EPÍLOGO

Lisa

Julio 1498

71

No morí, ni tampoco Francesco. La puñalada que le asesté a Salvatore di Pazzi lo derribó, y mientras sangraba, alguien lo mató. Sus mercenarios, que entraron en la piazza della Signoria con el toque de las campanas, fueron recibidos con una formidable resistencia. Al encontrarse con los hombres de Piero -y al saber que Salvatore no podría incitar a la multitud contra los Médicis y dirigir el asalto del palacio y derrocar a los regentes-, los mercenarios se dispersaron y emprendieron la huida.

Micer Iacopo nunca fue vengado.


No era el momento, me explicó mi marido, para que los Médicis volviesen a tomar el poder en Florencia; no contaban con el apoyo suficiente en la Signoria. Piero había aprendido la sabiduría de la paciencia. Pero llegará el momento. El momento llegará.

Me he enterado -y es algo que me divierte- que Francesco ha dicho a todo el mundo en Florencia que todavía soy su esposa, que sencillamente me he retirado al campo con mi hijo para reponerme de la fuerte impresión que sufrí en la catedral. Utilizó el ingenio y sus conexiones para escapar de la horca, pero ha caído en desgracia. Nunca más volverá a servir en el gobierno.

Por fin estoy en Roma con Giuliano y Matteo. Aquí hace más calor, hay menos nubes y poca lluvia. Las nieblas son mucho menos frecuentes que en Florencia; el sol hace que todo parezca más nítido.

Leonardo ha venido a visitarnos ahora que he recuperado algo mis fuerzas. Poso de nuevo para él -a pesar del vendaje en el cuello-, pero empiezo a creer que nunca estará satisfecho con mi retrato. Lo modifica constantemente; afirma que mi encuentro con Giuliano se reflejará en mi expresión. Promete que no se quedará en Milán para siempre; en cuanto acabe sus compromisos con el duque vendrá a Roma. Giuliano será su mecenas.

Poco después de la llegada de Leonardo, cuando posé por primera vez en la casa romana de Giuliano, le pregunté por mi madre. En el instante que dijo que yo era su hija, supe que era verdad. Debido a que yo siempre había buscado el rostro de otro hombre en el espejo, nunca había visto el suyo. Sin embargo, veía sus facciones, en forma femenina, cada vez que sonreía a mi propia imagen en la tabla.

Era verdad que se había quedado prendado de Juliano; hasta que, a través de Lorenzo, conoció a Anna Lucrezia. Nunca le expresó sus sentimientos porque había jurado no contraer matrimonio, para que no interfiriese con su arte y sus estudios. Pero su amor se volvió totalmente incontrolable, y cuando comprendió que mi madre y Juliano eran amantes -aquella noche en la oscuridad de la vía dei Gori-, cuando sintió el deseo de pintarla, le dominaron los celos. Podría, confesó, haber matado a Juliano él mismo en aquel momento.

A la mañana siguiente, en la catedral, cegado por los celos, fue incapaz de intuir la tragedia que estaba a punto de ocurrir.

Fue por esa razón por lo que nunca contó a nadie su descubrimiento -poco después de ir a la Santísima Annunziata como agente de los Médicis-: que mi padre era el penitente de la catedral. ¿Cómo podía denunciar a un hombre por sucumbir a los celos, cuando él mismo se había sentido terriblemente atormentado por ellos? No tenía sentido; ni tampoco lo tenía hacerme sufrir innecesariamente con la noticia.

El asesinato provocó en Leonardo una terrible conmoción. El día del funeral de Juliano en San Lorenzo, salió del templo, abrumado, y se dirigió al cementerio para dar rienda suelta a su dolor. Allí se encontró con mi madre que también lloraba a su amor perdido, y le confesó su culpa y su amor por ella. Los unió el dolor común, y se dejaron llevar por los sentimientos.

– Mira las consecuencias que mi pasión tuvo para tu madre, y para ti -dijo-. No podía dejar que cometieses el mismo error. No podía arriesgarme a decirte que Giuliano estaba vivo, por miedo a que intentases ponerte en contacto con él, y que ambos corrierais peligro.

A través de la ventana miré el sol implacable.

– ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio? -insistí suavemente-. ¿Por qué me dejaste creer que era la hija de Juliano?

– Porque quería que tuvieses todos los derechos de una Médicis; ellos podían cuidarte mucho mejor que un pobre artista. No hizo daño a nadie y alegró a Lorenzo en su lecho de muerte. -En su rostro apareció una triste ternura-. Pero por encima de todo, no quería manchar la memoria de tu madre. Era una mujer de gran virtud. Me confesó que, en todo el tiempo que estuvo con Juliano, nunca se acostó con él; aunque todo el mundo creía lo contrario. Tal era su lealtad hacia su marido; así que su vergüenza, cuando yació conmigo, fue todavía mayor. ¿Por qué debía confesar que ella y yo -para colmo, un sodomita- éramos amantes, y mancillar el respeto que se le debía?

– No por ello la respeto menos -afirmé-. Os quiero a los dos.

Él me dedicó una sonrisa deslumbrante.


Leonardo se llevará el retrato cuando regrese a Milán. El día que lo termine -si lo hace-, Giuliano y yo no lo aceptaremos. Quiero que se lo quede.

Él solo tiene a Salai. Pero si se lleva la pintura, mi madre y yo siempre estaremos con él.

Yo, por mi parte, tengo a Giuliano y a Matteo. Cada vez que me mire en el espejo, veré a mi madre y a mi padre.

Sonreiré.

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