LIBRO TERCERO : ARGENTINA SONO FIN

I EL REINO DE LAS SOMBRAS

1

Trece reposeras paralelas al mar hundían sus patas en la arena blanduzca de la orilla, justo al límite ondulante de la línea de espuma blanca que dejaba el reflujo de las olas en sus últimos estertores. Por sobre los respaldares se recortaban sendas cabezas contra un cielo hecho del mismo azul turquí del mar. Eran trece plácidas almas en silencio. Algunos sostenían sobre el abdomen unos cocos inabarcables repletos de un licor que se diría fluorescente, otros revolvían con morosa displicencia unas copas en forma de grial que contenían un daikiri espeso y frutado. A sus espaldas, que todavía no se habían acostumbrado al sol tropical, sonaba una vaporosa música de ukelele. Después de los avatares del vuelo, el gabinete en pleno se tomaba un meritorio descanso. En la reposera del medio, tendido cuan largo era -por así decirlo-, el Presidente no podía evitar una mueca indescifrable pero muy semejante a la preocupación, que se le manifestaba en una arruga vertical entre ceja y ceja. Sin despegar la vista de un punto invisible situado más allá del horizonte, se bebió de un sorbo el fondo de daikiri, tibio y ya diluido, e inmediatamente elevó el vaso vacío haciendo sonar los últimos vestigios de hielo contra el vidrio. El Ministro de Asuntos Exteriores, que dormitaba en uno de los extremos, salió de su plácida duermevela como lo haría un perro cuyos reflejos estuviesen condicionados por una campana, sacudió la cabeza a izquierda y derecha hasta ver el vaso tintineante que lo requería. Saltó como despedido por un resorte y ante la insistencia del Presidente, que no dejaba de agitar el vaso en el aire, declaró raudo:

– ¡Voy!

El Ministro de Interior, mientras sorbía una suerte de jugo de un tubo fluorescente que serpenteaba a través de una cánula en forma de espiral, dirigiéndose al canciller por lo bajo pero en un volumen suficiente para que escuchara el resto del gabinete, murmuró:

– Vaya volando.

Salvo el Presidente, que parecía no escuchar otra cosa más que el secreto soliloquio de su pensamiento, los Ministros, secretarios y hasta la Pri mera Dama, rompieron en una implosión de carcajadas contenidas, de risas que querían escapar del encierro de la glotis, transformadas en lágrimas de tentación irrefrenables. Sofocaban los accesos de carcajadas revolviéndose como un feliz grupo de espásticos. Con gestos disimulados se llamaban a la cordura viendo el ceño inamovible del Presidente. Y cuando las risas parecían definitivamente extinguidas, cualquier acontecimiento, por carente de sentido que pareciera, volvía a encender los rescoldos de hilaridad. Así, el vuelo de una gaviota que pasaba frente a sus ojos despertaba murmullos tales como:

– Ahí va la ministra Arguello -y entonces, otra vez, se desencadenaba una explosión de risotadas.

Finalmente, el estado de excitación del gabinete consiguió romper el mantra en el que el Hijo de Wari se guarecía imperturbable. Lanzó una mirada de fusilamiento general y, entonces sí, todo volvió a la calma. En ese mismo momento llegaba el obeso canciller con paso corto y ligero, meneando el abdomen blanco y pendiente, trayendo en la diestra el nuevo daikiri para el Presidente.

– Sírvase, Madre -le dijo, genuflexo, intentando no deshacer su frágil sosiego.


El Hijo de Wari, tendido en la reposera, consideraba sus piernas no sin cierta desaprobación. El vientre, despojado ahora de la faja que solía comprimirlo, se le desparramaba hacia los costados y contrastaba con aquellas pantorrillas óseas, sarmentosas y demasiado delgadas que asomaban como dos ramas secas desde los amplios bermudas cuyo estampado reproducía el paisaje que tenía frente a sus ojos. Bebió un sorbo, se calzó unos Ray Ban de marco dorado y, sin mover la cabeza, le preguntó al Ministro de Justicia:

– Santa Marina, ¿cuántos hijos me quedan?

El doctor Santa Marina carraspeó, fingió que no tenía ninguna duda, miró de reojo hacia su izquierda y entonces vio el gesto que, con el índice extendido, le hacía a escondidas la ministra Arguello.

– Uno, Madre -contestó compungido.

– ¿Varón o mujer? -volvió a preguntar el Presidente.

El Ministro de Justicia, otra vez en apuros, volvió a mirar las manos de su colega que formó una figura juntando ambos índices hacia arriba y los pulgares hacia abajo.

– Mujer, Madre -dijo, desembarazándose del brete.

En un hilo de voz inaudible, el Presidente musitó:

– Qué problema…

Entre los reconocidos, los naturales y los de dudosa paternidad, el Hijo de Wari declaraba diez hijos aunque, en rigor, nadie de su entorno ignoraba que solamente había tenido dos: un varón y una hija. Pero durante su larga preparación, antes de llegar al poder, había aprendido de labios de su maestro y consejero, Xavier Huáscar Molina Viracocha, que nada conmovía al pueblo más que la muerte. Y, en efecto, el apotegma de su tutor le había dado sus frutos.


De todos los infortunios, la muerte es el que con mayor filo atraviesa los muros del alma, el que más acongoja y el que despierta mayor compasión hacia los deudos de la víctima fatal por parte del vulgo. El mandatario no debe disimular su dolor y habrá de dedicar a sus muertos las mayores pompas y los más elocuentes fastos, disponiendo cortejos funerarios públicos y compartiendo, de este modo, su congoja con el vulgo. En casos extremos de descontento popular y ante la inminencia cierta de grandes revueltas, con espíritu heroico debe el mandatario afrontar la posibilidad de destinar al altar del sacrificio alguno de sus seres más próximos y queridos, convirtiendo el descontento en compasión y su propio dolor en generoso martirio en pos de los superiores intereses de la Patria.


Antes de su primera asunción había recogido ocho niños al azar de la Casa de Expósitos de su provincia natal y los había anotado como propios con el auspicio del director del orfanato, quien luego habría de ser su Secretario de Minoridad. Fueron ocho dramáticos decesos y ocho felices alecciones nacionales sucesivas, ganadas con la mayoría absoluta de la compasión popular. Pero mientras se aproximaba la fecha de la Gran Elec ción, la que determinaría su enésimo mandato, el Hijo de Wari había notado dos hechos preocupantes: por una parte, las encuestas no eran del todo favorables y, por otra, había caído en la cuenta de que ya se le habían agotado los hijos destinados al sacrificio por la Patria. Desarmado, con la desesperación de quien mira desconsolado el tambor vacío del cargador de un revólver mientras ve acercarse al enemigo, el Presidente tuvo que tomar la determinación. Tenía que optar. Se vio en una dolorosa y peculiar decisión salomónica en la cual él era juez y parte; tenía que ser el propio Salomón y, a la vez, las madres en pugna representadas por su conciencia dividida. Pero, además, el hijo en disputa habría de ser uno de sus propios hijos biológicos. Sin embargo, se había dicho, él era más sabio, más justo y, sobre todo, más templado que el mismo Salomón. De modo que no habría de temblarle el pulso a la hora de blandir el sable de la imparcialidad para derramar la sangre de su sangre. Y así lo hizo.

2

Tendido en la reposera, el Hijo de Wari recordaba aquel lejano día en que se había visto obligado a intervenir en la providencia para cambiar el fatídico destino que, de otro modo, le hubiese deparado a la Patria.

Como correspondía a una determinación semejante, digna de los héroes, cercana a la de los dioses mitológicos, se imponía que el ofrendado al sacrificio fuese el primogénito. Como un Saturno famélico del favor popular, el Presidente decidió entonces devorar de un bocado, rápido e indoloro, la carne de su carne. En carácter reservado hizo llamar a su despacho de la Casa de Campo al Ministro de Interior y, en el monacal retiro de los jardines del Palacio, mientras caminaban entre los senderos de grava bajo el techo vegetal de los jacarandaes, el Presidente le hizo saber su resolución. No quería saber ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Tenía, sí, que ser una muerte épica y, sobre todo, profundamente conmovedora.

– Déjelo en mis manos, Madre -le dijo emocionado el Ministro, a la vez que abrazaba al primer mandatario, quien hacía ingentes esfuerzos por mantenerse impertérrito.

Una semana después de la conversación en la Casa de Campo y a un mes de la Gran Elección, el Presidente recibió la trágica noticia. Todos los diarios anunciaban la descomunal necrológica en letras del tamaño de la tragedia. La muerte había asestado un nuevo golpe al corazón presidencial. El pueblo, presa del desconsuelo y el azoramiento, lloraba al vástago del primer mandatario como se lloraría la muerte de un hijo propio. La Primera Dama, la madre, María de los Perros Amor, caminaba como una loca de aquí para allá queriendo convencerse de que todo aquello no era sino una pesadilla. Muda de espanto, nunca más, hasta el Día de la Ascensión, habría de poder pronunciar palabra. El Ministro de Interior no había salido de su despacho. Reunido con el Jefe de la Secretaría de Inteligencia, no hacían más que mirarse atónitos sin comprender qué había sucedido. El Presidente leía una y otra vez, aturdido y furioso, los titulares de los diarios:


HIJO DEL PRESIDENTE


MUERE ATRAGANTADO


CON HUESO DE POLLO


El Ministro de Interior tuvo que jurarle y perjurarle al Presidente que él era completamente inocente. El secretario de Inteligencia asentía intentando declinar cualquier responsabilidad, después de todo, él era un exquisito, un detallista, un verdadero manierista del magnicidio disimulado y así lo acreditaba su nutrido e impecable curriculum. ¿Cómo hacerle entender al Presidente que aquello había sido un simple y vulgar accidente? Si bastaba con haberlo visto comer; su hijo deglutía como un desaforado y casi no sabía usar los cubiertos, el pobre. El Ministro asentía cuando el Hijo de Wari vociferaba que no era aquella ya ni siquiera una muerte épica, sino, lisa y llanamente, una verdadera vergüenza familiar. El secretario de Inteligencia intentaba consolarlo convenciéndolo de que, después de todo, su hijo no había muerto en vano, que el pueblo estaba realmente conmovido, que había que pensar en el futuro.

Y, en efecto, el futuro habría de compensar la pérdida irremediable con un nuevo triunfo electoral.

Mirando la puesta de sol a través de sus lentes ahumados. El Hijo de Wari volvió a considerar su horizontal humanidad y no pudo evitar verse viejo. Su mujer, en cambio, quien reposaba a su diestra, se veía tan joven como el lejano día en que la conoció. Giró la cabeza hacia ella y, aprovechando que tenía los ojos cubiertos por una mascarilla protectora, la examinó con minucia. Tenía aquellas mismas piernas, largas y forjadas en el torno trajinado de los catres de un burdel de pueblo, el mismo vientre, terso y llano, la misma candidez en la mirada que el día en que la conoció. Él, en cambio, no era ni la lejana sombra de lo que fue.

El Presidente buscó al Ministro de Finanzas en la hilera de cabezas sucesivas.

– Tamburrini -susurró el Hijo de Wari.-Si, Madre, diga -contestó el Ministro de Finanzas, enderezando el torso.

– ¿Cuánto nos queda, Tamburrini? -preguntó el primer mandatario con desidiosa preocupación.

El Ministro se incorporó raudo y caminó entre las reposeras agachándose para murmurar al oído de los integrantes del gabinete. Entonces todos empezaron a hurgar en sus bolsillos y billeteras. El doctor Tamburrini se acercó al Presidente y dejó sobre el alzapiés de lona un amasijo de billetes arrugados debajo de un puñado de monedas a guisa de pisapapeles. El Hijo de Wari se levantó las gafas oscuras, miró aquel triste acervo que se amontonaba a sus pies, elevó la mirada hacia la cabizbaja figura del Ministro de finanzas y, por fin preguntó:

– ¿Esto es todo?

El doctor Tamburrini, viendo que su cabeza se negaba a asentir, se limitó a sonreír como un idiota. El resto del gabinete presenciaba la escena al borde del pánico. Entonces, ante el silencio general y frente a la sonrisa congelada del Ministro, el Presidente también sonrió. Y no solamente sonrió, sino que además ahora se reía con ganas.

– Entonces, ¿esto es todo lo que hay? -y el primer mandatario hundía la diestra en el montículo de billetes y los dejaba caer como una volátil cascada sin dejar de reírse.

El Ministro de Finanzas imitó las breves carcajadas del Hijo de Wari y, ante la distensión, el gabinete rompió en un coro de risas que, otra vez, termi-naron en un orfeón de carcajadas espasmódicas. Entonces el Presidente se puso de pie y, rojo de furia, maldijo a todos y cada uno de los miembros de su cohorte de imbéciles, maldijo su suerte y maldijo la hora en la que a alguien se le había ocurrido la maldita idea de la fuga. Y así, colérico y vociferante, arrojó el vaso al aire. El vaso se elevó, alcanzó su altura máxima, giró varias veces sobre su eje y cayó haciéndose trizas contra una superficie dura, plana y muy diferente de la arena. En ese mismo momento el Hijo de Wari ordenó:

– Hoy quiero cenar en Estambul.

Entonces aquel cielo diáfano, ese mar apacible y el sol rojo e inflamado del ocaso se diluyeron, de pronto, en la más absoluta negrura.

3

Hubo unos segundos de desconcierto. En el interior de aquella penumbra más oscura que la noche, acrecentada por el contraste de ese sol reciente que todavía destellaba en las retinas del gabinete, se escuchaban carraspeos y palabras dichas a media voz. Los Ministros y secretarios podían intuir una fantasmal presencia que recogía las reposeras y las plegaba haciéndolas sonar como tijeras. Los vasos tintineaban chocando unos con otros y los restos de cocos y piñas esparcidos en el suelo parecían agruparse y alejarse. De pronto se hizo la luz. Un rectángulo perfecto de luz blanca ocupó el lugar en el que antes acontecía aquel vivido paisaje marítimo. Desde las negras alturas se descolgaban ahora unos conos de luz que encandilaron a los miembros del gobierno e iluminaron a un par de ágiles ordenanzas que barrían y componían el pequeño caos de los restos tropicales. Detrás del gigantesco proyector que ahora fulguraba en un destello quieto y blanco, el Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, descargaba el rollo del carrete que giraba huérfano, y lo guardaba en una lata cuyo rótulo manuscrito rezaba: "Vista panor. Honolulú, cámara fija".

Cuando terminaron de barrer y despejar el piso del estudio, los mismos ordenanzas hicieron correr unos enormes paneles del fondo de decorado deslizándolos sobre unos rieles aéreos que los sujetaban. Los Ministros y secretarios, detrás de bambalinas, envueltos en toallones, se quitaban los trajes de baño y una vestuarista les alcanzaba los atuendos que habrían de vestir para la cena.


La misma noche en que el Presidente con sus doce apóstoles se habían evaporado en el cielo, tenían ya prolijamente preparada la que habría de ser su secreta y provisoria guarida. El Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, personalmente había reacondicionado los añosos y abandonados interiores de los estudios de Palatina Sono Film. El nuevo cuartel general del gobierno en las sombras era una verdadera ciudad en ruinas dentro de los suburbios también en ruinas. Ya casi nadie recordaba que allí, dentro del perímetro de aquella ciudadela, se habían gestado las más gloriosas páginas de la historia del cine. Los titánicos sets de filmación que otrora iluminaban el cielo con sus cañones de luces, eran ahora una sombra difusa entre la bruma suburbana. Parecían viejos hangares derruidos después de un bombardeo. Los imponentes letreros de bronce que en forma de sol naciente coronaban los dinteles de los estudios, ahora colgaban desvencijados al arbitrio del viento. La rampa de acceso al edificio:entral, allí donde se detenían los interminables Impalas, los radiantes y fabulosos Cadillac desde cuyas muertas asomaban pantorrillas interminables envueltas en medias de red, aquel suelo hecho de mármol Y alfombra que una vez había pisado la mismísima Rita Hayworth, se había convertido en un delgado pastizal entre la grava que se perdía en un campo a merced de los perros hambrientos. Los espléndidos salones que circundaban el auditorio quedaron despojados del techo, y los pisos habían sido devorados por una alfombra vegetal donde pastaban los caballos de los cartoneros junto a las columnas dóricas que ya no tenían nada que sostener. En aquellas terrazas donde, en las noches de verano, bailaban las estrellas bajo las estrellas, ahora no sonaba otra música más que el lamento lobuno del viento. Desde el cierre definitivo de los estudios de Palatina Sono Film nadie, salvo las vacas, los caballos y los perros, se había atrevido a transponer los alambrados. Se decía que el predio de los antiguos estudios era el purgatorio de los astros muertos, que bajo los tinglados de los viejos sets se paseaban las sufrientes almas de los comediantes condenadas a interpretar sus peores papeles, sus actuaciones más lamentables, que por las noches se oía a una claque espectral que alternaba aterradoras carcajadas con horripilantes lamentaciones.

Aquella ciudadela oculta y olvidada contenía dentro de sí todas las ciudades del mundo. Aquí y allá podían verse apolillados telones que reproducían el Big Ben envuelto en la bruma londinense, los grises tejados parisinos con el fondo de una Notre Dame reconocible pero distinta, alucinada, el puente de Brooklyn delante de una Nueva York onírica y borrosa, la Fontana di Trevi recortada contra el fondo imposible del Coliseo, la calle de Alcalá hecha con una improbable arquitectura catalana, los morros de apariencia prehistórica de Río de Janeiro junto a una Acrópolis marmórea y flamante, como si acabara de ser construida. Y ciudades quiméricas e inverosímiles. Ciudades que jamás existieron. Ciudades que se dirían narradas por Marco Polo.

El Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, descubría cada rincón de los estudios con la misma sorprendida excitación de un arqueólogoque acabara de internarse en una cripta nunca antes explorada. Con su índice tembloroso de emoción, removía las gruesas capas de polvo que conservaban intactas las reliquias de la edad de oro del cine. Viejas moviolas manuales que todavía contenían en sus carretes miles de fotogramas que jamás habían sido puestos en pantalla. Archivos repletos de películas íntegras de las que nunca nadie tuvo conocimiento. Podía reconocer los decorados correspondientes a tal o cual escena memorable del blanco y negro, los vestuarios completos e inmaculados que vistiera esta o aquella luminaria olvidada o perdida en el Olimpo de la nostalgia. Y a medida que se internaba en aquellos elíseos galpones fantasmales de la añoranza, en un silencio solamente interrumpido por el eco de sus pasos, se dijo que no podía haber elegido un lugar mejor para levantar el cuartel general del gobierno en las sombras.


*****

(Afuera, mientras tanto, ajenos por completo al misterioso destino de Su Excelencia, esperábamos el día de Su regreso. Mirábamos caer la lluvia incesante del agobio a través de los vidrios empañados con el aliento acre del desaliento. Contábamos las exiguas monedas que nos habían dejado los tiempos añorados y volvíamos a esconderlas debajo del colchón de astenia en el que nos hundíamos como en un foso sin fin. Sumidos en aquel domingo sin pausa, nos resistíamos a comprender que el lecho pringoso que se pegoteaba a nuestras espaldas no era el fondo del abismo, que siempre era posible estar más y más abajo. Como las crías de los buitres, abríamos el pico de par en par hacia el cielo esperando que cayeran las migajas de la fiesta. Con eso nos bastaba para conformarnos. Echados en la hamaca pendular de la resignación, no atinábamos a otra cosa que a rascarnos el culo escaldado por el letargo. Igual que el nuevo Presidente, aquel espantajo durmiente al que le colgaban las babas desde las comisuras de los labios mientras saqueaban lo poco que quedaba del Palacio de Gobierno, asistíamos impávidos al desvalijamiento de nuestras propias casas: sin llamar a la puerta entraban los acreedores de deudas que nunca habíamos contraído y frente a nuestros somnolientos ojos intentaban vaciarnos los bolsillos desfondados de los sacos y los pantalones diezmados antes por las polillas. Nos tomaban de los tobillos y nos sacudían cabeza abajo sin conseguir que se nos cayera más que la leve caspa de la indigencia. Entonces, igual que al nuevo Presidente, nos metían una pluma entre el índice y el pulgar y, moviendo nuestra diestra parapléjica, nos hacían firmar el conforme mientras cargaban con los muebles y nuestros pocos enseres. Habíamos aprendido a construir nuestra dicha con el amargo adobe de la desdicha ajena. A mandíbula batiente, los muertos nos reíamos ante el paso aturdido de los degollados que llevaban la cabeza bajo el brazo, los rengos hacíamos alarde de destreza bailando en una pata frente a los paralíticos, los miopes nos jactábamos ante los tuertos y los tuertos batíamos nuestro cetro real frente a las cuencas vacías de los ojos de los ciegos. Y así, mientras esperábamos el anhelado regreso de Aquel que se había perdido entre las nubes de la gloria, hincábamos el diente voraz en la carne magra de nuestros propios dedos.)

4

Desde la cabecera de la mesa del restaurante del Hotel de los Sultanes, en el centro de Estambul, el Presidente podía ver a su derecha los seis alminares de la mezquita de Sultanhamed rasgando las nubes y a su izquierda los cuatro minaretes de la iglesia de Santa Sofía. Protegido a diestra y a siniestra por Alá y por Nuestro Señor respectivamente, Su Excelencia experimentó un súbito vendaval de divinas bendiciones. Las distintas religiones no constituían para su alma cotos antagónicos; al contrario, las concebía como una cifra única derivada de la suma de todas.Era cristiano entre los cristianos, mahometano entre los musulmanes, hebreo entre los judíos, budista entre los lamas; en fin, había renegado de todas las religiones para poder adherir, según lo requirieran las circunstancias, a cualquiera. Como quiera que fuese, ataviado con una túnica blanca y un quepis turquesa bordado con hilos de oro, el Hijo de Wari sintió que un hálito sagrado le confería una señal de buenos augurios. Y en verdad necesitaba confiar en el destino. Habían sido sólo dos días de convivencia con su gabinete y su esposa y creía que no habría de soportarlo ni un minuto más. Y menos aún bajo las actuales condiciones, que no le dejaban otra alternativa. Quién podía saber hasta cuándo habría de durar aquel curioso destierro alrededor del mundo, o mejor dicho, del mundo alrededor de su atribulada persona. Durante la cena en las terrazas del Hotel de los Sultanes, bajo una luna menguante que se confundía con las repetidas lunas que coronaban las cúpulas bizantinas, el Presidente hizo un rápido recuento de los acontecimientos que lo habían obligado a dejar el poder perdiéndose en las alturas.

Todo había sido perfectamente planeado. Pero algo había salido mal. Habían estado cerca, muy cerca de encontrarse con los 8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.

181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.

263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.

millones con cuarenta y siete centavos, que, no sin esfuerzos, habían sabido ganarse en pago a los servicios por ellos prestados a la Patria. Había sido un minucioso trabajo que les había demandado años. Y ahora, habiendo acariciado durante tanto tiempo el ansiado momento de repartir el tesoro amasado a fuerza de imaginación, contratos, prebendas, favores, concesiones, privatizaciones, enajenaciones, licitaciones y hasta pequeños e involuntarios actos de cleptomanía, veían cómo el ansiado botín se les escabullía como agua entre las manos. Todas las noches de todos los días de todos los años de todos los lustros desde que había asumido, el Hijo de Wari no soñaba con otra cosa: repartir el botín y no tener que ver ni un día más ni a su mujer ni a su cáfila de Ministros y secretarios. Pero lo más angustioso era que la suma estaba casi al alcance de la mano. Aunque algo había fallado. Desde el día en que se constituyó como gobierno, aquel grupo ahora perdido en una ciudad fantasma, no había sido otra cosa que un conjunto de almas desconfiadas las unas de las otras. Por eso se vieron obligados a establecer un pacto para que ninguno, llegado el caso, tuviese la tentación de acceder a los cien años de perdón. El botín habría de ser depositado en las ciegas arcas de la imparcial y lejana tierra de los cantones. Todos los miembros del gabinete y, desde luego, el matrimonio presidencial, serían titulares bajo la discreción de sendos pseudónimos. Pero, para la absoluta tranquilidad de todos y cada uno, el número secreto de la cuenta habría de constar de treinta y nueve dígitos. Cada miembro sabría sólo tres números clave que constituían, cada uno, una treceava parte del número total y, además, un número de orden. Así, por jemplo, 769-1 significaba que los primeros tres núme-os eran el siete, el seis y el nueve. De modo que, sa-)iendo cada quien su cifra, ninguno podía aisladamen-e llegar a establecer la cifra completa. Es decir, la única brma de componer el número de la clave secreta sería que, a la hora de cobrar el anhelado botín, estuviesen presentes todos los titulares. Pero, por alguna extraña razón, el doctor Orestes Morse Santagada había resuelto abandonarlos. El Hijo de Wari maldijo el el desgraciado día en que había sacado de la cárcel de la intendencia a ese estafador de poca monta.

5

A las nueve en punto de la noche, desde todas las mezquitas de Estambul llegaron los innumerables cantos de los imanes que llamaban a los fieles a rezar. El Presidente, que todavía no había terminado el postre, se levantó de la mesa, calculó rápidamente en qué dirección se hallaba la Meca y, de frente a la Mezquita Azul y apuntando su retaguardia hacia Aya Sofía, se arrodilló y, con la cabeza entre ambos brazos, inició unas oraciones espasmódicas, pronunciadas en un murmullo altisonante pero ininteligible. Rezaba conuna devoción tal que aquello no parecía un ruego sino más bien una suerte de encendido reproche, como quien exigiera el respeto a un acuerdo. Y en verdad, Su Excelencia no tenía la costumbre de pedir. El Hijo de Wari ni siquiera dialogaba; a lo sumo y, sólo si el interlocutor estaba a la altura, pactaba. Es más, se diría, a juzgar por el tono presidencial, que estaba conspirando. Lo cierto es que, después de unos momentos de vacilación y desconcierto, los miembros del gabinete imitaron a su jefe y, retirándose lenta y silenciosamente de la mesa, se echaron a rezar cuerpo a tierra. Cuando por fin se fueron acallando los cantos de los imanes, el Presidente se incorporó, giró sobre su eje, miró hacia la cúpula de la iglesia de Santa Sofía y, de pie como estaba, se persignó y ahora, de frente al Dios de los cristianos, parecía decir: "Quizá en otro momento tengamos que volver a hablar".

Cuando el Hijo de Wari ocupó otra vez la cabecera de la mesa, los Ministros se incorporaron y, tímidamente, volvieron a sus asientos. Siempre había creído que conocía a cada uno de los miembros de su gabinete como a la palma de su mano. Pero desde el día en que las líneas del destino habían decidido abandonar su venturosa estrella, todo le resultaba ajeno e indescifrable. Se decía que si el más fiel de sus colaboradores, aquel que había sido su compañero de celda, el doctor Orestes Morse Santagada, La Morsa, había podido traicionarlo, qué podía esperar de aquellos a quienes él ni siquiera había nombrado en sus cargos.

6

Vistos de frente y de perfil en el volátil prontuario de la memoria, en los archivos escritos con la cinta gastada de la Olivetti de la desidia, siempre condenados a las telarañas del olvido, los miembros de la cohorte de Su Excelencia presentaban las siguientes señas:


APELLIDO Y NOMBRES: Tamburrini, Sabatino Sixto.

ALIAS: La Pelada.

SEÑAS PARTICULARES: Redondo, visto de frente y de perfil; a contraluz, no se notaría la diferencia.

OCUPACIÓN: Ex Secretario de finanzas durante el mandato de la junta militar presidida por el general Grondona, ex director del Banco de la República bajo el mando de la junta militar conducida por el almirante Zaranga y Hobbes, Ministro de Finanzas en el período de gobierno de la junta militar a las órdenes del general Balín. Impulsor de la campaña oficial contra la pobreza "Muerto el Perro, Muerta la Rabia ". ANTECEDENTES: Denunciado como autor intelectual del operativo que desmanteló, a fuerza de topadoras, el barrio Virgen Santa, lindero al Paseo del Retiro, barriendo con las máquinas las casillas de cartón con sus habitantes dentro, en el marco de la campaña contra la pobreza Muerto el Perro, Muerta la Rabia ". Absuelto.

ULTIMO TRABAJO: Ministro de Finanzas.

PARADERO: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Kalpakián Martínez, Juan.

ALIAS: El Gran Mogol.

SEÑAS PARTICULARES: Calva prominente,gran cicatriz en la superficie craneana.

OCUPACIÓN: Campeón Nacional de Lucha Grecorromana, Campeón Mundial de

Lucha libre. Retirado del deporte profesional, formó la troupetelevisiva Los Colosos de la Lucha.

ANTECEDENTES: Procesado por la justicia en la querella que le iniciaran los miembros de la troupe por falta de pagos y estafa, regresó de la clandestinidad una vez prescripta la causa. Condenado en otro proceso por agresión reiterada y lesiones graves a su ex esposa e hijos, el tribunal dispuso que le fuera practicada la lobotomía.

ULTIMO TRABAJO: Secretario de Minoridad.

PARADERO: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Siam, Torcuato de las Marías.

ALIAS: El Profesor.

SEÑAS PARTICULARES: Ano contra natura.

OCUPACIÓN: Empresario en las áreas de transporte y turismo, fue fundador de

la compañía Transandina La Mula. Director de la Oficina de Migraciones durante el gobierno de la junta militar presidida por el general Grondona.

ANTECEDENTES: Denunciado por transporte de inmigrantes indocumentados, adulteración y venta de documentación falsa. Según constaba en la causa, después de

ingresar a los inmigrantes los denunciaba y recibía del Estado el importe por los servicios de repatriación. Absuelto.

ULTIMO TRABAJO: Ministro de Asuntos Exteriores.

PARADERO: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del

Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: San Miguel, Ubaldo Matilde

ALIAS: El Chancho.

SEÑAS PARTICULARES: Tatuaje en parte íntima que reza: "Codetas", o bien, "Colgate de esta y hace piruetas". Ocupaciones: Conductor de transporte colectivo, más tarde ascendido a inspector. Delegado gremial y luego dirigente sindical de la agrupación, llegó a ser empresario en el área de transporte y turismo. Socio de la compañía Transandina La Mula. Antecedentes: Robo a mano armada, portación de armas de guerra, heridas múltiples con arma blanca en reyerta, estafa reiterada, falsificación dedocumento público. Absuelto en todas las causas.

ULTIMA OCUPACIÓN: Ministro de Trabajo.

PARADERO: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del

Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Arguello, Nancy Viviana.

ALIAS: La Coca.

SEÑAS PARTICULARES: Ya no se le notan a causa de múltiples y reiteradas intervenciones plásticas. Ocupaciones: Preceptora del Colegio de las Adoratrices del Divino Rostro, autora del poemario "Y le vimos la cara a Dios", profesora de música. Funcionarla a cargo de la Subsecretaría de Minusválidos, instrumentó las campañas de Integración del Sordomudo y el Hipoacúsico en los programas oficiales zonales "Te escucho" y "A palabras necias…".

ANTECEDENTES: Denunciada por sumisión a esclavitud, abuso deshonesto y explotación de minusválidos. Absuelta.

ULTIMO TRABAJO: Ministra de Salud y Acción Social.

PARADERO: Desconocido. Fue vista por última vez sobrevolando la cúpula del

Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Cohén, Carlos Raskolnikov.

ALIAS: Pequeño.

SEÑAS PARTICULARES: Pequeña ablación de pequeño prepucio.

OCUPACIONES: Abogado. Secretario de Juzgado Correccional. Propietario de

establecimiento de alimentos cárnicos. Juez de Tránsito, Juez de Contravenciones Urbanas, Diputado Nacional.

ANTECEDENTES: Falsificación de certificado kosher en carnes y embutidos. Absuelto.

ULTIMO TRABAJO: Ministro de Interior.

PARADERO: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del

Parlamento.

APELLIDO Y NOMBRES: Santa Marina, Gregorio Félix.

ALIAS: La Garza.

SEÑAS PARTICULARES: Ninguna.

OCUPACIONES: Titular de la Corporación Santa Marina. Abogado. Profesor de Derecho Constitucional. Redactor de la proclama "Abolir la Constitución para preservar la Constitución o Muerto el Rey, viva el Rey o Comunicado Número Uno", del alzamiento militar encabezado por el general Grondona. Redactor del manifiesto " La Fuerza del Derecho y el Derecho de la Fuerza o Todos Contra la Pared " que sirviera de constitución provisoria durante el gobierno del almirante Zaranga y Hobbes. Autor de la declaración "Bases Para la Reorganización Nacional o El Que Se Mueve es Boleta", que proclamara la junta militar al mando del general Balín. ANTECEDENTES: Expedientes extraviados.

ULTIMO TRABAJO: Ministro de Justicia. Paradero: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Me Donald, Francisco.

ALIAS: Pancho.

SEÑAS PARTICULARES: Le sobra una lente o le falta un ojo.

OCUPACIONES: Novelista, historiador, propietario de flota de taxis. Autor de las novelas "Se va el caimán", "Cachurra montó a la burra", "Canilla Libre" y "El regreso del caimán".

ANTECEDENTES: Denunciado por no haber cometido, aunque más no fuera, plagio.

ULTIMO TRABAJO: Ministro de Educación y Cultura.

PARADERO: desconocido.Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: Berti, Adolfo Benito.

ALIAS: Tambor de Tacuarí.

SEÑAS PARTICULARES: No puede flexionar el dedo mayor de la mano derecha.

OCUPACIONES: Encargado de seguridad personal del Dr. Félix Gregorio Santa

Marina. Gerente de ventas de la Corporación Santa Marina.

ANTECEDENTES: Jefe de la agrupación Alpargatas Sí, Libros No y del grupo de choque Acción Antijudaica. Más tarde comandante del Ejército Popular Revolucionario. Responsable del operativo de secuestro del Dr. Félix Gregorio Santa Marina, liberado a cambio del pago de 9.074.304.041.444.145 millones de Coronas. Condenado a cadena perpetua por secuestro y homicidios múltiples, fue dos veces amnistiado.

ULTIMO TRABAJO: Secretario de Inteligencia del Estado.

PARADERO: Desconocido Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


APELLIDO Y NOMBRES: García Ferrer, Nicasio.

ALIAS: Torniquete. SEÑAS PARTICULARES: Pecho hundido.

OCUPACIONES: Maestro mayor de obras. Secretario de Obras Públicas del gobierno del almirante Zaranga y Hobbes. Impulsor de los planes de Reducción de Redes Viales, Erradicación y Prevención del Tranvía, Programa de Recorte de Recorridos Subterráneos y de la campaña "Llegue Vivo, Viaje en Colectivo". Titular de la Corporación de Transporte Colectivo Urbano. Propietario de la Empresa de Transporte Colectivo García Ferrer. Socio de la compañía Transandina La Mula.

ANTECEDENTES: Denunciado como autor intelectual de atentados múltiples contra convoyes metropolitanos y sabotaje contra estaciones de subterráneos. Absuelto. ULTIMO TRABAJO: Ministro de Transporte y Obras Públicas. Paradero: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento.


Las fichas correspondientes al Secretario de Medio Ambiente y al de Defensa se presume que fueron destruidas en el incendio accidental que se declarara en la Fiscalía Nacional junto con las fojas del caso por el que se los investigaba a causa de su presunta participación en el incendio intencional que destruyera las oficinas de la Fiscalía Provincial que tenía a su cargo el esclarecimiento del incendio accidental que calcinara el despacho de la Fiscalía Mu nicipal que intentaba esclarecer el incendio accidental que acabó con la vida del fiscal que llevaba la investigación de cierto caso que ya nadie recuerda.

7

Él, que había besado tres veces el anillo del Sumo Pontífice; Él, que se había reunido incontables veces a jugar al dominó, como lo hiciera con un amigo, con el Rey de España; Él, que había recibido en su campo de golf al Presidente de Todas las Américas; Él, que había paseado en su propia Masserati al Sultán de Persia; Él, que había honrado, cantándole a capella coplas y carnavalitos, al mismísimo Mick Jagger en sus estudios de grabación; Él, que se había reunido con la Reina de Inglaterra; Él, que se había enfrentado cara a cara, hasta casi tomarse a golpes de puño, con los anacrónicos tiranos rojos que habían sobrevivido al período jurásico de la Revolu ción de Octubre; Él, que había brillado con luz propia en todos los foros internacionales; Él, iluminado con el halo dorado de los elegidos, mientras cenaba en aquella Constantinopla fuera de foco, se preguntaba si era justo tener que sobrellevar ese calvario de celuloide y cartón pintado, con aquella triste cáfila de delincuentes de baja ralea, con esa troupe de lamentables bufones. Él, que había pasado dos días con sus noches en el harén del Palacio de Sualtanhasan con las cuarenta mujeres del Emir de Jalhabad; Él, que se jactaba de haber conocido, en el más bíblico de los sentidos, a las más deslumbrantes estrellas de Hollywood en sus faraónicas alcobas de Beverly Hills, se lamentaba en silencio del infortunio de tener que cohabitar, otra vez, con la Primera Dama, María de los Perros Amor, tan decorativa, tan escenográfica como la ambientación bizantina de los muros de cartón piedra que se levantaban frente a sus ojos.

Había sido su tutor y consejero, Xavier Huáscar Molina Viracocha, quien ideó el plan de fuga hacia los cielos. Nadie había visto nunca al consejero del Presidente. Nadie le conocía la cara y muy pocos sabían de su existencia. El consejero era un oráculo sin rostro. No tenía despacho oficial, ni estudio privado. No percibía honorarios ni participaba de las reuniones de gabinete. Nadie sabía qué vínculo unía a Su excelencia con aquel misterioso asesor en las tinieblas. Nadie había oído su voz. Jamás se lo vio ingresar a la casa de gobierno. Inclusive aquellos pocos que habían oído hablar de Él, dudaban de su existencia. Nadie sabía ni en qué momento ni en qué lugar se reunía el Presidente con su consejero. Ni siquiera el Jefe de Inteligencia había podido establecer el paradero del enigmático ayo del primer mandatario. Sabían, sin embargo, que el Presidente no tomaba una sola decisión sin consultarlo. Se llegó a decir que el oscuro consultor no tenía una materialidad unívoca, que era visible sólo a los ojos de Su Excelencia, en fin, se tejían las más descabelladas conjeturas en torno a la identidad del mentor de las resoluciones oficiales.Lo cierto es que el Presidente había sido sorprendido en las más insólitas situaciones. El Ministro de Interior juró haberlo visto en animado diálogo con un sapo en su propio despacho. El edecán aseguraba que pudo presenciar cómo el Presidente hablaba con el busto marmóreo del General Pontevedra y, lo más desconcertante, que fue testigo del largo monólogo que, en respuesta, le diera la estatua moviendo sus labios pétreos. Incontables veces fue visto por los ordenanzas discutiendo acaloradamente con el retrato del Virrey Gallardo, con el cuadro del caudillo Manuel de la Zarza o con la pequeña gárgola de la fuente del Jardín de la Palmera. Todos los testimonios son coincidentes en un punto: sea quien fuere el eventual interlocutor, por lo general un objeto o un animal, en tales circunstancias, el Presidente hablaba en su idioma original, el aymará.

Cierto era que el primer mandatario siempre llevaba consigo un anotador que, día tras día, iba poblándose de máximas y aforismos, de preceptos y estratagemas, de sentencias y apotegmas relacionados todos con la sabiduría en el manejo de los asuntos de Estado que, se sospechaba, le habían sido dictados por su invisible consejero. Quienes a hurtadillas o de reojo pudieron leer algunas anotaciones, se encontraron con pensamientos tales como:


El mandatario siempre ha de tener presente que el vulgo, de voluntad tan voluble como predecible,puede ser igualmente proclive al melodrama y los sentimientos de piedad como la épica y los actos más inhumanos. Puede conmoverse hasta las lágrimas ante la muerte de un inocente y al día siguiente regocijarse como un animal carnicero ante el escarnio público de un reo. El mandatario debe saber aprovechar esta volubilidad a su conveniencia atrayendo hacia sí los sentimientos de compasión y piedad, y los de odio e ira hacia sus enemigos.


No constituye obstáculo alguno para la consecución del favor popular que el mandatario se enriquezca a expensas de su cargo. Esto no obra en desmedro de su prestigio ni credibilidad siempre que el vulgo perciba que su enriquecimiento es justo y merecido, pues no lo ha de considerar como malhabido sino una suerte de cobro por los servicios prestados al bien común. El pueblo ha establecido un claro apotegma: "Que robe pero que haga", demostrando de esta manera su propensión aprestarse como cómplice del mandatario cuando percibe esto como un beneficio propio, y como víctima cuando no. El mandatario deberá persuadir al vulgo de que si no es apto para enriquecerse él mismo, no lo será, tampoco, para enriquecer a sus conciudadanos. Cuanto más rico y ostentoso se muestre el mandatario, tanto más respeto obtendrá de la plebe. El vulgo se sentirá indignado ante la corrupción oficial en la misma medida en que se sienta excluido de ella. Si en cambio conserva la ilusión de que el fraude habrá de beneficiarlo, preferirá guardar un silencio colaborador, como sucede en los cotejos deportivos ante un fallo injusto pero que beneficia a los de la propia bandería.


Si las circunstancias políticas han excedido por completo las posibilidades de que el mandatarío se mantenga incólume, si acaso los vaivenes del manejo público se han tornado insostenibles, no debe permitir el gobernante que los escombros de la catástrofe se desplomen sobre su persona. Lo más aconsejable, por duro que pueda parecer, es aplicar una cauta retirada dejando que el peso del desastre recaiga sobre su enemigo. Sin embargo el alejamiento no debe parecer un acto de pusilanimidad ni de desidia ni de renuncia ni, mucho menos, de pánico. Al contrario, el mandatario deberá retirarse de un modo magnánimo, lleno de gloría y victoríoso, de modo que el vulgo lo recuerde con adoración y proclame la necesidad de su regreso.


Fue, exactamente, la justa combinación de estos tres consejos lo que había decidido la insólita partida del Presidente y sus Apóstoles a perderse en las misteriosas alturas de los inolvidables.

8

Había sido una retirada magnánima, gloriosa, digna de un Mesías y no había requerido mayores artificios que los que podría aplicar un mago de mediana astucia. Por otra parte, en efecto, su aletargado sucesor veía cómo se desplomaban los escombros del desastre sobre la ruinosa madriguera del despacho donde hibernaba, durmiendo sobre los marchitos laureles de la desidia. El estado de las finanzas públicas se resumía en la triste imagen de las puertas abiertas del Tesoro Nacional que ahora albergaba en su interior a las familias de los empleados despedidos. Los balances oficiales eran una larga suma cuyas cifras se apilaban en la roja columna del Debe dejando el Haber en la más absoluta orfandad. La gente recordaba a Su Excelencia con la misma añoranza con que se recuerda la juventud perdida, con la misma nostalgia que tiñe al pasado con la ilusoria impresión de que ya nada volverá a tener ese dorado resplandor de los viejos y buenos tiempos. Las vacas flacas del pasado parecían, a la luz de los posteriores acontecimientos, gordos y saludables terneros que se ofrecían generosamente a los nuevos apetitos, rayanos con el hambre. Todos esperaban el regreso de Su Excelencia con la misma devoción con que se espera la vuelta de El Salvador. Por otra parte, siguiendo el sabio consejo acerca del necesario enriquecimiento del mandatario, el Presidente consideraba que el generoso botín que lo esperaba en las lejanas tierras de los cantones era dinero suficiente para sobrellevar el tiempo de misteriosa ausencia durante el cual habría de forjarse el bronce del mito y preparar el más triunfal de los regresos y entonces sí, habría de quedarse para siempre investido con todos los atributos, prerrogativas, honores y facultades con las que se corona a un rey. Desde el día de su asunción hasta la noche de la Ascensión, el Hijo de Wari no albergó esperanza más alta que la de fundar una nueva y majestuosa monarquía.

El Presidente se preguntaba con más amargura que indignación el porqué de la traición de su único amigo en el gabinete, el doctor Orestes Morse Santagada. Sin su presencia, la posibilidad de encontrarse con el anhelado botín se escurría como el agua entre los dedos. ¿Qué motivos habría de tener para renunciar a la gloria eterna? ¿Por qué él, justamente él, su compañero de celda, su cómplice y guardián de los más recónditos e inconfesables secretos, había decidido desertar hacia el bando de los infelices, de los fracasados, de los perdedores? ¿Por qué esa súbita vocación de perro del hortelano que lo llevaba a abjurar de la más holgada de las riquezas, arrastrando a sus compañeros a su mismo desgraciado destino? Pero lo más desesperante del caso era la posibilidad de que se le ocurriera hablar.La posibilidad de que, frente al acoso de la justicia, de la prensa y de la indignación popular su ex Ministro se resolviera a revelar el secreto de la fuga, aterraba al Presidente. Pero, en el fondo de su corazón, el primer mandatario albergaba la esperanza de su inminente llegada. Esperaba verlo atravesar el portón de los estudios de Palatina Sono Film y confirmar, de una vez, que todo había sido un malentendido, que jamás habría de traicionarlo y entonces se estrecharían en un abrazo tan prolongado como la historia que los unía.

Pero hasta que ese momento llegara, el plan finamente fabricado por su anónimo consejero parecía condenado a zozobrar.

9

Era noche cerrada en Estambul. El Presidente, su mujer y su gabinete miraban la borra de café adherida al fondo de sus tazas, intentando descifrar los albures que el destino habría de depararles. Entre las caprichosas formas oscuras que teñían la delicada porcelana de los tiempos de los otomanos, todos creían ver con meridiana claridad el inconfundible rostro del doctor Orestes Morse Santagada.

– No se aflija, Madre -intentaba consolar el Ministro de Interior-, ya va llegar, no se preocupe.-;

Y si no llega?

– No piense en eso, Madre, La Morsa sería incapaz…

– Pero, ¿y si no viene?

– Algo se nos va ocurrir, Madre.

Todos sabían qué significaba aquella frase, "algo se nos va a ocurrir", en boca del Ministro de interior. Nadie ignoraba que aquellas palabras eran el prólogo de una sentencia. Y, habida cuenta de que la existencia misma del doctor Orestes Morse Santagada se había convertido en una amenaza, era hora de empezar a preguntarse si su existencia era conveniente.

"Algo se nos va ocurrir" había dicho también el Ministro de interior ante las investigaciones de cierto periodista que, con la insistencia de una mosca, se obstinaba en meter sus narices en los negocios oficiales; "algo se nos va ocurrir", sentenció antes de que apareciera colgado del mástil del periódico que lo empleaba, con la boca repleta de artículos que llevaban su propia firma. Algo se nos va a ocurrir, había pronunciado el Ministro, días antes de que el fiscal que investigaba el caso del periodista apareciera haciendo la plancha en el río. "Algo se nos va ocurrir", dijo el doctor Cohén, justo el día en que cuatro testigos de la causa del fiscal aparecieran convertidos en una brochette humana, empalados como en una carbonilla de Goya. "Algo se nos va ocurrir", declaró en un suspiro el funcionario, durante la madrugada previa a la noche en que, accidentalmente, se prendiera fuego el juzgado en el que obraba la causa y se quemaran los expedientes, las pruebas y, por cierto, todos los empleados incluido el juez.


Existen Estados que reservan para sí la potestad sobre la vida o la muerte de los subditos. Así como velan por la vida de los ciudadanos honorables, tienen la atribución de suprimir la de aquellos que emponzoñan los cimientos de las normas del propio Estado. La justicia tiene como función superior, no ya la consecución del bien del soberano, sino, antes, la preservación en el tiempo del funcionamiento del mismo Estado que determina todos los vínculos sociales. Consecuentemente, la condena a muerte no puede considerarse un crimen, sino, al contrario, la defensa más elocuente contra el propio crimen. Y, en estos casos, quienes deciden en nombre del Estado son hombres: abogados, fiscales, simples ciudadanos y jueces. Suelen ser largos y tortuosos procesos que, en muchos casos, están tan cerca de la justicia como de la injusticia. El gobernante, como ejecutor y garante de los designios superiores del Estado, no puede despojarse de la herramienta que suprime, de raíz, a quienes atenten contra él. La única diferencia entre la condena a muerte y el homicidio surgido del interés político es que la primera se celebra a la luz pública y el segundo se decide y se ejecuta en secreto. Por lo demás, no existen diferencias por cuanto no interviene la voluntad divina.En el homicidio por interés político, la supresión del "reo " debe ser tan brutal e indisimulada que, por su misma torpeza, no pueda ser atribuida al sospechoso natural, es decir, el gobernante. Ha de aparecer a los ojos públicos como una burda patraña urdida por la oposición con el propósito de inculpar al principal sospechoso, esto es, el gobierno.


Sin embargo todos sabían que, en el caso del doctor Orestes Morse Santagada, tal sentencia era inaplicable: si algo llegara a ocurrirle, habría de llevarse a la tumba la clave para acceder al botín. Tan perfecta era la estratagema del Presidente que, en virtud de su misma exquisitez, peligraba ahora su eficacia. Contra sus voluntades tenían que cuidarse los unos de los otros. Tenían que ser cautos para evitar que, accidental e involuntariamente se escapara de sus bocas la cifra clave. Se veían obligados, a su pesar y por mucho que fuera el odio que se prodigaran, a protegerse y mantenerse unidos tanto en la salud como en la enfermedad, como un matrimonio fundido en el crisol de la conveniencia.

Esperaban en forzada armonía, ocultos en aquella Hollywood olvidada, la consolidación del mito para volver, resucitados, desde el Reino de los Cielos y fundar así el gran reino en la Tierra.

Aunque por el momento no contaran más que con un puñado de monedas en una pequeña patria hecha de cartapesta.La luna se había ocultado por completo tras la cúpula semicircular de la Mezquita Azul. Habiendo dado por concluida la cena en Constantinopla, el Presidente creyó oportuno recordar que, por la mañana, habría desayuno de trabajo. Contempló por última vez los restos del hipódromo romano que se extendían frente al hotel y pidió que le encendieran un narguile con tabaco frutado. Envuelto en la nube de humo que olía a manzana, ingresó en un grato sopor que lo liberó de sus recientes preocupaciones.


****

(Afuera, mientras tanto, esperábamos su regreso escudriñando el cielo a través de las lagañas secas que nos mantenían los párpados apenas separados como para sostenernos en vigilia pero, a la vez, tan pegados que casi no podíamos ver, sumergidos en aquella duermevela en la que permanecíamos, equidistantes, a un palmo de la vida y otro de la muerte pero en un territorio ajeno a ambas, fluctuando en ese purgatorio entre la nada y la nada, ardiendo en el fuego destemplado de la abulia, sintiendo en el cuero cabelludo el paso moroso de los piojos del abandono que nos iban comiendo poco a poco el seso de la voluntad y nos dejaban seco el cacumen del entendimiento, y asistíamos a nuestra propia ruina con la sonrisa congelada del cretino. Cultivábamos la lástima con escrúpulo. Nada nos provocaba un placer más dulce que lograr que se compadecieran de nuestros pesares. Exhibíamos nuestras miserias, mostrábamos las cicatrices y las excrecencias, las llagas abiertas y la carne mórbida de la septicemia. Y, con simétrica curiosidad, nos regodeábamos viendo las pilas de cadáveres dejados tras los terremotos, secretamente nos deleitábamos ante el llanto desconsolado de quienes veían como sus casas eran arrastradas por el río desbocado de la Modernidad. Entonces ofrecíamos nuestro hombro piadoso para que las lágrimas del doliente regaran el campo yermo en el que cultivábamos la dulce flor de la amargura. Llevábamos en el cuello la marca bífida de los dientes del vampiro de la execración. Como Lázaros de las tinieblas, nos levantábamos de nuestras tumbas hechas con la madera del naufragio y buscábamos el pescuezo inmaculado de aquellos que todavía conservaban el único patrimonio de sus anhelos; acechábamos desde las sombras y, surgidos de la nada, nos abalanzábamos sobre la lujuriante yugular de los que aún guardaban el hálito tibio de la vida. Entonces, pálidos e inertes, convertidos en uno más de nosotros, muertos en vida, recibíamos con júbilo a las nuevas huestes de las profundidades. Apestábamos.)

10

El gabinete en pleno, con la obvia excepción del doctor Orestes Morse Santagada, ya se había sentado a la mesa oval del despacho presidencial, improvisado para la ocasión. El asunto a tratar era, justamente, el caso del Ministro desertor, de cuya ausencia daba cuenta la silla vacía a la diestra del Presidente. El Hijo de Wari ya no era aquel caudillo de provincias envuelto en su poncho de vicuña; ahora vestía un traje azul de saco cruzado y una corbata de seda amarilla. Su pelo negro que otrora se peinaba según los arbitrios del viento de los Andes, ahora se veía corto, matizado con brillos plateados y dividido por una raya que se diría trazada a escuadra. Abocado al asunto que lo ocupaba, Su Excelencia estaba dispuesto a olvidar su condición de amigo del antiguo compañero de celda y proceder como mejor conviniera.

– Muy bien -rompió el silencio el Presidente después de haber tomado el primer sorbo de café-, prefiero escuchar primero sus opiniones.

Era una suerte de tácito acuerdo que volvía a repetirse con la sistemática rutina de los rituales: el primero en hablar era siempre el doctor Cohén, Ministro de Interior.-Ante todo, Madre, quiero apelar a la calma, que si bien existen motivos para la preocupación, opino, Madre, que debemos abrir un compás le espera. Sería prematuro tomar hoy mismo una decisión.

En ese punto intervino el Ministro de Defensa:

– Yo no sería tan paciente, Madre, creo que en este caso el tiempo no obra a nuestro favor. En estas situaciones soy proclive, como usted bien lo sabe, Madre, a actuar con la presteza de un gendarme.

– A propósito -intervino el doctor Santa Marina-, ¿ustedes saben de dónde proviene la palabra «gendarme»?

Todos conocían la vocación etimológica del Ministro de Justicia, tan afecto a redactar proclamas, manifiestos y declaraciones de principios. En rigor, a nadie le interesaba demasiado el asunto, de modo que ni siquiera se molestaron en contestar; a pesar de lo cual, el doctor Santa Marina arremetió con su etimología:

– Gendarme, del francés gents d'arms: gente de armas: gendarme. ¡No es notable!

El Ministro de Defensa miró al doctor de reojo, resopló ostensiblemente y continuó con su exposición:

– Como le estaba diciendo, Madre, todavía tenemos tiempo para tomar una determinación. Existen diferentes alternativas.

– Acuerdo con el Ministro -se apresuró a decir el secretario de Minoridad habiendo visto el asentimiento del Presidente frente a las palabras del funcionario de Defensa.

– No sea genuflexo, hombre -vociferó el Ministro de Interior increpando al campeón de lucha libre.

– A propósito -volvió a interrumpir el doctor Santa Marina-, ¿ustedes saben de dónde proviene el término «genuflexo»?

Ahora sí, todos miraron al doctor con ostensible fastidio; sin embargo, como si se lo hubiesen suplicado a coro, el doctor ilustró:

– Genou, del francés: rodilla; flexo, de flexionar; genuflexo: el que dobla las rodillas, el que se arrodilla ante otro. ¡No es notable!

El Presidente se puso rojo. Sin embargo, muy a su pesar, mantuvo la calma y le rogó al Ministro de Defensa que expusiera las alternativas.

– Las alternativas que se me ocurren son tres, Madre: la primera, la que propone mi colega de Interior: esperar. Ya dije que me parece una opción riesgosa. La segunda: de alguna manera conseguir persuadirlo por intermedio de alguien de afuera. Si esto no fuera posible, entonces sí, propondría la tercera opción, que, como entenderán, requeriría de una operación de cierta complejidad y envergadura, y por favor, doctor Santa Marina, tenga el decoro de no exponer la etimología de este último término -se apresuró a suplicar el Ministro.

– Grosero… -se indignó Santa Marina-, usted es un vulgar. El Presidente se lamentó en silencio de su infortunio y, ya en límite de la paciencia, le imploró a su Ministro de Justicia que tuviera a bien guardar silencio y dejara hablar a su colega de Defensa. Persuasivo, lo instó con sólo tres palabras:

– Cierre el culo -le dijo escueto pero elocuente.

– Sí -murmuró avergonzado el doctor Santa Marina.

– Sí qué… -exigió el Presidente.

– Sí, Madre.

– Muy bien, prosiga -le ordenó a su subordinado de Defensa.

Sólo entonces el jefe de la cartera de Defensa expuso la tercera alternativa:

– La tercera alternativa también tiene sus riesgos y requeriría la participación de más de una persona de afuera. Me refiero a organizar un grupo comando que, gentilmente, lo acerque hasta nosotros.

Entonces intervino el Ministro de Trabajo:

– Madre, creo que lo que propone el Ministro es viable salvo por un detalle: no tenemos a nadie afuera.

– Salvo al doctor Santagada -terció el doctor Santa Marina poniendo cara de astuto, como si quisiera reivindicarse de sus anteriores participaciones.

Por cierto tanto al Presidente como a su gabinete les costaba hacerse a la idea de que estaban completamente aislados, de que no contaban con nadie más que sus mutuas presencias, de que no tenían ningún apoyo exterior. Pero así lo requerían las circunstancias. Habían firmado un pacto de hermético silencio. El Presidente sabía cuan corta era la distancia que separaba la confidencia del rumor y el rumor del dominio público, de modo que resultaba imprescindible que el secreto no saliera del pequeño diámetro del círculo de los involucrados. No quedaba otra alternativa que la de encomendarse a la santa paciencia y esperar a que el doctor Orestes Morse Santagada se dignara a hacerse presente. Pero quedaba otro acuciante problema que se derivaba del primero. Las reservas con las que contaban no habrían de durar mucho tiempo más. Y durante los últimos años se habían desacostumbrado a las privaciones. Se habían prometido no trasponer, por nada del mundo, los límites de Palatina Sono Film. Debían hacerse a la idea de que, realmente, se hallaban prófugos fuera de las fronteras del país. Cualquier operación bancada resultaba tan riesgosa como salir a comprar pan o cigarrillos. El más mínimo movimiento en sus cuentas personales podría revelar sus mundanas existencias. Salir del perímetro de las instalaciones pondría en evidencia la presencia de intrusos y provocaría la alarma o la curiosidad de los vecinos. El dinero con el que contaban era tan magro como inútil ya que, de cualquier modo, no tenían dónde gastarlo. Igual que aquellas aristocráticas familias que al enfrentar la vergüenza de una súbita debacle financiera simulaban ante los vecinos los preparativos de las habituales vacaciones y, después de largas despedidas, partían por la tarde para volver a escondidas por la noche encerrándose durante tres largos meses sin siquiera abrir las persianas, así, en semejantes condiciones se encontraba quel gobierno en las sombras.

– ¿Cuáles son las existencias? -preguntó el Presi-lente a su Ministro de Finanzas.

– Café: catorce kilos, leche en polvo: diecisiete kilos, tapas para empanada: dos docenas. Galletas: siete kilos. Quesos varios, fiambres y embutidos… -con el monocorde tono de una ecónoma que estuviera revelando una receta de cocina, el Ministro enumeró la totalidad de los víveres.

Considerando la extensión de la lista que iba desenrollando el doctor Tamburrini, el Presidente se apuró a interrumpir:

– ¿Para cuánto tiempo nos alcanza?

– Haciéndolos durar, estimo que tenemos víveres para unas pocas semanas más.

El Presidente dio por concluida la reunión de gabinete, con la desesperanzada certeza de que aquél era el comienzo del fin.


****

(Afuera, mientras tanto, esperábamos la vuelta triunfal de Aquel que una noche de diciembre emprendió la Ascensión, tirados en el sillón destartalado del desánimo, la diestra colgando exánime como el péndulo de un reloj que se hubiera detenido a la misma hora de nuestra muerte en vida, sosteniendo bajo el pulso férreo del rigor mortis el control remoto de la ventana patética donde veíamos pasar el espectáculo de nuestras misérrimas existencias, la siniestra sacudiéndonos con desgano la verga mustia del aburrimiento. Mirábamos las caderas bamboleantes de la parca que bailaba la Cumbia Fúnebre y, presas de una excitación senil que no alcanzaba para levantar al difunto que se negaba a resucitar pese a los masajes que le prodigábamos, nos abandonábamos al pajar de la melancolía con tan poca fortuna que terminábamos clavándonos la aguja extraviada de la mala suerte. Igual que el nuevo Presidente, aquel espantapájaros que se dejaba derribar ante la brisa más suave, yacíamos boca arriba con los labios cosidos por la resignación. Sin ánimo de mirar, los ojos vueltos hacia atrás, sordos como la tapia que dividía el uno del prójimo, éramos los victimarios del olvido. Ganados por la amnesia, seguíamos matando a nuestros muertos una y otra vez. Huérfanos de aquellos que murieron devorados entre los colmillos del chacal, nos convertimos de pronto en los ejecutores del parricidio, perpetrado ahora en la memoria del genocidio.

Y así, hurgándonos las narices con los dedos de la diestra y haciéndonos la puñeta con los de la siniestra, esperábamos el regreso de aquel Mesías quein día había partido hacia los cielos con sus doce ipóstoles.

Sin embargo, aunque ni siquiera lo notáramos al principio, una subterránea y silenciosa rebelión empezaba a gestarse entre nosotros.)


* * * *

II EL REINO DE LAS LUCES

1

El director oficial de cine, Héctor Perón del Bosque era, previsiblemente, quien mejor conocía los gustos cinematográficos del Presidente. Sabía que era un amante del celuloide nacional, sobre todo del que databa de la Época de Oro. Y le tenía preparada una sorpresa a Su Excelencia. Durante su expedición arqueológica entre los viejos archivos, el cineasta del gobierno había descubierto verdaderos tesoros ocultos: decenas de rollos jamás exhibidos, películas enteras que, por distintas razones, nunca habían llegado a las salas, fragmentos censurados y filmaciones tras bambalinas hechas en medio de los rodajes.

Todo estaba dispuesto. El auditorio conservaba casi todas las butacas intactas. La pantalla, protegida por un telón que alguna vez había sido púrpura, apenas presentaba unas difusas manchas de humedad que le conferían un parejo tono sepia. El viejo proyector solamente pidió unas gotas de aceite en los engranajes para rodar con la precisión de un reloj. Héctor Perón del Bosque, que iba a oficiar de proyectorista, respiraba con la excitación de quien fuera a presentar su ópera prima. Sentía que era el artífice del renacimiento de la vieja y olvidada Palatina Sono Film. Se dispuso a preparar las variedades. Entonces, con las manos temblorosas pero hábiles, el director sacó el pequeño rollo contenido en una de las latas. Se trataba de un cortometraje que, según acreditaba el rótulo, había dirigido Luis César Amadori y presentaba tres inquietantes X rojas que delataban el cuño inapelable de la censura. El Presidente y la Primera Dama ocuparon las butacas centrales de la séptima fila y los miembros del gabinete se acomodaron, de a uno en fondo, en la fila posterior. A medida que se descorría el telón, las luces fueron menguando hasta que la sala quedó en absoluta penumbra. Inmediatamente se abrió la pirámide horizontal de luz blanca que iluminó la pantalla panorámica.

3, 2, 1 y entonces sí, por fin, aparecieron los títulos. En letras cursivas y con un fondo de música de cuerdas se leyó:


UN COFRECITO DE ORO


Con F e rnando Lamas

y Ricardo Montalbán


Los títulos se fueron diluyendo sobre el primer plano de un florero del que sobresalían dos margaritas. La cámara fue abriendo el plano hasta revelar una mesa que presentaba un desayuno recién servido. Frente a frente estaban sentados, a la derecha, Ricardo Montalbán y, a la izquierda, Fernando Lamas. Al mexicano se lo veía envuelto en una robe de chambre de seda, sonriente y satisfecho, untando una tostada con manteca. Fernando Lamas, en cambio, se mostraba cabizbajo, inapetente y con gesto desconsolado.

– Decime una cosa, Ricardito -suspiró Fernando Lamas con cierta irresolución.

– Sí -contestó distraídamente Ricardo Montalbán llevándose la tostada a la boca.

– ¿Te puedo hacer una pregunta…?

Sólo entonces el mexicano levantó la vista guardando un asombrado silencio.

– Vos, ¿me querés? -susurró avergonzado Fernando Lamas.

Ricardo Montalbán sonrió con ternura y, pasándole una mano por la mejilla, susurró:-Claro, tontito, qué pregunta -se dispuso a continuar con su desayuno.

– Ricardito, vos no me haces el amor. Ricardito… -dijo sollozando-, vos me… -titubeó tratando de eludir la palabra adecuada.

– Pero cómo dice eso, mi bicho -contestó Ricardo Montalbán y sin dejar de sonreír dulcemente, lo tomó de la mano.

– ¡Salí, no me toques!

Hubo un silencio incómodo. Fernando Lamas no quería forzar las cosas. Se acarició el bigote y habló:

– A vos no te preocupa si yo… termino.

En ese punto Ricardo Montalbán no pudo evitar un gesto de sorpresa. Se quedó pensando y finalmente dijo:

– Pero decime una cosa, Fernando -buscó las palabras más adecuadas-, ¿vos… acabas?

– ¡Qué pregunta! -dijo indignado Fernando Lamas-, es claro que… termino.

Ricardo Montalbán frunció el ceño, se llevó el índice al mentón y le preguntó al oído:

– …¿Por atrás?

– Guarangote -alejándolo de sí-; sos un chancho.

– No, de en serio te pregunto, siempre me picó esa curiosidad, ¿vos… terminas?

– Y es claro, tonto, ¿o que te crees…? -contestó incómodo, meciéndose a izquierda y derecha y formando un pequeño corazón con su boca contraída.-Y decime una cosa, Fernando… ¿qué se siente?

Fernando Lamas se puso de pie, elevó la vista hacia las penumbras del cielo raso, juntó las manos sobre el pecho y en un suspiro, contestó:

– Es… es como cagar un cofrecito de oro.

La cámara se elevó. Sonaron violines y entonces, sobre el techo salido de foco, apareció el injusto:


Fin


Los miembros del gabinete, sentados en línea, intentaban compartir su desconcierto buscándose las miradas en la oscuridad. El Presidente giró la cabeza y miró hacia la pequeña ventana, desde donde fulguraba la lente, como pidiendo una explicación. Héctor Perón del Bosque no salía de su extasiado asombro. Con la destreza de un profesional colocó el segundo corto en el carrete superior sin que se notara el cambio de película.

Sin que nadie lo supusiera, lo que habría de continuar iba ser un enigma que dejaría perplejo al Presidente, al gabinete y, sobre todo, a uno de sus miembros.


****

(Afuera, mientras tanto, era la luna nueva.

Todos y en todas partes pudimos escucharlo. Se hubiera dicho que fue un lamento salido de la misma negrura estrellada de aquel cielo sin luna. Nos despertamos sobresaltados por ese aullido absoluto que, por provenir desde todas partes, parecía no venir de ninguna. Tenía la imprecisa sonoridad de las alucinaciones; fue tan vivido y a la vez tan incierto que muchos conjeturamos que había nacido de nuestra turbada percepción. Era el aullido desgarrador de un perro. Una letanía interminable que nos llenó de terror y desconcierto. No nos atrevimos a movernos de la cama. Duró hasta la madrugada. Al día siguiente ni siquiera mencionamos el asunto. Mirábamos pasar las horas con el secreto anhelo de que el sol no se pusiera nunca. Y en la misma medida en que avanzaba el día y se acercaba la noche, nuestros ánimos iban poblándose de negros e inexplicables augurios. Nos quedábamos en los bares buscando la infantil protección de la presencia del prójimo hasta la hora en que los mozos ponían las sillas patas arriba sobre las mesas. Y, cuando ya no quedaba otro remedio, caminábamos con paso ligero a nuestras casas.

Nos dormimos con el mismo temor de quien acaba de soñar una pesadilla. Y entonces, en la mitad de la noche, volvió a suceder. Pero esta vez no fue el solitario lamento de un perro. Desde todas partes llegaban, primero en sordina y luego con una proximidad inquietante, un sinnúmero de espeluznantes aullidos que sonaban como una ininteligible súplica. Era un ruego desesperado que no llegábamos a entender. Los perros que dormían al pie de nuestras camas se sumaban al aquelarre de las bestias desconsoladas.

Con el día volvió la calma. Pero esta vez, para nuestro completo estupor, cuando salimos a la calle nos encontramos con un panorama aciago. Los neumáticos de los autos, los picaportes de las casas, los troncos de los árboles, las bolsas de basura, los parquímetros, los bancos de las plazas, los canteros, los pedestales de los monumentos, todo, absolutamente todo cuanto dormía a la intemperie, había sido ferozmente destrozado por los perros. Aquí y allá se veían gatos descuartizados a dentelladas, los ómnibus eran paquidermos heridos caídos sobre sus propias llantas huérfanas de cubiertas. Las puertas de la perrera municipal habían sido violentadas y los caniles abiertos estaban vacíos. Pronto empezamos a notar que nuestros propios perros nos miraban con un desconocido recelo. Incluso aquellos que éramos mansos y falderos, nos volvimos hoscos y desconfiados con nuestros propios amos; sin que ellos comprendieran la razón gruñíamos y, amenazadores, les mostrábamos los dientes. Los lazarillos nos conducían a los ciegos por los caminos más tortuosos y, lejos de evitarnos los obstáculos, nos hacían golpear contra los postes y hasta nos dejaban caer en las zanjas abiertas. Temerosos de nuestros propios perros, distraídamente dejábamos las puertas de calle abiertas con la inconfesable esperanza de que huyeran. Por las noches nos encerrábamos en nuestras casas y la ciudad quedaba a merced de las jaurías. Fortificados tras los muros domésticos, podíamos escuchar los ladridos uñosos y el estrépito de los destrozos. Y todas las mañanas nos encontrábamos con un paisaje más y más desolador. Las hordas de perros saqueaban y destruían negocios, supermercados y ni siquiera había forma de detener la turba en los paseos de compras. Nocturnamente, entraban por los conductos de ventilación burlando a los guardianes, cada vez más numerosos y más armados, y se iban de la misma subrepticia forma antes del alba. Durante el día no se los veía. Desbordadas las fuerzas del orden, nos organizamos en brigadas. Armados de palos y piedras, infructuosamente salíamos a su encuentro. Escuchábamos los ladridos furiosos, podíamos ver los rastros de los estropicios, divisábamos sus inciertas sombras fugitivas, a nuestras espaldas escuchábamos sus alientos próximos, nos acechaban desde las oscuridad, estaban cerca pero tan agazapados que jamás podíamos tenerlos frente a frente. Los perros de policía nos declaramos, de hecho, en rebelión contra nuestros superiores y desconocíamos las voces de mando; poco a poco fuimos renunciando a nuestros cargos oficiales y desertábamos hacia las filas de los insurrectos.

La ciudad se había convertido en una babel donde imperaba el terror. Los perros, cada vez mejor organizados, tenían sus invisibles búnkers en los laberínticos subsuelos de la ciudad. Se agrupaban por zonas y cada zona tenía su líder. Cada quien parecía tener asignada una tarea específica según su capacidad, su olfato, su tamaño, su poder de camuflaje de acuerdo al color del pelaje, etc. Organizaban sabotajes y golpes de efecto propagandísticos. Tímidamente, algunos de nosotros empezábamos a sentir una inconfesable simpatía por la anónima causa de los rebeldes cuadrúpedos. Día por medio la ciudad amanecía a oscuras. Los perros fijaban blancos estratégicos: destrozaban a dentelladas los cables maestros que abastecían de electricidad al mismísimo Ministerio de Energía, atacaban las redes telefónicas de la Bolsa de Comercio o dejaban a ciegas las pantallas del sistema bancario.

Pero hubo dos hechos que hicieron que nosotros, los que estábamos fuera de aquello que inciertamente se daba en llamar la opinión pública, abrazáramos incondicionalmente la causa de los perros.)


****

2

Dentro del auditorio sonó un crescendo de timbales. Un punto situado en el centro de la pantalla fue acercándose desde el infinito fondo sepia, hasta que se hizo inteligible el impetuoso y casi monárquico logotipo de Palatina Sono Film. El escudo se desvaneció tan pronto como apareció y dejó lugar a una contrastante música de trompeta con sordina que anticipaba el inicio de una comedia. Una multitud de rientes y pequeños fantasmas dibujaban el marco de los títulos.


LA CONSPIRACIÓN DE LOS FANTASMAS


Sobre un horizonte sombrío y difuso se alzaba un viejo y ruinoso palacete que elevaba su escuálida torreta hacia una luna llena evidentemente pintada sobre un fondo de decorado. La cámara centró el foco en la única ventana iluminada y, convertida la lente en un subjetivo ventarrón, se introdujo en el living presidido por dos armaduras. Dos figuras temblorosas se acurrucaban en un sillón finisecular.

– No se asuste, Dorita, fue el viento -decía sin demasiada convicción y pálido de miedo un joven Juan Carlos Thorry, que, de paso, aprovechaba para abrazar fogosamente a la aterrada, exultante y cubanísima Blanquita Amaro.

– Eso no ha estado chévere, chico, mira cómo se me ha puesto la piel de gallina -dijo ella con sobreactuado pavor mostrando un muslo firme torneado y cubanísimo.

– No tenga miedo mi gallinita cló cló, mire cómo se me ha puesto el ganso, digo, el bulto, digo, el pulso -y extendió su mano temblorosa.

– Pero chico, es que tú eres incorregible, no respetas ni el miedo -dijo Blanquita Amaro, desembarazándose del acoso de su galán y, poniéndose de pie y de espaldas a su interlocutor, agregó con la voz quebrada:- No ves que me muero de miedo.

Juan Carlos Thorry no despegaba la vista de la retaguardia inconmensurable, firme y cubanísima de la bailarina.

– Puedo ver qué pavo tiene, Dorita, quiero decir, qué pavor tiene, Dorita. Discúlpeme, ya no sé ni lo que digo, esta situación me ha puesto al palo, digo, al poste, quiero decir que, a la postre, todo va a salir bien, no se asuste -dijo Juan Carlos Thorry sonriendo nervioso con su boca repleta de dientes.

En ese momento se oyó una voz que provenía desde la sala contigua.

– Algún gracioso me escondió la ropa -dijo Nathan Pinzón cubierto únicamente por una toallita mínima, por debajo de cuyo borde le asomaban las partes -disculpe que ande en cueros, Dorita.

– Milagro de talabartería! -exclamó la estrella caribeña, espiando ostensiblemente por entre los dedos con los que simulaba cubrirse los ojos. En ese momento se oyeron unas risitas al otro ado de la puerta.

– ¡Dios mío, qué es lo que es eso! -gritó Blanquita Amaro.

Nathan Pinzón pudo ver las figuras fugitivas de las hermanas Legrand que huían con la ropa del huésped; Silvia llevaba una media en cada mano, y Mirtha blandía los calzoncillos como una bandera.

– Ahora van a ver! -dijo, y se echó a correr hacia la sala, detrás de las mellizas.

Acababa de cruzar el vano de la puerta cuando, literalmente, se topó con Armando Bo que traía a la perra de la correa.

– Con usted quería hablar, venga -dijo pasándole una mano por encima del hombro. La Prity le hurgó la toallita con el hocico.

– Podrá ser en otro momento, tengo un poco de frío…

– Nada, venga. Voy a presentarle a un amigo.

– ¿Así; le parece?


****

(Afuera, mientras tanto, una mañana, frente a nuestras casas hechas con el cartón humedecido de la resignación, la chapa vertical del estoicismo y el ladrillo impar de la paciencia, pudimos verlo. Estaba sentado mansamente sobre sus cuartos traseros en el lodazal que demarcaba el límite entre la nada y la nada. Era un perro enorme cuyo pelaje gris plateado se diría que irradiaba luz. No tuvimos tiempo de temerle. Nos miraba con unos ojos hechos de una mansedumbre idéntica a las aguas estancadas que habían dejado las últimas lluvias. Para nosotros la guerra de los perros era algo que sucedía en las noticias, al otro lado del puente, en la ciudad, tan cercana pero tan inexpugnable. Cierto era que nuestros perros nos fueron abandonando desde el día del aullido general. Hacía tiempo que no habíamos vuelto a ver uno. Pero no era menos cierto que jamás habíamos sufrido el ataque de las jaurías. Uno a uno, fuimos saliendo de las casas para verlo. Se echó cuan largo y flaco era sobre su costillar sarmentoso y, sin dejar de mirarnos, posó la cabeza entre las patas delanteras. Jadeaba como si acabara de correr durante días enteros. Formamos un círculo del diámetro de la cautela. El perro se sometía a nuestra curiosidad entregándose con una confianza tal, que pronto comprendimos que en realidad éramos nosotros quienes nos habíamos rendido ante su magnánima indefensión. Estaba lastimado. Un hilo de sangre le brotaba del muslo y se mezclaba con el barro. Parecía una herida de bala. Uno de nosotros rompió la rueda del estupor, caminó hasta las casas y volvió con un cuenco de lata que desbordaba agua limpia. Lo dejó delante de su hocico cuarteado como la ciudad que, tras el puente, mostraba su silueta indiferente de añosa cortesana. Hacía mucho tiempo que no experimentábamos ningún sentimiento misericordioso. La piel se nos había vuelto gruesa, paquidérmica; de poco y sin que lo notáramos, habíamos cobrado un remoto aspecto de rinocerontes dispuestos a hundir el cuerno indiviso del resentimiento en las desprevenidas espaldas de quienes tuviéramos a nuestro alcance. Sumergidos en aquel porquerizo, cuidábamos de la voracidad del vecino nuestra propia parcela miserable y cenagosa, que nos iba trabando hasta los anhelos. Fuimos capaces de matarlos los unos a los otros por un par de zapatos deslenguados. Desde el comienzo de la guerra la cabeza de un perro tenía precio. Por cierto, un precio más alto que el que pagarían por cualquiera de nosotros. Pero ahora, movidos quién sabe por qué arrebato de piedad, a falta de gasa, nos quitábamos la camisa para sanar la herida de un pobre animal. Desde la radio y la televisión se había desplegado una tenaz campaña contra las fieras. "Sea el mejor amigo del hombre, mate un perro", decía mirando a cámara, conmovida, la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales. El Ministerio de Defensa no reparaba en gastos para combatir el desastre. Otro corto publicitario mostraba un primer plano del beato rostro de Bob Dylan, quien, ostentando un crucifijo en el cuello, con su voz de adolescente encaprichado, decía desde el subtitulado en español: "Sea el mejor amigo del hombre, coma hot dogs", mientras se llevaba una pata de perro a la boca y le daba un tarascón medieval. Una actriz de pelo crispado y decir tembloroso recitaba parafraseando a Bertold Brecht: "Primero fueron los gatos, pero no me preocupé porque yo no era gato. Después fueron las patas de los sillones, pero no me preocupé, porque yo no era sillón. Luego fueron los tachos de basura pero no me preocupé, porque yo no era tacho de basura. Ahora están golpeando a mi puerta". La cámara hacía un traveling y revelaba la borrosa presencia de un perro vestido con uniforme nazi.

Habíamos llegado a repudiar a los perros. Pero ahora, mientras mirábamos a ese gigantesco mastín con su cuerpo lleno de marcas y cicatrices impresas como testimonio de una batalla feroz, cuyo propósito no llegábamos a descifrar, no podíamos evitar sentir una vergüenza inabarcable. Desnudos en nuestra propia ruindad, pudimos mensurar, de pronto, el abismo que separaba la pobreza de la miseria. Y, comparados con aquel perro que, estoico y sin doblegarse, se lamía las heridas para volver al ruedo, nos sentimos infinitamente miserables. Entonces nos iluminó el hartazgo.

Hartos de ver pasar, uno tras otro, los camellos obesos del despilfarro a través del ojo ciego de la aguja, terminamos por convencernos de que el reino de los cielos jamás habría de pertenecemos.)

3

La pantalla mostraba la espalda de un sillón por sobre el cual asomaba una nuca. Cuando entraron al office, Nathan Pinzón pudo ver a un hombre joven que se paseaba nerviosamente alrededor del escritorio con las manos en los bolsillos; sentado al escritorio había otro que revisaba unas carpetas a través de unos anteojos de leer.

– Doctor, le presento al señor Pinzón; Nathan, el doctor Santa Marina.

– Encantado -dijo el doctor Santa Marina.

– No lo tome a mal, doctor, pero lo que me está estrechando no es la mano.

Santa Marina lo miró desconcertado. Nathan Pinzón pudo comprobar que el doctor tenía las manos en los bolsillos; entonces miró hacia abajo y descubrió espantado que la Prity le estaba apretando el ganso contra el paladar.

– ¡Soltá fiera del carajo, soltá que no es chorizo!

– ¿What is cboraizo? -preguntó deconcertado el hombre de anteojos que revisaba una gruesa carpeta.

La Prity encontró divertido el asunto y empezó a tirar como si fuera un trapo, dando unos gruñidos alegres.-Dígame si no parece la propaganda de Coppa y Chego -señaló el doctor hacia el ganso de Pinzón, que se estiraba como si fuera de goma.

– Suelte, bicha, suelte -ordenó Armando Bo mansamente.

Como a regañadientes, la Prity soltó…

– Tenemos una sorpresa para usted, Nathan…

En ese momento, desde el otro lado del cortinado púrpura, surgió una figura a contraluz. Cuando hubo estado completamente descubierta, empezó a cantar en un tono tan alto que hizo aullar a la perra.


Nací libre como un ave

y mi nombre es Libertad.


– Hablando de aves y de libertad, ¿podré recuperar mis calzoncillos, que se me va resfriar el ganso?

– Después, hombre, después.

Libertad Lamarque abrió la cartera y extrajo una veintidós corta.

– Tome, estamos repartiendo armas entre el pueblo.

– Señora… me la hacía en México.

– Y ahora, ¿dónde se la hace? -dijo Libertad en un acceso de risa imparable, a la vez que ejecutaba un gesto ascendente y descendente con la diestra alrededor del caño de la veintidós.

El doctor Santa Marina festejó la humorada con una sonrisita ínfima hecha con la mitad de la boca.-Discúlpela, estuvo mucho tiempo junto a Cantinfl as.

– Con usted, cinco…-dijo y agregó-Pero somos mas de cien potenciales voluntades.

– Quién pudiera ser llave de quince para aflojar el bulón… -empezó a decir el doctor Santa Maria, antes de perder el hilo del complicado piropo que había comenzado a improvisar al paso ondulante de Libertad Lamarque.

– No comprendo -dijo la halagada, deteniendo el paso.

– Bueno, pretendía ser un halago -dijo avergonzado el doctor Santa Marina mirando al piso.

– Tengo la sospecha de que usted me quiere enhebrar la ganzúa.

– Bueno, puesto en esos términos… -dijo el doctor sin terminar de comprender la metáfora.

– Sea claro, doctor, ¿somos camaradas o no somos camaradas?

– Y… sí…

– ¿Pustonces…? -preguntó e inmediatamente, poniendo una voz grave, sensual, agregó-. No ves que hace rato que te eché el ojo. Hazme de vos, gran gandul -suspiró Libertad poniendo los ojos en blanco, y se echó en los brazos del doctor Santa Marina.

En ese preciso momento entró en la sala Pedrito Quartucci, quien, pudorosamente, tuvo el decoro de carraspear para informar de su presencia.

– ¿Qué quiere, no ve que estamos ensayando?-justificó Libertad acomodándose la falda que había quedado por sobre sus rodillas. El doctor Santa Marina se llevó una mano al bolsillo para disimular el promontorio que le inflamaba la bragueta.

– Sigan, sigan ensayando tranquilos, yo venía a podar los malvones. Hagan de cuenta que no estoy.

– Mejor seguimos en otro momento, señora, voy a aprovechar para terminar unos escritos.

– Usted no se va nada -dijo ella tomando al doctor de la manga del saco, y mirando con odio al intruso, le espetó:- ¿Por qué no se poda el higo a ver si le crece un poco?

Pedrito Quartucci se irguió, miró a su hiriente interlocutora con una sonrisa suficiente, se atusó el bigotito y meneando la cabeza explicó:

– Higuera, querrá decir -y moviendo la cadera hacia adelante-; palo borracho, querrá decir.

Libertad Lamarque miró ostensiblemente lo que su interlocutor exhibía a través del pantalón y, a la vez que empujaba al doctor Santa Marina lejos de sí y con una sonrisa lasciva, susurró:

– Yo diría… sequoia.

– ¿Le gusta?

– Me encanta -susurró.

El doctor Santa Marina carraspeó y con tono de resignada derrota, dijo:

– Los dejo solos…

Sin siquiera mirarlo, Libertad Lamarque lo invitó a retirarse sacudiendo la mano despectivamente.

– Hazme de vos, gran gandul -imploró Libertad, armando un remolino en el pelo de su nuevo galán con el índice de la diestra.

Pedrito Quartucci acercó su boca a la de su encendida admiradora y a milímetros de sus labios, con voz radiofónica, le dijo:

– Ni que me paguen, no te toco ni con un palo, o me dedico a los caranchos cascoteados. Raja de acá, arrastrada.

Libertad Lamarque tardó en comprender aquellas palabras. Como si acabaran de vaciarle un barril de agua helada, se incorporó, y llena de vergüenza corrió escaleras arriba.

Entonces la pantalla se fue oscureciendo hasta quedar en completa penumbra. Sin que todo aquello tuviese el más mínimo sentido, sin que nada justificara el final de aquella historia que había extraviado el argumento antes de empezar, sobre el fondo negro apareció la leyenda:


Fin


****

(Afuera, mientras tanto, durante la noche escuchábamos los lejanos ladridos y el incesante ulular de las sirenas provenientes de la ciudad que, tras el puente, mostraba su pálida corona de luces proyectadas contra las nubes. Los helicópteros eran pterodáctilos hambrientos que husmeaban el horizonte en busca de alguna presa. Desde la radio y la televisión informaban, "minuto a minuto", las alternativas de la guerra. Uno tras otro, eran leídos los partes y comunicados oficiales que enumeraban los destrozos de los "infieles" -aquel era el único término permitido, en un súbito e involuntario arrebato de islamismo, para referirse a los perros- y, con sonrisas triunfales, anunciaban las bajas infligidas al enemigo. Las imágenes mostraban pilas de perros muertos exhibidas orgullosamente por los oficiales a cargo de uno u otro operativo. En las plazas colgaban del cuello centenares de perros ahorcados, en forma sumaria y pública, en las ramas de los árboles. Desde la pantalla se podía ver de qué manera los perros que habían sido atrapados vivos envueltos en redes kilométricas eran apedreados hasta morir por las multitudes enardecidas.

Habíamos ocultado a aquel perro blanco que se diría luminoso después de curarle la herida que casi le había perforado el muslo de lado a lado. Y así, rengo y exhausto como estaba, intentaba ponerse de pie cada vez que un aullido atravesaba las márgenes del río. Teníamos que cuidarlo de los otros pero, sobre todo, de nosotros; la traición había sido nuestra moneda más corriente: solíamos pagar con la traición y cobrarnos con la venganza. Y sabíamos que cada colmillo tenía buen precio. La tentación era un pájaro negro que nos sobrevolaba en círculos cada vez más bajos y más concéntricos. Después de todo, nos decíamos, no tenía demasiadas posibilidades de pasar la noche. Habíamos hecho todo cuanto estaba nuestro alcance. Y aquello que había empezado siendo un inconfesable pensamiento, pronto se convirtió en un tímido murmullo que acabó transformándose en una enfática moción. Nos trenzamos en una discusión que todos -incluido el perro, que nos miraba con unos ojos llenos de piedad- sabíamos en qué habría de terminar.

En la mitad de la noche, volvimos a formar un círculo en torno del animal. La decisión estaba tomada. Faltaba resolver quién lo haría. El azar habría le determinarlo. Tiramos al aire la moneda patibularia de la pusilanimidad cuya ceca no alcanzó a ocultar la cara descompuesta del elegido. Fue un disparo, único y certero, apuntado al centro de los ojos. El perro cayó sobre sus patas delanteras. Tuvo el infinito decoro de morir sin agonía.

De la misma impredecible manera que los perros habían iniciado aquella inexplicable rebelión, un día entre los días y sin que mediara un motivo, decidieron abandonar la lucha. Pero jamás volvieron a vivir entre nosotros. Así como un día muy lejano un lobo había aceptado comer de la mano de un hombre y seguirlo a una distancia prudente cuando salía de caza; así como aprendió a no temerle al fuego en el que el hombre cocía su presa; así como dormía junto a la puerta de la casa del hombre hasta que aceptó dormir confiadamente a sus pies ya convertido en perro, de la misma manera, abatidos por la vergüenza, los perros decidimos alejarnos para siempre y volver a nuestra primitiva condición de lobos.)

4

Cuando se encendieron las luces, el doctor Santa Marina pudo ver cómo todas las miradas recaían sobre su absorta persona. Hundido en su butaca, intentaba articular alguna palabra pero un temblor incontrolable se había adueñado de sus labios. No había el menor resquicio para la duda: aquel que hasta hacía unos momentos interpretaba su propio papel en la pantalla haciendo de sí mismo en blanco y negro, no podía ser otro que el Ministro de Justicia. Y así lo testimoniaban los títulos finales que caían hasta perderse en la parte inferior de la pantalla; su nombre, Gregorio Félix Santa Marina, había pasado, fugaz pero claramente, en la lista de los actores de reparto. Pero lo más desconcertante del caso era que, pese a que la película había sido filmada durante los últimos años de la década del cuarenta, el doctor Santa Marina se veía exactamente igual cincuenta años después. Aplastado en su butaca, el Ministro de Justicia, sumido en un pasmo catatónico, parecía perjurar con su silencio que jamás había incursionado en las, para él por completo ajenas, faenas actorales.

Nadie pronunció palabra. El Presidente se retiró convencido de que aquello había sido una alucinación.

5

Había pasado la medianoche cuando el Presidente decidió que la jornada había concluido. Aquella extraña función había dejado en el auditorio una extenuación hija del desconcierto y de una ominosa e innombrable inquietud. Recluidos en aquella espectral ciudad ilusoria hecha de la misma materia de la que están construidos los espejismos, enclaustrados en esa necrópolis escenográfica habitada por maniquíes ataviados con fantasmales vestuarios de un anacronismo que invitaba a perder toda certeza temporal, por primera vez sintieron el frío aliento del miedo.

El Presidente y la Primera Dama habían instalado su suite presidencial en el inmenso camarín que alguna vez había pertenecido a Marlene Dietrich, y que había sido especialmente construido para la diva cuando viajara para filmar "Torrente de Pasiones". En los modestos camarines situados en el piso inferior, se alojaba el resto del gabinete. Todo presagiaba una larga y tortuosa noche. Un cielo bajo hecho de unas nubes que se dirían sólidas, anunciaba una tormenta cuya ferocidad se podía prever en el silbido del viento a ras del suelo, levantando remolinos de tierra y pasto seco. Los sets de filmación guardaban una tenue penumbra, apenas iluminada por la mortecina claridad de las nubes. El viento se filtraba por las rendijas de las enclenques ventanas que se quejaban con un chirrido prolongado semejante a una letanía hecha de sollozos. Un enceguecedor relámpago plateado anticipó el furioso clamor de un trueno que hizo cimbrar las paredes; las luces parpadearon y finalmente se extinguieron. Los estudios quedaron en la más absoluta oscuridad. María de los Perros Amor, que acababa de meterse en la cama, se incorporó sobre los codos y, por primera vez en muchos años, le habló a su esposo. Llamó al Presidente por su nombre, cosa a la que nunca nadie se había atrevido -de hecho, muy pocos conocían su nombre verdadero-, e inmediatamente agregó entre sollozos:

– Me quiero ir de acá.

El Presidente, que se estaba cepillando los dientes en el pequeño lavabo del camarín, miró a su esposa a través del espejo y, estupefacto ante el hecho casi milagroso que acababa de protagonizar su mujer -de hecho, él ni siquiera recordaba su voz-, giró sobre su eje y, con el cepillo todavía en la boca, conmocionado por la súbita ruptura del añoso silencio, le dijo:

– Te podes callar, imbécil.

Entonces la Primera Dama rompió en un llanto sordo y desconsolado. Dos cosas enfurecían al Primer Mandatario como ninguna otra: la primera, que lo llamaran por su nombre y, la segunda, los estúpidos lloriqueos de su mujer. La suma de ambos elementos lo encolerizó de tal modo que, con la boca anegada de espuma, le cruzó la mejilla de un golpe seco y sonoro. Iba a descargar una segunda cachetada, ahora con el revés de la mano, cuando escuchó algo que lo dejó petrificado con el brazo en alto. Desde un lugar incierto el Presidente y la Primera Dama pudieron oír un coro de carcajadas acompañadas de unos aplausos desacompasados y estridentes que, tan pronto como se habían hecho audibles, fueron menguando hasta acallarse. El Primer Mandatario, todavía con el brazo levantado, miraba en todas direcciones y hubiera jurado que aquella invisible explosión de hilaridad se había originado dentro mismo del camarín. María de los Perros Amor había reemplazado su ataque de llanto por unos gemidos aterrorizados que le agitaban el pecho.

– ¿Qué fue eso? -susurró pálida.

Entonces, a modo de respuesta, aquella claque incorpórea volvió a romper en risotadas, ante el gesto espantado de la Primera Dama. Luego sobrevino un silencio interrumpido apenas por unas carrasperas aisladas. El Presidente tomó el candelabro y extendiendo el brazo iluminó los rincones que permanecían en sombras. En su breve caminata a tientas tropezó con la pata de la litera, trastabilló, e intentando mantener el equilibrio, metió su pierna izquierda en un balde de lata que, al golpear contra la pared, hizo temblar una pequeña estantería en cuyo anaquel superior se debatió un jarrón que terminó estrellándose contra la cabeza presidencial. Las carcajadas eran ahora de una exaltación que terminó en paroxismo cuando el Presidente bizqueó en el mismo momento en que unos pequeños pájaros volaron en torno a un enorme chichón que se elevó, levantándole en vilo el cuero cabelludo como si fuese un bisoñe. Con aquella sonrisa estrábica, el primer mandatario se desplomó sobre sí mismo; un temblor convulso le mantenía la pierna levantada. Las risas se prolongaron en un aplauso cerrado. La Primera Dama, aterrada, se incorporó y corrió hasta donde yacía su marido. Se arrodilló y, desesperada, le cacheteó las mejillas. Viendo que su esposo no reaccionaba, le quitó el balde que permanecía trabado en el pie y corrió a llenarlo con agua. Hecho esto, volvió cargando el balde, se detuvo frente al cuerpo horizontal del Primer Mandatario, tomó impulso y arrojó con todas sus fuerzas el contenido del cubo. Pero lo hizo con tal puntería que el agua pasó, paralela, por sobre la yacente humanidad de su marido y siguió de largo en dirección a la puerta. En ese preciso instante la puerta se abrió sorpresivamente y el fallido borbotón fue a dar en pleno rostro del recién llegado. Las risas se elevaron hasta la afonía. El visitante sostenía un ramo de rosas que se doblaban bajo el peso del agua y el ala de un sombrero empapado le cubría la cara por completo. El anónimo galán escupió un hilo de agua como lo haría la estatua de una fuente, se levantó el ala del chambergo y entonces quedó revelada su enjuagada identidad. Los aplausos atronaron entre ovaciones interminables. La accidentada visita era un desgarbado y delgadísimo Luis Sandrini. No era el Sandrini padre de familia, moralista y circunspecto de los últimos años, sino el tartamudo de ojos saltones de la primera época. Hizo una infinidad de muecas mientras esperaba que la invisible claque hiciera silencio y, sólo entonces, articuló con dicción espástica:

– María, espero no importunarla, sucede que vi luz y subí.

Pálida, María de los Perros Amor, mostraba una expresión horripilada. Recordaba que, personalmente, había asistido al multitudinario funeral de Luis Sandrini; que, conmovida, se había abrazado con Malvina Pastorino junto al féretro del popular finado. Y ahora, viéndolo de pie con un ramo de rosas exangües, torpe y desmañado, chapoteando en un charco de agua, con el mismo gesto que tantas veces había presenciado en su infancia en el único cine de su pueblo natal, la Primera Dama no podía evitar una mezcla de pavor y emoción que, como de costumbre, se le manifestaba en la absoluta imposibilidad para articular palabra. Sin embargo, María de los Perros Amor notaba que algo en ella se abría paso por sobre su voluntad, una frase se le impuso como si proviniera de un pensamiento ajeno al suyo y cuya pronunciación se le aparecía como un mandato al que no podía desobedecer:

– Luis, sabía que vendría y le preparé un pastel -dijo desconcertada por su involuntario acceso de verbosidad.

Luis Sandrini ensayó su mirada más tierna, sacudió el ramo de rosas empapando, de paso, a su interlocutora y titubeó:

– Son para usted, María -dijo y avanzó un paso

María de los Perros Amor tomó las flores y, primorosamente, las puso en el balde de lata que pendía de su brazo derecho.

– A propósito, María, ¿cómo está su marido? -inquirió Luis Sandrini, con un mal disimulado interés en establecer si la anfitriona estaba sola en casa.

– Debajo de su zapato -contestó escueta la Pri mera Dama sin despegar la vista del inesperado galán. Seguía animada por el mismo inexplicable mandato que se había adueñado de sus cuerdas vocales.

En ese preciso momento, cuando Luis Sandrini levantó torpemente el pie de la cara del Presidente, Su Excelencia intentó abrir los ojos mientras volvía en sí sacudiendo la cabeza a izquierda y derecha. Entonces, de pronto, la Primera Dama entró en pánico. Se sintió infinitamente culpable. ¿Qué pasaría si su marido la descubría sosteniendo un ramo de flores de manos de su insólito festejante? Antes de que el Presidente pudiera incorporarse sobre sus codos, María de los Perros Amor, movida por una voluntad contraria a la suya, levantó el pesado balde y lo descargó con fuerza sobre la cabeza de su esposo. El Primer Mandatario volvió a ponerse bizco, levantó el índice y antes de que pudiera expresar su sentencia, se desmayó por segunda vez.

Luis Sandrini, con su enorme y payasesco zapato, sacó de su paso el bulto que constituía el Presidente tendido en el piso y, una vez superado el escollo, se abalanzó sobre la Primera Dama. Con su diestra inconmensurable, Sandrini rodeó la cintura de María de los Perros Amor y la apretó hasta tocarse el índice con el pulgar. Presa de una fogosidad opuesta a su albedrío, la Primera Dama se entregó a la avasalladora reciedumbre del visitante oponiendo una resistencia tan inútil como provocativa. Luis Sandrini pasó su lengua ávida por las comisuras de los labios de la mujer del Presidente y, en el momento en que ella abrió la boca para recibir el postergado beso, la apartó de sí sin soltar su estrecha cintura. La manejaba como quien empuña el mecanismo oculto de un títere. Con cada movimiento de sus dedos acromegálicos, suscitaba en la Primera Dama ya suspiros irresistibles, ya gemidos altisonantes. Separándola de su pecho empapado, la contempló largamente recorriendo con los ojos cada ápice de pielque traslucía el camisón; sin tocarla, cada vez que detenía su mirada en el halo morado de sus pezones, María de los Perros Amor sentía una opresión cálida, como si realmente la estuviera acariciando. Se diría que aquel fantasma no presentaba la inasible sustancia de la que están hechos los espectros ordinarios sino que, por el contrario, ostentaba una materialidad más sólida que la de los mortales. Hecho este último que la Primera Dama pudo comprobar fehacientemente cuando el aparecido le tomó la mano y con ella se frotó la pétrea protuberancia que pugnaba por salirse del pantalón. Inmediatamente, sin soltarle la cintura, la obligó a girar sobre su eje -cosa que hizo con la gracia de la bailarina que se supone había sido y la detuvo cuando quedó de espaldas a él. El desmañado fantasma contempló la generosa retaguardia de María de los Perros Amor, lentamente le levantó la falda del camisón y dejó al descubierto unos glúteos macizos y prominentes que contrastaban con su espigada cintura. Estaba por abrir la infinita botonadura del pantalón para liberar de su encierro a la bestia que pugnaba por ver la luz para hundirse en las húmedas penumbras que la reclamaban, cuando el redivivo Luis Sandrini notó que el Presidente, otra vez, empezaba a recuperar la conciencia. Fastidiado, resopló con el gesto de contrariedad que tantas veces había hecho desde la pantalla y, antes de que Su Excelencia abriera los ojos, lo midió, calculó y le descargó una violenta patada en la pera que lo elevó a medio metro del suelo y lo hizo aterrizar inerte. María de los Perros Amor no se había dado por enterada de este último incidente y, de espaldas a su gentil espectro, apoyada sobre el lavabo, esperaba ansiosa el anhelado trofeo. Luis Sandrini había conseguido, por fin, ganar la batalla contra los incontables botones del pantalón y se disponía a proceder. En ese momento, la Primera Dama involuntariamente encontró su rostro en el espejo que tenía delante de sí. Vio sus mejillas avivadas por el rubor de la pasión, vio el mechón de pelo que, liberado del cautiverio de la hebilla, se agitaba delante de sus párpados como animado por una tibia brisa de juventud. Levantó la vista por sobre su cabeza buscando el reflejo de su ardoroso tenorio, pero no vio más que su solitaria persona meneándose contra nadie. Atormentada, giró la cabeza y, entonces, volvió a la calma: ahí estaba Luis Sandrini de pie y aferrándola por la cintura. María de los Perros Amor cerró los ojos, se elevó un poco sobre la punta del pie derecho y levantó la pierna izquierda por sobre el mármol del lavatorio, exhibiendo los labios mudos, abiertos y empapados de su vulva. El enardecido comediante aceptó el amparo rojo y cálido que se ofrecía, hospitalario y palpitante, al impaciente huésped que pugnaba por irrumpir con furia. Entonces, interpuso su voluntad contra los bríos perentorios de su socio enceguecido, y lo guió suave, lenta y cuidadosamente a través de aquellas dulces tinieblas. La Primera Dama suplicaba piedad ante cada leve embestida y, luego, cuando llegaba la pausa, imploraba por más inclemencia. María de los Perros Amor no alcanzó la extática culminación por la sencilla razón de que todo el tiempo, desde el comienzo, se había entregado a un ininterrumpido estado de paroxismo que sólo concluyó cuando el ardiente fantasma, después de agitarse en espasmos repetidos, se desplomó, satisfecho, sobre la espalda de la Primera Dama.

6

La puerta se abrió de par en par. Un seguidor cuyo origen no podía vislumbrarse desplegó su cono plateado y, en su centro, se hicieron visibles, con un resplandor que encandilaba, dos mariachis ataviados con bandoleras hechas de balas de plata, chalecos bordados en hilos de oro, botas con espuelas argénteas y sendos sombreros de charro, cuyo diámetro superaba el ancho de la puerta. Como provenientes del cuerno de un gramófono, las voces de los sorpresivos mejicanos sonaron antes de que abrieran la boca. Con un sonido plano y metálico que no sincronizaba con el movimiento de sus labios, entonaban las recias estrofas de El Rey. El contrariado fantasma de Luis Sandrini se acomodó púdicamente las ropas y enfundó el marlo, todavía tieso y morado, con la misma dificultad con la que lo había desenfundado. Turbado y presa del agotamiento, Sandrini tartamudeó por lo bajo:

– ¿Por qué no le dedican El choclo a ésta? -dijo sopesando lo que tenía entre manos-. Será de Dios…

María de los Perros Amor se sintió infinitamente avergonzada, rápidamente se acomodó las ropas y miró a su marido, que permanecía tendido en el suelo emitiendo un ronquido sonoro y acompasado, cantaba el dúo a pecho henchido.


No tengo trono ni Reina

Ni nadie que me comprenda

Pero sigo siendo el Rey.


Recién entonces la Primera Dama comprendió que aquel par de mariachis estaba compuesto por los legendarios Jorge Negrete y Pedro Armendáriz. María de los Perros Amor recordó otra vez la minúscula sala del Luminaris, el cine de su pueblo. Era un Metropolitan en miniatura, debajo de cuya fresca marquesina contemplaba, embelesada, los rostros pintados a la acuarela que le sonreían desde los afiches. La Primera Dama experimentó un indescifrable sentimiento que se aproximaba a la felicidad. Su mutismo incoercible no estaba hecho ahora de aquella angustia frente a la negación de la palabra, sino de la timidez de la niña que era cuando, recostada panza abajo en la terraza del Luminaris veía, a través de la claraboya que se abría en las noches de verano, las películas mexicanas cuyas canciones habría de cantar el resto su vida. La Primera Da ma volvió a mirar al Presidente, que yacía a sus pies, y deseó que permaneciese así para siempre, que aquel mundo salido de la planicie del celuloide se perpetuara; comprendió que prefería los fantasmas que no acertaban a sincronizar la voz con el movimiento de los labios, a los horribles espantajos ministeriales que presidía su marido y con los que, desde el día en que decidió casarse, estaba obligada a convivir. Descubrió que no estaba dispuesta a tolerar un día más junto a aquellos que hubiesen matado con sus propias manos a su hijo de no haberse muerto, antes, atragantado con un hueso de pollo. Luis Sandríni la miraba ahora con unos ojos llenos de la misma pueril ternura de su personaje más sentimental. María de los Perros Amor, conmovida por su reciente descubrimiento, se replegó en un llanto tan amargo como introvertido, en un llanto sordo que sólo se manifestaba en unas lágrimas que le inundaban los párpados. Imaginó que ella misma era el fantasma de una actriz del cine mudo sumida en el olvido. Se enjugó las lágrimas y, cuando volvió a abrir los ojos, pudo comprobar que los tres actores se habían desvanecido. El Presidente se incorporó como si nada hubiese sucedido, miró el reloj, terminó de cepillarse los dientes y sentenció:

– Es hora de dormir.

María de los Perros Amor llenó una jarra con agua y puso dentro las rosas, que empezaban a marchitarse.

7

El Presidente caminaba con las manos enlazadas detrás de la espalda a lo largo de los corredores que unían los inmensos sets de filmación. Sus pasos resonaban contra los tinglados desde cuyas alturas en penumbra colgaban como murciélagos durmientes decenas de reflectores destartalados, rieles pendulantes a punto de derrumbarse y madejas de cables que reptaban entre las vigas como serpientes al acecho. El Primer Mandatario esperaba ver aparecer a su fiel consejero desde las sombras; creía verlo encarnado en un maniquí ataviado de dama antigua, en el brillo de los ojos de un gato fugitivo que atravesaba el corredor; en voz baja interrogaba al retrato de tal o cual astro sonriente que mostraba los dientes a la posteridad colgado desde las paredes ruinosas de Palatina Sono Film. Inquiría con la mirada a los bustos de bronce que presidían los despachos, a las sílfides de yeso que adornaban las fuentes de los jardines, interpelaba en un susurro a los querubines de estuco y a los mascarones de la Tragedia y la Comedia que ornamentaban los dinteles de las puertas; murmuraba en aymará a los viejos proyectores y a los micrófonos, a los parlantes mudos y escacharrados, esperando oír la sabia voz de su viejo consejero, visible sólo a sus ojos, materializado en alguno de todos aquellos objetos diversos, antagónicos, indescifrables.

Desde el día previo a La Ascensión, cuando se presentó bajo la forma de una salamandra que reptaba entre las brasas del fuego del hogar, no había vuelto a tener noticias de su invisible asesor. El Presidente empezaba a preocuparse seriamente. Necesitaba, quizá como nunca, la palabra justa, el sabio consejo de su ministro sin cartera ni despacho, del incondicional mentor de sus decisiones más trascendentes. Confinado en aquella ciudadela poblada de espantajos color sepia que no acertaban a sincronizar la voz con el movimiento de los labios, recordaba los cada vez más lejanos días de gloria con una nostalgia amarga a la cual no estaba dispuesto a resignarse. Abriéndose camino entre fantasmas sufrientes condenados a recitar sus parlamentos más vergonzosos en ese purgatorio escenográfico, buscaba con desesperación a aquel que, con verbo oracular, tantas veces lo había sacado de los atolladeros más intrincados. Con los ojos inyectados de furia, aventaba el desfile de espectros que le salían al cruce como quien se deshiciera de un enjambre de moscas. Como salidos de un fresco ramplón alegórico de una Divina Comedia de saínete, multitudes de ánimas se desgarraban de sobreactuado dolor, ardían en el fuego histríónico de sus monólogos grandilocuentes y penosos.

Con sus pobres almas salidas de foco, Carlos Villarias, ataviado con una capa, mordía la yugular de Lupita Tovar una y otra vez, repitiendo hasta el hartazgo "voy a darte el dulce beso de la muerte", la célebre frase de la escena del Drácula criollo. Más allá, velada por unos rayones verticales y fulgurantes, Imperio Argentina lloraba el despecho de un cuplé apenas audible tras el ruido áspero de la púa de un gramófono invisible. Igual que un moscardón pertinaz, el lamentable espectro de Mario Sóffici representando el papel que hiciera en El linyera, se arrastraba a los pies del Presidente y extendiendo hacia él un sombrero marchito, le suplicaba:

– Por el amor de Dios, señor, una moneda.

Entonces el Primer Mandatario intentaba asestarle una patada pero, invariablemente, su pierna atravesaba la doliente figura del mendigo sin conseguir espantarlo.

Sentada en un sillón de terciopelo que deambulaba por el aire alrededor de Su Excelencia, Mona Maris sostenía el auricular de un teléfono blanco y, una y otra vez, en forma idéntica, extendía el tubo hacia el Presidente y repetía con voz dramática:

– Es para ti, canalla.

En un ángulo del estudio, María Esther Buschiazzo yacía en una cama, decrépita pero sonriente, tomando la mano de Luis Sandrini, que, con los ojos llenos lágrimas, no dejaba de proclamar a los cuatro vientos:

– ¡La vieja ve lo colore! ¡La vieja ve lo colore!

Sentado en una silla de tres patas, José Marrone, mientras se rascaba ostensiblemente la entrepierna, repetía como una autómata:

– Laburás, te cansás, ¿que ganás?

Y así, buscando entre la multitud de almas en pena la figura de su consejero, el Presidente se abría paso entre las voces que le susurraban al oído:

– Una moneda, señor, por el amor de Dios.

– Voy a darte el dulce beso de la muerte.

– Es para ti, canalla.

– ¡La vieja ve lo colore! ¡La vieja ve lo colore!

– Laburás, te cansás, ¿que ganás?

En medio de aquel alucinatorio desfile de espíritus condenados a representar por toda la eternidad sus libretos más lamentables, el Presidente pudo ver una figura que dimanaba un aura de luz blanca. El Hijo de Wari, encandilado, se cubrió la cara con el antebrazo. Cuando volvió a mirar, en el centro de la fulgurante silueta que presentaba unas alas inmensas y etéreas, reconoció la beatífica sonrisa de Carlos Gardel. El rostro radiante, blanco e iluminado lo miraba con unos ojos hechos de compasión y bondad. El ángel extendió un brazo crispado hacia el Presidente, movió los labios, rojos y delineados, pero no pudo articular palabra. Una lágrima rodó por su mejilla. Hizo otro esfuerzo por emitir un sonido pero volvió a fracasar. Sobrecogido, el Hijo de Wari comprendió que aquella estampa de Gardel databa de la época del cine mudo. A diferencia de los fastidiosos demonios que constituían el aquelarre vociferante de personajes levantados del sepulcro amarillo del celuloide, el ángel del Abasto estaba privado para siempre de su voz de zorzal. El Presidente comprendió de inmediato que la inconfundible figura de Gardel era, en realidad, la encarnadura que había elegido esta vez su consejero. El corazón de Su Excelencia latió con fuerza. Viendo que al Presidente ya no le alcanzaban las manos para ahuyentar a los espectros que no dejaban de acosarlo, el asesor encarnado en Carlos Gardel extendió la mano; en ese momento, sostenida por unos hilos mal disimulados, como manejada por un tramoyista, desde las alturas descendió la rolliza Shirley Temple agitando unas alitas de plumas de ganso trayendo un tridente que depositó en la mano del Zorzal Criollo. Entonces, ante la sola visión del ángel armado con el tridente, los espíritus penitentes se diluyeron en una nube de humo verde.

La cara del Presidente se iluminó. Cuando el consejero por fin consiguió que los fantasmas volvieran a su prisión de celuloide diluyéndose en aquel vapor que se deshizo en el aire, miró al Hijo de Wari y, con una sonrisa tierna, articuló sin emitir sonido:

– Madre -pudo leer el Presidente en los labios del ángel mudo. Adivinaba en el brillo de los ojos de su consejero personificado en la inmaculada estampa de Gardel un signo sombrío. El ángel callado giró sobre su eje, caminó cabizbajo y, con paso lento y las alas plegadas, se perdió en las sombrasde un largo corredor. El Hijo de Wari supo que no tenía nada que preguntar. Caminó siguiendo el paso leve del arcángel que se detuvo frente a la entrada de un estudio. Carlos Gardel destrabó el enorme pasador que aseguraba las puertas y las abrió de par en par. Entonces el Presidente pudo ver una réplica perfecta del Enola Gay con su resplandeciente carga de bombas debajo de su vientre de aluminio que alguna vez había reflejado las últimas imágenes de Hiroshima y de Nagasaki. Deslumbrado, el Hijo de Wari caminó hacia el avión. Acariciaba las aspas de las hélices, recorría con la yema de los dedos las nervaduras de las alas, palmeaba el lomo plateado de la bestia como quien le prodigara caricias a un viejo saurio durmiente. Su consejero encarnado en la figura de Gardel miraba al Presidente con una sonrisa hecha de satisfacción y fatalidad. Con un gesto apenas perceptible, el sombrío asesor que había adivinado las intenciones de Su Excelencia- asintió, invitándolo a que se dejara llevar por la tentación. Entonces, con la destreza de un piloto experimentado, el Presidente tomó un aspa de la hélice y la hizo girar. El motor rugió, carraspeó y, finalmente, rodó parejo en un estruendo ensordecedor. Con un salto ágil, el Presidente trepó hasta la cabina, ocupó la butaca, probó el instrumental, el funcionamiento de las palancas y se calzó las antiparras y la bufanda que descansaban sobre el ala.

Su consejero abrió las compuertas del hangar y,por primera vez en seis décadas, el avión inició el lento carreteo hacia el exterior con la incontenible avidez de libertad de un pájaro escapado de su largo cautiverio.

El ángel mudo se elevó paralelo al aeroplano. Ambos se perdieron tras una nube de tormenta.

8

Sobresaltados por el bramido ensordecedor de los motores, los Doce, desperdigados en distintos sitios de la ciudadela, corrieron hacia el incierto lugar desde donde provenía el estruendo. A un tiempo y sin que se lo hubieran propuesto, coincidieron todos en el corredor que conducía a los sets. Se miraron los unos a los otros y en la expresión desencajada del prójimo descubrieron que los unía la misma preocupante sospecha. Entonces se echaron a correr en dirección al exterior. Algunos a medio vestir, otros ataviados con vestuarios escénicos, avanzaban torpe y desesperadamente enredándose entre los complicados pliegues de las túnicas árabes, trastabillando a merced de los coturnos griegos, enceguecidos por los sombreros de cosaco que les caían sobre los ojos. Como una turba de clowns espantados, apuraban el paso tomándose el abdomen. Con el corazón en la garganta a causa de la fatiga y el desasosiego, los ministros, finalmente, alcanzaron la salida. Detuvieron la marcha y vieron, boquiabiertos, el viejo cuatrimotor elevándose hacia un claro entre las nubes. Pudieron distinguir la figura del Presidente, que los miraba, hubieran jurado, con una sonrisa hecha de malicia. Presas de su mismo artilugio, convencidos de la eficacia de la magia de la que jamás fueron dueños, inocentemente intentaban levantar vuelo. Corrían como avestruces, agitaban los brazos persuadidos de que eran alas, saltaban e inmediatamente caían de bruces como presas de caza. Se incorporaban y volvían a intentarlo una y otra vez. Decepcionados de su pedestre condición, lloraban con el rostro hundido en el barro. Pataleaban, golpeaban el suelo con los puños, arrojaban piedras inútiles e insultos en vano hacia el cielo, mientras veían cómo se escapaba su futuro y se perdía entre las nubes. Como niños, lloraban y maldecían su infinito candor: hechizados por el Hijo de Wari, confiados en su propia lealtad, y sin que lo supieran los demás, le habían revelado al Presidente el número secreto.

El viejo bombardero ganó altura, viró hacia el poniente y se perdió suavemente tras un manto de nubes negras mostrando su culo burlón al triste gabinete.

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