– ¿Pusiste el número de una de tus tarjetas de crédito como clave de seguridad? – pregunté incrédula. Era la cosa más simple y estúpida que había oído en mi vida.

– ¡Bueno -protestó-, al fin y al cabo no los tengo apuntados en ninguna parte! ¡Los sé de memoria!

– ¡Y tu hija también!

– Eso es verdad… Aunque entonces no caí en la cuenta. Ella sólo quería poder conectarse a Internet desde su habitación. Pero es una niña y, como todas las niñas, se puso a rebuscar en los ficheros de su padre. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?

En realidad, uno de mis grandes motivos de orgullo era el de haber conocido todos los escondrijos secretos que mi padre tenía en casa, aunque él, ingenuamente, creía conservar ciertas cosas a cubierto y alejadas de mi vista. Incluso la caja fuerte que mandó colocar en lo que ahora era mi despacho se abrió bajo mis manos infantiles como si fuera de juguete. La combinación, tan simple y estúpida como la clave de José, era la fecha de nacimiento de mi madre. -Está bien -murmuré dejándome caer en uno de los sofás-. Dame tiempo para asimilarlo. Pero con sinceridad te diré que no creo que pueda vivir tranquila a partir de ahora.


– Puedes vivir todo lo tranquila que tú quieras. depende de ti. El mes pasado, Amalia también sabía todo sobre el Grupo de Ajedrez y tú dormías apaciblemente en tu cama. ¿Qué ha cambiado?

– ¡Que ahora sé que estoy en peligro!

– ¡Pero es que no estás en peligro, maldita sea! -tronó, dando un rabioso puñetazo sobre el respaldo del sofá en el que yo me encontraba.

– ¡No se te ocurra gritarme -chillé- ni, mucho menos, dar golpes a los muebles!

Me miró sorprendido y se quedó paralizado un segundo… Pero sólo un segundo, porque antes de que me diera cuenta, había saltado sobre mí como un salvaje, soltando una estruendosa carcajada.

– ¡Ana, Ana, Ana…! -repetía mientras nos besábamos.

– Papá… -La sangre se me heló en las venas. La condenada mocosa estaba allí.

José, de un brinco tan rápido que no me dio tiempo a verlo, se puso de pie y miró a su hija con zozobra y culpabilidad. Pero él aún tuvo suerte: yo estaba tumbada en el sofá en una posición muy poco digna y con el pelo y la ropa revueltos.

– Papá, tengo hambre. ¿Habéis cenado ya? Amalia nos miraba desde la puerta del salón con cara de fastidio.

– ¿Dónde estabas? Creíamos que habías salido.

– En mi habitación. Hablando con Joan. Tenía la puerta cerrada.

– ¿Con Joan? -pregunté aterrorizada. ¡Sólo faltaba que alguien más hubiera estado escuchando la conversación (y lo que no era conversación) entre José y yo!

– Por el IRC -me aclaró su padre, que me había leído el pensamiento-. Joan vive en Washington. Amalia practica el inglés con ella.

– Bueno, ¿habéis cenado? ¡Tengo hambre! No sabía si debía esperaros o no.

– ¿Os apetece pizza? -propuse terminando de arreglar discretamente mi aspecto-. ¡Me comería una pizza enorme con mucho peperoni!

Por los ojos de Amalia cruzó un rayo de esperanza.

– Papá no me deja comer pizza. Pero hoy, a lo mejor…

José frunció el ceño pero se dio cuenta de que estaba en una posición delicada.

– Bueno. Cenaremos pizza.

Amalia soltó una exclamación de alegría y, mirándome, sonrió. Quizá no fuera una niña tan terrible después de todo.

Media hora después, los tres nos sentábamos en torno a una enorme pizza familiar de peperoni, rezumante de grasa, que regaríamos con unos cuantos botes de coca-cola. No era exactamente lo que yo llamaría una cena romántica con el hombre con el que acabas de empezar una aventura, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que se podía pedir. Al día siguiente volvería a casa y ¿quién sabe cómo terminaría todo aquello? Me dije que, al menos, en Weimar estaríamos solos.

José estuvo hablándonos de un reloj que estaban a punto de traerle para reparar y cuyo proyecto le entusiasmaba. Se trataba de un reloj de autor desconocido, probablemente de finales del siglo xvi, realizado en Amberes.

– ¡Es una joya, Amalia! ¡Ya lo verás! -explicaba a su hija, entusiasmado-. Tiene forma de león y los ojos, de rubí, se mueven con las horas. La maquinaria dispone de cuerda para tres días, sonería para los cuartos y despertador. ¡Una maravilla! A finales de los años cincuenta se rompió el doble sistema de transmisión de las esferas, la horaria y la que marca las fases de la luna, pero creo que podré arreglarlo.

– ¿Dónde tiene las esferas? -pregunté para no quedarme fuera de la conversación.

– En los lomos, ¿dónde si no? -se sorprendió José, mientras Amalia miraba a su padre y asentía con la cabeza.

– Me gustaría ver tu taller, José.

– Después de cenar. Aunque deberíamos empezar a pensar en Weimar, Ana.

Hundí un enorme pedazo de pizza dentro de mi boca para disimular el disgusto. Tendría que acostumbrarme a hablar delante de la niña de lo que hasta ahora había considerado el secreto mejor guardado del mundo.

– No tenéis… mucho tiempo… -articuló Amalia, engullendo su bocado con ayuda de un trago de refresco. El avión que me llevaría de vuelta a Madrid salía a las cinco y media de la tarde del día siguiente.

– En realidad -aclaró José-, Ana es la experta. Yo sólo soy un ayudante.

– Es poca cosa -atajé, intentado quitarle im portártela-. Organizar el viaje, hacer listas de cosas necesarias, decidir lo que hay que comprar…

– ¿Tendréis ayuda exterior? -preguntó Amalia corno si la cosa no fuera con ella, cogiendo otro pedazo de pizza de la caja.

– ¿Ayuda exterior? -se sorprendió su padre.

– Alguien tiene que estar fuera mientras vosotros estáis dentro, ¿no? Por si os pasa algo, por si necesitáis algo…

Y dio una gran dentellada a la blanda porción. José y yo nos miramos extrañados y, tras unos instantes, se hizo la luz, simultáneamente, en nuestras cabezas:

– ¡No! Ni se te ocurra pensarlo siquiera -declaró él.

– ¡Tu hija, José, tiene unas ideas realmente peregrinas!

– Mi hija va a dejar de tener ideas de cualquier clase como siga diciendo tonterías.

Amalia nos miró candorosamente. Me recordó a Ezequiela cuando ponía la cara de dulce anciana incomprendida.

– ¡Pero si no he dicho nada! -puntualizó con indignación.

– ¡No ha hecho falta! -replicó su padre con tono de pocos amigos-. ¡Te hemos leído el pensamiento!

– ¡Vaya! ¡Ahora resulta que ya no eres tú solo! ¿Es que ya no sabes hablar en singular, papá? -exclamó ella, poniéndose de pie y encarándose a su padre.

José la contempló largamente.

– Vete a tu habitación -le ordenó con calma. -¿Por qué? -quiso saber ella, desafiante.

– Por la mala intención que has puesto en tus palabras, por gritarme a mí y por ofender a nuestra invitada. Creo que son razones suficientes para castigarte -le pasó la mano varias veces por el brazo con un gesto conciliador y, luego, añadió-: Ahora vete.

– Podría pensar que sólo quieres quitarme de en medio…

¡Mocosa chantajista!, pensé.

– Pero no lo harás porque sabes que no es ése el motivo de mandarte a tu cuarto. Si hubiera querido estar a solas con Ana, no habríamos venido a cenar contigo.

José era un buen padre, de eso no cabía duda, y Amalia lo sabía, por eso se volvió hacia mí con cara seria y dijo:

– Lo siento.

– Está bien -acepté con una ligera sonrisa-. No pasa nada.

– Buenas noches.

– Buenas noches -contestamos al unísono su padre y yo.

En cuanto la oímos cerrar la puerta de su habitación, José me cogió la mano por encima de la mesa.

– Yo también quiero disculparme.

– No tienes por qué -pero en sus ojos había verdadero pesar. Le arreglé el pelo con los dedos de mi mano libre y me acerqué para darle un beso rápido en los labios-. Escucha, José, nadie dijo que fuera fácil. No somos dos jovencitos libres de responsabilidades. Cada uno tiene su vida, su casa, su trabajo… ¡Tú tienes incluso una hija adolescente! -y ambos nos reímos-. ¿Qué quieres de mí, de esta relación? ¿Te lo has llegado a plantear? Me miró y se inclinó a besarme.

– ¿Sonaría terriblemente convencional decir que te quiero, que quiero casarme contigo y tener más hijos?

– Sí, creo que sí.

– Entonces ¿qué quieres tú?

– Quiero… -me detuve, pensativa-. Creo que quiero seguir como hasta ahora, aunque, por supuesto, viéndote más a menudo.

– ¿Quieres que gastemos nuestro dinero en aviones?

– Sí -murmuré-. Cualquier otra cosa sería demasiado complicada.

– Pero podría ser peligroso para el Grupo. Roi se opondrá rotundamente.

Bajé la cabeza y dejé que el pelo me ocultara la cara, pero José me lo apartó, sujetándomelo detrás de. la oreja.

– Hay muchas cosas que Roi no sabe ni tiene por qué saber -afirmé, y me refería no sólo a nuestra relación, sino también a lo que Amalia conocía sobre el Grupo de Ajedrez.

José tomó aire y miró al techo. Yo también me quedé en silencio. Supongo que ambos barajábamos los pros y los contras de mi propuesta, que era, sin duda, la más sensata. ¿Acaso podría él dejar Oporto, su ourivesaria y vivir lejos de su hija? ¿Y yo, podría yo dejar Ávila, mi hermosa tienda de antigüedades, mi vieja casa y arrastrar a Ezequiela a otro país, lejos de su mundo? Y todo ese esfuerzo ¿por qué?, ¿por una relación que acababa de empezar? Prefería vivir cinco días de la semana añorándole y dos a su lado que la semana completa pensando que nos habíamos equivocado. Además, ¿qué era eso de que quería tener más hijos…? ¿Quién quería hijos? Desde luego, yo no.

– Está bien… -accedió-. Pero sólo como solución temporal. Quiero que sepas que haré todo lo posible por convencerte.

– ¿Todo lo posible…? -Sonreí.

– Todo lo posible y también lo imposible. Y voy a empezar ahora mismo…

Aquella noche, por supuesto, tampoco trabajamos.

La luz que entraba por la ventana me despertó. Yo dormía siempre con la persiana completamente bajada, pero José no, así que, aunque sólo habían transcurrido dos horas desde que nos dormimos -el despertador de la mesilla de noche marcaba las nueve y diez minutos-, abrí los ojos y parpadeé aturdida en aquella habitación llena de juguetes mecánicos.

A esas tempranas horas de aquel domingo, Oporto descansaba todavía, pues la ruidosa avenida estaba silenciosa y podía oírse con claridad el canto de los pájaros. Miré a José, que, con los ojos cerrados y el pelo revuelto, dormía profundamente a mi lado. Su respiración era tranquila y su brazo derecho descansaba rodeando mi cintura. Intenté moverme despacito para observarle mejor pero apretó el abrazo, como si, en mitad del sueño, temiera que me separara de él. Quizá me había enamorado de un tipo posesivo, me dije preocupada, y una sonrisa luminosa se dibujó rápidamente en mis labios: era ya demasiado mayor para no saber apreciar los gestos del amor. Así que cerré los ojos, pegué mi cuerpo al suyo -que, sin despertarse, me recibió encantado- y me dejé mecer por el letargo. Unos pasos firmes se oyeron, de pronto, en el pasillo, acercándose a gran velocidad. Abrí los ojos de par en par, notando cómo mi pulso se disparaba y cómo mi alarma interior empezaba a descargar altas dosis de adrenalina en sangre. Un par de golpes retumbaron sobre la madera de la puerta.

– ¿Estáis despiertos?

– ¡No! -grité, tirando hacia arriba del edredón para cubrirnos a José y a mí.

– ¡Vale! Son las nueve y cuarto. He hecho café y tostadas.

– ¡Queremos dormir! -gritó José sin abrir los ojos y atrayéndome más hacia sí.

– Bueno, pero no habéis preparado el trabajo de Weimar -la voz se alejaba por el pasillo-. ¡Luego, papá, dime que yo tengo que ser responsable!

– Odio a esa niña… -balbució su padre, besándome, y luego, levantando la voz, exclamó:- ¡Podrías traernos el desayuno a la cama!

– ¡Ni se te ocurra! -mascullé angustiada.

– ¡Soy demasiado joven para ver ciertas cosas! -rezongó Amalia desde lejos.

– ¡Menos mal!

Tardamos un rato en salir de la habitación -por la ducha y esas cosas-, pero al fin entramos en la co ciña con un aspecto limpio y presentable. Olía estupendamente a café recién hecho. Amalia estaba sentada junto a la mesa comiendo una tostada con mantequilla y leyendo un libro. Vestía de nuevo con vaqueros y deportivas, pero lucía un largo y viejo jersey desbocado de un horrible color verde aceituna. Con su pelo tan negro le hubiera quedado mucho mejor otro color más alegre. Su padre se inclinó para darle un beso y ella puso la mejilla.

– ¿Vais a trabajar en el taller o aquí arriba?

– quiso saber sin despegar los ojos del libro.

– En el taller. Así se lo enseño a Ana y no te molestamos. Tú también tienes cosas que hacer, ¿no es cierto?

Amalia arrugó el ceño y asintió con la cabeza.

– Mañana tengo dos exámenes. Inglés y matemáticas.

Me llevé una taza de café al taller de José, que estaba situado en la trastienda de la elegante ourivesaria y al que accedimos por una angosta escalera de caracol desde la propia vivienda. La ourivesaria era amplia, distinguida, con grandes expositores llenos de joyas de todas clases, que brillaban, incluso, con la pobre luz que entraba a través de los intersticios de la persiana metálica. Pisé con cuidado la impoluta moqueta. Tenía la sensación de encontrarme en el salón del trono de algún palacio real.

– Tendrás un buen sistema de seguridad…

– comenté admirada.

– ¡Y un buen seguro contra robos! -exclamó, y ambos nos echamos a reír.

Pero si la joyería me había deslumhrado, el taller me fascinó. Hubiera podido jurar que acababa de ver a Isaac Newton saliendo por la puerta trasera de la mano de Leonardo da Vinci: mezcla de moderno laboratorio y viejo estudio medieval, aquella amplia sala llena de mesas sobre las que descansaban los más extraños artilugios, me encantó. Fui de un banco a otro, de un autómata a otro, de un microscopio a otro como una bola de billar contra las bandas. No me cansaba de examinar los bruñidores, las lamparillas de alcohol, las incontables cajas de engranajes, de manecillas, de muelles, las delicadas y finas cuerdas de seda… Había relojes antiguos por todas partes y juguetes mecánicos. Las estanterías de las vitrinas se pandeaban bajo el peso de las piezas que tenía acumuladas José, algunas de las cuales debían valer una fortuna. Si hubiera podido sacarle una fotografía a aquel taller, la habría hecho ampliar y la habría enmarcado para colgarla en la pared de mi estudio.

Al fondo, sobre una amplia mesa de despacho de caoba, podía verse el ordenador, la impresora, el escáner y las múltiples conexiones por cable que iban desde el cajetín del teléfono, situado a ras de suelo, hasta un agujero en el techo que debía dar a la. habitación de Amalia.

Como la mesa estaba apoyada directamente contra el muro de la pared, para no tener una vista tan pobre, José había colgado sobre él una antigua litografía en la que podía verse el dibujo de un viejo mecanismo de reloj. Se apreciaban con claridad los principales elementos del movimiento: la pesa, el escape y el péndulo, y había anotaciones explicativas garabateadas en los lados. Creo que debió percibir la envidia reflejada en mi rostro.

– ¿Te gusta…?-me preguntó-. Es una ilustración de un manual de relojería de Ferdinand Berthoud, de la primera mitad del siglo xvni.

– Es preciosa.

– Gracias. Te regalaré una copia. Ven, siéntate aquí, en mi sillón. Yo me sentaré en la silla.

Estuvimos trabajando intensamente hasta la hora de la comida. En realidad, yo era la que proponía y él apuntaba diligentemente mis palabras en una libreta de notas. Empezamos, como es lógico, organizando el viaje. Yo dije que sería conveniente hacer todo el trayecto en alguno de nuestros coches, sobre todo para no dejar rastros, ya que, de ese modo, era posible ir y volver sin que nadie se enterara. Además, podíamos cargar todo el material en la parte trasera del vehículo y abatir los asientos para descansar alternativamente.

José levantó el bolígrafo en el aire.

– ¿No pararemos para dormir en algún cómodo hotel con una cama enorme para los dos y una ducha?

– Lo siento -dije con una sonrisa-, pero tengo por norma no dormir jamás en ningún establecimiento público cuando estoy haciendo un trabajo. Es mucho más limpio llegar, hacer lo que hay que hacer y marcharse inmediatamente. De ese modo, nadie llega a saber que has estado allí.

– ¡Ah!

– Una vez en Alemania, deberíamos cambiar nuestro vehículo por otro con matrícula de aquel país (que debería proporcionarnos Láufer), de forma que pudiéramos dejarlo aparcado varios días en una calle cualquiera sin que despertara sospechas.

– ¿Por qué no en un aparcamiento público?

– Por los encargados. A todos los encargados de los aparcamientos les llama la atención el ticket de un coche estacionado más de veinticuatro horas.

– Vale.

– El material deberemos llevarlo guardado en mochilas impermeables de bastante capacidad, y mejor si son de espalda acolchada y con suspensión ajustable, porque tendremos que cargar con ellas muchos días. Necesitarás un traje de supervivencia en el mar como el que uso yo habitualmente. Son cómodos, mantienen el calor del cuerpo y evitan la humedad. Imagino que en esas dichosas cloacas, hará un frío de mil demonios y no podemos ir cargados con montañas de ropa.

– ¿Dónde compro un traje de ésos?

– Pues, a ser posible, lejos de Oporto. Baja a Lisboa y busca en las tiendas de náutica.

– Toda la costa de Portugal está llena de esa clase de tiendas.

– Pues entonces lo tienes fácil. Seguro que lo encuentras enseguida. Cómpralo de color negro. ¡Ah, y también un gorro de baño del mismo color!

– ¿Con adornos, como flores y cosas así?

– ¡No, tonto! -repuse golpeándole con un lápiz-. De reglamento. Liso y de goma.

Le expliqué pormenorizadamente todas las piezas de mi equipo para que pudiera adquirirlas por su cuenta. También necesitaríamos botas, unas buenas botas con interior de alveolite, para aislar los pies de la humedad y el frío. Lo único que no iba a poder comprar serían los intensificadores de luz, pues su distribución y venta estaba controlada por el ejército, aunque podría conseguir otros de inferior calidad y menor potencia en alguna tienda de artículos de pesca. En cualquier caso, para aquel trabajo no le iban a hacer falta. Sería mucho más cómodo utilizar un par de linternas frontales con potentes bombillas halógenas. Deberíamos llevar, pues, una buena remesa de pilas alcalinas.

Volvió a levantar el bolígrafo en el aire, pidiendo la palabra.

– ¿Y no nos cambiaremos de ropa alguna vez? Por higiene, ya sabes.

– Lo siento, pero no. No podemos llevar tanta carga. Cuando salgamos de allí y volvamos a casa, podrás ducharte, afeitarte y ponerte ropa limpia.

– ¡Acabaremos oliendo a rata muerta! Aunque, quién sabe -recapacitó-, a lo mejor resulta afrodisíaco.

Luego hablamos de la comida. Era, quizá, el asunto más importante, pues no saldríamos al exterior hasta no haber recorrido todo aquel sucio dédalo de galerías. Tendría que ser comida ligera y nutritiva, de poco peso, como purés liofilizados, preparados secos de verduras y carne y leche en polvo. Para preparar tan espléndidos manjares, sobraría con una cocinilla de camping, a ser posible plegable y que se adaptara a la carga de gas más pequeña. También tomaríamos complejos vitamínicos y proteínicos, y, si, como yo pensaba, aquellos túneles tenían suficiente humedad para llenar varios estanques de ranas, la cantidad de agua que tendríamos que acarrear sería relativamente pequeña, sólo la imprescindible para preparar las comi das, pues nuestros cuerpos tendrían más que suficiente, y, en todo caso, repondríamos líquidos con bebidas isotónicas, cargadas de sales minerales.

Llevaríamos también un par de buenos y calientes sacos de dormir, un botiquín, una brújula digital, un telémetro manual para medir distancias, un pequeño magnetómetro portátil para leer detrás de las paredes y un equipo de radio -con sus correspondientes baterías de repuesto- para mantenernos en contacto con el exterior, ya que los teléfonos móviles, por muy potentes que sean, no funcionan ni en los túneles ni bajo tierra.

– ¿Con qué exterior? -preguntó José levantando la mirada de la libreta de notas. La imagen de Amalia acudió a nuestras mentes.

– Con Láufer, por supuesto -precisé.

– ¿Con Heinz…? ¿Se lo has preguntado?

– Bueno -repuse mordiéndome el labio-, no creo que tenga que gustarle. Sólo tiene que hacerlo.

– Me temo que no va a querer. Él ya cumple su parte en el grupo, Ana, que no es precisamente la de arriesgar el pellejo en directo.

– ¡Pero alguien tiene que servirnos de enlace! -objeté-. No vamos a estar allí abajo durante Dios sabe cuánto tiempo sin que nadie del Grupo nos vigile. Podemos perdernos o caer heridos y quedarnos enterrados bajo tierra para siempre.

La única solución era dejar que Roi lo resolviera por su cuenta, así que, sin abandonar nuestro trabajo, le enviamos un mensaje urgente planteándole el problema. Cávalo programó la máquina para que se conectara automáticamente cada media hora y cargara el correo entrante. José continuó tomando notas, íbamos a necesitar una buena caja de herramientas, así como una minitaladradora, un desoldador, un detector de metales, rollos de cuerda, arpones, ganchos, estribos, poleas, puños de ascensión, mascarillas, guantes reforzados… La lista era interminable.

– Y pintura para marcar los lugares por donde vayamos pasando -añadió José.

– ¿No prefieres un hilo de Ariadna o un rastro de miguitas de pan? -me burlé-. Tranquilo, creo que con un papel y un bolígrafo será suficiente.

Repartimos las compras y señalamos lo que cada uno aportaría. Decidimos que su coche, un Saab gris oscuro con una plaza de toros por maletero, era más apropiado que el mío para el viaje.

También el dinero era una cuestión fundamental. Si cambiábamos escudos o pesetas por francos y marcos, la operación quedaría inmediatamente registrada en nuestros bancos. De acuerdo con mi rigurosa forma de trabajar, las compras de divisas y las tarjetas de crédito estaban radicalmente eliminadas; el dinero para comer y para gasolina debía ser limpio, así que, nada más cruzar la frontera con Francia, se imponía un encuentro con Roi para que nos entregara una cantidad suficiente de francos que nos permitiera llegar hasta Alemania, y una vez allí, Láufer, en el momento de cambiar los coches, debería entregarnos una cantidad similar en marcos. No veía la hora de que empezara a funcionar la moneda única europea, el dichoso euro, para terminar de una vez por todas con estos agotadores quebraderos de cabeza.

En la siguiente conexión del ordenador de José, salió otro mensaje para Roi con las nuevas necesidades. Pero no hubo ninguna respuesta a nuestro mail anterior.

Seguimos trabajando durante media hora más. Eran ya cerca de las doce del mediodía y debíamos ir pensando en subir a comer, pero todavía faltaba por resolver alguna menuda cuestión.

– Necesitamos un buen mapa de carreteras de Francia, otro de Alemania y un plano detallado de la ciudad de Weimar.

– Los compraré esta semana -afirmó José distraído, trazando, por fin, una larga raya al final de la lista.

– No. Quiero decir que los necesitamos ahora. Deberíamos planificar nuestra ruta y conocer el trazado de las calles por las que tendremos que movernos.

– ¡Vaya, pues sí que es raro, pero no tengo ningún mapa de ésos en este momento!

– ¡Pero yo sí, papá!

Si me hubieran pinchado no me habrían sacado ni una gota de sangre. José me miró fijamente, con los ojos desorbitados y luego, muy despacio, levantó la cabeza hacia el techo, hacia el lugar del que procedía la voz apagada de la niña.

– ¿Amalia…? -preguntó incrédulo.

– ¿Sí, papá?

– Amalia, ¿estabas escuchando?

– Habláis muy fuerte y por el agujero del cable se oye todo.

– ¡Lo que me faltaba! -exclamé soltando una carcajada.

– ¡Amalia! -gritó su padre, enfadado-. ¡Baja al taller ahora mismo! ¡Tú y yo tenemos que hablar! No hubo respuesta.

– ¿Me has oído, Amalia?

– Sí, papá.

– ¡Pues baja!

De nuevo se hizo el silencio. La niña debía haber emprendido el largo y trágico camino hacia la reprimenda de su padre.

– Si quieres me voy, José.

Me miró largamente, meditando, y justo cuando la puerta de comunicación del taller con la casa se abría dando paso a Amalia, me dijo muy serio:

– No, quédate. Va a tener que acostumbrarse a ti… Y tú también vas a tener que acostumbrarte a ella.

– Pero quizá éste no sea el mejor momento…

– Ya estoy aquí -anunció Amalia al ver que no le hacíamos caso. Se había plantado frente a los dos, muy digna, con los brazos cruzados en la espalda. José se la quedó mirando con el ceño fruncido y los ojos fríos como el hielo.

– ¿Por qué estabas escuchando nuestra conversación?

– No la estaba escuchando a propósito. Yo trataba de estudiar pero vuestras voces y vuestras risas se colaban por el agujero del cable.

– ¿Y qué es lo que has oído exactamente? -la interrogué. Tuve buen cuidado de poner una nota apaciguadora en mi voz.

– Todo.

– ¡Todo!-bramó José.

Amalia bajó la cabeza. No creo que lo sintiera de verdad, pues debía haber pasado una mañana muy entretenida escuchando lo que hablábamos, pero aplacar a su padre mostrando sumisión era una buena táctica. Yo también la había empleado a menudo con el mío, y eso que, por dentro, hervía de indignación y orgullo herido.

– No lo he hecho con mala intención -musitó-. Si no hubiera querido que me descubrierais, no me habría ofrecido a ayudaros.

– Pues a pesar de tu buena fe y de tu admirable interés, comprenderás que…

– ¡No puedes castigarme otra vez, papá! ¡Ya me castigaste anoche!

– ¡Pero si es que no paras, es que haces una detrás de otra!

Y en este punto ambos pasaron al portugués, enzarzándose en una violenta discusión de la que ya no entendí nada. De todos modos, por el tono de las voces, comprendí con sorpresa que José estaba perdiendo.

Finalmente, después de un rato que se me hizo eterno, las miradas del padre y la hija recayeron al mismo tiempo sobre mí, lo que me llevó a sospechar que habían dicho algo que me concernía.

– Está bien, Amalia. Ofréceselo.

– ¿Ofrecerme qué? -inquirí.

– Los mapas y el plano de Weimar. Los bajó anoche de Internet suponiendo que hoy nos harían falta y, por lo visto, ha mejorado la resolución y ha hecho un programita, un pequeño motor de búsqueda, para que nos resulte más fácil localizar nuestra ubicación y la zona que queramos estudiar.

– He reunido los datos de varios tipos de mapas -explicó Amalia con voz firme-, de manera que tenéis una gran cantidad de información disponible pinchando con el ratón ó introduciendo el nombre o parte del nombre de lo que buscáis. Además, te da la mejor ruta para llegar a un punto si le indicas dónde te encuentras. Sonreí y me acerqué a ella.

– Amalia -intenté poner una mano sobre su hombro, pero se retiró como si mi contacto le escociera; la sonrisa se me apagó en los labios-, tienes todas las papeletas para ocupar el puesto de Láufer en el Grupo cuando seas mayor.

Creo que ésa fue la primera vez que Amalia me miró directamente a los ojos y me sonrió. En aquel instante, aunque aún no lo supiera, me había ganado su corazón. Por lo visto, había acertado de lleno en el centro de sus máximos deseos.

– Si quieres -me dijo-, te enseño cómo funciona. Puedes imprimir el área que desees al tamaño que te apetezca. Mira.

Poco después llegó el mail que estábamos esperando. Roi nos advertía de entrada que Láufer quedaba excluido de cualquier tarea, que ya había hecho suficiente en esta operación y que estaba demasiado ocupado para andarse perdiendo el tiempo en Weimar mientras nosotros recorríamos las malditas catacumbas. Por supuesto, José y yo nos quedamos perplejos por el tono empleado por Roi, pero supusimos que Láufer había respondido de manera mucho más violenta cuando le fueron planteadas nuestras necesidades. No obstante, después de la pequeña filípica, el príncipe Philibert nos tranquilizaba: él personalmente se haría cargo de todo. Nada más cruzar la frontera encontraríamos, en algún lugar previamente convenido, tanto los francos franceses como los marcos alemanes que nos iban a hacer falta, así como las llaves de un buen coche alemán y las instrucciones necesarias para poder encontrarlo y cambiarlo por el nuestro. En cuanto le diéramos las fechas del viaje, pondría el plan en marcha y, mientras estuviésemos bajo tierra, él permanecería, con nombre supuesto, en el hotel Kempinski de Weimar, dispuesto a recurrir a quien hiciera falta para sacarnos de las galerías si llegaba a suceder algún desgraciado accidente.

José puso al horno una enorme dorada y yo le ayudé preparando una guarnición de cebolla y patata que le iba a sentar divinamente al pescado. Amalia ayudó en todo y también puso la mesa, mostrándose tan encantadora -como si un hada buena le hubiera echado un encantamiento- que su padre la miraba con verdadera adoración. El programa informático que había creado para nosotros era realmente bueno y yo sabía que el pecho de José estallaba de orgullo paterno. Me dije con resignación que, para una vez que me enamoraba de verdad, había ido a elegir a un respetable progenitor y me recriminé por no haberme fijado un poco más y haber escogido a alguien que se encontrara realmente solo en esta vida. Pero cuando, en un descuido, José rne besó en los labios, se me borraron todos estos malos pensamientos de la cabeza.

Ya en la mesa, mientras disfrutábamos de la sabrosa comida, la niña planteó el último problema que restaba por solucionar:

– ¿Qué harás conmigo mientras estés fuera, papá?

– Supongo -murmuró José dejando el tenedor en el plato con gesto preocupado-, supongo que puedes quedarte con tu madre un par de semanas, ¿no? Quizá menos.

– No pienso volver con mamá.

– No puedes quedarte sola, Amalia -opiné.

– ¿Por qué no? Ya soy mayor. Puedo quedarme aquí.

– Irás con tu madre. No hay más discusión. Luego, cuando yo vuelva, te vienes a esta casa otra vez.

Yo sabía que los padres de José habían muerto, pero los abuelos maternos podían estar vivos y quedarse con la niña. De todos modos, como no conocía el alcance de la enemistad entre madre e hija, supuse que no sería tan complicado que Amalia permaneciera con ella un par de semanas. A fin de cuentas, aquélla era su verdadera casa, pues el trato de vivir con su padre hasta Navidad no había sido más que un acuerdo temporal para solventar algún problema que yo desconocía.

– Los padres de Rosario viven muy lejos, en Ferreira do Alentejo, un pueblecito del sur de Portugal -me explicó José-, y Amalia no ha tenido nunca mucho trato con ellos. Así que volverá con su madre y no hablemos más. Además, no puede perder días de clase. Está en plenos exámenes.

– Eso no es verdad, papá, los exámenes de mañana son los últimos hasta diciembre. Y no quiero ir a casa con mamá. Ella está perfectamente sin mí y tú lo sabes.

– Mira, Amalia, no es lógico que te quedes sola aquí viviendo tu madre a tres calles de distan cía. ¿Qué crees que diría si se enterara, eh? Se lo contaría al juez en un santiamén y te quedarías sin padre hasta la mayoría de edad.

– Pues llévame contigo.

Solté una risa sardónica al tiempo que daba un trago largo de mi lata de coca-cola. ¡Para que luego dijera Ezequiela que yo era tozuda como una muía! Todavía había alguien que me superaba.

– ¿Cómo voy a llevarte conmigo? -protestó José pacientemente. Si hubiera sido mi hija, desde luego que la disputa se habría terminado mucho antes-. Parece mentira, Amalia, que se te ocurran esas cosas con lo mayor que eres.

– Pues si soy mayor… -y aquí volvieron a pasarse al portugués, idioma en el que, al parecer, discutían más a gusto. Yo seguí comiendo tranquilamente, ajena a los aires tormentosos que discurrían de un lado al otro de la mesa, dejando que padre e hija zanjaran sus problemas familiares como les viniera en gana. Entonces se me ocurrió una idea absurda:

– José… ¿y si dejas a Amalia con Ezequiela, en mi casa?

– ¿En tu casa, en España?

Sí, bueno, la idea era descabellada, ya lo sabía, pero por lo menos rompía el círculo vicioso de la discusión.

– Ezequiela podría cuidar de ella perfectamente mientras estamos fuera. De hecho, ha cuidado de mí toda la vida y el resultado no ha sido tan malo.

Amalia me miró con desconfianza mientras José trataba de entender mi proposición. -¿Quién es Ezequiela? -preguntó ella.

– Es mi vieja criada. Ha vivido siempre con mi familia y, como perdí a mi madre cuando era pequeña, cuidó de mí y hoy día sigue viviendo conmigo en mi casa de Ávila. Te advierto que es una gruñona quisquillosa que no ha conocido más niños que yo, pero tiene buen corazón y cocina estupendamente.

– Me moriría de aburrimiento -sentenció.

– Sí, pero estarías bien con ella -terció José con los ojos brillantes-, y podríamos decirle a tu madre que me acompañas en un viaje de negocios a España.

– Creo que no quiero.

– Pues te quedarás con tu madre. Ya está decidido.

Amalia pareció reflexionar. Luego levantó la mirada hacia mí.

– ¿Podría usar tu ordenador?

Estuve a punto de ponerme a gritar como una loca diciendo «¡No, no y no!», pero si la edad sirve para algo es, precisamente, para no perder la compostura. Así que con voz suave y tono meloso, dije:

– Naturalmente que no.

– Entonces prefiero quedarme en esta casa.

– Podrías llevarte el ordenador portátil -propuso su padre-. Y Ana te dejaría usar su conexión a Internet.

Volví a reprimir los gritos de la niña posesiva que había en mí y forcé una sonrisa voluntariosa:

– Eso podríamos negociarlo.

– Bueno, entonces de acuerdo. Me quedaré en Ávila. Pero sólo si puedo usar la conexión. Aquella noche, después de un largo vuelo y de una hora de carretera hasta Ávila, le conté a Ezequiela las novedades, sentadas las dos al calor del brasero de la mesa camilla del salón. Nada dijo. Nada me preguntó. Pero, al día siguiente, lunes, cuando abrí los ojos para empezar el nuevo día, estaba limpiando a fondo, con gran estrépito y brío, mi antigua habitación, la que había utilizado toda mi vida hasta que me pasé a la de mi padre, más grande y luminosa. Greo que le gustaba la idea de tener, otra vez, una niña en casa.

José y yo seguimos la ruta fijada de antemano para llegar a Weimar. La tarde del sábado, último día de octubre, recogimos en Toulouse el sobre con las instrucciones, el juego de llaves de un coche y el dinero francés y alemán que Roi nos había dejado en la centralita telefónica de una clínica privada situada en las afueras de la ciudad, y la mañana del domingo, 1 de noviembre, día de Todos los Santos, cambiamos nuestro vehículo por un antiguo Mercedes, color azul oscuro, con matrícula de Bonn, que nos estaba esperando en el garaje desierto de un edificio en ruinas en la Rómerhofstrasse de Francfort. En el maletero del Mercedes encontramos un potente walkie-talkie y una nota de Roi indicándonos las frecuencias, las horas y las claves que necesitábamos para conectar. Como sólo nos restaban trescientos kilómetros hasta Weimar (habíamos hecho mil quinientos en las últimas veinticuatro horas), nos detuvimos durante un buen rato en la primera estación de servicio que encontramos en la Autobahn 5. Allí aprovechamos para cambiarnos de ropa, poniéndonos los trajes isotérmicos debajo de los pantalones y los jerseys. Más tarde, ya anochecido, tomamos el desvío hacia el último tramo de la Autobahn 4, Eisenach-Dresde, que nos llevaría directamente a nuestro destino. Estábamos cansados de tantas horas de coche,. pero nuestra locuacidad sólo era comparable con nuestra felicidad por estar juntos.

Por fin, alrededor de las tres de la madrugada entrábamos en las primeras calles de la oscura y silenciosa ciudad de Weimar.

Weimar está situada a orillas del río Ilm, en el corazón mismo de Alemania. Ninguna otra ciudad europea ha vivido experiencias históricas tan dispares como ella: cuna del pensamiento humanístico, del refinado movimiento romántico -abanderado por el escritor Johann Wolf gang von Goethe-, había sido también el primer feudo alemán del movimiento nazi. Centro artístico y cultural de importancia incomparable, acogió a pintores como Lucas Cranach, a músicos como Bach o Liszt, a escritores como el mencionado Goethe o Friedrich von Schiller, e incluso a filósofos como Nietzsche. Pero Weimar albergó también uno de los peores campos de concentración y exterminio, el KZ Buchenwald, en el que fueron torturados y exterminados más de cincuenta y seis mil seres humanos, entre judíos, homosexuales y opositores políticos.

Afortunadamente, nada de aquella barbarie quedaba en Weimar cuando José y yo entramos en la ciudad aquella noche de noviembre. El tiempo había respetado lo bello y lo agradable y había borrado cualquier huella del pasado horror. Mientras contemplaba las hermosas y estrechas calles de aspecto medieval, los encantador es jardines de aires versallescos, los muchos personajes célebres convertidos en monumentos y las típicas casitas de postal con tejado a dos aguas, no pude evitar un doloroso recuerdo para quienes, apenas cincuenta años atrás, habían sido llevados al límite del sufrimiento y habían perdido la vida en aquel lugar: la ciudad de Weimar dormía, limpia y tranquila, aquella madrugada, pero yo sentí con intensa fuerza que el dolor de los muertos, como una costra, permanecía por todas partes.

Nos resultó fácil encontrar el viejo Gauforum. Curiosamente, Amalia nos había dejado de buen grado su ordenador portátil a cambio de poder usar el mío mientras estuviera en Ávila (¡sólo yo sé lo que me costó ceder!), de modo que iba consultando el programa de la niña para indicar a José, que conducía, las calles que debíamos tomar. Llegamos, pues, sin problemas, hasta la enorme explanada rectangular en cuyo centro permanecían estacionados, sobre la hierba, varias hileras de coches. Aquélla era la Beethovenplatz, uno de los espacios más grandes de Weimar y aquel edificio alargado y gris, con un enorme y clásico pabellón central y una extensa ala a cada costado, era el viejo, aunque rehabilitado, Gauforum de Sauckel. José dio varias vueltas en torno a plaza, débilmente iluminada por las farolas situadas en las aceras y, por fin, dobló en una esquina y entró en la calle que yo había previsto para dejar el vehículo, una amplia avenida con zona de aparcamiento a ambos lados y sin señales de estacionamiento limitado. Encontramos un hueco apropiado poco antes de la segunda travesía y, tras detener el motor, limpiar nuestras huellas (por si ocurría algún percance) y abrir las portezuelas, salimos del coche con las piernas acalambradas tras tantas horas de inmovilidad.

– Ya estamos aquí… -murmuró José, echando una ojeada alrededor. De su boca salió, con cada sílaba, una pronunciada nube de vaho. Menos mal que llevábamos los trajes isotérmicos y guantes de piel, porque, si no, nos hubiéramos muerto de frío: debíamos estar varios grados bajo cero. Tuve la firme convicción de que tanto mis orejas como mi nariz iban a despegarse y a caer al suelo rodando de un momento a otro.

Abrimos con cuidado el maletero, sacamos nuestras abultadas mochilas, las cargamos a la espalda y nos encaminamos hacia la Beethovenplatz. No se veía ni un alma pero, por si acaso, me puse los amplificadores de sonido. Mujer prevenida vale por dos.

La boca de alcantarilla elegida para descender a los infiernos era la que estaba más cerca de la puerta del Gauforum; esta cercanía me garantizaba la correcta entrada en los ramales de galerías directamente conectados con el viejo museo y residencia del gauleiter. Por suerte, la tapa de hierro que debíamos levantar quedaba situada, más o menos, en una zona de sombra. José dejó la mochila en el suelo y, de un bolsillo lateral con cremallera, sacó una palanqueta cuyo extremo inferior introdujo en la pequeña muesca de la tapa, desencajándola de su orificio de un tirón seco. No hizo apenas ruido, pero el poco que hizo sonó en mi cabeza como el tañido de una campana catedralicia. Debíamos introducirnos por aquel agujero a la velocidad del rayo y volver a colocar la tapa en su sitio si no queríamos ser descubiertos por algún paseante insomne o por alguna patrulla nocturna de la policía local.

Me coloqué los intensificadores de luz sobre los ojos y miré al fondo de la cloaca. Una escalerilla metálica, sujeta a la pared por pegotes de cemento, descendía un par de metros hacia el fondo. No lo pensé dos veces y apoyé el pie en el primer peldaño, pasándole las gafas de visión nocturna a José para que pudiera poner la cubierta en su sitio y seguirme. El eco amplificado del roce de nuestros guantes y nuestras suelas sobre los estribos se mezclaba con el rumor lejano de una corriente de agua. En cuanto José clausuró de nuevo la boca de alcantarilla, saqué de mi cinturón, con una mano, la linterna frontal y me la coloqué torpemente en la cabeza. Él me imitó y el estrecho cilíndrico de cemento en el que nos hallábamos se iluminó de repente mostrando su aspecto más sucio y desagradable. El horrible olor a sumidero me hizo desear un buen catarro nasal.

Al finalizar nuestro descenso nos encontramos en un espacioso entronque de túneles lo bastante seco como para desembarazarnos de las mochilas, dejarlas caer y ultimar los preparativos. Algún obrero había olvidado allí, tiempo atrás, una llave inglesa y un rollo de cable que aparté de un puntapié antes de empezar a sujetarme bien las correas de la linterna y de ponerme la mascarilla y las botas de alveolite. No tenía ningún sentido quitarnos la ropa que llevábamos sobre los trajes especiales, así que nos la dejamos, y luego sacamos de las mochilas todo el material que nos iba a hacer falta. Miré el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Dentro de poco los ciudadanos de Weimar darían comienzo a su rutina diaria.

Empuñando en una mano la brújula digital (que también servía de termómetro y odómetro) y, en la otra, un bolígrafo y una carpeta de cartón duro sobre la que había sujetado una hoja de papel reticulado -para dibujar nuestra ruta y evitar extraviarnos o dar vueltas por los mismos sitios-, me volví hacia José y casi pierdo el aliento al verle sentado tranquilamente en el suelo, manipulando el ordenador portátil de Amalia y el walkie-talkie que nos había dado Roi.

– ¿Qué demonios se supone que estás haciendo? -pregunté asombrada, inclinándome para observar mejor sus extrañas maniobras.

– ¿A qué hora debemos contactar con Roi? -preguntó a su vez, sin hacerme caso.

– A las diez de la mañana. Faltan seis horas. Pero te agradecería que me respondieras. ¿Qué se supone que estás haciendo?

– Intentando conectar con Amalia.

Mi mandíbula inferior cayó, descolgada, y mis ojos se abrieron de par en par. Tardé unos segundos en recuperar la circulación sanguínea.

– ¿Intentando conectar con quién?

– Con Amalia -repitió de una manera estática y reposada, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo.

– ¿Con Amalia…? ¡Pero si tu hija está a dos mil kilómetros de aquí!

– ¿No has oído hablar del Packet-Radio?

– ¿Packet-Radio…? ¿Qué es eso?

– Es un sistema de comunicación entre ordenadores que, en lugar de emplear las líneas telefónicas, utiliza un sistema basado en las emisoras de radioaficionados. Sólo hace falta un ordenador, un módem especial que vale menos de tres mil pesetas y una emisora de VHF/UHF Esto es el módem -dijo señalando una pequeña cajita misteriosa-. Convierte las señales binarias que salen del ordenador en tonos, o señales de audio, y viceversa. Y esto -y levantó el walkie-talkie en el aire, frente a mi cara- es una emisora de VHF/UHF, es decir, una potente estación de radioaficionado. El único problema es la velocidad de transmisión, ya que, cuanto mayor es la distancia entre los ordenadores, más tarda en llegar la señal porque tiene que pasar por muchos repetidores.

– ¡Dios mío…! -fue todo lo que atiné a decir. Mi tía Juana hubiera estado muy contenta de escucharme.

– No es ninguna novedad. Funciona desde hace quince años y tiene un volumen de tráfico considerable.

– ¿Y puedes entrar en Internet utilizando este sistema o sólo navegar por esa red especial?

– Las dos cosas. La mayoría de los proveedores dan acceso a Internet a través de Packet-Radio. Sólo tienes que solicitarlo. De hecho, se utilizan los mismos protocolos de comunicación, el famoso TCP/IP [8] y todos los demás.

– O sea, que vas a comunicarte con Amalia, que está en mi casa, desde estas horribles alcantarillas.

– Exactamente. Espero que no te moleste que ella haya conectado un módem como éste a tu ordenador.

– ¡Oh, no…! -gemí.

– Voy a mandarle un mensaje diciéndole que hemos llegado sin problemas y que estamos bien.

Gemí de nuevo, apoyando la mejilla sobre la palma de la mano con gesto de consternación. ¡Mi maravilloso equipo informático estaba en manos de aquel monstruo de trece años! José sonrió.

– Ya sé por qué te quiero tanto -declaró-. Tienes un estupendo sentido del humor.

No pude articular palabra, naturalmente, pero me sentí reconfortada por esa seductora sonrisa y esa mirada cálida con que me envolvieron sus ojos.

– Creo que no vamos a durar mucho juntos… -le amenacé ladinamente.

– ¡Eso no te lo crees ni tú! -repuso recogiendo los bártulos después de haber enviado el mensaje a su hija-. ¡Esto es para siempre, cariño!

– ¡Ja!

– ¡Eso digo yo! ¡Ja!

Y así empezamos la larga marcha a través de las galerías. En aquel momento aún no sabíamos que tardaríamos mucho tiempo en volver a salir al exterior.

Caminamos sin descansar durante dos horas por túneles estrechos con paredes de ladrillo encachadas hasta media altura y techos abovedados que rozábamos con la cabeza. Delante y detrás de nosotros se prolongaba la más negra oscuridad y, en algunos tramos, chapoteábamos en un riachuelo de agua que moría súbitamente por falta de abastecimiento. Al final de aquel trayecto llegamos a otro entronque de galerías del que salían tres nuevos ramales de similares características. Tomamos el del centro por decisión colegiada y, después de otras tres horas de caminata, llegamos a un inesperado punto muerto: el pasillo se ensanchaba al final para concluir en un muro agrietado. Presa del desánimo, bosquejé el trazado en mi papel reticulado.

– Deberíamos parar aquí, tomar algo y dormir un poco -propuso José, retirándose la mascarilla de la boca; yo hice lo mismo-. Además, tenemos que contactar con Roi.

– Faltan cinco minutos -corroboré mirando el reloj-. Pásame el walkie.

Nos quitamos las linternas frontales y las apagamos, iluminándonos con una lámpara de gas -la única diferencia con una alegre acampada campestre de fin de semana era el maloliente entorno-. Mientras José calentaba un poco de agua en el hornillo, programé la frecuencia en la pantalla digital y saludé a Roi. Su voz se escuchaba nítidamente en aquel reducto bajo tierra. Daba la impresión de acabar de despertarse.

– Buenos días, Roi -dije, hablando al micrófono del aparato.

– Buenos días, Peón. ¿Va todo bien?

– Aquí hace un frío endiablado, pero, aparte de eso y de que llevamos cinco horas caminando, todo bien.

– Descríbeme vuestra ruta.

José, tras remover el contenido con una cuchara, me alargó una taza de humeante café soluble. Interrumpí la comunicación con Roi para pedirle que me añadiera un poco de leche y luego continué. Roi tenía delante la misma cuadrícula que yo y, con los datos que le iba dando, dibujó el mismo trazado de nuestro camino. De este modo, si algo nos sucedía, podría acudir en nuestra ayuda.

– Que tengáis suerte -nos deseó al despedirse.

– Hasta mañana.

Apagué el trasto y miré a José. Me hubiera gustado estar con él en algún otro sitio más limpio, más cómodo y más romántico, y él también pensaba lo mismo, porque se acercó a mí, me rodeó con su brazo y, después de darnos un largo beso, apoyó su frente contra la mía.

– ¿Qué hacemos aquí? -me preguntó en un susurro.

– Buscamos un Salón de Ámbar robado por los nazis, ¿te acuerdas?

– De lo único que me acuerdo es de las veces que hemos hecho el amor. Reí quedamente.

– Es un buen pensamiento -observé-. ¡Prepárate para cuando salgamos de aquí! Voy a terminar contigo.

Permanecimos juntos unos minutos más, tomando sorbos de café de nuestras tazas. Luego, José me soltó y se levantó para acercarse a las mochilas.

– A ver si tenemos algún mensaje de Amalia. Volvió a enchufar todos los cables y se conectó a la red Packet. Le oí soltar una exclamación de alegría.

– ¡Mira, cariño! Amalia ha contestado.

– ¿Sí…? -farfullé, intentando sobreponerme a mi desinterés-. ¿Y qué dice?

– «Hola, papá. Hola, Ana. Me lo estoy pasando muy bien. Ezequiela os manda recuerdos…»

– ¡En mi vida había hecho un trabajo tan acompañada! -bufé de mal humor, y me dispuse a aclarar con un poco de agua las tazas y las cucharillas. Hacía un frío tan intenso que ni se me había pasado por la cabeza quitarme los guantes, y no hay nada más complicado que intentar enjuagarla vajilla con patas de oso. Esta impotencia todavía me puso de peor talante… La verdad es que pensar que aquella niña y mi querida Ezequiela hacían tan buenas migas me atacaba los nervios. No lo podía evitar.

– Si quieres me voy… -rezongó José levantando la vista del teclado.

Me detuve y le miré. Comprendí que había sido terriblemente injusta.

– Lo siento. Es que recibir recuerdos de mi criada en mitad de una misión es algo a lo que no estoy acostumbrada. -Dejé lo que estaba haciendo y me senté a su lado-. Sigue, por favor. Te prometo que no volverá a suceder.

José me dio un beso rápido en la frente y se inclinó de nuevo sobre el ordenador. Me sorprendió su facilidad para hacer borrón y cuenta nueva. Yo hubiera montado una trifulca y hubiera estado dándole vueltas a la cabeza durante horas.

– «Como tengo mucho tiempo libre he escrito un programa para seguir vuestra ruta y saber dónde estáis…»

– ¡Con mi ordenador! -grité, irguiéndome como si me hubiera picado un alacrán.

– ¡Ana, por favor! ¡Ya está bien de comportarte como una niña malcriada!

– ¡Lo siento, lo siento! Sigue. ¡Oh, Dios, con mi ordenador!

– «Así que, papá, envíame los datos de vuestro recorrido. Dime cuántos kilómetros hacéis en cada tramo y en qué dirección, así como otros detalles que me sirvan para ir dibujando el itinerario.» -José se detuvo-. Podemos mandarle la misma información que a Roi.

– ¿Con qué objeto?

– Está preocupada. Seguirnos, aunque sea de manera virtual, la tranquilizará.

– Pero ese portátil no tiene el codificador de Láufer -objeté-. Es demasiado peligroso.

– No seas tan exagerada. Sólo le enviaremos números, letras y símbolos. Ella los entenderá. Tú déjame a mí y verás como no hay ningún problema. Pásame tus notas, anda.

– ¿Dice algo más? -pregunté incorporándome y empezando a recoger los trastos.

– Sólo «Um beijo». [9]

Bueno, pues venga, apaga ese trasto y vamos a trabajar un poco antes de dormir. Cuando nos despertemos desandaremos el camino hasta el cruce de galerías.

José terminó de enviar a Amalia los datos del mapa y empezamos a golpear con los puños los muros del fondo del túnel en el que nos encontrábamos. El informe elaborado en los años sesenta por el ingeniero del ayuntamiento de Weimar hablaba de muros dobles, pasillos tapiados, planchas metálicas, techos falsos… así que debíamos comprobarlo todo y no dar nada por sentado: cualquier paredón podía ser la entrada al cubículo donde Sauckel y Koch escondieron el Salón de Ámbar. Tras el infructuoso tabaleo, saqué de la mochila el pequeño magnetómetro y apliqué el sensor sobre los ladrillos, dibujando líneas rectas por toda la superficie, pero el registro de datos no desveló la existencia de huecos en la parte posterior. Estábamos rodeados por varios metros de tierra sólida.

El largo viaje hasta Weimar, el descenso a las alcantarillas y las muchas horas de caminata nos habían agotado. El saco de dormir me pareció tan maravillosamente cálido como mi propia cama. La pena era que, para conseguir mayor aislamiento contra el frío y la humedad, no habíamos podido llevar sacos con cremallera que se pudieran unir para dar cabida a dos personas. Con todo, nos tumbamos tan juntos que pude respirar el aliento de José hasta que me quedé dormida.

Nos despertamos seis horas después, con los cuerpos magullados. Hacía un frío estremecedor. El termómetro indicaba que estábamos a cinco grados bajo cero. Aunque las ropas nos protegían, no resultaba agradable respirar ese aire pestilente y helado que se colaba a través de los filtros de las mascarillas.

Reanudamos el camino a buena marcha y alcanzamos de nuevo el entronque de galerías que habíamos dejado atrás por la mañana. Esta vez elegimos el camino que quedaba a nuestra izquierda, que empezaba trazando un semicírculo hacia la derecha, interrumpido bruscamente por un largo túnel que volvía a tomar la dirección contraria. Nos costó cuatro horas recorrer aquel monótono carril hasta encontrar una especie de amplio hueco en la pared donde nos detuvimos para tomar algo y descansar. Para nuestra sorpresa, al examinar el hueco poco antes de partir, descubrimos dos viejos y oxidados portillos de madera hinchada y agrietada de los que partían dos nuevos túneles. El primero de ellos nos llevó, tres días después, hasta el enlace de galerías por el que ya habíamos pasado en dos ocasiones… Volvimos a empezar.

Poco a poco, conforme iban pasando las jornadas, nos fuimos volviendo, por cansancio, más descuidados en el registro de los recintos que íbamos descubriendo a los lados o en los extremos de aquellos largos corredores encharcados. Era un entramado incoherente, sin pies ni cabeza, que acabó desquiciándonos los nervios y agotando nuestra paciencia. Las hojas reticuladas en las que iba trazando nuestra ruta habían formado ya un cuadernillo de cierto grosor sin que por ello hubiéramos encontrado nada que valiera la pena. Topamos, efectivamente, con planchas metálicas detrás de las cuales no encontramos otra cosa que la misma continuación absurda del pasadizo por el que veníamos avanzando. Un par de veces tuvimos que retroceder de nuevo al anterior cruce de colectores después de haber descendido, en el primero de los casos, hasta el fondo de una enorme y vacía cisterna, y de haber atravesado, en el segundo, un paso de agua pluvial que nos dejó frente a uno de tantos túneles ciegos con los que ya nos habíamos encontrado. Aquel lugar me recordaba mucho al cuadro pintado por Koch, el Jeremías, con el profeta saliendo de un pozo lleno de lodo, como si el gauleiter se hubiera inspirado en aquel entorno para situar a su personaje.

La barba de José nos servía de triste indicativo del tiempo que pasaba sin que lográramos cumplir nuestro objetivo. Todavía nos quedaban suficientes alimentos y agua para seguir algún tiempo más en aquel endiablado dédalo, pero lo que se nos estaba agotando de manera alarmante era el deseo de continuar con la búsqueda. Roi nos animaba cada vez con mayor entusiasmo. Decía que, en el pliego de hojas reticuladas -que él iba pegando unas con otras para ver el croquis general-, podía observarse cómo habíamos ido agotando la red de distribución en dirección norte y este, lo que reducía bastante los kilómetros que debían faltar para dar por concluido el recorrido. Pero aquella noticia, tras nueve días de permanecer bajo tierra, no nos animó mucho. Nos sentíamos agotados, sucios y frustrados, y no podíamos pensar en otra cosa que no fuera volver a casa cuanto antes. Teníamos la sensación de haber pasado una eternidad sin ver la luz del sol, y ni los estímulos de Roi ni la vivacidad de Amalia conseguían arrancarnos de la apatía. La misión estaba resultando una pesadilla interminable.

El undécimo día (jueves 12 de noviembre) me desperté con un poco de fiebre. Había cogido un buen catarro. A pesar del dolor de cabeza, me empeñé en seguir caminando pero, después de unas pocas horas, las piernas comenzaron a fallarme. Sencillamente, no podía con mi alma. José cargó con mi mochila y me sujetó por la cintura hasta que regresamos al último entronque de galerías por el que habíamos pasado, una especie de recinto oval bastante seco. Desenrolló mi saco, me acostó, me preparó un caldo muy caliente y me dio un par de pastillas de paracetamol con codeína.

– Te pondrás bien… -me decía mientras me acariciaba la mejilla y me miraba con los ojos tristes.

– No se lo digas a Roi -le pedí medio dormida-. A mí los catarros sólo me duran un día, de verdad. Ya lo verás… Déjame dormir y verás como mañana estoy perfecta.

Lo bueno de tener pareja es que, cuando estás enferma, recibes no sólo los cuidados higiénico-sanitarios que cualquier familiar (o cualquier vieja criada pesada y empalagosa) puede proporcionarte, sino los mimos y la ternura que te hacen sentir como una verdadera reina de Saba… José, apurado y preocupado por mí, estuvo cuidándome como si yo fuera el más apreciado y delicado de sus exquisitos juguetes mecánicos, y yo, por supuesto, me dejé cuidar sin oponer la menor resistencia. En varias ocasiones le oí trastear con el walkie y el ordena dor, y le escuché hablar con Roi y decirle que habíamos parado en aquel lugar para descansar y que nos quedaríamos hasta el día siguiente. Pero lo que percibí con mayor claridad fue la ruidosa exclamación que dejó escapar en el mismo momento en que yo soñaba que salíamos de aquella inmunda cloaca por una boca de alcantarilla que se encontraba en el centro de la plaza del Mercado Chico de mi ciudad:

– ¡Que perfeita inteligencia! -alborotaba contento-. ¡Quefacilidade, que simplicidade…!

¡Dios mío! -exclamé, girándome con dificultad dentro del saco para poder verle-. ¿Qué pasa…?

– ¡Cariño, cariño! -gritó. Su voz resonó en aquella cueva con el eco de las películas de terror-. ¡Amalia ha encontrado la entrada! ¡Mi hija ha resuelto el enigma! ¿No te dije que era terriblemente inteligente?

– Sí, sí me lo dijiste. -Los ojos le brillaban a la luz de la lámpara de gas y estaba tan contento, tan guapo y tan sonriente que, por un instante, olvidé lo enferma que estaba y sentí deseos de comérmelo con barba y todo. Es curioso lo que les ocurre a las hormonas en los momentos más absurdos.

Arrambló con el walkie y el ordenador portátil y se acercó precipitadamente hasta mí.

– ¡Mira! ¡Mira!

– No veo nada, cariño… Te recuerdo que…

– ¡El camino dibuja el sitio! ¡Este laberinto de galerías oculta una cruz gamada! Hemos pasado dqs veces por allí y no nos hemos dado cuenta.

– ¿Qué estás diciendo? ¿De qué demonios hablas? Por toda respuesta José comenzó a buscar en el mensaje de Amalia:

– ¡A ver…! ¿Dónde está…? ¡Aquí! Escucha: «… el quinto día por la tarde…» ¡Busca la hoja reticulada del quinto día por la tarde! «… el quinto día por la tarde, al comenzar el sexto kilómetro…». ¡Ana, por favor! ¿Por qué no tienes todavía la hoja?

– ¡Porque se supone que estoy enferma!

– protesté con toda energía.

– ¡Vaya, mi amor, es cierto! -repuso José muy sorprendido. Dejó el ordenador sobre mi estómago y, con una ágil pirueta, se puso rápidamente en pie y colocó su saco de dormir bajo mi cabeza, a modo de almohada, quitándome entonces el portátil de las manos y sustituyéndolo por la carpeta de notas-. Ya está.

Le miré como si fuera el bicho más raro que había visto en mi vida.

– ¡Venga, cariño, busca la hoja del quinto día!

– me apremió con una sonrisa encantadora en los labios.

Abrí el cuadernillo y saqué la página marcada con la ruta del día deseado.

– ¡Kilómetro seis! -me indicó, impaciente.

– Kilómetro seis -confirmé, situando la punta del bolígrafo sobre la marca.

– «… al comenzar el sexto kilómetro, dibujasteis una especie de vasija cilindrica con un mango alargado que partía del extremo superior derecho.» ¿Lo encuentras, Ana?

– Sí, aquí está -y remarqué varias veces la figura indicada por Amalia para que destacara. -«Es la misma forma, aunque al revés, del kilómetro octavo que recorristeis ayer por la tarde…» ¡Ayer! ¡La hoja de ayer! ¿La tienes?

– Sí, sí, ya la tengo. Déjame encontrar el dichoso kilómetro. Aquí está -y remarqué de nuevo con el bolígrafo la imagen invertida de la cazuela.

– «Si unís las dos figuras por sus bases y luego deslizáis la de abajo hacia la derecha, de manera que los caminos de las dos hojas ajusten perfectamente, veréis que se forma en el centro una cruz gamada.»

– ¡Una cruz gamada! -exclamé, confirmando que la revelación de Amalia era completamente cierta-. ¡Mira, José! ¡Una cruz gamada, una esvástica auténtica!

– ¡No puedo creerlo! ¡Es extraordinario! ¡Hay que decírselo a Roi! ¡Hemos encontrado la entrada!

– Tu hija ha encontrado la entrada -le corregí a regañadientes. Amalia era un genio, sin ningún género de dudas, aunque, viendo a su padre bailar esa variedad de danza india de la lluvia en aquel acueducto subterráneo', cabía preguntarse seriamente si la niña no habría salido más a la madre-. Te vas a hacer daño como no pares.

– ¡Ven conmigo, cariño! ¡Esto hay que celebrarlo!

No necesitaba que volviera a pedírmelo. Me escabullí de mi crisálida y comencé a bailar con él, enloquecida, en honor de Manitú. Me sentía curada del ligero catarro, curada del cansancio, de los once días que llevábamos enterrados en aquellos albañales, de la suciedad y la desesperación. Sauckel y Koch se habían creído muy listos enmascarando una enorme esvástica en un laberinto descomunal, pero en el Grupo de Ajedrez éramos mucho más inteligentes -bueno, tal vez lo eran nuestros descendientes- y todavía no había aparecido el problema que no pudiéramos resolver. Ni por un instante se nos ocurrió pensar que fuera una casualidad arquitectónica o que la entrada no estuviera allí, e hicimos muy bien no pensándolo.

Faltaban tres horas para ponernos en contacto con Roi y darle la buena noticia, así que recogimos los bártulos y comenzamos el retroceso hacia la cercana cruz gamada, que se hallaba a menos de cinco kilómetros. Esta vez sí percibimos las diferencias con el resto de los túneles: apenas hubimos entrado en la horizontal del brazo inferior, nos dimos cuenta de que el agua jamás había pasado por allí y que la suave capa de arena que cubría el suelo conservaba todavía nuestras huellas del día anterior. Las paredes, encachadas con hormigón hasta media altura en el resto de los tramos -para fortalecer el cauce del agua entre ambos muros-, aquí estaban desnudas, mostrando el ladrillo poroso lleno de sombras de humedad y de afelpadas colonias negras de hongos y moho. Parecía imposible que no nos hubiéramos dado cuenta, al pasar la primera vez por allí, de tantas particularidades que acentuaban la diferencia entre aquellas galerías que formaban parte de la esvástica y el resto de la red de alcantarillado de Weimar.

Iba a ser terriblemente cansado pasar el magnetómetro portátil por tantos metros cuadrados de muros, suelos y techos (cada brazo de la cruz medía cuatro kilómetros y los travesaños seis kilómetros y medio), pero no había otra posibilidad: en algún lugar de aquel maldito emblema nazi se hallaba la entrada que andábamos buscando, así que ahora no nos podíamos echar atrás arguyendo fatiga o aburrimiento.

Contactamos con Roi a la hora prevista, las once de la noche, y le contamos las novedades. Se mostró entusiasmado y, a pesar de la cautela de la que hacía gala en todas las conexiones y que le llevaban a ser parco en palabras y datos,' ahora pidió a José que le informara detalladamente de todo. Quiso saber cómo habíamos descubierto el trazado de la esvástica (estaba disgustado por no haberla reconocido él, que tenía el plano completo de los túneles) y nos propuso comenzar la búsqueda por el centro, en lugar de por los extremos, ya que, dijo, era más lógico colocar la entrada allí que en cualquier otra parte. Naturalmente, José no mencionó a Amalia en sus explicaciones, atribuyéndome a mí todo el mérito del hallazgo, y tampoco aludió al hecho evidente de que a la supuesta heroína, de nuevo, estaba subiéndole la fiebre: tiritaba de frío bajo la ropa y, sin embargo, los ojos se me cerraban bajo un ardiente letargo.

Dormí mal aquella noche. Tuve horribles pesadillas en las que me veía morir o en las que veía morir a José, a Ezequiela, a la tía Juana y a Amalia. Ninguno se libró de que le matara en sueños y, aunque dicen que eso significa dar diez años más de vida, lo cierto es que me desperté de un humor endiablado y con ganas de comprarme un euro de bosque y perderme para siempre. Pero, ¡ah!, no es lo mismo despertar sola que despertar junto a alguien, sobre todo si ese alguien te quiere lo suficiente como para ponerse a tu altura:

– ¡Me tienes harto, Ana! ¿Qué te pasa ahora…? ¿A qué viene ese mal humor? ¡Desde luego, no imaginaba que fueras tan desconsiderada e impertinente! ¿Es que no sabes hacer un pequeño esfuerzo para controlar tus enojos? Han debido consentírtelo todo en esta vida, ¿verdad? ¡Claro, eso es…! Siempre has hecho lo que te ha dado la gana sin que nadie te llamara al orden, ¿no es cierto? ¡Pues mira lo que te digo, preciosidad malcriada: no seré yo quien te aguante! ¡Tenlo claro!

– ¡Pero… pero…!

– ¡No hay peros que valgan! ¡A trabajar! Ya hablaremos de todo esto cuando volvamos a casa… Cuando volvamos cada uno a nuestras respectivas casas, quiero decir.

El centro de la cruz gamada era un cubo figurado de unos sesenta metros cuadrados de superficie, sin paredes -sus cuatro lados eran las bocas de las galerías-, con el techo abovedado a unos dos metros de altura y el suelo de adoquines cubierto de tierra suelta y resbaladiza. José dejó la lámpara de gas justo en el centro y abrió la espita al máximo. El gigantesco entronque se iluminó con un resplandor tenebroso.

– Podría existir una cámara entre el techo y el asfalto de la ciudad -comentó José, pensativo, mirando hacia arriba.

– No lo creo -repuse muy comedida, aún bajo los efectos de la riña-. En primer lugar, no hay sitio suficiente y, en segundo, cualquier obra o edificación que se hiciera en esta parte de Weimar podría dejar al descubierto el escondrijo. Es más lógico suponer que cavaron hacia abajo.

– Pues examinemos el suelo.

Fuimos apartando la tierra con las suelas de las botas y dando patadas aquí y allá para descubrir alguna trampilla en el terreno. Pero todo fue inútil: aunque habíamos levantado una terrible polvareda, el empedrado era firme y sin fisuras… Nos miramos desolados.

– ¡Vamos a tener que examinar toda la cruz! -gemí acercándome a él.

– No lo creo… -masculló rodeándome los hombros con su brazo-. Hay un sitio que no hemos comprobado.

Levanté los ojos, muy sorprendida, y vi que sus labios sonreían y que su mirada apuntaba directamente hacia la lámpara de gas.

– ¡El centro! -advertí-. ¡No hemos revisado el centro, bajo la luz!

Con una carcajada, apartamos la lámpara y despejamos el círculo de tierra que, inadvertidamente, habíamos dejado a su alrededor. Poco a poco, fue descubriéndose una tapa redonda, de metal oscuro y de apariencia hermética. ¡Allí estaba!

– ¡La entrada! -grité entusiasmada-. ¡La entrada, José, ya la tenemos!

La dichosa tapa era tan pesada que tuvimos que hacer fuerza los dos con la palanqueta para poder moverla. Al final, con un ruido seco y metálico, la dejamos caer a un lado. El eco nos devolvió el sonido multiplicado hasta el infinito. Un nuevo pasadizo, oscuro como un pozo, con escalones escurridizos y medio en ruinas, descendía hacia el fondo.

– Bajaré a echar una ojeada -decidió José, poniendo un pie inseguro en el primer peldaño*

– Lleva cuidado.

Le di su linterna frontal y, mientras se la ajustaba, le anudé el extremo de una cuerda a la cintura.

– No tardaré -afirmó mirándome fijamente e introduciéndose, después, en el hoyo.

Los minutos siguientes fueron de una terrible angustia para mí. La cuerda se deslizaba entre mis dedos como señal inequívoca de que José seguía descendiendo. Me arrepentí mil veces de haberlo dejado bajar: él no tenía experiencia en este tipo de actividades, en realidad era yo quien estaba mejor preparada para los trabajos peligrosos. Cuando el rollo de treinta metros se terminó, di un fuerte tirón para que se detuviera. Dudé entre hacerle subir de nuevo o anudar un segundo rollo para dejarle continuar. Venció la segunda opción; habíamos llegado demasiado lejos para detenernos ahora. Otros diez o quince metros de soga se hundirían en la oscuridad antes de que José tocara fondo. Sólo entonces, su voz, tan lejana que era apenas inaudible, me llamó a gritos:

– ¡Ana! ¡Baja!

No me hacía ninguna gracia meterme en aquel agujero infecto, pero le obedecí. Me puse el frontal y comencé el descenso. Según bajaba, la galería iba haciéndose cada vez más estrecha y la humedad más sofocante y caliente. Conté doscientos treinta escalones antes de llegar junto a jóse.

– ¡Uf! Esto es peor que el quinto piso de un aparcamiento subterráneo. ¡Y huele igual de mal!

Frente a nosotros, un par de metros más allá, había una puerta metálica.

– ¿Has intentado abrirla?

– ¡No, eso te lo dejo a ti!

– ¡La caballerosidad ha muerto!

La puerta, una simple plancha metálica con un par de goznes y un asidero, estaba fuertemente encajada.

– Lo lamento -dije encogiéndome de hombros-, pero esto es cosa de hombres.

Refunfuñando por lo bajo, con una sacudida, la arrastró hacia atrás lo suficiente para franquearnos el paso.

– Usted primero, señora.

– Muy amable.

El corazón me latía con fuerzai ¿Iba a encontrarme de bruces con los tesoros de Koch? Supongo que esperaba una suerte de nave, o almacén, con todas esas riquezas, perfectamente embaladas, formando pilas de cajas hasta el techo, pero con lo que topé nada más meter las narices en el hueco fue con un viejo y sucio despacho en el que pude vislumbrar las lúgubres figuras de unos deslucidos sillones, una mesa de escritorio, un perchero de pie largo -en una esquina- con un chaquetón negro colgado y, en una cavidad de la pared, unos anaqueles de madera que se pandeaban bajo el peso de algunas decenas de libros deteriorados. ¿Qué demonios hacía todo aquello a cincuenta metros bajo tierra?

– ¿Qué hay? -preguntó José a mi espalda. -Si te lo cuento, no te lo vas a creer. Así que compruébalo por ti mismo.

Ayudándose con las dos manos, propinó un zarandeo brusco y seco a la hoja de la puerta y consiguió entreabrirla un poco más, lo suficiente para colarse rápidamente al interior del pequeño aposento. Soltó un prolongado silbido de admira-

ción.

– ¡Caramba, caramba! Esto sí que es una verdadera sorpresa.

Se acercó hasta la mesa, sobre la que descansaba un elegante juego de escritorio enteramente cubierto de polvo y telarañas, y le oí trastear con algo metálico y pesado.

– ¿ Qué haces? -pregunté acercándome.

Sujetaba en las manos una pequeña lamparilla que, por supuesto, no respondía a los violentos apretones que él descargaba sobre el interruptor.

– ¡Si hay una lámpara, debe haber corriente eléctrica! -exclamó, enfadado.

– Sí, pero rompiendo esa clavija no vas a conseguir restablecer el suministro eléctrico. Déjame ver… En alguna parte tiene que estar la llave del generador. Sigamos el cable. ¿Ves? -Le indiqué con el dedo-. Por allí. Él nos llevará al lugar correcto.

El viejo cordón retorcido desaparecía por un agujerito situado sobre una portezuela de madera, junto al perchero, detrás de la cual descubrimos un magnífico aseo con un gran espejo sobre el lavabo y una estupenda bañera con cortina y todo. El hallazgo nos llenó de alborozo, como si pudiéramos quitarnos los trajes y darnos una ducha que nos devolviera la vitalidad. Me resultó muy extraño con templar el reflejo de mi propia cara en el azogue; casi me había olvidado de cómo era yo en realidad. Abrimos los grifos para ver si funcionaban y el agua empezó a correr, sucia al principio, pero cristalina y fría como el hielo después. Encontramos, incluso, una vieja pastilla de jabón rancio abandonada en un rincón; recordé haber leído en alguna ocasión que los nazis fabricaban jabón con la grasa de los judíos y aparté la vista, disgustada. Otra puerta más, entre el lavabo y la bañera, nos condujo hasta el generador de corriente, albergado en una enorme cámara de cemento. Un par de potentes motores Daimler-Benz, montados sobre sendos estribos de mortero y sacados, probablemente, de antiguos camiones alemanes de transporte, servían de alimentadores al viejo generador eléctrico. Al fondo, bidones y latas cubrían la pared enteriza.

– ¿Funcionará? -pregunté preocupada-. Este material tiene casi sesenta años.

José me dio un rápido beso e hizo el gesto de subirse las mangas para ponerse manos a la obra.

– Confía en mí. Las máquinas son lo mío.

– Las máquinas de los juguetes, cariño, pero no los motores de la Segunda Guerra Mundial.

– ¡Mujer incrédula! Alúmbrame con tu frontal.

Dio vueltas y más vueltas alrededor de los motores, metió los brazos -hasta los codos- por diferentes ranuras, comprobó niveles, limpió cuidadosamente bujías, chicles y bobinas, y, por fin, intentó ponerlos en marcha. Se oyó un clic muy leve, una rotación ahogada y… ya está. No pasó nada más. -¿Qué ocurre?

– No tengo ni idea -rezongó, y se abismó de nuevo en el más profundo estudio de la situación.

Durante una media hora eterna, le fui iluminando girando la cabeza conforme a sus rudos movimientos de una parte a otra de las máquinas. Al final, estaba incluso mareada y, como él no hablaba, también aburrida como una ostra.

– ¿Ya sabes lo que ocurre, José?

– ¡No, maldita sea! ¡No lo sé! Está todo perfectamente conservado. He limpiado desde el carburador hasta la última tuerca. No parece haber ningún fallo. ¡Y, sin embargo, no funciona!

Me rasqué la nuca con suavidad y dije (por decir algo):

– ¿No será que no tienen gasolina…?

Un par de ojos enfurecidos chocaron con los míos, perfectamente inocentes, mientras su foco halógeno se enfrentaba al de mi cabeza.

– ¿Qué has dicho?

– ¡Nada, nada! ¡No he dicho nada!

– ¡Gasolina! ¡Pues claro! -Desenroscó la tapa de los depósitos y los zarandeó, aplicando la oreja-. ¡Vacíos! ¡Ven aquí, mi amor! ¡Eres un genio!

– Sabía que terminarías por darte cuenta.

– Ayúdame a traer la gasolina, anda. Tú coges los jerrycans y me los vas dando, ¿vale?

– ¿Los qué?

– Los jerrycans, esos bidones metálicos que hay contra la pared.

– ¡Ah, los bidones!

– Se llaman jerrycans. Fueron inventados por los alemanes durante la guerra. El nombre se lo dieron los ingleses, que llamaban jemes a los alemanes. Son fantásticos. De hecho, se siguen utilizando hoy en día. Son estancos y el tapón, al darle la vuelta, sirve de embudo.

Destapó el primer jerrycan, y tal como había dicho, utilizó la tapa a modo de embudo para verter la gasolina en el primer tanque. El intenso olor del combustible se extendió a nuestro alrededor como el aroma del incienso en una iglesia. Resultaba asombroso que aquel líquido azulado hubiera resistido el paso del tiempo, pero José me informó que, en los jerrycans, la gasolina no sólo no se evapora, sino que mantiene todas sus propiedades volátiles e inflamables. Por fin, con los depósitos llenos, intentó de nuevo poner en marcha los motores; saltaron las chispas en los electrodos de las bujías y, tras varias sacudidas, algunas convulsiones y bastantes carraspeos, se escuchó, por fin, el rugido vigoroso de los Daimler-Benz produciendo energía mecánica en abundancia. El generador suspiró como un viejo tísico y, luego, cogiendo impulso, se lanzó al trabajo con fanático entusiasmo: las luces del techo se encendieron de golpe, cegando nuestros ojos acostumbrados a la penumbra y convirtiendo aquel agujero de cemento en una brillante calle nocturna de Las Vegas.

– ¡Uf! ¡No veo nada! -exclamé, cubriéndome la cara con las manos-. ¡No volveré a ver nada nunca!

– Eso sin exagerar, por supuesto -se burló José, estrechándome contra él y rodeándome la cabeza con sus brazos.

– Por supuesto. ¿Acaso exagero yo alguna vez? -murmuré por un huequecito. Poco a poco, muy lentamente, fuimos adaptándonos a la luminosidad y acabamos apagando nuestros frontales y contemplando con sorpresa todo cuanto nos rodeaba, como si fuera un lugar nuevo al que acabáramos de llegar. Retrocedimos sobre nuestros pasos y volvimos a pasar por el maravilloso cuarto de baño que ahora, sin embargo, a la luz de las bombillas, aparecía tan mugriento y roñoso como los aseos de una antigua estación de autobuses. José se me adelantó y encendió todas las lámparas del despacho antes de que yo entrara en él.

– ¿Qué te parece? -me preguntó, girando sobre sí mismo para abarcar todo el espacio con su brazo extendido. Manchas de humedad ennegrecían las desnudas paredes de yeso desconchado.

– Me parece que debajo de la suciedad podemos encontrar cosas interesantes.

– Pues repartamos el trabajo: yo subiré de nuevo a las galerías para recoger nuestras mochilas y tú registras la habitación -decidió, y desapareció por la puerta metálica en un abrir y cerrar de ojos.

Contemplé aquel viejo despacho con un gesto de cansancio. ¿ Quién lo había mandado construir y lo había ocupado medio siglo atrás? ¿Quién había estado sentado en aquella silla, vestido con aquella chaqueta de cuero negro, leyendo aquellos libros que olían a papel enmohecido? ¿Sauckel…? Sí, Sauckel, sin duda, Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, ministro plenipotenciario del Reich, responsable del KZ Buchenwald de Weimar, cuyos prisioneros habían construido para él y para Koch la caja fuerte mejor diseñada del mundo. Y, como en toda caja fuerte, me dije, por alguna parte debía existir una cerradura de seguridad cuya combinación sólo Sauckel, y quizá Koch, conocían. Tal vez la cerradura fuera aquel despacho en el que yo me encontraba, situado bajo el centro de la cruz gamada oculta en el trazado de la red de alcantarillado de la ciudad.

Me puse a curiosear en los cajones de la mesa. En el primero de ellos, encontré una carpeta de amarillentas facturas firmadas por Sauckel (lo cual venía a demostrar mis anteriores suposiciones), así como el ejemplar de un periódico austriaco llamado Volks-Zeitung del 20 de abril de 1942 (del que apenas pude comprender algunas palabras por culpa de los indescifrables caracteres góticos, tan del gusto de los nazis), cuya fecha estaba subrayada por trazos rojos. El segundo cajón estaba vacío y en el tercero, y último, al fondo, abandonados como si de unos viejos recuerdos turísticos se tratara, hallé un curioso busto de cera de Adolf Hitler, del tamaño de mi puño, con el pelo y el bigote pintados de betún, y una magnífica pitillera de plata, con un espléndido grabado del mapa de la Prusia Oriental, bajo el cual, bordeado por un diseño de hojas de roble, podía leerse la inscripción: OSTPREUSSEN, en letras mayúsculas, y debajo DIE SCHUTZKAMMER DES VOLKES, O, lo que ES lo mismo, PRUSIA DEL ESTE, PROTECTORA DE LOS PUEBLOS. Al abrirla encontré tres cigarrillos rancios y endurecidos y, en la parte interior de la tapa, también grabada, una reproducción de la firma de Erich Koch con la palabra «Gauleiter» debajo de la rúbrica. El objeto era exquisito y debía tratarse de un regalo especial mandado fabricar en serie para entregar a amigos y dirigentes políticos de la más alta jerarquía nazi, porque en una esquina de la parte posterior encontré el sello de la marca del fabricante: Staatliche Silber Manufaktur Konigsberg Pr.

En los anaqueles, el registro resultó más entretenido. Disfruté contemplando las obras que Sauckel había considerado dignas de ocupar un puesto en aquella restringida biblioteca personal. Le imaginé, aburrido y fastidiado, pasando las horas muertas en aquel despacho mientras los prisioneros sudaban sangre construyendo su cueva de Alí Baba. ¿ Se abriría un panel secreto en alguna pared si gritaba muy fuerte «¡Ábrete, Sésamo!»…? Jamás admitiré haberlo intentado, sólo diré que, poco después, seguí mirando los libros de Sauckel. Al principio no reconocí más que los nombres de algunos autores, pero pronto me descubrí traduciendo los títulos después de limpiar con pañuelos de papel la gruesa capa de polvo que cubría los lomos y las cubiertas: allí estaba Die Leiden desjungen Werther (Las desventuras del joven Werther) y las dos partes del Faust. Der Tragódie (Fausto. Latragedia), de Goethe; Die Relativitatstheorie Einsteins (La teoría de la relatividad de Einstein), de Max Born, publicado en 1920; la edición revisada en 1926 de Der Untergang des Ahendlandes (La decadencia de Occidente), de Oswald Spengler; los dos gruesos volúmenes de Reise ans Ende der Nacht (Viaje al fin de la noche), de Louis-Ferdinand Céline (¡la obraque yo había terminado apenas dos semanas atrás, con la que había amenazado a Ezequiela cuando entró en mi habitación para hablarme del reloj biológico!); y, por último, Aufder Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), la insuperable creación literaria de Marcel Proust, publicada en siete tomos encuadernados en vitela y con los títulos en letras doradas. No podía negarse que Sauckel era un lector exigente y selecto, de una amplia cultura. Jamás dejaría de preguntarme cómo era posible que espíritus de tal naturaleza hubieran caído en manos de una ideología tan histriónica y desquiciada como la nacionalsocialista.

– ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó súbitamente la voz de José desde la puerta.

– ¡Me has asustado! -protesté volviéndome hacia él.

– Lo siento, no era mi intención. Pero te recuerdo que aquí no hay timbre. Bueno, dime, ¿has encontrado algo?

– Nada -suspiré con resignación, devolviendo a su sitio el libro que tenía entre las manos-. Aquí no hay nada. Libros, una pitillera de plata… Nada especial.

– No es lógico. Sabemos que hay un tesoro escondido en alguna parte y hemos venido siguiendo una compleja maraña de pistas hasta llegar hasta este despacho subterráneo. ¿Has buscado alguna abertura oculta, algún panel movedizo, algún compartimento escondido…?

– La verdad es que sólo he registrado el despacho -me justifiqué. José tenía razón: allí, en algún lugar en torno a nosotros, se hallaba la entrada a la cámara secreta donde Koch y Sauckel habían escondido los tesoros robados en Rusia durante la guerra, miles de obras de arte de un valor incalculable entre las que se encontraba el famoso. Salón de Ámbar del zar Pedro el Grande, la «octava maravilla del mundo», el increíble y legendario Bernsteinzimmer, hecho con placas de ámbar dorado del Báltico.

– Bueno, ahora comamos algo y después nos pondremos a la tarea.

El reloj marcaba la una y media de la tarde.

– ¡Tenemos que contactar con Roi! -avisé alarmada..

– Ahora mismo lo hacemos. No te preocupes.

Mientras yo preparaba las exquisitas y deliciosas viandas liofilizadas (estaba harta de aquella comida; me apetecía un buen plato de pasta fresca con mucho queso gratinado), José desembaló los cachivaches electrónicos y le oí llamar repetidamente a Roi.

– ¿Qué pasa? -pregunté, sorprendida.

– Roi no contesta -me respondió.

– No puede ser. Inténtalo de nuevo. ¿Has marcado bien la frecuencia?

– Por supuesto. Pero no recibo señal.

– Quizá tenemos demasiada tierra sobre nuestras cabezas.

– No debería importar. Este equipo es muy potente.

– ¿Es posible que se haya estropeado?

– No sé… -murmuró, pensativo-. Voy a mirar si tenemos correo de Amalia. Así comprobaré si funciona.

Conectó el ordenador portátil al walkie.

Pues no, tampoco hay mensajes de Amalia… -anunció, más desconcertado todavía-. Sin embargo, parece que todo está bien: he podido entrar en la red Packet sin problemas.

– Es raro. Inténtalo de nuevo con Roi.

Pero tampoco tuvo éxito. Nos miramos, paralizados. Por primera vez, nos sentíamos verdaderamente solos y desamparados bajo tierra, como si el mundo exterior hubiera desaparecido y nosotros fuéramos los únicos supervivientes del último y definitivo holocausto mundial.

– ¡No nos preocupemos innecesariamente! -exclamé de improviso, enfadada conmigo misma por mis absurdos temores-. Puede que a Roi se le haya estropeado el walkie, puede que se le haya olvidado la hora de la conexión, puede que se haya visto obligado a faltar a este contacto por algún imprevisto… Y puede que Amalia haya roto mi ordenador y lo esté arreglando a toda velocidad para no morir a mis manos cuando salgamos de aquí. ¿No te parece?

– Puede ser… Volveremos a intentarlo más ' tarde.

Comimos sin dejar de gastar bromas acerca de nuestra estúpida situación. Según José, jamás conseguiríamos salir de aquel laberinto y terminaríamos por crear una raza de humanos acostumbrados a vivir bajo tierra. Cuando dentro de mil o dos mil años los de arriba descubrieran nuestras ciudades, oirían hablar de los primeros Adán y Eva que, en realidad, en la mitología subterránea, se llamarían José y Ana.

– Hay algo a lo que le estoy dando vueltas desde hace tiempo… -apunté cuando terminó de decir tonterías-. Si es cierto que las obras de arte traídas desde Kónigsberg (Salón de Ámbar incluido) están por aquí, escondidas en estos túneles, ¿cómo consiguieron meterlas a través de las bocas de alcantarilla? Algunas galerías son enormes, es verdad, pero las entradas, incluso esa puerta de ahí, son muy pequeñas.

– Yo no lo veo tan complicado. Seguramente, esta estructura empezó a construirse al principio de la guerra. Recuerda que Koch capitaneaba los primeros destacamentos de trabajadores forzados que llegaron a Weimar para levantar Buchenwald y que fue entonces cuando comenzó su amistad con Sauckel. Con toda probabilidad, cuando los nazis emprendieron el saqueo de Rusia en 1941, Koch y Sauckel organizaron este increíble tinglado. Pongo la mano en el fuego que primero llenaron la cámara de tesoros y luego la cerraron, es decir, cavaron el hoyo, lo llenaron y después lo taparon, y disimularon la entrada con la red de suministro de agua de la ciudad.

– No disimularon la entrada. La ocultaron detrás de un laberinto.

– Como verás, eso implica muchas horas de análisis y planificación. Trabajaron a conciencia para que nadie más que ellos pudiera llegar hasta el escondite. Si Hitler hubiera ganado la guerra, al cabo de pocos años hubieran sido dos de los hombres más ricos de Europa, una Europa gobernada por su país y por su partido, y nadie hubiera indagado el origen de su rápido enriquecimiento. Cuando vieron que la guerra estaba perdida, esos tesoros se convirtieron en su salvoconducto, en su garantía personal de supervivencia. – Pero Sauckel murió. Fue ejecutado en Núremberg.

– Pero no su familia ¿acaso no recuerdas que Fritz Sauckel era un antiguo marino mercante, padre de diez hijos? Por eso guardó silencio en Núremberg, es la única explicación posible. Viéndose perdido y sabiendo que, si entregaba los tesoros a los aliados, la alternativa era una cadena perpetua para él en alguna cárcel miserable mientras su familia pasaba estrecheces y necesidades, optó por callar, seguramente tranquilizado por algún pacto entre caballeros establecido con Koch, por el cual éste entregaría la mitad de las riquezas a la numerosa familia de Sauckel.

– Tiene sentido, sí. Pero Koch no cumplió su parte.

– Bueno, no lo sabemos… -murmuró dudoso-. A lo mejor lo hizo.

– Hubiera tenido que hacerlo otra persona por él, y hubiera necesitado ayuda, de manera que este escondite secreto ya no sería tal escondite secreto. ¿Para qué pintar, entonces, el Jeremías con las claves encriptadas en hebreo?

José apretó los labios con gesto de frustración y suspiró.

– Creo que tienes razón. Koch traicionó a Sauckel.

– Bueno -dije con resolución, cogiendo la mano de José-, no creo que el gauleiter de Weimar merezca nuestra compasión. Pongamos manos a la obra, cariño: en este cubículo hay una segunda puerta que debemos encontrar. A ti te toca inspeccionar el cuarto de los motores y a mí el aseo. Luego, los dos volveremos sobre este despacho, por si se me hubiera pasado algo por alto, ¿vale?

Necesitamos dos horas para llegar a la ultrajante conclusión de que no habíamos sido capaces de encontrar nada. Y, sin embargo, yo estaba segura de que lo que buscábamos estaba allí, que lo teníamos delante de nuestras narices y no podíamos verlo. Y eso me exasperaba y me encorajinaba hasta ponerme de un mal humor insoportable. Estaba acostumbrada a bregar con muros, sistemas de alarma, puertas blindadas, cajas fuertes y perros guardianes, pero no con argucias y artimañas mentales capaces de volver loco a cualquiera.

– ¿Nada…? -me preguntó José, desolado, desde el otro lado de la mesa del despacho. Sostenía en la mano la preciosa pitillera de plata firmada por Koch.

– Nada -admití, dejándome caer en uno de los sillones que había a mi espalda.

– ¿Estás completamente segura…? -me miraba como si yo fuera el reo y él el juez.

– ¡Maldita sea, José! ¡Si te digo que no he encontrado nada, es que no he encontrado nada! ¿Crees que te lo ocultaría? ¿Con qué objeto, eh?

– Quiero decir que si no has encontrado nada que te llame la atención, cualquier cosa que te haya resultado extraña, diferente… Lo que sea, desde alguna cuenta de esas facturas de Sauckel hasta un libro o el pedazo de jabón del cuarto de baño..

– Aparte de que ese pedazo de jabón mugriento pueda estar hecho con grasa del cuerpo de los judíos incinerados en Buchenwald (producto abundantemente fabricado en los campos de exterminio nazis), lo único que se me ocurre, así, ahora mismo, es que, entre los libros de los anaqueles he encontrado la versión en alemán de la novela de Céline que leí hace poco, Viaje al fin de la, noche.

– ¿ Viaje al fin de la noche…?

Reise ans Ende der Nacht -le corregí-. Va de un soldado francés que resulta herido durante la Primera Guerra Mundial y que regresa a su país para trabajar de médico rural. Es una novela muy amarga, que resulta estremecedora por ese ritmo alterado y quebradizo del estilo de Céline, ya sabes: muchas admiraciones, muchos puntos suspensivos, frases terriblemente cortas… Céline fue acusado de antisemitismo y colaboracionismo con los nazis al terminar la guerra y estuvo bastantes años exiliado en Alemania y Dinamarca. Aun así, se le considera una de las figuras más notables de la literatura de este siglo. Por cierto que, cuando lo estaba leyendo, una noche entró Ezequiela en mi habitación para pedirme que…

La sangre se me heló en las venas. Enmudecí.

– Para pedirte… -me animó José, desconcertado por mi brusco silencio.

– ¡Lo tengo, José! ¡Ya lo he encontrado!

– ¿Lo has encontrado…? ¿Qué has encontrado?

No le hice caso. De un salto me puse en pie y, como una exhalación, llegué hasta las repisas donde se encontraban los libros. Recordaba perfectamente haber amenazado a Ezequiela con el grueso tomo del Viaje al fin de la noche, un único tomo, no dos como en la edición alemana. Era imposible publicar esa obra en dos partes tan voluminosas como las que allí había. Simplemente, el texto no daba para tanto, aunque lo hubieran impreso con letras del tamaño de una moneda de veinte duros. Podía equivocarme, es verdad, pero menos era nada.

– ¡Mira, mira! -grité alborozada: el primero de los dos libros contenía, en efecto, la novela de Céline. El segundo, sin embargo, resultó ser otro libro completamente distinto, al que le habían añadido unas tapas falsas-. Volk ans… Ge… wehr! Lieder-buch der…Nationalso… zialistis… chen Deutschen Arbei… ter Partei -balbucí dificultosamente. Una cosa es saber leer alemán y otra muy distinta pronunciarlo en voz alta.

– ¡Dios mío, no he comprendido nada! -se quejó José, arrebatándome el ejemplar de las manos y examinándolo con ojos de experto-. Volk ans Gewehr! Liederbuch der Nationalsozialistis-chen Deutschen Arbeiter Partei -moduló con su perfecto dominio de la lengua de Goethe, y, luego, tradujo:- ¡Pueblo al fusil! Libro oficial de canciones del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. Es una edición de 1934.

– ¡Ábrelo!

Haciendo pinza con el índice y el pulgar de la mano derecha, pasó rápidamente las hojas echándoles un ligero vistazo.

– Aquí hay algo -anunció, deteniéndose y abriendo el libro por la mitad.

– ¿Qué hay?

– Mi impaciencia no tenía límites. Asomaba la cabeza por encima de su hombro, en un vano intento por ver lo que había encontrado.

– Una de las canciones está subrayada con lápiz rojo.

– ¿Y qué dice?

– Se titula Hermanos, en minas y galerías. Es de un tal Host Wessel, jefe de las SA de Berlín.

– ¡Tradúcemela, por favor!

– «Hermanos, en minas y galerías -empezó-, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas / ¡seguid la marcha de nuestro Führer! / Hitler es nuestro conductor, / él no recibe paga áurea / que rueda a sus pies / desde los tronos judíos. /Alguna vez llegará el día de la riqueza, / alguna vez seremos libres: / Alemania creadora, ¡despierta! / ¡Rompe tus cadenas! / A Hitler somos lealmente adictos, / ¡fieles hasta la muerte! / Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria.»

– ¿Ya está…?

– Ya está.

– Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria -repetí, como hipnotizada-. Hitler nos ha de llevar…

– Está muy claro -anunció José-. Ea pista es Hitler.

– Eo de «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas» parece hecho a propósito para este lugar.

– Por eso la eligieron Sauckel y Koch. Por eso y porque les venía de maravilla para sus planes. Eos dos versos siguientes son muy claros: «¡Seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¿Qué hay de Hitler por aquí?

– El único que he visto es ese horroroso busto de cera del último cajón de la mesa.

– ¡Ah, sí, el que estaba junto a la pitillera de plata! Es de un mal gusto increíble.

Me encaminé hacia el escritorio y abrí de nuevo el cajón. La cabecita de cera pintada de betún rodó hacia mí, dando tumbos, desde el fondo de la gaveta. La cogí y la examiné cuidadosamente.

– No parece tener nada especial…-dictaminé pasado un momento-. Desde luego no creo que sea la solución a nuestro problema.

– Intenta romperla, o cortarla, o abrirla por la mitad.

– ¡Sí, hombre! -protesté indignada-. Quizá haya que colocarla en algún lugar especial para que se abra la puerta de la cámara del tesoro.

– ¡Qué imaginación más fértil! -rezongó José, arrebatándome al pequeño monstruo de las manos-. ¿Has visto por aquí alguna hornacina con el perfil de este repugnante objeto? ¿No…? Pues entonces déjame a mí.

Intentó clavar en la base del busto la punta de un cuchillo que sacó de la mochila, pero la cera se había endurecido con los años y parecía pedernal. Con mucho esfuerzo, apenas consiguió desprender algunos fragmentos.

– Más vale maña que fuerza -sentencié-. Déjame a mí.

Con mucha parsimonia, encendí el hornillo de gas y, sobre él, puse el pequeño recipiente metálico que utilizábamos para calentar el agua en el que había dejado caer la cabeza de Hitler. La cera vieja puede ser muy dura, le expliqué tranquilamente a José, pero no por ello deja de ser cera. Instantes después, un caldo espeso tiznado de es trías negras empezó a burbujear en el interior de la cazoleta.

– O tienes éxito… -murmuró José-, o has acabado para siempre con nuestras posibilidades de encontrar el Salón de Ámbar.

No contesté. Había visto la esquina de un pequeño objeto metálico aparecer y desaparecer súbitamente en la superficie de la sopa. Apagué el fuego.

– Pásame el cuchillo, por favor -urgí.

Arrastrándola con la punta afilada, arrinconé y, por fin, saqué, una gruesa llave de doble pala guiada.

– ¿Qué te parece? -inquirí, orgullosa, poniéndola delante de la cara de José.

– Parece la llave de una caja fuerte.

– Es la llave de una caja fuerte -corroboré como perita en la materia que soy-. Este tipo de llaves todavía se utiliza hoy en las cerraduras analógicas de alta seguridad. Trabaja con un doble juego de guías dentadas que encajan en dos ejes paralelos de guardas.

– Caramba, parece algo importante. Pero ¿dónde está la caja fuerte que se abre con esta maravillosa llave?

– Bueno -repuse-, no tengo ni idea. Pero, al menos, ahora sabemos lo que debemos buscar: una bocallave, seguramente disimulada.

– ¿Una cerradura, quieres decir?

– Exacto. Así que manos a la obra.

– Vale, pero empiezo a estar harto de este sitio.

– Sí, yo también. Pero no hay otro remedio. Venga.

Algún dios desconocido tuvo piedad de nosotros. Quizá Kermes, que, además de proteger los cruces de caminos, es el bienhechor de los ladrones y el soberano de las ganancias inesperadas. El caso es que encontramos la dichosa cerradura con bastante facilidad: mi amor por los libros me llevó a desalojar en primer lugar los anaqueles de madera para dejar al descubierto la pared posterior, y allí, detrás de Die Relativitdtstheorie Einsteins de Max Born, apareció, no sólo la bocallave buscada, sino también la rueda de combinaciones, de dos discos y, a la derecha, tras los siete tomos en vitela de Auf der Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), de Marcel Proust, el.volante para hacer girar los pestillos. No había, en realidad, caja fuerte: había una enorme puerta acorazada, camuflada bajo una capa del mismo yeso que cubría las paredes, que coincidía con la cavidad en la que encajaban horizontalmente los tableros de madera. ¡Qué tontos habíamos sido al no darnos cuenta!

La llave de doble pala, después de desprender los restos de cera, encajó a la perfección en el orificio y giró las guardas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó José, desconcertado-. Tú eres la experta en cerraduras.

– Ahora, cariño, tenemos un problema. Los discos de la rueda de combinaciones pueden formar hasta cien millones de claves de longitud desconocida. Así que sólo nos queda apelar a la lógica. Si tú, hombre inteligente y miembro de un exquisito grupo de ladrones de obras de arte, pusiste como clave de acceso a tus ficheros secretos el número de una de tus tarjetas de crédito, Sauckel, que fue quien supervisó las obras y utilizó este despacho, debió poner una combinación que reprodujera alguna tontería semejante.

– Gracias por la parte que me toca.

– De nada -suspiré-. De modo que sólo necesitamos saber fechas tales como la de su nacimiento, el de su mujer, los de sus diez hijos, el de su madre… o la de su entrada en el partido nazi, la del día de su ascenso a ministro de Reich, la de…

– ¡Vale, lo he comprendido! Sin embargo, pienso que, si hasta ahora hemos sido guiados paso a paso por multitud de pistas y señales, no tiene por qué ser diferente en este caso. Busquemos en las facturas, por ejemplo, o en las páginas de ese periódico austríaco que hay en uno de los cajones de la mesa.

– ¡El periódico! -exclamé- ¡Eso es! ¡La fecha estaba marcada en rojo, como los versos de la canción! ¡Creo que era el 20 de abril de 1942!

José abrió el cajón y sacó el ejemplar del Volks-Zeitung.

Sí, el 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, Adolf Hitler, según reza, en grandes letras góticas, el titular de portada. Ese día -leyó- hubo una gran celebración en la Cancillería del Reich, en Berlín, y multitud de actos festivos por toda Alemania. El Führer recibió tantos regalos que, para darles cabida, hubo que habilitar varias salas del palacio de Charlottenburg.

No pude contener la risa y solté una estruendosa carcajada.

– ¡Qué mente tan retorcida! -dejé escapar entre hipos-. ¡Qué admirable capacidad para los entuertos! ¿No te das cuenta, José? ¡Charlottenburg! ¡Charlottenburg! ¡Los regalos del Führer se guardaron en Charlottenburg! El Salón de Ámbar, el Bernsteinzimmer, fue construido por Federico I de Prusia para utilizarlo como salón de fumar en su palacio de Charlottenburg, ¿no te acuerdas? Nos lo explicó Roi en el IRC.

José esbozó una sonrisa siniestra.

– Tienes razón; ¡qué mente tan retorcida! «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas -declamó a voz en grito-, ¡seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¡Prueba con la fecha del cumpleaños de Hitler, cariño! ¡Apuesto mi joyería a que se abre a la primera!

Giré los discos hasta formar la combinación «2004» y, con una simple rotación del volante, descorrí, a la primera -como había dicho José-, los cinco pestillos cilindricos de acero cuyos extremos quedaron a la vista cuando empujamos la pared y ésta giró sobre sus goznes, dejando al descubierto el profundo y oscuro túnel de una mina. José, siguiendo su costumbre, procedió a pulsar rápidamente el ancho interruptor de cerámica situado a la derecha y una larga hilera de bombillas desnudas se encendió con titubeos en el techo, dejando al descubierto unas paredes de piedra viva. En el suelo, de tierra negra, apelmazada y húmeda, dibujando el mismo itinerario rectilíneo que la formación de bombillas, unos viejos raíles para vagonetas nos marcaban el camino que debíamos seguir.

– ¿Vamos…? -preguntó José, mirándome risueño.

– Vamos.

La galería, de unos cien metros de largo, se encaminaba hacia un sólido muro de cemento gris, que la cerraba y que formaba ángulo recto con las paredes de piedra. Un vano en el muro daba acceso a un nuevo pasillo de fabricación humana.

– Lo mismo hubiera dado que escondieran sus tesoros en las tripas de la pirámide de Keops -murmuré sobrecogida-. Es igual de divertido. Tengo la sensación de que vamos a encontrarnos con la tumba del faraón de un momento a otro.

– No te preocupes, cariño, yo te protegeré si te ataca la momia.

– A veces tienes un humor bastante negro, José.

– ¡Pensar que siempre había creído que Peón era valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos!

– ¡Soy valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos! -protesté enérgicamente-. ¡Pero es que este lugar resulta tétrico! Es como si flotara un soplo maligno en el aire.

Habíamos llegado al fondo del pasillo, que torcía a la derecha, y allí encontramos dos puertas entreabiertas, una a cada lado. La primera nos introdujo en un espacioso cuarto de paredes alicatadas y suelo de baldosas en el que había una sucesión de duchas, letrinas y lavabos, todo muy lóbrego y sucio; la segunda, en un comedor con un par de mesas en el centro, cubiertas de polvo, y, contra las paredes, vitrinas con platos, vasos y fuentes. Otra puerta, dentro de aquella misma estancia, conducía a un segundo comedor repleto de largos tablones de madera sin desbastar y bancos de similares ca racterísticas. Colgados de los muros, emblemas nazis como banderolas, estandartes, fotografías de Hitler y una placa de hierro con un águila negra de largas alas que sujetaba entre las garras una corona de laurel con una esvástica en el centro.

– ¿Qué se supone que es este sitio? -quise saber, confundida.

– Parece un cuartel. O una cárcel.

Salimos de nuevo al pasillo y seguimos con nuestra inspección, más desconcertados que al principio. Junto a los comedores, unas láminas metálicas, que giraban en ambos sentidos, daban paso a las cocinas, que olían a inmundicias, como si cincuenta años no hubieran sido suficientes para borrar el hedor de los primeros días. Después, el corredor por el que avanzábamos se dividía en dos brazos, a derecha e izquierda. La pared del frente, que iba de lado a lado, mostraba cuatro puertas iguales. José abrió la más cercana a nosotros, miró el interior y retrocedió bruscamente, cerrando de golpe.

– ¡Casi me pisas! -me indigné. José estaba blanco como el papel.

– Lo siento, cariño -musitó.

– ¿Qué pasa? ¿Qué había ahí dentro?

– No lo tengo muy claro… -confesó con un hilo de voz-. Pero creo que será mejor que entre a mirar mientras tú te quedas aquí quietecita.

– ¡No pienso quedarme aquí quietecita! ¡No soy ninguna niña pequeña a la que debas proteger, José! Te recuerdo que he vivido situaciones mucho peores que ésta y que estoy acostumbrada a…

– ¡Vale, vale, pero luego no digas que no te avisé! -me cortó, frunciendo el ceño. Abrió de nuevo la puerta y le vi tantear la pared en busca del pulsador de la luz. Era la primera habitación que encontrábamos a oscuras. Las demás tenían las bombillas encendidas, como si se las hubieran dejado a propósito para controlarlas desde arriba con el generador. Cuando se hizo la claridad, el espectáculo que se ofreció ante nuestros ojos resultó demoledor. Nunca en mi vida hubiera imaginado una tragedia como aquélla, un horror tan espeluznante.

Recuerdo que sentí un golpe atroz en el centro del pecho -como si una piedra me hubiera golpeado en pleno corazón-, cuando vi aquellas filas de cadáveres, aquellos esqueletos todavía maniatados a sus camastros y vestidos con los jirones de las ropas a rayas de los prisioneros de los campos nazis de exterminio. Un gemido me subió por la garganta hasta casi ahogarme. No era miedo, ni siquiera asco o aprensión; era una pena infinita que me hacía albergar contra Sauckel y Koch los peores sentimientos que había experimentado a lo largo de toda mi vida.

José me abrazó y me sacó de allí. Mientras yo permanecía impávida en el mismo lugar en el que me había dejado, él registró las otras habitaciones del pasillo. En todas, lamentablemente, encontró lo mismo: en las dos de la derecha, otros grupos similares de prisioneros atados a sus catres y muertos por ráfagas de metralleta; en la de la izquierda, al fondo, soldados alemanes, sorprendidos por idéntica muerte durante el sueño. Njingún testigo había sobrevivido. Nadie había podido salir de allí para contar lo que había visto.

Lo que más me cabreaba era comprobar que nada había cambiado desde que aquellos pobres hombres habían sido asesinados: los serbios habían construido también sus campos en los Balcanes para llevar a cabo su particular limpieza étnica; las dictaduras sudamericanas habían hecho desaparecer a miles de jóvenes después de torturarlos; en Brasil, los niños morían acribillados en las calles por los disparos de los escuadrones de la muerte que salían de caza al anochecer… Y así, un interminable etcétera de modernos genocidios, tan sanguinarios como el llevado a cabo por los nazis medio siglo atrás.

Me sentía enferma y asqueada. Sólo quería volver a casa y olvidarlo todo. Me importaba muy poco el maldito Salón de Ámbar y las malditas obras de arte.

– ¡Ana, ven! ¡Ven y mira! i El grito de José me sacó del ensimismamiento.

– ¡Lo hemos encontrado, Ana! ¡Ven y mira qué belleza!

Caminé como una autómata hacia el lugar desde el que me llegaba la voz, una puerta situada frente al dormitorio de los soldados, en el extremo del pasillo. Me sorprendió no encontrarle allí cuando la atravesé. Aquello parecía un almacén de provisiones y materiales. Por todas partes podía ver grandes latas de comida y herramientas de trabajo:

desde martillos, punzones y picos, hasta alicates, sierras y tenazas.

– ¡Ven, Ana, ven! ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!

La llamada procedía de algún lugar situado detrás de una de las estanterías abarrotada de guantes de lona, mazos y palas de campaña de la Wehrmacht. Sorteaba los obstáculos ajena a todo, como hipnotizada, dirigida por la voz. Entonces, el brazo de José levantó desde el interior una pesada y oscura cortina de hule, dejándome súbitamente frente a una deslumbrante revelación de oro y luz.

Pero no, no era oro. Era ámbar.

A modo de brillantes colgaduras, largos paneles dorados caían desde un cielo abovedado increíblemente azul hasta un suelo de maderas oscuras donde el nácar dibujaba volutas y olas marinas. Entre los paneles, para romper la monotonía del color, estrechas cintas de espejo reflejaban hasta el infinito la luz de los candelabros del friso (escoltados por alados querubines) y de las lámparas sujetas por brazos de oro al mismo azogue. Tres puertas lacadas en blanco y con ornamentos dorados -una en el centro de cada pared-, idénticas a la que yo había atravesado inadvertidamente al pasar bajo la cortina de hule, sostenían paneles rectangulares realzados con relieves de festones y guirnaldas. Y por si toda aquella barroca fastuosidad no fuera suficiente, por si aquella deslumbrante exhibición de lujosos ornamentos blancos, dorados, amarillos y naranjas no resultara sobradamente perturbadora, piezas y placas de oro puro componían las molduras, cornisas, boceles, acodos y remates.

Di un paso adelante. Luego otro más. Y luego otro y otro… hasta quedar situada en el centro de la altísima y descomunal sala. Una leve capa de polvo cubría las negras maderas del suelo, suavizando el brillo charolado del barniz.

– Jamás… -musité-. Jamás había visto nada tan bello.

– Es un poco rococó para mi gusto -observó José, junto a mí-, pero, sí, bello. Infinitamente bello.,

Durante un buen rato permanecimos mudos, absortos en la contemplación de aquella maravilla que había enamorado el corazón de un zar. El ámbar desprendía un olor especial, como de sándalo y violeta. Quizá había estado expuesto mucho tiempo a tales aromas y los había conservado en su propia materia. De pronto me sobresalté: me había parecido escuchar un rumor sordo a lo lejos.

– ¿Has oído algo, José? -pregunté con el ceño fruncido.

– ¿ Algo…? No, no he oído nada -repuso tranquilamente, cogiéndome de la mano y arrastrándome hacia adelante-. Vamos, que todavía tenemos muchas cosas que ver.

Las cuatro puertas del salón estaban abiertas. Una de ellas, a nuestra espalda, era la que habíamos utilizado para entrar; las dos laterales dejaban ver detrás el muro de roca de la mina. La de enfrente, sin embargo, mostraba una nueva cámara iluminada.

Esta vez sí. Esta vez se materializó la imagen mental que tenía del lugar en el que debían estar escondidas todas las obras de arte y los objetos de valor robados por el gauleiter de Prusia, Erich Koch, durante la invasión de la Unión Soviética. En mil ocasiones había imaginado -aunque mucho más pequeña- esa nave que ahora tenía delante, con todas esas pilas de embalajes que casi llegaban al techo. En realidad, era una galería de piedra escarpada, de proporciones descomunales (debía serlo, pues albergaba perfectamente los elevados paneles de ámbar del salón), cuyo final no podía descubrirse detrás de los cúmulos de cajas y fardos que, poco más o menos, ocultaban todo el piso de tierra.

Un primer y trastornado vistazo nos hizo comprender el alcance del valor de lo que allí había escondido: más de un millar de cuadros de Rubens, Van Dyck, Vermeer, Caneletto, Pietro Rotari, Watteau, Tiepolo, Rembrandt, El Greco, Antón Raphael Mengs, Cari Gustav Carus, Ludwig Richter, Egbert van der Poel, Bernhard Halder, Ilia Yefímovich Krilov, Ilia Repin, Max Slevogt, Egon Schiele, Gustav Klimt, Corot, David… Además de otro millar de dibujos, grabados y láminas de valor semejante. Joyas, objetos de arte egipcio, iconos rusos, tallas góticas, armas, porcelanas, instrumentos de música antiguos, monedas, trajes de la familia imperial rusa, vestiduras de patriarcas, coronas, medallas de oro y plata… Ni siquiera era posible pensar en el precio incalculable de alguno de aquellos objetos sin sentir un desvanecimiento.

Estábamos atónitos, boquiabiertos, deslumhrados. Apenas podíamos creer lo que veíamos. Finalmente, José se me acercó por detrás y me abrazó. Yo sostenía en la mano una lámina de Watteau con el apunte a sanguina de un joven pierrot.

– ¡Los del Grupo no querrán creernos cuando se lo contemos!-me dijo al oído.:,

– Pues tendrán que hacerlo -afirmé, muy decidida-. Aquí hay un montón de trabajo para todos. Piensa por un momento en lo que va a supo ner organizar la salida de todo este material y el transporte a lugares seguros.

– Bueno… -comentó José, pensativo-, para eso tenemos a Roi. Él es el cerebro del Grupo de Ajedrez. ¡Mayores problemas ha resuelto con éxito! Y, por cierto, son casi las once de la noche, cariño. Deberíamos subir para cenar algo y contactar con él. Debe de estar preocupado.

– No, Cávalo, no lo estoy. No estoy preocupado en absoluto.

¿Roi…? ¿Qué hacía Roi allí…? Giramos los dos al mismo tiempo, a la velocidad del rayo, para comprobar que, en efecto, detrás de nosotros, apuntándonos con una pistola, estaba Roi.

Roi no había venido solo. Tres hombres más le acompañaban. Uno de ellos, de una edad similar a la de Roi y vestido con una estrafalaria americana verde, nos miraba desde lejos con expresión risueña. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón (supongo que por el frío) y se mantenía un tanto apartado del grupo, como si aquello no tuviera nada que ver con él. Su aspecto era el de un nuevo rico que se divierte viviendo acontecimientos extravagantes. Tenía el rostro ancho y rubicundo, y los ojos, felinos, hacían juego con la chaqueta. Los otros dos, mucho más jóvenes, parecían sus guardaespaldas: altos, fornidos y musculosos hasta la exageración, mostraban en sus caras las marcas innegables de abundantes peleas. También ellos nos estaban apuntado con sus pistolas. Todos, incluso Roi, parecían estar pasando mucho frío; las ropas que llevaban no eran las adecuadas para las bajas temperaturas de las galerías. -¿Roi…? -balbucí incrédula. Mis ojos iban alternativamente desde su rostro al cañón de su arma, que me apuntaba-. ¿Qué significa esto, Roi?

– Significa lo que estás pensando, Peón.

A pesar de sus setenta y cinco años, Roi seguía teniendo un aspecto imponente. Era más alto que José y vestido con aquel pantalón y aquella chaqueta deportiva aparentaba veinte años menos. Sus ojos grises, tan familiares para mí, me observaban desde debajo de sus erizadas cejas con una insultante frialdad que me heló la sangre. ¿Era aquél el príncipe Philibert a quien conocía desde la infancia, que me había visto crecer, que había sido amigo de mi padre hasta el día de su muerte y que seguía preguntándome por mi tía Juana antes de cada reunión en el IRC…?

– No estoy pensando nada, Roi -murmuré con tristeza-. Me gustaría que me lo explicaras tú.

– ¡Sí, Roi, yo también quiero oír una explicación de tu boca! -confirmó José, desafiante.

– Antes, permitidme que cumpla con las más elementales normas de cortesía. Ana, José…-dijo, y se volvió hacia el hombre de la americana verde-, os presento a mi buen amigo Vladimir Melentiev, el cliente para el que habéis estado trabajando.

¡Melentiev! ¡Aquel viejo insolente era Vladimir Melentiev, el que nos había contratado para que robáramos el Mujiks de Krilov!

– A estos muchachos que están a mi lado no hace falta presentarlos -continuó-. Trabajan para él. Cuidan de su seguridad.

– ¡Pues no parecen cuidarle mucho en este momento! ¡Están bastante ocupados vigilándonos a nosotros! -le espetó José, que no me había soltado ni por un momento. Sentía la presión de sus dedos en mis brazos como si fueran garras crispadas.

Roi soltó una carcajada que reverberó en el túnel de la mina.

– Verás, Cávalo -le explicó cuando consiguió calmar su risa-. Vladimir y yo ya somos demasiado mayores para estas desagradables aventuras. Pável y Leonid se encargarán de terminar con vosotros cuando llegue el momento. Yo, sinceramente, no podría. Debo reconocerlo.

– ¡Menos mal que aún conservas algo de humanidad! -ironizó José. Podía notarle en la voz que, como yo, estaba herido en lo más hondo. Roi también había sido amigo de su padre. Además, tanto para él como para mí (y, por supuesto, para los demás miembros del Grupo), Roi siempre había sido una figura primordial, una personalidad emblemática, profundamente respetada. Él cuidaba de nosotros, cuidaba de que todo saliera bien, organizaba las operaciones, exigía la máxima seguridad… Y ahora nos apuntaba con su pistola como si no nos conociera, como si no le importara matarnos o como si no le importara que Pável y Leonid nos mataran. Aquello era de locos.

– ¿Por qué, Roi? -quise saber-. ¿Por qué todo esto?

– Por dinero, mi querido Peón, por mucho dinero. ¿Por qué otra cosa podría ser si no…? Vladimir sólo desea el Salón de Ámbar. Tiene planes muy ambiciosos y lo necesita. Lo demás, todo lo que hay en esta nave, es para mí. De hecho, es mío -recalcó con un brillo acerado en los ojos-. Verás, Peón, ya lo había perdido todo mucho antes de que llegara esta última y monstruosa crisis económica. Tenía, incluso, hipotecado el castillo y sólo me quedaba la pequeña fortuna que Rook me invertía en bolsa con más o menos habilidad. En este momento ni siquiera tengo ese dinero. No tengo nada. Ni un franco. Las deudas han acabado con todo mi capital.

– ¿Y dónde has metido todo el dinero que hemos ganado con nuestras operaciones? ¡Es mucho, Roi! No puede ser que hayas llegado a estar tan arruinado.

– Sí, mi querida niña -confirmó, dulcificando por fin el gesto y la voz-. Completamente arruinado. Había especulado peligrosamente en ciertos mercados de alto riesgo y salió mal. Aguanté todo lo que pude, pero, al final, me hundí.

– Armas -declaró lacónicamente Melentiev.

– ¿Armas…? -No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Roi metido en el tráfico de armas?

– Bueno, armas y algunas otras cosas -nos aclaró un poco azorado-. No importa. El caso es que salió mal. Entonces recibí la visita de Vladimir. Conocía la existencia del Grupo de Ajedrez desde muchos años atrás, prácticamente desde que lo fundé en los años sesenta con ayuda de tu padre, Cávalo, y también del tuyo, Peón. El KGB siempre ha sabido que yo era un ladrón de obras de arte, aunque no me vincularon con el Grupo hasta más tarde. -¡Saben quiénes somos! -exclamó José, aterrado. La seguridad de Amalia se me atravesó en el estómago: ¡la niña podía estar en peligro!

– ¡No, eso no! -profirió Roi-. Sólo me conocían a mí. En aquellos tiempos, yo no trabajaba únicamente con el Grupo de Ajedrez. De hecho, si lo fundé, fue para encubrir otras actividades que llevaba a cabo yo solo. Vuestros padres, por ejemplo, nunca supieron que realizaba operaciones al margen. A veces, incluso, preparaba para ellos algún robo que me servía para ocultar otro más importante.

– El príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers -silabeó lentamente Melentiev con su acusado acento ruso- era una celebridad en el KGB. Creíamos que actuaba solo, hasta que los ordenadores relacionaron los robos del Grupo de Ajedrez con sus movimientos. Estaba muy vigilado -terminó.

– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! -tronó José, apretándome los brazos con más fuerza-. ¡No puedo, Ana, no puedo creerlo! ¡Nos ha traicionado!

– ¿Y de qué conocías a Melentiev? -pregunté exasperada-. ¿Por qué nos metiste en esto? ¿Por qué ahora?

La idea de la muerte no entraba en mi duro cerebro. No recuerdo haber creído ni por un instante que iba a morir. Quizá, eso sí, me angustiaba que le hicieran daño a José. Perderle tan pronto no entraba en mis planes. No sé si es que la mente tiene extraños recursos defensivos y no ve lo que no quiere ver, o que yo sabía, por alguna premonición inexplicable, que todavía no había llegado mi hora. -Bueno, lo cierto es que a Melentiev lo conozco desde hace mucho tiempo. Hemos trabajado juntos en alguna ocasión, ¿verdad, Vladimir? -El ruso asintió con Ja cabeza y se cerró el cuello de la discreta americana verde con una mano. El desgraciado tenía un frío de mil demonios-. Mi viejo amigo es un ruso cabal y orgulloso. Su espíritu capitalista no soporta la miseria de sus compatriotas. Cree que Yeltsin es un inepto, un pelele puesto al frente de su país por Estados Unidos, que le mantiene en el poder a cualquier precio, ayudándole a salir de los atolladeros en los que él sólito se mete por su incompetencia. Vladimir cree que la salud de Yeltsin no aguantará hasta las elecciones presidenciales del año 2000. Por eso necesita urgentemente el Salón de Ámbar… -Se quedó en suspenso unos instantes, como dudando, y luego continuó-. Pocos días antes de morir en Barczewo, Erich Koch le habló del Jeremías. Le dijo que muchos años atrás, antes de ser capturado, había pintado un cuadro en el que había escondido las claves para encontrar sus tesoros, pero que ni él ni nadie lo encontraría jamás. Le dijo que estaba muy bien escondido detrás de otro cuadro. Vladimir no informó a sus superiores acerca de esta última fanfarronada de Koch, que muy bien podía ser cierta. Durante años realizó investigaciones por su cuenta hasta que descubrió la existencia de Helmut Hubner. Hubner fue quien pilotó desde Kónigsberg a Buchenwald el Junker 52 a bordo del cual viajaron los paneles del Salón de Ámbar. -Se detuvo de nuevo y miró a su alrededor-. Todas estas maravillas que veis aquí llegaron por tierra, en camiones, pero el Salón de Ámbar vino volando desde Prusia. Era la forma más segura y discreta. Hubner nunca supo lo que transportó en aquel vuelo, pero Vladimir ató cabos y Ib adivinó. De ahí al regalo de Koch, el Mujiks de Krilov, como agradecimiento a Hubner por haberle alojado en su casa de Pulheim, en Colonia, durante cuatro años (hasta que fue detenido por los aliados), no había más que un paso. Cuando vino a verme, hacía ya mucho tiempo que Vladimir conocía la existencia del Jeremías detrás del Mujiks. Pero Hubner se había negado en redondo a vender el lienzo de Krilov y, además, aunque lo hubiera vendido, habría sido imposible para Melentiev descifrar las claves de Koch y llegar hasta este magnífico escondite. Era un desafío que el Grupo de Ajedrez sí podía afrontar, y yo le aseguré que nosotros lo conseguiríamos, que encontraríamos el Salón de Ámbar. Y ya veis que no me equivoqué -sonrió con orgullo-. Ahora, Vladimir podrá entregar el salón a su propio candidato a la presidencia de Rusia, Lev Marinski, del Partido Nacional Liberal (de corte ultranacionalista, debo añadir), a quien, sin duda, este increíble golpe de efecto ayudará mucho en las próximas elecciones. Seguro que se hará con la victoria y que sabrá ayudar a sus amigos cuando tenga el poder.

– ¡SUÉLTALOS, ROÍ! -gritó a pleno pulmón la voz de Láufer-. ¡SUÉLTALOS AHORA MISMOo MATO A MELENTIEV!

Me había llevado un susto de muerte. José también se sobresaltó ostensiblemente a mi espalda. ¡Láufer! ¡Láufer estaba allí! Aquello empezaba a parecer una reunión del Grupo. El bueno de Heinz había entrado sigilosamente en la nave mientras Roi se explayaba a gusto contándonos los entresijos de la que empezó siendo Operación Krilov y, aprovechando la colocación rezagada de Melentiev, le había apresado, poniéndole al cuello un peligroso punzón que había cogido del almacén de comida y herramientas. A partir de ese instante, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente: el desconcierto creado por la sorprendente aparición de Láufer fue muy bien utilizado por José, que se abalanzó sobre Roi y le desarmó fácilmente. Roi era un viejo de setenta y cinco años, helado de frío y falto de reflejos, así que no opuso ninguna resistencia, rindiéndose sin forcejeos. También yo aproveché bien la situación, desarmando de una certera patada a uno de los guardaespaldas de Melentiev, mientras el otro se quedaba paralizado como una estatua por miedo a que Láufer atravesara el cuello de su jefe con el afilado pincho de hierro.

Así que, en cuestión de unos segundos, la situación había dado un giro completo. Ahora, José amenazaba a Roi con la pistola, Láufer seguía reteniendo a Melentiev y yo estaba maniatando, con las correas de cuero de unos fardos cercanos, a los muchachotes rusos.

– No te atreverás a matarme, Cávalo -afirmó Roi muy sonriente, mirando fijamente a su guardián.

– No apuestes nada por ello -le respondió José, clavándole el cañón de la pistola en las costillas.

Yo sabía que Roi tenía razón, quejóse no sería capaz de hacerlo, por eso me apresuré con las ataduras de Pável y Leonid y corrí a maniatar al príncipe. Quería que José soltara el arma; me repugnaba verle con esa cosa negra en la mano. También sabía que Láufer no podría hacerle daño a Melehtiev, así que me di mucha prisa con el príncipe Philibert y fui rápidamente hacia el mafioso. En un santiamén todos estaban maniatados y sentados en el suelo, apoyados contra una montaña de cajas llenas de cuadros.

Sólo entonces me abracé a Láufer como una loca, llorando de alegría.

– ¡Cómo me alegro de verte! ¡Cómo me alegro de verte! -repetía una y otra vez entre beso y beso. No es que yo sea muy expresiva con mis afectos, pero hay momentos en que la situación me desborda y no puedo evitar hacer el ridículo. Gruesos goterones me resbalaban por las mejillas hasta caer en la camisa del bueno de Heinz, que me estrechaba también, emocionado. Sólo después de mucho rato me di cuenta de que el pobre estaba temblando como una hoja. Me separé, me sequé los ojos y le observé-. ¡Estás congelado, Láufer!

– ¡Aquí hace mucho frío! -castañeteó entre dientes.

– ¡Vamos al despacho!-propuso José.

– ¿Y qué hacemos con esos cuatro? -pregunté, volviéndome a mirarlos. Los ojos de Roi se cruzaron, burlones, con los míos. Debí sospechar entonces que estaba tramando algo, pero, desgraciadamente, no lo hice. Me sentía mucho más preocupada por Heinz. Sabía, eso sí, que teníamos un grave problema con ellos: matarlos, no los íbamos a matar, eso estaba claro, pero tampoco podíamos entregarlos a la policía, ni dejarlos allí, ni llevarlos con nosotros, porque, sin duda, una vez arriba, intentarían liquidarnos en cuanto tuvieran ocasión.

– ¡Que se queden ahí! -respondió José con desprecio, alejándose con Láufer-. Dentro de un rato les bajaremos algo de comida.

Una punzada me atravesó el corazón y no fui capaz de marcharme sin haber dejado caer sobre Roi y sus estúpidos compañeros un puñado de pesadas y preciosas vestiduras imperiales. Eso, al menos, les quitaría el frío. Luego, me fui. Eché a correr en pos de José y^ de Heinz que ya habían atravesado el Salón de Ámbar.

Cruzamos el cuartel, subimos por la mina y alcanzamos el despacho de Sauckel con tanta alegría como si fuera un viejo hogar. Allí estaban nuestras mochilas, y también el hornillo, sosteniendo todavía la cazoleta con los restos de cera. José arrancó la chaqueta de cuero negro del perchero y se la puso a Heinz por los hombros, no sin antes haberle dado un par de buenos guantes y el jersey que guardaba para ponerse cuando saliéramos al exterior. En el despacho hacía bastante calor, un calor húmedo y pegajoso, pero nuestro héroe tenía el frío metido en el cuerpo desde que había cruzado la red de alcantarillado a toda velocidad para llegar hasta nosotros.

Mientras preparábamos unos platos abundantes de puré de patatas con extracto de carne, Láufer nos explicó que su milagrosa aparición había sido obra de una intrépida jovencita llamada Amalia. La boca de José se abrió desmesuradamente y yo dejé de remover el puré para soltar una exclamación de dolor y chuparme el dedo que acababa de quemarme con el borde del recipiente metálico.

– ¿Amalia…? -preguntó estupefacto el padre de la artista.

– ¿Tu hija se llama Amalia, no? ¡Pues esa misma!

– ¿Qué demonios…? -empecé a decir, pero Láuf er me cortó.

– Veréis, ¡yo no tenía ni idea de todo esto! -exclamó, señalando con la barbilla todo el despacho-. No sabía que estabais aquí. Desde la última reunión del Grupo, el 11 de octubre, no había tenido noticias de nadie, así que ayer jueves por la mañana se me ocurrió mandar un e-mail a Roi para preguntarle cómo iba el asunto de Weimar.

– ¡Roi nos dijo que estabas demasiado ocupado para colaborar con nosotros! -le conté-. Creímos que te habías negado a participar.

– ¡Pero si yo no sabía nada! -insistió-. A mí no me dijo nada.

José y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Roi nos había engañado desde el principio.

– En fin… -prosiguió-, la cosa es que por la noche me subía por las paredes. Roi no había contestado a mi mensaje y hacía más de un mes que no tenía noticias. Así que te mandé un mail a ti, Ana, utilizando tu dirección normal de correo electrónico, la de tu servidor. Ya sabes que todos los mensajes entre nosotros pasan por el ordenador de Roi, de modo que no tuve más remedio.

– ¡Me enviaste un mensaje sin codificar! -me alarmé.

– ¡Bueno, no es tan grave! -protestó dando buena cuenta de la primera cucharada de puré caliente-. ¡No te decía nada peligroso!

– ¡Eso no importa, Láufer! ¡Es una irresponsabilidad por tu parte!

– ¡Pues esa irresponsabilidad te ha salvado la vida! -se defendió con la boca llena-. Porque no sé si lo sabrás, pero la hija de José se pasa el día delante de tu ordenador y, gracias a eso, recibió y leyó mi mensaje.

– ¿Ha estado leyendo mi correo privado? -me escandalicé, mirando a su padre con ojos asesinos.

José hizo un ruidito apaciguador con los labios y me cogió de la mano.

– Amalia me contestó inmediatamente, muy asustada. Me dijo que estabais aquí desde hacía once días y que creía que yo lo sabía. En cuanto me repuse del ataque de pánico (al principio creí que era una trampa de la policía), le mandé urgentemente otro mail citándola en un canal codificado y con clave del IRC. ¡Tu hija sabe mucho de informática, José! ¡Me gustaría conocerla! Tendríamos mucho de que hablar… Por supuesto, en cuanto los dos estuvimos dentro del canal bloqueé las entradas y la acribillé a preguntas. Tenía que comprobar que era quien decía ser y que lo que intentaba contarme era cierto. Lo primero que hice fue mandar un troyano a tu máquina, Ana, para averiguar de quién era el ordenador que tenía al otro lado. Eché un vistazo y me quedé más tranquilo: todas tus cosas estaban allí dentro.

Empezaba a sentirme como un insecto bajo la lupa de un equipo de científicos locos. Ya no había privacidad en mi vida, me lamenté. Mi ropa interior había sido expuesta al público.

– ¿A que no sabéis cómo averigüé que era la verdadera Amalia…? -José y yo negamos pacientemente con la cabeza. Heinz sonrió muy ufano-. Le pregunté qué contenía el paquete que había enviado para ella desde Alemania. Me dijo que una muñequita de hojalata que se deslizaba por una pista nevada, una Marklin fabricada en 1890. ¡Bingo! ¡No me negaréis que fue una pregunta genial! -José y yo le confirmamos su genialidad con la cabeza-. Bueno, el resto ya lo podéis imaginar. Me contó toda la historia y nos dimos cuenta de que corríais un gran peligro. Una chapuza como la que había organizado Roi no podía significar otra cosa. Cogí el coche y, sin dormir, me vine a Weimar. Amalia me había indicado qué entrada a las galerías debía utilizar para caer lo más cerca posible de este sitio.

Sentí curiosidad y le pregunté cuál era.

– ¡No te lo creerás! -me dijo con los ojos brillantes.

– Inténtalo.

– ¡Estamos exactamente debajo del campo de concentración de Buchenwald!

– ¡Qué!

– ¡Te lo aseguro! Debajo mismo del campo, en un paraje llamado Ettersberg.

Mil ideas cruzaron mi cabeza en décimas de segundo. ¡Así que el Gauforum y el KZ Buchenwald estaban comunicados por túneles bajo tierra! ¡Así que no era debajo del Gauforum donde se escondía el Salón de Ámbar, sino debajo de Buchenwald!

– Entré por una boca de alcantarilla que hay en la Blutstrasse [10], el camino que comunica Weimar con el campo, construido con hormigón por los propios presos, y…

Fue entonces cuando sentí un dolor agudo en el costado y un brazo que rodeaba con brutalidad mi garganta hasta cortarme la respiración. Escuché una exclamación y algunos golpes, pero no supe exactamente qué estaba pasando hasta que oí la voz de Roi junto a mi oreja:

– ¡Dame las pistolas! ¡Dame las pistolas o la mato!

Me revolvía, furiosa, tratando desesperadamente de apartar con las dos manos aquel cepo que me impedía respirar. Pero cuanto más forcejeaba, más notaba el doloroso pinchazo en el costado.

– ¡Dame las pistolas, José, o la mato! ¡No bromeo!

Oí un disparo. Y luego otro. En realidad oí también el silbido de las balas pasando muy cerca de mí. Pero cuando, por fin, una bocanada de aire logró entrar en mis pulmones, perdí el conocimiento.

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