EPÍLOGO

No es que yo sea una delicada flor de invernadero que se desmaya en cuanto escucha una palabra soez. Es que el brazo de Roí me había impedido respirar durante demasiado tiempo y mi cerebro había dejado de recibir oxígeno. Por eso caí al suelo sin sentido en el mismo momento en que José disparaba y mataba al príncipe Philibert.

Roi había aflojado sus ataduras en cuanto abandoné la nave de las obras de arte. Supongo que se dio cuenta de mi precipitación y nerviosismo a la hora de maniatarle y debió colocar las manos de manera que las correas quedaron completamente sueltas. Luego mató a Vladimir Melentiev y a sus secuaces con el mismo puñal de oro y pedrería con que me había pinchado a mí. Lo cogió de una de las colecciones de armas robadas por Koch en algún museo de San Petersburgo. Matando a aquellos tres desgraciados, se aseguraba la posesión, no sólo de los tesoros contenidos en la nave, como había pactado con Melentiev, sino también del Salón de Ámbar, cuyo valor era incalculable.

Luego había cruzado el cuartel y había llegado hasta el extremo de la mina, justo al otro lado de la puerta acorazada, y allí había permanecido hasta que encontró el momento adecuado para atacar a la persona que estaba más cerca de su escondite, o sea, yo. Le había salido perfecta la jugada, pues José había cogido las tres pistolas antes de salir de la nave y, atrapándome a mí, se aseguraba que éste se las devolviera. Pero calculó mal la reacción de José. Éste, al verme flaquear, creyó que me había clavado de verdad el puñal (¡poco faltó, desde luego!) y, ciego de ira, cuando Roi creía que se disponía a darle las armas, sujetó fuertemente una de ellas y le disparó a la cabeza, con tan buena puntería que acertó.

José, Heinz y yo abandonamos aquella misma noche las alcantarillas de Weimar por la boca situada en las inmediaciones de Buchenwald, no sin antes enterrar bajo la tierra negra y húmeda de la mina los cuerpos del príncipe Philibert y de Vladimir Melentiev y sus gorilas. Los otros, los que permanecían en sus camastros del cuartel, tendrían que esperar hasta nuestra siguiente visita.

Ya en el coche de Heinz, mientras nos alejábamos de la puerta del KZ, nos pusimos en contacto con Amalia y con Ezequiela a través del móvil. Hablamos con ellas largo y tendido, aunque sin entrar en detalles sobre lo ocurrido. Los teléfonos móviles son muy poco seguros, pues cualquiera puede captar la señal con un vulgar escáner y seguir punto por punto la conversación. Las tranquilizamos mientras Láufer conducía por las autopistas alemanas en dirección a su casa de Bonn, donde nos quedamos un par de días descansando después de tanto ajetreo. José pudo afeitarse por fin y quitarse la barba, pero yo llegué a la conclusión de que me gustaba más con pelo en la cara y le hice prometer que volvería a dejársela. También prestamos atención a otros importantes aspectos mientras estuvimos con Heinz: se hacía necesario desmantelar el sistema informático del Grupo de Ajedrez. La desaparición de Roi (que, evidentemente, tenía visos de prolongarse para siempre) acabaría llamando la atención de alguno de sus allegados, de manera que Láufer destruyó, a distancia, el contenido del disco duro de la máquina del príncipe, llevando a cabo un formateo de la unidad que hacía imposible la recuperación de los datos. No creímos que Roi hubiera sido tan inconsciente de dejar por ahí papeles o fotografías. Ninguno lo hacíamos, precisamente por su insistencia en temas de seguridad, de manera que nos sentimos bastante tranquilos después de esta intervención. Sólo hubo una cosa que Láufer no borró y que transfirió íntegramente a su ordenador: el fichero en el que Roi guardaba la lista de los clientes 'del Grupo y de los coleccionistas de arte más importantes del mundo.

Rook y Donna recibieron un mensaje anónimo muy sencillo en sus direcciones públicas de correo electrónico: una sola palabra, «Jaque», cargada para ellos de significado. A partir de ese momento, debían estar en alerta, vaciar sus ordenadores, eliminar la menor señal de su pertenencia al Grupo de Ajedrez y esperar instrucciones.

José estaba muy preocupado por su coche, abandonado en el destartalado garaje del edificio en ruinas de la Rómerhofstrasse de Francfort, y por el viejo Mercedes azul oscuro que habíamos dejado en Weimar. Láufer le aseguró que él mismo iría a Francfort a recoger el Saab y que se haría cargo del vehículo hasta quejóse pudiera recuperarlo. En cuanto al Mercedes, llevaba dieciséis días aparcado en el mismo lugar y no sabíamos qué habría podido ser de él. Aparte de que desconocíamos por completo la procedencia del automóvil, podía hallarse en esos momentos en el depósito de la policía, por ejemplo, o, en el peor de los casos, sometido a vigilancia, a la espera de que apareciera el dueño. Esto último no era probable pero, como estábamos tan histéricos, Láufer indagó en los ordenadores del Rathau de Weimar y, después de dar muchas vueltas, encontró una breve nota que daba cuenta de la recuperación, en la misma calle que nosotros habíamos dejado el coche, de un vehículo de idénticas características (aunque diferente matrícula) a otro desaparecido de un taller de reparaciones de Francfort a mediados de octubre. Supusimos que lo habrían restablecido a su verdadero propietario sin hacer más averiguaciones – como era lo normal en estos casos-, y, recordando que, además, no habíamos dejado nuestras huellas, nos tranquilizamos y nos olvidamos del tema.

A primera hora del martes 17 de noviembre embarcamos, por fin, en un vuelo con destino a Madrid. Una vez en Barajas, estuvimos haciendo tiempo hasta la hora de comer y luego salimos del aeropuerto con un grupo de pasajeros franceses que acababa de arribar. Viajamos en taxi hasta Ávila, hablando, en francés, de tonterías, y, a media tarde, entramos por la puerta de mi casa como dos náufragos que ponen el pie en tierra firme después de muchas semanas de mar. Amalia y Ezequiela nos abrazaron como si fuéramos dos niños perdidos y hallados en el templo, pero mucho más se abrazaron entre sí cuando, tres días después, José y la niña partieron en tren rumbo a Oporto. A Amalia se le habían subido mucho los humos a la cabeza tras su intervención en la aventura, pero, aunque no le restó importancia y supo valorar su actuación, José no permitió que se pusiera tonta y, con cuatro frases, la devolvió a su condición de adolescente de trece años que todavía tenía que seguir yendo al colegio. Una noche, cuando José ya dormía, me levanté de la cama y entré en mi antigua habitación. Amalia se despertó de golpe y me miró sorprendida. «Sólo quiero darte las gracias a solas -le dije sonriente-, sin ti no estaríamos aquí. Si, cuando seas mayor, deseas entrar en el Grupo, tendrás todo mi apoyo. Pero no se lo digas a tu padre, ¿vale? Creo que no estaría de acuerdo conmigo. ¡Ah!, y puedes venir a esta casa cuando quieras y usar mi ordenador.» Era todo un pacto. Amalia me abrazó muy fuerte y yo le respondí, lo cual, para dos caracteres tan secos como los nuestros, era toda una alianza. Mi criada también se había encariñado realmente con la niña y me expresó ampliamente su satisfacción por la aparente estabilidad de mi relación con el padre de la criatura. Llegó a insinuarme, incluso, que no le importaría dejar Ávila y vivir en el país vecino si yo lo creía necesario». Por supuesto, le cerré la boca con unas cuantas inconveniencias.

La vida volvió a la normalidad antes de que nos diéramos cuenta. Todos los fines de semana, en Oporto o en Ávila, José y yo nos encontrábamos y pasábamos un par de días juntos, a veces con la niña y otras veces sin ella, según tocara. Empezó a formar parte de mi rutina el bajar los viernes a Madrid para coger el avión o para recibir a José. Habíamos establecido un modus vivendi cómodo y agradable, aunque él se resentía y lamentaba como un condenado a cadena perpetua. Pero el truco estaba en no hacerle ningún caso.

Gracias a la base de datos salvada por Láufer antes de aniquilar el contenido del ordenador de Roi, rescatamos el nombre del coleccionista francés que había comprado el icono ruso robado por mí del iconostasio de la iglesia ortodoxa de San Demetrio, en San Petersburgo. A mediados de diciembre, todavía bastante asustados por las repercusiones que pudiera tener lo ocurrido en Weimar, dejamos el icono en los aseos de una gasolinera de las afueras de Lyon y, seis horas después, recogimos quinientos mil dólares en la consigna de la estación de autobuses. Estábamos muy preocupados e inseguros, por eso hasta principios de marzo del año siguiente no nos atrevimos a convocar un encuentro con Rook y Donna.

Habían transcurrido ya cuatro meses. Weimar festejaba su situación de Ciudad Europea de la Cultura 1999 y salía con frecuencia en los telediarios, aunque, significativamente, jamás se mencionaba su pasado nazi ni la existencia en las afueras del KZ Buchenwald.

La ausencia de Roi había pasado bastante inad vertida en los círculos del arte, como si nadie quisiera recordar que le había conocido o como si todo el mundo diera por sentado que se había fugado a una isla paradisíaca de las Antillas Francesas para disfrutar de una merecida jubilación. La desaparición de Melentiev, según supimos después, fue rápidamente cubierta por su hijo, Nicolás Serguéievich Rachkov, quien ya ostentaba la dirección de los negocios familiares desde mucho tiempo atrás.

El 2 de marzo de 1999 celebramos una primera reunión en el IRC, convocada por Heinz a través de un nuevo sistema de encriptación de correo escrito por él. En aquel breve encuentro decidimos que había llegado el momento de que cambiaran algunas cosas en el Grupo de Ajedrez. Acordamos encontrarnos personalmente, los cuatro, el lunes siguiente, 8 de marzo, en el hotel Casuarina Beach, situado en el paraje llamado Anse aux Pins, de la isla Mahé, en las Seychelles, y así, mientras nos tostábamos al sol en las playas de arena blanca, frente a unas aguas de color turquesa, o disfrutábamos de un espectáculo criollo al anochecer, podríamos hablar apaciblemente de los muchos temas que teníamos pendientes y tomar todas las decisiones que había que adoptar para el futuro.

No ocurrió exactamente así, pero fue muy emocionante reunimos de madrugada en la habitación de Láufer, con las ventanas cerradas a cal y canto y el susto recorriéndonos el cuerpo. Rook resultó un poco más estúpido, más ambicioso y más feo de lo que parecía por Internet (un británico de esos con paraguas, tirantes, bombín y alma de yuppy posmoderno), pero Donna se reveló como una mujer excepcional, con las ideas muy claras y una saludable y desmedida pasión por el arte. Sólo éramos cinco, y no seis, las piezas de ajedrez reunidas aquella noche en el Casuarina Beach. Desde el principio resultó evidente que constituíamos un grupo descabezado, carente de líder -de Rey-, pero teníamos buena voluntad y muchas ganas de seguir adelante. Además, y esto era lo verdaderamente importante, poseíamos un inmenso tesoro enterrado en el subsuelo de Weimar.

Estaba el sol en lo alto cuando llegamos, por fin, a la conclusión de dejar el Salón de Ámbar en su escondite. Barajamos múltiples posibilidades porque nos molestaba no encontrar una solución, pero era obvio que no estábamos cualificados para un trabajo de semejante envergadura: necesitaríamos, como mínimo, un amplio equipo de personal especializado, amén de un material de trabajo exageradamente llamativo (excavadoras, grúas, carretillas elevadoras, etc.) y una enorme flota de camiones para el transporte. Además, ¿dónde podríamos guardar algo así? ¿Dónde esconder, en buenas condiciones, unos gigantescos paneles de ámbar dorado de más de dos siglos de antigüedad? Mejor dejarlo donde estaba, decidimos, por lo menos hasta que vaciáramos de obras de arte el almacén contiguo. En eso hubo unanimidad y conformidad desde el primer momento. Se imponía establecer una periodicidad de visitas al entramado de galerías de Weimar para ir despejando la nave. Entrando y saliendo por Buchenwald, en uno o dos años podría mos haber sacado todo lo que Sauckel y Koch habían escondido y no habría ningún problema para vender un material tan bueno en el amplio mercado de los coleccionistas privados.

Donna apuntó la posibilidad de devolver, bajo manga, el Salón de Ámbar a los rusos, es decir, a través de un comunicado anónimo o algo así. Pero Láufer señaló que eso crearía un conflicto diplomático entre Rusia y Alemania, todavía enfrentados por el asunto del tesoro de Troya, descubierto en el siglo xix por el arqueólogo alemán Heinrich Schliemanh. Al parecer, los soviéticos se lo llevaron a la URSS como «trofeo de guerra» al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La verdad, me dije, es que todos tenían muchos motivos por los que callar.

Así pues, nos quedamos con el salón. Algún día, quizá, podría servirnos para algo, podríamos sacarle algún provecho (no necesariamente económico) o podríamos necesitarlo como moneda de cambio, como quiso hacer Erich Koch. Aunque, tal vez, lo devolveríamos en cuanto se dieran las circunstancias adecuadas. El tiempo lo diría.

Con un solo voto en contra (el mío), se aprobó también la moción de «alquilar» una o dos celdas más a mi tía Juana en el monasterio de Santa María de Miranda. De ese modo, me explicaron pacientemente, podríamos guardar las piezas ya vendidas hasta su entrega. Les dije que únicamente imponía una condición: que las demandas de dinero de mi tía para sufragarla rehabilitación de su cenobio corrieran a cargo de los beneficios del Grupo. Estaba hasta el gorro de que esa vampira me chupara la sangre sólo a mí. Aceptaron, naturalmente, y yo me tuve que tragar la bilis que me subía por la garganta. ¡Se iba a hacer de oro la madre superiora!

El Grupo de Ajedrez, hoy en día, sigue trabajando sin descanso (por pura afición, es cierto). Desde entonces, nos han ocurrido otras muchas cosas: con gran satisfacción por mi parte, antes de un año habíamos nombrado un nuevo Roi, alguien estupendo que cumple magníficamente sus funciones, y poco después sucedió lo del… Pero, no, que ésa es otra historia.

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