Mientras en el centro de la abarrotada plaza del Mercado Chico un clérigo de la Inquisición arrojaba libros herejes a la hoguera, dos calles más arriba yo luchaba desesperadamente por sacar del garaje mi flamante BMW 525 tds, color granate metalizado, en dura liza con la riada de rezagados que llegaban tarde a la fiesta medieval organizada por el ayuntamiento. Para mi desgracia, desde varios días atrás estaban teniendo lugar, en la misma puerta de mi casa, ruidosas reyertas de mendigos, ventas de esclavos, torneos de caballeros y ajusticiamientos de vendedoras de remedios y reliquias. Me decía, desesperada, que si hubiera sido un poco más lista, me habría abstenido de quedarme esos días en Ávila, marchándome a la finca con Ezequiela y dejando que mis conciudadanos se divirtiesen como les viniera eh gana. Pero acababa de regresar de un largo viaje y necesitaba urgentemente el entorno de mi propia casa, la comodidad de mi propia cama y un poco de… ¿tranquilidad? Las dichosas fiestas municipales me estaban sentando fatal.
Golpeé suavemente el claxon e hice señales con las luces para que el río humano se apartara y me dejara salir, pero fue totalmente inútil. Hube de contener un agudo instinto asesino al ver cómo un corro de adolescentes se dedicaba a aporrearme el capó entre gestos obscenos y risotadas. En estas ocasiones, y en otras del mismo pelaje, siempre juro para mis adentros -generalmente en hebreo- que es el último año que me quedo encerrada en el interior de las murallas a merced de la jauría.
Es evidente que por nada del mundo hubiera salido a la calle en tales circunstancias de no haberse producido la imperiosa llamada de mi querida tía Juana, a quien, precisamente, tenía pensado visitar al día siguiente para dar por terminado el asunto de San Petersburgo. Pero cuando Juana dice «¡Ahora!», ni todo el ejército norteamericano, con Patton a la cabeza, se atrevería a llevarle la contraria.
– Llévate la chaqueta, que está refrescando -me advirtió Ezequiela desde el salón-. ¡Y no le des recuerdos de mi parte a… ésa! -añadió con desprecio.
La vieja Ezequiela llevaba trabajando para mi familia desde que tenía doce años, cuando mi abuela se la trajo desde la aldehuela de Blasconuño, al norte de la provincia. Había visto crecer a mi padre y a mi tía, había amortajado a mis abuelos, había servido fielmente a mis padres y, luego, tras la muerte de mi madre, me había criado a mí. Su cariño y lealtad sólo tenían parangón con la irreductible hostilidad que sentía por mi tía: Ezequiela conservaba un recuerdo muy vivido del mal genio y el temperamento agrio de la joven Juana y nunca podría perdonarle ciertos agravios que, años atrás, la habían herido en lo más hondo.
Abandoné el recinto amurallado por la ermita de San Martín y, más tranquila ya, crucé el puente Adaja y tomé la carretera de Piedrahíta. Tenía por delante media hora de pacífica conducción escuchando las noticias de la radio: el presidente ruso, Boris Yeltsin, seguía empeñado en que la Duma aceptara a Chernomirdin como primer ministro, y la Duma, capitaneada por los comunistas, decía que no, que para nada, y que, si Boris insistía, estaban dispuestos a empezar la tercera guerra mundial; por su parte, el presidente norteamericano, Bill Clinton, ante la inminente publicación del informe Lewinsky, seguía empeñado en defender la enorme diferencia entre «relaciones sexuales» y «relaciones inapropiadas». Así que, por estos insignificantes problemillas, las bolsas mundiales estaban en caída libre y el desarrollo económico en franca recesión, aunque, al parecer, ningún conflicto era tan importante para nuestro país como el hecho de que Javier Clemente, el seleccionador nacional de fútbol, se negaba a dejar el puesto a pesar del ridículo mundial que habíamos hecho en Francia y en Chipre.
Apareció a mi izquierda la desviación hacia Molinillos de Trave y, quinientos metros más allá, apoyado contra la ladera del monte de la Visión, recortado por la débil luz de la luna menguante, se vislumbró el enorme contorno azulado del monasterio de Santa María de Miranda, cuyo campanario, en forma de linterna de ocho caras, amenazaba al cielo con tanta virulencia como el puño de mi tía en uno de sus días de mal humor. Nunca entendí por qué Juana había decidido enterrarse en aquel lugar después de haber disfrutado de todos los placeres de la vida. Yo tenía entonces diez u once años y recuerdo las furiosas peleas entre mi padre y ella, que, en una ocasión, como prueba de su férrea decisión y de su profunda vocación religiosa, llegó a tirarle a la cabeza, una cajita persa de bronce del siglo vin que le abrió en la frente una brecha de tres centímetros. Después de aquello, estuvieron mucho tiempo sin hablarse y, entretanto, Juana profesó y se convirtió, para sorpresa de todos, en una sumisa y disciplinada redentorista filipense de hábito negro y toca blanca. No obstante, como ambos hermanos eran buenos exponentes del espíritu práctico de la familia Galdeano, volvieron a reunirse al cabo de algunos años, aunque manteniendo hasta la muerte de mi padre una frialdad en el trato tan gélida como sus respectivos orgullos.
Detuve el coche frente a la cancela del monasterio y esperé a que una de las monjas bajara corriendo la pendiente para abrirme. Eran casi las diez de la noche y, como la comunidad, según la Regla, ya debería estar durmiendo después de haber rezado completas, me extrañó ver tanta animación y tantas luces en la puerta del edificio.
Antes de que pudiera darme cuenta, la hermana Natalia, sudorosa por la carrera y por el esfuerzo de empujar las pesadas hojas de hierro de la cancela, me estaba mirando a través de la ventanilla con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios que le dejaba al descubierto las dos blancas hileras de dientes. Suspiré con resignación… Natalia siem pre se ofrecía voluntaria para abrirme la verja con tal de que la invitara a subir en el coche durante el corto trayecto de vuelta. Algún día, me decía yo cargada de malas intenciones, algún día enfilaría hacia el monasterio a toda velocidad y la abandonaría allá abajo sin misericordia.
– ¡Qué coche tan bonito te has comprado esta vez, Ana! ¡A ver si te dura más que los otros! -exclamó, dejando caer sus buenos noventa kilos de peso en la mullida tapicería de mi BMW. Desde que ha"bía sobrepasado los cincuenta, Natalia no había hecho más que aumentar escandalosamente de volumen.
– ¿Por qué te metiste a monja, Natalia? Siempre he dicho que deberías haber sido la amante de algún jeque millonario.
– ¡Qué disparate! -carcajeó encantada.
Si hay algo que me revienta de las monjas de este cenobio es su inmaculada ingenuidad, su pueril impermeabilidad a todas las barbaridades que soy capaz de decirles.
Tiesa como un sargento e inmóvil como una estatua, mi tía me esperaba en el interior de la conserjería. Juana acababa de cumplir cincuenta y siete años pero, por esa misteriosa capacidad de conservación que disfrutan las esposas de Cristo, aparentaba poco más de cuarenta y tantos. Su rostro esquinado y vertical, de marcadas ojeras y labios finos, era idéntico al de mi padre y al mío, aunque sus ojos azules nada tenían que ver con los Galdeano y todavía estaba por aclararse su exótico e ilegítimo origen. Afortunadamente, el envaramiento de Juana era sólo una pose, y, en cuanto me tuvo a tiro, su gesto se dulcificó y me estrechó en un largo abrazo bajo la almibarada mirada de las hermanas que la rodeaban y de la enorme sonrisa blanca de Natalia.
– ¿Qué tal por San Petersburgo? -me preguntó, soltándome al fin-. Estás bastante más delgada…
– No hay mucha comida en Rusia -rezongué, recordando las parcas cantidades de repollo, sémola de trigo y remolacha que había tragado durante una semana.
– ¡Oh, Señor…! Rezaremos por aquella pobre gente.
– Estupendo. Así les caerá el pan del cielo. Aunque mejor sería que les cayera vodka, porque ya se acercan los rigores del invierno.
– ¡Ana María!
Desde mi ateísmo recalcitrante, el poder de la oración -en el que tanto confiaba mi tía- constituía un misterio para mí. ¿Por qué no hacían algo más práctico, alguna cosa que realmente resultara útil?
– ¿Y Ezequiela?-me preguntó Juana en ese momento, cambiando de tema-. ¿Cómo está?
– Bien, bien, está muy bien. La he dejado en el salón viendo la tele.
– Dale recuerdos de mi parte.
– ¡Tía…, por favor! -protesté-. Ya sabes que no quiere saber nada de ti, así que no me obligues a soportar de nuevo toda la retahíla de reproches que guarda en su corazón.
– ¡Es la mujer más cabezota y tozuda que…!
– ¡Mira quién fue a hablar! -exclamé, ocultando una sonrisa, pero mi tía me miró con amargura: el desprecio de Ezequiela le quemaba como un hierro candente.
Mientras avanzábamos hacia el interior, una al lado de la otra, le eché una larga ojeada a hurtadillas: seguía tan guapa como siempre, con ese brillo azulino en los ojos que contrariaba el gesto adusto de su cara y su ceño eternamente fruncido. En realidad, era una buena persona, mejor de lo que a ella misma le gustaba reconocer, y sentía una marcada debilidad por su sobrina favorita (y única); o sea, por mí. A pesar de todo, el instinto de supervivencia me recordó de pronto que con Juana no convenía dejarse arrastrar por los sentimientos, ya que sólo había dos razones por las cuales podía haber requerido de aquel modo mi presencia: o quería dinero o quería mucho dinero.
El monasterio y la comunidad se sostenían con los ingresos procedentes de las actividades empresariales que Juana había puesto en marcha durante los últimos años. Por ejemplo, las monjas más ancianas cosían chándales y monos de trabajo para las fábricas de la provincia, las cocineras hacían dulces y yemas de Santa Teresa que vendían a precio de oro en una tiendecilla instalada junto a la puerta del santuario., y las más jóvenes habían hecho cursos de encuadernación y realizaban trabajos para imprentas y para algunos ricos particulares; había, incluso, una novicia que, previo pago contante y sonante, diseñaba páginas de Internet para los organismos e instituciones de la Iglesia y del Patrimonio Nacional. Todo era válido para mi tía mientras diese dinero. Sin embargo, ni implantando entre sus monjas la producción a destajo, como habría sido su gusto, hubiera podido reunir los muchos millones que necesitaba para costear los interminables trabajos de restauración que mantenían en pie aquel viejo monasterio del siglo xii.
– ¿Qué se ha estropeado esta vez, tía? -pregunté mientras cruzábamos el claustro hexagonal y nos encaminábamos hacia la sala capitular y el archivo.
– ¡No seas tan impaciente! Sonreí. A Juana le gustaba mantener los secretos.
– Antes tengo que pasar un momento por el calabozo -comenté, y me detuve en seco junto a una de las columnas dobles del claustro, asiendo con la mano la bolsa que llevaba colgada al hombro.
Mi tía asintió con la cabeza.
– Lo suponía.
Una de las secciones más antiguas del convento, aquella que durante ocho siglos había albergado las celdas de las monjas, dejó de estar habitable poco después de la llegada de Juana al cenobio. La madre superiora de aquel entonces decidió clausurarla y trasladar las habitaciones de las hermanas a la parte oriental, pero en cuanto la buena mujer pasó a mejor vida y Juana fue elegida en su lugar, mi tía abrió de nuevo aquellas medievales dependencias, les dio un rápido lavado de cara (un refuerzo por aquí, un nuevo muro por allá, una mano de encalado y otra de pintura) y abrió un negocio ilegal de guardamuebles. Que yo supiera, casi todas las familias de Ávila tenían alquilada alguna vieja celda en la que, por un módico precio al mes (cuatro mil pesetas la habitación pequeña y siete mil la grande), guardaban toda clase de cachivaches y enseres pasados de moda. La hija de una vieja amiga de mi tía, esposa de un militar que cambiaba de destino con cierta frecuencia, tenía tres celdas reservadas de manera permanente.
Cuando yo era pequeña, por un lógico error de polisemia, creía que las celdas eran calabozos donde encerraban a las monjas por la noche, así que mi padre le dio este nombre a la que él utilizaba para ocultar ciertos objetos que no podía conservar en el almacén de la finca ni en la trastienda del comercio, por si a la policía le daba por hacer alguna visita inesperada.
– ¿Tuviste algún problema con el trabajo? -me preguntó con maternal inquietud mientras hacía girar la gruesa llave de hierro en la cerradura.
– Ninguno -respondí empujando la puerta, que gimió-. Todo salió como estaba planeado. Como siempre.
– Alabado sea Dios.
Una vaharada de aire rancio y viciado arremetió contra mi olfato cuando me introduje en aquella gran estancia que, durante siglos y hasta la llegada de las redentoristas filipenses, había sido la celda de las madres abadesas Bernardas, y que ahora servía de zulo y madriguera a la familia Galdeano. Unas entrañables formas gibosas, cubiertas por lienzos polvorientos y mal iluminadas por la luz de un ventanuco enrejado, me dieron la cordial bienvenida, y un cálido sentimiento de orden, de que todo volvía a estar como debía y de que yo me encontraba en el lugar correcto me calentó el corazón. Muchos años atrás, cuando era niña, mi padre me dejaba jugar allí mientras él y Roi (que entonces no se llamaba Roi sino Philibert, príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers) trabajaban durante horas ordenando y catalogando la selección de piezas que, por alguna razón desconocida, no iba a parar al almacén de la finca como el resto del material que llegaba en camiones desde distintos puntos de España (crucifijos románicos, retablos góticos, imágenes de santos y vírgenes, columnas de marfil policromado, coronas engastadas de piedras preciosas, cálices de oro y plata, códices miniados, muebles, tapices y un largo etcétera de valiosísimas antigüedades).
No necesitaba apartar los lienzos para reconocer de memoria la mayoría de aquellos preciosos objetos. Muchos de los que ya no estaban habían ido a parar, con el tiempo, a las casas, castillos y palacios de los más ricos coleccionistas de arte del mundo, donde, felizmente, ocupaban lugares de privilegio. En los años sesenta y setenta, España estaba mucho más preocupada por la llegada de turistas a las playas de Benidorm y Marbella que por su patrimonio histórico y cultural, y la entidad más indiferente al valor secular de sus propiedades era la Iglesia católica que, utilizando a los gitanos como intermediarios, vendía por una miseria sus obras de arte.
Al principio, el negocio de mi padre era totalmente legal. Desde siempre había sido un enamorado de la belleza y ese amor le llevó a viajar por todo el mundo comprando antigüedades y coleccionando pinturas de artistas flamencos del siglo XVIl. Poco después de su boda con mi madre, el patrimonio familiar (obtenido con la construcción de los primeros ferrocarriles durante el reinado de Isabel II) se agotó de manera definitiva, y mi padre pensó que, como de todos modos tenía que ponerse a trabajar y en España no había buenos anticuarios, sería una idea excelente establecer por su cuenta un negocio tan ajustado a sus gustos.
En aquellos tiempos España era un filón inagotable de obras de arte. «¡El país entero está lleno de joyas que nadie cuida ni valora!», gritaba escandalizado cuando volvía de alguno de sus numerosos viajes por Galicia, Asturias, Castilla, Navarra o Cataluña. Todo lo que compraba a los curas y a los obispos a través de los gitanos, lo vendía inmediatamente por sumas astronómicas y, no obstante, cuando los camiones llegaban cargados a la finca, había decenas de anticuarios, marchantes y coleccionistas esperando ávidamente para adquirir el material al precio que fuera. Uno de aquellos primeros coleccionistas fue el príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers, un aristócrata francés que vivía en un castillo-fortaleza situado en el corazón del valle del Loira y que terminó convirtiéndose en el mejor amigo de mi padre. Philibert de Malgaigne-Denonvilliers -o, lo que es lo mismo, Roi- fue quien le introdujo en el Grupo de Ajedrez.
– ¿Te falta mucho…? -me preguntó Juana, de pronto, desde el otro lado de la puerta. Mi tía jamás entraba en el calabozo; era su particular manera de no saber nada.
Descolgué de mi hombro la bolsa de cuero y la apoyé blandamente sobre una tabla. Con sumo cuidado deshice los nudos que la cerraban y tiré de los lados hasta dejar al descubierto un hermosísimo icono ruso del siglo XVIII. Mis manos, que lo habían sujetado y manipulado con fría precisión mientras lo descolgaban del iconostasio de la pequeña iglesia ortodoxa de San Demetrio, lo acariciaron ahora con mimo y ternura como si fuera un delicado gatito recién nacido. Una Virgen y un Niño de rostros estilizados y hieráticos me contemplaron en silencio desde la distancia de sus más de doscientos años de vida. El monje que los había pintado lo había hecho respondiendo a unos procedimientos que habían permanecido inalterados a lo largo de los siglos: pintar un icono no era, ni mucho menos, lo mismo que pintar un cuadro religioso al estilo de Zurbarán o Murillo; para un monje ortodoxo, pintar un icono representaba un momento sagrado de su vida que empezaba por la oración y el ayuno previos a la preparación de las colas y los pigmentos. Por tradición, todos los colores tenían una significación estricta: el azul representaba la trascendencia; el amarillo y el oro, la gloria, y el blanco, la majestad. Antes de emplear el blanco, por ejemplo, el monje debía pasar largas horas de rezos y penitencias, igual que antes de empezar a pintar los rostros, las manos y los pies, que eran las zonas más importantes, del icono, las no cubiertas por vestiduras y que hacían que la imagen fuese realmente sagrada. De hecho, a partir del siglo ix (y la imagen que yo tenía delante no era una excepción), se extendió masivamente en Rusia la costumbre de cubrir con un revestimiento de oro o plata, llamado Rizza, la totalidad de la obra a excepción de esas partes del cuerpo, que debían quedar al aire.
La brusca interrupción de la producción de iconos en 1921, prohibidos por un edicto de Lenin, no había hecho otra cosa que despertar la insaciabilidad de los coleccionistas de estas joyas del arte. Y para uno de ellos había robado yo aquella maravilla salvada de la destrucción definitiva gracias a la perestroika. El comprador, un discreto multimillonario francés, había ofrecido quinientos mil dólares por la pieza y, considerando el poco riesgo que entrañaba la operación, el Grupo de Ajedrez había aceptado el trabajo, que, como siempre, se llevó a cabo con meticulosidad. En estos momentos, una exquisita y perfecta réplica del icono que yo tenía entre las manos colgaba tranquilamente en el iconostasio de la pequeña iglesia de San Demetrio, en San Petersburgo, impidiendo que nadie se percatase del hurto durante los próximos cien años. Donna, como era habitual en ella, había llevado a cabo un excelente trabajo de falsificación.
– ¿Te falta mucho, Ana María? -volvió a preguntar mi tía con tono impaciente.
– No -respondí dejando el icono en un rincón, bajo un paño limpio, y recogiendo mis bártulos apresuradamente.
Eché una última mirada a la celda y salí de ella sacudiéndome el polvo de las manos en los vaqueros. Juana cerró la puerta, echó la llave y se encaminó con premura hacia al claustro.
– Vamos, que todavía tenemos mucho que hacer.
La comunidad en pleno nos esperaba en la puerta del viejo scriptorium que ahora cumplía las funciones de archivo de documentos históricos. En la actualidad, las monjas desarrollaban sus labores en una zona cercana a las cocinas y, salvo cronistas y estudiosos autorizados por el obispado, nadie accedía ya a aquellas antiguas dependencias como no fuera para limpiar. Mi tía me indicó con un gesto que entrara y con otro dejó fuera a las hermanas que manifestaron su desilusión con un lamento ahogado.
– Mira allí, sobre las estanterías de los documentos de los siglos XIV y XV.
Seguí con los ojos la dirección que señalaba su índice y distinguí en el artesonado del techo una enorme grieta astillada que dejaba al descubierto la piedra.
– ¿Qué ha pasado?
– Carcoma y vejez -repuso lacónicamente mi tía-. Se veía venir desde hacía tiempo. Ya te lo dije en Navidad, ¿recuerdas?, pero no me hiciste caso.
Agité la cabeza en sentido negativo y la miré directamente a los ojos.
– En Navidad, querida tía, me pediste dinero para reparar las canalizaciones de agua de los jardines, y recuerdo haberte dado cinco millones el día de Reyes, y otros cinco en junio, cuando me advertiste del inminente derrumbamiento del muro del huerto.
– Pues ahora necesito un poco más. Reparar el artesonado requiere una delicada tarea de restauración, sin contar con los costes de acabar para siempre con la carcoma.
Por un segundo no supe si echarme a reír o si soltar un grito.
– ¡Escúchame bien! -protesté, encarándome con mi insaciable tía-. En lo que va de año te he dado diez millones de pesetas. ¡Creo que ya es suficiente! El año pasado fueron siete, y el anterior ni me acuerdo. ¿Por qué no le pides el dinero a la Junta de Castilla y León o a tu maldito Episcopado?
– Ya se lo he pedido… -respondió con suavidad.
– ¿Y…? -Sinceramente, estaba sublevada.
– La próxima semana vendrán los peritos del ministerio y, con mucha suerte,podremos empezar las obras dentro de un par de años. Te recuerdo que en España hay más de cuarenta mil inmuebles de la Iglesia en peores condiciones que éste, que está catalogado como de riesgo moderado. Para cuando nos lleguen las ayudas, toda la madera de este archivo se habrá convertido en serrín. Lo que yo te propongo es que sigas desgravando impuestos por tus generosas aportaciones al monasterio como vienes haciendo hasta ahora.
Contuve mi ira y bajé la cabeza hasta que el pelo me sirvió de cortina protectora para mascullar a escondidas unas cuantas abominaciones.
– ¿Cuánto? -pregunté por fin.
– Ocho.
– ¡Qué!
Mi grito alarmó a las hermanas que se encontraban en la puerta y una de ellas se asomó discretamente; la mirada asesina de mi tía la animó a esfumarse a la velocidad del rayo. Las monjas sabían que mi bolsillo financiaba la restauración del monasterio, aunque estaban convencidas de que era por pura generosidad y por amor a mi única tía. Craso error: aquella arpía había estado extorsionando a mi padre durante años y ahora me extorsionaba sin piedad a mí.
– Ocho millones, Ana María, y ni un duro menos.
– ¡Pero, tía…!
– No hay peros que valgan. O pagas, o mañana mismo llamo a los del grupo de patrimonio artístico de la Guardia Civil para que vengan a visitar el calabozo.
– ¡Canalla!
– ¿Qué has dicho? -preguntó entre indignada y dolorida.
– He dicho que eres una canalla, tía, y lo mantengo.
Durante un segundo, Juana se quedó en suspenso, mirándome, supongo que no sabiendo bien cómo responder a mi insulto. Luego, con el instinto del político que sabe encajar los golpes diplomáticamente, dejó escapar una ruidosa carcajada.
– ¡Me acojo a la garantía espiritual de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón! Confío, incluso, en negociar con Dios una ampliación de este vencimiento.
Sonriendo, y muy segura de sí misma, salió del archivo dejándome allí con cara de imbécil. Era igualita que mi padre, me dije rabiosa. Igualita.
Al día siguiente, que amaneció nublado y lluvioso, pasé la mañana en la tienda comprobando facturas y atendiendo a los clientes. Tenía sobre la mesa vanas cartas de compradores habituales solicitando información acerca de algunos artículos de mi catálogo y dos o tres avisos de subastas de Sotheby's y de Christie's que iban a celebrarse en Londres y Nueva York durante los próximos meses. La perspectiva de pasar un largo período sin «trabajos especiales» (por lo menos hasta diciembre, en que tendría que organizar la entrega del icono) me resultaba atractiva y estimulante y estuve pensando seriamente en la idea de apuntarme a un gimnasio o de matricularme en algún centro de idiomas para mejorar mi horrible alemán y empezar con el ruso.
La fachada principal de mi tienda era el resultado de un largo y costoso estudio de imagen realizado por mi padre allá por los años setenta. Lejos de dejarse llevar por la apariencia adusta y aburrida que impera en esta clase de establecimientos, mi padre pintó la fachada de un color verde muy claro, salpicado de azulejos y coronado por unas grandes letras doradas. Sin duda, puede resultar un tanto estridente para un negocio como el nuestro, pero, por increíble que parezca, no quedaba mal aquel frontis abierto por dos grandes escaparates, separados entre sí por una elegante puerta italiana de madera (también pintada de verde, aunque más oscuro), a la que se accedía subiendo tres escalones que salvaban la distinta elevación del suelo provocada por la inclinación de la calle.
El mayor atractivo de Antigüedades Galdeano estaba constituido por nuestras colecciones de grabados antiguos de los siglos XVII, XVIII y XIX tanto en color como en blanco y negro, y nuestro impresionante surtido de espejos españoles de los siglos XVII y XVIII. Pero ofrecíamos también la mejor exposición de muebles, bargueños, pintura, plata y cerámica del norte de España. Siempre habíamos intentado diferenciar lo más posible la oferta de la tienda de la oferta del calabozo: un anticuario especializado en la venta de bargueños del XVIII difícilmente sabrá algo de tallas policromadas góticas del XIV.
Nuestros clientes eran expertos y exigentes, y, mayoritariamente, compraban a través de intermediarios a sueldo. De ahí que una de las mayores preocupaciones de mi padre fuera siempre la exquisita elaboración de nuestros catálogos, tarea que yo había heredado y que, recientemente, había asumido en su totalidad, realizando el diseño y la maquetación con el ordenador. Las fotografías, por supuesto, las encargaba a uno de los principales estudios profesionales de Madrid y la reproducción -en tiradas de quinientos o mil ejemplares- a Martí B. Gráficas, S.A., de Valencia; los mejores, sin duda, en su especialidad.
A mediodía, cuando entré en casa, unos aromas exquisitos a sopa de ajo y chuletón de ternera hicieron rugir mis jugos gástricos. Con el último trabajo había perdido tres kilos de mis ya escasas reservas calóricas. Mi delgadez, al margen de ser una herencia familiar y tan exagerada como poco atractiva, traía de cabeza a Ezequiela, que se empeñaba en prepararme banquetes pantagruélicos, dignos de un luchador de sumo.
– ¿Ya está la comida? -pregunté a gritos desde la entrada.
– Falta un poco todavía -me respondió Ezequiela.
Fruncí el ceño, desilusionada, y me encaminé hacia el despacho. Si toda la tecnología moderna que me podía permitir en la tienda era la luz eléctrica y el sistema de alarma, por aquello de que los compradores de antigüedades suelen ser hostiles a cualquier cosa que huela a nuevo, en casa me desquitaba a gusto. Mientras con una mano pulsaba el mando a distancia del equipo de música y ponía en marcha el CD de Jarabe de Palo, con la otra, encendía mi estupendo ordenador y me dejaba caer en el sillón ergonómico lanzando por los aires los zapatos de tacón. Para relajarme, jugaría una partida de cartas contra la máquina antes de sentarme a la mesa. Era fantástico contemplar tantas luces parpadeantes y poder manipular tantos botones.
Todavía estaba desabrochándome la blusa y soltándome la falda cuando la pantalla que tenía delante se puso de un color rojo intenso y los altavoces emitieron un agudo pitido. El aparato estaba programado para conectarse automáticamente a Internet y revisar el buzón de correo electrónico. «Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez -empezó a repetir una voz mecánica-. Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez.»
– ¡Oh, no! -exclamé descorazonada, mirando como una tonta el monitor-. ¡No quiero saber nada de nadie todavía!
¡Era muy pronto para que el Grupo se pusiera en contacto conmigo! Por regla general, después de realizar un trabajo -y del breve parte que yo enviaba a Roi anunciándole el resultado del mismo-, las comunicaciones se interrumpían durante algunas semanas y si, además, como era éste el caso, la pieza debía «dormir» unos meses en el calabozo, los contactos entre los miembros del Grupo se suspendían completamente para respetar las «vacaciones». Pero aquella pantalla roja y la voz machacona del ordenador no dejaban lugar a dudas.
El genio informático del Grupo era Láufer, el alemán, que había realizado todos los programas con los que trabajábamos y que mantenía actualizados los sistemas de codificación y cifrado que garantizaban la impermeabilidad de nuestras comunicaciones. Láufer era un antiguo backer del famoso grupo Chaos Computer Club. Él fue quien rompió las protecciones del Centro de Investigaciones Espaciales de Los Álamos, California, y también de la agencia espacial europea EuroSpand, del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares de Ginebra, del Instituto Max Planck de física nuclear y del laboratorio de biología nuclear de Heidelberg, entre otros. Pero, sin duda, su proeza más memorable fue la que llevó a cabo en mil novecientos ochenta y cinco, poco después de que un candoroso ejecutivo del Bundespost, el servicio de correos alemán, declarase que las medidas de seguridad informática de dicha entidad eran inexpugnables. Láufer recogió el desafío y, cierto día, un teléfono del Bundespost estuvo llamando automáticamente durante diez horas al Chaos Computer Club y colgando al obtener respuesta. El resultado fue una factura telefónica de ciento treinta y cinco mil marcos.
Láufer tuvo la suficiente inteligencia para abandonar el Chaos antes de ser descubierto y encarcelado por la policía (como sucedió con muchos de sus compañeros) y rehizo completamente su vida adentrándose en el selecto mundo de los objetos de arte, su segunda pasión. Sin abandonar los ordenadores, se entregó con entusiasmo al estudio y a la preparación profesional y, al cabo de unos cuantos años, se ganaba muy bien la vida dedicándose a la tasación y valoración de muebles, cerámicas, porcelanas, vidrio, plata, pintura, escultura, bronces, textiles y joyas, llegando a estar considerado, con el tiempo, como el mejor especialista en autentificación de piezas antiguas.
La combinación de sus dos habilidades, en las que, por su inteligencia y sensibilidad, era un verdadero maestro, le convirtieron en el candidato adecuado para cubrir la vacante dejada por el anterior Láufer y, aunque desconozco qué método utilizó Roi para ficharle, lo cierto es que formaba parte del Grupo de Ajedrez varios años antes que yo.
Entre disgustada y preocupada por la llegada de un mensaje, cargué el lector de correo electrónico y las letras comenzaron a surgir en la pantalla en forma de signos y dibujos totalmente ilegibles. Ni Champollion [1] con toda su ciencia hubiera conseguido descifrar aquella piedra de Rosetta.
Al cabo de pocos segundos, sin embargo, el algoritmo descodificador elaborado por Láufer había terminado su trabajo y aquel enjambre sin forma empezó a adquirir sentido ante mis ojos:
«IRC, #Chess, 16.00, pass: Golem. Roi.»
¡Mierda!
– ¡Mierda, mierda! -grité levantándome del sillón con un brinco. El ruido alarmó a Ezequiela que entró rápidamente por la puerta secándose las manos con un paño de cocina.
Ezequiela era una anciana bajita, flaca y encorvada, de mirada perspicaz y con una cara surcada de arrugas que terminaba en una curiosa barbilla hundida y rosada. Desde hacía unos cuantos años venía acortándose las faldas para que no se notara que, con la edad, estaba disminuyendo de tamaño.
– ¿Qué pasa?
– ¡Roi otra vez! -exclamé mirándola desesperada.
Ella enarcó las cejas con un gesto que bien podía significar «¡Qué le vamos a hacer!» o «¡Aguántate por tonta!» y desapareció como había venido sacudiendo la cabeza con resignación, sin volver a ocuparse de mí.
– ¡Maldita sea, otro trabajo no, no y no! -exclamé en el desierto de mi despacho.
Comí sin mucho apetito y apenas hice caso de la verborrea de Ezequiela que eligió precisamente ese momento para ponerme al tanto de los cotilleos de la ciudad. Entre bodas, bautizos, sepelios y divorcios acabé con el postre y bebí de un sorbo el café, sintiendo cómo una pereza infinita comenzaba a inyectarse dulcemente en los músculos de mi cuerpo: se acercaba el momento de la siesta pero, en lugar de dormir un par de horas en el sofá antes de volver a la tienda, tenía que mantenerme despierta para conectarme al IRC. [2] ¿No podría Roi haberme citado por la tarde o por la noche, cuando mi cerebro estaba en plenitud de facultades…? Pero no tenía otra alternativa: la disciplina y el funcionamiento riguroso eran cruciales para la seguridad, y si Roi me había citado a las cuatro de la tarde, a esa hora yo debía establecer comunicación pasara lo que pasara y costase lo que costase. En caso contrario, él desmantelaría el Grupo antes de una hora.
Así que a las cuatro menos cinco estaba sentada de nuevo frente al ordenador, con otra taza de café junto al teclado y un cigarrillo nervioso entre los dedos, conectando con mi servidor de Internet y cargando el programa para acceder al IRC. Una vez que el servidor me dio paso, entré en la red a través de Noruega, por Undernet-Oslo, y redireccioné por Toronto, Canadá., y luego por Auckland, Nueva Zelanda, cambiando de identificación para eludir posibles rastreos. Convenientemente camuflada, solicité una lista de canales abiertos y, en la interminable serie de nombres que aparecieron en mi pantalla por orden alfabético, encontré #Chess con facilidad. Pinchando dos veces sobre él con el botón izquierdo del ratón, entré en una sala blanca y vacía, en el centro de la cual un recuadro parpadeante me pedía la contraseña de acceso (el password o pass). Tecleé «Golem», pulsé intro, y la imagen cambió: la sala blanca y vacía se llenó de líneas de colores que ascendían por mi pantalla con mensajes de bienvenida en los seis idiomas de los integrantes del Grupo de Ajedrez: en francés por Roi -el Rey-, que ya estaba presente, en italiano por Donna -la Dama-, en alemán por Láufer -el Alfil-, en inglés por Rook -la Torre-, en portugués por Cávalo -el Caballo- y en español por mí, Ana… el humilde Peón.
– Hola, Peón.
– Hola, Roi -escribí velozmente en francés.
– Te habrá sorprendido esta reunión urgente…
– Puedes apostar lo que quieras a que sí. En ese momento entró Cávalo en el canal.
– Hola a todos -escribió en inglés.
– Hola, Cávalo.
Volvieron a pitar mis altavoces. Donna y Rook hicieron su entrada, uno detrás de la otra.
– Saludos a todos -dijo Donna.
– Lo mismo -añadió Rook-. Veo que sólo falta Láufer.
– Para variar -dijo Cávalo.
– No tardará. En cuanto llegue os explicaré por qué os he convocado de esta forma tan inusual.
– Espero que valga la pena, Roi, porque tenía una comida de trabajo importantísima en Nápoles y la he cancelado por culpa de tu e-mail -escribió Donna con evidente mal humor. Donna, o mejor, Julia Volontieri, era la importante propietaria de una empresa de conservación y restauración de arte y antigüedades especializada en el desarrollo de proyectos para las administraciones públicas italianas y para el Vaticano. El personal a su servicio, experto en la restauración de retablos, esculturas policromadas, tablas y lienzos, se formaba en el taller-escuela de la propia Julia, en cuyos laboratorios de Roma se llevaban a cabo, utilizando las más complejas y modernas tecnologías, las falsificaciones utilizadas por el Grupo de Ajedrez para encubrir los robos. Nunca había tenido ocasión de tratarla en persona, pero Roi aseguraba que, incluso a los cincuenta años, era una de las mujeres más atractivas y fascinantes que había conocido en su vida.
– Todos teníamos cosas importantes que hacer, Donna -dije yo recordando mi siesta.
– Querida Donna -apuntó Cávalo con evidente sorna-, tú siempre tan ocupada y tan diligente.
– Y tú, mi estimado Cávalo -le respondió ella-, siempre tan amable.
Cávalo, cuyo verdadero nombre era José da Costa-Reis, era el propietario de una importante ourivesaria en la elegante rúa Passos Manuel de Oporto, fundada por su abuelo poco después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre -el primer Cávalo-, joyero también y restaurador de relojes y joyas antiguas, fundó, por afición, el Grupo de Xadrez do Porto y, cuando Roi y él decidieron unirse para llevar a cabo ciertas actividades no demasiado limpias, éste fue el nombre que les pareció más oportuno para encubrirlas. El padre de José murió casi al mismo tiempo que él mío, también de un ataque al corazón, y ambos heredamos simultáneamente tanto los negocios familiares como las posiciones en el Grupo.
– ¡HOLA A TODOS!.
El genio informático acababa de hacer su entrada en el canal y, para que a nadie le pasara inadvertido tal acontecimiento, Láufer, además de utilizar las mayúsculas (equivalente a los gritos en cualquier conversación hablada), hizo correr por nuestras pantallas una serie de dibujos a todo color en los que se veían caras sonrientes, dragones humeantes, flores y algún que otro desnudo femenino de corte moderado; la experiencia le había demostrado que Donna y yo podíamos montar en cólera si se pasaba con sus exhibiciones machistas. Las tonterías de Láufer siempre eran coreadas por el bobo de Rook, y los dos juntos podían llegar a resultar, a veces, insoportables.
– ¡Ya era hora, muchacho! -escribió su compinche en tono alegre.
– ¡HEY, ROOK.! ¿CÓMO VAN ESAS FINANZAS?
– Por favor, Láufer, utiliza las minúsculas -pidió Roi.
– NO PUEDO, TENGO EL TECLADO ESTROPEADO.
– Siempre pone la misma excusa…
– NO SÉ POR QUÉ DICES ESO, DONNA.
– ¿Será porque te amo?
– ¡LO SABÍA, LO SABÍA! ¡HEY,ROOK! ¿QUÉ TE PARECE, AMIGO?
– Láufer, por favor -interrumpió Roi-. Tenemos trabajo.
– ESTÁ BIEN. ME CALLARÉ.
– Roi, empieza ya porque el tiempo corre -atajé para impedir la más que probable respuesta desagradable de Donna.
– Tenemos una oferta interesante -empezó Roi. Afortunadamente, su velocidad escribiendo con el ordenador era comparable a la de una buena taquimeca-. Muy interesante, diría yo, y por eso os he convocado. A través de los cauces habituales, un coleccionista llamado Vladimir Melentiev nos ha pedido que recuperemos un lienzo del pintor ruso Ilia Krilov que se encuentra actualmente en Alemania. La obra está valorada en unos treinta y cinco mil dólares y él está dispuesto a pagar el precio que pidamos por obtenerla. Sea cual sea, me ha insistido.
– ¿Lo que le pidamos? -se interesó Rook, que era el economista del Grupo.
– Te aseguro que no va a regatear ni a discutir la suma.
– Eso me huele mal… -apuntó Cávalo-. Rook, saca las cuentas. Si no me equivoco, a ese tal Vladimir le va a costar mucho más caro patrocinar esta operación que comprar el cuadro.
– El propietario no quiere venderlo.
– A ver… Déjame calcular. Al cambio actual de divisas, treinta y cinco mil dólares norteamericanos son, aproximadamente… veintiuna mil libras inglesas, cincuenta y nueve mil marcos alemanes, ciento noventa y siete mil francos franceses, cincuenta y ocho millones de liras italianas, unos seis millones de escudos portugueses y unos cinco millones de pesetas españolas… Me parece que Krilov es un pintor escasamente cotizado en el mercado.
– No sé nada acerca de él -manifestó Donna-. Debe ser posterior a rnil ochocientos.
– En efecto, es de finales del XIX y principios del XX -informé yo-. Lo sé porque, preparando mi último viaje, leí en alguna parte que Krilov había empezado su carrera como pintor de iconos y que la mayor parte de su obra o, al menos, la más famosa, se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.
– ATENCIÓN -gritó Láufer-.SEGÚN LAS BASES
DE DATOS DISPONIBLES EN LA RED, ILLA YEFIMOVICH KRILOV (1844-1930) ESTÁ CONSIDERADO COMO EL PINTOR REALISTA MÁS EXTRAORDINARIO DE SU GENERACIÓN. NACIÓ EN CHUGUYEV Y ESTUDIÓ EN LA ACADEMIA DE SAN PETERSBURGO. BUEN DIBUJANTE Y HÁBIL COLORISTA, FUE CONOCIDO SOBRE TODO POR LOS CONTENIDOS TEMÁTICOS DE SUS OBRAS.
– Láufer, por favor -intercaló Roi, aprovechando una pausa del gritón-, escribe en minúsculas.
– NO PUEDO, YA TE LO HE DICHO… SIGO: SUS ESCENAS DE GENTE CORRIENTE, PROFUNDAMENTE CONMOVEDORAS, SIGNIFICARON UNA POSTURA CRÍTICA CONTRA EL RÉGIMEN ZARISTA. SUS BARQUEROS DEL VETLUGA (1870, MUSEO ESTATAL RUSO, SAN PETERSBURGO), EN LOS QUE SE MUESTRA A LOS BATELEROS ENJAEZADOS JUNTOS COMO BESTIAS DE CARGA, LE HICIERON FAMOSO. CONTINUÓ PINTANDO GRANDES TEMAS HISTÓRICOS, ASÍ COMO RETRATOS MEDITABUNDOS DE COMPOSITORES Y ESCRITORES RUSOS. SU OBRA SE CONVIRTIÓ EN EL MODELO A SEGUIR POR LA PINTURA DEL REALISMO SOCIAL SOVIÉTICO DE MEDIADOS DEL SIGLO XX.
– Per carita! ¿Es que no hay nadie que pueda arreglarle el teclado?
Por toda respuesta, una rosa encarnada ascendió por la pantalla blanca exhibiendo un letrero que decía: PARA DONNA.
– La cuestión es la siguiente, damas y caballeros -continuó Roi, haciendo caso omiso de la discusión-: Melentiev quiere el cuadro titulado Mujiks pintado por Krilov en 1916, cuadro que, actualmente, obra en poder del industrial alemán Helmut Hubner.
– ¿Hubner…? -preguntó Rook-. ¿El de las galletas Hubner…?
– Efectivamente, el de las galletas, panes y pasteles Hubner.
– ¡Ese tío es uno de los hombres más ricos de Alemania! ¿No es verdad, Láufer? Sus empresas y filiales cotizan en las principales bolsas europeas y, según la revista Forbes, su fortuna personal se calcula en varios cientos de millones de dólares.
Siguiendo con su método de respuesta, Láufer hizo sonar en nuestros altavoces la conocida musiquilla de los anuncios televisivos de la marca de galletas.
– YO TRABAJÉ PARA ÉL EN UNA OCASIÓN. HICE UNA VALORACIÓN NEGATIVA DE UNA PIEZA QUE DESEABA ADQUIRIR: UN JARRÓN DE CRISTAL DOBLADO, SUPUESTAMENTE PRODUCIDO POR LA COMPAGNIE DES CRISTALLERIES DE BACCARAT, QUE ERA, EN REALIDAD, UNA OBRA DE LA VIDRIERÍA DE SAINTEANNE.
– Pero la Vidriería de Sainte-Anne fue la antecesora de la Compagnie des Cristalleries de Baccarat… -se extrañó Roi-. ¿Por qué hiciste una valoración negativa si la pieza tenía una cotización muy superior?
– PORQUE ÉL SÓLO ESTABA INTERESADO EN LOS CRISTALES DEBACCARAT FABRICADOS POR LA COMPAGNIE DURANTE EL PERÍODO COMPRENDIDO ENTRE 1861 Y 1875. LO RECUERDO PERFECTAMENTE. ASÍ QUE, AUNQUE EL VALOR DE TASACIÓN DE LA OBRA ERA MUCHO MAYOR, LA VALORACIÓN TUVO QUE SER NEGATIVA.
– Así que estamos hablando de un coleccionista selecto -dijo Cávalo-. Un tipo que sabe lo que quiere y que debe poseer una apreciable cantidad de obras de arte cuidadosamente escogidas, entre las que se encuentra el lienzo de Krilov.
– Y que, por lo tanto, tendrá a buen recaudo todos sus tesoros -puntualicé yo, malhumorada. Si Roi era el organizador, Donna y Cávalo los falsificadores, Rook el blanqueador de dinero negro y Láufer el informático, yo, desgraciadamente, era la ejecutora material de los robos, la que se jugaba la piel en cada operación, el cuerpo ágil que saltaba ventanas, caminaba por tejados, escalaba muros y sorteaba sistemas de alarma.
– Tranquilo, Peón -me consoló Roi-. Todo el mundo hará, como siempre, un buen trabajo y sabrás perfectamente el terreno que pisas en cada momento.
– Nunca sé el terreno que piso en esos momentos.
– ¡HUY, HUY,HUY ¡PEÓN ES UN LLORÓN.
– ¡CÁLLATE, LÁUFER! ¡NO QUIERO VOLVER A VER UNA LÍNEA TUYA HASTA QUE YO TE LO PIDA¡ -gritó.
Roí, harto de las tonterías del antiguo hacker-. Lo siento, Peón, no volverá a ocurrir… Volvamos a nuestro asunto, por favor -intercaló varias líneas en blanco para dar un respiro y, luego, continuó-. Yo buscaré toda la documentación sobre el cuadro y Láufer investigará a Helmut Hubner. ¿Algún problema para hacer la copia, Donna?
– Ninguno, pero esta vez envíame las reproducciones en formato JPEG [3], por favor, y utiliza compresión de alta calidad. Necesito hacer ampliaciones grandes y muy precisas. Y ya sabes: busca todo lo que puedas sobre el bastidor, los materiales y los usos y costumbres de Krilov a la hora de trabajar. También necesito la historia completa del lienzo (dónde ha estado, cuánto tiempo y en qué condiciones). ¡Ah! Y la del propio Krilov, con todos los detalles de su vida, incluso los más insignificantes.
– De eso podría encargarme yo -se ofreció Cávalo.
– Adjudicado -confirmó Roi-. Y tú, Donna, no te preocupes, lo tendrás todo dentro de tres días como máximo. Damas y caballeros, atención… Láufer, ¿tienes preparado el sonido?
Un redoble circense de tambor invadió mi despacho. Era curioso pensar que seis ordenadores distintos ubicados en otras tantas ciudades de países europeos emitían al unísono la misma fanfarria electrónica.
– Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Krilov. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, la cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.
Las siguientes jornadas las dediqué a poner en orden los asuntos administrativos de la tienda, a pagar lo que le debía a la mujer de la limpieza, a responder con abultada información las cartas de mis compradores por catálogo y a inscribirme en varias subastas para noviembre y diciembre. Por supuesto, me preocupé también de anunciar a bombo y platillo que me iría otra vez de viaje el día menos pensado…
Siempre he sido un ser bastante antisocial, pero me acercaba peligrosamente a esa edad en la que comienzas a plantearte quién cuidará de ti cuando seas vieja. Supongo que todo nuevo planteamiento empieza siempre por un sentimiento egoísta, y ese sentimiento egoísta me llevaba a echar de menos unos amigos que nunca tuve, unos hijos que probablemente jamás tendría y alguna que otra relación amorosa que durara algo más que un par de noches de hotel en cualquier lugar remoto del mundo. Incluso empezaba a desear una relación sexual en la que el sexo no lo fuera todo, como esas que salían en las películas románticas de la televisión. A los treinta y tres años, mi bagaje afectivo se reducía a mi tía, mi vieja criada y mi paternal amigo Roi, cada uno de los cuales había celebrado su cincuentenario a finales del siglo pasado. Pero ¿qué otra cosa podía permitirme llevando una vida tan descabellada como la mía…? Igual que en ocasiones anteriores, decidí que, en puertas de una nueva operación, no era el momento de ponerme a pensar estas cosas y arrinconé otra vez mi corazón esperando que llegara el día en que pudiera prestarle atención sin que interfiriera en mi forma de vida.
El jueves 10 de septiembre, por la tarde, empezaron a llegar los primeros informes remitidos por Roi y el viernes, después de cerrar, me enclaustré en el despacho dispuesta a pasar el fin de semana estudiando los detalles de la Operación Krilov. En realidad, el bienintencionado príncipe Philibert se limitaba a despacharme una copia de los archivos que recibía y de los que él mismo enviaba para que yo dispusiera de toda la información sobre el asunto, convencido de que eso me daba una gran tranquilidad. Lo cierto es que se equivocaba por completo. Era mucho más fácil, al menos desde mi punto de vista, perforar ficheros confidenciales o bases de datos secretas cómodamente sentado delante de un ordenador, que perpetrar físicamente el robo, jugándose el tipo en el sentido más literal de la palabra. Roi, sin embargo, siempre decía que, tal y como estaban comportándose últimamente las policías de todo el mundo, era mucho más fácil que pillaran antes a Láufer que a mí, pues la paranoia del delito informático había vuelto tontos a los otrora grandes investigadores del crimen. Nuestro auténtico enemigo, insistía siempre Roi, era el Grupo de Trabajo de Interpol para los Delitos Relacionados con la Tecnología de la Información, estrechamente vinculado con el peligroso, aunque más lejano, NIPC, el Centro Nacional de Protección de Infraestructuras, del FBI.
El domingo a última hora empecé a organizar mi parte del trabajo. Las fotografías de la pintura de Krilov llegaron a media tarde. Estudié cuidadosamente las imágenes y saqué varias impresiones de alta calidad para conocer mejor aquella obra meritoria aunque lejana a la genialidad: tres generaciones de pobres mujiks (un anciano, dos hombres de mediana edad y tres niños pequeños), sentados lóbregamente alrededor de una mesa miserable, miraban al espectador directamente a los ojos. El rostro del viejo evocaba el cansancio de la ruda realidad del campesino ruso de principios de siglo. Una marmita vacía hablaba del hambre, y un gato rechoncho, mucho mejor alimentado que la familia, de las ratas que debían poblar aquella humilde vivienda, apenas caldeada por un fuego tacaño que ardía a la derecha de la escena.
Según los datos, las dimensiones de la pintura eran de 1,13 x 1,59 metros, lo que implicaba, para mí, cierta incomodidad a la hora de trabajar. Presentaba la peculiaridad, además, de tener la tela sujeta al bastidor por unos curiosos clavos numerados producidos en Rusia a principios de siglo, clavos que Donna estaba intentando desesperadamente encontrar por si se me rompía alguno du rante el proceso de desprender el lienzo para sustituirlo por la copia. Pero, al margen de estos dos pequeños detalles, la obra no hacía presagiar grandes problemas para su manipulación y falsificación: el examen pigmentográfico realizado con el microscopio electrónico había revelado que los colores utilizados por Krilov eran todos de producción industrial (el blanco, por ejemplo, era vulgar óxido de titanio), caracterizados por un grano de pequeñísimas dimensiones en comparación con el grano de los pigmentos antiguos, que se molían a mano y que, por lo tanto, presentaban un nivel muy alto de impurezas. El lienzo ni siquiera exhibía un suave craquelado en las zonas más cercanas al soporte, como es normal en las pinturas con ochenta o cien años de antigüedad, posiblemente porque, con arreglo a las notas enviadas por Cávalo, Krilov preparaba las telas utilizando una finísima imprimación blanca de yeso y cola, muy disuelta en agua para mantener la buena elasticidad de los tejidos fabricados en los telares mecánicos modernos.
En cuanto a la ubicación actual del cuadro, había que remitirse a los abultados, farragosos y estomagantes informes de Láufer, cuyo concepto de información útil estaba francamente distorsionado. Cualquier documento que contuviese, aunque fuera de pasada o como referencia, el apellido Hubner, había sido considerado digno de traspasar el filtro y de ser estudiado y, como no había contraseña ni protección en el mundo que se le resistiese, mi ordenador comenzó a llenarse de memorándums, notas internas, datos de producción de galletas y panes, listas de ejecutivos, facturación de filiales, expedientes de regulación de empleo, índices históricos bursátiles y un largo etcétera de cosas semejantes. A punto estuve de quedarme sin memoria en el disco duro por culpa de aquel idiota sin criterio. Pero, por fortuna, no hay mal que cien años dure y, poco después, Láufer anunció (a gritos) que había empezado a funcionar el troyano enviado por él al ordenador personal de Helmut Hubner. Se trataba, al parecer, de un sofisticado back-orífice, un programilla informático parecido a un virus, que le permitía el libre y secreto acceso a la máquina del magnate, siempre que ésta, claro, estuviera conectada. Y como Hubner no apagaba nunca su equipo, Láufer no encontró ningún problema para escudriñar los secretos más íntimos del coleccionista.
El cuadro de Krilov se encontraba en el castillo de Kunst, a orillas del lago Constanza, en el estado de Baden-Württemberg, al sudoeste de Alemania. Parte de la rica Pinakothek de Hubner había sido trasladada a las galerías de este castillo en 1985, una vez culminadas las impresionantes obras de rehabilitación emprendidas por el empresario para convertir este edificio defensivo del siglo xiv en una de sus residencias habituales. Al menos durante tres meses al año se le podía encontrar en Kunst, generalmente en abril, mayo y junio, y luego se trasladaba a su finca de Mallorca hasta la Navidad. Láufer no tardó en enviarme una soberbia colección de fotografías del castillo hechas con un potente teleobjetivo desde puntos de observación diferentes. Lo primero que llamó mi atención fue que estaba construido dentro del lago y lIñTao£i tierra firme por un puente de madera de unos diez metros de largo. La idea del constructor medieval no había sido mala en absoluto, pues las aguas le servían de foso natural y el puente podía ser retirado o destruido en caso de asalto. La muralla de piedra, de planta hexagonal, estaba jalonada por dos atalayas y cuatro torres de flanqueo de bases gruesas y laterales curvos, salpicadas por estrechas aspilleras ojivales que dejaban pasar la luz al interior y que en su día permitieron los disparos de los arqueros. La altura del muro era de unos doce metros y culminaba en unas almenas que sobresalían al exterior para dificultar la escalada del enemigo.
Los planos técnicos me llegaron un poco más tarde porque Láufer tuvo ciertas dificultades para averiguar el nombre del arquitecto que había dirigido las obras de rehabilitación. En realidad, se habían respetado la forma y el aspecto primitivos de la fortaleza (sólo se habían añadido una pequeña piscina en la parte posterior y un aparcamiento para coches en torno al viejo pozo), realizándose las mayores reformas en el interior de la torre del homenaje, que había vuelto a ser, como en el pasado, la morada del castellano. De planta cuadrada y gruesos muros de tres metros de espesor, la torre tenía un sótano y cinco pisos, el primero de los cuales estaba destinado a la cocina y al personal de servicio; los tres siguientes eran la vivienda propiamente dicha, con sus aposentos, comedores y salas (había incluso una biblioteca y una capilla privada); y, por fin, en la última planta, se encontraba la pinacoteca de Hubner. La espiral de escaleras de piedra adosadas al muro había sido reforzada con un pequeño ascensor central que atravesaba los suelos de madera.
En cuanto al personal de servicio que trabajaba en Kunst, Láufer descubrió el pago de sus nóminas en una cuenta bancaria a nombre de una de las muchas empresas de Hubner. El señor y la señora Seitenberg, mayordomo y ama de llaves respectivamente, eran los encargados del castillo durante todo el año y tenían su hogar en la primera planta. Sus vecinos más cercanos eran dos enormes rottweilers cuya caseta estaba pegada al muro occidental. Además, todas las mañanas acudían desde el pueblo un viejo jardinero y una asistenta (cosa que Láufer pudo comprobar personalmente durante sus ratos de observación). Era de suponer que durante los tres meses anuales que Hubner residía allí, el número de criados aumentara, pero sus nóminas no aparecieron entre los gastos del castillo.
Un poco más difícil fue dar con la empresa encargada de montar el sistema de seguridad. Tras arduas investigaciones resultó ser la internacional White Knight Co., una vieja conocida cuyos métodos tradicionales de trabajo no me quitaron el sueño. Un par de días más tarde, Láufer disponía de la red de circuitos de alarma, incluidos modelos y series.
La historia del cuadro investigada por Roi resultó bastante más interesante. Por las referencias y notas encontradas en revistas especializadas, en libros de arte e historia y en las fichas científicas de algunos galeristas y coleccionistas amigos suyos, supimos que la obra, tras permanecer por más de veinte años en el Museo Estatal Ruso de Leningrado (actual San Petersburgo), fue robada y trasladada a la ciudad prusiana de Kónigsberg (actual Kaliningrado) en octubre de 1941, durante la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán. Los nazis habían constituido dos comandos de tropas especiales dedicados al saqueo sistemático de objetos de valor artístico: el Künstberg, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, y el Rosenberg, a las órdenes de Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este de Europa. Ambos comandos tenían la orden de poner «fuera de peligro» las obras de arte de los museos de Leningrado y Moscú, llevándolas, naturalmente, a Alemania.
En los primeros meses de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg en uno de los combates más violentos de la Segunda Guerra Mundial, una expedición cargada con los tesoros robados abandonó aquella zona peligrosa con destino a Turingia, donde gobernaba el terrible gauleiter [4] Fritz Sauckel, responsable del campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, y posteriormente condenado a muerte durante los juicios de Núremberg y ejecutado. Este antiguo ministro plenipotenciario del Reich declaró antes de morir que aquellas obras de arte recibidas en las postrimerías de la guerra habían salido de Weimar en abril de 1945 con destino a Suiza, extremo que nunca pudo ser confirmado porque jamás volvió a saberse nada de ellas.
El dato curioso era que, veinte años después, el lienzo titulado Mujiks, del pintor ruso Ilia Krilov, aparecía sorprendentemente registrado en el modesto catálogo particular de un antiguo dirigente nazi reconvertido en respetable empresario panadero, un tal Helmut Hubner… ¿No era increíble? Desde Turingia (o desde Suiza), el cuadro había pasado a manos de Hubner a través de cauces desconocidos, aunque mucho más asombroso todavía resultaba el hecho de que el multimillonario fabricante de las galletas más famosas del mundo, y exquisito coleccionista de arte, era un antiguo nazi transformado.
Donna, con toda la información que necesitaba a su disposición, se puso manos a la obra y realizó un trabajo tan perfecto que despertó la admiración del Grupo. Recibimos dos fotografías escaneadas exactamente iguales y se nos pidió que diferenciáramos el original de la copia. Todos nos equivocamos menos Láufer, que reconoció haber tomado su decisión no sobre la base de sus conocimientos como especialista en la autentificación de piezas, sino echando una moneda al aire después de haberse bebido unas cuantas cervezas.
Donna había empezado su carrera como excelente pintora a la edad de veinte años y, al decir de la crítica en general, estaba dotada de unas magníficas dotes naturales para el dibujo y el color. Pero pronto descubrió que sólo era una aspirante más en medio de un océano de aspirantes y que jamás conseguiría un trono en el Olimpo de los grandes maestros. Con profunda amargura, se dio cuenta de que su nombre no cruzaría los siglos envuelto en una aureola de gloría: ya no quedaban capillas Sixtinas que pintar ni había papas-mecenas como Julio II o León X y, hasta para el trabajo más insignificante, los candidatos en oferta se contaban por miles. Así que cambió su rumbo hacia derroteros más provechosos y, siguiendo los pasos de su admirado Miguel Ángel Buonarroti, se encaminó hacia la falsificación de obras de arte. Miguel Ángel, según su amigo y biógrafo Giorgio Vasari, «también de magistral manera imitó dibujos de antiguos y afamados maestros; los teñía y envejecía con humo y otras materias primas, manchándolos de modo que pareciesen antiguos, haciendo que se confundiesen con los originales». En una ocasión, incluso, ya célebre y acomodado, preparó un Cupido para que pareciera encontrado en unas excavaciones y, haciéndolo pasar por antiguo, lo vendió a un cardenal por treinta ducados florentinos. El viernes 25 de septiembre, a primera hora de la mañana, Cávalo embarcó en un avión de Alitalia con destino a Roma; comió con Donna en un elegante restaurante de la piazza Farnese y regresó a media tarde al aeropuerto de Fiumicino – llevando en bandolera un tubo portalienzos cargado con un rollo de láminas variadas y algunas reproducciones litografiadas de las vistas de Roma de Piranesi-, para tomar otro avión que le llevaría de regreso a Oporto. El sábado 26 lo dedicó a jugar al ajedrez, deporte al que era tan aficionado como su abuelo y su padre, y el domingo 27 salió de casa muy temprano para, al volante de su coche, cruzar la frontera con España por Fuentes de Oñoro y comer conmigo en la posada del pequeño pueblo medieval de San Marros del Castañedo, en Salamanca, a mitad de camino entre nuestras dos ciudades. Durante las cuatro horas largas que tardé en llegar hasta el lugar de la cita, permanecí atenta a las noticias sobre las elecciones generales que estaban teniendo lugar ese día en Alemania. Sentía mucha curiosidad por saber si Kohl sería de nuevo canciller o si, por el contrario, el socialdemócrata Schróder conseguiría quitarle el puesto y pactaría después con los Verdes para formar gobierno. Sería una maravilla, me dije, que Alemania fuera la primera potencia económica en renunciar a la energía nuclear. Eso tendría el efecto de un cataclismo en los cimientos de la industria atómica y quizá, de este modo, el mundo empezara a ser un lugar más limpio. ¿Tendrían tanta influencia los Verdes alemanes si ganaba Schróder? Lo deseé con todas mis fuerzas.
Aparqué mi BMW en la plazuela del pueblo y me colé por una estrecha callejuela que me llevó directamente a la posada. Aquel viejo edificio del siglo xvi, con la fachada a medio restaurar y cubierta de andamies, me producía siempre la misma sensación de estudiada ramplonería. El interior estaba decorado en el más puro estilo rústico-moderno, es decir, mucha cerámica de barro cocido, muchos tejidos de lino y algodón, mucha madera de pino y haya, muchas flores secas y mucho hierro forjado. Empujé el portalón y me topé de bruces con un escuálido personaje que se me quedó mirando fijamente con ojos de iluminado. Por experiencias anteriores sabía que no diría ni media palabra hasta que yo no tomara la iniciativa, así que le saludé amablemente y le pregunté por el señor José da Costa-Reis. Siguió mirándome un buen rato, sin parpadear y sin moverse, y luego se apartó de golpe para dejarme ver el comedor, al fondo del cual, José, sentado a la mesa y con una gran sonrisa en los labios, charlaba animadamente con una jovencita de unos doce o trece años, muy morena, muy flaca y con unos dientes enormes. Debía ser esa hija de la que siempre me hablaba cuando nos encontrábamos en aquella posada antes de cada trabajo. Solté un gruñido de desagrado por la inesperada comensal y me dirigí hacia ellos bajando resueltamente los tres escalones que separaban el vestíbulo del pequeño comedor.
Siempre me gustaba volver a ver a Cávalo. Para mí era uno de esos hombres tranquilos y exquisitamente educados al lado de los cuales puedes sentir que el mundo tiene sentido aunque en realidad no lo tenga. De ojos profundamente oscuros y alegres, alto y deportivo, siempre bien afeitado y bien peinado el espeso cabello gris, José era un hombre muy apetecible que, sin embargo, conforme a las normas del Grupo, no estaba a mi alcance.
– Estás preciosa, Ana -me dijo con ese castellano redondo y musical que utilizan los gallegos y los portugueses al hablar nuestro idioma. Luego me dio dos besos.
– Y tú también, José.
Exhibió una atractiva sonrisa infantil y retrocedió hasta sujetar con las manos el respaldo de una de las dos sillas libres, echándolo hacia atrás para ofrecerme asiento. La niña no me quitaba los ojos de encima. -Ésta es Amalia, mi hija, la chica más guapa e inteligente del mundo. Amalia, ésta es Ana, Ana Galdeano.
– Hola, Amalia -mascullé con un esfuerzo.
– Hola -respondió la niña, observándome como si tuviera rayos X en los ojos.
José se había separado de su esposa al poco de nacer Amalia. Como en Portugal no existía entonces el divorcio, ambos habían llegado a un acuerdo civilizado para que la niña creciera sin echar de menos a su padre. Los días que Amalia tenía que estar con José eran tan sagrados para éste, que era capaz de suspender un encuentro conmigo y posponer una operación del Grupo con tal de no perder ni un minuto del tiempo que debía pasar con su hija. Sin embargo, en esta ocasión, sin avisarme previamente, había traído a la niña consigo.
– ¿Cómo llevas el negocio de Alemania? -quiso saber mientras se sentaba.
Estoy segura de haber exhibido una sonrisa estúpida y bobalicona. ¿Cómo se atrevía a hacerme esas preguntas delante de la niña? Hice acopio de aire y de sangre fría antes de responder.
– Ya lo tengo todo preparado. En cuanto me entregues el… diseño, volveré a casa y haré el equipaje.
José dirigió la mirada hacia una esquina del techo y la volvió a bajar rápidamente.
– ¡Ah, el diseño! -exclamó-. ¡Pues es verdad! Nos lo hemos dejado olvidado en el coche, ¿verdad, Amalia?
– Sí, papá.
– Es que veníamos hablando y… Luego te lo doy, antes de irnos. Hay que reconocer que Donna ha hecho un trabajo excepcional. Dentro del tubo tienes también una bolsita con dos clavos numerados.
– ¡Ah, estupendo! -exclamé, sin poder borrar el espasmo de mi cara. ¿Se me quedaría así para siempre, deformándome hasta el día de mi muerte por culpa del inconsciente de Cávalo? En cuanto llegase a Ávila esa noche, hablaría seriamente con Roí.
– ¿ Cómo lo vas a hacer? -me preguntó mientras se encendía un cigarrillo y exhalaba el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo. ¿Por qué demonios era tan atractivo? y, sobre todo, ¿por qué demonios me hacía preguntas tan comprometidas?
– Seguiré mi método habitual -repuse tragando un pedacito de pan tostado con paté-: el camino más corto, más seguro y más lógico. Siempre me ha dado buen resultado, ya lo sabes.
– No hay duda de que conoces muy bien tu trabajo. Sin embargo, te encuentro un poco fatigada -murmuró, examinándome con preocupación-. ¿No has descansado del viaje a Rusia?
– Me canso mucho en cada… negociación, pero me recupero pronto con los guisos de Ezequiela. Lo que pasa es que, esta vez, no he tenido tiempo. Ha sido todo muy rápido.
– En eso tienes razón -asintió, con gesto pesaroso. Amalia, mientras tanto, nos miraba alternativamente a uno y a otro, escuchando con sumo interés.
La conversación prosiguió en el mismo tono superficial y vano durante el resto de la comida, pero es que resultaba completamente imposible hablar de otras cosas delante de la niña. Jamás he conocido a un hombre más embobado con su hija que Cávalo. Aunque, pensándolo mejor, mi padre no le iba a la zaga: también él me había llevado a reuniones con Roí en las cuales se hablaba de cosas que yo no comprendía en absoluto. También mi padre había actuado conmigo como ahora lo hacía José con Amalia. Terminado el almuerzo salimos de la posada y dimos un tranquilo paseo por el pueblo, completamente desierto a esas tempranas horas de la tarde. Parecíamos una pequeña familia realizando una excursión de fin de semana. Por fortuna, José había tenido la precaución de aparcar su coche lejos de las posibles miradas curiosas, en una zona deshabitada junto a un pequeño puente romano. Cuando llegamos, abrió el maletero y sacó el portalienzos, que depositó en mis manos como si se tratara de un hijo. Intercambiamos una mirada de inteligencia y yo me colgué el tubo en bandolera, tal y como lo llevaría en el momento de realizar la operación.
– Amalia y yo tenemos que pedirte un pequeño favor, Ana -me dijo Cávalo con cierta timidez.
– ¿Amalia y tú…? Bien, pues vosotros diréis -repuse con una breve sonrisa.
– ¿Te molestaría traernos un diminuto paquete desde Alemania? Es un encargo muy especial que le hice a Heinz -Heinz, Heinz Kemmler, era el nombre real de nuestro querido Láufer, con quien yo iba a tener el enorme placer de encontrarme esa misma semana.
– Claro que no me importa -exclamé sincera, y en ese mismo instante me arrepentí. ¿Y si era un paquete pesado o que llamaba mucho la atención? José leyó mi pensamiento.,
– Se trata de un pequeño cachivache, muy ligero, que no te molestará en absoluto. Amalia y yo somos unos apasionados de los ingenios mecánicos antiguos. Tenemos una magnífica colección de juguetes animados: bailarínas, norias, payasos, animales… ¿Verdad, Amalia?
– Sí, papá.
– Le pedí a Heinz que comprara en mi nombre un Márklin de 1890 que salió a subasta hace algunas semanas en Bonn. ¡Una maravilla! ¡Una joya que no tiene precio! Se trata de una muñequita de hojalata, pintada a mano, que se desliza por una pista nevada.
Como buen joyero-relojero, José había heredado de su padre y de su abuelo el gusto por las maquinarias complicadas. Por lo que yo sabía, uno de sus pasatiempos predilectos, además del ajedrez, era la restauración de viejos relojes. Imaginarlo trabajando, concentrado, sobre un mecanismo basado en el perfecto funcionamiento y la sincronización de centenares de minúsculas piezas, alteraba notoriamente mis hormonas. Era uno de los hombres más inteligentes que había conocido en mi vida.
Amalia susurró unas palabras en portugués.
– ¿ Qué ha dicho? -pregunté, desconcertada.
– Ha dicho que funciona con un dispositivo de resorte.
Así pues, la hija había heredado la afición y, probablemente, la capacidad de tres generaciones de afamados relojeros. Empezaba a entender por qué su padre había dicho que era la chica más lista del mundo.
José se había vuelto para mirar a su hija con gesto serio.
– ¡Amalia, te dije que hablaras en castellano cuando estuviéramos con Ana!
– Lo siento -murmuró la niña con cara de fastidio.
– Habla perfectamente el castellano, pero le da vergüenza.
– Bueno, no pasa nada -concedí-. Y tranquilos: traeré vuestro juguete con sumo cuidado desde Alemania, os lo prometo. Ya me dirás, José, cómo quieres que te lo entregue.
– Gracias, Ana, te debo una. Que tengas mucha suerte. En serio. Y saluda de mi parte a ese tonto de Heinz -indicó alegremente, despidiéndose, el que pudo haber sido el hombre de mi vida. Luego, dando un suspiro, apoyó la mano en el hombro de Amalia y la empujó suavemente hacia el interior del vehículo. De repente me sentí bastante mayor y amargada.
«Nos pones innecesariamente en peligro, Ana -había exclamado el exigente príncipe Philibert durante su última visita a la finca, años atrás-. Deja de tontear con Cávalo cada vez que entramos en el IRC. ¿Acaso no hay más hombres en el mundo? Cuanto menores sean los contactos entre nosotros, más seguros estaremos.» Tanto me acobardó, que todavía me parecía estar viendo sus ojos grises, furibundos, cubiertos por las erizadas cejas blancas.
Los vi alejarse y proseguí yo sola el paseo hasta mi coche. Sola, me dije, ahora ya estaba sola por completo. La Operación Krilov era enteramente mía.
Por cierto, mientras cruzaba la muralla aquella tarde, la radio anunció la victoria del socialdemócrata Schróder y de sus aliados, los Verdes. Alemania comenzaba una nueva etapa en su ya larga y extraña historia.
El aeropuerto internacional de Zúrich, en Suiza, quedaba mucho más cerca de Baden-Württemberg que el aeropuerto de Stuttgart, capital del estado, así que Roí me había reservado vuelo en el avión que salía a las cuatro de la tarde de París-Orly con destino al centro financiero más próspero del mundo. Apenas una hora después estaba sentada en el espléndido Mercedes de Láufer, que corría a toda velocidad por la autopista NI en dirección a Gossau y la frontera alemana.
Láufer -o Heinz- era la simbiosis perfecta de dos naturalezas contrapuestas, como si existieran dos hombres distintos dentro de él: uno, cercano a los cuarenta años, apuesto, encantador, responsable e inteligente, y otro, en plena adolescencia, gamberro, temerario y petrificado en una suerte de eterna y falsa juventud, con su greñuda melena rubia, su cazadora de cuero negro, sus deportivas viejas y sus vaqueros gastados. Hacía ostentación de riqueza en las cosas exteriores (el Mercedes-Benz, el móvil Iridium, el increíble ramo de flores que me entregó cuando descendí del avión, etc.), pero luego exhibía una profunda campechanía en sus gustos personales:
– Móchten Sie etwas trinken? [5] -le preguntó el camarero del bar en el que paramos a cenar apenas cruzada la frontera, ¡a las cinco y media de la tarde!
– Ein Pils, bitte. [6]
Y se bebió de un solo trago la enorme jarra de medio litro que le pusieron delante. Yo apenas pude con el amargo sabor de esa cerveza dorada y de espuma cremosa que tanto gusta a los camioneros alemanes.
– Debemos quedarnos aquí hasta las siete -dijo Heinz mirando su reloj-, para llegar a Friedrichshafen a las siete y media. ¿Necesitas alguna cosa de última hora? ¿Se te ha olvidado algo? ¿Quieres relajarte con marihuana?
– Lo que quiero es que te calmes tú -declaré sonriendo-. Acabarás por ponerme nerviosa de verdad… Repasemos tu parte, no sea cosa que me falles.
– ¡Pero si mi parte sólo es recogerte cuando termines y volver a llevarte al aeropuerto!
– Bueno, pues repítelo sin parar para que no se te olvide.
Me reí mucho con Láufer durante la cena. Era, en el fondo, un genio solitario, un Peter Pan incomprendido. Parte de su encanto radicaba en que las impresiones se le reflejaban enseguida en el rostro y en que hablaba con entusiasmo, calor y espontaneidad. La verdad es que resultaba divertido para pasar un rato a su lado, un tiempo muerto como aquel antes de entrar en acción.
A las siete y media en punto cruzábamos las calles de Friedrichshafen, vacía y desolada como una ciudad fantasma. Ni bares, ni discotecas, ni paseantes nocturnos… Ni siquiera policías.
– Alemania no es España, Ana -me explicó Heinz con un leve matiz de disculpa-. Y Friedrichshafen no es Mallorca, ni Benidorm, ni Marbella.
– ¡Pero es que no hay ni un solo coche aparte del nuestro!
– Bueno… aquí es lo normal a estas horas. En Stuttgart o en Munich sí que verías gente por la calle. Pero éste es unpueblecito de gente trabajadora, de pescadores acostumbrados a madrugar.
Salimos de Friedrichshafen hacia el noroeste, siguiendo la carretera que ascendía serpenteando por un elevado montículo. Era una zona completamente boscosa y a mí me pareció un tanto siniestra a esas horas de la noche. Cuando llegamos a la cumbre, nos encontramos con un hermoso panorama del lago Constanza, sobre el que espejeaba una hermosa luna creciente y, a menos de quinientos metros, el contorno del bellísimo castillo de Kunst, totalmente dormido y apagado. Era impresionante. Toda una fortaleza medieval construida sobre un islote cercano a la ribera, unido a ésta por un largo puente que yo iba a atravesar velozmente al cabo de un minuto. Láufer apagó los faros y, a oscuras, aparcó el coche tras unos árboles cercanos que lo ocultaban completamente de la carretera. Mi atemorizado compañero, poco habituado a este tipo de correrías nocturnas, me ayudó a sacar el pequeño equipaje del maletero y se quedó inmóvil, contemplándome, mientras yo llevaba a cabo los rápidos y habituales preparativos: me quité la chaqueta y la blusa, y luego los pantalones, quedándome sólo con una ajustada prenda de malla, ligera y flexible, sobre la que me puse un traje isotérmico de color negro como los que utilizan los marineros para mantener el calor del cuerpo en caso de naufragio en aguas frías. El traje, ceñido como una segunda piel, aunque extraordinariamente cómodo, me cubría todo el cuerpo, excepto las manos y la cabeza.
– Nunca me hubiera imaginado… -susurró entonces Láufer desde la oscuridad-. ¿Esto lo haces siempre, Ana? Quiero decir… ¿siempre te vistes igual y todo eso?
– Siempre -le respondí, recogiéndome cuidadosamente el pelo con un apretado gorro de goma negra-. El traje no sólo me protege del frío exterior sino que impide que el calor de mi cuerpo dispare los sensores de infrarrojos. Las personas emitimos una radiación térmica equivalente a la de una bombilla incandescente de unos quinientos vatios, ¿lo sabías? Si el cinturón de sensores de la muralla detecta cualquier emisión de calor en las almenas, las alarmas se dispararán y tú y yo acabaremos pasando la noche en la cárcel.
– Tu traje me parece precioso, Ana, de veras. No te lo quites.
Me puse un par de guantes de látex, me calcé las botas y anudé con firmeza los cordones. Láufer estaba muerto de curiosidad.
– Esas botas, ¿también son especiales?
– Son botas con suela de pie de gato, de caucho, muy útiles para escalar paredes verticales. Se af errana los bordes, huecos y grietas como auténticas garras. Y, antes de que me lo preguntes, te diré que lo que me estoy poniendo en este momento en los oídos -y acompañé las palabras con los movimientos- son dos miniauriculares con amplificadores de sonido que me permiten escuchar el fuelle de tus pulmones como si fueras el primo del huracán El Niño. Sirven para que nadie pueda pillarme desprevenida y para controlar mis propios ruidos. Así que ahora, por favor, silencio. Métete en el coche y duérmete. Dentro de una hora estaré de vuelta.
Me ajusté en la cabeza, sobre el gorro, la correa de los intensificadores de luz -las gafas de visión nocturna- y los apoyé firmemente sobre el puente de la nariz. De pronto, el mundo se iluminó bajo un curioso y potente resplandor verde. ¡Incluso la pálida cara de Láufer!
– ¿Y si no vuelves?-El pobre temblaba como un flan de gelatina.
– No te preocupes -dije cargando a la espalda la mochila con el equipo y el tubo portalienzos con la copia hecha por Donna-. Te despertarán las sirenas de los coches de la policía.
Crucé la carretera rápidamente y me detuve un segundo frente al puente de madera. Rogué a los dioses que no crujiera mucho bajo mi peso y, por suerte, los dioses me escucharon. Encogida sobre mí misma avancé despacito por él hasta alcanzar el islote y una vez allí caminé sigilosamente alrededor de la muralla hasta situarme en la parte posterior, en la pared oeste, la que daba al lago. Los amplificadores de sonido me indicaron que los perros todavía no habían detectado mi presencia. Su caseta quedaba justo al otro lado de la cortina del muro. Calculé bien mi posición, el ángulo de tiro, la fuerza y la altura, y, arrancando la anilla, lancé un bote de gas tranquilizante que dibujó un arco en el aire y desapareció tras las almenas. El bote chocó contra el suelo con un golpe secó y uno de los perros ladró, sobresaltado; al otro, probablemente, ni siquiera le dio tiempo de abrir los ojos: unas buenas dosis de cloracepato dipotásico y de cloruro de mivacurio le dejaron fuera de juego en décimas de segundo. No les pasaría nada; al día siguiente se despertarían contentos como cachorros después de un buen sueño.
Saqué de la mochila el rollo pequeño de cuerda, de trece metros de largo y sólo diez milímetros de grosor, y sujeté uno de los extremos con la abrazadera del arpón de tres puntas que debía engancharse al adarve de la muralla. Lo hice girar como las aspas de un molino, trazando un círculo cada vez mayor y, cuando tuvo el radio adecuado, lo disparé hacia arriba como si aspirara a ganar la medalla olímpica de lanzamiento de martillo. Tenía que ser muy precisa si no quería que el arpón cayera contra el suelo de la ronda, tras las almenas, y disparara la alarma. Pero salió bien y se enganchó en la cornisa a la primera. Coloqué entonces en la cuerda los dos puños de ascensión, rapidísimos y fuertes como bocas de lobo, y, agarrándome a las empuñaduras con firmeza, comencé a escalar la pared a toda velocidad. Cuando llegué arriba, me senté a horcajadas sobre el muro y busqué ávidamente con la mirada los abanicos de rayos infrarrojos que mis gafas me permitían desenmascarar. Allí estaban, relampagueando débilmente en la verdosa claridad. Ni si quiera cubrían por completo la distancia entre atalaya y atalaya. White Knight Co. volvía a darme una gran alegría con su trabajo chapucero. ¿Cómo se atrevían a cobrar las fortunas que cobraban por semejantes instalaciones? Avancé a lo largo de la muralla hasta llegar a la zona de sombra entre los dos manojos de rayos y me dejé caer hasta el suelo con toda tranquilidad. Enganché de nuevo el garfio en sentido contrario y me deslicé suavemente por la cuerda hasta la esponjosa hierba del antiguo y magnífico patio de armas. Aquel terreno solitario y silencioso que yo pisaba ahora subrepticiamente había sido el escenario de los ejercicios militares, duelos, torneos, juegos, justas y fiestas de una sociedad y unas gentes desaparecidas para siempre.
Allí estaban mis dos feroces rottweilers de brillante pelo negro, pacíficamente dormidos como dos angelitos. Recogí el bote de gas, lo metí dentro de una bolsa con cierre hermético y lo guardé. No tenía tiempo que perder, así que eché a correr hacia la torre del homenaje mientras sacaba de la mochila la cuerda de treinta metros, la diminuta ballesta femenina de caza, de fabricación belga, adquirida años atrás por mi padre en una subasta, y otro pequeño gancho de acero de tres puntas. Preparé el material pegada como una mancha a la piedra de la torre y, cuando estuvo todo listo, me alejé unos tres o cuatro metros, tensé la cuerda del arco con la manivela, la ajusté al fiador del tablero, coloqué el arpón, apunté hacia lo alto del baluarte y disparé. Un suave silbido cortó el aire, aunque a mí casi me dejó sorda por culpa de los amplificadores. No hay instrumento más preciso, mortal y silencioso que una hermosa ballesta de caza. Escalé la pared del edificio y me encontré en una azotea, cuadrada con suelo de hormigón y revestimiento de tela asfáltica en torno a la maquinaria del ascensor, el escape de humos, los tubos de aire, gas y calefacción y el cañón de la chimenea, todo muy poco medieval. Afortunadamente, ya no tenía que enfrentarme a más sistemas de seguridad, sólo colarme por la puerta de la azotea en el interior del edificio y entrar en la Pinakothek de Hubner. La puerta estaba provista de una sofisticada cerradura blindada con mecanismo antiganzúa y antitaladro. Esbocé una sonrisa maliciosa y respiré aliviada… Aunque no debía ser muy difícil, la verdad es que no tenía ni idea de cómo utilizar una ganzúa o un taladro para descerrajar una puerta, pero eso sí, sabía bastante respecto a llaves maestras, y buena prueba de ello era la magnífica llave de pistones, con muelles de bronce, que me había hecho fabricar por la empresa alemana Brühl Technik amp; Co., y que entró de maravilla por la bocallave, ajustándose a las guardas y descorriendo el pestillo.
Voila! ¡El castillo de Kunst era todo mío!
Detrás de la puerta encontré unas relucientes escalerillas de madera pulimentada que terminaban en un amplio corredor decorado con alfombras, tapices españoles y espléndidos cristales de Baccarat y porcelanas de Sévres entre los ventanales. Avancé de puntillas a pesar de saber que no había peligro de ser escuchada porque el mullido recubrimiento del suelo ahogaba mis pasos y porque el matrimonio Seitenberg dormía cuatro pisos más abajo. Al fondo, una puerta de roble labrado, que se deslizó sin hacer ruido, me dio acceso a la galería de pintura y, cuál no sería mi sorpresa al ver allí, colgando de las paredes y de los paneles dispuestos en hileras en el centro de la sala, la mayor parte de las obras robadas en los más importantes museos de Europa durante los últimos años: el paisaje inacabado La cabana de Jourdan, de Cézanne, y los dos Van-Gogh, La artesiana y El jardinero, sustraídos de la Galería de Arte Moderno de Roma; Le chemin de Sévres, de Camille Corot, el Autorretrato, de Robert de Nanteuil, y el Turpin de Crissé, robados al Louvre; el Falaisesprés de Dieppe, de Monet, y el Allée de peupliers de Moret, de Alfred Sisley, hurtados recientemente en el Museo de Bellas Artes de Niza, así como un largo etcétera que despertó mi admiración y envidia. El Grupo de Ajedrez no era el único que se dedicaba a esta lucrativa tarea en Europa (incluyendo la cada vez más amplia Europa del Este), aunque había que reconocer que sí era el mejor en su forma de actuar, ya que, mientras los demás empleaban las armas para llevar a cabo los robos, nosotros utilizábamos la inteligencia. De modo, me dije con sorna, que Helmut Hubner, el honrado empresario, el filántropo de las galletas, el antiguo miembro del partido nazi, estaba detrás de aquellas sustracciones.
– ¡Vaya, vaya! -susurré sin darme cuenta. El corazón se me paró en el pecho y contuve la respiración, espantada por el sonido de mi propia voz. Era la primera vez que perdía el control de ese modo durante una operación, pero es que lo que estaba viendo hubiera hecho estremecerse de placer a cualquier buen coleccionista de pintura.
El cuadro de Krilov colgaba en lo alto de uno de los paneles centrales. Reconocí los rostros familiares de los mujiks, a los que tantas veces había visto en la pantalla del ordenador de casa, sometidos ahora a la luz verdosa y artificial de mis gafas, y no permití que sus tristes miradas me impresionaran mientras descolgaba el lienzo con cuidado y lo depositaba sobre un paño de seda que había extendido en el suelo y que me iba a servir de improvisada mesa de trabajo. Saqué las herramientas de la mochila y me puse manos a la obra. Hacía quince minutos que había dejado a Láufer en el coche; tardaría otros tantos en regresar; así que disponía de apenas media hora para realizar la sustitución y borrar cualquier huella de mi paso por aquel lugar. No era mucho tiempo.
Coloqué el cuadro boca abajo y con ayuda de un destornillador levanté las tachuelas que sujetaban el bastidor al marco, extrayéndolas con unos alicates. Después separé ambos soportes con cuidado y emprendí la complicada tarea de quitar uno a uno los dichosos clavos numerados que unían lienzo y madera, y me felicité entre dientes por no haber tenido que utilizar los repuestos que tanto le había costado a Donna conseguir, ya que las piezas, aunque con ciertas dificultades, salieron limpiamente. Hecho esto, me incorporé a medias para estirar los músculos y observar el resultado: todo iba bien, no había de qué preocuparse, así que respiré profundamente y me dispuse a continuar, pero entonces, justo entonces, algo llamó mi atención, no sé exactamente qué fue, quizá una distinta tonalidad en los bordes del lienzo producida por la luz infrarroja de mis gafas o una mancha de hume dad o la sombra del panel… Qué sé yo. Pero no, no se trataba de nada de todo aquello. ¿Qué demonios era? Me agaché, extrañada, y descubrí un inesperado y absurdo reentelado en el lienzo.
Los reentelados se utilizan exclusivamente en los procesos de restauración de las telas más estropeadas por el paso del tiempo. Cuando un original presenta desgarrones o zonas en que el paño se está destejiendo por la tensión del bastidor, la forma correcta de proceder es aplicar una tela fuerte en el reverso para conferirle una mayor solidez y resistencia, una vez restaurados, claro está, el tejido original y la pintura afectada. Sin embargo, el cuadro de Krilov era un cuadro joven, de poco más de ochenta años de vida y sin deterioros aparentes, pintado sobre un lienzo de moderna factura industrial y, por lo tanto, muy fuerte y resistente, y todavía en perfectas condiciones. ¿Por qué, pues, le habían añadido aquel absurdo reentelado?
Extraje el lienzo de Donna del tubo y, en su lugar, metí el original de Krilov. Luego me incliné de nuevo hacia el suelo y ajusté la pintura falsa al bastidor, tensándola cuidadosamente y sujetándola con los clavos numerados, que volvieron cada uno a su lugar original. A continuación, coloqué el marco boca abajo, sobre el ancho pañuelo de seda, e introduje el lienzo en su interior y, con la ayuda de un pequeño martillo de goma, clavé las mismas tachuelas que antes había extraído con los alicates. Cuando la sustitución hubo terminado, colgué de nuevo la obra en el panel, la examiné con satisfacción y recogí mis bártulos. Ahora sólo me restaba salir de allí cuanto antes para ponerme a salvo. Regresé a la azotea, me deslicé por la pared de la torre del homenaje y, tras soltar el garfio con una ondulación de la cuerda, recogí el material y recorrí a toda velocidad el patio de armas, sintiéndome cruelmente iluminada por la blanca luz de la luna. Algún día ya no podría hacer estas cosas, pensé, algún día mi cuerpo ya no respondería a las necesidades de trabajos tan arriesgados como éste y, entonces, ¿qué haría? Yo, más que ningún otro miembro del Grupo, estaba abocada a un retiro temprano, a una jubilación anticipada y, cuando ese día llegara, ¿iba a encerrarme en mi pequeña tienda de antigüedades viendo pasar el tiempo…? Bueno, pues sí, seguramente sí, más valía que me hiciera a la idea y que disfrutara del presente porque, cuando fuera una anciana arrugada, tendría que conformarme con mirar desde las gradas. Escalé la muralla echando una última mirada a los pobres perros dormidos y volví a descender por el otro lado hasta tocar el suelo del islote con las botas. Todo estaba terminado. En cuanto cruzara el puente y subiera en el coche de Láufer, una operación más del Grupo de Ajedrez habría sido culminada con éxito.
La luna creciente seguía hermosa allá arriba, rielando sobre el agua del Bodensee, el lago Constanza, mientras yo cruzaba a la carrera el desigual asfalto de la carretera de Friedrichshafen. Láufer lanzó tal suspiro de alivio al verme regresar que me recordó a un niño olvidado por sus padres en la puerta del colegio. Me dio pena despedirme de él, horas después, en el aeropuerto de Zúrich, tras recibir de sus manos el pequeño paquete para Amalia y Cávalo. En el fondo, era un genio simpático.
No volví a pensar en el extraño reentelado hasta el domingo por la tarde, día 4 de octubre, cuando fui a Santa María de Miranda para dejar el lienzo en el calabozo y, a punto ya de abandonar la celda y con mi tía esperándome impaciente en la puerta, recordé de pronto lo ocurrido durante el robo.
Después de unos segundos de desconcierto, durante los cuales consideré la posibilidad de dejar las cosas como estaban y salir de allí sin tocar nada, decidí investigar un poco por mi cuenta y, volviendo atrás, saqué de nuevo el lienzo de su tubo. El grosor era considerable debido a la adición del refuerzo aunque, al tacto, podía notarse que ambos tejidos no estaban completamente pegados entre sí, sino que rozaban uno contra el otro con suavidad, tan sueltos como el forro de un bolsillo. En realidad, la adherencia se producía sólo en los bordes, pero no parecía muy consistente, y me dio la impresión de que, sólo con despegar ligeramente una de las esquinas del reentelado, éste se desprendería sin grandes dificultades. Sin embargo, no me decidí a intentarlo. Me asustó la posibilidad de dañar la pintura original provocando algún conflicto con nuestro cliente ruso. Así que la guardé de nuevo en el portalienzos y regresé a casa dándole vueltas al asunto.
No tenía ningún sentido. Por más que lo analizaba mientras cenaba, no conseguía comprender el motivo de aquel arreglo en una tela en perfectas condiciones. Tanto llegó a preocuparme el asunto que, a medianoche, me levanté de la cama y me dirigí al despacho para mandarle un mensaje a Roi. Necesitaba que supiera lo que había descubierto y que me diera una buena explicación para que pudiera quedarme, por fin, tranquila.,
La respuesta de Roi llegó a primera hora de la mañana. Al parecer había estado hablando con Donna y ésta, como experta, recomendaba despegar el reentelado por dos razones fundamentales: la primera, porque la mera existencia de ese refuerzo era completamente absurda, tal y como yo pensaba, y la segunda, porque precisamente por ser absurda podía despertar la desconfianza de nuestro cliente. Si se trataba de un error, eliminarlo no iba a mermar en absoluto el valor de la obra, sino todo lo contrario.
Así que subí de nuevo en mi coche y repetí el camino hasta el cenobio de mi tía, que se quedó perpleja al verme regresar tan pronto.
– ¿Qué haces aquí a estas horas? -me preguntó con aire de reproche.
A pesar de todo, me dije armándome de paciencia, es mi tía y la quiero.
– Necesito revisar el material que dejé ayer en el calabozo.
– Pues no voy a poder acompañarte, Ana María. Tengo que dirigir el rezo de laudes dentro de cinco minutos.
– No necesito que estés siempre conmigo cuando vengo al monasterio, tía -repuse contenta-. Te recuerdo que conozco el camino mejor que el de mi propia casa.
– Pues muy bien -me espetó-. Si no me necesitas, mejor para las dos. Aquí tienes la llave. No se te ocurra irte sin devolvérmela.
– No me la llevaré, ya sé que te daría un ataque -le dije, y le planté un beso cariñoso en plena mejilla. Juana se quedó tan sorprendida que me miró confusa durante unos segundos, sin saber qué hacer. Luego, muy digna, giró sobre sí misma y se alejó en dirección a la iglesia.
Por el camino saludé a varias hermanas rezagadas que llegaban tarde a la oración. En el fondo, me encantaba pasear sola por aquel recinto fresco y limpio, lleno de historia, y me pregunté con curiosidad cuántas monjas habrían acudido corriendo a los rezos por aquellos pasillos, a esas mismas horas, a lo largo de los siglos. ¡Qué vida más rara! Por muy hermoso que fuera el monasterio, no podía entender que alguien se encerrara allí para siempre renunciando a todo lo que había de bueno (y de malo) en el exterior.
Mis manos temblaban cuando abrí la puerta del calabozo y tuve que respirar hondo varias veces para controlar mi pulso acelerado. ¡Qué tontería! Durante las operaciones más peligrosas, en los momentos de mayor riesgo, los latidos de mi corazón permanecían inalterados, proporcionándome la frialdad necesaria para adoptar las decisiones más correctas. Sin embargo, ahora, a punto de despegar dos vulgares telas, estaba nerviosa y excitada como una tonta.
Sobre una mesa italiana de nogal del siglo xvi, con patas en forma de «as de copas», extendí un amplio pliego de papel vegetal y, sobre él, puse el lienzo de Krilov invertido. Luego, con ayuda de unos bastoncillos para las orejas humedecidos con agua y de una pequeña espátula, comencé a despegar las dos telas tan rápidamente como me permitía la vieja resina utilizada para el encolado. Incluso antes de haber terminado el proceso, que me llevó unos diez minutos, ya me había dado cuenta de que el extraño reentelado era, en realidad, otra pintura distinta adherida a la de Krilov y, cuando por fin terminé de separarlas y levanté en el aire el falso refuerzo, me encontré ante un segundo cuadro que nada tenía que ver con el original. Como no podía verlo bien con aquella pobre iluminación, salí del calabozo buscando en el claustro la claridad del día, tan sorprendida y desconcertada que no me preocupé de comprobar si alguna monja despistada andaba por allí en aquel momento. Debía ofrecer una imagen curiosa, saliendo de la celda con paso apresurado y con los brazos completamente extendidos, como un crucificado, para mantener desplegada la pintura frente a mis ojos.
Un viejo de larga barba y rostro maligno levantaba la cabeza y miraba hacia lo alto desde el fondo de lo que parecía un pozo lleno de lodo que le llegaba hasta la cintura. Por debajo de los brazos, unas gruesas cuerdas tiraban hacia arriba de él, que se dejaba izar sin cambiar la expresión de odio de su mirada. La imagen era tenebrosa, sin matices y bastante mal ejecutada, como hecha por la mano torpe de un aficionado. En la parte superior, una cartela de forma oval, envuelta por un falso marco de volutas, exhibía una inscripción indescifrable en hebreo, y abajo, a la derecha, aparecía el nombre del artista, un tal Erich Koch, y la fecha, 1949. ¡Qué extraño que alguien hubiera pegado aquel engendro en el dorso de una obra como los Mujiks de Krilov! Por fortuna, había llevado conmigo la cámara de fotografiar, así que disparé varias instantáneas desde distintos ángulos con la idea de enviárselas a Roi.
Guardé el Krilov en el portalienzos y puse mi hallazgo en otro tubo de láminas que tenía por allí. Estaba deseando llegar a casa para informar al Grupo del resultado de mi hazaña. Bueno -me dije contenta-, el misterio está resuelto.
A media tarde recogí las fotografías de la tienda de revelado en una hora que hay junto a la catedral y las pasé rápidamente por el escáner para mandarlas a Roi por e-mail. Gomo no terminé de aclararme con los formatos de las imágenes, puse tanta calidad en la resolución que estuve más de media hora enviando el mensaje. A las diez de la noche, después de haber estado comprobando el correo cada veinte minutos, desistí de que el príncipe Philibert diera señales de vida y apagué el ordenador. Luego, durante la cena, Ezequiela, que tenía un no sé qué raro en la mirada, estuvo contándome los cotillees y novedades de la jornada. Cuando terminamos de recoger la mesa, la dejé con la palabra en la boca y me retiré a mi habitación: tenía ganas de leer un rato antes de dormir y el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline me llamaba a gritos desde la mesilla de noche. Pero Ezequiela, que, al parecer, no me lo había terminado de contar todo, apareció inesperadamente con una gran taza rebosante de leche caliente que le sirvió de excusa para entrar y sentarse a los pies de la cama.
– Nunca hasta ahora te había dicho lo que te voy a decir… -empezó, y a mí aquello me disparó la luz roja de alarma.
– Bueno, pues no me lo digas. Estoy segura de poder seguir viviendo sin saberlo.
– ¡No seas rebelde, niña! Suspiré con resignación.
– Está bien, habla… -acepté, arreglándome el embozo de la sábana y dejando el libro a un lado con gran dolor de mi corazón.
– Llevo un tiempo pensando que a ti lo que te hace falta es casarte.
– ¡Vale, se acabó! -exclamé incorporándome a medias y amenazándola con el grueso lomo del Viaje al fin de la noche-. ¡Hala, ya puedes irte! ¡Buenas noches!
– ¡Ana María, cállate!-gritó. Indudablemente, no le hice caso.
– ¿Pero tú te crees que es normal -vociferé- que tengamos este escándalo a estas horas de la noche? ¡Los vecinos van a pensar que nos hemos vuelto locas!
– Pero si aquí la única que grita eres tú… -protestó bajando de golpe el volumen y usando su vocecita de amable anciana gravemente ofendida..
– ¡Ah, claro! ¿Tú no estás gritando, verdad?
– ¿Yo? -se sorprendió-. ¡Naturalmente que no!
– Ezequiela, vas a volverme loca, de verdad.
– Si me escucharas sin discutir -dijo con mucha dignidad y totalmente cargada de razón, pasando la palma de la mano sobre la colcha para alisar una arruga invisible-, no tendríamos que llegar siempre hasta este punto.
Ahí ya sí que no me pude tragar la indignación.
– ¿Pero de qué maldito punto estás hablando? Entras a traerme un vaso de leche caliente y, de repente, me encuentro inmersa en la guerra de Troya.
– Sólo quería que hablásemos sobre tu reloj biológico.
– No deberías ver tanta televisión -refunfu-
– . Eso del reloj biológico no te pega nada.
– Ana María, estás a punto de cumplir treinta y cuatro años. Antes de que te des cuenta se te habrá pasado la edad de tener hijos.
– Te recuerdo que Rosario Aliaga, mi ginecóloga, ha tenido su primer hijo a los cuarenta.
– ¿Y tú tienes que hacer lo mismo que hace tu ginecóloga? ¡Pues mira qué bien!
La observé con atención durante unos instantes. En todo aquello había algo que no encajaba. Su redonda y hundida barbilla temblaba imperceptiblemente y en sus ojos un brillo cristalino delataba un mar de lágrimas reprimidas. Sin darme cuenta, alargué la mano y cogí la suya, que descansaba sobre la colcha.
– ¿Qué intentas decirme, Ezequiela? ¿Qué te pasa? No es propio de ti venirme con historias de matrimonios.
Suspiró profundamente y levantó la mirada con lentitud.
– La semana que viene cumplo setenta años.
– Ya, ya lo sé. El miércoles.
– ¿Qué será de ti cuando yo ya no esté…? Ahí estaba el quid de la cuestión.
– ¡Oh, Ezequiela, por favor! Me miró largamente con unos ojos llenos de reproche.
– ¡No tienes a nadie más que a mí! Cuando yo me muera te quedarás completamente sola. ¡Ni siquiera te gustan los perros!
– Pero tengo a tía Juana… -dije, y me arrepentí inmediatamente de ello.
– ¡A Juana…! ¡Ja! -escupió despectivamente-. ¡Ésa…! ¿Pero es que no te das cuenta? ¡Tu tía está encerrada por su gusto en un convento! Cuando yo muera te quedarás sola en esta enorme y vieja casa, sin nadie que te cuide, sin nadie que se preocupe por ti -las lágrimas comenzaron a formar pequeñas lagunas entre las numerosas grietas y pliegues de su rostro-. Eso es lo que más miedo me da. No tienes nada, Ana María. ¡Si por lo menos tuvieras un hijo! Bien sabe Dios que yo preferiría que te casaras con un buen hombre y por la Iglesia, pero si no es ése tu gusto, si no quieres atarte a nadie, ¡ten un hijo! Es lo único que te pido para mi cumpleaños.
– ¿Quieres que tenga un hijo en una semana…? -pregunté escandalizada. Ezequiela sonrió.
– ¡Sabes lo que he querido decir, niña!
– Mira, vieja gruñona, lo único que sé es que tú aún tienes cuerda para rato y que no te vas a morir el día de tu cumpleaños. Además, ¿qué dirían en Ávila si la última Galdeano se quedara embarazada de un señor desconocido?
– ¡Que digan lo que quieran! Ya se cansarán de decir.
– No sabía que fueras tan moderna.
– Y no lo soy -afirmó rotundamente, secándose la cara con el dorso de la manga del jersey-. Pero no puedo soportar la idea de verte tan sola. Prométeme que lo pensarás.
– Te lo prometo, ¿estás contenta ya?
– ¡Promételo otra vez mirándome a los ojos! -exigió.
– ¡Venga, Ezequiela, por favor! ¿Pero es que tú me ves cuidando a un niño? ¿Crees que ser madre va conmigo? No tengo el menor instinto maternal, ni ganas de reproducirme.
– ¡Promete!
– ¡Oh, Dios mío! -grité exasperada levantando los brazos hacia el techo-. ¿Pero qué habré hecho yo para merecer este castigo?
– ¡Ana María!
– Está bien, está bien… Lo prometo -dije mirándola a los ojos-. Prometo que pensaré seriamente en la posibilidad de tener un hijo.
Ezequiela sonrió como una niña pequeña que, después de dar un berrinche a todo el mundo, consigue el capricho que quería.
– Bien, muchacha, bien -exclamó palmeándome la mano-. Ahora ya puedes coger tu libro.
Se levantó de la cama sin abandonar la sonrisita de satisfacción y, después de dibujarme una cruz en la frente con el pulgar derecho, me dio un beso ligero y se marchó de la habitación cerrando la puerta silenciosamente.
No tenía ni la más remota intención de cumplir mi promesa, pero, al menos, me había librado de Ezequiela por un tiempo. No me cabía la menor duda de que volvería a la carga sobre el tema como una columna de la caballería ligera, pero tardaría todavía unos meses.
Aquella noche tuve horribles pesadillas llenas de bebés rechonchos y babosos, de esos que salen en la televisión anunciando pañales. Todos tenían la piel sonrosada y eran rubios como los ángeles. El problema era que también tenían los ojos azules, como la tía Juana, y, en la familia Galdeano jamás ha habido nadie con los ojos azules. Por supuesto, a la mañana siguiente me desperté agotada y de bastante mal humor, así que Ezequiela se las arregló para desaparecer de mi vista, perdiéndose por la casa con hábil maestría.
Atándome el cinturón de la bata y bostezando hasta desencajarme las mandíbulas, me encaminé al despacho y encendí el ordenador. Entraba un sol radiante por las ventanas y un arrebatador aroma a café recién hecho me amarró por la cintura y tiró de mí hacia la cocina mientras la máquina se ponía en funcionamiento y se conectaba a Internet para comprobar el correo. Todavía no había terminado de servirme una taza cuando escuché la voz metalizada que me avisaba de la llegada de mensajes del Grupo.
– Tengo que cambiar ese ruido… -musité echando un poco de leche fría sobre el café humeante.
Cuando me senté frente a la pantalla, el algoritmo descodificador de Láufer había terminado de componer el mensaje: «IRC, #Chess, 9.30, pass: Govinda. Roi.» Miré mecánicamente el reloj. Eran las ocho y media de la mañana. Todavía tenía tiempo de ir a correr un rato, así que me puse una camiseta, unos pantalones de chándal y unas deportivas y me lancé a la calle. Con los pulmones llenos del fresco aire de la mañana, abandoné el recinto amurallado, saliendo por la puerta que da a la iglesia de San Vicente y bajando, por la izquierda, hasta el puente Adaja. Sin notar todavía el cansancio, pero un poco aturdida por el bullicio matinal del tráfico y los colores grises de un día nublado, llegué hasta los Cuatro Postes -donde lograron detener a santa Teresa cuando, de pequeña, intentaba huir a tierras de moros para entregarse al martirio-, y allí giré sobre mí misma, dando saltitos para no perder el ritmo. Tomé aire, eché una última mirada a la ciudad desde lo alto y volví sobre mis pasos para entrar de nuevo en el perímetro viejo por la puerta de la calle del Conde Don Ramón.
A la hora convenida, envuelta en el albornoz y secándome el pelo con la toalla, ocupé de nuevo el sillón y me conecté al IRC. El servidor me dio paso a la primera (me costaba una fortuna al año la dichosa conexión) y, como siempre, entré en Undernet dando una pequeña vuelta por el mundo y cam biando continuamente de identificación. Aquel día utilicé un redireccionador que pasaba por Pensacola y Singapur, y llegué a #Chess con mis falsos datos en alfabeto mandarín. Tuve que cambiar la configuración del programa para poder escribir «Govinda» en alfabeto latino sin bloquear el ordenador. Roi, según su costumbre, ya estaba esperando:
– Buenos días, Peón. ¿Has descansado bien? Un escalofrío recorrió mi espalda recordando a los bebés rubios y de ojos azules.
– Buenos días, Roi. No, en realidad he pasado una noche horrible. ¿ Están citados todos los demás?
– Todos menos nuestro broker, Rook. A estas horas está ya trabajando en la dty.
Los mercados bursátiles europeos se hundían irremediablemente en una de las peores crisis financieras de la historia. Rook andaría como loco intentando frenar sus pérdidas. Pero mientras los japoneses no controlaran su deflación, los rusos siguieran devaluando el rublo e Iberoamérica continuara tan emergentemente frágil, poco era lo que los inversores se atreverían a hacer.
– ¿Cómo está tu tía? -preguntó Roi cambiando de tema. Rook, la Torre, era su agente de bolsa en Inglaterra y probablemente el príncipe Philibert tenía sudores fríos recordando la crisis.
– Mi tía está como siempre. Dirige su convento con puño de acero.
– ¡Qué gran mujer! -escribió con admiración. Siempre estuve convencida de que entre Roi y Juana había habido algo en el pasado, pero, por desgracia, nunca pude comprobarlo-. Dale un abrazo muy grande de mi parte cuando la veas.
– Lo haré.
Los demás llegaron enseguida. Rápidamente nos dispusimos a comenzar la reunión. Cávalo y Láufer me saludaron efusivamente y me felicitaron por el éxito de Alemania. Láufer, además, quiso narrar a los presentes los detalles de mi «esplendida actuación», pero, por suerte, Roi le contuvo a tiempo con una enérgica llamada al orden. Naturalmente, Heinz seguía teniendo el teclado estropeado, así que, para desgracia nuestra, seguía escribiendo a gritos.
– CÁVALO, LE ENTREGUÉ A PEÓN TU JUGUETE MÁRKLIN, COMOHABÍAMOS QUEDADO.
– ¿Cómo te lo hago llegar, Cávalo? -pregunté. La verdad es que no había vuelto a recordar el paquete que descansaba en algún lugar del armario de mi habitación.
– No corre prisa. Podríamos quedar un día de estos, ¿te parece bien?
– Espléndido -repuse. Me agradaba la idea de volver a ver a Cávalo tan pronto.
– ¿Todos habéis examinado las fotografías que os he mandado? -atajó Roi, cambiando de tema. Las respuestas fueron afirmativas.
– ¿Alguien puede aportar alguna información sobre esa extraña pintura?
Por unos instantes la pantalla permaneció en suspenso, vacía de mensajes.
– Bien. Os contaré por qué he convocado esta reunión. Lo cierto es que no he dormido mucho esta noche…
Roi nos dijo que, cuando recibió las imágenes, le chocó sobremanera el hecho de ver el nombre de un pintor alemán, Erich Koch, firmando un cuadro en el que se reproducía a un viejo personaje judío de evidente origen bíblico que, en un primer momento, no pudo identificar. Pero, aparte del hecho de que estuviera escondido detrás de otro cuadro, lo que más llamó su atención fue la fecha: 1949, apenas cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Movido por la curiosidad, despertó a Láufer en plena noche y le pidió que averiguara todo lo posible sobre ese desconocido artista y, luego, llamó a su amigo Uri Zev, miembro de la División de Asuntos Culturales y Científicos del Ministerio de Relaciones Exteriores israelí.
– ¿Qué le contaste a tu amigo Zev, si puede saberse? -le interrumpió vivamente Donna.
– No debéis preocuparos. Uri ha trabajado conmigo en el pasado y es un hombre de total confianza. Además, tomé la precaución de borrar de las fotografías el nombre de Erich Koch y la fecha.
– ¿Y no le molestó que le llamaras a esas horas tan intempestivas? -Estaba claro que Donna no se sentía tranquila.
– Uri está acostumbrado a que le llamen a cualquier hora del día o de la noche. Su trabajo en la División de Asuntos Culturales es sólo una pequeña parte de las muchas actividades internacionales que realiza. Créeme, Donna, Uri es alguien en quien se puede confiar. No es la primera vez que le consulto alguna información relativa a nuestro trabajo, aunque siempre de manera que él no pueda relacionarme con lo que lee después en la prensa. Anoche le dije que la imagen era el cuadro de un desconocido pintor israelí contemporáneo, afincado en Galilea, y que sólo deseaba que, como judío, me hiciera un rápido análisis de la obra y la traducción del contenido de la cartela.
– ¿Y QUÉ TE DIJO? -preguntó impaciente Láufer.
– Antes prefiero que les cuentes a todos lo mismo que me has contado a mí esta madrugada. Pero te agradecería que escribieras con letras pequeñas.
– ¡NO PUEDO! ¿ES QUE NADIE ME CREE?
La respuesta, naturalmente, fue una negativa unánime, pero Láufer no se inmutó y nos puso al tanto de sus descubrimientos con tantas mayúsculas como le fue posible. Había dispuesto de apenas un par de horas esa noche para navegar por la red a la caza y captura de cualquier información sobre un pintor alemán de mediados de este siglo llamado Erich Koch, pero lo poco que había podido averiguar le había dejado realmente perplejo: los datos que iba recibiendo en su ordenador nada tenían que ver con un pintor desconocido llamado Erich Koch sino, de manera exclusiva, con el gauleiter Erich Koch, jerarca nazi de la provincia prusiana de Kónigsberg, muerto en una prisión polaca en 1986.
– ¿Y no aparece ningún otro Erich Koch por ninguna parte? -preguntó Cávalo-. Está claro que debe tratarse de dos personas distintas.
– No necesariamente -apunté yo, atando cabos rápidamente en mi cabeza.
– SON LA MISMA PERSONA. NO EXISTE NINGÚN OTRO ERICH KOCH EN LOS CENSOS DE ALEMANIA DESDE 1875. -Es curioso que ya nos hayamos encontrado con tres nazis en esta historia -dije extrañada-, Fritz Sauckel, Helmut Hubner y Erich Koch. Todos estrechamente relacionados con el mundo del arte y con el cuadro de Krilov.
– Ésa es la cuestión -advirtió Roi-. Estoy convencido de que hemos tropezado con un asunto espinoso que, por el momento, escapa a nuestra comprensión, pero que podría llegar a afectarnos directamente si es que Helmut Hubner forma parte de esta intriga.
:-¿Y qué hay de nuestro cliente ruso? ¿No convendría saber algo más acerca de él? -propuso Cávalo.
– ¿Vladimir Melentiev…? Sí, desde luego, también habrá que investigarle. Es evidente que su interés por el cuadro de Ilia Krilov ha sido el detonante de esta situación en la que ahora nos vemos envueltos. Quizá debimos informarnos un poco más antes de aceptar su encargo.
– ES POSIBLE QUE NO SEPA NADA DEL LIENZO DE KOCH.
– ¡Vamos, Láufer! -protestó Cávalo-. Recuerda que estaba dispuesto a pagar el precio que le pidiéramos por el Krilov, fuera el que fuera. ¡Esa actitud no parece precisamente inocente!
– SIEMPRE Y CUANDO EL LIENZO DE KOCH TENGA ALGÚN VALOR QUE PUEDA INTERESARLE, COSA QUE DUDO PORQUE SU CALIDAD ES PÉSIMA.
– Por cierto, Roi -atajé-. No nos has contado lo que te dijo tu amigo Uri Zev.
– ¡ Ah, es cierto! Bien, veréis, esperad que coja mis notas… Sí, ya está, aquí las tengo. Al parecer la escena representa el momento en que el profeta Jeremías es liberado del cautiverio. Para quien tenga una Biblia a mano, la historia se puede leer en Jeremías 38,1-14. Al profeta lo metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey Sedecías, por profetizar desgracias variadas para el pueblo de Israel. Esa cisterna no tenía agua pero sí bastante lodo y allí Jeremías debía morir de hambre. Un eunuco etíope de la corte intercedió ante el rey y consiguió que lo sacaran de allí. Y eso es lo que puede verse en la pintura.
– ¿Y qué quieren decir esas letras hebreas escritas en la cartela? -pregunté.
– ¡ Ah, eso Uri no pudo decírmelo! El alfabeto es hebreo, desde luego, pero el texto es totalmente incomprensible.
– ¡FANTÁSTICO!
– Láufer, quiero que pongas del revés las bases de datos del mundo entero si es necesario, pero averigua todo sobre Erich Koch, Fritz Sauckel, Vladimir Melentiev y Helmut Hubner. Yo indagaré la vida de Ilia Krilov hasta conocer sus pensamientos y a los demás os ruego que le deis vueltas al cuadro de Koch hasta que no quede un detalle por analizar. El Grupo de Ajedrez puede haberse metido, sin saberlo, en algún feo asunto de consecuencias imprevisibles, así que, damas y caballeros, ¡a trabajar! Les espero a todos el próximo domingo, día 11 de octubre, a la misma hora, en el mismo sitio y con el password «Gobi». Y recuerden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos. Pasé todo el día en la tienda, ocupada en mil pequeños asuntos, pero a las ocho de la noche, cuando conecté la alarma y bajé la persiana metálica antes de irme a casa, el cuadro de Koch retomó en mi cabeza el protagonismo absoluto. Ezequiela estaba viendo la televisión en el salón y cosiendo, a punto de cruz, unos cuadritos que luego enmarcaría para colgarlos en la pared de su habitación. La casa estaba caldeada y había café recién hecho en la cocina.
Sin quitarme la chaqueta y sin tan siquiera dejar el bolso en el perchero, entré en el despacho y, encendiendo la luz de la lámpara, pulsé los interruptores del ordenador y de la impresora. Mientras el equipo se ponía en marcha y ejecutaba las tareas programadas, me serví una taza de café y me cambié de ropa. Luego regresé al despacho, comprobé que no tenía correo y arranqué el programa Photo-Paint, uno de los mejores para la manipulación de imágenes y, desde él, cargué la fotografía escaneada del Jeremías de Koch visto de frente. Puse papel fotográfico en la impresora y efectué una primera estampación ajustando automáticamente el contraste, la saturación y el brillo con la opción de máxima calidad. Al cabo de un rato (y de un paquete de papel y un cartucho de tinta en color), tenía el despacho lleno de ampliaciones de segmentos del cuadro puestas encima de los muebles e incluso pegadas con cinta adhesiva por las estanterías y las paredes.
Había cogido la vieja y abultada Biblia de la familia, encuadernada en piel negra y ya deforme, y me estaba paseando por el despacho con el dichoso mamotreto en los brazos y leyendo en voz alta el texto de los catorce primeros versículos del capítulo 38 de Jeremías:
Oyeron Safatías, hijo de Matan; Guedelías, hijo de Pasjur; Jucal, hijo de Selemías, y Pasjur, hijo de Melquías, que Jeremías decía delante de todo el pueblo: «Así dice Yavé: Todos cuantos se queden en esta ciudad morirán de espada, de hambre y de peste; el que huya a los caldeos vivirá y tendrá la vida por botín. Así dice Yavé: Con toda certeza, esta ciudad caerá en manos del ejército del rey de Babilonia, que la tomará.» Y dijeron los magnates al rey: «Hay que matar a ese hombre, porque con eso hace flaquear las manos de los guerreros que quedan en la ciudad, y las de todo el pueblo, diciéndoles cosas tales. Este hombre no busca la paz de este pueblo, sino su mal.» Díjoles el rey Sedecías: «En vuestras manos está, pues no puede el rey nada contra vosotros.» Tomaron, pues, a Jeremías y le metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey, que está en el vestíbulo de la cárcel, bajándole con cuerdas a la cisterna, en la que no había agua, aunque sí lodo, y quedó Jeremías metido en el lodo…
La puerta del despacho se abrió de golpe y yo me detuve en seco, quedándome congelada como el fotograma de una vieja película, con el libro en la mano izquierda y el puño derecho amenazando a los magnates.
– ¿Te pasa algo? ¿Por qué das esos gritos y hablas tan fuerte? -preguntó Ezequiela con preocupación. -Estoy leyendo la Biblia. Ezequiela enarcó las cejas, abriendo mucho los ojos, y salió dando un suspiro.
– Tú no estás bien.
… metido en el lodo -continué-. Oyó Abdemelec, etíope, eunuco de la casa real, que habían metido a Jeremías en la cisterna. El rey estaba entonces en la puerta de Benjamín. Salió Abdemelec del palacio y fue a decir al rey: «Rey, mi señor, han hecho mal esos hombres tratando así a Jeremías, profeta, metiéndole en la cisterna para que muera allí de hambre, pues no hay ya pan en la ciudad.» Mandó el rey a Abdemelec el etíope, diciéndole: «Toma contigo tres hombres y saca de la cisterna a Jeremías antes de que muera.» Tomando, pues, consigo Abdemelec a los hombres, se dirigió al ropero del palacio, y tomó de allí unos cuantos vestidos usados y ropas viejas, que con cuerdas le hizo llegar a Jeremías en la cisterna. Y dijo Abdemelec el etíope a Jeremías: «Ponte estos trapos y ropas viejas debajo de los sobacos, sobre las cuerdas.» Hízolo así Jeremías, y sacaron con las cuerdas a Jeremías de la cisterna, y quedó Jeremías en el vestíbulo de la cárcel.
El cuadro de Koch representaba exactamente el momento en que el profeta comenzaba a ser sacado de la cisterna con las cuerdas. Por más que amplié la pintura hasta un mil seiscientos por cien (el máximo que permitía el programa), por más que ajusté la búsqueda de colores y por más pruebas que hice de todas clases, no encontré nada escondido, ni disimulado, ni insinuado en la pintura, aparte de lo que podía verse a simple vista. Y lo único que podía verse a simple vista era la cara de odio del profeta Jeremías.
A las once y media de la noche, Ezequiela vino a darme las buenas noches. Toda la casa quedó en silencio, salvo por el ruido de la impresora, que no paraba de sacar las copias que yo le iba pidiendo con todas las pruebas y cambios posibles efectuados en la imagen. A las dos de la madrugada tenía tal dolor de cabeza de fijar la vista en la pantalla, que tuve que tomar un analgésico para poder seguir trabajando. A las tres abandoné el diseño gráfico y decidí que era hora de realizar estudios bíblicos. ¿Quién era Jeremías? ¿Por qué le metieron en la cisterna? ¿Qué tenía ese profeta judío que había despertado el interés de un gauleiter nazi antisemita?
Jeremías había nacido en torno al año 650 a.n.e. [7] y había muerto en algún momento indeterminado tras la conquista de Jerusalén por Babilonia, hacia el 586 a.n.e. Desde el principio rompió con el esquema tradicional del oráculo profetice, prefiriendo el poema de marcado acento derrotista y agorero. Aunque en los inicios de su carrera gozó de la protección del rey Josías de Judá, tras la muerte de este monarca en el 609 a.n.e. cayó en desgracia, siendo considerado traidor por anunciar la victoria de Babilonia sobre Judá y Jerusalén y prohibiéndosele hablar en público. Por supuesto, como incumplió repetidamente la prohibición, fue arrestado varias veces y, por fin, lanzado a una cisterna llena de lodo.
Encontré abundante material sobre el Libro de Jeremías en las enciclopedias que había por casa, pero era todo demasiado teológico y escolástico, muy poco comprensible para una neófita como yo. Nada de lo que leí despertó mi atención y la verdad es que me resultó terriblemente difícil mantenerme despierta a esas horas de la noche con semejantes lecturas. Estaba a punto de desistir y marcharme a la cama, cuando, de repente, vino a mi memoria un viejo libro de esos que siempre aparecen cuando buscas cualquier otro, que no recuerdas haber comprado y que jamás abres ni siquiera por curiosidad. No es que tuviera mucho que ver con lo que yo perseguía, pero hablaba de la Biblia y, a esas horas, ya no podía pensar con demasiada claridad. El libro se titulaba Los mensajes del Antiguo Testamento y era de un escritor desconocido que se empeñaba en demostrar que las alegorías, metáforas, parábolas y proverbios del Antiguo Testamento contenían, en realidad, el anuncio del final del mundo y el advenimiento de una nueva civilización. Al hojear distraídamente el índice de contenidos, mis ojos cansados tropezaron, por fin, con algo que me quitó el sueño de golpe: el capítulo cuarto se titulaba «Atbash, el código secreto de Jeremías». Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al principio de dicho capítulo y comencé a leer con verdadera fruición. El código secreto más antiguo del que se tenía noticia en la historia de la humanidad, decía el libro, era el llamado código Atbash, utilizado por primera vez por el profeta Jeremías para disfrazar el significado de sus textos. Jeremías, asustado por las represalias que los poderosos miembros de la corte y el propio rey pudieran tomar contra él por vaticinar la derrota frente a Babilonia, encriptó el nombre de este reino enemigo a la hora de escribir, para lo cual utilizó una simple sustitución basada en el alfabeto hebreo, de modo que la primera letra del alfabeto, Aleph, era sustituida por la última, Tav; la segunda, Beth, por la penúltima, Shin, y así sucesivamente. El nombre de este primer código, Atbash, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, venía dado, por lo tanto, por su propio sistema de funcionamiento: «Aleph a Tav, Beth a Shin», es decir, Atbsh. Así pues, Jeremías, tanto en el versículo 26 del capítulo 25, como en el versículo 41 del capítulo 51 de su libro, había escrito «Sheshach» en lugar de Babilonia. Por supuesto, ataqué la Biblia familiar en busca de esos dos versículos para comprobar si era cierto lo que decía el pequeño y folletinesco libríto y, en efecto, lo era, allí estaban las pruebas. A pesar de la hora y del cansancio, me sentía activa y despierta como si fuera mediodía. Inmediatamente confeccioné un alfabeto hebreo que podía plegarse por la mitad de modo que resultara fácil efectuar la sustitución de unas letras por otras. Cogí el mensaje de la cartela del cuadro de Koch, le apliqué el código Atbash para desencriptarlo y lo copié al final de un texto explicativo que envié a Roi por correo electrónico. Luego destruí todo el material que había impreso (era una norma del Grupo) y me fui a la cama. Creo que las dos horas que dormí aquella noche fueron las dos horas que mejor he dormido en toda mi vida. No tenía ni idea de si se podría traducir el mensaje que había remitido a Roi para que lo hiciera llegar a su amigo Uri Zev, pero, incluso aunque no se pudiera, había trabajado tan duro y con tanta pasión que me sentía profundamente satisfecha de mí misma.
La información recopilada por Láufer durante aquellos días resultó todavía más sorprendente de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Desde sitios tan dispersos como Ucrania, Inglaterra, Berlín e Israel, desde entidades como la Universidad de Toronto en Canadá, el diario El Universal de México, el museo Pushkin de Moscú, el Polemiko Mousio de Atenas, el Instituto Chileno-Francés de Cultura, y desde ficheros clasificados de la policía israelí, del FBI, de la vieja Stasi de la desaparecida República Democrática Alemana o del reconvertido KGB, la documentación fue llegando hasta nuestros ordenadores trazando una imagen real y estremecedora de aquellos que, hasta ese momento, no habían sido otra cosa que quiméricos personajes en una historia llena de enredos.
Fritz Sauckel, uno de los miembros más brutales de la vieja guardia nazi, diputado del Reichstag y general de las temibles SA, ejerció durante la guerra como gobernador general y gauleiter de Turingia. Ministro plenipotenciario del Reich para la mano de obra, reclutó cinco millones de obreros forzados, de ostarbeiter, en los territorios ocupados, la mayoría de los cuales trabajaron sin descanso hasta la muerte. Según Jacques Bernard Herzog, uno de los procuradores generales ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, «Este antiguo marino mercante, padre de diez hijos, encumbrado a la alta política por la revolución hitleriana, ordenaba alimentar a los trabajadores en función de su rendimiento. Dentro de una mentalidad primitiva como la suya, encontraba justificación a todo reproche: él sólo ejecutaba las órdenes del Führer. Pretendía no haber sabido nada de las atrocidades cometidas en los campos de concentración; le mostré entonces una fotografía que lo presentaba visitando en compañía de Himmler el campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, del cual era responsable como gauleiter del territorio. Afirmó estúpidamente que su visita se había limitado a los edificios exteriores del campo, en el que no har bía entrado nunca».
Esa «mentalidad primitiva» a la que Herzog hacía referencia en su discurso de 1949 ante miembros destacados de la Universidad de Chile, respondía, sin embargo, a una inteligencia muy por encima de lo normal, según pudo comprobar durante el proceso el psiquiatra judicial americano Gustave M. Gilbert. Sin embargo, y a pesar de esa inteligencia superdotada, Sauckel, como gauleiter de Turingia, ordenó, sin la menor inquietud, que los restos de los grandes escritores Goethe y Schiller fuesen sacados del mausoleo real de Weimar y trasladados a la cercana ciudad de Jena para ser destruidos en caso de que los americanos entraran en Turingia. Afortunadamente, tal destrucción no se llevó a cabo.
El 1 de julio de 1946, lord Lustice Lawrence, presidente del Tribunal Internacional de Núremberg, daba a conocer la sentencia contra Fritz Sauckel, condenado a morir en la horca por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El que fuera temible gobernador de Turingia fue ejecutado tres meses después, la madrugada del 16 de octubre.
Diferente fue el destino de su amigo Erich Koch, con el que le unían, al parecer, antiguos lazos de camaradería desde que ambos se habían conocido en Weimar, en 1937, cuando Koch, entonces general de división de las SS, había llegado a la ciudad con el primer grupo de trescientos reclusos para empezar la construcción de los barracones y cuarteles del KZ (Konzentration Lager) Buchenwald.
Koch había nacido en la Prusia Oriental el 19 de junio de 1896 y fue nombrado gauleiter de esta demarcación en 1938. Tres años después, tras la invasión alemana de los territorios de la Unión Soviética en 1941, fue nombrado, además, Reichs-kommissar de Ucrania. Según el semanario The Ukrainian Weekly del 10 de noviembre de 1996, Koch fue directamente responsable de la muerte de cuatro millones de personas, incluida la casi totalidad de la población judía ucraniana. Bajo su gobierno, y en colaboración con Sauckel, otros dos millones y medio de individuos fueron deportados a Alemania como trabajadores forzados. Después de la retirada nazi de Ucrania, Koch permaneció como gauleiter de la Prusia Oriental hasta la rendición alemana en 1945, momento en que se perdió su pista hasta que fue descubierto, cuatro años después, viviendo de incógnito en la zona de ocupa ción británica. Fue deportado a Polonia para ser juzgado y, sin embargo, mientras que el resto de los procesos soviéticos contra criminales de guerra se celebraban con rapidez, y las sentencias (por lo general inmisericordes) se ejecutaban en pocas horas, Koch tardó diez años en ser juzgado y su sentencia de muerte no se llevó a cabo jamás. El gobierno polaco alegó la mala salud del asesino para condonarle la pena y le recluyó durante los últimos veintisiete años de su vida en una celda de la prisión de Barczewo, dotada de grandes comodidades, donde murió apaciblemente el 12 de noviembre de 1986, a los noventa años de edad. Ni una sola vez durante todo ese tiempo, las autoridades rusas solicitaron la extradición de Koch para juzgarlo por los atroces crímenes que cometió como Reichskommissar de Ucrania, ni presionaron tampoco a los polacos para que llevaran a cabo la sentencia.
Aparté los ojos de la pantalla y, mientras la impresora empezaba a escupir papeles, me puse a pensar cómo debía ser alguien capaz de matar a cuatro millones de personas. La cifra hizo que me diera vueltas la cabeza. Si ya resultaba impensable para mí acabar con la vida de un solo individuo, de uno solo, ¿cómo se podía matar a cuatro millones? ¡Cuatro millones de muertes! Sin contar a los 05-tarbeiter, a los trabajadores forzados, muertos también de enfermedades, accidentes e inanición. Si cada uno de aquellos pobres seres fuera, por ejemplo, una peseta, y pusiéramos cuatro millones de pesetas, en monedas, en una habitación, el volumen sería impresionante. ¿Qué ocurría en la mente de una persona para llegar a ser capaz de hacer algo así sin darle ninguna importancia? Estaba aterrada, impresionada. Encendí un cigarrillo, expulsé el humo por la boca, lentamente, y volví a la lectura. El último alabardero de la tríada era el joven Helmut Hubner. Nacido en Pulheim, Colonia, en 1919, había estudiado economía, lenguas antiguas e historia en la Universidad de Bonn, y había militado activamente en las Juventudes del Reich y en las Juventudes Hitlerianas desde su fundación. Apenas iniciada la contienda, se incorporó a la Luftwaffe con el grado de teniente, convirtiéndose pronto en un famoso piloto de combate. En 1943 era el oficial de su escuadrón que contabilizaba el mayor número de derribos enemigos y, aunque su aparato fue alcanzado en cuatro ocasiones, consiguió salvar la vida lanzándose en paracaídas. Por todas estas hazañas y algunas más, fue recompensado con las máximas condecoraciones de guerra, incluida la Cruz de Hierro. Según las bases de datos del Museo de la Guerra de Atenas, Hubner destacó por su extraordinaria destreza en el manejo de los Heinkel 111, de los Dornier 17 y de los Messerschmit Bf 109, con los cuales desarrolló una brillante maniobra de ataque recogida más tarde en los manuales de la Luftwaffe: elegía su presa entre los cazas enemigos, dejándose caer rápidamente en picado y situándose a unas quinientas yardas por debajo de su cola. Entonces iniciaba un ligero ascenso mientras perdía velocidad, lo que le permitía apuntar certeramente, desde atrás, al aparato enemigo y, a unas cien yardas de distancia, abría fuego con el cañón de 30 milímetros, dejándolo fuera de combate. Entonces ascendía a toda velocidad, poniendo el morro a unos veinte grados por encima del horizonte, y, desde esta cota segura, elegía a su siguiente víctima.
A principios de 1944, Hubner se incorporó a la VI Flota Aérea alemana, con base en Kónigsberg, integrada en el Grupo de Ejércitos Reinhardt, encargados de la defensa de la Prusia Oriental. El plan de la Stavka soviética preveía dos ataques en tenaza, lanzados al sur y al norte de los lagos Masurianos contra los flancos del grupo de ejércitos. Avanzando en dirección de Marienburg y Kónigsberg, los soviéticos trataban de aislar a las tropas alemanas allí destacadas y, después de haberlas desunido y estrangulado, ocupar todo el territorio de la Prusia Oriental. Hubner, al mando de una unidad de Stukas Kanone -los famosos bombarderos Junkers 87 G-, luchó valientemente contra las columnas blindadas soviéticas, pero no pudo impedir los terribles bombardeos aliados que destruyeron la mitad de Kónigsberg el 31 de agosto de 1944, ni tampoco la capitulación final de la ciudad el 9 de abril de 1945. El futuro industrial fue puesto en libertad tras un inocuo juicio celebrado en Münster seis meses después del final de la guerra y regresó, al parecer, a la casa de su familia en Pulheim, donde estuvo viviendo discretamente hasta que, en 1965, reapareció convertido en un próspero empresario panadero.
Vladimir Melentiev, el coleccionista que nos había pedido el cuadro de Krilov, resultó ser la última joya de la corona. Hay que reconocer que en esta investigación Láufer se superó a sí mismo: utilizando como paso intermedio las computadoras centrales de dos importantes y conocidas empresas de informática norteamericanas, se proyectó a través de una docena de ordenadores invisibles para realizar una invasión coordinada de los ficheros clasificados de la Stasi, el KGB y el FBI, según los cuales, el nombre verdadero de Vladimir Melentiev era Serguéi Rachkov, nacido en la pequeña localidad rusa de Privolnoie, cerca de Stávropol (Rusia), en 1931. Rachkov ingresó en el ejército a los diecisiete años, sirviendo como policía militar en prisiones, campos de trabajos forzados y hospitales psiquiátricos correctores, hasta que, a los veinticinco, pasó a engrosar las filas de agentes especiales del recientemente creado Comité de Seguridad del Estado -el Komitet Gosudárstvennoe Bezopásnosti-, más conocido como KGB. Llevó a cabo diversos servicios de supervisión de lealtad política al régimen comunista en las fuerzas armadas rusas hasta que, en 1959, a los veintiocho años de edad, fue retirado bruscamente de estas misiones rutinarias y destinado a una operación del más alto nivel denominada Pedro el Grande. A pesar de que la Operación Pedro el Grande dependía de manera oficial del MVD (Ministerstvo Vnutrennikh Dyel o Ministerio de Asuntos Internos), estaba directamente controlada por el máximo órgano de gobierno ruso, el Politburó, y dirigida en persona por el nuevo presidente del Consejó de la URSS, el todopoderoso Nikita Serguéieyich Jruschov.
Sin embargo, por más que quiso, Láufer no pudo averiguar en qué consistía la misteriosa Operación Pedro el Grande: sencillamente, no existía la documentación de tal operación. Cualquier referencia a ella se reducía a eso, a una breve referencia, sin que ningún fichero, de los muchos a los que pudo acceder durante sus correrías virtuales, contuviese información útil para comprender el alcance y contenido de lo que parecía ser uno de los asuntos más importantes y secretos de la hoy desvanecida URSS. Ni la desaparición de Jruschov, ni las llegadas de Bréznev, Yuri Andrópov o Chernenko, ni la de, finalmente, Mijaíl Gorbachov en 1985, alteraron en lo más mínimo la puesta en marcha de Pedro el Grande, en el marco de la cual, Melentiev Rachkov fue enviado como simple carcelero, con el nombre de Stanislaw Zakopane, a la prisión de Barczewo, en Polonia, en la que acababa de ser encerrado Erich Koch.
Mi capacidad de sorpresa estaba ya tan alterada que un poco más de emoción no hizo variar el alto nivel de adrenalina que corría por mis venas mientras leía, uno tras otro, los documentos enviados por Láufer (quien, por fortuna, había tenido la delicadeza de pasarlos previamente por el traductor automático de ruso). Sin embargo, todavía quedaban algunos datos interesantes en el expediente personal de Melentiev-Rachkov, celosamente guardado en los viejos ordenadores del KGB; el sorprendente continuum de una vida azarosa, criminal y aventurera. Baste decir que, según las fichas, Rachkov era un agente de refinados gustos y habilidades, que dominaba a la perfección varios idiomas y que era profundamente despiadado con sus semejantes.
Al calor de la perestroika y de la glásnost de Gorbachov, vemos a Rachkov convirtiéndose de la noche a la mañana en un agente corrupto del cada vez más desarticulado KGB. Había abandonado Polonia tras la muerte de Koch en 1986 y, al regresar a Moscú, se encontró con una situación económica y social desoladora. Él y otros agentes se integraron rápidamente en las poderosas mafias rusas que tanto poder adquirieron en tan pocos años. Según el FBI, Rachkov se encumbró a la cima de uno de los grupos más poderosos en poco menos de una década, vendiendo submarinos, helicópteros de combate blindados y misiles tierra-aire a los cárteles rusos y sudamericanos de la droga. Pronto se hizo con el control de varios bancos en los paraísos fiscales del Caribe, a través de los cuales blanqueaba el dinero ilegal de sus actividades criminales, dinero con el que adquirió, asimismo, varios de los clubes nocturnos y casinos más cotizados del sur de Florida, en Estados Unidos, así como varias cadenas de hoteles por todo el mundo. En la actualidad, a sus sesenta y siete años, tras adoptar la personalidad del exquisito coleccionista, honrado hombre de negocios y filántropo de las artes conocido como Vladimir Melentiev, residía plácidamente en un castillo de su propiedad en las inmediaciones de Tbilisi, en la república de Georgia, entre Armenia y Turquía, dejando a cargo de importantes bufetes internacionales la gestión de sus negocios y la dirección de los mismos en manos de su hijo mayor, Nicolás Serguéievich Rachkov.
Tuve que leer varias veces el abultado legajo de papeles que se formó con toda aquella información una vez impresa. Veía los nexos de unión entre las historias y veía también los cabos sueltos y, aunque había cosas que no podían encajar de ninguna manera por falta de algún dato importante, otras ajustaban perfectamente como las piezas de un endemoniado rompecabezas.
Koch y Sauckel, Sauckel y Koch… La guerra mundial, Helmut Hubner, el Mujiks de Krilov, un agente del KGB, la Operación Pedro el Grande… ¿Qué demonios podía significar todo aquello? ¿Qué tipo de cóctel explosivo formaban aquellos ingredientes…? Y, por si algo faltaba, la noche anterior a la reunión del Grupo llegó la traducción hecha por Uri Zev del texto de la cartela del Jeremías que yo había mandado a Roi después de aplicar el código Atbash. De las tres palabras alemanas que Uri Zev había encontrado en el mensaje de Koch al pasar las letras del alfabeto hebreo codificado al alfabeto latino, «Bernsteinzimmer. Gauforum. Weimar», sólo la última tenía sentido para mí… Aunque, por desgracia, las otras dos llegarían también a tenerlo muy pronto.
Aquella noche, mientras repasaba los documentos, tuve claro que algo muy importante, muy grave y muy peligroso se escondía detrás de aquella trama de hilos multicolores. ¿Por qué, si no, Melentiev había contratado al Grupo de Ajedrez precisamente ahora para recuperar el Mujikst En octubre de 1941 la pintura de Krilov había sido robada por los comandos alemanes del Museo Estatal de Leningrado y había ido a parar a Kónigsberg, donde reinaba Erich Koch. El 31 de agosto de 1944, a pocos meses del final de la Segunda Guerra Mundial, con una Alemania prácticamente derrotada, los bombardeos aliados casi destruyeron la ciudad j es de suponer que Koch empezó a pensar en poner a salvo sus tesoros. A principios de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg, Koch había enviado el cuadro y el resto de sus innumerables riquezas a su amigo Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, quien, más tarde, durante el juicio de Núremberg, había manifestado que aquellas obras de arte habían salido de Weimar en abril de ese mismo año con destino a Suiza. Sin embargo, veinte años después, en 1965, el Mujiks reaparece en el catálogo de la, por aquel entonces, modesta colección particular de Helmut Hubner, un diestro aviador de la Luftwaffe destinado en Kónigsberg en 1944. En esta colección particular permanece hasta que alguien (o sea, yo) se la arrebata en 1998 para entregarla a un antiguo agente del KGB que, camuflado de carcelero, había trabajado veintisiete años en la prisión de Barczewo, donde cumplía condena Erich Koch.
En algún momento de este largo periplo, el propio Koch, o alguna otra persona, pegó el lienzo de Jeremías en la parte posterior del Mujiks, y tuvo que hacerlo después de 1949 (año en que fue pintado), mientras el antiguo gauleiter de la Prusia Oriental permanecía oculto en alguna parte de la zona alemana de ocupación británica, con Sauckel muerto y con Hubner retirado en su casa de Pulheim. Lo cual dejaba bien a las claras que el Mujiks de Krilov no había viajado nunca a Suiza, como dijo Sauckel, sino que, probablemente, jamás había salido de Weimar, la ciudad cuyo nombre aparecía mencionado en el mensaje dejado por Koch en el Jeremías. La cabeza me daba vueltas a estas alturas y sentía una desagradable sensación de vértigo mientras avanzaba a oscuras por el pasillo de casa en dirección a la cocina. Necesitaba tomar algo, cualquier cosa, con tal de despejarme y cambiar de escenario. El aire del despacho estaba caliente y cargado del humo de mis cigarrillos y mis nervios parecían a punto de desparramarse como hojas secas. Encendí la fría luz blanca del neón de la cocina y parpadeé deslumbrada, apoyándome sin notarlo sobre el quicio de la puerta.
No cabía ninguna duda de que lo que Melentiev buscaba era el falso reentelado, el jeremías de Koch y, seguramente, era el mensaje de la cartela lo que más le interesaba. Por alguna razón conocía la existencia del lienzo, que quizá tuviera mucho que ver con la maldita Operación Pedro el Grande (si es que no era directamente la Operación Pedro el Grande) y no parecía haber demasiadas sombras ocultando su propósito: las riquezas robadas por Koch, los tesoros desaparecidos en Weimar a principios de 1945. Era bastante probable que los sucesivos dictadores soviéticos hubieran estado interesados en recuperar lo que los nazis les habían robado, hasta el punto de colocar a un espía cerca de Koch durante tantos años y, sin duda, ésa era la razón por la cual no se había llevado a cabo la pena de muerte: la esperanza final en una confesión que, según dejaba adivinar el desarrollo posterior de los hechos, jamás llegó a producirse. Pero ¿por qué no forzaron a Koch, por qué no le obligaron mediante torturas o cualquier otro medio igualmente expeditivo a declarar el escondite de sus tesoros? Las delicadezas y los buenos modales no eran, precisamente, los métodos más corrientes empleados por los soviéticos para conseguir sus objetivos. ¿Por qué habían sido tan comedidos y tan débiles con Koch?
Mi cuerpo avanzó por sí mismo, sin intervención de mi voluntad, hacia el centro de la cocina. Debía desear algún movimiento, algo que rompiera la agotadora inmovilidad en la que me hallaba sumida desde hacía un buen rato. Desperté ligeramente de mi ensueño, pero no abandoné mis reflexiones mientras abría la portezuela de uno de los armarios y cogía un vaso limpio en el que derramé, inconscientemente, un líquido desconocido que, al primer trago, se reveló como leche fría.
¿Y qué pintaba Helmut Hubner en toda aquella historia? Debió conocer a Koch en Kónigsberg en 1944 y debieron hacerse bastante amigos, tanto como para que Koch le hiciera entrega del Mujiks con el Jeremías ya adherido en la parte posterior, lo cual indicaba que entre Koch y Hubner habían existido contactos posteriores a 1949. Quizá le había visitado en la cárcel y allí… ¡Un momento! Eso no era posible. Los rusos enviaron a Melentiev a Barczewo simultáneamente a la llegada de Koch, de forma que si éste le hubiera entregado algo a Hubner, el agente lo habría sabido en el mismo momento. Además, en todas las cárceles del mundo las visitas son registradas físicamente tanto a la entrada como a la salida, y mucho más en Barczewo, donde Koch debía ser la estrella del espectáculo. Tampoco era lógico sospechar que Koch hubiera entregado a Hubner el Mujiks con el Jeremías durante los diez años que permaneció detenido a la espera de juicio, desde 1949 hasta 1959, porque debía estar sometido, igualmente, a una estrecha vigilancia. De modo que sólo había podido entregarle el cuadro en el breve espacio de tiempo comprendido entre la realización del Jeremías y su detención ese mismo año, lo que aproximaba, de nuevo, dos datos aparentemente inconexos: ¿Estaría Pulheim en la zona de ocupación británica? ¿Pasó Koch aquellos cuatro años en casa de Hubner? Debía comprobarlo inmediatamente.
Me precipité por el pasillo hacia el despacho y examiné el atlas histórico que había estado consultando mientras cotejaba las notas y la documentación. En efecto, Pulheim, en las inmediaciones de Colonia, había quedado en la zona de ocupación británica después de la guerra, así que la conjetura podía ser cierta, aunque habría que comprobarla.
Otra cosa que saltaba a la vista era la ignorancia de Hubner acerca del Jeremías oculto tras el cuadro de Krilov. Si hubiera conocido su existencia, lo más lógico hubiera sido apoderarse de los tesoros de Koch tras la muerte de éste en 1986. Sin embargo, el hecho de que Melentiev nos hubiera contratado para robar el Mujiks evidenciaba que todavía era deseable la posesión de su secreto, de modo que Hubner no debía tener ni idea de lo que había estado ocultado en su colección particular durante treinta y tres años.
Apagué el ordenador y la luz de la mesa, y salí del estudio bostezando ruidosamente por el pasillo, camino de mi habitación. Sólo una cosa más martilleaba mi cerebro mientras abría la cama y me disponía a acostarme: ¿Qué demonios querían decir las palabras Bernsteinzimmery Gauforum…}
Afortunadamente, al día siguiente era domingo y el Grupo de Ajedrez tenía convocada su reunión a las nueve y media de la mañana.
– ¿Alguien tiene algo que añadir a lo que ha expuesto Peón?
Acababa de contar al Grupo mis reflexiones de la noche anterior respecto a los documentos recogidos por Láufer en la red. Me sentía profundamente orgullosa de mí misma y esperaba un cúmulo de alabanzas por parte de mis compañeros. Era lo menos que podían hacer ante unas deducciones tan brillantes, ¿no?
– Creo que deberíamos entregar el cuadro a Melentiev y olvidarnos de todo este asunto -dijo Rook.
¡Bien por la Torre! Había aplastado de un solo golpe mi inflada vanidad.
– Yo creo que debemos seguir investigando -escribió Cávalo, con gran alivio de mi corazón-. En primer lugar, porque olvidarlo todo ahora sería una locura. Después de lo que Peón nos ha contado, no podemos retroceder y hacer como que no ha pasado nada. Y, en segundo lugar, porque si nadie ha encontrado todavía esos tesoros, nosotros tenemos tanto derecho como el que más a intentar apoderarnos de ellos.
– ES CIERTO. TENEMOS TODO EL DERECHO DEL MUNDO A MORIR A MANOS DE MELENTIEV.
– Melentiev no sabe quiénes somos -aclaré yo-. Ni siquiera sabe quién es Roi. Nadie conoce nuestras identidades, ni puede conocerlas.
– Dejémonos de tonterías, por favor -cortó bruscamente Donna-. Este asunto está fuera de discusión. Somos el Grupo de Ajedrez, ¿no es cierto? Así que, Láufer, por favor, ¿podrías explicarnos de una vez el sentido de esas palabras del mensaje del Jeremías para que podamos continuar?
– BUENO, PUES SI LOS DOCUMENTOS QUE OS HE MANDADO OS HAN PARECIDO INTERESANTES, LO QUE VOY A CONTAROS AHORA OS VA A DEJAR SIN RESPIRACIÓN.
– Habla de una vez, Láufer -le apremié. Sentía verdadera necesidad de conocer, por fin, el secreto de Koch.
En ese momento, unos golpecitos discretos distrajeron mi atención. Levanté la mirada de la pantalla del ordenador y vi la cara de Ezequiela que asomaba por la puerta del despacho.
– Me voy a misa, ¿quieres que te traiga algo?
– El periódico, por favor -respondí apresuradamente, volviendo a mirar la pantalla con impaciencia-. ¡Y el suplemento dominical!
– Muy bien. Hasta luego.
– ¡Hasta luego!
– PEÓN TENÍA RAZÓN EN TODO MENOS EN UNA COSA -estaba diciendo Láufer, muy ufano-. NO SON LOS TESOROS ROBADOS POR KOCH LO QUE QUERÍAN RECUPERAR LOS RUSOS CON SU OPERACIÓN PEDRO EL GRANDE, NI TAMPOCO LO QUE PERSIGUE MELENTIEV INTENTANDO APROPIARSE DEL JEREMÍAS. ¡ES MÁS, NI SIQUIERA ERAN LOS TESOROS LO QUE MÁS IMPORTABA A KOCH!
– ¿ Ah, no? -me amotiné-. ¿Y qué era lo que le importaba, si puede saberse?
– ¡JAMÁS TE LO IMAGINARÍAS, MI ADMIRADO PEÓN! ES ALGO QUE VALE MUCHO MÁS QUE CUALQUIER TESORO, EL OBJETO MÁS CODICIADO DE ESTE SIGLO, UNA DE LAS SEÑAS DE IDENTIDAD Y ORGULLO NACIONAL DEL PUEBLO RUSO.
– Estoy impresionada…
– ¡Suéltalo ya, Láufer! -bramó Donna, impaciente.
– YO, COMO TODOS VOSOTROS, RECIBÍ DE ROÍ EL MENSAJE TRADUCIDO POR URIZEV… Y PUEDO ASEGURAROS QUE LA SANGRE SE ME HELO EN LAS VENAS. \BERNSTEINZIMMER, MIS QUERIDAS PIEZAS DE AJEDREZ! ESTAMOS HABLANDO, NI MÁS NI MENOS, QUE DEL BERNSTEINZIMMER.
– Roi, por favor… -suplicó Donna.
– Está bien, Láufer, yo lo contaré -terció Roi para evitar un serio conflicto-. Bernsteinzimmer es una palabra alemana que significa «Salón de Ámbar». ¡Toda una leyenda en la historia del arte! Fue construido por el artista danés Gottfried Wolffram a principios del siglo xvm, durante el reinado del primer rey de Prusia, Federico I, y era utilizado como habitación de fumar en el palacio de Charlottenburg, en Berlín. Para que os hagáis una idea aproximada, he recuperado mis viejas notas sobre el tema y puedo deciros que el Salón de Ámbar era un revestimiento de 55 metros cuadrados de placas de ámbar semitransparente del Báltico, en tonos que iban del amarillo al naranja, al que habría que añadir, además, el conjunto de muebles, mosaicos y accesorios labrados en el mismo material precioso. Como veis, es justa la definición de «octava maravilla del mundo» que le acompañó desde su creación.
Un silbido admirativo sonó a través de mis altavoces. Láufer andaba jugando de nuevo con los efectos especiales.
– Una cosa así no tiene precio… -manifestó Cávalo.
– No, no lo tiene -siguió Roi-. En 1716, el zar Pedro I el Grande visitó en su palacio berlinés al nuevo rey prusiano, Federico Guillermo I, hijo del anterior, y quedó maravillado por el Salón de Ámbar. Federico Guillermo, que estaba en guerra con Suecia por el gran territorio de la Pomerania; le regaló el salón a Pedro a cambio de un ejército de granaderos armados.
– Parece que la Operación Pedro el Grande tiene mucho que ver con todo esto. Por lo menos, coincide significativamente el nombre de uno de los protagonistas.
– Es indudable -sentenció nuestro informador-. El salón fue temporalmente instalado en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, ciudad que, como sabéis, fue fundada por este zar en 1703 y convertida por él en capital de Rusia en 1715. Al poco tiempo, fue trasladado al Palacio de Katarina, en la actual localidad de Pushkin, conocida entonces como Tsarskoie Selo, o ciudad de los zares. Esta ciudad también había sido fundada por Pedro a principios del siglo xvm, a unos veinticinco kilómetros de la capital, y regalada con posterioridad a su esposa Catalina, que mandó construir allí un pequeño palacio utilizado desde entonces como Palacio de Verano por la familia imperial. Sin embargo, los paneles de ámbar del Báltico eran insuficientes para recubrir la totalidad del nuevo espacio que le había sido destinado, así que el artista Cario Rastrelli y su ayudante Martelli trabajaron durante cinco años para remodelar y adaptar el salón barroco original a su nueva ubicación, enriqueciéndolo con increíbles elementos ornamentales, como el cielo raso abovedado bañado en oro o el suelo de maderas tropicales con incrustaciones de nácar.
El mismo silbido de admiración volvió a escucharse repetidamente por los altavoces.
– Y ya sólo queda añadir que, en octubre de 1941, tras la captura de Leningrado por el ejército alemán, el Salón de Ámbar fue desmontado y, como tantos otros tesoros de la antigua San Petersburgo, trasladado a la ciudad que todos ahora conocemos tan bien: Kónigsberg, capital de la Prusia Oriental.
– ¡Kónigsberg! -escribió Donna entre admiraciones.
– ¡El reino de Koch! -la imitó Cávalo., -Según mis notas -terminó Roi-, la última vez que se vio el Salón de Ámbar fue a finales de agosto de 1944, en el palacio de Kónigsberg.
– El 31 de agosto de 1944 tuvieron lugar los bombardeos aliados sobre la ciudad – recordé yo.
– DE MODO QUE EL SALÓN DE ÁMBAR FUE ROBADO Y ESCONDIDO POR KOCH Y LA OPERACIÓN PEDRO EL GRANDE ESTABA DESTINADA A RECUPERARLO. PARA EL PUEBLO RUSO ESTA OBRA DE ARTE ES COMO LA TORRE EIFFEL PARA LOS FRANCESES O EL COLISEO PARA LOS ITALIANOS. NADA SERÍA MÁS IMPORTANTE QUE TENERLA DE NUEVO EN CASA. -Hasta el punto -añadió Roi- de estar construyendo una réplica en la misma estancia del palacio de Tsarskoie Selo. Un grupo de especialistas, carpinteros y escultores trabajan en la reconstrucción del salón a partir de fotografías en blanco y negro de 1936. Es más, como es imposible conseguir el precioso material anaranjado con el que se construyó originalmente, han elaborado diversos métodos para tintar el ámbar, como el de hervir los paneles con miel.
– ¡Pero si Rusia está en bancarrota! -se escandalizó Rook-. ¡No pueden permitirse semejante dispendio!
– Por lo que yo sé, los trabajadores y responsables del proyecto no cobran el sueldo desde hace bastantes años, pero no les importa. Es mucho más importante para ellos volver a tener el Salón de Ámbar. Aunque sea una copia.
– Es evidente que Melentiev no consiguió la tan deseada confesión del preso de Barczewo -declaró Donna.
– No -repuse-. Pero averiguó la existencia de un cuadro pintado por Koch en el que podía encontrarse la clave para hallar el escondite del salón y, probablemente, del resto de los tesoros del gauleiter. Quizá se lo dijo el mismo Koch antes de morir y Melentiev se guardó el secreto a la espera de poder quedarse con todo.
– Pero Melentiev es rico… No le hace falta más.
– Nunca se tiene suficiente -comentó despectivamente Rook.
– Quizá lo que desea es el salón -prosiguió Cávalo, dándole vueltas al tema-. Imaginaos que fuera él quien lo encontrara y lo restituyera a su país: el hombre que lograra algo así obtendría un profundo reconocimiento nacional y podría hacerse fácilmente con la presidencia del país o algo por el estilo. Quizá desea poder político.
– Opino como Cávalo -confirmé-. Melentiev no está interesado en los tesoros de Koch. Sólo quiere el Salón de Ámbar. Es ruso y, aunque corrupto y mafioso, recuperarlo sería un orgullo para él.
– ¿Y por qué ha esperado hasta ahora para contratarnos y conseguir el cuadro de Krilov?
La pantalla quedó momentáneamente detenida y vacía.
– PORQUE SOMOS LOS MEJORES -repuso Láufer con humor-. EN CUANTO OYÓ HABLAR DE NOSOTROS, SUPO QUE HABÍA LLEGADO EL MOMENTO DE ACTUAR.
Unas carcajadas activadas por él mismo corearon su afirmación, pero, acto seguido, se escuchó con inequívoca claridad un largo y estruendoso rebuzno.
– ¿ QUIÉN HA SIDO EL GRACIOSO, EH?
Por toda respuesta, una rosa encarnada ascendió por la pantalla blanca exhibiendo un letrero quedecía:PARA LÁUFER.
– ¿CONQUE HAS SIDO TÚ, VERDAD, DONNA? -exclamó ofendidísimo el genio informático, olvidando que había sido él quien le había enviado a ella la misma rosa encarnada en otra ocasión-. NO SABÍA QUE TUVIERAS SENTIDO DEL HUMOR.
– No tienes por qué saberlo todo -respondió despectivamente Donna, acompañando su afirmación con una ristra de «Jas» que ocuparon unas dos o tres líneas.
Si yo hubiera sido Donna, ni loca me habría aventurado a tanto. No me cabía ninguna duda que la cabeza de Láufer ya estaba maquinando el peor de los desquites. Pero Donna era una italiana de bandera, una especie de Anna Magnani pasional e irreductible, alguien incapaz de dejarse pisar y olvidarlo.
– Bueno, ya estoy harto -exclamó Roi-. Láufer, Donna… ¡Por favor!
– VALE. TRANQUILO.
– ¿Y la segunda palabra del mensaje de Koch, Gauforurní -interrumpí por las bravas.
– Eso, Gauforum, ¿qué quiere decir? -preguntó también Cávalo.
– EL GAUFORUM -comenzó a explicar Láufer a regañadientes- ERA EL VIEJO LANDESMUSEUM, EL MUSEO PROVINCIAL DE WEIMAR. DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL… ATENCIÓN A ESTO… ¡FUE LA RESIDENCIA PARTICULAR DEL GAULEITER UND REICHSSTATTHALTER FRITZ SAUCKEL!, PERO QUEDO PRÁCTICAMENTE DESTRUIDO POR LOS BOMBARDEOS ALIADOS. O SEA, EN RUINAS…EN 1954 FUE SUSTITUIDO POR EL MODERNO STADTMUSEUM Y EN LA ACTUALIDAD ESTÁN A PUNTO DE CULMINAR LAS OBRAS DE RESTAURACIÓN QUE VAN A CONVERTIRLO EN EL NEUES MUSEUM, ES DECIR, EN EL «NUEVO MUSEO». SU INAUGURACIÓN ESTÁ PREVISTA PARA EL PRÓXIMO 1 DE ENERO, DENTRO DE TRES MESES, CON MOTIVO DE LA NOMINACIÓN DE WEIMAR COMO CAPITAL EUROPEA DE LA CULTURA. POR LO QUE HE PODIDO VER EN EL PROYECTO, DEL VIEJO EDIFICIO SÓLO SE HA RESPETADO LA FACHADA. EL INTERIOR, QUE ERA UN PUÑADO DE ESCOMBROS, HA SIDO COMPLETAMENTE RECONSTRUIDO.
– ¿Quieres decir que ya no existe? -me sorprendí.
– NO, YA NO EXISTE.
Mis dedos quedaron paralizados sobre el teclado. De repente no sabía qué decir. Era desesperante comprobar que tantos días de febril actividad habían quedado reducidos a cenizas en menos de un segundo. El mensaje secreto de Koch tenía sólo tres palabras: la primera, Bernsteinzimmer, indicaba el qué; la segunda y la tercera, Weimar y Gauforum, indicaban el dónde. Pero ahora resultaba que el viejo Gauforum de Sauckel ya no existía y que el salón podía estar perdido de nuevo para siempre puesto que el edificio que supuestamente lo contenía había sido derruido. «¡Maldita sea!», pensé. La inmovilidad de la pantalla revelaba que mis compañeros estaban tan desconcertados y abatidos como yo.
– BUENO, BUENO… NO OS DESANIMÉIS, MIS QUERIDAS PIEZAS…
¿Láufer era idiota o qué?
– VUESTRO AMIGO LÁUFER TIENE UNA SORPRESITA GUARDADA EN LA CHISTERA.
Sí, era idiota. Definitivamente idiota.
– CUANDO INVESTIGUÉ EL PROYECTO DE RECONSTRUCCIÓN DEL GAUFORUM LLEGUÉ A LA CONCLUSIÓN DE QUE SÓLO HABÍAN PODIDO OCURRIR DOS COSAS: UNA, QUE EL BERNSTEINZIMMER HABÍA SIDO ENCONTRADO Y VUELTO A ESCONDER EN ALGÚN OTRO LUGAR (COSA HARTO IMPROBABLE PORQUE LAS OBRAS COMENZARON HACE DIEZ AÑOS Y, EN ESTE TIEMPO, ALGO SE HABRÍA SABIDO) O, DOS, QUE EL BERNSTEINZIMMER NO HABÍA SIDO ENCONTRADO… Y SI NO HABÍA SIDO ENCONTRADO SÓLO PODÍA DEBERSE A QUE: UNO, NO ESTABA EN EL GAUFORUM O, DOS, SÍ ESTABA EN EL GAUFORUM PERO NO EN EL EDIFICIO DEL GAUFORUM. «COMO NO PUEDE ESTAR EN CIELO -ME DIJE-, TIENE QUE ESTAR EN EL INFIERNO.» ASÍ QUE ME PUSE A BUSCAR EN LOS ARCHIVOS URBANÍSTICOS DEL LAND DE TURINGIA Y, FINALMENTE,ENCONTRÉ LA RESPUESTA.
Bueno, después de todo, quizá no era tan idiota como yo pensaba.
– ENCONTRÉ UN INFORME DE PRINCIPIOS DE LOS ANOS SESENTA, FIRMADO POR EL INGENIERO DEL RATHAUS, EL CONSEJO… NO, SERÍA MEJOR DECIR EL AYUNTAMIENTO, EL GOBIERNO LOCAL O ALGO ASÍ. BUENO, PUES ESTE HOMBRE HABÍA BAJADO A LAS CANALIZACIONES SITUADAS BAJO EL ANTIGUO GAUFORUM POR UN PROBLEMA EN EL SUMINISTRO DE AGUA DE LA CIUDAD Y SE ENCONTRÓ CON UN AUTÉNTICO LABERINTO DE GALERÍAS: MUROS DOBLES, PASILLOS TAPIADOS, TUBOS DE DISTRIBUCIÓN SIN PRINCIPIO NI FIN, PLANCHAS METÁLICAS DE PROTECCIÓN, HUECOS ABSURDOS, TECHOS FALSOS… RECORRER AQUEL DÉDALO LE LLEVÓ VARIOS DÍAS Y QUEDÓ CONVENCIDO DE QUE NO HABÍA PODIDO EXAMINARLO TODO. ESTE INGENIERO MENCIONABA DE PASADA EN SU INFORME QUE AQUELLAS GALERÍAS HABÍAN SIDO CONSTRUIDAS DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL… Y, ATENCIÓN AHORA… ¡POR LOS TRABAJADORES FORZADOS DEL CERCANO CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE BUCHENWALD!
– ¡Bien, Láufer, bien! -exclamó Roi entusiasmado-. ¡Eso es lo que yo llamo un magnífico trabajo!
– Sin duda -afirmé encantada-. Enhorabuena, Láufer. Sigues siendo mi pirata informático favorito.
– ¡HEY, ROCK! ¿QUÉ TE PARECE?
– ¡Eres el mejor, muchacho, el mejor! Tienes que darme tu opinión sobre la crisis de los mercados bursátiles. Si caen un poco más, algunos de nosotros estaremos arruinados.
– Éste no es el momento, Rook -sentenció Roi torvamente.
– ¡Pues tú serás de los más afectados, Roi! En este momento llevas perdidos varios millones de francos. Y tú de liras, Donna. Y tú, Cávalo, un montón de escudos.
Afortunadamente, Rook no era mi agente de bolsa. Mis pequeñas inversiones las gestionaba a través de mi banco y no eran tan importantes como para preocuparme por ellas. En cualquier caso, y aunque hubiera perdido una respetable cantidad de dinero, nunca sería tanto como lo que me venía robando regularmente mi tía Juana.
– ¡Bueno, ya está bien! -Roi quería cortar, como fuera, la verborrea de Rook, pero no lo consiguió. Lo cierto es que tanto Láufer como Rook eran, cada uno a su manera, una verdadera pesadilla. Y juntos, una epidemia de peste bubónica.
– ¡DÉJALE HABLAR, HOMBRE, ROl! EL POBRE ROOK SÓLO ME HA PEDIDO UNA OPINIÓN QUE YO ESTOY DISPUESTO A DARLE.
– ¡Pero no aquí y, desde luego, no ahora!
– En realidad, lo que yo quería dejar claro era la conveniencia de acercarnos por Weimar para ver si podíamos apoderarnos de esos tesoros y de ese salón. Si la crisis sigue como hasta ahora, te aseguro Roi que vas a tener que vender tu maravilloso castillo del Loira.
– ¡Ya será menos! -exclamó Donna, preocupada.
– Querida Donna, tú precisamente puedes verte obligada a cerrar tu escuela y tu magnífica empresa si el Dow-Jones de Nueva York y el Mibtel de Milán continúan desplomándose. Y si tú cierras, el Grupo de Ajedrez lo iba a pasar muy mal.
– ¡ES SUFICIENTE!
Roi era poco dado a gritar, pero cuando lo hacía, raro era que no se le obedeciera ciegamente. Y esta vez no fue una excepción. De nuevo la pantalla quedó detenida y yo imaginé a cinco personas petrificadas frente al ordenador en aquella pacífica mañana de domingo.
– ¡Es suficiente! -repitió el príncipe, quitando las mayúsculas.
– ROOK TIENE RAZÓN, ROÍ.
– Yo también estoy de acuerdo… -apostilló Donna, muy afectada por la amenaza de la Torre.
– No quisiera disgustarte, Roi -intervino delicadamente Cávalo-, pero creo que todos estamos de acuerdo en que apoderarnos de los tesoros de Koch sería una buena idea. Sabemos más que nadie sobre ellos y, a fin de cuentas, somos un grupo de ladrones de obras de arte.
Roi permaneció silencioso unos instantes y, luego, quiso conocer mi opinión:
– ¿Y tú qué dices, Peón? El peso fundamental de ese trabajo recaería sobre ti. ¿Te sientes capaz de afrontar un descenso a los subsuelos de Weimar?
– Lo cierto es que no.
– ¿NO? ¡PERO…! ¡PEÓN, SI YO TE HE VISTO TRABAJAR! PUEDES HACERLO PERFECTAMENTE.
– No. Sigo diciendo que no.
– Explícate -me rogó el príncipe.
– Sin un mapa de esas galerías (y estoy segura de que no existe) me niego a descender yo sola a la búsqueda de unos tesoros escondidos hace más de cuarenta años. Además, ¿y si Koch hubiera puesto trampas, cargas explosivas o cualquier otro tipo de cariñoso abrazo de bienvenida? Eso sin contar con que, de haber sido fácil su localización, ése ingeniero de Weimar habría encontrado el escondite después de recorrer el laberinto durante varios días. Podría perderme, morir de hambre, caer herida o desaparecer para siempre allí dentro… No. Definitivamente mi respuesta es no.
– ¿Y SI FUERAS ACOMPAÑADA…? ¡NO LO DIGO POR MÍ, CLARO! YA SABES LO MAL QUE LO PASÉ CUANDO LO DEL CASTILLO DE KUNST. MI MEJOR PAPEL LO REPRESENTO DELANTE DE LOS ORDENADORES… PERO OTRO U OTRA PODRÍAN ACOMPAÑARTE.
– Yo soy demasiado mayor -se apresuró a señalar Donna, en previsión de esa otra indicada en cursiva por Láufer.
– Yo no puedo abandonar la city en estos momentos de crisis.
– Tres eliminados -comenté con sorna-. Quedáis dos… ¿Roi? ¿Cávalo?
– Tengo setenta y cinco años, Peón. ¡Bien sabe Dios que estaría dispuesto a acompañarte! Pero sólo te causaría más problemas.
– ¿Cávalo…? -Cuenta conmigo.
¿Por qué comenzó a bailarme una sonrisilla floja en los labios?
– ¡CÁVALO ES PERFECTO PARA ACOMPAÑAR A PEÓN!
– ¡Calla, cobarde! -le dije de broma.
– ¡NO, DE VERDAD! ES PERFECTO, ¡SI HABLA ALEMÁN MEJOR QUE YO!
– Bueno, yo también sé defenderme… -añadí, aunque lo cierto es que sólo sabía decir cuatro palabras-. Además, no vamos a mantener una conversación con nadie.
– De todas formas, existe un pequeño inconveniente -matizó José-: mi hija está en casa estos días. Se ha peleado con su madre y se quedará conmigo hasta Navidad.
– Entonces no podrás escoltarme.
– Buscaré la forma de arreglarlo. No te preocupes.
– De acuerdo entonces. Peón y Cávalo llevarán a cabo el trabajo.
Se notaba que Roi no estaba muy conforme con esta solución. Eso de dejarnos solos tanto tiempo, viajando juntos por ahí, teniendo como tenía yo antecedentes de lujuriosos deseos, no terminaba de convencerle. Pero no le quedaba más remedio que callar, porque Cávalo había sido el único que se había mostrado dispuesto a acompañarme. Y yo, con José, me sentía capaz de bajar adonde hiciera falta. ¿Acaso había algo más romántico que un largo paseo en penumbra… por unas viejas, sucias y malolientes alcantarillas alemanas?
– Bien, realizaremos esta operación como cualquier otra operación del Grupo. Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Pedro el Grande. -Roi se disponía a cerrar la reunión con la letanía de siempre-. Creo que vale la pena conservar este nombre. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes… excepto entre Peón y Cávalo, por supuesto. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, k cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que, como ya saben, tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.
Cávalo y yo caminábamos por unos largos túneles cuando, de repente, sonó insistentemente el timbre del teléfono. «Debe de ser para ti», le dije sin volverme a mirarle. Debió contestar, porque a la tercera o cuarta llamada, el ruido cesó. Seguimos avanzando hacia una puerta parecida a la del castillo de Kunst y el condenado timbre volvió a sonar. «¿Por qué te llaman tanto por teléfono?», pregunté empujando la puerta y saliendo a un prado bañado por una radiante luz de sol. «Contesta de una vez, por favor, José», supliqué nerviosa. Otros tres o cuatro timbrazos después, Cávalo contestó. Me encaminé hacia un gran árbol cuyo tronco estaba seco y agrietado. Una resquebrajadura en la corteza permitía colarse en el interior, y pude divisar unas escaleras. Pero entonces volvió a sonar el desesperante timbre del teléfono. «¡José, por favor!», exclamé enfadada, girándome hacia él. Y entonces vi que no era a José a quien tenía detrás, sino a Ezequiela. «¿Ezequiela…? ¿Qué estás haciendo en Weimar?»
Abrí los ojos sobresaltada y agucé el oído: es taba en mi propia habitación y el teléfono que sonaba era el del salón.
– ¡Oh, no, maldita sea! -murmuré, haciéndome de nuevo un ovillo y metiendo la cabeza bajo la almohada.
Pero incluso así, la voz de Ezequiela, alegre como unos cascabeles, llegaba hasta mi adormilado cerebro arrancándome a tirones de la cálida conmoción del sueño.
«¡Sí, sí, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado -exclamaba seductoramente-. A las cinco, sí. No faltes, ¿eh?»
Suspiré. Era el cumpleaños de Ezequiela… Bueno, pues ya había sonado el toque de diana, me dije, y me incorporé dificultosamente intentando alejar de mí las telarañas del sueño. Aquel día iba a ser muy largo. El teléfono no dejaría de sonar, la puerta se abriría y cerraría mil veces y todas las amigas de Ezequiela vendrían a merendar cargadas de regalos, convirtiendo mi casa en una cafetería abarrotada de enloquecida tercera edad.
Salté de la cama y me dirigí a la cómoda, en uno de cuyos cajones había escondido la tarde anterior el regalo para mi vieja criada. Como nunca sabía muy bien qué comprarle, cada año me echaba a temblar cuando se avecinaba el 14 de octubre y siempre terminaba adquiriendo, a última hora, la cosa más absurda que se pueda imaginar. Pero Ezequiela, un año tras otro, aparentaba que mis regalos eran aquello que, precisamente, ella más deseaba y me hacía muchísimas fiestas y aspavientos de alegría. Esperaba que el juego de baño que le había comprado, a tono con los azulejos de su aseo, le gustara. -¡Feliz cumpleaños! -grité mientras salía de la habitación con el paquete entre los brazos.
– ¡Gracias, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado.
Fruncí el ceño al escuchar la gastada frase pero el enfado se me pasó enseguida al verla venir hacia mí con los brazos extendidos y cara de beatífica felicidad. No se anduvo con remilgos: me dio dos besos rápidos y me quitó el paquete de las manos.
– ¿Qué es? -preguntó emocionada mientras arrancaba el papel de regalo.
– ¿Para qué me lo preguntas si estás a punto de descubrirlo? -le dije sonriendo-. ¡No te cortes, anda! Ábrelo a gusto. Voy a ponerme un café.
Desde la cocina, la oí soltar exclamaciones admirativas y no pude reprimir la misma duda que me embargaba todos los años, tal día como aquél. Unas manifestaciones tan exageradas de entusiasmo no casaban bien con un dispensador de gel, una jabonera y un vaso para el cepillo de dientes. Pero, en fin… No cabía ninguna duda de que Ezequiela era muy agradecida.
Entró en la cocina y se aupó sobre las puntas de los pies al tiempo que me empujaba hacia abajo por el hombro para plantarme otro beso más en la mejilla.
– ¡Es precioso! ¡Precioso! ¡A juego con los azulejos de mi aseo! Gracias, Ana, no sabes…
Afortunadamente, el timbre del teléfono volvió a sonar y salió despedida en dirección al salón.
Allí la dejé cuando cerré la puerta de casa y bajé los cuatro escalones del zaguán. Llevaba bajo el brazo una carpeta con los últimos documentos enviados por Láufer: una amplia colección de fotografías del remozado Gauforum de Weimar y de la gigantesca Beethovenplatz, la vasta explanada en uno de cuyos flancos se hallaba situado, con marcas que indicaban todas las bocas de alcantarilla por las que se podía descender al subsuelo. Había fotografías también de las calles adyacentes y un plano ilegible del centro de la ciudad con una gran cruz señalando la ubicación del Gauforum.
A mediodía comí en un mesón cercano a la tienda; Ezequiela estaba demasiado ocupada arreglando la casa para su fiesta y preparando la merienda para sus amigas. Por suerte, en la trastienda, junto a la mesa de despacho, tenía un pequeño sofá en el que, después de estudiar detenidamente el material enviado por Láufer, me adormilé hasta la hora de volver a levantar la persiana metálica. Esa tarde tenía concertada una cita con el agente de un comprador inglés interesado en una consola española del xvm con largas patas acabadas en garras de león. Era un mueble que, curiosamente, había adquirido por un precio muy bajo durante una subasta celebrada en Madrid. Compré el lote completo en el que venía, vendí el resto antes de abandonar la sala e incluí la hermosa consola en mi catálogo del siguiente semestre, dedicándole un espacio destacado y una maquetación gráfica cargada de filigranas. Antes de un par de semanas tenía más de veinte ofertas de compradores extranjeros.
El agente, un cincuentón barrigudo, con cara de sufrimiento y aliento etílico, estuvo examinando la consola hasta cansarse y, luego, con mejor cara, firmó velozmente la montaña de documentos que le fui poniendo delante y desapareció en un santiamén camino, supongo, del bar más cercano. Estaba terminando de cumplimentar los últimos detalles de la transacción, cuando sonó el teléfono:
– ¿Ana…? Soy tu tía.
¡Dioses del cielo! ¡Me había olvidado de llevarle el dinero! ¡Los malditos ocho millones de pesetas para el artesonado del scriptorium!
– ¿Eres tú, Ana María?
– Sí, tía, soy yo -exclamé con voz humilde.
– Ya imaginarás por qué te llamo.
– Sí, tía, me lo imagino.
– Y supongo que tendrás alguna buena explicación.
– Sí, tía, la tengo.
Juana estaba empezando a amoscarse.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– ¡Estupendo, pues deja de hacer la tonta! -se enrabió-. ¿Cuándo piensas traerme el cheque?
– No sé, tía, porque me voy otra vez de viaje.
– ¿Cuándo?
– Pasado mañana.
– ¿El viernes?
– Exacto. En cuanto cierre la tienda. Ya tengo hecha la reserva de vuelo. Pero no te preocupes, volveré el domingo por la noche, así que el lunes sin falta te acerco el dinero.
– Tomo nota -indicó desafiante-. Te espero el próximo lunes. ¡No me falles!
– ¡Que no! -rezongué, aburrida de tanta insistencia.
– ¡Ah!, por cierto… ¡Socorro!
– Si no me equivoco, hoy es el cumpleaños de Ezequiela, ¿verdad?
– lUf!
– ¿Verdad? -repitió con el acento amenazador de la madrastra de Cenicienta.
– Sí…
– Pues felicítala de mi parte. Protesté débilmente.
– ¡Felicítala! -ordenó.
– Si, tía.
– Bueno, te espero el lunes. Que tengas buen viaje.
– Gracias.
– ¡Hasta el lunes!
– Sí, tía.
Por supuesto, me abstuve de cumplir el dichoso recado. No tenía el cuerpo para escuchar una vez más la inacabable letanía de vituperios de Ezequiela contra Juana.
El avión de Iberia despegó de Barajas a las siete de la tarde y cuando tomamos tierra en el Aeropuerto de Porto los altavoces anunciaron que eran sólo las siete y cinco minutos. ¿Sólo cinco minutos de vuelo…? Me quedé desconcertada hasta que caí en la cuenta de mi simpleza: en Portugal hay una hora de diferencia respecto a España, así que, oficialmente, sólo había tardado cinco minutos en volar de Madrid a Oporto, aunque el domingo tardaría, sin embargo, dos horas y cinco minutos en hacer el camino al revés.
Bajé del avión y subí en el autobús que me llevó hasta la terminal del aeropuerto. Allí, mientras esperaba la salida de mi escaso equipaje por la cinta transportadora, pude ver a José y a Amalia saludándome alegremente tras los cristales del fondo. José estaba guapísimo. Llevaba un largo abrigo azul marino, con una bufanda al cuello, que sólo dejaba ver las perneras de unos pantalones impecablemente planchados y unos zapatos lustrosos. Creo que el estómago me dio un vuelco, y me encontré preguntándome una vez más por qué demonios era tan endiabladamente atractivo. ¡Si al menos aquella niña no estuviera siempre presente…! Se estaba convirtiendo en un verdadero incordio.
José y yo nos dimos los dos besos de rigor y el aroma de su colonia, áspero y recio como el de todas las fragancias masculinas, despertó brevemente mis sentidos. Amalia, que vestía cazadora de piel, vaqueros y deportivas, se limitó a juntar rápidamente su mejilla con la mía y a soltar un bufido en mi oreja. Cuando me separé de ella, sin embargo, su boca exhibía una sonrisa angelical… Aquella niña debía ser de la piel del diablo y deduje que no le hac cía ni pizca de gracia que me alojara en su casa los próximos dos días. Si ella se creía que lo hacía por gusto, estaba muy equivocada. Yo hubiera preferido ocupar una de las espaciosas y bonitas habitaciones del Grande Hotel do Porto (salir del baño como me diera la gana erg. uno de los motivos, por ejemplo), donde ya había estado en otra ocasión años atrás, pero Cávalo se opuso en redondo, así que, le gustara a la niña o no, viviría con su padre y con ella hasta el domingo por la tarde.
Oporto me produjo de nuevo la misma sensación que la primera vez: una pequeña ciudad al borde del caos absoluto. Sólo en París recordaba yo tal acumulación de gente y coches, con la importante diferencia de que, en París, las avenidas son amplias y las señales de los semáforos son más o menos respetadas, mientras que en Oporto, las viejas callejuelas que, como colinas, suben y bajan a modo de un oleaje interminable, permanecen atascadas las veinticuatro horas del día. Con todo, Oporto tenía un algo familiar y agradable que te hacía sentir como en casa.
José dejó el coche en un aparcamiento subterráneo de la rúa Alegria y cargó con mi pequeña bolsa de viaje hasta que llegamos a la rúa de Passos Manuel, que estaba a la vuelta de la esquina. Enseguida distinguí el letrero de su ourivesaria. Lo cierto es que sentía una gran curiosidad por conocer su casa, el lugar en el que, como yo en la mía, él había vivido toda su vida.
De hecho, una vez allí, me resultaron muy similares: una vivienda antigua, grande, de techos altos y numerosas habitaciones, la mitad de ellas inutilizadas. El salón, que daba a la rúa a través de unos grandes miradores, estaba decorado con varios sofás y librerías. En una esquina podía verse una pequeña televisión frente a la cual se colocaba un cómodo sillón de orejeras con un escabel tapizado con idéntica tela. Todas las vitrinas y librerías eran antiguas, de madera de caoba, y estaban repletas de trofeos de ajedrez. En el rincón opuesto al orejero se hallaba la gran mesa de comedor y entre ambos mediaba una inmensa alfombra persa que ocupaba prácticamente toda la habitación.
– ¡Me encanta, José! -exclamé abarcando el espacio con la mirada.
– ¿Te gusta de verdad? -preguntó con la ilusión de un niño a quien se felicita por sus buenas notas escolares.
– Me gusta de verdad -afirmé-. Lo encuentro muy acogedor.
Para mis adentros me dije que si él venía alguna vez a mi casa, se hacía imprescindible retirar el viejo y astroso orejero de Ezequiela y su adorada mesa camilla con el brasero debajo.
– ¿Cenaréis fuera, papá? -quiso saber Amalia mientras se alejaba por el largo pasillo que comunicaba el salón con el resto de las habitaciones.
– Sí, pero me gustaría que no te marcharas tan pronto y que me ayudaras a enseñarle la casa a nuestra invitada. -En el tono de voz de José había una nota peligrosa que la niña detectó de inmediato. Volvió sobre sus pasos dócilmente y se colocó al lado de su padre.
Una a una, me fueron enseñando todas las habitaciones de la casa. La de Amalia exhibía una decoración aberrante, mezcla de muñecos de peluche, cortinas con lazos y festones a juego con la colcha de la cama, pósters de grupos musicales en las paredes y, al otro lado, curiosamente, la más avanzada tecnología punta: tres ordenadores -un moderno portátil y dos de mesa-, conectados en red a una pantalla tan grande que parecía la de un cine y, en un rincón, un inmenso equipo de música unido por cables a los ordenadores. Sobre un silloncito colocado junto a la cama descansaba un gigantesco oso de peluche que, además de ser el tierno juguete de una niña de trece años, lucía sobre los ojos una visera de realidad virtual, unos auriculares en las orejas y una enorme camiseta con el dibujo de la lengua de Mike Jagger en el pecho.
La habitación de José era bastante más normal, hubiera dicho incluso que era austera de no haber sido por la inmensa cama de hierro forjado cuyo cabezal, relleno de volutas y hojas de parra, se extendía de izquierda a derecha de la pared enteriza y parecía peligrosísimo para las cabezas. ¿De dónde habría sacado una cama así? Tenía toda la apariencia de haber cumplido más de cien años. Puede que incluso doscientos. ¿Haría ruido…? Me encantó observar la enorme cantidad de preciosos juguetes antiguos que aparecían sobre los muebles y las repisas del dormitorio. Seguramente, sólo con darles cuerda, empezarían todos a moverse y a emitir musiquillas. A la derecha, al lado del gran armario empotrado, había una puerta cubierta por un largo espejo que daba a un cuarto de baño.
Mi dormitorio, en el extremo final del pasillo, era muy agradable y tuve que contener una exclamación de alegría al comprobar que también allí había un cuarto de baño dentro de la habitación. La ventana daba igualmente a la rúa, como el salón, así que era un poco ruidosa, pero la cama era espléndida y grande, y el colchón, rígido como una tabla, a mi gusto.
Aquella noche José me llevó a cenar a un pueblecito cercano llamado Foz do Douro, a un restaurante desde el que pudimos ver, mirando a poniente, un hermoso anochecer sobre el Atlántico. La comida, un tanto grasicnta para mi gusto, era muy marinera y me recordó a la de los restaurantes de la costa mediterránea. Lo curioso era que tanto José como yo estábamos desesperadamente cohibidos, como si los temas de conversación se nos agotaran nada más empezarlos o como si, en realidad, no supiéramos qué decir o estuviéramos pensando en cosas diferentes de las que intentábamos hablar. Yo le contemplaba con atención mientras él se esforzaba en explicarme algo razonable y, del mismo modo, también yo me sentía minuciosamente observada cuando me tocaba el turno de hablar. Ambos sonreíamos mucho y se notaba a la legua que estábamos haciendo el tonto de una forma escandalosa. Pero, por suerte, sólo lo habíamos notado él y yo. Llegó un momento en que, o encontrábamos un asunto que requiriera toda nuestra atención e interés, o estábamos perdidos, y ese asunto no podía ser otro que el trabajo. De hecho, para eso había viajado yo hasta allí.
– ¡Menuda historia la del Salón de Ámbar! -dejó escapar José levantando su copa de vino verde.
– Yo todavía no tengo muy claro cómo hemos llegado hasta este punto, no creas – exclamé con un suspiro.
– ¡Pues tuya ha sido la culpa! -objetó divertido-. ¿Quién encontró el reentelado? ¿Quién descubrió lo del código Atbash'í ¿Quién ató cabos y trenzó biografías hasta dar con una explicación coherente?
– ¡Pero fue Láufer quien sacudió Internet como una coctelera!
– Sí. Y Donna, Rook, Roí y yo también hicimos otras cosas, pero tú eres la auténtica culpable. De todos modos, no te preocupes: vas a pagarlo muy caro teniendo que bajar a esas malditas galerías de Weimar.
– Pero tú vendrás conmigo… -y dejé que mi voz insinuara el placer que eso me producía.
José tenía los ojos oscuros, de una oscuridad estriada de miel, y pensé, sintiéndolos sobre mí, que eran los ojos más bonitos que había visto en mi vida y que, por despertarme alguna mañana junto a esos ojos, sería capaz de cualquier locura. Me sentía tan atraída por ese hombre que sólo me faltaba un paso para reconocer que estaba enamorada. ¿Estaba enamorada…? ¡Por supuesto! ¿A quién trataba de engañar? Casi se me paró el corazón cuando descubrí mis propios sentimientos mientras sonreía como una tonta y clavaba los dedos sobre el cristal de mi copa. ¡Claro!, pensé, ¡claro que estaba enamorada! Siempre había estado enamorada, pero la distancia, la prohibición de Roi, mi forma de vida… todo se había confabulado para impedirme reconocer la verdad. Sin embargo, habían bastado unas cuantas horas junto a él en su propio mundo para descorchar la estúpida botella de mis sentimientos. Estúpida, sí, estúpida, porque, ahora ¿qué iba a hacer? Ya no tenía escapatoria.
– Es demasiado peligroso -murmuré.
– No. No si lo hacemos bien.
La voz de José era tan poco firme como la mía. Yo ya no sabía de qué estábamos hablando, si del trabajo en Weimar o de nosotros. El miedo al ridículo me hizo recuperar un poco el control, pero tenía el pulso desbocado y notaba que me faltaba el aire.
– Esta noche tendremos que trabajar mucho… ¡Dios! ¿Cómo se me había escapado una tontería semejante? Mi subconsciente se había comportado como un vulgar Judas Iscariote, traicionándome y dejándome al descubierto. Noté que se me arrebolaban las mejillas y rogué que me tragara la tierra, pero José sonrió y, alargando el brazo, hizo chocar el cristal de su copa con el mío.
– Brindo por eso -dijo, y nuestras miradas se trabaron significativamente.
No recuerdo mucho más de aquel rato en el restaurante. Supongo que el vino se me subió a la cabeza, tenía mucho calor y no paré de decir tonterías y de reír. En el coche, de regreso, mientras José conducía con la mirada fija en la carretera, me acurruqué cómodamente en el asiento disfrutando de la oscuridad y de los suaves y melancólicos fados cantados por Dulce Pontes. El rostro de José se iluminaba a ráfagas con los faros de los coches que se cruzaban con nosotros. ¡Cuánto le quería! Incluso aunque él no sintiera lo mismo por rní, en aquel momento era mío y aquel momento sería mío para siempre. Y entonces José, sin volverse, me cogió la mano con fuerza y yo le respondí. Y cogidos de la mano llegamos a su casa y subimos la escalera -sin hablar, sin atrevernos a romper la magia-, y, en cuanto hubo cerrado la puerta detrás de mí, en la oscuridad del recibidor, me abrazó apasionadamente y empezamos a besarnos como locos…
Afortunadamente, el cabezal de hierro forjado de la cama de doscientos años no llegó a herirme en la cabeza.
Aquel sábado hicimos muchas cosas menos trabajar. Por la mañana José me llevó a dar una vuelta por la ciudad y, paseando (si se puede llamar pasear a la hazaña de subir y bajar aquellas empinadas cuestas sin un pequeño respiro), cruzamos el impresionante puente de hierro de Don Luis I, que salva el río Douro (nuestro Duero), y visitamos la estación de Sao Bento, la torre dos Clérigos y algunas bodegas famosas de vino de Oporto.
A mediodía comimos en un lugar llamado A Brasileira, como el célebre café de Lisboa, decorado en el más puro estilo art nouveau, con espejos, arañas, mármol y camareros vestidos al estilo tradicional, mandil blanco y pajarita negra incluida y, por la tarde, José me acompañó a la centenaria librería Lello, una especie de tienda, biblioteca y museo, construida en torno a una increíble escalera de caracol, donde cargué con una buena remesa de libros que, probablemente, por estar escritos en portugués, no podría leer nunca. Pero nada me importaba aquel día porque era feliz. Tenía la sensación de flotar, de vagar como un espíritu encantado de la mano del hombre más guapo y maravilloso del mundo. Una sonrisita bobalicona permaneció pegada a mis labios durante todo el día, hasta que…
– Tenemos que volver a casa -anunció José-. Amalia está sola.
– ¿Es que tu hija no tiene amigos? -le pregunté con un tonillo de rencor que no pude evitar.
– Es una niña muy especial -repuso meditabundo-. Solitaria, inteligente, introvertida… Se lleva fatal con su madre y eso la"ha hecho muy susceptible. • Creo que fue en aquel mismo instante cuando me di cuenta de que, como la consola española del xvm con largas patas acabadas en garras de león que había vendido al cliente inglés, José no venía solo en el lote: la pequeña Amalia también estaba incluida. La hija venía con el padre y, me gustara más o menos, no podía eliminarla de la faz de la tierra. O la aceptaba o perdía a José.
– Está bien -dije-. Volvamos.
Durante todo aquel maravilloso día no habíamos hablado ni de trabajo ni de nosotros y ambos asuntos estaban pendientes. Pero, de nuevo, cuando el momento comenzaba a ser el adecuado, la niña volvía a ser un obstáculo.
– Debo confesarte una cosa, Ana, antes de llegar a casa.
José estaba abriéndome la puerta del coche. Me quedé clavada. Sonrió y me acarició la mejilla.
– Sé que te vas a enfadar, pero creo que a ti debo contártelo.
Cuando Ezequiela me decía algo parecido, en mi cabeza se disparaba siempre una luz roja de alarma. Las palabras de José, sin embargo, me estaban aplastando el corazón bajo una pesada losa de plomo. ¿Qué quería decirme…? Entré en el vehículo sin decir ni media palabra y esperé a que se sentara a mi lado, acosada por los más negros pensamientos, pero él se limitó a poner el motor en marcha y a salir del aparcamiento. Hasta que no nos hallamos detenidos en mitad de un monumental atasco en la avenida Dos Aliados, no despegó los labios.
– Amalia sabe todo sobre nosotros… Sobre el Grupo de Ajedrez, quiero decir.
Si me hubieran golpeado con una viga en la cabeza, no me habría quedado más anonadada. Me volví rápidamente para mirarle pero, aunque abrí la boca, no pude articular palabra.
– ¡Ya, ya! -se disculpó torpemente-. ¡Ya sé lo que quieres decir! Todo cuanto estés pensando en este momento es lógico y no me defenderé si te enfadas. Pero, incluso aunque no quisieras volver a verme, te ruego que antes me escuches.
Comencé a sentir un molesto pitido en los oídos y un vértigo angustioso que me nubló la vista y me revolvió el estómago. No me hubiera sentido más aterrorizada si el verdadero conde Drácula, el auténtico míster Hide y el genuino monstruo del doctor Frankenstein hubieran aparecido ante mí, todos a la vez, dispuestos a despedazarme. Pero la cosa no tenía ninguna gracia. Era demasiado serio, demasiado grave. Si Roi hubiera sabido aquello…, si Donna, Láufer y Rook hubieran sospechado que sus vidas, trabajos y propiedades descansaban en las tiernas manos de una niña de trece años, arisca y solitaria…
– Yo no se lo dije -continuó Cávalo.
– ¿No? -conseguí vocalizar al fin, cargada de pavor-. ¡Ahora me dirás que logró saltar las protecciones de Láufer y que se enteró ella sólita!
– Bueno… Algo así.
– ¡Algo así! -chillé, histérica-. ¡Tienes el valor de…!
– ¡Cálmate, Ana! ¡Te aseguro que mi hija no dirá nada a nadie!
– ¡Tú qué sabes! ¡Tiene trece años, maldita sea! ¡Es una criatura!
– ¡Es mi hija! La conozco.
– ¡Mierda, José, lo has fastidiado todo! ¡Todo!
Y me eché a llorar por pura desesperación. Ahora soy capaz de reconocer que la emotividad a flor de piel que tenía aquel día me impidió pensar con cordura y buscar los pros de la situación, pero en aquel momento sólo podía ver a la niña como un ser terriblemente peligroso que amenazaba mi vida y la vida de los demás miembros del Grupo.
– Quiero irme a Madrid esta misma noche -dije mientras subíamos las escaleras de su casa, las mismas escaleras que la noche anterior habíamos subido cogidos de la mano y con el deseo flotando a nuestro alrededor como un halo eléctrico.
– No seas boba -repuso sacando el llavín de su bolsillo y abriendo la puerta.
La dichosa niña no estaba a la vista. La casa estaba a oscuras y silenciosa.
– Lo que me has dicho es muy grave, José. Demasiado grave.
– Lo sé, pero no tenía más remedio que decírtelo. -Me miró firmemente a los ojos-. También lo sabe tu tía Juana, ¿no es cierto? Y estoy por jurar que la vieja Ezequiela está al tanto del asunto desde hace muchos años. ¿Y ellas dos no te preocupan…?
– Sonrió con sarcasmo y continuó-: De verdad, Ana, de verdad que Amalia es digna de toda confianza, aunque ahora no puedas verlo porque estés asustada. Quiero que entiendas que no dirá nada a nadie. Conoce la importancia del asunto. Hace un momento comenzó a explicarme mientras iba encendiendo luces y abriendo puertas- le di permiso para que conectara mi ordenador de la joyería con los tres que tiene en su habitación. Sólo era cuestión de hacer un pequeño agujero en el suelo y tirar un poco de cable, me dijo, y así podría aprovechar mi conexión a Internet. No caí en la cuenta de que mi hija es un cerebrito de la informática y que para ella descubrir el subdirectorio donde guardo los ficheros del Grupo era cosa de coser y cantar. Creí que lo tenía bien escondido pero me equivoqué… Puse una clave de acceso -dijo encogiéndose de hombros-, pero se me olvidó que Amalia conoce todos los números de mis tarjetas de crédito.