieja y vetusta oposición.
La oposición tomó Su Doctrina igual que Roma la Palabra del Salvador. Como un Constantino ínfimo, enjuto, circunspecto y enfermo de tedio, el nuevo Presidente, antes opositor, declaró inamovible el Dogma y nos tranquilizó en la seguridad de que el Camino por Él trazado no habría de torcerse un ápice. Legitimando con su rúbrica los mil doscientos cuarenta y ocho sabios decretos que prolijamente Él había dejado sobre el escritorio antes de perderse en los cielos, el nuevo Presidente sacralizó los Principios Fundamentales. Con su índice parkinsoniano pero inmaculado de toda sospecha de venalidad, canonizó la totalidad de los contratos, concesiones y concordatos que había recibido en herencia. Y en algunos casos fue todavía más allá. Casi sin darnos cuenta fuimos arrollados por La Modernidad. Ahora podíamos ver nuestros rostros maravillados en el reflejo de las pantallas de los RÍA, Recaudadores de Impuesto Automatizados, detrás de aquellos caracteres que, analfabetos, no sabíamos leer; podíamos acariciar los suaves teclados de cromo que tampoco sabíamos cómo operar, pero siempre acabábamos por ingeniárnoslas para poder cumplir, rientes, con nuestras cargas tributarias.
Antes de Su Partida al Reino de los Cielos, Él había puesto la salud de los pobres en las mismas manos de Dios; viendo la irreversible obsolescencia de los viejos hospitales, decidió darlos en generosa y salomónica concesión, por una parte a la sabia Obra de Miracle amp;Company, propiedad del pastor evangelista James Sugar, y por otra, para quienes no queríamos abandonar la Iglesia romana, a la Orden de los Padres Carismáticos. A cambio de un óbolo completamente voluntario, podíamos participar de las multitudinarias misas de sanación. Los ciegos volvíamos a ver, los paralíticos podíamos caminar, y no nos levantamos los muertos de nuestras tumbas por explícito ruego del Registro Civil.
Pero lo cierto es que nada estaba como antes. El nuevo Presidente era incapaz de elevarse un milímetro del suelo. Si le preguntaran a cualquiera de nosotros cuál era el nombre de Su sucesor, contestaría encogiéndose de hombros. Quizá recordaría su nombre. Pero lo cierto es que ni siquiera tenía un apodo. O si lo tenía, tampoco lo recordábamos.
Pero sabíamos que algún día Él iba a volver para redimirnos. Así como había venido desde el centro del misterio y de la misma misteriosa forma se había elevado un día hacia los cielos perdiéndose del otro lado de la línea del horizonte, de la misma forma habría de regresar. Nadie conocía su pasado. Quizá por esa misma razón lo habíamos elegido. Nunca supimos del todo quién era aquel ángel de labios de madre judía, ceño severo de padre musulmán, lengua ardiente de amante italiano; ignorábamos quién era el que nos miró por última vez a través de sus ojos transparentes hechos con el azul cristiano del Mediterráneo, aquel príncipe de tez morisca, armado de la paciencia del Oriente y de la osadía nórdica de los vikingos. Y cuanto más ignorábamos su pasado, tanto más alimentábamos la esperanza de su futuro regreso.
Después del triste pero glorioso día de la ascensión junto con los Doce Apóstoles que componían su gabinete y María de los Perros Amor, hicimos numerosas exégesis e infinitas interpretaciones. Algunos decíamos que había partido en silencio. Otros asegurábamos haber leído en sus labios, antes de emprender el vuelo definitivo, una frase, una palabra o apenas una interjección; los menos aseverabamos haber escuchado claramente una admonición. Construimos innumerables parábolas, establecimos diversas alegorías. Pero todas las disquisiciones coincidían en una única certeza: Él habría de volver un día no muy lejano.
Se había ido a las alturas con sus apóstoles, sin dejarnos siquiera un discípulo, un iluminado que nos diera una palabra paulista, alguien que nos legara una escritura. Nunca más fue visto. Ni por nosotros ni por nadie. La oposición no se pronunciaba al respecto. Se limitaba a gobernar siguiendo la senda que Él había marcado con una prolija desidia que olía a bibliorato húmedo, con una inercia tejida como la telaraña que se junta entre las patas de los escritorios, con la anónima indolencia nacida de la oscuridad de los despachos administrativos.
La oposición no evidenció el menor signo de sorpresa la primera vez que entró en el palacio de gobierno. Se hubiera dicho, a juzgar por sus impertérritos semblantes, que al nuevo Presidente y a su séquito, conforme iban avanzando hacia sus respectivos despachos, no les resultaba en absoluto extraño el hecho de que no hubiese siquiera un rastro de mueble en todo el palacio. Tal vez porque nunca antes habían estado dentro, no repararon en que en el lugar vacante de las arañas, de cuya ausencia daban testimonio las enormes aureolas blancas del cielo raso, colgaban ahora unos escuálidos cables rematados en un triste racimo de bombitas quemadas. Tampoco parecieron otorgarle ninguna importancia a la multitud de escombros que se esparcían a diestra, siniestra, arriba y hasta debajo de sus pies.
El nuevo Presidente, aquel fantasma sin nombre enfundado en un traje que se diría de sepulturero, caminaba con las manos enlazadas tras la espalda siguiendo el paso decidido de los edecanes, que, como mayordomos, no podían disimular cierto recelo disfrazado de burlona genuflexión ante los nuevos moradores. Detrás caminaban los secretarios y por último los Ministros. Todos vestían trajes idénticos al del Presidente, idénticas camisas y corbatas idénticas y, pese a las diferencias de estaturas y grosores, se hubiera dicho que también los talles eran iguales. Algunos arrastraban las botamangas de los pantalones, otros dejaban al descubierto tobillos huérfanos de tela, como si las quince tristes vestiduras hubiesen sido encargadas todas a una vez el día anterior a última hora. Caminaban por un laberinto devastado e interminable, atravesaban innumerables salones despojados de todo cuanto habían tenido. Pisaban un suelo de cemento pedregoso en cuyas grietas se adivinaban los vestigios de los antiguos listones de roble de Eslavonia.
– Polillas -musitó uno de los edecanes con una circunspección que mal disimulaba una carcajada contenida-. Hacen estragos.
Más allá, junto a una escultura yacente, se apilaban unos pocos restos de mosaicos traídos de Venecia que hubieran competido en resplandor con el ábside de la basílica de San Marco. Las enormes bisagras desnudas delataban que aquellas que parecían arcadas habían sido portones tan macizos como lo era ahora su ausencia. Las escaleras habían pasado del resplandor del mármol de Carrara al gris áspero y despojado del cual estaban hechas las gradas de los desamparados hemiciclos que circundaban las canchas de fútbol de los andurriales. A su paso, mientras se adentraba en las polvorosas tinieblas, el nuevo gobierno tropezaba con los detritos de los murciélagos, con pájaros muertos e inclasificables, resbalaba en ríos de mierda de paloma adosada al suelo, a las columnas, a las paredes y, a medida que avanzaban por el intestino fétido del palacio presidencial, espantaban multitudes de gatos que salían desde los meandros en penumbra. Lo único que se había salvado de aquel Apocalipsis era la biblioteca. Infinitos volúmenes de lomos deshilachados por el tiempo y la indiferencia, ocultos tras el polvo del abandono, terminaban de marchitarse de pie, agonizando verticales como condenados al cepo del desdén.La comitiva se iba raleando a medida que los edecanes señalaban, a su turno, a cada uno de los funcionarios; los conducían hasta la puerta de su despacho y, como lo haría el botones de un hotel, extendían la palma de la diestra a la espera de una moneda.
El último en llegar a su despacho fue el Presidente. En el lugar más recóndito y oscuro, junto a una escalera clausurada por un par de vigas cruzadas, los edecanes tuvieron que luchar contra un picaporte inamovible hasta poder abrir la puerta.
En el interior de su despacho, el Presidente se asomó al pequeño ventanuco que daba a un estrecho respiradero y, por mucho que se contorsionaba girando el cuello hacia arriba y hacia abajo, no conseguía ver ni el cielo ni el piso. Como no había un solo mueble, uno de los edecanes improvisó un escritorio con una puerta que descansaba sobre una de las paredes afirmando un extremo contra el marco de la ventana y el otro sobre una estufa en desuso. Desempolvó con la manga una silla de esqueleto de caño y, ceremonioso, invitó al primer mandatario a ocupar el solio presidencial. El Presidente se acomodó, se aflojó el nudo de la corbata, posó los pies sobre la tabla, miró el reloj y tomó la primera decisión de gobierno. Mientras intentaba adecuar su lordótico espinazo al respaldo destartalado, ordenó al edecán:
– Despiérteme dentro de cuatro años -dijo y se durmió profunda y plácidamente dejando caer un delgado hilo de saliva sobre la raída banda presidencial.
La indiferencia del nuevo Presidente, aquel espectro somnoliento que jamás levantaba la mirada del suelo, contrastaba, sin duda, con el vivo interés que había mostrado nuestra Primera Dama, María de los Perros Amor, la primera vez que entró al palacio gubernamental. Ni bien hubo traspuesto la guardia de granaderos vio, espantada, las funestas antiguallas que le hacían recordar a los sórdidos caserones de su provincia natal. A través de unos anteojos negros del tamaño de su desazón, miraba el viejo mobiliario de los tiempos de la Colonia. Envuelta en un tapado de leopardo cuya brevedad develaba sus muslos largos y pronunciados, evidentemente forjados en el trajín de las tablas, estuvo a punto de desfallecer de horror. La primera medida que tomó, aún antes de trasponer el vestíbulo, fue la redecoración completa de la casa presidencial.
– Vaya tomando nota -le ordenó al edecán al tiempo que, in situ, le señalaba todo aquello que habría de ser remozado.Primero mandó alisar los frisos de las paredes y los arquitrabes corintios de las columnas. Ordenó que se retirara la tétrica boiserie de ébano que oscurecía las paredes y dictaminó que habrían de reemplazarse por una sucesión de infinitos espejos esfumados. Las antiguas e interminables mesas de roble para treinta y dos comensales fueron depuestas y, en su lugar, la Primera Dama decretó el cambio por otras de vidrio color miel. Las añosas cómodas, secretaires, escritorios y chiffonniers fueron a dar a las ávidas bocas de un centenar de contenedores y terminaron en los vastos basurales que se extendían como hediondos sembradíos a la vera del río. La misma suerte corrió la innumerable colección de vidrios pintados que llevaban las ignotas firmas de Gallé y de Lalique, de Daun Nancy y de Müller, de Leverre y de Gaudí. Las viejas lámparas de Tiffany que pretendían adornar los escritorios fueron reemplazadas por otras de porcelana que representaban largos cisnes de cuyos lomos dimanaban fulgores dicroicos. Los gigantescos tapices del siglo XVI que cubrían las paredes fueron arrancados y, en su lugar, la Primera Dama mandó empapelar los muros con enormes fotografías de los lejanos Cayos de la Florida. Aquí y allá podían verse plácidos paisajes tropicales, cocoteros y palmeras recortadas contra un cielo satinado. María de los Perros Amor, flanqueda por el edecán, señalaba con su índice admonitorio, tamborileaba con sus pequeñas garras de nácar rosa Dior sobre las vetustas reliquias, a la vez que ordenaba por cuáles otras cosas habrían de ser reemplazadas. Los vitrales que repartían la luz de los jardines sobre los salones circundantes, fueron retirados enteros y, en su lugar, María de los Perros Amor instruyó que pusieran cristales espejados. Conforme avanzaba con su contoneo caribeño, iba ordenando y decidiendo, expeditiva y práctica, dueña de una seguridad propia de las amas de casa, acostumbradas a resolver los intrincados problemas domésticos.
Al edecán no le alcanzaban los papeles ni las manos para tomar nota de todo cuanto habría de ser remodelado. Y, por cierto, tampoco le alcanzaban los ojos para mirar las firmes pantorrillas de la Pri mera Dama, remarcadas por la elevación de los tacos largos y finos como agujas.
La mujer del Presidente creyó morir de espanto cuando llegó a la alcoba del palacio. Ordenó que se retirara la vieja cama colonial con una cabecera de bronce labrado a mano y que, en su lugar, pusieran una de estructura oval laqueada en blanco y dorado que contenía, embutidas en el respaldar de pana, las botoneras de luces y, desde luego, de la música funcional y el televisor. No pudo evitar que se le frunciera la nariz cuando entró al baño. Aquellos sanitarios de porcelana inglesa de principio de siglo, se dijo, no eran dignos de la excelencia de su marido. De inmediato dispuso que colocaran otros en forma de valva con grifería bañada, ¿por qué no?, en oro.
En un mes exacto el Palacio de Gobierno estuvo completamente renovado. Nada tenía que envidiar a los más lujuriosos hoteles de Hawai.
Pero el nuevo Presidente, aquel homúnculo durmiente aun en vigilia, jamás se preguntó qué había sido de todo aquel esplendor anterior a la gran remodelación. En rigor, se hubiera dicho que no se preguntó ni eso ni ninguna otra cosa. Mientras dormía el sueño de los justos en su palacio del horror hecho de polvo y escombros, confiado ciega y plácidamente en el curso natural de las cosas, un hecho inesperado habría de sacudir violentamente su hasta entonces imperturbable sopor.
Una mañana entre las mañanas, una mañana idéntica a todas las pedestres mañanas, un oscuro contador de la oposición hecha gobierno, mientras metía su nariz de ave en los libros contables, creyó encontrar entre las anotaciones que se encriptaban ilegibles entre el Debe y el Haber, una diferencia que se obstinaba en permanecer fugitiva. Se quitó los lentes para la miopía y los reemplazó por los de ver de cerca. Volvió a sumar y restar, comparó la cuenta con la anterior, rebuscó página por página y, otra vez, la diferencia seguía escabulléndose. Entonces interpuso una gruesa lupa entre los lentes y el papel y recomenzó la tarea. La diferencia no aparecía. Se rascó la cabeza, se incorporó, caminó hasta el baño y volvió con un rollo de papel higiénico. Se arremangó los pantalones, se arrodilló y, en cuatro patas, fue extendiendo el papel sobre el piso, mientras anotaba la cifra ausente: 8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
millones con cuarenta y siete centavos.
Volvió a enrollar el papel, se puso de pie, se acomodó la ropa, se desempolvó las rodillas, salió de su despacho, cerró la puerta con llave, caminó por un largo pasillo derruido, se cruzó con un ordenanza de uniforme marchito, agachó la cabeza a modo de saludo, subió una escalera carcomida por el olvido, atravesó un gran salón vacío presidido por el fantasma de una araña de infinitos caireles reducida ahora a un ramillete de focos quemados, cruzó en diagonal un jardín desértico, eludió una palmera, ingresó en un corredor, subió otra escalera, se acomodó la corbata y el pelo, se plantó frente a las puertas destartaladas del despacho presidencial, pidió al edecán que lo anunciara y, esgrimiendo el rollo de papel, agregó terminante:
– Es urgente.
Antes de que el edecán intentara señalarle con un confidente cabeceo los confines del fondo y la izquierda, el contador, por las suyas y sin esperar el anuncio, forcejeó con el picaporte y, por fin, ingresó en el despacho presidencial.
El Presidente dormía. Conservaba la misma posición en que lo había acomodado el edecán, las piernas extendidas sobre la puerta colocada a guisa de escritorio, la cabeza volcada sobre el pecho y la estalactita de saliva que bañaba profusamente la banda presidencial raída.
El contador carraspeó con timidez primero y, viendo que no conseguía siquiera alterar el ritmo monocorde de los ronquidos de Su Excelencia, tosió ruidosamente aproximándose unos pasos. Habida cuenta de que no había logrado el menor resultado, murmuró respetuosamente junto a la oreja presidencial:
– Señor Presidente…
Nada. Al borde de la insubordinación, el contador le apoyó una mano en el hombro y lo meció suavemente. Pero lo único que logró fue que el Presidente pronunciara una frase ininteligible, salvo por la última palabra:
– …culo -dijo escueto y enigmático.
Término del cual podía deducirse, sin embargo, que estaba soñando algo relativo a su única pasión conocida: la taba. En efecto, el primer mandatario era, además del más alto funcionario público, Presidente de la ATBP, la Asociación de Tabófilos y Bochófilos por la Patria. Cargo que, muy a su pesar, tuvo que desatender en virtud de los últimos acontecimientos, es decir, la misteriosa desaparición en los cielos del gobierno anterior, motivo por el cual se vio en la obligación de asumir sus actuales funciones. Sea como fuere, el contador no podía arrancarlo de su dulce y grato sueño. Habiendo colmado su paciencia, el obcecado tenedor de libros empezó a zamarrear furiosamente a Su Excelencia, quien, por fin, aunque no se pudiese afirmar categóricamente que estaba despierto, al menos había abierto los ojos. Cuando consiguió serenarse, el contador se dispuso a hablar. Le explicó al Presidente que la administración anterior, la misma que se había perdido en el cielo más allá de la raya del horizonte, había dejado un faltante cuya cifra era tan dilatada como su propia sorpresa y, a modo de prueba concluyente, extendió el rollo frente a los inertes ojos del primer mandatario.
El Presidente escuchaba simulando atención, seguía con una mirada bovina el ampuloso movimiento de las manos del contador, asentía intentando calmar los borbotones explicativos del funcionario que hablaba de desfalco, robo, cohecho, estafa, timo, embaucamiento, hurto, defraudación, desvalijamiento, rapiña, botín, sustracción. En un maremágnum de acusaciones le explicaba que si ahora tenía que dormir en una silla de caño destartalada, decía, era porque la anterior administración se había llevado hasta el sillón presidencial, figúrese, que el mismísimo Palacio de Gobierno había sido saqueado, imagínese, le decía, que si así estaba su despacho en qué estado estarían las arcas públicas. Antes de que pudiera concluir, el Presidente lo conminó a que cerrara la boca y sin mover un músculo de la cara le ordenó que enrollara el papel, que se limpiara con él lo que él ya sabía, que lo depositara en el lugar donde correspondía y que luego tirara fuerte de la cadena. Dicho esto último, se revolvió en la silla, estiró nuevamente las piernas sobre la tabla y, dejando caer pesadamente el mentón sobre el pecho, se durmió no sin cierto fastidio.
Indignado, consternado, humillado y conteniendo la furia, el contador enrolló el papel y se retiró. A sus espaldas cerró la puerta, fulminó con los ojos al edecán, se acomodó la corbata y el pelo, bajó la escalera, ingresó en un corredor, cruzó en diagonal el jardín yermo, eludió la palmera, atravesó el gran salón vacío presidido por un triste racimo de bombitas quemadas, bajó la otra escalera, agachó la cabeza a modo de saludo, se cruzó con el mismo ordenanza de uniforme raído, caminó por un largo pasillo, giró la llave de la puerta y entró a su despacho. Exhausto, se desplomó en el sillón, que, por cierto, había tenido que traer de su estudio privado.
Entonces, en la soledad de su oficina se le impuso, como si aquel fuese el único objeto sobre su escritorio, el viejo teléfono de baquelita negra con disco a resorte que se había salvado del saqueo. Sin dejar de mirarlo, tamborileó los dedos sobre el tapete, el corazón le galopaba en el pecho de sólo imaginarlo. Con el ánimo de los héroes pensó en todos nosotros. Entonces, resuelto por fin, tomó el teléfono y disco el número de El Universal. Teníamos que saberlo, se dijo, y entonces habló.
Habló, habló y habló.
Se desató el escándalo. Al día siguiente todos los diarios anunciaban desde los titulares:
FUNCIONARIO DENUNCIA FRAUDE POR 8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
MILLONES CON CUARENTA Y SIETE CENTAVOS.
Vivimos horas de desconcierto. La mayoría nos resistíamos a creer semejante infundio, otros preferíamos no emitir juicio, algunos periodistas maliciosos sugeríamos, sin mencionarlo, que aquella gloriosa noche de diciembre, Día de la Ascensión, no fue sino un vil fraude. Lisa y llanamente se insinuaba que había sido una fuga. Se instaló un clima de sospecha. En los bares, en las oficinas, en las estaciones de tren, en los estadios, en la sala de espera de los dentistas, en los prostíbulos, empezábamos a discutir el asunto. Opinábamos las bataclanas en la televisión y opinábamos los futbolistas en las radios, opinábamos con escéptica soberbia los escritores en los despachos donde mendigábamos los subsidios de la nueva administración y el pago de los servicios ofrecidos a la anterior, opinábamos sobre el destino de aquella cifra inconmensurable, más extensa que nuestro entendimiento, pero, sobre todo, opinábamos sobre el oscuro contador que había metido su nariz de ave en los libros contables. Nos preguntábamos quién era, finalmente, aquel ignoto funcionario nacido de las tinieblas subterráneas de un despacho público, aquel que nunca había podido dejar de arrastrase entre los inmundos zócalos de una oficina e, incapaz de levantarse un ápice de la pinotea apolillada de una mísera contaduría, pretendía mancillar la altísima dignidad de Aquel que se había elevado como un espíritu de luz. Nos preguntábamos quién era esa pobre rata que siempre se había alimentado de papel de bibliorato, del veneno acre del más recóndito anonimato y ahora, de la noche a la mañana, gozaba de una notoriedad inmerecida. En las puertas de su lóbrego despacho antes desconocido y recóndito, hacíamos guardia permanente periodistas, fotógrafos, corresponsales y curiosos. Salía de su oficina envuelto en un enjambre de manos suplicantes, de ofrendas de micrófonos, de esplendorosos halos de flashes, de hipnotizados ojos de cámaras. Estaba claro, nos decíamos, que todo aquello era una gigantesca patraña del contador, urdida con miserable propósito de ganar fama. Sin embargo, a la vez, muchos de nosotros considerábamos que las pruebas del faltante eran irrefutables. Estábamos ciertamente desconcertados.
Una noche entre las noches, una pedestre noche entre las noches, todos a una vez, nos iluminamos. De pronto todo se nos presentó con una claridad meridiana. Recordamos que, durante el glorioso Día de la As censión, solamente un funcionario se había negado a seguirlos a Él y a los Doce. El Secretario de Finanzas, el doctor Orestes Morse Santagada, presa de la pusilanimidad y la falta de fe, ganado por el mismo desentendimiento que paralizó a Pilatos, había rehuido elevarse hacia los cielos. De manera que, dedujimos, debería tener otros asuntos pendientes, por cierto mucho más mundanos, más bajos y espurios. Como un Pilatos con las manos sucias, igual que un Judas artero y ladino, Orestes Morse Santagada pretendía quedarse con nuestros
8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
millones con cuarenta y siete centavos.
La rápida mano de la Justicia habría de recaer sobre el Secretario.
Durante semanas nos regodeamos en la vindicta imagen del doctor Orestes Morse Santagada mientras era sacado de su estudio, en vilo y con la cabeza gacha, cubriéndose la cara con las manos esposadas y metido casi a la fuerza en un camión jaula. Durante meses nos deleitamos viéndolo peregrinar maniatado entre la cárcel y el Palacio de Justicia. Y, cuanto mayor era su escarnio, más se elevaba en nuestra memoria la figura angelical de Aquel que un día glorioso habría de volver desde los cielos de la misma misteriosa manera en que se había ido. Nos cebábamos viendo cómo la mosca del escarmiento dejaba sus larvas en las escaldadas espaldas de la conciencia del doctor Orestes Morse Santagada. Nos lamíamos las patas como tigres viéndolo en el cepo ejemplificador de los noticieros, retorciéndose en la arena romana de las cadenas televisivas, ardiendo en la hoguera pública de los flashes informativos. Degustábamos el dulce sabor de la humillación, mientras asistíamos a la caída desde su antiguo pedestal de soberbia y ostentación. Lo recordábamos retratado en su sillón oficial fumando el habano de la posteridad, en el living de su mansión de provincias, flotando en la pileta de su residencia particular, navegando en su barco constituido con la madera robada de nuestras ilusiones. El doctor Orestes Morse Santagada era ahora un fantasma agostado que contaba apenas con el patrimonio de su propia sombra.
Nunca habríamos de perdonarle la traición. Él lo había sacado de aquel sórdido arrabal de provincias del que jamás hubiera podido salir por sus propios medios; Él le había confiado una Secretaría y lo había puesto a su mismísima diestra en el Palacio de Gobierno; Él había depositado en su persona la custodia del erario de todos nosotros; Él lo había honrado permitiéndole la construcción de su residencia privada en el lote lindero a la suya; Él le había legado el privilegio de bautizarlo, para nosotros, con el apodo de la Morsa, Orestes La Morsa Santagada; Él lo había distinguido con el inestimable premio de su amistad, lo había tratado siempre como a un hermano cuando, en los tiempos de la prehistoria celestial, corrían en los mismos potreros, compartían el vino de las esperanzas ensoñándose en las quiméricas ilusiones del viaje a la gran ciudad. Pisaron juntos, por primera vez, el asfalto de la capital con los ojos hechos de miedo y pasmo, cruzando las avenidas infinitas como ratas asustadas. Anduvieron por los mismos follajes púbicos abriéndose camino y respeto con el machete del tesón provinciano en los burdeles cercanos al puerto y, en una mesa de poker, se jugaron la posesión de la más codiciada de todas: María de los Perros Amor. Por eso nunca habríamos de perdonarle la traición. El doctor Orestes Morse Santagada, La Morsa, insistía en declararse inocente. Juraba, perjuraba y mostraba el forro de sus bolsillos vacíos.Antes de que el magistrado dictara sentencia, el doctor Orestes Morse Santagada se levantó del banquillo de los acusados, frente a los azorados ojos de quienes componíamos el tribunal caminó hasta el estrado llevando una gruesa carpeta bajo el brazo, se puso en puntas de pie y, asomando su calva por sobre el escritorio, murmuró ante el juez-.
– Estoy un poco harto de todo esto. Si me siguen presionando, creo que voy hablar.
Dijo esto último con una voz tan baja que no pudimos oír una sola palabra. El juez se había puesto completamente lívido. Por si fuera poco, el acusado dejó sobre el escritorio, delante de los ojos del magistrado, la carpeta que traía bajo el brazo. Su Señoría miró los manuscritos sin poder disimular una ligera mueca de pánico. La cerró, se quitó los lentes y se dispuso a dictar sentencia. Sin abundar en fundamentos ni disquisiciones técnicas, anunció:
– Declaro al acusado libre de culpa y cargo.
Si alguien en este mundo conocía como nadie a Su Excelencia, ése era el doctor Orestes Morse Santagada. Por nuestra parte, ignorábamos cuál era el paradero celestial de aquel que un día se elevó como un ángel, y cuánto más nos preguntábamos por su enigmático destino, empezábamos a descubrir que mucho desconocíamos sobre su pasado terrenal.