El año en que creyó que iba a morir se pasó la mayor parte de su quincuagésimo tercer cumpleaños como la mayoría de los demás días, oyendo a la gente quejarse de su madre. Madres desconsideradas, madres crueles, madres sexualmente provocativas. Madres fallecidas que seguían vivas en la mente de sus hijos. Madres vivas a las que sus hijos querían matar. El señor Bishop, en particular, y la señorita Levy y el realmente desafortunado Roger Zimmerman, que compartía su piso del Upper West Side y al parecer su vida cotidiana y sus vívidos sueños con una mujer de mal genio, manipuladora e hipocondríaca al parecer empeñada en arruinar hasta el menor intento de independizarse de su hijo; todos sus pacientes dedicaron sus sesiones a echar pestes contra las mujeres que los habían traído al mundo.
Escuchó en silencio terribles impulsos de odio asesino, a los que sólo de vez en cuando agregaba algún breve comentario benévolo, evitando interrumpir la cólera que fluía a borbotones del diván. Ojalá alguno de sus pacientes inspirara hondo, se olvidara por un instante de la ira que sentía y comprendiera lo que en realidad era ira hacia sí mismo. sabía por experiencia y formación que, con el tiempo, tras años de hablar con amargura en el ambiente peculiarmente distante de la consulta del analista, todos ellos, hasta el pobre, desesperado e incapacitado Roger Zimmerman, llegarían a esa conclusión por sí solos.
Sin embargo, la fecha de su cumpleaños, que le recordaba de un modo muy directo su mortalidad, le hizo preguntarse si le quedaría tiempo suficiente para ver a alguno de ellos llegar a ese momento de aceptación que constituye el eureka del analista. Su propio padre había muerto poco después de haber cumplido cincuenta y tres años, con el corazón debilitado por el estrés y años de fumar sin parar, algo que le rondaba sutil y malévolamente bajo la conciencia. Así, mientras el antipático Roger Zimmerman gimoteaba en los últimos minutos de la última sesión del día, él estaba algo distraído y no le prestaba toda la atención que hubiera debido. De pronto oyó el tenue triple zumbido del timbre de la sala de espera.
Era la señal establecida de que había llegado un posible paciente. Antes de su primera sesión, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar, debía hacer dos llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, más larga. Eso era para diferenciarlo de cualquier vendedor, lector de contador, vecino o repartidor que pudiera llegar a su puerta.
Sin cambiar de postura, echó un vistazo a su agenda, junto al reloj que tenía en la mesita situada tras la cabeza del paciente, fuera de la vista de éste. A las seis de la tarde no había ninguna anotación. El reloj marcaba las seis menos doce minutos, y Roger Zimmerman pareció ponerse tenso en el diván.
– Creía que todos los días yo era el último.
No contestó.
– Nunca ha venido nadie después de mí, por lo menos que yo recuerde -añadió Zimmerman-. Jamás. ¿Ha cambiado las horas sin decírmelo?
Siguió sin responder.
– No me gusta la idea de que venga alguien después de mi -espetó Zimmerman-. Quiero ser el último.
– ¿Por qué cree que lo prefiere así? -le preguntó por fin.
– A su manera, el último es igual que el primero -contestó Zimmerman con una dureza que implicaba que cualquier idiota se daría cuenta de eso.
Asintió. Zimmerman acababa de hacer una observación fascinante y acertada. Pero como era propio del pobre hombre, la había hecho en el último momento de la sesión. No al principio, cuando podrían haber mantenido un diálogo fructífero los cincuenta minutos restantes.
– Intente recordar eso mañana -sugirió-. Podríamos empezar por ahí. Me temo que hoy se nos ha acabado el tiempo.
– ¿Mañana? -Zimmerman vaciló antes de levantarse-. Corríjame si me equivoco, pero mañana es el último día antes de que usted empiece esas malditas vacaciones de agosto que toma cada año. ¿De qué me servirá eso?
Una vez más permaneció callado y dejó que la pregunta flotara por encima de la cabeza del paciente. Zimmerman resopló con fuerza.
– Lo más probable es que quienquiera que esté ahí fuera sea más interesante que yo, ¿verdad? -soltó con amargura. Luego se incorporó en el diván y miró al analista-. No me gusta cuando algo es distinto. No me gusta nada -dijo con dureza. Le lanzó una mirada rápida y penetrante mientras se levantaba. Sacudió los hombros y dejó que una expresión de contrariedad le cruzara el semblante-. Se supone que siempre será igual -prosiguió-. Vengo, me tumbo, empiezo a hablar. El último paciente todos los días. Es como se supone que será. A nadie le gusta cambiar. -Suspiró, pero esta vez más con una nota de cólera que de resignación-. Muy bien. Hasta mañana, pues. La última sesión antes de que se marche a París, a Cape Cod, a Marte, o adondequiera que vaya y me deje solo.
Zimmerman se volvió con brusquedad y cruzó furibundo la pequeña consulta para salir por la puerta sin mirar atrás.
Permaneció un instante en el sillón escuchando el tenue sonido de los pasos del hombre enfadado que se alejaban por el pasillo exterior. Después se levantó, resintiéndose un poco de la edad, que le había anquilosado las articulaciones y tensado los músculos durante la larga y sedentaria tarde tras el diván, y se dirigió a la entrada, una segunda puerta que daba a su modesta sala de espera.
En ciertos aspectos, esa habitación con su diseño improbable y curioso, donde había montado su consulta hacía décadas, era singular, y había sido la única razón por la que había alquilado el piso al año siguiente de haber terminado el período de residencia y el motivo de haber seguido en él más de un cuarto de siglo.
La consulta tenía tres puertas: una que daba al recibidor, reconvertido en una pequeña sala de espera; una segunda que daba directamente al pasillo del edificio, y una tercera que llevaba a la cocina, el salón y el dormitorio del resto del piso. Su consulta era una especie de isla personal con portales a esos otros mundos. Solía considerarla un espacio secundario, un puente entre realidades distintas. Eso le gustaba, porque creía que la separación de la consulta del exterior contribuía a que su trabajo le resultara más sencillo.
No tenía ni idea de a cuál de sus pacientes se le habría ocurrido volver. Así, de pronto, no recordaba un solo caso en que alguno lo hubiera hecho en todos sus años de ejercicio.
Tampoco era capaz de imaginar qué paciente sufriría una crisis tal que lo llevara a introducir un cambio tan inesperado en la relación entre analista y analizado. Él se basaba en la rutina; en ella y en la longevidad, con las que el peso de las palabras pronunciadas en la inviolabilidad artificial pero absoluta de la consulta se abriera finalmente paso hacia la vía de la comprensión. En eso Zimmerman tenía razón. Cambiar iba en contra de todo. Así que cruzó la habitación con brío, con el impulso que genera la expectativa, un poco inquieto ante la idea de que algo urgente se hubiese colado en una vida que con frecuencia temía que se hubiese vuelto demasiado imperturbable y totalmente previsible.
Abrió la puerta y observó la sala de espera.
Estaba vacía.
Eso lo desconcertó un instante, y pensó que a lo mejor había imaginado el sonido del timbre, pero Zimmerman también lo había oído, y él, además, había reconocido el ruido inconfundible de alguien en la sala de espera.
– ¿Hola? -dijo, aunque era evidente que no había nadie que pudiera oírlo.
Arrugó la frente sorprendido y se ajustó las gafas de montura metálica sobre la nariz.
– Curioso -afirmó en voz alta.
Y entonces vio el sobre que alguien había dejado en el asiento de la única silla que había para los pacientes que esperaban. Soltó el aire despacio, sacudió la cabeza y pensó que eso era algo demasiado melodramático, incluso para sus actuales pacientes.
Se acercó y recogió el sobre. Tenía su nombre mecanografiado.
– Qué extraño -musitó.
Dudó antes de abrir la carta, que levantó a la altura de la frente como haría alguien que quisiera demostrar sus poderes mentales en un número de variedades, intentando adivinar cuál de sus pacientes la habría dejado. Pero era un acto inusual. A todos les gustaba expresar quejas sobre sus supuestas deficiencias e incompetencia de forma directa y con frecuencia, lo que, aunque molesto a veces, formaba parte del proceso.
Abrió el sobre y extrajo dos hojas mecanografiadas. Leyó sólo la primera línea:
Feliz 530 cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte.
Inspiró hondo. El aire cargado del piso parecía marearlo, y apoyó la mano contra la pared para no perder el equilibrio.
El doctor Frederick Starks, un hombre dedicado profesionalmente a la introspección, vivía solo, perseguido por los recuerdos de otras personas.
Se dirigió a su pequeño escritorio de arce, una antigüedad que su esposa le había regalado quince años atrás. Ella había muerto hacía tres años, y cuando se sentó tras la mesa le pareció que todavía podía oír su voz. Extendió las dos hojas de la carta delante de él, en el cartapacio. Pensó que había pasado una década desde la última vez que había sentido miedo, y en aquella ocasión se había tratado del diagnóstico que el oncólogo hizo a su mujer. Ahora, el renovado sabor seco y ácido en su boca era tan desagradable como la aceleración de su corazón, que sentía desbocado en el pecho.
Dedicó unos segundos a intentar sosegar sus rápidos latidos y esperó con paciencia hasta notar que recuperaba su ritmo habitual. Era muy consciente de su soledad en ese momento, y detestó la vulnerabilidad que esa soledad le provocaba.
Ricky Starks -no solía dejar que nadie supiera cuánto prefería el sonido afable y amistoso de la abreviación informal al más sonoro Frederick- era un hombre rutinario y ordenado. Su minuciosidad y formalidad rozaban sin duda la obsesión; creía que imponer tanta disciplina a su vida cotidiana era la única forma segura de intentar interpretar el desconcierto y el caos que sus pacientes le acercaban a diario. No era espectacular físicamente: no llegaba al metro ochenta, con un cuerpo delgado y ascético al que contribuía una caminata diaria a la hora del almuerzo y una negativa férrea a darse el gusto de tomar los dulces y los helados que en secreto le encantaban.
Llevaba gafas, algo habitual en un hombre de su edad, aunque se enorgullecía de que su graduación siguiera siendo mínima.
También se sentía orgulloso de que el cabello, aunque menos abundante, todavía le cubriese la cabeza como trigo en una pradera. Ya no fumaba, y tomaba sólo un ocasional vaso de vino alguna que otra noche para conciliar mejor el sueño. Era un hombre acostumbrado a su soledad, y no lo desanimaba comer solo en un restaurante ni ir a un espectáculo de Broadway o al cine sin compañía. Consideraba que tanto su cuerpo como su mente estaban en excelentes condiciones. La mayor parte de los días se sentía mucho más joven de lo que era. Pero no se le escapaba que el año que acababa de empezar era el mismo que su padre no había logrado superar, y a pesar de la falta de lógica de esta observación pensaba que él tampoco sobreviviría a los cincuenta y tres, como si tal cosa fuera injusta o, de algún modo, inadecuada. Sin embargo, en contradicción consigo mismo, mientras contemplaba de nuevo las primeras palabras de la carta, pensó que todavía no estaba preparado para morir. Entonces siguió leyendo, despacio, deteniéndose en cada frase, dejando que el terror y la inquietud arraigaran en él.
Pertenezco a algún momento de su pasado.
Usted arruinó mi vida. Quizá no sepa cómo, por qué o cuándo, pero lo hizo. Llenó todos mis instantes de desastre y tristeza. Arruiné mi vida. Y ahora estoy decidido a arruinar la suya.
Ricky Starks inspiró hondo otra vez. Vivía en un mundo donde las amenazas y las promesas falsas eran corrientes, pero aquellas palabras sonaban muy distintas de las divagaciones atroces que estaba acostumbrado a oír a diario.
Al principio pensé que debería matarlo para ajustarle las cuentas, sencillamente. Pero me di cuenta de que eso era demasiado sencillo. Es un objetivo patéticamente fácil, doctor. De día, no cierra las puertas con llave. Da siempre el mismo paseo por la misma ruta de lunes a viernes. Los fines de semana sigue siendo de lo más predecible, hasta la salida del domingo por la mañana para comprar el Times y tomar un bollo y un café con dos terrones de azúcar y sin leche en el moderno bar situado dos calles más abajo de su casa.
Demasiado fácil. Acecharlo y matarlo no habría supuesto ningún desafío. Y, dada la facilidad de ese asesinato, no estaba seguro de que me proporcionara la satisfacción necesaria. He decidido que prefiero que se suicide.
Ricky Starks se movió incómodo en el asiento. Podía notar el calor que desprendían las palabras, como el fuego de una estufa de leña que le acariciara la frente y las mejillas. Tenía los labios secos y se los humedeció en vano con la lengua.
Suicídese, doctor.
Tírese desde un puente. Vuélese la tapa de los sesos con una pistola. Arrójese bajo un autobús. Láncese a las vías del metro. Abra el gas de la estufa. Encuentre una buena viga y ahórquese. Puede elegir el método que quiera.
Pero es su mejor oportunidad.
Su suicidio será mucho más adecuado, dadas las circunstancias de nuestra relación. Y, sin duda, una manera más satisfactoria de que pague lo que me debe.
Verá, vamos a jugar a lo siguiente: tiene exactamente quince días, a partir de mañana a las seis de la mañana, para descubrir quién soy. Si lo consigue, tendrá que poner uno de esos pequeños anuncios a una columna que salen en la parre inferior de la portada del New York Times y publicar en él mi nombre. Eso es todo: publique mi nombre.
Si no lo hace… Bueno, ahora viene lo divertido. Observará que en la segunda hoja de esta carta aparecen los nombres de cincuenta y dos parientes suyos. Su edad comprende desde un bebé de seis meses, hijo de su sobrino, hasta su primo, el inversor de Wall Street y extraordinario capitalista, que es tan soso y aburrido como usted. Si no logra poner el anuncio según lo descrito, tiene una opción: suicidarse de inmediato o me encargaré de destruir a una de estas personas inocentes.
Destruir.
Una palabra muy interesante. Podría significar la bancarrota financiera. Podría significar la ruina social. Podría significar la violación psicológica.
También podría significar el asesinato. Es algo que deberá preguntarse. Podría ser alguien joven o alguien viejo. Hombre o mujer. Rico o pobre. Lo único que le prometo es que será la clase de hecho que ellos -sus seres queridos- no superarán nunca, por muchos años que hagan psicoanálisis.
Y usted vivirá hasta el último segundo del último minuto que le quede en este mundo sabiendo que fue el único responsable.
Salvo, por supuesto, que adopte la postura más honorable y se suicide para salvar así de su destino al objetivo que he elegido.
Tiene que decidir entre mi nombre o su necrológica. En el mismo periódico, por supuesto.
Como prueba de mi alcance y del extremo de mi planificación, me he puesto en contacto hoy con uno de los nombres de la lista con un mensaje muy modesto. Le insto a pasar el resto de esta tarde averiguando quién ha sido el destinatario y cómo. Así por la mañana podrá empezar, sin demora, la tarea que le espera.
Lo cierto es que no espero que sea capaz de adivinar mi identidad, por supuesto.
Así pues, para demostrarle mi deportividad, he decidido que a lo largo de los próximos quince días voy a proporcionarle una pista o dos de vez en cuando. Sólo para que las cosas sean más interesantes, aunque alguien intuitivo e inteligente como usted debería suponer que esta carta está llena de pistas. Aun así, ahí va un anticipo, y gratis.
La vida era alegre en el pasado: un retoño y sus padres a su lado.
El padre soltó amarras, se largó, y entonces todo eso se acabó.
La poesía no es mi fuerte.
El odio sí.
Puede hacer tres preguntas que se contesten con si o no.
Use el mismo método, los pequeños anuncios de la portada del New York Times.
Contestaré a mi propia manera en veinticuatro horas.
Buena suerte. Tal vez desee también dedicar tiempo a los preparativos de su funeral. La incineración es probablemente mejor que un entierro tradicional. Sé cuánto le desagradan las iglesias. No creo que sea buena idea llamar a la policía. Lo más seguro es que se burlen de usted, y sospecho que su altanería no lo encajará demasiado bien.
Además, podría enfurecerme más; no se imagina usted lo inestable que soy en realidad. Podría reaccionar de modo imprevisible, de muchas formas malvadas. Pero puede estar seguro de algo: mi cólera no conoce límites.
La carta estaba firmada en mayúsculas:
RUMPLESTILTSKIN.
Ricky Starks se reclinó en la silla, como si la furia que emanaba de aquellas palabras le hubiera propinado un puñetazo en la cara. Se puso de pie, se acercó a la ventana y la abrió, de modo que los sonidos de la ciudad irrumpieron en la calma de la pequeña habitación transportados por una inesperada brisa de finales de julio que auguraba una tormenta nocturna. Inspiró buscando alivio para el calor que le embargaba. Oyó el aullido agudo de una sirena de policía y la cacofonía regular de los cláxones, que es como el ruido uniforme de Manhattan. Respiró hondo dos o tres veces antes de cerrar la ventana y dejar fuera todos los sonidos de la vida urbana normal.
Volvió a la carta.
«Tengo un problema», pensó. Pero todavía no estaba seguro de lo grave que era.
Era consciente de que había recibido una amenaza terrible, pero los parámetros seguían sin estar claros. Una parte de él le decía que no prestara atención a la carta, que se negara a participar en algo que no se parecía en nada a un juego. Resopló una vez y dejó que este pensamiento aflorara. Toda su formación y experiencia sugerían que lo más razonable era no hacer nada. Después de todo, el analista suele encontrarse con que guardar silencio y no contestar al comportamiento provocador y escandaloso de un paciente es la forma más inteligente de llegar a la verdad psicológica de esos actos. Se levantó y rodeó dos veces la mesa, como un perro que husmea un olor inusual.
A la segunda, se detuvo y observó de nuevo la carta.
Sacudió la cabeza. Comprendió que eso no resultaría. Sintió una fugaz admiración por la sutileza del autor. Ricky pensó que probablemente habría recibido una amenaza directa como «Voy a matarte» con un desapego cercano al aburrimiento. Después de todo, había vivido mucho y bastante bien, así que una amenaza de esa índole no significaba gran cosa. Pero no se enfrentaba sólo a eso. La amenaza no se dirigía sólo a él. Estaba previsto que otra persona sufriera si él no hacia nada. Alguien inocente, y seguramente joven, porque los jóvenes son mucho más vulnerables.
Ricky tragó saliva. Se culparía a si mismo, y el resto de sus días se convertirían en una verdadera agonía.
En eso el autor tenía toda la razón.
O si no, el suicidio. Notó un amargor repentino en la boca. El suicidio era la antítesis de todo aquello con lo que siempre se había identificado. Sospechaba que la persona que firmaba como Rumplestiltskin lo sabía.
De golpe se sintió como si estuviera en el banquillo de los acusados.
Empezó de nuevo a pasearse mientras evaluaba la carta. La voz interior insistía en restarle importancia, hacer caso omiso de todo el mensaje y considerarlo una exageración y una fantasía sin ninguna base real, pero era incapaz de hacerlo.
«Que algo te incomode no significa que debas ignorarlo», se reprendió.
Pero no tenía la menor idea de cómo reaccionar. Dejó de caminar y regresó a su asiento. «Locura -pensó-. Pero una locura con un inconfundible toque de inteligencia, porque provocará que me sume a ella.»
– Debería llamar a la policía -dijo para sí.
Pero se detuvo.
¿Qué diría? ¿Marcaría el 911 y explicaría a algún sargento gris y sin imaginación que había recibido una carta amenazadora?
¿Y escucharía cómo el hombre le replicaba «¿y qué?»? Hasta donde sabía, no se había infringido ninguna ley. A no ser que sugerir a alguien que se suicidara fuera alguna clase de delito. ¿Extorsión, tal vez? Se preguntó qué clase de homicidio podría ser. Le pasó por la cabeza llamar a un abogado, pero se dio cuenta de que la situación que planteaba Rumplestiltskin no era legal. Se había acercado a él en un terreno que dominaba. Sugería que se trataba de un juego de intuición y psicología; era cuestión de emociones y de miedos. Sacudió la cabeza y se dijo que podía lidiar en ese ámbito.
– Así pues, ¿qué tenemos aquí? -se preguntó en la habitación vacía.
«Alguien conoce mis costumbres -pensó-. Sabe cómo entran mis pacientes a la consulta. Sabe cuándo almuerzo y qué hago los fines de semana. Ha sido lo bastante inteligente como para preparar una lista de familiares; eso requiere bastante ingenio. Y sabe cuándo es mi cumpleaños. -Inspiró a fondo de nuevo-. Me ha estudiado. No lo sabía, pero alguien estaba observándome. Evaluándome. Alguien ha dedicado tiempo y esfuerzo a crear este juego y no me ha dejado demasiado margen para contraatacar.»
Tenía la lengua y los labios secos. De repente sintió mucha sed, pero no quería abandonar la inviolabilidad de su consulta para ir por un vaso de agua a la cocina.
¿Qué he hecho para que alguien me odie tanto? -se preguntó, y fue como un puñetazo en el estómago.
Sabía que, como muchos profesionales, tenía la arrogancia de pensar que su rinconcito del mundo se había beneficiado del conocimiento y la aceptación de su existencia. La idea de haber provocado en alguien un odio monstruoso le producía un profundo desasosiego.
– ¿Quién eres? -preguntó mirando la carta.
Empezó a repasar precipitadamente la retahíla de pacientes, remontándose décadas atrás, pero se detuvo. Sabía que tendría que hacer eso, pero de manera sistemática, disciplinada y tenaz, y aún no estaba preparado para dar ese paso.
No se consideraba demasiado cualificado para hacer las veces de policía. Pero sacudió la cabeza al percatarse de que, en cierto modo, eso no era cierto. Durante años había sido una especie de detective. La diferencia radicaba en la naturaleza de los delitos investigados y las técnicas utilizadas. Reconfortado por este pensamiento, Ricky Starks volvió a sentarse tras su escritorio, buscó en el cajón superior derecho y sacó una vieja libreta de direcciones sujeta con una goma elástica.
«Para empezar -se dijo-, puedes averiguar con qué familiar se ha puesto en contacto. Debe de ser un antiguo paciente, alguien que interrumpió el psicoanálisis y se sumió en una depresión. Alguien que ha albergado una fijación casi psicótica durante varios años.»
Sospechó que, con un poco de suerte y quizás uno o dos empujoncitos en la dirección adecuada a partir del familiar con quien se hubiera puesto en contacto, podría identificar al ex paciente contrariado. Trató de convencerse, empáticamente, de que Rumplestiltskin en realidad le estaba pidiendo ayuda. Luego, casi con la misma rapidez, descartó este pensamiento inconsistente. Con la libreta de direcciones en la mano pensó en el personaje del cuento de hadas cuyo nombre utilizaba el autor de la carta. Cruel, penso. Un enano mágico con el corazón tenebroso que no es superado en inteligencia, sino que pierde su contienda por pura mala suerte. Esta observación no lo hizo sentir mejor.
La carta parecía brillar en la mesa, delante de él.
Asintió lentamente.
«Te dice mucho -pensó-. Mezcla las palabras de la carta con lo que su autor ya ha hecho y probablemente estarás a medio camino de averiguar quién es.»
Así que abrió la libreta de direcciones para buscar el número del primer familiar de los cincuenta y dos de la lista. Hizo una mueca y empezó a marcar los números de teléfono. En la última década había tenido poco contacto con sus familiares y sospechaba que ninguno de ellos tendría demasiadas ganas de tener noticias suyas. En especial, dado el cariz de la llamada.
Ricky Starks se mostró muy poco apto para sonsacar información a familiares que se sorprendían al oír su voz. Estaba acostumbrado a interiorizar todo lo que oía a los pacientes en la consulta y a conservar el control de todas las observaciones e interpretaciones.
Pero al marcar un número tras otro se encontró en territorio desconocido e incómodo, incapaz de concebir un guión verbal que pudiera seguir, algún saludo estereotipado seguido de una breve explicación del motivo de su llamada. En lugar de eso, sólo oía vacilación e indecisión en su voz cuando se atascaba con saludos trillados e intentaba obtener una respuesta a la pregunta más idiota:
«¿Te ha ocurrido algo extraño?».
Por consiguiente, aquel atardecer estuvo lleno de conversaciones telefónicas de lo más irritantes. Sus parientes se llevaban una sorpresa desagradable al oírlo, sentían curiosidad y pesadumbre por el hecho de que llamara después de tanto tiempo, estaban ocupados en alguna actividad que él interrumpía o, sencillamente, se mostraban maleducados. Cada contacto poseía cierta brusquedad, y más de una vez se lo quitaron de encima con rudeza. Hubo varios lacónicos: «¿De qué diablos va todo esto?», a los que mentía asegurando que un antiguo paciente había logrado obtener de algún modo una lista con los nombres de sus familiares y le preocupaba que pudiera importunarlos. No mencionaba que alguien pudiera estar enfrentándose a una amenaza, lo que quizás era la mayor mentira de todas.
Ya casi eran las diez de la noche, la hora en que se acostaba, y todavía le quedaban más de dos docenas de nombres en la lista.
Hasta entonces no había conseguido detectar nada lo bastante fuera de lo corriente como para que mereciera investigar mas.
Pero a la vez dudaba de su habilidad para preguntar. La extraña vaguedad de la carta de Rumplestiltskin le hacía temer que la conexión se le hubiera pasado por alto. Y también era posible que, en cualquiera de las breves conversaciones que había mantenido esa tarde, la persona con que el autor de la carta se había puesto en contacto no hubiera contado la verdad a Ricky. Por lo demás, había habido unas cuantas llamadas frustrantes sin contestar, y en tres ocasiones tuvo que dejar un mensaje forzado y críptico en un contestador automático.
Se negaba a creer que la carta recibida ese día fuese una mera broma pesada, aunque eso habría estado bien. La espalda se le había entumecido. No había comido y estaba hambriento. Tenía dolor de cabeza. Se mesó el cabello y se frotó los ojos antes de marcar el número siguiente, sintiendo una especie de agotamiento que le martilleaba las sienes. Consideró que el dolor de cabeza era una pequeña penitencia por la conclusión a la que estaba llegando: estaba aislado y distanciado de la mayoría de sus familiares.
«El pago del olvido», pensó mientras se disponía a llamar al vigésimo primer nombre de la lista que le proporcionó Rumplestiltskin. Seguramente no era razonable esperar que los parientes de uno aceptaran un contacto repentino tras tantos años de silencio, sobre todo los parientes lejanos, con quienes tenía poco en común. Más de uno se había quedado callado al oír su nombre, como si tratara de recordar quién era exactamente. Esas pausas le hacían sentir un poco como un viejo ermitaño que bajara de la cima de una montaña, o un oso durante los primeros minutos después de una larga hibernación.
El vigésimo primer nombre sólo le resultaba remotamente familiar. Se esforzó en intentar asignar una cara y una categoría a las palabras que tenía delante. Una imagen se formó despacio en su cabeza. Su hermana mayor, que había fallecido diez años antes, tenía dos hijos, y éste era el mayor de los dos. Eso convertía a Ricky en un tío bastante desangelado. No había tenido contacto con ningún sobrino desde el entierro de su hermana. Se devanó los sesos tratando de recordar no sólo el aspecto, sino algo del nombre. ¿Tenía esposa? ¿Hijos? ¿Profesión? ¿Quién era?
Sacudió la cabeza. No recordaba nada. La persona con quien tenía que hablar apenas si poseía más entidad que un nombre extraído de un listín telefónico. Estaba enfadado consigo mismo.
«No está bien -se dijo-. Deberías recordar algo.»
Pensó en su hermana, quince años mayor que él, una diferencia de edad que los convertía en miembros de la misma familia pero situados en órbitas distintas. Ella era la mayor; él era fruto de un accidente, destinado a ser siempre el bebé de la familia. Ella había sido poetisa, titulada por una universidad para mujeres de buena familia en los años cincuenta. Había trabajado en el mundo editorial y se había casado bien con un abogado de Boston especializado en derecho mercantil. Sus dos hijos vivían en Nueva Inglaterra.
Ricky observó el nombre en la hoja que tenía delante. Leyó una dirección de Deerfield, Massachusetts, con el prefijo 413. De repente recordó algo: su sobrino era profesor en un instituto privado de esa ciudad. Se preguntó qué enseñaría. La respuesta llegó en unos segundos: historia; historia de Estados Unidos. Entornó los ojos y visualizó un hombre bajo y enjuto con chaqueta de tweed, gafas con montura de concha y un cabello rubio rojizo que le clareaba con rapidez. Un hombre con una esposa como mínimo cinco centímetros más alta que él.
Suspiró y, provisto por lo menos con algo de información, marcó el número y esperó mientras el timbre sonaba media docena de veces antes de que contestara una voz que tenía el tono inconfundible de la juventud. Grave pero impaciente.
– ¿Diga?
– Hola -dijo Ricky-. Quisiera hablar con Timothy Graham.
Soy su tío Frederick. El doctor Frederick Starks.
– Soy Tim hijo.
– Hola, Tim -dijo Ricky tras vacilar un momento-. Me parece que no nos conocemos…
– Pues si, nos conocemos. Nos vimos en el entierro de la abuela. Estabas sentado justo detrás de mis padres en el segundo banco de la iglesia y dijiste a papá que era una bendición que la abuela no hubiera durado más. Recuerdo lo que dijiste porque entonces no lo entendí.
– Debías de tener…
– Siete años.
– Y ahora tendrás…
– Casi diecisiete.
– Pues para ser nuestro único encuentro lo recuerdas muy bien.
El joven consideró esta afirmación antes de contestar.
– El entierro de la abuela me impresionó mucho. -No entró en detalles, sino que cambió de tema-. ¿Querías hablar con papá?
– Si, si es posible.
– ¿Para qué?
Ricky pensó que se trataba de una pregunta poco corriente para alguien joven. No tanto porque Timothy hijo quisiera saber para qué, ya que la curiosidad es consustancial a la juventud, sino porque su tono sonó con un ligero matiz protector. Ricky pensó que la mayoría de los adolescentes se habría limitado a llamar a su padre a gritos para que contestara y habría vuelto a sus quehaceres, ya fuera ver la tele, hacer deberes o jugar a videojuegos, porque la llamada repentina de un familiar mayor y lejano no era algo que incluyeran en su lista de prioridades.
– Bueno, se trata de algo un poco extraño -dijo.
– Hemos tenido un día extraño -contestó el adolescente.
– ¿Y eso? -quiso saber Ricky.
Pero el muchacho no contestó a la pregunta.
– No estoy seguro de que papá quiera hablar con alguien ahora, a no ser que sepa de qué se trata -indicó.
– Entiendo -dijo Ricky con cautela-, pero lo que tengo que decirle podría interesarle.
El joven respondió:
– Papá está ocupado en este momento. La policía todavía no se ha ido.
– ¿La policía? -Ricky inspiró con rapidez-. ¿Ha pasado algo?
El muchacho obvió la pregunta para hacer una a su vez:
– ¿Para qué has llamado? Es que no hemos sabido nada de ti en…
– Muchos años. Diez por lo menos. Desde el entierro de tu abuela.
– Eso, exacto. ¿Por qué ahora de repente?
Ricky pensó que el chico tenía razón en recelar. Empezó el discurso que tenía preparado.
– Un antiguo paciente mío… Recuerdas que soy médico, ¿verdad, Tim? El caso es que podría intentar ponerse en contacto con algún familiar mío. Aunque no hemos estado en contacto en todos estos años, quería avisaros. Por eso he llamado.
– ¿Qué clase de paciente? Eres psiquiatra, ¿no?
– Psicoanalista.
– ¿Y ese paciente es peligroso? ¿O está loco? ¿O las dos cosas?
– Creo que debería hablar de esto con tu padre.
– Ahora está con la policía, ya te lo dije. Creo que están a punto de irse.
– ¿Por qué está con la policía?
– Tiene que ver con mi hermana.
– ¿Con tu hermana?
Ricky intentó recordar el nombre de la chica y visualizaría, pero sólo recordaba una niñita rubia, varios años menor que su hermano. Los veía a los dos sentados a un lado en la recepción después del funeral de su hermana, incómodos con su ropa oscura y rígida, callados pero impacientes, ansiosos de que aquella sombría reunión se disipara y la vida volviera a la normalidad.
– Alguien la siguió… -empezó a contar el chico, pero se detuvo-. Mejor voy a buscar a mi padre -añadió con energía.
Ricky oyó el ruido del auricular al dejarlo sobre la mesa, y voces apagadas de fondo.
Enseguida recogieron el auricular y Ricky oyó una voz que sonaba como la del adolescente, sólo que con mayor cansancio. Al mismo tiempo, contenía una urgencia agobiada, como si su dueño estuviera presionado o lo hubieran pillado en un momento de indecisión. A Ricky le gustaba considerarse un experto en voces, en la inflexión y el tono, en la elección de palabras y el ritmo, todas señales reveladoras de lo que se ocultaba en ellas. El padre del adolescente habló sin preámbulos.
– ¿Tío Frederick? Es una sorpresa oírte, y estoy en medio de una pequeña crisis familiar, así que espero que sea algo verdaderamente importante. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Hola, Tim. Perdona que llame así, de improviso…
– Tim me ha dicho que tienes problemas con un paciente…
– En cierto sentido. Hoy he recibido una carta amenazadora de alguien que podría ser un antiguo paciente. Está dirigida a mi, pero también indica que su autor podría ponerse en contacto con uno de mis parientes. He estado llamando a la familia para alertaros y para averiguar si ha ocurrido algo.
Se produjo un silencio frío y sepulcral que duró casi un minuto.
– ¿Qué clase de paciente? -soltó de golpe Tim padre, haciéndose eco de la pregunta de su hijo-. ¿Se trata de alguien peligroso?
– No sé quién es exactamente. La carta no está firmada. Estoy suponiendo que es un ex paciente pero no lo sé con certeza. De hecho, podría no serlo. Lo cierto es que todavía no sé nada seguro.
– Eso suena vago. Extremadamente vago.
– Es verdad. Lo siento.
– ¿Crees que la amenaza es real?
Ricky advirtió el tono duro y áspero que envolvió la voz de su sobrino.
– No lo sé. Es evidente que me preocupó lo suficiente como para hacer algunas llamadas.
– ¿Has llamado a la policía?
– No. Que me envíen una carta no parece algo ilegal, ¿verdad?
– Es justamente lo que acaban de decirme esos cabrones.
– ¿A qué te refieres?
– La policía. Llamé a la policía y han venido a decirme que no pueden hacer nada.
– ¿Por qué los llamaste?
Timothy Graham no contestó enseguida. Pareció inspirar hondo pero, en lugar de tranquilizarse, fue como si liberara un arrebato de rabia contenida.
– Ha sido asqueroso. Un chalado de mierda. Un hijo de puta repugnante. Si alguna vez le pongo las manos encima, lo mato. Lo mato con mis propias manos. ¿Es un chalado de mierda tu ex paciente, tío Frederick?
El repentino arranque de cólera sorprendió a Ricky. Parecía absolutamente impropio de un profesor de historia de un instituto privado, exclusivo y conservador. Ricky esperó, al principio un poco inseguro de cómo contestar.
– No lo sé -dijo-. Cuéntame qué ha pasado que te ha disgustado tanto.
Tim vaciló otra vez mientras inspiraba hondo, y el sonido recordó el siseo de una serpiente al otro lado de la línea.
– El día de su cumpleaños, si te lo puedes creer. El día que cumple catorce años ni más ni menos. Es asqueroso…
Ricky se puso tenso en su asiento. Algo le estalló de repente en la cabeza, como una revelación. Debería haber visto la conexión de inmediato. De todos sus parientes, uno cumplía años, por pura coincidencia, el mismo día que él. La niña cuya cara le costaba tanto recordar y a la que sólo había visto una vez, en un entierro.
«Ésta debería haber sido tu primera llamada», se recriminó.
Pero no permitió que nada de eso le asomara a la voz.
– ¿Qué pasó? -preguntó sin rodeos.
– Alguien le dejó una felicitación en la taquilla del colegio. Ya sabes, una de esas bonitas tarjetas sensibleras y nada originales, de tamaño gigante, que venden en cualquier centro comercial. Todavía no entiendo cómo ese cabrón pudo entrar y abrir la taquilla sin que nadie lo viera. ¿Qué coño pasó con la vigilancia? Increíble. El caso es que, cuando Mindy llegó al colegio, se encontró la tarjeta, creyó que era de alguno de sus amigos y la abrió. ¿Y sabes qué? Estaba llena de pornografía asquerosa. Pomo a todo color que no deja nada a la imaginación. Fotos de mujeres atadas con cuerdas, cadenas y cueros, y penetradas de todas las formas imaginables con todos los objetos posibles. Pomo duro, triple equis.
Y ese bastardo escribió en la tarjeta: «Esto es lo que te voy a hacer en cuanto te pille sola».
Ricky se movió incómodo en el asiento.
«Rumplestiltskin», pensó, y preguntó:
– ¿Y la policía? ¿Qué te ha dicho?
Timothy Graham soltó un resoplido de desdén que Ricky imaginó que habría usado con los alumnos vagos durante años y que debía de paralizarlos de miedo pero que, en este contexto, más bien reflejaba impotencia y frustración.
– La policía local es idiota -dijo con energía-. Idiota de remate. Me han dicho tan tranquilos que, a no ser que haya pruebas de peso y creíbles de que alguien está acosando a Mindy, no pueden hacer nada. Quieren alguna clase de acto manifiesto. Dicho de otro modo, tienen que atacarla primero. Idiotas. Creen que la tarjeta y su contenido son una broma probablemente de alumnos de los últimos cursos. Tal vez de alguien al que puse mala nota el trimestre pasado. Por supuesto no deja de ser una posibilidad, pero… -El profesor de historia se detuvo-. ¿Por qué no me hablas de tu antiguo paciente? ¿Es un obseso sexual?
– No -aseguró Ricky tras vacilar-. En absoluto. No parece cosa suya. Es inofensivo, de verdad. Sólo irritante.
Se preguntó si su sobrino percibiría la mentira en su voz. Lo dudaba. Estaba furioso, nervioso e indignado, y no era probable que fuera capaz de discernir con claridad durante cierto tiempo.
– Lo mataré -aseguró Timothy Graham con frialdad tras un instante de silencio-. Mindy se ha pasado el día llorando. Cree que alguien quiere violarla. Sólo tiene catorce años y jamás ha hecho daño a nadie. Además, es de lo más impresionable y nunca había visto esa clase de porquerías. Parece que fue ayer que todavía jugaba con el osito de peluche y la muñeca Barbie. Dudo que pueda dormir esta noche, o en unos días. Sólo espero que el susto no la haya cambiado.
Ricky no dijo nada, y su sobrino prosiguió tras tomar aliento.
– ¿Es eso posible, tío Frederick? Tú eres el experto. ¿Puede cambiarle a alguien la vida tan de repente?
Tampoco contesto esta vez, pero la pregunta resonó en su interior.
– Es horrible, ¿sabes? Horrible -soltó Timothy Graham-. Intentas proteger a tus hijos de lo asqueroso y malvado que es el mundo, pero bajas la guardia un segundo y ¡zas!, ocurre. Puede que no sea el peor caso de inocencia perdida que hayas escuchado, tío Frederick, pero tú no tienes que oír cómo la niña de tus ojos llora desconsolada el día que cumple catorce años porque alguien, en alguna parte, quiere hacerle daño.
Y tras esas palabras, Timothy Graham colgó.
Ricky Starks se inclinó hacia la mesa. Soltó el aire despacio entre los incisivos produciendo un largo silbido. Estaba disgustado e intrigado a la vez por lo que Rumplestiltskin había hecho. Recapituló rápidamente. El mensaje que había enviado a la adolescente no tenía nada de espontáneo; era calculado y efectivo. Era obvio que, además, había dedicado cierto tiempo a estudiarla. Mostraba también algunas habilidades a las que sería prudente prestar atención. Rumplestiltskin había logrado superar la vigilancia del colegio y tenido la pericia de un ladrón para abrir una cerradura sin destrozarla. Había salido del colegio sin ser descubierto y viajado después desde Massachusetts hasta Nueva York para dejar su segundo mensaje en la sala de espera de Ricky. No había problemas de tiempo; en coche el viaje no era largo, quizá cuatro horas.
Pero denotaba planificación.
Pero eso no era lo que molestaba a Ricky. Cambió de postura en el asiento.
Las palabras de su sobrino parecían resonar en la consulta, rebotando en las paredes y llenando el espacio con una especie de calor: «inocencia perdida».
Ricky pensó en ello. A veces, en el transcurso de una sesión, un paciente decía algo que resultaba impactante, porque eran momentos de conocimiento, frases de comprensión, percepciones que indicaban un progreso. Eran los momentos que todo psicoanalista buscaba. Solían ir acompañados de una sensación de aventura y satisfacción, porque señalaban logros a lo largo del tratamiento.
Esta vez no.
Ricky sintió una incontrolable desesperación acompañada de miedo.
Rumplestiltskin había atacado a la hija de su sobrino en un momento de vulnerabilidad infantil. Había elegido un momento que debería guardarse en el gran baúl de los recuerdos como uno de alegría, de despertar: su decimocuarto cumpleaños. Y lo había vuelto feo y aterrador. Era la amenaza más fuerte que Ricky podía imaginar, la más provocadora que podía concebir.
Se llevó una mano a la frente como si tuviera fiebre. Le sorprendió no encontrarse sudor en ella.
«Pensamos en las amenazas como en algo que compromete nuestra seguridad -se dijo-. Un hombre con una pistola o un cuchillo víctima de una obsesión sexual. O un conductor borracho que acelera sin precaución por la carretera. O alguna enfermedad insidiosa, como la que mató a mi esposa, que empieza a carcomernos las entrañas.»
Se levantó de la silla y empezó a pasearse nerviosamente arriba y abajo.
«Tememos que nos maten. Pero es mucho peor que nos destruyan.»
Echó un vistazo a la carta de Rumplestiltskin. Destruir. Había usado esa palabra, junto con arruinar.
Su oponente era alguien que sabía que, a menudo, lo que nos amenaza de verdad y cuesta más de combatir es algo que procede de nuestro interior. El impacto y el dolor de una pesadilla puede ser mucho mayor que el de un puñetazo. Asimismo, a veces lo que duele no es tanto ese puñetazo como la emoción tras él. Se detuvo de golpe y se volvió hacia la pequeña estantería que había contra una de las paredes laterales de la consulta, repleta de obras, en su mayoría libros de medicina y revistas profesionales. Esos libros contenían literalmente centenares de miles de palabras que diseccionaban clínica y fríamente las emociones humanas. De pronto comprendió que era probable que todos esos conocimientos no le sirvieran de nada.
Lo que quería era sacar un libro de un estante, hojear el índice y encontrar una entrada en la R para Rumplestiltskin que incluyera una descripción sucinta y sencilla del hombre que le había enviado aquella carta. Sintió miedo porque sabía que no existía tal entrada. Y se encontró volviendo la espalda a los libros que hasta ese momento habían definido su profesión, y lo que recordó a cambio fue una secuencia de una novela que no releía desde su época de universitario.
«Ratas -pensó-. Ponían a Winston Smith en una habitación con ratas porque sabían que era la única cosa del mundo que le daba miedo de verdad. No la muerte ni la tortura, sino las ratas.»
Miró alrededor; su piso y su consulta eran dos lugares que en su opinión lo definían bien y donde se había sentido cómodo y feliz durante muchos años. Se preguntó, en ese instante, si todo eso iba a cambiar y si de repente iba a convertirse en su Habitación de ficción. El lugar donde se guardaba lo peor del mundo.
Ya era medianoche y se sentía estúpido y completamente solo.
Su consulta estaba llena de carpetas, montones de cuadernos de taquigrafía, montañas de papeles y un anticuado minicasete que llevaba una década obsoleto bajo una pequeña pila de cintas. Todo ello contenía la desordenada documentación que había acumulado sobre sus pacientes a lo largo de los años. Había notas sobre sueños y entradas anotadas que enumeraban asociaciones críticas hechas por los pacientes o que se le habían ocurrido a él durante el tratamiento: palabras, frases, recuerdos reveladores. Si hubiera alguna escultura concebida para expresar la creencia de que el análisis era tanto arte como medicina, no podría ser mejor que el desorden que lo rodeaba. Había formularios nada metódicos donde constaban estaturas, pesos, razas, religiones y lugares de origen. Tenía documentos sin orden alfabético que definían tensiones arteriales, temperaturas, pulsaciones y cantidades de orina. Ni siquiera contaba con tablas organizadas y accesibles donde figurasen listas de nombres, direcciones, parientes más cercanos y diagnósticos de los pacientes.
Ricky Starks no era internista, cardiólogo o patólogo, especialistas que visitan a cada paciente buscando una respuesta claramente definida a una dolencia y que conservan notas detalladas sobre el tratamiento y la evolución. La especialidad que había elegido desafiaba la ciencia que ocupaba a las demás ramas de la medicina. Eso era lo que convertía al analista en una especie de intruso dentro de la medicina y lo que atraía a la mayoría de quienes se dedicaban a esta profesión.
Pero en ese momento Ricky estaba en medio de un revoltijo creciente y se sentía como un hombre que sale de un refugio subterráneo después de haber pasado un tornado. Se le ocurrió que había ignorado el caos que era en realidad su vida hasta que algo grande y perjudicial había irrumpido en ella desestabilizando los cuidadosos equilibrios que él le había impuesto. Seguramente sería inútil intentar revisar décadas de pacientes y centenares de terapias diarias.
Porque ya sospechaba que Rumplestiltskin no estaba ahí.
Por lo menos, no de una manera fácil de identificar.
Estaba convencido de que, si la persona que había escrito la carta hubiera honrado alguna vez su diván durante cierto tiempo para recibir tratamiento, lo habría reconocido. El tono. El estilo de la escritura. Todos los estados evidentes de cólera, rabia y furia. Para él, estos elementos habrían sido tan distintivos e inconfundibles como las huellas dactilares para un detective. Pistas reveladoras a las que habría estado atento.
Sabía que esta suposición contenía bastante arrogancia. Pensó que no debería subestimar a Rumplestiltskin hasta que supiera mucho más sobre él. Pero estaba seguro de que ningún paciente al que hubiera psicoanalizado con normalidad volvería años más tarde resentido y enfurecido, tan cambiado como para ocultarle su identidad. Podía regresar todavía con las cicatrices internas que lo habían impulsado a acudir a él en principio. O regresar frustrado y enfurecido porque el análisis no es como un antibiótico para el alma; no erradica la desesperación infecciosa que incapacita a algunas personas. O regresar enfadado, con la sensación de haber desperdiciado años hablando sin que nada hubiera cambiado demasiado para él. Eran posibilidades, aunque en las casi tres décadas de Ricky como analista, había habido pocos fracasos así. Por lo menos que él supiera. Pero no era tan engreído como para creer que cualquier tratamiento, por largo que fuera, conseguía invariablemente un éxito total. Siempre habría terapias con peores resultados que otras.
Tenía que haber pacientes a los que no hubiera ayudado. O a los que hubiera ayudado menos, O que hubieran retrocedido de las percepciones que proporciona el análisis hacia algún estado anterior. Incapacitados de nuevo. Desesperados de nuevo.
Pero Rumplestiltskin presentaba un retrato muy distinto. El tono de la carta y el mensaje transmitido a la hija de catorce años de su sobrino mostraban a una persona calculadora, agresiva y, contra toda lógica, segura de sí misma.
«Un psicópata», pensó Ricky asignando un término clínico a alguien todavía confuso en su mente. Eso no significaba que quizás una o dos veces a lo largo de las décadas de su carrera profesional no hubiera tratado a individuos con tendencias psicopáticas. Pero nadie había mostrado nunca el grado de odio y obsesión de Rumplestiltskin. Aun así, el autor de la carta era alguien relacionado con un paciente al que había tratado sin éxito.
El secreto estaba en determinar quiénes eran esos ex pacientes y en seguirles el rastro hasta Rumplestiltskin. Porque, ahora que lo había meditado varias horas, no le quedaba duda de que ahí estaba la relación. La persona que quería que se suicidara era el hijo, el cónyuge o el amante de alguien. Así pues, la primera tarea consistía en determinar qué paciente había dejado el tratamiento en malas circunstancias. A partir de ahí podría empezar a retroceder.
Se abrió paso por entre el revoltijo que había organizado hacia la mesa y tomó la carta de Rumplestiltskin. «Pertenezco a algún momento de su pasado.» Ricky observó fijamente las palabras y luego echó un vistazo a los montones de notas esparcidos por la consulta.
«De acuerdo -se dijo-. La primera tarea es organizar mi historial profesional. Encontrar las partes que puedan eliminarse.»
Soltó un profundo suspiro. ¿Había cometido algún error como interno en el hospital hacía más de veinticinco años que volviera ahora para perseguirlo? ¿Podría recordar siquiera a esos primeros pacientes? Cuando efectuaba su formación psicoanalítica, había participado en un estudio de esquizofrénicos paranoides ingresados en la sala psiquiátrica del hospital Bellevue. El objeto del estudio era determinar los factores previsibles de los crímenes violentos, pero no había sido un éxito clínico. Sin embargo, había conocido y participado en el tratamiento de hombres que cometieron delitos graves. Era lo más cerca que había estado nunca de la psiquiatría forense, y no le había gustado demasiado. En cuanto su trabajo en el estudio hubo terminado, se retiró de nuevo al mundo más seguro y físicamente menos exigente de Freud y sus seguidores.
Ricky sintió una sed repentina, como si tuviera la garganta reseca.
Se percató de que no sabía casi nada sobre el crimen y los criminales. No tenía ninguna experiencia especial en violencia. Lo cierto era que le interesaba poco ese campo. No creía conocer siquiera a ningún psiquiatra forense. Ninguno figuraba en el reducidísimo circulo de amigos y conocidos profesionales con que se mantenía de vez en cuando en contacto.
Miró los libros que ocupaban los estantes. Ahí estaba Krafft-Ebing, con su influyente obra sobre psicopatología sexual. Pero eso era todo, y dudaba mucho que Rumplestiltskin fuera un psicópata sexual, a pesar del mensaje pornográfico enviado a la hija de su sobrino.
– ¿Quién eres? -dijo en voz alta, y sacudió la cabeza-. No -se corrigió-. En primer lugar, ¿qué eres?
Y se respondió que, si conseguía contestar a eso, descubriría quien era.
«Puedo hacerlo» -pensó, tratando de fortalecer su confianza-.
Mañana me sentaré y me esforzaré en preparar una lista de antiguos pacientes. Los dividiré en categorías que representen todas las fases de mi vida profesional. Después empezaré a investigar.
«Encontraré el fracaso que me conectará con Rumplestiltskin.»
Agotado y en absoluto seguro de haber logrado nada, Ricky salió de la consulta y se dirigió a su habitación. Era un dormitorio sencillo y austero, con una mesilla de noche, una cómoda, un modesto armario y una cama individual. Antes había habido una cama de matrimonio con una cabecera elaborada y cuadros de colores muy vistosos en las paredes pero, tras la muerte de su esposa, se había desprendido de la cama y elegido algo más simple y estrecho. Los adornos y obras de arte alegres con que su mujer había decorado la habitación también habían desaparecido en su mayoría. Había dado su ropa a la beneficencia y enviado sus joyas y objetos personales a las tres hijas de su cuñada. En la cómoda conservaba una fotografía de los dos tomada quince años atrás delante de su casa de verano de Wellfleet una mañana clara y azul de verano. Pero desde su muerte había borrado de modo sistemático la mayoría de signos externos de su anterior presencia. Una muerte lenta y dolorosa seguida de tres años de borradura.
Se quitó la ropa, entreteniéndose en doblar con cuidado los pantalones y en colgar la chaqueta azul. La camisa fue a parar a la cesta de la ropa sucia. Dejó la corbata en la superficie de la cómoda. Luego se dejó caer en el borde de la cama en ropa interior, pensando que le gustaría tener más energía. En el cajón de la mesilla tenía un frasco de somníferos que rara vez tomaba. Habían superado con creces su fecha de caducidad, pero supuso que todavía le harían efecto esa noche. Se tragó uno y un pedacito de otro con la esperanza de que lo sumieran pronto en un sueño profundo e insensibilizante.
Se sentó un instante, pasó la mano por las ásperas sábanas de algodón y pensó que era una extraña paradoja que un analista se enfrentase a la noche deseando desesperadamente que los sueños no perturbaran su descanso. Los sueños eran acertijos inconscientes e importantes que reflejaban el alma. Lo sabía, y solían ser vías que le gustaba recorrer. Pero esa noche se sentía abrumado y se acostó mareado, con el pulso aún acelerado, y ansioso de que la medicación lo sumiera en la oscuridad. Del todo agotado por el impacto de aquella carta amenazadora, en ese momento se sintió mucho más viejo que los cincuenta y tres años que había cumplido.
Su primera paciente de ese último día antes de sus proyectadas vacaciones de agosto llegó puntualmente a las siete de la mañana e indicó su presencia con las tres llamadas características del timbre de su consulta. Le pareció que la sesión había ido bien. Nada apasionante, nada dramático. Cierto progreso constante. La joven del diván era una asistente social psiquiátrica de tercer año que quería obtener su titulación en psicoanálisis sin pasar por la facultad de medicina. No era el camino mejor ni el más fácil para convertirse en analista, y estaba muy mal visto por algunos de sus colegas porque no incluía la titulación médica tradicional, pero constituía un método que él siempre había admirado. Requería una verdadera pasión por la profesión, una devoción inquebrantable al diván y lo que podía lograr. A menudo Ricky reconocía que hacia años que no había tenido que recurrir al «doctor» que precedía su nombre. La terapia de la joven se centraba en unos padres agresivos que habían rodeado su infancia de un ambiente cargado de logros pero falto de cariño. Por consiguiente, en sus sesiones con Ricky solía estar impaciente, ansiosa por lograr percepciones que encajaran con sus lecturas y trabajo del curso en el Instituto de Psicoanálisis de la ciudad. Ricky no dejaba de frenarla y de procurar que entendiese que conocer los hechos no implica necesariamente comprenderlos.
Cuando tosió un poco, cambió de postura en el asiento y dijo:
– Bueno, me temo que ya se ha acabado el tiempo por hoy.
La joven, que había estado hablando sobre un nuevo novio de dudosas posibilidades, suspiró.
– Bueno, veremos si sigue conmigo de aquí a un mes…
Lo que hizo sonreír a Ricky.
La paciente se incorporó del diván y, antes de marcharse con brío, se despidió:
– Que le vayan bien las vacaciones, doctor. Nos veremos en septiembre.
Todo el día pareció transcurrir con la normalidad de siempre.
Recibió un paciente tras otro, sin demasiada aventura emocional. En su mayoría eran veteranos de la época de vacaciones y más de una vez sospechó que, de modo inconsciente, consideraban mejor no revelar sentimientos cuyo examen iba a demorarse un mes.
Por supuesto, lo que se omitía era tan interesante como lo que se podría haber dicho, y con cada paciente estuvo alerta a esos agujeros en la narración. Tenía una confianza ilimitada en su habilidad de recordar con precisión palabras y frases pronunciadas que podrían estar provechosamente latentes durante el mes de paréntesis.
En los minutos entre una sesión y otra se dedicó a recordar sus años anteriores para empezar a preparar una lista de pacientes anotando nombres en un cuaderno. A medida que avanzaba el día, la lista fue creciendo. Pensó que su memoria seguía siendo buena, lo que lo animó. La única decisión que tuvo que tomar fue a la hora del almuerzo, cuando normalmente habría salido a dar su paseo diario, como Rumplestiltskin había descrito. Ese día vaciló. Por una parte quería romper la rutina que la carta detallaba con tanta exactitud, como una especie de desafío. Pero sería un desafío mucho mayor seguir la rutina para que Rumplestiltskin viera que su amenaza no lo había amedrentado. Así pues, salió a mediodía y recorrió la misma ruta de siempre, pasando por las mismas plazas y aspirando el aire opresivo de la ciudad con la misma regularidad con que lo hacia cada día. No estaba seguro de si quería que Rumplestiltskin lo siguiera o no, pero más de una vez tuvo que contener el impulso de darse la vuelta de repente para ver sí alguien lo seguía. Cuando regresó al piso, suspiró aliviado.
Los pacientes de la tarde siguieron la misma pauta que los de la mañana.
Algunos estaban algo resentidos por las próximas vacaciones; era de esperar. Otros expresaron cierto miedo y bastante ansiedad. La rutina de las sesiones diarias de cincuenta minutos era poderosa, y a unos cuantos los desasosegaba saber que carecerían de ese sostén aunque fuera por tan poco tiempo. Aun así, tanto ellos como él sabían que el tiempo pasaría y, como todo en psicoanálisis, el tiempo pasado lejos del diván podría conllevar nuevas percepciones sobre el proceso. Todo, cada momento, cualquier cosa durante la vida cotidiana podía asociarse a la percepción. Y eso hacia que el proceso fuera fascinante, tanto para el paciente como para el analista.
Cuando faltaba un minuto para las cinco, miró por la ventana. El día estival seguía dominando el mundo fuera de la consulta: sol brillante, temperaturas que superaban los 33 0C. El calor de la ciudad poseía una insistencia que exigía reconocimiento. Escuchó el zumbido del aire acondicionado y, de repente, recordó cómo era todo en sus inicios, cuando una ventana abierta y un viejo ventilador oscilante y ruidoso eran el único alivio que podía permitirse para el ambiente sofocante y neblinoso de la ciudad en el mes de julio. A veces le parecía como si no hubiera aire en ninguna parte.
Apartó los ojos de la ventana al oír los tres toques del timbre.
Se puso de pie y se dirigió a abrir la puerta para que el señor Zimmerman entrara con toda su impaciencia. A Zimmerman no le gustaba esperar en la sala. Llegaba unos segundos antes del inicio de la sesión y esperaba ser recibido al instante. En una ocasión, Ricky había observado cómo se paseaba en la acera frente a su edificio, una tarde fría de invierno, sin dejar de consultar frenéticamente el reloj cada pocos segundos, deseando con todas sus fuerzas que pasara el tiempo para no tener que esperar dentro. En más de una ocasión, Ricky había tenido la tentación de dejar que esperara con impaciencia unos minutos para ver si así podía estimular su comprensión sobre por qué le resultaba tan importante ser tan preciso. Pero no lo había hecho. En lugar de eso, abría la puerta a las cinco en punto todos los días laborables para que ese hombre enojado entrara como una exhalación en la consulta, se echara en el diván y se pusiera de inmediato a contar con sarcasmo y con furia todas las injusticias que esa jornada le había deparado. Ricky inspiró hondo y puso su mejor cara de póquer. Tanto si Ricky sentía que tenía en la mano un full como una mano perdedora, Zimmerman recibía todos los días la misma expresión imperturbable. Abrió la puerta y empezó su saludo habitual:
– Buenas tardes…
Pero en la sala de espera no estaba Roger Zimmerman.
En su lugar, Ricky se encontró frente a una joven escultural y atractiva.
Llevaba una gabardina negra, con cinturón, que le llegaba hasta los zapatos, muy fuera de lugar en ese caluroso día veraniego, y unas gafas oscuras, que se quitó dejando al descubierto unos penetrantes y vibrantes ojos verdes. Tendría treinta y pocos años.
Una mujer cuya belleza estaba en su punto álgido y cuyo conocimiento del mundo se había agudizado más allá de la juventud.
– Perdone… -se excusó Ricky, vacilante-, pero…
– Descuide -dijo la joven con displicencia a la vez que sacudía su melena rubia hasta los hombros y hacía un ligero gesto con la mano-. Hoy Zimmerman no vendrá. Estoy aquí en su lugar.
– Pero él…
– Ya no lo necesitará más -prosiguió la joven-. Decidió terminar su tratamiento exactamente a las dos treinta y siete de esta tarde. Aunque parezca mentira, tomó esa decisión en la parada de metro de la calle Noventa y dos después de una breve conversación con el señor R. Fue el señor R quien lo convenció de que ya no necesitaba ni deseaba sus servicios. Y, para nuestra sorpresa, a Zimmerman no le costó nada llegar a esa conclusión.
Dicho eso, pasó junto al sorprendido médico y entró en la consulta.
– Así que es aquí donde se desvela el misterio -dijo la joven alegremente.
Ricky la observaba mientras ella echaba un vistazo alrededor de la pequeña habitación. Su mirada pasó por el diván, su silla, su mesa. Avanzó y examinó los libros que había en los estantes, inclinando la cabeza a medida que leía los títulos densos y aburridos. Pasó un dedo por el lomo de un volumen y, al comprobar el polvo que se le acumulaba en la yema, meneó la cabeza.
– Poco usado… -murmuró. Levantó los ojos hacia él y comentó en tono de reproche-: ¿Cómo? ¿Ni un solo libro de poesía, ninguna novela?
Se acercó a la pared de color crema donde colgaban los diplomas y algunos cuadros de pequeñas dimensiones, junto con un retrato enmarcado en roble del Gran Hombre en persona. Freud sostenía en la foto su omnipresente puro y lucía una mirada triste con sus ojos hundidos. Una barba blanca le cubría la mandíbula precancerosa que iba a resultarle tan dolorosa en sus últimos años. La joven dio unos golpecitos al cristal del retrato con uno de sus largos dedos, en los que lucía uñas pintadas de rojo.
– Es interesante ver cómo cada profesión parece tener algún icono colgado de la pared. Me refiero a que si fueras sacerdote, tendrías a Jesús en un crucifijo. Un rabino tendría una estrella de David, o una menorá. Cualquier político de tres al cuarto tiene un retrato de Lincoln o de Washington. Debería haber una ley que lo prohibiese. A los médicos les gusta tener a mano esos modelos de plástico desmontables de un corazón, una rodilla o algún otro órgano. Hasta donde sé, un programador informático de Sillicon Valley tiene un retrato de Bill Gates en su despacho, donde lo venera cada día. Un psicoanalista como tú, Ricky, necesita la imagen de san Sigmund. Eso indica a quien entra aquí quién estableció en realidad las directrices. Y supongo que te confiere una legitimidad que, de otro modo, podría cuestionarse.
Ricky Starks agarró en silencio una silla y la situó frente a su escritorio. Luego lo rodeó e indicó a la joven que tomara asiento.
– ¿Cómo? -dijo ésta con brío-. ¿No voy a ocupar el famoso diván?
– Sería prematuro -contestó Ricky con frialdad.
Le indicó que se sentara por segunda vez.
La joven recorrió de nuevo la habitación con sus vibrantes ojos verdes como si procurara memorizar todo lo que contenía y, finalmente, se dejó caer en la silla. Lo hizo con languidez, a la vez que metía la mano en un bolsillo de la gabardina negra y sacaba un paquete de cigarrillos. Se colocó uno entre los labios y encendió un mechero transparente de gas, pero detuvo la llama a unos centímetros del pitillo.
– Oh -dijo la joven con expresión sonriente-. Qué maleducada soy. ¿Te apetece fumar, Ricky?
El psicoanalista negó con la cabeza.
– Claro que no -prosiguió ella sin dejar de sonreír-. ¿Cuándo fue que lo dejaste? ¿Hace quince años? ¿Veinte? De hecho, Ricky, creo que fue en 1977, si el señor R no me ha informado mal. Había que ser valiente para dejar de fumar, Ricky. En esa época mucha gente encendía el cigarrillo sin pensar en lo que hacia, porque, aunque las tabacaleras lo negaban, la gente sabía que era malo para la salud. Te mataba, era cierto. Así que la gente prefería no pensar en ello. La táctica del avestruz aplicada a la salud: mete la cabeza en un agujero e ignora lo evidente. Además, pasaban tantas otras cosas por aquel entonces. Guerras, disturbios, escándalos. Según me dicen, fueron unos años maravillosos de vivir. Pero Ricky, el joven doctor en ciernes, logró dejar de fumar cuando era un hábito popularísimo y estaba lejos de ser considerado socialmente inaceptable como ahora. Eso me dice algo.
La joven encendió el cigarrillo, dio una larga calada y dejó escapar parsimoniosamente el humo.
– ¿Un cenicero? -pidió.
Ricky abrió un cajón del escritorio y sacó el que guardaba allí.
Lo puso en el borde del escritorio. La joven apagó el cigarrillo de inmediato.
– Listos -dijo-. Sólo un ligero olor acre a humo para recordarnos esa época.
– ¿Por qué es importante recordar esa época? -preguntó Ricky tras un momento.
La joven entornó los ojos, echó la cabeza atrás y soltó una larga carcajada. Fue un sonido discordante, fuera de lugar, como una risotada en una iglesia o un clavicémbalo en un aeropuerto. Cuando su risa se desvaneció, dirigió una mirada penetrante a Ricky.
– Es importante recordarlo todo. Todo lo de esta visita, Ricky.
¿No es eso cierto para todos los pacientes? No sabes qué dirán o cuándo dirán lo que te abrirá su mundo, ¿verdad? De modo que tienes que estar alerta todo el rato. Porque nunca sabes con exactitud cuándo podría abrirse la puerta que te revele los secretos ocultos. Así que debes estar siempre preparado y receptivo. Atento. Siempre pendiente de la palabra o la historia que se escapa y te descubre muchas cosas, ¿no? ¿No es ésta una buena evaluación del proceso?
Ricky asintió.
– Muy bien -soltó la joven con brusquedad-. ¿Por qué deberías pensar que esta visita es distinta de las demás? Aunque resulta evidente que lo es.
De nuevo él permaneció callado unos segundos, contemplando a la joven con la intención de desconcertaría. Pero parecía extrañamente fría y serena, y el silencio, que sabía que a menudo es el sonido más inquietante de todos, no parecía afectaría. Por fin, habló en voz baja.
– Estoy en desventaja. Parece saber mucho sobre mi y, como mínimo, un poco de lo que pasa aquí, en esta consulta, y yo ni siquiera conozco su nombre. Me gustaría saber a qué se refiere cuando dice que el señor Zimmerman ha terminado su tratamiento, porque el señor Zimmerman no me ha dicho nada. Y me gustaría saber cuál es su conexión con el individuo al que usted llama señor R y que supongo es la misma persona que me mandó la carta amenazadora firmada a nombre de Rumplestiltskin. Quiero que conteste a estas preguntas de inmediato. Si no, llamaré a la policía.
La joven volvió a sonreír. Nada nerviosa.
– ¿Vamos a lo práctico?
– Respuestas -la urgió él.
– ¿No es eso lo que buscamos todos, Ricky? ¿Todos los que cruzan la puerta de esta consulta? ¿Respuestas?
Él alargó la mano hacia el teléfono.
– ¿No imaginas que, a su manera, e so es también lo que quiere el señor R? Respuestas a preguntas que lo han atormentado durante años. Vamos, Ricky. ¿No estás de acuerdo en que hasta la venganza más terrible empieza con una simple pregunta?
Ricky pensó que ésa era una idea fascinante. Pero el interés de la observación se vio superado por la creciente irritación que le despertaba la actitud de la joven. Sólo mostraba arrogancia y seguridad. Puso la mano en el auricular. No sabía qué otra cosa hacer.
– Conteste mis preguntas enseguida, por favor -dijo-. De lo contrario llamaré a la policía y dejaré que ella se encargue de todo.
– ¿No tienes espíritu deportivo, Ricky? ¿No te interesa participar en el juego?
– No veo qué clase de juego implica enviar pornografía asquerosa y amenazadora a una chica impresionable. Ni tampoco qué tiene de juego pedirme que me suicide.
– Pero Ricky -sonrió la mujer-, ¿no seria ese el mayor juego de todos? ¿Superar a la muerte?
Eso detuvo la mano de Ricky, aún sobre el teléfono. La joven le señaló la mano.
– Puedes ganar, Ricky. Pero no si descuelgas ese teléfono y llamas a la policía. Entonces alguien, en algún sitio, perderá. La promesa está hecha y te aseguro que se cumplirá. El señor R es un hombre de palabra. Y cuando ese alguien pierda, tú también perderás. Estamos sólo en el primer día, Ricky. Rendirte ahora sería como aceptar la derrota antes del saque inicial. Antes de haber tenido tiempo de pasar siquiera del medio campo.
Ricky apartó la mano.
– ¿Su nombre? -preguntó.
– Por hoy y con objeto del juego, llámame Virgil. Todo poeta necesita un guía.
– Virgil es nombre de hombre.
La mujer se encogió de hombros.
– Tengo una amiga que responde al nombre de Rikki. ¿Tiene eso alguna importancia?
– No. ¿Y su relación con Rumplestiltskin?
– Es mi jefe. Es muy rico y puede contratar todo tipo de ayuda. Cualquier clase de ayuda que quiera. Para lograr cualquier medio y fin que prevea para cualquier plan que tenga en mente.
Ahora está concentrado en ti.
– Así pues, imagino que si es su jefe, usted tiene su nombre, una dirección, una identidad que podría darme y terminar con esta locura de una vez por todas.
– Lo siento pero no, Ricky -dijo Virgil sacudiendo la cabeza-.
El señor R no es tan ingenuo como para revelar su identidad a meros factótums como yo. Y aunque pudiera ayudarte, no lo haría.
No sería deportivo. Imagina que cuando el poeta y su guía vieron el cartel que ponía «Abandonad, los que aquí entráis, toda esperanza», Virgil se hubiera encogido de hombros y contestado: «¡Joder! Nadie querría entrar ahí…». Eso habría arruinado el libro.
No puedes escribir una epopeya cuyo héroe se dé la vuelta ante las puertas del infierno, ¿no crees, Ricky? No. Tienes que cruzar esa entrada.
– Entonces ¿por qué ha venido?
– Ya te lo dije. Creyó que podías dudar sobre su sinceridad, aunque esa jovencita con el papá aburrido y previsible de Deerfield cuyas emociones adolescentes se alteraron con tanta facilidad debería haberte bastado como mensaje. Pero las dudas siembran vacilación y sólo te quedan dos semanas para jugar, lo que es poco tiempo. De ahí que te haya enviado un guía de fiar para que arranques. Yo.
– Muy bien -dijo Ricky-. Usted insiste con lo de un juego. Pero no es ningún juego para el señor Zimmerman. Lleva poco menos de un año de psicoanálisis, y su tratamiento está en una fase importante. Usted y su jefe, el misterioso señor R, pueden joderme la vida si quieren. Eso es una cosa. Pero otra muy distinta es que involucren a mis pacientes. Eso supone cruzar un limite.
Virgil levantó una mano.
– Procura no sonar tan pomposo, Ricky -ronroneo.
Él la miró con dureza. Pero ella hizo caso omiso y, con un ligero gesto de la mano, añadió:
– Zimmerman fue elegido para formar parte del juego.
Ricky debió de parecer asombrado, porque Virgil prosiguió.
– No demasiado contento al principio, según me han dicho, pero con un extraño entusiasmo después. Yo no participé en esa conversación, de modo que no puedo darte detalles. Mi función era otra. Sin embargo, te diré quién intervino. Una mujer de mediana edad y algo desfavorecida llamada Lu Anne, un nombre bonito y, sin duda, inusual y poco adecuado dada su precaria situación en este mundo. El caso, Ricky, es que cuando me vaya de aquí, te convendría hablar con Lu Anne. Quién sabe lo que podrías averiguar. Y estoy segura de que buscarás al señor Zimmerman para que te dé una explicación, pero también estoy segura de que no te será fácil encontrarlo. Como dije, el señor R es muy rico y está acostumbrado a salirse con la suya.
Ricky iba a pedirle que se explicara, pero Virgil se levantó.
– ¿Te importa si me quito la gabardina? -preguntó con voz ronca.
– Como quiera -dijo Ricky con un gesto amplio de la mano; un movimiento que significaba aceptación.
Virgil sonrió de nuevo y se desabrochó despacio los botones delanteros y el cinturón. Después, con un movimiento brusco, dejó caer la prenda al suelo.
No llevaba nada debajo.
Se puso una mano en la cadera y ladeó el cuerpo provocativamente en su dirección. Se volvió y le dio la espalda un momento, para girar de nuevo y mirarlo de frente. Ricky asimiló la totalidad de su figura con una sola mirada. Sus ojos actuaron como una cámara fotográfica para captar los senos, el sexo y las largas piernas, y regresar, por fin, a los ojos de Virgil, que brillaban expectantes.
– ¿Lo ves, Ricky? -musitó ella-. No eres tan viejo. ¿Notas cómo te hierve la sangre? Una ligera animación en la entrepierna, ¿no?
Tengo una buena figura, ¿verdad? -Soltó una risita-. No hace falta que contestes. Conozco bien la reacción. La he visto antes, en muchos hombres.
Siguió mirándolo, como segura de que podía adivinar la dirección que seguiría la mirada de él.
– Siempre existe ese momento maravilloso, Ricky -comentó Virgil con una ancha sonrisa-, en que un hombre ve por primera vez el cuerpo de una mujer. Sobre todo el cuerpo de una mujer que no conoce. Una visión que es toda aventura. Su mirada cae en cascada, como el agua por un precipicio. Entonces, como pasa ahora contigo, que preferirías contemplar mi entrepierna, el contacto visual provoca algo de culpa. Es como si el hombre quisiera decir que todavía me ve como una persona mirándome a la cara pero, en realidad, está pensando como una bestia, por muy educado y sofisticado que finja ser. ¿No es acaso lo que está pasando ahora?
Él no contestó. Hacía años que no estaba en presencia de una mujer desnuda, y eso parecía generar una convulsión en su interior. Le retumbaban ¡os oídos con cada palabra de Virgil, y era consciente de que se sentía acalorado, como si la elevada temperatura exterior hubiese irrumpido en la consulta.
Virgil siguió sonriéndole. Se dio la vuelta una segunda vez para exhibirse de nuevo. Posó, primero en una posición y luego en otra, como la modelo de un artista que trata de encontrar la postura correcta. Cada movimiento de su cuerpo parecía aumentar la temperatura de la habitación unos grados más. Finalmente, se agachó despacio para recoger la gabardina negra del suelo. La sostuvo un segundo, como si le costara volver a ponérsela. Pero enseguida, con un movimiento rápido, metió los brazos por las mangas y empezó a abrochársela. Cuando su figura desnuda desapareció, Ricky se sintió arrancado de algún tipo de trance hipnótico o, por lo menos, como creía que debía de sentirse un paciente al despertar de una anestesia. Empezó a hablar, pero Virgil levantó una mano.
– Lo siento, Ricky -le interrumpió-. La sesión ha terminado por hoy. Te he dado mucha información y ahora te toca actuar.
No es algo que se te dé bien, ¿verdad? Lo que tú haces es escuchar.
Y después nada. Bueno, esos tiempos se han acabado, Ricky. Ahora tendrás que salir al mundo y hacer algo. De otro modo… Será mejor que no pensemos en eso. Cuando el guía te señala, tienes que seguir el camino. Que no te pillen de brazos cruzados. Manos a la obra y todo eso. Ya sabes, al que madruga Dios le ayuda. Es un consejo buenísimo. Síguelo.
Se dirigió con rapidez a la puerta.
– Espera -dijo Ricky impulsivamente-. ¿Volverás?
– Quién sabe -contestó Virgil con una sonrisita-. Puede que de vez en cuando. Veremos cómo te va.
Abrió la puerta y se marchó.
Escuchó un momento el taconeo de sus zapatos en el pasillo.
Luego se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta. La abrió, pero Virgil ya no estaba en el pasillo. Se quedó ahí un instante y volvió a entrar en la consulta. Se acercó a la ventana y miró fuera, justo a tiempo de ver cómo la joven salía por el portal del edificio. Una limusina negra se acercó a la entrada y Virgil subió en ella. El coche se alejó calle abajo, de forma demasiado repentina para que Ricky pudiese haber visto la matrícula o cualquier otra característica de haber sido lo bastante organizado e inteligente como para pensar en ello.
A veces, frente a las playas de Cape Cod, en Wellfleet, cerca de su casa de veraneo, se forman unas fuertes corrientes de retorno superficial que pueden ser peligrosas y, en ocasiones, mortales. Se crean debido a la fuerza del océano al golpear la costa, que acaba por excavar una especie de surco bajo las olas en la restinga que protege la playa. Cuando el espacio se abre, el agua entrante encuentra de repente un nuevo lugar para regresar al mar y circula por este canal subacuático. Entonces en la superficie se produce la corriente de retorno. Cuando alguien queda atrapado en esta corriente hay un par de cosas que debe hacer y que convierten la experiencia en algo perturbador, quizás aterrador y sin duda agotador, pero más que nada molesto. Si no las hace, lo más probable es que muera. Como la corriente de retorno superficial es estrecha, no hay que luchar nunca contra ella. Hay que limitarse a nadar paralelo a la costa, y en unos segundos el tirón violento de la corriente se suaviza y lo deja a uno a poca distancia de la playa. De hecho, las corrientes de retorno superficial suelen ser también cortas, de modo que uno se puede dejar llevar por ellas y cuando el tirón disminuye situarse en el lugar adecuado y nadar de vuelta a la playa. Ricky sabía que se trataba de unas instrucciones sencillísimas que, comentadas en un cóctel en tierra firme, o incluso en la arena caliente a la orilla del mar, hacen que salir de una corriente de retorno superficial no parezca más difícil que sacudirse una pulga de mar de la piel.
La realidad, por supuesto, es mucho más complicada. Ser arrastrado inexorablemente hacia el océano, lejos de la seguridad de la playa, provoca pánico al instante. Estar atrapado por una fuerza muy superior es aterrador. El miedo y el mar son una combinación letal. El terror y el agotamiento ganan al bañista. Ricky recordaba haber leído en el Cape Cod Times por lo menos un caso cada verano de alguien ahogado, a escasos metros de la costa y la seguridad.
Intentó controlar sus emociones, porque se sentía atrapado en una corriente de retorno superficial.
Inspiró hondo y luchó contra la sensación de que lo arrastraban hacia un lugar oscuro y peligroso. En cuanto la limusina que llevaba a Virgil hubo desaparecido de su vista, encontró el teléfono de Zimmerman en la primera página de su agenda, donde lo había anotado y después olvidado, ya que nunca se había visto obligado a llamarlo. Marcó el número pero no obtuvo respuesta.
Ni Zimmerman. Ni su madre sobreprotectora. Ni un contestador ni servicio automático. Sólo un tono de llamada reiterado y frustrante.
En ese momento de confusión decidió que debía hablar directamente con Zimmerman. Aunque Rumplestiltskin lo hubiera sobornado de algún modo para que abandonara el tratamiento, quizá lograse arrojar algo de luz sobre la identidad de su torturador.
Zimmerman era un hombre amargado pero incapaz de callarse nada. Ricky colgó con brusquedad el auricular y agarró la chaqueta. En unos segundos estaba fuera.
Las calles de la ciudad seguían llenas de luz diurna, aunque ya era el atardecer. El resto del tráfico de la hora punta atascaba aún la calzada, aunque la multitud de peatones que saturaba las aceras se había reducido un poco. Nueva York, como toda gran ciudad, aunque presumiera de veinticuatro horas de vida al día, seguía los mismos ritmos que cualquier otro sitio: energía por la mañana, determinación a mediodía, apetito por la noche. No prestó atención a los restaurantes abarrotados, aunque más de una vez percibió un olor apetitoso al pasar por delante de alguno.
Pero en ese momento el apetito de Ricky Starks era de otro tipo.
Hizo algo que no hacía casi nunca. En lugar de tomar un taxi, se dispuso a cruzar Central Park a pie. Pensó que el tiempo y el ejercicio le ayudarían a dominar sus emociones, a controlar lo que le estaba pasando. Pero a pesar de su formación y de sus cacareados poderes de concentración, le costaba recordar lo que Virgil le había dicho, aunque no tenía dificultad en evocar hasta el último matiz de su cuerpo, desde su sonrisa juguetona hasta la curva de sus senos o la forma de su sexo.
El calor del día se había prolongado al anochecer. Al cabo de pocos metros, notó que el sudor se le acumulaba en el cuello y las axilas. Se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, lo que le daba un aspecto desenvuelto que contradecía lo que sentía. El parque todavía estaba lleno de gente que hacía ejercicio y más de una vez se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de corredores. Vio gente disciplinada que paseaba al perro en las zonas habilitadas para ello y pasó junto a varios partidos de béisbol en campos dispuestos de tal modo que los perímetros se tocaban. A menudo, un jugador exterior derecho estaba más o menos junto al exterior izquierdo de otro partido. Parecía existir una extraña etiqueta urbana para este espacio compartido, de modo que cada jugador concentraba la atención en su propio partido sin inmiscuirse en el otro. De vez en cuando, una pelota bateada invadía el terreno del otro campo, y los jugadores encajaban diligentemente esa interrupción antes de seguir con el suyo. Ricky pensó que la vida rara vez era tan sencilla y tan armoniosa.
«Normalmente nos estorbamos los unos a los otros», pensó.
Tardó otro cuarto de hora de paseo a buen ritmo en llegar a la manzana de la casa de Zimmerman. Para entonces estaba sudado de verdad, y deseaba llevar unas zapatillas de deporte viejas en lugar de aquellos mocasines de piel que parecían irle pequeños y amenazaban con provocarle llagas. Tenía empapada la camiseta y manchada la camisa azul, el cabello apelmazado y pegado a la frente. Se detuvo frente al escaparate de una tienda para comprobar su aspecto y, en lugar del médico disciplinado y sereno que saludaba a sus pacientes con el rostro inexpresivo a la puerta de su consulta, vio a un hombre desaliñado y ansioso, perdido en un mar de indecisión. Parecía agobiado y acaso un poco asustado.
Dedicó unos instantes a recobrar la compostura.
Nunca antes, en sus casi tres décadas de profesión, había roto la relación rígida y formal entre paciente y analista. Jamás había imaginado que iría a casa de un paciente a ver cómo estaba. Por muy desesperado que pudiese sentirse el paciente, era éste quien se desplazaba con su depresión hacia la consulta. El quien se acercaba a Ricky. Si estaba angustiado y abrumado, lo llamaba y pedía hora. Eso formaba parte del proceso de mejora. Por difícil que les resultara a algunas personas, por mucho que sus emociones las incapacitaran, el mero acto físico de ir a su consulta era un paso fundamental. Verse fuera de la consulta era algo totalmente excepcional. A veces, las barreras artificiales y las distancias que creaba la relación entre paciente y médico parecían crueles, pero gracias a ellas se llegaba a la percepción.
Vaciló en la esquina, a media manzana del piso de Zimmerman, un poco sorprendido de estar ahí. Que su vacilación se diferenciara poco de las veces en que Zimmerman caminaba arriba y abajo frente a su edificio le pasó inadvertido.
Dio dos o tres pasos y se detuvo. Sacudió la cabeza y, en voz baja, masculló:
– No puedo hacerlo.
Una pareja joven que pasaba cerca debió de oír sus palabras, porque el chico dijo:
– Claro que puedes, tío. No es tan difícil.
La chica se echó a reír y simuló darle un golpecito como si lo reprendiera por ser tan ingenioso y maleducado a la vez. Siguieron adelante, hacia lo que les esperara esa noche, mientras que Ricky seguía parado, balanceándose como un bote amarrado, incapaz de desplazarse, pero aun así zarandeado por el viento y las corrientes.
Recordó las palabras de Virgil: Zimmerman había decidido dejar el tratamiento a las dos y treinta y siete de esa tarde en una parada de metro cercana.
No tenía sentido.
Miró hacia atrás y vio una cabina telefónica en la esquina. Se acercó, introdujo una moneda y marcó el número de Zimmerman.
De nuevo el teléfono sonó una docena de veces sin que nadie contestara.
Esta vez, sin embargo, Ricky se sintió aliviado. La ausencia de respuesta en casa de Zimmerman parecía eximirlo de la necesidad de llamar a su puerta, aunque le sorprendía que la madre no contestara. Según su hijo, se pasaba casi todo el día postrada en cama, incapacitada y enferma, salvo para sus inagotables exigencias y comentarios denigrantes, que soltaba sin cesar.
Colgó y retrocedió. Echó un largo vistazo al edificio donde vivía Zimmerman y sacudió la cabeza. «Tienes que controlar esta situación», se dijo.
La carta amenazadora, el acoso a la hija de su sobrino y la aparición de aquella despampanante mujer en su consulta habían alterado su equilibrio. Necesitaba reimplantar el orden en los acontecimientos y trazarse un camino para salir del juego en que estaba atrapado. Lo que no debía hacer era malograr casi un año de análisis con Roger Zimmerman por estar asustado y actuando con precipitación.
Decirse estas cosas lo tranquilizó. Dio media vuelta, decidido a regresar a su casa y hacer las maletas para irse de vacaciones.
Sin embargo, vio la entrada de la parada de metro de la calle Noventa y dos. Como muchas otras, consistía en unas simples escaleras que se hundían en la tierra, con un discreto rótulo de letras amarillas arriba. Avanzó en esa dirección, se detuvo un momento en lo alto de las escaleras y bajó, impulsado de repente por una sensación de error y de miedo, como si algo estuviera saliendo despacio de la niebla y volviéndose nítido. Sus pasos resonaron en los peldaños. La luz artificial zumbaba y se reflejaba en las baldosas de la pared. Un tren distante gruñó en un túnel. Lo asaltó un olor rancio, como al abrir un armario que lleva años cerrado, seguido de una sensación de moderado calor, como si las temperaturas del día hubiesen calentado la parada y ésta recién empezara a enfriarse. En ese momento había poca gente en la estación, y en la taquilla vio a una mujer negra. Esperó un momento hasta que no la atosigara nadie pidiéndole cambio y se acercó. Se inclinó hacia la rejilla plateada para hablar a través del cristal.
– Perdone -dijo.
– ¿Quiere cambio? ¿Direcciones? En aquella pared de allí tiene los planos.
– No es eso. Me gustaría saber algo. Sé que puede parecer extraño pero…
– ¿Qué es lo que quiere?
– Bueno, me gustaría saber si hoy ha ocurrido algo aquí. Esta tarde…
– Para eso tendrá que hablar con la policía -afirmó la mujer con energía-. Ha ocurrido antes de mi turno.
– Pero ¿qué…?
– Yo no estaba. No he visto nada.
– Pero ¿qué ha pasado?
– Un hombre se lanzó a las vías, O se cayó, no lo sé. La policía vino y se fue antes de que empezara mi turno. Lo limpiaron todo y se llevaron a un par de testigos. Eso es todo lo que sé.
– ¿Qué policía?
– La comisaría de la Noventa y seis con Broadway. Hable con ellos. Yo no tengo detalles.
Ricky retrocedió con un nudo en el estómago. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Necesitaba aire y ahí dentro no lo había. Un tren inundaba la estación con un chirrido insoportable, como si reducir la velocidad para parar fuera una tortura. El sonido lo taladró y lo sacudió como si le dieran puñetazos.
– ¿Se encuentra bien? -gritó la mujer de la taquilla por encima del estrépito-. Parece enfermo.
Él asintió y susurró una respuesta que la mujer no pudo oír.
Y, como un borracho que intenta conducir un coche por una carretera sinuosa, zigzagueó hacia la salida.
A Ricky le resultaba desconocido todo lo referente al mundo en que se sumió esa noche.
Las imágenes, los sonidos y los olores de la comisaria de la Noventa y seis con Broadway constituían una ventana a la ciudad a la que él nunca se había asomado y de cuya existencia sólo era vagamente consciente. Nada más entrar se notaba un ligero hedor a orina y vómito que pugnaba con otro más potente a desinfectante, como si alguien hubiese devuelto copiosamente y la posterior limpieza se hubiera hecho sin cuidado y con prisas. La acritud le hizo vacilar, lo suficiente para verse asaltado por una algarabía insólita, mezcla de lo rutinario y lo surrealista. Un hombre gritaba palabras ininteligibles desde alguna área de detención fuera de la vista, palabras que parecían reverberar incongruentemente en el vestíbulo, donde una mujer hecha un basilisco sostenía a un niño lloroso frente al ancho mostrador de madera del sargento de guardia a la vez que le soltaba imprecaciones en un español graneado.
A su lado pasaban policías con la camisa azul empapada de sudor, y sus pistoleras de cuero hacían un extraño contrapunto al crujido de sus relucientes zapatos negros. Un teléfono sonó en alguna parte, pero nadie contestó. Había idas y venidas, risas y lágrimas, todo ello salpicado de juramentos de agentes bruscos o de los visitantes esporádicos, algunos de ellos esposados, que eran conducidos bajo los fluorescentes implacables de la recepción.
Ricky cruzó la puerta, confundido por todo lo que veía y oía, nada seguro de lo que debía hacer. Un policía le rozó al pasar veloz a su lado mientras decía «Quita de en medio», lo que le hizo apartarse de golpe, como si hubieran tirado de él con una cuerda.
La mujer del mostrador levantó un puño y lo blandió ante el sargento de guardia con un torrente final de palabras que fluyeron como una sólida muralla de improperios y, tras dar al niño una sacudida para que se volviera, se giró con el entrecejo fruncido y, al salir, empujó a Ricky como si fuera tan insignificante como una cucaracha. Ricky se recompuso y se acercó al sargento. Alguien había grabado a escondidas JODT en la madera del mostrador, una opinión que, al parecer, nadie se había molestado en borrar.
– Disculpe -empezó Ricky, pero fue interrumpido.
– Nadie pide disculpas realmente. Lo dicen, pero nunca es de verdad. Pero qué caray, yo escucho a todo el mundo. Así que, ¿por qué pide disculpas?
– No me ha entendido bien. Lo que quería decir es…
– Nadie dice lo que quiere decir. Eso es algo importante que te enseña la vida. Todo iría mejor si más gente lo aprendiera.
El sargento debía de tener cuarenta y pocos años y exhibía una sonrisa indiferente que parecía indicar que, llegado a este punto de su vida, ya había visto todo lo que valla la pena ver. Era un hombre fornido, de cuello ancho, de culturista, y un cabello negro y lacio que llevaba peinado hacia atrás. El mostrador estaba lleno de formularios e informes de incidentes, dispuestos, al parecer, sin orden ni concierto. De vez en cuando agarraba un par y los grapaba con un puñetazo que propinaba a la anticuada grapadora antes de lanzarlos a una bandeja metálica de rejilla.
– Si me lo permite, volveré a empezar -dijo finalmente Ricky con brusquedad.
El sargento sonrió de nuevo sacudiendo la cabeza.
– Nadie puede volver a empezar, por lo menos que yo sepa.
Todos decimos que queremos encontrar una manera de empezar la vida de nuevo, pero las cosas no son así. Pero qué caray, pruebe. Quizá sea el primero. A ver, ¿en qué puedo ayudarle?
– Hoy ha habido un incidente en la parada de metro de la calle Noventa y dos. Un hombre se ha caído…
– Saltó, he oído. ¿Es usted un testigo?
– No. Pero conocía a ese hombre, creo. Era su médico. Necesito información…
– Médico, ¿eh? ¿Qué clase de médico?
– Seguía un tratamiento psicoanalítico conmigo.
– ¿Es psiquiatra?
Ricky asintió.
– Un trabajo interesante -comentó el policía-. ¿Usa un diván de esos?
– Exacto.
– ¿De veras? ¿Y la gente todavía tiene cosas que contar? En mi caso, me parece que me echaría una siesta en cuanto recostara la cabeza. Un bostezo y me quedaría frito. Pero la gente habla mucho, ¿verdad?
– A veces.
– Genial. Bueno, hay uno que ya no hablará más. Será mejor que hable con quien lleva el caso. Cruce la puerta doble, siga el pasillo, la oficina queda a la izquierda. Se lo han dado al detective Riggins. O lo que quedaba de él después de que el expreso de la Octava Avenida pasara por la estación de la calle Noventa y dos a casi cien kilómetros por hora. Si quiere detalles, ahí se los darán.
Hable con Riggins.
El policía señaló un par de puertas que daban a las entrañas de la comisaría. En ese momento, Ricky oyó cómo un sonido creciente surgía de algún lugar que parecía situado debajo y encima de ellos alternativamente. El sargento sonrió.
– Ese tío me va a destrozar los nervios antes de que acabe mi turno -comentó, y se volvió para recoger un fajo de papeles y lo grapó, produciendo un ruido parecido a un disparo-. Si no se calla, lo más probable es que yo mismo precise un psiquiatra al final de la noche. Lo que usted necesita, doctor, es un diván portátil.
Se rió e hizo un movimiento con la mano para alejar a Ricky en la dirección correcta, y la brisa que levantó hizo vibrar los papeles.
A la izquierda había una puerta con el rótulo DETECTIVES.
Ricky Starks la empujó para entrar en un despacho pequeño con mesas deprimentes de metal gris y la misma iluminación hiriente.
Parpadeó un instante, como si el resplandor le escociera los ojos como agua salada. Un detective con camisa blanca y corbata roja sentado a la mesa más cercana lo miró.
– ¿Qué quiere?
– ¿Detective Riggins?
– No, no soy yo. -Sacudió la cabeza-. Está allí, hablando con el último testigo del hombre que se ha suicidado hoy.
Ricky miró al otro lado de la habitación y vio a una mujer de mediana edad con una camisa de hombre azul celeste y una corbata de seda a rayas con el nudo muy suelto, más como una soga alrededor del cuello que otra cosa, unos pantalones grises que parecían fundirse con la decoración y unas incongruentes zapatillas de deporte blancas con una banda naranja iridiscente. Llevaba el cabello rubio oscuro recogido con severidad en una coleta, lo que la hacía parecer un poco mayor de los treinta y cinco años que Ricky podría haberle dado. Tenía unas diminutas patas de gallo. La mujer estaba hablando con dos muchachos negros que vestían vaqueros exageradamente holgados y gorras colocadas en un ángulo extraño, como si se las hubieran pegado torcidas a la cabeza. Si Ricky hubiese estado un poco más al corriente de las cuestiones mundanas, habría reconocido la moda del momento, pero sólo pensó que su aspecto era extraño y un poco inquietante. Si se hubiese encontrado a ese par en la calle, sin duda se habría asustado.
El detective que estaba sentado frente a él le preguntó de golpe:
– ¿Ha venido por el hombre que se ha suicidado hoy en el metro?
Ricky asintió. El hombre descolgó el teléfono y señaló unas sillas junto a una pared de la oficina. En una de ellas había una mujer desaliñada y sucia de edad indefinida, cuyo cabello plateado e hirsuto parecía explotarle en múltiples direcciones y que al parecer hablaba sola. La mujer llevaba un abrigo raído que no dejaba de ceñirse cada vez con más fuerza, y se balanceaba levemente en el asiento, como siguiendo el compás de la electricidad que le invadía el cuerpo. El diagnóstico de Ricky fue inmediato: indigente y esquizofrénica. No había atendido profesionalmente a nadie con su afección desde sus días de universidad, aunque a lo largo de los años se había cruzado con muchas personas parecidas que caminaban por las calles como casi cualquier otro neoyorquino. En los últimos años, el número de indigentes en la calle parecía haber disminuido, pero Ricky suponía que simplemente los habían enviado a otras ubicaciones en una maniobra política destinada a lograr que los turistas entusiastas y las personas acomodadas y adineradas que transitaban el centro de la ciudad no tuvieran que verlos con tanta frecuencia.
– Tome asiento al lado de Lu Anne -dijo el detective-. Informaré a Riggins de que está usted aquí.
Ricky se puso tenso al oír el nombre de la mujer. Inspiró hondo y se acercó a la hilera de sillas.
– ¿Puedo sentarme aquí? -preguntó a la vez que señalaba la que estaba situada junto a la mujer.
Ella levantó los ojos, algo sorprendida.
– El señor quiere saber si se puede sentar aquí. ¿Quién cree que soy yo? ¿La reina de las sillas? ¿Qué debería decirle? ¿Sí? ¿No?
– Puede sentarse donde quiera…
Lu Anne tenía unas uñas mugrientas y rotas, cicatrices y ampollas en las manos y, en una, un corte que parecía infectado, con la piel hinchada alrededor de una costra morada. Ricky pensó que debía de ser doloroso, pero no dijo nada. Lu Anne se frotó las manos como un cocinero que espolvorea un plato con sal.
Ricky se sentó en la silla. Se movió, como si tratara de ponerse cómodo, y preguntó:
– ¿Así que usted estaba en el andén cuando ese hombre se cayó a la vía?
Lu Anne levantó la mirada hacia los fluorescentes y contempló el resplandor brillante e implacable.
– Así que el señor quiere saber si yo estaba ahí cuando el hombre saltó delante del tren -contestó después de estremecerse ligeramente-. No se imagina lo que yo vi, toda la sangre y la gente que gritaba, algo terrible. Y después llegó la policía.
– ¿Usted vive en la estación de metro?
– El señor quiere saber si vivo ahí. Pues bien, debería decirle que a veces. A veces vivo ahí.
Lu Anne apartó por fin la mirada de los fluorescentes y, con un rápido parpadeo, pareció mover la cabeza como si viera fantasmas por la habitación. Pasado un momento, se volvió hacia Ricky.
– Lo vi -dijo-. ¿Estaba usted también ahí?
– No, pero conocía al hombre que murió.
– Oh, qué triste. -Lu Anne sacudió la cabeza-. Muy triste para usted. Algunos conocidos míos han muerto. Fue triste para mí entonces.
– Sí -respondió Ricky-, es muy triste. -Se obligó a sonreirle y ella le devolvió el gesto-. Digame, Lu Anne, ¿qué vio?
La mujer tosió un par de veces, como para aclararse la garganta.
– El señor quiere saber qué vi -soltó mirando a Ricky-. Quiere saber sobre el hombre que murió y la mujer bonita.
– ¿A qué mujer bonita se refiere? -preguntó Ricky intentando conservar la calma.
– El señor no sabe lo de la mujer bonita.
– No, no lo sé. Pero me interesa -aseguró para animarla.
Los ojos de Lu Anne se desviaron a lo lejos, como si se concentrara en algo más allá de su visión, como un espejismo, y habló con tono amable.
– El señor quiere saber lo de la mujer bonita que se me acerca justo después de que el hombre hiciera ¡zas! Y me habla muy bajito cuando me pregunta: «¿Lo has visto, Lu Anne? ¿Has visto cómo el hombre se lanzaba bajo el tren? ¿Has visto cómo se acercaba al borde cuando el tren iba a pasar? Era el expreso, claro, y no para, no, nunca para, tienes que tomar el metropolitano si quieres subirte a un tren. Y ¿has visto cómo se tiraba? ¡Terrible, terrible!». Ella me dice: «Lu Anne, ¿has visto cómo se suicidaba?
Nadie lo ha empujado. Nadie en absoluto, Lu Anne. Tienes que estar totalmente segura de eso, Lu Anne. Nadie ha empujado al hombre. ¡Zas!, sólo se ha lanzado». Eso me dice la mujer. Qué triste. Debía de tener muchas ganas de morirse de repente, ¡zas! Y entonces hay un hombre a su lado, al lado de la mujer bonita y me dice: «Lu Anne, tienes que contarle a la policía lo que has visto, decirle que el hombre ha pasado entre los demás hombres y mujeres que había en el andén y ha saltado, ¡zas! Muerto». Y la mujer bonita me dice: «Se lo dirás a la policía, Lu Anne. Es tu obligación como ciudadana contarles que viste saltar al hombre». Y me da diez dólares. Diez dólares sólo para mí. Pero me lo hace prometer.
Me dice: «Lu Anne, promete que irás a la policía y les contarás que viste al hombre saltar a la vía». Y yo le digo: «Si, lo prometo». Y he venido a contárselo a la policía, tal como ella me dijo y como yo le prometí. ¿También le dio diez dólares a usted?
– No -musitó Ricky-. No me dio diez dólares.
– Oh, qué lástima -contestó Lu Anne meneando la cabeza-.
Mala suerte.
– Sí. Es una lástima -coincidió Ricky-. Y mala suerte, también.
Levantó la mirada y vio que la detective cruzaba la oficina hacia ellos.
Parecía aún más agotada por los acontecimientos del día de lo que Ricky había supuesto antes, al verla al otro lado de la oficina.
La detective Riggins se movía con una parsimonia que revelaba músculos doloridos, fatiga y un estado de ánimo socavado en parte por el calor del día y, sin duda, por pasarse la tarde tratando laboriosamente de recoger los restos del infortunado señor Zimmerman, y reconstruyendo después sus últimos momentos antes de lanzarse a las vías. Que lograra esbozar una leve sonrisa a modo de presentación le sorprendió.
– Hola -dijo-. Creo que está aquí por el señor Zimmerman.
– Pero antes de que pudiera contestar, Riggins se volvió hacia Lu Anne y añadió-: Lu Anne, pediré a un agente que la lleve a pasar la noche al albergue de la calle Ciento dos. Gracias por venir. Ha sido de gran ayuda. Quédese en el albergue, ¿entendido? Por si necesito volver a hablar con usted.
– La señorita dice que me quede en el albergue pero no sabe que detestamos el albergue. Está lleno de gente mezquina y loca que te roba y te apuñala si se entera de que una mujer bonita te ha dado diez dólares.
– Me aseguraré de que nadie se entere y no correrá peligro. Por favor.
– Lo intentaré, detective -dijo Lu Anne, lo que contradecía la negación que hacía con la cabeza.
Riggins indicó la puerta, donde un par de agentes uniformados estaban esperando.
– Esos hombres la llevarán, ¿vale?
Lu Anne se levantó y sacudió la cabeza.
– El viaje en coche será divertido, Lu Anne. Si quiere, les pediré que pongan las luces y la sirena.
Eso hizo sonreír a Lu Anne, que asintió con entusiasmo infantil. La detective hizo señas a los policías de uniforme y dijo:
– Ponedle la alfombra roja a esta testigo. Luces y acción todo el trayecto, ¿de acuerdo?
Ambos agentes se encogieron de hombros, sonrientes. No tenían objeciones, siempre y cuando Lu Anne subiera y bajara del coche lo bastante rápido como para que su hedor a sudor y suciedad no se quedara impregnado en el interior.
Ricky observó que la mujer perturbada asentía y hablaba de nuevo consigo misma mientras se alejaba arrastrando los pies acompañada por los policías. Se volvió y vio que la detective Riggins también contemplaba su marcha.
– No está tan mal como otros -suspiró ella-. Y no se mueve demasiado. Siempre puedes encontrarla en el ultramarinos de la calle Noventa y siete, en la parada de metro donde estaba hoy o en la entrada al Riverside Park de la calle Noventa y seis. Desde luego está loca, pero no es desagradable, como otros. Me gustaría saber quién es realmente. ¿Cree que puede haber alguien en algún lugar preocupado por ella, doctor? ¿En Cincinnati o Minneapolis?
Familia, amigos, parientes que se pregunten qué ha sido de su excéntrica tía o prima. A lo mejor es heredera de una fortuna del petróleo o ganadora de la lotería. Eso estaría bien, ¿verdad? Me gustaría saber qué le pasó para acabar así. Para que todas las sustancias químicas del cerebro le burbujeen descontroladas. Pero ése es su ámbito, no el mío.
– No soy demasiado partidario de las medicaciones -dijo Ricky-, a diferencia de algunos de mis colegas. Pero una esquizofrenia tan profunda como la suya necesita medicación. Lo que yo hago seguramente no ayudaría demasiado a Lu Anne.
Riggins le indicó su mesa, que tenía una silla dispuesta al lado.
Cruzaron juntos la oficina.
– Usted se basa en hablar, ¿eh? La articulación de los problemas, ¿no? ¿Venga a hablar y hablar, y más hablar, y tarde o temprano todo se resuelve?
– Eso sería una simplificación excesiva, detective. Pero no imprecisa.
– Tengo una hermana que estuvo en terapia después de divorciarse. Le sirvió para enderezar su vida. Por otra parte, mi prima Marcie, que es una de esas personas que está siempre hundida, asistió a una durante tres años y acabó más jodida que antes de empezar.
– Lamento oír eso. Como en cualquier profesión, hay muchos grados de competencia. -Ambos se sentaron a la mesa-. Pero…
Riggins le interrumpió.
– Dijo que era el terapeuta del señor Zimmerman. ¿Correcto?
Sacó un bloc y un lápiz.
– Si. Se psicoanalizó durante un año. Pero…
– ¿Y detectó alguna tendencia suicida agudizada el último par de semanas?
– No. En absoluto -aseguró Ricky.
– ¿De veras? -La mujer arqueó las cejas con leve sorpresa-.
– ¿Nunca?
– Así es. De hecho…
– Entonces ¿estaba haciendo progresos con su análisis?
Ricky vaciló.
– ¿Y bien? -le urgió ella-. ¿Estaba mejorando? ¿Logrando el control? ¿Se sentía más seguro? ¿Más preparado para enfrentarse al mundo? ¿Menos deprimido? ¿Menos enfadado?
De nuevo, Ricky dudó antes de responder.
– Diría que no había hecho lo que usted o yo consideraríamos un gran avance. Seguía luchando con los temas que lo atormentaban.
Riggins sonrió cansinamente. Sus palabras sonaron tensas:
– Así que, después de cerca de un año de tratamiento casi constante, cincuenta minutos al día, cinco días a la semana, pongamos cuarenta y ocho semanas al año, ¿podría decirse que seguía deprimido y frustrado?
Ricky se mordió el labio un instante y luego asintió.
Riggins hizo una anotación en el bloc. Ricky no pudo ver qué escribía.
– ¿Seria «desesperación» una palabra demasiado fuerte para describir su estado?
– Sí -respondió Ricky, irritado.
– ¿Aunque ésa sea la primera palabra que usó su madre, con quien vivía? ¿Y la misma que dijeron sus compañeros de trabajo?
– Si -insistió Ricky.
– Así pues, ¿no cree que fuera suicida?
– Ya se lo dije, detective. No presentaba ninguna sintomatología clásica. De lo contrario yo habría adoptado medidas…
– ¿Qué clase de medidas?
– Habría intentado concentrar de modo más especifico las sesiones. Tal vez medicación, si hubiese creído que el peligro era real…
– No me ha dicho que no le gusta recetar pastillas?
– Ya, pero…
– No se va de vacaciones muy pronto?
– Sí. Mañana, por lo menos eso tengo previsto, pero ¿qué tiene eso que…?
– Así pues, a partir de mañana su cabo de salvamento terapéutico se iba de vacaciones.
– Si, pero no alcanzo a ver…
– Palabras interesantes para que las diga un psiquiatra -sonrió la detective.
– ¿Qué palabras? -preguntó Ricky, levemente exasperado.
– «No alcanzo a ver…» -repitió ella-. ¿No se acerca mucho eso a lo que se llama desliz freudiano?
– No.
– ¿No cree que se suicidara?
– No. Sólo…
– ¿Se había suicidado antes algún paciente suyo?
– Sí, por desgracia. Pero en ese caso los signos eran claros. Mis esfuerzos, sin embargo, no fueron suficientes para aliviar la profunda depresión de ese paciente.
– ¿Ese fracaso le persiguió algún tiempo, doctor?
– Sí -contestó Ricky con frialdad.
– Sería malo para su consulta y muy malo para su reputación que otro de sus pacientes habituales decidiera tener un cara a cara con el expreso de la Octava Avenida, ¿verdad?
Ricky se recostó en la silla con el entrecejo fruncido.
– No me gusta lo que insinúa con esa pregunta, detective.
– Bueno, sigamos adelante. -Riggins sonrió y meneó la cabeza-. Si no cree que se suicidara, la alternativa es que alguien lo empujó. ¿Le habló alguna vez el señor Zimmerman de alguien que lo odiara, o que le guardara rencor, o que pudiera tener algún motivo para matarlo? Hablaba con usted cada día, de modo que cabe suponer que, si lo hubiera amenazado algún desconocido, se lo habría mencionado. ¿Lo hizo?
– No. Jamás mencionó a nadie que encajara en las categorías que usted menciona.
– ¿No dijo nunca: «Fulano de tal quiere verme muerto…?».
– No.
– ¿Y lo recordaría si lo hubiese dicho?
– Por supuesto.
– De acuerdo. En principio, al parecer nadie intentaba acabar con él. Pero ¿y un socio? ¿Una antigua amante? ¿Un marido cornudo? Usted cree que alguien pudo empujarle a la vía del tren.
– Pero ¿por qué? ¿Por simple diversión? ¿Alguna otra razón misteriosa?
Ricky vaciló. Era su oportunidad de contar a la policía lo de la carta, la visita de Virgil, el juego en que se le exigía participar.
Lo único que tenía que hacer era decir que se había cometido un crimen y que Zimmerman era una víctima de un acto que no tenía nada que ver con él salvo su muerte. Empezó a abrir la boca para revelar todos estos detalles, para dejarlos fluir con libertad, pero lo que vio fue una detective aburrida y cansada que deseaba acabar una jornada absolutamente desagradable con un formulario mecanografiado que no disponía de ninguna casilla para la información que iba a proporcionarle.
En ese instante decidió abstenerse. Era su personalidad de psicoanalista, que no le dejaba compartir especulaciones u opiniones con facilidad.
– Quizá -dijo-. ¿Qué sabe de esa otra mujer, la que dio diez dólares a Lu Anne?
Riggins arrugó el entrecejo al parecer confusa.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿No le resulta sospechoso su comportamiento? ¿No parece que haya puesto palabras en la boca de Lu Anne?
– No lo sé -contestó la detective encogiéndose de hombros-.
Una mujer y un hombre ven que uno de los ciudadanos menos afortunados de nuestra gran ciudad podría ser un testigo importante de un hecho y se aseguran de que el pobre testigo reciba alguna compensación por ofrecer su ayuda a la policía. Seria más civismo que algo sospechoso, porque Lu Anne se ha presentado y nos ha ayudado gracias, por lo menos en parte, a la intervención de esa pareja.
– ¿Ha averiguado quiénes eran? -quiso saber Ricky tras dudar un momento.
– Lo siento. -La mujer movió la cabeza-. Llevaron a Lu Anne a uno de los primeros policías en llegar al andén y se marcharon después de informarle de que ellos no habían visto qué había pasado exactamente. Y no, no tengo el nombre de ninguno de los dos porque no eran testigos. ¿Por qué lo pregunta?
Ricky no sabía si quería contestar esa pregunta. En parte, pensaba que debería contarlo todo, pero ignoraba lo peligroso que eso podía ser. Intentaba calcular, adivinar, valorar y examinar, pero de repente le pareció como si todos los acontecimientos que lo rodeaban fueran borrosos e indescifrables, confusos y escurridizos. Sacudió la cabeza, como si así pudiera lograr que sus emociones adquirieran alguna definición.
– Dudo mucho que el señor Zimmerman quisiera suicidarse. Su estado no parecía tan grave -aseguró Ricky-. Anote eso, detective, y póngalo en su informe.
Riggins se encogió de hombros y sonrió con una fatiga mal disimulada y teñida de sarcasmo.
– Lo haré, doctor. Su opinión, en la medida de lo que vale, está anotada para que conste.
– ¿Hubo algún otro testigo? ¿Alguien que quizá viera a Zimmerman separarse de la multitud en el andén? ¿Alguien que lo viera moverse sin ser empujado?
– Sólo Lu Anne, doctor. Los demás sólo vieron parte del hecho.
Nadie vio que no lo empujaran. Dos chicos vieron que estaba solo, separado del resto de la gente que esperaba el metro. El perfil de los hechos, por cierro, es bastante habitual en este tipo de casos. La gente suele tener la mirada fija en el túnel por donde llegará el tren. Es típico que quienes se lanzan a la vía se sitúen detrás de la gente, no delante. Quieren acabar con su vida por los motivos que sea, no dar un espectáculo a la multitud del andén.
Así que noventa y nueve de cada cien veces, se separan de la gente, hacia atrás. Tal como el señor Zimmerman hizo. -La detective sonrió y prosiguió-: Apuesto lo que quiera a que encontraré una nota entre sus pertenencias, en alguna parte. O puede que usted reciba una carta por correo esta semana. Si es así, mándeme una copia para mi informe. Claro que, como se va de vacaciones, a lo mejor no la recibe hasta su regreso. Aun así, resultaría útil.
Ricky quería replicar, pero contuvo el enojo que sentía.
– ¿Podría darme su tarjeta, detective? Por si necesitara ponerme en contacto con usted -pidió con frialdad.
– Por supuesto. Llámeme cuando quiera -contestó con un tono despectivo que daba a entender justo lo contrario.
Le entregó una tarjeta con una leve floritura.
Ricky se la guardó en el bolsillo sin mirarla y se levantó para marcharse. Cruzó deprisa la oficina y no miró atrás hasta cruzar la puerta. Entonces vio a la detective Riggins encorvada sobre una máquina de escribir anticuada, empezando su informe sobre la muerte al parecer intrascendente de Roger Zimmerman.
Ricky Starks cerró de un golpe la puerta de su casa al entrar. El ruido retumbó en sus oídos y resonó en el rellano vacío y poco iluminado de la escalera. Giró la llave en el doble cerrojo de la puerta principal que tan pocas veces usaba. Movió el picaporte para asegurarse. Después, inseguro de que bastara con los cerrojos, atrancó una silla contra la puerta a modo de anticuado refuerzo.
Le costó refrenarse para no amontonar también el escritorio, cajas, estanterías, todo lo que tuviera a mano, contra la puerta para atrincherarse dentro. El sudor le escocía los ojos y, aunque el aire acondicionado zumbaba afanoso fuera de la ventana de la consulta, sentía oleadas repentinas de calor. Un soldado, un policía, un piloto, un montañista, cualquiera versado en las diversas vertientes del peligro, las habría reconocido como lo que eran: ataques de pánico. Pero Ricky se había pasado tantos años apartado de todos esos extremos que desconocía hasta los signos más evidentes.
Se alejó de la puerta y contempló su casa. Una tenue luz sobre la puerta proyectaba unas extrañas sombras en los rincones de la sala de espera. Oyó el aire acondicionado y, más allá, los ruidos apagados de la calle, pero aparte de eso, sólo un silencio agobiante.
La puerta de la consulta estaba abierta. De pronto tuvo la sensación de que, cuando había dejado el refugio de su hogar esa tarde minutos después de la visita de Virgil, había cerrado esa puerta tras él, como era su costumbre. La aprensión le carcomió y lo llenó de dudas. Contempló la puerta abierta mientras trataba de recordar con desesperación sus pasos exactos al irse.
Se vio poniéndose la corbata y la chaqueta, inclinándose para anudarse los cordones de los zapatos, dándose unas palmaditas en los bolsillos para comprobar que llevaba la cartera y las llaves. Se vio cruzando el piso y saliendo por la puerta principal, esperando a que bajara el ascensor del tercer piso, saliendo a la calle, donde el bochorno seguía. Todo esto estaba de lo más claro. No había sido una salida distinta a millares de otras en millares de días. Fue a la vuelta cuando todo parecía torcido o algo deforme, como ver su imagen reflejada en un espejo de feria, distorsionada por mucho que uno se contorneara y girara.
«¿Cerraste esta puerta?», gritó para sus adentros. Se mordió el labio, frustrado, y procuró recordar el tacto del pomo en la mano, el ruido de la puerta al cerrarse a su espalda. El recuerdo le eludió, y permaneció inmóvil, incapaz de recordar ese simple acto cotidiano. Y entonces se hizo una pregunta aún peor, aunque todavía no se percató demasiado de ello: «¿Por qué no puedes recordarlo?».
Inspiró hondo y se tranquilizó pensando que debió de dejarla abierta por descuido.
Pero siguió sin moverse. De repente se sintió desfallecer. Casi como si se hubiese estado peleando, o al menos, lo que imaginaba que seria pelear con alguien, porque de golpe cayó en la cuenta de que nunca se había peleado con nadie, aparte de las esporádicas peleas de adolescentes que parecían increíblemente distantes en el tiempo.
La oscuridad parecía burlarse de él. Aguzó el oído hacia la habitación oscura. «Ahí dentro no hay nadie», se aseguró. Pero como si quisiera subrayar la mentira, dijo en voz alta:
– ¿Hola?
El sonido de esa única palabra pronunciada en aquel reducido espacio tensó a Ricky. Lo invadió la sensación de estar haciendo el ridículo. Se dijo que un niño se asustaba de las sombras, no un adulto. En particular, uno como él, que había pasado toda su vida adulta tratando con secretos y terrores ocultos.
Avanzó intentando recobrar la compostura. Se recordó que estaba en casa. Estaba a salvo.
Aun así, quiso encender la luz deprisa mientras vacilaba en el penumbroso umbral y palpó la pared con la mano hasta encontrar el interruptor, que accionó al instante.
No pasó nada. La negrura de la habitación permaneció intacta.
Soltó un grito ahogado. Pulsó el interruptor varias veces, como sí se negara a admitir que no había luz en la habitación.
– ¡Por todos los demonios! -maldijo en voz alta, pero no entró.
En lugar de eso, esperó a que los ojos se le acostumbraran a la penumbra, sin dejar de escuchar atentamente para intentar captar cualquier ruido revelador de que no estaba solo. Se tranquilizó pensando que, cuando se tenía una experiencia inquietante como le había pasado a él esa tarde, la mente jugaba toda clase de malas pasadas. Aun así, esperó unos segundos hasta que pudo distinguir la habitación oscura y la recorrió con los ojos varias veces.
Luego cruzó el reducido espacio en dirección a la mesa y la lámpara que había en un rincón. No se sentía distinto a un ciego, con las manos extendidas delante para intentar detectar obstáculos en un lugar donde no había ninguno. Al calcular mal la distancia se dio un buen golpe en la rodilla contra la mesa, lo que desató un torrente de improperios: varios «mierda» y «coño» y un solo «joder», nada propios de Ricky, quien antes de los acontecimientos de aquel día rara vez soltaba un juramento.
Rodeó con cuidado la mesa, encontró por fin la lámpara con la mano y, con un suspiro de alivio, accionó el interruptor.
Tampoco funcionaba.
Ricky se agarró a la mesa para tranquilizarse. Se dijo que probablemente se trataba de algún tipo de apagón, debido al calor y la demanda de electricidad de la ciudad, pero por la ventana podía ver que las farolas de la calle brillaban, y el aire acondicionado seguía zumbando alegremente. Se dijo entonces que no era imposible que dos bombillas se fundiesen a la vez. Poco probable, pero posible.
Con una mano en la mesa, se volvió hacia la tercera lámpara que tenía en la consulta. Era una lámpara de pie negra, de hierro fundido, que su mujer había comprado varios años atrás para llevar a su casa de veraneo en Wellfleet, pero de la que él se había adueñado para el rincón de su consulta, tras su butaca, a la cabeza del diván. La utilizaba para leer y, los días oscuros y lluviosos, para aligerar la habitación de la penumbra de la ciudad, de modo que la climatología no influyese demasiado en los pacientes. Se encontraba a unos cuatro metros de la lámpara, una distancia que ahora le pareció mucho mayor. Visualizó la consulta, sabiendo que lo separaban sólo unos cuantos pasos y no había nada entre él y su butaca, y que, una vez ahí, encontraría la lámpara. Deseó que entrara más luz de la calle por las ventanas, pero la poca que había parecía detenerse en el cristal, como si no fuera capaz de penetrar en la habitación. «Cuatro pasos -se dijo-. Y no te golpees la rodilla con la butaca.»
Avanzó con cuidado, palpando el vacío con los brazos extendidos. Doblaba la cintura un poco y alargaba las manos en busca Á del tacto tranquilizador de su vieja butaca de piel. Pareció tardar más de lo que había imaginado, pero la butaca estaba donde siempre, y encontró el brazo, el respaldo, y ocupó el asiento de piel con un crujido acogedor que agradeció. Localizó con las manos la mesita donde tenía el dietario y el reloj, y alargó la mano hacia la lámpara situada detrás. El conmutador estaba justo debajo de la bombilla y lo buscó a tientas hasta encontrarlo. La encendió con un tirón decidido.
La oscuridad no cambió.
Accionó el conmutador una docena de veces y la habitación se llenó de clics.
Nada.
Ricky se quedó inmóvil en el asiento, intentando dar con una explicación lógica para que ninguna de las lámparas de su consulta funcionara. No la encontró.
Respiraba hondo escuchando la noche, buscando distinguir los sonidos secundarios de la ciudad. Con los nervios de punta, aguzó el oído a la vez que el resto de sus sentidos se aunaba para decidir si estaba realmente solo. Una parte de él quería salir disparado hacia la puerta, huir por el pasillo y buscar a alguien que lo acompañara de vuelta a su casa. Contuvo este impulso y reconoció el pánico que implicaba. Se obligó a conservar la calma.
No oyó nada, pero eso no significaba que no hubiera nadie en su casa. Trató de imaginar dónde podría esconderse alguien, en qué armario o rincón, bajo qué mesa. Y se concentró en esos sitios, como si desde su asiento de analista tras el diván pudiera examinar esas zonas ocultas. Pero ese esfuerzo fue también infructuoso o, como mínimo, insatisfactorio. Intentó recordar dónde tenía una linterna o velas. Seguramente en un estante de la cocina, junto a las bombillas de recambio. Siguió sentado un minuto más, reacio a abandonar su conocido asiento, y sólo logró levantarse convenciéndose de que buscar alguna clase de luz era la única reacción razonable.
Se dirigió con cautela hacia el centro de la habitación, de nuevo con las manos extendidas delante, igual que un ciego. Estaba a mitad de camino cuando sonó el teléfono de la mesa.
El ruido lo paralizó.
Se volvió tambaleante hacia el escritorio y se inclinó sobre él.
Con la mano tumbó un cubilete de bolígrafos y lápices. Agarró el teléfono justo antes del sexto timbrazo, que habría puesto en marcha el contestador automático.
– ¿Diga? ¿Diga?
No hubo respuesta.
– ¿Diga? ¿Quién llama?
La comunicación se cortó de golpe.
Ricky sostuvo el auricular en la oscuridad y maldijo, en silencio primero y no tan silenciosamente después.
– ¡Por todos los demonios! -exclamó-. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.
Colgó y apoyó las manos en la superficie de la mesa, como si estuviera cansado y necesitara recuperar el aliento. Maldijo otra vez, aunque en voz más baja.
El teléfono volvió a sonar.
Dio un respingo, sorprendido, antes de alargar la mano para buscar a tientas el auricular, que golpeó el escritorio. Se lo llevó a la oreja.
– No tiene gracia -dijo.
– Doctor Ricky -susurró la voz profunda, aunque juguetona, de Virgil-. Nadie ha sugerido en ningún momento que se tratara de una broma. De hecho, el señor R no tiene demasiado sentido del humor, o eso me han dicho.
Ricky contuvo la sarta de improperios que le subió por la garganta y dejó que, en su lugar, el silencio hablara por él.
Pasados unos segundos, Virgil soltó una carcajada. El sonido resultó terrible a través de la línea telefónica.
– Todavía estás a oscuras, ¿verdad, Ricky?
– Si -contestó-. Seguro que has estado aquí. Tú o alguien como tú entró mientras yo estaba fuera y…
– Tú eres el analista, Ricky -susurró Virgil, casi seductora-.
Cuando estás a oscuras respecto a algo, en especial algo sencillo, ¿qué haces?
No respondió. Virgil rió de nuevo.
– Vamos, Ricky. ¿Y tú te consideras un maestro del simbolismo y de la interpretación de todo tipo de misterios? ¿Cómo arrojas luz sobre algo cuando sólo hay oscuridad? Vamos, es tu trabajo, ¿no?
No le permitió contestar.
– Sigue el camino más fácil hacia la respuesta.
– ¿Cómo?
– Veo que vas a necesitar que te ayude mucho los próximos días si quieres esforzarte corno es debido para salvar tu propia vida. ¿O prefieres quedarte sentado a oscuras hasta que llegue el día en que tengas que suicidarte?
Se sintió confundido.
– No entiendo -admitió.
– Lo harás muy pronto -aseguró Virgil y colgó, dejándolo agarrado al auricular con impotencia.
Pasaron unos segundos antes de que lo devolviera al soporte. La penumbra que reinaba en la habitación parecía envolverlo, cubriéndolo de desesperación. Repasó las palabras de Virgil, que le parecían obtusas, crípticas e incomprensibles. Quiso gritar que no tenía idea de su significado, frustrado tanto por la oscuridad que lo rodeaba como por la sensación de que su espacio privado había sido perturbado y violado. Apretó los dientes, aferrando el borde de la mesa y gruñendo de rabia. Quería coger algo y romperlo.
– ¡Un camino fácil! -casi gritó-. ¡En la vida no hay caminos fáciles!
El sonido de sus propias palabras extinguiéndose en la habitación oscura tuvo el efecto inmediato de acallarlo. Le hervía la sangre, al borde de la furia.
– Fácil, fácil… -masculló.
Y entonces tuvo una idea. Le sorprendió que hubiera logrado superar su creciente cólera.
– No puede ser… -dijo mientras alargaba la mano izquierda hacia la lámpara de sobremesa.
Palpó la base y encontró el cable. Lo sostuvo entre los dedos y lo siguió hacia abajo, hacia donde estaba empalmado a un alargo que recorría la pared hasta el enchufe. Se arrodilló en el suelo y encontró el extremo. Estaba desconectado. Tuvo que palpar unos segundos más para encontrar el final del alargo, pero lo logró. Lo conectó al cable y, de golpe, la habitación se iluminó. Se incorporó y se volvió hacia la lámpara situada tras el diván y vio que también estaba desenchufada. Alzó los ojos hacia la lámpara que colgaba del techo y supuso que simplemente habrían aflojado la bombilla del portalámparas.
En el escritorio, el teléfono sonó por tercera vez.
– ¿Cómo conseguiste entrar? -preguntó al descolgar.
– ¿Crees que el señor R no puede permitirse un buen cerrajero? -repuso Virgil con coquetería-. ¿O un atracador profesional? ¿Alguien experto en los cerrojos antiguos y pasados de moda que tienes en la puerta principal, Ricky? ¿No has pensado nunca en algo más moderno? ¿Sistemas de cerradura eléctricos con detectores de movimientos por infrarrojos y láser? ¿Tecnología dactilar o incluso esos sistemas de reconocimiento de retina que usan en las instalaciones del gobierno? Ya sabes que la gente puede conseguir bajo cuerda ese tipo de cosas a través de contactos turbios. ¿No has sentido nunca la necesidad de modernizar un poco tu seguridad personal? La luz sólo da una apariencia de seguridad.
– Nunca he necesitado esas tonterías -gruñó Ricky pomposamente.
– ¿No te han entrado nunca en casa? ¿Nunca te han robado? ¿En todos los años que llevas en Manhattan?
– No.
– Bueno -dijo Virgil con petulancia-, supongo que nadie ha pensado que tengas nada valioso. Pero ya no es así, ¿verdad, doctor? Mi jefe lo cree, y parece más que dispuesto a conseguir su objetivo.
Ricky no contestó. Levantó los ojos de golpe para mirar por la ventana.
– Puedes verme -dijo, agitado-. Me estás viendo ahora mismo, ¿no? ¿Cómo, si no, ibas a saber que he conseguido dar la luz?
– Muy bien, Ricky -ironizó Virgil-. Estás haciendo algún progreso si puedes por fin afirmar lo evidente.
– ¿Dónde estás?
– Cerca -respondió Virgil tras una pausa-. Detrás de ti, Ricky. Soy tu sombra. ¿De qué te serviría tener un guía hacia el infierno sí no estuviera ahí cuando lo necesitaras?
Ricky no respondió.
– Bueno -prosiguió Virgil, y su voz volvió a adoptar el tono cantarín que Ricky empezaba a encontrar irritante-, te daré una pista, doctor. El señor R tiene un sano espíritu deportivo. Después de toda la planificación necesaria para su venganza, ¿crees que querría jugar con normas que no puedas percibir? ¿Qué has averiguado esta noche, Ricky?
– Que tú y tu jefe sois unas personas enfermas y asquerosas. No quiero tener nada que ver con vosotros.
La risa de Virgil sonó gélida y monocorde a través de la línea telefónica.
– ¿Eso es lo que has averiguado? ¿Y cómo has llegado a tal conclusión? Fíjate que no te lo estoy negando. Pero me interesaría saber con qué teoría psicoanalítica o médica has llegado a este diagnóstico cuando, según mi modesta opinión, no nos conoces en absoluto. Por Dios, si tú y yo sólo tuvimos una sesión. Y todavía no tienes idea de quién es Rumplestiltskin. Pero estás dispuesto a sacar toda clase de conclusiones apresuradas. Mira, Ricky, me parece que eso es peligroso para ti, dada la precariedad de tu situación. Deberías intentar mantener una actitud más abierta.
– Zimmerman… -empezó él con una mezcla de frialdad y furia-. ¿Qué le pasó a Zimmerman? Tú estabas ahí. ¿Lo empujaste a la vía? ¿Le diste un golpecito para que perdiera el equilibrio?
– ¿Crees que puedes quedar impune de un asesinato?
– Sí, Ricky, lo creo -contestó Virgil con rotundidad tras una pausa-. Creo que hoy en día la gente queda impune de todo tipo de delitos, incluso el asesinato. Pasa continuamente. Pero en el caso de tu infortunado paciente (¿o debería decir ex paciente?) las pruebas de que él se lanzó son irrefutables. ¿Qué te hace pensar que no se suicidó mediante una técnica barata y eficiente de uso habitual en Nueva York? Un método que pronto podrías verte obligado a plantearte tú mismo. Pensándolo bien, un modo no demasiado terrible de acabar con todo. Una sensación momentánea de miedo y de duda, una decisión, un único paso valiente adelante en el andén, un chirrido, un destello y después la bendita inconsciencia.
– Zimmerman no se habría suicidado nunca. No presentaba ninguno de los síntomas clásicos. Tú o alguien lo empujó delante de ese metro.
– Admiro tu seguridad, Ricky. Debe de proporcionar mucha felicidad estar tan seguro de todo.
– Voy a ir a la policía.
– Bueno, no hay inconveniente en que lo intentes otra vez si crees que te va a servir de algo. ¿Los encontraste especialmente serviciales? ¿Mostraron mucho interés en escuchar tu interpretación analítica de unos hechos que no presenciaste?
Esta pregunta silenció a Ricky. Hizo una pausa antes de contestar.
– Muy bien -dijo por fin-. ¿Y ahora qué?
– Te hemos dejado un regalo. En el diván. ¿Lo ves?
Ricky vio un sobre manila mediano donde sus pacientes solían recostar la cabeza.
– Lo veo -afirmó.
– Muy bien -dijo Virgil-. Esperaré a que lo abras.
Antes de dejar el auricular en el escritorio, la oyó tararear una melodía que le sonaba, pero que no consiguió identificar. Si hubiese mirado más la televisión, habría sabido que se trataba de la conocida música del concurso televisivo Jeopardy.
Se levantó, cruzó la habitación y agarró el sobre. Era delgado; lo abrió rápidamente y extrajo una hoja. Era la página de un calendario. La fecha de ese día, primero de agosto, aparecía tachada con una gran equis roja. Los trece días siguientes estaban en blanco. Un círculo rojo rodeaba el decimoquinto. El resto de los días del mes estaban borrados.
A Ricky se le secó la boca. Miró en el sobre, pero no había nada más.
Regresó despacio a la mesa y cogió el auricular.
– Muy bien -comentó-. No es difícil de entender.
– Un recordatorio, Ricky. -La voz de Virgil seguía fluida y casi dulce-. Nada más. Algo para ayudarte a ponerte en marcha.
– Ricky, Ricky, ya te lo he preguntado: ¿qué has averiguado?
Esa pregunta le enfureció y estuvo a punto de estallar de indignación. Pero contuvo la furia acumulada y, con un férreo control de sus emociones, contestó:
– He averiguado que no parece haber límites.
– Muy bien, Ricky, muy bien. Eso es un avance. ¿Qué más?
– Que no debo subestimar lo que está pasando.
– Excelente, Ricky. ¿Algo más?
– No. Hasta este momento.
Virgil chasqueó la lengua parodiando a una maestra de escuela.
– No es cierto, Ricky. Lo que has averiguado es que en este juego todo, incluido el probable resultado, se juega en un campo diseñado especialmente para ti. Creo que mi jefe ha sido de lo más generoso, si tenemos en cuenta sus opciones. Tienes una oportunidad, pequeña por supuesto, de salvar la vida de otra persona y la tuya propia contestando a una sencilla pregunta: ¿Quién es Rumplestiltskin? Y, como no quiere ser injusto, te ha dado una solución alternativa, menos atractiva para ti, si, pero que dará a tu lamentable existencia algún significado en tus últimos días. No mucha gente tiene esa clase de oportunidad, Ricky, me refiero a irse a la tumba sabiendo que su sacrificio ha salvado a otra persona de algún horror desconocido. Es algo que raya en la santidad, Ricky. Y se te ofrece sin los encantadores tres milagros que la Iglesia católica suele exigir, aunque creo que perdonan uno o dos cuando el candidato es encomiable. ¿Cómo se hace para perdonar un milagro cuando es necesario para ser aceptado en el club? Bueno, ésa es una pregunta fascinante que podremos debatir con detenimiento en otro momento. Ahora, Ricky, deberías volver a las pistas que has recibido y ponerte en marcha. Estás perdiendo tiempo y no te queda mucho. ¿Has hecho alguna vez un análisis con una fecha límite, Ricky? Porque de eso se trata. Seguiré en contacto contigo. Recuerda, Virgil nunca está lejos. -Inspiró hondo y añadió-: ¿Lo has entendido todo, Ricky? -Como él guardó silencio, lo repitió, esta vez en tono más amenazador-. ¿Lo has entendido todo, Ricky?
– Si -contestó él antes de colgar.
Pero por supuesto, no era así.
El fantasma de Zimmerman parecía estar riéndose de él.
Era por la mañana, después de una mala noche. No había dormido demasiado, pero cuando lo había hecho había soñado vívidamente con su difunta mujer sentada a su lado en un coche deportivo biplaza color rojo que no había reconocido, pero que no obstante era suyo. Se habían detenido junto al mar, en una playa cercana a su casita de veraneo en Cape Cod. En el sueño, Ricky tenía la impresión de que las aguas grisáceas del Atlántico, color que adoptaban antes de una tormenta, se acercaban cada vez más a él y amenazaban con cubrir el coche en pleamar, de modo que trató de abrir la puerta pero, cuando fue a accionar el tirador, había visto de pie, fuera del coche, a un Zimmerman sonriente y manchado de sangre que mantenía la puerta cerrada para dejarlo atrapado en su interior. El coche no arrancaba y sabía que, de todos modos, las ruedas estaban hundidas en la arena. En el sueño, su difunta esposa parecía tranquila, atractiva, casi como si le diera la bienvenida. Le había costado poco interpretarlo todo mientras estaba en la ducha y dejaba que el agua templada, ni demasiado caliente ni demasiado fría, le cayera sobre la cabeza en una cascada que resultaba un poco desagradable, pero que concordaba con su sombrío estado de ánimo.
Se puso unos pantalones caqui descoloridos y raídos que tenían las perneras deshilachadas y mostraban todos los signos de un prolongado uso por el que los adolescentes pagarían muchísimo en una tienda pero que, en su caso, eran consecuencia de haberlos usado años durante las vacaciones de verano, la única época en que los llevaba. Se calzó un par de náuticas igual de ajadas y se puso una camisa azul demasiado gastada para exhibirla en la calle. Se pasó un peine por el cabello. Se contempló en el espejo y pensó que tenía todo el aspecto de un triunfador que se vestía de modo informal para empezar las vacaciones. Pensó cómo durante años se había despertado el 1 de agosto y puesto, feliz, las ropas viejas y cómodas que señalaban que el mes que empezaba iba a abandonar la personalidad cuidadosamente elaborada y estricta del psicoanalista del Upper East Side de Manhattan para transformarse en algo distinto. Para Ricky, las vacaciones se definían como un tiempo para ensuciarse las manos en el jardín de Wellfleet, para que se le metiera arena entre los dedos de los pies al dar largos paseos por la playa, para leer novelas populares de misterio o de amor y para beber de vez en cuando un brebaje asqueroso llamado Cape Codder, una mezcla desafortunada de zumo de arándano y vodka. Estas vacaciones no prometían tal vuelta a la rutina, incluso aunque, con lo que alguien podría haber calificado de terquedad, o acaso esperanza ilusa, iba vestido para el primer día de las vacaciones.
Sacudió la cabeza y se arrastró hacia la cocina. Para desayunar se preparó una tostada y un poco de café solo que sabía amargo por mucho azúcar que le pusiera. Masticó la tostada con una desgana que lo sorprendió. No tenía nada de apetito.
Llevó el café a la consulta, donde puso la carta de Rumplestiltskin en el escritorio, frente a él. De vez en cuando lanzaba una mirada hacia la ventana, como si esperase vislumbrar a Virgil, desnuda, merodeando en la calle o asomada a una ventana de uno de los pisos de enfrente. Sabía que estaba cerca o, por lo menos, así lo creía conforme a lo que ella le había dicho.
Se estremeció de modo involuntario y contempló la carta.
Por un instante, sintió una mezcla de mareo y acaloramiento.
– ¿Qué está pasando? -se preguntó en voz alta.
Roger Zimmerman pareció entrar en la habitación en ese momento, aun muerto tan irritante y exigente como en vida. Como siempre, quería respuestas a todas las preguntas equivocadas.
Marcó de nuevo el número del difunto con la esperanza de encontrar a alguien. Se sentía obligado a hablar con alguien sobre la muerte de Zimmerman, pero no sabía con quién exactamente. De modo inexplicable, la madre seguía sin aparecer, y Ricky se reprochó no haber preguntado a la detective Riggins por su paradero.
Supuso que estaba con alguna vecina, o en un hospital. Zimmerman tenía un hermano menor que vivía en California y con quien no se relacionaba demasiado. El hermano trabajaba en la industria cinematográfica de Los Ángeles y no había querido tener nada que ver con los cuidados de su madre, una mujer difícil y parcialmente inválida, renuencia que había provocado que Zimmerman se quejara de él sin cesar. Zimmerman había sido un hombre que se deleitaba con lo espantosa que era su vida, y prefería quejarse a cambiarla. Para Ricky, era esa cualidad la que hacia casi imposible que se hubiese suicidado. sabía que lo que la policía y sus compañeros de trabajo habían considerado desesperación era la verdadera y única dicha de Zimmerman. Vivía para sus odios. La tarea de Ricky como analista era darle la capacidad de cambiar.
Había esperado que, a la larga, llegaría el momento en que Zimmerman se daría cuenta de cómo limitaba su vida el estar eternamente enfadado. El momento en que el cambio fuera posible habría sido peligroso porque probablemente la idea de que no necesitaba dirigir su vida del modo en que lo hacia habría sumido a Zimmerman en una depresión importante. Habría sido vulnerable entonces, cuando por fin se hubiera dado cuenta de la cantidad de días desperdiciados. Comprender eso podría haberle provocado una desesperación real y acaso mortal.
Pero para ese momento faltaban muchos meses, y más probable aún, muchos años.
Zimmerman acudía todos los días a su consulta pensando que el análisis era sólo una oportunidad de desahogarse cincuenta minutos, como el silbato de vapor de una locomotora a la espera del tirón del maquinista. Lo poco que había logrado percibir lo había usado para preparar nuevas vías para su cólera.
Quejarse le divertía. No estaba acorralado ni agobiado por la desesperación.
Ricky sacudió la cabeza. En veinticinco años había tenido tres pacientes que se habían suicidado. A dos de ellos se los habían enviado con todos los síntomas clásicos del suicida potencial y sólo los había tratado poco tiempo antes de que acabaran con sus vidas. En esas ocasiones se había sentido impotente, pero era una impotencia libre de culpa. La tercera muerte, en cambio, había sido de un paciente de mucho tiempo, cuya espiral descendente no había sido capaz de detener, ni siquiera con fármacos antidepresivos, tratamiento que rara vez recetaba, y no había querido mencionarlo a la detective Riggins, ni siquiera ahorrándole los detalles.
«Ése era el retrato de un suicida. Zimmerman no», pensó con un ligero estremecimiento, como si la habitación se hubiese enfriado de repente.
Pero la idea de que hubieran empujado a Zimmerman bajo un metro para enviarle a él una advertencia era mucho más horrenda. Le partía el alma. Era la clase de idea que evocaba una chispa alcanzando un charco de gasolina. Una idea imposible de transmitir con verosimilitud. Se imaginó volviendo a la oficina demasiado iluminada y bastante caótica de la Riggins para denunciar que unos desconocidos habían asesinado a una persona que no conocían y que no les importaba en absoluto para obligarle a él a participar en una especie de juego mortal. «Es cierto pero inverosímil, en especial para una detective mal pagada y con exceso de trabajo», pensó.
Y al mismo tiempo comprendió que ellos lo sabían.
El hombre que decía llamarse Rumplestiltskin y la mujer que se apodaba Virgil sabían que no había ninguna prueba sólida que los relacionase con este crimen horrendo aparte de las inconsistentes alegaciones de Ricky. Aunque la detective Riggins no lo echara riendo de su oficina (que lo haría), ¿qué motivo tendría para seguir la rocambolesca pista propuesta por un médico de quien creía, de modo acertado, que preferiría más una explicación grotesca, digna de una novela de misterio, para esa muerte antes que el evidente suicidio que profesionalmente lo dejaba en tan mal lugar?
Podía contestar a esa pregunta con una sola palabra: ninguno.
La muerte de Zimmerman había sido planeada para contribuir a la de Ricky. Y nadie lo sabría, salvo él. Aquello le dio náuseas.
Se retrepó en la silla y comprendió que estaba en un momento critico. En las horas pasadas desde la aparición de la carta en la sala de espera, se había visto atrapado en una serie de hechos sobre los que carecía por completo de perspectiva. El análisis requiere paciencia y ahora él no tenía ninguna. Requiere tiempo y tampoco disponía de él. Miró el calendario que le había dado Virgil. Los catorce días que quedaban parecían un período demasiado corto. Pensó un instante en un condenado en el corredor de la muerte al que comunican que finalmente el gobernador ha firmado su sentencia con la fecha, la hora y el lugar de la ejecución. Era una imagen demoledora y la apartó diciéndose que, hasta en la cárcel, los hombres luchaban por sobrevivir. Inspiró con fuerza.
«El mayor lujo de nuestra existencia, por miserable que sea, es que no sabemos los días que nos han tocado en suerte», pensó. El calendario que había sobre el escritorio parecía burlarse de él.
– No es un juego -dijo a nadie-. Nunca lo ha sido.
Tomó la carta de Rumplestiltskin y examinó el poemita.
«Es una pista -se dijo-. La pista de un psicópata. ¡Mírala con atención!»
Un retoño y sus padres a su lado…
«Bueno -pensó-, es interesante que el autor utilice la palabra “retoño”, porque así no especifica el sexo.»
El padre soltó amarras, se largó…
El padre se marchó. «Soltar amarras» podría ser literal o simbólico, pero en cualquier caso, el padre dejó a la familia. Fueran cuales fueran las causas del abandono, Rumplestiltskin debía de haber albergado su resentimiento durante años. Tuvo que ser alimentado por la madre, que se quedó sola. Él, Ricky, había colaborado en el desarrollo de una rabia que había tardado años en volverse asesina. Pero ¿de qué manera? Eso era lo que tenía que averiguar.
Llegado a ese punto, pensó que Rumplestiltskin era hijo de algún paciente. La pregunta era: ¿qué clase de paciente?
Un paciente infeliz y fracasado, evidentemente. Alguien que había interrumpido el tratamiento, lo más seguro. Pero ¿qué posición ocupaba el paciente: la madre que se quedó con los hijos sola y resentida o el padre que había abandonado a la familia? ¿Había fracasado en el tratamiento de la mujer abandonada o había dado ímpetu al hombre para dejar a su familia? Era un poco como la película japonesa Rashomon, en que se examina el mismo hecho desde posiciones diametralmente opuestas, con interpretaciones muy dispares. Él había interpretado un papel en una situación que desembocaba en una cólera asesina, pero no sabía en qué bando.
Ricky pensó que todo debió de ocurrir veinte o veinticinco años atrás, porque Rumplestiltskin tuvo que convertirse en un adulto con los recursos necesarios para planear su venganza.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría en forjarse un asesino. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un solo instante? No lo sabía, pero supuso que conseguiría averiguarlo.
Eso le proporcionó la primera sensación de satisfacción desde que había abierto la carta en la sala de espera. Lo invadió una sensación que no era precisamente de confianza, sino de capacidad. Lo que no logró ver fue que en el mundo real y mugriento de la detective Riggins estaba perdido, superado y fuera de lugar, y que una vez había vuelto al mundo que conocía, al mundo de la emoción y la acción definidas por la psicología, se sentía cómodo.
Zimmerman, un hombre desdichado y necesitado de mucha ayuda, desapareció de sus pensamientos, pero Ricky no se percató de una segunda cosa, la que podría haberlo parado en seco: comenzaba a participar en el juego y en un terreno concebido a propósito para él, como Rumplestiltskin había predicho que haría.
Un analista no es como el cirujano, que puede observar el monitor de ritmo cardíaco y comprobar su éxito o fracaso con el paciente a partir de los pitidos de la pantalla. Las mediciones son mucho más subjetivas. La curación, una palabra con toda clase de absolutos ocultos, no va unida a un tratamiento analítico, a pesar de que la profesión emplea muchas conexiones médicas.
Ricky había retomado la tarea de redactar una lista. Había tomado un período de diez años, desde 1975, cuando empezó su trabajo como residente, hasta 1985, y anotaba el nombre de todos aquellos a quienes había tratado en ese lapso de tiempo. Descubrió que era bastante fácil, mientras avanzaba año a año, recordar los nombres de los pacientes de hacia tiempo, aquellos que se habían sometido a análisis tradicionales. Esos nombres le venían a la cabeza, y le satisfacía poder recordar rostros, voces y detalles sobre sus situaciones. En algunos casos, recordaba los nombres de los cónyuges, familiares, hijos, dónde trabajaban y dónde se habían criado, además de su diagnóstico clínico y la evaluación de su problema. Todo ello le parecía muy útil, pero dudaba que nadie que se hubiera sometido a un tratamiento largo hubiera dado lugar a la persona que ahora lo amenazaba.
Rumplestiltskin debía de ser el hijo de alguien cuya relación había sido menos estrecha. Alguien que dejó el tratamiento de golpe. Alguien que había dejado de acudir a su consulta tras unas pocas sesiones.
Recordar esos pacientes era una tarea más difícil.
Se sentó en su despacho, con un bloc delante, estableciendo asociaciones mes a mes mientras trataba de imaginar a personas de hacia un cuarto de siglo. Era el equivalente psicoanalítico a levantar pesas; los nombres, las caras y los problemas le volvían despacio a la memoria. Deseó haber llevado unos archivos mejor organizados, pero lo poco que había podido encontrar, las contadas notas y documentos que conservaba de ese periodo, eran todos de pacientes que habían seguido un tratamiento y, a su propio modo, con el paso de los años se sinceraron con él, dejando huella en su memoria.
Tenía que encontrar a la persona que le había dejado una cicatriz.
Enfocaba el dilema de la única forma que sabía. Admitía que no era demasiado eficiente, pero no se le ocurría otro modo de actuar.
Se trataba de un proceso lento, y los minutos de la mañana se evaporaban en silencio a su alrededor. La lista que estaba elaborando crecía de forma azarosa. Un observador lo habría visto algo inclinado en la silla, con el bolígrafo en la mano, como un poeta bloqueado que buscara una rima imposible para una palabra como «impávido».
Ricky trabajó mucho y solo.
Cerca del mediodía sonó el timbre de la puerta.
El sonido pareció sacarlo de su ensimismamiento. Se enderezó con brusquedad y notó que los músculos de la espalda se le tensaban y la garganta se le secaba de repente. El timbre sonó una segunda vez, lo que indicaba que era alguien que desconocía la llamada asignada a sus pacientes.
Se levantó y salió de la consulta, cruzó la sala de espera y se acercó con cautela a la puerta que tan pocas veces cerraba con llave. En medio de la hoja de roble había una mirilla, que no recordaba cuándo había usado por última vez, a la que acercó el ojo mientras el timbre sonaba por tercera vez.
En el umbral había un joven con una camisa azul de Federal Express manchada de sudor que sujetaba un sobre y una tablilla en la mano. Cuando parecía a punto de marcharse, algo irritado, Ricky abrió la puerta, pero sin quitar la cadena.
– ¿Sí? -preguntó.
– Traigo una carta para el doctor Starks. ¿Es usted?
– Si.
– Tiene que firmar.
Ricky vaciló.
– ¿Lleva alguna identificación?
– ¿Qué? -Soltó el hombre con una sonrisa-. ¿No le basta el uniforme? -Suspiró y le enseñó una identificación plastificada con su fotografía que llevaba sujeta a la camisa-. ¿La ve bien? Sólo necesito una firma.
Ricky abrió a regañadientes la puerta.
– ¿Dónde tengo que firmar?
El mensajero le pasó la tablilla y señaló la vigésima segunda línea.
– Aquí -dijo.
Ricky firmó. El mensajero comprobó la firma y pasó un lector electrónico por encima de un código de barras. El chisme pitó dos veces. Ricky no tenía idea de qué iba todo eso. El mensajero le entregó un sobre pequeño de envío urgente.
– Buenos días -se despidió, en un tono que indicaba que en realidad no le importaba que fuesen buenos o malos para Ricky, pero que le habían enseñado que debía decirlo y por tanto así lo hacia.
Ricky se quedó en la puerta contemplando la etiqueta del sobre. El remitente era la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York, una organización de la que hacia mucho tiempo que era miembro, pero con la que apenas había tenido relación a lo largo de los años. La asociación era una especie de organismo rector para los psicoanalistas de Nueva York, pero Ricky siempre había rehuido el politiqueo y las relaciones sociales que acompañaban a cualquier organización de ese tipo. Iba a alguna que otra conferencia patrocinada por la asociación, y hojeaba la revista semestral para seguir en contacto con sus colegas y sus opiniones, pero evitaba participar en los debates que celebraban así como en los cócteles y veladas.
Regresó a la sala de espera y cerró las puertas, sin dejar de preguntarse por qué le escribían en ese momento. Suponía que la asociación cerraba durante las vacaciones en agosto. Como tantos aspectos del proceso, en el mundo del psicoanálisis, el mes veraniego era sagrado.
Ricky abrió el sobre acolchado. En su interior había un sobre tamaño carta con el membrete de la asociación en relieve en una esquina. Llevaba su nombre mecanografiado y en la parte inferior figuraba una única línea:
POR MENSAJERO – URGENTE.
El sobre contenía dos hojas. La primera llevaba el membrete oficial y era una carta del presidente de la asociación, un médico unos diez años mayor que él y a quien conocía ligeramente. No recordaba haber hablado con ese hombre, sólo un apretón de manos y las cortesías de rigor.
Leyó deprisa:
Estimado doctor Starks:
Tengo el desagradable deber de informarle de que la Sociedad Psicoanalítica ha recibido una queja importante con respecto a su relación con una antigua paciente. Le adjunto una copia de la carta de denuncia.
Según las normas de la sociedad, y tras comentar este tema con la dirección, he traspasado todo este asunto a los investigadores del Colegio de Médicos. Muy pronto recibirá noticias de ellos.
Me permito recomendarle que consulte a un abogado competente lo antes posible. Confío en que podremos mantener la naturaleza de esta denuncia fuera del alcance de los medios de comunicación, ya que imputaciones como estas desacreditan a toda nuestra profesión.
Ricky apenas miró la firma antes de pasar a la segunda hoja de papel. También se trataba de una carta, pero iba dirigida al presidente de la asociación, con copias al vicepresidente, al presidente de la comisión de ética profesional, a los seis médicos que formaban esta comisión, al secretario de la sociedad y al tesorero.
De hecho, como pudo observar Ricky, cualquier médico cuyo nombre estuviera vinculado de algún modo a la dirección de la sociedad había recibido una copia. Rezaba así:
Apreciado señor o señora:
Hace más de seis años inicié un tratamiento psicoanalítico con el doctor Frederick Starks, miembro de su organización. Pasados unos tres meses a razón de cuatro consultas semanales, empezó a hacerme lo que podría considerarse preguntas inoportunas. Siempre eran sobre mis relaciones sexuales con mis diversas parejas, incluido un marido del que me separé. Supuse que esas preguntas formaban parte del proceso analítico. Sin embargo, a medida que avanzaban las consultas, seguía pidiéndome detalles cada vez más explícitos de mi vida sexual. El tono de esas preguntas iba adquiriendo matices pornográficos. Cada vez que intentaba cambiar de tema, me obligaba a reanudarlo, siempre con una mayor cantidad de detalles. Me quejé, pero contestó que el origen de mi depresión residía en mi incapacidad de entregarme por completo en los encuentros sexuales. Poco después de esa sugerencia me violó por primera vez. Me dijo que si no accedía, jamás me sentiría mejor.
Practicar el sexo durante las consultas se convirtió en un requisito para el tratamiento. Era un hombre insaciable. Al cabo de seis meses, me dijo que mi tratamiento había terminado y que no podía hacer nada más por mí. Afirmó que yo estaba tan reprimida que seguramente necesitaría tratamiento farmacológico y hospitalización.
Me instó a ingresar en una clínica psiquiátrica de Vermont, pero no quiso ni siquiera llamar al director de ese hospital. El día que finalizó el tratamiento, me obligó a practicar sexo anal con él.
He tardado varios años en recuperarme de mi relación con el doctor Starks. Durante este tiempo he sido hospitalizada en tres ocasiones, cada vez durante más de seis meses. Tengo cicatrices de dos intentos fallidos de suicidio. Por fin ahora, con la ayuda constante de un terapeuta abnegado, he empezado el proceso de curación. Esta carta forma parte de ese proceso.
Por el momento, creo que debo permanecer en el anonimato, aunque el doctor Starks sabrá quién soy. Si deciden investigar este asunto, les ruego se pongan en contacto con mi abogado y/o mi terapeuta.
La carta no estaba firmada, pero incluía el nombre de un abogado con bufete del centro de la ciudad y el de un psiquiatra de las afueras de Boston.
A Ricky le temblaban las manos. Se sintió mareado y se apoyó contra la pared para conservar el equilibrio. Se sentía como un boxeador que ha recibido una paliza: desorientado, dolorido, a punto de caer a la lona en el momento en que la campana lo deja derrotado, pero milagrosamente de pie.
No había una sola verdad en la carta. Por lo menos que él supiera.
Se preguntó si eso tendría importancia.
Releyó las mentiras de aquella carta y sintió una aguda contradicción en su interior. Tenía el ánimo por los suelos y el corazón frío de desesperación, como si le hubieran arrebatado toda tenacidad, reemplazándola por una rabia tan alejada de su carácter normal que resultaba casi irreconocible. Empezaron a temblarle las manos, se le enrojeció la cara y unas gotitas de sudor le perlaron la frente. El mismo calor le subía por la nuca, las axilas y la garganta. Desvió la mirada de las cartas en busca de algo que romper, pero no encontró nada a su alcance, lo que lo encolerizó mas aun.
Empezó a pasearse por la consulta. Era como si todo su cuerpo se viese asaltado por un tic nervioso. Por último, se dejó caer en su vieja butaca de piel, detrás de la cabeza del diván, y permitió que los crujidos familiares y el tacto de la tapicería lo tranquilizarán al menos un poco.
No tenía ninguna duda sobre quién se había inventado aquella denuncia. El anonimato de la falsa víctima se lo dejaba muy claro. Lo más importante era averiguar por qué. Sabía que había algo previsto y tenía que aislar e identificar qué era.
Ricky tenía un teléfono en el suelo, junto a la butaca, y se inclinó hacia él. En unos segundos obtuvo en información el número del despacho del presidente de la Sociedad Psicoanalítica. Rechazó la oferta electrónica de marcar el número por él y pulsó con rabia los dígitos del aparato. Se recostó para esperar que contestaran.
La voz vagamente familiar de su colega analista contestó al teléfono. Pero tenía el cariz artificial y monótono de una grabación.
«Hola. Ha llamado al despacho del doctor Martin Roth. Estaré fuera del al 29 de agosto. En caso de emergencia, marque el 555 1716 para acceder a un servicio localizador durante mis vacaciones. También puede llamar al 555 2436 y hablar con el doctor Albert Michaels del hospital Columbia Presbyterian, que me sustituye este mes. Si cree que es una crisis grave, le ruego llame a ambos números. El doctor Michaels y yo nos pondremos en contacto con usted.»
Ricky colgó y marcó el primero de los dos números. sabía que el segundo era el de un psiquiatra en su segundo o tercer año de residente en el hospital. Los residentes sustituían a los médicos de reconocido prestigio durante las vacaciones y eran una opción en que las recetas sustituían las charlas, que constituían el puntal del tratamiento analítico.
El primer número pertenecía a un servicio de contestador.
– Buenos días -respondió una voz de mujer cansada-. Al habla con el servicio del doctor Roth.
– Necesito dejar un mensaje para el doctor -dijo Ricky.
– El doctor está de vacaciones. En caso de urgencia, debe llamar al doctor Albert Michaels en el…
– Ya tengo ese número -la interrumpió Ricky-, pero no es esa clase de urgencia ni esa clase de mensaje.
– Bueno… -vaciló la mujer, más sorprendida que confusa-. No sé si debería llamarle durante sus vacaciones por un mensaje cualquiera…
– Querrá oír éste -le aseguró Ricky.
Le costaba ocultar la frialdad de su voz.
– No sé -dijo la mujer-. Tenemos un procedimiento.
– Todo el mundo tiene un procedimiento -le espetó Ricky-. Los procedimientos existen para impedir el contacto, no para favorecerlo. La gente sin imaginación y sin ideas llena su cabeza con programas y procedimientos. La gente con carácter sabe cuándo prescindir de los procedimientos. ¿Es usted esa clase de persona, señorita?
– ¿Cuál es el mensaje? -le preguntó la mujer tras vacilar un instante.
– Diga al doctor Roth que el doctor Frederick Starks… Será mejor que lo anote, porque quiero que me cite con exactitud…
– Lo estoy anotando -dijo la mujer con aspereza.
– Dígale que el doctor Starks recibió su carta y examinó la denuncia. Y que desea informarle de que no hay ni una sola palabra cierta en ella. Es una fantasía total y absoluta.
– Ni una sola palabra cierta… Muy bien. Fantasía. ¿Quiere que lo llame para darle este mensaje? Está de vacaciones.
– Todos estamos de vacaciones. Sólo que algunos tienen vacaciones más interesantes que otros. Este mensaje hará que las del doctor sean mucho más interesantes. Asegúrese de que lo recibe en estos términos exactos o me encargaré de que en septiembre tenga que buscarse otro empleo. ¿Está claro?
– Descuide -contestó la mujer. No parecía intimidada-. Pero ya se lo dije: tenemos unos procedimientos muy estrictos. No me parece que esto se ajuste a nada…
– Intente no ser tan previsible -aconsejó Ricky-. De ese modo, podrá salvar su trabajo.
Y colgó.
Se reclinó en el asiento. No recordaba haber sido tan grosero y exigente, por no decir amenazador, en años. Además, no era su forma de ser. Pero sabía que quizá tendría que actuar en contra de su forma de ser muchas veces a lo largo de los siguientes días.
Volvió a mirar la carta del doctor Roth y, a continuación, releyó la denuncia anónima. Luchando todavía con la indignación de quien es acusado falsamente, trató de medir el impacto de las cartas y dar una respuesta a la pregunta «¿por qué?». Era evidente que Rumplestiltskin tenía en mente algún efecto concreto, pero ¿cuál?
Empezó a ver con claridad algunas cosas.
La denuncia en si era mucho más sutil de lo que cabía suponer. La autora anónima lo acusaba de violación pero situaba el momento del delito tan atrás en el tiempo que había prescrito. La policía no intervendría, pero desencadenaría una investigación enojosa e inútil del Colegio de Médicos. Seria lenta e ineficaz y era poco probable que entorpeciera el avance del juego. Una denuncia que exigiera la intervención de la policía obtendría una respuesta inmediata, y estaba claro que Rumplestiltskin no quería que la policía interviniese, salvo tangencialmente. Y al hacer la denuncia de forma provocativa pero anónima, la autora mantenía la distancia. Nadie de la Sociedad Psicoanalítica seguiría el asunto.
Lo pasarían, como al parecer habían hecho, a un tercer organismo y se lavarían las manos para evitar lo que podría ser una verdadera lacra para su reputación.
Ricky leyó las dos cartas por tercera vez, y vio una respuesta.
– Me quiere solo -dijo en voz alta.
Se recostó un instante y contempló el techo, como si su blanco liso pudiese ofrecerle claridad de algún modo. Hablaba solo, y su voz parecía resonar huecamente en la consulta.
– No quiere que consiga ayuda. Quiere que juegue sin el menor apoyo. Por eso ha tomado medidas para asegurarse de que no pudiera hablar con nadie más de la profesión.
Casi sonrió ante la índole modestamente diabólica del plan de Rumplestiltskin. sabía que Ricky estaría trastornado por los interrogantes que rodeaban la muerte de Zimmerman. sabía que sin duda estaría asustado por el allanamiento de su hogar y su consulta. Sabía que estaría inquieto e inseguro, quizá sobrecogido ante la rápida sucesión de los acontecimientos. Rumplestiltskin había previsto todo eso y especulado sobre la primera reacción de Ricky: buscar ayuda. ¿Y adónde hubiera recurrido? Habría querido hablar, no actuar, porque ésa era la naturaleza de su profesión, y por tanto habría acudido a otro analista. Un amigo que pudiera servirle de caja de resonancia. Alguien que habría vacilado y escuchado todos los detalles y ayudado a Ricky a revisar la multitud de cosas desencadenadas con tanta rapidez.
Pero eso ya no ocurriría.
La carta con las acusaciones de violación, incluida la gratuita y desagradable descripción de la última sesión, había sido enviada a la jerarquía de la Sociedad Psicoanalítica justo cuando todos se preparaban para las vacaciones de agosto. No había tiempo para negar con razones la acusación, ni ningún foro disponible donde hacerlo con efectividad. La horrible acusación recorrería veloz el mundo del psicoanálisis neoyorquino como un chisme en un estreno de Hollywood. Ricky era un hombre con muchos colegas y pocos amigos de verdad, y él lo sabía. No era probable que esos colegas quisieran mancillar su reputación entrando en contacto con un médico que podía haber violado el tabú más importante de la profesión. La acusación de haber abusado de su posición como terapeuta y analista para obtener los favores sexuales más abyectos y sucios, y de haber dado la espalda al daño psicológico que había provocado era el equivalente psicoanalítico de la peste, lo que le convertía a él en una moderna «María Tifoidea», la famosa portadora de la bacteria Salmonella typhi que contagió a tanta gente en Nueva York. Con esta acusación pendiendo sobre su cabeza, no era probable que nadie lo ayudara, por más que suplicara y por más que la negara, hasta que el asunto estuviera resuelto.
Y eso tardaría meses.
Había otro efecto secundario: la gente que creía conocer a Ricky se plantearía ahora qué sabía de él y cómo. Comprendió que era una mentira envenenada porque el mero hecho de negarla haría que los miembros de su profesión pensaran que se estaba encubriendo.
«Estoy solo -se dijo-. Aislado. Desorientado.» Respiró hondo, como si el aire de la consulta se hubiese solidificado. Comprendió que eso era lo que Rumplestiltskin quería: que estuviese solo.
Volvió a mirar las dos cartas. En la denuncia falsa, su autora había incluido los nombres de un ahogado de Manhattan y de un psiquiatra de Boston. No pudo evitar estremecerse. Sabía que esos nombres figuraban ahí para él. Se suponía que era el camino que debía seguir.
Pensó en la espantosa oscuridad de la consulta la noche anterior. Lo único que había tenido que hacer para tener luz era seguir el camino fácil y enchufar lo que estaba desconectado. Sospechaba que esto era más o menos lo mismo. Sólo que no sabía dónde podría conducirlo ese camino.
Dedicó el resto del día a examinar todos los detalles de la carta de Rumplestiltskin, tratando de diseccionarla más, y a escribir notas precisas sobre todo lo ocurrido, prestando la mayor atención a cada palabra hablada, recreando los diálogos como un reportero que prepara una noticia, buscando una perspectiva que se le escapaba con facilidad. Lo que le resultaba más escurridizo eran las palabras exactas de la mujer, Virgil. No tenía problemas para recordar su figura o la picardía de su voz, pero su belleza era como una cubierta protectora de sus palabras. Eso le inquietaba, porque contradecía su preparación y su costumbre. Como cualquier buen analista, se preguntó por qué era tan incapaz de concentrarse, cuando la verdad era tan evidente que cualquier adolescente reincidente se la podría haber dicho.
Estaba acumulando notas y observaciones, buscando refugio en el mundo interior en el que se sentía cómodo. Pero a la mañana siguiente, después de haberse puesto traje y corbata y de haber dedicado un momento a marcar con una equis otro día en el calendario, empezó de nuevo a sentir la presión de tener el tiempo en contra. Pensó que era importante formular por lo menos su primera pregunta y llamar al Times para publicarla en un anuncio.
El calor de la mañana parecía burlarse de él y se le condensó debajo del traje casi de inmediato. Supuso que lo seguían, pero se negó a volverse para comprobarlo. De todos modos, tampoco sabría descubrir a una persona que lo siguiera. En las películas, al héroe no le costaba demasiado detectar las fuerzas del mal que lo acechaban. Los malos llevaban sombreros negros y una mirada furtiva en los ojos. En la vida real era muy distinto. Todo el mundo es sospechoso. Todo el mundo está absorto. El repartidor de la esquina delante de una tienda de comestibles, el empresario que caminaba deprisa por la acera, el indigente en un hueco, los rostros tras los cristales del restaurante o un coche que pasaba. Cualquiera podría estar observándole o no. Imposible saberlo. Estaba acostumbrado al mundo concentrado de la consulta de analista, en que los papeles eran mucho más claros. En la calle, era imposible saber quién podía estar tomando parte en el juego y vigilándole, y quién era sólo uno más de los ocho millones de personas que poblaban de repente su mundo.
Ricky se encogió de hombros y paró un taxi en la esquina. El taxista tenía un nombre extranjero impronunciable y estaba escuchando una extraña emisora de música de Oriente Medio. Una cantante se lamentaba con una voz aguda que vibraba al cambiar de tono. Cuando empezó una nueva melodía, sólo cambió el compás; los gorgoritos parecían los mismos. No entendía ninguna palabra, pero el conductor, encantado, tamborileaba el volante con los dedos siguiendo el ritmo. Asintió cuando Ricky le dio la dirección, y se internó con rapidez en el tráfico. Ricky se preguntó cuanta gente subiría a ese taxi cada día. El taxista no tenía forma de saber si llevaba a sus pasajeros a algún acontecimiento trascendental de su vida o a sólo un momento más. El taxista hizo sonar el claxon en un cruce y lo condujo a través de las calles abarrotadas sin pronunciar palabra.
Un camión de mudanzas blanco bloqueaba el lado de la calle donde estaba situado el bufete del abogado, sólo dejando espacio para que los coches pasaran justito. Tres o cuatro hombres fornidos entraban y salían por la puerta principal del modesto y corriente edificio de oficinas, y subían una rampa de acero hacia el camión con cajas de cartón y algún que otro mueble, sillas, sofás y similares. Un hombre con una chaqueta azul y una insignia de seguridad vigilaba cómo trabajaban los transportistas a la vez que observaba a los transeúntes con un recelo que indicaba que su presencia obedecía a un solo objetivo y su rigidez se encargaría de que este se cumpliera. Ricky bajó del taxi y se acercó al hombre de la chaqueta.
– Estoy buscando las oficinas del señor Merlin. Es abogado…
– Sexto piso, arriba del todo -contestó el hombre sin apartar la vista del desfile de transportistas-. ¿Tenía hora concertada? Están muy ocupados con lo del traslado.
– ¿Se trasladan?
– Ya lo ve -señaló el hombre de la chaqueta-. Les va muy bien; ganan mucho, según tengo entendido. Puede subir, pero no estorbe.
El ascensor zumbaba pero, gracias a Dios, no tenía música ambiental. Cuando se abrieron las puertas en el sexto piso, Ricky vio de inmediato el bufete del abogado. Una puerta se abrió de golpe y aparecieron dos hombres que se peleaban con una mesa, levantándola e inclinándola, para pasar por el umbral. Una mujer de mediana edad con vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta de diseño los contemplaba atentamente.
– Ésa es mi mesa, maldita sea, y me conozco todas sus manchas y rayas. Si le hacen una nueva, tendrán que comprar otra.
Los dos hombres se esmeraron con el entrecejo fruncido. La mesa pasó por la puerta con unos milímetros de margen. Detrás de los hombres había cajas amontonadas en el pasillo interior, estanterías vacías y mesas: todos los elementos que se relacionarían normalmente con una oficina ajetreada, preparados para ser trasladados. La mujer de los vaqueros echó la cabeza atrás y agitó su melena color caoba con evidente irritación. Tenía el aspecto de una mujer a la que le gustaba la organización, y el caos de la mudanza le resultaba casi doloroso. Ricky se acercó a ella.
– Estoy buscando al señor Merlin -dijo.
– ¿Es un cliente? -La mujer se volvió hacia él-. Hoy no hemos dado ninguna hora. Es el día del traslado.
– En cierto modo -contestó Ricky.
– Bueno, veamos, ¿a qué modo se refiere? -repuso la mujer con frialdad.
– Soy el doctor Frederick Starks. El señor Merlin y yo tenemos algo que discutir. ¿Está en la oficina?
La mujer pareció sorprendida. Sonrió de modo desagradable a la vez que asentía con la cabeza.
– Sé quién es usted. Pero no creo que el señor Merlin esperara su visita tan pronto.
– ¿De veras? Yo me imaginaba que era justo lo contrario.
La mujer aguardó mientras salía otro hombre con una lámpara en una mano y una caja de libros bajo el otro brazo. Se volvió y le comentó:
– Una cosa en cada viaje. Si lleva demasiadas, se romperá algo.
Deje eso y vuelva a buscarlo después.
El hombre se encogió de hombros y dejó la lámpara sin demasiado cuidado.
La mujer se volvió hacia Ricky.
– Como verá, doctor, ha llegado en un mal momento…
Ricky tuvo la impresión de que iba a despacharlo, cuando un hombre más joven, de treinta y pocos años, algo obeso y un poco calvo que llevaba unos pantalones caqui planchados, una camisa sport de diseño y unos relucientes mocasines con borlas, salió de la parte trasera de la oficina. Su aspecto era incongruente porque iba demasiado bien vestido para levantar y cargar cosas, y demasiado informal para hacer negocios. La ropa que llevaba era ostentosa y cara, y ponía de manifiesto que su aspecto, incluso en esas circunstancias, seguía unas normas rígidas. Además, en aquella vestimenta no había nada relajado para sentirse cómodo.
– Yo soy Merlin -dijo el hombre, que se sacó un pañuelo impecablemente doblado del bolsillo y se limpió las manos antes de tender una a Ricky-. Si no le importa este caos, podríamos hablar unos momentos en la sala de reuniones. Aún conserva la mayoría del mobiliario, aunque es imposible saber por cuánto tiempo.
El abogado señaló una puerta.
– ¿Quiere que tome notas, señor Merlin? -preguntó la mujer.
– No creo que sea necesario.
Ricky fue conducido a una habitación presidida por una larga mesa de cerezo con sillas. En el otro extremo había una mesilla auxiliar con una cafetera y una jarra de agua con vasos. El abogado indicó un asiento y fue a comprobar si había café. Se volvió hacia Ricky encogiéndose de hombros.
– Lo siento, doctor -dijo-. No queda café y la jarra de agua está vacía. No puedo ofrecerle nada.
– No importa. No he venido hasta aquí porque tuviera sed.
– No. -Su respuesta hizo sonreír al abogado-. Por supuesto que no. Bien, en qué puedo ayudarlo…
– Merlin es un nombre poco corriente -le interrumpió Ricky-.
Acaso es usted una especie de mago?
– En mi profesión, doctor Starks, un nombre como el mío es una ventaja -afirmó el abogado, sonriente-. Los clientes nos piden a menudo que saquemos el consabido conejo de la chistera.
– ¿Sabe hacerlo?
– Pues, por desgracia, no. No tengo ninguna varita mágica. Sin embargo, se me ha dado muy bien obligar a conejos adversarios reacios y recalcitrantes a salir de escondrijos en todo tipo de sombreros, no tanto con la ayuda de poderes mágicos como de avalanchas de documentos legales y oleadas de demandas, por supuesto. Quizás en este mundo, esas cosas vengan a ser lo mismo.
Ciertos juicios parecen funcionar de un modo muy parecido a las maldiciones y hechizos que lanzaba mi tocayo Merlín.
– Veo que se trasladan.
El abogado sacó un tarjetero de piel de un bolsillo. Tomó una tarjeta y se la pasó por encima de la mesa a Ricky.
– El nuevo local -dijo-. El éxito exige expandirse. Contratar más abogados. Más espacio.
– ¿Y yo voy a ser otro trofeo en la pared? -preguntó Ricky.
La tarjeta indicaba una dirección en el centro de la ciudad.
– Es probable -asintió Merlin con una sonrisa-. De hecho, es bastante seguro. No debería hablar con usted, sobre todo sin estar presente su abogado. ¿Por qué no le pide que me llame para que comentemos su póliza de seguros por negligencia…? Está asegurado, ¿verdad, doctor? Así podremos arreglar este asunto con rapidez y de modo satisfactorio para ambas partes.
– Tengo un seguro, pero dudo que cubra la denuncia que se ha inventado su dienta. No creo haber tenido motivo para leer la póliza desde hace décadas.
– ¿No está asegurado? Es una pena… E «inventado» es una palabra que podría desaprobar.
– ¿Quién es su dienta? -preguntó Ricky.
– Todavía no estoy autorizado a divulgar su nombre. -El abogado meneó la cabeza-. Está en proceso de recuperación y…
– Nada de eso ha pasado -le espetó Ricky-. Todo es pura fantasía. Una invención. No hay ni una palabra cierta. Su cliente verdadero es otra persona, ¿no?
– Puedo asegurarle que mi dienta es verdadera -dijo el abogado tras una pausa-. Lo mismo que sus acusaciones. La señorita X es una mujer muy angustiada…
– ¿Por qué no la llama señorita R? -repuso Ricky-. R de Rumplestiltskin. ¿No seria más adecuado?
– Me parece que no le entiendo, doctor. -Merlin parecía algo confundido-. X, R, como quiera. Eso no importa en realidad, ¿no?
– Exacto.
– Lo que importa, doctor Starks, es que está metido en un buen lío. Y le aseguro que le interesa que este lío desaparezca de su vida lo antes posible. Si tengo que presentar una demanda, bueno, el daño ya estará hecho. La caja de Pandora, doctor. Todas las cosas malas saldrán a la luz pública. Acusaciones y desmentidos, aunque según mi experiencia, el desmentido nunca logra el mismo impacto que la acusación, ¿verdad? No es el desmentido lo que recuerda la gente, ¿no?
Meneó la cabeza.
– Yo nunca he abusado de ningún paciente. Ni siquiera creo que exista esa persona. No tengo ningún historial de esa paciente.
– Bueno, doctor, me alegra saberlo. Espero que esté del todo seguro de eso. -Mientras hablaba, la voz del abogado bajó de tono y cada palabra se afilaba cada vez más-. Porque, para cuando me haya entrevistado con todos sus pacientes de la última década, haya hablado con todos los colegas con quienes haya tenido alguna disputa y haya diseccionado todas las facetas de su vida, que mi dienta exista o no carecerá de importancia, porque ya no le quedará ni vida ni reputación. Ninguna en absoluto.
Ricky se abstuvo de replicar. Merlin siguió mirándole directamente, sin flaquear ni un segundo.
– ¿Tiene algún enemigo, doctor? ¿Algún colega envidioso? ¿Cree que todos sus pacientes han quedado satisfechos con su tratamiento? ¿Dio alguna vez una patada a un perro? ¿No pudo frenar a tiempo cuando una ardilla se le cruzó delante del coche cerca de su casa de veraneo en Cape Cod? -El abogado sonrió de nuevo, ahora de modo desagradable-. Ya estoy informado de ese sitio -aseguró-. Una bonita casa al borde de un bosque, con jardín y vistas al mar. Cinco hectáreas. Compradas en 1984 a una mujer de mediana edad cuyo marido acababa de morir. ¿Cómo no aprovecharse de una afligida viuda en esas circunstancias? ¿Tiene idea de cómo ha aumentado el valor de esa propiedad? Estoy seguro de que si. Permítame que le comente una cosa nada más, doctor Starks.
Haya o no algo de cierto en la acusación de mi clienta, me quedaré con esa propiedad antes de que esto haya acabado. Y también con este piso, su cuenta bancaria en el Chase y su plan de jubilación en Dean Witter que todavía no ha tocado, y con la modesta cartera de valores que mantiene en la misma agencia de corredores. Pero empezaré por su casa de veraneo. Cinco hectáreas. Creo que podré subdividirlas y forrarme. ¿Qué le parece, doctor?
A Ricky todo le daba vueltas.
– ¿Cómo sabe…? -empezó sin convicción.
– Me encargo de saber esas cosas -le interrumpió Merlin-. Si usted no tuviera nada que yo quisiera, no me tomaría ninguna molestia. Pero lo tiene y puedo asegurarle que no vale la pena luchar, doctor. Y su abogado le dirá lo mismo.
– Luchar por mi integridad sí -contestó Ricky.
– No está viendo las cosas con claridad, doctor. -Se encogió de hombros otra vez-. Estoy intentando decirle cómo dejar su integridad más o menos intacta. Usted, como un ingenuo, parece creer que esto tiene relación con tener razón o no. Con decir la verdad en lugar de mentir. Me resulta curioso viniendo de un psicoanalista veterano como usted. ¿Es la verdad, la verdad auténtica y clara, algo que oiga a menudo? ¿O más bien verdades ocultas y encubiertas por toda clase de trucos psicológicos, esquivas y escurridizas una vez identificadas? Y jamás blancas o negras por completo, más bien de tonalidades grises, marrones e incluso rojas. ¿No es eso lo que predica su profesión?
Ricky se sintió como un imbécil. Aquellas palabras le sacudían como otros tantos puñetazos en un combate desigual. Inspiró hondo y pensó en lo estúpido que había sido ir al bufete, y que lo más inteligente era marcharse. Iba a levantarse, cuando Merlin añadió:
– El infierno puede adoptar muchas formas, doctor Starks.
Piense en mí como en una de ellas.
– ¿A qué se refiere? -repuso Ricky, y recordó lo que Virgil había dicho en su primera visita: que iba a ser su guía hacia el infierno, y que de ahí procedía su nombre.
– En tiempos del rey Arturo -prosiguió el abogado, sonriente y nada desagradable, con la confianza de un hombre que ha medido al adversario y lo ha visto claramente inferior- el infierno era muy real para toda clase de personas, incluso las educadas y refinadas. Creían de verdad en demonios, diablos, posesiones de espíritus malignos, lo que usted quiera. Podían oler el fuego y el azufre que esperaban a los impíos y creían que los abismos en llamas y las torturas eternas eran consecuencias razonables de una mala vida. En la actualidad, las cosas son más complicadas, ¿verdad, doctor? No creemos que vayamos a sufrir la maldición del fuego eterno, Y ¿qué tenemos en su lugar? Los abogados. Y le aseguro, doctor, que puedo convertirle fácilmente la vida en algo que recuerde una imagen medieval plasmada por uno de esos artistas de pesadilla. ‘Tendría que elegir el camino fácil, doctor. El camino fácil. Será mejor que vuelva a comprobar su póliza de seguros.
La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe y dos de los hombres de la mudanza vacilaron antes de entrar.
– Nos gustaría llevarnos esto ahora -comentó uno de ellos-. Es lo único que falta.
– Muy bien. -Merlin se levantó-. Creo que el doctor Starks ya se iba.
– Sí. -Ricky asintió y también se puso de pie. Echó un vistazo a la tarjeta del abogado-. ¿Es aquí dónde debería ponerse en contacto con usted mi abogado?
– Exacto.
– Muy bien -dijo-. ¿Y podremos localizarlo…?
– Cuando quiera, doctor. Creo que lo mejor sería que lo solucionara cuanto antes. Seguro que no le apetece desperdiciar las vacaciones preocupándose por mí, ¿no?
Ricky no contestó, aunque se percató de que no le había mencionado su intención de irse de vacaciones. Se limitó a asentir, se volvió y salió de la oficina sin mirar atrás.
Ricky subió a un taxi para ir al hotel Plaza. Estaba a sólo doce manzanas de distancia. Para lo que Ricky tenía en mente, parecía la mejor elección. El taxi recorrió veloz el centro de ese modo tan particular que tienen los taxis urbanos, con aceleraciones rápidas, adelantamientos, frenazos, cambios de marcha y eslálones a través del tráfico, sin lograr ni mejor ni peor tiempo que si hubieran seguido un camino regular, tranquilo y recto. Ricky observó la licencia del taxista que, como era de esperar, tenía otro incomprensible apellido extranjero. Se recostó y pensó en lo difícil que resulta a veces encontrar taxi en Manhattan. Era extraño que hubiera uno libre para él con tanta facilidad cuando salió, aturdido, del bufete del abogado. Como si lo hubiese estado esperando.
El taxista se detuvo en seco junto al bordillo de la entrada del hotel. Ricky pagó la carrera a través de la separación de plexiglás y bajó del coche. Sin prestar atención al portero, subió presuroso la escalinata y cruzó las puertas giratorias. El vestíbulo estaba repleto de gente. Avanzó con rapidez entre varios grupos, montones de maletas y botones apresurados, hacia The Palm Court. En el extremo donde estaba el restaurante se detuvo, observó el menú un instante y luego se dirigió hacia el pasillo al paso más rápido que podía sin atraer la atención, más bien como alguien que va a perder un tren. Fue directo a la puerta del hotel que daba al sur de Central Park y salió a la calle.
Había un portero que estaba pidiendo taxis para los clientes que salían. Ricky se adelantó a una familia reunida en la acera.
– ¿Me permiten? -dijo a un padre de mediana edad vestido con una camisa de estampado hawaiano y rodeado por tres niños alborotadores de entre seis y diez años. Junto a ellos, una esposa anodina cuidaba de toda la prole-. Se trata de una emergencia. No quisiera ser grosero, pero…
El padre miró a Ricky como si ningún viaje familiar de Idaho a Nueva York estuviera completo si alguien no te roba el taxi, y asintió sin decir nada. Ricky subió y oyó cómo la mujer decía:
– ¿Qué estás haciendo, Ralph? Era nuestro taxi.
«Este taxista, por lo menos, no es alguien contratado por Rumplestiltskin», pensó Ricky mientras le daba la dirección del local de Merlin.
Como sospechaba, el camión de mudanzas ya no estaba aparcado a la puerta. El guarda de seguridad con la chaqueta azul también había desaparecido.
Ricky se inclinó y dio un golpecito al plástico que lo separaba del conductor.
– He cambiado de idea -dijo-. Lléveme a esta dirección, por favor. -Leyó la dirección que aparecía en la tarjeta del abogado-.
Pare a una manzana de distancia, ¿de acuerdo? No quiero bajarme delante.
El taxista se encogió de hombros y asintió.
Tardaron un cuarto de hora a causa del tráfico. La dirección que figuraba en la tarjeta de Merlin estaba cerca de Wall Street.
Olía a prestigio.
El conductor se detuvo una manzana antes de la dirección.
– Es ahí -indicó el hombre-. ¿Quiere que lo acerque más?
– No -respondió Ricky-. Aquí está bien.
Pagó y abandonó el reducido asiento trasero.
Como medio sospechaba, no había rastro del camión de mudanzas frente al gran edificio de oficinas. Miró arriba y abajo, pero no vio rastro del abogado, de la empresa ni del mobiliario de oficina. Comprobó la dirección de la tarjeta y se aseguró de estar en el sitio correcto. Echó un vistazo al interior del edificio y vio un mostrador de seguridad en el vestíbulo. Un guardia uniformado leía una novela de bolsillo detrás de un grupo de pantallas de video y de un tablero electrónico que mostraba los movimientos del ascensor. Ricky entró en el edificio y se acercó a un directorio de oficinas colocado en la pared. Lo comprobó deprisa y no encontró a nadie llamado Merlin. Se dirigió hacia el guardia, que levantó la vista.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó.
– Sí -contestó Ricky-. Tal vez me he confundido. Tengo la tarjeta de este abogado, pero no lo encuentro en el directorio. Debería instalarse aquí hoy.
El guardia estudió la tarjeta, frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
– La dirección es correcta -afirmó-. Pero no tenemos a nadie con este nombre.
– ¿Quizás una oficina vacía? Como le dije, se trasladaban hoy.
– Nadie avisó de eso a seguridad. Y no hay ningún local vacío, desde hace años.
– Qué extraño. Debe de ser un error de imprenta.
– Podría ser -dijo el guardia, y le devolvió la tarjeta.
Ricky pensó que había ganado su primera escaramuza con el hombre que lo acechaba. Pero no estaba seguro de qué obtenía con ello.
Cuando llegó a casa todavía se sentía algo petulante. No sabía muy bien a quién había conocido en aquel bufete y se preguntaba si Merlin no sería en realidad el propio Rumplestiltskin. Pensó que era una posibilidad cierta, porque no había duda de que el cerebro del asunto querría ver a Ricky en persona, cara a cara. No estaba seguro de por qué lo creía, pero parecía tener algún sentido.
Era difícil imaginar a alguien que obtuviera placer torturándolo sin desear ver sus logros personalmente.
Pero esta observación no empezaba siquiera a colorear el retrato que sabía que tendría que trazar para adivinar la identidad de ese hombre.
«¿Qué sabes sobre los psicópatas?», se preguntó mientras subía la escalinata del edificio de piedra rojiza que albergaba su vivienda Y consulta, además de otros cuatro pisos. «No mucho», se contestó. Sus conocimientos se referían a los problemas y las neurosis de personas normales y corrientes, y a las mentiras que se contaban a sí mismas para justificar su conducta. Pero no sabía nada sobre alguien que creara todo un mundo de mentiras para provocar una muerte. Se trataba de un territorio desconocido para él.
La satisfacción que había sentido al ser por una vez más hábil que Rumplestiltskin se evaporó. Se recordó con frialdad lo que había en juego.
Vio que habían repartido el correo y abrió su buzón. Un sobre largo y estrecho llevaba el membrete de la policía de Nueva York en la esquina superior izquierda. Lo abrió y comprobó que contenía un trozo de papel unido a una hoja fotocopiada. Leyó la carta pequeña.
Estimado doctor Starks:
En nuestra investigación descubrimos la hoja adjunta entre los efectos personales de Zimmerman. Como le menciona y parece comentar su tratamiento, se la envío. Por cierto, el caso sobre esta muerte está cerrado.
Atentamente, Detective J. Riggins Ricky leyó la fotocopia. Era breve, estaba mecanografiada y le provocó un miedo difuso.
A quien lo lea:
Hablo y hablo pero no mejoro. Nadie me ayuda. Nadie escucha a mi yo real. He dejado todo dispuesto para los cuidados de mí madre. Lo encontrarán en mi oficina junto con mi testamento, los papeles del seguro y los demás documentos. Pido perdón a todos los implicados, salvo al doctor Starks. Adiós a los demás.
ROGER ZIMMERMAN Hasta la firma estaba mecanografiada. Ricky contempló la nota de suicidio y sintió que sus emociones lo abandonaban.
Para Ricky la nota de Zimmerman no podía ser auténtica.
En su fuero interno se mantenía firme: era tan poco probable que Zimmerman se suicidara como que lo hiciera él mismo. No mostraba ningún signo de tendencias suicidas, inclinaciones a la autodestrucción ni propensión a la violencia contra si mismo.
Zimmerman era neurótico y testarudo, y estaba apenas empezando a comprender la percepción analítica; era un hombre al que todavía había que empujar para que consiguiese algo, como sin duda habían tenido que empujarlo a la vía del metro. Pero Ricky empezaba a tener problemas para discernir la realidad de lo que no lo era. Incluso con la nota de Riggins delante, tras su visita a la estación de metro y la comisaria, seguía costándole aceptar la realidad de la muerte de Zimmerman. Seguía alojado en algún lugar surrealista de su mente. Bajó los ojos hacia la carta de suicidio y comprendió que él era la única persona nombrada. Volvió a reparar en que no estaba firmada a mano, sólo habían mecanografiado el nombre. O lo había hecho el propio Zimmerman si es que él la había escrito.
La cabeza le daba vueltas y sintió un mareo acompañado de náuseas que sin duda eran psicosomáticas. Subió en ascensor con la sensación de arrastrar un peso atado a los tobillos y otro sobre los hombros. Las primeras sombras de autocompasión se cernieron sobre su corazón y la pregunta «¿por qué yo?» perseguía sus pasos lentos. Para cuando llegó a su consulta, estaba agotado.
Se desplomó sobre la silla del despacho y cogió la carta de la Sociedad Psicoanalítica. Tachó mentalmente el nombre del abogado, aunque no era tan tonto como para pensar que ya no sabría nada más de Merlin, quienquiera que fuese. En la carta figuraba el nombre del terapeuta de Boston que su supuesta víctima estaba visitando, y Ricky supo que sin duda se pretendía que ése fuera su siguiente contacto. Por un momento deseó ignorar el nombre, no hacer lo que se esperaba de él, pero al mismo tiempo pensó que no proclamar con decisión su inocencia se consideraría propio de un hombre culpable, de modo que, aunque estuviera previsto y resultara inútil, tenía que hacer esa llamada.
Todavía con el estómago revuelto, marcó el número del terapeuta. Sonó una vez y, como medio esperaba, saltó un contestador automático:
«Le habla el doctor Martin Soloman. En este momento no puedo atender su llamada. Por favor, deje su nombre, su número y su mensaje y le llamaré lo antes posible.»
«Por lo menos no se ha ido aún de vacaciones», pensó Ricky.
– Doctor Soloman -dijo, intentando sonar con rabia e indignación-, soy el doctor Frederick Starks, de Manhattan. Una paciente suya me ha acusado de una grave falta de ética. Me gustaría informarle de que esas acusaciones son totalmente falsas. Son una fantasía, sin ninguna base en lo esencial ni en la realidad. Gracias.
Y colgó. La solidez del mensaje lo reanimó un poco. Consultó su reloj. «Cinco minutos -pensó-. Diez como mucho, para que me devuelva la llamada.»
En eso acertó. Al cabo de siete minutos sonó el teléfono.
Contestó con un grave y sólido:
– Al habla el doctor Starks.
Su interlocutor pareció inspirar hondo antes de hablar.
– Soy Martin Soloman, doctor. Recibí su mensaje y me pareció que lo mejor sería llamarle de inmediato.
Ricky esperó un momento antes de hablar, lo que llenó la línea de silencio.
– ¿Quién es esa paciente que me ha acusado?
Fue correspondido con un silencio igual antes de que Soloman contestara.
– No estoy autorizado aún a divulgar su nombre. Me ha dicho que, cuando los investigadores del Colegio de Médicos se pongan en contacto conmigo, se pondrá a su disposición. El mero hecho de denunciarlo a la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York ha sido un paso importante en su recuperación. Necesita seguir con precaución. Pero esto me parece increíble, doctor. Seguro que sabe quienes han sido sus pacientes en un margen tan corto de tiempo.
Y acusaciones como la suya, con los detalles que me ha dado en los últimos seis meses, sin duda dan crédito a lo que dice.
– ¿Detalles? ¿Qué clase de detalles?
– Bueno, no sé si debo… -vaciló el médico.
– No sea ridículo. No he creído ni por un momento que esa persona exista -lo interrumpió Ricky con brusquedad.
– Le aseguro que es real. Y su dolor es considerable -replicó el terapeuta, en una imitación de lo que el abogado Merlin había afirmado con anterioridad ese mismo día-. Francamente, doctor, encuentro sus desmentidos muy poco convincentes.
– A ver, entonces, ¿qué detalles?
– Le ha descrito física e íntimamente -afirmó Soloman tras vacilar-. Ha descrito su consulta. Puede imitar su voz de un modo que ahora me resulta asombrosamente exacto…
– Imposible -soltó Ricky.
– Dígame, doctor -quiso saber Soloman tras otra pausa-, en la pared de su consulta, junto al retrato de Freud, ¿tiene una xilografía azul y amarilla de un ocaso en Cape Cod?
Ricky se quedó sin respiración. De las pocas obras de arte que quedaban en su monástica casa, ésa era una. Se la había regalado su mujer en su decimoquinto aniversario de bodas, y era una de las pocas cosas que habían sobrevivido a la purga de su presencia después de que sucumbiera al cáncer.
– La tiene, ¿verdad? -continuó Soloman-. Mi paciente dijo que se concentraba en esa obra e intentaba transportarse a la imagen mientras usted abusaba sexualmente de ella. Como una experiencia extracorpórea. He conocido otras víctimas de delitos sexuales que hacían lo mismo, imaginarse en otro sitio fuera de la realidad.
Es un mecanismo de defensa bastante habitual.
– Nada de eso tuvo lugar nunca.
Ricky tragó saliva con dificultad.
– Bueno -repuso Soloman con brusquedad-, no es a mi a quien tiene que convencer.
Ricky vaciló antes de preguntar:
– ¿Cuánto tiempo hace que atiende a esta paciente?
– Seis meses. Y todavía nos queda mucho camino por recorrer.
– ¿Quién se la mandó?
– ¿Cómo dice?
– ¿Quién la mandó a su consulta?
– No lo recuerdo…
– ¿Me está diciendo que una mujer que sufre esta clase de trauma emocional eligió su nombre en la guía telefónica?
– Tendría que buscarlo en mis notas.
– Sería suficiente con que lo recordara.
– Aun así, tendría que buscarlo.
– Comprobará que nadie se la mandó -siseó Ricky-. Lo eligió por alguna razón evidente. Así que se lo preguntaré otra vez: ¿por qué usted, doctor?
– Tengo fama en esta ciudad por mis logros con las víctimas de delitos sexuales -afirmó Soloman tras pensarlo.
– ¿A qué se refiere con eso de «fama»?
– He escrito algunos artículos sobre mi trabajo en la prensa local.
– ¿Declara a menudo en juicios?
Ricky pensaba con rapidez.
– No tan a menudo. Pero estoy familiarizado con el proceso.
– ¿Qué a menudo es no tan a menudo?
– Dos o tres veces. Y sé adónde quiere ir a parar. Sí, han sido casos prominentes.
– ¿Ha sido alguna vez un testigo experto?
– Pues sí. En varios pleitos civiles, incluido uno contra un psiquiatra acusado más o menos de lo mismo que usted. Soy profesor en la Universidad de Massachusetts, donde enseño diversos métodos de recuperación para las víctimas.
– ¿Apareció su nombre en la prensa poco antes de que esta paciente fuera a verlo? ¿De modo destacado?
– Sí, en un artículo del Boston Globe. Pero no veo qué…
– ¿E insiste en que su paciente es creíble?
– Sí. He hecho terapia con ella durante seis meses. Dos horas a la semana. Ha sido de lo más coherente. Nada de lo que ha dicho hasta este momento me haría dudar de su palabra. Doctor, usted y yo sabemos que resulta casi imposible mentir a un terapeuta, sobre todo durante un espacio prolongado de tiempo.
Unos días antes, Ricky habría estado de acuerdo con esta afirmación. Ahora ya no estaba tan seguro.
– ¿Y dónde se encuentra ahora su paciente?
– De vacaciones hasta la tercera semana de agosto.
– ¿No le dejó un número de teléfono donde poder localizarla en agosto?
– No. Creo que no. Le di hora para finales de mes y nada más.
Ricky se lo pensó muy bien e hizo otra pregunta:
– ¿Y tiene unos extraordinarios, sorprendentes y penetrantes ojos verdes?
Soloman vaciló. Cuando habló, fue con una reserva glacial.
– Así pues, la conoce.
– No -dijo Ricky-. Sólo intentaba adivinar.
Y colgó.
«Virgil», se dijo.
Ricky contemplaba el grabado que figuraba de modo tan prominente en los recuerdos ficticios de la falsa paciente de Soloman.
No tenía ninguna duda de que Soloman era real, ni de que había sido escogido con cuidado. Tampoco había duda de que el famoso doctor Soloman no volvería a ver a la joven tan bella y tan angustiada que había solicitado sus cuidados. Por lo menos en el contexto que Soloman esperaba. Ricky sacudió la cabeza. Había muchos terapeutas cuya vanidad era tan grande que les encantaba la atención de la prensa y la devoción de sus pacientes. Actuaban como si tuvieran una percepción totalizadora y completamente mágica de las costumbres del mundo y los actos de las personas, y expresaban opiniones y hacían declaraciones apresuradas con ligereza muy poco profesional. Ricky sospechaba que Soloman correspondía al tipo de esos psiquiatras de tertulia que adoptan la postura de saber las cosas sin el trabajo que cuesta llegar a percibirías. Es más fácil escuchar a alguien un rato e improvisar que sentarse día tras día y penetrar las capas de lo mundano y trivial en búsqueda de lo profundo. Lo único que le inspiraban los miembros de su profesión que se prestaban a dictámenes judiciales y artículos periodísticos era desprecio.
Pero Ricky comprendía que la reputación, la fama y la popularidad de Soloman darían credibilidad a la acusación. Al aparecer su nombre en esa carta, ésta ganaba el peso suficiente para el propósito de la persona que la concibió.
«¿Qué has averiguado hoy?», se preguntó Ricky.
Mucho. Pero sobre todo que los hilos de la red en que se encontraba atrapado habían sido tendidos meses antes.
Volvió a contemplar el grabado de la pared.
«Estuvieron aquí -pensó-. Mucho antes del otro día.» Recorrió la consulta con la mirada. No había nada seguro. Nada era privado. Habían estado ahí meses atrás y él no lo había sabido.
La rabia le sacudió como un puñetazo en el estómago, y su primera reacción fue agarrar aquel grabado y arrancarlo de la pared.
Lo tiró a la papelera que tenía junto a la mesa, con lo que se partió el marco y el cristal se hizo añicos. Resonó como un disparo en las reducidas dimensiones de la habitación. De sus labios salieron palabrotas, inusitadas y fuertes, que llenaron el aire de dardos. Se volvió y se aferró a los lados del escritorio, como para no perder el equilibrio.
Con la misma rapidez que surgió, la cólera desapareció, sustituida por otra oleada de náuseas. Se sentía mareado y la cabeza le daba vueltas, como cuando uno se levanta demasiado deprisa, sobre todo si tiene una gripe o un fuerte resfriado. Ricky se tambaleó emocionalmente. Respiraba con dificultad, más bien resollaba, y parecía que alguien le hubiera ceñido una cuerda alrededor del tórax.
Tardó varios minutos en recobrar el equilibrio y, aun así, seguía sintiéndose débil, casi agotado.
Echó un nuevo vistazo alrededor de la consulta, pero ahora parecía distinta. Era como si todos los objetos cotidianos se hubieran vuelto siniestros. Pensó que ya no podía fiarse de nada de lo que tenía a la vista. Se preguntó qué más habría contado Virgil al médico de Boston; qué otros detalles de su vida estarían ahora expuestos en una denuncia presentada al Colegio de Médicos. Recordó las veces en que pacientes suyos lo habían visitado, consternados, después de que les entraran a robar en casa o de que los atracaran, y habían hablado de cómo una sensación de violación les había afectado la vida. Él los escuchaba con comprensión y objetividad clínica, sin haber entendido nunca en realidad lo primaria que era esa sensación. Ahora lo comprendía mejor.
Él también se sentía violado.
De nuevo recorrió la habitación con la mirada. Lo que antes le parecía seguro estaba perdiendo con rapidez esa cualidad. «Hacer que una mentira parezca real es complicado -pensó-. Exige planificación.’› Se ubicó detrás del escritorio y vio que el contestador automático parpadeaba. El contador de mensajes estaba también iluminado en rojo, y marcaba el número cuatro. Pulsó la tecla que activaba la máquina para escuchar el primer mensaje. Reconoció de inmediato la voz de un paciente, un redactor de mediana edad del New York Times; un hombre atrapado en un empleo bien remunerado pero monótono, dedicado a revisar textos para la sección de ciencia escritos por reporteros más jóvenes e impetuosos.
Era un hombre que ansiaba hacer más cosas con su vida, investigar la creatividad y la originalidad, pero que temía el trastorno que satisfacer ese deseo pudiera acarrear a una vida muy bien reglamentada. Sin embargo, este paciente era inteligente, culto, y efectuaba grandes avances en la terapia desde que había comprendido la relación entre la rígida educación que le habían inculcado sus padres, profesores de universidad del Medio Oeste, y su miedo a correr riesgos. A Ricky le caía bastante bien, y creía muy probable que terminara el psicoanálisis y viera la libertad que le proporcionaría como una oportunidad, lo que es una enorme satisfacción para cualquier terapeuta.
«Doctor Starks -decía el hombre despacio, casi renuente, al identificarse-, lamento dejarle un mensaje en el contestador durante sus vacaciones. No quiero importunarle pero en el correo de esta mañana me ha llegado una carta muy inquietante.»
Ricky inspiró hondo. La voz del paciente siguió despacio.
«Es una fotocopia de una denuncia presentada en su contra ante el Colegio de Médicos y la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York. Soy consciente de que la naturaleza anónima de la acusación la hace muy difícil de rebatir. Por cierto, la fotocopia fue remitida a mi casa, no a mi oficina, y carecía de remitente o de cualquier otra característica identificadora.»
El paciente vaciló de nuevo.
«Me encuentro ante un serio conflicto de intereses. No tengo duda de que la denuncia es una noticia importante y de que debería pasarla a uno de nuestros periodistas de información local para que la investigara. Por otra parte, eso comprometería mucho nuestra relación. Estoy muy preocupado por las acusaciones, que supongo usted negará…»
El paciente pareció recuperar el aliento para añadir con un tinte de amargura:
«Todo el mundo niega siempre haber obrado mal. “No lo hice, no lo hice, no lo hice”… Hasta que los hechos y las circunstancias son tan evidentes que ya no pueden mentir más. Presidentes, funcionarios, empresarios, médicos… Hasta monitores de boyscouts y entrenadores de ligas infantiles, por el amor de Dios.
«Cuando por fin se ven obligados a decir la verdad, esperan que todo el mundo entienda que se vieron obligados a mentir, como si fuese correcto seguir mintiendo hasta que estás tan atrapado que ya no puedes hacerlo más.»
El paciente se detuvo otra vez y, después, colgó. El mensaje parecía cortado, como si faltara la pregunta que quería que Ricky contestara.
A Ricky le temblaba la mano cuando pulsó de nuevo el play del contestador. El siguiente mensaje era sólo el llanto de una mujer.
Por desgracia, lo reconoció y supo que era otra paciente de hacia tiempo. Sospechó que ella también habría recibido una copia de la carta. Avanzó la cinta. Los dos mensajes restantes eran asimismo de pacientes. Uno, un destacado coreógrafo de Broadway, farfulló de rabia apenas contenida. El otro, una fotógrafa de estudio de cierto renombre, parecía tan confundida como consternada.
Lo invadió la desesperación. Quizá por primera vez en su carrera profesional no sabía qué decir a sus pacientes. Imaginó que los que todavía no habían llamado no habrían abierto aún el correo.
Uno de los elementos fundamentales del psicoanálisis es la curiosa relación entre paciente y terapeuta, en que el paciente revela cada detalle íntimo de su vida a una persona que no corresponde del mismo modo y que muy rara vez reacciona a una información incluso de lo más provocadora. En el juego infantil de la verdad, se establece la confianza a través del riesgo compartido. Tú me cuentas, yo te cuento. Tú me muestras lo tuyo, yo te muestro lo mío. El psicoanálisis desnivela esta relación y la convierte en totalmente unilateral. Ricky sabía que la fascinación de los pacientes por quién era él, por lo que pensaba y sentía y por cómo reaccionaba eran dinámicas importantes y formaban parte del gran proceso de transferencia que tenía lugar en su consulta, en el que sentado en silencio detrás de sus pacientes tumbados en el diván, se convertía simbólicamente en muchas cosas pero, sobre todo, pasaba a simbolizar algo distinto y perturbador para cada uno de ellos, y así, al adoptar esos diferentes papeles para cada paciente, podía guiarlos a través de sus problemas. Su silencio pasaba a representar psicológicamente la madre de un paciente, el padre de otro, el jefe de un tercero. Su silencio pasaba a representar el amor y el odio, la cólera y la tristeza. Podía convertirse en pérdida, y también en rechazo. En ciertos sentidos, en su opinión, el analista era un camaleón, que cambia de color ante la superficie de cualquier objeto que toca.
No devolvió ninguna de las llamadas de sus pacientes. Por la noche, todos habían telefoneado. Pensó que el redactor del Times tenía razón. Vivimos en una sociedad que ha cambiado el concepto de la negación. La negación va acompañada ahora de la suposición de que es sólo una mentira de conveniencia para ser adaptada en algún momento posterior, cuando se ha negociado una verdad aceptable.
Una sola mentira bien elaborada había atacado de un modo salvaje horas que sumaban días y semanas que se convertían en meses y se volvían años con cada uno de los pacientes. No sabía muy bien cómo reaccionar ante sus pacientes o si no debería hacerlo en absoluto. El clínico que había en él sabía que examinar la reacción de cada paciente a las acusaciones sería provechoso, pero a la vez parecía inútil.
Para cenar se preparó una sopa de pollo enlatada.
Mientras la tomaba, se preguntó si algunos de los cacareados poderes medicinales y reconstituyentes de aquel brebaje le fluirían hasta el corazón.
Todavía no tenía ningún plan de actuación. Ningún mapa que pudiera seguir. Un diagnóstico, seguido de un tratamiento. Hasta ese momento, Rumplestiltskin le recordaba una especie de cáncer insidioso que atacaba distintas partes de su persona. Aún tenía que definir cómo abordarlo. El problema era que eso contrariaba su formación. Si hubiera sido oncólogo, como los médicos que trataron sin éxito a su esposa, o incluso un dentista, que podía ver el diente cariado y extraerlo, lo habría hecho. Pero la formación de Ricky era muy distinta. Un analista, aunque reconoce algunas características y síndromes definibles, deja en última instancia que el paciente invente el tratamiento en el simple contexto del proceso.
Ricky se veía limitado en su forma de abordar la cuestión de Rumplestiltskin y sus amenazas por la misma cualidad que lo había mantenido en tan buen lugar durante tantos años. La pasividad que constituía el sello de su profesión era, de repente, peligrosa.
A última hora de la noche, le preocupó por primera vez que Rumplestiltskin pudiera matarlo.
Por la mañana, marcó otro día en el calendario de Rumplestiltskin y redactó los siguientes versos:
Me dediqué a buscar a destajo en veinte años de mi trabajo.
¿Es ese número acertado?
El tiempo casi se ha terminado y no puedo dejar de preguntar:
¿A la madre de R debo encontrar?
Se dio cuenta de que se estaba apartando de las normas de Rumplestiltskin. En primer lugar, hacía dos preguntas en lugar de una, y además no las formulaba para obtener una simple respuesta afirmativa o negativa como le habían instruido. Pero intuía que si usaba la misma rima infantil que su torturador, lo induciría a pasar por alto la violación de las normas y, tal vez, a contestar con un poco más de claridad. sabía que necesitaba información para deducir quién le había tendido la trampa. Mucha más información. No se hacia ilusiones de que Rumplestiltskin fuera a revelar algún detalle que le indicara con exactitud dónde buscarlo, ni que pudiera proporcionarle al instante una vía hacia un nombre que podría dar a las autoridades (si lograba deducir con qué autoridades debía ponerse en contacto). Ese hombre había planeado su venganza con demasiada precisión para que eso pasara ahora mismo. Pero un analista se considera un científico de lo indirecto y lo oculto. Así que Ricky debería ser un especialista en las cosas escondidas y encubiertas, y si tenía que averiguar el nombre real de Rumplestiltskin, debería hacerlo a partir de un desliz que él, por muy intrincados que fueran sus planes, no hubiera previsto.
La mujer del Times que tomó el pedido para el anuncio de una columna en portada pareció agradablemente intrigada por el poema.
– No es habitual -comentó-. Suelen ser anuncios del tipo «Felices bodas de oro, papá y mamá» o ganchos publicitarios para algún producto nuevo que alguien quiere vender. Esto parece distinto. ¿Cuál es el motivo? -preguntó.
– Forma parte de un elaborado juego -contestó Ricky, procurando ser educado con una mentira eficiente-. Una diversión veraniega de un par de amigos a los que nos gustan los acertijos y los rompecabezas.
– Vaya -replicó la mujer-. Suena divertido.
Ricky no respondió, porque aquello no tenía nada de divertido. La mujer del periódico le leyó el poema una última vez para asegurarse de haberlo anotado bien, y luego le tomó los datos. Le preguntó si quería que le mandara una factura o que le cargara el importe a una tarjeta de crédito. Se decidió por esta última opción. Oyó a la mujer teclear en el ordenador los números de su Visa a medida que se los iba diciendo.
– Bien, eso es todo -añadió la mujer-. El anuncio saldrá mañana. Buena suerte con el juego. Espero que gane.
– Yo también -dijo.
Le dio las gracias y colgó.
Volvió a concentrarse en el montón de notas y expedientes.
«Delimita y elimina -pensó-. Sé sistemático y meticuloso. Descarta a los hombres o descarta a las mujeres. Descarta a los viejos, concéntrate en los jóvenes. Encuentra la secuencia temporal adecuada. Encuentra la relación correcta. Eso te dará un nombre. Un nombre llevará a otro.»
Respiraba con fuerza. Se había pasado la vida intentando ayudar a la gente a conocer las fuerzas emocionales que motivaban su comportamiento. Lo que hace un analista es aislar la culpa e intentar traducirla en algo manejable, porque la necesidad de venganza es tan incapacitante como cualquier neurosis. El analista busca que el paciente encuentre un modo de superar esa necesidad y esa cólera. No es inusual que un paciente empiece una terapia manifestando una furia que parece exigir una actuación.
Se elabora un tratamiento destinado a eliminar ese impulso, de modo que pueda seguir con su vida sin la necesidad compulsiva de vengarse.
Vengarse, en su mundo, era una debilidad. Quizás hasta una enfermedad.
Ricky meneó la cabeza.
Mientras procuraba revisar lo que sabía y cómo aplicarlo a su situación, sonó el teléfono del escritorio. Lo sobresaltó y dudó antes de cogerlo, pensando que podía ser Virgil.
No lo era. Se trataba de la mujer de los anuncios del Times.
– ¿El doctor Starks?
– Sí.
– Lamento tener que llamarle, pero hemos tenido un problema.
– ¿Un problema? ¿Qué clase de problema?
La mujer vaciló, como si le costara hablar.
– La tarjeta Visa que me dio está cancelada. ¿Está seguro de haberme dado bien el número?
– ¿Cancelada? -Ricky se sonrojó y afirmó, indignado-: Eso es imposible.
– Bueno, a lo mejor lo anoté mal.
Ricky sacó la tarjeta para volver a leer los números, pero esta vez despacio.
– Pues es el número para el que pedí autorización -dijo la mujer-. Me lo devolvieron diciendo que la tarjeta había sido cancelada recientemente.
– No lo entiendo -repuso Ricky con frustración creciente-. Yo no he cancelado nada. Y pago todo el saldo cada mes…
– Las compañías de tarjetas de crédito cometen muchos errores -comentó la mujer, apenada-. ¿Tiene otra tarjeta? ¿O prefiere que le mande una factura para pagar con un talón?
Ricky empezó a sacar otra tarjeta de la cartera pero se detuvo.
Tragó saliva con fuerza.
– Lamento las molestias -dijo despacio, y de repente le costaba mucho contenerse-. Llamaré a los de Visa. Mientras tanto, mándeme la factura, por favor.
La mujer accedió y comprobó su dirección.
– Suele pasar -añadió-. ¿Perdió la cartera? A veces los ladrones obtienen el número en extractos viejos que se han tirado. O compramos algo y el dependiente vende el número a un sinvergüenza.
Hay millones de maneras de falsificar las tarjetas, doctor. Pero será mejor que llame a Visa y lo solucione. O acabará recibiendo cargos que no son suyos. En cualquier caso, seguramente le mandarán una tarjeta nueva en un par de días.
– Descuide -dijo Ricky, y colgó.
Despacio, extrajo todas sus tarjetas de crédito. «No sirven de nada -se dijo-. Las han cancelado todas.» No sabía cómo pero sabia quién.
Empezó el tedioso proceso de llamar para averiguar lo que ya sabia. El servicio de atención al cliente de las distintas compañías fue agradable pero no demasiado servicial. Cuando intentaba explicar que él no había cancelado las tarjetas, le informaban que silo había hecho. Era lo que aparecía en el ordenador, y lo que ponía el ordenador tenía que ser cierto. Preguntó a cada compañía cómo había sido cancelada la tarjeta y cada vez le contestaron que la petición se había hecho electrónicamente a través de Internet. Le indicaron, diligentes, que esas operaciones sencillas podían hacerse con unos cuantos golpes de teclado, que era un servicio que el banco ofrecía para facilitar la situación financiera de sus clientes, aunque Ricky, en su situación actual, podría haber discutido ese punto. Todos le ofrecieron abrirle nuevas cuentas.
Dijo a cada compañía que ya la llamaría. Luego, tomó unas tijeras y cortó los inservibles plásticos por la mitad. No se le escapaba que eso era precisamente lo que algunos pacientes se habían visto obligados a hacer cuando habían superado su crédito e incurrido en gravosas deudas.
Ricky no sabía hasta qué punto habría logrado Rumplestiltskin penetrar en sus finanzas. Ni como.
«“Deuda” es un concepto próximo a su juego -pensó-. Cree que le debo algo que no puede pagarse con un talón o una tarjeta de crédito.»
Por la mañana tendría que hacer una visita a la sucursal de su banco. También telefoneó al hombre que se encargaba de su modesta cartera de inversiones y le dejó un mensaje pidiendo que el corredor le devolviera la llamada lo antes posible. Después se recostó un momento e intentó imaginar cómo Rumplestiltskin habría accedido a esa parte de su vida.
Ricky no sabía nada de informática. Sus conocimientos de Internet, páginas web, chats y ciberespacio se limitaban a estar vagamente familiarizado con las palabras, pero no con la realidad. Sus pacientes hablaban a menudo de una vida conectada a Internet y, de ese modo, se había hecho alguna idea de lo que un ordenador podía hacer, pero más aún de lo que un ordenador les hacía a ellos.
Jamás había tenido interés en aprender nada de eso. Efectuaba sus anotaciones con bolígrafo en libretas. Si tenía que redactar una carta, usaba una antigua máquina de escribir eléctrica que tema más de veinte años y que guardaba en un armario. Pero tenía ordenador. Su mujer había comprado uno el ano en que había enfermado y lo había actualizado un año antes de morir. Sabía que ella lo utilizaba para conectarse con grupos de apoyo a los enfermos de cáncer y para hablar con otras víctimas de la enfermedad en ese mundo curiosamente impersonal de Internet. No había participado con ella en esas cosas, pensando que respetaba su intimidad al no inmiscuirse, aunque también podría haber pensado que no mostraba suficiente interés. Poco después de su muerte había quitado la máquina de la mesa del rincón del dormitorio que su mujer ocupaba cuando conseguía reunir energía suficiente para levantarse de la cama y la había guardado en los trasteros del sótano del edificio. Tenía intención de tirarlo o de donarlo a una escuela o biblioteca, pero aún no lo había hecho. Pensó que ahora lo necesitaría.
Porque sospechaba que Rumplestiltskin sabía usar muy bien un ordenador.
Se levantó del asiento, decidido a recuperar el ordenador de su difunta esposa. En el cajón superior derecho de la mesa guardaba la llave de un candado, y la cogió.
Se aseguró de cerrar con llave la puerta de su casa y bajó en ascensor hasta el sótano. Hacía meses que no iba a los trasteros y arrugó la nariz al oler su aire mohoso y viciado. Tenía un matiz rancio y nauseabundo, que el calor diario incrementaba. Salir del ascensor le produjo una opresión en el pecho. Se preguntó por qué la dirección del edificio no limpiaba nunca esa zona. Pulsó el interruptor de la luz y se encendió una bombilla pelada que daba escasa luz al sótano. Dondequiera que se dirigía, proyectaba sombras y cruzaba oscuridad y humedad. Cada uno de los seis pisos del edificio tenía un trastero delimitado por tela metálica clavada a unas estructuras baratas de madera con el número del piso. Era un lugar de sillas rotas y cajas de papeles viejos, bicicletas oxidadas, esquíes, baúles y maletas innecesarias. La mayoría de las cosas estaba cubierta de polvo y telarañas, y casi todo se incluía en la categoría de algo un pelín valioso para tirar pero no tanto como para tenerlo a mano cada día. Cosas reunidas con el tiempo que habían descendido a la categoría de «mejor guardarlo porque algún día podríamos necesitarlo», aunque eso es difícil.
Ricky se agachó un poco a pesar de que no tocaba el techo, impulsado por el ambiente cerrado. Se acercó a su trastero con la llave en la mano.
El candado estaba abierto. Colgaba del cerrojo como un adorno olvidado en un árbol de Navidad. Lo observó más de cerca y vio que lo habían reventado.
Retrocedió un paso, sorprendido, como si una rata hubiera pasado corriendo frente a él.
Su primer impulso fue dar media vuelta y correr; el segundo, avanzar. Fue lo que hizo. Abrió la puerta de tela metálica y vio que lo que había ido a buscar, la caja que contenía el ordenador de su mujer, no estaba allí. Se adentró más en el trastero. Su cuerpo tapaba en parte la luz, así que sólo unas franjas afiladas de iluminación horadaban el espacio. Echó un vistazo alrededor y vio que faltaba otra cosa: un archivador de plástico donde guardaba sus ejemplares de las declaraciones de la renta.
El resto de las cosas parecía intacto, si eso servía de algo.
Prácticamente paralizado por una sensación abrumadora de derrota, regresó al ascensor. De vuelta a la luz del día y al aire más puro, y fuera de la suciedad y el polvo de los recuerdos almacenados abajo, empezó a pensar en el impacto que podrían tener el ordenador y las declaraciones de renta desaparecidos.
«¿Qué me han robado?», se preguntó. Y se estremeció al responderse: «Es probable que todo».
Las declaraciones de la renta desaparecidas le provocaron una sensación horrible. No era extraño que Merlin supiera tanto sobre sus activos; seguramente lo sabía todo sobre sus modestas finanzas. Una declaración de la renta es como un mapa de carreteras que abarca desde la identidad hasta las donaciones benéficas. Muestra todas las rutas recorridas en la existencia de uno, sin la historia. Como un mapa, indica a alguien cómo ir de aquí allá en la vida de otra persona, dónde están las autopistas y dónde empiezan las carreteras secundarias. Lo único que le falta es color y descripción.
El ordenador desaparecido también le preocupaba. No tenía idea de lo que quedaba en el disco duro, pero sabía que había algo. Intentó recordar las horas que su mujer había pasado ante esa máquina antes de que la enfermedad le robara incluso las fuerzas para teclear. Desconocía qué cantidad de su dolor, recuerdos, ideas y recorridos electrónicos habría en él. Lo único que sabía era que un informático cualificado podía recuperar todo tipo de trayectos a partir de la memoria del ordenador. Supuso que Rumplestiltskin tenía la habilidad necesaria para extraer de la máquina lo que ésta contuviera.
Ricky se desplomó al llegar a su casa. Se sentía como si lo hubiesen cortado con una hoja de afeitar caliente. Miró alrededor y supo que todo lo que creía tan seguro y privado en su vida era vulnerable.
Nada era secreto.
De haber sido un niño, se habría echado a llorar en ese mismo instante.
Esa noche sus sueños estuvieron poblados de imágenes sombrías y violentas. En uno, se vio intentando avanzar por una habitación mal iluminada, sabiendo todo el rato que si tropezaba y se caía, seria engullido por la penumbra del olvido, pero aun así cruzaba la estancia con paso vacilante, agarrándose a paredes vaporosas con dedos entumecidos, en un recorrido que parecía imposible.
Despertó en medio de la negrura de su habitación, lleno de ese pánico momentáneo que se tiene al pasar de la inconsciencia a la conciencia, con la chaqueta del pijama manchada de sudor, la respiración ahogada y la garganta seca, como si llevara horas gritando desesperado. Por un instante no estuvo seguro de haber dejado atrás la pesadilla, y hasta que encendió la lámpara de la mesilla y vio el conocido espacio de su habitación, su corazón no empezó a recuperar su ritmo normal. Dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada, necesitado de reposo y a sabiendas de que no lo obtendría. No le costó interpretar sus sueños. Eran tan malignos como estaba empezando a serlo su vida.
El anuncio apareció esa mañana en la portada del Times, en la parte inferior, como Rumplestiltskin había especificado. Lo leyó varias veces y pensó que, por lo menos, daría a su torturador algo en qué pensar. No sabía cuánto tiempo tardaría en contestarle, pero esperaba alguna clase de respuesta con rapidez, tal vez en el periódico de la mañana siguiente. Mientras tanto, decidió que lo mejor sería seguir trabajando en el rompecabezas.
Con la publicación del anuncio, tuvo un sentimiento momentáneo e ilusorio de triunfo, como animado por haber dado un paso adelante. La desesperación abrumadora del día anterior al descubrir la falta del ordenador y el robo de las declaraciones de la renta quedaba, si no del todo olvidada, por lo menos aparcada.
El anuncio dio a Ricky la sensación de que por lo menos ese día no era una víctima. Se encontró concentrado, capaz de centrarse, con una memoria más aguda y precisa. El día le pasó volando, tan deprisa como lo habría hecho uno normal con pacientes, mientras recuperaba recuerdos y viajaba por su propio paisaje interior.
Al final de la mañana, había elaborado dos listas de trabajo independientes. Limitándose aún al período que empezaba en 1975 y acababa en 1985, en la primera lista identificó unas setenta y tres personas a las que había proporcionado tratamiento. Este variaba desde un máximo de siete años para un hombre muy perturbado hasta tres meses para una mujer que pasaba por una crisis matrimonial. Como promedio, la mayoría de sus pacientes se situaba en la gama de tres a cinco años. En casi todos los casos se trataba de tradicionales análisis freudianos, de cuatro a cinco sesiones semanales, con el uso del diván y las diversas técnicas de la profesión. En unos pocos no era así; se trataba de encuentros cara a cara, sesiones más sencillas de conversación en los que había actuado menos como analista y más como un terapeuta corriente, con opiniones y consejos, que son precisamente las cosas que un analista más se esfuerza en evitar. A mediados de los años ochenta había ido dejando esta clase de pacientes para limitarse exclusivamente a la experiencia exhaustiva del psicoanálisis sabía que también había varios pacientes, tal vez dos docenas en esos diez años, que habían empezado tratamientos y los habían interrumpido. Los motivos para abandonar la terapia eran diversos: algunos no disponían del dinero o el seguro médico necesarios para pagar las sesiones; otros se habían visto obligados a mudarse debido a exigencias profesionales o escolares. Unos pocos habían decidido que no recibían suficiente ayuda o que ésta no era lo bastante rápida, o estaban demasiado enfadados con el mundo como para continuar. Eran pocos, pero existían.
Integraban su segunda lista, mucho más difícil de elaborar.
Se dio cuenta enseguida de que se trataba de una lista más peligrosa. Incluía personas que podían haber transformado su rabia en una obsesión por Ricky, y haber transmitido ésta después.
Colocó ambas listas en la mesa, frente a él, y pensó que debería empezar el rastreo de nombres. Cuando tuviera la respuesta de Rumplestiltskin, podría eliminar a varias personas de cada una de ellas y seguir adelante.
Toda la mañana había esperado que sonara el teléfono, con una respuesta de su agente de bolsa. Le sorprendía un poco no tener noticias de él, porque en el pasado había manejado siempre el dinero de Ricky con diligencia y seriedad. Marcó el número otra vez y volvió a salirle la secretaria.
Pareció algo nerviosa al oír su voz.
– Oh, doctor Starks, el señor Williams estaba a punto de llamarle. Ha habido cierta confusión con su cuenta -aseguro.
– ¿Confusión? -A Ricky se le hizo un nudo en el estómago-.
¿Cómo puede confundirse el dinero? Las personas pueden confundirse. Los perros pueden confundirse. El dinero no.
– Le pasaré con el señor Williams -dijo la secretaria.
Tras un breve silencio se oyó en la línea la no exactamente conocida pero tampoco irreconocible voz del corredor. Todas las inversiones de Ricky eran conservadoras, fondos mutuos y bonos.
Nada arriesgado ni agresivo, sólo un crecimiento modesto y regular. Tampoco eran demasiado considerables. De todos los profesionales relacionados con el ámbito de la medicina, los psicoanalistas figuraban entre los más limitados en cuanto a lo que podían cobrar y a la cantidad de pacientes que podían atender. No eran como los radiólogos, que tenían tres pacientes a la misma hora en salas distintas, ni como los anestesistas, que iban de una operación a otra como si de una cadena de montaje se tratara. Los psicoanalistas no solían hacerse ricos, y Ricky no era la excepción. La casa de Cape Cod y el piso eran de propiedad, pero eso era todo. Ningún Mercedes. Ningún yate fondeado en Long Island Sound. Sólo algunas inversiones prudentes destinadas a proporcionarle suficiente dinero para jubilarse, si alguna vez decidía reducir el volumen de pacientes. Ricky hablaba con su corredor una o dos veces al año, nada mas. Siempre había supuesto que era uno de los peces más pequeños de la firma.
– ¿Doctor Starks? -El agente de bolsa se dejó oír con brusquedad y hablando deprisa-. Disculpe que le haya hecho esperar, pero estábamos intentando resolver un problema…
– ¿Qué clase de problema?
Ricky parecía tener el estómago contraído.
– Bueno, ¿ha abierto usted una cuenta bursátil con uno de esos nuevos corredores de bolsa off-line? Porque…
– No, no lo he hecho. En realidad, no sé de qué me está hablando.
– Bueno, eso es lo extraño. Al parecer ha habido muchas operaciones de un día en su cuenta.
– ¿Operaciones de un día?
– Es contratar operaciones bursátiles con rapidez para intentar mantenerse por delante de las fluctuaciones del mercado.
– Entiendo. Pero yo no lo he hecho.
– ¿Alguien más tiene acceso a sus cuentas? Tal vez su esposa…
– Mi esposa murió hace tres anos -repuso Ricky con frialdad.
– Por supuesto -contestó el agente de inmediato-. Lo recuerdo.
Disculpe. Pero acaso alguien más. ¿Tiene hijos?
– No. ¿Dónde está mi dinero?
Ricky fue cortante, exigente.
– Bueno, estamos comprobándolo. Puede convertirse en un asunto para la policía, doctor Starks. De hecho, es lo que estoy empezando a pensar. Es decir, si alguien logró acceder de modo ilegal a su cuenta…
– ¿Dónde está mi dinero? -insistió Ricky.
– No puedo afirmarlo con precisión -contestó el agente tras vacilar-. Nuestros auditores internos están revisando la cuenta.
Lo único que puedo decirle es que ha habido una actividad importante…
– ¿Qué quiere decir? El dinero estaba ahí…
– Bueno, no exactamente. Hay literalmente docenas, puede que incluso centenares de contrataciones, transferencias, ventas, inversiones…
– ¿Dónde está ahora?
– Una serie de transacciones complicadas y agresivas -prosiguió el corredor.
– No está contestando mi pregunta, señor Williams -se quejó Ricky con exasperación-. Mi dinero. Mi plan de jubilación, mis fondos en efectivo…
– Estamos comprobándolo. He puesto a mis mejores hombres a trabajar en ello. Nuestro jefe de seguridad lo llamará en cuanto hayan hecho algún progreso. No puedo creer que, con toda esta actividad, nadie haya detectado nada extraño.
– Pero mi dinero…
– Ahora mismo no hay dinero -indicó el agente lentamente-.
O por lo menos no lo encontramos.
– No es posible.
– Ojalá, pero lo es. No se preocupe, doctor Starks. Nuestros investigadores rastrearán las transacciones. Llegaremos al fondo de esto. Y sus cuentas, o parte de ellas, están aseguradas. Al final lo arreglaremos. Sólo llevará algo de tiempo y, como le dije, puede ‘que tengamos que involucrar a la policía y a la comisión de vigilancia del mercado de valores porque, por lo que me dice, cabe suponer algún tipo de robo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Es verano y tenemos parte del personal de vacaciones. Supongo que un par de semanas, como mucho.
Ricky colgó. No disponía de un par de semanas.
Al final del día había podido determinar que la única cuenta que no había sido robada y reventada era la cuenta corriente del First Cape Bank de Wellfleet. Era una cuenta destinada sólo a facilitar las cosas en verano. Su saldo era de diez mil dólares, dinero que usaba para pagar facturas en el mercado de pescado y la tienda de ultramarinos, la tienda de licores y la ferretería. Con ella pagaba sus herramientas de jardinería y las plantas y semillas. Era dinero para disfrutar de las vacaciones sin problemas. Una cuenta doméstica para el mes que pasaba en la casa de veraneo.
Le sorprendió un poco que Rumplestiltskin no hubiera arremetido también contra esos fondos. Estaba jugando con él, casi como si hubiera dejado en paz esa parte del dinero para burlarse de él. A pesar de eso, pensó que necesitaba encontrar una forma de hacerse con los fondos antes de que desaparecieran también en algún extraño limbo financiero. Llamó al director del First Cape Bank y le dijo que iba a cerrar la cuenta y quería retirar el saldo en efectivo.
El director le informó que tendría que estar presente para esa transacción. Ricky deseó que las demás instituciones que manejaban su dinero hubieran seguido la misma política. Explicó al director que había tenido algunos problemas con otras cuentas y que era importante que nadie excepto él tuviera acceso al dinero.
El director se ofreció a librar un cheque bancario, que guardaría personalmente hasta la llegada de Ricky.
Ahora el problema era cómo ir hasta allí.
Olvidado en el escritorio, había un billete de avión abierto de La Guardia a Hyannis, Massachusetts. Se preguntó si la reserva seguiría operativa. Abrió la cartera y contó unos trescientos dólares en efectivo. En el cajón superior de la cómoda de su dormitorio tenía otros mil quinientos dólares en cheques de viaje. Era un anacronismo; en esta era de efectivo al instante obtenido en cajeros automáticos que pululaban por todas partes, la idea de que alguien guardara cheques de viaje para emergencias era arcaica.
Ricky sintió cierta satisfacción al pensar que sus ideas anticuadas resultaran útiles. Se preguntó si no seria una noción que debería tener más presente.
Pero no tenía tiempo para cavilar acerca de ello.
Podría ir a Cape Cod, y volver. Tardaría veinticuatro horas como mínimo. De pronto lo invadió una sensación de letargo, casi como si no pudiera mover los músculos, como si las sinapsis cerebrales que emitían órdenes a los tendones y los tejidos de todo su cuerpo se hubieran declarado en huelga. Un profundo agotamiento que parodiaba su edad le recorrió el cuerpo. Se sintió torpe, estúpido y fatigado.
Se balanceó en la silla con la cabeza echada hacia atrás. Reconoció los signos de una incipiente depresión clínica con la misma rapidez con que una madre identificaría un resfriado al primer estornudo de su hijo. Extendió las manos hacia delante para detectar algún temblor. Su pulso seguía firme.
«¿Durante cuánto tiempo más?», se preguntó.
Ricky tuvo una respuesta en el Times de la mañana siguiente, pero no del modo que esperaba. Le dejaron el periódico a la puerta de su casa como cada día salvo los domingos, cuando solía caminar hasta el quiosco del barrio para comprar el grueso periódico antes de dirigirse a la cafetería cercana, como Rumplestiltskin había mencionado en su carta. La noche anterior había tenido más problemas para dormir, así que cuando oyó que el repartidor dejaba caer el periódico a la puerta, estaba pendiente y, en unos segundos, lo había recogido y abierto en la mesa de la cocina. Sus ojos se dirigieron a los pequeños anuncios de la parte inferior de la portada, pero sólo vio una felicitación de cumpleaños, el gancho de un servicio informático de citas y un anuncio de una sola columna:
OPORTUNIDADES ESPECIALIZADAS, VÉASE PÁGINA 216.
Ricky lanzó el periódico al otro lado de la pequeña cocina, frustrado. Al chocar contra la pared, hizo el ruido de un pájaro que intentara volar con un ala rota. Enfurecido, se sintió presa de un arrebato de cólera. Había esperado un poema o alguna respuesta enigmática y burlona en la parte inferior de la primera plana, del mismo modo que él había formulado la pregunta. «Ningún poema, ninguna respuesta», gruñó para si.
– ¿Cómo esperas que lo consiga antes de tu maldita fecha límite sí no contestas de modo oportuno? -increpó a alguien que no estaba físicamente presente pero que ocupaba todos sus pensamientos.
Notó que le temblaban las manos y se preparó un café. La infusión no sirvió demasiado para tranquilizarlo. Intentó relajarse con unos ejercicios de respiración profunda, pero sólo le redujeron el ritmo cardíaco. La rabia le invadía el cuerpo como si fuera capaz de alcanzar hasta el último órgano y oprimirlo. Tenía ¡a cabeza a punto de estallar y se sentía atrapado dentro del apartamento que antes consideraba su hogar. El sudor le resbalaba por las axilas, la frente le ardía y tenía la garganta seca y rasposa.
Debió de estar sentado a la mesa, inmóvil por fuera y revuelto por dentro, durante horas, casi en trance, incapaz de imaginar su próximo paso. Sabía que tenía que hacer planes, tomar decisiones y actuar en determinadas direcciones, pero no obtener una respuesta cuando la esperaba lo había paralizado. Le pareció que apenas podía moverse, como si de repente todas sus articulaciones se hubiesen paralizado y no estuvieran dispuestas a obedecer órdenes.
No tenía idea de cuánto rato había permanecido sentado así antes de fijar la mirada en el Times que seguía donde lo había tirado. Ni tampoco cuánto tiempo había contemplado el revoltijo de páginas antes de fijarse en una raya roja que asomaba bajo el montón. Y entonces, tras captar esta anomalía ‹después de todo, en el pasado no se llamaba al Times la Dama Gris por nada), de relacionarla con él. Observó la raya y, por fin, se dijo: «El Times no utiliza tinta roja. Suele ser de un sobrio blanco y negro dispuesto en un formato de siete columnas y dos secciones con una regularidad absoluta. Incluso las fotografías en color del presidente o las modelos que exhiben la última moda de París parecen adoptar automáticamente el tinte monótono y apagado del periódico».
Se levantó de la silla y se agachó sobre el revoltijo del periódico. Alargó la mano hacia la salpicadura de color y tiró de ella.
Era la página 216. Las necrológicas.
Pero escrito en una tinta roja fluorescente sobre las imágenes, artículos y esquelas, leyó lo siguiente:
Siguiendo la pista estás al volver la vista atrás.
Veinte años sitúa cuándo, y a mi madre estás buscando.
Saber su nombre es otro cantar, así que una pista te voy a dar.
Te diré que, cuando la atendiste, como señorita la conociste.
Y los días que se sucedieron, sus labios jamás sonrieron.
Dejaste tus promesas sin cumplir.
Y la venganza de su hijo vas a sufrir.
El padre lejos, la madre fallecida: por eso quiero acabar con tu vida.
Y será mejor que termine esta rima, o el tiempo se te echará encima.
Bajo el poema había una gran R roja y, debajo, en tinta negra, un rectángulo dibujado alrededor de una necrológica, con una gran flecha que señalaba la cara y la reseña del fallecido, y las palabras: «Aquí encajarás a la perfección».
Estudió el poema durante un momento que se convirtió en minutos y, por último, se acercó a la hora, mientras digería cada palabra del modo que un gourmet haría con una excelente comida parisina, sólo que Ricky encontraba su sabor amargo y salado. Ya era bien entrada la mañana, otro día más tachado, cuando se percató de lo evidente: Rumplestiltskin había tenido acceso a su periódico entre la llegada al edificio de piedra rojiza y la entrega en su puerta. Sus dedos volaron hacia el teléfono y, en unos minutos, obtuvo el número del servicio de reparto. El teléfono sonó dos veces antes de que contestara una grabación:
«Si desea suscribirse, por favor, pulse uno. Si tiene alguna queja sobre el reparto o si no ha recibido su periódico, por favor, pulse dos. Para obtener información sobre su cuenta, por favor, pulse tres».
Ninguna de estas opciones le pareció adecuada, pero sospechó que una queja podría arrancarle una respuesta humana, así que probó el dos. Eso provocó un timbre de llamada, seguido de una voz de mujer:
– ¿Cuál es su dirección, por favor? -dijo sin mas.
Ricky dudó pero se la dio.
– Todos los repartos a esa dirección aparecen como efectuados -afirmó la mujer.
– Si, recibí mi periódico, pero quiero saber quién lo repartió.
– ¿Cuál es el problema, señor? ¿Necesita un segundo reparto?
– No.
– Este número es para las personas que no han recibido el periódico.
– Ya lo sé -replicó él, empezando a exasperarse-. Pero hubo un problema en el reparto.
– ¿No fue a tiempo?
– Sí fue a tiempo.
– ¿Hizo demasiado ruido el repartidor?
– No.
– Este número es para quejas del reparto.
– Si, ya me lo ha dicho. O no exactamente eso, y lo entiendo.
– ¿Cuál es su problema, señor?
Ricky vaciló mientras buscaba palabras corrientes para hablar con la joven.
– Mi periódico estaba pintarrajeado -soltó al fin.
– ¿Quiere decir que estaba roto, mojado o ilegible?
– Quiero decir que alguien lo había alterado.
– A veces los periódicos salen de prensa con errores en la paginación o el doblado. ¿Se trata de esa clase de problema?
– No -respondió Ricky-. Lo que quiero decir es que alguien escribió cosas ofensivas en mi periódico.
– Esta es nueva -comentó la mujer tras una pausa. Su reacción casi la convirtió en una persona real en lugar de la típica voz incorpórea-. Nunca la había oído antes. ¿Qué clase de cosas ofensivas?
Ricky decidió mostrarse vago. Habló deprisa y con agresividad.
– ¿Es usted judía, señorita? ¿Sabe cómo sería recibir un periódico en el que alguien hubiera dibujado una esvástica? ¿O puertorriqueña? ¿Cómo le sentaría que alguien le hubiera puesto «Vuélvete a San Juan»? ¿Es afroamericana? Conoce la palabra que %genera odio, ¿verdad?
– ¿Alguien le dibujó una esvástica en el periódico? -preguntó la chica, a quien parecía costarle seguirle el ritmo.
– Algo así. Por eso necesito hablar con la persona encargada del reparto.
– Creo que será mejor que hable con mi supervisor.
– De acuerdo. Pero antes quiero el nombre y el teléfono de la persona que efectúa los repartos en mi edificio.
La mujer vaciló, y Ricky pudo oír cómo revolvía unos papeles. Luego hubo una serie de repiqueteos de teclas de fondo. Cuando ella volvió a hablar fue para leer el nombre de un supervisor de ruta, un conductor, sus números de teléfono y sus direcciones.
– Me gustaría que hablara con mi supervisor -dijo tras darle la información.
– Pídale que me llame -respondió Ricky antes de colgar.
En unos segundos estaba llamando al número que acababan de darle. Le contestó otra mujer.
– Reparto de Prensa.
– Con el señor Ortiz, por favor -pidió con educación.
– Ortiz está en la zona de carga. ¿De qué se trata?
– Un problema con el reparto.
– ¿Ha llamado a Envíos?
– Sí. Es como conseguí este número. Y su nombre.
– ¿De qué clase de problema se trata?
– ¿Qué le parece si comento eso con el señor Ortiz?
– A lo mejor no vuelve hasta mañana -repuso la mujer tras un momento de duda.
– ¿Por qué no lo comprueba? -sugirió Ricky con frialdad-. De este modo podemos evitar una situación tan innecesaria como desagradable.
– ¿Qué clase de situación desagradable? -preguntó la mujer, a la defensiva.
– Pues que me presentara ahí acompañado de un policía y tal vez de mi abogado.
Ricky se marcó un farol con su mejor tono patricio de «soy un varón blanco rico y el mundo me pertenece».
La mujer hizo una pausa.
– Espere un momento -dijo después-. Avisaré a Ortiz.
Unos segundos más tarde, un hombre con acento hispano cogió el teléfono.
– Soy Ortiz. ¿Qué ocurre?
– Hacia las cinco y media de esta mañana dejaron un ejemplar del Times en la puerta de mi casa, como todos los días -explicó Ricky-. La única diferencia es que hoy alguien me ha puesto un mensaje dentro del periódico. Por eso llamo.
– No sé nada sobre…
– Señor Ortiz, no ha infringido ninguna ley y no es usted quien me interesa. Pero si no coopera conmigo, montaré un buen escándalo. Dicho de otro modo, todavía no tiene ningún problema, pero se lo voy a crear a no ser que me dé unas cuantas respuestas útiles.
Ortiz intentó asimilar la amenaza de Ricky.
– No sé de ningún problema -aseguró-. Ese tío me dijo que no habría ningún problema.
– Yo diría que mintió. Cuéntemelo -exigió Ricky en voz baja.
– Enfilamos la calle donde mi sobrino Carlos y yo tenemos repartos en seis edificios. Esa es nuestra ruta. Había una limusina negra aparcada en mitad de la calle con el motor en marcha, esperándonos. Un hombre bajó y nos dijo que necesitaba un periódico de ese edificio. Le pregunté por qué. Dijo que no era asunto mío y que no me preocupase, que sólo quería dar una sorpresa a un viejo amigo en su cumpleaños. Quería escribirle algo en el periódico.
– Continúe.
– Me dijo el piso y la puerta. Entonces sacó un bolígrafo y escribió en una página del periódico. Lo hizo sobre el capó de la limusina, pero no pude ver qué ponía.
– ¿Había alguien más?
Ortiz reflexionó un momento.
– Bueno, tenía que haber alguien al volante, seguro. Las ventanillas eran oscuras, pero tal vez había alguien más. El hombre miró dentro, como si comprobara con alguien si lo estaba haciendo bien, y terminó. Me devolvió el periódico y me dio veinte dólares…
– ¿Cuánto?
– Puede que fueran cien… -rectificó Ortiz en tono vacilante.
– ¿Y luego qué?
– Hice lo que me pidió, dejar el periódico en la puerta correcta.
– ¿Le esperaba fuera cuando salió?
– No. La limusina se había ido.
– ¿Podría describirme a ese hombre?
– Blanco, de traje oscuro, quizás azul. Corbata. Ropa muy buena. Parecía un tío forrado. Sacó el billete de cien de un fajo como si fuera calderilla para un mendigo.
– ¿Y su aspecto?
– Gafas oscuras, no demasiado alto, con un cabello bastante curioso, como si se lo hubieran dejado caer sobre la cabeza.
– ¿Como si llevase peluquín?
– Sí, podría haber sido un peluquín. Y una barbita, también.
A lo mejor también era postiza. No era corpulento, pero sin duda estaba bien alimentado. De unos treinta años…
Ortiz vaciló.
– ¿Qué?
– Recuerdo que las farolas se le reflejaban en los zapatos. Los llevaba muy lustrados. Eran carísimos. Esos mocasines con borlitas delante, ¿cómo se llaman?
– No lo sé. ¿Cree que podría reconocerlo si lo viera?
– Lo dudo. La calle estaba muy oscura. La única luz era la de las farolas. Y me parece que miré más el billete de cien que a él.
A Ricky eso le pareció razonable.
– ¿Anotó la matrícula de la limusina?
Ortiz tardó un momento en contestar.
– No, joder. No se me ocurrió. Mierda. Debería haberlo hecho, ¿verdad?
– Si -dijo Ricky.
Pero sabía que no era necesario, porque ya conocía al hombre que había estado esa mañana en la calle esperando la furgoneta de reparto: era el abogado que decía llamarse Merlin.
A media mañana recibió una llamada telefónica del director del First Cape Bank, el hombre que guardaba el efectivo que le quedaba en un cheque bancario a su nombre. El directivo del banco parecía nervioso y alterado. Mientras hablaba, Ricky intentó recordar su cara, pero no pudo, aunque estaba seguro de que lo había visto en persona alguna vez.
– ¿Doctor Starks? Soy Michael Thompson, del banco. Hablamos el otro día.
– Sí. Me está guardando un dinero, ¿verdad?
– Lo tengo bajo llave en el cajón de mi escritorio. No le llamo por eso. Ha habido un movimiento inusual en su cuenta.
– ¿Qué clase de movimiento inusual? -quiso saber Ricky.
El hombre pareció reflexionar antes de contestar.
– Bueno, no me gusta especular, pero parece que han intentado acceder a su cuenta sin autorización.
– ¿De qué modo?
Pareció dudar de nuevo.
– Bueno, como ya sabe, estos últimos años hemos incorporado la banca electrónica, como todo el mundo. Pero como somos una entidad pequeña y localizada…, bien, nos gusta considerarnos anticuados en muchos sentidos…
Ricky sabía que esas palabras eran el eslogan publicitario del banco. También sabía que el consejo de administración del banco acogería con entusiasmo cualquier absorción por parte de uno de los megabancos el día en que le llegara alguna oferta lo bastante jugosa.
– Sí -afirmó-. Ése ha sido siempre uno de los mayores atractivos que ofrecen a los clientes.
– Gracias. Nos gusta pensar que ofrecemos un servicio personalizado.
– Pero ¿qué hay de ese acceso sin autorización?
– Poco después de haber cerrado la cuenta de acuerdo con sus instrucciones, alguien quiso efectuar cambios en ella a través de nuestros servicios de banca electrónica. Nos enteramos de estos intentos porque un individuo llamó después de que el acceso les fuera denegado.
– ¿Llamaron?
– Alguien que afirmó ser usted.
– ¿Qué dijo?
– Era para quejarse. Pero en cuanto oyó que la cuenta estaba cerrada, colgó. Fue todo muy misterioso y algo desconcertante, porque nuestros registros informáticos indican que conocía su contraseña. ¿Se la ha proporcionado a alguien?
– No -dijo Ricky, pero por un momento se sintió idiota.
Su contraseña era 37383, el equivalente en cifras de las letras que componían la palabra FREUD, y era tan obvio que casi se sonrojó. Usar la fecha de su cumpleaños podría haber sido peor, pero lo dudaba.
– Bueno, supongo que hizo bien en cerrar la cuenta.
Ricky reflexionó por un instante antes de preguntar:
– ¿Tiene alguna forma de rastrear el número de teléfono o el ordenador que se usó para intentar acceder a mi cuenta?
El hombre vaciló.
– Pues sí -dijo-. Pero la mayoría de los ladrones electrónicos saben burlar a los investigadores. Usan ordenadores robados, códigos de teléfono ilegales y ese tipo de cosas para ocultar su identidad. A veces el FBI tiene éxito, pero disponen del sistema de seguridad informático más sofisticado del mundo. Nuestro sistema local es bastante menos efectivo. Y no se produjo ningún robo, de modo que la responsabilidad penal es limitada. La ley nos exige que informemos del intento a las autoridades bancarias, pero se tratará sólo de una entrada más en lo que lamentablemente es un archivo creciente. De todos modos, pediré que se ejecute ese programa para usted. Aunque no creo que nos lleve a ninguna parte.
Los ladrones de banca electrónica son muy listos. Solemos acabar en un callejón sin salida.
– ¿Podría intentarlo y decirme cómo ha ido, por favor? Enseguida. Tengo algunas limitaciones de tiempo -dijo Ricky.
– Lo probaremos y le llamaremos -contestó el hombre antes de colgar.
Ricky se reclinó en la silla y se permitió la fantasía de que el banco le daría un nombre y un número de teléfono y que así descubriría la identidad de su torturador. Luego sacudió la cabeza, porque no se imaginaba que Rumplestiltskin, tan meticuloso y precavido en todo, cometiera un error tan simple. Era más probable que hubiese accedido a esa cuenta y hecho la llamada posterior con la precisa intención de proporcionar a Ricky un camino a seguir. Esa idea le preocupó.
Aun así, a medida que el día empezó a escapársele de las manos, Ricky se percató de que sabía mucho más sobre el hombre que lo acechaba. La pista de Rumplestiltskin en el poema había sido curiosamente generosa, en especial para alguien que había insistido al principio en que sus preguntas pudieran contestarse con un «sí» o un «no». La respuesta había acortado mucho la distancia que le separaba del nombre del hombre. Veinte años atrás lo situaban en un periodo entre 1978 y 1983. Y su paciente era una mujer soltera, lo que descartaba bastante gente. Ahora tenía una base para trabajar.
Se dijo que sólo necesitaba reconstruir cinco años de terapias.
Examinar todas las pacientes femeninas de ese período. En algún lugar estaría la mujer que poseía la combinación adecuada de neurosis y trastornos que habría sido dirigida después al niño.
«Encuentra la psicosis en flor», pensó.
Siguiendo su formación y su costumbre, se sentó e intentó aislarse para recordar.
«¿Quién era yo hace veinte años? -se preguntó-. ¿A quién trataba?»
El psicoanálisis tiene un principio que está en la base de toda terapia: todo el mundo lo recuerda todo. Puede que no se recuerde con precisión fotográfica, que las percepciones y las reacciones estén enturbiadas o sesgadas por todo tipo de fuerzas emocionales, que los hechos recordados con claridad sean en realidad turbios pero, cuando por fin se revisa, todo el mundo lo recuerda todo. Las heridas y los temores pueden acechar escondidos bajo capas de estrés, pero están ahí y pueden encontrarse, por muy potentes que sean las energías psicológicas de la negación. Ricky era partidario de este proceso de eliminación de capas para llegar al meollo de los recuerdos y descubrir la capa dura de debajo.
Así pues, empezó a sondear su propia memoria. De vez en cuando lanzaba una mirada a los retazos de notas que constituían sus archivos, enfadado consigo mismo por no ser más preciso.
A cualquier otro médico, enfrentado con un asunto de años anteriores, le bastaría con quitar el polvo a una carpeta y extraer de ella los datos necesarios. Pero su tarea era mucho más compleja, porque todas sus carpetas estaban archivadas en su memoria. Aun así, Ricky sintió que podía lograrlo. Muy concentrado, con un bloc en el regazo, se dedicó a reconstruir su pasado.
Una tras otra, fueron cobrando forma imágenes de personas.
Era un poco como intentar conversar con fantasmas.
Descartó a los hombres para dejar sólo a las mujeres. Los nombres le acudieron despacio; de modo bastante curioso, casi era más fácil recordar las quejas. Anotó en el bloc cada imagen de una paciente, cada detalle sobre un tratamiento. Todavía era disperso, inconexo, ineficiente y poco coherente, pero se dijo que estaba avanzando.
Cuando alzó los ojos, la consulta se había llenado de sombras.
El día había pasado mientras él estaba absorto. En las hojas que tenía delante había plasmado doce recuerdos distintos del periodo en cuestión. En esa época, dieciocho mujeres como mínimo habían hecho algún tipo de terapia con él. Era una cifra manejable, pero le preocupaba que hubiera otras que era incapaz de recordar.
Del grupo que recordaba, sólo tenía el nombre de la mitad. Y se trataba de pacientes de mucho tiempo. Tenía la inquietante sensación de que la madre de Rumplestiltskin era una mujer a la que sólo había visto brevemente.
La memoria y los recuerdos eran como las amantes de Ricky: ahora le parecían esquivas y veleidosas.
Al levantarse de la silla tenía las rodillas y los hombros entumecidos. Se estiró despacio, se agachó y se frotó la recalcitrante rodilla, como si pudiera vigorizaría. Se dio cuenta de que no había probado bocado en todo el día y, de repente, se sintió hambriento. No tenía demasiadas cosas para preparar en la cocina, y se volvió para mirar por la ventana la noche que caía sobre la ciudad, a sabiendas de que tendría que salir a comprar algo. La idea de salir de casa casi apagó su hambre y le secó la garganta.
Era una reacción curiosa. Había tenido tan pocos miedos en la vida, tan pocas dudas… Ahora, el mero hecho de salir de casa le hacía vacilar. Pero se armó de valor y decidió dirigirse dos manzanas al sur, a un bar donde podría tomar un bocadillo. No sabía si le estarían vigilando (esto se estaba convirtiendo en una duda constante para él), pero decidió ignorar la sensación y continuar.
Y se recordó que había hecho progresos.
El calor de la calle pareció abofetearle, como si hubiera encendido una estufa de gas en su cara. Caminó las dos manzanas como un soldado, con la mirada al frente. El local estaba a mitad de la manzana, con media docena de mesitas fuera en verano y un interior estrecho y mal iluminado, una barra situada en un lado y otras diez mesas apiñadas en el resto del espacio. Había una mezcla de adornos en las paredes que iban desde recuerdos deportivos hasta carteles de Broadway, fotografías de actores y actrices y algún que otro político. Era como si el local no hubiese logrado forjarse del todo una identidad como punto de reunión de un grupo concreto y, por ello, procurara satisfacer a una clientela diversa creando un batiburrillo en su interior. Pero la cocina, como en muchos sitios parecidos de Manhattan, preparaba una hamburguesa y un bocadillo de carne con queso más que aceptables y, de vez en cuando, incluía algún plato de pasta en el menú, todo a precios bastante económicos, algo en lo que Ricky no pensó hasta entrar por la puerta. Ya no tenía ninguna tarjeta de crédito disponible, y su efectivo era escaso. Tomó nota mentalmente de que debía empezar a llevar cheques de viaje encima.
El interior del local estaba en penumbra, y parpadeó para que sus ojos se habituasen a la luz mortecina. Había unas cuantas personas en el bar y una mesa o dos vacías. Una camarera de mediana edad lo vio vacilar.
– ¿Quieres cenar, cariño? -le preguntó con una familiaridad que parecía fuera de lugar en un bar que favorecía el anonimato.
– Sí -contestó.
– ¿Mesa para uno?
Su tono indicaba que sabía que iba solo y que comía solo todas las noches, pero que alguna cortesía anticuada, fuera de lugar en la gran ciudad, le exigía hacer esa pregunta.
– Si otra vez.
– ¿Prefieres sentarte a la barra o a una mesa?
– Una mesa. A ser posible, en el fondo.
La camarera se giró y vio una vacía en la parte de atrás.
– Sígueme -indicó. Lo condujo hasta una mesa y abrió un menú delante de Ricky-. ¿Algo de beber?
– Una copa de vino. Tinto, por favor.
– Marchando. El especial del día son los linguíni con salmón.
Están de rechupete.
Ricky observó cómo la camarera se dirigía hacia la barra. El menú tenía cubiertas de plástico y era mucho más grande físicamente de lo necesario para la modesta selección que ofrecía. Ricky estudió la lista de hamburguesas y de entrantes descritos con un florido entusiasmo literario que quería ocultar la simplicidad de su realidad. Dejó el menú sobre la mesa, a la espera de que la camarera le sirviese el vino. La chica había desaparecido; seguramente había ido a la cocina.
En su lugar, delante de él, estaba Virgil.
Sostenía en las manos dos copas de vino tinto. Vestía unos vaqueros desteñidos y una camiseta lila, y llevaba bajo el brazo un caro portafolios de piel color caoba. Dejó las bebidas en la mesa, apartó una silla y se sentó frente a él. Alargó la mano y le arrebató el menú.
– Ya he pedido el especial para los dos -dijo con una sonrisita seductora-. La camarera tiene toda la razón: está de rechupete.
La sorpresa lo atenazaba, pero no reaccionó exteriormente. Miró con dureza a la joven, con esa inexpresiva cara de póquer que tan bien conocían sus pacientes.
– ¿Así que crees que el salmón será fresco? -se limitó a decir.
– Seguro que da coletazos y boqueadas -contestó Virgil.
– Eso parecería apropiado.
La joven bebió un sorbo de vino. Ricky apartó su vaso a un lado y bebió agua.
– Con la pasta y el pescado se bebe vino blanco -indicó Virgil-.
Pero bueno, no estamos en la clase de lugar que sigue las normas, ¿no? No me imagino a ningún sumiller que se acerque ceñudo para comentarnos lo inadecuado de nuestra elección.
– Yo tampoco -contestó Ricky.
Virgil continuó hablando con rapidez pero sin ningún nerviosismo. Sonaba más bien como un niño entusiasmado por su cumpleaños.
– Por otra parte, beber tinto da un aire más despreocupado, ¿no crees, Ricky? Un atrevimiento que sugiere que, en realidad, no nos importa lo que digan las convenciones y hacemos lo que queremos. ¿Puedes sentir eso, Ricky? Me refiero a cierto espíritu de aventura y anarquía, a alejarse de las normas. ¿Qué opinas?
– Opino que las normas están cambiando todo el rato.
– ¿Las de etiqueta?
– ¿Estamos hablando de eso? -repuso.
Virgil sacudió la cabeza, con lo que su melena rubia se agitó seductora. Echó un poco la cabeza atrás para reír y Ricky pudo ver su cuello largo y atractivo.
– No, claro que no, Ricky. En eso tienes razón.
La camarera les llevó una cestita de mimbre llena de panecillos y mantequilla, lo que les sumió en un silencio glacial, un momento de complicidad compartida. Cuando la camarera se marchó, Virgil cogió un panecillo.
– Estoy hambrienta -afirmó.
– ¿Arruinarme la vida quema calorías? -repuso Ricky.
– Eso parece -sonrió ella-. Me gusta, de verdad. ¿Cómo deberíamos llamarlo, doctor? ¿Qué tal «dieta de la destrucción»? ¿Te gusta? Podríamos amasar una fortuna y marcharnos a alguna exótica isla paradisíaca, solos tú y yo.
– No me parece -soltó Ricky con aspereza.
– Lo imaginaba -contestó Virgil mientras untaba el panecillo con abundante mantequilla.
Mordió la punta con un ruido crujiente.
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Ricky en voz baja, calmada, pero que contenía toda la insistencia que podía imprimirle-. Tú y tu jefe parecéis tener muy bien planeada mi ruina. Paso a paso.
– ¿Has venido a burlarte de mi? ¿A añadir un poco de tormento a su juego?
– Nadie ha descrito nunca mi compañía como un tormento -dijo Virgil con fingida expresión de sorpresa-. Querría pensar que la encontrabas, si no agradable, por lo menos interesante.
Y piensa en tu propia situación, Ricky. Viniste aquí solo, viejo, nervioso, lleno de dudas y ansiedad. Quien se hubiera dignado siquiera a mirarte habría sentido una lástima fugaz y habría seguido comiendo y bebiendo sin hacer caso del anciano en que te has convertido. Pero todo eso cambia cuando yo estoy sentada frente a ti. De repente ya no eres tan previsible, ¿verdad? -Sonrió-. No puede ser tan malo.
Ricky sacudió la cabeza. Se le había hecho un nudo en el estómago y tenía mal sabor de boca.
– Mi vida… -empezó.
– Tu vida ha cambiado. Y seguirá cambiando. Por lo menos durante unos días más. Y entonces… Bueno, ése es el problema, ¿no?
– ¿Disfrutas con esto? -preguntó Ricky-. ¿Con verme sufrir?
Es curioso porque no te habría tomado por una sádica tan entregada. A tu señor R puede que sí, pero no estoy tan seguro sobre él porque sigue un poco distante. Aunque acercándose, supongo.
Pero tú, señorita Virgil, no creía que poseyeras la psicopatología necesaria. Claro que podría equivocarme. Y de eso se trata, ¿no?
De cuándo me equivoqué en algo, ¿no es así?
Ricky bebió un sorbo de agua con la esperanza de haber inducido a la joven a revelarle algo. Por un instante vio que la cólera le dibujaba unas arruguitas en las comisuras de los ojos y unas minúsculas señales oscuras en las de los labios. Pero se recobró y ondeó el panecillo a medio comer en el aire que los separaba como si desechara sus palabras.
– Interpretas mal mi función, Ricky.
– Vuelve a explicármela.
– Todo el mundo necesita un guía que lo lleve hacia el infierno, Ricky. Ya te lo dije.
– Lo recuerdo.
– Alguien que te conduzca por las costas rocosas y los bajíos escondidos del averno.
– Y tú eres ese alguien, ya lo sé. Me lo dijiste.
– Bueno, ¿estás ya en el infierno, Ricky?
El se encogió de hombros buscando enfurecería. No lo logró.
– ¿Quizá llamando a las puertas del infierno? -añadió la joven.
Ricky sacudió la cabeza, pero ella lo ignoró.
– Eres un hombre orgulloso, doctor Ricky. Te duele perder el control de tu vida, ¿no? Demasiado orgulloso. Y todos sabemos lo que sigue directamente al orgullo. Oye, este vino no está mal. Deberías probarlo.
Ricky tomó su copa y se la llevó a los labios, pero habló en lugar de beber:
– ¿Eres feliz delinquiendo, Virgil?
– ¿Qué te hace pensar que he cometido algún delito, doctor?
– Todo lo que tu jefe y tú habéis hecho es delictivo. Todo lo que habéis planeado lo es.
– ¿De veras? Creía que eras experto en neurosis de la clase alta y ansiedad de la clase media alta. Pero supongo que estos últimos días has desarrollado una vena forense.
Ricky dudó. No le gustaba jugar a las cartas. El psicoanalista las reparte despacio, en busca de reacciones, intentando propiciar recuerdos, pero sin participar. Sin embargo, tenía muy poco tiempo, y mientras observaba cómo la joven cambiaba de postura en la silla, no estuvo del todo seguro de que esa reunión fuera tal como el esquivo señor R había previsto. Sintió cierta satisfacción al pensar que estaba desbaratando las consecuencias precisas, aunque sólo fuera un poco.
– Por supuesto -afirmó-. Hasta ahora habéis cometido varios delitos graves, empezando por el posible asesinato de Roger Zimmerman.
– La policía lo ha considerado un suicidio.
– Conseguisteis que un asesinato pareciera un suicidio. Estoy convencido.
– Bueno, si vas a ser tan obstinado, no intentaré que cambies de opinión. Pero creía que tener una actitud abierta era una característica de tu profesión.
Ricky no hizo caso de esa pulla e insistió.
– También robo y fraude.
– Oh, dudo que haya alguna prueba de ello. Es un poco como lo del árbol que cae en el bosque: si no hay nadie presente, ¿hace ruido? Si no existe prueba, ¿tuvo realmente lugar un delito? Y si la hay, está en el ciberespacio, junto con tu dinero.
– Por no mencionar tu pequeña difamación con esa denuncia falsa a la Sociedad Psicoanalítica. Fuiste tú, ¿verdad? Engañaste a ese idiota de Boston con una actuación muy elaborada. ¿También te quitaste la ropa para él?
Ella se apartó de nuevo el cabello de la cara y se retrepó en la silla.
– No fue necesario. Es uno de esos hombres que se comportan como cachorros cuando les reprochas algo. Se pone boca arriba y expone los genitales con unos patéticos gemidos. ¿No es sorprendente lo mucho que puede creer una persona cuando quiere creer?
– Limpiaré mi reputación -le espetó Ricky.
– Para eso tienes que estar vivo, y ahora mismo tengo mis dudas.
Virgil sonrió.
Él no contestó porque también tenía sus dudas. Vio que la camarera se acercaba con los platos. Los puso en la mesa y les preguntó si deseaban algo más. Virgil pidió un segundo vaso de vino, pero Ricky negó con la cabeza.
– Eso está bien -afirmó Virgil cuando la camarera se marchó-.
Mantente despejado.
Ricky observó la comida humeante frente a él.
– ¿Por qué estás ayudando a ese hombre? -preguntó de pronto-. ¿Qué ganas tú con ello? ¿Por qué no te olvidas de toda esta patraña, dejas de portarte como una idiota y vas conmigo a la policía? Podríamos detener este juego y yo me encargaría de que recuperaras alguna apariencia de vida normal. Sin cargos. Podría hacerlo.
Virgil mantuvo la mirada en el plato mientras con el tenedor jugueteaba con la pasta y el trozo de salmón. Cuando levantó la mirada para encontrarse con la de Ricky, sus ojos apenas ocultaban la rabia.
– ¿Tú te encargarías de que volviera a tener una vida normal?
¿Eres mago? Y ¿qué te hace pensar que una vida normal sea tan maravillosa?
– Si no eres una delincuente, ¿por qué estás ayudando a uno? -insistió él, sin hacer caso a su pregunta-. Si no eres una sádica, ¿por qué trabajas para uno? Si no eres una psicópata, ¿por qué te unes a uno? Y si no eres una asesina, ¿por qué ayudas a uno?
Virgil lo siguió mirando. Toda la excentricidad y la vivacidad despreocupada de su actitud habían desaparecido, sustituidas por una repentina severidad glacial.
– Quizá porque me paga bien -dijo despacio-. Hoy en día hay mucha gente dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. ¿Podrías creer eso de mí?
– Me costaría -contestó Ricky, prudente, aunque probablemente no le costaría nada.
– Así que descartas el dinero como mi móvil. ¿Sabes?, no estoy segura de que debas hacerlo. -Meneó la cabeza-. ¿Otro motivo tal vez? ¿Qué otros motivos podría tener? Tú debes de ser el experto en ese terreno. ¿No define bastante bien lo que haces el concepto «búsqueda de motivos»? ¿Y no forma también parte del juego que estamos practicando? Vamos, Ricky. Ya hemos tenido dos sesiones juntos. Si no es el dinero, ¿cuál es mi motivo?
– No te conozco suficiente… -empezó sin convicción mientras la miraba con dureza.
La joven dejó el cuchillo y el tenedor con una lentitud que indicaba que no le gustaba esta respuesta.
– Hazlo mejor, Ricky. Por mi. Después de todo, a mi modo, estoy aquí para guiarte. El problema es que la palabra «guía» tiene connotaciones positivas que pueden ser incorrectas. Puede que tenga que dirigirte hacia donde no quieras ir. Pero una cosa si es segura: sin mí no te acercarás a una respuesta, lo que significará tu muerte, o la de alguien cercano a ti y que no sabe nada de todo esto. Y morir a ciegas es estúpido, Ricky. Un crimen peor en cierto sentido.
Así que contesta a mi pregunta: ¿qué otros motivos podría tener?
– Me odias. Tanto como ese R, sólo que no sé por qué.
– El odio es una emoción imprecisa, Ricky. ¿Crees que la conoces?
– Es algo de lo que se habla todos los días en mi consulta.
– No, no, no. -Virgil sacudió la cabeza-. Oyes hablar de cólera y frustración, que son elementos secundarios del odio. Oyes hablar de abuso y crueldad, que también tienen papeles destacados en ese escenario, pero que son sólo comparsas. Y, sobre todo, oyes hablar de inconveniencias. Las aburridas y monótonas inconveniencias de siempre. Y eso guarda tan poca relación con el puro odio como una aislada nube negra con una tormenta. Esa nube tiene que unirse a otras y crecer vertiginosamente antes de descargar.
– Pero tú…
– No te odio, Ricky. Aunque quizá podría llegar a hacerlo.
Prueba con otra cosa.
No se lo creyó en absoluto, pero en ese momento se sentía perdido al intentar dar con una respuesta. Inspiró con fuerza.
– Amor, entonces -soltó Ricky de repente.
– ¿Amor?
Virgil sonrió de nuevo.
– Intervienes porque estás enamorada de ese hombre, Rumplestiltskin.
– Es una idea curiosa. Sobre todo porque te dije que no sé quién es. Nunca lo he visto.
– Si, ya me lo dijiste. Pero no me lo creo.
– Amor. Odio. Dinero. ¿Esos son los únicos motivos que se te ocurren?
– Acaso miedo -aventuró Ricky tras dudar.
– Eso está bien pensado, Ricky -asintió ella-. El miedo puede provocar todo tipo de comportamiento inusual, ¿verdad?
– Si.
– ¿Sugiere tu análisis que tal vez el señor R me amenace de algún modo? ¿Como un secuestrador que obliga a sus víctimas a dar dinero con la patética esperanza de que les devuelva al perro, al hijo o a quien sea que se haya llevado? ¿Me comporto como una persona a la que piden que actúe en contra de su voluntad?
– No -admitió Ricky.
– Muy bien. ¿Sabes, Ricky?, eres un hombre que no aprovecha las oportunidades que se le presentan. Es la segunda vez que me he sentado frente a ti, y en lugar de intentar ayudarte a ti mismo, me has suplicado que te ayude, cuando no tienes nada que te haga merecedor de mi colaboración. Debería haberlo previsto, pero tenía esperanzas. De verdad. Ya no muchas, sin embargo… -Agitó la mano en el aire para descartar una respuesta-. Vamos al grano.
– ¿Recibiste la respuesta a tus preguntas en el periódico de esta mañana?
– Si -confirmó Ricky tras una pausa.
– Perfecto. Es por eso que me ha enviado aquí esta noche. Para comprobarlo. Pensó que no seria justo que no recibieras las respuestas que estabas buscando. Me sorprendió, por supuesto. El señor R ha decidido acercarte mucho a él. Más de lo que a mi me parecería prudente. Elige bien tus próximas preguntas, Ricky, si quieres ganar. Me parece que te ha dado una gran oportunidad.
Pero mañana por la mañana sólo te quedará una semana. Siete días y dos preguntas más.
– Sé el tiempo que tengo.
– ¿De verdad? Creo que aún no lo has captado. Aún no. Pero, ya que hemos estado hablando sobre motivaciones, el señor R te manda algo para ayudarte a acelerar el ritmo de tu investigación.
Virgil se agachó y levantó el portafolios, que había dejado en el suelo. Lo abrió con lentitud y sacó un sobre de papel manila parecido a los otros que Ricky había recibido. Se lo tendió por encima de la mesa.
– Ábrelo -dijo-. Está lleno de motivación.
Ricky lo hizo. Contenía media docena de fotografías en blanco y negro de 20 x 25 Las sacó y las examinó. Había tres sujetos distintos, cada uno en el centro de dos fotografías. Las primeras instantáneas eran de una joven de unos dieciséis años, en vaqueros y con una camiseta manchada de sudor; llevaba un cinturón de herramientas a la cintura y empuñaba un martillo. Parecía estar trabajando en unas obras. Las dos fotografías siguientes eran de otra chica, más joven, de unos doce años, que remaba en una canoa en un lago de una región boscosa. La primera instantánea tenía mucho grano, mientras que la segunda, tomada al parecer con un teleobjetivo, era un primer plano tan cercano que permitía verle el aparato corrector en la boca. Y, por último, dos más de otro adolescente, un muchacho de pelo largo y sonrisa despreocupada que hablaba con un vendedor ambulante en lo que parecía una calle de París.
Las seis fotografías tenían todo el aspecto de haber sido tomadas sin que los que aparecían en ellas lo supieran.
Ricky las observó con atención y alzó los ojos hacia Virgil. La joven ya no sonreía.
– ¿Reconoces a alguien? -preguntó con frialdad.
Ricky negó con la cabeza.
– Vives en un aislamiento increíble, Ricky. Míralas un poco más. ¿Sabes quiénes son estos chicos?
– No. No lo sé.
– Son fotografías de algunos de tus parientes lejanos. Cada uno de esos chicos está en la lista de nombres que el señor R te envió al principio del juego.
Ricky observó de nuevo las fotografías.
– París, Francia; Habitat for Humanity, Honduras, y el lago Winnipesaukee en New Hampshire -enumeró ella-. Tres chicos de veraneo. Igual que tú.
Ricky asintió.
– ¿Ves lo vulnerables que son? ¿Crees que costó demasiado sacarles esas fotos? ¿Podría cambiar alguien la cámara por un fusil de largo alcance? ¿Seria fácil arrancar a alguno de esos chicos del ambiente que están disfrutando? ¿Crees que alguno de ellos tiene idea de lo cerca que podría estar de la muerte? ¿Imaginas que alguno tiene siquiera la más remota sospecha de que su vida podría terminar de modo repentino y sangriento en siete breves días?
– Virgil señaló las fotografías-. Échales otro vistazo, Ricky -pidió.
Esperó a que él asimilara las imágenes y luego alargó la mano hacia las fotografías-. Creo que bastará con que conserves los retratos mentales, Ricky. Métete en la cabeza las sonrisas de esos chicos. Intenta imaginar las sonrisas que podrían esbozar en el futuro cuando crezcan y lleguen a ser adultos. ¿Qué clase de vida podrían tener? ¿En qué clase de personas se convertirían? ¿Le robarás el futuro a uno de ellos, o a alguien como ellos, con tu empeño en aferrarte a los pocos y patéticos años que te quedan?
– Hizo una pausa y luego, con la rapidez de una serpiente, le arrebató las fotografías de las manos-. Yo me las quedaré -comentó mientras volvía a guardarlas en el portafolios. Apartó la silla a la vez que dejaba caer un billete de cien dólares sobre el plato a medio comer-. Me has hecho perder el apetito -dijo-. Pero sé que tu situación financiera se ha deteriorado. Así que invito yo.
Se volvió hacia la camarera, que estaba en una mesa cercana.
– ¿Tienen pastel de chocolate? -preguntó.
– De queso con chocolate -respondió la mujer.
Virgil asintió.
– Tráigale un trozo a mi amigo -pidió-. Su vida se ha vuelto amarga de repente y necesita algo dulce para superar los próximos días.
Luego se giró y se marchó. Ricky se quedó solo. Cogió el vaso de agua y la mano le tembló, haciendo vibrar los cubitos.
Volvió a casa en la oscuridad creciente de la ciudad, en un aislamiento casi total.
El mundo a su alrededor parecía una desaprobación llena de conexiones, un fastidio casi constante de gente que se encontraba con gente en la interacción de la existencia. Sintió que era casi invisible a su paso por las calles de vuelta a casa. Casi transparente. Nadie que pasara a su lado a pie o en coche, ni una sola persona, repararía en él, en su visión del mundo. Su rostro, su aspecto, su ser, no significaban nada para nadie salvo para el hombre que lo acechaba. Y su muerte se había convertido en algo de, y nunca mejor dicho, vital importancia para un familiar anónimo. Rumplestiltskin, y en su nombre Virgil y Merlin, y puede que otros personajes que todavía no conocía, eran puentes entre la vida y la muerte. Ricky tenía la impresión de haber entrado en el infierno que ocupaban las personas a las que un médico había dado el peor diagnóstico o a las que un juez había fijado la fecha de su ejecución, las pocas que conocían el día de su muerte. Notaba una especie de nube de desesperación suspendida sobre su cabeza. Recordó el famoso personaje de dibujos animados de su juventud, el fabuloso Joe Bílspk de Al Capp, condenado a caminar bajo una nube de lluvia personal de la que caían gotas de agua y relámpagos allá donde fuera.
Las caras de los tres adolescentes de las fotografías eran como fantasmas para él: etéreas, diáfanas. sabía que tenía que rodearlos de sustancia para que le resultaran reales. Le hubiera gustado conocer sus nombres, y sabía también que tenía que tomar algunas medidas para protegerlos. Mientras fijaba sus caras en la memoria reciente, apretó el paso. Vio el aparato corrector en una sonrisa, la melena, el sudor del esfuerzo desinteresado, y a medida que veía cada fotografía con la misma claridad que cuando Virgil se las había enseñado en el restaurante, sus músculos se tensaron y se dio más prisa. Oía el repiqueteo de sus zapatos en la acera, casi como si el sonido procediera de algún lugar ajeno a su vida, hasta que reparó en que casi estaba corriendo. Algo se desató en su interior, y se dejó vencer por una sensación que no reconoció, pero que para los que se apartaban a un lado para dejarlo pasar debía de parecer verdadero pánico.
Ricky corrió, y el aire no le llegaba a los pulmones y le raspaba los labios. Una manzana después de otra, sin detenerse para cruzar las calles y dejando a su paso un estallido de cláxones de taxis y palabrotas, sin ver ni oír, con la cabeza llena sólo de imágenes de muerte. No redujo la velocidad hasta que vio la entrada de su casa. Entonces se detuvo y se agachó para tomar aliento, con los ojos escocidos de sudor. Permaneció así, intentando recobrarse durante lo que parecieron varios minutos, eliminándolo todo salvo el calor y el dolor muscular, sin oír otra cosa que su respiración dificultosa.
«No estoy solo», pensó cuando levantó por fin los ojos.
No era una sensación distinta a la experimentada los últimos días al verse desbordado por esa misma ansiedad. Era casi previsible, basada sólo en una brusca paranoia. Intentó controlarse para no rendirse a la sensación, casi como si no quisiera ceder a una pasión secreta, como el antojo de comer un dulce o las ganas de fumar. No fue capaz.
Se volvió rápidamente para descubrir a quien lo estuviera observando, aunque sabía que eso era inútil. Sus ojos volaron de los posibles sospechosos que paseaban sin prisas por la calle a las ventanas vacías de los edificios cercanos. Fue girando como si buscase algún movimiento delator que desenmascarase la persona encargada de vigilarlo, pero todas las posibilidades parecían remotas, escurridizas.
Observó su casa. Se le ocurrió que alguien la había allanado en su ausencia. Virgil había sido el cebo. Avanzó y se detuvo. Con un acopio de fuerza de voluntad, se obligó a controlar las emociones que se revolvían en su interior y se ordenó conservar la calma, concentrarse y estar atento. Inspiró hondo y se recordó que había muchas probabilidades de que, en cuanto salía de su casa, con independencia del motivo, Rumplestiltskin o sus secuaces se colaran en ella. Esa vulnerabilidad no podía remediarse con una visita del cerrajero y había quedado demostrada el otro día, cuando se había encontrado sin luces al llegar.
Tenía el estómago tenso, como un atleta al llegar a la meta.
Pensó que todo lo que le había pasado operaba a dos niveles.
Cada mensaje de Rumplestiltskin era a la vez simbólico y literal.
Su casa ya no era segura.
Inmóvil en la calle, frente a la casa en que había vivido la mayoría de su vida adulta, Ricky se sintió casi apabullado al darse cuenta de que quizá no quedara ningún rincón de su existencia en el que Rumplestiltskin no hubiera penetrado.
«Tengo que encontrar un lugar seguro», pensó por primera vez.
Sin tener idea de dónde podría descubrir tal sitio (si interna o externamente), subió los peldaños de la entrada.
Para su sorpresa, no había ningún indicio de intrusión. La puerta no estaba entornada. Las luces iban bien. El aire acondicionado zumbaba de fondo. No tuvo la sensación abrumadora de temor ni la intuición de que hubiera entrado nadie. Cerró la puerta con llave con alivio. Sin embargo, el corazón le seguía palpitando y tenía el mismo temblor en las manos que había notado antes en el restaurante, cuando Virgil se había ido. Levantó una mano frente a la cara para comprobar la existencia de tics nerviosos, pero tenía el pulso engañosamente firme. Ya no se fiaba de eso; era casi como si pudiera notar que una flojedad se había apoderado de sus músculos y tendones, y que en cualquier instante perdería el control.
El agotamiento alcanzaba hasta el último rincón de su cuerpo con un martilleo terrible. Le costaba respirar, pero no entendía por que.
– Necesitas una buena noche de descanso -se dijo en voz alta, y reconoció el tono que usaría con un paciente dirigido a si mismo-. Tienes que dormir, pensar y avanzar.
Por primera vez se planteó coger el recetario y prescribirse algún medicamento que le ayudara a relajarse. Sabía que tenía que concentrarse y le parecía que eso le estaba resultando cada vez más difícil. Detestaba las pastillas pero pensó que, por esta vez, podía necesitarlas. Un antidepresivo. Un somnífero para descansar un poco. Y quizás unas anfetaminas para concentrarse por la mañana y el resto de la semana hasta que se cumpliera el plazo de Rumplestiltskin.
Ricky tenía en el escritorio un vademécum que rara vez usaba y se dirigió hacia ahí con la idea de que la farmacia abierta veinticuatro horas que había a un par de manzanas le mandara a casa lo que pidiera por teléfono. Ni siquiera tendría que aventurarse a salir.
Sentado tras el escritorio, repasó con rapidez las entradas del vademécum y no tardó en decidir lo que necesitaba. Encontró el recetario y, al llamar a la farmacia, leyó su número de colegiado por primera vez en lo que le parecieron años. Tres fármacos distintos.
– ¿Nombre del paciente? -preguntó el farmacéutico.
– Son para mi -dijo Ricky.
– No son medicamentos que puedan mezclarse, doctor Starks -comentó el farmacéutico tras vacilar-. Debería ir con cuidado con las dosis y las combinaciones.
– Descuide. Iré con cuidado.
– Sólo quería que supiera que una sobredosis podría ser mortal.
– Ya lo sé -aseguró Ricky-. Pero cualquier cosa tomada en exceso puede matarnos.
El farmacéutico lo consideró un chiste y rió.
– Supongo que sí -contestó-. Pero con algunas cosas te vas de este mundo con una sonrisa en los labios. El chico estará en su casa antes de una hora. ¿Quiere que se lo anote en la cuenta? Hace mucho que no la usa.
– Sí, gracias -dijo Ricky tras pensar un momento.
Sintió una punzada de dolor, como si el hombre le hubiese atravesado el corazón con la pregunta más inocente del mundo.
La última vez que había usado la cuenta de la farmacia había sido cuando su mujer yacía agonizante y había comprado morfina para que le enmascarara el dolor. De eso hacía por lo menos tres años.
Aplastó el recuerdo mentalmente e inspiró hondo.
– Diga al chico que llame a la puerta tal como voy a decirle, por favor: tres timbres cortos, tres timbres largos, tres timbres cortos -explicó-. De ese modo sabré que es él y abriré.
El farmacéutico pareció pensar un instante.
– ¿No es eso un SOS en código Morse? -preguntó.
– Exacto -confirmó Ricky.
Colgó y se reclinó en la silla. Tenía la cabeza llena de imágenes de su esposa en sus últimos días. Era demasiado doloroso para él, así que sus ojos se dirigieron hacia el escritorio. Observó que la lista de familiares que Rumplestiltskin le había enviado estaba situada en un lugar destacado en el centro del cartapacio y, en un ofuscante momento de duda, no recordó haberlo dejado en ese sitio. Alargó la mano despacio hacia la hoja, pensando de repente en las imágenes de los adolescentes de las fotografías que Virgil le había enseñado. Empezó a repasar los nombres para tratar de relacionar las caras con las palabras, que se mostraban borrosas como un espejismo en una carretera. Intentó serenarse, pensando que tenía que establecer la relación, que era importante, que la vida de un inocente podría correr peligro.
Mientras intentaba concentrarse, bajó la mirada.
Se sintió súbitamente confuso. Empezó a mirar alrededor con rapidez mientras lo asaltaba una inquietud terrible. Se le secó la boca y, de golpe, sintió náuseas.
Recogió las notas, los blocs y demás papeles de la mesa, buscando.
Pero también supo que lo que buscaba ya no estaba.
Alguien se había llevado de la mesa la carta de Rumplestiltskin, la que describía los parámetros del juego y contenía la primera pista. La prueba material de la amenaza a Ricky había desaparecido. Lo único que quedaba, como supo de inmediato, era la realidad.
Tachó otro día con una equis en el calendario y anotó dos números de teléfono en un bloc. El primero era el de la detective Riggins. El segundo era uno que no usaba desde hacia años y, aunque dudaba que siguiera en funcionamiento, había decidido probar de todos modos. Era del doctor William Lewis. Veinticinco años antes, el doctor Lewis había sido su mentor, el médico que psicoanalizó a Ricky mientras éste obtenía su título. Es una faceta curiosa del psicoanálisis que cualquiera que desee practicarlo deba antes someterse a él. Un cirujano cardíaco no ofrecería su propio tórax al bisturí como parte de su formación, pero un analista lo hace.
Esos dos números representaban polos opuestos de ayuda. No estaba seguro de si alguno de ellos podía proporcionarle ninguna pero, a pesar de la recomendación de Rumplestiltskin de que no contara los hechos a nadie, ya no creía poder evitarlo. Necesitaba hablar con alguien. Pero ¿quién?
La detective contestó al segundo tono anunciando simplemente y con brusquedad quién era:
– Riggins al aparato.
– Soy el doctor Frederick Starks. No sé si se acordará de mi, pero la semana pasada hablamos sobre la muerte de uno de mis pacientes.
Hubo un momento de duda que no obedecía a la dificultad de reconocerlo, sino más bien a la sorpresa.
– Claro, doctor. Le mandé una copia de la nota de suicidio que encontramos el otro día. Creía que eso dejaba las cosas bastante claras. ¿Qué le preocupa ahora?
– ¿Podría hablar con usted sobre algunas de las circunstancias que rodearon la muerte del señor Zimmerman?
– ¿Qué clase de circunstancias, doctor?
– Preferiría no comentarlo por teléfono.
– Eso suena muy melodramático, doctor. -Soltó una risita-. De acuerdo. ¿Quiere venir aquí?
– Supongo que tendrán alguna sala donde podamos hablar en privado.
– Por supuesto. Tenemos una horrible sala de interrogatorios donde obtenemos confesiones de los sospechosos. Más o menos lo mismo que usted hace en su consulta, sólo que menos civilizado y más expeditivo.
Ricky paró un taxi en la esquina y pidió que le llevara unas diez manzanas al norte y le dejara en la esquina de Madison con la Noventa y seis. Entró en la primera tienda que vio, una zapatería femenina, dedicó noventa segundos exactos a examinar los zapatos a la vez que miraba con disimulo por el escaparate a la espera de que cambiara el semáforo de la esquina. En cuanto lo hizo, salió, cruzó la calle y paró otro taxi. Pidió al conductor que se dirigiera al sur hasta la estación Grand Central.
Grand Central no estaba demasiado abarrotada para ser un mediodía de verano. Un flujo regular de gente se dispersaba por el interior cavernoso hacia los trenes de cercanías o los enlaces del metro evitando los esporádicos indigentes que cantaban o murmuraban cerca de las entradas sin prestar atención a los grandes anuncios vibrantes que llenaban la estación de una luz que parecía de otro mundo. Ricky se incorporó a la corriente de personas que procuraba vacilar lo menos posible en su paso por la estación.
Era un lugar en que la gente intentaba no mostrar indecisión, y se unió al desfile de personas decididas y resueltas con esa pétrea expresión urbana que parecía servirles de armadura frente a los demás, de modo que todos los que viajaban eran como una pequeña isla emocional, anclada interiormente, que no iba a la deriva flotando, sino que se movía de modo constante en una corriente diferenciada y reconocible. Él, por otro lado, carecía de rumbo pero disimulaba. Tomó el primer metro que llegó, en dirección al oeste, viajó sólo una parada y bajó deprisa para abandonar el sofocante andén y sumergirse en el aire caliente de la calle y parar de nuevo el primer taxi que vio. Se aseguró de que el coche estuviera orientado hacia el sur, que era el sentido contrario al que se dirigía. Pidió al taxista que diera la vuelta a la manzana y bajara por una calle lateral, en la que tuvo que abrirse paso entre camiones de reparto sin que Ricky dejara de mirar por la ventanilla trasera para detectar si alguien lo seguía.
Pensó que si Rumplestiltskin, Virgil, Merlín o cualquier otro secuaz podía seguirlo a lo largo de esa ruta sin que él lo viera, no tenía la menor posibilidad. Se arrellanó en el asiento y viajó en silencio hasta la comisaría de la Noventa y seis con Broadway.
Riggins se levantó cuando Ricky cruzó la puerta de la oficina de detectives. Parecía menos exhausta que la primera vez que se vieron, aunque su vestimenta no había cambiado demasiado: elegantes pantalones oscuros, zapatillas de deporte, camisa de hombre azul celeste y una corbata roja anudada con holgura. La corbata rozaba la pistolera que llevaba en el hombro izquierdo.
A Ricky le pareció un aspecto de lo más curioso. La mujer combinaba la ropa masculina con una presencia femenina: el maquillaje y el perfume contradecían la masculinidad del atuendo. El cabello le caía en rizos lánguidos sobre los hombros, pero las zapatillas de deporte delataban urgencia e inmediatez.
Le estrechó la mano con firmeza.
– Me alegro de verle, doctor. Aunque debo decir que es algo inesperado.
Pareció valorar con rapidez su aspecto, mirándolo de arriba abajo como un sastre examina a un caballero poco en forma que quiere encajarse un traje moderno y con estilo.
– Gracias por recibirme -empezó, pero ella le interrumpió.
– Tiene un aspecto terrible, doctor. Quizá se esté tomando demasiado en serio el pequeño enfrentamiento de Zimmerman con el metro.
– No duermo muy bien -admitió Ricky a la vez que meneaba la cabeza con una leve sonrisa.
– No me diga -contestó ella.
Hizo un ademán con el brazo en dirección a una sala anexa.
La sala de interrogatorios era lóbrega e inquietante, un recinto estrecho desprovisto de cualquier adorno, con una mesa metálica en el centro y tres sillas plegables de metal, iluminada por un fluorescente. La mesa tenía la superficie de linóleo, estropeada con arañazos y manchas de tinta. Ricky pensó en su consulta y, en particular, en el diván y en cómo cada objeto a la vista del paciente tenía un efecto en el análisis. Pensó que esta sala, tan yerma como un paisaje lunar, era un lugar horrible para explicarse pero, acto seguido, comprendió que las explicaciones que se daban en ese sitio eran terribles de por sí.
Riggins debió de percatarse del modo en que examinaba la habitación porque dijo:
– El presupuesto oficial para decoración es muy exiguo este año. Tuvimos que prescindir de los picassos en las paredes y de los muebles de Roche Bobois. -Señaló una de las sillas de metal-.
Siéntese, doctor. Cuénteme qué le preocupa. -La detective Riggins intentó contener una sonrisa-. ¿No es eso más o menos lo que diría usted?
– Más o menos. Aunque no sé qué le resulta tan divertido.
Ella asintió y parte del humor de su voz desapareció.
– Disculpe -dijo-. Es la inversión de papeles, doctor Starks. No solemos recibir profesionales destacados de la zona residencial. Solemos tratar con delitos bastante rutinarios y feos. Atracos en su mayoría. Bandas. Indigentes que entablan peleas que acaban en homicidios. ¿Qué le preocupa tanto? Prometo tomármelo muy en serio.
– Le divierte verme…
– Estresado. Sí, lo admito.
– ¿No le gusta la psiquiatría?
– No. Tuve un hermano clínicamente deprimido y esquizofrénico. Entró y salió de todas las instituciones mentales de la ciudad y todos los médicos hablaron y hablaron pero no lo ayudaron en absoluto. Esta experiencia me predispuso en contra. Dejémoslo así.
Ricky esperó un momento y dijo:
– Mi mujer murió hace unos años de cáncer de ovarios, pero yo no detesté a los oncólogos que no lograron salvarla. Detesté la enfermedad.
– Touché -admitió Riggins.
Ricky no sabía muy bien por dónde empezar, pero decidió que Zimmerman era un comienzo tan bueno como cualquier otro.
– Leí la nota de suicidio -comentó-. Para serle franco, no sonaba demasiado a mi paciente. ¿Podría decirme dónde la encontró?
– Claro. -Riggins se encogió de hombros-. Estaba sobre la almohada de su cama, en su casa. Bien doblada y colocada con cuidado; era imposible no verla.
– ¿Quién la encontró?
– Pues yo. El día después de hablar con los testigos y con usted, y de acabar con el papeleo, fui a casa de Zimmerman y la vi en cuanto entré en su habitación.
– La madre de Zimmerman es inválida…
– Estaba tan consternada tras recibir la llamada telefónica inicial que tuve que mandar una ambulancia para que la llevara al hospital a pasar un par de noches. Creo que la van a trasladar a un centro de viviendas con asistencia en el condado de Rockland en los próximos días. El hermano se está encargando de eso. Por teléfono, desde California. No parece muy afectado por lo ocurrido ni rebosar bondad humana, en especial en lo que a su madre se refiere.
– A ver si lo entiendo. Llevan a la madre al hospital y al día siguiente usted encuentra la nota.
– Exacto.
– Así que no tiene modo de saber cuándo pusieron esa nota en la habitación, ¿verdad? La casa estuvo vacía bastante tiempo.
La detective Riggins sonrió.
– Bueno, sé que Zimmerman no la puso después de las tres de la tarde porque fue entonces cuando tomó ese tren antes de que parara, lo que no es una idea nada acertada -comentó.
– Alguien más pudo ponerla ahí.
– Claro. Lo creería si yo fuese la clase de persona que ve conspiraciones por todas partes y cree en la teoría de los múltiples francotiradores en el asesinato de Kennedy. No era feliz y se lanzó a la vía, doctor. Esas cosas pasan.
– Esa nota estaba mecanografiada -prosiguió Ricky-. Y sin firmar, salvo a máquina.
– Sí. En eso tiene razón.
– Escrita en un ordenador, supongo.
– Bingo. Está empezando a sonar como un detective, doctor.
– Creo haber oído en algún sitio que las máquinas de escribir podían localizarse, que el modo en que las teclas golpean el papel es reconocible -comentó Ricky tras pensar un momento-. ¿Pasa lo mismo con una impresora?
– No.
Riggins meneó la cabeza.
– No sé demasiado sobre ordenadores -dijo Ricky tras vacilar por un instante-. Nunca los necesité en mi trabajo -prosiguió con la mirada fija en la mujer, que parecía algo incómoda con sus preguntas-. Pero ¿no conservan un registro interno de todo lo que se ha escrito en ellos?
– También acierta en eso. Normalmente en el disco duro. Y ya veo dónde quiere llegar. No, no comprobé el ordenador personal de Zimmerman para asegurarme de que hubiera escrito realmente la nota en él. Tampoco verifiqué el ordenador de su trabajo. Un hombre se lanza a la vía del metro y encuentro una nota de suicidio sobre su almohada en su casa. Esta situación no incita a investigar mas.
– En cuanto al ordenador del trabajo, mucha gente podría acceder a él, ¿verdad?
– Supongo que tendría una contraseña para proteger sus archivos. Pero la respuesta es sí.
Ricky asintió y guardó silencio un momento.
Riggins se movió en la silla antes de continuar:
– Dijo que quería hablar de las «circunstancias» que rodearon la muerte. ¿Cuáles son?
Ricky inspiró hondo antes de contestar.
– Un pariente de una antigua paciente me ha estado amenazando a mi y a los miembros de mi familia con daños indeterminados.
Con este fin, ha adoptado algunas medidas para trastornarme la vida. Entre ellas están acusaciones falsas contra mi integridad profesional, ataques electrónicos a mi situación financiera, robos en mi casa, invasiones en mi vida personal y la sugerencia de que me suicide. Tengo motivos para creer que la muerte de Zimmerman formaba parte de este sistema de acoso que he estado sufriendo esta última semana. No creo que fuera un suicidio.
Riggins enarcó las cejas.
– Por Dios, doctor Starks, parece que está metido en un buen lío. ¿Una antigua paciente?
– No. El hijo de una antigua paciente. Todavía no sé cuál.
– ¿Y cree que esta persona que quiere perjudicarlo convenció a Zimmerman de que se lanzara a las vías del metro?
– No lo convenció. Probablemente lo empujaron.
– Estaba lleno de gente y nadie vio nada semejante. En absoluto.
– La falta de testigos no descarta que sucediera. Cuando el metro se acerca, todos los que están en el andén miran en la dirección que llega el convoy. Si Zimmerman estaba detrás de la gente, lo que viene sugerido por la falta de testigos presenciales precisos, ¿cuánto habría costado darle el codazo o empujón necesario?
– Bueno, eso es cierto, doctor. No sería difícil. Ni mucho menos. A lo largo de los años, hemos tenido unos cuantos asesinatos con esas características. Y también tiene razón en que la gente se vuelve en una dirección cuando se acerca el tren, lo que permite que al final del andén pueda pasar casi cualquier cosa más o menos inadvertida. Pero en este caso tenemos a Lu Anne, que dice que saltó, y aunque no sea demasiado fiable, es algo.
Y tenemos una nota de suicidio y un hombre deprimido, enfadado y desdichado que mantenía una relación difícil con su madre y se enfrentaba a una vida que muchos considerarían más bien decepcionante…
– Ahora es usted quien parece dar excusas -comentó Ricky sacudiendo la cabeza-. De lo que más o menos me acusó a mi la primera vez que hablamos.
Este comentario silenció a la detective Riggins, que dirigió una larga mirada a Ricky antes de proseguir.
– Me parece que debería hablar de esto con alguien que pueda ayudarle, doctor.
– ¿Con quién? Usted es policía. Le he hablado de delitos, o de lo que podrían serlo. ¿No debería hacer alguna clase de informe?
– ¿Quiere presentar una denuncia formal?
Ricky la miró con dureza.
– ¿Debería hacerlo? ¿Cómo sigue el trámite?
– Yo le presento a mi supervisor, que pensará que es una locura y la canalizará a través de la burocracia policial, y en un par de días recibirá una llamada de algún detective que se mostrará todavía más escéptico que yo. ¿A quién ha contado todo esto?
– Bueno, a mi banco y a la Sociedad Psicoanalítica.
– Si creen que existe actividad delictiva deberían pasar el asunto al FBI o a la policía estatal. Tal vez deba usted hablar con alguien de Extorsión y Fraudes. Yo en su lugar me plantearía contratar un detective privado. Y un buen abogado, porque podría necesitarlos.
– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con el departamento de Extorsión y Fraudes?
– Le daré un nombre y un teléfono.
– ¿No cree que usted debería investigar estas cosas como seguimiento del caso Zimmerman?
Esta pregunta hizo dudar a la detective Riggins. No había tomado ninguna nota durante la conversación.
– Podría hacerlo -indicó con precaución-. Me lo pensaré.
Cuesta reabrir un caso una vez se ha cerrado.
– Pero no es imposible.
– Difícil. Pero no imposible.
– ¿Puede obtener autorización de un superior? -preguntó Ricky.
– No creo que quiera abrir aún esa puerta. Si digo a mi jefe que hay un problema oficial, deberán seguirse muchos pasos burocráticos. Creo que echaré un vistazo por mi cuenta. ¿Sabe qué, doctor?, comprobaré algunas cosas y luego hablaré con usted. Primero iré a examinar el ordenador personal de Zimmerman. Puede que el archivo que contiene la nota de suicidio indique la hora. Lo haré esta noche o mañana. ¿Qué le parece?
– Bien. Esta noche sería mejor que mañana. Tengo algunas limitaciones de tiempo. Y entonces podría darme también el nombre y el teléfono de alguien de Extorsión y Fraudes.
Parecía un acuerdo razonable. La mujer asintió. Ricky sintió cierta satisfacción al observar que su tono algo burlón y sarcástico había cambiado después de que él plantease la posibilidad de que hubiera metido la pata. Incluso aunque considerara remota esta posibilidad, en un mundo donde las promociones y los ascensos estaban tan relacionados con las investigaciones bien acabadas, haber pasado por alto un asesinato y haberlo catalogado de suicidio era un error muy perjudicial para la hoja de servicios.
– Espero que me llame lo antes que pueda -dijo Ricky.
Después se levantó, como si se hubiera anotado un punto. No era una sensación de victoria pero, por lo menos, le hacia sentir menos solo en el mundo.
Fue en taxi hasta el Metropolitan Opera House, que estaba vacío salvo por unos cuantos turistas y algunos guardias de seguridad.
Sabía que había una hilera de cabinas telefónicas frente a los lavabos. La ventaja era que desde ese sitio podía hacer una llamada a la vez que vigilaba que nadie intentara acercarse lo suficiente para averiguar a quién llamaba.
El número del doctor Lewis había cambiado, como esperaba.
Pero lo pasaron a otro número con un prefijo distinto.
Tuvo que insertar la mayoría de las monedas de veinticinco centavos que tenía. Mientras el teléfono sonaba, pensó que Lewis debía de tener ya unos ochenta años, y no estaba seguro de si seria de ayuda. Pero Ricky sabía que era el único modo en que podría apreciar su situación más o menos como era debido y, por desesperado que fuera ese paso, debía darlo.
El teléfono sonó por lo menos ocho veces antes de que le contestaran.
– ¿Diga?
– El doctor Lewis, por favor.
– Al habla.
Ricky llevaba veinte años sin oír aquella voz, y aun así se emocionó, lo que le sorprendió. Era como si en su interior se desatara de repente un torbellino de odios, miedos, amores y frustraciones.
Se obligó a conservar cierta calma.
– Doctor Lewis, soy el doctor Frederick Starks.
Ambos guardaron silencio un momento, como si el mero encuentro telefónico después de tantos años resultara abrumador.
Lewis habló primero.
– ¡Vaya! Me alegro de oírte, Ricky, incluso después de tantos años. Estoy bastante sorprendido.
– Siento ser tan brusco, doctor. Pero no sabía a quién más recurrir.
De nuevo se produjo un breve silencio.
– ¿Tienes problemas, Ricky?
– Sí.
– Y las herramientas del autoanálisis no son suficientes.
– Así es. Me preguntaba si tendría un rato para hablar conmigo.
– Ya no recibo pacientes -dijo Lewis-. La jubilación. La edad.
Los achaques. El envejecimiento, que es terrible. Vas perdiendo toda clase de cosas.
– ¿Me recibirá?
– Por tu voz parece bastante urgente -comentó el anciano tras una pausa-. ¿Es importante? ¿Son problemas graves?
– Corro un gran peligro, y tengo poco tiempo.
– Vaya, vaya, vaya. -Ricky pudo captar la sonrisa en el rostro del viejo analista-. Eso suena verdaderamente enigmático. ¿Crees que puedo ayudarte?
– No lo sé. Pero podría ser.
El viejo analista reflexionó antes de contestar.
– Has hablado como alguien de nuestra profesión. Está bien, pero tendrás que venir aquí. Ya no tengo consulta en la ciudad.
– ¿Dónde debo ir?
– Estoy en Rhinebeck -dijo Lewis, y añadió una dirección en River Road-. Un lugar maravilloso para un jubilado, excepto que en invierno hace un frío terrible. Pero ahora está precioso. Puedes tomar un tren en la estación Pennsylvania.
– ¿Le iría bien esta tarde?
– Cuando quieras. Esa es una de las ventajas de la jubilación. No hay compromisos impostergables. Toma un taxi en la estación y te estaré esperando hacia la hora de cenar.
Se apretujó en un asiento del rincón lo más al final del tren y se pasó la mayor parte de la tarde mirando por la ventanilla. El tren viajó directo al norte siguiendo el curso del río Hudson, a veces tan cerca de la orilla que el agua quedaba sólo a unos metros de distancia. Ricky se sintió fascinado por las distintas tonalidades de azul verdoso que adquiría el río: el casi negro cerca de las orillas, que se convertía en un azul más claro y vibrante hacia el centro. Unos veleros surcaban el agua y dejaban una estela blanca a su paso, y algún que otro buque portacontenedores enorme y desgarbado navegaba por la zona más profunda. A lo lejos, las Palisades se elevaban convertidas en columnas de roca entre grises y marrones, coronadas por grupos de árboles verde oscuro. Había mansiones con amplios jardines; casas tan enormes que la riqueza que encerraban parecía inimaginable. En West Point atisbó la academia militar en lo alto de una colina con vistas al río; los edificios imperturbables le parecieron tan grises y tensos como las líneas uniformadas de cadetes. El río era ancho y cristalino, y le resultó fácil imaginar al explorador que dio su nombre a estas aguas quinientos años antes. Observó un rato la superficie, sin saber muy bien en qué sentido discurría la corriente, si hacia la ciudad de Nueva York para desembocar en el océano, o si ascendía al norte, empujada por las mareas y la rotación de la Tierra. El hecho de no saberlo, de ser incapaz de decir en qué dirección corría el agua a partir de la observación de su superficie, le inquietó un poco.
Sólo un grupo reducido de personas bajó del tren en Rhinebeck, y Ricky se entretuvo en el andén para observarlas, preocupado aún por si, a pesar de sus esfuerzos, alguien hubiera logrado seguirle. Unos adolescentes con vaqueros o pantalón corto se reían; una madre de mediana edad tiraba de tres niños e intentaba mostrarse paciente con un chiquillo rubio que no paraba de corretear; un par de empresarios agobiados hablaban por el móvil mientras salían de la estación. Ninguna de las personas que bajaron del tren miró siquiera a Ricky, salvo el niño rubio, que se detuvo y le dirigió una mueca antes de subir corriendo el tramo de escaleras que conducía al exterior del andén. Ricky esperó hasta que el tren se puso en marcha con unos fuertes resoplidos metálicos a medida que ganaba impulso. Seguro de que nadie se había rezagado, subió al vestíbulo. Era un viejo edificio de ladrillo con un suelo embaldosado donde los pasos resonaban y recorrido por un aire fresco que desafiaba el calor de última hora de la tarde. Un único cartel con una flecha roja sobre una ancha puerta doble rezaba: TAXIS. Salió de la estación y vio uno solo: un sedán blanco enlodado, con un distintivo en la puerta, un símbolo apagado en el techo y una abolladura enorme en el guardabarros delantero. El conductor parecía a punto de marcharse, pero vio a Ricky y retrocedió con brusquedad hacia el bordillo.
– ¿Quiere que lo lleve? -preguntó.
– Sí, por favor.
– Pues soy el único que queda. Ya me iba cuando le vi salir por la puerta. Suba.
Ricky lo hizo y le dio la dirección del doctor Lewis.
– Ah, una propiedad excelente -afirmó el conductor, y aceleró haciendo rechinar los neumáticos.
Una estrecha carretera serpenteante llevaba hasta la casa del viejo analista. Unos robles majestuosos creaban una cubierta que sombreaba el asfalto, de modo que la tenue luz de la tarde veraniega se filtraba lentamente, como harina a través de un cedazo, y proyectaba sombras a derecha e izquierda. El paisaje mostraba unas colinas suaves, como las olas de un modesto mar. Vio manadas de caballos en algunos campos y, a lo lejos, grandes mansiones. Las casas más cercanas a la carretera eran antiguas, a menudo de madera, y tenían placas en un lugar destacado, de modo que se supiese que tal casa se había construido en 1788 o tal otra en í 8oz. Vio jardines coloridos y más de un propietario en camiseta montado en una cortadora de césped para segar con dinamismo una franja inmaculada de hierba. Le pareció que era un lugar de escapada. Supuso que la mayoría de esa gente tenía su vida principal en el ajetreado Manhattan, trabajando con dinero, poder y/o prestigio. Eran casas de fin de semana y de veraneo, carísimas pero con un auténtico concierto de grillos por la noche.
El taxista comentó:
– No está mal, ¿verdad? Algunas de estas casas cuestan unos cuantos dólares.
– Imagino que ha de ser imposible encontrar mesa en un restaurante los fines de semana -contestó Ricky.
– Así es, en verano y en vacaciones. Pero no todos son de ciudad. Hay algunas personas que han echado raíces, las suficientes para que no sea un pueblo fantasma. Es un lugar bonito. -Redujo la velocidad y dobló a la izquierda para tomar un camino de entrada-. El problema es que está demasiado cerca de la ciudad.
Bueno, ya hemos llegado. Es aquí -dijo.
El doctor Lewis vivía en una vieja casa de labranza reacondicionada, con un diseño sencillo de dos plantas, pintada de un blanco reluciente y con una placa que indicaba 1791. No era ni mucho menos la más grande de las casas que habían pasado. Tenía un enrejado con parras, flores plantadas en el sendero de entrada y un pequeño estanque con peces al borde del jardín. A un lado había una hamaca y unas cuantas tumbonas de madera con la pintura blanca medio desconchada. Un Volvo familiar azul de diez años estaba estacionado frente a un antiguo establo que ahora servía de garaje.
El taxi se marchó y Ricky se detuvo al final del camino de grava. De repente se dio cuenta de que había ido con las manos vacías. No llevaba ninguna bolsa, ningún detalle, ni siquiera la proverbial botella de vino blanco. Inspiró hondo y sintió una oleada de emociones contradictorias. No era precisamente miedo, pero sí la sensación que un niño tiene al saber que debe informar de alguna travesura a sus padres. Ricky sonrió, porque sabía que ese nerviosismo era normal; la relación entre analista y analizado es profunda y provocadora, y opera de muchas formas distintas, incluso como entre alguien con autoridad y un niño. Eso formaba parte del proceso de transferencia, en el que el analista va adoptando distintos papeles que conducen, en última instancia, a la comprensión.
Pocas profesiones médicas ejercen un impacto así en sus pacientes.
Seguramente un traumatólogo ni siquiera recuerda la rodilla o la cadera que operó años atrás. Pero es probable que el analista recuerde, si no todo, si gran parte, ya que la mente es mucho más sofisticada que una rodilla, aunque a veces no tan eficiente.
Avanzó despacio hacia la entrada, asimilando todo lo que veía.
Se recordó que ésta es otra de las claves del análisis: el terapeuta conoce casi todas las intimidades emocionales y sexuales del paciente, quien por su parte apenas sabe nada sobre el terapeuta. El misterio imita los misterios fundamentales de la vida y la familia; y adentrarse en lo desconocido produce siempre fascinación e inquietud.
«El doctor Lewis me conoce -pensó-. Pero ahora yo sabré algo de él, y eso cambia las cosas.» Esta observación le inquietó aún mas.
A mitad de los peldaños de la entrada, la puerta principal se abrió de golpe. Oyó su voz antes de verlo.
– Me apuesto a que te sientes algo incómodo.
– Me ha leído los pensamientos -contestó Ricky, en lo que era una especie de broma entre analistas.
Lewis lo condujo a un estudio, junto al recibidor de la vieja casa. Ricky dirigió los ojos de un lado a otro para grabarse los detalles mentalmente. Libros en un estante. Una pantalla de Tiffany.
Una alfombra oriental. Como muchas casas antiguas, el interior tenía una atmósfera oscura, en contraste con unas relucientes paredes blancas. Le pareció fresco, nada cargado, como si las ventanas hubiesen estado abiertas la noche anterior y la casa hubiese conservado el recuerdo de unas temperaturas más bajas. Detectó un ligero olor a lila y oyó los ruidos distantes de una cocina en la parte de atrás.
El doctor Lewis era un hombre delgado, algo encorvado, calvo, con unos agresivos mechones de pelo que le salían detrás de las orejas, lo que le confería un aspecto de lo más curioso. Llevaba unas gafas apoyadas en la punta de la nariz, de modo que rara vez parecía mirar realmente a través de ellas. Tenía algunas manchas de la edad en el dorso de las manos y un ligerísimo temblor de dedos. Se movió despacio, cojeando un poco, y se instaló por fin en un sillón de orejas de piel roja, muy mullido, a la vez que indicaba a Ricky que se sentara en una butaca algo más pequeña.
Ricky se arrellanó entre los cojines.
– Estoy encantado de verte, Ricky, incluso después de tantos años. ¿Cuánto hace?
– Más de una década, sin duda. Tiene buen aspecto, doctor.
Lewis sonrió y meneó la cabeza.
– No deberías empezar con una mentira tan evidente, aunque a mi edad las mentiras se agradecen más que la verdad. Las verdades son siempre inoportunas. Necesito una cadera nueva, una vejiga nueva, una próstata nueva, ojos y orejas nuevos, y unos cuantos dientes nuevos. Unos pies nuevos también me irían bien.
Quizá necesitaría también un corazón nuevo. Además, no estaría de más renovar el coche del garaje y las cañerías de la casa. Ahora que lo pienso, las mías también. El tejado está bien, sin embargo. -Se dio unos golpecitos en la frente y añadió en tono socarrón-: El mío también. Pero no has venido para saber cómo estoy.
He olvidado tanto mi formación como mis modales. Supongo que te quedarás a cenar, y he pedido que te preparen la habitación de huéspedes. Y ahora será mejor que cierre la boca, que es lo que creemos hacer tan bien en nuestra profesión, para dejar que me cuentes el motivo de tu visita.
Ricky vaciló, sin saber muy bien por dónde empezar. Miró al anciano hundido en el sillón de orejas y sintió como si una cuerda se rompiera de repente en su interior. Notó que perdía el dominio de sí mismo, y habló con labios temblorosos:
– Creo que sólo me queda una semana de vida.
Lewis enarcó las cejas.
– ¿Estás enfermo?
Ricky meneó la cabeza.
– Me parece que tendré que suicidarme -contestó.
El viejo analista se inclinó hacia delante.
– Eso es un problema -dijo.
Ricky habló durante más de una hora sin ser interrumpido por el menor comentario o pregunta. Lewis permaneció casi inmóvil en su asiento balanceando el mentón en la palma de una mano. Ricky se levantó un par de veces y se paseó por la habitación, como si el movimiento de los pies fuera a facilitarle la narración, antes de regresar a la mullida butaca y proseguir su relato. En más de una ocasión notó que le sudaban las axilas, aunque la temperatura de la habitación era agradablemente fresca, con las ventanas abiertas a esa primera hora de la noche en el valle del Hudson.
Oyó un trueno lejano procedente de las montañas Catskills, a kilómetros de distancia al otro lado del río, en una ráfaga explosiva que parecía fuego de artillería. Recordó que según una leyenda local ese sonido era el ruido que hacían unos elfos y unos enanos al jugar a bolos en las verdes hondonadas. Le habló de la primera carta, del poema y de las amenazas, de lo que estaba en juego. Describió a Virgil y a Merlin, y el bufete inexistente del abogado. Intentó no dejarse nada, desde las intrusiones electrónicas en sus cuentas bancarias y de valores hasta el mensaje pornográfico que recibió su pariente lejana en su cumpleaños. Habló largo y tendido sobre Zimmerman, su tratamiento, su muerte y las dos visitas a la detective Riggins. Le contó lo de la falsa acusación de abusos sexuales presentada ante el Colegio de Médicos, y se ruborizó un poco al hacerlo. A veces divagaba, como cuando mencionó los robos en su consulta y la extraña sensación de violación que sentía, o cuando describió su poema en el Times y la respuesta de Rumplestiltskin. Terminó mencionando las fotografías de los tres adolescentes que le había enseñado Virgil. Después se reclinó, guardó silencio y, por primera vez, miró al viejo analista, que se había llevado ambas manos al mentón para apoyar la cabeza meditabundo, como si intentara valorar la totalidad de la maldad que se había abatido sobre Ricky.
– Muy interesante -dijo por fin Lewis, que se reclinó y soltó un largo suspiro-. Me gustaría saber si ese tal Rumplestiltskin es un filósofo. ¿No era Camus quien afirmaba que la única verdadera elección de cualquier hombre es si suicidarse o no? La pregunta existencial por excelencia.
– Tenía entendido que era Sartre -contestó Ricky, encogiéndose de hombros.
– Supongo que ésta es la pregunta clave del caso, Ricky; la primera y más importante que te ha hecho Rumplestiltskin.
– Perdone, pero ¿qué…?
– ¿Te matarías para salvar a otra persona?
– No estoy seguro -balbuceó Ricky, desconcertado por la pregunta-. Me parece que no me he planteado realmente esta opción.
– No es una pregunta poco razonable -dijo Lewis, cambiando de postura en su asiento-. Y estoy seguro de que tu torturador ha dedicado muchas horas a intentar adivinar tu respuesta. ¿Qué clase de hombre eres, Ricky? ¿Qué clase de médico? Porque, a fin de cuentas, ésa es la esencia de este juego: ¿te suicidarás? Parece haberte demostrado la seriedad de sus amenazas o, por lo menos, te ha hecho creer que ya ha cometido un asesinato, de modo que es probable que no le importe cometer otro. Y se trata, aunque suene duro, de asesinatos muy fáciles de cometer. Los sujetos no significan nada para él. Son meros vehículos para llegar a ti. Y tienen la ventaja añadida de ser homicidios que seguramente ningún detective del mundo, ni siquiera un Maigret, un Hércules Poirot o una miss Marple, ni una de las creaciones de Mickey Spillane o de Robert Parker, podría resolver con efectividad. Piénsalo, Ricky, porque es verdaderamente diabólico y extraordinariamente existencial: un asesinato tiene lugar en París, en Honduras o en el lago Winnipesaukee, New Hampshire. Es repentino, espontáneo, y la víctima ignora lo que le va a pasar. La ejecutan en un segundo.
Como si la partiera un rayo. Y la persona que se supone que va a sufrir debido a esta muerte está a centenares, a miles de kilómetros. Una pesadilla para cualquier policía, que tendría que encontrarte, encontrar al asesino creado en tu pasado y, después, relacionaros de alguna forma con este crimen en un lugar lejano, con todo el papeleo y la burocracia que eso conlleva. Y eso suponiendo que pudieran dar con e] asesino. Seguro que se ha protegido tanto con identidades y pistas falsas que eso sería imposible. La policía ya tiene bastantes problemas para obtener condenas cuando tiene confesiones, pruebas de ADN y testigos presenciales. No, Ricky, supongo que seria un crimen que quedaría impune.
– Me está diciendo que…
– Tu elección, a mi entender, es bastante simple: ¿puedes ganar?, ¿puedes averiguar la identidad de Rumplestiltskin en los pocos días que te quedan? En caso contrario, ¿te suicidarás para salvar a otra persona? Es la pregunta más interesante que se le puede hacer a un médico. Después de todo, nuestra profesión consiste en salvar vidas. Pero nuestros recursos para la salvación son los medicamentos, los conocimientos, la habilidad con el bisturí. En este caso, puede que tu vida signifique la curación de alguien. ¿Puedes hacer ese sacrificio? Y, si no estás dispuesto a ello, ¿podrás vivir contigo mismo después? En apariencia, como mínimo, no es demasiado complicado. La parte complicada es…, bueno, interna.
– Está sugiriendo… -empezó Ricky con un ligero balbuceo.
Vio que el viejo analista se había recostado en el sillón, de modo que una sombra que proyectaba la lámpara de la mesa parecía bisecarle la cara.
Lewis hizo un gesto con una mano similar a una garra, con los dedos largos, adelgazados por la edad.
– No estoy sugiriendo nada. Sólo estoy comentando que hacer lo que este caballero ha pedido es una opción viable. La gente se sacrifica sin cesar para que otros puedan vivir. Los soldados en combate. Los bomberos en un edificio en llamas. Los policías en las calles de la ciudad. ¿Es tu vida tan feliz, tan productiva y tan importante para que asumamos automáticamente que es más valiosa que la que podría costar?
Ricky se movió en la butaca, como si la suave tapicería se hubiese vuelto de madera bajo su cuerpo.
– No puedo creer que… -empezó, pero se interrumpió.
– Lo siento -dijo Lewis, y se encogió de hombros-. Por supuesto, no te lo has planteado de modo consciente. Pero me pregunto si no te has hecho estas preguntas en tu subconsciente, que es lo que te indujo a buscarme.
– He venido a pedir ayuda -replicó Ricky, quizá demasiado deprisa-. Necesito ayuda para participar en este juego.
– ¿De veras? Tal vez en cierto nivel. Pero en otro has venido para otra cosa. ¿Permiso? ¿Bendición?
– Debo rebuscar en el periodo de mi pasado en que la madre de Rumplestiltskin era paciente mía. Necesito que me ayude a hacerlo, porque he bloqueado esa parte de mi vida. Es como si estuviera fuera de mi alcance. Necesito que me ayude a llegar a ella. Sé que puedo identificar a la paciente relacionada con Rumplestiltskin, pero necesito ayuda, y creo que esa paciente era una mujer a la que atendía en la misma época en que seguía el tratamiento con usted, cuando era mi mentor. Debo de haberle mencionado a esa mujer durante nuestras sesiones. Así que lo que necesito es una caja de resonancia. Alguien que despierte esos recuerdos dormidos. Estoy seguro de que puedo desenterrar ese nombre de mi inconsciente.
Lewis asintió de nuevo.
– No es una petición poco razonable, y no cabe duda de que el planteamiento es inteligente. Es el planteamiento de un psicoanalista. Hablar y no actuar es una curación. ¿Sueno cruel, Ricky? Supongo que la vejez me ha vuelto irascible y estrafalario. Claro que te ayudaré. Pero me parece que, a medida que analicemos, seria conveniente mirar también el presente, porque vas a tener que encontrar respuestas tanto en el pasado como en el presente. Acaso también en el futuro. ¿Podrás hacerlo?
– No lo sé.
– Es la respuesta clásica de un psicoanalista. -Lewis sonrió torcidamente-. Un futbolista, un abogado o un empresario moderno dirían: «¡Ya lo creo que sí!». Pero nosotros, los analistas, siempre cubrimos nuestras apuestas, ¿verdad? La certeza es algo que nos resulta incómodo. -Inspiró hondo y se movió en el sillón-. El problema es que este hombre que quiere tu cabeza en una bandeja no parece tan indeciso o inseguro sobre las cosas, ¿me equivoco?
– No -contestó Ricky de inmediato-. Parece tenerlo todo bien planeado. Al parecer ha previsto todos mis actos, casi como si los hubiera dispuesto de antemano.
– Estoy seguro de que lo ha hecho.
Ricky asintió. El doctor Lewis siguió con sus preguntas.
– ¿Dirías que es psicológicamente astuto?
– Esa es mi impresión.
– En algunos juegos eso es fundamental. -Lewis asintió-. En el fútbol quizás. En el ajedrez sin duda.
– ¿Está insinuando que…?
– Para ganar una partida de ajedrez hay que ser más previsor que el adversario. Ese único movimiento que escapa a su perspicacia es lo que permite derrotarlo. Creo que deberías hacer lo mismo.
– ¿Cómo voy a…?
– Lo pensaremos durante una cena sencilla y el resto de la velada. -Lewis, que se había levantado, esbozó una leve sonrisa-.
Has tenido en cuenta un factor importante, ¿verdad?
– ¿Cuál? -quiso saber Ricky.
– Bueno, parece bastante evidente que Rumplestiltskin ha pasado meses, tal vez años, planeando todo esto. Es una venganza que toma en consideración muchos elementos y, como tú señalas, ha previsto prácticamente todos tus pasos.
– Sí, es cierto.
– No entiendo entonces por qué supones que no me ha reclutado a mí, quizá mediante amenazas o presiones de algún tipo, para ayudarle a cumplir su propósito -dijo el doctor Lewis despacio-. Quizá me haya pagado de alguna forma. ¿Por qué supones que estoy de tu parte en todo esto, Ricky?
Y con un amplio gesto para que Ricky lo acompañara en lugar de contestar a su pregunta, el viejo analista lo condujo a la cocina, cojeando un poco mientras avanzaba.
Había dos cubiertos dispuestos en una mesa antigua en medio de la cocina. Una jarra de agua fría y unas rebanadas de pan en una cesta de mimbre adornaban el centro de la mesa. Lewis cruzó la habitación y retiró una fuente del horno, la puso en un salvamanteles y sacó luego una ensalada del frigorífico. Mientras terminaba de poner la mesa, tarareó un poco. Ricky reconoció unos cuantos compases de Mozart.
– Siéntate, Ricky. Este mejunje que tenemos delante es pollo.
Sírvete, por favor.
Ricky vaciló. Alargó la mano y se sirvió un vaso de agua, que se bebió como un hombre que acabara de cruzar un desierto. El liquido apenas sació su repentina sed.
– ¿Lo ha hecho? -preguntó de golpe.
Apenas reconoció su propia voz, que sonó aguda y estridente.
– ¿Si ha hecho qué?
– ¿Se ha puesto Rumplestiltskin en contacto con usted? ¿Forma parte de todo esto?
El doctor Lewis se sentó, se puso con cuidado la servilleta en el regazo y se sirvió una generosa ración de pollo y ensalada antes de responder.
– Permíteme que te pregunte algo, Ricky -dijo-. ¿Qué importancia tendría eso?
– Toda la importancia del mundo -balbuceó Ricky-. Necesito saber que puedo confiar en usted.
– ¿De verdad? Creo que la confianza está sobrevalorada. Por otra parte, ¿qué he hecho hasta ahora para que me retires la confianza que te trajo hasta aquí?
– Nada.
– Entonces deberías comer. El pollo lo ha preparado mi criada y te aseguro que es bastante bueno, aunque no tanto, por desgracia, como el que mi mujer solía cocinar antes de su muerte. Y estás pálido, Ricky, como si no te cuidaras.
– Tengo que saberlo. ¿Le ha reclutado Rumplestiltskin?
Lewis sacudió la cabeza, pero no era una respuesta negativa a la pregunta de Ricky, sino más bien un comentario de la situación.
– Me parece que lo que necesitas son conocimientos, Ricky. Información. Comprensión. Nada de lo que hasta ahora ha hecho ese hombre ha sido concebido para engañarte. ¿Cuándo ha mentido? Bueno, quizás el abogado cuyo bufete no estaba donde se suponía, pero eso parece un engaño bastante simple y necesario. En realidad, todo lo que ha hecho hasta ahora está concebido para llevarte hasta él. Por lo menos, podría interpretarse así. Te da pistas. Te manda una joven atractiva para que te ayude. ¿Crees que en realidad desea que no seas capaz de averiguar quién es?
– ¿Le está ayudando?
– Estoy intentando ayudarte a ti, Ricky. Ayudarte a ti podría ayudarle a él también. Es una posibilidad. Ahora siéntate y come.
Es un buen consejo.
Ricky apartó una silla pero el estómago se le cerró ante la mera idea de probar bocado.
– Tengo que saber que está de mi parte.
– Tal vez consigas la respuesta a esta pregunta al final del juego.
El viejo psicoanalista se encogió de hombros. Clavó el tenedor en el pollo y se llevó un trozo enorme a la boca.
– He venido a verle como amigo. Como antiguo paciente. Usted fue la persona que me ayudó a formarme, por el amor de Dios.
Y ahora…
El doctor Lewis agitó el tenedor en el aire, como un director con una batuta frente a una orquesta descoordinada.
– ¿Consideras amigos tuyos a las personas a las que tratas?
– No. -Ricky sacudió la cabeza, vacilante-. Claro que no. Pero la función del mentor es distinta.
– ¿De verdad? ¿No tienes algún paciente en más o menos la misma situación?
La pregunta quedó suspendida en el aire. Ricky sabía que la respuesta era afirmativa, pero no lo dijo en voz alta. Pasados unos momentos, Lewis movió la mano para descartar la pregunta.
– Necesito saberlo -insistió Ricky con brusquedad a modo de respuesta.
El doctor Lewis esbozó un gesto exasperantemente inexpresivo, apto para una mesa de póquer. Ricky se exaltó al reconocer esa actitud vaga: la misma expresión evasiva que no indica aprobación, desaprobación, espanto, sorpresa, temor ni cólera que él utilizaba con sus pacientes. Es la especialidad del analista, una parte fundamental de su coraza. La recordaba de su tratamiento hacía un cuarto de siglo y le irritó volverla a ver.
– No lo necesitas, Ricky. -El anciano meneó la cabeza-. Sólo necesitas saber que estoy dispuesto a ayudarte. Mis motivos son irrelevantes. Quizá Rumplestiltskin tiene algo para presionarme.
Quizá no. Si blande una espada sobre mi cabeza o tal vez sobre uno de los miembros de mi familia, es algo independiente de tu situación. La pregunta pende siempre en nuestro mundo, ¿no?
¿Existe alguien absolutamente fiable? ¿Hay alguna relación carente de peligro? ¿No nos lastiman aquellos a quienes amamos y respetamos más que aquellos a quienes odiamos y tememos?
Ricky no contestó; Lewis lo hizo por él.
– La respuesta que no puedes articular en este momento es: sí.
Ahora, cena un poco. Nos espera una noche muy larga.
Los dos analistas comieron en relativo silencio. El pollo estaba exquisito, y lo siguió un pastel de manzana casero con una pizca de canela. También tomaron café solo, que parecía anunciar que les esperaban horas que requerían energía. Ricky pensó que jamás había tenido una cena tan corriente y tan extraña a la vez. Estaba hambriento e indignado por igual. La comida sabía exquisita un instante y, acto seguido, se le volvía terrosa y fría en el paladar.
Por primera vez en lo que le parecieron años, recordó comidas que había tomado solo, en unos minutos robados a la cabecera de la cama de su mujer cuando la medicación contra el dolor la sumía en una especie de sopor los últimos días de su agonía. El sabor de esa cena le resultó muy parecido.
El doctor Lewis retiró los platos y los amontonó en el fregadero. Se llenó la taza de café por segunda vez e hizo un gesto a Ricky para regresar al estudio. Se sentaron en los asientos que habían ocupado antes, uno frente a otro.
Ricky contuvo su enfado ante el carácter esquivo del anciano.
Se propuso usar la frustración en beneficio propio. Era más fácil decirlo que hacerlo. Se movió en la butaca sintiéndose como un niño al que riñen injustamente.
Lewis lo miró, y Ricky supo que el anciano era perfectamente consciente de todos los sentimientos que lo invadían, con la misma habilidad de un adivino en una feria.
– A ver, Ricky, ¿por dónde quieres empezar?
– Por el pasado. Hace veintitrés años. La primera vez que nos vimos.
– Recuerdo que eras todo teorías y entusiasmo.
– Creía que podía salvar al mundo de la desesperación y la locura. Yo solo.
– ¿Y fue así?
– No. Ya lo sabe. Es imposible.
– Pero salvaste a unos cuantos…
– Espero que sí. Eso creo.
– Una vez más -dijo Lewis con una sonrisa algo felina-, la respuesta de un psicoanalista. Evasiva y escurridiza. La edad proporciona otras interpretaciones, por supuesto. Las venas se endurecen, lo mismo que las opiniones. Deja que te haga una pregunta más concreta: ¿a quién salvaste?
Ricky dudó, como si rumiara la respuesta. Quiso guardarse lo primero que le vino a la cabeza pero le resultó imposible, y las palabras le resbalaron de la lengua como si estuvieran recubiertas de aceite.
– No pude salvar a la persona que más quena.
– Sigue, por favor.
– No. Ella no tiene nada que ver en esto.
– ¿De verdad? -El viejo psicoanalista enarcó las cejas-. Supongo que estás hablando de tu mujer.
– Sí. Nos conocimos. Nos enamoramos. Nos casamos. Fuimos inseparables durante años. Después se puso enferma. No tuvimos hijos debido a su enfermedad. Murió. Seguí adelante solo. Fin de la historia. No está relacionada con esto.
– Claro que no -dijo Lewis-; pero ¿cuándo os conocisteis?
– Poco antes de que usted y yo empezáramos mi análisis. Nos conocimos en una fiesta. Los dos acabábamos de titularnos; ella era abogada y yo médico. Nuestro noviazgo tuvo lugar mientras hacia mi análisis con usted. Debería recordarlo.
– Lo recuerdo. ¿Y cuál era su profesión?
– Abogada. Acabo de decirlo. También debería recordarlo.
– Sí, pero ¿que clase de abogada?
– Bueno, cuando nos conocimos acababa de incorporarse a la Oficina de Defensores de Oficio de Manhattan como abogada de acusados por delitos de poca importancia. Se fue abriendo paso hasta el departamento de delitos graves, pero se cansó de ver que todos sus clientes iban a la cárcel o, peor aún, que no iban. Así que de ahí pasó a un bufete privado muy exclusivo y modesto. En su mayoría, litigios de derechos civiles y trabajos para la Unión Americana de Derechos Civiles. Demandar a caseros de apartamentos de los barrios pobres y presentar apelaciones para condenados equivocadamente. Era una persona bien intencionada que hacía lo que podía. Le gustaba bromear diciendo que pertenecía a la pequeña minoría de licenciados de Yale que no ganaba dinero.
Ricky sonrió, oyendo mentalmente las palabras de su mujer.
Era una broma que habían compartido felices muchos años.
– Entiendo. En el período en que empezaste el tratamiento, el mismo en que conociste y cortejaste a tu mujer, ella se dedicaba a defender a delincuentes. Siguió adelante y trató con muchos tipos marginales enfadados a los que, sin duda, enfureció aún más al emprender acciones legales en su contra. Y ahora tú pareces estar mezclado con alguien que se incluye en la categoría de delincuente, aunque mucho más sofisticado que los que tu mujer debió de conocer; pero ¿crees que no hay ningún posible vinculo?
Ricky vaciló con la boca abierta antes de contestar. Se había quedado helado.
– Rumplestiltskin no ha mencionado…
– Sólo era una sugerencia -comentó Lewis, agitando una mano en el aire-. Algo en qué pensar.
Ricky dudó mientras se esforzaba en recordar. El silencio se prolongó. Ricky empezó a imaginarse como un hombre joven, como si de golpe se hubiera abierto una fisura en un muro en su interior. Podía verse mucho más joven, rebosante de energía, en un momento en que el mundo se abría para él. Era una vida que guardaba poco parecido y relación con su existencia actual. Esa incongruencia, que tanto negaba e ignoraba, de repente lo asustó.
Lewis debió de notarlo, porque dijo:
– Hablemos de quién eras hace unos veinte años. Pero no del Ricky Starks ilusionado con su vida, su profesión y su matrimonio, sino del Ricky Starks lleno de dudas.
Quiso contestar deprisa, descartar esta idea con un movimiento rápido de la mano, pero se detuvo en seco. Se sumergió en un recuerdo profundo y rememoró la indecisión y la ansiedad que había sentido el primer día que cruzó la puerta de la consulta del doctor Lewis en el Upper East Side. Miró al anciano sentado frente a él, que al parecer estudiaba cada gesto y movimiento que hacía, y pensó lo mucho que el hombre había envejecido. Se preguntó si a él le había pasado lo mismo. Tratar de recuperar los dolores psicológicos que lo habían llevado a un psicoanalista tantos años atrás era un poco como el dolor fantasma que sienten los amputados: la pierna ha sido cortada, pero la sensación permanece, emana de un vacío quirúrgico real e irreal a la vez.
«¿Quién era yo entonces?», pensó Ricky. Pero contestó con cautela.
– Me parece que había dos clases de dudas, dos clases de ansiedades, dos clases de temores que amenazaban con incapacitarme.
La primera clase se refería a mi mismo y surgía de una madre demasiado seductora, un padre frío y exigente que murió joven, y una infancia llena de logros en lugar de cariño. Era, con mucho, el más joven de mi familia, pero en lugar de tratarme como a un bebé querido, me fijaron unos niveles imposibles de alcanzar. Por lo menos, ésa es la situación simplificada. Es el tipo que usted y yo examinamos a lo largo del tratamiento. Pero el acopio de esas neurosis hizo mella en las relaciones que tenía con mis pacientes.
Durante mi tratamiento tenía pacientes en tres sitios: en la clínica para pacientes externos del hospital Columbia Presbyterian, una breve temporada atendiendo enfermos graves en Bellevue…
– Si -asintió el doctor Lewis-. Un estudio clínico. Recuerdo que no te gustaba demasiado tratar a los verdaderos enfermos mentales.
– Si. Exacto. Administrar medicaciones psicotrópicas e intentar evitar que las personas se lastimen a si mismas o a los demás…
– Ricky pensó que la afirmación de Lewis contenía alguna provocación, un anzuelo que él no había picado-. Y también en esos años, quizá de doce a dieciocho pacientes en terapia que se convirtieron en mis primeros análisis. Eran los casos que le mencioné mientras seguí la terapia con usted.
– Si, lo recuerdo. ¿No tenias un analista supervisor, alguien que observaba tus progresos con esos pacientes?
– Si. El doctor Martin Kaplan. Pero él…
– Murió -lo interrumpió el viejo analista-. Le conocía. Un ataque cardiaco. Muy triste.
Ricky empezó a hablar pero reparó en que Lewis hablaba con un tono extrañamente impaciente. Tomó nota de ello y prosiguió.
– Tengo problemas para relacionar nombres y caras.
– ¿Están bloqueados?
– Si. Debería recordarlos perfectamente, pero resulta que no consigo relacionar caras y nombres. Recuerdo una cara y un problema, pero no logro asignarle un nombre. Y viceversa.
– ¿Por qué crees que te pasa?
– Estrés -contestó Ricky tras una pausa-. Debido a la clase de tensión a la que estoy sometido, las cosas sencillas se vuelven imposibles de recordar. La memoria se distorsiona y deteriora.
El anciano asintió de nuevo.
– ¿No te parece que Rumplestiltskin lo sabe? ¿No te parece que conoce bastante los síntomas del estrés? Tal vez, a su modo, tiene mucho más conocimiento que tú, el médico. ¿Y eso no te dice mucho sobre quién podría ser?
– ¿Un hombre que sabe cómo reacciona la gente ante la presión y la ansiedad?
– Claro. ¿Un soldado? ¿Un policía? ¿Un abogado? ¿Un empresario?
– O un psicólogo.
– Si. Alguien de nuestra propia profesión.
– Pero un médico nunca…
– Nunca digas nunca.
Ricky se reclinó, escarmentado.
– He de concretar más -dijo-. Debo descartar a las personas que atendí en Bellevue, porque estaban demasiado enfermas para producir a alguien tan malvado. Eso me deja mi consulta privada y los pacientes que traté en la clínica.
– Empecemos por la clínica.
Ricky cerró los ojos por un momento, como si eso pudiera ayudarle a evocar el pasado. La clínica para pacientes externos del Columbia Presbyterian era un laberinto de pequeñas salas en la planta baja del enorme hospital, cerca de la entrada de urgencias. La mayoría de los pacientes provenía de Harlem o del South Bronx.
Eran sobre todo personas de clase obrera, pobres y luchadoras, de varias razas, tendencias y posibilidades, que consideraban la enfermedad mental y la neurosis como algo exótico y distante. Ocupaban la tierra de nadie de la salud mental, entre la clase media y la indigencia. Sus problemas eran reales: drogadicciones, abusos sexuales, malos tratos físicos, madres abandonadas por su marido con hijos de ojos fríos y endurecidos, cuyas metas en la vida parecían reducirse a unirse a una banda callejera. Sabía que en este grupo de desesperados y necesitados había bastantes personas que se habían convertido en peligrosos delincuentes. Traficantes de droga, proxenetas, ladrones y asesinos. Recordó que algunos pacientes producían una sensación de crueldad, casi como un olor perceptible. Eran los padres que contribuían diligentemente a crear la generación siguiente de psicópatas criminales de las zonas deprimidas de la ciudad, personas crueles que dirigirían su cólera contra los suyos. Si atacaban a alguien de un nivel económico distinto, era por casualidad, no por designio: el ejecutivo en un Mercedes que tiene una avería en el Cross Bronx Expressway de camino a su casa en Darien después de trabajar hasta tarde en la oficina del centro, el turista rico de Suecia que toma la línea de metro equivocada a la hora equivocada en la dirección equivocada.
«Vi mucha maldad -pensó-. Pero me alejé de ella.»
– No lo sé -contestó Ricky por fin-. Las personas que atendí en la clínica eran todas desfavorecidas. Gente marginada. Yo diría que la persona que busco está entre los primeros pacientes que tuve en mi consulta. Rumplestiltskin ya me ha dicho que se trata de su madre. Pero yo la conocí por su apellido de soltera. Se refirió a una «señorita».
– Significativo -afirmó el doctor Lewis, al parecer muy interesado-. Entiendo por qué piensas eso. Y creo que es importante limitar los ámbitos de una investigación. Así que, de todos esos pacientes, ¿cuántos eran mujeres solteras?
Ricky lo pensó y recordó un puñado de rostros.
– Siete -contestó.
– Siete -repitió Lewis tras una pausa-. Muy bien. Ahora ha llegado el momento de hacer un acto de fe, ¿no crees? Debes tomar una decisión.
– No le entiendo.
El anciano esbozó una fingida sonrisa.
– Hasta este instante te has limitado a reaccionar a la horrenda situación en que estás atrapado, Ricky. Fuegos que necesitaban sofocarse y extinguirse. Tus finanzas. Tu reputación profesional.
Tus pacientes. Tu carrera. Tus parientes. De todo este embrollo has logrado plantear una sola pregunta a tu torturador, y eso te ha proporcionado una dirección: una mujer que engendró al niño que se ha convertido en el psicópata que busca tu suicidio. Pero lo que tienes que plantearte es esto: ¿te han dicho la verdad?
Ricky tragó saliva con dificultad.
– Tengo que suponer que sí.
– ¿No es una suposición peligrosa?
– Claro que sí -contestó Ricky-. Pero ¿qué opción tengo? Si creyera que Rumplestiltskin me está llevando en una dirección equivocada, no tendría posibilidad alguna, ¿no?
– ¿Has pensado que tal vez no debas tener ninguna posibilidad?
Era una afirmación tan directa y aterradora que sintió la nuca húmeda de sudor.
– En ese caso, debería suicidarme y punto.
– Supongo que sí. O no hacer nada; vivir y ver qué le pasa a otro. Quizá se trate de un farol, ¿sabes? Quizá no pase nada. Quizá tu paciente, Zimmerman, se lanzó a esa vía del metro en un momento inoportuno para ti y ventajoso para Rumplestiltskin. Quizá, quizá, quizá. A lo mejor el juego consiste en que no tengas ninguna posibilidad. Sólo estoy pensando en voz alta, Ricky.
– No puedo abrir la puerta a esa idea.
– Una respuesta interesante para un psicoanalista -aseguré Lewis-. Una puerta que no puede abrirse. Va en contra de todo aquello en lo que creemos.
– Es que no tengo tiempo, ¿sabe?
– El tiempo es elástico. Quizá sí. Quizá no.
Ricky se movió, incómodo. Tenía la cara enrojecida y se sentía como un adolescente con pensamientos y sentimientos de adulto pero considerado aún un niño.
Lewis se frotó el mentón con la mano, todavía pensativo.
– Creo que tu torturador es alguna clase de psicólogo -indicó, casi sin darle importancia, como si hiciera una observación sobre el tiempo-. O de una profesión relacionada.
– Creo que tiene razón. Pero su razonamiento…
– El juego, como lo definió Rumplestiltskin, es como una sesión en el diván. Sólo que dura más de cincuenta minutos. En cualquier sesión de un psicoanálisis debes examinar una serie mareante de verdades y ficciones.
– Tengo que trabajar con lo que hay.
– Ya. Pero nuestro trabajo consiste a menudo en ver lo que el paciente no dice.
– Cierto.
– Entonces…
– Quizá sea todo mentira. Lo sabré en una semana. Justo antes de suicidarme o de poner otro anuncio en el Times. Lo uno o lo otro.
– Es una idea interesante. -El viejo médico parecía cavilar-.
Podría lograr el mismo objetivo e impedir que lo localizara la policía u otra autoridad simplemente mintiendo. Nadie podría descubrirlo. Y tú estarías muerto o arruinado. Es diabólico, e ingenioso a su propio modo.
– No creo que estas especulaciones me estén resultando útiles -dijo Ricky-. Siete mujeres en tratamiento, una de las cuales dio a luz a un monstruo. ¿Cuál?
– Recuérdamelas -pidió Lewis, a la vez que señalaba con la mano el exterior y la noche que parecía envolverlos, como si quisiera que la memoria de Ricky saliera de la oscuridad rumbo a la habitación bien iluminada.
Siete mujeres.
De las siete que acudieron a él por aquel entonces para recibir tratamiento, dos estaban casadas, tres prometidas o con relaciones estables y dos sexualmente inactivas. Su edad oscilaba entre los veinte y pocos y los treinta y pocos años. Todas eran lo que solía llamarse «mujeres profesionales», en el sentido de que eran corredoras de bolsa, secretarias ejecutivas, abogadas o empresarias.
Había también una editora y una profesora universitaria. Cuando Ricky se concentró, empezó a recordar las distintas neurosis que habían llevado a cada una de ellas a su puerta. Cuando estas enfermedades empezaron a aflorar a su memoria, los tratamientos hicieron lo mismo.
Despacio, volvieron a él voces, palabras pronunciadas en su consulta. Momentos concretos, avances, comprensiones que regresaron a su conciencia, propiciados por las preguntas directas del viejo médico. La noche envolvió a los dos hombres y lo anuló todo salvo la pequeña habitación y los recuerdos de Ricky Starks.
No estaba seguro de cuánto rato había pasado en el proceso, pero sabía que era tarde. Se detuvo casi a mitad de un recuerdo y miró de repente al hombre sentado frente a él.
Los ojos del doctor Lewis seguían brillando con una energía de otro mundo, alimentada, en opinión de Ricky, por el café, pero más bien por los recuerdos o quizá por otra cosa, alguna fuente oculta de entusiasmo.
Ricky sintió sudor en la nuca. Lo atribuyó al aire húmedo que se colaba por las ventanas abiertas y que auguraba una lluvia refrescante que no llegaba.
– No está ahí, ¿verdad, Ricky? -preguntó de pronto el doctor Lewis.
– Son las mujeres que trate.
– Y todos los tratamientos tuvieron más o menos éxito por lo que me cuentas y por lo que recuerdo que me dijiste en nuestras sesiones. Y apostaría a que todas ellas siguen llevando una vida relativamente productiva. Detalle, añadiré, que podría comprobarse investigando un poco.
– Pero ¿qué…?
– Y las recuerdas a todas. Con precisión y detalle. Y ése es el fallo, ¿no crees? Porque la mujer que buscas en tu memoria es alguien que no sobresale. Alguien a quien has bloqueado de tu capacidad de recuerdo.
Ricky empezó a tartamudear una respuesta, pero se detuvo porque la veracidad de esta afirmación le resultaba evidente.
– ¿No recuerdas ningún fracaso, Ricky? Porque ahí es donde encontrarás tu relación con Rumplestiltskin. No en los éxitos.
– Creo que ayudé a esas mujeres a solucionar los problemas a que se enfrentaban. No consigo recordar a ninguna que se marchara aún trastornada.
– No seas orgulloso, hombre. Inténtalo otra vez. ¿Qué te dijo el señor R en su pista?
Ricky se sorprendió un poco cuando el viejo analista usó la misma abreviatura que a Virgil le gustaba emplear. Intentó recordar con rapidez si había dicho «señor R» durante la tarde, y le pareció que no. Pero de repente ya no estuvo seguro. Pensó que podría haberlo dicho. La indecisión, la incapacidad de estar seguro, la pérdida de convicción eran como vientos encontrados en su interior. Se sintió zarandeado y mareado, a la vez que se preguntaba cómo su capacidad de recordar un simple detalle había desaparecido de modo tan vertiginoso. Se movió en el asiento, con la esperanza de que la alarma que sentía no se reflejara en su cara o su postura.
– Me dijo que la mujer que buscaba estaba muerta -comentó-.
Y que yo le prometí algo que luego no cumplí.
– Bueno, concéntrate en esa segunda parte. ¿Hubo alguna mujer a la que negaras tratamiento que se sitúe en este margen de tiempo? ¿Quizá brevemente, unas cuantas sesiones, y que después se marchara? Sigues queriendo pensar en las mujeres con las que empezaste tu consulta privada. ¿Tal vez fuera alguien en la clínica donde trabajabas?
– Podría ser, pero ¿cómo podría…?
– De algún modo, este otro grupo de pacientes era menos importante para ti, ¿verdad? ¿Acaso no eran tan prósperas? ¿Tenían menos talento? ¿Menos educación? Y tal vez no aparecieron con tanta nitidez en la pantalla del radar del joven doctor Starks.
Ricky se abstuvo de responder, porque vio tanto la verdad como el prejuicio en lo que decía el viejo médico.
– ¿No constituye una especie de promesa que un paciente cruce la puerta y empiece a hablar? La de desahogarse. Tú, como analista, ¿no estás a la vez afirmando algo? ¿Y, por lo tanto, prometiendo? Tú ofreces la esperanza de una mejora, de una readaptación, de un alivio para el tormento, como cualquier otro médico.
– Por supuesto, pero…
– ¿Quién vino y después dejó de hacerlo?
– No lo sé…
– ¿A quién atendiste durante quince sesiones, Ricky?
La voz del viejo analista era de repente exigente e insistente.
– ¿Quince? ¿Por qué quince?
– ¿Cuántos días te dio Rumplestiltskin para que averiguases su identidad?
– Quince.
– Dos semanas más un día. Una cifra que se suele mencionar pero no significar. Deberías haber prestado más atención a ese número, porque ahí está la conexión. ¿Y qué quiere que hagas?
– Que me suicide.
– Así pues, Ricky, ¿con quién tuviste quince sesiones y después se suicidó?
Ricky cambió de postura. De repente le dolía la cabeza.
«Debería haberlo visto -pensó-. Es muy obvio.»
– No lo sé -balbució.
– No lo sabes -dijo el viejo analista, con cierto enfado-. Lo que sucede es que no quieres saberlo. Hay una gran diferencia. -Lewis se levantó-. Es tarde y estoy decepcionado. He pedido que te prepararan la habitación de huéspedes. Está en el primer piso, a la derecha. Tengo algunas cosas que resolver esta noche. Quizá por la mañana, después de que hayas reflexionado un poco más, podamos hacer verdaderos progresos.
– Creo que necesito más ayuda -indicó Ricky con voz débil.
– Has recibido ayuda -contestó Lewis, y señaló el hueco de la escalera.
El dormitorio, pulcro y ordenado, tenía el toque impersonal de una habitación de hotel. Estaba claro que no solía usarse. A mitad del pasillo había un baño con un aspecto parecido. Ninguno de los dos espacios proporcionaba demasiada información sobre el doctor Lewis o su vida. No había frascos de medicamentos en el armario del baño ni revistas junto a la cama o libros en algún estante, ni fotografías familiares en las paredes. Ricky se metió en la cama tras comprobar en el reloj que ya pasaba mucho de la medianoche. Estaba agotado y necesitaba dormir, pero no se sentía seguro y la cabeza le daba vueltas, de modo que al principio el sueño le fue esquivo. El canto de los grillos y alguna que otra luciérnaga que chocaba contra la ventana armaban el doble de jaleo que la ciudad.
Echado en la cama en medio de la penumbra, fue filtrando ruidos hasta que pudo distinguir la voz distante del doctor Lewis. Aguzó el oído y, pasado un momento, decidió que el viejo analista estaba enfadado por algo, que su tono, tan regular y modulado durante las horas que pasó con Ricky, tenía ahora un mayor apremio y tenor. Intentó distinguir las palabras, pero no lo consiguió. Luego oyó el sonido inconfundible de un teléfono al ser colgado de golpe. Unos segundos más tarde, oyó los pasos del viejo médico en las escaleras y una puerta que se abría y cerraba con rapidez.
Luchó por mantener los ojos abiertos en la oscuridad.
«Quince sesiones y después murió -pensó-. ¿Quién fue?»
No supo cuándo se durmió, pero despertó cuando unos haces de luz brillante entraron por la ventana y le dieron en la cara. La mañana de verano podría haber parecido perfecta, pero Ricky arrastraba el peso del recuerdo y la decepción. Había esperado que el viejo médico le condujese directo a un nombre, pero en lugar de eso seguía tan a la deriva como antes en el mar embravecido de la memoria. Esta sensación de fracaso era como una resaca que le martilleaba las sienes. Se puso los pantalones, los zapatos y la camisa, cogió la chaqueta y, después de mojarse la cara y peinarse para procurar tener un aspecto algo presentable, bajó las escaleras. Caminaba con determinación, pensando que lo único en que se concentraría sería en el escurridizo nombre de la madre de Rumplestiltskin. Iba con la sensación de que la observación del doctor Lewis sobre relacionar días y sesiones era acertada. Aún seguía oculto el contexto de la mujer. Tal vez había descartado con demasiada rapidez y arrogancia a las modestas mujeres que había atendido en la clínica psiquiátrica para concentrarse en las que habían sido sus primeros psicoanálisis particulares. Pensó que había atendido a esa mujer en un momento en que él mismo estaba haciendo elecciones: sobre su rumbo profesional, sobre convertirse en analista, sobre enamorarse y casarse. Era una época en que miraba directamente al frente, y su fracaso se había producido en un mundo que había querido descartar.
Pensó que por eso estaba tan bloqueado. Su paso escaleras abajo cobró vigor con la idea de que podría atacar estos recuerdos como un bombardero de la Segunda Guerra Mundial: bastaría con lanzar una bomba lo bastante potente al tejado de la historia reprimida para hacerla saltar por completo. Confiaba en que, con la ayuda del doctor Lewis, podría llevar a cabo ese ataque.
La luz solar y el calor del campo que entraban en la casa parecían disipar todas las dudas y preguntas que hubiera podido tener sobre el viejo analista. Los aspectos inquietantes de su anterior conversación se desvanecieron con la claridad de la mañana. Asomó la cabeza en el estudio en busca de su anfitrión, pero la habitación estaba vacía. Cruzó el pasillo central de la casa hacia la cocina, donde podía oler aroma de café.
El doctor Lewis tampoco estaba ahí.
Ricky probó con un «hola» en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Miró la cafetera y vio que el recipiente se calentaba sobre la placa térmica y que había preparada una taza para él. Había un papel apoyado contra ella, con su nombre escrito a lápiz en la parte exterior. Se sirvió café y abrió la nota mientras sorbía la infusión amarga y caliente. Leyó:
Ricky:
He tenido que irme de modo inesperado y no creo que regrese a tiempo de verte. Creo que para encontrar a la persona fundamental deberías examinar el ámbito que dejaste y no el ámbito al que llegaste. También me pregunto si al ganar el juego no perderás o, al revés, si al perder puedes ganar. Evalúa bien tus alternativas.
Te ruego que no vuelvas a ponerte en contacto conmigo por ninguna razón ni propósito.
DOCTOR LEWIS
Retrocedió de golpe, como si le hubiesen abofeteado.
El café pareció escaldarle la lengua y la garganta. Se sonrojó, lleno de confusión y rabia. Releyó las palabras tres veces, pero en cada ocasión se volvían más confusas y menos claras, cuando debería verlas más nítidas. Dobló la hoja de papel y se la metió en el bolsillo. Se acercó al fregadero y vio que el montón de platos de la noche anterior estaban lavados y ordenados sobre la encimera.
Vertió el café en la pila de porcelana blanca, abrió el grifo y observó cómo el líquido marrón se arremolinaba desagüe abajo. Aclaró la taza y la dejó a un lado. Se agarró un momento al borde del mármol para intentar tranquilizarse. Entonces oyó un coche que subía por el camino de grava de la entrada.
Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de Lewis, que volvía con una explicación, así que casi corrió hasta la puerta.
Pero lo que vio, en cambio, lo sorprendió.
Era el mismo taxista que lo había recogido el día anterior en la estación de Rhinebeck. El hombre le saludó con la mano y bajó la ventanilla a la vez que el coche se detenía.
– Hola, doctor. ¿Cómo está? Será mejor que se dé prisa si no quiere perder el tren.
Ricky vaciló. Se volvió hacia la casa porque le pareció que tendría que hacer algo, dejar una nota o hablar con alguien -pero por lo que sabía, estaba vacía-. Una mirada al establo reacondicionado le indicó que el coche de Lewis tampoco estaba.
– Venga, doc. No tenemos mucho tiempo y el próximo tren no sale hasta última hora de la tarde. Se pasará el día en la estación si pierde éste. Suba, tenemos que ponernos en marcha.
– ¿Cómo ha sabido que tenía que recogerme? -pregunto Ricky-. Yo no lo llamé.
– Pues alguien lo hizo. Seguramente el hombre que vive aquí.
Recibí un mensaje en el busca diciendo que viniera aquí a recoger al doctor Starks enseguida, y que me asegurara de que llegara al tren de las nueve y cuarto. Así que quemé neumáticos y aquí estoy, pero si no sube no va a tomar ese tren, y le aseguro que aquí no hay demasiado que hacer para distraerse todo un día.
Poco después, Ricky se sentaba en el asiento trasero. Sintió algo de culpa por dejar la casa abierta, pero la desechó con un interior “a la mierda».
– Muy bien -dijo-. Vámonos.
El taxista aceleró con brusquedad, levantando grava y polvo.
En unos minutos llegaron al cruce en que la carretera de acceso al puente de Kingston-Rhinecliff sobre el Hudson se encuentra con River Road. Un policía de tráfico de Nueva York ocupaba el centro de la calzada y bloqueaba el paso por la serpenteante carretera nacional. El policía, un hombre joven con un sombrero de ala ancha, una guerrera gris y la típica expresión dura de estar de vuelta de todo que contradecía su juventud, indicó al taxi que se parara a la izquierda. El conductor bajó la ventanilla y le gritó desde el otro lado de la carretera.
– Oiga, ¿no puedo pasar? Tengo que llegar antes de que salga el tren.
– Imposible -dijo el policía sacudiendo la cabeza-. La carretera está bloqueada a un kilómetro de aquí hasta que la ambulancia y la grúa terminen con su trabajo. Tendrán que dar un rodeo. Si se dan prisa, llegarán a tiempo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ricky.
El taxista se encogió de hombros.
– ¡Oiga! -gritó el hombre al policía-. ¿Qué ha pasado?
– Un hombre mayor que iba con prisas se salió de la carretera en una curva -explicó el policía-. Se estrelló contra un árbol. Puede que tuviera un ataque cardiaco y perdiera el conocimiento.
– ¿Ha muerto? -quiso saber el taxista.
El policía se encogió de hombros.
– Los de la ambulancia están ahí ahora. Han pedido unas tijeras hidráulicas.
– ¿Qué coche era? -preguntó Ricky, que se incorporó de golpe y, asomado a la ventanilla del conductor, repitió gritando-: ¿Qué clase de coche era?
– Un viejo Volvo azul -dijo el policía mientras indicaba al taxi que siguiera la marcha.
El taxista aceleró.
– Mierda -dijo-. Tenemos que dar la vuelta. Vamos a llegar justos.
– ¡He de verlo! -exclamó Ricky, presa del nerviosismo-. El coche…
– Si nos paramos no llegaremos a tiempo.
– Pero ese coche, el doctor Lewis…
– ¿Cree que se trata de su amigo? -preguntó el taxista, y siguió alejándose del lugar del accidente, de modo que Ricky no alcanzó a verlo.
– Tenía un viejo Volvo azul.
– Joder, aquí hay a montones.
– Pare, por favor…
– La policía no le dejará acercarse. Y aunque pudiera, ¿qué haría?
Ricky no tenía respuesta a eso. Se dejó caer de nuevo en el asiento, como si le hubieran abofeteado. El taxista aceleró bruscamente.
– Llame a la policía de tráfico de Rhinebeck. Ahí le darán detalles. O llame a urgencias del hospital y ellos le informarán. A no ser que quiera ir ahora, pero no se lo aconsejo. Estaría sentado esperando a los médicos de urgencias y tal vez al forense y al policía que lleve la investigación, y seguiría sin saber mucho más que ahora. ¿No tiene que ir a algún lugar importante?
– Sí -afirmó Ricky, aunque no estaba seguro de ello.
– ¿Era un buen amigo suyo?
– No -contestó Ricky-. No era ningún amigo. Sólo alguien a quien conocía. A quien creía conocer.
– Pues ya ve -dijo el taxista-. Creo que llegaremos a tiempo a la estación.
Volvió a acelerar para pasar un semáforo en ámbar justo cuando se ponía rojo.
Ricky se recostó en el asiento tras echar un solo vistazo por encima del hombro a través de la ventanilla trasera, donde el accidente y quien lo hubiera tenido permanecían fuera de su vista. Intentó ver luces parpadeantes y oír sirenas, pero no lo consiguió.
Arribaron a la estación en el último minuto. Las prisas en llegar parecían haber obstaculizado cualquier oportunidad de analizar su visita al doctor Lewis. Corrió frenético por el andén casi vacío, sus zapatos resonando con fuerza, mientras el tren se detenía con el ruido agresivo de sus frenos hidráulicos. Como en el viaje de ida, sólo había unas pocas personas esperando para viajar a Nueva York entre semana y a media mañana. Un par de hombres de negocios que hablaban por sus móviles, tres mujeres que al parecer iban de compras y algunos adolescentes con ropa informal. El calor creciente del verano parecía exigir un ritmo lento que no era habitual en Ricky. Le pareció que la urgencia del día estaba fuera de lugar y que no volvería a la normalidad hasta que hubiese regresado a la ciudad.
El vagón estaba casi vacío, sólo había unas pocas personas repartidas por las hileras de asientos. Se dirigió a la parte posterior, se sentó en un rincón x’ apoyó la mejilla contra la ventanilla para i 8o contemplar el paisaje, sentado de nuevo en el lado donde podía ver el río Hudson.
Se sentía como una boya soltada de su amarre: antes, un indicador sólido y fundamental de bajíos y corrientes peligrosas; ahora, a la deriva y vulnerable. No sabía muy bien qué pensar de la visita al doctor Lewis. Tal vez había avanzado algo, pero no estaba seguro. No se sentía más próximo a lograr encontrar su relación con el hombre que le amenazaba que antes de haber viajado río arriba. Después, pensándolo mejor, se dio cuenta de que eso no era cierto. El problema era que tenía alguna clase de bloqueo entre él y el recuerdo adecuado. La paciente correcta, la relación correcta parecía estar fuera de su alcance, por mucho que alargara la mano hacia ella.
Había algo de lo que estaba seguro: todo lo que había logrado en la vida era irrelevante.
El error que había cometido, origen de la cólera de Rumplestiltskin, se situaba en sus inicios en el mundo de la psiquiatría y el psicoanálisis. Se situaba justo en el momento en que había abandonado el difícil y frustrante trabajo de tratar a los necesitados y se había dirigido hacia los más inteligentes y adinerados: los ricos neuróticos, como un colega suyo solía llamar a sus pacientes. Los hipocondríacos.
Admitirlo le enfureció. Los hombres jóvenes cometen errores, eso es inevitable en cualquier profesión. Ahora ya no era joven y no cometería el mismo error, fuera cual fuese. La idea de que le siguieran considerando responsable de algo que había hecho hacia más de veinte años y de una decisión similar a las que tomaban decenas de otros médicos en las mismas circunstancias le sacaba de quicio. Lo encontraba injusto y nada razonable. Si no hubiera estado tan afectado por todo lo ocurrido, podría haber visto que en esencia su profesión se basaba más o menos en el concepto de que el tiempo sólo agrava las heridas de la psique. Reconduce estas heridas, pero nunca las cura.
Al otro lado de la ventanilla el río fluía. No sabía cuál debería ser su siguiente paso, pero había algo de lo que estaba seguro: quería regresar a su casa, quería estar en un lugar seguro, aunque sólo fuera un rato.
Siguió mirando por la ventanilla todo el viaje, casi en trance.
En las distintas paradas, apenas alzó los ojos o se movió en su asiento. La última parada antes de la ciudad era Croton-on-Hudi8i son, a unos cincuenta minutos de la estación de Pennsylvania. El vagón seguía vacío en un noventa por ciento, con muchos asientos libres, así que a Ricky le sorprendió que otro pasajero se sentara a su lado, dejándose caer en el asiento con un ruido sordo.
Se volvió de golpe, asombrado.
– Hola, doctor -le saludó el abogado Merlin-. ¿Está libre este asiento?
Merlin parecía agitado y tenía la cara un poco sonrojada, como alguien que ha tenido que correr los últimos cincuenta metros para alcanzar el tren. El sudor le perlaba ligeramente la frente y se secó la cara con un pañuelo de hilo blanco.
– Casi pierdo el tren -explicó innecesariamente-. Tengo que hacer más ejercicio.
Ricky inspiró hondo antes de preguntar:
– ¿Por qué está aquí?
Aunque pensó que era una pregunta bastante estúpida, dadas las circunstancias.
El abogado terminó de secarse la cara, se extendió el pañuelo en el regazo y lo alisó antes de doblarlo y volvérselo a guardar en el bolsillo. Luego dejó un maletín de piel y una pequeña bolsa de viaje impermeable junto a sus pies.
– Para animarlo, doctor Starks -contestó tras aclararse la garganta-. Para animarlo.
La sorpresa inicial de Ricky había desaparecido. Cambió de postura para procurar ver mejor al hombre que tenía sentado a su lado.
– Me mintió. Fui a su nueva dirección.
– ¿Fue a las nuevas oficinas?
El abogado pareció algo aturdido.
– En cuanto acabamos la conversación. No habían oído hablar de usted, nadie del edificio. Y no habían alquilado ninguna oficina a alguien llamado Merlin. ¿Quién es usted, señor Merlin?
– Soy quien soy -afirmó-. Esto es insólito.
– Sí -coincidió Ricky-. Insólito.
– Y un poco desconcertante. ¿Por qué fue a mis nuevas oficinas después de hablar conmigo? ¿Cuál era el propósito de su visita, doctor Starks?
El tren ganó algo de velocidad y dio una sacudida que hizo que os hombros de ambos entrechocaran con una intimidad incómoda.
– Porque no creí que fuera quien dijo ser, ni tampoco nada de lo que me contó. Una sospecha que poco después confirmé, porque cuando llegué al lugar que indicaba su tarjeta de visita…
– ¿Le di una tarjeta?
Merlin meneó la cabeza y esbozó una sonrisa.
– Sí -aseguró Ricky, irritado-. Lo hizo. Estoy seguro de que lo recordará.
– ¿El día del traslado? Eso lo explica todo. Fue un día difícil.
Turbador. ¿Acaso no dicen que la muerte, un divorcio y una mudanza son las tres cosas más estresantes que existen? Afectan el corazón, y apuesto que también la mente.
– Eso me han dicho.
– Bueno, el primer lote de tarjetas de visita que ordené a la imprenta llegó con una dirección equivocada. Las nuevas oficinas están sólo a una manzana. El encargado de la tienda lo anotó mal y no nos dimos cuenta enseguida. Debí de haber entregado una docena antes de ver el error. Son cosas que pasan. Según tengo entendido, a ese pobre hombre lo despidieron porque la imprenta tuvo que comerse todo el pedido y hacer tarjetas nuevas. -Merlin se metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó un tarjetero de piel-. Tenga. Ésta está bien.
Ricky la observó e hizo un gesto de rehusaría.
– No le creo -soltó-. No voy a creer nada de lo que me diga.
Ni ahora ni nunca. También merodeó por mi casa con el mensaje en el Times un par de días después. Sé que era usted.
– ¿Por su casa? Qué extraño. ¿Cuándo fue eso?
– A las cinco de la mañana.
– Vaya. ¿Cómo puede estar tan seguro de que era yo?
– El repartidor describió sus zapatos a la perfección. Y el resto de su persona de forma aceptable.
Merlin sacudió la cabeza. Sonrió del modo felino que Ricky recordaba de su primer encuentro. El abogado confiaba en su habilidad de seguir mostrándose escurridizo para que no pudiera comprometerlo. Una aptitud importante para cualquier abogado.
– Bueno, supongo que me gusta pensar que mi ropa y mi aspecto son exclusivos, doctor Starks, pero imagino que la realidad es menos exigente. Mis zapatos, por bonitos que sean, pueden comprarse en muchas zapaterías y no son demasiado inusuales en el centro de Manhattan. Mis trajes son de confección, los típicos azul oscuro de raya diplomática que se llevan en la ciudad. Bonitos, pero que puede comprar cualquiera que tenga quinientos dólares en el bolsillo. Quizás en un futuro próximo me incorpore al grupo que viste ropa hecha a medida. Tengo aspiraciones en ese sentido. Pero de momento sigo estando en la franja del cuarto piso, moda de caballero, de la plebe. ¿Le describió ese repartidor mi cara? ¿Y mi calva incipiente? ¿No? Por su expresión adivino la respuesta. Así pues, yo dudaría que cualquier identificación que usted crea que hizo alguien resistiera un intenso examen profesional. Sin duda, una identificación que le ha convencido de un modo tan absoluto. Creo que esto es más bien consecuencia de su profesión, doctor. Valora demasiado lo que la gente le dice. Considera las palabras dichas como un medio de llegar a la verdad. Yo las considero un medio para ocultarla.
El abogado lo miró sonriendo y añadió:
– Parece estar bajo presión, doctor.
– Seguro que lo sabe bien, señor Merlin. Porque usted o su jefe son quienes han creado esta situación.
– Me ha contratado una mujer joven de quien usted abusó, como ya le dije antes, doctor. Eso es lo que me ha puesto en contacto con usted.
– Por supuesto. Pues bien, señor Merlin -soltó Ricky a medida que su rabia crecía-, vaya a sentarse a otra parte. Este sitio está ocupado. Por mi. No quiero seguir hablando con usted. No me gusta que me mientan tan descaradamente, y no pienso escucharlo más. Hay muchos asientos en este tren… -Ricky señaló el vagón casi vacío-. Siéntese por ahí y déjeme solo. O por lo menos deje de mentirme.
Merlin no se movió.
– Eso no sería sensato -aseguró.
– Puede que esté cansado de comportarme de modo sensato -dijo Ricky-. Tal vez debería actuar sin reflexionar. Déjeme solo.
Pero no esperaba que el abogado lo hiciera.
– ¿Es así como se ha comportado? ¿De modo sensato? ¿Se ha puesto en contacto con un abogado como le aconsejé? ¿Ha tomado medidas para protegerse y proteger sus posesiones de un juicio y del bochorno? ¿Ha sido racional e inteligente en sus acciones?
– He tomado medidas -contestó Ricky.
No estaba seguro de que eso fuera exacto.
Era evidente que el abogado no le creía.
– Bueno, me alegra oír eso -señaló-. Tal vez podríamos llegar a un acuerdo entonces. Usted, su abogado y yo.
– Ya sabe cuál es el acuerdo que yo quiero, señor Merlin, o comoquiera que se llame. Así que, por favor, ¿podría dejar la farsa que se obstina en representar y decirme el motivo de que esté en este tren y sentado a mi lado?
– Ah, doctor Starks, detecto cierta desesperación en su voz.
– Bueno, ¿cuánto tiempo cree que me queda, señor Merlin?
– ¿Tiempo, doctor Starks? ¿Tiempo? Todo el que necesite, hombre…
– Hágame un favor, señor Merlin: váyase o deje de mentir.
Sabe muy bien de qué hablo.
Merlin lo miró con atención, con la misma sonrisita de gato de Cheshire en los labios. Pero a pesar de ese aire de autosuficiencia, había abandonado parte de su afectación.
– Bueno, doctor. Tictac, tictac. La respuesta a su última pregunta es: diría que le queda menos de una semana.
– Por fin una afirmación veraz. -Ricky inspiró con fuerza-.
Y ahora dígame quién es usted.
– Eso no importa. Un jugador más. Alguien contratado para hacer un trabajo. Y no soy la clase de persona que usted cree, ni mucho menos.
– Entonces, ¿por qué está aquí?
– Ya se lo dije: para animarlo.
– Muy bien -dijo Ricky con firmeza-. Anímeme.
Merlin pareció pensar por un instante y, acto seguido, le contestó:
– Creo que la frase inicial de Cuidados del bebé y del niño, del doctor Spock, seria adecuada en este momento.
– No he tenido ocasión de leer ese libro -comentó Ricky con amargura.
– La frase es: «Sabe más de lo que piensa».
Ricky reflexionó un momento antes de contestar con sarcasmo:
– Espléndido. Genial. Intentaré recordarlo.
– Valdría la pena que lo hiciera.
Ricky no respondió.
– ¿Por qué no me da su mensaje? -dijo en cambio-. Después de todo, es eso, ¿no? Un mensajero. Así que, adelante. ¿Qué quiere decirme?
– Urgencia, doctor. Ritmo. Velocidad.
– ¿Cómo?
– Acelere -soltó Merlin, sonriente, con un acento desconocido-. Tiene que hacer su segunda pregunta en el periódico de mañana. Tiene que avanzar, doctor. Si no desperdiciando el tiempo, por lo menos está dejándolo escapar.
– Todavía no he elaborado la segunda pregunta.
El abogado hizo una ligera mueca, como si estuviera incómodo en el asiento o notara los primeros indicios de un dolor de muelas.
– Eso se temían en ciertos círculos -indicó-. De ahí la decisión de darle un empujoncito.
Merlin levantó el maletín de piel que tenía entre los pies y se lo puso en el regazo. Cuando lo abrió, Ricky vio que contenía un ordenador portátil, varias carpetas y un teléfono móvil. También había una pistola semiautomática azul acero en una funda de piel. El abogado apartó el arma y sonrió al ver que Ricky la observaba. Cogió el teléfono y lo abrió, haciendo brillar ese exclusivo verde electrónico tan habitual en el mundo moderno. Se volvió hacia Ricky.
– ¿No le queda ninguna pregunta por hacer sobre esta mañana?
Ricky siguió mirando la pistola antes de responder:
– ¿A qué se refiere?
– ¿Qué vio esta mañana, de camino a la estación?
Ricky vaciló. No sabía que Merlin, Virgil o Rumplestiltskin supieran lo de su visita al doctor Lewis, pero entonces, de repente, comprendió que debían de saberlo si habían enviado a Merlin a reunirse con él en el tren.
– ¿Qué vio? -insistió Merlin.
– Un accidente -contestó con voz dura.
El abogado asintió.
– ¿Tiene la certeza de eso, doctor?
– Sí.
– La certeza es una presunción maravillosa -comentó Merlin-.
La ventaja de ser abogado en lugar de, pongamos por caso, psicoanalista es que los abogados trabajan en un mundo desprovisto de certeza. Vivimos en el mundo de la persuasión. Pero ahora que lo pienso, quizá no sea demasiado distinto para usted, doctor. Después de todo, ¿no lo persuaden de cosas?
– Vaya al grano.
– Apuesto a que nunca usó esta frase con un paciente. -El abogado sonrió de nuevo.
– Usted no es paciente mío.
– Cierto. Así que cree que vio un accidente. ¿De quién?
Ricky no estaba seguro de cuánto sabía Merlin sobre el doctor Lewis. Era posible que lo supiera todo. O que no supiera nada.
Guardó silencio.
El abogado contestó por fin a su propia pregunta.
– De alguien que conocía y en quien confiaba, y a quien fue a visitar con la esperanza de que pudiera ayudarle en su situación actual. Tenga… -Pulsó una serie de números del móvil y se lo pasó a Ricky-. Haga su pregunta. Pulse OK para conectar la llamada.
Ricky vaciló antes de hacerlo. El timbre sonó una vez y una voz contesto:
– Policía de tráfico de Rhinebeck. Agente Johnson. ¿En qué puedo servirle?
Ricky dudó lo suficiente para que el policía repitiera:
– Policía de tráfico, ¿diga?
– Buenos días -dijo entonces-, soy el doctor Frederick Starks.
Esta mañana me dirigía hacia la estación de trenes y, al parecer, en River Road había habido un accidente. Me preocupa que pudiera tratarse de un conocido mío. ¿Podría informarme?
La respuesta del policía fue curiosa, pero enérgica:
– ¿En River Road? ¿Esta mañana?
– Si -afirmó Ricky-. Había un agente de policía que dirigía el tráfico hacia un desvío…
– ¿Dice que ha sido hoy?
– Si. Hará menos de dos horas.
– Lo siento, doctor, pero no tengo noticia de que haya habido ningún accidente esta mañana.
– Pero he visto… Se trataba de un Volvo azul. -Ricky se reclinó con fuerza-. El nombre de la víctima era doctor William Lewis.
Vive en River Road.
– Hoy no. De hecho no hemos tenido ningún aviso de accidente desde hace semanas, lo que no es nada habitual en verano. Y he estado de servicio en centralita desde las seis de la mañana, de modo que, si hubiera habido cualquier llamada a la policía o petición de ambulancia, la habría recibido yo. ¿Está seguro de lo que ha visto?
– Debo de haberme confundido -dijo Ricky tras inspirar hondo-. Gracias.
– De nada -contestó el hombre, y colgó.
– Pero yo he visto… -empezó Ricky.
La cabeza le daba vueltas.
– ¿Qué ha visto? -Merlin meneó la cabeza-. ¿Lo ha visto realmente? Piense, doctor Starks. Piénselo bien.
– He visto un policía de tráfico.
– ¿Ha visto el coche patrulla?
– No. Estaba dirigiendo el tráfico y dijo…
– «Dijo…», qué gran palabra. Así que «dijo» algo y usted pensó que era cierto. Ha visto a un hombre con aspecto de policía de tráfico y ha supuesto que lo era. ¿Lo ha visto desviar a otro vehículo mientras estaba en ese cruce?
Ricky se vio obligado a sacudir la cabeza.
– No.
– Así que, en realidad, podría haber sido cualquiera con un sombrero de ala ancha. ¿Ha examinado con atención su uniforme?
Ricky visualizó al joven, y lo que recordó fueron unos ojos que asomaban bajo el sombrero de ala ancha. Intentó recordar otros detalles, pero no lo logró.
– Parecía un policía de tráfico -aseguró.
– Las apariencias no significan demasiado. Ni en su profesión ni en la mía, doctor. ¿Sigue estando seguro de que ha habido un accidente? ¿Ha visto alguna ambulancia? ¿Un coche de bomberos?
¿Otros policías o miembros del equipo sanitario? ¿Ha oído sirenas?
¿Quizás el chop-chop-chop delator de un helicóptero de salvamento?
– No.
– ¿De modo que aceptó la palabra de un hombre de que había habido un accidente que posiblemente afectaba a alguien con quien usted había estado el día antes, pero no le pareció necesario comprobar nada más? ¿Salió corriendo para tomar un tren porque creía que tenía que regresar a la ciudad? Pero ¿cuál era la urgencia real?
Ricky no respondió.
– Y, por lo visto, al parecer no hubo ningún accidente en esa carretera.
– No lo sé. Puede que no. No puedo estar seguro.
– No, no puede estarlo -admitió Merlin-. Pero podemos estar seguros de algo: pensó que lo que tuviera que hacer era mas importante que averiguar si alguien necesitaba ayuda. Quizá debería recordar esta observación, doctor.
Ricky intentó moverse en el asiento para mirar a Merlin a los ojos. Era difícil. Merlin siguió sonriendo, con el irritante aspecto de quien controla la situación por completo.
– ¿Quizá debería intentar llamar a la persona a la que visitó?
– Señaló con la mano el móvil-. Para asegurarse de que está bien.
Ricky marcó deprisa el número del doctor Lewis. Sonó varias veces, pero nadie contestó.
La sorpresa asomó a su rostro, cosa que Merlín detectó. Antes de que Ricky pudiera decir nada, el abogado hablaba de nuevo.
– ¿Por qué está tan seguro de que esa casa era realmente el lugar de residencia del doctor Lewis? -preguntó Merlin con formalidad profesional-. ¿Qué vio que relacionara al doctor directamente con ese sitio? ¿Había fotos familiares en las paredes? ¿Vio algún signo de otras personas? ¿Qué documentos, adornos, lo que podríamos llamar mobiliario de la vida, probaba que usted estaba en la casa del doctor? Aparte de su presencia, claro.
Ricky se concentró, pero no recordó nada. El estudio donde habían estado sentados la mayor parte de la noche era un estudio típico. Libros en las paredes. Sillas. Lámparas. Alfombras. Algunos papeles sobre la mesa, pero ninguno que hubiera examinado.
Nada que fuera exclusivo y destacara en su recuerdo. La cocina era simplemente una cocina. Los pasillos conectaban las habitaciones. La habitación de huéspedes donde había dormido era impersonal.
Siguió sin decir nada, pero sabía que su silencio era tan bueno para el abogado como una respuesta.
Merlin inspiró hondo con las cejas arqueadas a la espera de una respuesta. Después las bajó, relajado, y pasaron a formar parte de la sonrisa de complicidad que esbozó. Ricky recordó una ocasión en su época de universidad, sentado ante una mesa de póquer mirando a otro estudiante y sabiendo que, tuviera las cartas que tuviese, no bastarían para vencer a su adversario.
– Permita que resuma la situación, doctor -dijo Merlin-. Siempre va bien dedicar un momento a evaluar, sacar una conclusión y, después, proceder. Éste podría ser uno de esos momentos. Lo único de lo que puede estar seguro es de que pasó unas horas en presencia de un médico al que conocía de tiempo atrás. No sabe si estuvo en su casa o no, o si tuvo un accidente o no. No sabe con certeza si su antiguo analista está vivo o no, ¿verdad?
Ricky fue a contestar, pero se contuvo.
Merlin prosiguió, y bajó la voz con tono de complicidad.
– ¿Cuál fue la primera mentira? ¿Cuál fue la mentira fundamental? ¿Qué vio? Todas estas preguntas… -Agitó un dedo y meneó la cabeza, como se haría para corregir a un niño díscolo-.
Ricky, Ricky, Ricky. Le preguntaré una cosa: ¿ha habido un accidente de coche esta mañana?
– No.
– ¿Está seguro?
– Acabo de hablar con tráfico. El agente ha dicho…
– ¿Cómo sabe que ha hablado con la policía de tráfico?
Ricky vaciló. Merlin sonrío.
– He marcado el número y le he pasado el teléfono. Usted ha pulsado OK, ¿no? Por lo tanto, podría haber marcado cualquier numero, de modo que hubiera alguien esperando la llamada. Puede que ésa sea la mentira, Ricky. Puede que ahora mismo su amigo, el doctor Lewis, esté en el depósito del condado de Dutchess esperando a que algún familiar vaya a identificarlo.
– Pero…
– No está captando la idea, Ricky.
– De acuerdo -soltó con brusquedad-. ¿Cuál es la idea?
Los ojos del abogado se entrecerraron un poco, como si la respuesta brusca de Ricky le hubiera irritado. Indicó la bolsa de viaje impermeable que tenía a los pies.
– Puede que no haya habido ningún accidente pero que, en cambio, en esta bolsa tenga su cabeza cortada. ¿Es eso posible?
Ricky dio un respingo, sorprendido.
– ¿Es posible, Ricky? -insistió el abogado, con voz sibilante.
Los ojos de Ricky se dirigieron a la bolsa. Tenía una forma corriente, sin ningún indicio externo acerca de su contenido. Era bastante grande como para que cupiera la cabeza de una persona, e impermeable, de modo que no habría manchas ni filtraciones.
Mientras tenía en cuenta todos estos detalles, notó que se le secaba la garganta y no sabía qué le aterraba más: la idea de que a sus pies hubiera la cabeza de un hombre que conocía o la duda de si era así.
– Es posible -susurró a la vez que alzaba los ojos hacia Merlín.
– Es importante que entienda que todo es posible: simular un accidente automovilístico, presentar una denuncia por acoso sexual ante el organismo rector de su profesión, invadir sus cuentas bancarias, matar a sus familiares, sus amigos o incluso sus conocidos. Tiene que actuar, Ricky. ¡Actúe!
– ¿Es que no tenéis límite? -preguntó Ricky con un ligero temblor en la voz.
– Ninguno. -Merlin sacudió la cabeza-. Eso es lo que hace que todo sea tan fascinante para nosotros, los participantes. En las reglas de juego que estableció mi jefe todo puede formar parte de la actividad. Lo mismo es válido para su profesión, imagino. ¿No es así, doctor Starks?
– Supongo -repuso Ricky en voz ronca, mientras se movía inquieto en su asiento-. Tendría que largarme ahora mismo. Dejarlo aquí sentado con lo que contenga esa bolsa.
Merlín sonrió de nuevo. Se agachó y dobló un poco la parte superior de la bolsa para dejar al descubierto las letras F.A.S. grabadas en ella. Ricky observó las iniciales.
– ¿Cree que no hay nada en esta bolsa con una cabeza que le relacione a usted, Ricky? ¿No cree que la bolsa fue comprada con una de sus tarjetas de crédito antes de que fueran canceladas?
¿Y no cree que el taxista que le recogió esta mañana y le llevó a la estación recordará que lo único que llevaba era una bolsa de viaje azul de tamaño mediano? ¿Y que lo dirá a cualquier policía que se moleste en preguntárselo?
Ricky intentó humedecerse los labios para encontrar algo de humedad en este mundo.
– Por supuesto -prosiguió Merlin-, yo podría llevarme la bolsa. Y usted podría actuar como si no la hubiera visto nunca.
– ¿Cómo…?
– Haga su segunda pregunta, Ricky. Llame ahora al Times.
– No creo que…
– Ahora, Ricky. Estamos llegando a la estación de Pennsylvania y, cuando estemos en un túnel subterráneo, el teléfono no tendrá cobertura y esta conversación terminará. Decídase de una vez.
– Para subrayar sus palabras, empezó a marcar un número en el móvil-. Tenga -dijo-. He marcado el departamento de clasificados del Times. Haga la pregunta, Ricky.
Ricky tomó el teléfono y pulsó el OK. Oyó la misma voz de mujer que había atendido su llamada la semana anterior.
– Soy el doctor Starks -dijo despacio-. Me gustaría poner otro anuncio clasificado en la portada.
Mientras hablaba buscaba desesperadamente las palabras.
– Por supuesto, doctor. ¿Cómo va la gincana? -quiso saber la mujer.
– Voy perdiendo -contestó Ricky, y añadió-: El anuncio tendría que decir lo siguiente… -Se detuvo, inspiró profundamente y dijo:
Hace veinte años, como profesional, traté a gente pobre en un hospital.
Me marché para mejorar de posición.
¿Fue eso lo que motivó esta situación?
¿Que, al irme, en el olvido la dejara provocó que esa mujer se suicidara?
La mujer repitió las palabras de Ricky.
– Es una pista muy extraña para una gincana -concluyó.
– Es un juego extraño -respondió Ricky.
Le dio de nuevo la dirección para que mandara la factura y colgó.
– Muy bien, muy bien -dijo Merlin asintiendo con la cabeza-.
Muy inteligente, teniendo en cuenta el estrés al que está sometido.
Es usted muy hábil, doctor Starks. Quizá mucho más de lo que se Imagina.
– ¿Por qué no llama a su jefe y le informa? -replicó Ricky.
Pero Merlin sacudió la cabeza.
– ¿No le parece que nosotros estamos tan aislados de él como usted? ¿No le parece que un hombre con sus capacidades habrá interpuesto suficientes barreras entre él y la gente que ejecuta sus órdenes?
Ricky pensó que probablemente fuera cierto.
El tren reducía la velocidad y se metió de repente en un túnel dejando atrás la luz del mediodía mientras avanzaba hacia la estación. Las luces del vagón se encendieron y confirieron a todo y a todos un aspecto pálido, amarillento. Al otro lado de la ventanilla se veía pasar la forma oscura de vías, trenes y columnas de hormigón. A Ricky le produjo una sensación parecida a la de ser enterrado.
Merlin se levantó cuando el tren se detuvo.
– ¿Lee alguna vez el New York Daily News, Ricky? No, supongo que no le va la prensa sensacionalista. El mundo de la refinada clase alta del Times es más su estilo. Mis orígenes son mucho más humildes. Me gustan el Post y el Daily News. A veces cuentan historias que el Times no publicaría. Ya sabe, el Times cubre cosas sobre el Kurdistán y el News y el Post sobre el Bronx. Pero me parece que hoy a su mundo le iría bien leer esos periódicos en lugar del Times. ¿He hablado suficientemente claro, Ricky? Lea el Post y el News hoy porque incluyen una noticia que puede importarle.
Yo diría que le resultará fundamental.
Merlin hizo un ligero movimiento con la mano.
– Ha sido un viaje muy interesante, ¿no le parece, doctor?
– prosiguió-. Los kilómetros han pasado volando. -Señaló la bolsa de viaje-. Es para usted, doctor. Un regalo. Para animarlo, como dije.
Acto seguido Merlin se alejó, dejando a Ricky solo en el vagón.
– ¡Espere! -gritó Ricky-. ¡Alto!
Merlin siguió andando. Unas cuantas cabezas se volvieron hacia Ricky. Otro grito iba a salir de sus labios, pero lo contuvo. No quería que se fijaran en él. No quería llamar la atención de nadie.
Quería sumergirse en la penumbra de la estación y unirse al anonimato general. La bolsa de viaje con sus iniciales le bloqueaba la salida al pasillo, como un iceberg inmenso en su camino.
No podía dejar la bolsa, y tampoco llevársela.
El ánimo y las manos de Ricky temblaban. Se inclinó y la levantó del suelo. Algo cambió de posición en su interior y Ricky sintió náuseas. Levantó los ojos en busca de algo en el mundo a lo que aferrarse, algo normal, rutinario, corriente, que le recordara alguna clase de realidad y lo anclara a ella.
No lo encontró.
Así que sujetó la cremallera de la bolsa, vaciló, inspiró hondo y la abrió despacio. Contempló el interior.
La bolsa contenía un melón. Del tamaño de una cabeza y redondo.
Ricky soltó una risotada. El alivio lo invadió en un estallido de carcajadas y risitas. El sudor y el nerviosismo se disiparon. El mundo que había girado fuera de control a su alrededor se detuvo y pareció volver a ordenarse.
Cerró la cremallera y se puso de pie. El vagón estaba vacío, lo mismo que el andén, salvo por un par de mozos y dos revisores de chaqueta azul.
Ricky se echó la bolsa al hombro y recorrió el andén. Empezó a planear su siguiente paso. Estaba seguro de que Rumplestiltskin iba a ofrecerle datos sobre el tratamiento de su madre. Se permitió la ferviente esperanza de que la clínica hubiera conservado los historiales de los pacientes de hacia dos décadas. El nombre que su memoria había encontrado tan escurridizo podría figurar en una lista en el hospital.
Siguió adelante y sus zapatos resonaron en el andén en penumbras. El vestíbulo central de la estación de Pennsylvania estaba más adelante y avanzó a un ritmo constante y rápido hacia el brillo de las luces. Mientras caminaba con determinación militar hacia el iluminado vestíbulo, divisó a uno de los mozos, sentado en una carretilla y enfrascado en la lectura del Daily News mientras esperaba la llegada del siguiente tren. En ese mismo instante, el hombre abrió el periódico de modo que Ricky pudo ver el gran titular de portada, impreso en esas mayúsculas inconfundibles que buscan llamar la atención:
UNA AGENTE DE POLICÍA EN COMA TRAS UN ATROPELLO CON FUGA
Y debajo el subtítulo:
SE SOSPECHA DEL VIOLENTO MARIDO
Ricky se sentó en un banco de madera en medio de la estación con un ejemplar del News y otro del Post en el regazo, ajeno al flujo de gente que lo rodeaba, encorvado como un árbol solitario que se inclina bajo la fuerza de un vendaval. Cada palabra que leía parecía acelerarse, deslizándose por su imaginación como un coche fuera de control, con los frenos bloqueados y un chirrido de impotencia, incapaz de detenerse en su trayectoria hacia un choque inevitable.
Las dos historias contenían los mismos detalles: Joanne Riggins, una detective de treinta y cuatro años de la policía de Nueva York, había sido víctima de un atropello con fuga la noche anterior a menos de media manzana de su casa cuando cruzaba la calle. La mujer estaba en coma, conectada a sistemas de mantenimiento de vida, en el Brooklyn Medical Center después de una operación de urgencia. Pronóstico reservado. Los testigos contaron a ambos periódicos que habían visto huir del lugar del accidente un Pontiac Firebird rojo, un vehículo como el que poseía el ex marido de la detective. Aunque todavía no se había encontrado el automóvil, la policía estaba interrogando al ex marido. El Post informaba que el hombre afirmaba que le habían robado el coche la noche anterior al atropello. El News revelaba que la víctima había obtenido una orden de restricción contra él durante el divorcio y que otra mujer policía había obtenido una segunda, precisamente la misma mujer que había acudido en ayuda de la detective Riggins segundos después de ser embestida por el coche. El periódico informaba también que el ex marido había amenazado en público a su esposa durante el último año de su matrimonio.
Era una historia ideal para un periódico sensacionalista, llena de indicios de un sórdido triángulo sexual, de una infidelidad tempestuosa y de pasiones desatadas que al final habían desembocado en violencia.
Ricky sabía también que era básicamente falsa.
No la mayoría de la historia, por supuesto; sólo un pequeño aspecto: el conductor del coche no era el ex marido, aunque éste fuese el sospechoso más obvio. Ricky sabía que tardarían mucho tiempo en llegar a creer las declaraciones de inocencia del ex marido y todavía más en examinar cualquier coartada que arguyera.
Probablemente al hombre se lo podría acusar de pensar y desear que se produjera un hecho así, y sin duda quien había preparado el accidente también lo sabía.
Estrujó el News, furioso, casi como si retorciera el cuello de un animalito, y lo arrojó a un lado, esparciendo las hojas sobre el banco de madera. Pensó en llamar a los policías que investigaran el caso, incluso al jefe de Riggins en la comisaría. Intentó imaginar a uno de los compañeros de trabajo de Riggins escuchando su relato. Sacudió la cabeza con creciente desesperación. No había ninguna posibilidad de que alguien prestara atención a su historia.
Ni una palabra.
Levantó la cabeza despacio, una vez más con la sensación de que lo estaban observando. Inspeccionando. Sus reacciones eran medidas como si fuera objeto de algún siniestro estudio clínico. La sensación le dejó la piel fría y sudorosa. Se le puso carne de gallina en los brazos. Miró alrededor del amplio vestíbulo. En pocos segundos, decenas, centenares, quizás hasta millares de personas pasaron por su lado. Pero él se sentía completamente solo.
Se levantó y, como un hombre herido, se dirigió hacia el exterior de la estación, en dirección a la parada de taxis. Junto a la entrada había un indigente que pedía limosna, lo que sorprendió a Ricky; la policía solía desalojarlos de los lugares destacados. Se detuvo y echó toda la calderilla que tenía en el vaso de plástico vacío del hombre.
– Tenga -dijo Ricky-. No lo necesito.
– Gracias, señor, gracias -contestó el menesteroso-. Que Dios le bendiga.
Ricky lo observó un momento y vio llagas en sus manos y lesiones que le marcaban la cara medio ocultas por una barba raquítica. Suciedad, mugre, harapos. Con estragos debidos a las calles y a la enfermedad mental, el hombre podría tener cualquier edad entre cuarenta y sesenta años.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Ricky.
– Si, señor. Si, señor. Gracias. Que Dios le bendiga por su generosidad. Que Dios le bendiga. ¿Tiene calderilla? -El indigente había girado la cabeza hacia otra persona que salía de la estación-. ¿Tiene calderilla?
Repetía el estribillo sin prestar atención a Ricky, que seguía de pie frente a él.
– ¿De dónde es? -le preguntó Ricky.
El vagabundo lo observó con repentina desconfianza.
– De aquí -afirmó con cautela señalando su lado de la acera-.
De allá -añadió, señalando el otro lado de la calle-. De todas partes -concluyó haciendo un círculo con los brazos alrededor de la cabeza.
– ¿Dónde está su hogar?
El hombre se señaló la frente. Eso tenía sentido para Ricky.
– Bueno, pues, que le vaya bien -dijo Ricky.
– Sí, señor. Sí, señor. Que Dios le bendiga. -Y retomó su letanía el hombre-: ¿Tiene calderilla?
Ricky se alejó y, de repente, se preguntó si habría condenado a ese indigente por el mero hecho de hablar con él. Se dirigió hacia la parada de taxis. ¿Acaso todas las personas con las que se relacionase se convertirían en un blanco? Le había sucedido a la detective, podía haberle ocurrido a Lewis. Y Zimmerman. Un herido, un desaparecido, un muerto.
«Si tuviera un amigo, no podría llamarlo -pensó-. Si tuviera una amante, no podría ir a verla. Si tuviera un abogado, no podría pedirle hora. Si tuviera dolor de muelas, ni siquiera podría ir a que me pusieran un empaste sin poner en peligro al dentista. Las personas a quienes toco se convierten en vulnerables.»
Ricky se detuvo en la acera y se observó las manos.
«Veneno -pensó-. Me he convertido en veneno.»
Abatido por esa idea, pasó de largo la fila de taxis que esperaban. Siguió por la ciudad en dirección a Park Avenue. Los ruidos y el ajetreo de la ciudad, un movimiento y un sonido incesantes, no lo alcanzaban, de modo que avanzaba en lo que le parecía un silencio absoluto, ajeno al mundo que lo rodeaba, mientras era como sí su propio mundo se redujera con cada paso que daba. Estaba a unas sesenta manzanas de su casa y las recorrió todas apenas consciente de haber respirado siquiera durante el trayecto.
Se encerró en su casa y se desplomó en la butaca de su consulta.
Ahí pasó el resto del día y toda la noche, temeroso de salir, temeroso de estarse quieto, temeroso de recordar, temeroso de dejar la mente en blanco, temeroso de estar despierto, temeroso de dormir.
Debió de haber echado una cabezada en algún momento hacia la madrugada porque, cuando se despertó, el día ya brillaba en las ventanas. Tenía el cuello rígido y todas las articulaciones le crujieron irritadas por haber pasado la noche sentado. Se levantó con cuidado y fue al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes y se mojó la cara. Se miró un momento en el espejo y observó que la tensión parecía haber dejado huella en todas sus líneas y ángulos. Pensó que desde los últimos días de su mujer no había tenido un aspecto tan cercano a la desesperación, sentimiento que, según admitió compungido, era el más parecido emocionalmente a la muerte.
El calendario con la equis en la mesa ya tenía más de dos terceras partes llenas.
Marcó otra vez el número del doctor Lewis en Rhinebeck, en vano. Llamó a información de esa zona, pensando que tal vez tuviera un nuevo teléfono, pero no logró nada. Pensó en llamar al hospital o al depósito de cadáveres para averiguar qué era cierto y qué era falso, pero se abstuvo. No estaba seguro de querer saber la respuesta.
Lo único a lo que podía aferrarse era un comentario que había hecho Lewis durante su conversación. Todo lo que Rumplestiltskin estaba haciendo era, al parecer, para acercar más a Ricky hacia él.
Pero Ricky no podía imaginar con qué fin, aparte de la muerte.
El Times estaba frente a su puerta, lo recogió y vio su pregunta en la parte inferior de la portada, junto a un anuncio que pedía hombres para un experimento sobre la impotencia. El rellano de su casa estaba silencioso y vacío. Era un espacio poco iluminado, polvoriento. El único ascensor pasó de largo con un crujido. Las demás puertas, pintadas todas de negro con un número dorado en el centro, estaban cerradas. Supuso que la mayoría de los inquilinos estaría de vacaciones.
Repasó con rapidez las páginas del periódico, con cierta esperanza de que la respuesta estuviera en su interior porque, después de todo, Merlin había oído la pregunta y seguramente la habría transmitido a su jefe. Pero no encontró ningún indicio de Rumplestiltskin en el periódico. No le sorprendió. No le parecía probable que usara la misma técnica dos veces, porque eso lo haría más vulnerable, tal vez más reconocible.
La idea de tener que esperar la respuesta veinticuatro horas le resultaba agobiante. Sabía que tenía que avanzar incluso sin ayuda. Lo único que le pareció viable fue intentar encontrar los historiales de las personas que atendió en la clínica donde había trabajado tan poco tiempo veinte años atrás. Era una posibilidad muy remota pero, por lo menos, le daría la impresión de que estaba haciendo algo más que esperar que venciera el plazo. Se vistió deprisa y se dirigió a la puerta de su piso. Pero una vez estuvo con la mano en el pomo, a punto de salir, se detuvo. Una oleada repentina de ansiedad le recorrió el cuerpo; el corazón se le aceleró y las sienes empezaron a palpitarle. Era como si un calor insoportable le hubiese traspasado hasta el centro de su cuerpo. Una parte de él le gritaba advirtiéndole que no saliera, que fuera de su casa no estaba seguro. Por un instante, le hizo caso y retrocedió.
Inspiró hondo para intentar controlar este pánico desmedido.
Reconoció lo que le estaba pasando. Había tratado a muchos pacientes con ataques de ansiedad parecidos. En el mercado había Xanax, Prozac y antidepresivos de toda clase, y a pesar de su renuencia a recetar, se había visto obligado a hacerlo en más de una ocasión.
Se mordió el labio inferior al comprender que una cosa es tratar algo y otra vivirlo. Se alejó otro paso de la puerta con la mirada puesta en la hoja mientras imaginaba lo que había al otro lado, tal vez en el rellano, sin duda en la calle, donde le esperaban todo tipo de terrores. Había demonios aguardándole en la acera, como una muchedumbre enfurecida. Un oscuro viento parecía envolverlo y pensó que, si salía, seguramente moriría.
En ese instante fue como si todos los músculos le gritaran que retrocediera, que se refugiara en la consulta y se escondiera.
Clínicamente, conocía la naturaleza de su pánico.
La realidad, sin embargo, era mucho más dura.
Combatió el impulso de retroceder y notó cómo sus músculos se tensaban y se quejaban, igual que cuando uno tiene que levantar algo muy pesado del suelo y se produce esa medición instantánea de la fuerza frente al peso, términos de una ecuación que da como resultado levantarlo y transportarlo o dejarlo en el suelo.
Éste era uno de esos momentos para Ricky, y necesitó hasta el último ápice de voluntad para superar la sensación de miedo total y absoluto.
Como un paracaidista que se lanza a la oscuridad sobre territorio enemigo, logró obligarse a abrir la puerta y salir. Dar ese paso le resultó casi doloroso.
Cuando llegó a la calle, estaba sudando y mareado por el esfuerzo. Debía de tener los ojos desorbitados, estar pálido e ir desaliñado, porque un joven que pasaba se volvió y lo miró antes de acelerar el paso y alejarse deprisa. Ricky avanzó casi tambaleante hacia la esquina, donde podía parar con más facilidad un taxi.
Llegó a la esquina, se paró para enjugarse el sudor de la cara y se acercó al bordillo con la mano en alto. En ese instante, un taxi amarillo se detuvo milagrosamente delante de él para que bajara un pasajero. Ricky sostuvo la puerta abierta para quien se apeaba y, de ese modo tan habitual en la ciudad, conseguir taxi.
Quien salió fue Virgil.
– Gracias, Ricky -dijo la mujer con ligereza. Se ajustó las gafas de sol que llevaba y sonrió ante la consternación que debió de reflejar el rostro de él-. Te he dejado el periódico para que lo leas -añadió.
Y sin más, se alejó deprisa por la calle. En unos segundos, había doblado la esquina y desaparecido.
– Oiga, ¿quiere que lo lleve o no? -le urgió con brusquedad el taxista. Ricky seguía sujetando la puerta, de pie en el bordillo.
Miró dentro y vio un ejemplar del Times de ese día doblado en el asiento, así que subió al coche-. ¿Adónde? -preguntó el hombre.
Ricky fue a contestar pero se detuvo.
– La mujer que acaba de bajar, ¿dónde la recogió? -preguntó a su vez.
– Era muy rara -contestó el taxista-. ¿La conoce?
– Si. Más o menos.
– Bueno, me para a dos manzanas de aquí, me dice que siga allí mismo con el taxímetro en marcha todo el rato mientras ella está ahí sentada sin hacer nada excepto mirar por la ventanilla y tener el móvil pegado a la oreja, pero sin hablar con nadie, sólo escuchando. De repente me dice «¡Vamos allí!» y me señala donde está usted. Me pasa un billete de veinte por el cristal y me dice: «Ese hombre es su próximo cliente. ¿Lo entiende?». Le contesto: «Lo que usted diga, señora», y hago lo que me ha pedido. Y aquí está usted. Era muy atractiva, la señora. ¿Adónde vamos?
– ¿No se lo dijo ella? -preguntó Ricky tras una pausa.
– Ya lo creo, joder -sonrió el taxista-. Pero me dijo que tenía que preguntárselo de todos modos, para ver si lo adivinaba.
– Al hospital Columbia Presbyterian -asintió Ricky-. La clínica para pacientes externos de la Ciento cincuenta y dos con West End.
– ¡Bingo! -exclamó el conductor, que puso en marcha el taxímetro y aceleró para unirse al tráfico de media mañana.
Ricky tomó el periódico que yacía en el asiento. Al hacerlo, se le ocurrió una pregunta y se inclinó hacia la mampara de plástico entre conductor y pasajero.
– Oiga -dijo-. ¿Esa mujer le dijo qué hacer si yo le daba otra dirección? ¿Un sitio distinto del hospital?
El taxista sonrió.
– ¿Qué es esto, alguna clase de juego?
– Podría decirse así -contestó Ricky-. Pero no creo que le gustara jugarlo.
– No me importaría jugar a una o dos cosas con ella, ya me entiende.
– Si le importaría -le contradijo Ricky-. Puede pensar que no, pero yo le aseguro que sí.
– Ya -asintió el hombre-. Algunas mujeres con el aspecto de esa causan más problemas de lo que valen. Podría decirse que no valen lo que cuesta la entrada.
– Exactamente -aseguró Ricky.
– En cualquier caso, tenía que llevarle al hospital dijera lo que dijera. Me explicó que usted lo entendería cuando llegáramos. Me dio cincuenta dólares para que lo llevara.
– Tiene dinero -dijo Ricky, y se reclinó en el asiento.
Respiraba con dificultad y el sudor le seguía nublando los ojos y manchándole la camisa. Abrió el periódico.
Encontró lo que buscaba en la página 113, escrito con el mismo bolígrafo rojo y en mayúsculas sobre un anuncio de lencería de los almacenes Lord amp; Taylor, de modo que las palabras cubrían la figura esbelta de la modelo y tapaban la ropa interior que lucía.
Ricky se acerca cada vez más, en su búsqueda hacia atrás.
La ambición la mente le nubló, y lo que decía la mujer ignoró.
La dejó confusa, a la deriva, tan perdida que le costó la vida.
El hijo, que vio la equivocación, quiere vengarse sin dilación.
Antes era pobre y rico ahora; cumplirá su deseo sin demora.
¿Visitar los archivos del hospital bastará para lograr el triunfo final?
Hay algo que Ricky no puede olvidar:
tiene setenta y dos horas para jugar.
Los versos parecían burlones y cínicos a pesar de su estructura infantil. Le recordó un poco la infinita tortura del patio de un jardín de infancia, con burlas e insultos cantarines. Sin embargo, los resultados que Rumplestiltskin tenía en mente no eran infantiles. Ricky arrancó la página, la dobló y se la metió en un bolsillo.
Arrojó el resto del Times al suelo del taxi. El conductor maldecía entre dientes al tráfico, manteniendo una conversación constante con todos los camiones, coches y algún que otro ciclista o peatón que le obstruían el paso. Lo más interesante de su conversación era que nadie podía oírla. No bajaba la ventanilla y gritaba palabrotas, ni tocaba el claxon como hacen algunos taxistas en una reacción nerviosa al tráfico que los rodea. En lugar de eso, ese hombre se limitaba a hablar, daba instrucciones, lanzaba desafíos e indicaba maniobras mientras conducía, con lo que, en cierto modo extraño, debía sentirse relacionado, o por lo menos como si interactuara con todo lo que se situaba en su campo visual. O en su punto de mira, según como se viera. Ricky pensó que era algo insólito pasarse todos los días de la vida teniendo conversaciones que nadie oía. Pero después se preguntó si no hacemos todos lo mismo.
El taxi lo dejó frente al enorme complejo del hospital. Vio la entrada de urgencias al final del edificio, con un rótulo de grandes letras rojas y una ambulancia delante. Un escalofrío le recorrió la espalda a pesar del sofocante calor del verano. Fue un frío determinado por la última vez que había estado en el hospital, con ocasión de una visita a su esposa, cuando ésta todavía luchaba contra la enfermedad que acabaría con su vida, sometiéndose a radio y quimioterapia así como a las demás medidas contra la terrible dolencia que destruía su cuerpo. La sección de oncología ocupaba otra parte del complejo, pero eso no lo libró de la sensación de impotencia y temor que volvió a surgir en él, idéntica a la última vez que había estado en la calle frente al hospital. Alzó los ojos hacia los imponentes edificios de ladrillo. Pensó que había estado en el hospital tres veces en su vida: la primera, cuando trabajó seis meses en la clínica para pacientes externos, antes de montar una consulta privada; la segunda, cuando ese centro se sumó a la larga serie que su mujer recorrió en su batalla fútil contra la muerte; y esta tercera, en que regresaba para averiguar el nombre de la paciente a la que había ignorado o desatendido y que ahora amenazaba su propia vida.
Avanzó en dirección a la entrada y, curiosamente, detestó el hecho de saber dónde se guardaban los historiales médicos.
En el mostrador de los archivos de historiales médicos había un empleado panzudo de mediana edad con una estridente camisa de estampado hawaiano y unos desastrados pantalones caqui. Miró a Ricky con asombro cuando éste le explicó el motivo de su visita.
– ¿Qué quiere exactamente de hace veinte años? -dijo con incredulidad.
– Todos los historiales de la clínica psiquiátrica para pacientes externos correspondientes al periodo de seis meses en que trabajé en ella. Cada paciente que venía recibía un número clínico y se le abría un expediente, incluso aunque sólo viniera una vez. Esos expedientes contienen todas las notas que se tomaban del caso.
– No estoy seguro de que esos historiales se hayan introducido en el ordenador -comentó el empleado.
– Apuesto a que sí. Vamos a comprobarlo.
– Llevará algún tiempo, doctor -aseguró el hombre-. Y tengo muchas otras peticiones.
Ricky reflexionó un momento sobre lo fácil que les resultaba a Virgil y Merlin lograr que la gente hiciera cosas sencillas ofreciéndoles dinero. Llevaba doscientos cincuenta dólares en la cartera y sacó doscientos, que dejó sobre el mostrador.
– Esto facilitará las cosas -dijo-. Quizá me ponga el primero de la cola.
El empleado miró alrededor, vio que nadie lo estaba observando y cogió el dinero.
– Estoy a su disposición, doctor -repuso con una sonrisita. Se metió el dinero en el bolsillo y movió la mano-. Veamos qué podemos encontrar -dijo, y empezó a teclear en el ordenador.
Los dos hombres tardaron el resto de la mañana en obtener una lista de números de expediente. Si bien consiguieron aislar el año en cuestión, no se podía determinar informáticamente si esos números eran de hombres o de mujeres, y tampoco había ningún código que identificara qué médico había visitado a cada paciente. Ricky había estado en la clínica desde marzo hasta principios de septiembre. El empleado logró ceñirse a ese período. Para reducir aún más la selección, Ricky supuso que la madre de Rumplestiltskin había acudido en los meses de verano, hacia veinte años.
En ese lapso se habían abierto doscientos setenta y nueve expedientes de nuevos pacientes en la clínica.
– Si quiere encontrar a una persona concreta -dijo el hombre-, tendrá que examinar cada expediente. Yo se los puedo buscar, pero después es cosa suya. No será fácil.
– No pasa nada -aseguró Ricky-. No esperaba que lo fuera.
El empleado condujo a Ricky a una mesita metálica en un rincón de su oficina. Ricky se sentó en una silla de madera mientras el hombre empezaba a llevarle los expedientes. Tardó por lo menos diez minutos en reunir los doscientos setenta y nueve, que depositó en el suelo al lado de Ricky. Luego le proporcionó un bloc y un bolígrafo y se encogió de hombros.
– Procure no desordenarlos -pidió-. Así no tendré que archivarlos de nuevo uno a uno. Y vaya con cuidado con todas las entradas, por favor; no mezcle los documentos y las notas de un expediente con los de otro. No es que piense que alguien quiera volver a consultarlos, desde luego. No sé ni por qué los guardamos. Pero yo no dicto las normas. ¿Usted sabe quién dicta las normas?
– No -contestó Ricky mientras alargaba la mano hacia el primer archivo-. No lo sé. La dirección del hospital, seguramente.
El hombre se carcajeó con desdén.
– Oiga -dijo mientras regresaba al mostrador-. Usted es psiquiatra, doctor. Creía que lo suyo era ayudar a la gente a crear sus propias normas.
Ricky no contestó pero consideró que era una afirmación inteligente. El problema era que todas las personas seguían sus propias normas. Sobre todo Rumplestiltskin. Tomó el primer expediente del primer montón y lo abrió. De repente pensó que era como abrir una carpeta de la memoria.
Las horas le pasaron volando. Leer aquellos expedientes era un poco como estar en medio de una catarata de desesperación.
Cada uno contenía el nombre de una paciente, su dirección, parientes cercanos e información del seguro, si la había. En las hojas de diagnóstico había notas mecanografiadas. También había el tratamiento sugerido. De forma sucinta y rápida, cada nombre estaba desglosado en su esencia psicológica. La terminología utilizada era incapaz de ocultar las amargas verdades que yacían tras la llegada de cada persona a la clínica: abusos sexuales, rabia, palizas, drogadicciones, esquizofrenia, delirios: una caja de Pandora de las enfermedades mentales. La clínica para pacientes externos del hospital había sido un vestigio del activismo de los años sesenta, un plan de buenas obras para ayudar a los menos afortunados abriendo las puertas del hospital a la comunidad. La palabra clave de la época era «devolver». La realidad había sido más dura y menos utópica. Los pobres de la ciudad padecían una amplia serie de enfermedades, y muy pronto la clínica había descubierto que no era más que un mero dedo en un dique que tenía millares de fugas de agua. Ricky había llegado al término de su formación psicoanalítica. Al menos, ésta había sido su razón oficial. Pero cuando se incorporó al personal de la clínica, estaba lleno del idealismo y la determinación de la juventud. Recordaba haber cruzado las puertas con aversión por el elitismo de la profesión a la que accedía, decidido a llevar las técnicas analíticas a una amplia gama de personas desesperadas. Este sentido liberal del altruismo le había durado una semana.
Los cinco primeros días, un paciente que quería muestras de fármacos había disparado contra la mesa de Ricky; un loco que oía voces y lanzaba puñetazos le había atacado; un proxeneta furioso había interrumpido una sesión con una mujer joven, provisto de una navaja con la que logró rajar la cara a su ex novia y el brazo al guardia de seguridad antes de ser reducido; y había tenido que enviar a una preadolescente a urgencias para que le curaran quemaduras de cigarrillo en brazos y piernas cuya autoría no quiso revelar. La recordaba muy bien; era puertorriqueña y tenía unos bonitos y dulces ojos negros del mismo color que su cabello, y había ido a la clínica sabiendo que alguien estaba enfermo y que muy pronto ella aprendería en carne propia que los malos tratos generan malos tratos de una forma mucho más dramática de lo que cualquier estudio gubernamental de ensayos clínicos llegara a determinar nunca. No tenía seguro ni forma de pagar, así que Ricky la visitó cinco veces, que era lo que el Estado permitía, e intentó sonsacarle información, pero ella sabía que revelar quién la torturaba probablemente le costaría la vida. Ricky recordaba que era un caso perdido. Y sabía que, si sobrevivía, seguiría estando condenada.
Tomó otro expediente y se preguntó cómo había logrado durar seis meses en la clínica. Pensó que todo ese tiempo se había sentido impotente, y que la impotencia que ahora sentía ante Rumplestiltskin no era distinta.
Con ese pensamiento impulsando sus emociones, se dedicó a la lectura de los doscientos setenta y nueve expedientes de las personas que había tratado tantos años atrás.
Dos terceras partes de esas personas eran mujeres. Como muchas de las casadas con la pobreza, exhibían los harapos de la enfermedad mental de modo tan evidente como los cortes y cardenales de los malos tratos que recibían a diario. Lo había visto todo, desde la adicción hasta la esquizofrenia. Cuán impotente se había sentido. Había huido de vuelta a la clase media alta de donde procedía, donde la baja autoestima y los problemas que la acompañaban podían hablarse para lograr si no su curación, si su aceptación. Se había sentido estúpido al intentar hablar con algunos de los pacientes de la clínica, como si el diálogo pudiera resolver su angustia mental, cuando lo más probable era que un revólver y unas buenas agallas les hubieran sido más útiles, elección que, según recordaba, unos cuantos habían hecho después de darse cuenta de que una cárcel era preferible a la otra.
Abrió otro expediente y vio sus notas escritas a mano. Las sacó y procuró relacionar el nombre del paciente con las palabras que había garabateado. Pero las caras parecían etéreas, ondulantes, como el calor distante sobre una carretera un día de verano.
«¿Quién eres? -preguntó en silencio, y añadió-: ¿Qué ha sido de ti?»
A unos pasos de distancia, al empleado de los archivos se le cayó un lápiz al suelo y, soltando un juramento, se agachó a recogerlo.
Ricky lo observó incorporarse de nuevo ante la pantalla de su ordenador. Y en ese instante vio algo. Fue como si el modo en que la espalda del hombre se encorvaba, el tic nervioso que le llevaba a repiquetear la mesa con el lápiz y la forma como se inclinaba hablaran un lenguaje que Ricky debería haber entendido desde el primer momento, a partir del modo como el hombre había cogido el dinero. Pero Ricky era sólo un principiante en estos menesteres y pensó que eso explicaba por qué había tardado tanto en comprender. Se levantó de la mesa y se situó detrás del hombre.
– ¿Dónde está? -preguntó en voz baja, y sujetó con fuerza la nuca del hombre.
– ¡Oiga! ¿Qué…? -Lo había pillado por sorpresa. Intentó cambiar de posición, pero la presa de Ricky le limitaba los movimientos-. ¡Ay! ¿Qué demonios hace?
– ¿Dónde está? -repitió Ricky con fiereza.
– ¿De qué habla? ¡Joder! ¡Suélteme!
– No hasta que me diga dónde está -dijo Ricky, y con la otra mano empezó a apretar el cuello del hombre-. ¿No le dijeron que yo era un desesperado? ¿No le dijeron la presión a la que estoy sometido? ¿No le dijeron que puedo ser inestable, que podría hacer cualquier cosa?
– ¡No! ¡Por favor! ¡Ay! ¡No, mierda, no lo dijeron! ¡Suélteme!
– ¿Dónde está?
– ¡Se lo llevaron!
– No le creo.
– ¡De verdad!
– De acuerdo. ¿Quién se lo llevó?
– Un hombre y una mujer. Hace dos semanas. Vinieron aquí.
– ¿El hombre iba bien vestido, era barrigón y se presentó como abogado? ¿La mujer era muy atractiva?
– ¡Sí! Los mismos. ¿De qué mierda va todo esto?
Ricky soltó al hombre, que al instante se apartó de él.
– Dios mío -exclamó mientras se frotaba la clavícula-. ¿A qué viene tanto follón?
– ¿Cuánto le pagaron?
– Más que usted. Mucho más. No pensé que fuese tan importante, ¿sabe? Sólo era un viejo expediente que nadie había mirado en dos décadas. ¿Qué problema hay?
– ¿Para qué le dijeron que era?
– El hombre explicó que tenía relación con un asunto legal referente a una herencia. No lo vi claro, ¿sabe? La gente que viene a esta clínica no suele recibir gran cosa en herencia. Pero el hombre me dio su tarjeta y me dijo que devolvería el expediente cuando ya no lo necesitase. No vi ningún problema en ello.
– Sobre todo cuando le dio dinero.
El hombre parecía renuente, pero se encogió de hombros.
– Mil quinientos. En billetes nuevos de cien. Los sacó de un fajo, como un gángster antiguo. Tengo que trabajar dos semanas para ganar ese dinero, ¿sabe?
La coincidencia de la cantidad no pasó desapercibida a Ricky.
El valor en centenares de quince días. Echó un vistazo al montón de expedientes y se desesperó al pensar en las horas desperdiciadas. Miró otra vez al empleado.
– ¿Así que el archivo ya no está?
– Lo siento, doctor. No pensé que fuera tan importante. ¿Quiere la tarjeta de ese abogado?
– Ya tengo una. -Siguió mirándolo fijamente-. Tomaron el expediente y le pagaron, pero usted no es tan estúpido, ¿verdad?
– ¿Qué quiere decir?
El hombre se movió con nerviosismo.
– Quiero decir que no es tan estúpido. Y no ha trabajado en un archivo de historiales todos estos años sin aprender algo sobre guardarse las espaldas, ¿no? Por lo tanto, en estos montones falta un expediente, pero usted hizo algo.
– ¿De qué está hablando?
– No entregó ese expediente sin fotocopiarlo antes, ¿verdad?
No importa cuánto le pagara ese hombre, pensó que tal vez alguien más interesado podría tener más dinero que el abogado y la mujer. De hecho, puede que incluso ellos le dijeran que alguien podría venir a buscarlo, ¿me equivoco?
– Puede que lo dijeran.
– Y tal vez usted pensó que podría sacar otros mil quinientos o incluso más silo fotocopiaba, ¿correcto?
– ¿Va a pagarme también? -repuso el hombre.
– Considere como pago que no llame a su jefe -dijo Ricky.
El hombre suspiró a la vez que calibraba esta afirmación, pero vio suficiente cólera y estrés en la cara de Ricky para creérsela.
– No había gran cosa en el expediente -indicó despacio-. Un formulario de ingreso y un par de hojas con notas e instrucciones unidas a un formulario de diagnóstico. Es lo que fotocopié.
– Deme esos papeles -exigió Ricky.
El hombre vaciló.
– No quiero más problemas -soltó-. Suponga que viene alguien más buscando este material.
– Yo soy la única persona que podría venir -aseguró Ricky.
El hombre se agachó y abrió un cajón, de donde sacó un sobre que entregó a Ricky.
– Tenga -dijo-. Y ahora déjeme en paz.
Contenía los documentos necesarios. Ricky resistió el impulso de estudiarlos ahí mismo, diciéndose que tenía que estar solo cuando investigara su pasado. Se guardó el sobre en la chaqueta.
– ¿Eso es todo? -preguntó.
El hombre vaciló, volvió a agacharse y sacó otro sobre, éste más pequeño, del cajón de la mesa.
– Tenga -dijo-. Esto también va. Estaba sujeto al exterior del expediente, con un clip. No se lo di al hombre. No sé por qué.
Imaginé que ya lo tenía, porque parecía saberlo todo sobre el caso.
– ¿Qué es?
– Un informe policial y un certificado de defunción.
Ricky inspiró hondo y se llenó los pulmones con el aire viciado del sótano del hospital.
– ¿Qué es tan importante sobre una pobre mujer que vino al hospital hace veinte años? -preguntó el empleado.
– Alguien cometió un error -contestó Ricky.
– Y ahora alguien tiene que pagar, ¿eh? -comentó el hombre, que pareció aceptar esa explicación.
– Eso parece -respondió Ricky mientras se disponía a marcharse.
Ricky salió del hospital sintiendo aún un cosquilleo en las manos, en especial en los dedos que había hincado en la nuca del empleado. No recordaba ningún momento de su vida en que hubiera usado la fuerza para lograr algo. Pensaba que vivía en un mundo de persuasión y de diálogo; la idea de haber usado la fuerza física para amenazar al empleado, aunque fuera de modo tan modesto, le indicaba que estaba cruzando algún tipo de barrera extraña o superando alguna clase de demarcación tácita. Él era un hombre de palabras o, por lo menos, eso había creído hasta recibir la carta de Rumplestiltskin. En el bolsillo llevaba el nombre de la mujer que había tratado en un momento de transición en su propia vida.
Se preguntó si había llegado a otra demarcación de ese tipo. Y, al mismo tiempo, si estaría al borde del camino que lo llevaría a convertirse en algo nuevo.
Se dirigió hacia el río Hudson cruzando el enorme complejo hospitalario. Había un patio pequeño cerca de la parte delantera del Harkness Pavilion, una rama de las instalaciones que se encargaba de los especialmente ricos y especialmente enfermos. Eran edificios inmensos, de varias plantas, construidos con ladrillo y piedra, lo que reflejaba solidez y resistencia, y se elevaban desafiantes ante las muchas caras de los infinitesimales y enclenques organismos patógenos. Recordaba el patio como un lugar tranquilo, donde uno podía sentarse en un banco y dejar que los ruidos de la ciudad se desvanecieran para quedarse a solas con el odioso problema que lo corroyera por dentro.
Por primera vez en casi dos semanas, la sensación de ser seguido y observado había desaparecido. Estaba seguro de estar solo.
No esperaba que esta situación durara.
No tardó mucho en localizar un banco y en unos momentos estaba sentado, con el expediente y el sobre que le había dado el empleado en el regazo. Para un transeúnte, parecería sólo un médico o un familiar que dedicaba un rato fuera del hospital a reflexionar sobre alguna cuestión o a dar un bocado para almorzar.
Ricky vaciló, un poco inseguro sobre lo que podría desenterrar al leer los documentos, y abrió la carpeta.
El nombre de aquella paciente que había visitado hacía veinte años era Claire Tyson.
Contempló las letras del nombre. No le decían nada.
Ninguna cara le vino a la memoria. Ninguna voz le resonó en el oído, recordada tras tanto tiempo. Ningún gesto, expresión ni tono cruzó la barrera de los años. Los acordes de la memoria permanecieron silenciosos. Sólo era un nombre entre los muchos de aquella época.
Su incapacidad de recordar un solo detalle lo dejó frío.
Leyó con rapidez el formulario de ingreso. La mujer presentaba un estado de depresión aguda acompañada de ansiedad fóbica. Había llegado a la clínica desde urgencias, donde había ido por contusiones y laceraciones. Había indicios de violencia doméstica con un hombre que no era el padre de sus tres hijos pequeños, de diez, ocho y cinco años. Tenía sólo veintinueve años y había dado la dirección de un piso cerca del hospital; Ricky recordó que era una parte inmunda de la ciudad. No tenía seguro de enfermedad y trabajaba de dependienta a tiempo parcial en una tienda de comestibles. No era originaria de Nueva York, y en la casilla de parientes próximos figuraba su familia en una pequeña población al norte de Florida. Sus números de la seguridad social y de teléfono eran los únicos otros datos incluidos en el formulario de ingreso.
Pasó a la segunda hoja, un formulario de diagnóstico, y reconoció su letra. Las palabras le llenaron de terror. Eran sucintas, secas, concisas. Carecían de pasión y compasión.
La señorita Tyson afirma tener veintinueve años y ser madre de tres hijos pequeños. Actualmente mantiene una relación conflictiva con un hombre que no es el padre de los niños. Afirma que éste la abandonó hace unos años para irse a trabajar a una plataforma petrolífera en el suroeste. No tiene seguro de enfermedad y sólo puede trabajar a tiempo parcial, ya que no dispone de medios para contratar una niñera que se ocupe de sus hijos. Recibe prestaciones sociales del estado, del programa federal de ayuda a familias con menores dependientes, vales canjeables por alimentos y vivienda subvencionada. También manifiesta que no puede regresar a su Florida natal porque se distanció de sus padres debido a su relación con el padre de sus hijos. Afirma, además, que no dispone de fondos para ese traslado.
Clínicamente, la señorita Tyson parece una mujer de inteligencia superior a la media, que se preocupa mucho por sus hijos y su bienestar. Posee titulación secundaria y dos años de universidad, estudios que dejó al quedarse embarazada. Parece muy desnutrida y presenta un tic persistente en el párpado derecho. Evita el contacto visual al comentar su situación y sólo levanta la cabeza cuando se le pregunta por sus hijos, a quienes afirma querer mucho. Niega oír voces, pero admite llantos espontáneos de desesperación que no puede controlar. Dice que sólo sigue viva por sus hijos, pero niega cualquier tendencia suicida. Niega tener dependencia o adicción a las drogas y no se han detectado signos visibles de consumo de narcóticos, pero se ha ordenado un estudio toxicológico.
Diagnóstico inicial: depresión aguda persistente debida a la pobreza. Trastornos de la personalidad. Posible consumo de drogas.
Recomendación: tratamiento como paciente externo durante las cinco sesiones que establece el estado.
Y había firmado al final de la página. Mientras observaba su firma se preguntó si en realidad no habría firmado su sentencia de muerte.
En otra hoja se señalaba que Claire Tyson había vuelto a verlo a la clínica cuatro veces pero que no se había presentado a la quinta y última sesión. Ricky pensó que al menos en eso su viejo mentor, el doctor Lewis, estaba equivocado. Pero entonces se le ocurrió otra cosa, así que desdobló la copia del certificado de defunción y comparó su fecha con la inicial del tratamiento en el formulario de la clínica.
Quince días.
Se retrepó en el banco. La mujer había ido al hospital, se la habían pasado a él, y medio mes después estaba muerta.
El certificado de defunción parecía quemarle la mano. Claire Tyson se había ahorcado en el cuarto de baño de su casa con un cinturón de hombre pasado por una cañería descubierta. La autopsia reveló que poco antes de su muerte había recibido una paliza y que estaba embarazada de tres meses. Un informe policial grapado al certificado de defunción indicaba que se había interrogado a un hombre llamado Rafael Johnson respecto de la paliza, pero no había sido detenido. Los tres niños habían pasado a disposición del Departamento de Asistencia al Menor.
«Aquí está», pensó Ricky.
Ninguna de las palabras impresas en los formularios conseguía transmitir el horror de la vida y la muerte de Claire Tyson. La palabra «pobreza» no reflejaba un mundo lleno de ratas, suciedad y desesperación. La palabra «depresión» a duras penas sugería el peso terrible que debió de sobrellevar. En el remolino de la vida que atrapó a la joven Claire Tyson sólo había habido una cosa que le daba significado: los tres niños.
«El mayor -pensó Ricky-. Debió de contarle al mayor que iba al hospital a verme y recibir ayuda. ¿Le diría que era su única posibilidad? ¿Que era la promesa de algo distinto? ¿Qué dije que le dio alguna esperanza; esperanza que transmitió a sus hijos?
Fuera lo que fuese, resultó insuficiente porque se había suicidado.
El suicidio de Claire Tyson tuvo que ser el momento fundamental en la vida de esos tres niños, en particular del mayor. Pero no había dejado la menor huella en su propia vida. Cuando la mujer no se presentó a su última cita, él no había hecho nada. No recordaba haber hecho siquiera una llamada para interesarse por ella. En lugar de eso, había archivado los documentos en una carpeta y se había olvidado de ella. Y de los niños.
Y ahora, uno de ellos quería acabar con él.
«Encuentra a ese niño y encontrarás a Rumplestiltskin», pensó.
Se levantó del banco pensando que tenía mucho que hacer, extrañamente satisfecho de que las presiones de tiempo fueran tan acuciantes porque, de otro modo, se habría visto obligado a reflexionar sobre lo que había hecho, o no hecho, veinte años antes.
Ricky pasó el resto del día en el infierno burocrático de Nueva York.
Provisto sólo de un nombre y una dirección de hacia veinte años, lo fueron pasando de una oficina a otra y de un funcionario a otro por todo el Departamento de Asistencia al Menor del centro de Manhattan en su intento de averiguar qué les había ocurrido a los tres hijos de Claire Tyson. Lo más frustrante de su incursión en el mundo administrativo era que él, y todos los funcionarios de todas las oficinas que recorrió, sabían que en alguna parte había algún archivo sobre los niños. Encontrarlo entre los registros informáticos inadecuados y las salas llenas de archivadores resultó imposible, por lo menos en principio. Era evidente que iba a ser una indagación larga y persistente. Ricky deseó haber sido un periodista de investigación o un detective privado, el tipo de personalidad con paciencia para pasar interminables horas con viejos registros.
El no la tenía. Y tampoco tiempo.
«Hay tres personas en este mundo unidas a mí a través de este frágil hilo y podría costarme la vida», se dijo mientras se enfrentaba a otro funcionario de otra oficina. La idea le confirió una urgencia extrema.
Estaba de pie frente a una mujer corpulenta y agradable de origen hispano en el registro del tribunal de menores. Tenía una mata enorme de cabello negro que se apartaba con brusquedad de la cara para que unas gafas de montura plateada extrañamente modernas dominaran su aspecto.
– No es mucho para empezar, doctor -dijo.
– Es lo único que tengo -contestó él.
– Si estos tres niños fueron adoptados, seguramente los registros fueron sellados. Pueden abrirse, pero sólo con orden judicial.
No es imposible de obtener, pero sí difícil, ya me entiende. Lo que tenemos, en su mayoría, son niños que han crecido y buscan a sus padres biológicos. Existe un procedimiento para estos casos, pero lo que usted pide es distinto.
– Lo entiendo. Y tengo ciertas limitaciones de tiempo.
– Todo el mundo tiene prisa. Siempre vamos con prisas. ¿Qué es tan urgente después de veinte años?
– Es una emergencia médica.
– Hombre, pues seguro que un juez le escuchará. Aporte documentos y consiga una orden judicial. Entonces podríamos ayudarle en su búsqueda.
– Tardaría días en conseguir una orden judicial.
– Cierto. Los asuntos de palacio van despacio. A no ser que conozca a algún juez. Vaya a verlo y que le firme algo deprisa.
– El tiempo es importante.
– Lo es para la mayoría de la gente. Lo siento. Pero ¿sabe cómo podría irle mejor?
– ¿Cómo?
– Podría lograr más información sobre estas personas que busca si se instala uno de esos fantásticos programas de búsqueda en 2.15 su ordenador. Puede que lo consiga. Sé que algunos huérfanos que investigaban su pasado lo han hecho. Va muy bien. Si contrata a un investigador privado, es lo primero que hará después de meterse su dinero en el bolsillo.
– No uso demasiado el ordenador.
– ¿No? Es el mundo moderno, doctor. Mi hijo de trece años puede encontrar cosas que ni se creería. De hecho, localizó a mi prima Violetta, de la que no sabía nada desde hacía diez años.
Trabajaba en un hospital de Los Ángeles, pero la encontró. Y no le llevó más de un par de días. Debería intentarlo.
– Lo tendré presente -contestó Ricky.
– Iría muy bien que consiguiera el número de la Seguridad Social o algo así -comentó la funcionaria.
Su voz con acento era melodiosa, y resultaba evidente que hablar con Ricky suponía para ella una pausa interesante en su rutina diaria. Era casi como si, aunque le estaba diciendo que no podía ayudarlo, fuera reacia a dejarle partir. Era última hora de la tarde y Ricky pensó que ella tal vez se iría a casa después de atenderle a él, de modo que prolongaba la conversación. Pensó que debería marcharse, pero no estaba seguro de cuál podría ser su siguiente paso.
– ¿Qué clase de médico es usted? -quiso saber la mujer.
– Psicoanalista -dijo Ricky, y vio cómo la respuesta le hacía entornar los ojos.
– ¿Puede leer la mente de la gente, doctor?
– No se trata de eso.
– No, tal vez no. Eso le convertiría en una especie de brujo, ¿no? -Soltó una risita-. Pero seguro que se le da bien adivinar qué va a hacer la gente a continuación.
– Un poco. No tanto como se imagina.
– Bueno, en este mundo, si tienes un poco de información y sabes tocar las teclas adecuadas, puedes hacer buenas suposiciones -sonrió la mujer-. Así es como funciona.
Señaló con la cabeza el teclado y la pantalla que tenía delante.
– Supongo que sí.
Ricky vaciló y bajó los ojos hacia las hojas del expediente del hospital. Miró el informe policial y vio algo que podría ayudarle.
Los agentes que habían interrogado a Rafael Johnson, el compañero violento de la difunta, habían anotado su número de la Seguridad Social.
– Oiga -dijo de repente-, si le doy un nombre y un número de la Seguridad Social, ¿ese ordenador suyo me encontraría a alguien?
– ¿Vive aún aquí? ¿Vota? ¿Lo han detenido, tal vez?
– Puede que las tres cosas. O por lo menos dos de ellas. No sé sí vota.
– Podría. ¿Qué nombre es?
Ricky le mostró el nombre y el número que figuraban en el informe policial. La mujer echó un vistazo rápido alrededor para comprobar que nadie la estaba observando.
– No debería hacer algo así -murmuró-. Pero como usted es médico y todo eso, bueno, vamos a ver.
Movió unas uñas pintadas de rojo por el teclado.
El ordenador emitió unos ruidos y unos pitidos electrónicos.
Ricky vio que aparecía una entrada en la pantalla. La mujer arqueó las cejas, sorprendida.
– Se trata de un chico muy malo, doctor. ¿Seguro que quiere encontrarlo?
– ¿Qué ha salido?
– Tiene un robo, otro robo, una agresión, sospechoso de una red de robo de automóviles, cumplió seis años en Sing Sing por agresión con agravantes. Eso son palabras mayores. Son antecedentes bastante feos.
La mujer siguió leyendo.
– ¡Oh! -exclamó de repente.
– ¿Qué?
– No podrá ayudarlo, doctor.
– ¿Por qué?
– Alguien debió de atraparlo.
– ¿Y?
– Ha muerto. Hace seis meses.
– ¿Muerto?
– Si. Aquí pone «fallecido», y una fecha. Seis meses. Diría que nos libramos de un buen elemento, la verdad. Hay un informe con la entrada. Lleva el nombre de un inspector de la comisaría 41, del Bronx. El caso sigue abierto. Parece que alguien apaleó a Rafael Johnson hasta la muerte. Oh, feo, muy feo.
– ¿Qué pone?
– Parece que después de la paliza, alguien lo colgó de una cañería con su propio cinturón. Eso es feo. Muy feo.
La mujer sacudió la cabeza pero con una sonrisita. No sentía compasión por Rafael Johnson, un hombre que seguramente habría visitado su oficina demasiado a menudo.
Ricky dio un respingo. No le costó adivinar quién había encontrado a Rafael Johnson. Y por qué.
Desde el teléfono del vestíbulo pudo localizar al inspector que había efectuado el informe de la investigación sobre la muerte de Rafael Johnson. No sabía si la llamada daría grandes resultados, pero pensó que, de todos modos, debía hacerla. El inspector mostró una actitud eficiente y enérgica por teléfono, y después de que Ricky se identificara, pareció sentir curiosidad por el motivo de su llamada.
– No recibo demasiadas llamadas de médicos del centro. No suelen moverse en los mismos círculos que el difunto y poco llorado Rafael Johnson. ¿Por qué le interesa este caso, doctor Starks?
– Johnson estaba relacionado con una antigua paciente mía, hace unos veinte años. Estoy intentando ponerme en contacto con sus familiares y esperaba que él pudiera guiarme en la dirección adecuada.
– Lo dudo, doctor, a no ser que estuviera dispuesto a pagarle.
– Rafi habría hecho cualquier cosa por cualquiera, siempre que hubiera dinero de por medio.
– ¿Conocía a Johnson?
– Bueno, digamos que era uno de los puntos de interés de unos cuantos policías de la zona. Era una especie de indeseable. Le costará mucho encontrar a alguien por aquí que dijera algo bueno de él. Traficante. Matón a sueldo. Allanamientos de morada, robos, agresiones sexuales. Más o menos el típico hijoputa de mierda.
Y acabó como cabía esperar y, para serle sincero, doctor, no creo que se derramaran muchas lágrimas en su entierro.
– ¿Sabe quién lo mató?
– Esa es la pregunta del millón, doctor. Pero tenemos una idea bastante clara.
El corazón le dio un vuelco a Ricky.
– ¿De veras? -preguntó-. ¿Han detenido a alguien?
– No. Y no es probable que lo hagamos. Por lo menos, no demasiado pronto.
Con la misma rapidez con que se había llenado de esperanza, volvió a poner los pies en la tierra.
– ¿Y eso por qué?
– Bueno, el caso es que no hay demasiadas pruebas forenses.
Ni siquiera encontramos restos de sangre del agresor porque al parecer Rafi estaba muy bien amarrado cuando lo apalearon y su verdugo llevaba guantes. Así que lo que esperamos es sacarle un nombre a uno de sus colegas y preparar el caso pasando de un tío a otro hasta llegar al asesino.
– Entiendo.
– Pero nadie quiere delatar a quien creemos que mató a Rafael Johnson.
– ¿Por qué no?
– Ah, lealtad entre la escoria. El código de Sing Sing. Pensamos en un hombre con quien Rafael tuvo problemas mientras compartían celda. Parece que se trató de un verdadero problema. Probablemente discutieron sobre quién poseía qué parte del mercado de drogas carcelario, e intentaron matarse mutuamente. Con cuchillos caseros. Una forma muy desagradable de morir, según dicen.
Parece que los dos se llevaron la mala sangre a la calle. Puede que sea una de las historias más viejas del mundo. Tendremos al tipo que se cargó a Rafi cuando detengamos por algo serio a alguno de sus colegas. Tarde o temprano uno de ellos caerá y entonces haremos un trato. Necesitamos poder apretar las clavijas, ¿sabe?
– ¿Así que creen que el asesino fue alguien que Johnson conoció en la cárcel?
– Con toda seguridad. Un tipo llamado Rogers. ¿Conoce a alguien con ese nombre? Un mal bicho. Tan malo como Rafael Johnson, y puede que incluso algo peor porque todavía sigue suelto mientras que Johnson está criando malvas en Staten Island.
– ¿Por qué están tan seguros de que fue él?
– No debería decírselo…
– Comprendo que no quiera darme detalles… -dijo Ricky.
– Bueno, fue poco corriente -prosiguió el policía-. Mire, no pasa nada porque usted lo sepa, siempre que no se lo cuente a nadie. Rogers dejó una tarjeta de visita. Al parecer quería que todos los colegas de Johnson supieran quién se lo había cargado de una Forma tan brutal. Un mensaje para los que seguían en la trena, me imagino. Mentalidad de preso. En cualquier caso, tras atizar a Johnson, dejarle la cara hecha un mapa, romperle ambas piernas, seis dedos, y antes de colgarlo por el cuello, el cabrón dedicó un momento a grabar su inicial en el pecho de Johnson. Una R enorme y sangrienta abierta en la carne. Muy desagradable, pero el mensaje será efectivo, sin duda.
– ¿La letra R?
– Exacto. Menuda tarjeta de visita, ¿eh?
«Lo es -pensó Ricky-. Y la persona a quien iba dirigida acaba de recibirla.»
Ricky prefirió no imaginarse los instantes finales de Rafael Johnson. Se preguntó si el ex convicto y matón habría tenido la menor idea de quién le estaba dando muerte. Cada golpe que Johnson había infligido a la desdichada Claire Tyson veinte años antes le había sido devuelto con intereses. Ricky se dijo que no debería dar demasiadas vueltas a lo que había averiguado, pero había algo evidente: Rumplestiltskin había concebido su venganza con considerable atención y cuidado. Y el alcance de esa venganza era mucho mayor de lo que Ricky había imaginado.
Por tercera vez, marcó el número de la sección de anuncios del New York Times para hacer su última pregunta. Todavía estaba en la cabina del vestíbulo del Palacio de Justicia y tenía que taparse una oreja con un dedo para mitigar el ruido de la gente que salía del trabajo. Al empleado del periódico pareció molestarle que Ricky hubiera llamado un minuto antes de las seis, la hora límite para poner un anuncio.
– Muy bien, doctor. ¿Qué quiere que diga el anuncio?
Su voz fue cortante, directa.
Ricky pensó y dijo:
¿Es quien busco uno de tres?
¿Huérfano de niño, rico después, busca a quienes fueron crueles?
El empleado le leyó las frases sin hacer ningún comentario, como si fuera inmune a la curiosidad. Tomó deprisa la información para enviarle la factura y con la misma rapidez colgó. Ricky no consiguió imaginar qué COSA tan interesante podría esperarle en casa para que su extraño anuncio no le suscitara el menor comentario, pero se sintió agradecido por ello.
Salió a la calle y fue a parar un taxi pero, curiosamente, penso que prefería ir en metro. Las calles estaban abarrotadas del tráfico de la hora punta y un flujo regular de gente se adentraba en las entrañas de Manhattan para tomar un tren hasta casa. Se unió a él y encontró un refugio extraño entre la multitud. El metro iba lleno y no encontró asiento, así que viajó al norte aferrado a una barra de metal, sacudido y empujado por el vaivén del tren y la masa humana. Era casi un lujo ser engullido por tanto anonimato.
Procuró no pensar que por la mañana sólo le quedarían cuarenta y ocho horas. Aunque había hecho la pregunta en el periódico, seguramente ya sabía la respuesta, lo que le daba dos días para averiguar los nombres de los hijos huérfanos de Claire Tyson. Ignoraba silo lograría pero, por lo menos, era algo en lo que podía concentrarse, una información concreta que podría obtener o no, un hecho puro y simple que existía en algún lugar del mundo documental y judicial. No era un mundo en el que se sintiera cómodo, como había quedado demostrado esa tarde. Pero, como mínimo, era un mundo reconocible, y eso le daba alguna esperanza. Escarbó en su memoria, a sabiendas de que su difunta esposa había tenido amistad con varios jueces, y pensó que a lo mejor uno de ellos podría firmarle una orden para registrar los archivos de adopciones. Sonrió al pensar que eso sería una maniobra que Rumplestiltskin no había previsto.
El vagón, que se balanceaba y sacudía, redujo la marcha, lo que le obligó a aferrarse con más fuerza a la barra de metal. Era difícil conservar el equilibrio y chocó contra un joven de pelo largo y mochila, que ignoró el repentino contacto físico.
La parada de metro estaba a dos manzanas de su casa, y Ricky salió de la estación, agradecido de volver al aire libre. Se detuvo, inspiró el aire caliente de la calle y avanzó con rapidez. No se sentía precisamente seguro, sólo lleno de resolución. Decidió que buscaría la libreta de direcciones de su mujer en el trastero del sótano y que esa noche empezaría a llamar a los jueces que ella conocía. Alguno estaría dispuesto a ayudarlo. No era un gran plan pero, por lo menos, era algo. Mientras caminaba con rapidez, se preguntó si había llegado hasta ese punto porque así lo quería Rumplestiltskin o porque había sido inteligente. Y, de forma extraña, la idea de que Rumplestiltskin se hubiera vengado de modo tan terrible de Rafael Johnson, el hombre que había atormentado a su madre, le animó de repente. Pensó que tenía que haber una gran diferencia entre la pequeña negligencia que él había cometido, debida en realidad a las deficiencias burocráticas, y los malos tratos físicos que Johnson había infligido. Se permitió la idea optimista de que tal vez todo lo que le había pasado a él, a su carrera, a sus cuentas bancarias y a sus pacientes, y todos los trastornos y la confusión que había sufrido su vida podrían terminar ahí, con un nombre y algún tipo de disculpa, y que después podría dedicarse a reorganizar su vida.
No se permitió reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la venganza, algo con lo que no estaba familiarizado en absoluto.
Tampoco pensó en la amenaza a uno de sus familiares que todavía lo acechaba en segundo plano.
Lleno, en cambio, de pensamientos si no del todo positivos, por lo menos con cierto viso de normalidad, y con la creencia de que podría tener una oportunidad de ganar el juego, dobló en la esquina de su calle y se detuvo en seco.
Delante de su edificio de piedra rojiza había tres coches de policía con las luces parpadeando, un camión de bomberos y dos vehículos amarillos de obras públicas. Las luces de emergencia se fundían con el tenue atardecer.
Ricky se tambaleó hacia atrás, como un hombre borracho o uno que acaba de recibir un puñetazo en la cara. Cerca de los peldaños de entrada varios policías charlaban con obreros que llevaban cascos y petos manchados de sudor. Había un par de bomberos junto al grupo, pero, cuando él se acercó, se separaron y subieron al camión. Con un rugido de motor mezclado con la estridencia de una sirena, el vehículo se marchó calle abajo.
Ricky avanzó a grandes zancadas, consciente sólo a nivel subliminal de que aquellos hombres no tenían prisa. Llegó al portal de su casa casi sin aliento. Uno de los policías se volvió para mirarlo.
– Pare, hombre -dijo.
– Es mi casa -contestó Ricky con ansiedad-. ¿Qué ha pasado?
– ¿Vive aquí? -preguntó el policía, aunque ya había oído la respuesta a esta pregunta.
– Si. ¿Qué ha pasado?
– Vaya. -El policía no contestó de forma directa-. Será mejor que hable con el caballero del traje -indicó.
Ricky dirigió la mirada hacia otro grupo de hombres. Uno de sus vecinos, un corredor de bolsa que vivía dos pisos más arriba y que presidía la asociación de vecinos discutía y gesticulaba con un hombre de Obras Públicas que llevaba un casco amarillo. Había otros dos hombres cerca. Ricky vio que uno de ellos era el supervisor del edificio y el otro, el encargado de mantenimiento.
El hombre de Obras Públicas hablaba fuerte y, cuando Ricky se acercó al grupo, le oyó decir:
– Me da lo mismo lo que digan sobre las molestias. Yo soy quien decide la habitabilidad, y ya les digo que ni hablar.
El corredor de bolsa se volvió frustrado hacia Ricky. Lo saludó con la mano y se dirigió hacia él mientras los demás seguían discutiendo.
– Doctor Starks -dijo a la vez que le tendía la mano-. Creía que ya se había ido de vacaciones.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ricky.
– Un desastre. Un desastre terrible.
– ¿El qué?
– ¿No se lo ha dicho la policía?
– No. ¿Qué ha pasado?
– Al parecer ha habido un problema serio con la instalación de agua en el tercer piso -explicó el corredor tras suspirar y encogerse de hombros-. Varias cañerías han reventado a la vez porque habían acumulado presión. Explotaron como bombas. El agua ha inundado los dos primeros pisos y los del tercero y el cuarto no tienen ningún servicio. Luz, gas, agua, teléfono… Nada funciona.
El corredor debió de advertir el asombro de Ricky porque siguió con solicitud.
– Lo siento -añadió-. Sé que su piso fue uno de los más afectados. No lo he visto, pero…
– ¿Mi piso…?
– Si. Y ahora este idiota del Departamento de Obras Públicas quiere que evacuemos el edificio hasta que lo compruebe un equipo de ingenieros y contratistas.
– Pero mis cosas…
– Alguien de Obras Públicas lo acompañará para que recoja lo que necesite. Dicen que todo el edificio corre peligro. Espero que tenga a quien acudir. Un lugar adonde ir. ¿No solía pasar el agosto en Cape Cod? Creía que estaría allí.
– Pero ¿cómo…?
– No lo saben. El problema empezó en el piso que está justo encima del suyo. Y los Wolfson están veraneando en los Adirondacks. Mierda, tengo que llamarles. Espero que figuren en la guía.
¿Conoce algún buen contratista general? ¿Alguien que se encargue de techos, suelos y todo lo que hay en medio? Y será mejor que llame a su compañía de seguros, aunque no creo que se alegren mucho. Tendrán que venir enseguida para hacer un peritaje, aunque ya hay un par de hombres dentro sacando fotos.
– Todavía no lo entiendo.
– El hombre dijo que las cañerías explotaron sin más. Tal vez debido a una obstrucción. Pasarán semanas antes de que lo sepamos. Puede haber sido una acumulación de gas. En todo caso, bastó para provocar una explosión. Fue como una bomba.
Ricky retrocedió y alzó los ojos hacia lo que había sido su hogar durante un cuarto de siglo. Era un poco como enterarse de la muerte de alguien viejo y conocido, importante y cercano. Tuvo la sensación de que tenía que verlo de primera mano, examinarlo, tocar para creer. Como aquella vez que había acariciado la mejilla de su mujer y tenía el tacto de la porcelana fría; y de pronto comprendió lo que había ocurrido por fin. Hizo un gesto hacia el encargado de mantenimiento.
– Lléveme dentro -pidió-. Enséñemelo.
– No le gustará -asintió el hombre con tristeza-. No, señor. Y se le van a arruinar los zapatos.
Y le entregó un casco plateado, surcado de arañazos.
Cuando Ricky entró en el edificio, todavía había agua que goteaba del techo, se deslizaba por las paredes del vestíbulo y desconchaba la pintura. La humedad era palpable; el ambiente de repente húmedo y mohoso, como en la selva. Se notaba un ligero hedor a excrementos humanos en el aire, y en el suelo de mármol se habían formado charcos, volviéndolo resbaladizo, como la superficie helada de un lago en invierno. El encargado de mantenimiento caminaba unos pasos delante y observaba con cuidado dónde ponía los pies.
– ¿Nota ese olor? No querrá pillar algún tipo de infección, ¿verdad? -soltó por encima del hombro.
Subieron despacio las escaleras zigzagueando entre el agua estancada, aunque los zapatos de Ricky ya emitían ruidos fangosos a cada paso y notaba que la humedad se iba filtrando hasta sus pies. En el segundo piso, dos hombres jóvenes con peto, botas de caucho, guantes de látex, mascarillas y unas fregonas enormes, intentaban recoger las aguas residuales. Las fregonas hacían un ruido como de manotazos cuando las pasaban por el estropicio. Los hombres trabajaban despacio y a conciencia. Un tercer hombre, también con botas de caucho y mascarilla, pero con un traje marrón barato y la corbata floja, estaba de pie a un lado. Sujetaba una cámara Polaroid y sacaba una instantánea tras otra de la destrucción. Los destellos de los flashes semejaban pequeñas explosiones, y Ricky vio una bolsa enorme en el techo, como un furúnculo gigantesco a punto de reventar, donde el agua se había acumulado y amenazaba con descargar sobre el hombre que sacaba fotografías.
La puerta del piso de Ricky estaba abierta de par en par.
– Lo siento, tuvimos que abrirla -se disculpó el encargado de mantenimiento-. Estábamos intentando encontrar la causa del problema… -Se detuvo, como si no fuera necesaria más explicación, pero añadió una palabra-: Mierda.
Eso tampoco necesitaba explicaciones.
Ricky entró a su casa pero se detuvo en seco.
Era como si un huracán hubiera arrasado su hogar. El agua lo cubría todo un par de centímetros. Las bombillas se habían fundido y olía a cable quemado. Las alfombras estaban empapadas y la mayor parte de los muebles estropeados por el agua. Grandes secciones del techo estaban arqueadas y combadas, otras se habían desplomado y había polvo de yeso esparcido por todas partes. En más sitios de los que podía contar seguía goteando una nociva agua amarronada. Al adentrarse en el piso, el hedor a excrementos que se había insinuado en el vestíbulo aumentó y se volvió casi insoportable.
Había destrozos por todas partes. Sus cosas estaban anegadas o esparcidas, como si una ola gigante hubiese golpeado su casa.
Llegó con precaución hasta su consulta sin pasar del umbral. Una enorme placa de mampostería había caído sobre el diván y la mesa. En el techo había por lo menos tres agujeros, todos goteando y con cañerías destrozadas que colgaban al descubierto como estalactitas en una cueva. El agua cubría el suelo. Algunos cuadros, sus diplomas y el retrato de Freud habían caído, de modo que había trozos de cristal en más de un lugar.
– Parece un ataque terrorista, ¿verdad? -comentó el encargado de mantenimiento. Cuando Ricky avanzó, le agarró por el brazo a la vez que le indicaba-: Ahí no.
– Mis cosas… -protestó Ricky.
– Me parece que el suelo ya no es seguro -dijo el hombre-.
Y esas cañerías que cuelgan podrían soltarse en cualquier momento. Además, lo más probable es que todo esté destrozado. Mejor dejarlo. Este sitio es mucho más peligroso de lo que cree. Huela un momento, doctor. ¿Lo nota? No es sólo a mierda y demás.
También huele a gas.
Ricky vaciló y luego asintió.
– ¿Y el dormitorio? -pregunto.
– Igual. Toda la ropa estropeada y la cama aplastada bajo un trozo de techo.
– Tengo que verlo -dijo Ricky.
– No -contestó el hombre-. Ninguna pesadilla que pueda imaginarse igualará la realidad, así que mejor déjelo y vámonos de aquí. El seguro se lo pagará todo.
– Pero mis cosas…
– Las cosas sólo son cosas, doctor. Un par de zapatos o un traje pueden reemplazarse con bastante facilidad. No vale la pena arriesgarse a pillar una infección o lastimarse. Tenemos que salir de aquí y dejar que los expertos hagan su trabajo. No confío en que lo que queda del techo vaya a aguantar. Y tampoco respondo del suelo. Tendrán que derruir el edificio, de arriba abajo.
Así era como se sentía Ricky en ese momento. Completamente desmoronado. Se volvió y salió detrás del hombre. Un trocito de techo cayó a su espalda, como para subrayar lo que éste le había dicho.
De nuevo en la calle, el supervisor del edificio y el corredor de bolsa, acompañados del operario de Obras Públicas, se acercaron a él.
– Muy mal, ¿no? -preguntó el corredor-. Menudo desastre.
Ricky sacudió la cabeza.
– Los del seguro ya están de camino -dijo el corredor, y le dio su tarjeta de visita-. Llámeme a la oficina en un par de días. Mientras tanto, ¿tiene adónde ir?
Ricky asintió mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo.
Sólo le quedaba un lugar intacto en su vida. Pero no tenía muchas esperanzas de que siguiera así.
El final de la noche lo cubrió como un traje que le sentara mal, ajustado e incómodo. Apoyó la mejilla contra el cristal de la ventanilla y sintió que la frialdad de la madrugada lo traspasaba, casi como si pudiera calarle directamente, mientras la oscuridad que reinaba fuera se unía a la penumbra que sentía por dentro. Ansiaba la llegada del amanecer, ya que esperaba que la luz del sol pudiera vencer la negrura de su porvenir, aunque sabía que era una esperanza fútil. Inspiró despacio, saboreando el aire viciado, intentando deshacerse del peso de la desesperación que lo aplastaba. No lo logró.
Estaba en la sexta hora del viaje nocturno del autobús Bonanza desde Port Authority hasta Provincetown. Oía el zumbido del motor diesel, un constante sube y baja, a medida que el conductor cambiaba de marcha. Tras una parada en Providence, el autobús había llegado por fin a la carretera 6 hacia Cape Cod, y avanzaba lento y decidido por la carretera descargando pasajeros en Bourne, Falmouth, Hyannis, Eastham y, por último, en la parada de Wellfleet, antes de dirigirse a Provincetown en la punta de Cape Cod.
Dos terceras partes del autobús ya iban vacías. A lo largo del recorrido, los pasajeros habían sido hombres o mujeres jóvenes que habían terminado la universidad y entraban en la edad laboral, y que iban a pasar el fin de semana a Cape Cod.
«La previsión meteorológica debe de ser buena -pensó-. Cielos despejados, temperaturas cálidas.»
Los jóvenes se habían mostrado bulliciosos las primeras horas del viaje, riendo, charlando y relacionándose mediante ese método que resulta tan fácil a la juventud, y habían ignorado a Ricky, que iba sentado solo en la parte posterior, separado de ellos por abismos más insalvables que la mera edad. Pero la vibración sorda y regular del motor había tenido su efecto en casi todos los pasajeros, salvo en él, y ahora dormían en diversas posturas, de modo que Ricky era el único que observaba los kilómetros que se deslizaban bajo el vehículo mientras sus pensamientos pasaban con la misma rapidez que el asfalto.
Estaba seguro de que ningún accidente de la instalación de agua había destrozado su piso. Esperaba que no hubiera ocurrido lo mismo con su casa de veraneo; sabía que eso era casi lo único que le quedaba.
Calculó qué le esperaba, en un inventario modesto que sirvió más para deprimirlo que para animarlo. Una casa llena de recuerdos. Un Honda Accord de diez años algo abollado y rayado que guardaba en el granero, detrás de la casa, para usar sólo durante las vacaciones, ya que en Manhattan nunca había necesitado un vehículo. Unas prendas de vestir gastadas: pantalones caqui, polos y jerseys con el cuello raído y agujeros de polilla. Un cheque bancario por diez mil dólares (más o menos) en el banco. Una profesión hecha jirones. Una vida sumida en la confusión.
Y unas treinta y seis horas para que expirase el plazo de Rumplestiltskin.
Por primera vez en días, se concentró en sus opciones: encontrar el nombre, o su propio obituario. De otro modo, alguien inocente se enfrentaría a un castigo que Ricky no podía ni imaginarse. Cualquier cosa terrible desde la ruina hasta la muerte. Ya no le quedaba ninguna duda del empeño de ese hombre. Ni de su alcance y resolución.
«A pesar de todas mis idas y venidas, de mis especulaciones y mis intentos de resolver los enigmas que se me planteaban, las opciones no han cambiado -pensó Ricky-. Estoy en la misma posición que cuando llegó la primera carta a mi consulta.»
Eso no era del todo cierto. Su situación había empeorado. El doctor Frederick Starks que había leído aquella carta en su consulta de la zona alta de la ciudad, rodeado de una vida bien ordenada, con control sobre cada minuto de cada día, ya no existía. Había sido un hombre de chaqueta y corbata, sereno e inmutable. En la ventanilla del autobús captó su imagen reflejada en el cristal oscuro. El hombre que lo miraba apenas se parecía al que creía haber sido antes. Rumplestiltskin había querido jugar. Pero lo que le había ocurrido a Ricky no tenía nada de deportivo.
El autobús dio una sacudida y el motor aminoró lo que indicaba que se acercaba otra parada. Ricky echó un vistazo al reloj y vio que llegaría a Wellfleet hacia el amanecer.
Quizá lo más maravilloso del inicio de las vacaciones anuales era la llegada. El ritual era el mismo cada año, un conjunto de pequeños actos que tenían la familiaridad del reencuentro con un viejo amigo después de una larga ausencia. Tras la muerte de su mujer, Ricky había sido inflexible en cuanto a seguir llegando del mismo modo a la casa de veraneo. Cada año, el 1º de agosto, tomaba el mismo vuelo desde La Guardia hasta el pequeño aeropuerto de Provincetown, donde la misma compañía de taxis lo recogía y lo llevaba por carreteras viejas y conocidas los veinte kilómetros que había hasta su casa. El proceso de abrir la casa era el mismo, desde abrir las ventanas de par en par para que entrara el aire limpio de Cape Cod hasta quitar y doblar las sábanas viejas y raídas que cubrían el mobiliario y limpiar el polvo acumulado en las superficies y los estantes. Tiempo atrás había compartido todas las tareas con su mujer. Los últimos años las había hecho solo, pensando siempre, mientras repasaba el habitual montoncito de correo (la mayoría inauguraciones de galerías e invitaciones a fiestas que rechazaría), que seguir haciendo estas cosas antes compartidas confería a su mujer una presencia fantasmagórica en su vida, lo que no le molestaba. Curiosamente, le hacía sentir menos aislado.
Este año todo era distinto. No llevaba nada en las manos, pero el equipaje que cargaba pesaba más que nunca, más incluso que el primer verano tras la muerte de su esposa.
El autobús lo depositó en el macadán negro del estacionamiento del restaurante Lobster Shanty. En todos los años que llevaba yendo a Cape Cod, nunca había comido allí, suponía que desanimado por la sonriente langosta con babero y un tenedor en las pinzas que adornaba el cartel sobre la puerta del local. Dos coches esperaban a dos pasajeros y se marcharon deprisa después de recogerlos. La mañana era fría y húmeda, y una neblina cubría las colinas. La luz del alba convertía el mundo que lo rodeaba en gris y vaporoso, como una fotografía algo desenfocada. Se estremeció, de pie en la acera, al sentir cómo la mañana le traspasaba la ropa.
Sabía muy bien dónde estaba, a unos cinco kilómetros de su casa, en un lugar por el que había pasado cientos de veces. Pero verlo a esa hora y en esas circunstancias le daba un aspecto desconocido, un poco falto de armonía, como un instrumento que tocara las notas correctas en el tono equivocado. Barajó la idea de llamar a un taxi, pero finalmente se marchó andando por la carretera con el paso vacilante de un soldado cansado del combate.
Tardó poco menos de una hora en llegar al camino rural que llevaba a su casa. Para entonces, el calor y la luz del sol de aquella mañana de agosto habían disipado parte de la niebla de las laderas circundantes. Cerca de la entrada de su casa vio tres cuervos negros que picoteaban el cadáver de un mapache, a unos veinte metros camino abajo. El animal había elegido un mal momento para cruzar la noche anterior y se había convertido en el desayuno de otro animal. Los cuervos tenían una forma de comer que llamó la atención de Ricky: picoteaban al animal muerto sin dejar de volverse a derecha e izquierda para detectar cualquier amenaza, como si supieran el peligro que suponía estar en medio del camino y ni siquiera el hambre, por grande que fuera, les impidiese abandonar su cautela. Introducían sus largos picos en el cadáver y lo desgarraban con crueldad, y se picaban entre sí, reacios a compartir la abundancia que les había procurado un BMW o un SUV la noche anterior. Era una imagen habitual y normalmente Ricky apenas se habría fijado en ella. Pero esta mañana le enfureció, como si la exhibición de los pájaros estuviera dirigida a él.
– Carroñeros -masculló Ricky-. Comecadáveres.
Empezó a agitar los brazos, frenético, en su dirección. Pero los pájaros hicieron caso omiso de él hasta que dio unos pasos amenazadores hacia ellos. Entonces, graznando de alarma, se elevaron, describieron círculos sobre los árboles y volvieron segundos después de que Ricky accediese al sendero de entrada a su casa.
«Son más decididos que yo», pensó, casi sumido en la frustración, y volvió la espalda a la escena para recorrer con paso regular pero tembloroso el túnel de árboles levantando nubecitas de polvo con los pies.
Su casa estaba a sólo medio kilómetro de la carretera, pero no se veía.
La mayoría de las construcciones nuevas de Cape Cod exhibían la arrogancia del dinero tanto en el diseño como en la ubicación. En todas las laderas y los promontorios había casas grandes, dispuestas para tener el máximo de vistas del Atlántico. Y, si eso no era posible, estaban inclinadas de tal modo que daban a los claros o a los raquíticos bosques -debido a los fuertes vientos- que dominaban el paisaje. Las casas nuevas estaban diseñadas para ver algo. La de Ricky era distinta. Construida más de cien años atrás, había sido en su día una granja y estaba situada junto a unos campos donde antaño crecía maíz y que ahora formaban parte de una zona protegida, con lo que el lugar estaba aislado. La casa no proporcionaba paz y soledad por las vistas que ofrecía, sino más bien por su antigua conexión con la tierra bajo sus cimientos. Era un poco como un jubilado viejo y canoso, algo maltrecho y deteriorado, un poco ajado, que lucía sus medallas en vacaciones pero prefería pasarse las horas echando una cabezada al sol. La casa había cumplido su misión durante décadas y ahora descansaba. Carecía de la energía de las viviendas modernas, donde la relajación es casi una exigencia y un requisito apremiante.
Ricky cruzó las sombras bajo los árboles hasta que el sendero surgió del bosquecillo y vio la casa asentada en el extremo de un campo abierto. Casi le sorprendió que siguiera en pie.
Se detuvo en la entrada, aliviado de haber encontrado la llave de repuesto bajo la losa gris suelta, como era de esperar. Vaciló un momento y luego abrió la puerta y entró. El olor a cerrado fue casi un alivio. Sus ojos absorbieron con rapidez aquel mundo interior.
Polvo y calma.
Mientras consideraba las tareas que lo esperaban (ordenar, barrer y acondicionar la casa) un agotamiento casi mareante se apoderó de él. Subió el angosto tramo de escaleras hacia el dormitorio. Las tablas del suelo, combadas y viejas, crujieron bajo su peso. En su habitación abrió la ventana para sentir el aire cálido.
Conservaba una foto de su mujer en un cajón de la cómoda; un lugar curioso para guardar su imagen y su recuerdo. Lo sacó y, aferrado a ella como un niño a un osito de peluche, se echó en la cama de matrimonio donde había dormido en soledad los tres últimos veranos. Casi de inmediato se sumió en un sueño profundo pero agitado.
Cuando abrió los ojos a primera hora de la tarde, notó que el sol había recorrido el cielo. Estuvo desorientado un momento hasta que el mundo a su alrededor se enfocó, un mundo conocido y entrañable, pero verlo le resultaba duro, casi como si la vista más reconfortante quedara curiosamente fuera de su alcance. No le daba placer contemplar el mundo que lo rodeaba. Como la fotografía de su mujer que seguía sujetando en la mano, era distante y, de algún modo, lo había perdido.
Fue al baño para mojarse la cara. Su imagen en el espejo parecía la de un hombre más viejo. Apoyó las manos en el borde del lavabo y, mientras se observaba, pensó que tenía mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Encaró con rapidez las tareas habituales del verano. Fue al granero para retirar la lona que cubría el viejo Honda y conectar el cargador de baterías que tenía para ese momento de cada verano.
Después, mientras el coche se llenaba de energía, regresó a la casa para quitar las cubiertas de los muebles y barrer. En el armario había un plumero, que usó, convirtiendo el interior de la casa en un mundo de ácaros del polvo arremolinados en los haces del sol.
Como tenía por costumbre en Cape Cod, dejó la puerta abierta al salir. Si lo habían seguido, lo que era posible, no quería que Virgil, Merlin o quienquiera que fuese se viera obligado a forzar la entrada. Era como si con ello minimizara de algún modo la violación. No sabía si podría soportar que se rompiese algo más en su vida. Su piso de Nueva York, su carrera, su reputación, todo lo relacionado con lo que Ricky creía ser y todo lo que había construido en su vida había sido sistemáticamente destruido. Sintió que una especie de fragilidad inmensa descendía sobre su alma, como si una sola rajadura en el cristal de una ventana, una raya en la madera, una taza rota o una cuchara doblada fuera más de lo que podría soportar.
Soltó un suspiro de alivio cuando el Honda arrancó. Probó los frenos y parecieron funcionar. Sacó el coche marcha atrás con cautela, sin dejar de pensar todo el rato: «Así es como uno debe de sentirse al estar cerca de la muerte».
Una amable recepcionista señaló a Ricky el despacho acristalado del director del banco. El First Cape Bank era un edificio pequeño con revestimiento de madera, como muchas de las casas más antiguas de la zona. Pero el interior era tan moderno como el que más, y las oficinas combinaban lo antiguo con lo nuevo. Algún arquitecto lo había considerado una buena idea, pero a Ricky le pareció que sólo se había creado un espacio que no pertenecía a ninguna parte.
Aun así, se alegró de que estuviera ahí y todavía abierto.
El director era un hombre bajo, extrovertido, con un vientre prominente y una calva que el sol había quemado en exceso ese verano. Estrechó la mano de Ricky con fuerza. Luego retrocedió y lo evaluó con la mirada.
– ¿Se encuentra bien, doctor? ¿Ha estado enfermo?
– Estoy bien -contestó Ricky tras vacilar-. ¿Por qué lo pregunta?
El director sacudió la mano como si quisiese borrar la pregunta que acababa de formular.
– Disculpe. No quiero ser indiscreto.
Ricky pensó que su aspecto debía de reflejar el estrés de los últimos días.
– He tenido uno de esos resfriados veraniegos. Me dejó hecho polvo -mintió.
– Pueden ser difíciles -asintió el director-. Espero que se haya hecho las pruebas de la enfermedad de Lyme. Aquí, a la que alguien no anda muy fino, es lo primero en lo que pensamos.
– Estoy bien -mintió Ricky de nuevo.
– Bueno, le estábamos esperando, doctor Starks. Creo que lo encontrará todo en orden, pero debo decirle que es el cierre de cuenta más extraño que he visto nunca.
– ¿Y eso por qué?
– En primer lugar, hubo un intento de acceder a su cuenta sin autorización. Eso ya fue bastante extraño para una institución como esta. Y hoy un mensajero nos entregó un sobre a su nombre.
– ¿Un sobre?
El director le entregó un sobre de correo urgente. Llevaba el nombre de Ricky y el del director del banco. Procedía de Nueva York. En la casilla del remitente había el número de un apartado de correos y el nombre: «R. 5. 5km». Ricky lo cogió, pero no lo abrió.
– Gracias -dijo-. Perdone las irregularidades.
El director sacó un sobre más pequeño de un cajón de la mesa.
– El cheque bancario -aclaró-. Por diez mil setecientos setenta y dos dólares. Lamentamos cerrar su cuenta, doctor. Espero que no vaya a llevar el dinero a la competencia.
– No.
Ricky echó un vistazo al cheque.
– ¿Ha puesto en venta la casa, doctor? Podríamos ayudarle en esa transacción.
– No. No la vendo.
– ¿Por qué cierra entonces la cuenta? -preguntó el director-.
La mayoría de las veces, cuando cerramos una cuenta antigua es porque ha habido un cambio importante en la familia. Una muerte o un divorcio. Una quiebra en ocasiones. Alguna especie de tragedia que provoca que la gente se reorganice y empiece de nuevo en otra parte. Pero en este caso…
El director estaba sondeándolo.
Ricky no quería contestar. Observó el cheque.
– ¿Puedo cobrarlo en efectivo aquí mismo?
– Podría ser peligroso llevar tanto dinero encima, doctor. -El director entornó los ojos-. ¿Tal vez cheques de viaje?
– No, gracias, pero le agradezco su preocupación. Prefiero el efectivo.
– Muy bien. -El director asintió-. Enseguida vuelvo. ¿De cien?
– De acuerdo.
Ricky permaneció sentado unos instantes. Muerte, divorcio, quiebra. Enfermedad, desesperación, depresión, chantaje, extorsión. Pensó que a él se le podría aplicar cualquiera de esas palabras, o quizá todas.
El director regresó y le entregó otro sobre con el efectivo.
– ¿Quiere contarlo? -preguntó.
– No; confío en usted -aseguró Ricky mientras se lo guardaba en el bolsillo.
– Tenga mi tarjeta, doctor Starks. Por si precisara nuestros servicios otra vez.
Ricky la aceptó murmurando su agradecimiento. Se volvió para irse, pero de repente miró de nuevo al director.
– ¿Por qué motivos dijo que la gente suele cerrar sus cuentas?
– Bueno, suele haberles pasado algo muy grave. Tienen que mudarse a otro sitio, empezar una nueva carrera. Crear una nueva vida para ellos y para su familia. Muchas, debería decir la inmensa mayoría, se cierran porque fallecen clientes muy mayores, de toda la vida, y los hijos que heredan el patrimonio que hemos administrado se lo llevan a mercados más rentables o a Wall Street. Creo que casi el noventa por ciento de los cierres de nuestras cuentas están relacionados con una defunción. Puede que un porcentaje aún mayor. Por eso me preguntaba sobre el suyo, doctor. No se ajusta a lo que estamos acostumbrados.
– Interesante -comentó Ricky-. No sé qué decirle. Pero le aseguro que si en el futuro necesito un banco, acudiré aquí.
Eso apaciguó un poco al director.
– Estaremos a su disposición -dijo mientras Ricky, que de repente reflexionaba sobre las palabras del director, salía para vivir lo que quedaba de su penúltimo día.
Cuando llegó a la casa, la penumbra ingrávida del atardecer ya lo envolvía todo. Recordó que en verano la verdadera noche, densa y negra, se demoraba hasta casi la medianoche. En los campos que se extendían alrededor cantaban los grillos, y las primeras estrellas salpicaban el cielo.
«Todo parece tan apacible… -pensó-. En una noche como esta nadie debería tener inquietudes ni preocupaciones.»
Esperaba encontrarse con Merlín o Virgil, pero la casa estaba silenciosa y vacía. Encendió las luces y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café. Se sentó a la mesa de madera en la que había compartido tantas comidas con su mujer a lo largo de los años y abrió el sobre acolchado que había recibido en el banco, que a su vez contenía un sobre con su nombre impreso.
Ricky lo abrió y extrajo una hoja. El membrete de la parte superior confería a la carta el aspecto de una transacción comercial más o menos corriente. El membrete ponía:
Investigaciones Privadas R.S. SKIN
«Máxima confidencialidad»
Apartado de correos 66-66
Church Street Station Nueva York, N. Y. 10008
Debajo del membrete leyó lo siguiente, escrito en un estilo comercial, sucinto y rutinario:
Apreciado doctor Starks:
Con relación a su reciente consulta a esta oficina, nos satisface informarle de que nuestros agentes han confirmado que sus suposiciones son correctas. Sin embargo, en este momento no podemos facilitarle más detalles sobre los individuos en cuestión. Sabemos que cuenta con limitaciones importantes de tiempo. Por lo tanto, a menos que recibamos una petición suya, en el futuro no podremos proporcionarle más información. Si sus circunstancias cambiaran, le rogamos se ponga en contacto con nuestra oficina para cualquier consulta adicional.
Será facturado por nuestros servicios en veinticuatro horas.
Muy atentamente, R.S. SKIN, presidente Investigaciones Privadas R.S. SKIN
Ricky leyó la carta tres veces antes de dejarla sobre la mesa.
Le pareció un documento verdaderamente excepcional. Sacudió la cabeza casi con admiración y sin duda con desesperación.
Seguro que la dirección y la empresa eran falsas por completo.
Pero ése no era el mérito de la carta, sino lo nimia que resultaría a cualquiera salvo a Ricky. Cualquier otra relación con Rumplestiltskin había sido erradicada de su vida. Los poemitas, la primera carta, las pistas y las instrucciones habían sido destruidos o robados. Y la carta decía a Ricky lo que necesitaba saber, pero de tal forma que si alguien más la leía, no le llamaría la atención.
Y conduciría a cualquiera que pudiera sentir curiosidad hacia un callejón sin salida. Un rastro que no iba a ninguna parte.
«Es inteligente», pensó Ricky.
Sabía quiénes querían que se suicidara, pero no conocía sus nombres. Sabía por qué querían que se suicidara. Y sabía que, si no satisfacía su exigencia, tenían la capacidad de cumplir lo que le habían prometido desde el primer día. La factura por sus servicios.
sabía que el caos desatado en esas dos últimas semanas se evaporaría cuando se cumpliera el plazo. Los falsos abusos sexuales que habían arruinado su carrera, el dinero, el piso, todo lo que le había ocurrido en el transcurso de catorce días se aclararía al instante en cuanto él estuviera muerto.
Pero más allá de eso, lo peor era que a nadie le importaría.
Los últimos años se había aislado profesional y socialmente.
Estaba, si no separado, si alejado y distanciado de sus parientes.
No tenía una verdadera familia, ni verdaderos amigos. Pensó que a su funeral asistiría gente en traje negro, con expresiones de dolor y pesar meramente formales. Serían sus colegas. Tal vez algunos antiguos pacientes a los que creía haber ayudado, y que mostrarían sus emociones de modo adecuado. Pero el pilar del psicoanálisis es que un tratamiento exitoso lleva al paciente a un estado libre de ansiedad y depresión. Eso era lo que había buscado proporcionar a sus pacientes durante los años de sesiones diarias.
Así que no sería razonable pedirles que ahora derramaran lágrimas por él.
La única persona que experimentaría verdadera emoción en el banco de la iglesia seria el hombre que le había causado la muerte.
«Estoy completamente solo», pensó Ricky.
¿De qué serviría rodear con un circulo el nombre «R. 5. 5km» de la carta y dejarlo para algún inspector con la nota: «Éste es el hombre que me obligó a suicidarme»?
Ese hombre no existía. Por lo menos, a un nivel en el que fuera capaz de encontrarlo un policía local de Wellfleet, Massachusetts, en plena temporada veraniega, cuando los delitos consistían básicamente en hombres de mediana edad que conducían a casa borrachos después de una fiesta, en riñas domésticas entre los ricos y en adolescentes escandalosos que querían comprar sustancias ilegales.
Y peor aún: ¿quién lo creería? En lugar de eso, lo que cualquiera que investigara su vida descubriría casi de inmediato sería que su mujer había muerto, que su carrera estaba destrozada debido a una acusación por abusos sexuales, que sus finanzas eran un caos y que un accidente había destruido su casa. Una base fértil para una depresión suicida.
Su suicidio tendría sentido para cualquiera que lo examinara.
Incluidos todos sus colegas de Manhattan. En apariencia, que se hubiera quitado la vida seria un caso típico de manual. Nadie vería en ello nada raro.
Por un instante, sintió un arrebato de cólera contra sí mismo:
«Te has convertido en un blanco muy fácil». Cerró los puños y golpeó con fuerza el tablero de la mesa.
– ¿Quieres vivir? -dijo en voz alta tras inspirar hondo.
La habitación permaneció en silencio. Escuchó, como si esperara alguna respuesta fantasmagórica.
– ¿Qué hay en tu vida que haga que valga la pena vivirla? -pregunto.
De nuevo, la única respuesta fue el rumor distante de la noche veraniega.
– ¿Podrás vivir si eso le cuesta la vida a otra persona?
Inspiró otra vez y se respondió sacudiendo la cabeza.
– ¿Tienes elección?
El silencio le respondió.
Ricky comprendió algo con una claridad meridiana: en veinticuatro horas, el doctor Frederick Starks tenía que morir.
Pasó el último día de su vida efectuando preparaciones febriles. En la tienda de suministros del puerto deportivo compró dos depósitos de veinte litros para combustible de motores fuera borda, del tipo pintado en rojo que va al fondo de un esquife, conectado con el motor. Eligió el par más barato, después de pedir ayuda a un adolescente que trabajaba en la tienda. El muchacho intentó convencerlo de que se llevara unos depósitos un poco más caros que iban provistos de indicador de combustible y de válvula de seguridad, pero Ricky los rechazó con fingido desdén. El chico le preguntó para qué necesitaba dos y Ricky le indicó que uno solo no le bastaba para lo que tenía en mente. Simuló cólera e insistencia, y fue todo lo prepotente y desagradable que pudo hasta el momento en que pagó en efectivo.
Entonces aparentó recordar algo y pidió con brusquedad al adolescente que le mostrara pistolas de bengalas. El muchacho le enseñó media docena y Ricky eligió también la más barata, aunque el dependiente le advirtió que era de muy poco alcance, y tal vez no más de quince metros de altura. Sugirió otros modelos, un poco más caros, de mayor potencia y que proporcionaban más seguridad. Pero Ricky siguió desdeñoso y comentó que sólo esperaba usar la bengala una vez. Luego pagó en efectivo, tras quejarse del precio total.
Ricky imaginó que el adolescente estaría encantado de verlo marchar.
Su siguiente parada fue en una farmacia, donde pidió ver al farmacéutico encargado. El hombre, con una chaqueta blanca y un aire algo oficioso, salió de la trastienda. Ricky se presentó.
– Necesito que me suministre una receta -dijo, y le dio su número de colegiado-. Elavil. Una dosis de pastillas de treinta miligramos para treinta días. Nueve mil miligramos en total.
El hombre sacudió la cabeza, sorprendido.
– No he suministrado una cantidad así en mucho tiempo, doctor. Y en el mercado hay algunos fármacos nuevos que son mucho más efectivos, con menos efectos secundarios y no tan peligrosos como el Elavil. Es casi una antigualla. Hoy en día apenas se usa.
Verá, tengo algo almacenado que todavía no ha caducado, pero ¿está seguro de que lo quiere?
– Por completo -contestó Ricky.
El farmacéutico se encogió de hombros, sugiriendo que había hecho todo lo posible por convencerlo de que se llevara un antidepresivo más eficaz.
– ¿Qué nombre debo poner en la etiqueta? -preguntó.
– El mío -indicó Ricky.
Al salir, Ricky se dirigió a una pequeña papelería. Sin prestar atención a las hileras de tarjetas de felicitación para desear una pronta recuperación, dar el pésame, felicitar por el nacimiento de un bebé, por un cumpleaños o por un aniversario que abarrotaban los pasillos, tomó un bloc barato de papel de carta pautado, doce sobres gruesos y dos bolígrafos. En el mostrador, donde pagó, también consiguió sellos para los sobres. Necesitaba once. La joven cajera ni siquiera le miró a los ojos mientras marcaba los precios.
Lanzó todo al asiento trasero del viejo Honda y condujo deprisa por la carretera 6 hacia Provincetown. Esta población, al final del cabo, tenía una relación curiosa con los demás centros vacacionales cercanos. Recibía visitantes mucho más jóvenes y modernos, a menudo gays o lesbianas, que parecían el polo opuesto de los médicos, abogados, escritores y académicos que atraían Wellfleet y Truro. Estas dos poblaciones eran para relajarse, tomar cócteles y hablar de libros y de política, y de quién se divorciaba y quién tenía alguna aventura amorosa y, por lo tanto, estaban rodeadas de una especie de pesadez y monotonía casi constantes. En verano, Provincetown poseía ritmo musical y energía sexual. No se trataba de relajarse y recuperar biorritmos, sino de divertirse y relacionarse. Era un lugar donde las exigencias de la juventud y la energía eran primordiales. Había pocas oportunidades de que allí lo viera algún conocido. Por consiguiente, era el lugar ideal para su siguiente compra.
En una tienda de deportes se proveyó de una mochila negra como las que usan los estudiantes para llevar los libros. También de la billetera más barata y de un par de zapatillas de deporte normales. Al hacer estas compras, habló lo menos posible con el dependiente y evitó el contacto visual aunque no actuó de modo furtivo, lo que podría haber atraído su atención, sino que tomó las decisiones con presteza para que su presencia en la tienda pasara inadvertida.
Luego se dirigió a otra farmacia, donde compró tinte negro para el pelo, unas gafas de sol baratas y unas muletas ajustables de aluminio, no del tipo que llega hasta la axila y que prefieren los atletas lesionados, sino de la clase que utilizan las personas incapacitadas por alguna que otra enfermedad, con un asidero y un soporte semicircular para la mano y el antebrazo.
Hizo otra parada en Provincetown, en la terminal de autobuses Bonanza, una pequeña oficina junto a la carretera con un solo mostrador, tres sillas para esperar y un estacionamiento asfaltado con capacidad para varios autobuses. Esperó fuera con las gafas de sol puestas hasta que llegó un autobús del que bajó un grupo de visitantes de fin de semana y entró a efectuar su compra con rapidez.
En el Honda, de regreso a casa, pensó que apenas le quedaba tiempo suficiente ese día. La luz del sol daba en el parabrisas y el calor circulaba por las ventanillas abiertas. Era ese momento de la tarde veraniega en que las personas se reúnen en la orilla del mar, llaman a los niños para que salgan del agua, recogen las toallas, las neveras portátiles, los cubos y las palas de plástico y emprenden el camino algo incómodo hacia sus vehículos: un momento de transición antes de sumergirse en la rutina nocturna de la cena y una película, una fiesta o un rato tranquilo leyendo una vieja novela en rústica. Era el momento en que Ricky, los años anteriores, habría disfrutado de una ducha caliente y luego habría charlado con su mujer sobre cosas corrientes de su vida: alguna fase especialmente difícil de un paciente en su caso, un cliente que no podía salir de un aprieto en el de ella. Pequeños momentos que llenaban días, sencillos pero fascinantes, en el esquema de su apacible vida conyugal.
Recordó esos momentos y se preguntó por qué no había pensado en ellos desde que ella había muerto. Recordar no lo puso triste, como sucede a veces al pensar en el cónyuge desaparecido, sino que lo reconfortó. Sonrió porque, por primera vez en meses, pudo recordar el sonido de su voz. Se preguntó si ella había pensado en las mismas cosas, no en los momentos grandes y extraordinarios de la vida sino en los pequeños momentos que rayan en lo corriente, cuando se preparaba para la muerte. Sacudió la cabeza. Supuso que lo habría intentado pero que el dolor del cáncer era demasiado intenso y, cuando la morfina lo enmascaraba, esos recuerdos quedaban bloqueados. Ricky lamentó haberse dado cuenta de ello.
«Mi muerte parece distinta», se dijo.
Muy distinta.
Entró en una gasolinera Texaco y se detuvo frente a los surtidores. Bajó del Honda y sacó el par de bidones del maletero para proceder a llenarlos de gasolina normal. Un empleado joven vio lo que hacía Ricky en la zona de autoservicio y le gritó:
– Oiga, si son para un fueraborda tiene que dejar espacio para el aceite. Algunos van con una mezcla de cincuenta a uno, otros de cien a uno.
– No son para un fueraborda, gracias.
Ricky meneó la cabeza.
– Son depósitos de fueraborda -insistió el muchacho.
– Sí. Pero yo no tengo un fueraborda.
El chico se encogió de hombros. Debía de trabajar ahí todo el año. Ricky supuso que seria un alumno local de secundaria que no imaginaba que los depósitos pudieran usarse para otra cosa distinta que para la que estaban concebidos, y que le había incluido en la categoría que los habitantes de Cape Cod reservaban a los veraneantes, consistente en un ligero desprecio y en el convencimiento de que nadie de Nueva York o Boston tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en ningún instante. Ricky pagó, puso los depósitos llenos en el maletero, algo que incluso él comprendió que era muy peligroso, y se marchó a su casa.
Dejó los depósitos de gasolina en el salón y fue a la cocina. Se sintió repentinamente agotado, como si hubiese gastado mucha energía, y se bebió con avidez una botella de agua que había en el frigorífico. Su corazón parecía aumentar su ritmo a medida que las horas de su último día menguaban. Se obligó a conservar la calma.
Extendió los sobres y el bloc de papel en la mesa de la cocina, se sentó y escribió la siguiente nota:
Al Departamento de Protección de la Naturaleza:
Les ruego acepten el donativo adjunto. No busquen más porque no tengo nada más que dar y. después de esta noche, no estaré aquí para darlo.
Atentamente, DOCTOR FREDFRICK STARKS Tomó un billete de cien dólares del fajo y lo metió junto con la carta en uno de los sobres con estampilla.
Después redactó notas parecidas e incluyó una cantidad similar en los demás sobres, salvo uno. Hizo donativos a la Sociedad Americana contra el Cáncer, al Sierra Club, a la Asociación de Conservación Costera, a la organización benéfica CARE y al Comité Nacional Demócrata. En cada caso se limitó a escribir el nombre de la institución en el sobre.
Cuando terminó, miró el reloj y vio que se aproximaba la hora limite del Times para aceptar anuncios. Fue al teléfono y por cuarta vez llamó a la sección de clasificados.
Esta vez, sin embargo, el mensaje para el anuncio que dictó al empleado era distinto. Nada de rima, poemas o preguntas. Sólo la sencilla frase:
Señor R: Usted gana. Lea el Cape Cod Times.
Ricky volvió a sentarse en la cocina y tomó el bloc. Mordisqueó la punta del bolígrafo y luego se puso a redactar una última carta. Escribió con rapidez:
A quien pueda interesar:
He hecho esto porque estoy solo y no soporto el vacío de mi vida.
Me resultaría imposible causar más daño a ninguna otra persona.
He sido acusado de cosas de las que soy inocente. Pero soy culpable de cometer errores con personas a las que amaba, y eso me ha llevado a dar este paso. Agradecería que alguien enviara por correo los donativos que he dejado. Todos los bienes y fondos restantes de mi patrimonio deberían ser vendidos y lo recaudado entregado a las mismas organizaciones benéficas. Lo que quede de mi casa aquí, en Wellfleet, debería convertirse en zona protegida.
A mis amigos, si los hay, espero que me perdonéis.
A mis familiares, espero que lo entendáis.
Y al señor R, que me ayudó a llegar a esta situación, espero que encuentre muy pronto su propio camino hacia el infierno, porque ahí le estaré esperando.
Firmó esta carta con una rúbrica, la metió en el último sobre y la dirigió al Departamento de Policía de Wellfleet.
Con el tinte y la mochila en la mano, se dirigió hacia el baño del piso superior. Minutos después, tenía un cabello casi negro azabache. Se echó un vistazo en el espejo, le pareció que ofrecía un aspecto algo tonto y se secó con una toalla. Eligió ropas viejas y raídas de verano que guardaba en la cómoda y las metió, junto con una cazadora gastada, en la mochila. Tomó una muda más, doblada con cuidado, y la puso encima. Después volvió a ponerse la ropa que había llevado ese día. En un bolsillo exterior de la mochila metió la fotografía de su difunta esposa. En otro bolsillo metió el último mensaje de Rumplestiltskin, los pocos documentos que revelaban la causa de lo ocurrido y los documentos sobre la muerte de la madre de Rumplestiltskin.
Llevó la mochila y la muda de ropa, las muletas de aluminio y el montón de cartas al coche y los dejó en el asiento del pasajero junto a las gafas de sol y las zapatillas de deporte. Volvió dentro y se sentó tranquilamente en la cocina a esperar que pasaran las horas que quedaban de la noche. Estaba inquieto y un poco intrigado, y de vez en cuando le asaltaba el miedo. Intentó no pensar en nada y tarareó para sí mismo para dejar la mente en blanco. Sin resultado, por supuesto sabía que no podía causar la muerte de otra persona, ni siquiera de alguien a quien no conocía y con quien sólo estaba relacionado a través de lazos de sangre y matrimonio. En eso Rumplestiltskin había tenido razón desde el primer día. Nada en su vida, en su pasado, en todos los pequeños momentos que lo habían convertido en quien era, en quien se había transformado, en quien podría aún llegar a ser, valla algo frente a esta amenaza. Sacudió la cabeza al pensar que R le conocía mejor que él mismo. Lo había calado desde el principio.
Ignoraba a quién podría estar salvando, pero sabía que se trataba de alguien.
«Piensa en eso», se dijo.
Poco después de medianoche, se levantó y se permitió un último recorrido por la casa para recordar cuánto amaba cada rincón y cada crujido de las tablas del suelo.
Le tembló un poco la mano cuando llevó un depósito de gasolina al primer piso, donde lo vertió abundantemente por el suelo.
Roció la ropa de cama.
Utilizó el otro de la misma forma en la planta baja.
En la cocina abrió todas las llaves de la vieja cocina de gas, de modo que la habitación se llenó al instante del olor característico a huevos podridos mientras la cocina siseaba. Se mezcló con el hedor a gasolina que ya le había impregnado la ropa.
Tomó la pistola de bengalas y se dirigió al viejo Honda. Lo puso en marcha y lo alejó de la casa, orientado hacia la carretera con el motor en marcha.
Después se situó frente a las ventanas del salón. El olor a gasolina que rezumaba la casa se mezclaba con el que tenía en las manos y la ropa. Pensó en lo incongruentes que resultaban esos olores fuertes, en contraste con el calor del verano, la madreselva y las flores silvestres más un ligerísimo toque salobre del mar que impregnaban la brisa que se deslizaba inocentemente entre los árboles. Inspiró hondo una sola vez, procuró no pensar en lo que estaba haciendo, apuntó con la pistola, la amartilló y disparó a la ventana central. La bengala formó un arco en medio de la noche y dejó una estela de luz blanca en la oscuridad entre su posición y la casa para atravesar la ventana con un tintineo de cristales rotos. Esperaba una explosión, pero en su lugar oyó un ruido sordo y apagado, seguido de un brillante chisporroteo. En unos segundos vio las primeras llamas danzando por el suelo y propagándose por el salón.
Corrió hacia el Honda. Para cuando había subido al coche, toda la planta baja estaba en llamas. Mientras bajaba por el sendero de entrada, oyó la explosión cuando el fuego alcanzó el gas de la cocina.
Decidió no mirar atrás y aceleró hacia la noche cada vez más oscura.
Condujo con cuidado y sin pausa hasta un lugar que conocía desde hacia años, Hawthorne Beach. Estaba a unos cuantos kilómetros por un angosto y solitario camino asfaltado, alejado de toda urbanización, aparte de un par de casas viejas parecidas a la suya.
Al pasar frente a cualquier casa que pudiera estar habitada, apagaba las luces. En la zona de Wellfleet había varias playas que habrían servido para su propósito, pero ésta era la más aislada y en la que tenía menos probabilidades de encontrar algún grupo de adolescentes de juerga. Había un pequeño estacionamiento a la entrada de la playa, donde solía operar el Trustees of Reservations, la asociación ecológica de Massachusetts dedicada a proteger los lugares naturales del estado. El aparcamiento tenía capacidad para unos veinte coches y a las nueve y media de la mañana solía estar lleno porque la playa era espectacular: una amplia extensión de arena a los pies de un acantilado de unos quince metros recubierto de matas de costera verde, con algunas de las olas más fuertes del cabo. La combinación gustaba tanto a las familias que disfrutaban del paisaje como a los surfistas que gozaban con las olas y la fuerza de la marea, de modo que su deporte incluía siempre algo de riesgo. Al final del estacionamiento había un cartel de advertencia: CORRIENTES FUERTES Y RESACA PELIGROSA.
NO NADAR SIN LA PRESENCIA DEL SALVAVIDAS. ATENCIÓN A LAS CONDICIONES AMENAZADORAS.
Ricky aparcó junto al cartel. Dejó las llaves puestas. Colocó los sobres con los donativos en el salpicadero y dejó el sobre con la carta dirigida a la policía de Wellfleet en el asiento del conductor.
Tomó las muletas, la mochila, las zapatillas de deporte y la muda, y se alejó del coche. Puso esas cosas en lo alto del acantilado, a unos metros de la valla de madera que señalaba el angosto sendero que bajaba a la playa, después de sacar la fotografía de su mujer del bolsillo exterior de la mochila y ponérsela en el bolsillo de los pantalones. Oía el batir de las olas y notó una leve brisa del sureste. Eso le alegró, porque le indicaba que el oleaje había aumentado en las horas posteriores al atardecer y golpeaba la costa como un luchador frustrado.
Había luna llena y su resplandor se extendía por la playa. Eso facilitó su recorrido lleno de resbalones y tropezones desde el acantilado hasta la orilla.
Como había previsto, el oleaje rugía como un hombre enloquecido y rompía lanzando una lluvia de espuma blanca a la arena.
Un ligero frío, llegado con un soplo de viento, le golpeó el pecho y le hizo vacilar e inspirar hondo.
Después se desnudó, dobló la ropa y la dejó en un montón ordenado, que situó con cuidado en la arena lejos de la marca que la marea alta de la tarde había dejado, donde lo vería la primera persona que se asomara en lo alto del acantilado por la mañana.
Tomó el frasco de pastillas, se lo vació en la mano y dejó el recipiente de plástico con la ropa.
“Nueve mil miligramos de Elavil -pensó-. Tomados de golpe, dejarían a una persona inconsciente en cuatro o cinco minutos.”
Lo último que hizo fue colocar la fotografía de su mujer en lo alto del montón, sujeto por la punta de un zapato.
«Hiciste mucho por mí cuando estabas viva -pensó-. Hazme este último favor.»
Levantó la cabeza y observó el inmenso océano negro frente a él. Las estrellas salpicaban el cielo, como si estuviesen encargadas de señalar la línea de demarcación entre el oleaje y el firmamento.
«Una noche bastante bonita para morir», se dijo.
Y entonces, desnudo como el amanecer que estaba sólo a unas horas, caminó despacio hacia el agua embravecida.