Igual que su madre. Igual que la madre de su madre y que sus hijas. Igual que las hijas de sus hijas. Igual que todas las que habrían de salir de su entraña y de la entraña de su entraña. Igual que la primera, la Innombrable, la que con su traición condenó a toda su femenina progenie a la Maldición del Conquistador. Igual a todas las que cargaban en su vientre con el escarmiento del oprobio. Igual que toda su ascendencia, Gregoria Galimatías Salsipuedes, séptima generación del emponzoñado árbol genealógico desde los tiempos del Adelantado, parió sin siquiera notarlo durante los festejos de la Diablada. Concibió no habiendo cometido otro pecado, al menos aquella fatídica noche previa al pequeño Apocalipsis, que el de la gula. No presentó ninguna señal de preñez. Parió exenta de dolor o sufrimiento. Parió sin darse cuenta, víctima de una súbita indigestión que le había aflojado las tripas obligándola a desertar de los bailes ofrecidos en honor a la Virgen del Socavón. Fue un trámite expeditivo y corriente.
Gregoria Galimatías Salsipuedes había tenido que abandonar subrepticia y raudamente su turno en la danza del destierro de los demonios, mientras esperaba que el Arcángel Miguel la llamara para rendir cuentas junto con los que representaban a los pecados capitales. A causa, quizá, del estigma de la traición que cargaba sobre los hombros de su espuria ralea, le había tocado representar a la Mujer Diablo, la China Supay. Sin que el yatiri, que presidía la ceremonia, lo advirtiera, Gregoria Galimatías Salsipuedes, oculta tras su mefistofélica máscara, se escabulló entre la multitud de diableznos que bailaban despojados de sus fueros, extraviados en el laberinto de chicha y desenfreno por el que los conducía el brujo con su salmo monocorde. Con paso corto pero veloz, caminaba ladera arriba del cerro tomándose el vientre, envuelto en una faja de monedas, con gesto perentorio. Trepaba la pendiente luchando contra la urgencia y el molesto bailoteo burlón de un danzante ukumari que, como un tábano, la merodeaba imitando su paso. Cuando hubo alcanzado la cumbre, en la soledad de la cima mochada por el viento, se trepó a horcajadas sobre la horqueta que formaba una retama muerta y se dispuso a restituirle a la Pachamama los frutos que, en exceso, le había tomado prestados durante los festejos. Sentada en la rama con su máscara cornamentada, podía oír, como una letanía, el canto del yatiri.
Con el perdón de la Virgen
que ansia matar sus penas,
te has convertido en diablo
por la mina y sus riquezas.
Gregoria Galimatías Salsipuedes, doblada sobre sí misma, sentía que la cordillera toda le giraba en torno, víctima de los vapores de la chicha de maíz, el vino y el aguardiente. Como si proviniera del interior de su cabeza, escuchaba, multiplicados por la cifra de las paredes de las montañas, la voz mortuoria del erque, el desconsuelo de los sikus y la insistente súplica de los pincuyos detrás de la voz del brujo:
Tan pronto estás en el cielo
como danzas en la tierra,
mezclando sobre tu pecho
resplandores y tinieblas.
A través de las esferas de sus ojos de cartapesta veía, difusamente desde lo alto, el baile frenético de los kusillu, los hombres cóndor, y de las Caya Caya Warmi Auca, las mujeres guerreras. Gregoria Galimatías Salsipuedes se tomaba el abdomen y, arrellanada en la rama seca, abonaba la tierra apergaminada y mustia de la montaña. Apuntaba al cielo con los cuernos filosos de tocuyo, cola y yeso y al suelo con la cola diabólica hecha de alambre y trapo. Sabía que tenía que bajar antes de que terminara el canto del yatiri.
Tus ojos de revoltijo
son la imagen de las fieras,
con infierno y con volcanes
y abismos que no se cierran.
Bajó la cabeza, involuntariamente se miró los pies y vio que los tenía salpicados con la sangre de la llama que, en ofrenda al Tío, el Espíritu de la Mi na, había sido degollada por el yatiri durante la chaya. Viendo que el canto estaba por llegar a su fin, tensó las tripas, reunió fuerzas y se dispuso a terminar con aquel molesto trance.
La serpiente de tu mano
que cuando mira envenena,
es como el ansia de un gozo
que se divierte de pena.
Todo lo que quería Gregoria Galimatías Salsipuedes era acabar de una vez por todas con aquello y volver al baile. Envuelta en su traje de tafeta, iluminada por el sol de los Andes que se reflejaba hasta el infinito en sus charreteras de hojalata y galones dorados, en el raso de la blusa, quería ser luz y, siendo que era la mujer de Luzbel, era luz pura, pura luz.
Tus cuernos que se prolongan,
como tus brazos desean,
son de todos los pecados,
los más viriles emblemas.
El yakiri cantaba y en su liso cantar de retahila la llamaba a la danza. Sentada sobre una retama muerta más alta que el mundo, devolvía a la Pacha mama todo lo que, generosamente, la Pachamama le había regalado. Y le rogaba que ya basta, que ya estaba bien, que estaban mano a mano, le suplicaba que la dejara volver a la chaya.
La carcajada que baja
del dragón de tu cabeza,
es la expresión de la vida
hecha de risas y quejas [1]
Una vez que consideró saldada la deuda con la Madre Tierra, se incorporó, se acomodó las numerosas faldas que la envolvían como a una cebolla, esquivó de una zancada el pestilente y generoso montículo del que acababa de desembarazarse y, un poco más compuesta, emprendió el descenso del cerro y volvió a los festejos. En el mismo momento en que el Arcángel Miguel llamaba a la rendición de cuentas a la China Supay, Gregoria Galimatías Salsipuedes se reintegró al grupo de diablos y compareció ante él como si nunca se hubiese ausentado. Jamás notó que en la cima trunca del cerro, dentro de aquel cúmulo cochambroso que se confundía con el color de la tierra y el guano de los cóndores, se agitaba un sutil y regular latido que albergaba una entidad viviente.
Lo mismo hubiese dado que Gregoria Galimatías Salsipuedes pariera de este o del otro lado de la frontera. De hecho, la frontera no era sino una entelequia, un designio resuelto en una fundación celebrada abajo, en un despacho de una ciudad remota, donde alguien decidió reemplazar el nombre con el que los dioses hubieron de consagrar aquella pequeña planicie entre las cumbres a la protección del Cóndor llamándola Inti Cuntur, y rebautizarla con el inexplicable nombre de Puna de la Frontera.
Pero la frontera no era más que una conjetura, un expediente remoto y ajeno concebido en la llanura improbable de la cartografía. Sin embargo el viento iba y venía a su antojo a uno y otro lado de la divisoria imposible que no coincidía con el curso de un río o el escollo de una montaña, ni con la barrera de un idioma o la hostilidad de dos pueblos rivales, ni con el límite entre la aridez y la fertilidad o el del abismo que separa la pobreza de la miseria.
La única frontera cierta era la que existía entre el arriba del abajo. Inti Cuntur era el arriba y todo lo demás el abajo. No había oriente ni occidente. No había norte ni sur. Las nubes y sus engendros de truenos y relámpagos eran cosas que sucedían abajo, desde la profundidad de los acantilados, en las laderas que sostenían la pequeña planicie de Inti Cuntur. Lo mismo hubiera dado que Gregoria Galimatías pariera aquella inmundicia de este o del otro lado de la frontera.
Así como el espacio se dividía entre el arriba y el abajo, el tiempo se calculaba entre el antes y el después del carnaval, según lo que faltara para el próximo y los días que lo separaban del anterior. Desde los tiempos de la Maldición del Conquistador, cuando los Amawtas se petrificaron de horror ante la noticia del asesinato de Atahualpa, esperaban en cada nuevo carnaval el regreso del inca. Desde aquel cataclismo de tinieblas e ignominia, de saqueo y yugo, los guardianes de la sabiduría, los Amawtas, recluidos en su silencio de piedra, vivos en la latente quietud de la roca, habrían de volver a la humana materialidad el anhelado día del pachacuti. En cada carnaval esperaban aquel glorioso amanecer del cataclismo inverso, el segundo gran caos desde cuya tumultuosa tripa habría de restablecerse el orden del universo y entonces se rompería para siempre la negra taumaturgia del maleficio del conquistador, y el inca volvería a reinar sobre los Andes.
Igual que en los tiempos de guerra, la época del Drama, a cada enemigo capturado habrían de desollarle el rostro y cubriéndose la cara con él, prescindirían de la Comedia del carnaval, de la máscara del conquistador ridiculizado con el yeso y la cartapesta. Entonces ya no habría carnaval. Pero mientras tanto, hasta que llegara el pachacuti, tenían el artificio de la dramaturgia; la épica se disfrazaba de sainete y, a fuerza de encarnación y simulacro, acababa en la Tragedia de la muerte del Danzante.
Hubiese dado lo mismo que Gregoria Galimatías Salsipuedes, disfrazada de mujer diablo, montada sobre la horqueta de una retama muerta, pariera a uno u otro lado de la línea imposible de la frontera. La fatalidad habría de producirse de uno u otro modo.
Sin que nadie lo sospechara, se avecinaba el peor de los cataclismos.
Para la hedionda criatura, una retama muerta recortada contra el cielo crepuscular era todo el amparo que la cobijaba del viento helado que se levantaba junto con el ocaso andino. Una vicuña, mientras husmeaba los resquicios de las piedras en busca de alguna hierba seca, tropezó la curiosidad de su hocico con el despojo que palpitaba al pie del árbol. Primero lo miró con intriga, lo olfateó intentando descifrar si su incierta naturaleza era comestible. Confrontada a su propia extrañeza, la vicuña lo sacudió con una pezuña blanda y aprensiva, descorriendo el velo de estiércol que ocultaba un diminuto rostro humano. Presas de un pavor simétrico, nariz contra nariz, se medían. El niño dio su primer y estruendoso alarido que se prolongó en un llanto con el que inauguró la mecánica de la respiración; la vicuña, espantada ante el inédito espectáculo de la bosta parlante, corrió provocando un breve movimiento telúrico debajo de sus patas. El niño, envuelto en su ajuar de mierda, rodó ladera abajo y se deslizó suavemente por un talud de hierbas. A su paso, unos pequeños guijarros saltaron como un puñado de dados que, al impactar sobre el tapete de un peñasco, habrían de sumar la cifra que determinaría la tragedia. La piedra se debatió unos segundos a cara o ceca en el borde del abismo, hasta perder el equilibrio y desbarrancarse hacia el interior de la boca abierta en el bostezo milenario del volcán Wari. La roca siguió su carrera descendente hacia la negra garganta del gigante dormido, rodó hasta las profundidades donde jamás había entrado la luz del cielo y, desde la noche sin tiempo del corazón de la montaña, bajó al crepúsculo luciferino que anunciaba la proximidad de la roja lengua de lava. El volcán se conmovió en un sordo ronquido que se condensó en un soplo de humo y polvo. La vieja mole hubiese seguido durmiendo el sueño de los justos de no haber sido por una minucia geológica: la roca, en vez de seguir su curso hacia el subterráneo río de lava y fundirse como la cera de una vela, se elevó a causa de la exhalación y fue a dar al interior de un resquicio que conducía a la tripa misma del monstruo; ajena a la catástrofe que se avecinaba, se internó en el magma del volcán. Como un viejo dragón que fuese fastidiado por un minúsculo parásito ventral, la montaña rompió su plácido sueño y, sin siquiera anunciarlo, estalló en un arrebato de ira hecho de fuego. Vomitó un océano de lava sobre Inti Cuntur. Todo sucedió tan rápido que nadie tuvo tiempo de correr.
En menos de lo que separa al relámpago del trueno, el Wari envió una tempestad de roca incandescente que de tan roja era blanca, un diluvio de piedra ardiente que se abatió con la rapidez de la lengua de una serpiente sobre la alta planicie en medio de los festejos del carnaval.
La última fiesta quedó inmortalizada en estatuas danzantes, en perfectas esculturas de rientes Kusillus y Ukumaris parados en una sola pata soldada contra el suelo, en vividas cariátides que sostenían cestas de ofrendas, en pétreas efigies de hombres pájaro a punto de elevarse, en bajorrelieves de niños eternamente dormidos, en tallas calcáreas de músicos y yakiris, en nutridos grupos escultóricos que representaban el cerdo hambriento de la gula, el gallo rampante de la soberbia, el perro huidizo de la envidia y, más allá, desperdigados entre el petrificado follaje, repetidas representaciones de la lujuria, solitarias figuras prodigándose placer a sí mismas mientras contemplaban la extática conclusión de una fellatio, las más incomprensibles posiciones de a pares, de a nones, de a grupos, confundidos los cuerpos y los géneros, las edades y los parentescos. Iconos graníticos de la pasión, la piedad, la maternidad, en fin, todas las virtudes y todos los pecados imaginables. Fantásticas imágenes petrificadas de hombres que representaban sapos petrificados que habían quedado realmente petrificados. La figura petrificada de un hombre petrificado que remedaba al Amawta petrificado, era ahora piedra real.
Gregoria Galimatías Salsipuedes quedó para siempre vestida de China Supay, los brazos abiertos, adorando a un Lucifer mineralizado que, en el centro de la escena, blandía el tridente hacia el cielo enseñando los colmillos en una carcajada eterna. Proclamaba su triunfo con la diestra y, con la otra mano, extendida hacia la planicie, mostrando su obra terminada, parecía pronunciar la vieja sentencia oracular: Todo entra en la piedra. Todo vuelve de la piedra. De la tripa de la piedra, de las heladas cavernas de piedra, del interior de la sustancia pétrea de la montaña, habrán de brotar la hordas de Lucifer. Las puertas de la Salamandra habrán de abrirse un día y volverán de su tumba de piedra las plagas del gigante Wari, el Destructor, convertido en montaña de piedra. Así como el maléfico Wari, condenado a la piedra por los brazos flamígeros de Inti, envió a sus lugartenientes, las plagas representadas por el sapo, la serpiente y las hormigas, derrotados y petrificados por Ñusta, la nacida del Arco Iris, de la misma forma, habrán de regresar de la piedra.
Inti Cuntur quedó convertida para siempre en una acrópolis andina fantasmagórica, habitada por eternos danzantes inmóviles detenidos en la última cacharpaya.
Hubo sólo un sobreviviente.
Ajeno a la catástrofe que acababa de provocar, de espaldas a la ciudadela fosilizada en que se había convertido Inti Cuntur, por la ladera opuesta del cerro, el niño se deslizó serenamente sobre el suave repecho de hierbas secas. Agotado por los avatares del parto, el reciente altercado con la vicuña y la breve excursión por la montaña, el pequeño, envuelto en su hediondo ajuar, concluyó su caída a las puertas de la Salamandra. Con una sonrisa beatífica se durmió profundamente.
– Asombroso- dijo el sapo, maravillado, mientras se sacudía el polvo de la piedra milenaria de la que acababa de liberarlo el beso llameante del Wari. Encandilado por la tenue luz del atardecer y los rescoldos candentes que brillaban sobre los restos de Inti Cuntur, miraba al pequeño dormido a sus pies todavía aletargados por la quietud secular. Miraba con sus ojos salidos como abalorios y un poco estrábicos aquella criatura ínfima que acababa de provocar el ansiado cataclismo. Bostezó largamente, se estiró cuan largo era, se rascó la cabeza y de a poco fue recuperando el saludable verdor de su piel agrisada por el tiempo y el sílice. Y mientras sacudía su añosa modorra no dejaba de repetir:
– Asombroso.
El sapo rompió su ayuno de siglos estirando la lengua, todavía un poco entumecida pero lo suficientemente ágil para cazar una mosca en vuelo. Tragó su pequeña presa, soltó un eructo corto y frío, miró en derredor el paisaje de humo y destrucción y no terminaba de dar crédito a lo que veía. El sapo vestía un antiguo y abollado peto de bronce semejante al de los conquistadores. En la cabeza tenía puesto un enorme yelmo que había pasado del tinte atezado de la piedra al del óxido, debajo del cual se adivinaba un gorro coya que asomaba sus borlas Por debajo del acero. Su metálico vestuario de anacrónico guerrero contrastaba con unos pantalones colmados de parches deshilachados. Se miraba a sí mismo, examinaba sus manos, sus dedos unidos por un fino epitelio rematados en pequeñas falanges circulares. Daba pequeños saltitos, de aquí para allá, primero con la torpeza del aterimiento centenario pero, conforme se acostumbraba a su viviente condición, sus finos músculos iban cobrando tiesura y agilidad. Con un ojo miraba al niño y, a un tiempo, con el otro, contemplaba las últimas fumaradas del Wari que volvía a su sueño sempiterno. Tomó una rama seca y, hundiéndola en un delgado hilo de lava, la convirtió en un pequeño cirio con el cual encendió una fogata a las puertas de la caverna. Alzó al niño entre sus verdosos brazos; con unos ligeros lengüetazos lo lavó desembarazándolo de las costras de inmundicia y finalmente lo posó cerca del fuego. Se sentó sobre una piedra, rebuscó entre los pliegues del poncho que llevaba debajo de la pechera oxidada, extrajo una pipa de boquilla de caña y la encendió con la misma rama ardiente. Miró hacia el interior de la caverna apenas iluminada por la fogata y, a la vez que soltaba la primera bocanada de humo espeso, gritó:
– Venid, fieras del carajo, venid a salutar a nostro novo Príncipe. Levantaos alimagnas da mierda que la noite sempiterna se acabó. Sacudios el letargo de la piedra, hijos de setenta generaciones de nobles putas.
El sapo hablaba en una jerigonza que mezclaba las lenguas de la montaña con el idioma del adelantado y otras voces que alguna vez había oído y se fueron adhiriendo a su lengua pegajosa. Desde el interior de la Salamandra se escuchaba un crujido grave, una crepitación como de cimientos a punto de ceder ante un derrumbe. Viendo que nadie acudía a su invocación, el sapo elevó la diminuta antorcha por sobre su hombro y entró a la caverna que cimbraba como una mina a punto de desplomarse. El fondo de la cueva parecía un verdadero adoratorio satánico, a diestra y siniestra podían verse infinidad de alimañas montadas unas sobre otras, serpientes enroscadas en un tortuoso ir y venir por encima, por debajo, por dentro, ingresando y saliendo por los orificios de un bestiario inclasificable, incontables reptiles, insectos ponzoñosos, componían un orgiástico friso de fieras que pugnaban por salirse de su sarcófago de piedra. La Salamandra temblaba a merced de la subterránea horda de demonios que pujaba por rebelarse a la tumba de roca a la que los había condenado el Arcángel. El Sapo gritaba y, a su paso por entre las horrendas figuras, al tiempo que las golpeaba con su cetro desvencijado, las conminaba:
– Despertaos so mierdas, ved a ver la jeta de vuestro novo redentor.
La cueva trepidó y entonces la roca se partió como un huevo gigantesco. En medio una tromba de guijarros y polvo, del interior de la cascara pétrea irrumpió una horda de bestezuelas que corrían es-trellándose contra las paredes, aplastándose las unas a las otras, hasta alcanzar el exterior de la cueva.
El sapo espantaba a las bestias menores con el bastón o simplemente a patadas. Alumbrándose con su pequeña antorcha de madera y lava, buscaba a alguien entre las plagas espantadas de luz y libertad.
– Dónde estáis, reina de todas las putas -gritaba con su voz ronca y profunda-. Venid a rendir pleitesía al Hijo de Wari. A despertar.
Entonces, desde el lugar más oscuro de la caverna, asomó una sombra entre las sombras.
– Tantos años de paz, tanto tiempo sin tener que escucharte, Poquiscolla Millma Rinri [2]-dijo una voz grave y femenina-. Silencio, ya te oí.
Desde la fría negrura de la Salamandra, abriéndose paso entre una multitud de hormigas que parecían rendirle temerosa pleitesía juntando las patas anteriores por sobre las cabezas gachas, majestuosa y soberbia, hizo su aparición, después de centurias de pétrea monarquía, la Hormiga Reina. Era la soberana indiscutida de la más voraz de las plagas, la firme conductora del ejército más temido y el que mayor destrucción había causado entre los Urus, devorando casas y hasta poblados enteros, exterminando cosechas y diezmando las tierras dejándolas más yermas de lo que siempre fueron. Era, sin duda, la más fiel enviada de Wari, quien la había ungido de sus reales atributos. Y fue, también, la primera en aliarse a los aimaraes contra su propio pueblo, los Urus, la primera en traicionar a los aimaraes y unirse, a su llegada, a las huestes de Sus Majestades de España.
Erguida y magnífica, llevaba en la diestra el cetro real, tallado con la madera de la ingratitud, rematado con la empuñadura de oro y rubíes, símbolo de la traición, que el Adelantado le había obsequiado para sellar la nueva alianza. A guisa de corona, llevaba un bacinete adornado con sendos cuernos contorsionados, hechos de marfil y oro, que le cubrían las antenas. Una infinidad de collares se derramaba sobre el escote abierto que le destacaba el suntuoso busto, contrastante con la cintura, que, de tan estrecha, con los cuatro brazos puestos en jarra, podía tocarse los dedos de ambas manos ciñendo su talle. El vestido, ajustado al cuerpo, sugería unas piernas larguísimas, interminables y delgadas. Su estatura bípeda era incomparablemente mayor que la del resto de las hormigas que andaban en sus seis patas. Tenía unos ojos negros enormes y almendrados.
– Antes de dirigirme la palabra, Poquiscolla, es necesario que recuerdes que soy la Reina, ungida por el mismo Wari. Y, ante todo, que no olvides nunca tu condición de bufón -dijo la hormiga reina iluminada ahora por el fuego.
El sapo había quedado extasiado ante la belleza de la reina. De la cintura para arriba la examinaba con un ojo y, hacia abajo, con el otro. Sin acuerdo a protocolo y llevado por su vulgar naturaleza, no pudo evitar un arrebato de exaltación:
– Ah, vieja putarraquesa, soberanesa de todas las putesas, ni el tiempo ni la piedra han podido con tu voluptuosidad -y mientras daba unos saltitos en torno a la reina, vociferaba:
– Mirad qué culo mañífico, Oh Tu Maxestad, ved qué cintura tan menguada y tan estrechia tenéis.
– Según puedo ver, ni los siglos de obligado sosiego han conseguido cambiarte. El mismo idiota.
El sapo y la Reina intercambiaron rosarios de imprecaciones, advertencias, juramentos, blasfemias, insultos y pestes de toda laya. Iguales a las vacuas discusiones de siempre, como si los siglos no hubiesen pasado, como si el hecho de haber vuelto a la vida no tuviera para ellos la menor importancia. Y así hubieran seguido, maldiciéndose por otras cuatro centurias, de no haber sido porque, desde la entrada de la cueva, se escuchó un llanto estentóreo. En cuatro largos saltos, el sapo acudió al llamado de su salvador. Sopló las brasas para avivar las llamas que empezaban a languidecer y acercó al niño a la fogata. Pero viendo que la causa de tal profusión de lágrimas no era el frío, el sapo llamó a la hormiga. Con sus enormes ojos llenos de intriga y estirando las antenas por fuera de la cornamenta del bacinete, la reina miraba al pequeño desconsolado.
– Os apresento a vuestro Redentor, el Hijo de Wari que nos ha libertado de la piedra -dijo el sapo de rodillas ante el niño.
Las bestias menores, lagartos, lagartijas, culebras e insectos, se acercaban lenta y temerosamente al improvisado moisés de hierbas junto al fuego, con respetuosa curiosidad, se elevaban tímidamente en sus cuartos traseros, agitaban las aletas nasales o bien estiraban las lengüecillas atisbando el aire.
La Hormiga Reina, adivinando que el súbito berrinche no era más que hambre, lo alzó entre sus cuatro brazos, se desabrochó el escote dejando al descubierto su pequeño aguijón ponzoñoso y, con maternal cuidado, posó la boca del niño en el espolón que le brotaba del pecho como un agudo pezón. El pequeño bebía de aquel dulce veneno con un hambre voraz, como si aquella primera comida fuese a ser la última. Y a medida que comía, iba recobrando una vitalidad que se revelaba en el creciente rubor de las mejillas. Se hubiera dicho que de ese mismo venenoso calostro estaba compuesta la materia de su incipiente espíritu.
Aquella negra Natividad junto al fuego habría de verse interrumpida por una nueva llegada.
Desde las profundidades de la cueva, arrastrándose con pereza, asomó la punta de su cabeza triangular la tercera lugarteniente de las plagas enviadas por Wari: la serpiente. Todavía un poco anquilosada por los siglos de obligado letargo, miraba no sin cierta sorna aquella patética escena. Con unos ojos colmados de malicia y escéptica fatuidad, oculta en su propio sigilo, desde el anonimato de la penumbra, se complacía viendo sin ser vista. Antes de que la delatara una incontenible carcajada, con la voz en falsete dijo:
– Pero qué ternura, todavía no terminó la cacharpaya y ya empezaron los festejos de Navidad.
La serpiente se arrastró hasta los pies de la hormiga, se enroscó formando una base circular con su cola e, irguiéndose sobre su eje, le dijo acercándole la lengua bífida al oído:
– Qué pesebre viviente tan hermoso. Miren a la Virgencita -decía y enroscaba su cuello alrededor de los cuernos del bacinete de la hormiga que protegía al niño con sus cuatro brazos de la lengua filosa de la víbora.
– ¿Y este poquiscolla anda siendo el José? -susurró formando un tirabuzón alrededor del cetro destartalado del sapo.
De pronto, en un latigazo más rápido que losomnividentes ojos de la hormiga reina, la serpiente le arrebató al niño de entre los brazos y, haciendo un anélido moisés con la cola, lo acunó al borde del abismo.
– ¿Y diande han sacao a este Jesusito? -preguntó balanceándolo al filo del precipicio.
La serpiente miró al niño que dormía plácidamente en la concavidad de la cuna escamada, acercó sus narices y lo examinó con las puntas de su lengua dividida. Hizo un gesto de repulsión y sentenció:
– Esta basura que hiede a mierda no puede ser el Hijo de Wari.
Entonces transformó el canasto de su cuerpo en un cadalso y, con el extremo de la cola convertido en una soga patibularia, se enroscó en torno del cuello del pequeño y, sin otro motivo que el dictado de su viperina naturaleza, lo condenó a muerte.
Ante los espantados e impotentes ojos de la hormiga, el sapo y las bestias menores, la serpiente empezó a apretar el lazo vermiforme alrededor la garganta del pequeño.
Sin hacer caso a súplicas, ruegos desesperados, votos a Wari, ni a invocaciones a todos los soberanos de las profundidades, la serpiente se complacía dando su cáustico espectáculo frente al aterrado auditorio. Pero el niño era dueño de una calma que se diría ajena a la infantil carencia del sentido del peligro; al contrario, parecía afrontar el trance con el aplomo y la resignación de un anciano que ya hubiera vivido lo suficiente. Y cuanto más indiferencia mostraba el pequeño, tanto más parecía perder su tranquilidad la serpiente. Ella hubiera deseado una ceremonia más escandalosa, adornada de llantos y alaridos, de apremiantes sofocones y grandilocuentes convulsiones como las que suelen preceder a la muerte por ahorcamiento. Pero el niño, colgado por el cuello, bostezaba mirando de reojo a su victimaría como instándola a terminar de una vez con aquel aburrido espectáculo. La serpiente, fuera de sí y habiendo perdido el sarcasmo que la caracterizaba, se dispuso a dar el apretón final. Pero ante la pertinaz y desafiante apatía de su víctima ya no podía disimular sus propias dudas. ¿Y si realmente fuese el enviado de Wari? ¿Acaso podía esperarse tanta indiferente malicia frente a la inminencia de la muerte? ¿Y si en verdad volviera a transformarse en piedra? Sin embargo, aquello se había convertido para la serpiente en una cuestión de principios. Y parecía estar dispuesta a correr el riesgo. Finalmente, se dijo, dar un paso atrás era condenarse al descrédito frente a todas las bestias de la Salamandra.
El sapo adivinó de inmediato las íntimas cavilaciones del reptil. Supo entonces que en el resquicio del dilema estaba la oportunidad. Conocía el orgullo de la serpiente y la sabía incapaz de revocar una decisión. De modo que, se dijo, la única posibilidad era, paradójicamente, la de reemplazar aquella resolución por otra más tentadora. En el mismo momento en que el niño empezaba a pasar del blanco lívido al morado cianótico, el sapo, intentando simular calma, se acomodó el viejo yelmo, pitó largamente la pipa y envuelto en una nube de humo espeso, habló:
– Apostemos -dijo escueto y enigmático.
La serpiente tenía fundados motivos para dudar de la autenticidad del oscuro Mesías. ¿Acaso no habían confiado también en las promesas del conquistador? ¿Qué podía disuadirla del recuerdo de la traición? También en esa oportunidad se habían dejado convencer de que aquellos que habían sembrado la destrucción eran los verdaderos enviados de Wari. Había creído ver en los asesinos de Atahualpa la auténtica e indudable encarnación del gigante Wari. Y sin embargo fue el Arcángel Miguel, traído por el conquistador, el que habría de condenarla a ella y al resto de las plagas al sepulcro de la piedra.
El sapo insistía en que no podía haber dudas de que aquella criatura que acababa de liberarlos era el príncipe, el enviado de Wari; una vez más le señaló los recientes vestigios de la destrucción que el pequeño había provocado. En el preciso momento en que el sapo iba a formular los términos de la apuesta una voz de trueno irrumpió desde la boca inconmensurable de la caverna.
Todos reconocieron de inmediato aquel vozarrón atronador que parecía ser la mismísima voz de la Salamandra, como si de pronto la cueva se hubiese puesto a hablar.
– Sea o no el enviado de Wari, yo me comprometo a hacer de él un Príncipe. Voy a convertir a ese pequeño despojo de mierda, quienquiera que sea, en el Redentor de todos nosotros. Si no fuera el enviado de Wari o si fracasara en mi intento, entonces, al cabo de medio siglo, nos matarás a los dos. A él y a mí -dijo la voz que, de tan grave, hizo cimbrar a las piedras.
No había dudas: el que acababa de hablar no podía ser otro que el viejo consejero, el capitanejo Huáscar Molina Viracocha. Nadie se molestó en buscar su figura entre las sombras por la sencilla razón de que el consejero no tenía fisonomía alguna o, para mejor decir, podía ser dueño de cualquier semblante. Salvo el humano. Nadie conocía su verdadero rostro. Podía presentar la apariencia de un lagarto o la de un remanso de agua, la de una vicuña o la de un cactus. Aparecía bajo el aspecto de una imperceptible mosca o bien como un árbol gigantesco. Podía ser una pura voz o hablar, como lo acababa de hacer, a través de la boca de una cueva. Pero había sido condenado a perder su humana condición.
Cuando era hombre, Huáscar Viracocha había sido el consejero, político y militar, de Huayna Cápac y, a su muerte, de su hijo Atahualpa. Lo aconsejó sabiamente hasta el día en que previo su caída inevitable a manos del Adelantado. Entonces, viendo que su propia vida peligraba decidió, igual que lo hiciera Malinche, susurrar hacia otros oídos. Jamás supo Atahualpa que fue su propio consejero quien lo entregó a las huestes de Pizarro. Convertido en lenguaraz primero y en capitanejo después, fue rebautizado con el nombre de Xavier y el apellido de Molina. Xavier Huáscar Molina Viracocha era, ante todo, consejero. No importaba de quién. La furia de Inti Huara no se hizo esperar: como condena a semejante traición, primero lo despojó de su forma humana y luego lo confinó al sepulcro de la montaña como pura nada petrificada junto a las tres plagas.
Salido de su sarcófago de piedra, despojado de su vestidura de hombre, Xavier Huáscar Molina Viracocha ofrecía su propia vida a la serpiente. Su oficio era el de consejero y, después de años de obligado reposo, tenía frente a sí un Príncipe a quien aconsejar.
La serpiente aceptó los términos de la apuesta.
El pequeño fue bautizado como El Hijo de Wari. El consejero había establecido para el niño un severo régimen de crianza. Cuatro veces por día debía ser amamantado con el fórmico veneno. Comía con tal voracidad que costaba separarlo del negro espolón maternal de la hormiga reina. Con uñas y encías se resistía a desprenderse del agudo pezón del que brotaba la ponzoñosa leche ámbar. Desde muy temprano el pequeño había aprendido el difícil arte de la simulación: cuando lloraba no lo hacía con la franca e inconsolable angustia de los lactantes, sino con una pena histriónica y conmovedora. El consejero había notado con satisfacción que el Hijo de Wari no se desgañitaba en vanos y ensordecedores berrinches, sino que buscaba suscitar la compasión de su eventual auditorio para conseguir lo que se propusiera. Así lograba que la hormiga, exhausta y exprimida como un limón bajo la presión de las voraces encías del pequeño, le diera en cada amamantamiento hasta la última gota de su veneno y, por cierto, de sus fuerzas. El capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha también había observado el notable hecho de que el pequeño se conducía hacia cada uno de los miembros de su nueva familia de un modo distinto y de la manera en que cada uno de ellos esperaba que él procediera. Así como frente a la hormiga reina se mostraba compungido y contrito para procurarse la mayor parte de alimento que le fuera posible, al sapo bufón le prodigaba tiernas sonrisas e imitaba sus payasescas morisquetas para que lo alzara en brazos. A la serpiente le lanzaba furtivas miradas de rencor y malicia, le clavaba los ojos en el centro vertical de los suyos, sosteniéndole la mirada hasta exasperarla; buscaba desafiarla y cuanto más profundo era el odio que en ella provocaba, tanto mayor parecía ser su regocijo. Con las bestias menores procedía como si no existiesen; no porque le fueran indiferentes, al contrario; disimuladamente, parecía poner la mayor atención en la multitud de reptiles e insectos, anónimos e idénticos entre sí, que transitaban por la Salamandra de aquí para allá. Con el rabillo del ojo, el pequeño los examinaba escrupulosamente; escrutaba sus dientes afilados, sus espolones agudos, los aguijones, garras, aletas cortantes y colmillos venenosos. Y cuanto más los consideraba, menos se explicaba por qué razón se sometían ciega y mansamente a los dictados de una hormiga, un sapo ridículo e inofensivo y una serpiente solitaria. El niño comprobaba que, cuanto mayor era su desprecio hacia las bestias menores, tanto más grande era la veneración que le prodigaban cuando, esporádicamente, les dedicaba una breve sonrisa o, cuanto menos,una mirada de benevolencia. Pero lo que mayor sorpresa le causaba al consejero era que, aunque tomara la forma más inverosímil, aunque pasara inadvertido para todos, el niño siempre lo reconocía. Así se mimetizara en la forma de una piedra, en la figura de una lagartija mezclada entre otras cien, así se hiciera a la imagen de una rama o de una mosca, el pequeño, invariablemente, advertía la secreta presencia de su oscuro preceptor señalándolo con su diminuta mano.
El Hijo de Wari tenía la piel cobriza de los descendientes de Atahualpa; sin embargo, detrás de los párpados rasgados destellaban unos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo traído en la madera de los barcos del conquistador. Y cada día que pasaba, el consejero se convencía con mayor firmeza de que aquel que, después de haber aniquilado a los suyos, dormía con la parsimonia de los vencedores no podía ser otro que el Príncipe.
El consejero hizo correr la voz de que había llegado el enviado, el que habría de despertar a los amawtas. Dado que podía tomar la forma de aquello que quisiera, salvo la de los hombres, se encarnó en la materia del confesionario de una iglesia y, durante la ausencia del párroco, les decía a los descendientes de Atahualpa que iban a confesarse que el ansiado día del pachacuti estaba próximo, que Atahualpa por fin había renacido, que solamente había que tener un poco de paciencia hasta que tuviera la edad suficiente. La noticia fue extendiéndose, silenciosa y lentamente, a través de los valles y de las quebradas, a lo largo de los territorios de los antiguos imperios, de boca en boca y en el idioma que los hijos del conquistador no podían entender. El Hijo de Wari, el enviado de la destrucción, tenía que ser presentado como el emisario de Inti, como el mismísimo Atahualpa, el redentor. Ocultas a los ojos de los hombres, las bestias de las profundidades, en el interior de la Salamandra, pacientemente hacían su obra.
Como merecía un príncipe, todos los días recibía de todas y de cada una de las bestias de las profundidades las correspondientes pleitesías y el trato, aunque el niño todavía no comprendiera, de "Su Excelencia".
Todos los días el consejero evaluaba la evolución del niño. Y, ciertamente, a medida que el pequeño iba creciendo en estatura y volumen, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha podía comprobar con satisfacción los saludables resultados del estricto régimen de crianza.
El Hijo de Wari se alimentó únicamente de la maternal ponzoña de la hormiga reina hasta los tres años. El mismo día en que abandonó el primoroso pezón, comió su primer alimento sólido. Viendo que podía prescindir por completo de su nodriza y que, en consecuencia, ya no le resultaba en absoluto útil, un día como todos, sin que mediara otro motivo que la necesidad de probar el filo de sus dientes, la mató y luego la devoró. Lo hizo frente a los espantados ojos del sapo. El inesperado acto no tuvo en absoluto el valor de una ceremonia ritual ni el dramatismo de las tragedias pasionales; sencillamente, tomó de la cintura del sapo la espada oxidada y la clavó en el vientre de la hormiga reina. Con sus propias manos desprendió el maternal aguijón y, con el ánimo investigativo de los niños, examinó el saco excretor donde se almacenaba el ponzoñoso calostro. Frente a los aterrados ojos del sapo, que no podía articular palabra, el pequeño arrancaba los tibios y pegajosos órganos, todavía palpitantes, y los deglutía con voracidad. Comió hasta la saciedad, soltó un eructo medieval, volvió a hundir la espada del sapo en el tajo abierto del vientre y así la dejó, clavada y vertical como una cruz. El sapo, sin creer lo que veía, se arrodilló junto a la hormiga, que se revolvía en convulsiones mecánicas. En ese momento el niño se incorporó, caminó tranquilamente hacia el exterior de la Salamandra y entonces prorrumpió en un llanto desconsolado y ruidoso, señalando hacia el interior de la caverna. Todas las bestias de las profundidades acudieron alarmadas. Cuando entraron, pudieron ver al sapo junto al cadáver de la hormiga reina despedazada con el filo romo de la espada del bufón. La indignación fue inmediata y espontánea. El pequeño, entre sollozos, relató de qué manera el sapo había asesinado a su nodriza por sorpresa y sin piedad. El odio brillaba en los centenares de ojos de todos los habitantes de las profundidades. El sapo escuchaba en silencio. Nada dijo en su defensa; conocía la naturaleza del pequeño príncipe y -se dijo-debió haber sabido que, más tarde o más temprano, habría de suceder. La serpiente asistía a la iracundia general de las bestias menores no sin cierta íntima euforia. Ahora sí, finalmente, habría de ocupar el lugar de la reina de la caverna.
En un espontáneo, unánime y tácito juicio sumario cuyo veredicto ya estaba resuelto por anticipado, el sapo fue ejecutado a manos de la furia popular.
La serpiente, enroscada sobre sí misma, considerando el caos en que se había convertido la Salaman dra, se dijo que era aquella una buena oportunidad para desembarazarse del pequeño obstáculo que la separaba del trono. Imperceptiblemente se fue arrastrando hacia el Hijo de Wari, que asistía a la ejecuciónde su fiel bufón, aquel que le había salvado la vida y que ahora ofrecía el último número, el de su propia inmolación, para la algarabía del príncipe. El reptil se arrastraba hacia el niño calculando el lugar exacto de la mordedura. Cuando estuvo seguro de que nadie lo veía, abrió la boca de par en par -su lengua fulguró en la oscuridad- y en un movimiento tan rápido como el recorrido de un látigo, hundió los colmillos en la tierna carne del niño. El Hijo de Wari sintió un ardor en el muslo e inmediatamente vio la marca par de la serpiente. Entonces, en medio del aquelarre de bestias que se disputaban la carne desgarrada del sapo, se sentó sobre una piedra a esperar la muerte. Efectivamente, en pocos segundos, pudo ver cómo el reptil se asfixiaba mordiéndose la lengua bajo el efecto devastador de las ínfimas gotas de la sangre del niño, mucho más letal que el ofídico veneno.
Mezclado entre la multitud de bestezuelas, el consejero, encarnado en la forma de una hormiga minúscula, miraba a su protegido con orgullo paternal.
El pequeño príncipe reinó entre las bestias de las profundidades bajo la severa mirada de su protector. Después del pequeño Apocalipsis, la destrucción de los suyos y la de su pueblo, Inti Cuntur; después de erigirse como el único enviado de Wari exterminando a la hormiga, la serpiente y el sapo, el pequeño príncipe llevó una existencia sosegada, diríase larvada, latente, semejante a la de los gusanos que se preparan para la metamorfosis. Encerrado en su reino oculto en la profunidad de las montañas, protegido entre las oscuras paredes de la Salaman dra, el príncipe se preparaba, silenciosa y secretamente, bajo el consejo de su tutor, para el Gran Apocalipsis.
Cuando el consejero determinó que el Príncipe tenía la edad suficiente, decidió que era hora de que abandonara la Salamandra y partiera a mezclarse entre los hombres. Lo único que habría de llevarse consigo eran las modestas ropas que tenía puestas y solamente un objeto, el que él decidiera. Pero sólo uno. Tenía que ser una elección sabia, le advirtió el consejero, ya que no tenía posibilidad de arrepentirse. El Hijo de Wari no dudó un momento. Bajó a las ruinas de Inti Cuntur, caminó sobre los restos del apocalipsis que él mismo había provocado algunos años antes, se abrió paso entre las figuras petrificadas de aquel carnaval eternizado y se detuvo frente a la efigie danzante de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes. Así, disfrazada de China Zupay, bañada en la liviana piedra volcánica del Wari, frente a frente, el príncipe comprobó que la había superado en estatura. En aquellos pómulos generosos y planos, en sus ojos rasgados, en sus labios gruesos, el joven Hijo de Wari pudo reconocer su propia fisonomía. La tomó por la cintura, calcárea y áspera, y la estibó sobre el hombro como quien cargara un contrabajo.
Con ese único equipaje bajó de los cerros hasta llegar al largo y tortuoso camino que habría de conducirlo al lejano pueblo que estaba al pie del valle. Caminaba seguido por una legión de reptiles e insectos que salían de la Salamandra y, a su paso, se fueron sumando toda clase de alimañas que andaban por los cerros.
Su tutor, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha, encarnado en la forma de un cactus, lo despidió como si fuese la última vez que habrían de verse. Pero ambos sabían que no sería así.
El Hijo de Wari hablaba la lengua de los suyos y la del conquistador. Sin embargo, nunca había visto a un semejante. Ni siquiera en la persona de su tutor, Xavier Huáscar Molina Viracocha; lo había reconocido en las formas más diversas e inverosímiles, pero jamás lo vio encarnado en hombre. Conocía la forma humana por haberse visto a sí mismo reflejado en el agua o en el metal. Pero, desde luego, ésta no era sino una visión parcial y fragmentada. La rígida imagen de Gregoria Galimatías Salsipuedes, cargada ahora sobre su hombro, le devolvía apenas un poco de su propio aspecto. Pero de hecho ignoraba, en términos generales, cómo eran los hombres. No conocía ninguno de los humanos oficios porque, a decir de su tutor, salvo el de las estratagemas, un príncipe no debería ni siquiera verse tentado de saber ningún otro. Para eso estaban los subditos.
En su camino se cruzó con el primer congénere que habría de ver: un solitario pastor de llamas. Se miraron con simétrico asombro: el uno no podía entender qué hacía un hombre caminando por la ladera de la montaña, seguido por una legión de reptiles y llevando una estatua al hombro; otro, en cambio, no se explicaba por qué razón un hombre se dejaba someter por unos animales tan estúpidos y desagradables. Se dijo que si aquellas bestias de mirada cretina eran capaces de sojuzgar a los hombres haciéndose alimentar por ellos, si podían obligarlos a que las protegieran de los animales salvajes y les procuraran, en fin, toda clase de cuidados por el solo hecho de que resultaban útiles, a él -se dijo el Príncipe- habría de serle mucho más fácil todavía ganarse el favor de sus semejantes. De hecho, recordaba que su tutor una vez le había dicho que la utilidad no era sino un puro espejismo.¿Tiene el príncipe alguna utilidad? Esta pregunta es vana para el príncipe, aunque crucial para el vulgo. De modo que es menester que el vulgo jamás llegue a cuestionarse tal asunto. Carece de toda importancia que la investidura del príncipe sea, en sí misma, útil o completamente inservible; lo verdaderamente importante es que el príncipe pueda convencer a los demás de la propia utilidad de su existencia, al punto de parecer absolutamente imprescindible, siempre que tal esfuerzo redunde en su propio provecho. Por ejemplo, si alguien nos resultara indispensable, lo primero que deberíamos hacer es invertir la situación y convencerlo de que, en realidad, nosotros somos imprescindibles para él.
Sintió un inmediato y profundo desprecio por los pastores y una proporcional admiración por las llamas. Su consejero le había enseñado a valorar la estupidez y, en consecuencia, a desdeñar la inteligencia:
El príncipe tiene por función establecer los dogmas, siempre irracionales pero de suma utilidad para el ejercicio del poder. Conviene dejar en manos de los "inteligentes" el fundamento racional de los dogmas. Trátese del origen del Universo o de la aplicación de un nuevo impuesto, nunca faltará un filósofo, un teólogo o un jurista que explique por la razón lo que elpríncipe promulga por la fe o, llegado el caso, por el uso de la fuerza.
El encuentro con su primer semejante persuadió al joven Hijo de Wari de que no habría de resultarle en absoluto difícil convencer a los demás de que él era, en verdad, imprescindible.
El joven Hijo de Wari había caminado durante una jornada completa siguiendo el sendero tortuoso que zigzagueaba por la ladera de las montañas. Estaba exhausto y hambriento. Era noche cerrada cuando, hacia el final del camino que descendía hacia una profunda hondonada cruzada por un delgado hilo de agua, vio las primeras luces del pueblo. Impulsado por la brusca pendiente, el hambre y la fatiga, el Hijo de Wari apuró el paso hasta el talud donde se iniciaba el bajo caserío que se extendía, blanco y desigual, al pie de los cerros. Las casas estaban vacías y las calles desiertas. Desde un lugar incierto aunque cercano se escuchaba la música de los erques y los bombos que resonaba contra la falda de los cerros, subía y parecía descender desde el cielo. Era la fiesta de las Alesitas. El Hijo de Wari se aventuró por una callejuela y, más allá de la iglesia que se elevaba por sobre los techos exhibiendo su único campanario huérfano de campana, en el centro de la plaza, pudo ver el enorme fogón en torno al cual la gente bebía, cantaba y bailaba. Se le hizo agua la boca cuando vio una enorme olla, de un diámetro semejante al de su hambre, donde se cocía una yantar hecha de maíz y gallina, de papa y cerdo y de cuanta cosa tuviese una consistencia comestible. Más allá, a los costados de la plaza, se levantaban los enclenques puestos de la feria de las Alesitas. Desde una de las recovas que circundaba la plaza, el Hijo de Wari veía las tiendas donde se apiñaban incontables miniaturas hechas con el barro cocido de los anhelos: casitas blancas con techo de tejas, diminutos fajos de dinero, hombrecitos vestidos de novio, camiones del tamaño del pulpejo de un meñique, botellas de vino de la circunferencia de un clavo, llamas, vicuñas y ovejas agrupadas en manadas liliputienses y centenares de enseres minúsculos que la gente pagaba con el cobre único de sus esperanzas. Envuelto en la sombra de las columnas de la recova, el Hijo de Wari veía las mesas forradas de felpa púrpura diezmada por las polillas, donde los tahúres hacían su número de prestidigitación cobrando en contante y sonante a expensas de la candidez de los apostadores. Más allá, debajo de un toldo marchito, una fila de hombres esperaban su turno para tirar al blanco con un rifle de caño deliberada y sutilmente torcido. Obnubilado por el perfume que rezumaba la olla, el Hijo de Wari volvió a levantar a Gregoria Galimatías Salsipuedes, caminó hasta al fogón y, como ella misma lo hiciera en vida tantas veces, ofreció el cuerpo de su madre, ahora convertido en estatua, a cambio de un plato de comida. Sin terminar de convencerse, la vieja cocinera llenó un plato hasta el borde, se apuró para que no hubiera tiempo para el arrepentimiento, le agregó todos los condimentos que tenía y lo puso ante de las fauces hambrientas del Hijo de Wari. La vieja se quedó contemplando la magnífica escultura de la China Supay que acababa de adquirir y se dijo que aquel había sido el mejor negocio que jamás hubiera hecho.
El Hijo de Wari no había pasado inadvertido. Como si se tratase de un número más de todos aquellos que ofrecían sus habilidades a cambio de unas monedas, la gente se paraba a mirarlo. Era un extraño espectáculo verlo comer, sentado junto al fogón, rodeado de lagartijas de todos los tamaños y colores trepándose sobre sus hombros, de serpientes que se le enredaban alrededor de los tobillos y de las muñecas, de hormigas que formaban un círculo en torno a su famélica persona, de sapos, ranas y escuerzos que le saltaban de aquí para allá por sobre las rodillas. Antes de que hubiera terminado de comer, el Hijo de Wari levantó la vista del plato y notó que se había formado un nutrido grupo de curiosos queesperaban que aquel anónimo forastero hiciera su número.
Y no habría de hacerse rogar.
El Hijo de Wari se limpió la boca con el reverso del extremo del poncho y, con el ánimo recobrado después de haber comido hasta la saciedad, se detuvo a contemplar los rostros expectantes que se reunían en torno a él. Luego miró por sobre las cabezas y vio la cruz que remataba el campanario sin campana de la iglesia recortada contra la montaña. Consideró otra vez a los embaucadores que cambiaban una quimera por dos monedas, a los que vendían dos promesas diminutas al precio de cuatro certezas de cobre circular, a los que adivinaban la suerte en las tripas de los fetos de llama. Entonces pudo ver en los ojos de todos aquellos que se apiñaban a su alrededor el brillo candoroso de aquel que, en su desesperación, está dispuesto a cegarse para ver lo que anhela ver. El Hijo de Wari recordó las palabras de su tutor:
Nada suscita en el vulgo más ciega e incondicional lealtad que la mágica materialización de lo imposible. No existió profeta ni Mesías que no apelara al recurso del milagro para multiplicar la fuerza de su prédica. De todas las artes que debe conocer el príncipe, la magia es la más simple, la menos onerosa y la más deslumbrante arma de persuasión. Un príncipe puede ser respetado como estratega, venerado por su magnanimidad, puede ser reverenciado y obedecido por el temor o imponerse por la fuerza de las armas, pero todos caerán rendidos a los pies de aquel que abre las aguas de los mares, del que levanta los muertos de las tumbas, del que multiplica peces y panes, del que convierte en piedra al enemigo o, simplemente, del que hace aparecer baratijas entre sus manos para arrojarlas a la multitud. En fin, un príncipe no puede ser menos que un mago de poca monta.
El Hijo de Wari se incorporó ante la mirada expectante de la concurrencia que se había reunido espontáneamente. Todos retrocedieron un paso cuando los reptiles se descolgaron de la humanidad del joven desconocido desparramándose tumultuosamente. No tenía una gran estatura ni una estampa fornida; sin embargo, pese a su juventud, infundía un respeto cercano al temor. Su piel cobriza y su aspecto general no lo diferenciaban de los lugareños. Pero había algo indescifrable en sus ojos rasgados por la estirpe del Oriente que, teñidos con el color del Mediterráneo, le conferían una mirada insondable. Algo había en sus labios, inflamados con la sangre tórrida de los moros, que contrastaba con la frialdad de su expresión. Seguido por sus bestezuelas y, a una distancia cautelosa, por la pequeña multitud de curiosos, traspuso el perímetro de la plaza y caminó hasta llegar a la falda del cerro. Se sentó sobre una piedra y extendió los brazos para que se treparan las serpientes y las lagartijas. Cuando el público terminó de completar un semicírculo a su alrededor, tomó una culebra y empezó a apretarla en forma longitudinal desde la cola hacia la cabeza. Frente a los ojos absortos de la concurrencia, cuando apretó la garganta de la víbora obligándola a abrir la boca de par en par, extrajo de su interior un anillo que tenía el resplandor del oro con una piedra engarzada del tamaño de un garbanzo. Puso el anillo en la pata de un sapo y ante los ojos atónitos de todos, el sapo miró a cada uno de los asistentes, decidió y, serenamente, saltó hasta los pies de una mujer. Dejó el anillo delante de sus zapatos y volvió al lado del Hijo de Wari. La mujer se agachó, levantó el anillo del suelo y, sin saber qué hacer, miró desconcertada al joven mago. Sin emitir palabra, el amo de las bestias sonrió, asintió y así le hizo entender a la mujer -que parecía no poder cerrar la boca- que la joya le pertenecía. Antes de que el auditorio pudiera sobreponerse, hizo aparecer de la boca de la serpiente docenas de aros, collares, alianzas y hasta zapatos para los asistentes que, en su mayoría, estaban descalzos o llevaban unas sandalias miserables. Pero, salvo los anillos y los collares, el Hijo de Wari hacía aparecer sólo un objeto del par. Repartió decenas de zapatos derechos, de aros dispares, de gemelos únicos y de alianzas solamente para uno de los cónyuges. Cuando hubo terminado su número, dos ranas tomaron un sombrero por el ala y, saltando entre la multitud de piernas, recogieron las monedas que la gente sacaba de sus bolsillos. Era un silencioso enigma para qué habrían de servirle al joven nigromante aquellas miserables monedas, mucho menos valiosas que la más pobre de las alhajas que acababa de materializar. Cuando terminó de recolectar su menesteroso cobro, les dijo que guardaran cuidadosamente los objetos hasta su próxima vuelta al pueblo. Sin hacer caso a súplicas ni ruegos en contrario, el Hijo de Wari se dispuso a partir. Antes, sin embargo, volvió a la plaza, caminó hasta el puesto de la vieja cocinera y le compró la estatua de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes, al doble de lo que valía el plato de comida por el cual se la había vendido.
Y así, vendiendo a su madre cuando era necesario y volviéndola a comprar: haciendo aparecer de las fauces de los reptiles las promesas impares que algún día habría de completar, caminando de pueblo en pueblo, durmiendo al sereno rodeado por sus bestias, poco a poco el Hijo de Wari logró que su nombre fuera viajando de boca en boca. Esperaban su regreso los que ya habían visto su número y, en los pueblos donde todavía no había estado, anhelaban el día de su llegada. Lo recibían como a una eminencia y lo despedían con interminables saludos. Los alcaldes e intendentes buscaban hacerse ver a su lado. Nadie sabía dónde había nacido, pero todos se diputaban el origen de su cuna. Las mujeres más viejas decían haberlo asistido en el parto, las más jóvenes insinuaban con evasivos silencios algún romance furtivo o una nocturna y misteriosa incursión de alcoba. Los hombres aseguraban guardar el secreto de su magia en una confesión de chicha amarga. Habían quienes presentaban las baratijas heredadas de su abuela como materializaciones del Hijo de Wari. Los cuatreros afirmaban que el ganado cuyo origen no podían confesar, había sido una dádiva del joven mago. Y todos aquellos que realmente conservaban un objeto impar gestado en las fauces de la serpiente, lo guardaban como la mitad de un pequeño tesoro que habría de consumarse el día de su prometido regreso.
Y así, caminando durante el día y durmiendo al sereno durante la noche con el único abrigo de sus reptiles, a medida que avanzaba por la cordillera y llegaba a nuevos pueblos, en la misma proporción,iba creciendo su acervo. Las monedas, poco a poco, fueron convirtiéndose en atados de billetes cada vez más voluminosos.
Su joven rostro empezó a verse en las tallas de los paganos relicarios de yeso que se vendían en las ferias y en las miniaturas de las Alesitas; invocaban su nombre en las oraciones para pedir el favor de los ángeles o desatar la ira de los demonios. Su fugitiva estampa aparecía en las aguafuertes, junto a las de los santos, entre las velas de las Misas Blancas oficiadas por los yatiris y en las Misas Negras celebradas por los brujos. Si llovía sobre los secos cultivos, era por obra y gracia de las invocaciones al Hijo de Wari. Si en cambio la sequía ajaba la tierra hasta estrangular los sembradíos, era porque no habían sido lo suficientemente gratos con el Hijo de Wari en sus oraciones.
Y cada vez que llegaba a un pueblo se festejaba hasta la madrugada como si se hubiera adelantado el carnaval.
Y cada vez que, seguido por sus bestias y cargando la cariátide de su madre petrificada, se alejaba por el camino de los cerros, lo despedían con la misma congoja con la que se celebraban los funerales de los niños.
Y así anduvo hasta haber visitado todos los caseríos que se desperdigaban, como dijes de un collar, alrededor del largo cuello de las montañas. Nunca estuvo dos veces en un mismo pueblo. A su paso había dejado un extenso reguero de promesas únicas y asimétricas iguales a la flor del cardón que abre sus pétalos al viento, esperando el polen dulce del apareamiento.
Y entonces, cuando todos esperaban su regreso, sin que nadie pudiera predecirlo, el Hijo de Wari desapareció de la faz de la Tierra.
Nada volvió a saberse del Hijo de Wari. Nadie lo vio en ninguno de los pueblos que había visitado ni tampoco en aquellos que se alejaban de la falda inhóspita de la montaña. Nadie volvió a ver su furtiva estampa entre los cerros. Y conforme pasaba el tiempo y se dilataba su ausencia, en la misma proporción, iba creciendo el recuerdo de su figura y la añoranza en los corazones tocados por su cetro impar. Su nombre empezaba a pronunciarse en las ciudades a uno y otro lado de las fronteras. En la memoria difusa del anhelo, su magia sencilla se había trasformado en verdaderos milagros; su silencio enigmático era recordado entre los pobres como una prédica vindicatoria; entre los ricos, como un mensaje de eterna prosperidad; entre las mujeres, como una diatriba contra el injusto yugo; entre los jóvenes, como una apología encarnada de la efébea condición; entre los ancianos, como una exhortación a la honra de la vejez; entre los hijos de Inti, como grito de rebelión contra el blanco, y entre los blancos, como un declarado asentimiento al ancestral señorío sobre los descendientes de Atahualpa.
Y así, a medida que se dilataba la espera, cada día que pasaba se multiplicaba el volumen de la desazón y el número de los que guardaban una vigilia esperanzada y paciente.
La materia del príncipe debe estar constituida por la misma substancia de la que están hechas las promesas. El valor de la promesa no ha de estar dado por su cumplimiento, sino, al contrario, por su dilación indefinida en el tiempo. Una promesa cumplida genera en el vulgo, al contrario de lo que indicaría el sentido común, una profunda decepción. No existe obra más magnánima que aquella que reside en la imaginación. La realidad nunca puede superar en perfección a la idea. De manera que cuanto más ideales e irrealizables sean las promesas, tanto más fuerza tendrá en las ilusiones del vulgo. Siempre será mucho más tenido en estima aquel que se presente como un idealista soñador que el que concrete en la realidad sus obras que,irremediablemente, siempre se verán más torpes y deslucidas que la idea que de ellas había generado. Una mujer siempre es más bella, más sublime y deseada mientras nos es ajena. Su encanto disminuye ni bien conseguimos tenerla en nuestros brazos. A tal punto esto es innegable que las propias Tablas de la Ley nos prohiben, no ya a la mujer del prójimo, sino al propio deseo sobre ella. Un objeto nos será apetecible cuanto más se dilata nuestra espera y, al contrario, se desvanecerá el interés sobre él tan pronto como lo poseamos.
La propia figura del príncipe deberá obedecer a este principio. Tendrá que entregarse al vulgo con la misma etérea perfidia de una mujer fatal. Alternativamente deberá mostrarse enamorado de sus subditos y, al día siguiente, evasivo y escurridizo del fervor popular. Nunca un amante puede mostrarse posesivo y mendicante de amor. El príncipe debe proceder como el amante perfecto: si para conservar la estima del vulgo tiene que posponer el cumplimiento de una promesa, habrá de estar dispuesto, también, a privar al vulgo de su propia presencia para hacerla infinitamente más deseable.
Siguiendo los consejos de su tutor, Xavier Huáscar Molina Viracocha, el Hijo de Wari decidió diluirse por un tiempo de este mundo para consolidarse en el espíritu de sus seguidores.
Más de tres interminables lustros permaneció el Hijo de Wari en un hermético retiro. Nadie, ni siquiera su fiel consejero, conoció el recóndito lugar de su aislamiento. Hubo toda clase de especies y rumores en torno a su paradero. Los alfareros, que bajaban para vender sus artesanías al pueblo del otro lado de las montañas, decían que decían los viajantes que iban a la ciudad que decían los que iban al otro lado de la frontera que los que cruzaban el río ancho decían que decían los que viajaban a la capital que decían los que atravesaban el océano que lo habían visto, llevando la estatua de la China Supay a cuestas, seguido por su cohorte de lagartijas, sapos e insectos, haciendo aparecer de la boca de la serpiente aros, alianzas, gemelos, zapatos y toda clase de impares a la espera de su pareja. Decían que decían haberlo visto caminando por las escarpadas laderas de las Rocallosas y bordeando los infinitos precipicios del Himalaya, decían que decían haber visto su paso decidido a través de la cintura de los Urales y entre las cumbres cercanas al Monte Ararat.
Pero éstas no eran más que habladurías. Lo cierto fue que durante tres eternos lustros nadie, absolutamente nadie, volvió a saber de su existencia.
Un lejano día entre los días, desde el sendero que bordeaba los cerros, fue acercándose una silueta que, conforme avanzaba, iba apareciendo y desapareciendo por encima y por debajo de los horizontes sucesivos que imponía el tortuoso relieve del camino. Era un hombre montado sobre una mula de grupa cuadrada y vientre inflamado, cargada con una alforja a cada lado. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza en torno a la glorieta. Abúlicos y un poco a desgano agitaban pancartas y banderines que llevaban escrito el nombre del intendente. La banda de vientos sonaba estridente y voluntariosa, aunque parecía no guardar un criterio unánime de armonía ni arreglo a compás alguno. El intendente, mientras ensayaba disimuladamente y para sí los numerosos folios del discurso que se preparaba para leer, cada tanto sonreía y saludaba a la multitud. Nadie había prestado atención al hombre que, lentamente, iba bajando por la ladera del cerro.
Cuando la banda concluyó su irreconocible pieza, dejó lugar al presentador oficial: un hombrecito bajo que vestía un traje raído y que era la voz del pronóstico meteorológico de la radio de la ciudad, aquel que desde hacía incontables años repetía invariablemente:
– Tiempo bueno, cálido y cielo despejado durante el día. Frío por la noche.
Y ahora, en su papel de presentador oficial de los actos de campaña del intendente, no podía evitar un ligero espasmo nervioso en los labios que opacaba su decir cristalino y radiofónico.
El intendente era inamovible como las montañas sobre las que se recortaba su obesa persona, blanco como las nieves eternas que las coronaban y tan antiguo en su función como la memoria del más longevo de los asistentes al acto. Desde siempre, invariablemente una vez cada cinco años llegaba desde la ciudad, leía su discurso -siempre el mismo-, no sin cierta indisimulable aprensión besaba las mejillas de los niños, abrazaba a las mujeres, estrechaba la diestra de los hombres, personalmente servía vino y empanadas, repartía las boletas electorales que llevaban su nombre y, finalmente, se iba antes del anochecer llevándose las voluntades de los lugareños hasta el próximo lustro. El intendente tenía la flotante materialidad de las boyas de los pescadores de los rápidos que bajaban de las cumbres: había sobrevivido en su puesto a las turbulencias más feroces; sabía subirse a los tanques de los vencedores y bajarse a tiempo, cuando la corriente empezaba a cambiar.
Nadie se había percatado de la presencia del recién llegado, hasta que los cascos de la mula sonaron contra el empedrado de la plaza rompiendo el silencio ceremonioso que precedía a la palabra del intendente. Alguien entre la multitud giró la cabeza por sobre su hombro; no pareció otorgarle ninguna importancia al desconocido hasta que vio la delgada línea de reptiles que seguían a la mula en imperceptible caravana. Entonces, cuando buscó el rostro del jinete, que estaba cubierto por el ala del sombrero, pudo distinguir entre los pertrechos que llevaba en bandolera, la cabeza cornamentada de la China Supay.
El niño que se había alejado por aquel mismo camino hacía más de tres lustros, tenía la misma inexpugnable expresión del hombre que ahora miraba a la multitud como si nunca se hubiese ido. Detrás de aquellos párpados que llevaban el estigma oblicuo del Oriente brillaba el azul de sus ojos, como dos gotas del Mediterráneo caídas en el desierto moro de su piel, ahora quebrada por el paso de los años. La multitud giró lentamente sobre sus talones y de a poco formó un semicírculo en torno al Hijo de Wari dejando la plaza vacía y los banderines y pancartas tirados en el suelo. El intendente miraba azorado por encima de los lentes de leer. Carraspeó frente al micrófono, lo golpeó con el índice pero no consiguió suscitar, ni siquiera, la atención de los músicos, que iban abandonando la pérgola embanderada. Todos conservaban, como un talismán que siempre llevaban consigo, las alhajas impares, las alianzas y los aros únicos, los gemelos solitarios y hasta los zapatos derechos que había materializado el Hijo de Wari hacía más de quince años. Todos suplicaban su magia extendiendo los brazos, mostrando los tesoros singulares, implorando la multiplicación del milagro.
Al Hijo de Wari no le hubiese demandado ningún esfuerzo tomar a su serpiente por el cuello y extraer de su boca el par complementario de cada una de las baratijas. Pero sabía que la mejor forma de cumplir una promesa no era mediante su realización, sino por medio de la formulación de otra promesa. Ante la mirada suplicante de todos, se apeó, abrió una de las alforjas que colgaban de las ancas de la muía y extrajo un grueso atado de billetes. Los liberó del cordón, los rompió por la mitad y los lanzó al aire formando un tropel tumultuoso que se desesperaba por hacerse de la mayor cantidad de fracciones de papel. Y así, fue desatando fajos de billetes, rompiéndolos al medio y arrojándolos al aire hasta vaciar por completo el contenido de las alforjas. El intendente, petrificado, miraba el triste espectáculo de sus boletas electorales desparramadas indolentemente por el suelo, pisoteadas y destrozadas por la multitud.
Durante su dilatada trayectoria hecha de marchas y contramarchas, de avances y retrocesos, de alianzas y de traiciones, el intendente había tenido que enfrentarse a diversos contratiempos e imponderables. Pero ahora, viendo cómo su autoridad quedaba vilipendiada bajo los pies descalzos de la turbamulta que obedecía a los inexplicables arbitrios de un bufón, cayó en la trampa como un bisoño inexperto. Personalmente ordenó al teniente que comandaba la pobre tropa que velaba por la seguridad del acto, que detuviera de inmediato al revoltoso.
El Hijo de Wari vio cómo el escuálido piquete trotaba hacia él y no solamente no hizo nada por evitarlo sino que fue a su encuentro. La multitud se aferraba a las vestiduras del Hijo de Wari intentando liberarlo de sus captores. Pero conforme intentaban interceder, recibían una lluvia de golpes de bastón y hasta culatazos de fusil. Finalmente el reo pudo ser arrancado de las manos de sus castigados protectores y conducido hasta la cárcel de la intendencia de la ciudad al otro lado del cerro.
Al viejo intendente no habría de alcanzarle lo que le restaba de vida para arrepentirse.
Fue durante su cautiverio en la cárcel de la intendencia donde el Hijo de Wari se ganó el apodo de Madre de Dios. La celda era un cubículo hediondo y oscuro donde apenas cabían las humanidades verticales de los cuatro presos que se apiñaban antes aún de que llegara el quinto. Eran cuatro cuerpos que se dirían despojados de alma. El carcelero que había conducido al Hijo de Wari hasta la celda, lo trataba con el respeto con el que se dirigiría un edecán a un mandatario. Llevaba una cadena alrededor del cuello desde la cual pendía un gemelo solitario que, quince años antes, había sido sacado de la boca de la serpiente por aquel a quien, ahora, mientras lo conducía hacia la celda, no se atrevía a tocar siquiera. Nadie ignoraba quién era el nuevo preso. Sus compañeros de celda, cuatro estafadores de poca monta que entraban y salían de la cárcel según el intendente necesitara o prescindiera de sus servicios, miraban al Hijo deWari con una devoción que se hubiera dicho religiosa, con la misma admiración que un aprendiz le profesa a su maestro. Uno por uno se fueron presentando con una suerte de reverencia improvisada que concluía con un espontáneo beso en la diestra del maestro. El más joven, un tipo regordete de mejillas rojas e inflamadas, parecía ser el que llevaba la voz del grupo. Se había presentado como Orestes Morse Santagada. Le decían La Morsa. Hablaron poco. O nada. Sin embargo, nunca más, hasta el entonces lejano día de la Ascensión, habrían de separarse.
Afuera, la gente iba llegando hasta las puertas de la intendencia para exigir la liberación del mártir. Llegaban desde los huecos más recónditos de la montaña a lomo de muía, cruzaban los cerros de a pie y, en la misma medida en que se dilataba el confinamiento del Hijo de Wari, crecía la multitud que se agolpaba frente a la intendencia. La noticia había llegado hasta la capital. Sumido en la confusión, el intendente hizo llevar al reo a su despacho. Sentado frente al inculpado, el viejo funcionario no podía evitar sentir la mirada de su interlocutor como el filo de una guillotina que caía sobre su cuello. El intendente fue escueto: prometió liberarlo solamente si abandonaba, no ya la ciudad, sino el vasto perímetro de la provincia y bajo la condición de que nunca más en su vida habría de volver a pisarla. El Hijo de Wari rió con ganas.
Existen dos modos de explotar para el provecho propio el potencial del prójimo del que podemos servirnos. Todo hombre presenta una arista visible y otra recóndita. En virtud de este lado evidente podemos conocer su utilidad manifiesta: puede ser rico o pobre, sabio o ignorante, soberbio o humilde, de franca disposición para el trabajo o completamente holgazán, sensato y cuidadoso de las apariencias sociales o promiscuo y de ordinarias costumbres. Pero puede que éstas no sean sino apariencias. Sobran los ejemplos de hombres que a la luz del día son respetables y cuidadosos de las formas sociales y, por las noches, revelan furtivamente sus inconfesables costumbres. Hay hombres avaros, dueños de secretas fortunas, que aparentan indigencia con el propósito de ganarse la compasión y evitarse el desembolso de un centavo e, inversamente, existen hombres que aparentan riqueza para gozar del crédito y la consideración que de otro modo serían incapaces de obtener. Para aprovecharnos de las virtudes evidentes de nuestros semejantes deberemos, primero, conocer sus miserias más secretas. Y, si en cambio, sus miserias nos fueran de utilidad, deberemos presentarlo a los ojos públicos como un hombre probo, ya que nadie sentaría a la mesa de su familia a un canalla. En resumen, un príncipe tendrá como norma y principio obtener lo peor de su prójimo
El Hijo de Wari acarició al perro enorme y escuálido que dormía a los pies del intendente y, frente a los ojos alelados del funcionario, extrajo del interior de la boca del animal un rollo de papel atado con un cordón púrpura. Sin que se moviera un músculo de su cara, el Hijo de Wari deshizo el nudo y extendió el papel. Primero lo leyó con expresiva atención y, cuando hubo terminado, se lo entregó al intendente:
– Fíjese -le dijo- lo que andan diciendo los perros de usted
El intendente arrancó el papel de las manos de su interlocutor y, sin que pudiera evitar una mueca de espanto, se derrumbó sobre el escritorio.
Empezaba a caer la noche cuando el balcón de la intendencia se abrió de par en par. La multitud pudo ver al viejo, inamovible como la montaña y tan blanco y eterno como las nieves que la coronaban, que se disponía a hablar. Primero anunció que el reo sería inmediatamente liberado. Y, entre la ensordecedora ovación que rompió en las gargantas, proclamó que, habida cuenta de que él ya era un hombre viejo, habría de ceder su propia candidatura al nuevo conductor. Entonces invitó a salir al balcón al Hijo de Wari para que saludara a los artífices del milagro.
El Hijo de Wari asumió la intendencia y la ejerció acumulando promesas cada vez más ambiciosas. Sin abandonar el viejo poncho que le confería un brío caudillesco, fue cosechando fascinadas voluntades en toda la provincia. Atrás habían quedado los días de los milagros obrados en el vientre de la serpiente. Ahora las obras prometidas eran de tal magnitud que no habrían de caber siquiera en la ciudad. Y la intendencia fue apenas un breve escalón en su rápido ascenso hacia la gobernación.
Gobernó la provincia con la misma llana simpleza de un saltimbanqui. Viajaba por los caseríos perdidos en la montaña, iba a lomo de mula por los estrechos caminos de cornisa, andaba a pie mezclándose entre la gente y volvía a su despacho presidido por la estatua calcárea de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes, disfrazada eternamente de la China Supay. Era dueño del silencio que suele atribuírseles a los hombres de acción, y de una calma que aparentaba nacer de la templanza. Le gustaba sentarse a la sombra de la galería que daba al patio del palacio y contar dinero. Nada le provocaba un placer más grato que humedecerse el índice de la diestra y acariciar, una y otra vez, cada uno de los billetes que componían los gruesos fajos que luego guardaba en las viejas alforjas de las mulas, en los cajones del ropero, debajo del colchón, en el interior de las cañerías en desuso del baño. Sabía con exactitud cuánto y dónde había en cada uno de los secretos escondrijos. Entraba y salía del tesoro del Banco de la Provincia, cuya presidencia ejercía su viejo compañero de celda, La Morsa, ahora convertido en el Doctor Orestes Morse Santagada; entraba y salía con la misma naturalidad con la que paseaba por los jardines de la gobernación; llegaba a la hora de la siesta montado sobre su mula cuando el sol caía vertical despojando a las cosas de su sombra, se apeaba, quitaba las alforjas del apero, entraba y se encerraba con el doctor Orestes Morse Santagada a conversar envueltos en la fresca penumbra metálica del recinto del tesoro, olía largamente los fajos de billetes recién llegados de la capital, degustaba el perfume de la tinta fresca y el papel nuevo, acariciaba el suave relieve del rostro ceñudo del ilustre enmarcado en sellos de aguar llenaba las alforjas hasta colmarlas, se despedía de su amigo y, finalmente, volvía al Palacio de la Gobernación.
Contra su voluntad pero a favor de lo que le dictaba el sentido común, el Hijo de Wari decidió que no le quedaba más remedio que formar una familia. Había notado que cuanto más numerosa era la progenie de un hombre, tanto mayor era su prestigio. De modo que una noche montó su mula y preparó el apero para dos personas, bajó hasta la ciudad y entró al pequeño y único burdel que había en quinientas leguas a la redonda. En la penumbra que lo teñía todo de un rojo anonimato, pidió que le presentaran a las pupilas de la casa y, cuando todas estuvieron formadas delante de él, sin siquiera mirar, extendió el brazo y dijo:
– Esa.
La patrona le preguntó por cuánto tiempo la iba a querer, a la vez que tintineaba las fichas. El hijo de Wari pensó un momento y contestó:
– Calcule unos cincuenta años.
Entonces puso las alforjas sobre el mostrador y apiló prolijamente todos los fajos de billetes que contenían, tantos como nadie jamás había visto ni nunca habría de ver en toda su vida. Caminó hacia la elegida, la tomó de la mano, sin mirarla le ordenó que montara la mula y se la llevó. Por la mañana se hizo casar en la parroquia de la gobernación y, por la tarde, fue a la Casa de Expósitos a buscar al resto de su familia. Salió del orfanato con ocho niños, todos varones de distintas estaturas, a los que habría de presentar como hijos legítimos.
Su mujer se llamaba María de los Perros Amor. Su oficio era tan antiguo como el recurso del eufemismo; en adelante habría de presentarla como artista de variedades. Los nombres de sus hijos jamás pudo recordarlos.
El Hijo de Wari llegó a ganar fama entre los gobernantes extranjeros. Firmó contratos con las Repúblicas más remotas, selló acuerdos con las coronas más poderosas, estableció convenios con los emiratos más prósperos, concretó pactos con las teocracias más antiguas.
El año en que entraron en colapso los sumideros londinenses, a causa de la sobreingesta de papayas llevadas desde el Caribe, las autoridades sanitarias de la Corona no sabían qué hacer con los excedentes cloacales que amenazaban inundar al mismo Palacio de Buckingham. Verdaderos ríos de mierda brotaban desde las alcantarillas y avanzaban sobre las distinguidas tiendas de South Kensington. A la iluminada imaginación del Doctor Orestes Morse Santagada, la Provincia adeuda una de las páginas más exquisitas del comercio internacional. Enterado del desastre, el viejo compañero de celda del gobernador elevó a la Cancillería un borrador del proyecto. La propuesta que llevaba no podía ser más provechosa, según afirmaba la nota formalmente presentada: la Provincia estaba dispuesta a recibir los excedentes cloacales, a los que nombraba con el curioso eufemismo de "fertilizante". La Corona mostró un tibio interés en la propuesta, pero notificó que, por supuesto, no estaba dispuesta a donar generosamente el valioso fertilizante. Entonces el Hijo deWari ofreció a cambio de las cincuenta mil toneladas de abono, todos los yacimientos de cobre y todas las minas de plata de su Provincia. La Corona redobló la apuesta y propuso que, además de los yacimientos de cobre y las minas de plata, la Provincia se comprometiera a que todas las cosechas que dieran los áridos suelos abonados con su "fertilizante" fuesen exportadas a la ínsula a la mitad del precio que fijara el mercado y, luego, que toda la producción manufacturada con el producto de las cosechas fuera reimportada a la Provincia según los precios estipulados por el mercado libre.
A los dos meses de sellado el acuerdo, la lejana provincia caída del mapa ingresaba al Mundo recibiendo cincuenta mil toneladas de mierda de pura cepa británica.
Éste y otros actos de gobierno volvieron la mirada de todos los gobernadores sobre el Hijo de Wari. El mismo Poder Ejecutivo Nacional miraba con una mezcla de recelo y secreta admiración al ascendente mandatario que, envuelto en su poncho de vicuña, iba ganando las páginas centrales de los diarios. Los embajadores de las potencias viajaban hasta la falda de los cerros a reunirse con el más famoso de los dirigentes, que, paradójicamente, se desplazaba a lomo de mula. Los mandatarios que visitaban al Presidente no volvían a sus países sin antes hacer, aunque más no fuera, una breve escala en el Palacio de la Gober nación perdido en la montaña. A la sombra de la galería, rodeados de vicuñas que pastaban en los jardines, los secretarios sostenían las carpetas que contenían las fojas de los contratos. La Corona estaba dispuesta a contribuir al florecimiento de la pujante Provincia aun a expensas de resignar parte de su territorio colonial. Entonces propuso ceder al Estado Provincial la fértil isla de Inanga Tog, al sur del Cabo de las Lágrimas, a cambio de las sedientas tierras que contenían los desérticos salitres y las inhóspitas minas de plata sepultadas entre los cerros. Se firmó el acuerdo. La virgen fertilidad de la isla de Inanga Tog nunca pudo ser explotada: los nativos se devoraron crudos a los criollos propietarios días antes de que un maremoto la borrara del mapa. Pero, como quiera que fuese, el gobernador había llevado las extensiones de su Provincia hasta los confines del planeta, hasta las mismísimas profundidades del océano.
Sin embargo la gobernación no habría de ser más que un breve peldaño en su carrera política. El Hijo de Wari asumió la primera de sus incontables presidencias, sucesivas y ganadas todas por mayoría absoluta, seis mil seiscientas sesenta y seis jornadas exactas antes del glorioso Día de la Ascensión.
Desde aquella fecha memorable en que Él y Los Doce se elevaron hasta perderse en el ábside del ocaso, nada volvimos a saber de sus misteriosas existencias. En la misma medida en que se acrecentaba nuestro tedio, en que nos entregábamos a una abulia hecha de amargo hastío y de dulce inercia, en la inacabable siesta en la que discurría nuestra pedestre subsistencia a ras del suelo, en la misma proporción, alentábamos la secreta esperanza de Su regreso. La desidiosa acritud de los nuevos tiempos nos había conferido, de pronto, una mirada bovina. Con la misma expresión de las vacas que pastaban a la vera de los caminos, veíamos pasar los días sin más sobresaltos que el repetido fastidio que nos demandaba espantarnos la mosca pertinaz del agobio. Nos fueron creciendo las barbas de la indolencia, echados boca arriba nos rascábamos las pulgas gordas del tedio. Frente a nuestros impávidos ojos de vaca, los días pasaban con la misma lenta mansedumbre con la que iba cayendo la hojarasca otoñal del calendario. Recostados sobre la almohada pringosa de la decepción, veíamos pasar la sucesión de santos del santoral: lunes 2, San Tobías y San Bonifacio, los santos de los enterradores; martes 15, San Mauro, elque servía para curar la escrófula, los lamparones y los humores fríos; miércoles 4, San Eusebio, el santo de los comisionistas y los revendedores; sábado 24, Santa Isabel de Hungría, la que invocábamos para curar el dolor de muelas. Y así, restregándonos las lagañas del desgano, veíamos pasar a los santos con su vuelo lento y repetido: jueves 18, San Gregorio Taumaturgo, viernes 29, San Segismundo, el que bajaba la fiebre y morigeraba los dolores reumáticos. Vivíamos en un sempiterno domingo de lluvia. Sometidos por la melancolía, solamente nos quedaba el recuerdo cada vez más remoto del Hijo de Wari. Rememorábamos sus días de gloria y lo esperábamos, como en los viejos tiempos, conservando entre las manos el tesoro impar de los milagros gestados en la tripa de la serpiente que sólo habrían de consumarse con su segunda vuelta.