En la austera y enorme catedral de Santa Maria del Fiore, Bernardo Bandino Baroncelli, de pie ante el altar, luchaba por controlar el temblor de sus manos. No podía, por supuesto, del mismo modo que no podía esconder de la mirada de Dios la maldad en su corazón. Apretó las manos unidas en un gesto de plegaria y se las llevó a los labios. Con voz vacilante, rezó por el éxito de la pérfida empresa en la que se había metido y pedía el perdón si triunfaba.
Baroncelli dirigió sus pensamientos al Todopoderoso: «Soy un hombre bueno. Siempre he deseado el bien para todos. ¿Cómo he llegado hasta aquí?».
No obtuvo respuesta. Baroncelli fijó su mirada en el altar, de madera oscura y oro. A través de los vitrales de la cúpula, el sol de la mañana derramaba sus rayos, que iluminaban el polvo en el aire y arrancaban destellos de los adornos de oro. La visión evocaba el puro paraíso. Sin duda, Dios estaba allí, pero Baroncelli no sentía la presencia divina, solo su propia maldad.
«Dios, perdona a este desgraciado pecador», murmuró. Su plegaria se sumó a los centenares de voces que susurraban en el interior de la inmensa iglesia de Santa Maria del Fiore; en este caso, la flor era un lirio. El santuario era uno de los más grandes del mundo, y había sido construido con la forma de cruz latina. En lo alto del cruce de los brazos descansaba el mayor logro del arquitecto Brunelleschi: il Duomo. Deslumbrante en su diáfana extensión, la enorme cúpula parecía sostenerse sin ningún apoyo. Visible desde cualquier parte de la ciudad, la cúpula de ladrillos dominaba majestuosamente el perfil urbano y se había convertido, como el lirio, en un símbolo de Florencia. Se elevaba hasta tal altura que, cuando lo vio por primera vez, Baroncelli pensó que seguramente llegaba hasta las puertas del cielo.
Pero aquella mañana Baroncelli moraba en un reino mucho más bajo. Aunque el plan le había parecido de una perfecta sencillez, ahora que la luz del día era cegadora, se sentía abrumado por los malos presagios y el arrepentimiento. Esta última emoción había marcado siempre su vida. Nacido en el seno de una de las familias más ricas y prestigiosas de la ciudad, había derrochado su fortuna y se había cargado de deudas a una avanzada edad. Había sido banquero toda su vida, y no sabía hacer otra cosa. Sus únicas alternativas eran trasladarse con su mujer e hijos a Nápoles y suplicar el patrocinio de uno de sus ricos primos -una opción que su deslenguada esposa, Giovanna, nunca toleraría- u ofrecer sus servicios a una de las dos familias más poderosas de banqueros en Florencia: los Médicis o los Pazzi.
Acudió primero a los más poderosos: los Médicis. Lo rechazaron, algo que aún despertaba su resentimiento. Pero sus rivales, los Pazzi, lo habían acogido con placer en su seno; y era por esta razón que ahora se encontraba en la primera fila de la multitud de fieles junto a su empleador, Francesco di Pazzi. Con su tío, el caballero micer Iacopo, Francesco dirigía los negocios internacionales de la familia. Era un hombre menudo, con la nariz y la barbilla afiladas, y unos ojos que se perdían bajo de unas cejas oscuras absolutamente desproporcionadas; junto al alto y digno Baroncelli parecía un grotesco enano. Baroncelli había llegado a detestar más a Francesco que a los Médicis, porque el hombre era dado a violentos ataques de ira que a menudo descargaba en su empleado; en esos momentos le recordaba a Baroncelli su bancarrota con las palabras más hirientes.
Para asegurar el sustento de su familia, Baroncelli se veía obligado a sonreír mientras los Pazzi -micer Iacopo y el joven Francesco- lo insultaban y lo trataban como a un inferior, cuando de hecho él provenía de una familia del mismo, o quizá mayor, prestigio. Por lo tanto, cuando se planteó la conspiración, Baroncelli se vió forzado a escoger entre arriesgar el cuello con una confesión completa a los Médicis o permitir que los Pazzi lo obligasen a ser su cómplice, y así conseguir una posición en el nuevo gobierno.
Ahora, mientras le suplicaba perdón a Dios, sentía el cálido aliento de otro conspirador en su hombro derecho. El hombre que rezaba pegado a su espalda vestía la túnica de arpillera de los penitentes.
A la izquierda de Baroncelli, Francesco se movía inquieto y miraba a su derecha, más allá de su empleado. Baroncelli siguió la dirección de la mirada. El destinatario era Lorenzo de Médicis, que a la edad de veintinueve años era el gobernante de facto de Florencia. Técnicamente, Florencia estaba gobernada por la Signoria, un consejo de ocho priores y el jefe de Estado, el confaloniero de justicia; estos hombres eran escogidos entre todas las grandes familias florentinas. En apariencia era un proceso justo, pero curiosamente, la mayoría de los escogidos siempre eran leales a Lorenzo, y el confaloniero acataba sus órdenes.
Francesco di Pazzi era feo, pero Lorenzo lo era todavía más. Con una estatura superior a la mayoría y un cuerpo musculoso, su apostura se veía disminuida por uno de los rostros más feos de Florencia. Su nariz -larga y puntiaguda, y acabada en una pronunciada curva hacia arriba y torcida- tenía el puente aplastado, con la consecuencia de que la voz de Lorenzo era muy nasal. La mandíbula inferior sobresalía tanto que, cada vez que entraba en una habitación, la barbilla lo precedía de un pulgar. Su inquietante fisonomía estaba enmarcada por una cabellera negra y larga hasta debajo de la mandíbula.
Lorenzo esperaba el comienzo de la misa, entre su leal amigo y empleado, Francesco Nori, y el arzobispo de Pisa, Francesco Salviati. A pesar de los defectos de su fisonomía, Lorenzo transmitía una profunda dignidad y aplomo. En sus ojos oscuros y ligeramente protuberantes brillaba una astucia poco común. Incluso rodeado de enemigos, Lorenzo parecía estar cómodo. Salviati, pariente de los Pazzi, no era un amigo, aunque él y Lorenzo se habían saludado como tales. El hermano mayor de los Médicis había criticado furiosamente el nombramiento de Salviati como arzobispo de Pisa, y había solicitado al papa Sixto IV que nombrase a un simpatizante de los Médicis. El Papa hizo oídos sordos a la petición de Lorenzo y después no vaciló en romper una tradición que se había mantenido durante varias generaciones, cuando despidió a los Médicis como banqueros papales, y los reemplazó por los Pazzi; una amarga afrenta a Lorenzo.
Sin embargo aquel día Lorenzo había recibido al sobrino del Papa, el cardenal Riario de San Giorgio, que solo tenía diecisiete años, como a un huésped de honor. Después de la misa en la gran catedral, Lorenzo agasajaría al joven cardenal con una fiesta en el palacio Médicis, seguida con una visita a la famosa colección de arte de la familia. Mientras tanto, permanecía atento junto a Riario y Salviati, y asentía a sus ocasionales comentarios.
«Sonríen mientras afilan sus espadas», pensó Baroncelli.
Vestido discretamente con una simple túnica de seda azul gris, Lorenzo no se había apercibido de la presencia de un par de sacerdotes con sotanas negras que se encontraban dos hileras detrás de él. El tutor de la casa Pazzi era un joven al que Baroncelli solo conocía como Stefano; un hombre un poco mayor, Antonio da Volterra, estaba a su lado. Baroncelli había cruzado su mirada con la de Da Volterra al entrar en la iglesia, y se había apresurado a apartarla; los ojos del sacerdote expresaban la misma ardiente rabia que había visto en los del penitente. Da Volterra, que había asistido a todas las reuniones secretas, también se había manifestado vehementemente en contra del «amor por todas las cosas paganas» de los Médicis, y había afirmado que la familia había «arruinado a nuestra ciudad» con su arte decadente.
Como los demás conspiradores, Baroncelli sabía que la fiesta y la visita a la colección nunca tendrían lugar. Los sucesos que ocurrirían muy pronto cambiarían para siempre el devenir político de Florencia.
A su espalda, el penitente encapuchado se balanceó sobre los pies y luego exhaló un suspiro que contenía sonidos que solo Baroncelli podía interpretar. Sus palabras quedaban ahogadas por la capucha que, echada hacia delante, oscurecía sus facciones. Baroncelli se había manifestado en contra de permitir la participación de ese hombre en el asesinato. ¿Por qué había que confiar en él? Cuanto menos fuesen los participantes, mejor; pero Francesco, como siempre, se había impuesto.
– ¿Dónde está Juliano? -susurró el penitente.
Juliano de Médicis, el hermano menor, era tan bello de rostro como feo era su hermano. «El amado de Florencia» lo llamaban; apuesto hasta tal punto, se decía, que hombres y mujeres por igual suspiraban a su paso. De nada servía tener a un único hermano presente en la gran catedral. Necesitaban a los dos, o tendrían que suspender toda la operación.
Baroncelli miró por encima del hombro el rostro en sombras de su cómplice encapuchado y no dijo nada. No le gustaba el penitente ya que había introducido una nota de farisaico fervor religioso en las reuniones, algo a tal extremo contagioso que incluso el mundano Francesco había comenzado a creer que ese día se haría la voluntad de Dios.
Él sabía que Dios no tenía nada que ver con esto; era un acto nacido de los celos y la ambición.
Francesco di Pazzi siseó a su otro lado:
– ¿Qué pasa? ¿Qué ha dicho?
Baroncelli se inclinó para susurrar al oído de empleador:
– Ha preguntado dónde está Juliano.
Observó el rostro de comadreja de Francesco, que se esforzaba por disimular su expresión afligida. Baroncelli compartió su angustia. La misa no tardaría en comenzar ahora que Lorenzo y su invitado, el cardenal, ocupaban sus lugares; a menos que Juliano apareciese en unos minutos, todo el plan acabaría en un desastre. Había demasiado en juego, demasiados riesgos; demasiadas personas involucradas en la conspiración, demasiadas lenguas que podían soltarse. Incluso ahora, micer Iacopo esperaba junto con un pequeño ejército de cincuenta mercenarios perusinos la señal de la campana de la iglesia. Cuando sonase se apoderaría del palacio de gobierno y llamaría al pueblo a alzarse contra Lorenzo.
El penitente avanzó hasta casi situarse al lado de Baroncelli; luego echó hacia atrás la cabeza para mirar a la altísima y enorme cúpula, que se levantaba directamente sobre el gran altar. La capucha de arpillera se deslizó un poco y dejó a la vista su perfil. Por un instante, sus labios se separaron, y la frente y la boca se contorsionaron en una mueca de tanto odio, de tanta repulsión, que Baroncelli se apartó.
Poco a poco, se suavizó el odio en los ojos del penitente; su expresión se transformó gradualmente en otra de beatífico éxtasis, como si estuviese viendo a Dios en persona, y no el redondeado techo de mármol pulido. Francesco se dio cuenta, y observó al penitente como si fuese un oráculo a punto de manifestarse.
– Está en la cama -dijo, y recuperados sus sentidos, se ciñó la capucha cuidadosamente para ocultar de nuevo su rostro.
Francesco sujetó el codo de Baroncelli y susurró una vez más:
– ¡Debemos ir al palacio Médicis de inmediato!
Francesco, sonriente, se llevó a Baroncelli hacia la izquierda, lejos del distraído Lorenzo de Médicis y más allá del puñado de notables florentinos que formaban la primera fila de creyentes. No utilizaron la puerta norte, que era la más cercana que daba a la vía di Servi, para evitar que su salida pudiese llamar la atención de Lorenzo.
La pareja caminó por el pasillo junto al muro que recorría el impresionante largo del templo; pasaron junto a las columnas de piedra marrón que tenían la anchura de cuatro hombres, y que estaban unidas por los altos arcos blancos que enmarcaban los grandes vitrales. La expresión de Francesco fue amable al principio, mientras saludaba a sus conocidos de las primeras filas. Baroncelli, aturdido, hacía todo lo posible por murmurar un saludo a aquellos que conocía, pero Francesco le hacía avanzar con tanta rapidez que apenas conseguía respirar.
Centenares de rostros, centenares de cuerpos. Vacía, la catedral hubiese parecido increíblemente amplia; llena hasta el máximo de su capacidad en aquel quinto domingo después de Pascua, parecía pequeña, atestada, asfixiante. Cada rostro que se volvía hacia Baroncelli parecía expresar alguna sospecha.
El primer grupo de fieles ante el que pasaron lo integraban los ricos de Florencia: resplandecientes mujeres y hombres cargados de oro y joyas, brocados con ribetes de piel y terciopelo. El olor del agua de lavanda y romero se mezclaba con el más volátil y femenino aroma de esencia de rosas, pero todos se confundían con el humo y el incienso que llegaban desde el altar.
Los escarpines de terciopelo de Francesco susurraban contra el mármol; su expresión se volvió más severa en cuanto dejó atrás a la aristocracia. El aroma a lavanda se hizo más intenso cuando los dos hombres pasaron junto a las hileras de hombres y mujeres vestidos con sedas y lanas finas, embellecidas con algo de oro aquí o plata allá, incluso con el brillo de algún diamante. Francesco saludó sin sonreír a un par de socios comerciales de inferior rango. Baroncelli luchaba por respirar: la sucesión de rostros -todos ellos potenciales testigos- le provocaba un pánico cerval.
Francisco no aminoró el ritmo. Cuando pasaron junto a los artesanos y comerciantes de clase media, los herreros y los panaderos, los artistas y sus aprendices, el grato olor de las hierbas cedió paso al olor agrio del sudor, y las finas telas a las lanas y sedas más bastas.
Los pobres estaban de pie en las últimas filas; los cardadores de lana, incapaces de contener la tos, y los tintoreros, con las manos impregnadas con los tintes que usaban. Sus prendas eran poco más que harapos de lana y arrugado lino, y perfumadas con sudor y suciedad. Involuntariamente, Francesco y Baroncelli se taparon la nariz y la boca.
En cuanto cruzaron las enormes puertas abiertas, Baroncelli respiró profundamente.
– ¡No hay tiempo para la cobardía! -le espetó Francesco, y lo arrastró a la calle, entre los brazos suplicantes de los mendigos sentados en la escalinata del templo, y dejando el esbelto campanario a su izquierda.
Caminaron a través de la gran plaza y dejaron atrás el baptisterio octogonal de San Juan, empequeñecido por la catedral. La tentación de correr era grande, pero demasiado peligrosa, aunque aun así avanzaban a un paso que hacía jadear a Baroncelli a pesar de que sus piernas eran el doble de largas que las de su empleador. Después de la penumbra de la catedral, la luz del sol parecía cegadora. Era un espléndido y luminoso día de primavera, sin una sola nube en el cielo, pero así y todo a Baroncelli le parecía agorero.
Se desviaron hacia el norte para seguir por vía Larga, que algunos llamaban «la calle de los Médicis». Resultaba imposible pisar una de sus gastadas lajas y no sentir el puño de hierro de Lorenzo sobre la ciudad. La ancha calle estaba flanqueada por los palacios de sus partidarios: Michelozzo, el arquitecto de la familia; Angelo Poliziano, poeta y protegido. Más allá, fuera de la vista, se alzaban la iglesia y el convento de San Marcos. El abuelo de Lorenzo, Cosme, había reconstruido la ruinosa iglesia y fundado la famosa biblioteca del convento; a cambio, los monjes dominicos no solo lo colmaban de bendiciones, también disponía de su propia celda para aquellos momentos en que deseara dedicarse a la contemplación.
Cosme incluso había comprado los jardines cercanos al monasterio, y Lorenzo los había transformado en un jardín de esculturas, un soberbio campo de entrenamiento para los jóvenes arquitectos y artistas.
Francesco y Baroncelli se acercaron a la esquina con vía di Gori, donde la cúpula de la iglesia más antigua de Florencia, San Lorenzo, dominaba el horizonte por el oeste. También había estado en ruinas, y Cosme, con la ayuda de Michelozzo y Brunelleschi, había restaurado su belleza. Ahora descansaban allí sus huesos, debajo de la lápida de mármol, delante del altar central.
Finalmente, los dos hombres llegaron a su destino: el enorme edificio rectangular gris del palacio Médicis, sombrío y severo como una fortaleza; el arquitecto, Michelozzo, había recibido instrucciones estrictas de que el edificio debía carecer de ornamentos, para no dar ningún motivo para que los ciudadanos pensaran que los Médicis se consideraban por encima de los demás. Sin embargo, el sencillo diseño aún transmitía la suficiente magnificencia como para recibir dignamente a reyes y príncipes; Carlos VII de Francia había cenado en el gran salón.
A Baroncelli le pareció que el edificio se parecía a su actual propietario: la planta baja estaba hecha de piedra toscamente labrada; la segunda, de ladrillos; y la tercera, de una piedra perfectamente tallada y pulida coronada con una cornisa. El rostro que Lorenzo ofrecía al mundo tenía el mismo pulido, pero sus cimientos, su corazón, eran ásperos y con la dureza adecuada para hacer lo que fuese necesario para mantener su dominio sobre la ciudad.
Habían tardado apenas cuatro minutos en llegar al palacio de los Médicis, que dominaba la esquina de la vía Larga y la vía di Gori. Esos cuatro minutos habían pasado con tal rapidez que Baroncelli ni siquiera recordaba haber caminado por la calle.
En la esquina sur del edificio, la más cercana a la catedral, se alzaba la loggia. Protegida de los elementos, sus amplias arcadas ofrecían su refugio a la calle. Allí, los ciudadanos de Florencia tenían la libertad de reunirse y conversar, a menudo con Lorenzo o Juliano; gran parte de los negocios se realizaban bajo su techo de piedra.
En aquella mañana de domingo, la mayoría de la gente estaba en misa; solo dos hombres que conversaban en voz baja se encontraban en la loggia. Uno de ellos -ataviado con el tabardo de lana que lo distinguía como mercader y posiblemente uno de los banqueros de los Médicis- se volvió para mirar con desagrado a Baroncelli, que agachó la cabeza, inquieto ante la posibilidad de ser visto y recordado.
Unos pasos más allá, los dos conspiradores se detuvieron delante de las grandes puertas de bronce de la entrada principal del palacio en la vía Larga. Francesco golpeó repetidamente; sus esfuerzos se vieron recompensados finalmente con la aparición de un criado, que los hizo pasar a un magnífico patio.
Así comenzó la agonía de la espera mientras iban a llamar a Juliano. De no haber estado Baroncelli atenazado por el miedo, quizá hubiese podido disfrutar del entorno. En cada esquina del patio se alzaba una gran columna unida a las demás por gráciles arcos. En cada uno de ellos había un friso con medallones de temas paganos que se alternaban con el escudo de los Médicis.
Las siete famosas palle, o bolas, estaban dispuestas en lo que se parecía sospechosamente a una corona. Según el relato de Lorenzo, las palle representaban las abolladuras en el escudo de uno de los caballeros de Carlomagno, el valiente Averardo, que había luchado y vencido a un temible gigante. Carlomagno quedó tan impresionado que permitió a Averardo diseñar su escudo de armas con el modelo de su escudo abollado. Los Médicis afirmaban descender de aquel valiente caballero, y su escudo había sido el de la familia desde hacía siglos. El grito de «Palle! Palle! Palle!» se utilizaba para reunir a sus partidarios. De Cosme el Grande se decía que incluso había marcado las celdas de los monjes con representaciones de sus bolas.
Baroncelli miró los medallones uno tras otro. En uno aparecía Atenea en la defensa de Atenas; en otro, el alado Ícaro subía hacia los cielos.
Por último, su mirada se fijó en la pieza central del patio: el David de Donatello. A Baroncelli la escultura de bronce siempre le había parecido afeminada: los largos rizos que caían de debajo del sombrero de paja de David; el cuerpo desnudo, que no mostraba la musculatura masculina. Incluso el brazo doblado con la mano apoyada en la cadera recordaba la postura de una mujer.
Ese día, en cambio, Baroncelli vio la estatua de una manera del todo distinta. Observó la frialdad en los ojos de David mientras el muchacho contemplaba la cabeza del derrotado Goliat; vio la agudeza del filo de la espada en la mano derecha de David.
«¿Qué papel me tocará interpretar hoy? -se preguntó-. ¿David o Goliat?»
A su lado, Francesco di Pazzi iba y venía con las manos entrelazadas a la espalda y con sus pequeños ojos fijos en el mármol pulido. Más valdría que Juliano apareciese pronto, pensó Baroncelli, o Francesco comenzaría a hablar solo.
Pero Juliano no apareció. El sirviente, un joven muy atractivo, además de tan bien preparado como cualquier otra pieza de la maquinaria de los Médicis, regresó con una muy bien aprendida expresión de pesar.
– Signori, tendréis que perdonarme. Lamento mucho deciros que mi amo está indispuesto y no puede recibir visitas.
Francesco apenas consiguió transformar a tiempo su rabia en una expresión más serena.
– ¡Ah! Por favor, dile a ser Juliano que se trata de algo muy urgente. -Bajó la voz como si fuese a confiar un secreto-. La comida de hoy es en honor del joven cardenal Riario, y se llevará una gran desilusión si ser Juliano no está presente. El cardenal está ahora en la catedral con ser Lorenzo, y pregunta por tu amo. Se ha retrasado la misa por este motivo, y me temo que si ser Juliano no viene con nosotros ahora, el cardenal lo tomará como una ofensa. Nadie de entre nosotros quiere que informe de esto a su tío, el Papa, cuando regrese a Roma…
El criado asintió graciosamente mientras fruncía el entrecejo. No obstante, Baroncelli intuyó que no estaba del todo convencido de la necesidad de importunar de nuevo a su amo. Francesco también se dio cuenta y presionó un poco más.
– Estamos aquí a petición de ser Lorenzo, que le ruega a su hermano que vaya, y rápido, porque todos le estamos esperando.
El joven alzó la barbilla dando a entender que había comprendido la urgencia.
– Por supuesto. Repetiré a mi amo todo lo que me han dicho.
El sirviente se marchó. Baroncelli miró a su patrón, y se maravilló ante su talento para la duplicidad.
Muy pronto se escucharon unas pisadas en la escalera de mármol que bajaba al patio; y entonces, Juliano de Médicis apareció ante ellos. A diferencia de su hermano, las facciones de Juliano eran perfectas. La nariz, aunque prominente, era recta y bien redondeada, y la mandíbula era fuerte y cuadrada; los ojos, grandes y de un color castaño dorado, estaban enmarcados por unas largas cejas que eran la envidia de todas las florentinas. Los labios carnosos y delicadamente delineados tapaban unos dientes impecables, y sus cabellos, abundantes y rizados, estaban peinados con la raya al medio y hacia atrás para destacar mejor su agraciado rostro.
Juliano, a los veinticuatro años, lo tenía todo en la vida; era joven, vivaz, bello de rostro y con una agradable voz. Su buen talante y la sensibilidad de su carácter hacían que nadie se sintiese inferior en su presencia. Su naturaleza alegre y generosa le habían granjeado el cariño de los ciudadanos de Florencia. Si bien quizá no compartía la brillantez política de su hermano, era suficientemente astuto para utilizar sus otros dones para ganarse el apoyo público. A la muerte de Lorenzo, Juliano no tendría ninguna dificultad para tomar las riendas del poder.
Durante las últimas semanas, Baroncelli había intentado despreciarlo, y había fracasado.
La débil luz de la mañana, que comenzaba a iluminar las bases de las columnas, mostró a un Juliano distinto. Llevaba los cabellos despeinados, las prendas desordenadas debido a las prisas y los ojos inyectados en sangre. Por primera vez, que recordase Baroncelli, Juliano no sonreía. Se movía lentamente, como un hombre aplastado por el peso de la armadura. «Ícaro -pensó Baroncelli- voló demasiado alto y ahora ha caído, con las alas quemadas.»
Juliano se dirigió a ellos con una voz ronca.
– Buenos días, caballeros. Me dicen que el cardenal Riario se ha ofendido por mi ausencia en la misa.
Baroncelli notó una sensación extraña en su pecho, como si su corazón se revolviese. Juliano parecía una bestia resignada a la muerte. «Lo sabe. Es imposible que lo sepa. Sin embargo… lo sabe.»
– Lamentamos mucho molestarte -replicó Francesco, con las manos alzadas en un gesto de disculpa-. Venimos a petición de ser Lorenzo…
Juliano exhaló un corto suspiro.
– Lo comprendo. Dios sabe que todos debemos intentar complacer a Lorenzo. -Reapareció un atisbo de su habitual modo de ser y añadió con lo que parecía sincera preocupación-: Solo espero que no sea demasiado tarde para asegurarle al cardenal que lo tengo en muy alta estima.
– Sí, esperemos que no sea demasiado tarde -manifestó Baroncelli con voz pausada-. La misa ya ha comenzado.
– Entonces, vayamos -dijo Juliano. Los invitó con un gesto a dirigirse de nuevo hacia la entrada. Cuando levantó el brazo, Baroncelli vio que Juliano se había vestido con tanta prisa que no llevaba la espada.
Salieron los tres al sol brillante de la mañana.
El hombre de expresión adusta que había estado esperando en la loggia levantó la cabeza cuando pasó Juliano.
– Ser Juliano -llamó-. Quiero hablar contigo; es muy importante.
Juliano se volvió hacia él y lo reconoció.
– El cardenal -insistió Francesco, desesperado, y luego se dirigió al interlocutor de Juliano-. Buen hombre, ser Juliano llega tarde a una cita urgente y te ruega que lo disculpes. -Dicho esto, sujetó a Juliano de un brazo y lo arrastró por la vía Larga.
Baroncelli los siguió. Se asombraba de que, pese a su terror, las manos ya no le temblaran, y que el corazón y la respiración volvieran a ser normales. Francesco y él bromearon, rieron y jugaron a ser buenos amigos que intentaban animar a un tercero. Juliano sonreía débilmente en respuesta a sus esfuerzos pero se retrasaba, así que los dos conspiradores convirtieron en un juego empujarlo y arrastrarlo.
– No debemos tener al cardenal esperándonos -repitió Baroncelli por lo menos tres veces.
– Por favor, di, querido Juliano -le rogó Francesco, al tiempo que sujetaba al joven de la manga-. ¿Por qué suspiras tanto? No me digas que te ha robado el corazón alguna muchacha indigna.
Juliano bajó la mirada y sacudió la cabeza; no a modo de respuesta, sino como una indicación de que no deseaba hablar de ello. Francesco lo descartó de inmediato. Sin embargo, en ningún momento aflojó el paso, y en cuestión de minutos llegaron a la entrada principal de la catedral.
Baroncelli se detuvo. Ver que Juliano se movía con tal lentitud, como si soportase una pesada carga, le inquietaba. Fingió un impulso y abrazó con fuerza al joven Médicis.
– Querido amigo, me preocupa verte desgraciado. ¿Qué podemos hacer para alegrarte?
Juliano forzó de nuevo una sonrisa y apenas sacudió la cabeza.
– Nada, querido Bernardo, nada -respondió, y siguió a Francesco al interior de la catedral.
Baroncelli, mientras tanto, había conseguido calmar su inquietud: Juliano no llevaba coraza debajo de la túnica.
En aquella mañana de finales de abril, Juliano se enfrentaba a una terrible decisión. Debía escoger a cuál de las dos personas que más amaba en el mundo destrozaba el corazón. Uno de los corazones pertenecía a su hermano, Lorenzo; el otro, a una mujer.
Aunque era un hombre joven, Juliano había tenido muchas amantes. Su ex amante, Simonetta Cattaneo, esposa de Marco Vespucci, había sido considerada la mujer más hermosa de Florencia hasta su muerte, dos años atrás. Había escogido a Simonetta por su belleza; era de huesos delicados y rubia, con una cabellera de rizos dorados que caían hasta por debajo de la cintura. Era tan bella que la habían llevado a la tumba con el rostro a la vista. Por respeto al marido y a la familia, Juliano había presenciado el entierro desde lejos, pero había llorado con ellos.
No obstante, nunca había sido fiel. Había coqueteado con otras mujeres y, de vez en cuando, había disfrutado con los talentos de las prostitutas.
Ahora, por primera vez en su vida, Juliano deseaba a una única mujer: Anna. Era atractiva y elegante, por supuesto, pero había sido su inteligencia lo que lo había cautivado; su manera de disfrutar la vida y la grandeza de su corazón. La había conocido poco a poco, a través de sus conversaciones en banquetes y fiestas. Ella nunca había flirteado, nunca había intentado conquistarlo; al contrario, había hecho todo lo posible por desalentarlo. Pero ninguna de las docenas de nobles damas florentinas que suspiraban por su afecto podían compararse con ella. Simonetta era insulsa; Anna tenía el alma de una poetisa, una santa.
Su bondad hacía que a Juliano su vida pasada le pareciera repugnante. Había abandonado a todas las demás mujeres y solo buscaba la compañía de Anna; se moría por complacerla solo a ella. Su visión bastaba para que desease suplicar su perdón por sus pasados excesos carnales. Ansiaba su gracia más que la de Dios.
Le pareció un milagro cuando ella por fin le confesó sus sentimientos: que Dios los había creado el uno para el otro, y que era una cruel broma que ella ya perteneciera a otro hombre.
Aunque el amor que sentía por él era apasionado, todavía era mayor su amor por la pureza y la decencia. Pertenecía a otro, a quien se negaba a traicionar. Admitió sus sentimientos hacia Juliano, pero cuando él la arrinconó durante el carnaval en casa de su hermano y le suplicó que se entregase a él, ella lo rechazó. «El deber -dijo-. La responsabilidad.» Habló como Lorenzo, que siempre insistía en que su hermano debía procurarse una boda ventajosa y casarse con una mujer que aportara aún más prestigio a la familia.
Juliano, acostumbrado a tener siempre todo lo que quería, intentó buscar el modo de superar sus resistencias. Suplicó que al menos una vez se reuniese con él en privado; solo para escucharlo. Ella dudó, pero al final aceptó. Se reunieron una vez, en el apartamento de la planta baja del palacio Médicis. Ella aceptó los abrazos, los besos, pero no fue más allá. Juliano le rogó que abandonara Florencia, que se marchase con él, pero Anna se negó.
«Él lo sabe -le dijo con voz angustiada-. ¿Lo comprendes? Lo sabe, y no puedo soportar herirlo todavía más.»
Juliano era un hombre decidido. Ni Dios ni las convenciones sociales podían detenerlo una vez que había tomado una decisión. Por Anna, estaba dispuesto a renunciar a un matrimonio respetable; por Anna, estaba dispuesto a soportar la censura de la Iglesia, incluso la excomunión y la perspectiva de la condena eterna.
Por lo tanto, le hizo un atrevido planteamiento: Anna se iría con él a Roma, y se alojaría en una casa de la familia. Los Médicis tenían relaciones en el entorno del Papa; él conseguiría la anulación. Se casaría con ella. Tendrían hijos.
Anna pareció dubitativa y se llevó las manos a la boca. Él la miró a los ojos y vió su sufrimiento, pero también una chispa de esperanza.
«No lo sé, no lo sé», respondió ella. Juliano dejó que volviese con su marido mientras tomaba una decisión.
Al día siguiente, fue a ver a Lorenzo.
Se despertó temprano y fue incapaz de dormirse de nuevo. Todavía era de noche -faltaban dos horas para el amanecer- pero no le sorprendió ver que había luz en la antecámara de su hermano. Lorenzo estaba sentado a su mesa con la mejilla apoyada en un puño, mientras leía con expresión ceñuda una carta que sostenía junto a la lámpara.
Lo habitual habría sido que Lorenzo alzara la mirada, convirtiera el ceño fruncido en una sonrisa y lo saludara; sin embargo, ese día parecía estar de pésimo humor. No lo saludó; apenas miró a Juliano, y volvió a concentrarse en la carta. Su contenido era aparentemente la causa de su enfado.
Lorenzo podía ser en ocasiones terriblemente empecinado, preocuparse excesivamente por las apariencias y ser fríamente calculador cuando se trataba de política. A veces se comportaba como un dictador respecto a la actitud de Juliano y a las personas que este frecuentaba. Pero también podía ser absolutamente indulgente, generoso, y atento a los deseos de su hermano menor. Aunque Juliano nunca había deseado poder, Lorenzo siempre compartía la información con él, siempre comentaba con él las ramificaciones políticas de todos los acontecimientos ciudadanos. Era obvio que Lorenzo quería a su hermano profundamente y que con mucho placer hubiese compartido con él el control de la ciudad, de haber mostrado Juliano algún interés.
Ya había sido muy duro para Lorenzo perder a su padre y verse forzado a asumir el poder cuando era muy joven. Era verdad que tenía talento para ejercerlo, pero Juliano podía ver el desgaste. Después de nueve años, el esfuerzo era evidente. Las arrugas surcaban su frente; las bolsas debajo de los ojos eran cada vez más profundas.
Una parte de Lorenzo se regocijaba con el poder y se deleitaba aumentando la influencia de la familia. El banco de los Médicis tenía sucursales en Roma, Brujas, y la mayoría de las grandes ciudades europeas. Sin embargo, Lorenzo a veces se sentía abrumado por las exigencias de ser el gran maestro. En ocasiones, se quejaba: «No hay nadie en esta ciudad que quiera casarse sin mi bendición». Algo muy cierto. Aquella misma semana había recibido una carta de una congregación rural de Toscana que suplicaba su consejo. Los monjes habían decidido encargar la estatua de un santo; dos escultores pretendían conseguir el trabajo. ¿El gran Lorenzo tendría la amabilidad de dar su opinión? Estas misivas se amontonaban en grandes pilas todos los días; Lorenzo se levantaba con el alba y las respondía de su puño y letra. Se preocupaba por Florencia como haría un padre por un hijo tonto, y dedicaba todo el tiempo necesario a fomentar su prosperidad y los intereses de los Médicis.
Pero era muy consciente de que nadie lo quería, salvo por los favores que podía otorgar. Solo Juliano quería de verdad a su hermano, por sí mismo. Únicamente él intentaba hacer que Lorenzo olvidase sus responsabilidades; solo él podía hacerle reír. Por todo ello, Lorenzo lo quería con locura.
Eran las repercusiones de ese amor lo que más temía Juliano.
Ahora, mientras miraba a su hermano, Juliano se irguió en toda su estatura y se aclaró la garganta.
– Me voy a Roma -anunció con un tono de voz un tanto alto.
Lorenzo enarcó las cejas y alzó la mirada, pero permaneció inmóvil.
– ¿Por placer, o por algún asunto que deba saber?
– Me voy con una mujer.
Lorenzo exhaló un suspiro; su entrecejo fruncido se relajó.
– Entonces que te diviertas, y piensa en mí, que seguiré sufriendo aquí.
– Me voy con madonna Anna -manifestó Juliano.
Lorenzo levantó la cabeza bruscamente al escuchar el nombre.
– Es una broma. -Lo dijo en tono ligero, pero al mirar atentamente a su hermano, en su rostro apareció una expresión de incredulidad-. Tiene que ser una broma. -Su voz se convirtió en un susurro-. Es una locura… Juliano, ella es de buena familia. Está casada.
Juliano no se amilanó.
– La quiero. No puedo vivir sin ella. Le he pedido que venga conmigo a Roma.
Los ojos de Lorenzo se abrieron como platos; la carta se deslizó de su mano y cayó al suelo, pero no se movió para recogerla.
– Juliano… A veces nuestros corazones nos conducen por el camino equivocado. Te dejas llevar por la pasión; créeme, lo comprendo. Pero pasará. Otórgate un plazo de dos semanas para reconsiderar esta idea.
El tono paternalista de Lorenzo solo sirvió para reforzar la decisión de Juliano.
– Ya tengo el carruaje y el cochero, y he mandado un mensaje a los sirvientes de la casa romana para que la preparen. Debemos conseguir la anulación. No lo digo a la ligera. Quiero casarme con Anna. Quiero que sea la madre de mis hijos.
Lorenzo se reclinó en la silla y miró fijamente a su hermano, como si quisiera descubrir que se trataba de un impostor. Cuando se convenció de que sus palabras habían sido sinceras, Lorenzo soltó una breve y amarga carcajada.
– ¿Una anulación? ¿Una cortesía de nuestro buen amigo el papa Sixto? Preferiría vernos expulsados de Italia. -Se apartó de la mesa y se levantó para acercarse a su hermano. Su tono se suavizó-. Esto es una fantasía, Juliano. Sé que es una mujer maravillosa, pero… lleva casada algunos años. Incluso si yo pudiese conseguir la anulación, habría un gran escándalo. Florencia nunca lo aceptaría.
La mano de Lorenzo estaba a punto de tocar el hombro del joven, que se movió para apartarse del contacto conciliador.
– No me importa lo que Florencia pueda o no aceptar. Nos quedaremos en Roma, si es necesario.
Lorenzo exhaló un agudo suspiro de frustración.
– No conseguirás que Sixto te conceda la anulación. Así que abandona tus románticas ideas. Si no puedes vivir sin ella, sé su amante, pero, por amor de Dios, hazlo con la mayor discreción.
– ¿Cómo puedes hablar de ella de ese modo? -preguntó Juliano, furioso-. Conoces a Anna. Sabes que nunca consentirá el engaño. Si no puedo tenerla, no tendré a ninguna otra mujer. Ya puedes abandonar ahora mismo todos tus esfuerzos para buscarme una esposa. Si no puedo casarme con ella…
Incluso mientras hablaba, sabía que su argumentación fallaba. En los ojos de Lorenzo había aparecido un brillo peculiar -furioso, feroz, rayano en la locura-, un brillo que le hizo pensar que su hermano era capaz de ser malvado. Había visto esa mirada en los ojos de Lorenzo en contadas ocasiones, pero nunca dirigida a él, y le provocó escalofríos.
– ¿Que harás qué? ¿Te negarás a casarte? -Lorenzo sacudió la cabeza con vehemencia; su voz sonó más fuerte-. Tienes un deber, una obligación con tu familia. ¿Crees que puedes marcharte a Roma sin más y dar nuestra sangre a una camada de bastardos? ¿Mancharás nuestro nombre con una excomunión? Porque eso es lo que ocurrirá, lo sabes, ¡a los dos! Sixto no está de humor para ser generoso con nosotros.
Juliano no replicó; le ardían las mejillas y el cuello. Esperaba aquella reacción, aunque había tenido la esperanza de que fuera otra.
Lorenzo continuó; la mano que había buscado a su hermano se había convertido ahora en un dedo acusador.
– ¿Tienes alguna idea de lo que le sucederá a Anna? ¿Cómo la llamará la gente? Es una mujer decente, una buena mujer. ¿De verdad quieres arruinar su vida? Te la llevarás a Roma y te cansarás de ella. Querrás volver a tu casa en Florencia. Entonces, ¿qué le quedará a ella?
La rabia abrasó la lengua de Juliano. Quería replicar que preferiría morir antes que vivir sin amor como Lorenzo, que se había casado con una arpía, y que nunca se rebajaría a engendrar hijos con una mujer a la que despreciase. Pero permaneció callado; ya era bastante infeliz. No tenía sentido hacer sufrir también a su hermano diciéndole aquella verdad.
– Nunca harás eso -declaró Lorenzo, furioso-. Recuperarás la cordura.
Juliano lo miró largamente.
– Te quiero, Lorenzo -manifestó en voz baja-. Pero me marcho. -Se volvió y dio un paso hacia la puerta.
– Si te marchas con ella -lo amenazó Lorenzo-, ya puedes olvidar que soy tu hermano. No creas que bromeo, Juliano. No querré saber nunca más nada de ti. Márchate con ella, y no volverás a verme jamás.
Juliano miró a su hermano por encima del hombro, y de pronto tuvo miedo. Él y Lorenzo nunca bromeaban cuando discutían asuntos importantes, y ninguno de los dos era capaz de dar marcha atrás cuando tomaba una decisión.
– Por favor, no me hagas escoger.
– Tendrás que hacerlo -contestó Lorenzo con expresión severa y mirada fría.
Más tarde, Juliano esperaba en el apartamento de la planta baja hasta la hora de reunirse con Anna. Había reflexionado durante todo el día acerca de las palabras de Lorenzo sobre las consecuencias que tendría para Anna marcharse a Roma. Por primera vez, se permitió considerar cómo sería la vida de Anna si el Papa se negaba a concederles la anulación.
Conocería la desgracia y la censura; se vería obligada a renunciar a su familia, a los amigos, a su ciudad natal. Sus hijos serían llamados bastardos, y les negarían su herencia como hijos de un Médicis.
Había sido egoísta. No había pensado más que en sí mismo cuando le hizo esa propuesta a Anna. Había hablado con excesiva ligereza de la anulación, solo para convencerla de que se fuese con él. Tampoco, hasta este momento, había considerado que ella pudiese rechazarlo: la posibilidad de un desengaño era demasiado dolorosa para contemplarla.
Ahora comprendía que eso lo salvaría de hacer una elección tan desgarradora.
Pero cuando fue a recibirla a la puerta y vio su rostro en la luz del crepúsculo, comprendió que su elección había sido hecha mucho tiempo atrás, en el momento en que le entregó su corazón a Anna. Sus ojos, su piel, su rostro y sus miembros rezumaban alegría; brillaba incluso en la penumbra. Sus movimientos, que una vez habían sido lentos, entorpecidos por la infelicidad, eran ahora ágiles y livianos. La exuberante inclinación de la cabeza mientras lo miraba, la débil sonrisa que florecía en sus labios, la rápida gracia con la que se recogía las faldas y corría hacia él, transmitían su respuesta con mucha más claridad que las palabras.
Su presencia transmitía tanta esperanza que se apresuró a ir a su encuentro, y la abrazó, para dejar que penetrase en él. En aquel instante, Juliano supo que no podía negarle nada, que ninguno de los dos podía escapar de la rueda que se había puesto en movimiento. Las lágrimas que asomaron a sus ojos no eran de alegría, sino de pesar por Lorenzo.
Anna y él permanecieron juntos menos de una hora; hablaron poco, pero lo suficiente para que Juliano le indicase el lugar y la hora. No fue necesario decir nada más.
Cuando se marchó y se llevó con ella la luz y la confianza de Juliano, él volvió a sus aposentos y pidió vino. Bebió sentado en la cama y recordó, con extraordinaria claridad, un episodio de su infancia.
Tenía seis años cuando con Lorenzo y dos de sus hermanas mayores, Nannina y Bianca, fueron de excursión a las orillas del Arno. Al cuidado de una esclava circasiana, viajaban en un carruaje a través del ponte Vecchio, el puente construido por los romanos un milenio atrás. Nannina estaba entusiasmada con los talleres de joyería que bordeaban el puente; se casaría muy pronto y ya le interesaban las cosas de mujeres.
Lorenzo se mostraba sombrío e inquieto. Hacía muy poco que acaba de asumir las responsabilidades de los Médicis; el año anterior había comenzado a recibir cartas que solicitaban su patronazgo, y su padre, Pedro, había enviado a su hijo mayor a Milán y a Roma en viajes relacionados con asuntos políticos. Era un muchacho poco agraciado, de ojos grandes y oblicuos, de barbilla sobresaliente, y cabellos color castaño que le caían en un bien recortado flequillo sobre la frente pálida y estrecha; sin embargo, la inteligencia y la sensibilidad que brillaban en sus ojos le conferían un extraño atractivo.
Llegaron al barrio de Santo Spirito. Juliano recordó los grandes árboles y un extenso prado que bajaba hasta el plácido río. Allí, la esclava extendió un mantel sobre la hierba y dispuso la comida para los niños. Era un día cálido de finales de primavera con unas pocas nubes en el cielo, aunque el día anterior había llovido. El Arno era una cinta de plata donde lo iluminaba el sol, y de color plomo en las sombras.
El malhumor de Lorenzo apenaba a Juliano. Le parecía que su padre quería convertir a su hermano en un adulto antes de tiempo. Por lo tanto, para hacerle reír, Juliano corrió hasta la orilla, sin hacer el menor caso de los gritos airados de la esclava, y comenzó a chapotear totalmente vestido.
Sus payasadas dieron resultado; Lorenzo lo siguió, con grandes risas, vestido con la túnica, la capa y las zapatillas. Para entonces, Nannina, Bianca y la esclava les reñían a voz en cuello. Lorenzo no prestó atención. Era buen nadador, y rápidamente se alejó de la orilla y se sumergió en el agua.
Juliano lo siguió, pero, al ser más joven, se quedó atrás. Vio cómo Lorenzo tomaba aire y desaparecía bajo la superficie gris. Como no reapareció inmediatamente, Juliano comenzó a dar pisotones y a reír, a la espera de que su hermano se acercase por debajo del agua y le cogiese por los pies en cualquier momento.
Pasaron los segundos. Las risas de Juliano dieron paso al silencio, luego al miedo; comenzó a llamar a su hermano. En la orilla, las mujeres, que no podían meterse en el agua a causa del peso de los vestidos, comenzaron a dar voces.
Juliano solo era un niño. Aún no había superado el miedo a sumergirse, pero el amor por su hermano lo empujó a tomar aire y hundirse debajo del agua. El silencio lo asombró; abrió los ojos y miró en la dirección donde había estado Lorenzo.
Las aguas estaban fangosas debido a las lluvias del día anterior. A Juliano le ardían los ojos mientras buscaba. No veía más que una gran forma oscura a cierta distancia, a bastante profundidad. No era humana -no era Lorenzo- pero era lo único visible, y el instinto le dijo que se acercase. Salió a la superficie, tomó aire y volvió a sumergirse de nuevo.
Debajo de la superficie había un árbol tumbado que tenía la longitud de tres hombres altos.
Le ardían los pulmones; sin embargo, la seguridad de que Lorenzo no podía estar muy lejos hizo que siguiese adelante. Con un último y doloroso esfuerzo, llegó hasta las ramas y apoyó la mano en la lisa superficie del tronco.
De pronto, comenzó a marearse y le zumbaron los oídos; cerró los ojos y abrió la boca, desesperado por llevar aire a los pulmones. No lo consiguió; en cambio tragó la sucia agua del Arno. La vomitó al instante, pero los reflejos hicieron que tragase más.
Juliano se ahogaba.
Aunque era un niño, comprendió claramente que se moría. Esto hizo que abriese los ojos para echar una última mirada a este mundo y llevársela con él al cielo.
En aquel instante se abrieron las nubes, y los rayos de sol iluminaron el agua con tanta fuerza que brillaron las partículas en suspensión y permitieron que Juliano viera lo que tenía delante.
A la distancia de un brazo se encontraba Lorenzo. La túnica y la capa se habían enganchado en una de las ramas, y en sus esfuerzos por soltarse, solo había conseguido quedar más atrapado.
Ambos hermanos tendrían que haber muerto entonces. Pero Juliano rezó, con toda su inocencia infantil: «Dios, permite que salve a mi hermano».
Aunque parecía imposible, Lorenzo desenganchó las prendas de la rama, sujetó las manos de Juliano y ambos salieron a la superficie.
A partir de aquel momento, los recuerdos de Juliano eran borrosos. Solo recordaba algunos momentos: de él mismo cuando vomitaba en la hierba de la orilla mientras la esclava le daba palmadas en la espalda; de Lorenzo, empapado y tembloroso, envuelto en el mantel de lino; de las voces que gritaban: «¡Hermano, habla!». De Lorenzo en el carruaje durante el viaje de regreso a la casa, furioso, y con lágrimas en los ojos: «¡Nunca más arriesgues tu vida por mí! ¡Podías haber muerto! ¡Padre nunca me lo perdonaría!».
Pero el tácito mensaje era muy claro: Lorenzo nunca se hubiese perdonado a sí mismo.
Al recordar el incidente, Juliano bebió el vino sin apreciarlo. Habría entregado su vida por salvar a Lorenzo, del mismo modo que Lorenzo habría sacrificado la suya sin pensarlo ni un instante por salvar a su hermano menor. A Juliano le parecía una burla que Dios le hubiese hecho un regalo tan hermoso como era el amor de Anna, solo para exigirle que hiriese al hombre que más quería.
Juliano continuó bebiendo mientras miraba cómo oscurecía y después amanecía para iniciar el día en que se marcharía a Roma. Siguió sentado en su habitación hasta la llegada de los insistentes visitantes: Francesco di Pazzi y Bernardo Baroncelli. No podía imaginar por qué el cardenal Riario tenía tanto interés en que asistiese a la misa; pero si Lorenzo había reclamado su presencia, esa era una razón más que suficiente.
Deseó, con súbito optimismo, que Lorenzo hubiese cambiado de parecer, que su enojo se hubiese disipado y ahora estuviese más dispuesto a aceptar los hechos.
Así que Juliano se obligó a levantarse y, como un buen hermano, atendió a la llamada.
Baroncelli titubeó en la puerta de la catedral; había recuperado la sensatez por unos momentos. Ahora tenía la oportunidad de escapar del destino; era la ocasión, antes de que se escuchase una voz de alarma, para correr de regreso a su casa, montar en su caballo y marcharse a cualquier reino donde tanto los conspiradores como las víctimas no tuviesen ningún poder. Los Pazzi eran poderosos y tozudos, capaces de montar una persecución en toda regla, pero ni de lejos podían compararse en influencias y tesón con los Médicis.
Ante él, Francesco se había vuelto para llamar a Baroncelli con una mirada asesina. Juliano, aún sumido en su pena interior, no prestaba atención, y flanqueado por un titubeante Baroncelli, siguió a Francesco al interior. Baroncelli tuvo la sensación de que acababa de cruzar el umbral entre la razón y la locura.
Dentro, el aire viciado de humo hedía a incienso y sudor. El enorme interior del santuario estaba en penumbra, excepto alrededor del altar, que resplandecía con la luz de la mañana que entraba por los grandes vitrales de la cúpula.
Francesco tomó de nuevo el camino menos visible del lado norte para dirigirse hacia el altar, seguido de cerca por Juliano, con Baroncelli a la zaga. Baroncelli podría haber cerrado los ojos y orientarse por el olfato: el hedor de los pobres y la clase trabajadora, el perfume a lavanda de los mercaderes y el aroma a rosa de los ricos.
Incluso antes de ver al sacerdote, Baroncelli oyó cómo leía la homilía. A Baroncelli se le aceleró el pulso; habían conseguido llegar a tiempo, porque no tardaría en comenzar la eucaristía.
Tras el interminable recorrido por el pasillo, Baroncelli y sus compañeros llegaron a la primera fila. Murmuraron sus disculpas mientras ocupaban sus lugares. Hubo un momento de confusión cuando Baroncelli intentó pasar junto a Juliano para poder situarse a su derecha, la posición marcada por el plan. Juliano, desconocedor del propósito de Baroncelli, se apretó contra Francesco; entonces este susurró algo al oído del joven. Juliano asintió y se echó hacia atrás para dejar paso a Baroncelli; al hacerlo, rozó el hombro del penitente que tenía detrás.
Francesco di Pazzi y Baroncelli contuvieron el aliento, atentos a la posibilidad de que Juliano se volviese para disculparse, y quizá reconociese al hombre. Pero Juliano continuó perdido en sus pensamientos.
Baroncelli torció el cuello para mirar a lo largo de la hilera y ver si Lorenzo se había dado cuenta de lo que ocurría; afortunadamente, el mayor de los Médicis escuchaba atentamente algo que le susurraba el administrador del banco de la familia, Francesco Nori.
Milagrosamente, ahora todos los elementos estaban en su lugar. Baroncelli solo debía esperar y fingir que escuchaba el sermón mientras intentaba no acercar la mano a la empuñadura de la espada.
Las palabras del sacerdote le parecían disparatadas; Baroncelli hizo un esfuerzo para entenderlas. «Perdón -entonó el prelado-. Caridad. Ama a tus enemigos; reza por aquellos que te persiguen.»
La mente de Baroncelli se centró en esas frases. Lorenzo había escogido al sacerdote para aquella misa. ¿Acaso Lorenzo tenía algún conocimiento de la conspiración? ¿Esas palabras en apariencia inocentes eran una advertencia para que no siguiesen adelante?
Miró a Francesco di Pazzi. Si Francesco había captado un mensaje secreto, no daba ninguna muestra; miraba hacia el altar, con los ojos muy abiertos y desenfocados, con un brillo de miedo y odio. Un músculo en su afilada mandíbula temblaba descontroladamente.
Concluyó el sermón.
Las restantes partes de la misa continuaron con una rapidez casi cómica. Se cantó el credo. El sacerdote entonó el Dominas vobiscum y el Oremus. Se consagró la hostia con la oración Suscipe, sancte Pater.
Baroncelli contuvo el aliento, convencido de que no podría soltarlo nunca más. De repente, la ceremonia se ralentizó; podía oír el desesperado latir de su corazón.
Un acólito se acercó al altar para echar el vino en el cáliz de oro; otro añadió un poco de agua con una jarra de cristal.
Por fin, el sacerdote cogió el cáliz. Lo levantó cuidadosamente para ofrecerlo a la gran talla de madera del doliente Cristo en la cruz colgada sobre el altar.
La mirada de Baroncelli siguió el movimiento de la copa. Un rayo de sol se reflejo en el metal con un destello cegador.
Se escuchó de nuevo el canto del sacerdote, con un titubeo que sonaba vagamente acusador.
Offerimus tibi, Domine…
Baroncelli se volvió para mirar al joven Médicis. La expresión de Juliano era grave, tenía los ojos cerrados. Las manos entrelazadas formaban un único puño que apretaba fuertemente contra los labios. Mantenía la cabeza gacha, como si se preparase para saludar a la muerte.
«Esto es una locura», pensó Baroncelli. No tenía ninguna enemistad personal con aquel hombre; al contrario, le gustaba Juliano, que nunca había pedido ser un Médicis. El enfrentamiento era exclusivamente político, y desde luego, no llegaba a tener la importancia suficiente como para justificar los actos que iban a realizar.
Francesco di Pazzi le dio un fuerte codazo en las costillas, para transmitir el mensaje: «¡Se ha dado la señal! ¡Se ha dado la señal!».
Baroncelli exhaló un suspiro inaudible y desenvainó la larga daga.
Unos momentos antes, Lorenzo de Médicis había mantenido una cortés conversación en susurros con el cardenal Raffaele Riario. Mientras el sacerdote predicaba el sermón, los ricos y poderosos de Florencia no tenían ningún inconveniente en hablar sotto voce de asuntos de negocios o placer durante el oficio religioso. No se podía desaprovechar la oportunidad social, y los sacerdotes se habían acostumbrado tanto que ya no hacían caso.
Riario, un muchacho larguirucho, aparentaba tener menos de diecisiete años, y si bien era estudiante de derecho en la Universidad de Pisa, su presencia allí obviamente se debía más a su parentesco con el papa Sixto que a su inteligencia.
Sixto lo llamaba sobrino. Era un eufemismo que los papas y cardenales utilizaban en ocasiones para referirse a sus hijos bastardos. El Papa era un hombre de una gran inteligencia, pero era evidente que había engendrado a ese mozalbete con una mujer cuyos encantos no eran ni su belleza ni su intelecto.
Incluso así, Lorenzo estaba obligado a lograr que el joven cardenal disfrutase de su estancia en Florencia. Riario había manifestado su expreso deseo de conocer a los hermanos Médicis y visitar su propiedad y su colección de arte; Lorenzo no podía negarse. Este era el supuesto sobrino del Papa, y aunque Lorenzo había sufrido una humillación pública a manos de Sixto, y había tenido que morderse la lengua mientras los Médicis eran reemplazados por los Pazzi como banqueros papales, quizá aquella era una oportunidad.
Tal vez Sixto intentaba una reconciliación, y aquel flacucho adolescente con túnica púrpura era su emisario.
Lorenzo estaba ansioso por volver a su palacio para confirmar si ese era el caso; de no ser así, la visita del cardenal sería motivo de gran irritación porque significaría que Sixto sencillamente se aprovechaba descaradamente de la generosidad de Lorenzo. Sería otro insulto.
En previsión de que no lo fuese, Lorenzo había organizado un magnífico banquete que sería servido en honor del cardenal una vez finalizado el oficio religioso. Si resultaba que finalmente el joven Raffaele solo había ido con el deseo de disfrutar del arte de los Médicis, al menos podría informar a su tío que Lorenzo lo había tratado espléndidamente. Sería una acción diplomática que Lorenzo aprovecharía al máximo, porque estaba decidido a recuperar los tesoros papales de las garras del banco Pazzi.
Por lo tanto, Lorenzo hacía gala de su más gentil comportamiento, a pesar de que Francesco Salviati, arzobispo de Pisa, se encontraba al otro costado de Riario y sonreía solapadamente. Lorenzo no tenía nada personal contra Salviati, aunque había hecho todo lo posible para impedir que lo designaran arzobispo. Dado que Pisa estaba bajo el control de Florencia, la ciudad merecía tener un arzobispo de la familia Médicis, mientras que Salviati era pariente de los Pazzi, que ya gozaban de demasiados favores papales. Los Médicis y los Pazzi proclamaban públicamente ser amigos, pero en el terreno de los negocios y la política no había más encarnizados adversarios. Lorenzo había escrito una carta a Sixto en la que exponía con gran vehemencia por qué la designación de un pariente de los Pazzi como arzobispo sería desastroso para los intereses papales y de los Médicis.
Sixto no solo no respondió, sino que acabó despidiendo a los Médicis como sus banqueros.
La mayoría habría considerado que la petición papal de que Riario y Salviati fuesen tratados como huéspedes de honor era una afrenta intolerable a la dignidad de los Médicis. Pero Lorenzo, siempre diplomático, les había dispensado una cordial bienvenida. Se había preocupado de que su querido amigo y administrador del banco de los Médicis, Francesco Nori, se comportase como si no hubiese pasado nada. Nori, que se encontraba a su lado, en silencioso apoyo, era enormemente protector. Cuando llegó de Roma la noticia de que los Pazzi habían reemplazado a los Médicis como banqueros papales, Nori se puso como un basilisco. Lorenzo, que había controlado su furia y había comentado muy poco la decisión, tuvo que intervenir para calmar a su empleado. No podía permitirse perder el tiempo en lamentaciones; lo importante era encontrar la forma de ganarse de nuevo el favor de Sixto.
Así que conversó amablemente con el joven cardenal durante el oficio y, a distancia, saludó a los Pazzi, que habían acudido en pleno, con una sonrisa. La mayoría de ellos se agruparon al otro lado de la catedral, excepto Guglielmo di Pazzi, que se había pegado al arzobispo como una lapa. Lorenzo apreciaba a Guglielmo; lo conocía desde que, siendo Lorenzo un niño de siete años, Guglielmo lo acompañó a Nápoles para conocer al príncipe heredero Federico. En aquella ocasión lo trató como a un hijo, y Lorenzo nunca lo había olvidado. Tiempo después, Guglielmo se casó con la hermana mayor de Lorenzo, Bianca, y fortaleció su posición como amigo de los Médicis.
Al comienzo del sermón, el cardenal le dedicó a Lorenzo una sonrisa forzada al tiempo que le susurraba: «Tu hermano… ¿Dónde está tu hermano? Creí que vendría a misa. Deseaba tanto conocerlo…».
La pregunta pilló a Lorenzo por sorpresa. Si bien Juliano había prometido asistir a la misa para encontrarse con el cardenal Riario, Lorenzo estaba seguro de que nadie, y menos todavía Juliano, se había tomado en serio la promesa. Juliano, el más famoso mujeriego de Florencia, era también conocido por sus ausencias a cualquier acto formal o diplomático, a menos que Lorenzo insistiese vehementemente para que acudiera. Desde luego no lo había hecho en aquella ocasión. Es más, Juliano ya había comunicado que no podría asistir al banquete.
Lorenzo ya se había llevado una buena sorpresa el día anterior cuando Juliano le comunicó su deseo de fugarse a Roma con una mujer casada. Hasta entonces, Juliano nunca se había tomado muy en serio a ninguna de sus amantes; jamás había cometido semejante tontería y, desde luego, nunca había hablado de matrimonio. Siempre se había dado por sentado que, cuando llegase el momento, Lorenzo escogería a la novia y Juliano la aceptaría.
Pero Juliano insistía tercamente en conseguir una anulación; un logro que, si el cardenal Riario no había venido como emisario papal, estaba fuera del alcance de Lorenzo.
Lorenzo temía por su hermano menor. Juliano era excesivamente confiado, siempre dispuesto a ver lo bueno en los demás, y no comprendía que tenía demasiados enemigos; personas que lo odiaban por el solo hecho de ser un Médicis. No veía, como Lorenzo, que utilizarían su romance con Anna para perjudicarlo.
Juliano, un alma cándida, solo pensaba en el amor. Aunque había sido necesario, a Lorenzo le dolía haber sido duro con él. Tampoco podía reprochar a Juliano su noble visión del sexo débil. Había momentos en que anhelaba la libertad de que disfrutaba su hermano menor. Aquella mañana lo envidiaba todavía más: poder quedarse en los brazos de una mujer hermosa y dejar que él lidiase con el sobrino del Papa, que aún miraba cortésmente a Lorenzo, a la espera de enterarse del paradero de su rebelde hermano.
Hubiese sido una descortesía decirle la verdad al cardenal -que Juliano nunca había tenido la intención de asistir a la misa, o de conocer a Riario-, así que Lorenzo se permitió una mentira piadosa.
– Mi hermano seguramente se ha retrasado por algún imprevisto. No creo que tarde mucho en llegar. Sé de su interés por conocerte.
Riario parpadeó; sus labios femeninos se entreabrieron.
«Vaya -pensó Lorenzo-. Quizá el interés del joven Raffaele va más allá del puramente diplomático.» La belleza de Juliano era legendaria, y despertaba pasiones tanto en los hombres como en las mujeres.
Guglielmo di Pazzi se inclinó ante el arzobispo y tocó el hombro del cardenal como si quisiera darle ánimos.
– No tema, vuestra excelencia, vendrá. Los Médicis siempre tratan bien a sus invitados.
Lorenzo le dedicó una cálida sonrisa; Guglielmo eludió la mirada de Lorenzo y asintió rápidamente, pero no respondió a la sonrisa. El gesto pareció extraño, pero Lorenzo tuvo que prestar atención al susurro de Francesco Nori.
– Maestro… tu hermano acaba de llegar.
– ¿Solo?
Nori miró fugazmente a su izquierda, hacia el lado norte de la nave.
– Lo acompañan Francesco di Pazzi y Bernardo Baroncelli. Esto no me gusta.
Lorenzo frunció el entrecejo; tampoco a él le hacía ninguna gracia. Ya había saludado a Francesco y a Baroncelli cuando entró en la catedral. Sin embargo, prevaleció el instinto diplomático; inclinó la cabeza hacia Raffaele Riario, y dijo suavemente:
– ¿Lo ves? Mi hermano ha venido.
A su lado, el cardenal Riario se inclinó hacia delante, miró a su izquierda y vio a Juliano. Luego dirigió a Lorenzo una extraña y trémula sonrisa, para después volver la cabeza bruscamente y mirar de nuevo hacia el altar, donde el sacerdote bendecía la hostia sagrada.
El movimiento del muchacho fue a tal extremo peculiar que Lorenzo experimentó una ligera inquietud. Florencia siempre era un hervidero de rumores, y aunque él no hacía caso de la mayoría de ellos, Nori le había comentado hacía poco que Lorenzo corría peligro, que se estaba planeando un ataque contra su persona. Como siempre, Nori no había podido darle ninguna prueba.
«Ridículo -le había replicado Lorenzo-. Siempre habrá rumores, pero nosotros somos los Médicis. El Papa puede insultarnos, pero ni siquiera él se atrevería a levantar una mano contra nosotros.»
Sintió entonces el aguijón de la duda. Oculto por la capa, tocó la empuñadura de su espada corta y luego la empuñó con firmeza.
Solo unos segundos más tarde, llegó un grito desde donde había mirado Riario. Una voz de hombre, vehemente, aunque las palabras eran ininteligibles. Inmediatamente después, comenzaron a repicar las campanas del campanario de Giotto.
Lorenzo comprendió en el acto que los rumores de Nori eran verdad.
Las dos primeras hileras de hombres se dispersaron y empezó una torpe danza de cuerpos en movimiento. Muy cerca, gritó una mujer. Salviati desapareció; el joven cardenal corrió a ponerse de rodillas ante el altar y comenzó a llorar a lágrima viva. Guglielmo di Pazzi se retorcía las manos al tiempo que clamaba:
– ¡No soy un traidor! ¡No sabía nada de esto! ¡Nada! ¡Juro por Dios, Lorenzo, que soy inocente!
Lorenzo no vio la mano que se le acercó por detrás y se apoyó suavemente en su hombro izquierdo, pero la sintió como si fuese la descarga de un rayo. Con la agilidad y la fuerza de muchos años de práctica, se movió hacia delante para soltarse de la sujeción del enemigo invisible, desenvainó la espada y se volvió.
Durante el súbito movimiento, una afilada hoja lo rozó justo por debajo de la oreja derecha; soltó una exclamación involuntaria al sentir el corte en su delicada piel, y notó cómo un líquido caliente se derramaba por su cuello hasta el hombro. Pero se mantuvo firme y levantó la espada, preparado para repeler cualquier nuevo ataque.
Lorenzo se vio frente a dos sacerdotes: uno temblaba detrás de un pequeño escudo. Sujetaba torpemente una espada al tiempo que miraba a la multitud que se dispersaba a su alrededor y corría hacia las puertas de la catedral. No obstante, se vio obligado a volver su atención hacia su sirviente personal, Marco, un hombre musculoso que, sin ser un experto con la espada, suplía esa carencia con la fuerza bruta y el entusiasmo.
El segundo sacerdote, con una mirada salvaje fija en Lorenzo, levantó la espada para un segundo intento.
Lorenzo paró un golpe, y otro. Macilento, pálido, barbudo, el sacerdote tenía en los ojos una expresión extraviada, y la boca desfigurada de un loco. También tenía la fuerza de la locura, y Lorenzo estuvo a punto de caer bajo sus golpes. El eco del choque de los aceros se propagó por el interior de la catedral, ya casi desierta.
Los dos adversarios cruzaron las espadas, empujaron empuñadura contra empuñadura con una ferocidad que hizo temblar la mano de Lorenzo. Miró los ojos de su enconado enemigo, y contuvo el aliento al ver el odio en ellos.
Mientras permanecían con las espadas enfrentadas, sin intención de ceder, Lorenzo medio gritó:
– ¿Por qué me odias tanto?
La pregunta era sincera. Siempre había deseado lo mejor para Florencia y sus ciudadanos. No comprendía el resentimiento que otros sentían al escuchar el nombre Médicis.
– Por Dios -replicó el sacerdote. Su rostro no estaba a más de un palmo del rostro de su rival. El sudor perlaba su frente pálida; su aliento quemaba la mejilla de Lorenzo. La nariz larga, afilada, aristocrática, indicaba que probablemente descendía de una vieja y respetable familia-. ¡Por el amor de Dios!
Apartó la espada con tal violencia que Lorenzo se tambaleó hacia delante, peligrosamente cerca.
Antes, mientras desenvainaba la larga daga y la alzaba por encima de la cabeza, Baroncelli había recordado las docenas de frases ensayadas para ese instante; ninguna de ellas acudió a sus labios, y lo que finalmente gritó incluso a él le sonó ridículo.
– ¡Toma, traidor!
Las campanas apenas habían comenzado a sonar cuando Juliano levantó la cabeza. Ante la visión de la daga, sus ojos se abrieron con un leve asombro.
Entregado al fin a la locura, Baroncelli no vaciló. Descargó la puñalada.
Lorenzo trastabilló, perdido el equilibrio, hacia su oponente, y soltó un grito de furia al comprender que no conseguiría levantar la espada a tiempo para detener el siguiente ataque.
Sin embargo, antes de que el sacerdote con ojos de loco pudiese derramar de nuevo la sangre de Lorenzo, Francesco Nori se colocó delante de su patrón con la espada en alto. Otros amigos y partidarios comenzaron a cercar a los atacantes. Lorenzo advirtió vagamente la presencia de Angelo Poliziano; del anciano y corpulento arquitecto Michelozzo; de Verrochio, el escultor de la familia; de Antonio Ridolfo, uno de sus socios; del aristócrata Sigismondo della Stuffa. Este grupo lo aisló del atacante y comenzó a llevarlo hacia el altar.
Lorenzo se resistió.
– ¡Juliano! -gritó-. Hermano, ¿dónde estás?
– Lo encontraremos y lo protegeremos. ¡Ahora, vete! -le ordenó Nori, que le señaló el altar, donde los sacerdotes, aterrorizados, habían dejado caer el cáliz lleno; el vino se derramaba sobre el mantel.
Lorenzo titubeó.
– ¡Vete! -gritó Nori de nuevo-. ¡Vienen hacia aquí! ¡Ve hacia la sacristía norte!
Lorenzo no tenía ni idea de quiénes venían, pero obedeció. Espada en mano, saltó la balaustrada y subió a la estructura octogonal del coro. Los niños del coro gritaban asustados mientras se dispersaban; el ondular de sus túnicas blancas recordaba el aleteo de las aves que huyen.
Seguido por sus defensores, Lorenzo se abrió paso entre los chiquillos y continuó tambaleante hacia el gran altar. El humo astringente del incienso se mezclaba con el aroma del vino derramado; las velas de dos grandes candelabros alumbraban la escena. Los sacerdotes y sus acólitos protegían al balbuciente Riario. Lorenzo solo los veía a medias, cegado por el resplandor de las velas. Sintió que se mareaba, se llevó la mano libre al cuello, y al apartarla la vio manchada de sangre.
Por el bien de Juliano, se resistió al mareo. No podía permitirse ni un instante de debilidad; no hasta que su hermano estuviese a salvo.
En el mismo momento en que Lorenzo cruzaba el altar hacia el norte, Francesco di Pazzi y Bernardo Baroncelli, en el santuario, se abrían camino hacia el sur, sin darse cuenta de que dejaban atrás a su objetivo.
Lorenzo se detuvo bruscamente para mirarlos, cosa que provocó que sus protectores chocaran entre sí.
Baroncelli encabezaba la marcha, con la daga en alto y profiriendo palabras ininteligibles. Francesco arrastraba una pierna; tenía el muslo ensangrentado, y la túnica empapada en sangre.
Lorenzo se esforzó para ver más allá de los que lo rodeaban, más allá de los cuerpos en movimiento hacia el lugar donde había estado su hermano, pero no lo consiguió.
– ¡Juliano! -gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que rezaba para que su voz se escuchase por encima de la barahúnda-. ¡Juliano! ¿Dónde estás? ¡Hermano, contéstame!
Sus defensores estrecharon el círculo.
– Está bien -dijo alguien en un tono hasta tal punto dubitativo que no consiguió dar el consuelo que pretendía.
No estaba bien que Juliano faltase. Desde el día del fallecimiento de su padre, Lorenzo había cuidado de su hermano con un amor al mismo tiempo fraterno y paternal.
– ¡Juliano! -gritó de nuevo-. ¡Juliano…!
– No está aquí -replicó una voz ahogada.
Lorenzo interpretó que su hermano había avanzado hacia el sur para encontrarlo, por lo que se volvió en aquella dirección, donde sus amigos continuaban luchando con los asesinos. El sacerdote con el escudo había huido, pero el loco resistía, aunque llevaba la peor parte en su duelo con Marco. A Juliano no se le veía por ninguna parte.
Lorenzo, descorazonado, comenzó a volverse, pero el brillo de un acero que se movía rápidamente le llamó la atención y la obligó a mirar atrás.
La daga la empuñaba Bernardo Baroncelli. Con una perversidad de la que Lorenzo nunca le hubiese creído capaz, Baroncelli clavó la daga en la boca del estómago de Francesco Nori. Los ojos de Nori casi salieron de sus órbitas mientras miraba la daga; sus labios formaron una O perfecta cuando cayó hacia atrás y el arma salió de su cuerpo.
Lorenzo soltó un gemido. Poliziano y Della Stuffa lo sujetaron por los hombros y se lo llevaron, a través del altar, hacia las puertas de la sacristía.
– ¡Traed a Francesco! -les suplicó-. Que alguien traiga a Francesco. ¡Todavía vive! ¡Lo sé!
Intentó volverse de nuevo, llamar a su hermano, pero esta vez su gente no le permitió retrasar la implacable marcha hacia la sacristía. Lorenzo sintió un dolor físico en el pecho, una presión tan brutal que creyó que le estallaría el corazón.
Había herido a Juliano. Lo había herido en el momento más vulnerable, cuando este le había dicho: «Te quiero, Lorenzo. Por favor, no me hagas escoger». Lorenzo había sido cruel. Lo había despedido, sin ofrecerle ayuda; precisamente lo que más le debía a Juliano, por encima de todo lo demás.
¿Cómo podía explicar a los demás que nunca dejaría a su hermano atrás? ¿Cómo explicar la responsabilidad que sentía hacia Juliano, que había perdido a su padre siendo poco más que un niño y que siempre había mirado a Lorenzo en busca de guía? ¿Cómo explicar la promesa que había hecho a su padre moribundo? Todos se preocupaban exclusivamente por la seguridad de Lorenzo el Magnífico, a quien tenían por el hombre más grande de Florencia, pero todos ellos se equivocaban.
Empujaron a Lorenzo al interior de la sacristía. Cerraron las gruesas y pesadas puertas después de que alguien se aventurase a ir a recoger al herido Nori.
En el interior de la habitación sin ventanas, el aire olía a vino de misa y al polvo de las vestiduras de los sacerdotes. Lorenzo agarró a cada uno de los hombres que lo habían llevado a un lugar seguro; escrutó cada rostro, pero cada vez se llevó una desilusión. El hombre más grande de Florencia no estaba allí.
Pensó en la gran daga curva de Baroncelli y en la sangre que brillaba en el muslo y en la túnica de Francesco di Pazzi. Aquellas imágenes lo impulsaron a moverse hacia la puerta para acudir al rescate de su hermano. Pero Della Stuffa adivinó su intención y se apresuró a apoyar su cuerpo en la puerta. El viejo Michelozzo se le unió, y luego Antonio Ridolfo; el peso de los tres hombres mantuvo la puerta bien cerrada. Lorenzo se vio apartado del latón grabado. Sus expresiones severas reflejaban un conocimiento indecible que Lorenzo no podía ni quería aceptar.
Dominado por la histeria, aporreó el frío metal hasta que le dolieron los puños, y luego continuó hasta que le sangraron. El erudito Angelo Poliziano intentó vendar con un trozo de tela arrancado de su capa el corte sangrante en el cuello de su amigo. Lorenzo intentó apartarlo, pero Poliziano insistió hasta conseguir vendarle la herida.
Mientras tanto, Lorenzo no cesaba sus frenéticos esfuerzos.
– ¡Mi hermano! -gritó con voz aguda, poco dispuesto a ceder ante los esfuerzos de quienes se afanaban por apartarlo de la puerta y consolarlo-. ¡Tengo que salir a buscarlo! ¡Mi hermano! ¿Dónde está mi hermano?
Momentos antes, Juliano había mirado con asombro cómo Baroncelli alzaba la gran daga por encima de la cabeza; la punta de la hoja apuntaba directamente al corazón del menor de los hermanos Médicis.
Sucedió con demasiada rapidez para que Juliano sintiese miedo. Retrocedió instintivamente y chocó contra un cuerpo que se apretó contra el suyo con tanta firmeza que no había ninguna duda de que aquella persona formaba parte de la conspiración. Juliano atisbó al hombre que lo sujetaba, vestido con túnica de penitente; después soltó el resuello cuando notó la ardiente sensación del acero que se clavaba en su espalda, por debajo de las costillas.
Había recibido una herida mortal. Rodeado de enemigos, estaba a punto de morir.
Saberlo no le angustió tanto como verse incapaz de avisar a Lorenzo. Sin duda, su hermano sería el siguiente objetivo.
– Lorenzo -dijo desesperadamente, mientras la daga de Baroncelli iniciaba por fin el descenso; en la hoja se reflejaba un centenar de diminutas llamas de las velas del altar.
Pero su voz quedó apagada por el descabellado grito de Baroncelli:
– ¡Toma, traidor!
La puñalada lo alcanzó entre las costillas superiores. Se oyó el ruido sordo de un hueso que se partía, seguido de un segundo espasmo de dolor absolutamente atroz, que lo dejó sin respiración.
El rostro afeitado de Baroncelli, que casi tocaba el de Juliano, resplandecía de sudor. El atacante gruñó al retirar la daga, que salió con un chasquido. Juliano apenas conseguía respirar; se esforzó por gritar de nuevo el nombre de Lorenzo, pero salió de su boca como un débil susurro.
En aquel instante, mientras miraba el arma, mientras Baroncelli se preparaba para asestarle otra puñalada, Juliano se sintió transportado a otro lugar, a otro tiempo: al río Arno, en un lejano día de finales de primavera.
Llamó a su hermano sin recibir respuesta; Lorenzo había desaparecido bajo el agua turbia. A Juliano le ardían los ojos. No conseguía recuperar la fuerza ni el aliento, pero sabía qué debía hacer.
«Dios -rezó con la sinceridad de un niño-. Permite que rescate a mi hermano.»
Con una fuerza que no tenía, se echó hacia atrás contra el penitente que, pillado por sorpresa, pisó el bajo de la túnica y cayó al suelo, enredado en las prendas.
Juliano tenía vía libre para escapar, para alejarse de los agresores, pero tenía muy claro que el objetivo principal debía ser su hermano.
El tiempo pareció ralentizarse, como había sucedido aquel día en el Arno. A pesar del letargo, Juliano se obligó a lograr un imposible y crear una barrera entre los conspiradores y su hermano. Si no podía gritarle una advertencia, al menos retrasaría a los asesinos.
Oyó la voz de su hermano:
– ¡Juliano! ¡Hermano, háblame!
No podía decir si había sonado en el interior de la catedral, o si era un eco de la infancia; la voz de un chiquillo de once años que gritaba desde la orilla del río. Quería decirle a su hermano que corriese, pero no podía hablar. Intentó respirar, y se ahogó con un líquido tibio.
Baroncelli intentó eludirle, pero Juliano le cerró el paso. Francesco di Pazzi apartó a Baroncelli. La visión de la sangre lo había empujado a la locura; sus pequeños ojos negros resplandecían; el cuerpo nervudo se estremecía de odio. Con la daga en alto -una hoja larga y delgada que casi parecía un estilete- él, también, intentó pasar junto a la víctima de Baroncelli, pero Juliano repitió la maniobra.
Juliano abrió la boca. Solo se escuchó un angustioso jadeo, pero había pretendido gritar: «Nunca conseguiréis llegar hasta mi hermano. Yo moriré primero, pero nunca le pondréis una mano encima a Lorenzo».
Francesco gruñó algo incomprensible y descargó una puñalada. Desarmado, Juliano levantó una mano para protegerse; la daga le atravesó la palma y el antebrazo. Comparadas con las heridas en el pecho y la espalda, estas eran como la picadura de un insecto. Avanzó un paso hacia Francesco y Baroncelli. Consiguió hacer que retrocediesen, y así darle más tiempo a Lorenzo.
Francesco, dominado por una furia indescriptible, descargó un torrente de imprecaciones donde se reflejaba todo el odio que su familia tenía a los Médicis. Acompañó cada frase con una nueva puñalada.
– ¡Sois unos hijos de puta! ¡Tu padre traicionó la confianza del mío…!
Juliano sintió una puñalada en el hombro; otra en el brazo. Ya no pudo mantenerlo alzado; lo dejó colgando como un guiñapo en el costado por donde manaba la sangre.
– ¡Tu hermano ha hecho lo imposible para mantenernos apartados de la Signoria!
Más heridas; de nuevo en el pecho, el cuello, una docena en el torso. Francesco había perdido el juicio. La daga se clavaba una y otra vez en el cuerpo de Juliano con tanta rapidez que ambos estaban envueltos en una niebla roja. Sus movimientos llegaron a ser tan descontrolados que acabó clavándose la daga en un muslo. Aulló mientras su sangre se mezclaba con la de su enemigo. El dolor aumentó la furia de Francesco; continuó con la lluvia de puñaladas.
– ¡Hablasteis mal de nosotros al Papa! ¡Insultasteis a nuestra familia! ¡Nos robasteis la ciudad!
Juliano se ahogaba. Tantas calumnias contra su hermano habrían provocado su furia en cualquier otra circunstancia, pero ahora había llegado a un lugar donde sus emociones se habían apaciguado.
Las aguas en el interior de la catedral estaban turbias de sangre; apenas si conseguía ver las ondulantes imágenes de los agresores contra un fondo de cuerpos que corrían. Baroncelli y Francesco gritaban. Juliano veía las bocas abiertas, el brillo de las armas, oscurecido por el fangoso Arno, pero no oía nada. En el río, todo era silencio.
Apenas fuera de su alcance, Anna, con sus hermosos cabellos negros, lloraba, se retorcía las manos, gemía por los hijos que hubiesen podido tener; su amor lo llamaba. Pero fue Lorenzo el último en estar en su corazón. Lorenzo, a quien se le partiría el corazón cuando encontrase a su hermano. Ese era para Juliano el mayor dolor.
«Hermano.» Los labios de Juliano formaron la palabra mientras caía de rodillas.
Lorenzo estaba sentado en la ribera del Arno, con una manta sobre los hombros. Empapado hasta los huesos, tiritaba, pero estaba vivo.
Calmado, Juliano dejó escapar un leve suspiro -todo el aire que quedaba en sus pulmones- y luego cayó de bruces, hacia donde las aguas eran más profundas y oscuras.
26 de abril de 1478
A los duques de Milán
Mis muy ilustres señores:
Mi hermano Juliano ha sido víctima de un asesinato y mi gobierno está en gravísimo peligro. Es ahora el momento, mis señores, de que ayudéis a vuestro sirviente Lorenzo. Enviad a todos los soldados que podáis con la mayor celeridad posible, para que sean, como siempre, la salvaguardia y la seguridad de mi Estado.
Vuestro servidor,
Lorenzo de Médicjs
Bernardo Baroncelli viajaba de rodillas en un pequeño carro tirado por un pollino, rumbo a su destino.
Delante, en la gran piazza della Signoria, se alzaba el imponente palacio, sede del gobierno de Florencia y corazón de su justicia. Coronada con almenas, la fortaleza era un enorme edificio rectangular casi sin ventanas y con un esbelto campanario en una esquina. Una hora antes de que lo hicieran subir al carro, Baroncelli había escuchado el toque las campanas, lento y doloroso, que llamaba a los ciudadanos para que asistieran al espectáculo.
A la luz del alba, la fachada de piedra del palacio mostraba un color gris pálido contra el fondo de los oscuros nubarrones. Delante del edificio se alzaba el patíbulo, rodeado ya por una colorida multitud formada por los ricos y los pobres de Florencia.
Hacía mucho frío; los últimos alientos de Baroncelli se condensaban delante de su rostro como la niebla. Llevaba el cuello de la capa abierto, pero no podía cerrarlo porque le habían atado las manos a la espalda.
De esta manera, tambaleante y sacudiéndose cada vez que las ruedas encontraban una piedra, Baroncelli entró en la plaza. Eran más de un millar los asistentes congregados para presenciar su final.
Un chiquillo, un fanciullo, en la primera fila de la multitud, vio el carro que se acercaba y, con voz aguda, entonó el grito de llamada de los Médicis:
– Palle! Palle! Palle!
La histeria se apoderó de la muchedumbre. Muy pronto el clamor colectivo resonó en los oídos de Baroncelli.
– Palle! Palle! Palle!
Alguien cercano arrojó una piedra; rebotó inofensivamente en los adoquines junto al traqueteante carro. Después solo lanzaron insultos. La Signoria había colocado guardias a caballo en los puntos estratégicos para impedir cualquier disturbio; también el carro estaba rodeado por guardias.
Era una medida para evitar que la multitud lo despedazase antes de poder ejecutarlo. Había escuchado los detalles del horrible final de los demás conspiradores: cómo los mercenarios perusinos contratados por los Pazzi habían sido precipitados al vacío desde la torre más alta del palacio de la Signoria, para ir a caer entre la multitud, que los habían descuartizado con cuchillos y palas.
Incluso el viejo Iacopo di Pazzi, que siempre había gozado de gran respeto, no escapó de la ira de Lorenzo. A la señal del campanario de Giotto, había montado en su caballo para arengar a los ciudadanos con el grito «Popolo e libertà!». La frase era la llamada para destronar al actual gobierno; en este caso, los Médicis.
Рero el pueblo había replicado con el grito de «Palle! Palle! Palle!».
A pesar de su pecado, permitieron que lo enterrasen en campo santo tras la ejecución, con el nudo todavía alrededor del cuello. Pero en aquellos días de turbulencia era tal el odio a los conspiradores, que no pasó mucho tiempo antes de que la Signoria decidiese que lo más prudente era trasladar el cadáver fuera de las murallas y sepultarlo en terreno no consagrado.
Francesco di Pazzi y todos los demás fueron ejecutados expeditivamente; solo Guglielmo di Pazzi se salvó, gracias a las desesperadas súplicas de su esposa Bianca a su hermano Lorenzo.
De los verdaderos conspiradores, solo Baroncelli escapó; consiguió ocultarse en el campanario de la catedral, donde el aire aún vibraba con el repique de la campana. A la primera oportunidad, emprendió la huida a uña de caballo, sin decir ni una palabra a su familia, hacia el este, a Senigallia, en la costa. Zarpó de aquel puerto con rumbo a la exótica Constantinopla. El rey Ferrante y los parientes napolitanos de Baroncelli le enviaron dinero más que suficiente para llevar una vida disoluta. Baroncelli convirtió en sus amantes a las esclavas que poseía, y se sumergió en el placer para intentar borrar todo recuerdo de los crímenes que había cometido.
Sin embargo, sus sueños se veían acosados por la imagen de Juliano, congelada en el instante en que miró la resplandeciente daga. Los oscuros rizos del joven se veían desgreñados, los ojos inocentes muy abiertos, la expresión natural y algo sorprendida por la súbita aparición de la muerte.
Baroncelli tuvo más de un año para buscar la respuesta a la pregunta: ¿Derrocar a los Médicis y reemplazarlos por Iacopo y Francesco di Pazzi hubiese beneficiado a la ciudad? Lorenzo era equilibrado, cauto; Francesco, arrebatado, rápido en actuar. No hubiese tardado en convertirse en un tirano. Lorenzo había tenido la sabiduría de ganarse el amor del pueblo, como demostraba la muchedumbre reunida en la plaza; Francesco hubiese sido demasiado arrogante para que le importase.
Lorenzo era, por encima de todo, persistente. Al final, ni siquiera Constantinopla estuvo fuera de su alcance. En cuanto sus agentes encontraron a Baroncelli, Lorenzo envió a un emisario cargado con oro y joyas para el sultán, y el destino de Baroncelli quedó sellado.
A todos los criminales los ahorcaban fuera de las murallas de la ciudad y después los arrojaban a una fosa común. Baroncelli acabaría en el mismo lugar, pero dada la gravedad de su delito, la ejecución tendría lugar en la plaza principal de Florencia.
En aquel momento, mientras el carro pasaba por delante de la multitud camino del patíbulo, Baroncelli soltó un sonoro gemido. El miedo lo atenazaba con una angustia mucho peor que cualquier dolor físico; sentía un frío insoportable, un calor que lo abrasaba, una espantosa sensación de caer al vacío. Creyó que se desmayaría, pero se le negó la bendición de la inconsciencia.
– Coraje, signore -dijo el nero-. Dios viaja contigo.
Su nero, su consolador, caminaba junto al carro. Era un florentino llamado Lauro, y miembro lego de la Compagnia di Santa Maria della Croce, también conocida como la Compagnia dei Neri, la Compañía de los Negros, porque sus miembros vestían hábito y capuchas negras. El propósito de la compañía era ofrecer consuelo y misericordia a los necesitados, incluso a aquellos condenados a morir.
Lauro había estado con él desde que llegó a Florencia. Se ocupó de que Baroncelli recibiese un buen trato, que se le diese ropa y comida, que se le permitiese escribir a sus seres queridos. Giovanna nunca respondió a sus súplicas de que le visitara. Lauro escuchó bondadosamente las llorosas manifestaciones de arrepentimiento de Baroncelli, y permaneció en la celda para rezar por él; imploró a la Virgen, a Jesús, a Dios y a san Juan, patrono de Florencia, para dar consuelo a Baroncelli, concederle su perdón, permitir que su alma entrase en el purgatorio, y de allí fuera al cielo.
Baroncelli no se unió a sus plegarias. Estaba seguro de que Dios lo habría tomado como una afrenta personal.
Ahora, el consolador cubierto con la capucha negra caminaba a su lado y recitaba en voz alta -un salmo, un himno, una plegaria, que flotaban en el aire como una nube blanca-, pero dado el clamor de la multitud, Baroncelli no entendía las palabras. Una única expresión retumbaba en sus oídos y en su corazón.
Palle! Palle! Palle!
El carro se detuvo delante de los escalones que subían al patíbulo. El consolador deslizó una mano entre los brazos atados de Baroncelli y lo ayudó a bajar. En cuanto pisó los helados adoquines, el peso del terror hizo que Baroncelli cayese de rodillas; el sacerdote se arrodilló a su lado y le habló al oído:
– No tengas miedo. Tu alma subirá directamente al cielo. Entre todos los hombres, tú eres quien no necesita perdón; lo que hiciste fue obra de Dios, no un crimen. Hay muchos de nosotros que te llaman héroe, hermano. Tú has dado el primer paso para librar a Florencia de un gran mal.
A Baroncelli le tembló tanto la voz que apenas consiguió entender sus propias palabras.
– ¿De Lorenzo?
– Del libertinaje. Del paganismo. Del disfrute del arte profano.
Baroncelli lo miró furioso, sacudido por un violento temblor.
– Si tú, si los demás, lo creéis, ¿por qué no me habéis rescatado? ¡Salvadme!
– No nos atrevemos a darnos a conocer. Todavía queda mucho trabajo por delante antes de que Florencia, Italia, el mundo, esté preparado para recibirnos.
– Estáis locos -susurró Baroncelli.
– Somos locos de Dios. -Sonrió.
Ayudó a Baroncelli a ponerse de pie; rabioso, este se apartó del monje y subió solo los escalones de madera.
En el patíbulo, el verdugo, un joven delgado con el rostro oculto con una máscara, estaba entre Baroncelli y la soga.
– Ante Dios -le dijo el verdugo-, te suplico perdón por el acto que estoy obligado a realizar.
Baroncelli se mordió el interior de los labios y las mejillas; tenía la lengua tan seca que apenas podía articular palabra. Sin embargo su voz sonó con una calma asombrosa.
– Te perdono.
El verdugo exhaló un leve suspiro; quizá se había encontrado con otros condenados más dispuestos a dejar que su sangre manchase sus manos. Sujetó a Baroncelli por el codo y lo guió hasta la trampilla, debajo del nudo.
– Aquí -dijo en tono amable. De debajo de la capa sacó un pañuelo de lino blanco.
Antes de que le vendasen los ojos, Baroncelli observó a la multitud. Cerca de las primeras filas se encontraba Giovanna, con sus hijos. Estaba demasiado lejos para saberlo a ciencia cierta, pero le pareció que lloraba.
A Lorenzo de Médicis no se le veía por ninguna parte, pero Baroncelli no dudaba que miraba desde algún balcón oculto, una ventana, o quizá desde el interior del palacio de la Signoria.
Abajo, al pie del patíbulo, se encontraba el consolador, con una expresión serena y extrañamente satisfecha. En un instante de iluminación, Baroncelli comprendió que él, Francesco di Pazzi, micer Iacopo, el arzobispo Salviat, todos ellos, habían sido unos incautos, que sus miserables ambiciones habían servido a un proyecto mucho mayor, un plan que le infundía tanto terror como la perspectiva de su muerte.
El verdugo ató el pañuelo sobre los ojos de Baroncelli, luego deslizó el lazo por encima de la barbilla y lo ajustó alrededor del cuello.
Un segundo antes de que se abriese la trampilla debajo de sus pies, Baroncelli susurró dos palabras, dirigidas a sí mismo:
– Toma, traidor.
En el instante en que el cuerpo de Baroncelli dejó de sacudirse, un joven artista que se encontraba en la primera fila de la multitud comenzó su trabajo. El cadáver continuaría colgado en la plaza durante días, hasta que la descomposición hiciera que se desprendiera de la soga. Pero el artista no podía esperar; quería capturar la imagen mientras conservase un pálpito de vida. Además, los chiquillos y los adolescentes muy pronto comenzarían a divertirse arrojándole piedras, y la inminente lluvia haría que se hinchase.
Hacía su boceto en una hoja de papel sujeta a una tabla de álamo, para tener una base firme. Había cortado las barbas de la pluma para impedir que el uso continuado lastimase sus largos dedos, y la había afilado hasta conseguir una punta muy fina, que mojaba en un frasco de tinta sepia hecha con bilis de buey, bien asegurado al cinturón. Dado que era imposible dibujar bien con guantes, sus manos desnudas le dolían a causa del frío, pero se despreocupó porque era más importante el trabajo. Del mismo modo, dejó a un lado la pena que amenazaba con embargarlo, porque la visión de Baroncelli evocaba en él unos recuerdos muy dolorosos, y se concentró en el tema que tenía delante.
A pesar de todos los intentos por enmascarar sus verdaderos sentimientos, hombres y mujeres los revelaban a través de sutiles matices en la expresión, la postura y la voz. El arrepentimiento de Baroncelli era evidente. Incluso en la muerte, mantenía los ojos bajos, como si contemplase el infierno. Tenía la cabeza gacha, y las comisuras de sus finos labios estaban dobladas hacia abajo por la culpa. Era un hombre abrumado por el desprecio a sí mismo.
El artista se esforzó para no sucumbir al odio, aunque tenía razones muy personales para despreciar a Baroncelli. Pero el odio iba dirigido contra sus principios, así que -como había hecho con el dolor en los dedos y el corazón- no le hizo caso y continuó con el trabajo. También abominaba de los crímenes y las ejecuciones, incluso de un asesino como Baroncelli.
Como era su costumbre, escribía notas para recordar los colores y las texturas, porque era muy probable que el boceto acabase convertido en un cuadro. Escribía de derecha a izquierda, y las letras se sucedían como la imagen reflejada en un espejo. Años atrás, cuando era un aprendiz en el taller de Andrea Verrochio, los compañeros lo habían acusado de secretismo, porque cuando les enseñaba los bocetos, no entendían las palabras. Pero escribía así porque era lo natural para él; la privacidad solo era un beneficio añadido.
«Pequeño gorro marrón. -La pluma rascó en el papel-. Jubón de sarga negra, camiseta de lana, capa azul forrada con piel de zorro, cuello de terciopelo con punteado rojo y negro, Bernardo Bandino Baroncelli, polainas negras.» Baroncelli había perdido las zapatillas en los estertores de la muerte; en el esbozo aparecía con los pies desnudos.
El artista frunció el entrecejo al enfrentarse al patronímico de Baroncelli. Era autodidacta, y aún lidiaba para superar su rústico dialecto de Vinci, y la ortografía lo superaba. Tampoco tenía importancia. A Lorenzo de Médicis, el Magnífico, le interesaba la imagen, no las palabras.
Al pie de la hoja trazó un rápido y pequeño esbozo de la cabeza de Baroncelli en un ángulo que mostraba mejor las facciones. Satisfecho con su trabajo, se dedicó a la ardua tarea de observar los rostros de la multitud. Aquellos que se encontraban en las primeras filas -la nobleza y los mercaderes más prósperos- comenzaban a marcharse, cabizbajos y silenciosos. El popolo minuto, los pobres y desamparados, se quedaron para divertirse profiriendo insultos y lanzando piedras al cadáver.
El artista observó atentamente a todos los hombres que pudo a medida que abandonaban la plaza. Había dos razones para ello: la más ostensible, que era un estudioso de los rostros. Aquellos que lo conocían se habían acostumbrado a su mirada aguda.
La razón oculta era el resultado de un encuentro entre él y Lorenzo de Médicis. Buscaba un rostro en particular; uno que había visto veinte meses atrás, durante un fugaz momento. Incluso con su talento para recordar las fisonomías, su memoria se negaba a dársela; sin embargo, su corazón no se daba por vencido. Esta vez estaba decidido a que la emoción no llevase las de ganar.
– ¡Leonardo!
El sonido de su nombre sobresaltó al artista; dio un respingo involuntario y, en un acto reflejo, tapó el frasco de tinta para evitar que se derramase.
Un viejo amigo del taller de Verrocchio que salía de la plaza se le acercó.
– Sandro -dijo Leonardo, cuando su amigo llegó a su lado-. Tienes el aspecto de un príncipe.
Sandro Botticelli sonrió. Algunos años mayor que Leonardo, a los treinta y cuatro estaba en la plenitud de su vida y de su carrera. Desde luego vestía principescamente, con una capa roja con ribetes de armiño; una gorra de terciopelo negro cubría sus cabellos rubios, cortados a la altura de la barbilla, algo más corto de lo que marcaba la moda actual. Como Leonardo, llevaba el rostro afeitado. En sus ojos verdes, de párpados gruesos, brillaba la insolencia que siempre había marcado sus maneras. A Leonardo le gustaba; tenía un extraordinario talento y un corazón generoso. El año anterior, Sandro había recibido varios grandes encargos de los Médicis y Tornabuoni, entre ellos La primavera, que era el regalo de bodas de Lorenzo para su primo.
Sandro observó el boceto de Leonardo con una sonrisa torcida.
– Vaya, veo que intentas robarme mi trabajo.
Se refería al mural pintado en una fachada cercana al palacio de la Signoria, parcialmente visible detrás del patíbulo ahora que la multitud se dispersaba. Había recibido el encargo de Lorenzo en aquellos terribles días posteriores a la muerte de Juliano: representar a cada uno de los conspiradores Pazzi colgados de la horca. Las imágenes de tamaño natural inspiraban tanto terror como se había pretendido. Allí estaban Francesco di Pazzi, totalmente desnudo y con la sangre seca en su muslo herido, y Salviati, con las vestiduras de arzobispo. Los muertos aparecían de cara al espectador; un recurso impactante, aunque no era la representación exacta de los hechos. Como Botticelli, Leonardo había estado en la piazza della Signoria en el momento en el que a Francesco, a quien habían sacado de su cama, lo habían empujado desde la ventana más alta del palacio y lo habían ahorcado desde el propio edificio para que todos lo viesen. Un momento más tarde, lo siguió Salviati quien, en el instante de su muerte, se volvió hacia su compañero conspirador y -ya fuese por un violento espasmo involuntario o por un momento final de rabia- clavó los dientes en un salvaje mordisco en el hombro de Francesco. Fue una imagen grotesca, tan absurda que incluso Leonardo, sobrecogido por la emoción, no la registró en su libreta. Las pinturas de los otros condenados, incluido micer Iacopo, estaban a medio acabar; pero faltaba un asesino: Baroncelli. Era probable que Botticelli hubiese tomado unos apuntes para terminar el mural. Pero al ver el boceto de Leonardo, se encogió de hombros.
– No tiene importancia -dijo en tono risueño-. Dado que soy lo bastante rico para vestir como un príncipe, desde luego puedo permitir que un pobre como tú complete el trabajo. Tengo cosas mucho más importantes de las que ocuparme.
Leonardo, vestido con la túnica de artesano, larga hasta las rodillas y hecha de lino barato, y una capa de lana gris oscuro, se guardó el boceto debajo del brazo y dedicó a su amigo una exagerada reverencia como muestra de gratitud.
– Eres excesivamente bondadoso, mi señor. -Se irguió-. Ahora vete. Eres un pintor de alquiler, y yo un verdadero artista, con mucho que hacer antes de que descargue la lluvia.
Sandro y él se despidieron con sonrisas y un breve abrazo; luego Leonardo volvió a observar a la multitud. Siempre le alegraba ver a Sandro, pero la interrupción lo había irritado. Había demasiado en juego. Con expresión ausente, metió la mano en la bolsa sujeta al cinturón y acarició un medallón de oro del tamaño de un florín. En el frente, en bajorrelieve, aparecía el título duelo público. Debajo, Baroncelli alzaba la daga por encima de la cabeza mientras Juliano miraba la hoja con expresión de sorpresa. Detrás de Baroncelli se encontraba Francesco di Pazzi, con el puñal a punto. Leonardo había hecho el boceto de la escena con la mayor exactitud posible, aunque, a beneficio del espectador, Juliano aparecía de cara a Baroncelli. Verrocchio había hecho el molde a partir del dibujo.
Dos días después del asesinato, Leonardo había enviado una carta a Lorenzo de Médicis:
Mi señor Lorenzo, necesito hablar en privado contigo referente a un asunto de la máxima importancia.
Pero no recibió respuesta. Lorenzo, sumido en el dolor, se había encerrado en el palacio, convertido en una fortaleza custodiada por docenas de hombres armados. No recibía visitas, y las cartas que solicitaban su opinión o favor se amontonaban, desatendidas.
Transcurrida una semana, Leonardo pidió prestado un florín de oro y acudió a la puerta del bastión de los Médicis. Sobornó a uno de los guardias para que entregase una segunda carta inmediatamente, mientras esperaba en la loggia y contemplaba cómo la lluvia limpiaba las calles adoquinadas.
Mi señor Lorenzo, no vengo a pedir favores ni a hablar de negocios. Tengo una información crucial sobre la muerte de tu hermano, que solo tú puedes oír.
Fue admitido unos minutos más tarde después de haber sido cacheado a fondo; algo ridículo, porque nunca había tenido un arma ni tampoco sabía cómo utilizarla.
Pálido y desanimado, vestido con una sencilla túnica negra, Lorenzo, con el cuello vendado, recibió a Leonardo en su despacho, rodeado de obras de arte de increíble belleza. Miró a Leonardo con ojos nublados por la culpa y el dolor; sin embargo, en ellos se leía el interés por escuchar lo que quería a decirle el artista.
En la mañana del 26 de abril, Leonardo había estado a unas pocas hileras del altar de la catedral de Santa Maria del Fiore. Quería formular a Lorenzo algunas preguntas sobre un encargo que él y su antiguo maestro Andrea Verrocchio habían recibido para hacer un busto de Juliano, y esperaba hablar con el Magnífico después del oficio. Leonardo iba a misa solo por cuestiones de trabajo; pensaba que el mundo natural era mucho más impresionante que cualquier catedral hecha por el hombre. Mantenía muy buenas relaciones con los Médicis. En los últimos años, había estado en ocasiones durante meses en la casa de Lorenzo como uno de los muchos artistas empleados por la familia.
Para sorpresa de Leonardo, aquella mañana en la catedral, Juliano había llegado tarde, desaliñado, y en compañía de Francesco di Pazzi y su empleado.
Leonardo encontraba bellos por igual a hombres y a mujeres; todos eran dignos de su amor, pero llevaba una vida solitaria por decisión propia. Un artista no podía permitir que las tormentas del amor interrumpiesen su trabajo. Sobre todo evitaba a las mujeres, porque las exigencias de una esposa e hijos hubiesen hecho imposible sus estudios del arte, del mundo y de sus habitantes. No quería ser como su maestro Verrocchio, que desperdiciaba su talento aceptando cualquier trabajo, ya fuese confeccionar máscaras para el carnaval o dorar los escarpines de una dama, para alimentar a su familia. Nunca tenía tiempo para experimentar, observar y mejorar las técnicas.
Ser Antonio, el abuelo de Leonardo, había sido quien le había inculcado esa idea. Antonio había querido profundamente a su nieto, sin importarle que fuese el hijo ilegítimo de una sirvienta. Mientras Leonardo crecía, solo su abuelo se había dado cuenta del talento del chico; le regaló un cuaderno y carboncillos un día, cuando Leonardo tenía siete años y estaba sentado sobre la fresca hierba con un estilo de punta seca y una áspera tabla de madera, dedicado a estudiar cómo el viento movía las hojas de los olivos. Ser Antonio -siempre atareado, erguido y de mirada aguda a pesar de sus ochenta y siete años- se acercó a él y miró los resplandecientes olivos.
De improviso le dijo:
– No prestes atención a la tradición, pequeño. Yo tenía la mitad de tu talento. Sí, se me daba bien dibujar y tenía el deseo, como tú, de comprender cómo funciona el mundo natural. Pero escuché a mi padre. Antes de venir a la granja, era su aprendiz en la notaría.
»Eso es lo que somos: una familia de notarios. Uno me engendró, y yo, a mi vez, engendré a otro: tu padre. ¿Qué le hemos dado al mundo? Contratos, escrituras y firmas en documentos que se convertirán en polvo.
»No renuncié del todo a mis sueños; incluso mientras aprendía la profesión, dibujaba en secreto. Comencé por los pájaros y los ríos, y me pregunté cómo funcionaban. Pero entonces conocí a tu abuela Lucia y me enamoré. Fue lo peor que pudo pasarme, porque abandoné el arte y la ciencia y me casé con ella. Después vinieron los hijos, y ya no hubo tiempo para los árboles. Lucia encontró mis dibujos y los arrojó al fuego.
»Pero Dios nos ha dado a nuestro hijo, con una extraordinaria mente, ojos y manos. Tienes el deber de no abandonarlo. Prométeme que no cometerás mi error; prométeme que nunca permitirás que tu corazón te aparte de ello.
El pequeño Leonardo se lo prometió.
Pero cuando se convirtió en un protegido de los Médicis y un miembro de su círculo íntimo, se sintió atraído, física y emocionalmente, por el hermano menor de Lorenzo. Juliano era absolutamente adorable. No se trataba solo del atractivo aspecto del hombre -el propio Leonardo lo era incluso más, y a menudo sus amigos lo llamaban «hermoso»- sino por la bondad de su espíritu.
Leonardo no dijo nada. No deseaba molestar a Juliano, un apasionado amante de las mujeres, ni tampoco escandalizar a Lorenzo, su anfitrión y protector.
Cuando Juliano apareció en la catedral, Leonardo -solo dos hileras más atrás, porque se había acercado todo lo posible a Lorenzo para abordarlo- no pudo menos que mirarlo atentamente. Observó el aspecto apesadumbrado de Juliano y no sintió atracción alguna, solo unos terribles celos.
A última hora de la tarde del día anterior, el artista había salido de su casa con la intención de hablar con Lorenzo sobre el encargo.
Había ido por la vía di Gori, más allá de la iglesia de San Lorenzo. El palacio Médicis estaba un poco más adelante, a la izquierda, y se dispuso a cruzar la calle.
Oscurecía. Al oeste se alzaba la alta y estilizada torre del palacio de la Signoria y la imponente cúpula de la catedral, recortada en el increíble fondo de un cielo de un color coral incandescente que se fundía suavemente en un tono lavanda, y luego gris. Dada la hora, había poco movimiento, y Leonardo se detuvo en la calle, absorto en la contemplación de la belleza del entorno. Vio un carruaje que se acercaba y disfrutó con la visión de la nítida silueta de los caballos; los cuerpos, de un negro impenetrable, contra el telón del cielo brillante con el sol de espaldas a ellos, hacían que desaparecieran todos los detalles. El crepúsculo era su hora preferida, porque la escasez de luz daba a las formas y a los colores una calidez, una sensación de suave misterio, que el sol de mediodía ahogaba por completo.
Se perdió en el juego de sombras en los cuerpos de los caballos, en el ondular de los músculos debajo de la piel, en la fuerza de las cabezas erguidas, hasta el punto de que, cuando se le echaron encima, tuvo que apartarse rápidamente. Acabó de cruzar y se encontró en el lado sur del palacio Médicis: su destino, a unos pocos pasos, era la vía Larga.
El cochero sofrenó a los caballos muy poco más allá, y se abrió la portezuela. Leonardo se detuvo y miró a la joven que se apeó del coche. La luz crepuscular daba un suave tono grisáceo a la blancura de su tez, y resaltaba el color oscuro de los cabellos y los ojos. La sencillez de su vestido y del velo, y la cabeza gacha, la delataban como la criada de una familia rica. Había decisión en su paso y algo furtivo en su postura mientras miraba a un lado y a otro de la calle. Se apresuró hacia la entrada lateral de la casa y llamó con insistencia.
Tras una breve espera, la puerta se abrió con un largo y sonoro chirrido. La criada volvió al coche y le hizo una seña a alguien en el interior.
Una segunda mujer se apeó del coche y con paso rápido y elegante fue hacia la puerta abierta.
Leonardo pronunció su nombre en voz alta sin pretenderlo. Era una amiga de los Médicis, una visitante habitual de la casa; había hablado con ella en diversas ocasiones. Incluso antes de verla con claridad, había reconocido sus movimientos, la forma de los hombros, el modo en que giró la cabeza y su esbelto cuello para mirarlo.
Se adelantó un paso y finalmente le vio el rostro.
Tenía la nariz larga y recta, con la punta doblada hacia abajo, los orificios muy abiertos, la frente ancha y despejada. La barbilla era puntiaguda, pero las mejillas y la mandíbula mostraban una grácil curva que replicaba la de los hombros, que se inclinaban hacia el edificio aunque tenía el rostro vuelto hacia el pintor.
Siempre había sido hermosa, pero ahora el crepúsculo, que lo suavizaba todo, daba a sus facciones un toque perturbador que hasta entonces no habían tenido. Parecía fundirse con el aire; era imposible saber dónde acababan las sombras y dónde comenzaba la mujer. El rostro luminoso, el escote, las manos, parecían flotar contra el oscuro bosque de su vestido y el cabello. La expresión era de una felicidad contenida; los ojos guardaban sublimes secretos, y los labios insinuaban una sonrisa cómplice.
En aquel instante, era más que humana; era divina.
Leonardo tendió la mano, casi convencido de que pasaría a través de ella como si fuese un fantasma.
La mujer se apartó y Leonardo vio, incluso en la penumbra, el brillante resplandor del miedo en sus ojos, en la separación de los labios; no había esperado ser descubierta. De haber tenido a mano una pluma, le hubiese borrado la profunda arruga en el entrecejo y habría resucitado la expresión de misterio.
Murmuró de nuevo su nombre, esta vez como una pregunta, pero su mirada se había vuelto hacia el portal abierto. Leonardo, al mirar en la misma dirección, atisbó otro rostro conocido: Juliano.
Su cuerpo estaba totalmente oculto por las sombras; no vio a Leonardo, solo a la mujer.
Ella vio a Juliano, y floreció.
Fue en aquel fugaz momento cuando Leonardo comprendió y volvió el rostro, abrumado por la amargura, mientras la puerta se cerraba detrás de la pareja.
Aquella noche no vio a Lorenzo. Regresó a su pequeño apartamento y no consiguió conciliar el sueño. Miraba el techo y veía las suaves y luminosas facciones de la mujer que se dibujaban en la oscuridad.
A la mañana siguiente, al mirar a Juliano en la catedral, Leonardo pensó en su desgraciada pasión. Recordó, una y otra vez, el doloroso instante en que vio la mirada entre Juliano y la mujer, cuando comprendió que el corazón de Juliano le pertenecía a ella, y que era correspondido; se maldijo a sí mismo por ser vulnerable a una emoción tan despreciable como los celos.
Estaba tan absorto que le sobresaltó un súbito movimiento en la fila de delante. Una figura encapuchada se adelantó un segundo antes de que Juliano se volviese para mirarla; luego soltó un agudo jadeo.
Después lo siguió el áspero grito de Baroncelli. Atónito, Leonardo vio el resplandor de la daga. En un santiamén, los aterrados feligreses empezaron a huir y arrastraron hacia atrás al artista con la marea de sus cuerpos. Intentó, en un esfuerzo inútil, llegar hasta Juliano y protegerlo de más ataques, pero ni siquiera fue capaz de mantener su posición.
En la barahúnda, Leonardo no alcanzó a ver cómo la daga de Baroncelli se clavaba en el cuerpo de Juliano. En cambio, vio los golpes finales del brutal y despiadado ataque de Francesco; cómo el puñal se hundía una y otra vez en la carne del joven, del mismo modo que, en su momento, los dientes del arzobispo Salviati se hundirían en el hombro de Francesco di Pazzi.
En cuanto comprendió qué sucedía, Leonardo profirió un grito -inarticulado, amenazador, horrorizado- a los atacantes. Por fin se apartó la multitud; por fin no quedó nadie entre él y los asesinos. Corrió hacia ellos mientras Francesco, sin dejar de gritar enloquecido, se alejaba. Ya era demasiado tarde para resguardar, para proteger, el alma inocente de Juliano.
Leonardo se dejó caer de rodillas junto al hombre agonizante. Yacía de lado casi en posición fetal; su boca aún se movía, y la sangre burbujeaba en los labios y manaba de las heridas.
Apretó una mano contra la peor de ellas, un agujero en el pecho de Juliano. Escuchaba el débil y borboteante jadeo de los pulmones de la víctima, que luchaban por expulsar la sangre y aspirar aire. Pero los esfuerzos de Leonado por contener la hemorragia de nada sirvieron.
Por cada una de las heridas en la pechera de la túnica verde claro de Juliano se derramaba un torrente de sangre. Los torrentes se separaban y se unían, creando un entramado en el cuerpo del joven hasta que finalmente se confundían en el charco oscuro cada vez más grande del suelo de mármol.
– Juliano -gimió Leonardo, con las mejillas bañadas por las lágrimas ante la visión de tanto sufrimiento, de aquella belleza destrozada.
Juliano no le oía. Estaba más allá de poder escuchar y ver. Los ojos entreabiertos ya miraban al otro mundo. Mientras Leonardo se inclinaba sobre él, vomitó un brillante espumarajo de sangre, sus miembros se agitaron espasmódicamente por un momento, abrió los ojos desorbitadamente, y expiró.
Ahora, de pie ante Lorenzo, Leonardo no dijo nada de la agonía final de Juliano, porque los detalles solo servirían para alimentar la pena del Magnífico. Leonardo no habló de Baroncelli, ni de Francesco di Pazzi. En cambio, habló de un tercer hombre; uno al que aun no habían encontrado.
Leonardo recapituló lo que había visto. Una figura encapuchada se adelantó por la derecha de Juliano; creía que había sido este hombre quien había asestado el primer golpe. Mientras Juliano intentaba apartarse de Baroncelli, la figura aguantó firmemente y sujetó a la víctima. La multitud dificultaba en gran medida la visión de Leonardo en aquel momento; la figura desconocida desapareció brevemente, quizá porque había caído, pero luego se levantó. No se apartó ni siquiera cuando Francesco descargó una lluvia de puñaladas, sino que permaneció en su lugar hasta que Francesco y Baroncelli se alejaron.
Tras el último suspiro de Juliano, Leonardo alzó la mirada a tiempo para ver cómo el hombre se dirigía rápidamente hacia la puerta que daba a la plaza. Seguramente se detuvo en algún momento para mirar atrás y asegurarse de que su víctima había muerto.
– ¡Asesino! -gritó el artista-. ¡Detente!
Había tanta indignación, autoridad y fuerza en su voz que, sorprendentemente, el conspirador se detuvo y miró rápidamente por encima del hombro.
Leonardo captó la imagen con el ojo experto del artista. El hombre iba vestido con la túnica de burda arpillera de los penitentes, y su rostro afeitado estaba parcialmente oculto por la capucha. Solo pudo ver la mitad del labio inferior y la barbilla.
Su mano sujeta un estilete teñido de sangre; bien pegado al cuerpo.
Tras la huida del penitente, Leonardo volvió con cuidado el cuerpo de Juliano y descubrió el pinchazo -pequeño pero muy profundo- en la espalda, por debajo de las costillas.
Todo esto se lo relató a Lorenzo. Pero no admitió que en el fondo de su torturado corazón sabía que él, Leonardo, era el responsable de la muerte de Juliano.
Su culpa no era irracional. Era el producto de una larga meditación de todos los hechos ocurridos en la catedral. Si no se hubiese dejado arrastrar por las emociones de la pasión, el dolor y los celos, quizá en aquel momento Juliano estaría vivo.
Leonardo tenía la costumbre de observar a la gente -los rostros, los cuerpos, las posturas-, y de esta obtenía gran cantidad de información. Se podían ver tantas cosas en la espalda de un hombre como visto de frente. Si no hubiese estado tan absorto en sus pensamientos acerca de Juliano y de la mujer, sin duda habría advertido la excepcional tensión en la postura del penitente, porque lo había tenido prácticamente delante. Podría haber notado algo peculiar en las actitudes de Baroncelli o Francesco di Pazzi mientras esperaban junto a Juliano. Podría haber interpretado la ansiedad de los tres hombres y deducido que Juliano corría un grave peligro.
Sí hubiese prestado atención, habría visto al penitente buscar subrepticiamente el estilete; habría visto la mano de Baroncelli en la empuñadura de la daga.
Entonces hubiese tenido tiempo para dar un paso adelante. Para sujetar la mano del penitente. Para colocarse entre Juliano y Baroncelli.
En cambio, la pasión lo había convertido en un mero espectador, incapacitado para actuar a causa de la multitud que huía aterrada. Eso le había costado la vida a Juliano.
Agachó la cabeza por el peso de la culpa, luego la alzó de nuevo y miró los ojos tristes y expectantes de Lorenzo.
– Estoy seguro de que el hombre llevaba un disfraz, mi señor.
Lorenzo se sintió intrigado.
– ¿Cómo es posible que sepas eso?
– La postura. Los penitentes practican la autoflagelación y llevan un cilicio debajo de las prendas. Se agachan, se encogen, y se mueven con mucho cuidado, debido al dolor que les produce cada vez que la tela toca su piel. Este hombre se movía con soltura; su postura era erguida y firme. Pero los músculos estaban tensos por la presión emocional. Creo, también, que pertenecía a las clases altas, dada la dignidad y la nobleza de su aspecto.
– ¿Todo esto lo has podido deducir de los movimientos de un hombre, de una persona vestida con una túnica? -Lorenzo miró al artista con agudeza.
Leonardo le devolvió la mirada sin inmutarse. Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero; los poderosos no lo intimidaban.
– No hubiese venido de no haber sido así.
– Entonces serás mi agente. -En sus ojos se reflejó el odio y la decisión-. Me ayudarás a encontrar a ese hombre.
A lo largo del año anterior, Leonardo había sido llamado varias veces a los calabozos del palacio de la Signoria para observar atentamente los labios, las barbillas y las posturas de los prisioneros. Ninguno de ellos encajaba con los rasgos del penitente de la catedral.
La noche previa a la ejecución de Baroncelli, Lorenzo, entonces apodado el Magnífico, envió a dos guardias para que acompañasen a Leonardo al edificio en la vía Larga.
Lorenzo había cambiado poco físicamente, excepto por la blanca cicatriz en el cuello. Si la herida invisible también había cicatrizado, aquel día había vuelto a abrirse con toda su virulencia.
Leonardo, también, se debatía entre la tristeza y la culpa. De no estar profundamente afectado, se hubiese permitido recrearse en las extraordinarias facciones del Magnífico, en particular la nariz. El puente apenas sobresalía justo por debajo de las cejas; luego se achataba y desaparecía bruscamente, como si Dios lo hubiese aplastado con el pulgar. Sin embargo, se alzaba de nuevo, rebelde y asombroso en su longitud, y torcido precipitadamente hacia la izquierda. La forma hacía que la voz fuese dura y nasal, y provocaba otro extraño efecto. Nunca, desde que lo conocía, había visto a Lorenzo en su jardín y mucho menos oler el perfume de una flor. Nunca había alabado a una mujer por su perfume, ni comentado ningún olor, agradable o hediondo; incluso parecía sorprenderse cuando alguien lo hacía. Solo había una conclusión posible: Lorenzo carecía del sentido del olfato.
Aquella noche, Lorenzo vestía una túnica de lana azul oscuro con ribetes de armiño en el cuello y los puños. Era un vencedor apenado, que parecía más preocupado que contento.
– Quizá ya sepas por qué te he llamado.
– Sí, mañana debo ir a la plaza para encontrar al tercer hombre. -Leonardo titubeó. Él, también, estaba preocupado-. Necesito que me des una garantía.
– Pide y se te dará. Ahora tengo a Baroncelli; no descansaré hasta que encuentre al tercer asesino.
– Baroncelli morirá mañana, y corre el rumor de que fue torturado sin piedad.
Lorenzo se apresuró a interrumpirle.
– Con una muy buena razón. Era mi mejor carta para encontrar al último conspirador. Pero se limitó a decir que no conocía a ese hombre; si mintió, se llevará el secreto con él al infierno.
La amargura en la voz del Médicis hizo que Leonardo tardase unos segundos en formular la petición.
– Ser Lorenzo, si encuentro al tercer asesino, no puedo en buena conciencia entregarlo para que lo ejecuten.
Lorenzo retrocedió como si lo hubiesen abofeteado; su voz sonó cargada de indignación.
– ¿Dejarías que uno de los asesinos de mi hermano quedase en libertad?
– No. -La voz de Leonardo tembló ligeramente-. Estimaba a tu hermano por encima de cualquier otro hombre.
– Lo sé -admitió Lorenzo en tono más suave, como si supiese toda la verdad de los sentimientos del artista-. Por eso también sé que, entre todos los hombres, tú eres mi mejor aliado.
Leonardo recuperó el control de sus emociones, y agachó la cabeza un instante.
– Quiero ver a ese hombre ante los jueces, verlo privado de su libertad, condenado a trabajar por el bien de los demás, verlo obligado a pensar en la vileza de su delito durante el resto de sus días.
El labio superior de Lorenzo era invisible; el inferior se tensaba tanto sobre los dientes que asomaban las puntas.
– Tu idealismo es admirable -sentenció-. Soy un hombre razonable, y como tú, un hombre honesto. Si accedo a que el cómplice, si lo encuentras, no sea ejecutado sino que acabe en la cárcel, ¿irás mañana a la plaza para buscarlo?
– Lo haré -prometió Leonardo-, y si fracaso mañana, no dejaré de buscarlo hasta que lo encuentre.
Lorenzo asintió satisfecho. Desvió la mirada para contemplar una pintura flamenca de extraordinaria belleza colgada en la pared.
– Debes saber que ese hombre… -Se interrumpió por un momento-. Esto va más allá del asesinato de mi hermano, Leonardo -añadió-. Quieren destruirnos.
– ¿A ti y a tu familia?
Lorenzo lo miró de nuevo.
– A ti, a mí, a Botticelli, Verrocchio, Perugino, Ghirlandaio. Todo aquello que Florencia representa. -Leonardo abrió la boca para preguntar: «¿Quién? ¿Quién quiere hacer esto?», pero el Magnífico levantó una mano para silenciarlo-: Mañana ve a la plaza. Encuentra al tercer hombre. Quiero interrogarlo personalmente.
Acordaron que Lorenzo pagaría a Leonardo una cantidad por el encargo: el boceto de Bernardo Baroncelli ahorcado, y la posibilidad de que el boceto acabase convertido en una pintura. De este modo, Leonardo podría responder sinceramente que estaba en la piazza della Signoria porque Lorenzo de Médicis quería un dibujo; era un pésimo mentiroso, y la falsedad no iba con él.
Mientras se encontraba en la plaza en aquella helada mañana de diciembre tras la ejecución de Baroncelli, miraba atentamente el rostro de cada hombre que pasaba, y pensaba en las palabras de Lorenzo: «Quieren destruirnos».