SEGUNDA PARTE. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIO

21

Dos semanas después de la noche en que murió, Ricky estaba en una habitación de motel, sentado a los pies de una cama llena de bultos que crujía cada vez que cambiaba de postura, escuchando el ruido del tráfico distante que se mezclaba con el sonido del televisor de una habitación contigua. Estaban viendo un partido de béisbol con el volumen alto. Se concentró un momento en el sonido y supuso que los Red Sox jugaban en Fenway y la temporada estaba acabando, lo que significaba que estaban cerca del primer puesto pero no lo bastante. Se planteó encender el televisor de su habitación, pero decidió no hacerlo. Se dijo que perderían y no quería experimentar ninguna pérdida, ni siquiera la pasajera que le proporcionaría el siempre frustrado equipo de béisbol. En lugar de eso, se volvió hacia la ventana y contempló la noche. No había cerrado las persianas y veía cómo las luces bajaban por la cercana carretera interestatal. Junto al camino de entrada del motel había un cartel de neón rojo que informaba sobre las tarifas diarias, semanales y mensuales, además de ofrecer habitaciones con cocina como la que él ocupaba, aunque Ricky no concebía que nadie quisiera permanecer en ese sitio más de una noche.

«Nadie excepto yo», pensó con tristeza.

Se dirigió al pequeño cuarto de baño. Examinó su aspecto en el espejo del lavabo. El tinte negro desaparecía deprisa del cabello, que empezaba a recuperar su gris habitual. Pensó que era algo irónico, porque si alguna vez volviera a parecerse al hombre que era antes, jamás sería en realidad esa persona.

Durante dos semanas apenas había salido de la habitación del motel. Al principio se había sumido en una especie de shock autoprovocado, como un yonqui viviendo una abstinencia obligada, temblando, sudando y retorciéndose de dolor. Luego, esta fase inicial fue sustituida por una indignación abrumadora, una furia atroz, candente, que le hizo pasearse enfurecido por la reducida habitación con los dientes apretados y el cuerpo casi contorsionado de rabia. Más de una vez había dado, frustrado, un puñetazo a la pared. En una ocasión, había sujetado un vaso del cuarto de baño con tanta fuerza que lo rompió y se cortó. Se había inclinado sobre el retrete y visto cómo la sangre goteaba en el agua de la taza mientras deseaba vaciarse hasta de la última gota que tuviera en su interior. Pero el dolor que sentía en la mano lastimada le recordó que seguía vivo y acabó conduciéndole a otra fase en que el temor y la rabia por fin remitieron, como el viento después de una tormenta. Esta nueva fase le parecía fría, como el tacto del metal pulido una mañana de invierno.

En esta fase empezó a urdir planes.

La habitación del motel era un lugar destartalado, decrépito, que hospedaba a camioneros, viajantes y adolescentes del lugar que necesitaban unas horas de intimidad lejos de las miradas indiscretas de los adultos. Estaba situado en las afueras de Durham, New Hampshire, un sitio que Ricky había elegido al azar porque era una ciudad universitaria y, por ello, albergaba a una población díscola.

Había creído que el ambiente académico le garantizaría el acceso a los periódicos nacionales que necesitara y le proporcionaría un entorno transitorio que le permitiría esconderse. Esto había resultado cierto hasta el momento.

A finales de su segunda semana de fallecido, empezó a hacer salidas al mundo exterior. En una de las primeras ocasiones se limitó a la distancia que lo llevaron los pies. No habló con nadie, evitó el contacto visual, se mantuvo en calles poco frecuentadas y barrios tranquilos, temiendo ser reconocido o, peor aún, oír a su espalda los tonos burlones de Virgil o Merlin. Pero su anonimato permaneció intacto y su confianza creció. Amplió con rapidez su horizonte tras encontrar un autobús que recorría la ciudad y del que se bajaba en puntos aleatorios para explorar el mundo en que se había introducido.

En uno de esos trayectos había descubierto una tienda de ropa de segunda mano donde consiguió una chaqueta azul barata que le iba muy bien, unos pantalones raídos y camisas. Había encontrado una cartera de piel en una tienda de consignación cercana.

Cambió las gafas por unas lentillas, que compró en una óptica. Estos elementos, junto con una corbata, te daban el aspecto de un profesor respetable pero no importante. Pensó que no desentonaba nada, y agradeció su invisibilidad.

En la mesa de la cocina de su habitación tenía ejemplares del Cape Cod Times y del New York Times de los días inmediatamente posteriores a su muerte. El periódico de Cape Cod había publicado la historia en la parte inferior de la portada, con el titular:

SUICIDIO DE UN DESTACADO PSICOANALISTA; ANTIGUA CASA DE VERANEO CONSUMIDA POR EL FUEGO El periodista había logrado obtener la mayoría de los detalles dispuestos por Ricky, desde la gasolina comprada esa mañana en recipientes recién adquiridos hasta la nota de suicidio y los donativos a organizaciones benéficas. También había conseguido averiguar que recientemente se había presentado una «acusación por una acción inmoral» contra Ricky, aunque el reportero ignoraba lo esencial: que era una invención planeada por Rumplestiltskin y llevada a cabo por Virgil de modo muy eficaz. El artículo también mencionaba el fallecimiento de su mujer tres años atrás y sugería que Ricky había sufrido hacía poco «reveses financieros» que podrían haber contribuido a su suicidio. A Ricky le pareció un texto excelente, bien documentado y lleno de detalles convincentes, tal como había esperado. La nota necrológica del New York Times, que apareció un día después, había sido desalentadoramente breve, con sólo una o dos sugerencias sobre los motivos de su muerte. La había leído con irritación, un poco enfadado y ofendido al ver que todos los logros de su vida parecían poder resumirse a la perfección en cuatro párrafos de jerga periodística sucinta y opaca. Creía haber aportado más al mundo, pero comprendió que quizá no era así, lo que le hizo vacilar unos momentos. La necrológica indicaba también que no se había previsto ningún oficio religioso, algo que supuso una consideración mucho más importante para Ricky. Sospechaba que la falta de un oficio en su memoria era una consecuencia del trabajo de Rumplestiltskin y Virgil con la acusación de abusos sexuales. Ninguno de sus colegas de Manhattan querría mancillarse con la asistencia a un acto que recordara la vida y la obra de Ricky cuando una parte tan importante de ella se había visto cuestionada. Supuso que habría muchos compañeros analistas en la ciudad que, al leer la noticia de su muerte, pensarían que era una prueba de la veracidad de la acusación y que, a la vez, era algo afortunado porque la profesión se ahorraba el mal trago de que la desagradable noticia fuese publicada por el New York Times, como habría sido inevitable que pasara.

Esta idea enfureció un poco a Ricky con sus colegas y por un momento se dijo que tenía suerte de haber terminado con su vida profesional.

Se preguntó si hasta el primer día de esas vacaciones había sido igual de ciego.

Ambos periódicos contaban que, al parecer, había muerto ahogado y que los guardacostas estaban rastreando las aguas de Cape Cod en busca del cadáver. Sin embargo, el Cape Cod Times, para alivio de Ricky, citaba al comandante local, que afirmaba que era muy poco probable recuperar el cuerpo dadas las fuertes mareas de la zona de Hawthorne Beach.

Cuando reflexionó al respecto, Ricky pensó que era la mejor muerte que se le podía haber ocurrido con tan poca antelación.

Esperaba que encontraran todas las pistas de su suicidio, desde la receta para la sobredosis que al parecer se había tomado antes de adentrarse en el mar hasta sus malos modos con el joven de la tienda de artículos náuticos. Se dijo que eso bastaría para satisfacer a la policía local, a pesar de no tener ningún cadáver al que practicarle la autopsia. Esperaba que bastara también para convencer a Rumplestiltskin de que su plan había salido bien.

Leer sobre su propio suicidio lo impresionó profundamente. El estrés de sus últimos quince días de vida, desde el momento en que había aparecido Rumplestiltskin hasta el momento en que se había acercado a la orilla del agua con cuidado de dejar huellas en la arena húmeda, había sometido a Ricky a algo que no creía que saliese en ningún texto de psiquiatría.

Lo había invadido el miedo, la euforia, la confusión, el alivio (toda clase de emociones contradictorias) casi desde el primer paso, cuando, con el agua lamiéndole los pies, había lanzado el puñado de pastillas al mar y luego había caminado por la zona cubierta de agua unos cien metros, lo bastante lejos para que el nuevo grupo de huellas al salir del agua que le rodeaba los tobillos pasara desapercibido a la policía o a cualquier persona que inspeccionara el lugar de su desaparición.

Solo en la cocina, las horas siguientes le parecían el recuerdo de una pesadilla, como esos detalles de un sueño que permanecen después de despertarse y confieren una sensación de inquietud al nuevo día. Se veía vistiéndose en el acantilado con la muda extra, poniéndose las zapatillas con prisa frenética para escapar de la playa sin ser visto. Había sujetado las muletas a la mochila, que se había cargado a los hombros. Era una carrera de unos diez kilómetros hasta el estacionamiento del Lobster Shanty, y sabía que tenía que estar ahí antes del amanecer, antes de que llegase alguien que tomara el expreso de las seis de la mañana a Boston.

El aire le quemaba los pulmones mientras cubría la distancia.

El mundo seguía sumido en la oscura noche, y mientras sus pies tocaban la carretera, pensó que era como correr por una mina de carbón. Un único par de ojos que detectara su presencia habría acabado con la remota probabilidad de supervivencia a que se aferraba, y tuvo que correr con toda esa urgencia impresa en cada zancada que daba en el asfalto oscuro.

Cuando llegó, el estacionamiento estaba vacío, y se deslizó hacia las sombras que proyectaba la esquina del restaurante. Allí soltó las muletas de la mochila y se las colocó. En unos instantes, oyó el sonido distante de unas sirenas. Le satisfizo un poco cuánto habían tardado en advertir que su casa se quemaba. Unos momentos después, algunos coches empezaron a dejar personas en el estacionamiento para esperar el autobús. Era un grupo heterogéneo, en su mayoría gente joven de vuelta a su trabajo en Boston y un par de empresarios de mediana edad que parecían molestos por tener que ir en autobús, a pesar de la comodidad que suponía. Ricky se había mantenido atrás pensando que era la única de esas personas que esa mañana fresca y húmeda de Cape Cod esperaba bañada en sudor debido al miedo y al esfuerzo. Cuando el autobús llegó dos minutos tarde, se había puesto en la cola. Dos jóvenes se apartaron para dejarle subir con las muletas. Una vez arriba, entregó al conductor el billete comprado el día antes. Se sentó en el fondo pensando que, incluso aunque Virgil, Merlin o cualquier secuaz que Rumplestiltskin designara para comprobar el suicidio tuviera la idea de preguntar al conductor del autobús o a cualquier pasajero de ese viaje a primera hora de la mañana, lo único que éstos recordarían seria a un hombre con el cabello oscuro y muletas, sin saber que había llegado corriendo a la parada.

Había tenido que esperar una hora hasta la salida del autobús a Durham. En ese rato, se había alejado dos manzanas de la terminal de autobuses de South Street hasta encontrar un contenedor de basuras frente a un edificio de oficinas. Había echado las muletas en él y regresado a la terminal.

Pensó que Durham tenía otra ventaja: nunca había estado en esa ciudad y no conocía a nadie que viviera allí. Lo que le gustaba eran las matriculas de New Hampshire, con el lema del estado:

«Vive en libertad o muere”. Pensó que era un sentimiento adecuado para él.

«¿He logrado escapar?’›, se preguntó.

Creía que si, pero no estaba seguro.

Se dirigió a la ventana y volvió a observar una penumbra que le resultaba desconocida. «Hay tanto que hacer», se dijo. Sin dejar de contemplar la noche que envolvía la habitación del motel, Ricky apenas distinguía su reflejo en el cristal. «El doctor Frederick Starks ya no existe -pensó-. Es otra persona.»

Inspiró hondo y supo que su primera prioridad era crearse una nueva identidad. Una vez lo lograse, podría encontrar un hogar para el invierno que se acercaba. Necesitaría trabajar para complementar el dinero que le quedaba, así como consolidar su anonimato y reforzar su desaparición.

Echó un vistazo a la mesa. Había conservado el certificado de defunción de la madre de Rumplestiltskin, el informe policial del asesinato de su antigua pareja y la copia del archivo de sus meses en la clínica del Columbia Presbyterian, donde la mujer había acudido a pedirle una ayuda que él no había sabido darle. Pensó que había pagado un precio muy alto por un solo acto de negligencia.

El pago estaba hecho y no había vuelta atrás.

«Pero ahora yo también tengo una deuda que cobrar -pensó con frialdad-. Le encontraré -se prometió-. Y le haré lo que él me hizo a mi.»

Apagó la luz para sumir la habitación en la penumbra. De vez en cuando, el barrido de unos faros recorría las paredes. Se echó en la cama, que crujió bajo su peso.

«Tiempo atrás estudié mucho para salvar vidas -se recordó-.

Ahora debo aprender a acabar con una.»

Ricky se sorprendió de la organización que era capaz de imponer a sus pensamientos y sentimientos. El psicoanálisis, la profesión que acababa de abandonar, es quizá la disciplina médica más creativa, precisamente debido a la naturaleza cambiante de la personalidad humana. Si bien hay enfermedades reconocibles y tratamientos establecidos en el ámbito de la terapia, en último extremo todos se individualizan porque no hay dos tristezas exactamente iguales. Ricky había pasado años aprendiendo y perfeccionando la flexibilidad del terapeuta, ya que cualquier paciente concreto podía acudir a su consulta cualquier día con algo idéntico o algo distinto por completo, y tenía que estar preparado a todas horas para los increíbles cambios de los estados de ánimo. Ahora debía valerse de las capacidades que había desarrollado durante los años pasados junto al diván y aplicarlas al único objetivo que le permitiría recuperar su vida.

No iba a permitirse soñar con volver a ser quien era. No se haría ilusiones de recuperar su hogar en Nueva York y reanudar la rutina de su vida. Ese no era el objetivo. El objetivo era conseguir que el hombre que le había arruinado la vida pagara por su diversión.

Cuando la deuda estuviera pagada, tendría libertad para convertirse en lo que quisiera. Hasta que el fantasma de Rumplestiltskin no desapareciera de su vida, no tendría un momento de paz ni un segundo de libertad.

De eso no tenía la menor duda.

Tampoco estaba seguro aún de que Rumplestiltskin creyera que se había suicidado. Era posible que sólo hubiese ganado algo de tiempo para él o para el familiar inocente que hubiese sido elegido.

Era una situación de lo más inquietante. Rumplestiltskin era un asesino. Y Ricky tenía que lograr jugar mejor que él a su propio juego.

Lo primero sería convertirse en alguien nuevo y totalmente distinto al hombre que había sido.

Tenía que inventar ese nuevo personaje evitando cualquier indicio que revelara que el doctor Frederick Starks seguía existiendo. Su pasado le había sido arrebatado. No sabía dónde Rumplestiltskin podía haber puesto una trampa, pero estaba seguro de que había una esperando el menor indicio de que su cuerpo no estaba flotando en las aguas de Cape Cod.

sabía que necesitaba un nuevo nombre, una historia inventada, una vida verosímil.

Se percató de que, en este país, la gente era ante todo números. Un número de la Seguridad Social. Números de cuentas bancarias y tarjetas de crédito. Un número de identificación fiscal. Un número de carné de conducir. Números de teléfonos y direcciones.

Así pues, lo más importante era crear esos números. Y después tendría que encontrar un empleo, una casa, crear un mundo a su alrededor que resultara verosímil a la vez que anónimo. Tenía que convertirse en un hombre insignificante, para así empezar a obtener la información que necesitaba para localizar y ejecutar al hombre que le había obligado a suicidarse.

Crear la historia y la personalidad de su nuevo yo no le preocupaba. Al fin y al cabo era un experto en la relación entre los hechos y las impresiones que dejan en el yo. Más preocupante era cómo obtener los números que harían verosímil al nuevo Ricky.

Su primera salida con tal fin fue un fracaso. Fue a la biblioteca de la Universidad de New Hampshire y resultó que necesitaba una tarjeta de identificación de la institución para que el guardia de seguridad le dejara pasar. Observó con nostalgia a los estudiantes que deambulaban por los estantes llenos de libros. Sin embargo, había una segunda biblioteca, mucho más pequeña, situada en la calle Jones. Pertenecía a la red de bibliotecas del condado y, si bien carecía del espacio y la tranquilidad de la universidad, tenía lo que Ricky creía necesitar, es decir, libros e información. También tenía una ventaja secundaria: la entrada era libre. Cualquiera podía ir, leer un periódico, una revista o un libro en una de las cómodas sillas dispersas por el edificio de dos plantas. Pero para sacar un libro se necesitaba un carné. Aquella biblioteca disponía también de cuatro ordenadores para los usuarios. Vio una lista impresa de normas para su funcionamiento, que empezaba por la de que su uso se asignara por riguroso orden de llegada, seguida de las instrucciones de manejo.

Ricky echó un vistazo a los ordenadores y pensó que quizá le serian útiles. Sin saber muy bien por dónde empezar, con una especie de actitud antigua hacia los aparatos modernos, Ricky, el antiguo hombre de diálogo, recorrió los estantes de libros en busca de una sección de informática. No tardó más de unos minutos en encontrarla. Ladeó un poco la cabeza para leer el título de los lomos hasta que dio con Informática para principiantes – Una guía para profanos y miedicas.

Se sentó en una silla y empezó a leer. La prosa le pareció irritante y empalagosa, dirigida a verdaderos idiotas. Pero contenta mucha información, y si Ricky hubiese sido un poco más perspicaz, se habría dado cuenta de que ese léxico infantil estaba pensado para personas como él, porque cualquier niño de once años podría entenderlo.

Tras una hora de lectura se acercó a los ordenadores. Era media mañana, a mitad de semana a finales de verano, y la biblioteca estaba casi vacía. Tenía la zona para él solo. Hizo clic en una de las máquinas y se dispuso a ello. En la pared, como había visto, estaban las instrucciones y pasó a la parte en que explicaban cómo acceder a Internet. Siguió las instrucciones y la pantalla del ordenador cobró vida ante él. Siguió haciendo clics y tecleando instrucciones y en unos momentos se había sumido por completo en el mundo de la informática. Abrió un buscador, como había visto en las instrucciones, e introdujo la expresión: Falsa identidad.

Menos de diez segundos después, el ordenador le decía que había más de cien mil entradas en esa categoría. Empezó a leer desde el principio.

Al final de la mañana había averiguado que el negocio de crear identidades nuevas era próspero. Había docenas de empresas esparcidas por todo el mundo que le proporcionarían cualquier clase de documentación falsa, toda ella vendida con una declinación de responsabilidad que rezaba A EFECTOS DE OCIO SOLAMENTE.

Pensó que había algo delictivo en una empresa francesa que vendía carnés de conducir de California. Pero aunque obvio, no era claramente ilegal.

Preparó listas de lugares y documentos, y reunió así una cartera ficticia. sabía lo que necesitaba, pero obtenerlo era algo difícil, ya que la gente que buscaba una identidad falsa ya era alguien.

El no.

Tenía un bolsillo lleno de efectivo y lugares donde podría gastarlo. El problema era que todos ellos pertenecían al mundo de la informática. El efectivo que tenía era inútil. Pedían números de tarjetas de crédito. Él no tenía ninguna. Pedían direcciones electrónicas. Él no tenía ninguna. Pedían una dirección real donde entregar el material. Él no tenía ninguna.

Afinó la búsqueda y empezó a leer sobre robos de identidades.

Descubrió que era una floreciente actividad delictiva en Estados Unidos. Leyó uno tras otro relatos terribles sobre personas que un día se despertaban y su vida era un caos porque alguien había incurrido en cuantiosas deudas a su nombre.

No le costó nada recordar cómo habían intervenido sus cuentas bancarias y de valores, y sospechó que Rumplestiltskin lo había conseguido fácilmente tras haber obtenido algunos números de Ricky. Eso explicaba por qué la caja que contenía sus antiguas declaraciones de la renta había desaparecido. No era demasiado complicado ser otra persona en el mundo de la informática. Se prometió que quienquiera que llegara a ser no volvería a tirar a la basura una solicitud preaprobada de tarjeta de crédito que hubiera recibido por correo sin haberla pedido.

Se levantó del ordenador y salió de la biblioteca. El sol brillaba con fuerza y el aire seguía lleno del calor del verano. Caminó casi sin rumbo hasta encontrarse en un barrio de sencillas casas de dos pisos con estructura de madera y jardines pequeños donde a menudo había desparramados juguetes de plástico de colores vivos. Oyó voces infantiles que procedían de un jardín trasero, fuera de la vista. Un perro de raza indefinida lo miró desde donde estaba echado, sujeto con una correa a un grueso roble. El perro movió la cola con vivacidad, como si invitara a Ricky a acercarse y acariciarle las orejas. Ricky echó un vistazo alrededor, a las calles arboladas, donde las tupidas ramas creaban zonas de sombra en la acera. Una ligera brisa recorría las copas verdes y hacia que las vetas y las manchas de penumbra de la calle cambiaran de forma y posición antes de volver a detenerse. Avanzó calle abajo y en la ventana delantera de una casa vio un cartelito escrito a mano:

SE ALQUILA HABITACIÓN. INFORMACIÓN AQUI.

Ricky se dijo que era lo que necesitaba, pero se detuvo. «No tengo nombre. Ni pasado. Ni referencias», pensó.

Anotó mentalmente la dirección de la casa y siguió adelante mientras pensaba: «Tengo que ser alguien. Alguien que no pueda rastrearse. Alguien solo pero real».

Una persona muerta podía volver a la vida. Pero eso suscitaba un interrogante, un pequeño desgarro en la tela, que alguien podía descubrir. Una persona inventada podía surgir de repente de la imaginación, pero eso también suscitaba interrogantes.

El problema de Ricky era distinto al de los delincuentes, al de los hombres que querían huir del pago de una pensión alimentaria, al de los antiguos miembros de una secta que temían que los siguieran, al de las mujeres que se escondían de maridos violentos.

Tenía que convertirse en alguien que estuviera muerto y vivo a la vez.

Pensó en esta contradicción y sonrió. Levantó la cabeza hacia el sol abrasador.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

No tardó demasiado en encontrar una tienda de ropa del Ejército de Salvación. Se encontraba en un pequeño centro comercial, por donde pasaba la principal línea de autobús. Era un lugar con edificios cuadrados, de pintura descolorida y desconchada, no exactamente decrépito y no precisamente venido a menos, sino un lugar que reflejaba el desgaste del abandono en las papeleras sin vaciar y en las grietas del estacionamiento asfaltado. La tienda del Ejército de Salvación estaba pintada de un blanco monótono y reflectante, de modo que brillaba al sol de la tarde. El interior era parecido a un pequeño almacén, con electrodomésticos como tostadoras y planchas para hacer gofres en un lado, e hileras de ropa donada en percheros que ocupaban el centro de la tienda. Algunos jóvenes repasaban los percheros en busca de pantalones anchos de faena y otros artículos anodinos, y Ricky se deslizó tras ellos para inspeccionar el mismo montón de ropa. A primera vista le pareció que nadie donaba al Ejército de Salvación nada que no fuera marrón o negro, lo que se ajustaba a su idea.

Encontró enseguida lo que buscaba: un abrigo largo y desgarrado de lana que le llegaba a los tobillos, un jersey gastado y unos pantalones dos tallas más grandes que la suya. Todo era barato, pero eligió lo más barato, casi lo más estropeado e inadecuado para el final todavía cálido del verano de Nueva Inglaterra.

El cajero era un voluntario mayor, con gafas gruesas y una camiseta incongruentemente roja que destacaba en el ámbito sombrío de la ropa donada. El hombre se acercó el abrigo a la nariz y lo olisqueó.

– ¿Está seguro de que quiere éste?

– Sí -contestó Ricky.

– Huele como si hubiese estado en algún sitio desagradable -dijo el hombre-. A veces tenemos material que logra llegar a los percheros pero no debería hacerlo. Hay cosas más bonitas si busca un poco más. Este apesta y se le tendría que haber remendado ese desgarrón antes de ponerlo a la venta.

– Es justo lo que necesito -dijo Ricky.

El hombre se encogió de hombros, se ajustó las gafas y miró la etiqueta.

– Bueno, no pienso cobrarle los diez dólares que piden por él.

¿Qué le parece tres? Me parece más justo. ¿Qué dice?

– Muy generoso por su parte -dijo Ricky.

– ¿Para qué quiere esta basura? -quiso saber el hombre, con una curiosidad nada malsana.

– Es para una producción teatral -mintió Ricky.

– Espero que no sea para la estrella del espectáculo -asintió el -w dependiente-. Porque si huele este abrigo exigirá que contraten a otro encargado de vestuario.

El hombre soltó una carcajada ruidosa con la broma, y sus sonidos entrecortados sonaron más fatigosos que divertidos. Ricky se le unió con una risa falsa.

– Bueno, el director me dijo que consiguiera algo raído, así que supongo que la culpa será suya -afirmó-. Yo sólo soy el recadero.

Teatro local, ¿sabe? El presupuesto es reducido.

– ¿Quiere una bolsa?

Ricky asintió, pagó y salió de la tienda con su compra bajo el brazo. Vio que un autobús llegaba a la parada del centro comercial y corrió para tomarlo. El esfuerzo le hizo sudar y, una vez se sentó en el asiento trasero, sacó el jersey viejo y se secó la frente y las axilas con él.

Antes de llegar a la habitación del motel esa noche, Ricky llevó todas sus compras a un parque, donde se dedicó a ensuciarías con algo de tierra junto a unos árboles.

Por la mañana, metió la ropa vieja que había comprado en una bolsa de papel marrón. Todo lo demás (los pocos documentos que tenía sobre Rumplestiltskin, los periódicos y las otras prendas que había comprado) fue a parar a la mochila. Pagó la cuenta en la recepción del motel y dijo al hombre que seguramente regresaría en unos días, información que no hizo que éste alzara los ojos de la sección de deportes del periódico que lo mantenía absorto.

Había un autobús de Trailways que salía para Boston a media mañana y con el que Ricky ya estaba algo familiarizado. Como siempre, se sentó en la parte posterior y evitó el contacto visual con el pequeño grupo de pasajeros para mantener la soledad y el anonimato en cada paso. Se aseguró de ser el último en bajar en Boston. Al inhalar la mezcla de gases de escape y de calor que parecía estar suspendida en la calle, tosió. Pero el interior de la terminal de autobuses tenía aire acondicionado, aunque incluso ese ambiente parecía sucio. Había filas de asientos de plástico de color naranja y amarillo sujetos al suelo de linóleo, muchos de los cuales exhibían señales y marcas dejadas por personas aburridas que habían tenido que esperar horas a que llegara o saliera su autobús. Se notaba un fuerte olor a fritura, y a un lado de la terminal había una hamburguesería junto a una tienda de Donuts. Un quiosco ofrecía los periódicos del día y revistas además de la pseudopornografía más corriente. Ricky se preguntó cuántas personas comprarían en aquella terminal un ejemplar de U. S. News amp;

World Report y la revista pornográfica Hustier a la vez.

Se sentó lo más cerca posible frente a los aseos de hombres y esperó. En unos veinte minutos se convenció de que los aseos estaban vacíos, en especial después de que un policía con su camisa azul manchada de sudor hubiera entrado y salido poco después quejándose en voz alta a su compañero, de lo más divertido, sobre el desagradable efecto de un perrito caliente ingerido hacia poco. Ricky entró deprisa en cuanto los dos policías se alejaron con un repiqueteo de tacones en el sucio suelo de la terminal.

Con movimientos rápidos, se encerró en un retrete y se quitó la ropa normal que llevaba para cambiarla por las prendas compradas al Ejército de Salvación. Arrugó la nariz ante la dura combinación de sudor y almizcle que le llegó al ponerse el abrigo. Metió la ropa en la mochila, junto con todo lo demás, incluido el dinero en efectivo, salvo cien dólares en billetes de veinte, que hundió dentro de un desgarro del abrigo, de modo que si bien no estaban del todo seguros, por lo menos estaban resguardados. Tenía un poco de calderilla, que se metió en el bolsillo de los pantalones. Al salir del retrete se miró en el espejo del lavabo. No se había afeitado en un par de días y eso ayudaba.

Un grupo de taquillas de metal azul cubría una pared de la terminal. Metió la mochila en una, aunque conservó la bolsa de papel que había usado para llevar las prendas viejas. Echó dos monedas de veinticinco y giró la llave. Cerrar los pocos objetos que tenía le hizo vacilar. Pensó un instante que ahora estaba más aislado que nunca. Ahora, salvo la llavecita de la consigna número 569 que llevaba en la mano, no había nada que lo vinculara a nada. No tenía identidad y ninguna relación con nadie.

Inspiró hondo y se metió la llave en el bolsillo.

Se marchó deprisa de la terminal y sólo se detuvo una vez, cuando creyó que nadie le observaba, para coger algo de tierra del suelo y restregársela por el cabello y la cara.

Para cuando había recorrido dos manzanas, las axilas y la frente habían empezado a sudarle, y se los secó con la manga del abrigo.

Antes de haber llegado a la tercera manzana, pensó: «Ahora parezco lo que soy. Un sin techo”.

22

Durante dos días Ricky caminó por las calles, invisible para todo el mundo.

Su aspecto era el de un indigente, un alcohólico trastornado por las drogas o esquizofrénico, o incluso las tres cosas, aunque si alguien le hubiera mirado con atención a los ojos, habría visto un propósito claro, lo que no es habitual en un vagabundo. Ricky se encontró observando a la gente de la calle, imaginando quién era y lo que hacia, casi envidioso del sencillo placer que la identidad proporciona a una persona. Una mujer de cabello plateado que avanzaba con prisas cargada con paquetes de compra de las tiendas de Newbury Street le sugirió una historia, mientras que el adolescente que llevaba unos vaqueros cortados, una mochila y una gorra de los Red Sox ladeada le apuntó otra. Vio empresarios y taxistas, repartidores de electrodomésticos e informáticos. Había corredores de bolsa, médicos, técnicos y un hombre que pregonaba periódicos en un quiosco de una esquina. Todos, desde la loca más indigente que murmuraba y oía voces hasta el ejecutivo con traje de Armani que se subía a una limusina, tenían una identidad definida por lo que eran. Él no tenía ninguna.

En lo que él se había convertido asustaba y era un lujo a la vez.

No pertenecer a ninguna parte era como ser invisible. A pesar del alivio que sentía de momento por estar a salvo del hombre que había destruido su vida anterior, sabía que eso era algo fugaz. Su existencia estaba inextricablemente unida al hombre que sólo conocía como Rumplestiltskin pero que había sido el hijo de una mujer llamada Claire Tyson, a quien él había fallado cuando lo necesitaba. Y ahora estaba solo debido a ese fallo.

Pasó la noche solo bajo un puente sobre el río Charles. Se envolvió con el abrigo, sudando aún debido al calor residual del día, y se apoyó contra un muro para intentar robarle unas horas a la noche. Un calambre en el cuello lo despertó poco después del alba, y todos los músculos de la espalda y las piernas se quejaron indignados. Se levantó y se desperezó lentamente, intentando recordar la última vez que había dormido al aire libre y pensando que no lo hacía desde la infancia. La rigidez de las articulaciones le indicó que no era muy recomendable. Imaginó su aspecto y pensó que ni siquiera el más dedicado actor de método lo habría hecho así.

Una niebla se elevaba del río Charles con masas grises y vaporosas suspendidas sobre las orillas. Ricky salió del paso inferior y avanzó hacia el carril de bicicletas que seguía la margen del río.

De pie, pensó que el agua tenía el aspecto sedoso de una anticuada cinta negra de máquina de escribir, en su serpenteo a través de la ciudad. Lo contempló y se dijo que el sol tendría que elevarse mucho más antes de que el agua se volviera azul y reflejara los edificios majestuosos de la ribera. A esa primera hora de la mañana, el río ejercía un efecto casi hipnótico en él, y por unos instantes se quedó inmóvil contemplando la vista que tenía delante.

Su ensueño se vio interrumpido por el sonido de pasos presurosos en el carril de bicicletas. Se volvió y vio a dos hombres que corrían juntos y se acercaban a él deprisa. Llevaban unos relucientes pantalones cortos y modernas zapatillas de deporte. Supuso que ambos tenían una edad parecida a la suya.

Uno de los hombres gesticuló con el brazo en dirección a Ricky.

– ¡Apártate! -le gritó.

Ricky dio un paso atrás con brusquedad y los dos hombres pasaron por delante.

– ¡Quítate de en medio, tío! -exclamó uno de los dos mientras se ladeaba para no rozar a Ricky.

– ¡Muévete! -soltó el otro hombre-. ¡Joder!

Mientras se alejaban, uno de ellos gritó:

– ¡Vagabundo de mierda! ¡Búscate un trabajo!

Su compañero rió y comentó algo, pero Ricky no distinguió las palabras. Dio un par de pasos tras los hombres, lleno de una cólera repentina.

– ¡Oigan! -gritó-. ¡Alto!

No le hicieron caso. Uno de ellos se volvió para mirarlo por encima del hombro antes de acelerar. Ricky los siguió unos metros más.

– No soy… -empezó-. No soy lo que creen.

Pero entonces se dio cuenta de que podría muy bien serlo.

Regresó hacia el río. En ese instante comprendió que estaba más cerca de ser lo que parecía que de lo que había sido. Inspiró hondo y admitió que se encontraba en la más precaria de las situaciones psicológicas. Había matado a quien había sido para poder huir de un hombre dispuesto a arruinarlo. Si pasaba mucho más tiempo sin ser alguien, ese anonimato terminaría por engullirlo.

Con la idea de que estaba tan en peligro en ese momento como cuando sentía el aliento de Rumplestiltskin en la nuca, avanzó decidido a poner en práctica la primera y fundamental medida.

Se pasó el día yendo de un albergue a otro por toda la ciudad, buscando.

Fue un viaje por el mundo de los necesitados. Un desayuno temprano con huevos mal cocidos y tostadas frías servido en la cocina de una iglesia católica de Dorchester. Luego una hora delante de una agencia de trabajo temporal, donde se reunió con hombres que buscaban trabajo para un día rastrillando hojas o vaciando papeleras. De ahí se dirigió a un albergue estatal en Charlestown, donde el hombre de recepción le dijo que no podía entrar sin algún documento oficial, lo que a Ricky le pareció una exigencia tan demencial como los delirios que sufrían los propios enfermos mentales. Salió enfadado a la calle, donde un par de prostitutas que buscaban clientes durante la hora del almuerzo se rieron de él cuando les preguntó por una dirección. Avanzó por la acera, pasando por delante de callejones y edificios abandonados.

A veces, cuando alguien se le acercaba demasiado, refunfuñaba para sí. El lenguaje es el aspecto brusco de la locura, y junto con su creciente hedor, una coraza muy buena frente al contacto con cualquiera que no fuese un indigente. Los músculos se le entumecieron y los pies empezaron a dolerle, pero siguió buscando. En una esquina, un policía lo observó con atención y avanzó hacia él, pero al parecer se lo pensó mejor y siguió su camino.

Ya bien entrada la tarde, con un sol que aún provocaba onduladas estrías de calor en las calles, Ricky detectó una posibilidad.

El hombre estaba hurgando en un cubo de basuras en la linde de un parque, cerca del río. Era de una estatura y un peso parecidos a los suyos, con un pelo castaño de incipiente calvicie.

Llevaba un gorro de lana, unos pantalones cortos hechos jirones y un abrigo de lana hasta los tobillos que casi le tapaba el calzado, compuesto por un mocasín marrón y una bota de obrero.

Farfullaba en voz baja, absorto en el contenido del cubo de basuras. Ricky se acercó lo suficiente para ver sus lesiones en la cara y en el dorso de las manos. Mientras escarbaba, tosió varias veces, sin advertir la presencia de Ricky. A unos diez metros había un banco, y Ricky se sentó en él. Alguien había dejado ahí parte del periódico del día, y Ricky lo agarró y simuló leer mientras se dedicaba a observar al hombre. Vio que sacaba una lata de refresco del cubo y la echaba en un carrito de la compra del tipo de los que hay que tirar de ellos. El carrito estaba casi lleno de latas vacías.

Ricky contempló al hombre y se dijo: «Hace sólo unas semanas eras médico. Haz tu diagnóstico».

El hombre pareció enfurecerse cuando sacó de la basura una lata que no le gustó. La lanzó con brusquedad al suelo y la envió de un puntapié a un arbusto cercano.

«Bipolar -pensó Ricky-. Y esquizofrénico. Oye voces y no recibe medicación, o por lo menos una que esté dispuesto a tomarse. Propenso a ataques repentinos de energía frenética. Seguramente violento, además, pero más una amenaza para él mismo que para los demás. Las lesiones podrían ser llagas abiertas por vivir en la calle o también sarcoma de Kaposi.»

El sida era una posibilidad evidente. Así como la tuberculosis o el cáncer de pulmón, dada la tos convulsiva del hombre. También podía ser neumonía, aunque la estación no era la adecuada.

Estaba tan cerca de la vida como de la muerte.

Pasados unos minutos, el hombre decidió que ya tenía todo lo que había de valor en la basura y se dirigió al siguiente cubo.

Ricky permaneció sentado sin perderlo de vista. Tras unos momentos dedicados a hurgar en la basura, el hombre se marchó tirando del carrito. Ricky lo siguió.

No tardó mucho en llegar a una calle de Charlestown llena de tiendas mugrientas. Era un lugar para los necesitados de todo tipo. Una tienda de muebles de saldo que ofrecía en grandes letras escritas en los escaparates facilidades y créditos. Dos casas de empeños, una tienda de electrodomésticos, una tienda de modas cuyos maniquíes parecían carecer todos de un brazo o tina pierna, como si hubieran quedado mutilados o marcados en algún accidente. Ricky observó cómo el hombre se dirigía directo hacia la mitad de la manzana, hacia un edificio cuadrado pintado de amarillo con un cartel prominente en la fachada: REFRESCOS Y LICORES DE AL. Debajo había un segundo cartel, con las mismas letras, casi igual de grandes: CENTRO DE CANJE. Este cartel tenía una flecha que señalaba la parte posterior.

El hombre que tiraba del carrito lleno de latas dobló la esquina del edificio. Ricky lo siguió.

En la parte trasera de la tienda había una puerta de postigo, con un cartel sobre el dintel: CANJEAR AQUÍ. El hombre tocó un timbre que había a un lado. Ricky se apretó contra la pared para no dejarse ver.

En unos segundos apareció un joven. La transacción sólo llevó unos minutos. El vagabundo entregó la colección de latas, el muchacho las contó y después tomó un par de billetes de un fajo que se sacó del bolsillo. El hombre cogió el dinero, se metió la mano en un bolsillo del abrigo y sacó una gruesa y vieja cartera de piel llena de papeles. Puso los billetes en ella y entregó otro al chico. El adolescente desapareció y regresó instantes después con una botella, que entregó al hombre.

Ricky se sentó en el suelo del callejón y esperó a que el hombre pasara por su lado. La botella, que Ricky supuso sería de vino barato, ya había desaparecido entre los pliegues del abrigo. El hombre lanzó una mirada a Ricky, pero no pudo verle los ojos porque éste agachó la cabeza. Ricky aguardó unos segundos y luego le siguió.

En Manhattan, Ricky había servido de ratón a los gatos Virgil, Merlin y Rumplestiltskin. Ahora estaba en el lado opuesto de la misma ecuación. Aminoraba o aceleraba el paso para no perder de vista al vagabundo en ningún momento, lo bastante cerca para seguirlo, lo bastante alejado para no ser descubierto. Provisto ahora de una botella, el hombre caminaba con resolución, como en una rápida marcha militar con un destino determinado. Giraba a menudo la cabeza para mirar en todas direcciones, sin duda temeroso de que le siguieran. Ricky pensó que su comportamiento paranoico estaba bien fundado.

Cubrieron decenas de manzanas y se adentraron y se alejaron del tráfico mientras el barrio se volvía cada vez más sórdido. El sol menguante del día proyectaba sombras en la calzada, y la pintura desconchada y las fachadas decrépitas parecían imitar el aspecto de Ricky y su objetivo.

De pronto el hombre vaciló en mitad de una manzana y se volvió hacia Ricky, que se apretujó contra un edificio para esconderse. Con el rabillo del ojo vio cómo el hombre se adentraba en un callejón, un angosto pasaje entre dos edificios de ladrillo. Inspiró hondo y lo siguió.

Se acercó a la boca del callejón y se asomó con cuidado. Era un lugar que parecía acoger la noche con bastante antelación. Ya estaba a oscuras; el tipo de lugar confinado que jamás se caldeaba en invierno ni se refrescaba en verano. Sólo pudo distinguir un montón de cajas de cartón abandonadas y un contenedor de basuras verde al fondo. El callejón lindaba con un edificio, y Ricky supuso que no tenía salida.

A una manzana de distancia había pasado por una tienda de ocasión y por otra de bebidas alcohólicas baratas. Se dirigió hacia allí. Sacó uno de sus valiosos billetes de veinte dólares del forro del abrigo y lo sujetó en la palma de la mano, donde quedó impregnado de sudor.

Fue primero a la tienda de bebidas. Era un local pequeño, con las ofertas anunciadas con letras rojas en el escaparate, pero estaba cerrado. Por el escaparate vio a un dependiente sentado tras la caja registradora. Intentó entrar y la puerta vibró. El dependiente miró en su dirección, se agachó y habló por un micrófono. Una vocecita salió por un altavoz pegado a la puerta.

– Lárguese si no tiene dinero, viejo de mierda.

– Tengo dinero -dijo Ricky.

El dependiente era un hombre barrigón de mediana edad, de más o menos los mismos años que él. Cuando cambió de postura, vio que llevaba un revólver enfundado a la cintura.

– ¿Sí? ¿Tiene dinero? Ya. Muéstremelo.

Ricky levantó el billete de veinte dólares. El hombre le echó un vistazo desde detrás de la caja.

– ¿De dónde lo ha sacado?

– Me lo encontré en la calle -contestó Ricky.

Se oyó el zumbido de la puerta, y Ricky la empujó para entrar.

– Si, seguro -comentó el dependiente-. Muy bien, tiene dos minutos. ¿Qué quiere?

– Una botella de vino.

El hombre alargó la mano hacia un estante que tenía detrás y eligió una botella. No era como ninguno de los vinos que Ricky había bebido hasta entonces. Llevaba tapón de rosca y en la etiqueta ponía Silver Satin. Costaba dos dólares. Ricky asintió y entregó el billete de veinte. El hombre metió la botella en una bolsa de papel, abrió la caja y sacó un billete de diez y dos de un dólar. Se los dio a Ricky.

– ¡Oiga! -se quejó éste-. Falta cambio.

– Creo que el otro día le vendí a crédito -contestó el hombre con una sonrisa torcida y la mano en la culata del revólver-. Sólo me estoy cobrando la deuda, viejo.

– Eso es mentira -soltó Ricky, enfadado-. Nunca antes he estado aquí.

– ¿Cree que voy a discutir, escoria? -El dependiente hizo un amago de lanzarle un puñetazo. Ricky retrocedió y lo miró con dureza. El hombre se rió y añadió-: Ya le he dado algo de cambio. Y más del que se merece. Ahora lárguese. Márchese de aquí, si no quiere que lo eche. Y si me hace salir de detrás del mostrador, le quitaré la botella y el cambio de una buena patada en el culo. ¿Qué decide?

Ricky se dirigió despacio hacia la puerta. Se volvió mientras intentaba pensar en una réplica adecuada, pero sólo consiguió que el dependiente dijera:

– ¿Qué pasa? ¿Tiene algún problema?

Ricky salió oyendo la risa del dependiente a su espalda.

Fue hasta la tienda de ocasión, donde lo recibieron con la misma pregunta: «¿Tiene dinero?». Mostró el billete de diez dólares.

Dentro, compró un paquete de los cigarrillos más baratos que encontró, un par de chocolatinas, un par de magdalenas y una linterna pequeña. El dependiente de la tienda era un chico joven, que echó las cosas en una bolsa de plástico y dijo con sarcasmo:

– Buena cena.

Ricky regresó a la calle. La noche había invadido la zona. La tenue luz de las tiendas que seguían abiertas lanzaba cuadraditos de claridad a la penumbra. Ricky cruzó hacia la boca del callejón.

Se metió con el menor ruido posible, se apoyó contra la pared de ladrillo y se deslizó hacia abajo para sentarse y esperar, sin dejar de pensar que hasta esa noche no había sabido lo fácil que es ser odiado en este mundo.

Fue como si la oscuridad lo envolviera POCO a poco del mismo modo que el calor durante el día. Era una negrura densa que le traspasó el cuerpo. Ricky dejó pasar un par de horas. Estaba en un estado de semisueño, con la cabeza llena de imágenes de quién había sido, de la gente que había llegado a su vida para destruirla y del plan que había elaborado para recuperarla. Le habría reconfortado, al estar ahí apoyado contra la pared de un callejón sombrío de una parte de una ciudad que le era desconocida, haber recordado a su mujer, o quizás a un viejo amigo, o tal vez incluso algún momento feliz de su infancia: una mañana de Navidad, una graduación, el momento de lucir su primer esmoquin en el baile del instituto o el ensayo de la cena la víspera de su boda. Pero todos esos momentos parecían pertenecer a otra existencia y otra persona. Jamás había creído demasiado en la reencarnación, pero era casi como si hubiese vuelto al mundo como alguien distinto. Al percibir el hedor creciente de su abrigo de vagabundo levantó la mano en la oscuridad e imaginó que tendría las uñas llenas de tierra. Antes las tenía así los días felices, porque significaba que se había pasado horas en el jardín de su casa de Cape Cod. Se le hizo un nudo en el estómago y pudo oír el estrépito de la gasolina encendida al propagarse por la casa. Era un recuerdo auditivo que parecía proceder de otra época, recuperado de un pasado distante por un arqueólogo.

Ricky levantó la vista y vio a Virgil y Merlin sentados en el callejón frente a él. Distinguió sus rostros, cada matiz y expresión del corpulento abogado y de la escultural joven.

«Me dijo que seria mi guía hacia el infierno -pensó-. Tenía razón, quizá más de lo que se imaginaba.»

Sintió la presencia del tercer miembro del triunvirato, pero Rumplestiltskin seguía siendo una sombra que se fundía con la noche e inundaba el callejón como una marea que sube de forma constante.

Se le habían entumecido las piernas. No sabía cuántos kilómetros habría caminado desde su llegada a Boston. Tenía el estómago vacío, así que abrió el paquete de magdalenas y se las comió de dos o tres mordiscos. El chocolate le sentó como una vulgar anfetamina y le proporcionó cierta energía. Se puso de pie y se volvió hacia el fondo del callejón.

Oyó un leve sonido y miró en esa dirección antes de reconocer lo que era: alguien cantando en voz baja y desentonada.

Avanzó con cuidado hacia la voz. A su lado oyó algún animal, supuso que una rata que se escabullía con un sonido de arañazos.

Sujetó la linterna con la mano, pero intentó dejar que los ojos se le adaptaran a la oscuridad del callejón. Eso era difícil, y tropezó una o dos veces cuando los pies se le enredaron con desperdicios indefinidos. Estuvo a punto de caerse en una ocasión, pero conservó el equilibrio y siguió adelante.

Cuando estaba casi sobre el hombre, éste dejó de cantar.

Hubo un silencio tenso durante un par de segundos.

– ¿Quién anda ahí? -oyó preguntar.

– Soy yo -contestó Ricky.

– No se acerque más -dijo la voz-. Le haré daño. Puede que le mate. Tengo un cuchillo.

Arrastraba las palabras con la imprecisión que confiere la bebida. Ricky había esperado que el vagabundo hubiese perdido el conocimiento pero, en cambio, seguía bastante alerta, aunque no demasiado ágil porque no oyó que se apartara de su camino o procurara esconderse. No creía que tuviera ningún arma, pero no estaba seguro del todo. Permaneció inmóvil.

– Este callejón es mío -advirtió el hombre-. Váyase.

– Ahora también es mío -replicó Ricky.

Inspiró hondo y se concentró en encontrar una manera de comunicarse con el hombre. Era como sumergirse en un lago de agua oscura, sin saber lo que hay bajo la superficie.

«Acepta la locura -se dijo mientras intentaba evocar todos los conocimientos que había adquirido en su anterior vida y existencia-. Crea el delirio. Establece la duda. Alimenta la paranoia.»

– Me dijo que teníamos que hablar -aventuró-. Eso me dijo:

«Encuentra al hombre del callejón y pregúntale cómo se llama».

– ¿Quién se lo dijo? -preguntó el hombre en tono vacilante.

– ¿Quién crees? Él. Me habla y me dice a quién buscar, y tengo que hacerlo porque él me lo dice, y por eso estoy aquí -contestó con rapidez.

– ¿Quién te habla?

Sus preguntas llegaban en medio de la oscuridad con un torpor que luchaba contra la bebida que le nublaba una mente ya de por sí entrecruzada.

– No estoy autorizado a decir su nombre, por lo menos no en voz alta o donde alguien pueda oírme. ¡Chitón! Pero dice que sabrás por qué he venido si eres quien debes ser, y que no tendré que explicar nada mas.

El hombre pareció dudar mientras procuraba comprender este galimatías.

– ¿A mi? -preguntó.

– Si eres quien debes ser. -Ricky asintió en la oscuridad-. ¿Lo eres?

– No lo sé -contestó y, tras una pausa, añadió-: Eso creía.

Ricky siguió deprisa para reforzar el delirio.

– Él me da los nombres, ¿sabes? Y yo tengo que buscarlos y hacerles las preguntas porque tengo que encontrar al que es. Es lo que hago, una y otra vez, y eso es lo que tengo que hacer. ¿Eres tú? Tengo que saberlo, ¿comprendes? Si no, he perdido el tiempo.

El hombre parecía intentar asimilar todo eso.

– ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? -dijo el hombre con lengua estropajosa.

Ricky se puso la linterna bajo el mentón, del modo que haría un niño que quisiera asustar a sus amigos. La encendió para iluminarse la cara y luego la dirigió hacia el hombre, dedicando unos segundos a examinar lo que los rodeaba. El vagabundo estaba sentado, apoyado contra la pared de ladrillos, con la botella de vino en la mano. Había desperdicios, y una caja de cartón a su lado, que Ricky supuso sería su casa. Apagó la linterna.

– ¿Y bien? -soltó Ricky, tajante-. ¿Necesitas más pruebas?

El hombre cambió de posición.

– No puedo pensar -gimió-. Me duele la cabeza.

Ricky estuvo tentado de agacharse y agarrar lo que necesitaba. Las manos le temblaron con la seducción de la violencia. Estaba solo en un callejón desierto con aquel vagabundo y se le ocurrió que las personas que lo habían puesto en esa situación no habrían dudado en utilizar la violencia. Para vencer el impulso tuvo que controlarse al máximo. Sabía lo que necesitaba, pero quería que el hombre se lo diera.

– ¡Dime quién eres! -exclamó Ricky en un susurro.

– Quiero estar solo -suplicó el hombre-. No he hecho nada. Ya no quiero estar aquí.

– No eres el que busco -soltó Ricky-. Podría jurarlo. Pero necesito estar seguro. Dime tu nombre.

– ¿Qué quieres? -gimoteó el hombre.

– Tu nombre. Quiero tu nombre.

Ricky podía oír las lágrimas que se formaban con cada palabra que decía el hombre.

– No lo diré -contestó-. Tengo miedo. ¿Vas a matarme?

– No -respondió Ricky-. No te haré daño si me demuestras quién eres.

El hombre vaciló.

– Tengo una cartera -afirmó despacio.

– ¡Dámela! -ordenó Ricky con brusquedad-. ¡Es el único modo de estar seguro!

El hombre se levantó como pudo y se metió la mano en el abrigo. Con los ojos a duras penas adaptados a la oscuridad, Ricky pudo ver que le tendía algo. Lo agarró y se lo metió en el bolsillo.

El hombre empezó a sollozar. Ricky suavizó la voz.

– Ya puedes dejar de preocuparte -dijo-. Ahora me iré.

– Por favor -suplicó el hombre-. Vete.

Ricky se agachó y sacó la botella de vino que había comprado. También tomó un billete de veinte dólares del forro del abrigo. Se los dio al hombre.

– Toma -dijo-. Te lo doy porque no eres el hombre que busco, pero no es culpa tuya, y él quiere que te compense por haberte molestado. ¿Te parece bien?

El hombre agarró la botella, sin contestar, pero luego pareció asentir.

– ¿Quién eres? -preguntó otra vez con una mezcla de temor y confusión.

Ricky sonrió para si y pensó que tener una formación clásica tenía sus ventajas.

– Me llamo Nadie -anunció.

– Nadia es nombre de mujer.

– No. Nadie. Así que, si alguien te pregunta quién te visitó esta noche, puedes decir que fue Nadie. -Ricky suponía que el policía de ronda tendría la misma paciencia para esa historia que los hermanos cíclopes de Polifemo para la ficción que había creado siglos antes otro hombre perdido en un mundo desconocido y peligroso-. Bebe un poco y duerme. Cuando te despiertes, todo seguirá igual.

El hombre gimoteó. Pero acto seguido bebió un largo sorbo de vino.

Ricky se levantó y avanzó con cuidado por el callejón, pensando que no había robado lo que buscaba y tampoco lo había comprado. Se dijo que había hecho lo necesario y que se ajustaba a las reglas del juego. Por supuesto, Rumplestiltskin no sabía que seguía jugando. Pero pronto lo sabría. Se dirigió sin detenerse por la penumbra hacia la luz de la calle que veía delante.

23

Ricky no abrió la cartera del hombre hasta después de haber llegado a la terminal de autobuses siguiendo una ruta que le obligó a cambiar dos veces de metro y después de haber recuperado la ropa de la taquilla. En los aseos, logró limpiarse un poco la suciedad de cara y manos y frotarse los sobacos y el cuello con toallas de papel mojadas con agua templada y jabón muy perfumado. No podía hacer gran cosa respecto a la grasa que le cubría el cabello o al olor corporal que sólo una ducha lograría eliminar. Tiró las ropas sucias de vagabundo a la papelera y se puso los pantalones caqui y la camisa que llevaba en la mochila. Contempló su aspecto en el espejo y pensó que había cruzado una línea invisible de regreso hacia donde otra vez parecía un participante en la vida más que un habitante del infierno. Un peine barato de plástico contribuyó a su imagen, pero pensó que seguía situado en un extremo, o cerca de él, y muy alejado del hombre que era antes.

Salió de los aseos y compró un billete de autobús a Durham.

Tenía que esperar casi una hora, así que se compró un bocadillo y un refresco y se dirigió a un rincón vacío del vestíbulo. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba y desenvolvió el bocadillo en el regazo. Después abrió la cartera, que tapó con la comida.

Lo primero que vio le iluminó la cara y lo llenó de alivio: una tarjeta destrozada y descolorida, pero legible, de la Seguridad Social.

El nombre estaba mecanografiado: Richard S. Lively.

A Ricky le gustó. Lively significa «animado» en inglés y, por primera vez en semanas, era así como se sentía. Vio que había tenido una buena suerte adicional: no tendría que aprender a usar un nombre nuevo; la abreviatura corriente de Richard y de Frederick, el suyo, era la misma.

Echó la cabeza atrás y contempló los fluorescentes del techo.

Pensó que había renacido en una terminal de autobuses. Supuso que había lugares mucho peores para reintegrarse al mundo.

La cartera olía a sudor seco, y Ricky repasó con rapidez su contenido. No había gran cosa, pero lo que contenía era una especie de mina de oro. Además de la tarjeta de la Seguridad Social había un carné de conducir de Illinois caducado, un carné de biblioteca de un sistema suburbano de las afueras de San Luis, Misouri, y una tarjeta de la cadena de estaciones de servicio Triple A del mismo estado. Ninguna de esas identificaciones requería foto, salvo el carné de conducir, que aportaba detalles como el color del cabello y los ojos, la estatura y el peso, junto a una fotografía algo desenfocada de Richard Lively. También había una tarjeta de identificación de un hospital de Chicago señalada con un asterisco rojo en una esquina.

«Sida -pensó Ricky-. Seropositivo.»

Había tenido razón sobre las llagas en la cara del hombre. Todos los documentos identificativos incluían direcciones distintas.

Ricky se los metió en el bolsillo. Había también dos recortes de periódico ajados y amarillentos, que desdobló con cuidado y leyó.

El primero correspondía a la necrológica de una mujer de setenta y tres años. El otro era un articulo sobre reducciones de personal de una fábrica de recambios de automóvil. Ricky supuso que la primera era la madre de Richard Lively y el segundo, el empleo que el hombre había tenido antes de hundirse en el mundo del alcohol que lo había conducido a las calles. No tenía idea de qué le habría impulsado a viajar del centro del país a la Costa Este, pero ese cambio le era propicio. Las probabilidades de que alguien le relacionara con ese hombre se reducían mucho.

Leyó deprisa los dos recortes y memorizó los detalles. Observó que sólo se mencionaba un miembro de la familia de la mujer, al parecer un ama de casa de Albuquerque, Nuevo México. Supuso que sería una hermana que se habría olvidado de su hermano hacia muchos años. La madre había sido bibliotecaria del condado y antigua directora de colegio, lo que constituía la pequeña aportación al mundo que había propiciado la necrológica. Se decía que su marido había fallecido unos años antes. La fábrica donde había trabajado Richard Lively producía pastillas de freno y había sido víctima de la decisión empresarial de trasladarse a un lugar de Guatemala donde se fabricaría la misma pieza con costes más reducidos. Ricky pensó que eso provocaba amargura, y era una razón más que suficiente para dejar que la bebida dominara la vida de uno. No tenía modo de saber cómo el hombre había contraído la enfermedad. Probablemente a través de alguna aguja. Devolvió los recortes a la cartera y echó ésta a una papelera.

Pensó en la tarjeta de identificación del hospital con su delatora señal roja y se la sacó del bolsillo. La dobló hasta partirla por la mitad, la envolvió con el papel del bocadillo y la dejó en el fondo de la papelera.

«Sé lo suficiente», pensó.

Por la megafonía se anunció su autobús, pronunciado casi ininteligiblemente por algún empleado tras una mampara de cristal. Ricky se levantó, se cargó la mochila al hombro, recluyó al doctor Starks en algún lugar recóndito de su interior y dio su primer paso como Richard Lively.

Su vida empezó a tomar forma con rapidez.

En una semana había logrado dos trabajos a tiempo parcial. El primero como cajero de un establecimiento Dairy Mart local durante cinco horas por la noche y el segundo reponiendo estantes en un supermercado de alimentación Stop and Shop otras cinco horas por la mañana, un horario que le dejaba libres las tardes. En ninguno de los dos sitios le habían hecho demasiadas preguntas, aunque el encargado de la tienda de comestibles quiso saber si participaba en un programa de Alcohólicos Anónimos, a lo que Ricky contestó afirmativamente. Resultó que el encargado también y, tras darle una lista de iglesias y centros cívicos con sus reuniones previstas, le entregó el consabido delantal verde y le puso a trabajar.

Usó el número de la Seguridad Social de Richard Lively para abrir una cuenta corriente donde depositó el efectivo que le quedaba. Una vez hecho esto, encontró que las salidas del laberinto burocrático eran bastante sencillas. Obtuvo una tarjeta nueva de la Seguridad Social con sólo rellenar un formulario en el que había plasmado su propia firma. En la dirección de Tráfico ni siquiera ojearon la fotografía del carné de Illinois cuando Ricky se presentó para solicitar un carné de conducir de New Hampshire, esta vez con su fotografía y su firma, su color de ojos, su estatura y su peso. También alquiló un apartado de correos en un centro de servicios postales Mailboxes, etc., lo que le proporcionó una dirección para los extractos bancarios y demás correspondencia que podría originar con rapidez. Agradeció recibir catálogos. Se hizo socio de un videoclub y del YMCA. Cualquier cosa que le proporcionara otra tarjeta con su nuevo nombre. Otro formulario y un cheque de cinco dólares le valió una copia del certificado de nacimiento de Richard Lively, que un funcionario le envió por correo desde Chicago.

Procuró no pensar en el verdadero Richard Lively. No le había costado demasiado engañar a un hombre borracho, enfermo y desquiciado para arrebatarle su cartera y su identidad. Aunque se decía que haberlo hecho así era mejor que sacársela a golpes, eso no lo tranquilizaba del todo.

Se fue sacudiendo el sentimiento de culpa a medida que ampliaba su mundo. Se prometió que devolvería su identidad a Richard Lively cuando hubiera logrado recuperar la suya de Rumplestiltskin. Lo único que no sabía era cuánto tiempo le llevaría.

sabía que tenía que marcharse del motel, así que regresó a la zona cercana a la biblioteca pública en busca de la casa con el cartel de SE ALQUILA HABITACIÓN. Le alivió ver que seguía en la ventana de la modesta casa de madera.

Tenía un jardín pequeño, sombreado gracias a un roble y repleto de juguetes de plástico esparcidos. Un niño de cuatro años jugaba con un volquete y una colección de soldaditos en la hierba, mientras que una mujer mayor sentada en una silla de jardín a poca distancia leía el periódico sin dejar de echar de vez en cuando un vistazo al niño, que emitía sonidos de motor y de combate mientras jugaba. Ricky vio que el niño llevaba un audífono en una oreja.

La mujer alzó los ojos y vio a Ricky.

– Hola -la saludó-. ¿Es suya esta casa?

– Sí.

La mujer asintió a la vez que doblaba el periódico en el regazo y dirigía la mirada hacia el niño.

– He visto el cartel. Sobre la habitación -explicó Ricky.

– Solemos alquilarla a estudiantes -contestó la mujer, que lo observaba con cautela.

– Soy una especie de estudiante -dijo Ricky-. Es decir, espero cursar un posgrado, pero voy un poco despacio porque también tengo que trabajar para ganarme la vida. Eso complica las cosas -concluyó con una sonrisa.

– ¿Qué clase de posgrado? -preguntó la mujer a la vez que se levantaba.

– En criminología -improvisó Ricky-. Permita que me presente. Me llamo Richard Lively. Mis amigos me llaman Ricky. No soy de por aquí. De hecho, he llegado hace poco, necesito un lugar donde vivir.

– ¿No tiene familia? -La mujer seguía mirándolo con recelo-.

¿Ni raíces?

Ricky sacudió la cabeza.

– ¿Ha estado en la cárcel? -quiso saber la mujer.

Ricky pensó que la verdadera respuesta a eso era que sí. Una cárcel concebida por un hombre al que no conocía pero que lo odiaba.

– No -contestó-. Pero es una pregunta razonable. He estado en el extranjero.

– ¿Dónde?

– En México -mintió.

– ¿Qué hacia en México?

– Un primo mío se fue a Los Ángeles y se involucró en el tráfico de drogas. Luego desapareció -inventó con rapidez-. Fui para intentar encontrarlo y viví seis meses de evasivas y mentiras. Pero eso fue lo que me llevó a interesarme por la criminología.

La mujer sacudió la cabeza, recelosa de ese relato descabellado.

– Ya -dijo-. ¿Y qué le trajo a Durham?

– Quería alejarme para siempre de ese mundo -explicó Ricky-.

No me gané demasiados amigos haciendo preguntas sobre mi primo. Imaginé que tendría que ir a algún lugar lejos de ese mundo, y el mapa me sugirió New Hampshire o Maine, y así fue como aterricé aquí.

– No sé si creerlo -respondió la mujer-. Es toda una historia.

¿Cómo sé que es de fiar? ¿Tiene referencias?

– Cualquiera puede conseguir referencias que digan lo que sea -aseguró Ricky-. Seria mucho mejor que me escuchara la voz y me mirara a la cara y sacara sus propias conclusiones después de charlar un rato conmigo.

– Una actitud muy de New Hampshire -sonrió la mujer-. Le enseñaré la habitación, pero aún no estoy segura.

– Está bien -concedió Ricky.

La habitación era un desván acondicionado, con cuarto de baño propio y espacio suficiente para una cama, un escritorio y un sillón viejo demasiado relleno. Contra una pared había una estantería vacía y una cómoda. Una cortina rosa, de niña, enmarcaba una bonita ventana con una media luna superior que daba al jardín y a la tranquila calle lateral. Las paredes estaban decoradas con carteles de viaje que anunciaban los cayos de Florida y las montañas de Vail, en Colorado: una submarinista en bikini y un esquiador que daba un puntapié a una capa de nieve inmaculada. Al lado de la habitación había un huequecito que contenía un pequeño frigorífico y una mesa con una placa térmica. Un estante atornillado a la pared sostenía algunos elementos de vajilla blanca. Ricky pensó que aquel sitio se parecía mucho a lo que debería ser la celda de un monje, que era como se veía en ese momento a si mismo.

– No podrá cocinar en realidad -indicó la mujer-. Sólo tentempiés y pizzas, ese tipo de cosas. No ofrecemos servicio de cocina.

– Suelo comer fuera -comentó Ricky-. De todos modos, tampoco soy demasiado comilón.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse? -La propietaria seguía observándolo-. Solemos alquilarla por un año académico.

– Eso me iría bien -aseguró-. ¿Quiere que firmemos un contrato?

– No. Sólo exigimos un apretón de manos. Nosotros pagamos los servicios, excepto el teléfono. Tiene una línea independiente.

La compañía se la activará en cuanto quiera. Nada de huéspedes.

Nada de fiestas. Nada de música a todo volumen. Nada de trasnochadas…

– ¿Y suele alquilarla a estudiantes? -la interrumpió Ricky con una sonrisa.

La mujer captó la contradicción.

– Bueno, a estudiantes serios.

– ¿Vive sola con su hijo?

– Me halaga. -La propietaria meneó la cabeza con una sonrisita-. Es mi nieto. Mi hija está en clase. Está divorciada y estudia contabilidad. Yo cuido del niño mientras ella trabaja o estudia, que suele ser todo el tiempo.

– Soy bastante reservado -dijo Ricky-. Y bastante tranquilo.

Tengo un par de trabajos, lo que me ocupa gran parte del día.

Y en el tiempo libre, estudio.

– Es mayor para ser estudiante. Puede que demasiado.

– Nunca es demasiado tarde para aprender, ¿no cree?

– ¿Es usted peligroso, señor Lively? ¿O está huyendo de algo?

Ricky reflexionó antes de contestar:

– He dejado de huir, señora…

– Williams, Janet. El niño se llama Evan y mi hija, Andrea.

– Bueno, aquí es donde me detengo, señora Williams. No estoy huyendo de la justicia, de una ex mujer o de una secta cristiana de derechas, aunque usted podría dejar volar su imaginación en alguna de esas direcciones o en todas a la vez. Y, en cuanto a ser peligroso… Bueno, si lo fuera, ¿por qué tendría que huir?

– En eso lleva razón -dijo la señora Williams-. Es mi casa, ¿sabe? Y somos dos mujeres solas con un niño…

– Tiene motivos para ser precavida. No la culpo por preguntar.

– No sé si creer lo que me ha contado -contestó ella.

– ¿Es tan importante creerlo, señora Williams? ¿Seria distinto si le dijera que soy un extraterrestre que ha sido enviado aquí para investigar los estilos de vida de la población de Durham, New Hampshire, antes de que invadamos la Tierra? ¿O si le contara que soy un espía ruso o un terrorista árabe y le preguntara si no le importa que use el cuarto de baño para fabricar bombas? Podría inventarme todo tipo de historias pero, a la larga, todas serian irrelevantes. Lo que en realidad necesita saber es que no causare problemas, que seré reservado, que pagaré el alquiler puntualmente y, en general, que no la molestaré a usted, ni a su hija o a su nieto. ¿No es eso lo que verdaderamente importa?

– Me cae bien, señor Lively. -La señora Williams sonrió-. Todavía no sé si fiarme demasiado de usted y, desde luego, no le creo. Pero me gusta su manera de decir las cosas, lo que significa que ha superado la primera prueba. ¿Qué le parece un mes de depósito y otro de alquiler, y luego pagos mensuales, de modo que si uno u otro se siente incómodo, podemos llevar las cosas a una rápida conclusión?

– Hasta donde sé, las conclusiones rápidas son difíciles de lograr -sonrió Ricky mientras estrechaba la mano de la mujer-.

¿Y cómo definiría «incómodo»?

La sonrisa de ella se ensanchó, sin soltar la mano de Ricky.

– Yo definiría la palabra «incómodo» con el número de la policía, marcado en el teléfono y la consiguiente serie de preguntas desagradables de hombres serios con uniforme azul. ¿Está claro?

– Perfectamente, señora Williams -aseguró Ricky-. Me parece que estamos de acuerdo.

– Eso creo -contestó la mujer.

La rutina llegó a la vida de Ricky con la misma rapidez que el otoño a New Hampshire.

En la tienda de comestibles pronto le aumentaron el sueldo y le dieron nuevas responsabilidades, aunque el encargado le preguntó por qué no le había visto en ninguna reunión. Así que Ricky fue a varias en el sótano de una iglesia y en un par de ocasiones incluso acudió a una sala llena de alcohólicos para soltarles la típica historia de una vida arruinada por la bebida, lo que suscitó murmullos de comprensión y después varios abrazos sinceros que le resultó hipócrita aceptar. Le gustaba el trabajo en la tienda de comestibles y se llevaba bien, aunque sin explayarse, con los demás empleados, con quienes compartía de vez en cuando el almuerzo y bromeaba con una simpatía que ocultaba su aislamiento. El inventario era algo que parecía dársele bien, lo que le llevó a pensar que llenar los estantes de artículos no era del todo distinto a lo que había hecho con sus pacientes. Ellos también necesitaban que les ordenaran y repusieran los estantes.

Un paso más importante se produjo a mediados de octubre, cuando vio un anuncio de un trabajo a tiempo parcial como ayudante de mantenimiento en la universidad. Dejó el empleo de cajero en el Dairy Mart y empezó a barrer y fregar en los laboratorios de ciencias cuatro horas al día. Se dedicaba a esta tarea con tal determinación que impresionó a su supervisor. Pero lo más importante era que le proporcionaba un uniforme, una taquilla donde podía cambiarse de ropa y una tarjeta de identificación de la universidad que, a su vez, le daba acceso al sistema informático.

Valiéndose de la biblioteca local y de los ordenadores, Ricky emprendió la tarea de crearse un mundo nuevo.

Se proporcionó un nombre electrónico: Ulises.

Eso dio origen a una dirección electrónica y al acceso a todo lo que Internet ofrecía. Abrió varias cuentas domiciliándolas en el apartado de correos de Mailboxes Etc.

Después dio otro paso para crear una persona totalmente nueva. Alguien que no había existido nunca pero que tenía un lugar en este mundo en forma de una pequeña historia crediticia, licencias y la clase de pasado que puede documentarse con facilidad.

Parte de ello era sencillo, como obtener una identificación falsa con otro nombre. Le maravillaron de nuevo los cientos de empresas que ofrecían en Internet identidades falsas «a efectos de ocio solamente”. Empezó a pedir identificaciones de universidades y carnés de conducir falsos. También pudo conseguir un titulo de la Universidad de Iowa, promoción de 1970, y un certificado de nacimiento de un hospital inexistente de Des Moines. Asimismo, se incorporó a la lista de alumnos de un desaparecido instituto católico de esa ciudad. Se inventó un número ficticio de la Seguridad Social. Provisto de este material nuevo, fue a un banco distinto al que poseía la cuenta de Richard Lively y abrió otra a otro nombre, que eligió significativamente: Frederick Lazarus. Su nombre de pila asociado al de Lázaro, el hombre que se levantó de entre los muertos.

Fue con el personaje de Frederick Lazarus con el que Ricky empezó su búsqueda.

La idea era muy sencilla: Richard Lively seria real y llevaría una existencia segura y sin riesgos; estaría en casa. Frederick Lazarus seria ficticio. Y no existiría ninguna relación entre los dos personajes. Uno sería un hombre que respiraría el anonimato de la normalidad. El otro sería una creación y, si alguna vez llegaba alguien preguntando por Frederick Lazarus, descubriría que no poseía nada más que números falsos y una identidad imaginaria.

Podría ser un hombre peligroso. Podría ser un criminal. Podría ser un hombre arriesgado. Pero seria una ficción concebida con un único objeto: descubrir al hombre que había arruinado la vida de Ricky y pagarle con la misma moneda.

24

Ricky dejó que las semanas se convirtieran en meses, dejó que el invierno de New Hampshire lo envolviera y lo ocultase de todo lo que había sucedido. Dejó que su vida como Richard Lively fuera creciendo a diario, al tiempo que seguía añadiendo detalles a su personaje secundario, Frederick Lazarus. Richard Lively iba a partidos de baloncesto de la universidad cuando tenía una noche libre, hacia de vez en cuando de niñera para sus caseras, que habían depositado pronto su confianza en él, tenía un índice de asistencia ejemplar al trabajo y se había ganado el respeto de sus compañeros en la tienda de comestibles y el departamento de mantenimiento de la universidad al adoptar una personalidad simpática, bromista, casi despreocupada, que parecía no tomarse nada demasiado en serio salvo el trabajo diligente y duro. Cuando le preguntaban por su pasado, inventaba una historia, nada demasiado estrafalario que no pudiera creerse, o evitaba la pregunta con otra. Ricky, el antiguo psicoanalista, descubrió que era un experto en crear situaciones en que la gente solía pensar que había estado hablando de sí mismo cuando en realidad estaba hablando de su interlocutor. Le sorprendió lo fácil que le resultaba mentir.

Al principio trabajó una temporada como voluntario en un albergue y, después, convirtió eso en otro trabajo. Dos veces a la semana atendía como voluntario la línea local del Teléfono de la Esperanza, en el turno de diez de la noche a dos de la madrugada, con mucho el más interesante. Se pasó más de una noche hablando en voz baja con estudiantes amenazados por varios grados de estrés y, curiosamente, esa conexión con individuos anónimos pero atribulados le daba energía. Pensaba que era una buena forma de mantener afinadas sus aptitudes de analista. Cuando colgaba el teléfono tras haber convencido a algún chico de que no se precipitara, sino que fuera a la clínica de la universidad a buscar ayuda, pensaba que en cierto sentido estaba haciendo penitencia por su falta de atención veinte años antes, cuando Claire Tyson había ido a su consulta en aquella clínica con problemas que él no había sabido escuchar y un peligro que no había sabido ver.

Frederick Lazarus era alguien distinto. Ricky elaboró este personaje con una frialdad sorprendente.

Frederick Lazarus era socio de un gimnasio, donde corría a solas kilómetros en una cinta de andar, levantaba pesos, se ponía en forma y ganaba fuerza a diario, con lo que el antiguo cuerpo delgado pero en esencia blando del analista de Nueva York cambió.

Se le redujo la cintura y se le ensancharon los hombros. Hacía ejercicio solo y en silencio, salvo algún que otro gruñido mientras los pies golpeteaban la cinta mecánica. Empezó a peinarse el cabello rubio hacia atrás, apartado de la frente, alisado con pulcritud. Se dejó barba. Sentía un placer glacial en el esfuerzo a que se sometía, en especial cuando dejó de jadear al acelerar el ritmo. El gimnasio ofrecía clases de autodefensa, básicamente para mujeres, pero se reorganizó los horarios para poder asistir y aprender las nociones elementales de los golpes con los codos y de los puñetazos rápidos y efectivos a la garganta, la cara o la entrepierna. Al principio las mujeres de la clase parecían algo incómodas con su presencia, pero ofrecerse como blanco para sus prácticas le valió una especie de aceptación. Por lo menos estaban dispuestas a arrearle sin piedad.

Él lo consideraba una forma de endurecerse aún más.

La tarde de un sábado de finales de enero, caminó por la nieve y el hielo resbaladizo de las calles hasta la tienda de artículos deportivos R amp; R, situada fuera del área de la universidad en un centro comercial que incluía tiendas de neumáticos de saldo y una estación de servicio con engrasado rápido. R amp; R (no había ninguna indicación clara de lo que significaban las letras) era un discreto local cuadrado, lleno de dianas de plástico en forma de ciervo, prendas de caza anaranjadas, cañas y aparejos de pesca, arcos y flechas. En una pared había una amplia gama de rifles de caza, escopetas y armas de asalto modificadas que carecían incluso de la modesta belleza de las culatas de madera y los cañones bruñidos de sus hermanos más aceptables. Los AR-15 y los AK-47 tenían un aspecto frío y militar, un objetivo claro. En la vitrina del mostrador había hileras y más hileras de pistolas diversas. Azul acero. Cromo pulido. Metal negro.

Pasó un rato agradable comentando las virtudes de varias armas con un dependiente, un hombre barbudo y calvo de mediana edad que llevaba una camisa de caza y una pistola corta del calibre 38 remetida en su amplia cintura. Ambos debatieron sobre las ventajas de los revólveres frente a las pistolas automáticas, del tamaño contra la potencia, de la precisión en comparación con la velocidad de disparo. La tienda tenía un local de tiro en el sótano con dos carriles estrechos, uno junto a otro, separados por una pequeña mampara, un poco como una pista de bolos abandonada y oscura. Un sistema eléctrico de poleas bajaba dianas en forma de silueta contra una pared situada a unos quince metros y reforzada con sacos de serrín. El dependiente enseñó con entusiasmo a Ricky, que no había disparado un arma en su vida, cómo apuntar y qué postura adoptar, sujetando el arma con las dos manos de modo que el mundo se estrechara y sólo importasen la visión, la presión del dedo en el gatillo y el blanco que se tenía en la mira.

Ricky disparó decenas de veces con una pequeña automática del 22., y una Magnum, la 9 milímetros que prefieren las fuerzas del orden y la del calibre 45 que se popularizó durante la Segunda Guerra Mundial y cuyo retroceso le sacudía hasta el hombro y el pecho al dispararla.

Se decidió por algo intermedio, una Ruger semiautomática 3 8o con un cargador de quince balas. Era un arma situada en la gama entre el gran disparo que prefería la policía y las mortíferas armas pequeñas que gustaban a las mujeres y los asesinos profesionales. Ricky eligió la misma arma que había visto en el maletín de Merlin en aquel tren, algo que le parecía ocurrido en un mundo totalmente distinto. Pensó que era una buena idea estar igualados, aunque sólo fuera en cuanto al arma.

Rellenó la solicitud de licencia de armas con el nombre de Frederick Lazarus y usó el número de la Seguridad Social falso que había conseguido para esta finalidad concreta.

– Tarda un par de días -comentó el dependiente-. Aunque aquí es más fácil que en Massachusetts. ¿Cómo la va a pagar?

– En efectivo.

– Un método anticuado -sonrió el hombre-. ¿No va a ser con tarjeta?

– Las tarjetas sólo te complican la vida.

– Una Ruger 380 la simplifica.

– ¿De eso se trata, ¿no? -repuso Ricky.

El dependiente asintió mientras terminaba el papeleo.

– ¿Está pensando en simplificar a alguien en particular, señor Lazarus?

– Qué pregunta tan extraña -contestó Ricky-. ¿Tengo el aspecto de ser un hombre con un enemigo por jefe? ¿Con un vecino que te suelte el chucho cada vez que pasas por su casa? ¿O casado con una mujer que te haya fastidiado demasiado a menudo?

– No -dijo el dependiente con una sonrisa-. No lo tiene. Pero es que tampoco tenemos muchos clientes nuevos. La mayoría son bastante habituales, de modo que al menos les conocemos la cara, si no el nombre. -Bajó los ojos hacia el formulario-. ¿Se la van a conceder, señor Lazarus?

– Claro. ¿Por qué no?

– Bueno, eso es más o menos lo que estoy preguntando. Detesto todo este follón legal.

– Las normas son las normas -dijo Ricky.

El hombre asintió.

– Ya lo puede decir, ya.

– ¿Y para practicar? -quiso saber Ricky-. Porque ya me dirá de qué sirve una buena arma como ésta si no la maneja un experto.

– Tiene toda la razón, señor Lazarus -asintió el dependiente-.

Mucha gente cree que cuando ha comprado la pistola ya no necesita nada más para protegerse. Pero es sólo el principio, coño. Hay que saber manejar el arma, sobre todo cuando las cosas se ponen, digamos, tensas, como cuando tienes un atracador en la cocina y tú estás en pijama en el dormitorio…

– Exacto -asintió Ricky-. No se puede estar tan asustado…

que uno termine cargándose a la mujer o al perro o al gato de la familia. -El dependiente terminó la frase por él y rió-. Aunque puede que eso no fuera lo peor. Si usted estuviera casado con mi parienta, después invitaría al atracador a tomar una cerveza.

Y más si tuviera también ese maldito gato suyo que me hace estornudar a todas horas.

– Así pues, ¿el local de tiro…?

– Puede usarlo siempre que quiera. Las dianas cuestan sólo cincuenta centavos. El único requisito es que compre aquí la munición. Y que no entre por la puerta con un arma cargada. Tiene que llevarla enfundada y con el cargador vacío. Llenarlo aquí, donde alguien pueda ver qué hace. Luego podrá disparar todo lo que quiera. Al llegar la primavera organizamos un curso de combate en el bosque. A lo mejor le interesa probarlo.

– Por supuesto -dijo Ricky.

– ¿Quiere que le llame cuando llegue la licencia, señor Lazarus?

– ¿Cuarenta y ocho horas? Ya me pasaré por aquí. O telefoneare.

– Como quiera. -El hombre lo observó con atención-. A veces las licencias de armas son rechazadas debido a algún problema técnico. Igual hay algún que otro problema con los números que me dio, ¿sabe? Aparece algo en algún ordenador, ya me entiende.

– Todo el mundo puede equivocarse, ¿verdad? -dijo Ricky.

– Parece buena gente, señor Lazarus. Me daría rabia que le negaran la licencia por alguna metedura de pata burocrática. -El dependiente habló despacio, casi con cautela. Ricky oyó su tono-.

Todo depende del funcionario que repasa la solicitud. Algunos se limitan a teclear los números sin apenas prestar atención. Otros se toman su trabajo muy en serio.

– Al parecer hay que asegurarse de que la solicitud llegue a la persona adecuada.

– No tendríamos que saber quién hace las comprobaciones -asintió el dependiente-, pero tengo amigos que trabajan ahí.

Ricky sacó la cartera y puso cien dólares en el mostrador.

– No es necesario -comentó el hombre sonriendo de nuevo, pero cogió el dinero-. Me aseguraré de que llegue al funcionario adecuado, uno que procesa las cosas con mucha rapidez y eficiencia.

– Es usted muy amable -aseguró Ricky-. Muy amable. Le deberé una.

– No es nada. Queremos que nuestros clientes queden satisfechos. -Se guardó el billete en el bolsillo-. Oiga, ¿le interesaría un rifle? Tenemos en oferta uno muy bueno del calibre 30 con mira telescópica para cazar ciervos. Y también escopetas…

– Tal vez -asintió Ricky-. Tengo que ver antes qué necesito.

Cuando sepa que no hay problemas con la licencia, estudiaré mis necesidades. Tienen una pinta impresionante.

Señaló la colección de armas de asalto.

– Una ametralladora Uzi o una Ingram del 45 o un AK-47 que puede ir muy bien para acabar con cualquier disputa a la que se esté enfrentando -informó el hombre-. Suelen desalentar la disconformidad y favorecer la aceptación.

– Lo recordaré -contestó Ricky.

Ricky tenía cada vez más destreza con el ordenador.

Con su nombre informático hizo un par de búsquedas electrónicas sobre su árbol genealógico y, con rapidez desalentadora, descubrió lo fácil que le había sido a Rumplestiltskin obtener la lista de familiares que había constituido la base de su amenaza inicial. Los aproximadamente cincuenta miembros de la familia del doctor Frederick Starks surgieron a través de Internet en sólo un par de horas de búsqueda. Una vez obtenidos los nombres, no se tardaba demasiado en conseguir direcciones. Las direcciones se convertían en profesiones. No costaba imaginar cómo Rumplestiltskin (que tenía todo el tiempo y la energía necesarios) había logrado información sobre esas personas y encontrado a varios miembros vulnerables del extenso grupo.

Ricky estaba sentado frente al ordenador, algo perplejo.

Cuando su nombre apareció y el segundo programa de árboles genealógicos le mostró como recientemente fallecido, se puso tenso en la silla, sorprendido, aunque no debería haberlo estado; fue como el susto que se tiene cuando por la noche un animal cruza la carretera frente a un coche y desaparece entre los matorrales. Un instante de miedo que remite al instante.

Había trabajado décadas en un mundo de privacidad donde los secretos permanecían ocultos bajo nieblas emocionales y capas de dudas, encerrados en la memoria, oscurecidos por años de negaciones y depresiones. Si el análisis, en el mejor de los casos, consiste en ir desprendiéndose de frustraciones para dejar verdades al descubierto, el ordenador le pareció el equivalente clínico del bisturí. Los detalles y los datos simplemente se iluminaban en la pantalla, arrancados al instante con unas meras pulsaciones en el teclado. Lo detestaba y le apasionaba a la vez.

También se dio cuenta de lo desfasada que parecía su profesión.

Y también comprendió las pocas posibilidades que había tenido de ganar el juego de Rumplestiltskin. Cuando recordaba los quince días entre la carta y su pseudomuerte, veía lo fácil que le había sido a su perseguidor anticiparse a cada paso que él daba.

La previsibilidad de su reacción ante cada situación era de lo más evidente.

Reflexionó sobre otro aspecto del juego. Cada momento había sido pensado por anticipado, cada momento lo había lanzado en direcciones qué estaban claramente previstas. Rumplestiltskin lo había sabido tan bien como él mismo ahora. Virgil y Merlin habían sido el señuelo usado para distraerlo y evitar que pusiera las cosas en perspectiva. Le habían impuesto un ritmo vertiginoso, llenado sus últimos días de exigencias y convertido en real y palpable cada amenaza.

Cada escena de la obra figuraba en el guión. Desde la muerte de Zimmerman en el metro hasta la visita al doctor Lewis en Rhinebeck, pasando por el empleado del hospital donde tiempo atrás había atendido a Claire Tyson.

«¿Qué hace un psicoanalista? -se preguntó-. Establece normas muy sencillas pero inviolables.»

Una vez al día, cinco días a la semana, sus pacientes se presentaban a su puerta y tocaban el timbre de una forma muy concreta. A partir de eso, el caos de su vida cobraba forma. Y con ello, la capacidad de hacerse con el control.

Para Ricky, la lección era simple: no podía seguir siendo previsible.

Aunque eso no era del todo cierto, pensó. Richard Lively podía ser tan normal como fuera necesario, tan normal como él quisiera. Un hombre corriente. Pero Frederick Lazarus sería alguien diferente.

«Un hombre sin pasado puede forjar cualquier futuro», pensó.

Frederick Lazarus obtuvo un carné en la biblioteca y se sumergió en la cultura de la venganza. Cada página que leía rezumaba violencia. Leyó historias, obras de teatro, poemas y ensayos sobre el género del crimen verídico. Devoró novelas, desde narraciones de suspense escritas el año anterior hasta obras terroríficas del siglo XIX. Profundizó en el teatro y casi se aprendió de memoria Otelo, y después todavía más La Orestíada. Recuperó fragmentos de su memoria y releyó partes que recordaba de sus días de universitario. Absorbió la escena en que Ulises cierra las puertas de golpe a los pretendientes y asesina a todos los hombres que le suponían muerto.

Ricky no sabía demasiado sobre el crimen y los criminales, pero pronto se convirtió en un experto; por lo menos en la medida en que la palabra impresa es capaz de educar. Aprendió de Thomas Harris y Robert Parker, así como de Norman Mailer y Truman Capote. Mezcló Edgar Alían Poe y sir Arthur Conan Doyle con los manuales de formación del FBI disponibles en las librerías a través de Internet. Leyó La máscara de la cordura de Hervey Cleckley y terminó conociendo mucho mejor la naturaleza de los psicópatas. Leyó libros como Por qué asesinan y Enciclopedia de los asesinos en serie. Leyó sobre asesinatos en masa y con bombas, crímenes pasionales y asesinatos considerados perfectos. Nombres y crímenes llenaban su imaginación, desde Jack el Destripador hasta Billy el Niño, John Wayne Gacy y el Asesino de la Zodiac. Del pasado al presente. Leyó sobre crímenes de guerra y francotiradores, sobre sicarios y rituales satánicos, sobre mafiosos y sobre adolescentes desconcertados que iban a clase con fusiles de asalto para vengarse de compañeros que se habían burlado de ellos demasiado a menudo.

Le sorprendió descubrir que era capaz de compartimentar todo lo que leía. Cuando cerraba el libro que detallaba algunos de los actos más truculentos que un hombre podía hacer a otro, dejaba a un lado a Frederick Lazarus y volvía a Richard Lively. El primero estudiaba cómo ejecutar con un garrote a una víctima desprevenida y por qué un cuchillo no servia como arma asesina, mientras que el segundo leía cuentos al nieto de cuatro años de su casera y se aprendía de memoria En la granja de mi abuelo, que el niño no se cansaba de escuchar a cualquier hora del día o la noche. Y mientras el primero estudiaba el impacto de las pruebas de ADN en la investigación de un crimen, el segundo se pasaba una larga noche hablando con un estudiante con sobredosis hasta que el peligroso colocón remitía.

«Jekyll y Hyde», penso.

De modo perverso, descubrió que le gustaba la compañía de ambos hombres.

Quizás, y eso era bastante curioso, más que el hombre que era cuando Rumplestiltskin apareció en su vida.

Bien entrada una noche de principios de primavera, nueve meses después de su muerte, Ricky se pasó tres horas al teléfono con una mujer joven angustiada y muy deprimida que llamó, desesperada, al Teléfono de la Esperanza con un frasco de somníferos delante de ella, en la mesilla. Ricky habló con ella sobre aquello en que se había convertido su vida y en lo que podría convertirse. Le trazó con la voz una imagen verbal de un futuro libre de las penas y dudas que la habían llevado a su actual situación. Tejió esperanza en cada hilo de lo que dijo, y al final la muchacha se olvidó de la sobredosis que amenazaba con tomar y dijo que pediría hora al médico de una clínica.

Cuando él se marchó a casa, más vigorizado que exhausto, decidió que había llegado la hora de hacer su primera investigación.

Ese mismo día, cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, usó su pase electrónico para acceder a la sala de informática de la facultad de ciencias. Era una habitación cuadrada, dividida en cubículos individuales, cada uno de los cuales tenía un ordenador conectado al sistema central de la universidad.

Encendió uno, introdujo su contraseña y se metió en el sistema. En una carpeta a su izquierda tenía la pequeña cantidad de información que había obtenido en su anterior vida sobre la mujer a la que no había sabido ayudar. Dudó un momento antes de continuar. Sabía que podría encontrar la libertad y una vida tranquila y sencilla si seguía el resto de sus días como Richard Lively. Tenía que admitir que la vida de empleado de mantenimiento no era tan mala. Se preguntó si no saber sería mejor que saber, porque era consciente de que, en cuanto empezara el proceso de averiguar las identidades de Rumplestiltskin y sus acólitos Merlin y Virgil, ya no podría detenerse. Se dijo que pasarían dos cosas: todos los años vividos como doctor Starks, dedicado a la idea de que desenterrar la verdad de lo más profundo de cada ser era una tarea valiosa, se apoderarían de él, y Frederick Lazarus exigiría venganza.

Ricky libró una batalla interior durante un rato, tal vez sólo unos segundos o tal vez horas ante la pantalla, con los dedos inmóviles sobre el teclado.

Decidió que no se comportaría como un cobarde. Pero dudó si la cobardía sería esconderse o actuar. Una sensación fría lo recorrió al tener que elegir.

«¿Quién eras, Claire Tyson? ¿Y dónde están ahora tus hijos?»

Pensó que había muchas clases de libertad. Rumplestiltskin le había matado para lograr una clase de libertad. Ahora él iba a encontrar la suya.

25

Esto era lo que Ricky sabía: hacía veinte años una mujer había muerto en Nueva York y las autoridades habían dado en adopción a sus tres hijos. Debido a ese único hecho, él se había visto obligado a suicidarse.

Los primeros intentos de Ricky en busca del nombre de Claire Tyson no dieron fruto. Era como si su muerte también la hubiese erradicado de los registros a que él tenía acceso electrónico. Al principio ni siquiera la copia del certificado de defunción lo sacó del atasco. Los programas para facilitar árboles genealógicos que habían mostrado la relación de sus familiares con tanta rapidez, resultaron bastante menos efectivos a la hora de localizar a Claire. Parecía que sus orígenes tenían una categoría muy inferior, y esta falta de identidad parecía disminuir su presencia en el mundo. Le sorprendió un poco la falta de información. Los programas del tipo «encuentre a sus familiares desaparecidos» prometían servir para encontrar a casi todo el mundo, y la aparente desaparición de Claire de todos los registros era inquietante.

Pero las primeras tentativas no fueron del todo inútiles. Una de las cosas que había aprendido en los últimos meses era a pensar de un modo bastante más práctico. Como psicoanalista, su método había consistido en seguir símbolos para llegar a realidades.

Ahora usaba técnicas parecidas pero de una forma más concreta.

Cuando el nombre de Claire Tyson no obtuvo resultado, empezó a buscar por otras vías. Los registros de la propiedad inmobiliaria de Manhattan le proporcionaron el propietario actual del edificio donde ella había vivido. Otra consulta le aportó nombres y direcciones de la burocracia municipal donde la mujer habría tenido que solicitar cualquier prestación social, vales canjeables por alimentos y ayuda a las familias a cargo de menores. El truco era imaginar la vida de Claire Tyson veinte años atrás y limitar eso a fin de conocer todos los elementos que estaban en juego en ese momento. En algún lugar de ese retrato habría un vinculo con el hombre que lo había acechado.

También consultó guías telefónicas electrónicas del norte de Florida. Claire Tyson era de esa zona y Ricky sospechaba que, si tenía algún familiar vivo (aparte de Rumplestiltskin), ahí lo localizaría. En el certificado de defunción figuraba la dirección del pariente más cercano, pero cuando la comprobó con el nombre, descubrió que otra persona vivía en ese sitio. Había varios Tyson en las afueras de Pensacola, y parecía una tarea desalentadora intentar averiguar quién era quién, hasta que Ricky recordó las notas que él mismo había garabateado durante sus pocas sesiones con la mujer. Recordaba que había terminado la secundaria y estudiado dos años en la universidad antes de dejarla para seguir a un marinero destinado en una base naval, el padre de sus tres hijos.

Imprimió los nombres de posibles parientes y la dirección de todos los institutos de secundaria de la zona.

Al contemplar las hojas impresas le pareció que debería haber hecho aquello muchos años antes: intentar conocer y comprender a una mujer joven.

Pensó que los dos mundos no podían ser más distintos. Pensacola, Florida, es una zona muy religiosa. Fanatismo cristiano, alabado sea el Señor y ve a misa los domingos y cualquier otro día en que Su presencia sea necesaria. En opinión de Ricky, Nueva York debía de significar todo lo que cualquier persona crecida en Pensacola consideraría malo y diabólico. Le pareció una combinación inquietante. Pero estaba bastante seguro de algo: tenía más probabilidades de encontrar a Rumplestiltskin en la ciudad que en aquella zona rural del norte de Florida. Sin embargo no creía que su perseguidor no hubiera dejado huella en el sur.

Decidió empezar por ahí.

Solicitó un carné de conducir falso de Florida y una tarjeta de identificación de militar retirado a uno de los puntos de venta de este tipo de cosas en Internet. Los documentos tenían que ser remitidos al apartado de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc. Pero la identificación era a nombre de Rick Tyson.

Pensó que la gente estaría dispuesta a ayudar a un familiar desaparecido hacía mucho tiempo y que parecía querer encontrar sus raíces del modo más inocente. Para guardarse aún más las espaldas, inventó un centro ficticio para el tratamiento del cáncer y, con papel de carta falso, escribió ~a quien corresponda» explicando que un pariente del señor Tyson, aquejado de la enfermedad de Hodgkin, precisaba una médula ósea compatible, y que cualquier ayuda para localizar a miembros de su familia, cuya médula ósea tenía más probabilidades de serlo, seria agradecida y quizás incluso serviría para salvarle la vida.

Ricky sabía que esta carta era de lo más cínica. Pero seguramente le abriría algunas puertas.

Hizo una reserva de avión, ultimó detalles con sus caseras y su jefe del departamento de mantenimiento de la universidad con objeto de cambiar algunas jornadas laborables. Después fue a una tienda de ropa de segunda mano y se compró un traje negro de verano, sencillo y muy barato. Era más o menos lo que, según él, llevaría alguien de pompas fúnebres y lo consideró adecuado a sus circunstancias.

A última hora de la tarde del día antes de su partida, con la camisa y los pantalones de empleado de mantenimiento, entró en el departamento de teatro de la universidad. Una de sus llaves maestras abría el almacén donde se guardaban los trajes de las diversas producciones.

No tardó mucho en encontrar lo que necesitaba.

El calor de la costa del Golfo contenía una altísima humedad oculta como una amenaza velada. Sus primeras bocanadas de aire al salir del aire acondicionado del vestíbulo del aeropuerto hacia la zona de alquiler de coches fueron de una calidez empalagosa y opresiva, desconocida en Cape Cod hasta en los días más calurosos, e incluso en Nueva York durante la canícula de agosto. Era casi como si el aire tuviera consistencia, como si transportara algo invisible y peligroso. Al principio pensó que serian enfermedades.

Pero después supuso que esa idea era exagerada.

Su plan era sencillo: se alojaría en un motel barato e iría a la dirección que figuraba en el certificado de defunción de Claire Tyson. Llamaría a algunas puertas, haría preguntas, averiguaría si alguien que viviera ahí ahora conocía el paradero de su familia.

Luego recorrería los institutos más cercanos a esa dirección. No era un plan demasiado brillante pero poseía cierta tenacidad periodística: llamar a puertas y averiguar quién tenía algo que decir.

Encontró un Motel 6 situado en un bulevar lleno de centros comerciales, restaurantes de comida rápida de todas las cadenas y tiendas de saldos. Era una calle bañada por el implacable sol del Golfo. Las esporádicas zonas de palmeras y matorrales parecían haber llegado con la corriente hasta aquella costa de comercio barato como restos flotantes tras una tormenta. Podía saborear el mar cercano, cuyo aroma llenaba el aire, pero la vista era la de un terreno urbanizado, casi infinito, como un período decimal de edificios de dos plantas y carteles chillones.

Se inscribió con el nombre Frederick Lazarus y pagó una estancia de tres días en efectivo. Dijo al recepcionista que era viajante, aunque el hombre no le prestó demasiada atención. Dejó la bolsa en la modesta habitación y luego cruzó el estacionamiento hacia la tienda de una gasolinera. Allí compró un plano detallado de la zona de Pensacola.

La extensión de viviendas cerca de la base naval poseía una uniformidad que le recordó un poco a uno de los primeros círculos del infierno. Hileras de casas de bloque de hormigón, con manchas de hierba achicharrada al sol y aspersores omnipresentes que salpicaban el césped. Al recorrer la zona en coche, Ricky pensó que cada manzana presentaba características que parecían definir las aspiraciones de sus habitantes: las manzanas con la hierba bien cortada en jardines cuidados y las casas recién pintadas de blanco reluciente al sol del Golfo parecían significar esperanza y posibilidades.

Los coches aparcados en los senderos de entrada estaban limpios, pulidos, brillantes y nuevos. En algunos jardines había columpios y juguetes de plástico, y a pesar del calor de la mañana, algunos niños jugaban bajo la mirada atenta de sus padres. Pero la línea de demarcación era clara: unas manzanas más allá las casas tenían un aspecto notoriamente desgastado. La pintura vieja, pelada, y los canalones manchados por el uso. Franjas de tierra, alambradas, un par de coches sobre bloques, sin ruedas, oxidándose. Pocas voces de niños jugando, cubos de basuras desbordantes de botellas.

Manzanas de sueños limitados.

El Golfo, a lo lejos, con su extensión de vibrantes aguas azules, y la base, con enormes barcos grises de la armada alineados, eran el eje sobre el que giraba todo. Pero a medida que se alejaba del mar y se adentraba más en las carencias, el mundo que veía parecía limitado, sin rumbo y tan inútil como una botella vacía.

Encontró la calle donde vivía la familia de Claire Tyson y se estremeció. No era ni mejor ni peor que las demás, pero su mediocridad impulsaba a huir de allí.

Ricky buscaba el número trece, que estaba hacia mitad de la calle. Frenó y aparcó.

La casa en sí era similar a las demás de la calle, de una planta con dos o tres dormitorios y aparatos de aire acondicionado colgando de un par de ventanas. En el cochambroso porche había una oxidada barbacoa negra. La casa estaba pintada de un rosa apagado y lucía un estrafalario trece negro escrito a mano junto a la puerta. El uno era mucho más grande que el tres, lo que casi indicaba que la persona que había pintado la dirección en la pared había cambiado de idea a medio brochazo. Había un aro de baloncesto clavado sobre la puerta de un garaje que le pareció, a pesar de no ser ningún experto, estar entre quince y treinta centímetros por debajo de lo reglamentario. Además estaba doblado. No tenía red. Una pelota vieja y descolorida descansaba junto a un puntal.

El jardín delantero tenía aire de abandono, la hierba invadida de maleza. Un perro grande, encadenado a una pared y limitado por una valla metálica al reducido jardín trasero, empezó a ladrar con furia cuando él subió el sendero de entrada. El periódico del día había caído cerca de la calle, y Ricky lo recogió y lo llevó hasta la puerta principal. Pulsó el timbre y lo oyó sonar en el interior. Un niño lloraba, pero se calló casi a la vez que una voz contestaba:

– Ya voy, ya voy.

La puerta se abrió y una joven negra con un pequeño a la cadera apareció frente a él. No abrió la puerta mosquitera.

– ¿Qué quiere? -le espetó-. ¿Ha venido por el televisor? ¿Por la lavadora? ¿Acaso por los muebles o el biberón del niño? ¿Qué se llevarán ahora?

Miró hacia la calle, buscando con los ojos un camión y un grupo de hombres.

– No he venido a llevarme nada -contestó Ricky.

– ¿Es de la compañía de la luz?

– No. No soy cobrador de facturas y tampoco vengo a llevarme nada pendiente de pago.

– ¿Quién es entonces? -quiso saber.

Su voz seguía sonando agresiva. Desafiante.

– Alguien que quiere hacer unas preguntas -sonrió Ricky-. Y, si obtengo algunas respuestas, usted podría ganar algún dinero.

La mujer siguió observándolo con recelo, pero ahora también con curiosidad.

– ¿Qué clase de preguntas? -dijo.

– Preguntas sobre alguien que vivió aquí antes, hace tiempo.

– No sé demasiado -dijo la mujer.

– Una familia apellidada Tyson.

– Será el hombre al que desalojaron antes de que nos instaláramos nosotros -asintió la joven.

Ricky sacó un billete de veinte dólares de la cartera. Lo levantó y la mujer abrió la puerta mosquitera.

– ¿Es usted policía? -preguntó-. ¿Una especie de detective?

– No soy policía. Pero podría ser una especie de detective.

Entró en la casa.

Parpadeó un instante ya que tardó unos segundos en adaptarse a la oscuridad. El calor de la entrada era sofocante. Siguió a la mujer y al niño hacia el salón, donde las ventanas estaban abiertas pero el calor acumulado lo asemejaba a la celda de una cárcel. Había una silla, un sofá, un televisor y un corralito rojo y azul, que fue donde la mujer depositó al niño. Las paredes estaban vacías, salvo por un retrato del pequeño y una fotografía de boda que mostraba a la mujer y a un joven negro con uniforme de la Marina en una pose forzada. Ricky le echó diecinueve años a la pareja.

Veinte como mucho. «Diecinueve -pensó tras lanzar una mirada furtiva a la muchacha-. Pero está envejeciendo deprisa.» Volvió a mirar la fotografía e hizo la pregunta obvia:

– ¿Es su marido? ¿Dónde está?

– Embarcó -contestó la mujer. Su voz, una vez serena, poseía una dulzura cantarina. Hablaba con un acento inconfundible del sureste, y Ricky supuso que sería de Alabama o de Georgia, quizá de Misisipi. Imaginó que alistarse había sido la ruta de escape de alguna zona rural y que ella lo había seguido sin sospechar que tan sólo iba a substituir una clase de pobreza por otra-. Está en algún sitio del golfo Pérsico, a bordo del Essex. Es un destructor. Le faltan dos meses para volver a casa.

– ¿Cómo se llama usted?

– Charlene. ¿Son estas las preguntas con las que voy a ganar dinero?

– ¿Tan mala es su situación?

– Y que lo diga. -Rió como si fuera una broma-. La paga de la Marina es una miseria sí no asciendes un poco. Ya nos quedamos sin coche y debemos dos meses de alquiler. También debemos parte de los muebles. Nos ocurre más o menos lo mismo a todos los que vivimos en esta parte de la ciudad.

– ¿La amenaza el casero? -quiso saber Ricky.

La mujer, para su sorpresa, negó con la cabeza.

– El casero debe de ser un hombre bueno, no lo sé. Cuando tengo el dinero, lo ingreso en una cuenta bancaria. Pero un hombre del banco, o tal vez un abogado, me llamó y me dijo que no me preocupara, que pagara cuando pudiera. Dijo que comprendía que las cosas a veces eran difíciles para los militares. Mi marido Reggie no es más que marinero raso. Tiene que ascender si quiere recibir una buena paga. Pero aunque el casero es legal, nadie más lo es. Los de la compañía de la luz dicen que la van a cortar. Por eso no puedo encender el aire acondicionado ni nada.

Ricky se sentó en la única silla, y Charlene lo hizo en el sofá.

– Cuénteme lo que sepa sobre la familia Tyson -pidió él-. ¿Vivía aquí antes de que llegaran ustedes?

– Si. No sé demasiado sobre esa gente. Sólo sé algo del viejo.

Vivía aquí solo. ¿Le interesa ese viejo?

Ricky tomó la cartera y mostró a la joven el carné de conducir falso a nombre de Rick Tyson.

– Es un pariente lejano y puede haber recibido una pequeña suma en herencia -mintió-. La familia me ha mandado para intentar localizarlo.

– No creo que necesite dinero donde está -soltó Charlene.

– ¿Dónde está?

– En el asilo de veteranos del ejército que hay en Midway Road. Si todavía vive.

– ¿Y su mujer?

– Murió hace más de dos años. Estaba delicada del corazón, o eso dijeron.

– ¿Los llegó a conocer?

– Lo único que sé es lo que me contaron los vecinos -comento Charlene, y meneó la cabeza.

– ¿Y qué le contaron?

– Que el viejo y la vieja vivían aquí solos.

– Creía que tenían una hija.

– Eso parece, pero dicen que murió. Hace mucho.

– Ya. Continúe.

– Vivían de la Seguridad Social. Puede que cobraran algo de retiro, no lo sé. La vieja se puso enferma del corazón. No tenía seguro de enfermedad, sólo la sanidad pública. Las facturas se acumulaban. La vieja murió y dejó al viejo con un montón de facturas. Sin seguro. Era un hombre desagradable que no caía demasiado bien a ningún vecino, sin amigos y sin familia, que se supiera. Tenía sólo lo mismo que yo: facturas, gente que quería cobrar su dinero. Un día se retrasó con la hipoteca de la casa y descubrió que el banco ya no era el propietario de la deuda como él creía, porque alguien se la había comprado. No hizo ese pago, puede que tampoco otros, y los alguaciles vinieron con una orden de desalojo. Lo pusieron de patitas en la calle. Y ahora está en el asilo de veteranos del ejército. No creo que vaya a salir nunca de allí, a no ser con los pies por delante.

– ¿Ustedes se instalaron aquí inmediatamente después del desalojo? -preguntó Ricky tras reflexionar un minuto.

– Exacto. -Charlene suspiró y meneó la cabeza-. Toda esta manzana era mucho más bonita hace un par de años. No había tanta basura, ni bebida, ni peleas. Creía que seria un buen lugar para empezar de cero, pero ahora no tenemos dinero para mudarnos. En todo caso, los vecinos de aquí enfrente fueron quienes me contaron la historia del viejo. Ya no están aquí. Seguramente ya no queda ninguno de los que conocían al viejo. Pero no parecía que hubiese tenido muchos amigos. El viejo tenía un pitbull encadenado donde ahora está nuestro perro. El nuestro sólo ladra, arma escándalo, como cuando usted se acercó. Si lo suelto lo más probable es que le lama la cara en lugar de morderlo. El pitbull de Tyson no era así. Cuando ese hombre era más joven, le gustaba que peleara, ya sabe, en peleas con apuestas. En esos sitios hay muchos hombres blancos sudorosos que apuestan lo que no tienen, beben, blasfeman y arman jaleo. Esa es la parte de Florida no apta para turistas. Es como Alabama o Misisipi. La mentalidad cerrada de Florida. La mentalidad cerrada y los pitbulls.

– Entiendo -dijo Ricky.

– En este barrio hay muchos niños. Los perros como ese pueden morder a alguno. Puede que hubiera otras razones por las que no cayera muy bien a la gente de por aquí.

– ¿Qué otras razones?

– He oído historias.

– ¿Qué clase de historias?

– Historias perversas. De cosas horribles, llenas de maldad. No sé si serán ciertas y, como mis padres me dicen que no repita cosas que no sepa seguro, quizá debería preguntar a alguien que no sea tan temeroso de Dios como yo. Pero no sé quién. Ya no quedan personas de esa época.

– ¿Tiene el nombre o la dirección del hombre al que usted paga el alquiler? -preguntó Ricky tras reflexionar otro momento.

Charlene pareció sorprendida pero asintió.

– Claro. Hago el cheque a nombre de un abogado del centro y se lo mando a un hombre del banco. Cuando tengo el dinero. -Recogió un lápiz del suelo y anotó un nombre y una dirección en el dorso de un sobre de una casa de alquiler de muebles. El sobre llevaba estampado en rojo SEGUNDO AVISO-. Espero que esto le sirva de algo.

Ricky sacó dos billetes más de veinte dólares y se los entregó.

Ella asintió para darle las gracias. Después de dudar un momento, él sacó un tercer billete.

– Para el niño -dijo.

– Es muy amable.

Se protegió los ojos del sol con la mano al salir a la calle. No había una sola nube en el cielo y el calor se había intensificado.

Recordó los días veraniegos de Nueva York y cómo él huía hacia el clima más fresco de Cape Cod.

«Eso se acabó», penso.

Miró hacia donde tenía aparcado el coche y trató de imaginarse a un anciano sentado entre sus escasas pertenencias en la acera.

Sin amigos y desalojado de la casa donde había vivido una vida difícil, pero por lo menos suya propia, durante muchos años. Expulsado con rapidez y sin consideración. Abandonado a la vejez, la enfermedad y la soledad. Ricky se guardó el papel con el nombre y la dirección del abogado en el bolsillo. sabía quién había desalojado al anciano. Sin embargo, se preguntó si aquel hombre mayor sentado en la acera sabía que el hombre que lo había echado a la calle era el hijo de su hija, a quien muchos años antes Ricky había dado la espalda.

A menos de siete manzanas de la casa de donde Claire Tyson había huido había un gran instituto de secundaria. Ricky aparcó en la zona de estacionamiento y contempló el edificio mientras intentaba imaginar cómo un adolescente podría encontrar individualidad, y mucho menos educación, entre aquellas paredes. Era un edificio enorme de color arena, con un campo de fútbol y una pista circular a un lado, tras una valla de tres metros de altura. Ricky tuvo la impresión de que quienquiera que hubiese diseñado aquella estructura se había limitado a dibujar un rectángulo inmenso y a añadir después un segundo rectángulo para crear un conjunto en forma de T y dar así por finalizada su obra. En la pared de ladrillo del edificio había un enorme mural de un antiguo barco griego junto con la leyenda: HOGAR DE LOS ESPARTANOS DEL SUR en una fluida y apagada letra roja. Todo el lugar estaba cocido como una crep en una sartén bajo el cielo despejado y el sol abrasador.

En la puerta principal había un control de seguridad, donde un guarda con camisa azul, pantalones negros y cinturón y zapatos de charol negro que, si bien no le conferían la categoría de policía, si por lo menos el mismo aspecto, manejaba un detector de metales. El guarda dijo a Ricky cómo llegar a las oficinas administrativas y luego le hizo pasar entre los postes paralelos. Los zapatos de Ricky repiquetearon en el suelo de linóleo del vestíbulo. Era horario de clase, de modo que avanzó casi en solitario entre hileras de taquillas de color gris. Sólo algún que otro alumno pasó apresurado a su lado.

Al otro lado de la puerta que indicaba ADMINISTRACIÓN había una secretaria sentada a una mesa. Una vez le explicó el motivo de su visita, ella lo condujo a la oficina de la directora. Esperó fuera mientras la secretaria entraba y luego aparecía en la puerta para hacerle pasar. Una mujer de mediana edad con una camisa blanca abrochada hasta la barbilla alzó los ojos del ordenador por encima de las gafas para dirigirle una mirada de maestra de escuela, casi regañona.

Parecía un poco desconcertada por su presencia, y le señaló una silla mientras se desplazaba para situarse detrás de una mesa abarrotada de papeles. Ricky se sentó y pensó que aquel asiento habría sido utilizado sobre todo por alumnos atribulados, pillados en alguna fechoría, o por padres consternados a los que se informaba de ello.

– ¿En qué puedo ayudarlo exactamente? -preguntó la directora sin rodeos.

– Estoy buscando información -asintió Ricky-. Necesito detalles de una joven que estudió en este instituto a finales de los años sesenta. Su nombre era Claire Tyson.

– Los expedientes académicos son confidenciales -replicó la directora-. Pero recuerdo a la joven.

– ¿Lleva aquí mucho tiempo?

– Toda mi carrera -dijo la mujer-. Pero aparte de dejarle ver el anuario de 1967, no creo que pueda proporcionarle gran ayuda.

Como le he dicho, los expedientes son confidenciales.

– Bueno, en realidad no necesito su expediente académico -indicó Ricky, que se sacó la carta del falso centro para el tratamiento del cáncer y se la entregó-. Lo que estoy buscando es alguien que pueda conocer a un familiar.

La mujer leyó la carta con rapidez. Su expresión se suavizó.

– Oh -exclamó a modo de disculpa-. Lo siento mucho. No sabía…

– Descuide. Es una posibilidad muy remota. Pero cuando tienes una sobrina tan enferma, estás dispuesto a aferrarte a cualquier posibilidad, por remota que sea.

– Por supuesto -dijo la mujer con rapidez-. Por supuesto que sí. Pero no creo que quede ningún Tyson de la familia de Claire por aquí. Por lo menos que yo recuerde, y recuerdo a casi todo el mundo que cruza esas puertas.

– Me sorprende que recuerde a Claire -comentó Ricky.

– Dejaba huella, en más de un sentido. Por aquel entonces yo era su tutora de orientación profesional. He ido subiendo de categoría.

– Es evidente -dijo Ricky-. Pero recordarla, en especial después de tantos años…

La mujer hizo un leve gesto, como para interrumpir su pregunta. Se levantó y se dirigió a una estantería para coger un viejo anuario encuadernado en imitación piel correspondiente a 1967.

Se lo dio a Ricky.

Era un anuario de lo más típico. Páginas y páginas de cándidas instantáneas de alumnos en actividades o juegos diversos, reforzadas con algo de prosa entusiasta. El grueso del anuario lo formaban los retratos formales de la última clase. Eran retratos de estudio de gente joven que intentaba parecer mayor y más seria de lo que era. Ricky repasó las imágenes hasta que llegó a Claire Tyson. Le costó un poco identificar a la mujer a la que había visto una década después con la muchacha del anuario. Llevaba el cabello más largo, que le caía ondulado sobre el hombro. Esbozaba una leve sonrisa, un poco menos forzada que la mayoría de sus compañeros de clase, con el tipo de expresión que adoptaría alguien que sabe un secreto. Leyó el texto junto a su foto. Relacionaba sus actividades extraescolares (francés, ciencias, el club de Futuras Amas de Casa y la sociedad teatral) y los deportes que practicaba, voleibol y béisbol universitarios. También figuraban sus méritos académicos, que incluían ocho semestres en el cuadro de honor y una distinción del programa de becas al mérito escolar. Había una cita, de cariz humorístico, pero que para Ricky tenía un tono algo premonitorio: «Haz a los demás antes de que los demás tengan ocasión de hacerte a ti». Una predicción, «Quiere vivir a tope», y un vistazo a la bola de cristal adolescente: «De aquí a diez años estará en Broadway o bajo él».

La directora miraba por encima de su hombro.

– No tenía ninguna posibilidad -aseguró.

– ¿Perdone? -replicó Ricky, y la palabra formó una pregunta.

– Era la hija única de una pareja… bueno, difícil. Vivían en el límite de la pobreza. El padre era un tirano. Quizá peor aun…

– Quiere decir…

– Mostraba muchos signos clásicos de abusos sexuales. Hablé con ella a menudo cuando tenía sus ataques incontrolables de depresión. Lloraba y se ponía histérica. Después se quedaba tranquila, fría, casi ida, como si estuviera en otra parte, aunque estaba sentada conmigo en el despacho. Habría llamado a la policía si hubiera tenido alguna prueba, pero ella jamás admitió ante mi ningún abuso. En mi posición hay que ser prudente. Y entonces no sabíamos tanto sobre estas cosas como ahora.

– Por supuesto.

– Y, claro, sabía que huiría a la primera ocasión. Ese chico…

– ¿Un novio?

– Si. Estoy casi segura de que ya estaba embarazada cuando terminó aquella primavera.

– ¿Cómo se llamaba? ¿Vive todavía por aquí? Sería fundamental encontrarlo, ¿sabe? Con eso del acervo genético… No entiendo la jerga de los médicos, pero…

– Hubo un hijo. Pero no sé qué pasó. No echaron raíces aquí, eso seguro. El chico pensaba alistarse en la Marina, aunque no sé si llegó a hacerlo, y ella se marchó a la universidad local. No creo que se casaran. Me la encontré una vez por la calle. Se paró para saludarme, pero nada más. Era como si ya no pudiera hablar sobre nada. Claire pasaba de sentirse avergonzada por una cosa a sentirse avergonzada por otra. Sin embargo era brillante, maravillosa en un escenario. Podía interpretar cualquier papel, desde Shakespeare a Ellos y ellas, y hacerlo muy bien. Tenía verdadero talento para la interpretación. Su problema era la realidad.

– Comprendo.

– Era una de esas personas a las que te gustaría ayudar pero no puedes. Su empeño era encontrar a alguien que cuidara de ella, pero siempre encontraba a la persona equivocada. Sin excepción.

– ¿Y el chico?

– ¿Daniel Collins? -La directora tomó el anuario y hojeó unas páginas hacia atrás antes de devolvérselo a Ricky-. Guapo, ¿eh? Volvía locas a las chicas. Jugaba a fútbol y a baloncesto, aunque no era ninguna estrella. Bastante listo, pero no se esforzaba en clase. El tipo de chico que siempre sabe dónde es la fiesta, dónde se obtiene alcohol o hierba o lo que sea, y al que no pillan nunca. Uno de esos muchachos que salía de una para meterse en otra. Tenía a todas las chicas en el bolsillo, pero sobre todo a Claire. Era una de esas relaciones que sabes que sólo pueden acabar mal pero no puedes hacer nada.

– Veo que no le gustaba demasiado ese chico.

– ¿Por qué iba a gustarme? Era una especie de depredador.

Y sin duda era bastante egoísta, sólo miraba por él mismo.

– ¿Tiene la dirección de su familia?

La directora se sentó al ordenador y tecleó un nombre. Luego anotó un número en un trozo de papel que entregó a Ricky. Él asintió a modo de respuesta.

– ¿Piensa que la abandonó?

– Seguro, después de haberla utilizado. Eso era lo que se le daba bien: utilizar a la gente y deshacerse de ella después. Si tardó un año o diez, no lo sé. Cuando te dedicas a este trabajo, llegas a pronosticar muy bien lo que ocurrirá a los chicos. Algunos te pueden sorprender, en un sentido u otro, pero no muchos. -Señaló la predicción del anuario. «En Broadway o bajo él.» Ricky sabía cuál de esas dos alternativas se había hecho realidad-. Los chicos siempre bromean cuando predicen. Pero la vida no suele ser tan divertida, ¿verdad?

Antes de dirigirse al hospital para veteranos del ejército, Ricky pasó por el motel para ponerse el traje negro. También recogió el objeto que había tomado prestado del departamento de teatro en la Universidad de New Hampshire, se lo colocó en el cuello y se contempló en el espejo.

El edificio del hospital tenía el mismo aspecto impersonal que el instituto. Era de ladrillo blanqueado, de dos plantas, como si lo hubieran dejado caer en un espacio abierto entre por lo menos seis iglesias distintas, según el cómputo de Ricky. Pentecostal, baptista, católica, congregacionalista, unitaria y metodista episcopal africana, todas ellas con esos esperanzadores tableros de anuncios en el jardín de entrada que proclamaban una felicidad infinita ante la llegada inminente de Jesús, o como mínimo, el consuelo en las palabras de la Biblia, pronunciadas con fervor en un oficio diario y en dos los domingos. A Ricky, que había adquirido una saludable falta de respeto por la religión en su ejercicio profesional, le gustó bastante la yuxtaposición del hospital para veteranos del ejército y las iglesias: era como sí la dura realidad de los abandonados, representada por el hospital, sirviera para equilibrar en cierta medida todo el optimismo que circulaba sin control en las iglesias. Se preguntó si Claire Tyson habría asistido con regularidad a la iglesia. Sospechaba que si, dado el ambiente en que había crecido. Todo el mundo iba a la iglesia. El problema era que eso no impedía que los feligreses maltrataran a sus mujeres o a sus hijos los demás días de la semana; algo que estaba seguro de que Jesús desaprobaba, si es que opinaba al respecto.

El hospital para veteranos del ejército tenía dos mástiles con la bandera de Estados Unidos y la del estado de Florida, una junto a otra, colgando lánguidamente en aquel calor impropio de finales de la primavera. Había unos arbustos plantados sin ton ni son junto a la entrada, y Ricky vio unos cuantos ancianos con batas andrajosas y en sillas de ruedas, sentados solos en un pequeño porche lateral bajo el sol de la tarde. No estaban en grupo, ni siquiera en parejas. Cada uno parecía funcionar en una órbita exclusiva, definida por la edad y la enfermedad. Avanzó y cruzó la entrada. El interior estaba en penumbra. Se estremeció. Los hospitales a los que había llevado a su mujer antes de morir eran claros, modernos, diseñados para reflejar todos los avances de la medicina. Eran sitios que parecían llenos del propósito de sobrevivir. O, como era su caso, de la necesidad de luchar contra lo inevitable. De robar días a la enfermedad, como un jugador de fútbol americano que intenta ganar yardas, por muchos defensas que lo plaquen. Este hospital era todo lo contrario. Era un edificio en el peldaño inferior de la asistencia médica, donde los tratamientos eran tan anodinos y poco creativos como el menú diario. La muerte, tan regular y sencilla como el arroz blanco. Ricky sintió frío al adentrarse, porque supo que era un lugar triste al que aquellos ancianos iban a morir.

Vio a una recepcionista tras una mesa y se acerco.

– Buenos días, padre -le dijo la mujer afablemente-. ¿En qué puedo servirle?

– Buenos días, hija mía -contestó Ricky mientras se tocaba el alzacuellos que había tomado prestado del cuarto de atrás-. Qué calor para llevar el traje elegido por el Señor -bromeó-. A veces me preguntó por qué el Señor no elegiría una de esas bonitas camisas hawaianas de colores tan alegres en lugar del alzacuellos -prosiguió-. Seria más cómodo en días como este.

La recepcionista soltó una carcajada.

– ¿En qué estaría pensando nuestro Señor? -añadió.

– He venido para ver a un paciente. Se llama Tyson.

– ¿Es pariente suyo, padre?

– Pues no, hija mía. Pero su hija me rogó que lo visitara cuando algún asunto de la Iglesia me trajese aquí.

Esta respuesta pareció colar, tal como Ricky había previsto.

No creía que nadie de aquella zona de Florida fuera a rechazar nunca a un sacerdote. La mujer comprobó unos datos en el ordenador. Sonrió cuando el nombre apareció en pantalla.

– Qué extraño -comentó-. Aquí no consta ningún familiar vivo. Ningún pariente próximo. ¿Está seguro de que era su hija?

– Han estado muy distanciados, y ella le volvió la espalda hace tiempo. Ahora, con mi ayuda y la bendición del Señor, quizás exista la probabilidad de una reconciliación en su vejez.

– Eso estaría bien, padre. Espero que así sea. De todos modos, ella debería figurar en nuestro ordenador.

– Le diré que le envíe sus datos -aseguró Ricky.

– Puede que él la necesite…

– Que Dios la bendiga, hija mía -dijo Ricky, disfrutando de la hipocresía de sus palabras y de su relato, del mismo modo que en el escenario un actor disfruta de esos momentos llenos de tensión y alguna duda, pero vigorizados por el público.

Después de tantos años pasados tras el diván guardándose sus opiniones sobre la mayoría de las cosas, Ricky estaba ahora radiante por poder salir al mundo y mentir.

– No parece que haya mucho tiempo para una reconciliación, padre. Me temo que el señor Tyson está en la unidad de desahuciados -anunció la recepcionista-. Lo siento, padre.

– ¿Está…?

– Terminal.

– Entonces puede que mi visita sea más oportuna de lo que esperaba. Tal vez pueda proporcionarle algo de consuelo para sus últimos días.

La recepcionista asintió. Señaló un plano esquemático del hospital.

– Tiene que ir aquí. La enfermera de guardia le ayudará.

Ricky recorrió el laberinto de pasillos que parecían descender a mundos cada vez más fríos y anodinos. Todo lo que había en el hospital le resultaba un poco raído. Le recordaba las distinciones entre las tiendas de ropa cara de Manhattan, que conocía de sus días de psicoanalista, y el mundo de segunda mano del Ejército de Salvación que había descubierto como empleado de mantenimiento en New Hampshire. En aquel hospital para veteranos del ejército nada era nuevo, nada era moderno, nada parecía funcionar debidamente, todo tenía aspecto de usado. Hasta la pintura blanca de las paredes estaba descolorida y amarillenta. Le resultaba curioso caminar por un lugar que debería estar aseado y dedicado a la ciencia y tener la sensación de necesitar una ducha.

«La clase marginada de la medicina», pensó. Y cuando pasó por las unidades de cardiología y pulmonar, y junto a una puerta cerrada que indicaba psiquiatría, el ambiente pareció volverse cada vez más decrépito y deteriorado, hasta que llegó a la fase final, una serie de puertas dobles con el rótulo UNIDAD DE DESAHUCIADOS, con las palabras mal alineadas.

Ricky observó que el alzacuellos y el traje de clérigo cumplían su objetivo de modo impecable. Nadie le pidió ninguna identificación; nadie pareció preguntarse qué hacia allí. Al entrar en la unidad, vio un puesto de enfermería y se acercó al mostrador. La enfermera de guardia, una corpulenta mujer negra, alzó los ojos hacia él.

– Ah, padre -dijo-, me han avisado de que venia hacia aquí. El señor Tyson está en la habitación 300. La primera cama al entrar.

– Gracias -contestó Ricky-. ¿Podría decirme qué tiene?

La enfermera le entregó con diligencia un historial médico.

Cáncer de pulmón. Le quedaba POCO tiempo y, en su mayoría, doloroso. Sintió un poco de compasión. «Bajo la capa de ser serviciales -pensó-, los hospitales hacen mucho por degradar.»

Eso era así, sin duda, en el caso de Calvin Tyson, que estaba conectado a varias máquinas y yacía incómodo en la cama, apuntalado con almohadas para ver el viejo televisor que colgaba entre su cama y la de su vecino. El aparato ofrecía una telenovela, pero el sonido estaba apagado. Además, la imagen se veía borrosa.

Tyson estaba escuálido, casi esquelético. Llevaba puesta una mascarilla de oxigeno que le colgaba del cuello y levantaba de vez en cuando para respirar mejor. Su nariz estaba teñida del inconfundible tono azulado del enfisema, y sus descarnadas piernas desnudas se extendían en la cama como ramitas que una tormenta hubiera arrancado de un árbol y desparramado por la calzada. El hombre que ocupaba la cama de al lado estaba en una situación muy parecida, y ambos resollaban en una agonía a dúo. Cuando Ricky entró, Tyson volvió la cabeza para mirarlo.

– No quiero hablar con ningún sacerdote -dijo.

– Pero este sacerdote quiere hablar con usted -sonrió Ricky con frialdad.

– Quiero que me dejen solo -insistió Tyson.

Ricky lo observó.

– Según parece -dijo con brío-, pronto va estar solo toda la eternidad.

– No necesito ninguna religión, ya no.

Tyson sacudió la cabeza con dificultad.

– Y yo no voy a ofrecerle ninguna -contestó Ricky-. Por lo menos, no como piensa.

Ricky cerró la puerta de la habitación. Vio que había unos auriculares para escuchar la televisión colgados en la pared. Rodeó los pies de la cama y observó al compañero de Tyson. El hombre lo miró con una expectación indiferente. Ricky le señaló los auriculares de su cama.

– ¿Quiere ponérselos para que pueda hablar en privado con su vecino? -preguntó, pero en realidad ordenó.

El hombre se encogió de hombros y se los colocó en las orejas con cierta dificultad.

– Bien -dijo Ricky mientras se volvía hacia Tyson para preguntarle-: ¿Sabe quién me ha enviado?

– Ni idea -dijo con voz ronca Tyson-. No queda nadie a quien yo le importe.

– En eso se equivoca. -Se acercó y se inclinó hacia el hombre agonizante para susurrarle con frialdad-: Dígame la verdad, viejo, ¿cuántas veces se folló a su hija antes de que ella se marchara para siempre?

26

El anciano, sorprendido, abrió unos ojos como platos. Levantó una mano huesuda que agitó en el reducido espacio entre Ricky y su tórax hundido, como si pudiera alejar la pregunta, pero estaba demasiado débil para hacerlo. Tosió, se atragantó y tragó saliva antes de preguntar:

– ¿Qué clase de sacerdote es usted?

– Un sacerdote de la memoria -contestó Ricky.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Las palabras del hombre eran apresuradas y atemorizadas. Recorrió la habitación rápidamente con la mirada como si buscara a alguien que lo ayudara.

Ricky esperó antes de responder. Bajó los ojos hacia Calvin Tyson, que, aterrado de repente, se retorcía en la cama, e intentó adivinar si tendría miedo de él o de la historia que parecía conocer. Sospechó que el viejo había pasado años solo sabiendo lo que había hecho, y aunque las autoridades escolares, los vecinos y su mujer hubieran sospechado de él, seguramente se habría convencido de que era un secreto que sólo compartía con su hija.

Ricky, con su provocadora pregunta, debía de parecerle una especie de ángel vengador. El anciano alargó la mano para buscar el timbre que colgaba de un cable en la cabecera, pero Ricky lo apartó de su alcance.

– No vamos a necesitar esto -aseguró-. Nuestra conversación será en privado.

El viejo dejó caer la mano en la cama y agarró la mascarilla de oxigeno para aspirar bocanadas profundas con los ojos todavía desorbitados de miedo. La mascarilla era anticuada, verde, y cubría la nariz y la boca con un plástico opaco. En unas instalaciones modernas, Tyson tendría un artilugio más pequeño sujeto entre los orificios de la nariz. Pero aquel hospital para veteranos del ejército era el tipo de sitio donde se envía el equipo viejo para que sea utilizado antes de desecharlo, mas o menos como muchos de 3 o8 los pacientes que ocupaban aquellas camas. Ricky apartó la mascarilla de oxigeno de la cara de Tyson.

– ¿Quién es usted? -preguntó el viejo, temeroso.

Tenía acento del Sur. Ricky pensó que había algo de infantil en el terror que asomaba a sus ojos.

– Soy un hombre con algunas preguntas -dijo-. Un hombre que busca algunas respuestas. Verá, esto puede ser fácil o difícil; depende de usted.

Para su sorpresa, no le costó nada amenazar a un anciano decrépito que había abusado de su única hija y que después había vuelto la espalda a sus nietos huérfanos.

– Usted no es ningún predicador -dijo Tyson-. Usted no trabaja para el Señor.

– En eso se equivoca -aseguró Ricky-. Y teniendo en cuenta que va a estar frente a Él en cualquier momento, quizás haría bien en pecar de creyente.

Este argumento pareció tener algún sentido para el anciano, que cambió de postura y asintió.

– Su hija… -empezó Ricky, pero no pudo concluir la frase.

– Mi hija está muerta. No era buena. Nunca lo fue.

– ¿No cree que usted tuvo algo que ver en eso?

– Usted no sabe nada. -Calvin Tyson sacudió la cabeza-. Nadie lo sabe. Lo que ocurrió ya es historia.

Ricky lo miró a los ojos. Vio que se endurecían como el cemento que fragua deprisa bajo un sol riguroso. Efectuó una rápida valoración psicológica. Tyson era un pedófilo despiadado, impenitente e incapaz de comprender el daño que había causado a su hija. Y yacía ahí, en su lecho de muerte, seguramente mas asustado por lo que lo esperaba que por lo que había hecho en el pasado. Decidió seguir ese camino para ver adónde lo conducía.

– Puedo darle el perdón… -insinuó Ricky.

– No hay ningún predicador tan poderoso -gruñó el anciano con desdén-. Correré el riesgo.

– Su hija Claire tuvo tres hijos… -dijo Ricky tras una pausa.

– Era una puta; se marchó con ese de las prospecciones petrolíferas, y después acabó en Nueva York. Eso la mató. No yo.

– Cuando murió se pusieron en contacto con usted -prosiguió Ricky-. Era su pariente vivo más cercano. Alguien de Nueva York lo llamó para saber si se haría cargo de los niños.

– ¿Para qué iba a querer a esos bastardos? Mi hija nunca se casó. Yo no los quería.

Ricky observó a Calvin Tyson y pensó que debió de ser una decisión difícil de tomar para él. Por una parte, no quería la carga económica de criar a los tres huérfanos de su hija. Pero por otra, eso le habría proporcionado nuevas fuentes para saciar sus pervertidos impulsos sexuales. Eso debió de ejercer en él una seducción muy fuerte, casi irresistible. Un pedófilo dominado por el deseo es una fuerza poderosa e imparable. ¿Qué le haría rechazar una nueva fuente disponible de placer? Ricky siguió contemplando al anciano y entonces, en un instante, lo supo: Calvin Tyson tenía otros recursos. ¿Los hijos de los vecinos? ¿En la misma calle? ¿A la vuelta de la esquina? ¿En un parque? No lo sabía, pero era cerca.

– Así que firmó unos documentos para darlos en adopción, ¿no es así?

– Sí. ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque tengo que encontrarlos.

– ¿Para qué?

Ricky echó un vistazo alrededor. Señaló con un ligero gesto la habitación del hospital.

– ¿Sabe quién lo echó a la calle? -preguntó-. ¿Sabe quién ejecutó la hipoteca de su casa y lo desalojó de modo que terminó aquí, esperando solo la muerte?

– Alguien compró la deuda sobre la casa a la sociedad hipotecaria -comentó el anciano sacudiendo la cabeza-. No me dio la oportunidad de saldar la deuda cuando me atrasé en el pago de una cuota y ¡zas!, me quedé en la calle.

– ¿Y qué le pasó entonces?

Los ojos del anciano se volvieron legañosos, de repente llenos de lágrimas. Ricky lo encontró patético. Pero refrenó cualquier sentimiento incipiente de lástima. Lo que Calvin Tyson había recibido era menos de lo que se merecía.

– Estaba en la calle. Enfermé. Me dieron una paliza. Ahora me estoy muriendo, como usted ha dicho.

– Pues el hombre que lo condujo a esta cama es el hijo de su hija -anunció Ricky.

Calvin Tyson abrió unos ojos como platos y meneó la cabeza.

– ¿Cómo es posible?

– Él compró la deuda. Él lo desalojó. Lo más probable es que él organizara también que lo apalearan. ¿Lo violaron?

Tyson meneó la cabeza.

«Eso es algo que Rumplestiltskin no sabía -pensó Ricky-.

Claire Tyson no debió de contar ese secreto a sus hijos. El viejo tuvo suerte de que Rumplestiltskin no se molestara en hablar con los vecinos ni con nadie del instituto de secundaria.»

– ¿Me hizo todo eso? ¿Por qué?

– Porque usted les dio la espalda a él y a su madre. Así que le pagó con la misma moneda.

– Todo lo malo que me ha ocurrido… -sollozó el viejo.

Es obra de un hombre -terminó Ricky por él-. El hombre que yo estoy intentando encontrar. Así que se lo preguntaré de nuevo: firmó unos documentos para dar a los niños en adopción, ¿verdad?

Tyson asintió.

– ¿Recibió también dinero?

– Un par de los grandes -asintió otra vez el anciano.

– ¿Cómo se llamaba la pareja que adoptó a los tres niños?

– Tengo un documento.

– ¿Dónde?

– En la caja de mis cosas, en el armario.

Señaló una taquilla de metal gris cubierta de arañazos.

Ricky la abrió y vio unas cuantas prendas raídas colgadas en perchas. En el suelo había una caja de caudales barata. El cierre estaba roto. Ricky la abrió y revolvió con rapidez unos documentos viejos hasta que encontró unos sujetados con una goma elástica. Vio un sello del estado de Nueva York. Se metió los documentos en el bolsillo de la chaqueta.

– No los va a necesitar -dijo al anciano. Bajó los ojos hacia el hombre echado sobre las sucias sábanas de la cama del hospital y cuya bata apenas cubría su desnudez. Tyson aspiró un poco mas de oxígeno. Estaba pálido-. ¿Sabe qué? -dijo Ricky despacio, con una crueldad que lo asombró-. Ahora ya puede morirse. Creo que será mejor que se dé prisa porque estoy seguro de que le espera mas dolor. Mucho más dolor. Tanto como el que usted causó en este mundo pero multiplicado por cien. Así que adelante, muérase.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Tyson.

Su voz era un suspiro horrorizado, con jadeos y resuellos provocados por la enfermedad que le carcomía los pulmones.

– Encontrar a esos niños.

– ¿Por qué quiere hacer eso?

– Porque uno de ellos también me mató a mi -le espetó Ricky mientras se volvía para irse.

Justo antes de la hora de cenar, Ricky llamó a la puerta de una casa en buen estado, de dos habitaciones, en una calle tranquila bordeada de palmeras. Todavía llevaba la indumentaria sacerdotal, lo que le daba un poco más de seguridad, como si el alzacuellos le proporcionara un anonimato que desalentaría a cualquiera que pudiera hacer preguntas. Esperó hasta que la puerta se entreabrió y vio a una mujer mayor. La puerta se abrió un poco más cuando la mujer vio el traje clerical, pero no salió de detrás de la mosquitera.

– ¿Si? -preguntó.

– Hola -contestó Ricky con tono afable-. Estoy intentando averiguar el paradero de un joven llamado Daniel Collins.

La mujer soltó un grito ahogado y se llevó la mano a la boca para ocultar su sorpresa. Ricky guardó silencio mientras observaba cómo la mujer se esforzaba en recobrar la compostura. Trató de interpretar los cambios que experimentó su rostro, desde la impresión inicial hasta una dureza que contenía una terrible frialdad.

Por fin su cara compuso una expresión rígida y su voz, cuando pudo usarla, pareció utilizar palabras arrancadas al invierno.

– Lo damos por perdido -dijo.

Unas lágrimas pugnaban por asomarle a los ojos y contradecían la fortaleza de su voz.

– Lo siento -comentó Ricky todavía en un tono jovial que escondía su repentina curiosidad-. No entiendo a qué se refiere con «perdido».

La mujer sacudió la cabeza sin contestar de modo directo.

Miró su ropa de sacerdote y pregunto:

– ¿Por qué busca a mi hijo, padre?

Ricky sacó la carta falsa y supuso que la mujer no la leería con tanta atención como para cuestionarla.

Cuando ella fue a ojear el documento, él empezó a hablar para que no pudiera concentrarse en lo que leía. Distraerla para que no le hiciera preguntas no parecía una tarea difícil.

– Verá, señora… Collins, ¿correcto? La parroquia está intentando encontrar a alguien que pueda ser donante de médula para esta joven que es pariente lejana suya. ¿Ve el problema? Le pedi312.

ría que se hiciera un análisis de sangre pero supongo que supera la edad límite para la donación de médula. Tiene más de sesenta años, ¿verdad?

Ricky no tenía idea de si la médula ósea dejaba de ser viable a ninguna edad. Así que hizo una pregunta ficticia para una respuesta que era evidente. La mujer alzó los ojos de la carta para responder y Ricky aprovechó para arrebatársela de las manos.

– Esta carta incluye mucha terminología médica -comentó-. Se lo puedo explicar, si lo prefiere. ¿Podríamos sentarnos?

La mujer asintió a regañadientes y abrió del todo la puerta.

Ricky entró en una casa que parecía tan frágil como su anciana ocupante. Estaba llena de objetos y figuritas de porcelana, jarrones vacíos y adornos, y el olor a cerrado superaba el aire viciado del aparato de aire acondicionado que funcionaba con un golpeteo que le hizo suponer que tendría alguna pieza suelta. Encima de la moqueta había alfombrillas de pasillo de plástico y en el sofá una funda también de plástico, como si la mujer temiera ensuciar algo. Daba la impresión de que todo tenía su lugar en aquella casa, y de que la mujer que vivía en ella notaría al instante cualquier objeto fuera de su sitio, aunque sólo fuese unos milímetros.

El sofá chirrió cuando él se sentó.

– ¿Podría localizar a su hijo? Verá, podría ser compatible -dijo Ricky, que cada vez mentía con mayor facilidad.

– Está muerto -indicó la mujer con más frialdad.

– ¿Muerto? Pero ¿cómo…?

– Muerto para todos nosotros. -La señora Collins sacudió la cabeza-. Muerto para mí. Muerto y despreciado. Sólo nos ha causado sufrimiento, padre. Lo siento.

– ¿Cómo ocurrió?

– Todavía no ha ocurrido -aclaró la mujer, sacudiendo de nuevo la cabeza-. Pero será muy pronto, creo.

Ricky se recostó, lo que provocó el mismo chirrido.

– Me parece que no acabo de entenderla -dijo.

La mujer se agachó y tomó un álbum de recortes de un estante bajo la mesilla de centro. Lo abrió y volvió unas páginas. Ricky pudo atisbar artículos periodísticos sobre deportes y recordó que Daniel Collins era deportista en el instituto. Había una fotografía de su graduación, seguida de una página en blanco. La mujer se detuvo en ella y le pasó el álbum.

– Vuelva esa página -dijo con amargura.

Centrado en una sola hoja del álbum figuraba un único articulo del Tampa Tribune. El titular rezaba:

HOMBRE DETENIDO TRAS UNA MUERTE EN UN BAR Había pocos detalles, aparte de que habían detenido a Daniel Collins hacia poco más de un año, acusado de homicidio después de una pelea en un bar. En la página adyacente, otro titular:

EL ESTADO PEDIRÁ LA PENA DE MUERTE PARA EL HOMICIDA DEL BAR Este articulo, recortado y pegado en el centro de otra página iba acompañado de una fotografía de un Daniel Collins de mediana edad mientras era conducido esposado a un juzgado. Ricky echó un vistazo al articulo del periódico. Los hechos del caso parecían bastante simples. Dos borrachos se habían peleado. Uno de ellos había salido a la calle y esperado a que el otro hiciera lo mismo. Empuñando un cuchillo, según la fiscalía. El asesino, Daniel Collins, había sido detenido en la escena del crimen, inconsciente, borracho, con el cuchillo ensangrentado cerca de la mano y la víctima a unos metros de distancia. El periódico insinuaba que la víctima había sido eviscerada con particular crueldad antes de robarla. Al parecer, después de haberle asesinado y robado el dinero, Collins se había tomado otra botella de whisky, y al final se había caído inconsciente en la misma escena del crimen. Un caso clarísimo.

Leyó artículos más breves sobre un juicio y una sentencia. Collins había afirmado que no era consciente del crimen porque había bebido mucho esa noche. No era una coartada demasiado buena y no había convencido al jurado. Sus miembros sólo deliberaron noventa minutos. Tardaron un par de horas más en recomendar la pena de muerte, después de que la misma justificación se presentara como atenuante y fuera denegada. Una muerte oficial, clara, envuelta y servida del modo menos desagradable.

Ricky alzó los ojos. La anciana sacudía la cabeza.

– Mi querido muchacho -se lamentó-. Lo perdí primero por culpa de esa zorra, después por culpa de la bebida, y ahora está en el corredor de la muerte.

– ;Han fijado la fecha?

– No -respondió la anciana-. Su abogado dice que pueden apelar. Lo va a intentar en un juzgado y en otro. No lo entiendo demasiado bien. Lo único que sé es que mi muchacho dice que él no lo hizo, pero eso no sirvió de nada. -Dirigió una mirada llena de dureza al alzacuellos que llevaba Ricky-. En este estado, todos amamos a Jesús, y la mayoría de la gente va a la iglesia los domingos.

Pero cuando la Biblia dice «No matarás», no parece aplicarse a nuestros tribunales. Ni a los nuestros ni a los de Georgia o Texas.

Son un mal sitio para cometer un delito en el que muera alguien, padre. Me gustaría que mi chico lo hubiera tenido en cuenta antes de coger ese cuchillo y meterse en esa pelea.

– ¿Y él dice que es inocente?

– Si. Dice que no recuerda nada de la pelea. Dice que se despertó cubierto de sangre y con ese cuchillo al lado cuando un policía lo tocó con la porra. Supongo que no recordar no es una defensa muy buena.

Ricky volvió la página, pero no había nada.

– Supongo que tengo que guardar una página -comentó la mujer-. Para un último articulo. Espero haber muerto antes de que llegue ese día porque no quiero verlo. -Sacudió la cabeza y añadió-: ¿Sabe una cosa, padre?

– ¿Qué?

– Esto siempre me ha molestado. Cuando mi chico consiguió aquella victoria contra el South Side High, en el campeonato municipal, publicaron su foto en la portada. Pero todos estos artículos en Tampa donde nadie sabía gran cosa sobre mi chico, eran artículos pequeños, en el interior del periódico, donde apenas nadie los ve. En mi opinión, si vas a arrebatar la vida a un hombre en un tribunal, deberías darle más importancia. Debería ser especial y aparecer en portada. Pero no lo es. Sólo es otro articulito que figura junto a la noticia de alcantarilla rota y a la sección de jardinería. Es como si la vida ya no fuera importante.

Se levantó y Ricky la imitó.

– Hablar sobre esto me enferma el corazón, padre. Y no encuentro consuelo en ninguna palabra, ni siquiera en la Biblia.

– Creo que debería abrir su corazón a la bondad que recuerda, hija mía, y de ese modo podrá consolarse.

Ricky pensó que en su intento de sonar como un sacerdote sus palabras resultaban trilladas e inútiles, que era más o menos lo que quería. Aquella mujer había criado a un muchacho que era, según todas las apariencias, un verdadero hijo de puta que había empezado su lamentable vida seduciendo a una compañera de clase, arrastrándola con él unos años para después abandonarla a ella y a sus hijos, y terminado matando a un hombre por ninguna razón que no fuera el exceso de alcohol. Si había algo positivo en la vida tonta e inútil de Daniel Collins, él todavía no lo había visto. Este cinismo, que le bullía en su interior, quedó más o menos confirmado por las palabras que dijo a continuación la anciana.

– La bondad terminó con esa chica. Cuando se quedó embarazada de mi hijo por primera vez, él se arruinó la vida para siempre. Ella lo sedujo, usó toda la astucia de una mujer, lo atrapó y después lo utilizó para marcharse de aquí. Ella fue la culpable de todos los problemas que tuvo mi hijo para ser alguien, para abrirse camino en el mundo.

La voz de la mujer no dejaba lugar a la duda. Era fría, abrupta y estaba totalmente aferrada a la idea de que su adorado hijo no había tenido nada que ver en los problemas que había encontrado en la vida. Y Ricky, el antiguo psicoanalista, sabía que existían pocas probabilidades de que ella advirtiese su culpabilidad. «Creamos y después, cuando la creación sale mal, queremos culpar a otros, cuando normalmente somos nosotros los responsables», pensó.

– Pero ¿usted cree que es inocente? -preguntó Ricky.

Sabía la respuesta. Y no dijo «del crimen» porque la anciana creía que su hijo era inocente de todo.

– Por supuesto. Si él lo dice, yo le creo.

Sacó del álbum de recortes la tarjeta de un abogado y se la entregó a Ricky. Un abogado de oficio de Tampa. Observó el nombre y el teléfono y dejó que la mujer lo acompañara a la puerta.

– ¿Sabe qué ocurrió con los tres niños? ¿Sus nietos? -preguntó Ricky mientras hacia un gesto con la carta falsa.

– Los dieron en adopción, según oí -contestó ella sacudiendo la cabeza-. Danny firmó algún documento cuando estaba en la cárcel, en Texas. Lo pillaron robando pero no me lo creí. Estuvo un par de años en la cárcel. No volvimos a saber de ellos. Supongo que ya habrán crecido, pero nunca he visto a ninguno, de modo que no es como si pensara en ellos. Danny hizo bien en darlos en adopción cuando esa mujer murió. Él solo no podía criar a tres niños a los que apenas conocía. Y yo tampoco podía ayudarle, al estar aquí sola y enferma. Así que se convirtieron en el problema de otras personas y en los hijos de otras personas. Como dije, nunca supimos nada de ellos.

Ricky sabía que esta última afirmación no era cierta.

– ¿Sabe por lo menos sus nombres? -preguntó.

La mujer negó con la cabeza. La crueldad de ese gesto casi le sacudió como un puñetazo, y supo de dónde había sacado el joven Daniel Collins su egoísmo.

Al sol de última hora de la tarde, permaneció un momento en la acera preguntándose si el alcance de Rumplestiltskin seria tal que hubiera llevado a Daniel Collins al corredor de la muerte. Suponía que si. Lo que no sabía era como.

27

Ricky regresó a New Hampshire y a la vida como Richard Lively. Todo lo que había averiguado en su viaje a Florida le inquietaba.

Dos personas habían marcado la vida de Claire Tyson en momentos críticos. Una la había abandonado junto a sus hijos y estaba ahora en una celda del corredor de la muerte clamando por su inocencia en un estado célebre por prestar oídos sordos a tales protestas. La otra había vuelto la espalda a la hija de la que había abusado y a los nietos que necesitaban ayuda y, años después, la habían echado a la calle con la misma crueldad y estaba ahora condenada a resollar sus últimos días en un corredor de la muerte distinto, pero igual de implacable.

Ricky amplió la ecuación que empezaba a formarse en su cabeza: el novio de Claire Tyson en Nueva York había muerto de una paliza con una R sangrienta grabada en el pecho. El perezoso doctor Starks, que debido a su indecisión no había prestado ayuda a una angustiada Claire Tyson, fue obligado a suicidarse después de que todos los recursos que podían proporcionarle ayuda hubieran sido sistemáticamente destruidos.

Tenía que haber más. Eso le heló el corazón.

Al parecer Rumplestiltskin había planeado varias venganzas siguiendo un simple principio: a cada cuál según quién era. Los delitos por omisión eran juzgados y las sentencias ejecutadas años más tarde. El novio, que sólo era un matón y un criminal, había sido tratado de una forma acorde a su condición. El abuelo que no había atendido las súplicas de su descendencia había sido castigado en consonancia. A Ricky le pareció un método muy original de infligir el mal. Su propio juego había sido planeado teniendo en cuenta su personalidad y formación. Los demás habían sido tratados con mayor brutalidad porque procedían de mundos donde ese rasgo prevalecía. Otra cosa parecía evidente: en la mente de Rumplestiltskin no existía plazo de prescripción.

Al final, los resultados parecían ser idénticos. Un camino implacable de muerte o perdición. Y cualquiera que se encontrase en medio, como el desventurado señor Zimmerman o la detective Riggins, era considerado un impedimento que se eliminaba sumariamente con la misma compasión que se concedería a un mosquito posado en el brazo.

Ricky se estremeció al comprender lo paciente, dedicado y despiadado que Rumplestiltskin era en realidad.

Empezó a elaborar una pequeña lista de personas que quizá tampoco hubieran ayudado a Claire Tyson y a sus tres hijos pequeños cuando lo necesitaban: ¿habría habido un casero en Nueva York que exigiera el alquiler a la indigente? En ese caso, seguramente estaría en el arroyo, sin saber qué le había pasado a su edificio. ¿Un asistente social que no la hubiera incluido en un programa de ayuda? Seguramente se habría arruinado y se vería ahora obligado a solicitar su inclusión en ese mismo programa. ¿Un sacerdote que le hubiese sugerido que la plegaria podría llenar un estómago vacío? Lo más seguro es que para entonces estuviera rezando por si mismo. Le costaba imaginarse lo lejos que la venganza de Rumplestiltskin habría llegado. ¿Qué le habría ocurrido al empleado de la compañía eléctrica que hubiera cortado la luz de su casa por impago? No sabía con exactitud dónde habría trazado Rumplestiltskin su línea divisoria para separar a las personas que consideraba culpables de las demás. Aun así, estaba seguro de algo: varias personas no habían estado a la altura tiempo atrás y ahora estaban pagando por ello. Seguramente ya habían pagado todas las personas que no habían ayudado a Claire Tyson, provocando que su única opción fuese suicidarse, desesperada.

Era el concepto más aterrador de justicia que Ricky había imaginado nunca. Asesinatos tanto del cuerpo como del alma. Desde que Rumplestiltskin había aparecido en su vida, había tenido miedo a menudo. Antes era un hombre de rutina y percepción. Ahora, nada era sólido y todo inestable. El miedo que sentía ahora era distinto. Algo que le costaba catalogar, pero le dejaba la boca seca y un regusto amargo. Como analista, había vivido las ansiedades intrincadas y frustraciones debilitantes de sus pacientes adinerados, pero éstos resultaban ahora uniformemente insignificantes y patéticamente autocompasivos.

El alcance de la furia de Rumplestiltskin lo dejaba estupefacto. Y, a la vez, tenía todo el sentido del mundo.

El psicoanálisis enseña una cosa: nada de lo que ocurre está aislado. Un solo acto malo puede tener toda clase de repercusiones. Se acordó de los chismes de movimiento continuo que algunos de sus colegas tenían en su escritorio. Una serie de cojinetes de bola colgaban en fila, de modo que si movías uno haciéndolo chocar contra el siguiente, la fuerza provocaba que sólo el último de la línea se desplazara como un péndulo, dando inicio a un movimiento de vaivén perpetuo en los cojinetes de los extremos que sólo se detenía si ponías la mano en medio. La venganza de Rumplestiltskin, de la que él sólo había sido una parte, era como esos chismes.

Había otros muertos. Otros destruidos. Sólo él, con toda probabilidad, veía la totalidad de lo ocurrido. Movimiento continuo.

Ricky sintió un gélido escalofrío.

Todos esos crímenes se situaban en un nivel definido por la impunidad. ¿Qué detective, qué autoridad policial podría vincularlos nunca entre si? Lo único que las víctimas tenían en común era una relación con una mujer que llevaba muerta veinte años.

Pensó que eran crímenes en serie, con un hilo tan invisible que desafiaba toda lógica. Como el policía que le había explicado alegremente lo de la R grabada en el pecho de Rafael Johnson, siempre había alguien con más probabilidades de cargar con la culpa que el etéreo señor R. Las razones de su propia muerte eran de lo más evidentes: una carrera destrozada, una casa destruida, una mujer fallecida, unas finanzas arruinadas, relativamente sin amigos e introspectivo. ¿Por qué no iba a suicidarse?

Y había otra cosa que le resultaba muy clara: si Rumplestiltskin averiguaba que se había escapado, si tan sólo sospechaba que seguía respirando el aire de este planeta, le seguiría la pista con renovada furia. Ricky no creía que fuera a tener la oportunidad de participar en ningún otro juego. También sabía lo fácil que seria cargarse a su nueva identidad: Richard Lively era una persona insignificante. Su mismo anonimato convertía su probable muerte rápida y brutal en algo muy fácil. Richard Lively podía ser ejecutado a plena luz del día, y ningún policía de ninguna parte podría establecer las conexiones necesarias que le condujeran hasta Ricky Starks y hasta alguien apodado Rumplestiltskin. Lo que averiguarían seria que Richard Lively no era Richard Lively y, acto seguido, pasaría a ser un individuo no identificado, enterrado sin demasiadas ceremonias y sin lápida. Quizás algún inspector se preguntaría por un momento quién sería en realidad pero, agobiado de trabajo, olvidaría pronto la muerte de Richard Lively. Para siempre.

Lo que tanta seguridad daba a Ricky lo volvía asimismo del todo vulnerable.

Así que, a su vuelta a New Hampshire, reanudó las simples rutinas de su vida en Durham con un entusiasmo febril. Era como si quisiera abandonarse por entero a la monótona regularidad de levantarse cada mañana e ir a trabajar con el resto de los empleados de mantenimiento de la universidad, de fregar suelos, limpiar lavabos, abrillantar pasillos y cambiar bombillas, intercambiar bromas con los compañeros de trabajo y especular sobre las posibilidades de los Red Sox la temporada siguiente. Se movía en un mundo normal y anodino que parecía pedir a gritos que lo pintaran con los azules pálidos y los verdes claros institucionales. Una vez, mientras aplicaba una limpiadora de vapor a la moqueta de la facultad, descubrió que la sensación de la máquina que zumbaba y vibraba en sus manos y de la franja de alfombra limpia que creaba le resultaba casi hipnóticamente agradable. Era como si, en la nueva simplicidad de este mundo, pudiera dejar atrás quién había sido. Era una situación extrañamente satisfactoria: soledad, un trabajo que rezumaba rutina y regularidad, y las noches que atendía la centralita del Teléfono de la Esperanza, donde recordaba sus técnicas de terapeuta para dar consejo y tender la mano de una forma modesta y sencilla. Descubrió que no echaba demasiado de menos la dosis diaria de angustia, frustración y cólera que caracterizaba su vida de analista. Se preguntó si la gente que había conocido, o incluso su mujer, lo reconocería. De modo extraño, Ricky creía que Richard Lively estaba más cerca de la persona que quería ser, más cerca de la persona que se encontraba a sí misma durante los veranos en Cape Cod, de lo que había estado nunca el doctor Starks al tratar a los ricos, poderosos y neuróticos.

«El anonimato es atractivo», penso.

Pero escurridizo. Cada segundo que se obligaba a sentirse cómodo siendo Richard Lively, el personaje vengativo de Frederick Lazarus gritaba órdenes contradictorias. Reanudó los ejercicios físicos y pasó las horas libres perfeccionando su puntería en el local de tiro. A medida que el tiempo seguía mejorando, con el consiguiente calor y estallido de colores, decidió que necesitaba añadir técnicas de prácticas al aire libre a su repertorio, así que se ¡inscribió con el nombre de Frederick Lazarus a un curso de orientación que daba una compañía de excursionismo y cámping.

En cierto sentido se había triangulado a si mismo, del mismo modo en que uno conoce su situación cuando se pierde en el bosque. Tres columnas: la persona que era antes, la persona en que se había convertido y la persona que necesitaba ser.

Por la noche, sentado solo en la penumbra de su habitación alquilada mientras una única lámpara de mesa apenas recortaba las sombras, se preguntó si podría dejar todo atrás. Abandonar cualquier conexión emocional con el pasado y lo que le había ocurrido, y convertirse en un hombre de sencillez absoluta. Vivir de sueldo en sueldo. Obtener placer de la rutina básica. Redefinirse. Dedicarse a pescar o cazar, incluso sólo a leer. Relacionarse con la menor gente posible. Vivir de modo monacal y en una soledad de ermitaño.

Dejar atrás cincuenta y tres años de vida y convencerse de que todo se había reiniciado de cero el día en que había prendido fuego a su casa de Cape Cod. Era algo parecido al zen, y tentador. Podía evaporarse del mundo como un charco de agua un día soleado y caluroso, y elevarse hacia la atmósfera.

Esta posibilidad era casi tan aterradora como su alternativa.

Le pareció que había llegado el momento en que tenía que tomar una decisión. Como para Ulises, su nombre informático, su camino estaba entre Escila y Caribdis. Cada opción tenía costes y riesgos.

Por la noche, en su modesta habitación alquilada de New Hampshire, extendió sobre la cama todas las notas que tenía sobre el hombre que le había obligado a abandonar su vida. Retazos de información, pistas y direcciones que podía seguir. O no.

O bien iba a perseguir al hombre que le había hecho eso, con lo que se arriesgaba a ponerse al descubierto, o bien iba a olvidarse de todo y a llevar la vida que pudiera con lo que ya había establecido. Se sintió un poco como un explorador español del siglo XV contemplando vacilante en la cubierta de una carabela la enorme extensión del océano y acaso un nuevo e incierto mundo más allá del horizonte.

Entre el material diseminado estaban los documentos que se había llevado del lecho de muerte del viejo Tyson en el hospital.

En ellos figuraban los nombres de los padres adoptivos que habían acogido a los tres niños hacia veinte años. Sabía que ése era el paso siguiente.

La decisión era darlo, o no.

Una parte de él insistía en que podía ser feliz como Richard Lively, encargado de mantenimiento. Durham era una ciudad agradable. Sus caseras eran amables.

Pero otra parte de él veía las cosas de otro modo.

El doctor Frederick Starks no se merecía morir. No por lo que había hecho, aunque estuviera mal, en un momento de indecisión y de dudas. Era innegable que podría haberlo hecho mejor con Claire Tyson. Podría haberle tendido la mano y tal vez ayudarla a encontrar una vida que valiera la pena vivir. Desde luego Ricky había tenido esa oportunidad y no la había aprovechado. Rumplestiltskin no se equivocaba en eso. Pero su castigo excedía con creces su culpabilidad.

Y esa idea enfurecía a Ricky.

– Yo no la maté -susurro.

Creía que aquella habitación era tanto un ataúd como un bote salvavidas.

Se preguntó si podría inspirar aire que no supiera a duda.

¿Qué clase de seguridad le ofrecía esconderse para siempre? ¿Sospechar siempre que cualquier persona al otro lado de una ventana era el hombre que lo había llevado al anonimato? Era una idea terrible. El juego de Rumplestiltskin no terminaría nunca para él.

Ricky nunca sabría, nunca estaría seguro, nunca tendría un momento de paz, sin preguntas.

Tenía que encontrar una respuesta.

Tomó los papeles de la cama. Quitó la goma elástica de los documentos de adopción con tanta rapidez que emitió un chasquido.

– Muy bien -se dijo en voz baja a sí mismo y a todos los fantasmas que pudieran estar escuchándolo-. El juego vuelve a empezar.

Los servicios sociales de Nueva York habían colocado a los tres niños en sucesivos hogares de acogida los primeros seis meses tras la muerte de su madre, hasta que los adoptó una pareja que vivía en Nueva Jersey. Un informe de un asistente social afirmaba que había sido difícil colocar a los niños; que salvo en su último y no identificado hogar de acogida, se mostraban indisciplinados, ariscos y groseros en cada lugar. El asistente recomendaba terapia, en especial para el mayor. El informe estaba redactado en un lenguaje sencillo y burocrático con intención de cubrirse las espaldas, sin la clase de detalles que podría haber indicado a Ricky algo sobre el niño que se había convertido en el hombre que había destruido su vida. Averiguó que la Diócesis Episcopal de Nueva York se había encargado de la adopción a través de su ala benéfica. No había constancia de ningún intercambio de dinero, pero Ricky supuso que lo había habido. Había copias de documentos legales de renuncia a todo derecho sobre los niños firmados por el viejo Tyson, y un documento firmado por Daniel Collins durante su estancia en la cárcel, en Texas. Ricky observó la simetría de ese elemento: Daniel Collins había rechazado a sus tres hijos cuando estaba en prisión. Años después, había vuelto a ella bajo la escabrosa batuta de Rumplestiltskin. Ricky pensó que, fuera como fuese que el hombre que había sido rechazado de niño lo hubiera conseguido, debía de haberle proporcionado una satisfacción increíble.

La pareja que había adoptado a los tres niños abandonados eran Howard y Martha Jackson, que vivían en West Windsor, una urbanización de clase media a unos kilómetros de Princeton, pero no se ofrecía más información sobre ellos. Habían adoptado a los tres niños, lo que interesó a Ricky. Cómo habían logrado permanecer juntos suscitaba interrogantes tan poderosos como por qué no los habían separado. Los niños eran Luke, de doce años; Matthew, de once, y Joanna, de nueve. Ricky reparó en que eran nombres bíblicos. Dudaba que esos nombres hubieran seguido relacionados con los niños.

Hizo algunas búsquedas informáticas, pero no obtuvo resultados. Eso lo sorprendió. Le parecía que debería haber alguna información disponible en Internet. Comprobó las páginas blancas electrónicas y encontró muchos Jackson en Nueva Jersey, pero ninguno que encajara con los nombres que aparecían en los documentos.

Sólo tenía la dirección que figuraba en ellos. Y eso significaba que había una puerta a la que podía llamar. Era su única opción.

Se planteó usar el traje de sacerdote y aquella carta falsa sobre el cáncer, pero decidió que ya habían cumplido su misión una vez y que era mejor reservarlos para otra ocasión. En lugar de eso, se dejó crecer una barba irregular. Compró en Internet una identificación falsa de una agencia inexistente de detectives privados.

Otra visita nocturna al departamento de teatro le proporcionó una barriga postiza, una especie de cojín que podía sujetarse bajo la camiseta y que le daba el aspecto de pesar unos veinte kilos más de lo que su esbelta figura pesaba en realidad. Para su alivio, también encontró un traje marrón que se ajustaba a su nueva silueta.

En las cajas de maquillaje consiguió un poco de ayuda adicional.

Metió todos los objetos en una bolsa de plástico y se los llevó a casa. Cuando llegó a su habitación, añadió a la bolsa la pistola semiautomática y dos cargadores.

Alquiló un coche de cuatro años en la agencia Rent-A-Wreck local, que solía trabajar con estudiantes; sin hacer preguntas, el empleado anotó los datos del carné de conducir falso que Ricky le mostró. El siguiente viernes por la noche, cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, Ricky condujo hacia el sur, hacia Nueva Jersey. Dejó que la noche lo envolviera, mientras los kilómetros zumbaban bajo las ruedas del coche con rapidez y regularidad, siempre a diez kilómetros por hora por encima del limite de velocidad. Cuando bajó la ventanilla, sintió un soplo de aire cálido y pensó que el verano volvía a acercarse con rapidez. Si hubiese estado en la ciudad, habría empezado a conducir a sus pacientes hacia alguna certeza a la que pudieran aferrarse cuando llegaran las vacaciones de agosto. Unas veces lo conseguía, otras no. Recordó sus paseos por la ciudad a finales de la primavera y principios del verano y cómo el estallido de vegetación y flores parecía derrotar las torres de ladrillo y hormigón que constituían Manhattan. En su opinión, era la mejor época de la ciudad, pero efímera, ya que enseguida era sustituida por un calor y una humedad agobiantes. Duraba sólo lo suficiente para ser fascinante.

Pasaba de la medianoche cuando bordeó la ciudad. Al cruzar el puente George Washington, lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro. Incluso a altas horas de la madrugada, Nueva York parecía resplandecer. El Upper West Side se alejaba de él, y sabía que ahí mismo estaba el hospital Columbia Presbyterian y la clínica donde había trabajado una temporada hacia tantos años, ajeno a las consecuencias de su proceder. Mientras dejaba atrás los peajes y llegaba a Nueva jersey lo embargó una curiosa mezcla de emociones. Era como si se encontrase atrapado en un sueño, en una de esas series de imágenes y acontecimientos inquietantes y tensos que ocupan el inconsciente y rayan en la pesadilla, y estuviera saliendo de él. Le pareció que la ciudad representaba todo lo que él era, el coche que vibraba mientras conducía por la autopista representaba aquello en lo que se había convertido, y la oscuridad que tenía delante, lo que podría llegar a ser.

Un cartel de habitaciones libres en un motel Econo, en la carretera i, le llamó la atención y se detuvo. El recepcionista de noche era un indio o paquistaní de ojos tristes, con una pegatina que lo identificaba como Omar, que pareció un poco molesto cuando se vio interrumpido por la llegada de Ricky. Le dio un plano de la zona antes de volver a su silla, a unos libros de química y a un termo con algún líquido caliente.

Por la mañana, Ricky pasó un rato en el lavabo de la habitación para pintarse con el maquillaje teatral un moratón y una cicatriz falsos junto al ojo izquierdo. Le añadió un tono rojo violáceo que seguro que atraería la atención de cualquiera con quien hablara.

«Psicología bastante elemental», pensó. Así como en Pensacola la gente no recordaría quién era, sino lo que era, aquí sus ojos se dirigirían inexorablemente hacia la imperfección facial, sin fijarse en los detalles de su cara propiamente dichos. La barba rala contribuía también a ocultar sus facciones. La barriga postiza colocada bajo la camiseta se añadía al retrato. Deseó haber conseguido además unas alzas para los zapatos, pero pensó que podría probar eso en el futuro. Tras ponerse el traje, se metió la pistola en el bolsillo, junto con el cargador de recambio.

La dirección a la que se dirigía suponía un paso importante hacia el hombre que había querido su muerte. Por lo menos, eso esperaba.

La zona que recorrió en coche le pareció sometida a una especie de pugna. Era un paisaje básicamente llano, verde, entrecruzado por carreteras que seguramente habrían sido rurales y tranquilas tiempo atrás, pero que ahora parecían soportar el peso del urbanismo a gran escala. Pasó ante varios complejos de viviendas que comprendían desde casas de clase media de dos y tres habitaciones hasta mansiones lujosas, con pórticos y columnas, con piscinas y garajes de tres coches para los inevitables BMW, Range Rover y Mercedes. «Viviendas de ejecutivos -pensó-. Lugares impersonales para hombres y mujeres que ganan dinero y lo gastan con la mayor rapidez posible y que piensan que, de algún modo, eso tiene sentido.»

La mezcla de lo viejo y lo nuevo era desconcertante; como sí esta parte del estado no pudiera decidir qué era y qué quería ser.

Supuso que los antiguos propietarios de granjas y los actuales empresarios y corredores no se llevarían demasiado bien.

La luz del sol llenaba el parabrisas, y bajó la ventanilla. Le pareció un día perfecto: cálido y repleto de augurios primaverales.

Notaba el peso de la pistola en el bolsillo de la chaqueta y pensó que él, en cambio, se llenaría de fríos pensamientos invernales.

Encontró un buzón junto a una carretera secundaria en medio de unos terrenos de labranza que concordaban con la dirección que tenía. Vaciló, sin saber qué esperar. En el camino de entrada sólo había un cartel: CRIADERO DE PERROS «LA SEGURIDAD ES LO PRIMERO». ALOJAMIENTO, CEPILLADO Y ADIESTRAMIENTO. SISTEMAS DE SEGURIDAD «TOTALMENTE NATURALES». Junto a esta frase había una imagen de un rottweiler, y Ricky intuyó sentido del humor en ello. Siguió el camino de entrada, bajo el dosel que formaban los árboles.

Después subió por un camino circular hasta una casa de una sola planta, estilo años cincuenta, con fachada de ladrillo. Se habían añadido elementos a la construcción en varias fases, con una parte de madera blanca que conectaba con un laberinto de jaulas de alambrada. En cuanto se detuvo y bajó del coche, lo recibió una cacofonía de ladridos. El olor a excrementos lo impregnaba todo, favorecido por el calor y el sol de última hora de la mañana. A medida que avanzaba, el barullo fue aumentando. En la parte añadida, un cartel indicaba: OFICINAS. Un segundo cartel, similar al de la entrada, adornaba la pared. En una jaula cercana, un gran rottweiler negro, fornido, de más de cuarenta kilos, se levantó sobre las patas traseras enseñando los dientes. De todos los perros que había en aquella perrera, y Ricky podía ver decenas moviéndose, corriendo, midiendo las dimensiones de su encierro, éste parecía el único tranquilo. El animal lo observó con atención, como si lo estuviera midiendo, lo que, según cabía suponer, estaba haciendo.

En las oficinas había un hombre de mediana edad sentado tras una vieja mesa metálica. El aire estaba cargado de hedor a orina.

El hombre era delgado, calvo, larguirucho, con unos antebrazos gruesos que Ricky imaginó que el manejo de los animales había musculado.

– Enseguida lo atiendo -dijo.

Estaba tecleando números en una calculadora.

– No se preocupe, me espero -contestó Ricky.

Observó cómo marcaba unas cifras más y cómo sonreía al ver el total.

El hombre se levantó y se acercó a él.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó-. Caramba, parece que ha tenido problemas.

Ricky asintió y bromeo:

– Ahora es cuando me tocaría decir: «Tendría que ver cómo quedó el otro».

– Y a mí creerlo -rió el criador de perros-. Bueno, usted dirá.

Aunque me permito comentarle que, si hubiera tenido a Brutus a su lado, no habría habido pelea. No señor.

– ¿Es Brutus el perro de la jaula junto a la puerta?

– Lo ha adivinado. Desanima al más pintado. Y ha engendrado unos cuantos cachorros que podrán ser adiestrados en un par de semanas.

– Gracias, pero no.

El criador de perros pareció confundido.

Ricky sacó la falsa identificación de detective privado. El hombre la observó un instante y comentó:

– Supongo que no está buscando un cachorro, ¿verdad, señor Lazarus?

– No.

– Bueno, ¿en que puedo ayudarle?

– Hace algunos años vivía aquí una pareja. Howard y Martha Jackson.

El hombre se puso rígido y su aspecto cordial desapareció, sustituido por un recelo repentino, que se vio acentuado por el paso atrás que dio, casi como si aquellos nombres le hubieran dado un empujón en el pecho. Su voz adoptó un tono cauteloso.

– ¿Por qué está interesado en ellos?

– ¿Eran parientes suyos?

– Compré la finca a sus sucesores. De eso hace mucho tiempo.

– ¿Sus sucesores?

– Murieron.

– ¿Murieron?

– Exacto. ¿Por qué está interesado en ellos?

– Estoy interesado en sus tres hijos.

El hombre vaciló de nuevo, como si sopesara las palabras de Ricky.

– No tenían hijos. Murieron sin descendencia. Sólo un hermano que vivía cerca de aquí. Él fue quién me vendió la finca. Yo la arreglé muy bien y convertí su negocio en algo rentable. Pero no había hijos. Nunca los hubo.

– Se equivoca -aseguró Ricky-. Los había. Adoptaron a tres huérfanos a través de la Diócesis Episcopal de Nueva York.

– No sé de dónde ha sacado esa información, pero no es así -replicó el criador con una repentina cólera apenas disimulada-.

Los Jackson no tenían familia directa salvo ese hermano que me vendió la finca. Era sólo el matrimonio y murieron juntos. No sé de qué está hablando y creo que puede que ni siquiera usted mismo lo sepa.

– ¿Juntos? ¿Cómo?

– Eso no es asunto mío. Y creo que tampoco suyo.

– Pero sabe la respuesta, ¿verdad?

– Todos los que vivían aquí saben la respuesta. Puede verlo en los periódicos. O quizás ir al cementerio. Están enterrados carretera arriba.

– Pero ¿usted no va a ayudarme?

– Pues no. ¿Qué clase de detective privado es usted?

– Ya se lo he dicho -contestó Ricky-. Uno que está interesado en los tres hijos que los Jackson adoptaron en mayo de 1980.

– Y yo ya le he dicho que no había ningún hijo. Adoptado ni de otra clase. Así pues, ¿qué le interesa en realidad?

– Mi cliente necesita algunas respuestas. El resto es confidencial -repuso Ricky.

El hombre entrecerró los ojos e irguió los hombros, como si la impresión inicial hubiese dado paso a la agresividad.

– ¿Un cliente? ¿Alguien le paga para que venga aquí a hacer preguntas? ¿Tiene tarjeta? ¿Un número al que pueda llamarlo si por casualidad recordara algo?

– Soy forastero.

– Las líneas telefónicas van de un estado a otro, hombre. -El criador de perros siguió observando a Ricky-. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted? ¿Dónde le localizo si necesito hacerlo?

Era el turno de Ricky de ser precavido.

– ¿Qué cree que va a recordar que no recuerde ahora? -preguntó.

La voz del hombre adquirió por fin una frialdad absoluta.

Ahora lo estaba midiendo, evaluando, como si tratara de grabarse todos los detalles de su cara y su físico.

– Déjeme ver otra vez esa identificación -pidió-. ¿Tiene alguna placa?

El cambio repentino del hombre lanzaba advertencias a Ricky.

En ese segundo comprendió que, de golpe, estaba cerca de algo peligroso, como si hubiera caminado a oscuras hasta el borde de algún terraplén escarpado.

Retrocedió un paso hacia la puerta.

– ¿Sabe qué? Le daré un par de horas para pensárselo y le llamare. Si quiere hablar, si ha recordado algo, entonces podemos vernos.

Ricky salió deprisa de la oficina y se dirigió hacia su coche. El criador salió detrás de él, pero se dirigió hacia la jaula de Brutus.

El hombre abrió la puerta y el perro, con las fauces abiertas, pero todavía silencioso, se puso de inmediato a su lado. El criador le hizo una pequeña señal con la mano y el perro se quedó inmóvil con los ojos fijos en Ricky, a la espera de la siguiente orden.

Ricky se volvió hacia el perro y su propietario y dio los últimos pasos hasta la puerta del coche retrocediendo despacio. Se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del automóvil. El perro emitió un gruñido grave, tan amenazador como los músculos tensos de las paletillas y las orejas levantadas, a la espera de la orden de su amo.

– Me parece que no volveré a verlo -dijo el criador-. Y no creo que regresar aquí a hacer más preguntas sea muy buena idea.

Ricky se pasó las llaves a la mano izquierda y abrió la puerta.

A la vez, metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta para empuñar la pistola. No apartó los ojos del perro y se concentró en lo que tal vez tendría que hacer. Quitar el seguro. Sacar la pisto la. Amartillarla. Adoptar una posición de disparo y apuntar.

Cuando lo hacía en el local de tiro no estaba acuciado, y aun así tardaba unos segundos. No sabía si podría disparar a tiempo, ni si haría blanco. Se le ocurrió, además, que podría necesitar varias balas para detener a aquella bestia.

El rottweiler seguramente cruzaría el espacio que los separaba en dos o tres segundos como mucho. El perro, ansioso, avanzó unos centímetros.

– No -pensó Ricky-. Menos aún. Un solo segundo.”

El criador vio que Ricky deslizaba la mano hacia el bolsillo.

– Señor detective privado, aunque lo que tenga en el bolsillo sea una pistola, no le servirá de nada, se lo aseguro -señaló-. No con este perro. Ni hablar.

Ricky cerró la mano alrededor de la culata y rodeó el gatillo con el índice. Tenía los ojos entrecerrados y apenas reconoció los tonos regulares de su propia voz.

– Puede -dijo despacio y con cuidado-. Puede que ya lo sepa.

Tal vez ni siquiera me moleste en intentar disparar a su perro, sino que le atraviese el pecho a usted con una bala. Es usted una diana ideal, se lo aseguro. Y estará muerto antes de tocar el suelo y ni siquiera tendrá la satisfacción de ver cómo su chucho me destroza.

Esta respuesta hizo vacilar al criador, que cogió el collar del perro para contenerlo.

– Matrícula de New Hampshire -comentó tras una tensa pausa-. Con el lema «Vive en libertad o muere». Memorable. Y ahora lárguese.

Ricky subió al coche y cerró la puerta de golpe. Se sacó la pistola de la chaqueta y encendió el motor. Al alejarse vio al criador por el retrovisor, con el perro aún a su lado, observando cómo se iba.

Respiraba con dificultad. Era como si el calor del exterior hubiese invadido el aire acondicionado del automóvil. Mientras recorría el camino de entrada hacia la carretera bajó la ventanilla y aspiró una bocanada de viento. Tenía un sabor caliente.

Se detuvo a un lado de la carretera para recuperarse y, mientras lo hacía, vio la entrada del cementerio. Calmó sus nervios y trató de evaluar lo ocurrido en el criadero de perros. Era evidente que la mención de los tres huérfanos había desencadenado una reacción.

Imaginaba que era muy profunda, casi un mensaje subliminal.

Aquel hombre no pensaba en esos tres niños desde hacia años, hasta que Ricky llegó con su pregunta, y eso había suscitado una respuesta desde lo más profundo de su ser.

La reunión había tenido un cariz más peligroso que el propio Brutus. Era como si aquel hombre hubiera estado esperando durante años que él, o alguien como él, apareciera haciendo preguntas y, tras sorprenderse de que lo que llevaba años esperando hubiese llegado por fin, hubiese sabido exactamente qué hacer.

Se le revolvió un poco el estómago mientras este pensamiento cobraba forma.

Al cruzar la entrada del cementerio había un pequeño edificio de madera blanca a cierta distancia de la calle que separaba las hileras de tumbas. Ricky imaginó que era algo más que un cobertizo y se detuvo frente a él. Un hombre canoso con un uniforme de trabajo azul parecido al que él usaba en el departamento de mantenimiento, salió del edificio y se dirigió hacia una cortadora de césped, pero se detuvo al ver a Ricky bajar del coche.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el hombre.

– Estoy buscando un par de tumbas -dijo Ricky.

– Aquí hay mucha gente enterrada. ¿A quién está buscando en concreto?

– A un matrimonio llamado Jackson.

– Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarlos -sonrió el hombre-. Puede que la gente piense que da mala suerte, pero yo creo que cualquiera que establezca aquí su residencia ya ha vivido toda su suerte, buena o mala, así que no me importa demasiado.

Los Jackson están al fondo, en la última fila, a la derecha. Siga la calle hasta el final y tuerza a la derecha. Lo encontrará enseguida.

– ¿Los conocía?

– No. ¿Es pariente?

– No -contestó Ricky-. Soy detective. Estoy interesado en sus hijos adoptivos.

– No tenían familia. No sé nada sobre hijos adoptivos. Eso habría salido en los periódicos cuando murieron, pero no lo recuerdo, y los Jackson fueron portada uno o dos días.

– ¿Cómo murieron?

– ¿No lo sabe? -soltó el hombre, algo sorprendido.

– ¿Cómo?

– Bueno, fue lo que la policía denomina asesinato-suicidio. El hombre mató a su mujer de un disparo después de una de sus peleas y luego se suicidó. Los cadáveres estuvieron dos días en la casa antes de que el cartero se diera cuenta de que nadie recogía el correo, sospechara algo y llamara a la policía. Al parecer, los perros habían tenido acceso a los cuerpos, con lo que no quedaba mucho de ellos, sólo restos de lo más desagradables. Había mucho odio en esa casa, por lo visto.

– El hombre que la compró…

– No lo conozco, pero dicen que es un sujeto de cuidado. Tan repugnante como los perros. Se hizo cargo del criadero de los Jackson, aunque por lo menos sacrificó a todos los animales que se habían comido a los anteriores propietarios. Pero es probable que él acabe igual. Puede que eso le pase por la cabeza. Y que por eso sea tan mal bicho. -El hombre soltó una risa espeluznante y señaló la pendiente-. Ahí arriba. De hecho, un lugar bastante bonito para reposar eternamente.

– ¿Sabe quién compró la tumba? -preguntó Ricky tras pensar un momento-. ¿Y quién paga el mantenimiento?

– Recibimos los cheques, pero no lo sé.

El hombre se encogió de hombros.

Ricky encontró la tumba sin dificultad. Permaneció un segundo en medio del silencio del sol del mediodía preguntándose un momento si alguien habría pensado en ponerle una lápida después de su suicidio. Lo dudaba. Él había vivido tan aislado como los Jackson. También se preguntó por qué no había puesto algún monumento conmemorativo para su mujer. Había ayudado a establecer un fondo para libros en su facultad de derecho y cada año hacia una contribución a la organización Nature Conservancy en su nombre, y se había dicho que esos actos eran mejores que un frío pedazo de piedra que montara guardia sobre una angosta franja de tierra. Pero al estar ahí de pie, no estuvo tan seguro. Se encontró absorto en la muerte, pensando en sus consecuencias permanentes para los que quedan. «Cuando alguien muere aprendemos más sobre la vida de lo que sabemos sobre el fallecido», pensó.

Estuvo largo rato ahí, frente a las tumbas, antes de examinarlas. Tenían una lápida común, que se limitaba a dar sus nombres y las fechas de su nacimiento y su muerte. Algo no encajaba, y observó esta breve información para intentar averiguar qué era. Le llevó unos segundos establecer una relación.

El mes de la fecha del asesinato-suicidio coincidía con el de la firma de los documentos de adopción.

Ricky dio un paso atrás. Y entonces comprendió algo más.

Los Jackson habían nacido en la década de los veinte. Ambos tenían más de sesenta años al morir.

Sintió calor de nuevo y se aflojó la corbata. La barriga postiza parecía tirar de él hacia abajo, y el moratón y la cicatriz pintados en la cara empezaron a picarle. «Nadie puede adoptar a un niño, y mucho menos a tres, a esa edad -pensó-. Las normas de las agencias de adopción descartarían a una pareja sin hijos de esa edad en favor de una pareja más joven y vigorosa.»

Permaneció junto a las tumbas pensando que estaba contemplando una mentira. No sobre su muerte, eso era cierto, sino sobre algo de su vida.

«Todo está mal -pensó-. Todo es distinto de como debería ser.»

La sensación de caminar por el borde de algo más terrible de lo que había previsto le produjo un estremecimiento. Una venganza sin limites.

Se dijo que lo que tenía que hacer era regresar a la seguridad de New Hampshire y examinar lo que había averiguado para dar a continuación un paso racional e inteligente. Detuvo el coche frente a la recepción del motel Econo y entró. Otro empleado, James, que llevaba una corbata de nudo fijo que aun así seguía torcida, había sustituido a Omar.

– Me marcho -dijo Ricky-. Lazarus. Habitación 232…

El recepcionista obtuvo una factura en la pantalla del ordenador.

– Está todo listo. Pero tiene dos mensajes telefónicos.

– ¿Mensajes telefónicos? -repitió Ricky tras vacilar un instante.

– Llamó un hombre de un criadero de perros y preguntó si todavía se alojaba aquí -contestó James-. Quería dejarle un mensaje en el teléfono de su habitación. Después hubo otro mensaje.

– ¿Del mismo hombre?

– No lo sé. No hablé con la persona. Me aparece un número en el registro de llamadas. Habitación 232… Dos mensajes. Si quiere, descuelgue y teclee el número de su habitación. Así podrá oír los mensajes.

Ricky lo hizo. El primer mensaje era del propietario de Brutus.

«Pensé que se alojaría en algún lugar barato y cercano. No fue demasiado difícil averiguar en cuál. He estado pensando en sus preguntas. Llámeme. Me parece que tengo información que podría serle útil. Pero vaya preparando el talonario. Le va a costar una pasta.»

Ricky marcó el tres para borrar el mensaje. El siguiente se reprodujo automáticamente. La voz sonó abrupta, fría e incongruente, casi como encontrar un trozo de hielo en una acera caliente.

«Señor Lazarus, acabo de enterarme de su interés por los difuntos señores Jackson y creo que dispongo de información que facilitaría su investigación. Llámeme al 212 555 1717 cuando le vaya bien y podemos quedar para vernos.»

La persona no dejó nombre. No era necesario. Ricky reconoció la voz.

Era Virgil.

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