Ricky huyó.
Hizo los petates a toda prisa y aceleró con un chirrido de neumáticos para alejarse de aquel motel de Nueva Jersey y de aquella voz odiosa. Apenas se detuvo a lavarse la cicatriz postiza de la mejilla. En el lapso de una mañana, al hacer unas preguntas en los lugares equivocados, había logrado convertir el tiempo de aliado en enemigo. Había pensado que iría arañando la identidad de Rumplestiltskin y, cuando lograse descubrir todo lo que necesitaba, se sentaría a planificar con calma su venganza. Se aseguraría de que todo estuviese a punto, con las trampas a punto, y aparecería en igualdad de condiciones. Ahora ya no podría darse ese lujo.
No tenía idea de cuál era la relación entre el hombre del criadero de perros y Rumplestiltskin, pero seguro que la había, porque mientras él permanecía ante la tumba de aquel matrimonio, el hombre había estado haciendo llamadas telefónicas. La facilidad con que había averiguado el motel donde se alojaba era desalentadora. Se dijo que tenía que preocuparse de borrar sus huellas.
Condujo mucho y deprisa, de vuelta a New Hampshire, mientras intentaba valorar lo comprometido de su situación. En su interior retumbaban temores difusos y pensamientos pesimistas.
Pero una idea era primordial: no podía volver a la pasividad del psicoanalista. Ese era un mundo en el que uno esperaba a que algo ocurriera, para luego procurar interpretar y comprender todos los elementos en juego. Era un mundo de reacción lenta. De calma y sensatez.
Si caía en esa trampa, le costaría la vida. Sabía que tenía que actuar.
Por lo menos, se había creado la ilusión de que era tan peligroso como Rumplestiltskin.
Acababa de pasar el cartel de la carretera que rezaba BIENVENIDOS A MASSACHUSETTS cuando tuvo una idea. Vio una salida y, más adelante, el indicador habitual del paisaje estadounidense: un centro comercial. Salió de la autopista para dirigirse al aparcamiento. En unos minutos se incorporó a la demás gente que se dirigía a la serie de tiendas que vendían más o menos lo mismo por más o menos los mismos precios pero envasado de modo distinto, lo que daba a los compradores la sensación de haber encontrado algo único en medio de la semejanza. Ricky, que lo veía con una pizca de humor, consideró que era un lugar adecuado para lo que iba a hacer.
No tardó en encontrar unas cabinas telefónicas, cerca de la hamburguesería. Recordó el primer número con facilidad. A sus espaldas se oía el murmullo de las personas sentadas comiendo y charlando, y tapó un poco el auricular con la mano mientras marcaba el número.
– Anuncios clasificados del New York Times, buenos días.
– Si -dijo Ricky en tono agradable-. Quisiera poner uno de esos anuncios pequeños que salen en la portada.
Leyó con rapidez el número de una tarjeta de crédito.
– ¿Cuál es el mensaje, señor Lazarus? -preguntó el empleado después de anotar los datos.
Ricky vaciló un instante y dijo:
– «Señor R, empieza el juego. Una nueva Voz».
– ¿Es correcto? -preguntó el empleado tras leérselo.
– Correcto. No olvide poner «Voz» en mayúscula, ¿de acuerdo?
El empleado confirmó la petición y Ricky colgó. Se dirigió a un local de comida rápida, pidió una taza de café y cogió un puñado de servilletas. Encontró una mesa un poco apartada y se instaló con un bolígrafo en la mano mientras bebía la infusión.
Se aisló del ruido y de la actividad y se concentró en lo que iba a escribir, dándose de vez en cuando golpecitos con el bolígrafo en los dientes, tomando después un sorbo de café, sin dejar de planificar. Usó las servilletas a modo de papel improvisado y, por fin, tras unos cuantos arranques e inicios, escribió lo siguiente:
Sabe quién era, no quién soy.
Por fin está en un lío hoy.
Ricky se fue; murió en el mar.
Y yo su sitio vine a ocupar.
Como Lázaro me he levantado, y ahora le toca morir a otro pringado.
Otro juego, señor R, en un viejo lugar, y cara a cara nos vamos a enfrentar.
Veremos a favor de quién está la suerte, porque hasta los malos poetas aman la muerte.
Después de admirar su poema un momento regresó a las cabinas. En unos instantes estaba hablando con la sección de clasificados del Village Voice.
– Quiero poner un anuncio en la sección de personales -dijo.
– Muy bien. Yo mismo le tomo los datos -contestó el empleado. A Ricky le divirtió que este empleado pareciese menos estirado que sus equivalentes del Times, lo que, mirándolo bien, era de esperar-. ¿Qué título quiere para el mensaje?
– ¿Título? -se sorprendió Ricky.
– Ah -dijo el empleado-. Es su primera vez, ¿verdad? Pues me refiero a abreviaturas como HB para hombre blanco, SM para Sadomasoquista…
– Entiendo -contestó Ricky. Pensó un momento y dijo-: El encabezamiento debe decir: «HM, 50 a., busca Sr. Regio para diversión y juegos especiales».
El empleado lo repitió y añadió:
– ¿Algo más?
– Ya lo creo -repuso Ricky, y le leyó el poema.
Luego le pidió que repitiera el texto entero dos veces para asegurarse de que lo había anotado bien.
Cuando terminó de leer, el empleado guardó silencio un segundo.
– Vale -dijo-. Es distinto. Muy distinto. Seguramente los hará salir de todas partes. A los curiosos, como mínimo. Y quizás a unos cuantos chiflados. ¿Querrá tener un buzón de respuestas? Le damos un número de buzón y puede acceder a las respuestas por teléfono. Tal como funciona, mientras lo pague, sólo usted podrá escuchar las respuestas.
– Sí, gracias -dijo Ricky.
El empleado tecleó en un ordenador.
– Muy bien -indicó al terminar-. Su buzón es el 1313. Espero que no sea supersticioso.
– En absoluto -aseguró Ricky.
Anotó en la servilleta el número de acceso a las respuestas y colgó.
Se planteó un instante llamar al número que le había dejado Virgil. Pero resistió la tentación. Antes tenía que preparar unas cosas más.
En El arte de la guerra Sun-Tzu comenta la importancia de la elección del campo de batalla. Obtener un emplazamiento protegido y valerse de esa ventaja. Ocupar el terreno elevado. Ser capaz de esconder la propia fortaleza. Obtener ventaja a partir del conocimiento topográfico. Ricky pensó que estas lecciones también se le podían aplicar. El poema en el Village Voice era como un disparo que cruzara las defensas de su adversario, una salva inicial destinada a captar su atención.
Comprendió que no pasaría demasiado tiempo antes de que alguien fuera a Durham a buscarlo. La matrícula que el propietario de la perrera había observado lo garantizaba. No creía que resultara demasiado difícil averiguar que la matrícula pertenecía a un Rent-A-Wreck, y muy pronto aparecería alguien preguntando el nombre de quien había alquilado ese coche. Se enfrentaba a una cuestión compleja pero que se podía resumir en una pregunta sencilla: ¿dónde quería librar la próxima batalla? Tenía que elegir el terreno.
Devolvió el coche de alquiler, pasó un momento por su habitación y luego se dirigió a su trabajo nocturno en la línea directa, aturdido por estas preguntas, pensando que no sabía cuánto tiempo había ganado con los anuncios del Times y el Voice, pero seguro que un poco. El Times lo publicaría a la mañana siguiente; el Voice, a finales de semana. Era razonable suponer que Rumplestiltskin no actuaría hasta haber leído ambos. De momento sólo sabía que un detective privado gordo y con una cicatriz había ido a un criadero de perros de Nueva Jersey a hacer preguntas inconexas sobre la pareja que, según los informes, lo había adoptado a él y a sus hermanos hacia años. Un hombre persiguiendo una mentira. No se engañaba pensando que Rumplestiltskin no vería las relaciones ni encontraría con rapidez otros signos de su existencia. Frederick Lazarus, sacerdote, aparecería investigando en Florida. Frederick Lazarus, detective privado, había llegado a Nueva Jersey. Su ventaja era que no había ningún vínculo evidente entre Frederick Lazarus y el doctor Frederick Starks o Richard Lively. Uno había sido dado por muerto. El otro seguía aferrado al anonimato. Al sentarse a una mesa en la oscura oficina de la centralita telefónica, se alegró de que el semestre universitario estuviera acabando. Esperaba que las llamadas obedecieran al estrés habitual, a la desesperación de los exámenes finales, algo que le resultaba cómodo. No pensó que alguien fuera a suicidarse por un examen final de química, aunque había oído cosas mas tontas. Y, a altas horas de la noche, resultó que podía concentrarse con claridad.
«¿Qué quiero conseguir?», se pregunto.
¿Quería asesinar al hombre que lo había obligado a simular su propia muerte? ¿Que había amenazado a sus familiares lejanos y destruido todo lo que le convertía en lo que era? Pensó que en algunas de las novelas de misterio y de suspense que había devorado los últimos meses, la respuesta habría sido un simple si. Alguien le había hecho mucho daño, de modo que le volvería las tornas a ese alguien. Lo mataría. Ojo por ojo, la esencia de todas las venganzas.
Torció el gesto y se dijo: «Hay muchas formas de matar a alguien». En efecto, él había experimentado una. Tenía que haber otras, desde la bala de un asesino hasta los estragos de una enfermedad. Encontrar el crimen adecuado era fundamental. Y, para ello, tenía que conocer a su adversario. No sólo saber quién era, sino qué era.
Y tenía que resurgir de esa muerte con su vida intacta. No era como un piloto kamikaze que se tomaba una copa ritual de sake y se dirigía a su propia muerte sin la menor preocupación. Ricky quería sobrevivir.
Nunca volvería a ser el doctor Frederick Starks. Adiós al cómodo ejercicio de escuchar a diario los lamentos de los ricos y trastornados durante cuarenta y ocho semanas al año. Eso se había acabado, y él lo sabía.
Echó un vistazo alrededor, a la pequeña oficina donde se encontraba la línea directa para los desesperados. Era una habitación en el pasillo principal del edificio de servicios médicos para estudiantes. Era un lugar estrecho, nada cómodo, con una sola mesa, tres teléfonos y varios carteles dedicados a los programas de fútbol americano y béisbol, con fotografías de los deportistas. Había también un plano grande del campus y una lista mecanografiada de números de servicios de urgencias y de seguridad. También había unas normas que debían seguirse cuando el voluntario que atendía la línea estaba seguro de que alguien había intentado quitarse la vida. Los pasos a seguir consistían en llamar a la policía y hacer que el telefonista comprobara la línea, lo que localizaría el origen de la llamada. Este procedimiento sólo debía usarse en las emergencias más graves, cuando había una vida en juego y era necesario enviar ayuda. Ricky no había tenido que usarlo nunca. En las semanas que había trabajado en el turno de noche, siempre había conseguido hacer entrar en razones, o por lo menos entretener, incluso a las personas más desesperadas. Se preguntaba sí alguno de los muchachos a los que había ayudado se habría asombrado de saber que la voz tranquila que le hacía recuperar la sensatez pertenecía a un empleado de mantenimiento de la facultad de química.
«Es algo que vale la pena proteger», se dijo Ricky.
Esa conclusión le hizo tomar una decisión. Tendría que alejar a Rumplestiltskin de Durham. Si quería sobrevivir a la confrontación que se acercaba, Richard Lively debía estar a salvo y seguir siendo anónimo.
– De vuelta a Nueva York -se susurró a sí mismo.
En ese momento sonó el teléfono en la mesa. Pinchó la línea correspondiente y descolgó el auricular.
– Teléfono de la Esperanza. ¿En qué puedo ayudarte? -dijo.
Hubo un instante de silencio y luego un sollozo apagado. Acto seguido oyó una serie de palabras entrecortadas que por separado significaban poco pero que juntas decían mucho:
– No puedo, es que no puedo, es demasiado, no quiero, oh, no se…
«Una mujer joven», pensó Ricky.
Pronunciaba las palabras con claridad, aparte de los sollozos de emoción, así que no parecía haber problemas de drogas o alcohol. Únicamente soledad y humana desesperación en plena noche.
– ¿Podrías hablar más despacio e intentar contarme lo que pasa? -sugirió con dulzura-. No hace falta que sea todo. Sólo lo de ahora mismo, en este momento. ¿Dónde estás?
– En el dormitorio de la residencia.
La respuesta llegó tras una pausa.
– Muy bien -la animó Ricky con suavidad, para empezar con las preguntas-. ¿Estás sola?
– Si.
– ¿No hay una compañera de habitación? ¿Amigos?
– No. Sola.
– ¿Es así como estás siempre? ¿O sólo tienes esa sensación?
Esta pregunta pareció hacer reflexionar a la joven.
– Bueno, he roto con mi novio y mis clases son todas terribles, y cuando regrese a casa mis padres me van a matar porque ya no estoy en el cuadro de honor. Puede que no apruebe el curso de literatura comparada y todo parece haber llegado a un punto crítico y…
– Y algo te hizo llamar a este teléfono, ¿verdad?
– Quería hablar. No es que quisiera hacerme algo…
– Eso es muy razonable. Al parecer no has tenido un semestre muy bueno.
– Ni que lo digas.
La muchacha rió con amargura.
– Pero habrá otros semestres, ¿verdad?
– Pues sí.
– Y tu novio, ¿por qué te dejó?
– Dijo que no quería estar atado…
– ¿Y cómo te sentó esta respuesta? ¿Te deprimió?
– Sí. Fue como una bofetada. Me sentí como si me hubiera estado usando sólo por el sexo, ¿sabes? Y ahora que se acerca el verano habrá imaginado que ya no valía la pena. He sido como una especie de caramelo. Pruébame y tírame.
– Una buena forma de decirlo -aseguró Ricky-. Un insulto, entonces. Un golpe a tu dignidad.
La joven volvió a guardar silencio un momento.
– Supongo, pero no lo había visto de ese modo.
– Bueno -prosiguió Ricky con voz firme y suave-. En lugar de estar deprimida y de pensar que te pasa algo, deberías estar enfadada con ese cabrón, porque es evidente que el problema lo tiene él. Y el problema es el egoísmo, ¿no?
Pudo percibir cómo la muchacha asentía con la cabeza. Pensó que era una llamada de lo más típica. Había llamado desesperada por lo del novio y los estudios pero, al examinarla más de cerca, en realidad no lo estaba.
– Creo que eso es cierto -corroboró-. Es un cabronazo.
– Entonces puede que estés mejor sin él. No es el único chico del mundo.
– Creía que lo quería -dijo la muchacha.
– Duele un poco, lo sé. Pero el dolor no es porque te haya roto el corazón. Es más bien porque comprendes que te engañó. Y ahora tu confianza se resiente.
– Tienes razón -dijo. Ricky notaba cómo se secaba las lágrimas al otro lado de la línea. Pasado un momento, la muchacha añadió-: Debes de recibir muchas llamadas como ésta. Todo parecía tan importante y tan terrible hace dos minutos. Lloraba sin parar y ahora…
– Todavía están las notas. ¿Qué pasará cuando llegues a casa?
– Se cabrearán. Mi padre dirá: «No me estoy gastando el dinero que tanto me cuesta ganar para que apruebes por los pelos».
La joven había emitido un carraspeo e imitado la voz grave de su padre. Ricky rió, y ella hizo lo mismo.
– Lo superará -comentó él-. Sé sincera. Cuéntale las tensiones que has sufrido y lo de tu novio, y dile que intentarás mejorar. Lo comprenderá.
– tienes razón.
– Mira, te daré una receta para esta noche y mañana -dijo Ricky-. Ahora acuéstate y duerme bien. Por la mañana, levántate y coge uno de esos cafés tan ricos, con mucha espuma y todas las calorías habidas y por haber. Luego sal fuera, siéntate en un banco, toma el café despacio y admira el tiempo. Y si por casualidad ves al chico en cuestión, ignóralo. Y si él quiere hablar, aléjate.
Busca otro banco. Piensa en lo que el verano te depara. Siempre hay posibilidades de que las cosas mejoren. Sólo tienes que encontrarlas.
– De acuerdo -contestó la joven-. Gracias por hablar conmigo.
– Si en los próximos días te sientes estresada hasta el punto de que la situación te resulte insoportable, deberías pedir hora a un consejero de los servicios médicos. Él te ayudará a superar tus problemas.
– Sabes mucho sobre la depresión -comentó la muchacha.
– Oh, sí. Es cierto. Suele ser transitoria, aunque a veces no. La primera es una situación corriente de la vida. La segunda es una auténtica enfermedad, y terrible. Creo que tú has tenido la primera.
– Me siento mejor -aseguró-. Puede que me compre una pasta con esa taza de café. Al infierno con las calorías.
– Esa es una buena actitud -dijo Ricky. Iba a colgar, pero se detuvo-. Oye, ayúdame en algo…
La joven pareció un poco sorprendida, pero contestó:
– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Necesitas ayuda?
– Ésta es la línea directa para crisis -contestó Ricky con una nota de humor-. ¿Por qué crees que los que estamos a este lado no tenemos crisis?
– Ya -dijo la muchacha tras una breve pausa, como si asimilara la evidencia de esta frase-. ¿Cómo puedo ayudarte?
– Cuando eras pequeña, ¿a qué jugabas? -preguntó Ricky.
– Pues a juegos de mesa, ya sabes, la oca, el parchís…
– No. Me refiero a juegos al aire libre.
– ¿Como el corro o la gallinita ciega?
– Si. Pero ¿y si querías competir con los demás niños, jugar a algo en lo que uno tiene que perseguir a otro, mientras que a la vez lo persiguen a él? ¿Qué se te ocurre?
– El escondite.
– Si. ¿Alguno más?
La muchacha vaciló y dijo, como si reflexionara en voz alta:
– Bueno, estaba la muralla, pero era más bien un desafío físico. Y las gincanas, pero eso era para encontrar objetos. También estaba el ¿quién para?, y el rey…
– No. Estoy buscando algo que suponga un desafío un poco mayor…
– Pues entonces zorros y sabuesos -soltó-. Era el más difícil de ganar.
– ¿Y cómo se juega?
– En verano, al aire libre. Hay dos equipos, los zorros y los sabuesos, evidentemente. Los zorros salen con quince minutos de ventaja. Llevan bolsas de plástico llenas de trocitos de periódico.
Cada diez metros tienen que dejar un puñado. Los sabuesos siguen el rastro. La clave es dejar pistas falsas, volver sobre los pasos, confundir a los sabuesos. Los zorros ganan si regresan al punto de partida después del tiempo establecido, dos o tres horas más tarde. Los sabuesos ganan si atrapan a los zorros. Si ven a los zorros al otro lado de un campo, pueden perseguirlos. Y los zorros tienen que esconderse. Así que los zorros se aseguran de saber dónde están los sabuesos. Los espían, ya me entiendes.
– Ese es el juego que busco -afirmó Ricky con calma-. ¿Qué equipo solía ganar?
– Eso era lo bueno. Dependía de la ingenuidad de los zorros y la determinación de los sabuesos. Así que cualquier bando podía ganar en un momento dado.
– Gracias -dijo Ricky.
Las ideas bullían en su mente.
– Buena suerte -contestó la joven antes de colgar.
Ricky pensó que eso era justamente lo que iba a necesitar: un poco de buena suerte.
A la mañana siguiente empezó a hacer preparativos. Pagó el alquiler del mes siguiente, pero explicó que seguramente tendría que ausentarse por un asunto familiar. Tenía una planta en su habitación y pidió que la regasen con regularidad. Le pareció el modo más simple de engañar a las mujeres; ningún hombre que pide que le rieguen una planta estaría pensando en marcharse. Habló con el supervisor del personal de mantenimiento y éste le autorizó a tomarse unos días y los que le correspondían por las horas extra acumuladas. Su jefe fue igual de comprensivo y, gracias al menor trabajo del final del semestre, le dio permiso para ausentarse sin poner en peligro su empleo.
En el banco local donde Frederick Lazarus tenía su cuenta, Ricky hizo una transferencia a una cuenta que había abierto electrónicamente en un banco de Manhattan.
También efectuó una serie de reservas de hotel en Nueva York, para días sucesivos. Eran hoteles nada recomendables, el tipo de lugar que no aparece en las guías turísticas de la ciudad. Confirmó todas las reservas con las tarjetas de crédito de Frederick Lazarus, excepto en el último hotel. Los dos últimos que había seleccionado se encontraban en la calle Veintidós Oeste, más o menos uno frente al otro. En uno reservó una estancia de dos noches a nombre de Frederick Lazarus. El otro ofrecía apartamentos por semanas.
Reservó uno para quince días, usando la tarjeta Visa de Richard Lively.
Cerró los apartados de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc. y dejó el penúltimo hotel como dirección para que le remitieran la correspondencia.
Lo último que hizo fue meter el arma y la munición junto con varías mudas en una bolsa, y volver al Rent-A-Wreck. Como antes, alquiló un coche sencillo y anticuado. Pero esta vez procuró dejar un rastro mayor.
– Tiene kilometraje ilimitado, ¿verdad? -preguntó al empleado-. Porque tengo que ir a Nueva York y no quiero que me cobren porcentaje por los kilómetros recorridos.
El empleado era un joven universitario que había cogido aquel trabajo para el verano y, tras haber pasado sólo unos días en la oficina, ya estaba mortalmente aburrido.
– Si. Kilometraje ilimitado. Por lo que respecta a nosotros, puede ir a California y volver.
– No; tengo negocios en Manhattan -repitió Ricky adrede-.
Pondré mi dirección en la ciudad en el contrato de alquiler.
Escribió el nombre y el número de teléfono del primero de los hoteles donde había hecho una reserva a nombre de Frederick Lazarus.
– Claro. -El dependiente observó los vaqueros y la camisa sport de Ricky-. Negocios. Ya.
– Y si tengo que prolongar mi estancia…
– El contrato de alquiler pone un número. Llame ahí. Le cargaremos el importe adicional a la tarjeta de crédito, pero necesitamos tener constancia. Si no, pasadas cuarenta y ocho horas denunciamos el robo del coche.
– No quiero que eso ocurra.
– ¿Quién lo querría? -contestó el muchacho.
– Sólo una cosa más -comentó Ricky, eligiendo las palabras con cierta cautela.
– Usted dirá.
– Dejé un mensaje a un amigo mío para que alquilara un coche aquí. Verá, los precios están bien, los vehículos son buenos y resistentes, y no hay tanto papeleo como en las grandes compañías de alquiler.
– Por supuesto -dijo el muchacho, como si le sorprendiera que alguien pudiera perder el tiempo teniendo cualquier clase de opinión sobre coches de alquiler.
– Pero no estoy seguro de que recibiera bien el mensaje.
– ¿Quién?
– Mi amigo. Viaja mucho por negocios, como yo, así que siempre está buscando un buen trato.
– ¿Y?
– Pues que si llega a venir para ver si es aquí donde yo alquilé el coche, oriéntelo y trátelo bien, ¿de acuerdo? -dijo Ricky.
– Si es mi turno… -dijo el empleado.
– Está aquí de día, ¿verdad?
El joven asintió con un gesto que parecía indicar que pasarse los primeros días de verano tras un mostrador era algo parecido a estar en la cárcel, y Ricky pensó que probablemente lo fuera.
– Lo más seguro es que sea usted quien le atienda.
– Lo más seguro.
– Bueno, pues si pregunta por mi, dígale que me fui de viaje de negocios. A Nueva York. Él sabrá mis planes.
– Ningún problema. -El joven se encogió de hombros para añadir-: Eso si pregunta. En otro caso…
– Claro. Pero si alguien pregunta, ya sabe que será mi amigo.
– ¿Y cómo se llama? -preguntó el empleado.
– R. 5. 5km -sonrió Ricky-. Es fácil: señor R. 5. 5km.
En el viaje por la carretera 95 hacia Nueva York se detuvo en tres centros comerciales distintos, situados todos junto a la carretera.
Uno justo antes de Boston y los otros dos en Connecticut, cerca de Bridgeport y en New Haven. En cada uno de ellos recorrió los pasillos centrales entre las hileras de tiendas de modas y los puestos de galletas de chocolate hasta encontrar un lugar donde vendían teléfonos móviles. Para cuando terminó de comprar, había adquirido cinco móviles diferentes, todos a nombre de Frederick Lazarus y todos con la promesa de cientos de minutos gratis y tarifas de larga distancia reducidas. Los teléfonos correspondían a cuatro compañías distintas y, aunque cada vendedor preguntó a Ricky al rellenar el contrato anual de compra y uso si tenía otros móviles, ninguno se molestó en comprobar que fuera cierto que no tenía. Ricky contrató todos los extras de cada teléfono, con identificación de las llamadas, llamadas en espera y demás prestaciones, lo que hacia que los vendedores estuvieran ansiosos por finalizar el papeleo.
También se detuvo en un pequeño centro comercial donde, tras una pequeña búsqueda, encontró una tienda de material de oficina. En ella compró un ordenador portátil bastante barato y el hardware necesario. También compró una bolsa para llevarlo.
A primera hora de la tarde llegó a Nueva York. Dejó el coche en un aparcamiento descubierto junto al río Hudson, en la calle Cincuenta Oeste, y después tomó el metro hasta el hotel, situado en Chinatown. Se registró con un recepcionista llamado Ralph, que había tenido acné galopante de pequeño y lucía las marcas en las mejillas, lo que le confería un aspecto desagradable. Ralph no tenía mucho que decir, aparte de parecer algo sorprendido de que la tarjeta de crédito de Frederick Lazarus funcionara bien. La palabra “reserva” también le sorprendió. Ricky pensó que no era la clase de hotel que recibía muchas. Una prostituta que trabajaba en la habitación del final del pasillo le dirigió una sonrisa sugerente y una mirada invitadora, pero él negó con la cabeza y abrió la puerta de su habitación. Era un sitio tan mediocre como había imaginado. Era también la clase de lugar donde el hecho de que Ricky llegara sin equipaje y saliera de nuevo a los quince minutos no llamaría demasiado la atención.
Tomó otro metro hacia el último hotel de la lista, donde había alquilado un apartamento. Ahí se convirtió en Richard Lively y contestó con monosílabos al hombre de recepción. Al dirigirse a su apartamento llamó la menor atención posible.
Esa noche salió a comprarse un bocadillo y un par de refrescos. Se pasó el resto de la velada en silencio, haciendo planes, salvo por una salida a medianoche.
Un chaparrón aislado había dejado la calle brillante. Unas farolas amarillas lanzaban arcos de luz pálida sobre el asfalto. El aire nocturno era algo cálido, con un espesor que indicaba la proximidad del verano. Contempló la acera y pensó que nunca había sido consciente de la cantidad de sombras que ocupaban la noche de Manhattan. Supuso que él también era una.
Caminó por las calles con rapidez hasta que encontró una solitaria cabina de teléfono. Le pareció que había llegado el momento de comprobar si tenía mensajes.
Una sirena rasgó la noche a una manzana de la cabina. Ricky no sabía si seria la policía o una ambulancia. sabía que los coches de bomberos tenían un sonido más grave y de inconfundible estridencia. Pero la policía y las ambulancias sonaban muy parecidas. Pensó que había pocos ruidos en el mundo que auguraran problemas como el de una sirena.
Era algo inquietante y temible, como si la estridencia del sonido atacase el equilibrio y la esperanza. Esperó a que el estrépito se desvaneciera en la oscuridad y regresara la tranquilidad habitual de Manhattan: el ruido regular de los coches y autobuses que circulaban por las calles y algún que otro temblor bajo la superficie al pasar un metro por los túneles subterráneos que entrecruzaban la ciudad.
Marcó el número del Village Voice y accedió a las respuestas a su anuncio personal en el buzón 1313. Había casi tres docenas.
La mayoría eran insinuaciones y promesas de aventuras sexuales. Casi todos mencionaban la «diversión y juegos especiales» del anuncio de Ricky, que parecían apuntar, como había imaginado, en una dirección determinada. Varias personas habían preparado pareados para contestar al suyo, pero incluyendo promesas de vigoroso sexo. Percibió un entusiasmo desenfrenado en sus voces.
El trigésimo era, como había esperado, muy distinto. La voz era fría, casi monótona, amenazadora. También poseía un sonido metálico, casi mecánico. Ricky supuso que habían usado un distorsionador de voz. Pero no escondía el ataque psicológico de la respuesta.
Ricky es listo, Ricky es muy astuto, pero ha cometido un error absoluto.
Cree que está a salvo y quiere jugar, pero escondido se debería quedar.
Que escapara una vez es impresionante pero no por ello debería estar exultante.
Otro juego, en una segunda ocasión volverá a llegar a la misma conclusión.
Sólo que ahora lo que me debe pagar, por fin completo me lo voy a cobrar.
Escuchó la respuesta tres veces, hasta memorizarla. La voz tenía algo más que le inquietaba, como si las palabras dichas no fueran suficiente e incluso el tono estuviera cargado de odio. Pero más allá de eso, le pareció que la voz tenía algo reconocible, casi familiar, que se sobreponía a la falsedad del distorsionador. Esta idea le sacudió, en especial al percatarse de que era la primera vez que oía hablar a Rumplestiltskin. Todos los demás contactos habían sido indirectos, sobre papel o repetidos por Merlín o Virgil.
Oír la voz de ese hombre le hizo ver imágenes de pesadilla y sentir un escalofrío. Se dijo que no debía subestimar la magnitud del reto que se había impuesto.
Reprodujo los demás mensajes, a sabiendas de que al final habría otra voz mucho más conocida. La había. A continuación del silencio que acompañó al breve poema, Ricky oyó la voz grabada de Virgil. Escuchó con atención para captar matices que pudieran indicarle algo.
«Ricky, Ricky, Ricky. Qué agradable tener noticias tuyas, y qué sorprendente, además.»
– Seguro -murmuró Ricky para sí-. Me lo imagino.
Siguió escuchando a la joven. Los tonos que utilizaba eran los mismos que antes, agresivos, engatusadores y burlones un instante y duros e intransigentes al siguiente. Ricky pensó que Virgil participaba en el juego tanto como su jefe. Su peligro radicaba en los colores camaleónicos que adoptaba; tanto intentaba resultar amable como furiosa y directa. Si Rumplestiltskin simbolizaba la determinación para lograr un propósito, frío y concentrado, Virgil era voluble. Y Merlin, del que todavía no tenía noticias, era como un contable, desapasionado, con el enorme peligro que eso implicaba.
“… Cómo escapaste, bueno, debo decir que es algo que tiene a algunas personas de círculos importantes revisando su modo de enfocar las cosas. Un segundo examen minucioso de tu caso sirve para demostrar lo escurridiza que puede ser la realidad, ¿verdad, Ricky? Yo se lo advertí, ¿sabes? De veras. Les dije: “Ricky es muy inteligente. Intuitivo y de gran rapidez mental”. Pero no me creyeron. Pensaban que eras tan tonto e inocente como los demás.
Y mira dónde nos ha llevado eso. Eres el alfa y omega de los cabos sueltos, Ricky. El plato fuerte. Diría que muy peligroso para todos los implicados. -Resopló, como si sus propias palabras le dijeran algo. Prosiguió-: Me cuesta imaginar por qué quieres echar unas partidas más con el señor R. Es lo que cabría pensar al ver tu querida casa de veraneo consumida por las llamas; fue muy hábil e inteligente por tu parte, Ricky. Quemar toda esa felicidad junto con todos los recuerdos era un mensaje claro para nosotros. De un psicoanalista, nada menos. No lo previmos, en absoluto. Pero habría imaginado que esa experiencia te habría enseñado que el señor R es un hombre muy difícil de superar en una contienda, en especial en las que planea él mismo. Deberías haberte quedado donde estabas, Ricky, bajo la piedra que hayas encontrado para esconderte.
O quizá deberías huir ahora. Huir y ocultarte para siempre. Empezar a cavar un agujero en algún lugar lejano, frío y oscuro, y seguir cavando. Porque sospecho que esta vez el señor R querrá tener una prueba más clara de su victoria. Una prueba incontestable.
Es una persona muy concienzuda. O eso tengo entendido.»
Virgil enmudeció, como si hubiera colgado el auricular de golpe. Ricky oyó un siseo electrónico y accedió al siguiente mensaje telefónico. Era Virgil por segunda vez.
«Mira, Ricky, detestaría verte repetir el resultado del primer juego, pero si eso es lo que hace falta, bueno, tú lo has querido.
¿Cuál es ese “otro juego” del que hablas y cuáles son las reglas?
A partir de ahora leeré el Village Voice con más atención. Y mi jefe está…, bueno, ansioso no parece la palabra más adecuada.
Consumido de impaciencia, como un caballo de carreras, quizás.
Así que estamos esperando la salida.»
– Ya ha pasado -dijo Ricky en voz alta tras colgar el auricular.
«Zorros y sabuesos -pensó-. Piensa como el zorro. Tienes que dejar un rastro para saber dónde están, pero mantener suficiente ventaja para que no te detecten y capturen. Y, a continuación, llevarlos directamente a donde quieres.»
Por la mañana, Ricky tomó el metro al centro hacia el primer hotel en el que se había registrado. Devolvió la llave de la habitación a un recepcionista que leía una revista pornográfica titulada Profesiones del amor tras el mostrador. El hombre ofrecía un aspecto de lo más desastrado, con prendas que le caían mal, la cara picada de acné y una cicatriz en un labio. Ricky pensó que en un cásting no podrían haber elegido a nadie mejor para ese puesto. El hombre tomó la llave sin pronunciar palabra, enfrascado en lo que se mostraba con imágenes vibrantes y explícitas en la revista.
– Hola -saludó Ricky, con lo que logró una mínima atención del hombre-. Podría ser que alguien viniera preguntando por mí para dejarme un paquete.
El hombre asintió distraídamente, absorto en los personajes retozones de la revista.
– El paquete significa algo -insistió Ricky.
– Claro -contestó el otro, casi sin hacer el menor caso a lo que Ricky decía.
Ricky sonrió. No podría haber imaginado una conversación más adecuada a sus intereses. Echó un vistazo alrededor para comprobar que estaban solos en aquel vestíbulo soso y deslucido, metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y, por debajo del mostrador, amartilló su pistola, lo que hizo un ruido característico.
El recepcionista levantó la mirada con los ojos como platos.
– Conoce ese sonido, ¿verdad, imbécil?
Ricky le dedicó una sonrisa torcida.
El hombre levantó las manos y las puso sobre el mostrador.
– Quizás ahora me preste atención -dijo Ricky.
– Le estoy escuchando -aseguró el hombre.
Parecía un veterano en el arte de ser robado o amenazado.
– Permita entonces que empiece otra vez -dijo Ricky-. Un hombre traerá un paquete para mi. Vendrá aquí a preguntar y usted le dará este número. Coja un lápiz y anote: 212 ~ 2798.
Aquí podrá localizarme. ¿Entendido?
– Entendido.
– Pídale cincuenta dólares -sugirió Ricky-. Tal vez hasta cien.
Lo vale.
– ¿Y si no estoy aquí? -El hombre pareció decepcionado, aunque había asentido-. Suponga que está el del turno de noche.
– Estará aquí si quiere los cien dólares -contestó Ricky. Y añadió-: Y a cualquier otra persona que venga preguntando, y me refiero a cualquiera que no traiga un paquete, usted le dirá que no sabe adónde fui, quién soy ni nada de nada. Ni una palabra. Ninguna información. ¿Entendido?
– Sólo al del paquete -confirmó el hombre-. Entendido. ¿Qué contiene el paquete?
– Es mejor que no lo sepa. Y estoy seguro de que no espera que yo se lo diga.
Esta respuesta parecía decirlo todo.
– Suponga que no veo ningún paquete. ¿Cómo sabré que es el hombre correcto?
– En eso tiene razón -asintió Ricky-. Le diré qué haremos. Le preguntará si conoce al señor Lazarus y él le responderá algo así como «Todo el mundo sabe que Lázaro se levantó al tercer día».
Entonces usted le dará el número. Si lo hace bien, puede que consiga más de cien.
– El tercer día. Lázaro se levantó. Suena como sacado de la Biblia.
– Puede.
– Muy bien. Entendido.
– Perfecto -dijo Ricky, y volvió a guardarse el arma en el bolsillo después de devolver el percutor a su sitio con un sonido tan característico como el de amartillar-. Me alegra que hayamos tenido esta charla. Ahora mi estancia aquí me resulta mucho más satisfactoria. No interrumpiré más su educación -soltó con una sonrisa a la vez que señalaba la revista pornográfica.
Y acto seguido se marchó.
Por supuesto, no existía el tal hombre del paquete. Pero alguien distinto llegaría pronto al hotel. Con toda probabilidad, el recepcionista soltaría la información pertinente a quien fuera, sobre todo ante el anzuelo del dinero o la amenaza de daño físico, que Ricky estaba seguro de que el señor R, Merlin o Virgil, o quienquiera que fuera, usaría en una sucesión relativamente rápida. Y entonces Rumplestiltskin tendría algo de que preocuparse.
Un paquete que no existía. Con una información inexistente. Entregado a una persona que nunca existió. A Ricky le gustaba. Le daba a su perseguidor algo ficticio en lo que preocuparse.
Fue a registrarse al siguiente hotel.
La decoración era muy parecida a la del primero, lo que le tranquilizó. Un recepcionista distraído y desganado, sentado detrás de un largo mostrador de madera arañado. Una habitación sencilla, deprimente y deslucida. Se había cruzado con dos mujeres con falda corta, maquillaje brillante, tacones de aguja y medias negras de malla, de profesión inconfundible, que aguardaban en el pasillo y que lo habían observado con entusiasmo financiero cuando pasó. Había meneado la cabeza cuando una de ellas le había dirigido una mirada sugestiva. Oyó decir a una de ellas:
«Policía», y se fueron, lo que le sorprendió. Pensó que se estaba adaptando bien, o por lo menos visualmente, al mundo al que había descendido. Pero tal vez fuera más difícil de lo que creía desprenderse del lugar que uno ha ocupado en la vida. Llevamos nuestras señas de identidad tanto interior como exteriormente.
Se dejó caer en la cama y los muelles cedieron bajo su peso.
Las paredes eran delgadas y oyó el éxito de una compañera de trabajo de aquellas mujeres filtrarse a través del yeso: una serie de gemidos y traqueteos al hacer un buen uso de la cama. De no haber estado tan concentrado, le habrían deprimido bastante los sonidos y los olores, en particular el ligero hedor a orín que se filtraba por los conductos de aire. Pero ese entorno era justo lo que quería.
Necesitaba que Rumplestiltskin pensara que se había familiarizado de algún modo con los barrios bajos.
Ricky alargó la mano hacia el teléfono.
La primera llamada que hizo fue al agente de bolsa que había manejado sus cuentas de inversiones cuando aún vivía. Habló con su secretaria.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó ésta.
– Hola -dijo Ricky-. Me llamo Diógenes… -Deletreó despacio el nombre y, tras pedirle que lo anotara, prosiguió-: Represento al señor Frederick Lazarus, albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks. Queremos informarle de que estamos investigando las importantes irregularidades relativas a su situación financiera antes de su fallecimiento.
– Creo que nuestro personal de seguridad ya investigó esa situación.
– No a nuestra entera satisfacción. Les enviaremos a alguien para revisar esos registros y encontrar los fondos desaparecidos para que puedan ser entregados a sus legítimos herederos.
Añadiré que hay personas muy disgustadas con el modo en que fue tratado este asunto.
– Ya veo, pero ¿quién…?
La secretaria se había puesto nerviosa, desconcertada por los tonos autoritarios y abruptos utilizados por Ricky.
– Me llamó Diógenes. Por favor, recuérdelo. Me pondré en contacto con ustedes mañana o pasado. Pida a su jefe que reúna los registros correspondientes a todas las transacciones, sobre todo las transferencias telegráficas y electrónicas para que no perdamos tiempo en nuestra reunión. En este examen inicial no me acompañarán los inspectores de la Comisión de Vigilancia del Mercado de Valores, pero tal vez sea necesario en el futuro. Es una cuestión de cooperación, ¿comprende?
Ricky supuso que aquella velada amenaza surtiría un efecto inmediato. A ningún corredor le gusta oír hablar de investigadores de la Comisión de Vigilancia.
– Creo que será mejor que usted hable con…
– Sin duda, pero cuando vuelva a llamar mañana o pasado.
Ahora tengo una reunión, y otras llamadas que hacer respecto a este asunto, así que tengo que colgar. Gracias.
Y, dicho esto, colgó con una perversa sensación de satisfacción. No creía que su antiguo corredor de bolsa, un hombre aburrido, interesado sólo en el dinero que ganaba o perdía, reconociera el nombre del personaje que vagaba por la Antigüedad en su búsqueda infructuosa de un hombre honesto. Pero Ricky conocía a alguien que lo comprendería de inmediato.
Su siguiente llamada fue al presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York.
Había coincidido con ese médico sólo un par de veces en el pasado, en la clase de reuniones del establishment médico que tanto evitaba, y le había parecido un mojigato y un presuntuoso entusiasta de Freud, dado a hablar incluso a sus colegas con largos silencios y pausas vacías. Era un psicoanalista veterano de Nueva York y había tratado a muchos famosos con las técnicas del diván y el silencio, y de algún modo había usado todos esos pacientes destacados para darse importancia, como si tener a un actor ganador de un Oscar, a un escritor ganador del Pulitzer o a un financiero multimillonario en el diván lo convirtiera en mejor terapeuta o mejor ser humano. Ricky, que había vivido y ejercido su profesión en aislamiento y soledad hasta su suicidio, no creía que hubiera la menor posibilidad de que aquel hombre reconociera su voz, así que ni siquiera intentó disimularla.
Esperó a que faltaran nueve minutos para la hora. sabía que tenía más probabilidades de que el médico contestara el teléfono en persona entre un paciente y otro.
Contestaron al segundo tono. Lo hizo una voz monótona, áspera, que se ahorró hasta el saludo:
– Soy el doctor Roth.
– Doctor, me alegra encontrarle. Soy el señor Diógenes, y represento al señor Frederick Lazarus, el albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks.
– ¿En qué puedo ayudarle? -repuso Roth.
Ricky hizo una pausa, un poco de silencio que incomodaría al doctor, más o menos la misma técnica que él solía utilizar.
– Estamos interesados en saber cómo se resolvió exactamente la denuncia contra el malogrado doctor Starks -contestó Ricky con una agresividad que le sorprendió.
– ¿La denuncia?
– Si. La denuncia. Como usted sabe, poco antes de su muerte se hicieron algunas acusaciones relativas a abusos sexuales con una paciente. Queremos saber cómo se resolvió la investigación.
– No sé si hubo ningún veredicto oficial -dijo Roth con firmeza-. Desde luego, no de la Sociedad Psicoanalítica. El suicidio del doctor Starks tomó superfluas las investigaciones.
– ¿De veras? ¿No se le ocurrió a usted ni a nadie de la sociedad que preside que tal vez su suicidio estuvo provocado por la injusticia y la falsedad de esas acusaciones, en lugar de ser una especie de confirmación de ellas?
– Por supuesto que lo tuvimos en cuenta -contestó Roth tras una pausa.
«Seguro que si -pensó Ricky-. Mentiroso.»
– ¿Le sorprendería saber que la joven que presentó las acusaciones ha desaparecido?
– ¿Cómo dice?
– No volvió para continuar con la terapia de seguimiento con el médico de Boston a quien presentó las acusaciones iniciales.
– Es curioso…
– ¿Y que sus intentos por localizarla arrojaron como resultado el inquietante hecho de que su identidad era falsa?
– ¿Falsa?
– Y se averiguó también que sus acusaciones formaban parte de un engaño. ¿Lo sabía, doctor?
– Pues no, no. No lo sabía. Como le dije, el asunto se abandonó después del suicidio.
– Dicho de otro modo, se lavaron las manos.
– El caso se trasladó a las autoridades competentes.
– Pero ese suicidio les ahorró a ustedes y a su profesión una gran cantidad de publicidad negativa y embarazosa, ¿verdad?
– No lo sé. Bueno, por supuesto, pero…
– ¿Ha pensado que quizá los herederos del doctor Starks querrían una reparación? ¿Que limpiar su nombre, incluso tras la muerte, podría ser importante para ellos?
– No me lo había planteado en esos términos.
– ¿Sabe que se les podría considerar responsables de la muerte del doctor Starks?
Esta afirmación obtuvo una previsible respuesta violenta.
– ¡En absoluto! Nosotros no…
– Hay otras clases de responsabilidad en el mundo además de la legal, ¿no es así, doctor? -le interrumpió Ricky.
Le gustó esta réplica. Se refería a la esencia misma del psicoanálisis. Pudo imaginar cómo aquel colega suyo cambiaba, incómodo, de postura en la silla. Tal vez el sudor empezaba a perlarle la frente.
– Por supuesto, pero…
– Pero nadie en la Sociedad Psicoanalítica quería realmente saber la verdad, ¿no? Era mejor que desapareciera en el mar junto con el doctor Starks, ¿correcto?
– No creo que deba contestar esta clase de preguntas, señor… esto…
– Claro que no. No en este momento. Quizá más adelante.
Pero es curioso, ¿no cree, doctor?
– ¿Qué?
– Que la verdad sea incluso más fuerte que la muerte -le espetó, y colgó.
Se echó de nuevo en la cama y contempló el techo blanco y la bombilla desnuda. Notaba que le sudaban las axilas como si hubiese hecho un gran esfuerzo para mantener esa conversación, pero no era un sudor nervioso, sino más bien el resultado de una justicia satisfactoria. En la habitación contigua, la pareja había vuelto a empezar, y por un momento escuchó los ritmos inconfundibles del sexo, que le resultaron divertidos y hasta placenteros.
«Más de uno se lo pasa en grande durante la jornada laboral», penso.
Luego se levantó y buscó hasta encontrar un pequeño bloc de papel en el cajón de la mesilla de noche y un bolígrafo.
En el papel escribió los nombres y los teléfonos de los dos hombres a los que acababa de llamar. Bajo ellos anotó «Dinero.
Reputación». Puso señales junto a esas palabras y escribió a continuación el nombre del tercer hotel sórdido en el que había hecho una reserva. Y debajo garabateó la palabra «casa».
Después arrugó el papel y lo lanzó a una papelera de metal.
Dudaba que limpiaran con demasiada regularidad la habitación y pensó que había muchas probabilidades de que quien fuera a buscarlo a él encontrara el papel. Además, sería lo bastante listo como para comprobar las llamadas telefónicas de esa habitación, lo que reflejaría los números que acababa de marcar. Relacionar esos números con las conversaciones no era demasiado difícil.
«El mejor juego es aquel en el que no te das cuenta de que estás jugando», pensó.
En su recorrido por la ciudad, Ricky encontró una tienda de excedentes del ejército y la armada en la que compró varias cosas que tal vez le fueran de utilidad para la siguiente fase del juego que tenía en mente: una palanca pequeña, un candado para bicicletas, unos guantes de látex, una linterna minúscula, un rollo de cinta adhesiva de fontanería de color gris y el par más barato de prismáticos que tenían. También un aerosol de repelente de insectos que contenía cien por cien de DEET, lo que, como pensó compungido, era lo más cercano al veneno que se había planteado nunca ponerse en el cuerpo.
Era una extraña colección de objetos, pero no estaba demasiado seguro de lo que iba a necesitar para la tarea que tenía prevista, así que con la variedad compensó la incertidumbre.
Esa tarde, temprano, regresó a su habitación y metió estas cosas, junto con la pistola y dos de los recién adquiridos teléfonos móviles, en una mochila pequeña. Usó el tercer teléfono móvil para llamar al siguiente hotel de su lista, el único en el que todavía no se había registrado, para dejar un mensaje urgente a Frederick Lazarus con la petición de que devolviera la llamada en cuanto llegara. Dio el número del móvil a un recepcionista y, acto seguido, metió ese teléfono en un bolsillo exterior de la mochila, después de marcarlo con un bolígrafo. Cuando llegó al coche, sacó el móvil y volvió a llamar al hotel para dejarse otro mensaje urgente a sí mismo. Lo hizo tres veces más mientras circulaba por la ciudad en dirección a Nueva Jersey y, en cada ocasión, pedía con más insistencia que el señor Lazarus le devolviera la llamada enseguida porque tenía que darle una información importante.
Tras el tercer mensaje con ese móvil, se paró en el área de descanso Joyce Kilmer, en la autopista de Jersey. Fue al aseo, se lavó las manos y dejó el teléfono en el borde de la pila. Al salir, varios adolescentes se cruzaron con el en dirección a los lavabos.
Encontrarían el teléfono y lo usarían muy deprisa, que era lo que él quería.
Era casi de noche cuando llegó a West Windsor. El tráfico había sido denso a lo largo de toda la autopista, con los coches sin demasiada separación y circulando a excesiva velocidad hasta que todos aminoraron con un estrépito de cláxones, en medio de un calor sofocante, debido a un accidente cerca de la salida u. Curiosear aminoraba aún más la marcha a medida que los coches pasaban junto a dos ambulancias, media docena de coches de policía y las carrocerías retorcidas y destrozadas de dos automóviles.
Un hombre de camisa blanca y corbata se tapaba la cara con las manos, medio en cuclillas, junto a la cuneta. Cuando Ricky pasaba, una ambulancia arrancó con un agudo ruido de sirena y un policía de tráfico examinaba la marca de un patinazo. Otro estaba apostado junto a unos conos colocados en la carretera haciendo señas a los conductores de que circularan, con una expresión severa y de reproche, como si la curiosidad, la más humana de todas las emociones, estuviera fuera de lugar en esas circunstancias y sólo constituyese una molestia para él. Ricky pensó que la perspicacia de un analista, lo que él había sido antes, era como la mirada que exhibía en ese momento el policía.
Se detuvo en una cafetería de la carretera í, cerca de Princeton, y para matar el tiempo tomó una hamburguesa con queso y patatas fritas que, por imposible que parezca, eran preparadas por una persona y no por máquinas y temporizadores. La luz de junio alargaba el día y, cuando salió, todavía faltaba un rato para que reinara la oscuridad. Condujo hasta el cementerio donde había estado dos semanas atrás. El encargado se había marchado, como él esperaba. Tuvo suerte de que la entrada no estuviera cerrada con llave, de modo que llevó el coche hasta detrás del cobertizo de madera blanca y lo dejó ahí, más o menos escondido de la carretera y, sin duda, con un aspecto bastante anodino para cualquiera que pudiera verlo.
Antes de colgarse la mochila al hombro, dedicó un momento a rociarse con el repelente de insectos y ponerse los guantes de látex. sabía que no taparían su olor corporal, pero por lo menos le servirían para protegerse de las garrapatas. La luz del día empezaba a desvanecerse y el cielo de Nueva Jersey adquiría un anormal color gris amarronado, como si los extremos del mundo se hubiesen quemado con el calor de la tarde. Se puso la mochila al hombro y, con una sola mirada a la desierta carretera rural, echó a correr hacia el criadero de perros donde le esperaba la información que necesitaba. Del asfalto oscuro todavía se elevaba mucho calor, que pronto se le metió en los pulmones. Respiraba con dificultad pero sabía que no era debido al esfuerzo físico.
Dejó la carretera y se escondió entre los árboles para pasar frente al cartel de la entrada con la imagen del enorme rottweiler.
Después se adentró en la vegetación que ocultaba el criadero de la carretera, eligiendo con cuidado su ruta hacia la casa. Todavía oculto en el follaje y sumido en las primeras sombras de la noche que se aproximaba, sacó los gemelos de la mochila y examinó el exterior, cuya distribución pudo observar mejor que en su primera visita.
Dirigió primero la vista a las jaulas que había junto a la oficina, donde detectó a Brutus, que se paseaba con nerviosismo.
«Huele el repelente -pensó Ricky-. Y por debajo percibe mi olor. Pero aún está confundido.»
Para el perro aún era una leve señal de alarma. Ricky no se había acercado todavía lo suficiente para ser considerado una amenaza. Envidió un momento el mundo elemental de ese animal, definido por olores e instintos y libre de los caprichos de las emociones.
Describió un arco con los prismáticos y detectó una luz en el interior de la casa. Observó fijamente durante un par de minutos y vio el inconfundible resplandor de un televisor en una habitación cercana a la entrada. La oficina, que quedaba un poco a su izquierda, estaba a oscuras, y supuso que cerrada con llave. Hizo un último reconocimiento visual y vio un gran reflector cuadrado más o menos a la altura del tejado. Imaginó que se activaba por movimiento y que su radio de acción se situaba delante de la casa.
Guardó los gemelos en la mochila y avanzó en paralelo al edificio, sin salir del margen de la maleza, hasta llegar al borde de la finca.
Una carrera rápida lo situaría en la entrada de la oficina y quizás evitaría que se encendieran las luces exteriores.
Su presencia no sólo había puesto nervioso a Brutus. Otros perros se movían en sus recintos husmeando el aire. Unos cuantos ladraron una o dos veces, inquietos y recelosos ante un olor desconocido.
Ricky sabía con exactitud qué quería hacer y pensó que, como plan, tenía sus virtudes. No sabía si lo lograría, pero era consciente de algo: hasta ahora sólo había rozado la ilegalidad. Este paso era de otro tipo. Y era consciente de otro detalle: para ser un hombre al que le gustaba jugar, Rumplestiltskin no tenía normas. Por lo menos, ninguna impuesta por cualquier moralidad conocida.
Ricky sabía que, aunque el señor R aún no se hubiera dado cuenta, él estaba a punto de introducirse un poco más en ese terreno.
Inspiró hondo. Pensó que el viejo Ricky jamás se habría imaginado en esta situación. El nuevo Ricky tenía una determinación fría e inquebrantable.
«Lo que era no es lo que soy -se dijo-. Y lo que soy no es aún lo que puedo ser.»
Se preguntó si había sido alguna vez algo de lo que era o algo de lo que iba a ser. Esa era una cuestión complicada. Sonrió para sí. Una cuestión que tiempo atrás podía haberse pasado horas o días analizando en el diván. Ya no. La sepultó en lo más profundo de su ser.
Alzó los ojos al cielo y vio que la última luz del día había desaparecido por fin y que pronto iba a reinar la oscuridad. «Es el momento más variable del día -pensó-. Ideal para lo que voy a hacer.»
Así pues, sacó la palanca y el candado para bicicletas y los sujetó con la mano derecha. Luego volvió a ponerse la mochila al hombro, inspiró hondo y salió disparado de los arbustos a toda carrera hacia la fachada del edificio.
Un estrépito de perros nerviosos perturbó al instante la creciente penumbra. Aullidos, ladridos y gruñidos de toda clase y potencia rasgaron el aire, tapando el ruido de sus zapatos en la grava del camino de entrada. Era periféricamente consciente de que todos los animales corrían en sus reducidos recintos, retorciéndose y revolviéndose con una repentina agitación canina. Un mundo de marionetas espasmódicas, cuyos hilos eran manejados por la confusión.
En unos segundos había llegado a la parte delantera de la jaula de Brutus. El enorme perro parecía el único animal con algo de compostura, pero lleno de amenaza. Caminaba de un lado a otro por el suelo de cemento, pero se detuvo cuando Ricky llegó a la puerta. Lo miró un segundo para gruñirle y enseñarle los dientes y luego, con una velocidad asombrosa, lanzó sus más de cuarenta kilos contra la alambrada que lo contenía. La fuerza del ataque hizo estremecer a Ricky. Brutus cayó hacia atrás, echando espuma de rabia, y volvió a abalanzarse, entrechocando los dientes contra el metal.
Ricky se movió deprisa y logró pasar con rapidez el candado para bicicletas alrededor de las dos jambas de la puerta y cerrarlo antes de que el animal tuviera tiempo de llegar a él. Hizo girar la combinación del candado y lo dejó caer. Brutus rasgó de inmediato el forro de goma negra que envolvía la cadena.
– Que te jodan -susurró Ricky imitando el acento de un tipo duro-. No irás a ninguna parte.
Se dirigió a la entrada de la oficina. Pensó que sólo le quedaban unos segundos antes de que el propietario reaccionara por fin al creciente alboroto. Supuso que el hombre iría armado, pero no estaba seguro. Quizá la confianza que le inspiraba la compañía de Brutus lo hubiera hecho pensar que no necesitaba llevar armas.
Aplicó la palanca a la jamba de la puerta y arrancó el cerrojo con un crujido de madera astillada. Era vieja, estaba algo combada por los años y se partió con facilidad. Supuso que el propietario no tenía nada de demasiado valor en la oficina y no imaginaba que algún ladrón quisiera poner a prueba a Brutus. La puerta se abrió y Ricky entró. Metió la palanca en la mochila, sacó la pistola y la amartilló.
En el interior se oía un recital de ansiedad canina. El ruido era ensordecedor, lo que hacia difícil pensar, pero dio una idea a Ricky. Encendió la linterna y avanzó por el pasillo húmedo y maloliente donde había perros encerrados para abrir todas las jaulas a su paso.
En unos segundos estaba rodeado de un montón de pequeños animales de distintas razas que saltaban y ladraban. Algunos estaban aterrados, otros encantados. Husmeaban y aullaban confusos, pero conscientes de estar libres. Había unas tres docenas de perros, inseguros de lo que estaba pasando, pero más o menos resueltos a participar de todos modos. Ricky contaba con esa característica básica de los perros que hace que, a pesar de no entender demasiado qué ocurre, quieran participar en ello. Ver cómo los perros le olisqueaban las piernas le arrancó una sonrisa a pesar del nerviosismo de lo que estaba haciendo. Rodeado del grupo de animales que saltaban y brincaban, regresó a la oficina. Agitaba los brazos para animar a los perros a seguirle, como un Moisés impaciente a orillas del mar Rojo.
El foco se encendió en el exterior y oyó cerrarse una puerta de golpe.
«El propietario -pensó-. El jaleo lo ha alertado por fin y se pregunta qué mosca ha picado a los animales.”
Contó hasta diez. Tiempo suficiente para que el hombre se acercara a la jaula de Brutus. Oyó un segundo ruido por encima de los perros: el hombre estaba intentando abrir la jaula del rottweiler. Un ruido metálico y después una maldición, al caer en la cuenta de que la jaula no se abriría.
En ese momento Ricky abrió la puerta delantera de la oficina.
– Muy bien, chicos. Estáis libres -dijo agitando los brazos.
Casi tres docenas de perros se abalanzaron hacia la noche cálida de Nueva Jersey, elevando un confuso concierto de ladridos celebrando la libertad.
El propietario soltó palabrotas como un loco y corrió para situarse en el limite de la luz del foco.
Los impetuosos animales lo derribaron, haciéndolo permanecer hincado de rodillas ante la oleada de perros. Se incorporó con dificultad y trató de atraparlos a la vez que saltaban a su alrededor y le empujaban. Un maremágnum de emociones animales mezcladas: algunos perros asustados, otros felices, unos cuantos desorientados, todos inseguros de lo que estaba pasando, sabiendo sólo que se alejaba mucho de su rutina habitual y ansiosos de aprovecharlo, fuera lo que fuese. Ricky sonrió con picardía. Se figuró que era una distracción muy efectiva.
Cuando el propietario alzó los ojos, detrás de la masa revuelta de perros que husmeaban y saltaban vio la pistola de Ricky apuntándole a la cara. Soltó un grito ahogado y se echó hacia atrás sorprendido, como si la boca del cañón fuera tan contundente como la avalancha de perros.
– ¿Está solo? -gritó Ricky para hacerse oír por encima de los ladridos.
– ¿Qué?
– Si está solo. ¿Hay alguien más en la casa?
El hombre sacudió la cabeza.
– ¿Hay algún colega de Brutus en la casa? ¿Su hermano, su madre o su padre?
– No. Sólo yo.
Ricky acercó más la pistola al hombre, lo suficiente para que el olor acre del metal y el aceite, y acaso de la muerte, le llenara la nariz sin necesidad de tener el olfato de un perro.
– Convencerme de que está diciendo la verdad es importante sí quiere seguir con vida -indicó Ricky.
Le sorprendió la facilidad con que lo amenazaba, aunque no se hacía ilusiones de engañarse a sí mismo con su farol.
Detrás de la alambrada Brutus sufría un ataque de furia. Seguía lanzándose hacia el metal y clavaba los dientes en el obstáculo. La espuma le chorreaba por la boca y sus gruñidos vibraban en el aire. Ricky observó al perro con recelo.
«Tiene que ser duro que te críen y adiestren con un único objetivo y, cuando llega el momento de aplicar todo lo que has aprendido, te veas frenado por una puerta cerrada con una cadena para bicicletas», pensó Ricky.
El perro parecía casi abrumado por la impotencia y a Ricky le recordó a un microcosmos de la vida de algunos de sus ex pacientes.
– Sólo estoy yo. Nadie mas.
– Muy bien. Entonces podremos hablar.
– ¿Quién es usted? -quiso saber el hombre.
Ricky tardó un segundo en recordar que en su primera visita había ido disfrazado. Se frotó la mejilla con la mano. «Soy alguien con quien desearía haber sido más agradable la primera vez que nos vimos», pensó.
– Soy alguien a quien preferiría no conocer -dijo a la vez que con el arma le indicaba que se moviese.
Tardó unos segundos en conseguir que el propietario estuviera donde quería, es decir, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la jaula de Brutus y las manos en las rodillas, a la vista. Los otros perros no se acercaban demasiado al furioso rottweiler. Para entonces, algunos habían desaparecido en la oscuridad y el campo, otros se habían reunido a los pies del propietario y unos cuantos más saltaban y jugaban en el camino de grava.
– Sigo sin saber quién es usted -dijo el hombre. Miraba a Ricky con los ojos entrecerrados e intentaba identificarlo. La combinación de las sombras y el cambio de aspecto eran ventajosos para Ricky-. ¿Qué quiere? Aquí no tengo dinero y…
– No quiero robarle, a no ser que obtener información se considere un hurto, algo que yo antes creía así en cierto sentido -contestó Ricky enigmáticamente.
– No lo entiendo -dijo el hombre a la vez que sacudía la cabeza-. ¿Qué quiere saber?
– Hace poco, un detective privado vino a hacerle unas preguntas.
– Sí. ¿Y qué?
– Me gustaría que las contestara.
– ¿Quién es usted? -insistió el hombre.
– Ya se lo dije. Pero ahora lo único que necesita saber es que yo voy armado y usted no. Y el único medio con que podría defenderse está encerrado en esa jaula y, por lo visto, le sienta fatal.
El propietario asintió, y de pronto aparentó recuperarse un poco.
– No parece la clase de persona que usaría una pistola. Así que a lo mejor no le digo nada sobre lo que sea que le interesa tanto.
Váyase a la mierda, quienquiera que sea.
– Quiero saber detalles sobre el matrimonio que poseía este sitio. Y sobre cómo lo compró usted. Y, en particular, sobre los tres niños que ellos adoptaron aunque usted lo niegue. Y me gustaría que me hablara sobre la llamada telefónica que hizo después de que mi amigo Lazarus le hiciera una visita el otro día. ¿A quién llamó?
El hombre sacudió la cabeza.
– Le diré una cosa: me pagaron por hacer esa llamada -explicó-. Y también me salía a cuenta intentar retener aquí a ese hombre, quienquiera que fuera. Fue una lástima que se largara. Habría recibido una prima.
– ¿De quién?
– Eso es cosa mía, señor tipo duro. -El hombre sacudió la cabeza-. Como ya le he dicho: jódase.
Ricky le encañonó la cara y el hombre sonrió burlón.
– He visto a tipos que saben usar ese chisme y apuesto lo que sea a que usted no es uno de ellos.
Su voz era un poco la de un jugador nervioso. Ricky supo que no estaba del todo seguro ni en un sentido ni en otro.
A Ricky no le temblaba la mano. Le apuntó entre los ojos.
A medida que pasaban los segundos, más incómodo parecía el hombre, lo que, en opinión de Ricky, era bastante razonable. El sudor perló su frente. Pero en ese sentido cada segundo de demora respaldaba la interpretación que el hombre había hecho de él.
Se dijo que podría tener que convertirse en un asesino, pero no sabia si podría matar a alguien que no fuera el blanco principal. Alguien simplemente superfluo y secundario, aunque detestable. Se lo planteó un momento y luego sonrió con frialdad. «Hay una gran diferencia entre disparar al hombre que te ha arruinado la vida y disparar a una pieza de ese engranaje», pensó.
– ¿Sabe? -dijo despacio-. Tiene toda la razón. No me he encontrado muchas veces en esta situación. Resulta claro que no tengo mucha experiencia en este terreno, ¿verdad?
– Sí -respondió el hombre-. Es de lo más evidente.
Cambió un poco de postura, como si se relajara.
– Puede -concedió Ricky con tono inexpresivo-. Debería practicar un poco.
– ¿Cómo?
– He dicho que debería practicar. ¿Cómo voy a saber si seré capaz de usar este chisme con usted si no me entreno antes con algo menos importante? Quizá mucho menos importante.
– Sigo sin entender -dijo el propietario.
– Claro que entiende. Pero no se está concentrando. Lo que le estoy diciendo es que no me gustan los animales.
A continuación, levantó un poco la pistola y, con todas las prácticas de tiro en New Hampshire en mente, inspiró hondo lentamente, se calmó por completo y apretó el gatillo. El retroceso del arma en su mano fue brutal. Una única bala rasgó el aire y zumbó en la oscuridad.
Ricky supuso que había dado en la alambrada y se había desviado. No sabía si habría tocado o no al rottweiler. El hombre se quedó atónito, casi como si le hubieran abofeteado, y se tocó la oreja con una mano para comprobar si la bala le había rozado.
En el patio se armó de nuevo un revuelo canino, en una combinación de aullidos, ladridos y carreras. Brutus, el único animal encerrado, comprendió la amenaza a la que se enfrentaba y se lanzó otra vez con violencia hacia la alambrada que le impedía el paso.
– Debo de haber fallado -comentó Ricky con indiferencia-.
Mierda. Y pensar que soy muy buen tirador.
Apuntó al furioso y frenético perro.
– ¡Dios mío! -exclamó el propietario.
– Aquí no. -Ricky sonrió-. Ahora no. Caramba, yo diría que esto no tiene nada que ver con la religión. Lo importante es: ¿quiere a su perro?
– ¡Dios mío! ¡Espere!
El hombre estaba casi tan frenético como los demás animales que corrían por el camino de entrada. Levantó la mano, como para detener a Ricky.
Éste le observó con la misma curiosidad que podría sentirse si un insecto empezara a suplicar piedad antes de recibir un manotazo. Interesada pero insignificante.
– ¡Espere! -insistió el hombre.
– ¿Tiene algo que decir? -preguntó Ricky.
– ¡Sí, maldita sea! Espere, hombre.
– Estoy esperando.
– Ese perro vale miles de dólares -indicó el propietario-. Dios mío, es el macho alfa y he pasado años adiestrándolo. Es un campeón y usted va a dispararle, joder.
– No me deja opción. Podría dispararle a usted, pero entonces no averiguaría lo que quiero saber y si, por alguna casualidad, la policía lograra encontrarme, me enfrentaría a unas acusaciones graves, aunque eso no le produciría demasiada satisfacción a usted, por supuesto, ya que estaría muerto. Por otra parte, como le dije, no me gustan demasiado los animales. Y Brutus, bueno, puede que para usted represente un dinero y quizá más, puede que represente años de trabajo y puede que incluso le tenga algún cariño, pero para mí no es más que un chucho furioso y baboso que podría destrozarme, y el mundo estaría mucho mejor sin él. Así que, puestos a elegir, me parece que ha llegado la hora de que Brutus se dirija a la gran perrera del cielo -añadió con frío sarcasmo.
Quería que el hombre lo creyera tan cruel como sonaba, lo que no era demasiado difícil.
– Espere -pidió el propietario.
– ¿Lo ve? -contestó Ricky-. Ahora tiene algo en que pensar.
¿Sacrifico la vida del perro por no revelar la información? Usted decide, imbécil. Pero hágalo ya, porque se me está acabando la paciencia. Hágase esta pregunta: ¿a quién soy leal? ¿Al perro, que ha sido mi compañero durante tantos años, o a unos desconocidos que me pagan para que guarde silencio? Elija.
– No sé quién es usted -empezó el hombre, lo que hizo que Ricky apuntara al perro. Esta vez sujetó el arma con ambas manos-. De acuerdo, le diré lo que se.
– Eso sería lo más inteligente. Y seguramente Brutus le resarcirá con devoción y engendrando muchas camadas de bestias igual de bobas y salvajes.
– No sé gran cosa… -dijo el propietario.
– Empezamos mal. Da una excusa antes de haber dicho nada.
Acto seguido disparó por segunda vez en dirección a la jaula, acertando a la caseta de madera en la parte posterior del recinto.
Brutus aulló, humillado y furioso.
– ¡Alto! ¡Maldita sea! Se lo contare.
– Pues empiece, por favor. Esta sesión ya se ha prolongado bastante.
– Se remonta a tiempo atrás -empezó el hombre tras pensar un momento.
– Lo se.
– Tiene razón sobre el matrimonio que poseía este sitio. Desconozco los entresijos del plan, pero adoptaron a esos tres niños sólo sobre el papel. Los niños no estuvieron nunca aquí. No sé a quién servia de fachada la pareja porque yo llegué después de que los dos murieran. Había intentado comprarles este sitio un año antes de su muerte y, después de su muerte, recibí una llamada de un hombre que dijo ser el albacea testamentario de su herencia y me preguntó si quería la finca y el negocio. Y el precio era increíble.
– ¿Bajo o alto?
– Estoy aquí, ¿no? Bajo. Era una ocasión, en especial con toda la finca incluida. Un negocio redondo. Firmamos los documentos enseguida.
Con quién cerró el trato? ¿Con un abogado?
– Si. En cuanto dije que sí, un abogado local se hizo cargo. Es un idiota. Sólo se dedica a cerrar ventas de propiedades y a multas de tráfico. Y estaba muy molesto, además, porque no dejaba de decir que lo que yo estaba haciendo era un robo. Pero mantuvo la boca cerrada porque supongo que le pagaban bien.
– ¿Sabe quién vendió la finca?
– Sólo vi el nombre una vez. El abogado comentó que era el pariente más cercano del matrimonio. Un primo muy lejano. No recuerdo el nombre, salvo que era doctor en algo.
– ¿Doctor?
– Exacto. Y me dijeron una cosa, y muy clara además.
Qué cosa?
– Si alguna vez, entonces o después, llegaba alguien preguntando por el trato, por el matrimonio o por los tres niños que nunca había visto nadie, tenía que llamar a un numero.
– ¿Le dieron algún nombre?
– No, sólo un número de Manhattan. Y unos seis o siete años después, un hombre me llamó un día y me dijo que el número había cambiado. Me dio otro número de Nueva York. Unos años después de eso, el mismo hombre me llamó y me dio otro numero, esta vez del norte del estado de Nueva York. Me preguntó si había venido alguien. Le contesté que no. Dijo que muy bien. Me recordó el acuerdo y dijo que habría una prima si alguien se presentaba. Y eso no ocurrió hasta el otro día, cuando apareció ese tal Lazarus. Me hizo unas preguntas y lo eché. Luego llamé al número. Un hombre contestó el teléfono. Era viejo; se le notaba en la voz. Muy viejo. Me dio las gracias por la información. Cinco minutos después recibí otra llamada, de una mujer joven. Me dijo que me enviaba dinero en efectivo, mil dólares, y que si podía encontrar a Lazarus y retenerlo aquí, me darían mil más. Le dije que seguramente se alojaría en algún motel de por aquí. Y eso es todo, hasta que apareció usted. Y sigo sin saber quién demonios es.
– Lazarus es mi hermano -afirmó Ricky con calma. Pensó un momento, añadió años a una ecuación que retumbaba en su interior y, por último, preguntó-: El número al que llamó, ¿cuál es?
El hombre soltó los diez números de un tirón.
– Gracias -dijo Ricky con frialdad.
No necesitaba anotarlo. Era un número que conocía.
Le hizo un gesto con la pistola para que se echara de bruces.
– Ponga las manos a la espalda -ordenó.
– Venga, hombre. Se lo he dicho todo. Sea lo que sea, yo no soy importante, coño.
– Eso seguro.
– Entonces, suélteme.
– Tengo que limitar sus movimientos unos minutos. Los suficientes para irme antes de que usted encuentre una cizalla y libere a Brutus. Sin duda a ese perro le gustaría pasar unos momentos a solas conmigo en la oscuridad.
Eso hizo sonreír al propietario.
– Es el único perro que conozco capaz de guardar rencor. De acuerdo. Haga lo que tenga que hacer.
Ricky lo maniató con cinta adhesiva. Luego se levantó.
– Les llamará, ¿verdad?
– Si le dijera que no, se cabrearía porque sabría que estoy mintiendo -asintió el hombre.
– Muy perspicaz. -Ricky sonrió-. Tiene razón.
Reflexionó un momento qué quería que aquel hombre dijera.
Se le ocurrieron unos versos.
– Muy bien, quiero que les diga lo siguiente:
Lázaro el cerco ha estrechado.
Ahora ya no está desorientado.
¿Está aquí? ¿Está allá? Vete a saber.
En cualquier parte puede aparecer.
El juego despacio va avanzando y Lázaro cree que lo está ganando.
Quizás el señor R ya no pueda elegir y las instrucciones del Voice deba seguir.
– Parece un poema -comentó el hombre, que yacía sobre el estómago en la grava e intentaba volver la cabeza hacia Ricky.
– Una especie de poema. Bien, hora de ir a clase. Repítamelo.
El propietario necesitó varios intentos para recitarlo más o menos bien.
– No lo entiendo -dijo al final-. ¿Qué está pasando?
– ¿Juega al ajedrez? -preguntó Ricky.
– No muy bien -contestó el hombre.
– Bueno, puede estar contento de ser sólo un peón. Y no tiene que saber más de lo que necesita saber un peón. Porque, ¿cuál es el objetivo del ajedrez?
– Capturar a la reina y matar al rey.
– Bastante cerca -sonrió Ricky-. Ha sido un placer hablar con usted y con Brutus. ¿Quiere un consejo?
– Diga.
– Llame y recite el poema. Luego salga y procure reunir a todos los perros. Eso le llevará cierto tiempo. Después, mañana, despiértese y olvide que todo esto ha ocurrido. Vuelva a su vida habitual y no piense más en ello.
El propietario se movió incómodo, con lo que provocó un sonido a arañazo en la grava del camino.
– Será difícil.
– Puede -repuso Ricky-. Pero podría ser prudente intentarlo.
Se levantó y dejó al hombre en el suelo. Algunos perros se habían echado, y se agitaron cuando él se movió. Guardó el arma en la mochila y echó a correr camino abajo con la linterna en la mano. Cuando hubo salido del haz que iluminaba el patio delantero aceleró el paso, salió a la carretera y se dirigió hacia el cementerio, donde había estacionado el coche. Sus pies resonaban en el asfalto negro y apagó la linterna, de modo que corría en medio de una oscuridad absoluta. Pensó que era un poco como nadar en un mar embravecido por una tormenta, cortando las olas que tiraban de él en todas direcciones. A pesar de la noche que lo había engullido, se sentía iluminado por un dato: el número de teléfono. En ese instante era como si todo, desde la primera carta que recibió en la consulta hasta ese momento, formara parte de la misma corriente arrolladora. Y cayó en la cuenta de que tal vez se remontaba mucho más atrás. Meses y años en su pasado, en que algo lo atrapaba y arrastraba sin que él fuera consciente de ello. Saberlo debería haberle desanimado pero, en cambio, sentía una energía extraña y una liberación igual de extraña. Le pareció que saber que había estado rodeado de mentiras y haber visto de golpe algo de verdad era un acicate que le impulsaba hacia delante.
Esa noche tenía que viajar kilómetros. Kilómetros de carretera y de espíritu que conducían hacia su pasado a la vez que indicaban el camino hacia su futuro. Se apresuró, como un corredor de maratón que presiente la línea de meta, fuera de su vista pero intuida en el dolor de los pies y las piernas, en el agotamiento que le invade a cada respiración.
Ricky llegó al peaje del lado occidental del río Hudson, al norte de Kingston, Nueva York, poco después de medianoche. Había conducido deprisa, al límite de velocidad permitida para evitar que lo parara algún irritado policía de tráfico de Nueva York. Le recordó un poco a un microcosmos de gran parte de su vida anterior. Quería correr, pero no estaba dispuesto a asumir el riesgo de ir volando. Pensó que Frederick Lazarus habría puesto el coche a ciento sesenta kilómetros por hora, pero él no podía hacerlo. Era como si ambos hombres, Richard Lively, que se escondía, y Frederick Lazarus, que estaba dispuesto a luchar, condujeran a la vez. Se percató de que, desde que había preparado su propia muerte, mantenía el equilibrio entre la incertidumbre de asumir riesgos y la seguridad de ocultarse.
Pero sabía que seguramente ya no era tan invisible como antes. Supuso que su perseguidor estaba cerca, que habría encontrado todas las migas e hilos dejados a modo de pistas e indicaciones desde New Hampshire hasta Nueva York y, después, hasta Nueva Jersey.
Pero sabía que también él estaba cerca.
Era una carrera con sabor a muerte. Un fantasma que perseguía a un difunto. Un difunto que buscaba a un fantasma.
Pagó el peaje, el único vehículo que en ese momento cruzaba el puente. El empleado de la taquilla estaba a mitad de un ejemplar del Playboy, que contemplaba más que leía, y apenas lo miro.
El puente en sí es una curiosidad arquitectónica. Se eleva decenas de metros por encima de la franja de oscuras aguas que constituye el Hudson, iluminado por una hilera de farolas de sodio amarilloverdosas, y desciende para encontrarse con la tierra del lado de Rhinebeck en un oscuro terreno de labranza rural, de modo que, desde lejos, parece un collar reluciente suspendido sobre un cuello de ébano, envuelto en la oscuridad de la orilla. Mientras avanzaba hacia la carretera que parecía desaparecer en un foso, se le antojó un viaje inquietante. Sus faros dibujaban débiles conos de luz en la noche que lo rodeaba.
Encontró un lugar donde detenerse y tomó uno de los dos teléfonos móviles restantes. Marcó el número del último hotel donde estaba previsto que se hospedara Frederick Lazarus. Era un establecimiento barato, el tipo de hotel que sólo está un paso por encima de los que reciben a prostitutas y a sus clientes por horas.
Pensó que el recepcionista de noche tendría poco que hacer, suponiendo que esa noche no hubieran disparado ni apaleado a nadie en el hotel.
– Hotel Excelsior, ¿en qué puedo servirle?
– Me llamo Frederick Lazarus -dijo Ricky-. Tenía una reserva para esta noche. Pero no llegaré hasta mañana.
– No hay problema -aseguró el hombre, que se rió un poco ante la idea de una reserva-. Habrá tantas habitaciones libres entonces como ahora. No tenemos lo que se dice overbooking esta temporada turística.
– ¿Podría comprobar si me han dejado algún mensaje?
– Espere -dijo el hombre. Ricky oyó cómo dejaba el auricular en el mostrador. Regresó pasado un minuto-. Pues sí, oiga -soltó-. Debe de ser muy conocido. Tiene tres o cuatro mensajes.
– Léamelos -pidió Ricky-. Y me acordaré de usted cuando llegue.
El hombre lo hizo. Eran sólo los que Ricky se había dejado a si mismo. Eso le hizo vacilar.
– ¿Ha ido alguien a preguntar por mí? Tenía una cita prevista.
El recepcionista dudó de nuevo y, con esa duda, Ricky averiguó lo que quería. Antes de que pudiera mentir diciendo que no, se le adelantó:
– Es preciosa, ¿verdad? Del tipo que logra lo que quiere, cuando quiere y sin preguntas. De una clase muy superior a las que suelen cruzar esa puerta, ¿o me equivoco?
El hombre tosió.
– ¿Sigue ahí? -preguntó Ricky.
– No. Se marchó -susurró el recepcionista al cabo de un par de segundos-. Hace poco menos de una hora, después de recibir una llamada en su móvil. Se fue muy deprisa. Lo mismo que el hombre que la acompañaba. Llevan toda la noche viniendo a preguntar por usted.
– ¿El hombre es bastante rechoncho, pálido y recuerda un poco al niño al que solíamos pegar en el colegio? -preguntó Ricky.
– Exacto -dijo el hombre, y rió-. El mismo. Una descripción perfecta.
«Hola, Merlin», pensó Ricky.
– ¿Dejaron un número o una dirección?
– No. Sólo dijeron que volverían. Y no querían que yo dijera que habían estado aquí. ¿De qué va todo esto?
– Sólo negocios. ¿Sabe qué? Si vuelven deles este número -Ricky leyó el del último móvil-. Pero haga que aflojen algo a cambio. Están forrados.
– De acuerdo. ¿Les digo que va a llegar mañana?
– Sí. Más vale que sí. Y dígales que llamé para saber si tenía mensajes. Nada más. ¿Echaron un vistazo a los mensajes?
– No -mintió el hombre-. Son confidenciales. No se los enseñaría a ningún desconocido sin su autorización.
«Seguro -pensó Ricky-. No por menos de cincuenta dólares.»
Se alegraba de que el recepcionista hubiera hecho justo lo que había esperado. Colgó y se recostó en el asiento. «No estarán seguros -pensó-. Ahora no saben quién más está buscando a Frederick Lazarus, ni por qué, ni qué relación tiene con lo que está pasando. Eso les preocupará y su siguiente paso será algo incierto.»
Era lo que quería. Consultó su reloj. Estaba seguro de que el criador de perros se habría liberado por fin y, después de apaciguar a Brutus y de reunir todos los perros que hubiera podido, habría hecho ya su llamada, así que esperaba que en la casa a la que se dirigía habría por lo menos una luz encendida.
Como había hecho antes esa noche, dejó el coche estacionado en el arcén, a un lado de la carretera, fuera de la vista. Faltaban unos dos kilómetros para su destino, pero pensó que el trayecto a pie le iría bien para reflexionar sobre su plan. Sentía cierta agitación interior, como si estuviera cerca por fin de obtener respuestas a algunas preguntas. Pero iba acompañada de una sensación de indignación que se habría convertido en furia si no se hubiera esforzado en dominarla. «La traición puede volverse mucho más fuerte que el amor», pensó.
Tenía el estómago algo revuelto, y supo que obedecía a la decepción mezclada con una rabia desenfrenada.
Ricky, tiempo atrás un hombre introspectivo, comprobó que su arma estuviera bien cargada mientras pensaba que el único plan posible era el enfrentamiento, que es un enfoque que se define a sí mismo, y comprendió que se estaba acercando con rapidez a uno de esos momentos en que el pensamiento y la acción se funden. Corrió a través de la oscuridad y sus zapatillas resonaban en el asfalto para incorporarse a los sonidos de aquel paisaje nocturno: una zarigüeya que escarbaba en la maleza, el zumbido de los insectos en un campo cercano… Deseó formar parte del aire.
«¿Vas a matar a alguien esta noche?», se preguntó mientras corría.
No conocía la respuesta.
Entonces se preguntó: «¿Estás dispuesto a matar a alguien esta noche?».
Esta pregunta parecía más fácil de contestar. Supo que una gran parte de él estaba preparada para hacerlo. Era la parte que había construido durante meses a partir de trocitos de identidad después de que le hubieran arruinado la vida. La parte que había estudiado en la biblioteca local todos los métodos asesinos y violentos y que había adquirido experiencia en el local de tiro. La parte inventada.
Se detuvo en seco al llegar al camino de entrada a la casa. En su interior estaba el teléfono con el número que había reconocido.
Recordó por un momento haber ido ahí casi un año antes, expectante y casi aterrado, con la esperanza de alguna clase de ayuda, desesperado por conseguir cualquier tipo de respuestas. «Estaban aquí, esperándome -pensó-, ocultas bajo mentiras. Pero no logré verlas. Jamás se me ocurrió que el hombre que consideraba mi mejor ayuda resultara ser el hombre que quería matarme.»
Desde el camino vio, como esperaba, una luz solitaria en el estudio.
«Sabe que vengo a verle -pensó-. Virgil y Merlin, que podrían ayudarle, siguen en Nueva York.» Aunque hubieran conducido sin parar a toda velocidad desde la ciudad, todavía estarían a una hora larga de distancia. Avanzó y oyó el ruido de sus pies en la grava del camino. Quizás él sabía que Ricky estaba ahí fuera, así que miró alrededor buscando un modo de entrar a escondidas. Pero no estaba seguro de que el elemento sorpresa fuera necesario.
Así que, en lugar de eso, empuñó la pistola y la amartilló. Quitó el seguro y caminó con tranquilidad hacia la puerta principal, como haría un vecino simpático en medio de una tarde de verano.
No llamó a la puerta, sino que giró el picaporte sin más. Como imaginaba, estaba abierta.
Tras entrar, oyó una voz en el estudio, a su derecha.
– Aquí, Ricky.
Levantó la pistola, preparado para disparar, y avanzó hacia la luz que salía por la puerta.
– Hola, Ricky. Tienes suerte de estar vivo.
– Hola, doctor Lewis. -El anciano estaba de pie detrás de la mesa con las manos apoyadas sobre su superficie, inclinado y expectante-. ¿Lo mato ahora o quizá de aquí a unos minutos? -preguntó Ricky con voz inexpresiva, tratando de contener la rabia.
– Supongo que tendrías motivos para disparar en ciertos ámbitos -sonrió el viejo psicoanalista-. Pero quieres respuestas para ciertas preguntas y he esperado esta larga noche para contestar a lo que pueda. Eso es, al fin y al cabo, lo que hacemos, ¿no es así, Ricky? Contestar preguntas.
– Quizá lo hice antes -dijo Ricky-. Pero ya no.
Apuntó al hombre que había sido su mentor. Al hombre que le había formado. El doctor Lewis pareció un poco sorprendido.
– ¿De veras has venido hasta aquí sólo para matarme? -preguntó.
– Si -mintió Ricky.
– Adelante, pues.
El anciano le miraba fijamente.
– Rumplestiltskin siempre ha sido usted -dijo Ricky.
– No, te equivocas -repuso Lewis a la vez que sacudía la cabeza-. Pero yo soy quien lo creó. Por lo menos en parte.
Ricky se desplazó a un lado, adentrándose más en el estudio sin dejar de dar la espalda a la pared. Las mismas estanterías. Las mismas obras de arte. Por un instante, casi pudo creer que el año transcurrido entre las dos visitas no había existido. Era un lugar frío, que parecía reflejar neutralidad y una personalidad opaca; nada en las paredes ni en la mesa que revelara algo sobre el hombre que ocupaba el estudio, lo que, como Ricky pensó de modo sombrío, seguramente lo decía todo. No se precisa un diploma en la pared para acreditar que se es perverso. Se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Hizo un gesto con el arma para indicarle que se sentara en la silla giratoria de piel.
El doctor Lewis se dejó caer en ella con un suspiro.
– Me estoy haciendo viejo y ya no tengo la energía de antes -dijo con aspereza.
– Ponga las manos donde pueda verlas -exigió Ricky.
El anciano levantó las manos y se dio unos golpecitos en la frente con el dedo índice.
– Las manos no son lo verdaderamente peligroso, Ricky. Ya deberías saberlo. Lo verdaderamente peligroso es lo que tenemos en la cabeza.
– Tiempo atrás podría haber coincidido con usted, doctor, pero ahora tengo mis dudas. Y una confianza absoluta en este chisme, que, por si no lo sabe, es una Ruger semiautomática. Dispara a gran velocidad balas de punta hueca. El cargador contiene quince balas, cada una de las cuales le arrancará una parte del cráneo, incluso la que acaba de señalarse, y le matará con rapidez.
¿Y sabe qué es lo realmente enigmático de esta arma, doctor?
– ¿Qué?
– Que está en manos de un hombre que ya murió una vez. Que ya no existe en este mundo. Debería considerar las implicaciones de esa circunstancia existencial, ¿no cree?
El doctor Lewis observó el arma por un instante.
– Lo que dices es interesante, Ricky, pero te conozco. Sé cómo eres por dentro. Estuviste en mi diván cuatro veces a la semana durante casi cuatro años. Conozco cada temor. Cada duda. Cada esperanza. Cada sueño. Cada aspiración. Cada ansiedad. Te conozco tan bien como te conoces tú mismo, y puede que mejor, y sé que no eres un asesino. Sólo eres un hombre muy trastornado que tomó algunas decisiones muy malas en su vida. Dudo que un homicidio demuestre lo contrario.
Ricky sacudió la cabeza.
– En su diván estuvo un hombre al que usted conocía como doctor Frederick Starks. Pero él está muerto y a mí no me conoce.
No al nuevo yo. En absoluto.
Dicho esto, disparó.
El tiro retumbó en la pequeña habitación y le ensordeció un momento. La bala pasó por encima de la cabeza de Lewis y dio en una estantería situada detrás. El lomo de un grueso volumen de medicina se partió al recibir el impacto. Era una obra sobre psicología patológica, detalle que casi arrancó una carcajada a Ricky.
Lewis palideció, se tambaleó por un instante y soltó un grito ahogado.
– Dios mío -gimió tras recobrar el equilibrio. Ricky vio algo en sus ojos que no era del todo miedo, sino más bien una sensación de asombro, como si hubiese sucedido algo completamente inesperado-. No creí… -empezó.
Ricky le interrumpió con un ligero movimiento de la pistola.
– Un perro me enseñó a hacer eso.
El doctor Lewis giró un poco la silla y examinó el lugar donde se había incrustado la bala. Soltó un sonido que era a la vez carcajada y grito ahogado, y sacudió la cabeza.
– Menudo disparo, Ricky -comentó despacio-. Muy adecuado. Más cerca de la verdad que de mi cabeza. Quizá quieras tenerlo en cuenta durante los siguientes minutos.
– Deje de ser tan obtuso -dijo Ricky-. Vamos a hablar sobre respuestas. Es extraordinario cómo un arma permite centrarse en las cuestiones importantes. Piense en todas esas horas con todos esos pacientes, incluido yo mismo, doctor. Todas esas mentiras, distracciones, salidas tangenciales y métodos complicados de engaños y rodeos. Todo ese laborioso tiempo dedicado a separar las verdades. ¿Quién habría podido imaginar que las cosas podían volverse sencillas tan deprisa con un objeto como éste? Un poco como el nudo gordiano de Alejandro, ¿no le parece, doctor?
Lewis parecía haber recobrado la compostura. Su semblante cambió deprisa y pasó a observar a Ricky con ceño y ojos entrecerrados, como si aún pudiera imponer cierto control a la situación. Ricky ignoró todo lo que implicaba esa mirada y, de modo muy parecido al año anterior, dispuso una butaca frente al viejo médico.
– Si no es usted, ¿quién es entonces Rumplestiltskin? -preguntó con frialdad.
– Lo sabes, ¿no?
– Explíquemelo.
– El hijo mayor de tu antigua paciente. La mujer a la que no ayudaste.
– Eso ya lo he averiguado. Continúe.
– Mi hijo adoptivo -dijo encogiéndose de hombros.
– Eso lo descubrí esta misma noche. ¿Y los otros dos?
– Sus hermanos pequeños. Los conoces como Merlin y Virgil Por supuesto, sus nombres son otros.
– ¿También adoptados?
– Sí. Nos quedamos con los tres. Primero como familia de acogida, a través del estado de Nueva York. Después lo organicé todo para que mis primos de Nueva Jersey nos sirvieran de fachada para la adopción. Fue sencillo burlar la burocracia, a la que, como estoy seguro de que ya habrás averiguado, no le importaba demasiado el futuro de los tres niños.
– Así pues, ¿todos llevan su apellido? ¿Desechó Tyson y les dio el suyo?
– No. -El anciano sacudió la cabeza-. No tienes tanta suerte, Ricky. No figuran en ninguna guía telefónica como Lewis. Fueron reinventados por completo. Un apellido distinto para cada uno.
Una identidad distinta. Un plan distinto. Una escuela distinta. Una educación distinta y un tratamiento distinto. Pero hermanos en el fondo, que es lo que cuenta. Eso ya lo sabes.
– ¿Por qué? ¿Por qué este elaborado plan para ocultar su pasado? ¿Por qué no…?
– Mi mujer ya estaba enferma y habíamos superado la edad requerida para adoptar. Mis primos servían para nuestros propósitos. Y, a cambio de dinero, estaban dispuestos a ayudar. Y a olvidar.
– Claro -contestó Ricky con sarcasmo-. ¿Y su pequeño accidente? ¿Una riña doméstica?
– Una coincidencia -aclaró Lewis meneando la cabeza.
Ricky no estaba seguro de creérselo. No pudo evitar una pulla:
– Freud decía que las coincidencias no existen.
– Cierto -asintió Lewis-. Pero hay diferencia entre desear y actuar.
– ¿De veras? Creo que se equivoca. Pero da lo mismo. ¿Por qué ellos? ¿Por qué esos tres niños?
– Engreimiento. Arrogancia. Egoísmo.
El viejo psicoanalista se encogió de hombros otra vez.
– Eso sólo son palabras, doctor.
– Sí, pero explican muchas cosas. Dime, Ricky, un asesino…, un auténtico psicópata despiadado y asesino, ¿es alguien creado por su entorno? ¿O nace así debido a un error infinitesimal en el acervo genético? ¿Cuál de las dos cosas, Ricky?
– El entorno. Eso es lo que nos enseñan. Cualquier analista diría lo mismo. Aunque los especialistas en genética podrían discrepar.
Pero psicológicamente somos resultado de nuestro entorno.
– Estoy de acuerdo. Así que tomé a un niño y a sus dos hermanos. El muchacho era una rata de laboratorio para la maldad.
Abandonado por su padre biológico. Rechazado por sus demás familiares. Sin haber gozado de algo parecido a la estabilidad. Expuesto a toda clase de perversidades sexuales. Maltratado por la serie de novios sociopáticos de su madre, la única persona en la que confiaba en este mundo y a la que finalmente vio suicidarse, impotente, sumida en la pobreza y la desesperación. Una fórmula infalible para la maldad, ¿no estás de acuerdo?
– Sí.
– Y yo creí que podría tomar a ese niño y anular el peso de la injusticia. Contribuí a preparar el sistema que lo separaría de ese pasado terrorífico. Pensé que podría convertirlo en un miembro productivo de la sociedad. Ésa fue mi arrogancia, Ricky.
– ¿Y no pudo?
– No. Pero curiosamente engendré lealtad. Y quizá cierta clase de cariño. Es algo terrible y aun así fascinante, ser amado y respetado por un hombre dedicado al mal. Y así es Rumplestiltskin. Es un profesional. Un asesino consumado. Provisto de la mejor educación que podía darle. Exeter. Harvard. La facultad de derecho de Columbia. Además de un breve período en el ejército para una formación adicional. ¿Sabes lo curioso de todo esto, Ricky?
– Dígamelo.
– Su trabajo no es tan diferente del nuestro. La gente con problemas va a verlo. Le pagan bien por solucionarlos. El paciente que llega a nuestro diván está desesperado por desahogarse, lo mismo que sus clientes. Sus medios son, bueno, más inmediatos que los nuestros. Pero menos profundos.
Ricky respiraba con dificultad. Lewis sacudió la cabeza.
– ¿Y sabes qué más, Ricky? Aparte de ser muy rico, ¿sabes qué otra cualidad posee?
– ¿Cuál?
– Es implacable. -El viejo analista suspiró antes de añadir-:
Aunque quizá ya lo has comprobado. Esperó años mientras se preparaba y después persiguió a todos los que hubiesen hecho daño a su madre alguna vez y los destruyó del mismo modo que ellos hicieron con ella. En cierto sentido, supongo que podría considerarse conmovedor. El amor de un hijo. El legado de una madre. ¿Hizo mal, Ricky, por haber castigado a todas esas personas que arruinaron por malicia o por ignorancia la vida de esa mujer que se vio obligada a dejar desamparados a tres niños pequeños y necesitados en el más cruel de los mundos? Yo no lo creo, Ricky.
En absoluto. Pero si hasta los políticos más necios no cesan de decir que vivimos en una sociedad que elude las responsabilidades. ¿No es la venganza limitarse a aceptar las deudas de uno y pagarlas de otro modo? La gente que él eligió merecía un castigo. Eran personas que, como tú, habían ignorado a alguien que suplicaba ayuda.
Eso es lo que falla en nuestra profesión, Ricky. A veces queremos explicar tantas cosas, cuando la respuesta real se encuentra en una de esas…
Señaló el arma de Ricky.
– Pero ¿por qué yo? Yo no…
– Claro que sí. Fue a pedirte ayuda, desesperada, pero tú estabas demasiado ocupado decidiendo el rumbo de tu carrera y no pudiste prestarle atención y la ayuda que necesitaba. Desde luego, Ricky, una paciente que se suicida cuando la estás tratando, aunque sólo haya sido unas pocas sesiones… ¿No sientes ningún remordimiento? ¿Ninguna sensación de culpa? ¿No mereces pagar algún precio? ¿Cómo puedes ignorar que la venganza implica tanta responsabilidad como cualquier otro acto humano?
Ricky no contestó. Pasado un momento, preguntó:
– ¿Cuándo supo…?
– ¿Tu relación con mi experimento adoptado? Hacia el final de tu análisis, Y decidí ver cómo terminaría con el paso de los años.
Ricky sintió que su rabia se mezclaba con el sudor. Tenía la boca seca.
– Pero cuando fue a por mí, usted podría haberme advertido.
– ¿Traicionar a mi hijo adoptado por un ex paciente? ¿Que ni siquiera era mi favorito, además? -Estas palabras le dolieron mucho a Ricky. Aquel anciano era tan malvado como el niño que había adoptado. Quizá peor aún-. Lo consideré un acto de justicia. -El viejo analista rió en voz alta-. Pero no sabes ni la mitad, Ricky.
– ¿Cuál es la otra mitad?
– Creo que tendrás que descubrirlo por ti mismo.
– ¿Y los otros dos?
– El hombre que conoces como Merlin es abogado de verdad, y muy bueno. La mujer que conoces como Virgil es una actriz bastante prometedora. Sobre todo ahora que ya casi han acabado de atar los cabos sueltos de sus vidas. Lo otro que deberías saber es que ambos creen que fue su hermano mayor, el hombre al que tú conoces como Rumplestiltskin, quien les salvó la vida, no yo, aunque contribuí a su salvación. No; fue él quien los mantuvo juntos, quien evitó que quedaran desamparados, quien se ocupó de que estudiasen y sacaran buenas notas para después tener éxito en la vida. Hay algo que tienes que entender, aunque sea lo único: le profesan devoción. Son leales por completo al hombre que te matará. Que ya te mató una vez y que volverá a hacerlo. ¿No te parece fascinante desde el punto de vista psiquiátrico? Un hombre sin escrúpulos que genera una devoción ciega y absoluta. Un psicópata que te matará con la misma despreocupación con que podrías aplastar una araña que se cruzara en tu camino. Pero que es amado y que ama a su vez. Pero sólo los ama a ellos dos. A nadie mas. Excepto, quizás, un poquito a mí, porque le rescaté y le ayudé. Así que a lo mejor me he ganado el cariño de alguien muy leal.
Es importante que lo recuerdes, Ricky, porque tienes muy pocas probabilidades de sobrevivir ante Rumplestiltskin.
– ¿Quién es?
Cada palabra que decía el viejo analista parecía ennegrecer el mundo que lo rodeaba.
– ¿Quieres su nombre? ¿Su dirección? ¿El lugar donde trabaja?
– Sí.
Ricky apuntó al anciano.
Lewis sacudió la cabeza.
– Como en el cuento, ¿verdad? El emisario de la princesa oye cómo el enano saltarín que danza en torno a la hoguera repite su nombre. La reina no hace nada inteligente ni sabio, ni siquiera refinado. Sólo tiene suerte, y cuando él le hace la tercera pregunta, sabe ¡a respuesta gracias a una suerte ciega y tonta, de modo que sobrevive, conserva a su hijo primogénito y vive feliz el resto de su vida. ¿Crees que ocurrirá lo mismo? ¿La suerte que te ha permitido llegar aquí y blandir un arma frente a un viejo te servirá para ganar el juego?
– Dígame su nombre -ordenó Ricky con voz fría e implacable-. Quiero todos sus nombres.
– ¿Por qué crees que todavía no los sabes?
– Estoy cansado de tantos juegos.
– La vida no es más que eso -indicó el viejo analista-. Un juego tras otro. Y la muerte es el mayor juego de todos.
Los dos se miraron a través de la habitación.
– Me pregunto cuánto tiempo nos quedará -dijo Lewis con cautela, pronunciando las palabras una a una, tras alzar los ojos un momento hacia el reloj de pared.
– El suficiente -contestó Ricky.
– ¿De verdad? El tiempo es elástico, ¿no? Los momentos pueden durar una eternidad o evaporarse enseguida. El tiempo depende en realidad de nuestra visión del mundo. ¿No es eso algo que aprendemos en el análisis?
– Sí. Es cierto.
– Y esta noche hay muchos interrogantes sobre el tiempo, ¿no?
Estarnos aquí, solos en esta casa. Pero ¿por cuánto tiempo? Sabiendo como sabía que venías hacia acá, ¿no crees que tomé la precaución de pedir ayuda? ¿Cuánto faltará para que llegue?
– Lo suficiente.
– Ah, yo no estaría tan seguro. -El anciano sonrió de nuevo-.
Pero quizá deberíamos complicarlo un poco.
– ¿Cómo?
– Supongamos que te dijera que la información que buscas se encuentra en algún lugar de esta habitación. ¿Podrías encontrarla a tiempo? ¿Antes de que vengan a rescatarme?
– Ya se lo dije: estoy harto de juegos.
– Está a la vista. Y te has acercado más de lo que te imaginarías. Ya está. Se acabaron las pistas.
– No Jugaré.
– Bueno, creo que te equivocas. Tendrás que jugar un poco más porque esta partida no ha terminado. -Lewis levantó de golpe las manos y añadió-: Tengo que sacar algo del cajón superior de la mesa. Es algo que cambiará la forma en que está discurriendo el juego. Algo que querrás ver. ¿Puedo?
– Adelante -asintió Ricky a la vez que le apuntaba a la cabeza.
El anciano esbozó una sonrisa desagradable y fría. La mueca de un verdugo. Sacó un sobre del cajón y lo puso en la mesa.
– ¿Qué es eso?
– Puede que sea la información que buscas. Nombres, direcciones, identidades.
– Démelo.
– Como quieras… -dijo el doctor Lewis, y se encogió de hombros.
Deslizó el sobre por la mesa y Ricky lo agarró con impaciencia.
Estaba cerrado y Ricky apartó los ojos del viejo un instante para examinarlo. Fue un error, y lo supo al punto.
Levantó la mirada y vio que el anciano exhibía ahora una ancha sonrisa en la cara y un pequeño revólver del calibre 38 en la mano derecha.
– No es tan grande como tu pistola, ¿verdad, Ricky? -Soltó una sonora carcajada-. Pero seguramente igual de eficiente. Has cometido un error que ninguna de las tres personas implicadas cometería. Y mucho menos Rumplestiltskin. Él jamás habría desviado los ojos de su objetivo, ni por un segundo. No importa lo bien que conociera a la persona a la que estaba apuntando, jamás se habría fiado para apartar los ojos ni siquiera un brevísimo instante. Tal vez eso debería advertirte sobre las pocas probabilidades que tienes.
Los dos hombres se miraban de un lado a otro de la mesa, apuntándose mutuamente.
Ricky entrecerró los ojos y sintió que empezaban a sudarle las axilas.
– Esto es una fantasía analítica, ¿no crees? -susurró Lewis-. En el sistema de transferencia, ¿no queremos matar al analista, lo mismo que queremos matar a nuestra madre, a nuestro padre o a cualquiera que ha pasado a simbolizar todo lo malo de nuestras vidas? Y el analista, a cambio, ¿no siente una pasión malsana que le gustaría explotar a su vez?
Ricky guardó silencio.
– El niño puede haber sido una rata de laboratorio para la maldad, como usted ha dicho -masculló por fin-, pero podría haberse corregido. Usted podría haberlo conseguido, pero no quiso, ¿verdad? Era más interesante ver qué pasaría dejándole emocionalmente a su aire, y mucho más fácil para usted echar la culpa a toda la maldad del mundo e ignorar la suya, ¿no?
Lewis palideció.
– Usted sabía que era tan psicópata como él, ¿verdad? -prosiguió Ricky-. Quería un asesino y encontró uno, porque era lo que usted siempre había querido ser: un asesino.
– Siempre has sido muy astuto, Ricky. -El anciano frunció el entrecejo-. Piensa en lo que podrías haber logrado en la vida si hubieses sido más ambicioso. Y más sutil.
– Baje el arma, doctor. No va a dispararme -dijo Ricky.
Lewis siguió apuntándole a la cara, pero asintió.
– No necesito hacerlo, ¿sabes? -dijo-. El hombre que te mató una vez volverá a hacerlo. Y ahora no se contentará con una necrológica en el periódico. Querrá ver cómo mueres. ¿Y tú?
– No, si puedo evitarlo. Cuando encuentre todas estas pistas que, según usted, están aquí, quizá vuelva a desaparecer. Ya lo logré una vez e imagino que puedo repetirlo. Quizá Rumplestiltskin tenga que conformarse con lo que logró la primera vez que jugamos. El doctor Starks está muerto y desaparecido. Ganó la partida. Pero yo seguiré adelante y me convertiré en lo que quiera. Puedo ganar huyendo. Ganar escondiéndome, siguiendo vivo ‘¡ en el anonimato. ¿No le resulta extraño, doctor? Nosotros que trabajamos tanto para ayudarnos a nosotros mismos y a nuestros pacientes a enfrentarse con los demonios que los persiguen y atormentan, podemos protegernos escapando. Ayudamos a los pacientes a convertirse en algo, pero yo puedo convertirme en nada y de este modo ganar. ¿No le parece irónico?
Lewis sacudió la cabeza.
– Había previsto esta reacción -afirmó despacio-. Imaginé que me darías esta respuesta.
– Pues entonces se lo repito: baje el arma y me marcharé -dijo Ricky-. Suponiendo que la información que busco esté en este sobre.
– En cierto modo -aseguró el anciano. Susurraba con una sonrisa desagradable-. Pero tengo un par de preguntas más, si no te importa.
Ricky asintió.
– Te he hablado del pasado de ese hombre. Y contado mucho más de lo que has asimilado hasta ahora. ¿Y qué te he dicho de su relación conmigo?
– Habló de una especie de lealtad y amor extraños. El amor de un psicópata.
– El amor de un asesino por otro. ¿No te parece muy interesante?
– Fascinante. Y si todavía fuera psicoanalista, sentiría curiosidad y estaría ansioso por estudiarlo. Pero ya no lo soy.
– Pues te equivocas. -Lewis se encogió de hombros-. Creo que uno no puede dejar de ser analista con la facilidad que tú pareces considerar posible. -El anciano negó con la cabeza. Todavía no había soltado el revólver ni dejado de apuntar a Ricky-. Creo que la sesión ha terminado, Ricky -prosiguió-, y ha sido la última.
Pero antes de dar por concluido tu análisis quiero que te plantees la siguiente pregunta: si Rumplestiltskin tenía tantos deseos de ver cómo te suicidabas después de haberle fallado a su madre, ¿qué querrá que te pase cuando crea que me has matado?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Ricky.
Lewis no contestó. En lugar de eso, se dirigió el revólver a la sien, sonrió como un demente y apretó el gatillo.
Ricky medio gritó y medio aulló de la impresión y la sorpresa. Su voz pareció fundirse con el eco de la detonación.
Se balanceó en la butaca, casi como si la bala que había explotado en la cabeza del viejo psicoanalista se hubiera desviado y le hubiera acertado en el pecho. Para cuando el estruendo del disparo se perdió en el aire de la noche, estaba de pie junto a la esquina de la mesa observando al hombre en quien antes había confiado sin reservas. El doctor Lewis había caído hacia atrás, un poco retorcido por la fuerza del impacto en su sien. Le habían quedado los ojos abiertos y mantenía la mirada fija con macabra intensidad. Una salpicadura escarlata de sangre y materia encefálica había manchado la estantería, y de la herida abierta manaba sangre a borbotones, de un granate intenso, que le bajaba por la cara y el mentón y le goteaba en la camisa. El revólver le resbaló entre los dedos y cayó al suelo, amortiguado por la elegante alfombra persa. Ricky soltó un grito ahogado al ver cómo el cuerpo del anciano se estremecía en un último estertor, cuando sus músculos sintonizaron con la muerte.
Inspiró hondo. Recordó que no era la primera vez que veía la muerte. Cuando era residente y hacía turnos en medicina interna y urgencias, más de una persona había muerto en su presencia.
Pero siempre había estado rodeada de aparatos y personas que intentaban salvarle la vida. Incluso cuando su mujer había sucumbido al cáncer, había formado parte de un proceso que le resultaba conocido y que proporcionaba contexto, aunque fuera terrible, a lo que sucedía.
Esto era distinto. Era salvaje. Era asesinato, y especializado.
Notó que le temblaban las manos corno a un anciano. Tuvo que esforzarse en dominar el impulso de echar a correr dominado por el pánico.
Trató de organizar sus ideas. Todo estaba en silencio y oía su respiración jadeante, como un hombre en la cima de una montaña respirando el aire puro sin sentir demasiado alivio. Parecía como si todos los tendones de su cuerpo se hubieran hecho un nudo, y que sólo salir huyendo liberaría la tensión. Se agarró al borde de la mesa e intentó calmarse.
– ¿Qué me ha hecho, doctor Lewis? -dijo en voz alta.
Su voz parecía fuera de lugar, como una tos en medio de un solemne oficio religioso.
Al instante supo la respuesta: había intentado matarle. Esa bala podía matar a dos hombres, porque había tres personas en este mundo que no ponían límite a sus reacciones y que se iban a tomar muy mal la muerte del viejo médico. Y culparían a Ricky, con independencia de cualquier indicio de suicidio.
Pero era aún más complicado. Lewis no sólo quería matarlo.
Había apuntado a Ricky con un arma y podría haber apretado el gatillo sin problemas, aun sabiendo que Ricky podría devolverle el disparo antes de morir. Lo que el viejo quería era dotar a todas las personas que participaban en el mortífero juego de una depravación moral que igualara la suya. Eso era más importante que la mera muerte de Ricky y de él mismo. Ricky intentó respirar por encima de las ideas que lo ahogaban. Comprendió que nunca se había tratado sólo de la muerte, sino del proceso; de cómo se llegaba a la muerte.
Un juego digno de ser inventado por un psicoanalista.
Inspiró de nuevo el aire cargado del estudio. Rumplestiltskin podía haber sido el agente de la venganza y también el instigador, pero el diseño del juego era obra del hombre que tenía muerto frente a él. De eso estaba seguro.
Lo que significaba que, cuando Lewis afirmaba conocer los hechos, lo más probable es que fuera verdad. O por lo menos, de alguna versión perversa y retorcida de ellos.
Tardó unos segundos en percatarse de que seguía sosteniendo el sobre que su mentor le había entregado. Le costó apartar los ojos del cadáver del anciano. Era como si el suicidio fuera hipnótico. Pero por fin lo hizo y, tras abrir el sobre, sacó una única hoja.
Leyó con rapidez:
Ricky:
El pago de la maldad es la muerte. Piensa en este último momento como en un impuesto que he pagado por todo lo que be hecho mal. Tienes delante de ti la información que buscas, pero ¿podrás encontraría? ¿No es eso lo que hacemos? ¿Explorar el misterio que es evidente? ¿Encontrar pistas que tenemos delante de las narices y que nos gritan a la cara?
No sé si tendrás suficiente tiempo ni si eres bastante inteligente para ver lo que tienes que ver. Lo dudo. Creo que probablemente mueras esta noche, de un modo más o menos parecido a mi.
Sólo que tu muerte será más penosa porque tu culpa es menor que la mía.
La carta no estaba firmada.
Ricky absorbía bocanadas de pánico con cada inspiración.
Empezó a buscar por la habitación. El tictac del reloj de pared señalaba serenamente cada segundo que pasaba, y Ricky fue consciente de repente de ese sonido. Hizo cálculos: ¿cuándo habría llamado el anciano a Merlin y Virgil, y tal vez a Rumplestiltskin, para advertirles que él iba de camino? De la ciudad a esa casa había dos horas, tal vez algo menos. ¿Cuánto le quedaría? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Un cuarto de hora? Sabía que debía irse, alejarse de la muerte que tenía delante de los ojos, aunque sólo fuera para poner en orden su cabeza e intentar decidir el paso siguiente, si es que le quedaba alguno. De golpe, se le antojó que era estar en una partida de ajedrez con un gran maestro e ir moviendo las piezas al azar, sabiendo cada vez que el adversario podía prever dos, tres, cuatro o más movimientos.
Tenía la boca seca y se sentía sofocado.
«Justo delante», pensó.
Rodeó con cuidado la mesa para evitar rozar el cadáver del analista y alargó la mano hacia el cajón superior, pero se detuvo.
«¿Qué puedo dejar? -pensó-. ¿Algún cabello? ¿Huellas dactilares? ¿ADN? ¿He cometido siquiera un delito?»
Entonces pensó que había dos clases de delitos. La primera provocaba sólo que la policía y los fiscales reclamaran justicia. La segunda también sacudía el corazón de las personas. Y a veces las dos se mezclaban. La mayoría de lo que había ocurrido se inscribía en la segunda, pero lo que le preocupaba realmente era el juez, el jurado y el verdugo que se dirigían hacia allí.
No había forma de esquivar estas cuestiones. Se dijo que debía confiar en el simple hecho de que el hombre cuyas huellas y demás sustancias iban a quedar en el estudio del fallecido también estaba muerto y que eso podría proporcionarle cierta protección, aunque sólo fuera de la policía, que seguramente acudiría a la casa en algún momento de la noche. Abrió el cajón.
Estaba vacío.
Con rapidez, hizo lo mismo con los demás cajones. También vacíos. Era evidente que el doctor Lewis había dedicado tiempo a limpiarlos a fondo. Ricky pasó los dedos bajo la superficie del tablero, pensando que tal vez habría algo escondido. Se agachó y buscó, en vano. Luego devolvió la atención al hombre muerto.
Inspiró hondo y metió los dedos en sus bolsillos. También vacíos.
Nada en el cuerpo. Nada en la mesa. Era como si el viejo analista se hubiera ocupado de limpiar bien su mundo. Ricky asintió. Un psicoanalista sabe mejor que nadie qué revela la identidad de uno.
De lo que se desprende que, al desear borrar la pizarra de la identidad, sabrá mejor que nadie cómo erradicar señales reveladoras de la personalidad.
Recorrió otra vez la habitación con la mirada. Se preguntó si habría alguna caja fuerte. Vio el reloj, y eso le dio una idea. Lewis había hablado sobre el tiempo. Tal vez fuera una pista. Se abalanzó hacia la pared y buscó detrás del reloj.
Nada.
Quería gritar de rabia. «Está aquí», se insistió.
Inspiró de nuevo. A lo mejor, lo único que pretendía el anciano era que siguiera ahí cuando llegara su asesina descendencia adoptada. ¿Cuál era el juego? A lo mejor quería que todo terminara esa noche. Recogió su arma y se volvió hacia la puerta.
Sacudió la cabeza. No, eso sería una mentira sencilla, y las mentiras del doctor Lewis eran muy complejas. En el estudio había algo.
Se volvió hacia la estantería. Hileras de libros de medicina y psiquiatría, la obra completa de Freud y Jung, algunos estudios y ensayos clínicos modernos. Libros sobre la depresión. Libros sobre la ansiedad. Libros sobre los sueños. Decenas de libros que contenían sólo una modesta parte de los conocimientos acumulados sobre las emociones humanas. Incluido el libro que había recibido la bala de Ricky. Observó el título: Enciclopedia de psicopatología; el disparo había arrancado las cuatro últimas letras.
Se detuvo, con la mirada fija al frente.
¿Un texto sobre psicopatología? En su profesión se trataba casi exclusivamente con emociones poco alteradas, no con las realmente oscuras y retorcidas. De todos los libros en los estantes, era el único que desentonaba ligeramente, y eso sólo lo captaría otro analista.
El doctor Lewis se había reído al ver dónde había ido a parar la bala, se había reído y había comentado que era adecuado.
Ricky se abalanzó hacia la estantería y cogió el libro. Estaba encuadernado en negro con letras doradas en la cubierta, era grueso y pesado. Lo abrió.
En la primera página había escritas unas gruesas palabras en rojo: «Buena elección, Ricky. ¿Podrás encontrar ahora las entradas correctas?».
Levantó la mirada y oyó el tictac del reloj. No creía que en ese momento tuviera tiempo de contestar a esa pregunta.
Se alejó un paso de la estantería, a punto de echar a correr, pero se detuvo. Se giró, cogió otro libro de otro estante y lo colocó en el espacio que había dejado libre el que había quitado para ocultar su ausencia.
Echó otro vistazo alrededor, pero no vio nada que le llamara la atención. Lanzó una última mirada al cadáver del viejo analista, que parecía haberse vuelto gris en los pocos instantes que la muerte llevaba con él. Pensó que debería decir o sentir algo, pero no estaba seguro de lo que podría ser, así que salió corriendo.
La noche lo cubrió en cuanto salió con sigilo de la casa. Con unas cuantas zancadas se alejó de la puerta principal y de la luz que salía del estudio, y la oscuridad veraniega lo engulló. Entre las sombras negras miró atrás con rapidez. Los apacibles sonidos rurales interpretaban su habitual melodía nocturna, sin tonos discordantes que indicaran que una muerte voluntaria formaba parte del paisaje. Se detuvo un instante e intentó valorar cómo ese último año había sido eliminado hasta el último resquicio de su ser. La identidad es una capa de experiencia pero le parecía que quedaba muy poco de lo que había creído ser. Lo único que le quedaba era su infancia. Su vida adulta estaba destrozada. Pero habían separado de él ambas mitades de su existencia, sin que pareciera poder recuperarlas. Esta idea le dio náuseas.
Siguió huyendo.
Adoptó un ritmo cómodo y, con pasos que se mezclaban con los sonidos de la noche, se dirigió al coche. Llevaba la enciclopedia de psicopatología en una mano y el arma en la otra. Sólo había recorrido la mitad de la distancia cuando oyó el ruido de un vehículo avanzando deprisa por la carretera hacia él. Levantó la mirada y vio unos faros aparecer por una curva distante, acompañados del sonido ronco de un motor potente que aceleraba.
De inmediato supo quién se dirigía hacia allí con tanta prisa.
Medio se agachó y gateó hacia un grupo de árboles. Se mantuvo agachado y vio un gran Mercedes negro pasar a toda velocidad.
Los neumáticos chirriaron en la siguiente curva.
Se levantó y salió disparado. Fue una carrera frenética que provocó que los músculos se le quejaran y los pulmones le quedaran al rojo vivo por el esfuerzo. Alejarse era lo primordial, su única preocupación. Corrió con una oreja puesta en lo que ocurría detrás, atento al sonido del coche. Tenía que ganar distancia.
Obligó a sus pies a avanzar, convencido de que no se quedarían mucho rato en la casa; sólo unos momentos para evaluar la muerte del anciano y comprobar si él seguía ahí. O si estaba cerca. Sabrían que sólo habían transcurrido unos minutos entre los hechos y su llegada, y querrían cubrir esa distancia.
En unos minutos había llegado al coche. Buscó a tientas las llaves, que le resbalaron y tuvo que recoger del suelo, jadeando de tensión. Se puso al volante y encendió el motor. Todos sus instintos le decían que acelerara. Que huyera. Que se alejara. Pero contuvo esos impulsos e intentó mantener la atención.
Se obligó a pensar.
No podría escapar con ese automóvil. Había dos rutas de vuelta a Nueva York, la autopista por la ribera occidental del Hudson y la Taconic Parkway por la otra. Tendrían un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar y alcanzarlo. La matrícula de New Hampshire en la parte trasera del coche de alquiler era un signo que les revelaría quién iba al volante. Tal vez habían obtenido una descripción del vehículo y su matrícula en la compañía de alquiler de Durham. De hecho, eso era lo más probable.
Tenía que hacer algo que los desconcertara.
Algo que sus tres perseguidores no hubieran previsto.
Mientras decidía qué hacer le temblaban las manos. Se preguntó si le resultaría más fácil jugar con su vida ahora que ya había muerto una vez.
Puso una marcha y condujo despacio hacia la casa del viejo analista. Se apretujó hacia abajo en el asiento todo lo que pudo para no resultar visible y no superó el límite de velocidad. Se dirigió al norte por la vieja carretera, dejando atrás la relativa seguridad de la ciudad.
Se acercaba al camino de entrada de la casa donde acababa de estar, cuando vio los faros del Mercedes bajar hacia la carretera. Oyó el crujido de la grava bajo las ruedas. Redujo un poco la marcha (no quería pasar justo frente a los faros del coche) y dio tiempo a que el coche saliera a la carretera y se dirigiera en su dirección con una fuerte aceleración. Llevaba puestas las luces largas y, cuando el Mercedes cubrió la distancia, puso las cortas como se supone que hay que hacer y, cuando lo tuvo encima, puso otra vez las largas como cualquier conductor irritado que hace señales al coche que se le acerca. El efecto fue que ambos vehículos pasaron muy cerca con las largas puestas. Ricky sabía que, igual que lo habían deslumbrado un instante, él a ellos también. Pisó el acelerador y se escabulló con rapidez tras una curva. Esperaba que nadie del otro coche hubiese tenido tiempo de volverse y detectar la matrícula.
Dobló a la derecha en la primera carretera secundaria que vio y apagó las luces. Trazó una U a oscuras, iluminado sólo por la luna. Evitó pisar el freno para que no se encendieran las luces rojas de atrás. Después, esperó para ver si lo seguían.
La carretera permaneció vacía. Esperó cinco, diez minutos, lo suficiente para que los del Mercedes se decidieran por una de las dos rutas alternativas y pusieran el coche a ciento sesenta kilómetros por hora para intentar darle alcance.
Arrancó de nuevo y siguió conduciendo al norte casi sin rumbo, por carreteras y caminos secundarios. Sin dirigirse a ningún sitio en especial. Pasada casi una hora, dio media vuelta para regresar a la ciudad. Era bien entrada la noche y no circulaban muchos vehículos. Condujo a un ritmo constante pensando lo próximo y oscuro que se había vuelto su mundo y tratando de encontrar una manera de devolverle la luz.
Llegó a la ciudad de madrugada. Nueva York parece estar cambiando de manos a esa hora, cuando la energía de los trasnochadores en busca de aventura, tanto la gente guapa como la decrépita, cede paso a los trabajadores, con el mercado de pescado y los transportistas que empiezan a apoderarse del día. La transición en las calles relucientes de humedad y luces de neón es inquietante.
Ricky pensó que era un momento peligroso de la noche. Un momento en que las inhibiciones y las moderaciones parecen reducirse y el mundo está dispuesto a correr riesgos.
Había vuelto al apartamento alquilado, donde tuvo que dominar el impulso de echarse sobre la cama y dejarse vencer por el sueño. Se dijo que las respuestas figuraban en aquel libro sobre psicopatología. Sólo tenía que leerlas. La pregunta era dónde.
La enciclopedia tenía setecientas setenta y nueve páginas y estaba organizada alfabéticamente. Hojeó unas cuantas páginas, pero no encontró ningún dato que le indicara nada. Aun así, mientras estaba enfrascado en el libro como el monje de un antiguo monasterio, sabía que lo que buscaba estaba en alguna parte.
Se retrepó en la silla y se dio golpecitos en los dientes con un lápiz. Estaba en el lugar adecuado pero, a no ser que estudiara todas las páginas, no sabía muy bien qué hacer. Se dijo que tenía que pensar como su viejo analista. Un juego. Un desafío. Un acertijo.
«Las respuestas están aquí -pensó-. Dentro de un texto sobre psicopatología.»
¿Qué le había dicho? Virgil era actriz. Merlin, abogado. Rumplestiltskin, un asesino a sueldo. Tres profesiones aunadas. Mientras hojeaba las páginas intentando reflexionar sobre el problema al que se enfrentaba, pasó las dedicadas a la letra V. Casi por casualidad, sus ojos captaron una señal en la primera página de esa letra, que empezaba en la 559. En el margen superior, escrito con el mismo bolígrafo que Lewis había usado para su saludo en la primera página, figuraba el quebrado uno es a tres. Un tercio.
Eso era todo.
Buscó las entradas de la M. En un sitio parecido había otro par de números, pero ahora se trataba de un cuarto, escrito uno barra cuatro. En la página inicial de la R encontró una tercera indicación: dos quintos. Dos barra cinco.
No tuvo la menor duda de que eran claves. Ahora tenía que descifrarlas.
Se inclinó en el asiento y se balanceó despacio atrás y adelante, como si quisiera aplacar un estómago algo revuelto; movimientos casi involuntarios mientras se concentraba en el problema. Era el acertijo sobre la personalidad más complejo que se le había presentado nunca. El hombre que lo había tratado para conducirlo a través de su propia personalidad, que había sido su guía hacia la profesión y que al final había facilitado los medios para su muerte, le entregaba un último mensaje. Ricky se sintió como un antiguo matemático chino trabajando con un ábaco mientras las bolitas negras repiqueteaban al pasarlas de un lado a otro para efectuar cálculos a medida que la ecuación crecía.
«¿Qué sé en realidad?», se pregunto.
Comenzó a formarse mentalmente un retrato, empezando por Virgil. El doctor Lewis había dicho que era actriz, lo que tenía sentido porque había actuado todo el rato. La hija de la pobreza, la menor de los tres, que había pasado vertiginosamente de tan poco a tanto. Ricky se planteó cómo le habría afectado eso. Ocultos en su inconsciente habría cuestiones de identidad, dudas sobre quién era en realidad. De ahí la decisión de dedicarse a una profesión que requería rediseñarse a uno mismo sin cesar. Un camaleón. Los papeles predominaban sobre las verdades. Ricky asintió. Un rasgo de agresividad, además, y una tensión nerviosa que indicaba amargura. Pensó en todos los factores que habían intervenido en formarla tal como era y en lo ansiosa que había estado por figurar en el drama que había arrastrado a la muerte al doctor Lewis.
Ricky cambió de postura en la silla. «Haz una suposición -se dijo-. Una hipótesis inteligente.»
Trastorno narcisista de la personalidad.
Buscó en la enciclopedia la N de «narcisismo» y luego esa patología en particular.
El pulso se le aceleró. Lewis había señalado varias letras entre las palabras con un marcador amarillo. Anotó las letras y se recostó de golpe con la mirada fija en el galimatías. No tenía sentido.
Volvió a la definición de la enciclopedia y recordó la clave: un tercio. Esta vez anotó la tercera letra después de las señaladas. Fue inútil de nuevo.
Se replanteó el dilema. En esta ocasión, tomó las letras que estaban a tres palabras de distancia. Pero antes de escribirlas se le ocurrió que era uno partido por tres, y buscó las letras tres líneas más abajo.
Las dos primeras señaladas formaban una palabra: LA.
Siguió con rapidez y obtuvo una segunda palabra: AGENCIA.
Había cinco señales más. Con el mismo esquema, formaban JONES.
Se dirigió a la mesilla de noche, donde había una guía telefónica de Nueva York. Buscó en la sección teatral y, en medio de varias entradas, encontró un pequeño anuncio con un número de centralita a nombre de «la Agencia Jones. Una agencia teatral y de talentos dedicada a las estrellas del mañana».
Uno menos. Ahora, el abogado Merlin.
Se lo imaginó: cabello bien peinado; traje sin arrugas, adaptado a los matices de su cuerpo. Hasta su ropa informal era elegante. Recordó sus manos. Manicuradas. Un hijo mediano:
quería que todo estuviera ordenado, porque no soportaba el desbarajuste de la vida anómala de donde procedía. Debía de odiar su pasado, adorar la seguridad que veía en su padre adoptivo, incluso a pesar de que el viejo analista lo había manipulado sistemáticamente. Era el que arreglaba las cosas, el que las hacía posibles, el hombre que se había ocupado de las amenazas y del dinero, y que había arremetido contra la vida de Ricky sin miramientos.
Este diagnóstico fue más sencillo: trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad.
Se dirigió con rapidez a ese apartado de la enciclopedia y vio la misma serie de letras destacadas. Usó la clave proporcionada y enseguida obtuvo una palabra que le sorprendió: ARNESON. No era lo que se dice un revoltijo de letras pero tampoco algo reconocible.
Se detuvo un momento porque no parecía tener sentido. Luego vio que la siguiente letra era una C.
Retrocedió, comprobó la clave, frunció el entrecejo y, de repente, lo comprendió. Las letras restantes deletreaban la palabra:
FORTIER.
Un caso judicial.
No estaba seguro del juzgado donde encontraría Arneson contra Fortier, pero era probable que una visita a un funcionario con un ordenador y el acceso a la lista de casos en trámite sirviera para averiguarlo.
A continuación pensó en el hombre situado en el centro de todo lo que había ocurrido: Rumplestiltskin. Consultó las entradas de la P que trataban sobre los PSICÓPATAS. Había un subapartado para HOMICIDAS.
Y ahí estaban las señales que esperaba.
Descifró pronto las letras y las anotó en una hoja. Al terminar, enderezó la espalda y suspiró profundamente. Después arrugó el papel y lanzó la bola a la papelera.
Soltó una serie de juramentos, que sólo ocultaban lo que medio había esperado.
El mensaje obtenido decía: ÉSTE NO.
Ricky no durmió demasiado, pero la adrenalina le daba energías.
Se duchó, se afeitó y se puso chaqueta y corbata. Una visita a la hora del almuerzo a los tribunales y untar un poco a un funcionario detrás del mostrador le había proporcionado información sobre Arneson contra Fortier. Era un litigio civil en un tribunal superior, cuya vista previa estaba fijada para la mañana siguiente.
Por lo que entendió, las dos partes litigaban por una transacción inmobiliaria que había salido mal. Había demandas y contrademandas y cantidades considerables de dinero extraviadas entre un par de promotores acaudalados de Manhattan. Ricky supuso que era la clase de caso en el que las partes son ricas y están enfadadas y poco dispuestas a llegar a un acuerdo, lo que significa que todos terminan perdiendo salvo los abogados, que se llevan unos jugosos emolumentos. Era tan mundano y corriente que Ricky casi sintió desdén. Pero con una sombría sensación desagradable, supo que, en medio de todos esos alegatos, actitudes, poses y amenazas entre un puñado de abogados, encontraría a Merlin.
La lista de casos le aportó los nombres de todas las partes involucradas. Ninguno le resultó conocido. Pero uno correspondía al hombre que estaba buscando.
La vista estaba fijada para la mañana siguiente, pero Ricky fue al Palacio de Justicia esa tarde. Permaneció unos instantes frente al enorme edificio de piedra gris contemplando la escalinata que conducía a las columnas de la entrada. Pensó que, años atrás, los arquitectos del edificio habían pretendido dotar a la justicia de grandiosidad e importancia, pero después de todo lo que le había ocurrido, Ricky creía que la justicia era un concepto mucho más pequeño y menos noble, la clase de concepto que cabria en una cajita de cartón.
Entró, recorrió los pasillos entre los juzgados y se sumó al ir y venir de la gente mientras observaba los ascensores y las escaleras de emergencia. Se le ocurrió que si podía averiguar el juez asignado al caso Arneson contra Fortier, seguramente descubriría quién era Merlin con sólo describirlo a la secretaria del juez. Pero eso levantaría sospechas. Alguien le recordaría más tarde, si conseguía la información que quería.
Ricky (sin dejar de pensar como Frederick Lazarus) quería que su proceder resultara totalmente anónimo.
Vio algo que podría ayudarle: había muchos tipos diferenciados que deambulaban por el edificio. Los que llevaban traje con chaleco eran sin duda los abogados con asuntos importantes. También había algunos de aspecto no tan adinerado, pero todavía presentables. Ricky los incluyó en la categoría que comprendía a la policía, los jurados, los demandantes, los acusados y el personal de los juzgados. Todos los que parecían tener más o menos una razón para estar ahí y sabían qué función desempeñaban. Por último, había una tercera categoría, marginal, que le fascinaba: la de los mirones.
Su mujer se los había descrito una vez, mucho antes de que le diagnosticaran su enfermedad y su vida se volviera una serie de visitas al médico, tratamientos, dolor e impotencia. Eran jubilados o personas sin nada mejor que hacer a los que les resultaba entretenido ver juicios y pasearse por los juzgados. Como los observadores de aves en el bosque, iban de un caso a otro, buscando declaraciones espectaculares y conflictos interesantes, reservándose quizá los asientos en las salas donde se ventilaban casos prominentes, cargados de publicidad. Su aspecto era modesto, en ocasiones sólo algo superior al de quienes vivían en la calle. Estaban a un paso del hospital para veteranos del ejército o de una residencia de la tercera edad y llevaban prendas de poliéster sin importarles el calor que hiciera. A Ricky le pareció un grupo en el que le seria fácil infiltrarse.
Al salir del Palacio de Justicia ya estaba urdiendo su plan.
Tomó un taxi hasta Times Square, donde entró en una de las muchas tiendas de artículos de broma donde se puede comprar una edición falsa del New York Times con el nombre de uno en un titular. Pidió al encargado de la impresora media docena de tarjetas de visita falsas. Después tomó otro taxi que lo llevó hasta un edificio de oficinas en el East Side. En la entrada había un guardia jurado que le pidió que firmara, lo que hizo con una floritura estampando el nombre de Frederick Lazarus, y escribió «productor» en la casilla de «ocupación». El guardia le dio un plástico con el número seis, que designaba la planta a la que iba. Ni siquiera echó un vistazo al registro de entradas cuando Ricky se lo devolvió.
«La seguridad se basa en impresiones», pensó Ricky. Tenía el aspecto adecuado y actuaba con una confianza brusca que desafiaba al guardia a que le hiciera preguntas. Creía que era una interpretación discreta, pero Virgil habría sabido apreciarla.
Al entrar en las oficinas de la Agencia Jones le recibió una atractiva recepcionista.
– ¿En qué puedo servirle? -preguntó.
– He hablado antes con alguien acerca de un anuncio publicitario que vamos a rodar -mintió Ricky-. Estamos buscando caras nuevas y qué talentos hay disponibles. Iba a echar un vistazo a su portafolio…
– ¿Recuerda con quién habló? -preguntó la recepcionista, algo recelosa.
– No, lo siento. Telefoneó mi secretaria -dijo Ricky. La mujer asintió-. Tal vez podría echar un vistazo a algunas fotos y usted orientarme después.
– Por supuesto. -La joven sonrió y sacó una carpeta grande, de piel, de debajo de la mesa-. Éstos son nuestros clientes actuales. Si ve alguno que le interese, le dirigiré al agente que se encarga de sus compromisos.
Le señaló un sofá de piel en un rincón. Ricky tomó el portafolio y empezó a hojearlo.
La séptima foto de la carpeta era la de Virgil.
– Hola -dijo Ricky en voz baja cuando volvió la página y vio su nombre real, dirección, número de teléfono y nombre del agente junto con una lista de interpretaciones teatrales en Broadway y de intervenciones en anuncios publicitarios. Lo anotó todo en su libreta. Luego hizo otro tanto con dos actrices más. Devolvió el portafolio a la recepcionista y consultó su reloj.
– Lo siento pero llego tarde a otra cita -se disculpó-. Hay un par que parecen tener el aspecto adecuado, pero habrá que verlas en persona antes de llegar a un acuerdo.
– Por supuesto -dijo la joven.
Ricky siguió aparentando prisa y agobio.
– Mire, voy muy mal de tiempo. ¿Podría llamar usted a estas tres y citarlas para que se reúnan conmigo? Veamos, ésta para almorzar a mediodía en el Vincent’s, en la 82 Este. Y las otras dos, pongamos a las dos y a las cuatro de la tarde en el mismo sitio. Se lo agradecería. Es que corre un poco de prisa, no sé si me entiende.
– Los agentes son quienes suelen acordar todas las citas, señor… -indicó la recepcionista, que parecía desconcertada.
– Lo sé. Pero sólo estaré en la ciudad hasta mañana y después regresaré a Los Ángeles. Lamento tener que tratar el asunto con tanta urgencia.
– Veré qué puedo hacer. ¿Me da su nombre?
– Ulysses -dijo Ricky-. Richard Ulysses. Pueden localizarme en este número.
Sacó una de las tarjetas de visita falsas. Ponía PRODUCCIONES EL VELO DE PENÉLOPE. Como si fuera lo más natural del mundo, tomó un bolígrafo de la mesa y tachó el teléfono falso de California para escribir en su lugar el número del último móvil. Se aseguró de tachar bien el número inexistente. Confiaba en que nadie de allí tuviera conocimientos de literatura clásica.
– Vea qué puede hacer -pidió-. Si hay cualquier problema, llámeme a este número. Venga, princesa, oportunidades más grandes han surgido de cosas más pequeñas. ¿Recuerda lo de Lana Turner en el drugstore? Bueno, tengo que irme. Más fotografías que ver, ya me entiende. En Nueva York hay muchas actrices. Detesto que alguien pierda una oportunidad por no acudir a una comida gratis.
Y Ricky se volvió y se marchó. No estaba seguro de que su enfoque dinámico y despreocupado funcionara.
Pero creía que sí.
Antes de dirigirse al Palacio de Justicia a la mañana siguiente, Ricky confirmó con el agente de Virgil la cita del almuerzo, además de las reuniones posteriores con las otras dos modelos-actrices, a las que Ricky no tenía intención de asistir. El hombre le había preguntado algunas cosas sobre los anuncios que Ricky, el productor, quería rodar, y éste había contestado con toda tranquilidad, mintiendo al detalle sobre la colocación de cierto producto en Extremo Oriente y Europa del Este, y los nuevos mercados que se abrían en esas zonas requerían que la industria publicitaria promocionara caras nuevas. Ricky pensó que se había vuelto un experto en hablar mucho sin decir nada, lo que, en su opinión, era la clase más efectiva de mentira que se podía decir. Cualquier duda que el agente pudiera haber albergado se disipó con rapidez en el entramado de ficciones de Ricky. Después de todo, de aquellas entrevistas podría salir algo y él recibiría un diez por ciento, o no salir nada, lo que no empeoraba su situación. Ricky sabía que si Virgil hubiese sido una artista de cierto renombre, podría haber tenido problemas. Pero todavía no lo era, lo que le había sido útil cuando le tocó arruinarle la vida, y ahora él se aprovechaba de su ambición sin sentir culpa alguna.
Dejó la pistola en el apartamento. No podía arriesgarse a que se disparara un detector de metal en el Palacio de Justicia. No obstante, se había acostumbrado a la seguridad que le daba el arma, aunque todavía no sabía si seria capaz de usarla para su verdadero propósito; un momento que creía se estaba acercando deprisa.
Antes de irse se contempló en el espejo del baño. Se había vestido impecablemente: pantalones, chaqueta, camisa blanca y corbata.
Ahora podría mezclarse con facilidad entre las personas que cruzaban los pasillos de los juzgados, lo que, de modo extraño, suponía la misma clase de protección que ofrecía la pistola, aunque fuera menos inapelable en sus acciones. sabía lo que quería hacer y que era como caminar en la cuerda floja.
Era consciente de que, para él, la línea que separaba matar, morir y ser libre era muy fina.
Mientras se miraba en el espejo, recordó una de las primeras clases que recibió sobre psiquiatría, en que el profesor de la facultad de medicina había explicado que daba lo mismo lo mucho que supieras sobre la conducta y las emociones, y lo muy seguro que estuvieras del diagnóstico y del comportamiento que esa neurosis y psicosis generaba, pues en última instancia jamás podías prever con total seguridad cómo iba a reaccionar un individuo. Según aquel profesor, había predictores y la mayoría de las veces la gente hacía lo que uno esperaba. Pero en ocasiones los pacientes desafiaban el pronóstico, lo que ocurría con suficiente frecuencia para que toda la profesión pareciera a menudo una sarta de conjeturas.
Se preguntaba si esta vez habría acertado.
Si era así, recuperaría su libertad. Si no, moriría.
Repasó la imagen reflejada en el espejo. «¿Quién eres ahora?
– se preguntó-. ¿Alguien o nadie?»
Este pensamiento le hizo sonreír. Sintió una maravillosa sensación casi de hilaridad. Libre o muerto. Como rezaba la matrícula de New Hampshire del coche: «Vive en libertad o muere». Por fin tenía algún sentido para él.
Sus pensamientos se dirigieron hacia las tres personas que lo perseguían. Los hijos de su fracaso. Criados para odiar a cualquiera que no les hubiera ayudado.
– Ahora te conozco -dijo en voz alta pensando en Virgil-.
Y ahora voy a conocerte a ti -prosiguió, pensando en Merlin.
Pero Rumplestiltskin seguía esquivo, una sombra en su imaginación.
Éste era el último temor que le quedaba. Pero era un temor considerable.
Asintió a la imagen del espejo. Había llegado la hora de actuar.
En la esquina había un supermercado grande, perteneciente a una cadena, con hileras de medicamentos para el resfriado que no precisaban receta, champú y pilas. Lo que tenía pensado para Merlin esa mañana lo recordaba de un libro que había leído sobre los gángsteres en el sur de Filadelfia. Encontró lo que necesitaba en una sección de juguetes baratos. El segundo elemento, en una parte de la tienda que ofrecía una discreta selección de material de oficina. Pagó en efectivo y, después de meterse los objetos en el bolsillo de la chaqueta, salió a la calle y paró un taxi.
Entró en el Palacio de Justicia como el día anterior, con el aspecto de un hombre con un objetivo muy distinto al que en realidad tenía en mente. Entró en los lavabos del segundo piso, sacó los objetos comprados y los preparó en unos segundos. Después dejó pasar algo de tiempo antes de dirigirse hacia la sala donde el hombre al que conocía como Merlin estaba argumentando una demanda.
Como imaginaba, la sala no estaba del todo llena. Varios abogados esperaban que les tocara el turno a su caso. Una docena de mirones ocupaban asientos en la parte central de la sala; algunos echaban una cabezadita, otros escuchaban con atención. Ricky entró sin hacer ruido con la puerta y se sentó detrás de unas personas mayores. Actuó con sigilo para resultar lo más discreto posible.
Más allá de la balaustrada había media docena de abogados y litigantes, sentados ante sólidas mesas de roble frente al estrado.
La zona situada delante de ambos equipos estaba llena de documentos y expedientes. Todos eran hombres, y estaban muy concentrados en las reacciones del juez. En esta vista previa no había jurado, lo que significaba que siempre hablaban hacia delante.
Tampoco había necesidad de volverse para actuar ante el público porque eso no tendría ningún efecto en la causa. Por consiguiente, ninguno de los hombres prestaba la menor atención a las personas sentadas aleatoriamente en las filas de asientos detrás de ellos. Tomaban notas, comprobaban citas de textos legales y trabajaban en la tarea que tenían entre manos, que consistía en intentar ganar algo de dinero para su cliente, pero sobre todo para ellos. A Ricky le pareció una especie de teatro estilizado en el que a nadie le importaba nada el público, sino sólo el crítico teatral que tenía delante, de toga negra. Cambió de postura en la silla y se mantuvo oculto y anónimo, que era lo que quería.
El entusiasmo le embargó cuando Merlin se levantó.
– ¿Tiene alguna objeción, señor Thomas? -preguntó el juez con brusquedad.
– Por supuesto, señoría -contestó Merlin con petulancia.
Ricky repasó la lista que había preparado con todos los abogados implicados en el caso. Mark Thomas, con despacho en el centro, figuraba en el centro del grupo.
– ¿Cuál? -quiso saber el juez.
Ricky escuchó unos instantes. El tono seguro y autosuficiente del abogado era el mismo que recordaba de sus encuentros. Hablaba con idéntica confianza tanto si lo que decía tenía alguna base real o legal como si no. Merlin era el hombre que había invadido la vida de Ricky con resultados tan desastrosos.
Sólo que ahora tenía un nombre. Y una dirección.
Y lo mismo que había ocurrido con Ricky, eso serviría para saber quién era Merlin.
Visualizó de nuevo las manos del abogado. Llevaba hecha la manicura. Y sonrió. Porque en la misma imagen mental observó la presencia de una alianza. Eso significaba una casa. Una esposa.
Tal vez niños. Todos los símbolos del que asciende, del joven profesional urbano que se dirige agresivamente hacia el éxito.
Sólo que el abogado Merlin tenía unos cuantos fantasmas en el pasado. Y era hermano de un fantasma de primera. Ricky le escuchó hablar y pensó en el complicado sistema psicológico de aquel hombre. Analizarlo habría sido un desafío apasionante para el psicoanalista que era antes. Para el hombre en que se había visto obligado a convertirse era algo más sencillo. Metió la mano en el bolsillo y tocó el juguete que llevaba en él.
En el estrado, el juez meneaba la cabeza y empezaba a sugerir que la vista se continuase por la tarde. Era la señal para que Ricky se marchara, lo que hizo en silencio.
Tomó posición junto a la escalera de emergencia, junto a unos ascensores. En cuanto vio al grupo de abogados salir de la sala, se escondió en la escalera. Esperó lo suficiente para ver que Merlin llevaba dos pesados maletines, llenos a rebosar de documentos y papeles del caso. Demasiado pesados para pasar del ascensor mas cercano.
Ricky bajó las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso.
Ahí había unas cuantas personas esperando el ascensor para bajar.
Se sumó a ellas con la mano alrededor del juguete que llevaba en el bolsillo. Levantó los ojos hacia el dispositivo electrónico que mostraba la posición del ascensor y vio que estaba parado en el tercer piso. Luego empezó a bajar. Ricky sabía algo: Merlin no era el tipo de persona que se situaría en el fondo para dejar sitio a otro.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un crujido.
Ricky se puso detrás de la gente. Merlin estaba justo en el centro del ascensor.
El abogado alzó los ojos, y Ricky fijó su mirada en ellos.
Hubo un momento de reconocimiento y Ricky vio asomar un pánico instantáneo al rostro del abogado.
– Hola, Merlin -dijo Ricky con calma-. Ahora sé quién eres.
Y a continuación se sacó el juguete del bolsillo y lo apuntó hacia el pecho del abogado. Era una pistola de agua con forma de Lúger alemana de la Segunda Guerra Mundial. Apretó el gatillo y un chorro de tinta negra acertó a Merlin en el pecho.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, las puertas se cerraron.
Ricky regresó deprisa a las escaleras. No bajó corriendo porque sabía que no podía llegar antes que el ascensor. Así que subió hasta el quinto piso y fue al lavabo de hombres. Allí echó la pistola de agua a una papelera después de limpiarla para borrar sus huellas dactilares, como habría hecho si el arma fuera de verdad, y se lavó las manos. Esperó unos instantes antes de salir y recorrió los pasillos hacia el lado opuesto del edificio. Como había averiguado el día anterior, en esa parte también había ascensores, escaleras y otra salida. Para bajar, se sumó subrepticiamente a un grupo de abogados que salían de otras vistas. Como esperaba, no había ni rastro de Merlin en la zona del vestíbulo a la que accedió. Merlin no estaba en posición de querer dar ninguna explicación sobre el motivo real de las manchas en su camisa y su traje.
Y muy pronto se daría cuenta de que la tinta que Ricky había usado era indeleble. Esperaba haber arruinado mucho más que una camisa, un traje y una corbata esa mañana.
El restaurante que Ricky había elegido para almorzar con la ambiciosa actriz era el favorito de su difunta esposa, aunque dudaba que Virgil pudiese relacionarlo. Lo había seleccionado porque tenía una característica importante: un gran cristal separaba la acera de los comensales. La iluminación del restaurante dificultaba ver el exterior, pero no costaba tanto observar el interior. Y la colocación de las mesas hacía más frecuente ser visto que ver. Era lo que quena.
Esperó hasta que un grupo de turistas, quizás una docena de hombres y mujeres que hablaban alemán y llevaban camisas chillonas y cámaras colgadas al cuello, pasara por delante del restaurante. Y entonces se unió a ellos, como había hecho antes en el Palacio de Justicia. «Es difícil reconocer una cara conocida entre un grupo de desconocidos cuando no se espera›~, pensó. Mientras la bandada de turistas pasaba, se giró con rapidez y vio que Virgil estaba sentada en un rincón del restaurante, como él había previsto, y aguardaba ansiosa. Y sola.
Una vez pasado el cristal, inspiró hondo una vez.
«Recibirá la llamada en cualquier momento», pensó Ricky.
Merlin no lo había hecho de inmediato, como él había imaginado.
Antes se había limpiado y disculpado con los demás abogados, que se habrían quedado horrorizados. ¿Qué excusa habría inventado?
Un adversario legal disgustado por haber perdido un juicio. Los demás podrían identificarse con eso. Los habría convencido de que no cabía llamar a la policía; él se pondría en contacto con el abogado del chalado de la pistola de tinta y quizás obtendría una orden de restricción. Pero se encargaría de ello él mismo. Los demás habrían estado de acuerdo y se habrían ofrecido a atestiguar o incluso a prestar declaración a la policía, si era necesario. Pero eso le habría llevado algo de tiempo, lo mismo que limpiarse, porque sabía que, pasara lo que pasase, tendría que volver al juzgado esa tarde. Cuando Merlin hiciera por fin su primera llamada, sería a su hermano mayor. Sería una conversación sustancial, que no se limitaría sólo a la descripción de lo ocurrido, sino a efectuar una valoración de sus implicaciones. Analizarían su situación y sus alternativas. Por fin, aun sin saber muy bien qué iban a hacer, colgarían. La siguiente llamada sería para Virgil, pero Ricky se había adelantado a esa llamada.
Sonrió, dio media vuelta bruscamente y entró en el restaurante con rapidez. Una recepcionista lo miró y empezó a hacerle la inevitable pregunta, pero él la interrumpió con un gesto de la mano a la vez que decía «Mi cita ya está aquí» y cruzaba veloz el restaurante.
Virgil estaba de espaldas y se movió al notar que alguien se acercaba.
– Hola -dijo Ricky-. ¿Me recuerdas?
La sorpresa se reflejó en el rostro de ella.
– Porque yo sí te recuerdo a ti -aseguró él, y se sentó.
Virgil no dijo nada, aunque se había echado hacia atrás, atónita. Tenía un book y un currículo en la mesa en previsión de la entrevista con el supuesto productor. Ahora, despacio, con parsimonia, los tomó y los dejó en el suelo.
– Supongo que no voy a necesitarlos -comentó.
Ricky captó dos cosas en su respuesta: exploración y necesidad de recobrar un poco la compostura. «Eso lo enseñan en las clases de interpretación -pensó-. Y ahora mismo está buscando en ese compartimiento concreto.»
Antes de que Ricky contestara, se oyó un zumbido procedente del bolso de Virgil. Un teléfono móvil. Ricky meneó la cabeza.
– Será tu hermano mediano, el abogado, para advertirte que aparecí en su vida esta mañana. Y muy pronto recibirás otra llamada, de tu hermano mayor, el que mata para ganarse la vida.
Porque él también querrá protegerte. No contestes.
Virgil detuvo la mano a medio camino.
– ¿O qué?
– Bueno, deberías hacerte la pregunta: «¿Está Ricky muy desesperado?». Y luego la que es evidente que le sigue: «¿Qué podría hacerme?».
Virgil no hizo caso del teléfono, que dejó de zumbar.
– ¿Qué podría hacerme Ricky? -preguntó.
– Ricky murió una vez -contestó éste con una sonrisa-, y ahora tal vez no le quede nada por lo que vivir. Lo que haría que morir por segunda vez fuera menos doloroso y puede que hasta un alivio, ¿no crees? -La observó con dureza, traspasándola con la mirada-. Podría hacerte cualquier cosa.
Virgil se movió incómoda. Ricky había hablado con dureza e intransigencia. Se recordó que la fuerza de su actuación de ese día radicaba en que era un hombre diferente al que se había dejado manipular y aterrorizar hasta el suicidio un año antes. Y se percató de que eso no se alejaba demasiado de la realidad.
– Así pues, ahora soy imprevisible. Inestable. Con una vena maníaca, además. Una combinación peligrosa, ¿no? Una mezcla volátil.
– Sí. Cierto -asintió la joven, que estaba recobrando algo de la compostura perdida mientras hablaba, justo como él había esperado que ocurriera. Sabía que era una mujer muy centrada-. Pero no vas a dispararme aquí, en este restaurante, delante de toda esta otra gente. No lo creo.
– Al Pacino lo hace -indicó Ricky encogiéndose de hombros-.
En El padrino. Estoy seguro de que la has visto. Cualquiera que desee ganarse la vida con la interpretación la ha visto. Sale del lavabo de hombres con un revólver en el bolsillo y dispara al otro mafioso y al capitán de policía corrupto en la frente, arroja el revólver a un lado y se va. ¿Lo recuerdas?
– Si -contestó, inquieta-. Lo recuerdo.
– Pero este restaurante me gusta. Antes, cuando era Ricky, venía con alguien a quien amaba, pero cuya presencia jamás aprecié en realidad. ¿Y por qué querría arruinar el delicioso almuerzo de los demás comensales? Además no es imprescindible que te dispare aquí, Virgil. Puedo hacerlo en muchos otros sitios. Ahora sé quién eres. Conozco tu nombre. Tu agencia. Tu dirección. Y, lo más importante, sé quién quieres ser. Conozco tu ambición. A partir de eso, puedo extrapolar tus deseos. Tus necesidades. ¿Crees que ahora que sé el quién, el qué y el dónde sobre ti no puedo deducir todo lo que necesite saber en el futuro? Podrías mudarte. Podrías incluso cambiarte de nombre. Pero no puedes cambiar quién eres ni quién quieres ser. Y ése es el problema, ¿no? Estás tan atrapada como lo estuvo Ricky. Igual que tu hermano Merlin, un detalle que averiguó esta mañana de forma bastante sucia. Una vez jugasteis conmigo sabiendo todos los pasos que daría y por qué.
Y ahora yo jugaré un nuevo juego con vosotros.
– ¿Qué juego es ése?
– Se llama «¿Cómo puedo seguir vivo?». Va de venganza. Creo que ya conoces algunas de sus reglas.
Virgil palideció. Cogió el vaso de agua con hielo y tomó un largo trago sin apartar los ojos de Ricky.
– Te encontrará, Ricky -susurró-. Te encontrará y te matara, y me protegerá porque siempre lo ha hecho.
Ricky se inclinó hacia delante, como un sacerdote que comparte un oscuro secreto en un confesionario.
– ¿Como cualquier hermano mayor? Bueno, puede intentarlo.
Pero ¿sabes qué?, apenas sabe nada acerca de quién soy ahora.
Los tres habéis estado persiguiendo al señor Lazarus y creísteis que lo teníais acorralado. ¿Cuántas veces? ¿Una? ¿Dos? ¿Tal vez tres? ¿Pensasteis que había sido cuestión de segundos que se os escapara la otra noche de la casa del hombre que se cruzó en nuestros caminos? Y además, ¡puf!, Lazarus está a punto de desaparecer. En cualquier momento, porque casi ha prestado ya todo su servicio en esta vida. Aunque antes de irse, quizá le cuente a quienquiera que vaya a ser yo a continuación todo lo que necesite saber sobre ti y Merlin, y ahora también sobre el señor R. Y si lo juntamos todo, Virgil, me parece que me convierte en un adversario muy peligroso. -Hizo una pausa y añadió-: Quienquiera que sea hoy. Quienquiera que pueda ser mañana.
Ricky se recostó en la silla y observó cómo sus palabras se reflejaban en la cara de la joven.
– ¿Qué me dijiste una vez, Virgil, sobre el nombre que usabas?
«Todo el mundo necesita un Virgilio que lo guíe hacia el infierno», o algo así.
– Sí.
Ella asintió y tomó otro sorbo de agua.
– Fue una buena observación -dijo él con una sonrisa irónica.
Y entonces se levantó, apartando la silla hacia atrás con rapidez.
– Adiós, Virgil -dijo inclinándose hacia ella-. Creo que no querrás volver a verme la cara nunca porque podría ser lo último que vieras.
Sin esperar respuesta, se volvió y salió con paso decidido del restaurante. No se quedó a ver cómo le temblaba la mano ni la mandíbula a Virgil, reacciones más que probables. «El miedo es algo extraño -pensó-. Se manifiesta de muchos modos externos, pero ninguno de ellos tan poderoso como el acero que te atraviesa el corazón y el estómago o la corriente que te recorre la imaginación.» Por una u otra razón se había pasado gran parte de su vida teniendo miedo de muchas cosas, en una secuencia interminable de temores y dudas. Pero ahora él provocaba miedo, y no estaba seguro de que la sensación le desagradara. Se perdió entre la masa de gente que iba a almorzar, dejando que Virgil, a la que dejó atrás, como había hecho con uno de sus hermanos, intentase evaluar en qué clase de peligro se encontraban en realidad. Avanzó con rapidez entre la multitud, esquivando los cuerpos de las personas como un patinador en una pista concurrida, pero tenía la cabeza en otra parte. Estaba intentando imaginar al hombre que tiempo atrás le había acechado hasta una muerte perfecta. Se preguntaba cómo reaccionaría ese psicópata cuando las dos únicas personas que quedaban en este mundo por las que sentía estima habían sido seriamente amenazadas.
Avanzó con rapidez por la acera.
«Querrá actuar deprisa -pensó-. Querrá resolver este asunto de inmediato. No querrá elaborar un plan como hizo antes. Ahora dejará que la cólera domine todos sus instintos y toda su preparación. Y, lo más importante: ahora cometerá un error.»
Normalmente, una o dos veces cada verano en aquellos años y vacaciones que le parecían ahora tan distantes, cuando su mujer seguía pautas normales y reconocibles, Ricky hacía una reserva con uno de los viejos y consumados guías de pesca que operaban en las aguas de Cape Cod para encontrar róbalos y bancos de anjovas.
No era que se considerara un pescador experto, y tampoco estaba especialmente dotado para las actividades al aire libre, pero le gustaba salir en una pequeña embarcación abierta a primera hora de la mañana, cuando la niebla todavía cubre el océano gris, y sentir aquel frío húmedo que desafiaba los primeros rayos de sol en el horizonte mientras el guía pilotaba el esquife por canales, bordeando bancos de arena, hasta las zonas de pesca. Y lo que le gustaba era la sensación de que, entre las olas siempre cambiantes, el guía sabía en qué parte había peces, incluso aunque se escondieran en las aguas profundas. Lanzar un cebo a través de tanto espacio frío con tantas variables como la marea y la corriente, la temperatura y la luz y saber encontrar el objetivo era algo que Ricky, el psicoanalista, había admirado y encontrado siempre fascinante.
Al reflexionar en su apartamento de Nueva York, pensó que se había embarcado en un proceso muy parecido. El cebo estaba en el agua. Ahora tenía que lograr que la presa tragara el anzuelo. No creía que tuviera más de una oportunidad con Rumplestiltskin.
Después de enfrentarse a sus hermanos pequeños se le había ocurrido que podía huir, pero no le serviría de nada. Se pasaría todo lo que le quedaba de vida sobresaltándose con cada ruido en la oscuridad, nervioso al escuchar cualquier cosa detrás de él, temeroso de cada desconocido que entrara en su campo de visión.
Una vida terrible, siempre escapando de algo y de alguien imposible de percibir, siempre con él rondando cada paso que diera.
Sabía con toda certeza que tenía que vencer a Rumplestiltskin en esta fase final. Era el único modo de recuperar el control sobre algo parecido a la vida que esperaba vivir.
Pensó que lo conseguiría. Los primeros pasos de su plan ya habían tenido lugar. Podía imaginarse la conversación que estarían manteniendo los hermanos en ese mismo instante, mientras él permanecía en aquel apartamento de alquiler. No sería por teléfono.
Tendrían que reunirse, porque querrían verse para asegurarse de que estaban a salvo. Habría voces levantadas. También unas cuantas lágrimas y un enfado considerable, quizás incluso insultos y acusaciones. Todo les había ido sobre ruedas al cobrarse su venganza contra todos los objetivos de su pasado. Sólo uno había salido mal, y ese uno era ahora origen de una ansiedad importante. Podía oír la frase «¡Tú nos metiste en esto!» gritada en la habitación hacia el psicópata que tanto significaba para ellos. Ricky pensó, con cierta satisfacción, que esa acusación contendría pánico, porque había conseguido abrir una brecha en los vínculos que unían al trío. Por muy persuasiva que hubiese sido la necesidad de venganza, por muy astuta que hubiese sido la conspiración contra Ricky y todos los demás, había un elemento que Rumplestiltskin no había previsto: a pesar de su compulsión a secundario, los dos hermanos menores seguían aspirando a llevar una vida convencional, normal a su propio modo. Una vida en el escenario y una vida en los tribunales, siguiendo ciertas reglas y restricciones reconocibles. Rumplestiltskin era el único de los tres que estaba dispuesto a vivir fuera de todo límite. Pero los otros no, y eso los volvía vulnerables.
Ricky había descubierto esa diferencia. Y sabía que era su mejor baza.
Sabía que se dirían palabras duras. A pesar de lo cruel y sanguinario que había sido el juego, en realidad los empujones, disparos y asesinatos habían quedado a cargo de uno solo de ellos.
Arruinar una reputación o destrozar unas cuentas de inversiones eran trabajos bastante desagradables, pero en ellos no se vertía sangre. Había habido una separación de las maldades, y las más oscuras habían quedado en unas únicas manos.
Estos trabajos habían recaído en el señor R. Del mismo modo que había soportado el peso de las palizas y la crueldad cuando crecían, la violencia en si era cosa suya. Los demás sólo le habían ayudado y cosechado con ello la satisfacción psicológica que proporciona la venganza. Era la diferencia entre quien facilita las cosas y quien las lleva a cabo. Pero ahora se daban cuenta de que su complicidad se había vuelto en su contra. “Creían que les había salido bien, pero no ha sido así», pensó Ricky. Sonrió para sus adentros. Decidió que no había nada tan devastador como darse cuenta de que ahora eres el perseguido cuando estás acostumbrado a ser el perseguidor. Y ésa era la trampa que había preparado, porque ni siquiera aquel psicópata dejaría de intentar recuperar la posición de superioridad que tan natural le es a un depredador. La amenaza a Virgil y a Merlin lo empujaría en esa dirección. Los pocos jirones de normalidad que conservaba el señor R eran los que lo conectaban con sus hermanos. Si en lo más profundo de su mundo psicopatológico quedaba algún vínculo con la humanidad, procedía de su relación con ellos. Estaría desesperado por protegerlos. Ricky se dijo que, de hecho, era sencillo. Había que asegurarse de que el cazador creyera que está cazando, acercándose a la presa, cuando en realidad estaba siendo conducido hacia una emboscada.
«Una emboscada basada en el amor», pensó con cierta ironía.
Encontró un papel y se esforzó un rato con un poema. Cuando le quedó como quería, llamó a la sección de anuncios del Village Voice. De nuevo, como antes, se encontró hablando con un empleado. Le dio algo de conversación, como había hecho en otras ocasiones. Pero esta vez procuró hacerle unas preguntas clave y proporcionarle información vital:
– Perdone, pero si estoy fuera de la ciudad, ¿puedo llamar y recibir igualmente las respuestas?
– Por supuesto -dijo el empleado-. Sólo tiene que marcar el código de acceso. Puede llamar desde cualquier sitio.
– Fantástico -contestó Ricky-. Verá, es que este fin de semana tengo que atender unos asuntos en Cape Cod, así que me voy allí unos días y quiero seguir recibiendo las respuestas.
– No será ningún problema -aseguró el empleado.
– Espero que haga buen tiempo. Han pronosticado lluvia. ¿Ha estado alguna vez en Cape Cod?
– En Provincetown. Hay mucha marcha el fin de semana después del Cuatro de Julio.
– Ni que lo diga -corroboró Ricky-. Yo siempre voy a Wellfleet. O por lo menos eso hacía antes. Tuve que vender la casa. Liquidación total por incendio. Ahora voy a ir para arreglar unas cuestiones pendientes, y después de vuelta a la ciudad y a toda esta rutina.
– Ya. Ojalá tuviera yo una casa en Cape Cod.
– Es un sitio especial. -Ricky hablaba con cuidado, pronunciando despacio cada palabra-. Sólo vas en verano, tal vez un poco en otoño y primavera, pero cada estación te acaba calando a su modo. Se convierte en tu hogar. Más que un hogar, en realidad. Un lugar para empezar y terminar. Cuando muera, quiero que me entierren allí.
– Yo sólo puedo desearlo -aseguró el empleado, algo envidioso.
– Quizás algún día -respondió Ricky, y se aclaró la garganta para decir el mensaje que deseaba publicar en la sección de clasificados. Lo había incluido bajo un discreto titular: BUSCANDO AL SR. R.
– ¿No querrá decir señor Regio? -preguntó el hombre.
– No -contestó Ricky-. Señor R está bien.
A continuación pronunció lo que esperaba fuera el último poema que tuviera que componer nunca:
– ¿Está aquí? ¿Está allá? Vete a saber.
En cualquier parte puede aparecer.
Puede que a Ricky le guste vagar, puede que haya vuelto a su hogar.
O quizá Ricky se quiera ocultar para que no lo puedan encontrar.
Un viejo lugar o un nuevo lugar, Ricky siempre logrará escapar.
Y aunque lo busque con apuro, el señor R nunca sabrá seguro cuándo Ricky pueda estar presente, no como amigo sino como oponente, para sembrar la muerte y el mal, y provocar de alguien el final.
– Vaya -dijo el empleado con un silbido largo y lento-. ¿Y dice usted que se trata de un juego?
– Sí -respondió Ricky-. Pero no habría mucha gente dispuesta a jugarlo.
El anuncio se iba a publicar el viernes siguiente, lo que dejaba a Ricky poco tiempo. Sabía lo que pasaría: el periódico llegaría a los quioscos la noche anterior, y sería entonces cuando los tres hermanos leerían el mensaje. Pero esta vez no contestarían en el periódico. Ricky supuso que sería Merlin, con sus tonos bruscos y exigentes de abogado y unos modales indirectamente amenazadores. Merlin llamaría al supervisor de los anuncios y descendería con rapidez por la jerarquía del periódico hasta encontrar al empleado que había recibido el poema por teléfono. Y le preguntaría a fondo sobre el hombre que llamó. Y el empleado recordaría enseguida la conversación sobre Cape Cod. Ricky imaginó que a lo mejor el hombre incluso recordaría su comentario de que le gustaría que algún día lo enterraran ahí; un pequeño deseo, en cierto sentido, pero que tendría mucho significado para Merlin. Después de obtener la información, la transmitiría a su hermano. Luego los tres volverían a discutir. Los dos hermanos pequeños estaban asustados, probablemente como nunca desde que eran niños y su madre los abandonó al suicidarse. Querrían acompañar al señor R en su búsqueda, sintiéndose responsables del peligro y también culpables de que tuviera que cuidar de ellos una vez más. Pero no sería verdad, y el hermano mayor tampoco querría aceptar. Esta muerte querría infligirla solo.
«Y, por lo tanto, actuará solo», pensó Ricky.
Solo y con la esperanza de terminar de una vez para siempre lo que le habían hecho creer que ya había concluido. Iba a tener prisa por dirigirse hacia otra muerte.
Se fue del apartamento tras comprobar que no dejaba ningún rastro de su existencia. Luego, antes de salir de la ciudad, efectuó otra serie de tareas. Cerró sus cuentas bancarias en las sucursales de Nueva York y fue a una oficina del centro para buscar un banco con agencias en el Caribe, donde abrió una simple cuenta corriente y de ahorros a nombre de Richard Lively. Cuando hubo terminado el papeleo y depositado una cantidad modesta del efectivo que le quedaba, salió del banco y caminó dos manzanas por la avenida Madison hasta la sucursal del Crédit Suisse frente a la que tantas veces había pasado en los días en que era un neoyorquino mas.
Una empleada estuvo más que dispuesta a abrir una cuenta al señor Lively. Era una mera cuenta de ahorros tradicional, pero con una característica interesante. Un día al año, el banco transferiría el noventa por ciento de los fondos acumulados directamente al número de cuenta que Ricky dio del banco caribeño. Sus comisiones se deducirían del resto. Eligió la fecha para esta transferencia con una especie de aleatoriedad cuidada. Al principio pensó en usar el día de su cumpleaños y luego el de su mujer. Después se planteó usar el día en que había fingido su muerte. También consideró usar el cumpleaños de Richard Lively. Pero por fin preguntó a la agradable joven, que se había esmerado en asegurarle la confidencialidad total y la inviolabilidad de las regulaciones bancarias suizas, cuándo era su cumpleaños. Como había esperado, no guardaba relación con ninguna fecha que pudiera recordar. Un día de finales de marzo. Eso le gustó. Marzo era el mes que marcaba el final del invierno y anunciaba la primavera, pero estaba lleno de falsas promesas y de vientos engañosos. Un mes variable. Le dio las gracias a la joven y le dijo que ése era el día que elegía para las transferencias.
Una vez terminados sus asuntos, Ricky volvió al coche. Mientras recorría las calles hacia la Henry Hudson Parkway en dirección al norte, no miró hacia atrás ni una sola vez. Tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo.
Devolvió el coche de alquiler y se pasó el día acabando con Frederick Lazarus. Cerró, canceló o liquidó cada carné, tarjeta de crédito y cuenta telefónica, todo lo relacionado con ese personaje. Incluso fue a la armería donde había aprendido a disparar, se compró una caja de balas y se pasó una hora productiva en el local de tiro disparando a una diana con la silueta negra de un hombre que él atribuía con facilidad a su implacable perseguidor. Después charló un poco con el dependiente de la armería y le dejó caer que se iba de la zona por varios meses. El hombre se encogió de hombros, pero Ricky pudo ver que, aun así, tomaba nota de su marcha.
Así pues, Frederick Lazarus se desvaneció. Por lo menos sobre el papel y los documentos. Dejó también las pocas relaciones que ese personaje tenía. Para cuando hubo terminado, lo único que quedaba de aquel individuo eran las posibles venas asesinas que él mismo hubiera absorbido. Por lo menos creía que eso seguiría pesando en su interior.
Richard Lively no sería tan fácil, porque Richard Lively era un poco más humano que Lazarus. Y era Richard Lively quien tenía que vivir. Pero también necesitaba desaparecer de su vida en Durham, New Hampshire, con el mínimo de fanfarria y en muy corto plazo. Tenía que dejarlo todo atrás, pero no parecer que lo hacia, por si acaso alguien, algún día, aparecía haciendo preguntas y relacionaba la desaparición con ese fin de semana concreto.
Consideró este dilema y pensó que el mejor modo de desaparecer es dar a entender lo contrario. Hacer creer a la gente que tu marcha es sólo temporal. La cuenta bancaria de Richard Lively permaneció intacta, con un depósito mínimo. No canceló ninguna tarjeta de crédito ni carné de biblioteca. Dijo al supervisor del departamento de mantenimiento de la universidad que un problema familiar en la Costa Oeste requería su presencia allí por unas semanas. El jefe lo comprendió pero le comentó que no podía prometerle que el trabajo le esperaría, aunque haría todo lo posible para que no lo ocupara nadie. Tuvo una conversación parecida con sus caseras, a las que explicó que no estaba seguro del tiempo que estaría fuera. Pagó el alquiler de un mes extra por adelantado. Se habían acostumbrado a sus idas y venidas y no dijeron demasiado, aunque Ricky sospechó que la mujer mayor sabía que no volvería nunca, sencillamente por la forma en que lo miró y asímiló todo lo que decía. Ricky admiraba esta cualidad. Le pareció que era una cualidad típica de New Hampshire aceptar aparentemente lo que otra persona dice, mientras se comprende la verdad subyacente. Aun así, para subrayar la impresión de que iba a regresar, aunque no le creyeran del todo, dejó todas las pertenencias que pudo. Ropa, libros, una radio despertador, las cosas modestas que había reunido al reconstruir su vida. Sólo se llevó un par de mudas y el arma. Lo que tenía que dejar atrás eran indicios de que había estado ahí y de que podría regresar, pero nada que indicara realmente quién era o dónde podría haber ido.
Mientras bajaba por la calle sintió un arrepentimiento momentáneo. Si sobrevivía al fin de semana, algo de lo que sólo tenía el cincuenta por ciento de probabilidades, sabía que no volvería nunca. Había llegado a estar muy a gusto y familiarizado con aquel pequeño mundo y le entristecía abandonarlo. Pero reestructuró la emoción en su interior y procuró reconvertirla en una fortaleza que lo sostuviera durante lo que iba a suceder.
A mediodía tomó un autobús Trailways hacia Boston, con el que volvió a recorrer una ruta conocida. No pasó mucho rato en la terminal de Boston, sólo el suficiente para preguntarse si el verdadero Richard Lively seguiría vivo; tal vez fuese interesante ir a Charlestown para intentar localizarlo en alguno de los parques y callejones por donde lo había seguido una vez con tanta diligencia. Sabía, por supuesto, que no tenía nada que decir al hombre, aparte de darle las gracias por proporcionarle una vía hacia un futuro dudoso. En todo caso, no tenía tiempo. Tomó el autobús Bonanza del viernes por la tarde a Cape Cod y se apretujó en un asiento trasero con una agitación creciente. «A esta hora ya habrán leído el poema -pensó-. Y Merlin habrá interrogado al empleado de los anuncios. En este preciso momento los tres hermanos estarán hablando.» Podía imaginar cómo las palabras volaban de un lado a otro. Y no necesitaba oírlos porque sabía lo que harían. Miró la hora en su reloj.
«Pronto saldrá -pensó-. Conducirá sin paradas, impulsado a concluir una historia que se ha escrito de modo distinto al que él esperaba.»
Sonrió, viendo la inmensa ventaja que tenía. Rumplestiltskin se movía en un mundo acostumbrado a las conclusiones. El de Ricky era justo lo contrario. Uno de los principios del psicoanálisis es que, a pesar de que las sesiones terminen y la terapia diaria finalice por fin, el proceso no se completa nunca. Lo que la terapia aporta es, en el mejor de los casos, una nueva forma de ver quién es uno, y permitir que esa nueva definición de la vida de uno influya en las decisiones y las elecciones que conlleve el futuro. En el mejor de los casos esos momentos ya no se verán limitados por los acontecimientos del pasado, y las elecciones tomadas estarán liberadas de lo que todo el mundo debe al entorno en que ha crecido.
Tenía la sensación de estar llegando a la misma clase de final inacabado.
Era el momento de morir o de proseguir. Y cuál de los dos iba a ser se sabría en las próximas horas.
Aceptó la frialdad de su situación y contempló el paisaje por la ventanilla. Observó que, a medida que el autobús zumbaba rumbo a Cape Cod, el tamaño de los árboles y los arbustos parecía reducirse. Era como si la vida en la tierra arenosa cercana al océano fuera más dura y le costara crecer cuando los vientos marinos soplaban en invierno.
Una vez fuera de Provincetown, en la carretera 6, Ricky vio un motel que todavía no había colgado el cartel de COMPLETO debido, lo más seguro, a la poco optimista previsión meteorológica.
Pagó en efectivo por el fin de semana y el recepcionista cogió el dinero con desinterés. Ricky supuso que lo tomaba por un confuso empresario de mediana edad de Boston que se había rendido por fin a sus fantasías e iba a esa ciudad de alborotada vida nocturna en verano para unos días de sexo y culpa. Ricky no hizo nada por contradecir tal suposición y, de hecho, preguntó al recepcionista por los mejores clubes de la ciudad, la clase de sitios donde los solteros iban a buscar compañía. El hombre le dio algunos nombres y no preguntó nada.
Ricky encontró una tienda de artículos de acampada y compró más repelente de insectos, una linterna potente y un capote verde oliva mayor de lo normal. También compró un sombrero de camuflaje de ala ancha que tenía un aspecto ridículo pero que llevaba cosida al ala una mosquitera que cubría la cabeza y los hombros.
De nuevo, la previsión meteorológica para el fin de semana le era favorable: humedad, tormentas eléctricas, cielos grises y temperaturas cálidas. Un fin de semana horrible. Ricky dijo al dependiente que aun así iba a cuidar un poco del jardín, lo que en ese contexto confirió un sentido de normalidad a cada una de las compras.
Regresó fuera y vio cómo por el oeste crecía lo que supuso sería un gran frente de nubes de tormenta. Prestó atención para intentar oír el estruendo distante de los truenos y vio un cielo gris que parecía señalar la llegada de la noche. Percibía el sabor de la inminente lluvia y apresuró el paso para efectuar sus preparativos.
El día se prolongó con una luz que no desaparecía, como sí compitiera con las condiciones meteorológicas que avanzaban hacia él. Cuando llegó a la carretera que conducía a su antigua casa, el cielo había adoptado un extraño tono amarronado. El autobús que recorría la carretera 6 le había dejado a unos tres kilómetros y había corrido la distancia sin problemas, la mochila con las compras y el arma a la espalda. Recordó haber efectuado la misma ruta casi un año antes y se acordó de cómo le costaba respirar, cómo sus pulmones absorbían el viento debido al pánico y a la impresión de lo que había hecho y lo que aún le faltaba hacer.
Este trayecto era extrañamente distinto. Notaba una sensación de fortaleza y, al mismo tiempo, otra de aislamiento con un matiz de complacencia, como si no corriera hacia donde había dejado tantos recuerdos, sino hacia algo que significaba un cambio. Cada paso de ese recorrido le resultaba familiar y, aun así, surrealista, como si estuviese a un nivel distinto de existencia. Aceleró el paso, contento de estar más fuerte que la vez anterior, rogando que ningún antiguo vecino apareciera por un camino de entrada y viera al difunto corriendo hacia la casa incendiada.
Tuvo suerte: la carretera estaba desierta a la hora de la cena.
Enfiló el camino de entrada, redujo el paso a una caminata y quedó oculto tras los grupos de árboles y los arbustos que crecen con rapidez en Cape Cod durante los meses de verano. No sabía muy bien qué esperar. Se le ocurrió que el pariente que hubiera logrado hacerse con su finca podría haber limpiado el área, empezado incluso a construir otra casa. Su carta de suicidio indicaba que la tierra se entregara a un grupo de protección del medio ambiente, pero suponía que, cuando los miembros de su lejana familia se hubieran enterado del valor real de ese excelente terreno edificable en Cape Cod, eso habría quedado paralizado por los pleitos. La idea le hizo sonreír porque le pareció irónico que personas a las que apenas conocía pudieran disputarse su finca, cuando él había muerto meses atrás para proteger a una de ellas del hombre que seguramente se dirigía hacia allí esa noche.
Cuando salió de entre los árboles, vio lo que esperaba: los restos de su casa calcinada. Incluso a pesar de la vegetación que crecía en el terreno, la tierra seguía ennegrecida varios metros alrededor del esqueleto descarnado de la vieja casa.
Ricky se acercó hacia donde había estado la puerta principal a través de los hierbajos de lo que tiempo atrás había sido su jardín. Entró y recorrió despacio las ruinas de la casa. Incluso pasado un año, le pareció oler la gasolina y la madera quemada, pero enseguida comprendió que su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Se oyó retumbar un trueno a lo lejos, pero no prestó atención y se movió lo mejor que pudo por los espacios dejando que su memoria añadiera paredes, muebles, obras de arte y alfombras. Y, cuando todos estos recuerdos habían reconstruido su hogar a su alrededor, dejó que su memoria dibujara en él momentos con su mujer, mucho antes de que enfermara y de que el cáncer le arrebatara las fuerzas, la vitalidad y, por último, la vida.
A Ricky le resultó agradable y estremecedor a la vez deambular por los escombros. Era, de modo extraño, tanto un regreso como una partida, y se sentía un poco como si fuera a emprender algo que lo llevaría a un lugar muy distinto y que, por fin, podría despedirse de todo lo que el doctor Frederick Starks había sido y prepararse para recibir a la persona que surgiera de la noche que se cerraba deprisa a su alrededor.
El sitio que esperaba encontrar lo estaba aguardando justo a un lado de la chimenea central del salón. Un bloque de techo y unas cuantas vigas gruesas de madera habían caído al lado formando una especie de cobertizo decrépito, casi una cueva. Ricky se puso el capote, se encasquetó el sombrero con la mosquitera y sacó la linterna y la pistola de la mochila. Después retrocedió hacia la oscuridad de los escombros, se escondió y esperó a que llegaran la noche, la tormenta que se acercaba y un asesino.
Le resultó un poco cómico: ¿qué había hecho? Había actuado como un psicoanalista. Había provocado emociones eléctricas y arrolladoras en la persona que quería descubrir. «Hasta los psicópatas son vulnerables a sus deseos», pensó. Y ahora, como había hecho durante años en su consulta, esperaba a que este último paciente llegase trayendo consigo toda su cólera, odio y furia dirigidos contra Ricky, el terapeuta.
Tocó el arma y quitó el seguro. Esta sesión, sin embargo, no iba a ser tan plácida.
Se recostó, midió cada sonido y memorizó todas las sombras a medida que se alargaban en la penumbra. Esa noche la visión iba a ser un problema. Las nubes taparían la luna. La luz de otras casas y de la lejana Provincetown se desvanecería bajo la lluvia.
Ricky esperaba contar tanto con la certeza como con la incertidumbre: el terreno donde había decidido aguardar era la zona que mejor conocía. Eso sería una ventaja. Y, aún más importante, la incertidumbre de Rumplestiltskin jugaba a su favor. No sabría con exactitud dónde estaba Ricky. Era un hombre acostumbrado a controlar el escenario en que operaba y Ricky esperaba que ése fuera el terreno menos controlado en que pudiera encontrarse. Un mundo desconocido para el asesino. Un buen lugar para esperarlo esa noche.
Ricky confiaba en que el asesino llegaría, y bastante pronto, para buscarlo. Mientras se dirigía hacia allí, se habría percatado de que Ricky sólo podía estar en dos lugares: la playa donde fingió ahogarse o la casa que había incendiado. Iría a esos dos sitios, a la caza, porque, a pesar de lo que pudiera haberle contado el empleado del Village Voice, no creía que ese viaje a Cape Cod tuviera ningún otro motivo que la muerte. Sabría que todo lo demás era pura invención y que el juego real consistía en un conjunto de recuerdos enfrentado a otro.
La lluvia cayó a rachas las primeras horas de la noche, con fuerza, con truenos y relámpagos sobre el mar durante el inicio de su espera, antes de reducirse a una irritante llovizna constante. Cuando la tormenta pasó sobre él, la temperatura descendió seis grados o más, lo que aportó a la oscuridad un frío que parecía totalmente fuera de lugar. Algo de viento había acompañado al frente borrascoso; corrientes fuertes que le jalaban de los bordes del capote y hacían que los escombros y los restos chamuscados de alrededor crujieran, como si ellos también tuvieran algún asunto pendiente esa noche. Ricky permaneció oculto, como un cazador en su escondite a la espera de que apareciera la presa. Pensó en todas las horas pasadas en silencio detrás de las cabezas de sus pacientes tendidos en el diván, sentado sin apenas moverse, casi sin hablar, y le pareció divertido que esa experiencia le hubiera preparado bien para la espera de esa noche.
Sólo se movió esporádicamente y sólo para estirar y flexionar los músculos para que no se le agarrotaran y estuvieran listos cuando los necesitara. La mayoría del tiempo estuvo recostado, con la mosquitera sobre la cabeza y el capote extendido sobre el cuerpo, de modo que parecía un bulto más informe que humano.
Desde donde estaba escondido podía ver el otro lado del descampado que había dado la bienvenida a las visitas que iban a su casa, en especial cuando algún rayo cruzaba el cielo. Estaba situado en un sitio que le permitía ver los haces de los faros que penetraban los árboles desde la carretera principal y también oír el motor de los coches a través de la densa penumbra.
Sólo temía una cosa: que Rumplestiltskin tuviera más paciencia que él.
Lo dudaba, pero no estaba seguro. Después de todo, el niño había acumulado mucho odio durante años y esperado tanto tiempo antes de acometer su venganza que tal vez ahora, en esta última fase, vacilara y se limitara a apostarse en la línea de árboles y hacer más o menos lo que él estaba haciendo, es decir, esperar algún movimiento delator antes de acercarse. Ese era el riesgo que Ricky corría esa noche. Pero pensaba que era una apuesta bastante segura. Todo lo que había hecho estaba destinado a provocar al señor R. La cólera, el miedo y las amenazas exigen respuestas. Un asesino a sueldo es un hombre de acción. Un psicoanalista no. Ricky pensaba haber creado una situación en que sus propios puntos fuertes compensaban los de su contrincante. Su formación contrarrestaba la del asesino. «Él dará el primer paso. Todo lo que sé sobre la conducta me dice que será así.» En el juego de recuerdos y muerte en que se encontraban sumidos ambos hombres, Ricky ostentaba el terreno más elevado. Luchaba en un lugar que conocía.
Pensó que era todo lo que podía hacer.
Hacia las diez de la noche el mundo circundante se redujo a un terreno húmedo y oscuro. Tenía los sentidos aguzados, la mente alerta a cualquier matiz de la noche. No había oído ningún coche ni divisado faros durante más de una hora y la lluvia parecía haber alejado los animales nocturnos hacia sus madrigueras, de modo que ni siquiera se oía el ruido de una zarigüeya o una mofeta. Pensó que estaba en ese momento en que el ánimo y la resolución le fallarían, en que la duda se apoderaría de su mente e intentaría convencerle de que estaba esperando tontamente a alguien que no iba a aparecer.
Frustró esta sensación insistiéndose en que lo único que sabía seguro era que Rumplestiltskin estaba cerca, y todavía lo estaría más si perseveraba y esperaba. Deseó haber llevado una botella de agua o un termo de café, pero no lo había hecho. «Es difícil planear un asesinato y recordar a la vez las cosas cotidianas», se dijo.
Movía los dedos de vez en cuando y tamborileaba con el índice sobre la culata del arma sin hacer ruido. En una ocasión lo sobresaltó un murciélago que bajó en picado hacia él; en otra, un par de cervatillos salieron unos segundos del bosque. Sólo distinguió sus siluetas, hasta que se asustaron y, al volverse, le enseñaron las colas blancas mientras se alejaban a saltitos.
Siguió esperando. Supuso que el asesino era un hombre acostumbrado a la noche y que se sentía cómodo en ella. El día comprometía mucho a un asesino. Le permitía ver, pero también ser visto. «Te conozco, señor R -pensó-. Querrás terminar todo esto en la oscuridad. Muy pronto estarás aquí.»
Unos treinta minutos después de que los últimos faros de automóvil hubiesen pasado a lo lejos, vio que otro coche se acercaba por la carretera. Éste circulaba más despacio, casi vacilante. Con un mínimo matiz de indecisión en la velocidad a que avanzaba.
El brillo se detuvo cerca del camino de entrada a su finca, y luego aceleró y desapareció en una curva a cierta distancia.
Ricky retrocedió más en su escondite.
«Alguien ha encontrado lo que buscaba pero no quiere demostrarlo», pensó.
Siguió esperando. Pasaron veinte minutos de oscuridad total, pero Ricky estaba enroscado como una serpiente, aguardando. Su reloj de pulsera le servía para valorar lo que estaba ocurriendo más allá. Cinco minutos, tiempo suficiente para dejar escondido el coche. Diez minutos para regresar a pie hasta el camino de entrada. Otros cinco para deslizarse en silencio entre los árboles. «Ahora está en la última línea de árboles -pensó-. Observando las ruinas de la casa a distancia prudencial.» Se hundió más en su guarida y se tapó los pies con el capote.
Se armó de paciencia. Notaba cómo la adrenalina le subía a la cabeza y el pulso se le aceleraba como el de un deportista, pero se calmó recitando en silencio pasajes literarios. Dickens: «Era el mejor y el peor de los tiempos». Camus: «Hoy mamá ha muerto.
O tal vez fue ayer, no lo sé». Este recuerdo le hizo sonreír a pesar del miedo que sentía. Le pareció una cita adecuada. Sus ojos se movieron con rapidez para escrutar la oscuridad. Era un poco como abrirlos bajo el agua. Había formas en movimiento pero no eran reconocibles. Aun así, aguardó, porque sabía que su única oportunidad consistía en ver antes de ser visto.
La llovizna había parado por fin, dejando el mundo reluciente y resbaladizo. El frío que había acompañado las tormentas desapareció, y Ricky notaba que un calor húmedo y denso se apoderaba del lugar. Respiraba despacio, temeroso de que la aspereza asmática de cada inspiración pudiera oírse a kilómetros. Observó el cielo y vio el contorno de una nube gris recortada contra el negro mientras surcaba el aire, casi como si la propulsaran unos remeros invisibles. Un poco de luz de luna se coló entre las nubes que pasaban y cayó como una saeta a través de la noche. Ricky miró a derecha e izquierda y vio una forma que se apartaba de los árboles.
Mantuvo los ojos fijos en la figura, cuya silueta distinguió un instante bajo la tenue luz: una forma oscura de un negro más intenso que la noche. En aquel momento, la persona se llevó algo a los ojos y giró despacio, como un vigía en lo alto del mástil de un barco que busca icebergs en las aguas de proa.
Ricky retrocedió aún más y se apretujó contra las ruinas. Se mordió el labio con fuerza, porque supo de inmediato a lo que se enfrentaba: un hombre con prismáticos de visión nocturna.
Se mantuvo inmóvil, sabiendo que el estrafalario conjunto del capote y el sombrero con mosquitera era su mayor defensa.
Eso le permitía confundirse con las tablas carbonizadas y los montones de escombros quemados. Como el camaleón, que cambia de color según la tonalidad de la hoja que ocupa, permaneció en su sitio con la esperanza de no ofrecer el menor indicio de humanidad.
La silueta se movió con sigilo.
Ricky contuvo el aliento. ¿Lo había detectado?
Le costó hasta el último ápice de energía mental no moverse de su sitio. El pánico acuciaba su mente y le gritaba que huyera mientras todavía podía. Pero se contestó que su única posibilidad consistía en hacer lo que estaba haciendo. Después de todo lo que había pasado, tenía que llevar al hombre que se movía entre los árboles hacia él hasta tenerlo al alcance de la mano. La silueta cruzó el campo visual de Ricky en diagonal. Se movía con cautela, despacio pero sin miedo, algo agazapado para ofrecer poco contorno: un depredador experimentado.
Ricky exhaló despacio: aun no lo había visto.
La silueta llegó al antiguo jardín, y Ricky lo vio vacilar. Llevaba algo que le cubría la cabeza, a juego con sus ropas oscuras.
Más parecía parte de la noche que una persona. Volvió a llevarse algo a los ojos, y de nuevo a Ricky lo consumió la tensión cuando los prismáticos de visión nocturna recorrieron las ruinas de la casa donde tiempo atrás había sido feliz. Pero otra vez el capote le convirtió en un escombro más, y el hombre vaciló, como frustrado. Bajó los binoculares de visión nocturna a un costado, como si descartara los alrededores.
Avanzó con más agresividad y se situó en la entrada para escrutar las ruinas. Dio un paso adelante con un ligero tropezón, y Ricky oyó una maldición apagada.
«Sabe que yo debería estar aquí -pensó Ricky-. Pero empieza a tener dudas.«
Apretó los dientes. Sintió un impulso frío, asesino, en su interior. «No estás seguro, ¿verdad? No es lo que esperabas. Y ahora dudas. Sientes duda, frustración y toda esa cólera acumulada por no haberme matado antes, cuando te lo puse tan fácil.
Es una combinación peligrosa, porque te obliga a hacer cosas que normalmente no harías. Estás dejando de tomar precauciones a cada paso y tu incertidumbre se refleja en tus movimientos.
Y ahora, de repente, estás jugando en mi terreno. Porque ahora el doctor Starks te conoce y sabe todo lo que hay en tu cabeza, porque todo lo que sientes, toda esa indecisión y confusión, es habitual en su vida, no en la tuya. Eres un asesino cuyo blanco de pronto no está claro, y todo por culpa del escenario que he organizado.»
Observó la sombra. «Acércate más», dijo en silencio.
El hombre avanzó y tropezó con un pedazo de viga mientras intentaba cruzar una habitación que no conocía.
Se detuvo y dio un puntapié a la viga.
– Doctor Starks -susurró como un actor que pronuncia en escena un secreto que hay que compartir-. Sé que está aquí.
La voz pareció rasgar el aire de la noche.
– Vamos, doctor. Salga. Ha llegado el momento de terminar con esto.
Ricky no se movió. No contestó. Todos sus músculos se tensaron, pero no había pasado años detrás del diván escuchando las afirmaciones más provocadoras y exigentes para caer ahora en la trampa de ese psicópata.
– ¿Dónde está, doctor? -prosiguió el hombre, moviéndose de un lado a otro-. No estaba en la playa. De modo que debe estar aquí, porque es un hombre de palabra. Y aquí es donde dijo que iba a estar.
Avanzó de una sombra a otra. Volvió a tropezar y se golpeó la rodilla con lo que había sido la contrahuella de una escalera.
Maldijo por segunda vez y se enderezó. Ricky pudo ver confusión e irritación mezcladas con frustración en el modo en que se encogía de hombros.
El hombre se volvió a izquierda y derecha una vez más. Luego suspiró.
Cuando habló, lo hizo con resignación:
– Si no está aquí, doctor, ¿dónde coño está?
Se encogió de hombros de nuevo y, por fin, dio la espalda a Ricky. Y en cuanto lo hizo, Ricky sacó la mano con que empuñaba la pistola y, tal como le habían enseñado en la armería de New Hampshire, sujetándola con ambas manos, situó el punto de mira en el centro de la espalda de Rumplestiltskin.
– Estoy detrás de ti -contestó en voz baja.
El tiempo pareció entonces perder control sobre el mundo circundante. Los segundos, que normalmente se habrían agrupado en minutos en una progresión ordenada parecieron esparcirse como pétalos arrastrados por el viento. Se mantuvo inmóvil, apuntando a la espalda del asesino y respirando con dificultad. Sentía impulsos eléctricos que le recorrían las venas y le costó mucha energía conservar la calma.
El hombre permaneció inmóvil.
– Tengo un arma -espetó Ricky con voz ronca debido a la tensión-. Estoy apuntándote a la espalda. Es una pistola semiautomática del calibre 3 8o cargada con balas de punta hueca, y si haces el menor movimiento dispararé. Lograré hacer dos disparos, quizá tres, antes de que te vuelvas y puedas apuntarme a tu vez. Por lo menos uno dará en la diana, y seguramente te matará. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque conoces el arma y la munición. De modo que ya has hecho estos cálculos mentalmente, ¿no?
– En cuanto oí su voz, doctor -contestó Rumplestiltskin con tono sereno e inexpresivo. Si se había sorprendido, no lo reflejaba.
De pronto, soltó una carcajada y añadió:
– Y pensar que me puse tan campante en su línea de tiro. Ah, supongo que era inevitable.
Ha jugado bien, mucho mejor de lo que yo esperaba, y ha hecho gala de recursos que no creía que poseyera. Pero ahora nuestro jueguecito ha llegado a sus últimos movimientos, ¿verdad? -Hizo una pausa-. Creo, doctor Starks, que haría bien en dispararme ahora.
Por la espalda. En este momento tiene ventaja. Pero a cada segundo que pasa, su posición se debilita. Como profesional que se ha encontrado antes en esta clase de situaciones, le aconsejaría que no desperdiciara la oportunidad que ha creado. Dispáreme ahora, doctor. Mientras todavía puede hacerlo.
Ricky no contestó.
– Venga, doctor -insistió el hombre-. Canalice toda esa cólera.
Concentre toda su rabia. Tiene que reunir esas cosas en su cabeza, convertirlas en algo único y centrado. Así podrá apretar ese gatillo sin sentir la menor culpa. Hágalo ahora, doctor, porque cada segundo que me deje vivir es un segundo que puede estar arrebatándole a su propia vida.
Ricky siguió apuntándole.
– Levanta las manos donde pueda verlas -ordeno.
Rumplestiltskin soltó una carcajada de desdén.
– ¿Qué? ¿Lo vio en algún programa de televisión? ¿O en el cine? No funciona así en la vida real.
– Suelta el arma -insistió Ricky.
– No. -El hombre meneó la cabeza-. Tampoco voy a hacer eso. De todos modos es un cliché. Verá, si dejo caer el arma al suelo, renuncio a cualquier opción que pueda tener. Examine la situación, doctor: según mi criterio profesional, ya ha desperdiciado su oportunidad. Sé lo que pasa por su cabeza. Sé que, si quisiera disparar, ya lo habría hecho. Pero asesinar a un hombre, incluso a alguien que te ha dado muchos motivos para ello, es más difícil de lo que había imaginado. Usted vive en un mundo de muerte imaginaria, doctor. Todos esos impulsos asesinos que ha escuchado durante años y contribuido a sofocar. Para usted sólo existen en el reino de la fantasía. Pero esta noche, aquí, no hay nada salvo la realidad. Y en este momento está buscando la fuerza para matar. Y apuesto a que no la está encontrando con facilidad. Yo, por otra parte, no necesito recorrer tanto camino.
A mi no me habría preocupado nada la ambigüedad moral de disparar a alguien por la espalda. O por delante, en realidad. Como se dice, las cosas sólo se aprenden con la práctica. Siempre y cuando el blanco esté muerto, ¿qué más da? Así que no dejaré caer mi arma, ni ahora ni nunca. Permanecerá en mi mano derecha, amartillada y a punto. ¿Me volveré ahora? ¿Probaré suerte en este momento? ¿O esperaré un poco?
Ricky guardó silencio. La cabeza le daba vueltas.
– Debería saber algo, doctor: si quiere ser un buen asesino, no debería preocuparse por su penosa vida.
Ricky escuchó aquellas palabras a través de la oscuridad y sintió una terrible inquietud.
– Yo te conozco -dijo-. Conozco esa voz.
– Sí, es verdad -contestó Rumplestiltskin con tono algo burlón-. La ha oído bastante a menudo.
Ricky se sintió de repente como si estuviera de pie sobre hielo resbaladizo.
– Date la vuelta -ordenó, y la inseguridad se reflejó en su voz.
Rumplestiltskin negó con la cabeza.
– Es mejor que no me pida eso. Porque si lo hago, casi toda la ventaja que tiene habrá desaparecido. Veré su posición exacta y le aseguro, doctor, que una vez le tenga localizado, pasará muy poco tiempo antes de que lo mate.
– Te conozco -repitió Ricky en un susurro.
– ¿Tanto le cuesta? La voz es la misma. La postura. Todas las inflexiones y los tonos, los matices y las peculiaridades. Debería reconocerlos todos -dijo Rumplestiltskin-. Después de todo, hemos estado viéndonos cinco veces a la semana durante casi un año. Y tampoco me habría vuelto entonces. Y el proceso psicoanalítico, ¿no es más o menos lo mismo que esto? El médico con los conocimientos, el poder y, me atrevería a decir, las armas justo a la espalda del pobre paciente, que no puede ver qué pasa y sólo cuenta con sus recuerdos míseros y patéticos. ¿Tanto han cambiado las cosas para nosotros, doctor?
Ricky tenía la garganta reseca, pero aun así se le atragantó el nombre.
– ¿ Zimmerman?
– Zimmerman está muerto.
Rumplestiltskin rió de nuevo.
– Pero tú eres…
– Soy el hombre que conoció como Roger Zimmerman. Con una madre inválida y un hermano indiferente, y un trabajo que no iba a ninguna parte, y toda esa cólera que jamás parecía aplacarse a pesar de toda la cháchara que soltaba en su consulta. Ese es el Zimmerman que usted conoció, doctor Starks. Y ése es el Zimmerman que murió.
Ricky estaba mareado. Estaba comprendiendo más mentiras.
– Pero el metro…
– Ahí es donde Zimmerman, el verdadero Zimmerman, que tenía tendencias suicidas, murió. Empujado a la muerte. Una muerte oportuna.
– Pero yo no…
Rumplestiltskin se encogió de hombros.
– Doctor, un hombre va a su consulta y le dice que es Roger Zimmerman y que sufre de esto y aquello, se presenta como un paciente adecuado para el análisis y tiene los medios económicos para pagar sus honorarios. ¿Comprobó alguna vez que ese hombre fuese en realidad quien decía ser? -Ricky guardó silencio-. No creo. Si lo hubiera hecho, habría averiguado que el auténtico Zimmerman era más o menos como yo se lo presenté. La única diferencia consistía en que no era la persona que iba a su consulta. Ese era yo. Y, cuando llegó la hora de que muriese, ya me había proporcionado lo que necesitaba. Me limité a tomar prestada su vida y su muerte. Porque yo tenía que conocerlo a usted, doctor. Tenía que verlo y estudiarlo. Y tenía que hacerlo del mejor modo. Me costó algo de tiempo, pero averigüé lo que necesitaba. Despacio, sí, pero usted sabe que tengo mucha paciencia.
– ¿Quién eres? -preguntó Ricky.
– No lo sabrá nunca. Y sin embargo, ya lo sabe. Conoce mi pasado. Sabe cómo crecí. Sabe lo de mis hermanos. Sabe mucho sobre mí, doctor. Pero nunca sabrá quién soy en realidad.
– ¿Por qué me has hecho esto?
Rumplestiltskin sacudió la cabeza, como si le asombrara la sencilla audacia de la pregunta.
– Ya conoce las respuestas. ¿Tan difícil es pensar que un niño que ha visto cómo infligían sufrimiento a su madre, cómo le pegaban y la sumían en una desesperación tan profunda que tuvo que suicidarse para lograr la salvación, se dedique a vengarse de todas las personas que no la ayudaron, incluido usted, cuando alcanza una posición en la que puede hacerlo?
– La venganza no resuelve nada -aseguró Ricky.
– Ha hablado como un hombre que nunca se ha dado el gusto -gruñó Rumplestiltskin-. Está equivocado, por supuesto. Como tantas otras veces. La venganza sirve para limpiar el corazón y el alma. Ha existido desde que el primer cavernícola bajó de un árbol y golpeó a su hermano en la cabeza por alguna cuestión de honor. Pero sabiendo todo lo que sabe sobre lo que le ocurrió a mi madre y a sus tres hijos, ¿aún cree que las personas que nos descuidaron no nos deben nada? Niños que no habían hecho nada malo, pero que fueron abandonados a su suerte por muchas personas que deberían haber actuado de otro modo si hubieran tenido un mínimo de compasión o empatía, o sólo una pizca de humanidad. ¿No nos deben, después de haber superado esos tormentos, nada a cambio? Es una pregunta muy sugerente.
Se detuvo y, al oír el silencio de Ricky como respuesta, habló con frialdad:
– Verá, doctor, la verdadera pregunta que se plantea esta noche no es por qué busco su muerte, sino por qué no debería hacerlo.
De nuevo, Ricky no contesto.
– ¿Le sorprende que me haya convertido en un asesino?
No le sorprendía, pero no lo mencionó.
El silencio envolvió a los dos hombres un momento y, luego, igual que pasaría en la inviolabilidad de su consulta, con un diván y la tranquilidad, uno de los hombres interrumpió el fantasmagórico silencio con otra pregunta.
– ¿Le puedo preguntar algo? ¿Por qué cree que no merece morir?
Ricky pudo notar la sonrisa del hombre, sin duda una sonrisa fría, cruel.
– Todo el mundo merece morir por algo -añadió-. Nadie es inocente, doctor. Ni usted. Ni yo. Nadie. -Rumplestiltskin pareció estremecerse en ese momento. Ricky se imaginó los dedos del hombre cerrándose sobre su arma-. Mire, doctor Starks -dijo con una fría resolución que indicaba lo que estaba pensando-. Creo que, a pesar de lo interesante que ha sido esta última sesión y aunque hay mucho más que decir, se ha acabado el tiempo de hablar. Ha llegado el momento de que alguien muera. Y usted es quien tiene más números.
Ricky ajustó la mira de la pistola e inspiró hondo. Estaba apretujado contra los escombros, incapaz de moverse y con el camino detrás de él también bloqueado. Toda la vida que había vivido y toda la que tenía por vivir descartadas, todo por un solo acto de negligencia cuando era joven y debió haber actuado de otro modo.
En un mundo de opciones, no le quedaba ninguna. Puso el dedo en el gatillo de la pistola y se armó de fuerza y voluntad.
– Olvidas algo -dijo despacio, con frialdad-. El doctor Starks ya está muerto.
Y disparó.
Fue como si el hombre reaccionara al menor cambio en la voz de Ricky, que reconoció en el primer tono duro de la primera palabra, y su preparación y la comprensión de la situación tomaran el control, de modo que su reacción fue incisiva, inmediata y sin vacilación. Cuando Ricky apretó el gatillo, Rumplestiltskin se arrojó a un lado, girando al hacerlo, con lo que el primer disparo, dirigido al centro de su espalda, le desgarró, en cambio, el omóplato y el segundo le atravesó el brazo derecho con un sonido de rasgadura, sordo al dar en la carne y crujiente al pulverizar el hueso.
Ricky disparó una tercera vez, por reflejo, y la bala, sibilante, se perdió en la oscuridad.
Rumplestiltskin se retorció con un grito ahogado mientras una oleada de adrenalina superaba la fuerza de los impactos que había recibido y le llevaba a intentar levantar el arma con el brazo destrozado. Agarró el arma con la mano izquierda y procuró mantenerla firme mientras se tambaleaba hacia atrás en precario equilibrio. Ricky se quedó paralizado al ver elevarse el cañón de la pistola automática, como la cabeza de una cobra, yendo de un lado a otro y buscándole con su único ojo, mientras el hombre que la empuñaba se tambaleaba como al borde resbaladizo de un precipicio.
La detonación fue irreal, como si le pasara a otra persona, a alguien lejano que no guardara relación con él. Pero el silbido de la bala que surcó el aire sobre su cabeza sí fue real y catapultó a Ricky de vuelta a la acción. Un segundo disparo rasgó el aire, y notó el viento caliente de la bala al atravesar la masa informe del capote que le colgaba de los hombros. Inspiró y olió a pólvora y humo. A continuación levantó su arma a la vez que combatía los nervios eléctricos que amenazaban con hacerle temblar las manos y encañonó la cara de Rumplestiltskin mientras el asesino se desplomaba frente a él.
El asesino pareció balancearse hacia atrás en un intento de incorporarse, como si esperara el disparo final, mortífero. Su arma había resbalado hacia el suelo y le colgaba a un lado del cuerpo después de su segundo disparo, sujeta sólo con la punta de unos dedos crispados que ya no respondían a unos músculos destrozados y sangrantes. Se llevó la mano izquierda a la cara, como para protegerse del tiro de gracia.
La adrenalina, la cólera, el odio, el miedo, la suma de todo lo que le había pasado se le juntó, en ese instante, exigiendo, insistiendo, gritándole órdenes, y Ricky pensó sin reflexionar que por fin, en ese preciso momento, iba a ganar.
Y entonces se detuvo porque, de repente, se dio cuenta de que no iba a hacerlo.
Rumplestiltskin había palidecido, como si la luz de la luna le iluminara la cara. Por el brazo y el tórax le corría sangre, que semejaba rayas de tinta negra. Intentó otra vez, débilmente, sujetar el arma y levantarla, pero no pudo. El shock se apoderaba con rapidez de su cuerpo, lo que entorpecía sus movimientos y nublaba su raciocinio. Era como si la calma que había descendido sobre los dos hombres cuando los ecos de los disparos se desvanecieron fuera palpable y cubriera todos sus movimientos.
Ricky contempló al hombre que había conocido y, sin embargo, no había conocido como paciente, y supo que Rumplestiltskin moriría desangrado con bastante rapidez. O sucumbiría al shock.
Pensó que sólo en las películas se podía disparar de cerca balas potentes a un hombre y que éste siguiera teniendo fuerzas para bailar la giga. Calculó que a Rumplestiltskin sólo le quedaban minutos.
Una parte desconocida de él le insistía que se quedara a ver cómo ese hombre moría.
No lo hizo. Se puso de pie y avanzó. Dio un puntapié a la pistola para alejarla de la mano del asesino y luego metió la suya en la mochila. Mientras Rumplestiltskin farfullaba algo en su lucha contra la inconsciencia que anunciaría la muerte, Ricky se agachó e hizo un esfuerzo para levantarlo del suelo y, con el mayor impulso que pudo, se lo cargó al hombro al modo de los bomberos.
Se enderezó despacio para adaptarse al peso y, reconociendo la ironía de la situación, avanzó tambaleante a través de las ruinas para sacar de los escombros al hombre que quería verlo muerto.
El sudor le escocía los ojos y tenía que esforzarse para dar cada paso. Lo que transportaba parecía mucho mayor que cualquier cosa que hubiese cargado nunca. Notó que Rumplestiltskin perdía el conocimiento y oyó cómo su respiración se volvía cada vez más ruidosa y dificultosa, asmática con la cercanía de la muerte. El, por su parte, inspiraba grandes bocanadas de aire húmedo y se impulsaba con pasos firmes, automáticos, cada uno más difícil que el anterior y de un desafío creciente. Se dijo que era el único modo de lograr la libertad.
Se detuvo al borde de la carretera. La noche los envolvía a ambos. Dejó a Rumplestiltskin en el suelo y pasó las manos sobre sus ropas. Para su alivio, encontró lo que esperaba: un teléfono móvil.
A Rumplestiltskin le costaba cada vez más respirar. Ricky sospechaba que la primera bala se había fragmentado al impactar contra el omóplato y que el sonido borboteante que oía se debía a un pulmón perforado. Contuvo lo mejor que pudo la hemorragia de las heridas y llamó al número de Urgencias de Wellfleet que recordaba desde hacia tanto tiempo.
– Servicio de Urgencias de Cape Cod -anunció una voz abrupta, eficiente.
– Escuche con mucha atención -pidió Ricky, despacio, haciendo una pausa entre las palabras-. Sólo se lo voy a decir una vez, así que cáptelo bien. Ha habido un tiroteo accidental. La víctima se encuentra en Old Beach Road, frente a la antigua casa de veraneo del difunto doctor Starks, la que se incendió el verano pasado. Está junto al camino de entrada. La víctima presenta heridas de arma de fuego en el omóplato y en el antebrazo derecho, y se encuentra en estado de shock. Morirá si no llegan aquí en unos minutos. ¿Lo ha entendido?
– ¿Quién llama?
– ¿Lo ha entendido?
– Sí. Estoy enviando los equipos de urgencia a Old Beach Road. ¿Quién llama?
– ¿Conoce el lugar que le he dicho?
– Sí. Pero tengo que saber quién llama.
Ricky reflexionó antes de contestar:
– Nadie que todavía sea alguien.
Colgó el auricular. Sacó su arma, extrajo las balas que quedaban del cargador y las lanzó lo más lejos que pudo en el bosque.
Luego dejó caer la pistola junto al hombre herido. También sacó la linterna de la mochila, la encendió y la colocó sobre el tórax del asesino inconsciente. A lo lejos se oían sirenas. Los bomberos estaban a sólo unos kilómetros de distancia, en la carretera 6. No tardarían demasiado en llegar allí. Supuso que el viaje al hospital llevaría quince minutos, quizá veinte. No sabía si el personal de urgencias podría estabilizar al herido o si era capaz de atender heridas graves de bala. Tampoco sabía si estaría de guardia un equipo quirúrgico adecuado. Echó otro vistazo al asesino y no supo si sobreviviría las próximas horas. Tal vez sí. Tal vez no. Por primera vez en toda su vida, Ricky disfrutó de la incertidumbre.
La sirena de la ambulancia se acercaba con rapidez. Ricky se volvió y se alejó, despacio los primeros pasos pero aumentando el ritmo hasta correr con grandes zancadas. Sus pies resonaban en la carretera con un ritmo regular, dejando que la oscuridad de la noche envolviera su presencia hasta ocultarlo completamente.
Ricky desapareció como un fantasma recién conjurado.
En las afueras de Puerto Príncipe Una hora después del alba, Ricky estaba observando cómo una pequeña lagartija verde lima recorría veloz la pared, desafiando la gravedad a cada paso. El animalito se movía por rachas y se detenía de vez en cuando para extender el saco naranja de la garganta antes de salir disparado unos pasos para volver a pararse y girar la cabeza a derecha e izquierda como si comprobara si había algún peligro. Ricky admiraba y envidiaba la maravillosa simplicidad del mundo cotidiano de la lagartija: encontrar algo que comer y evitar ser devorado.
En el techo, un viejo ventilador marrón de cuatro palas chirriaba ligeramente a cada revolución mientras removía el aire caliente y estático de la pequeña habitación. Cuando bajó las piernas de la cama, los muelles del colchón igualaron el ruido del ventilador. Se desperezó, bostezó, se pasó una mano por los cabellos que cubrían su calva incipiente y, tras tomar los raídos pantalones cortos caqui que colgaban del galán de noche, buscó las gafas. Se levantó y llenó una jofaina de agua con una jarra situada en una bamboleante mesa de madera. Se mojó la cara y dejó que parte del agua le bajara por el pecho. Tomó una toallita deshilachada y la enjabonó con una pastilla acre que guardaba en la mesa. Sumergió la toalla en el agua y se lavó lo mejor que pudo.
La habitación era casi cuadrada y sus paredes, estucadas en su día de un blanco vibrante, con el paso de los años habían adquirido un tono que recordaba el polvo que cubría la calle. Tenía pocas pertenencias: una radio que en primavera emitía los partidos de entrenamiento de las Fuerzas Armadas, varias prendas de ropa. Un calendario actual con una joven en topless y una mirada provocativa tenía ese día señalado con bolígrafo negro. Colgaba de un clavo a escasa distancia de un crucifijo de madera tallado a mano que Ricky suponía del anterior ocupante, pero que no había quitado porque le había parecido que descolgar un icono religioso en un país en que la religión era tan fundamental -de maneras extrañas y conflictivas para tantas personas- era buscarse mala suerte. Y, a fin de cuentas, su suerte había sido bastante buena hasta entonces.
En una pared había montado dos estantes que estaban abarrotados de libros desgastados y muy usados de medicina, además de otros nuevos. Los títulos abarcaban desde lo práctico (Enfermedades tropicales y sus tratamientos) hasta lo curioso (Estudios sobre las pautas de las enfermedades mentales para las naciones en vías de desarrollo). Tenía un grueso cuaderno de piel sintética y unos cuantos bolígrafos que usaba para anotar observaciones y tratamientos, y que guardaba en una mesita junto a un ordenador portátil y una impresora. Sobre ésta tenía una lista manuscrita de farmacias al por mayor en el sur de Florida. También tenía un talego de lona negro lo bastante grande para un viaje de dos o tres días, en el que guardaba algo de ropa. Echó un vistazo a la habitación y pensó que no era gran cosa, pero se ajustaba a su estado de ánimo y a su persona, y aunque sospechaba que le resultaría fácil trasladarse a un alojamiento mejor, no estaba seguro de que fuera a hacerlo, ni siquiera después de haber acabado con los recados que iban a ocuparle el resto de la semana.
Se acercó a la ventana y observó la calle. Estaba a sólo media manzana de la clínica y ya podía ver gente reunida fuera. Enfrente había una pequeña tienda de comestibles, y el propietario y su mujer, dos personas de mediana edad disparatadamente corpulentas, estaban sacando unas cajas y unos barriles de madera que contenían frutas y verduras frescas. También estaban preparando café y el aroma le llegó más o menos al mismo tiempo que la mujer se giró y lo vio en la ventana. Lo saludó con alegría, sonriente, y señaló el café que hervía a fuego lento, invitándole a unirse a ellos. Ricky levantó un par de dedos para indicar que iría en dos minutos, y la mujer volvió a su trabajo. La calle ya empezaba a llenarse de gente, y Ricky intuyó que sería un día ajetreado en la clínica. El calor de principios de marzo era más intenso de lo normal y se mezclaba con un sabor distante a buganvilla, hortalizas y humanidad, mientras que las temperaturas ascendían con la misma rapidez que avanzaba la mañana.
Dirigió la mirada a las colinas, que alternaban un verde exuberante y vivaz con un marrón yermo, elevándose por encima de la ciudad. Haití era verdaderamente uno de los países más fascinantes del mundo. Era el lugar más pobre que había visto nunca pero, en ciertos sentidos, también el más digno. Sabía que, cuando bajara por la calle hacia la clínica, sería la única cara blanca en kilómetros. Esto podría haberle inquietado antes, en el pasado, pero ya no. Le deleitaba ser distinto, y era consciente de que una extraña clase de misterio le acompañaba a cada paso.
Lo que más le gustaba era que, a pesar del misterio, la gente de la calle estaba dispuesta a aceptar su extraña presencia sin hacer preguntas. O, por lo menos, no en la cara, lo que parecía tanto un cumplido como un compromiso con los que él estaba dispuesto a vivir.
Se reunió con el tendero y su mujer para tomar una taza de café amargo y espeso, endulzado con azúcar sin refinar. Comió una corteza de pan recién horneado y aprovechó la ocasión para examinar el furúnculo que había sacado y drenado tres días antes en la espalda del propietario. La herida parecía estar cicatrizando rápidamente y recordó al hombre medio en inglés y medio en francés que la mantuviera limpia y que se cambiara el vendaje otra vez ese día.
El tendero asintió, sonrió, habló unos minutos sobre la floja campaña del equipo local de fútbol y suplicó a Ricky que asistiera al próximo partido. El nombre del equipo era Soaring Eagles y en cada encuentro despertaba las pasiones del barrio con resultados irregulares que no le permitían acabar de despegar. El tendero no aceptó que Ricky pagara su exiguo desayuno. Ya era algo rutinario entre ambos hombres. Ricky se metía la mano en el bolsillo y el propietario hacía señas para rechazar lo que sacara.
Como siempre, Ricky le dio las gracias, y le prometió ir al partido de fútbol con los colores rojo y verde de los Eagles. Luego se marchó hacia la clínica, con el sabor del café aún en la boca.
La gente se aglomeraba alrededor de la entrada y tapaba el cartel escrito a mano que rezaba en letras negras y desiguales con algunas faltas ortográficas:
EXCELENTE CLÍNICA MEDICA DEL DOCTOR DUMONDAIS. HORARIOS 10.00 A 18.00 Y CITAS CONCERTADAS. TELÉFONO 067-8975.
Ricky pasó a través del gentío, que se apartó para dejarle avanzar. Más de un hombre lo saludó levantando el sombrero en su dirección. Reconoció los rostros de algunos pacientes asiduos y les devolvió el saludo con una sonrisa.
Las expresiones de las caras reflejaron respuestas y oyó más de un «Bonjour, monsieur le docteur» susurrado. Estrechó la mano a un hombre mayor, el sastre llamado Dupont, que le había confeccionado un traje de lino color habano mucho más elegante de lo que Ricky pudiese necesitar, después de que él le hubiera proporcionado Vioxx para la artritis que le aquejaba los dedos. Como había esperado, el fármaco había obrado maravillas.
Al entrar en la clínica, vio a la enfermera del doctor Dumondais, una mujer majestuosa que parecía medir metro y medio tanto vertical como horizontalmente, pero con una inquebrantable fortaleza en su rechoncho cuerpo y un amplio conocimiento de los remedios tradicionales y las curas de vudú aplicables a infinidad de enfermedades tropicales.
– Bonjour, Héléne -dijo Ricky-. Tout le monde estarrivé cejour.
– Sí, doctor. Estaremos todo el día ocupados.
Ricky meneó la cabeza. Él practicaba su francés isleño con ella, quien, a cambio, practicaba su inglés con él, preparándose con la esperanza de reunir algún día dinero suficiente en la caja que guardaba enterrada en el patio de su casa para pagar a su primo una plaza en su viejo barco pesquero, de modo que éste se arriesgara a navegar por el traicionero estrecho de Florida y la llevara a Miami para poder empezar de cero en un lugar donde, según sabía de buena tinta, las calles estaban atestadas de dinero.
– No, no, Héléne, pas docteur. C’est monsieur Lively. le ne suis plus un médecin.
– Sí, si, señor Lively. Sé lo que me dice esto tantas veces. Lo siento, porque estoy olvidando de nuevo otra vez.
Esbozó una sonrisa, como si no lo entendiera del todo pero aun así deseara participar de la gran broma que hacía Ricky al contribuir con tantos conocimientos médicos a la clínica y, sin embargo, no querer que lo llamaran doctor. Ricky creía que Héléne atribuía este comportamiento a las peculiaridades extrañas y misteriosas de los blancos y, como a la gente reunida a la puerta de la clínica, le daba lo mismo cómo quería Ricky que lo llamaran. Ella sabía lo que sabía.
– Le docteur Dumondais, ¿Il est arrivé ce matin?
– Sí, monsieur Lively. En su, ah, bureau.
– Se llama despacho.
– Si, si, Il oublie. Despacho. Oficina. Si. Está ahí. Il vous attend.
Ricky llamó a la puerta y entró. Auguste Dumondais, un hombre menudo que llevaba bifocales y la cabeza afeitada, estaba tras su destartalada mesa de madera, al otro lado de la camilla, poniéndose una bata blanca. Cuando Ricky entró, levantó la vista y le sonrió.
– Ah, Ricky, estaremos ocupados hoy, ¿no?
– Oui -contestó Ricky-. Bien sur.
– Pero ¿no es hoy el día que nos dejas?
– Sólo para una breve visita a casa. Será menos de una semana.
El médico, que semejaba un gnomo, asintió. Ricky advirtió la duda reflejada en sus ojos. Auguste Dumondais no había hecho muchas preguntas cuando Ricky llegó a la clínica seis meses antes y ofreció sus servicios a cambio de un salario más que modesto.
La clínica había prosperado después de que Ricky hubiera instalado en ella su consulta, muy parecida a la que él ocupaba en ese momento, empujando a le docteur Dumondais a abandonar su pobreza autoimpuesta y permitiéndole invertir en más equipo y más medicinas. Últimamente los dos hombres habían comentado la adquisición de un aparato de rayos X de segunda mano en un centro de liquidación de Estados Unidos que Ricky había descubierto. Ricky veía que el doctor temía que el azar que lo había llevado a su puerta fuera a arrebatárselo.
– Una semana como mucho. Te lo prometo.
– No me lo prometas, Ricky -dijo Auguste Dumondais sacudiendo la cabeza-. Tienes que hacer lo que tengas que hacer, por la razón que sea. Cuando vuelvas, continuaremos nuestro trabajo.
Sonrió, como dando a entender que tenía tantas preguntas que le resultaba imposible decidir por cuál empezar.
Ricky asintió. Se sacó el cuaderno del bolsillo ancho de los pantalones.
– Hay un caso -comentó-. El del niño que vi la otra semana.
– Ah, sí -sonrió el doctor-. Por supuesto, lo recuerdo. Imaginé que te interesaría, ¿no? ¿Cuánto tiene, cinco años?
– Seis. Y tienes razón, Auguste, me interesa mucho. El niño todavía no ha dicho una sola palabra, según su madre.
– Eso es también lo que yo entendí. Interesante, ¿no crees?
– Poco corriente. Si, es verdad.
– ¿Y tu diagnóstico?
Ricky visualizó a aquel niño pequeño, enjuto y nervudo como muchos otros isleños, y algo desnutrido, lo que también era típico, pero no tanto. El niño tenía una mirada furtiva mientras había estado frente a Ricky, asustado a pesar de seguir en el regazo de su madre. Ésta había vertido unas lágrimas amargas que le resbalaron por las mejillas oscuras cuando Ricky le hizo preguntas, porque la mujer creía que el niño era el más inteligente de sus siete hijos, rápido en aprender, rápido en leer, rápido con los números, pero sin decir jamás una palabra. Lo consideraba un niño especial en casi todos los aspectos. La mujer tenía fama de tener poderes mágicos y se ganaba algún dinero extra vendiendo filtros de amor y amuletos que, según se decía, protegían del mal. Y Ricky comprendió que, para ella, llevar al niño a ver al extraño médico blanco de la clínica debía de haber sido una concesión muy difícil de hacer y que indicaba su decepción respecto a las medicinas nativas y su amor por el niño.
– No creo que la dificultad sea orgánica -dijo Ricky despacio.
– ¿Su falta de habla es…? -Sonrió Auguste Dumondais, y convirtió esa expresión en una pregunta.
– Una reacción histérica.
El pequeño doctor negro se frotó la barbilla y se pasó la mano por el cráneo reluciente.
– Lo recuerdo vagamente de mis estudios. Quizá. ¿Por qué piensas eso?
– La madre insinuó una tragedia, cuando el niño era más pequeño. Había siete hijos en la familia pero ahora sólo son cinco.
– ¿Conoces la historia de esa gente?
– Murieron dos niños, es cierto. Y el padre también. Recuerdo que fue en un accidente, durante una gran tormenta. Si, el niño estaba ahí; eso también lo recuerdo. Podría ser el origen. Pero ¿qué tratamiento podríamos aplicarle?
– Lo elaboraré después de estudiar un poco más el caso. Tendremos que convencer a la madre, claro. No será fácil.
– ¿Le resultará caro?
– No -contestó Ricky. La petición de Auguste Dumondais de que diera un diagnóstico sobre el niño cuando tenía previsto un viaje fuera del país obedecía a algún motivo. Un motivo bueno, sin duda, Imaginaba que él habría hecho más o menos lo mismo-.
Creo que no les costará traerme al niño para que lo vea cuando haya vuelto. Pero primero tengo que averiguar algunas cosas.
– Excelente -dijo Dumondais, que sonrió y asintió.
Se colgó un estetoscopio al cuello y dio a Ricky una bata blanca.
Fue un día muy ajetreado, tanto que Ricky casi perdió su vuelo a Miami en Caribe Air. Un empresario de mediana edad llamado Richard Lively, que viajaba con un pasaporte norteamericano reciente que sólo contenía unos cuantos sellos de varias naciones caribeñas, pasó por la aduana estadounidense sin demasiada dilación. Comprendió que no encajaba en ninguno de los habituales perfiles delictivos, que se habían inventado más que nada para identificar a los traficantes de drogas. Ricky pensó que era un delincuente de lo más especial, imposible de clasificar. Tenía reserva en el avión de las ocho de la mañana a La Guardia, así que pernoctó en el Holiday Inn del aeropuerto. Tomó una larga ducha caliente y jabonosa, que disfrutó tanto desde un punto de vista higiénico como sensual y que le pareció rayar en auténtico lujo tras el alojamiento espartano al que estaba acostumbrado. El aire acondicionado que mitigaba el calor del exterior y refrescaba la habitación constituía un placer recordado. Pero durmió de manera irregular, con sobresaltos, tras una hora dando vueltas en la cama antes de que se le cerraran los ojos para despertarse después dos veces, una en medio de un sueño sobre el incendio de su casa y otra cuando soñaba con Haití y con el niño que no podía hablar.
Yació en la cama, en la oscuridad, un poco sorprendido de que las sábanas le parecieran demasiado suaves y el colchón demasiado mullido, y escuchó el zumbido de la máquina de cubitos de hielo en el vestíbulo y algunos pasos en el pasillo, apagados por la moqueta. En medio del silencio, reconstruyó la última llamada que había hecho a Virgil hacia casi nueve meses.
Era medianoche cuando llegó a la habitación en las afueras de Provincetown. Había sentido una extraña y contradictoria sensación de agotamiento y energía, cansado de la larga carrera y entusiasmado con la idea de haber superado una noche que debería haber visto su muerte. Se había dejado caer en la cama y había marcado el número de Virgil en Manhattan.
Cuando contestó al primer tono, ésta se limitó a decir:
– ¿Si?
– No es la voz que esperabas -contestó Ricky.
Virgil se quedó callada.
– Tu hermano el abogado está ahí, ¿verdad? Sentado frente a ti, a la espera de la misma llamada.
– Sí.
– Dile que descuelgue el supletorio y escuche.
En unos segundos, Merlin estaba también en la línea.
– Escuche -empezó el abogado, tempestuoso en su falsa bravata-. No tiene idea…
– Tengo muchas ideas -le interrumpió Rick y-. Ahora cállate y escúchame, porque las vidas de todos dependen de ello.
Merlin empezó a decir algo, pero Ricky notó que Virgil le había lanzado una mirada para acallarlo.
– Primero, vuestro hermano. En este momento está en el Mid Cape Medical Center. Seguirá ahí o lo llevarán a Boston para que lo operen. La policía querrá hacerle muchas preguntas si sobrevive a sus heridas, pero creo que les resultará difícil entender qué delito se cometió esta noche, si es que se cometió alguno. También querrán haceros preguntas a vosotros, pero creo que necesitará el apoyo de los hermanos a los que ama, además del consejo de un abogado, suponiendo que sobreviva. De modo que lo primero que tenéis que hacer es ocuparos de él.
Ambos permanecieron en silencio.
– Lo tenéis que decidir vosotros, claro. Quizá prefiráis dejar que maneje él solo la situación. Quizá no. La elección es vuestra y tendréis que vivir con vuestra decisión. Pero hay otros asuntos que atender.
– ¿Qué clase de asuntos? -preguntó Virgil con voz monótona en un intento de no revelar ninguna emoción, algo que, como observó Ricky, era tan revelador como cualquier tono que hubiese adoptado.
– Primero, lo mundano: el dinero que me robasteis de mi plan de jubilación y de mis cuentas de inversiones. Devolveréis ese importe a la cuenta numero o 1-00976-2 del Crédit Suisse. Anotadla.
Lo haréis de inmediato.
– ¿O? -quiso saber Merlin.
– Creo que es de manual que ningún abogado pregunta jamás nada cuya respuesta no sepa de antemano. -Ricky sonrió-. Así que supongo que ya sabes la respuesta.
Aquello silenció al abogado.
– ¿Qué más? -preguntó Virgil.
– Tengo un nuevo juego -dijo Rick y-. El juego de seguir con vida. Está pensado para que juguemos todos nosotros. A la vez.
Ninguno de los hermanos respondió.
– Las reglas son sencillas -indicó Ricky.
– ¿Cuáles son? -preguntó Virgil en voz baja.
– Cuando tomé mis últimas vacaciones, cobraba a mis pacientes entre 7j~ y 125 dólares por sesión. -Ricky volvió a sonreír-.
Veía a cada paciente cuatro o cinco veces a la semana, por lo general cuarenta y ocho semanas al año. Podéis hacer los cálculos vosotros mismos.
– Si -dijo Virgil-. Conocemos tu vida profesional.
– Espléndido -repuso Ricky con énfasis-. Bueno, pues éste es el modo en que funciona el juego de seguir con vida: quien quiere seguir respirando hace terapia. Conmigo. Quien paga, vive. Cuanta más gente entre en la esfera inmediata de vuestra vida, más pagaréis, porque eso garantizará también su seguridad.
– ¿A qué te refieres con «más gente»? -preguntó Virgil.
– Dejaré que eso lo defináis vosotros -contestó Ricky con frialdad.
– ¿Y si no hacemos lo que dice? -terció Merlin.
– En cuanto deje de llegar dinero, su pondré que vuestro hermano se ha recuperado de sus heridas y me persigue otra vez -contestó Ricky con fría dureza-. Y me veré obligado a empezar a perseguiros. -Hizo una pausa antes de añadir-: O a alguien cercano a vosotros. Una esposa. Un hijo. Un amante. Un socio. Alguien que contribuya a que vuestra vida sea normal.
De nuevo guardaron silencio.
– ¿Cuánto deseáis tener una vida normal? -preguntó Ricky.
No contestaron, aunque él ya sabía la respuesta.
– Es más o menos la misma elección que vosotros me hicisteis tomar tiempo atrás -prosiguió Rick y-. Sólo que esta vez se trata de una cuestión de equilibrio. Podéis mantener el equilibrio entre vosotros y yo. Y podéis señalar esa equidad con la cosa más fácil y menos importante: el pago de cierta cantidad de dinero. Así que preguntaos a vosotros mismos lo siguiente: ¿cuánto vale la vida que quiero vivir?
Ricky tosió para darles un momento, y continuó:
– En cierto sentido es la misma pregunta que haría a cualquiera que acudiera a mi para recibir terapia.
Y, dicho esto, colgó.
El día era despejado sobre Nueva York y desde su asiento distinguió la estatua de la Libertad y Central Park mientras el avión sobrevolaba la ciudad y se aproximaba a La Guardia. Tenía la extraña sensación de que no regresaba a casa, sino más bien de que visitaba un espacio largo tiempo olvidado, como ver el campamento de montaña donde uno pasó un único y desdichado verano durante unas largas vacaciones impuestas por los padres.
Quería moverse deprisa. Había hecho una reserva para regresar a Miami en el último vuelo de esa noche y no tenía demasiado tiempo. En el mostrador de alquiler había cola y tardó un rato en sacar el coche reservado a nombre del señor Lively. Usó su carné de New Hampshire, que iba a caducar en medio año. Pensó que, a lo mejor, sería acertado trasladarse ficticiamente a Miami antes de volver a las islas.
Le llevó unos noventa minutos llegar a Greenwich, Connecticut, con poco tráfico, y descubrió que las indicaciones que había obtenido en Internet eran exactas hasta la fracción del kilómetro.
Eso le divirtió porque pensó que la vida no es nunca, en realidad, tan precisa.
Se detuvo en el centro de la ciudad y compró una botella de vino caro en una licorería. A continuación, condujo hasta una casa en una calle que tal vez podría considerarse, según los elevados estándares de una de las comunidades más ricas de la nación, bastante modesta. Las casas eran sólo ostentosas, no insultantes.
Las que se incluían en esta segunda categoría se encontraban unas manzanas más allá.
Estacionó al final del camino de entrada de una casa imitación estilo Tudor. En la parte trasera había una piscina y, en la delantera, un roble que no había florecido aún. Ricky pensó que el sol de mediados de marzo no era lo bastante fuerte, aunque resultaba algo prometedor mientras se filtraba entre las ramas que todavía tenían que florecer. Decidió que se trataba de una época del año extrañamente variable.
Llamó al timbre con la botella en la mano.
No pasó demasiado tiempo antes de que una mujer que no llegaría a los treinta y cinco abriera la puerta. Llevaba unos vaqueros y un jersey negro de cuello de tortuga, y el cabello rubio rojizo peinado hacia atrás le dejaba al descubierto unos ojos con patas de gallo y unas arruguitas en las comisuras de los labios que probablemente se debían al agotamiento. Pero su voz era suave y atractiva, y al abrir la puerta habló casi en un susurro. Antes de que Ricky pudiera abrir la boca para hablar, la joven se le adelantó:
– Chist, por favor. Los gemelos acaban de dormirse.
– Deben de dar mucho trabajo -dijo Ricky a la vez que le devolvía la sonrisa.
– No se lo puede imaginar -contestó la mujer, que seguía hablando muy bajo-. ¿Qué desea?
– ¿No recuerda cuando nos conocimos? -preguntó Ricky mientras le tendía la botella de vino. Era mentira, por supuesto.
No se habían visto nunca-. En la fiesta con los socios de su marido hará unos seis meses.
La mujer le observó. Ricky sabía que la respuesta debería ser no, que no lo recordaba, pero la habían educado mejor que a su marido, de modo que contestó:
– Por supuesto, señor…
– Doctor -indicó él-. Pero llámeme Ricky. -Le estrechó la mano y le entregó la botella de vino-. Le debía esto a su marido.
Hicimos unos negocios juntos hará un año y quería darle las gracias y recordarle el éxito del caso.
– Vaya -exclamó ella mientras tomaba la botella, algo perpleja-. Gracias, doctor…
– Ricky -insistió-. Él se acordara.
Se volvió y, con un ligero saludo, se marchó por el camino de entrada hacia el coche de alquiler. Había visto todo lo que quería, averiguado todo lo que quería. Merlin había forjado una bonita vida para su familia. Una vida que prometía ser mucho más bonita en el futuro. Pero esa noche, por lo menos, Merlin no dormiría después de descorchar el vino. Sin duda le sabría amargo. Es lo que tiene el miedo.
Pensó en visitar también a Virgil pero, en lugar de eso se limitó a encargar en una floristería que le entregaran una docena de lirios en el plató donde había logrado un papel, pequeño pero importante, en una producción costosa de Hollywood. Ricky había averiguado que era un buen papel y que, silo hacía bien, podría reportarle otros mucho mejores en el futuro, aunque Ricky dudaba que interpretara nunca un personaje más interesante que Virgil. Unos lirios blancos eran perfectos. Normalmente suelen enviarse a un funeral con una nota de pésame. Supuso que ella lo sabría. Hizo envolver el ramo con una cinta de raso negro y adjuntó una tarjeta que rezaba sólo:
Todavía pienso en ti.
DOCTOR S.
Se había convertido en un hombre de muchas menos palabras, admitió para sí.