Miguel Ángel Asturias
El señor presidente

Primera Parte 21, 22 y 23 de abril

I En el portal del Señor

… ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!

Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.

La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados.

En las gradas del Portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre ellos; avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes que a sus compañeros de infortunio.

Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, precedidos por una tenia de luna crucificada en tibias heladas. A veces, en lo mejor del sueño, les despertaban los gritos de un idiota que se sentía perdido en la Plaza de Armas. A veces, el sollozar de una ciega que se soñaba cubierta de moscas, colgando de un clavo, como la carne en las carnicerías. A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero político, seguido de mujeres que limpiaban las huellas de sangre con los pañuelos empapados en llanto. A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de una sordomuda en cinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas. Pero el grito del idiota era el más triste. Partía el cielo. Era un grito largo, sonsacado, sin acento humano.

Los domingos caía en medio de aquella sociedad extraña un borracho que, dormido, reclamaba a su madre llorando como un niño. Al oír el idiota la palabra madre, que en boca del borracho era imprecación a la vez que lamento, se incorporaba, volvía a mirar a todos lados de punta a punta del Portal, enfrente, y tras despertarse bien y despertar a los compañeros con sus gritos, lloraba de miedo juntando su llanto al del borracho.

Ladraban perros, se oían voces, y los más retobados se alzaban del suelo a engordar el escándalo para que se callara. Que se callara o que viniera la policía. Pero la policía no se acercaba ni por gusto. Ninguno de ellos tenía para pagar la multa. «¡Viva Francia!», gritaba Patahueca en medio de los gritos y los saltos del idiota, que acabó siendo el hazmerreír de los mendigos por aquel cojo bribón y mal hablado que, entre semana, algunas noches remedaba al borracho. Patahueca remedaba al borracho y el Pelele -así apodaban al idiota-, que dormido daba la impresión de estar muerto, revivía a cada grito sin fijarse en los bultos arrebujados por el suelo en pedazos de manta que, al verle medio loco, rifaban palabritas de mal gusto y risas chillonas. Con los ojos lejos de las caras monstruosas de sus compañeros, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada, fatigado por el llanto, se quedaba dormido, pero al dormirse, carretilla de todas las noches, la voz de Patahueca le despertaba:

– ¡Madre!…

El Pelele abría los ojos de repente, como el que sueña que rueda en el vacío; dilataba las pupilas más y más, encogiéndose todo él; entraña herida cuando le empezaban a correr las lágrimas; luego se dormía poco a poco, vencido por el sueño, el cuerpo casi engrudo, con eco de bascas en la conciencia rota. Pero al dormirse, al no más dormirse, la voz de otra prenda con boca le despertaba:

– ¡Madre!…

Era la voz del Viuda, mulato degenerado que, ente risa y risa, con pucheros de vieja, continuaba:

– … maaadre de misericordia, esperanza nuestra, Dios te salve, a ti llamamos los desterrados que caímos de leva…

El idiota se despertaba riendo, parecía que a él también le daba risa su pena, hambre, corazón y lágrimas saltándole en los dientes, mientras los pordioseros arrebataban del aire la car-car-car-car-cajada, del aire, del aire…, la car-car-car-car-cajada…; perdía el aliento un timbón con los bigotes sucios de revolcado, y de la risa se orinaba un tuerto que daba cabezazos de chivo en la pared, y protestaban los ciegos porque no se podía dormir con tanta bulla, y el Mosco, un ciego al que le faltaban las dos piernas, porque esa manera de divertirse era de amujerados.

A los ciegos los oían como oír barrer y al Mosco ni siquiera lo oían. ¡Quién iba a hacer caso de sus fanfarronadas! «¡Yo, que pasé la infancia en un cuartel de artillería, onde las patadas de las mulas y de los jefes me hicieron hombre con oficio de caballo, lo que me sirvió de joven para jalar por las calles la música de carreta! ¡Yo, que perdí los ojos en una borrachera sin saber cómo, la pierna derecha en otra borrachera sin saber cuándo, y la otra en otra borrachera, víctima de un automóvil, sin saber ónde!…»

Contado por los mendigos, se regó entre la gente del pueblo que el Pelele se enloquecía al oír hablar de su madre. Calles, plazas, atrios y mercados recorría el infeliz en su afán de escapar al populacho que por aquí, que por allá, le gritaba a todas horas, como maldición del cielo, la palabra madre. Entraba a las casas en busca de asilo, pero de las casas le sacaban los perros o los criados. Lo echaban de los templos, de las tiendas, de todas partes, sin atender a su fatiga de bestia ni a sus ojos que, a pesar de su inconsciencia, suplicaban perdón con la mirada.

La ciudad grande, inmensamente grande para su fatiga, se fue haciendo pequeña para su congoja. A noches de espanto siguieron días de persecución, acosado por las gentes que, no contentas con gritarle: «Pelelito, el domingo te casás con tu madre…, la vieja…, somato…, ¡chicharrón y chaleco!», le golpeaban y arrancaban las ropas a pedazos. Seguido de chiquillos se refugiaba en los barrios pobres, pero allí su suerte era más dura; allí, donde todos andaban a las puertas de la miseria, no sólo lo insultaban, sino que, al verlo correr despavorido, le arrojaban piedras, ratas muertas y latas vacías.

De uno de esos barrios subió hacia el Portal del Señor un día como hoy a la oración, herido en la frente, sin sombrero, arrastrando la cola de un barrilete que de remeda remiendo le prendieron por detrás. Le asustaban las sombras de los muros, los pasos de los perros, las hojas que caían de los árboles, el rodar desigual de los vehículos… Cuando llegó al Portal, casi de noche, los mendigos, vueltos a la pared, contaban y recontaban sus ganancias. Patahueca la tenía con el Mosco por alegar, la sordomuda se sobaba el vientre para ella inexplicablemente crecido, y la ciega se mecía en sueños colgada de un clavo, cubierta de moscas, como la carne en las carnicerías.

El idiota cayó medio muerto; llevaba noches y noches de no pegar los ojos, días y días de no asentar los pies. Los mendigos callaban y se rascaban las pulgas sin poder dormir, atentos a los pasos de los gendarmes que iban y venían por la plaza poco alumbrada y a los golpecitos de las armas de los centinelas, fantasmas envueltos en ponchos a rayas, que en las ventanas de los cuarteles vecinos velaban en pie de guerra, como todas las noches, al cuidado del Presidente de la República, cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca.

Por el Portal del Señor avanzó un bulto. Los pordioseros se encogieron como gusanos. Al rechino de las botas militares respondía el graznido de un pájaro siniestro en la noche oscura, navegable, sin fondo…

Patahueca peló los ojos; en el aire pesaba la amenaza del fin del mundo, y dijo a la lechuza:

– ¡Hualí, hualí, tomá tu sal y tu chile…; no te tengo mal ni dita y por si acaso, maldita!

El Mosco se buscaba la cara con los gestos. Dolía la atmósfera como cuando va a temblar. El Viuda hacía la cruz entre los ciegos. Sólo el Pelele dormía a pierna suelta, por una vez, roncando.

El bulto se detuvo -la risa le entorchaba la cara-, acercándose el idiota de puntepié y, en son de broma, le gritó:

– ¡Madre!

No dijo más. Arrancado del suelo por el grito, el Pelele se le fue encima y, sin darle tiempo a que hiciera uso de sus armas, le enterró los dedos en los ojos, le hizo pedazos la nariz a dentelladas y le golpeó las partes con las rodillas hasta dejarlo inerte.

Los mendigos cerraron los ojos horrorizados, la lechuza volvió a pasar y el Pelele escapó por las calles en tinieblas enloquecido bajo la acción de espantoso paroxismo.

Una fuerza ciega acababa de quitar la vida al coronel José Parrales Sonriente, alias el hombre de la mulita.

Estaba amaneciendo.

II La muerte del Mosco

El sol entredoraba las azoteas salidizas de la Segunda Sección de Policía -pasaba por la calle una que otra gente-, la Capilla Protestante -se veía una que otra puerta abierta-, y un edificio de ladrillo que estaban construyendo los masones. En la Sección esperaban a los presos, sentadas en el patio -donde parecía llover siempre- y en los poyos de los corredores oscuros, grupos de mujeres descalzas, con el canasto del desayuno en la hamaca de las naguas tendidas de rodilla a rodilla y racimos de hijos, los pequeños pegados a los senos colgantes y los grandecitos amenazando con bostezos los panes del canasto. Entre ellas se contaban sus penas en voz baja, sin dejar de llorar, enjugándose el llanto con la punta del rebozo. Una anciana palúdica y ojosa se bañaba en lágrimas, callada, como dando a entender que su pena de madre era más amarga. El mal no tenía remedio en esta vida, y en aquel funesto sitio de espera, frente a dos o tres arbolitos abandonados, una pila seca y policías descoloridos que de guardia limpiaban con saliva los cuellos de celuloide, a ellas sólo les quedaba el Poder de Dios.

Un gendarme ladino les pasó restregando al Mosco. Lo había capturado en la esquina del Colegio de Infantes y lo llevaba de la mano, hamaqueándolo como a un mico. Pero ellas no se dieron cuenta de la gracejada por estar atalayando a los pasadores que de un momento a otro empezarían a entrar los desayunos y a traerles noticias de los presos: «¡Que dice queeee… no tenga pena por él, que ya siguió mejor! ¡Que dice queeee… le traiga unos cuatro riales de ungüento del soldado en cuanto abran la botica! ¡Que dice queeee… lo que le mandó a decir con su primo no debe ser cierto! ¡Que dice queeee… tiene que buscar un defensor y que vea si le habla a un tinterillo, porque ésos no quitan tanto como los abogados! ¡Que dice queeee… le diga que no sea así, que no hay mujeres allí con ellos para que esté celosa, que el otro día se trajeron preso a uno de ésos…; pero que luego encontró novio! ¡Que dice queeee… le mande unos dos riales de rosicler porque está que no puede obrar! ¡Que dice queeee… le viene flojo que venda el armario!»

– ¡Hombre, usté! -protestaba el Mosco contra los malos tratos del polizonte-, usté sí que como matar culebra, ¿verdá? ¡Ya, porque soy pobre! Pobre, pero honrado… ¡Y no soy su hijo, ¿oye?, ni su muñeco, ni su baboso, ni su qué para que me lleve así! ¡De gracia agarraron ya acarriar con nosotros al Asilo de Mendigos para quedar bien con los gringos! ¡Qué cacha! ¡A la cran sin cola, los chumpipes de la fiesta! ¡Y siquiera lo trataran a uno bien!… No que ái cuando vino el shute metete de Míster Nos, nos tuvieron tres días sin comer, encaramados a las ventanas, vestidos de manta como locos…

Los pordioseros que iban capturando pasaban derecho a una de Las Tres Marías, bartolina estrechísima y oscura. El ruido de los cerrojos de diente de lobo y las palabrotas de los carceleros hediendo a ropa húmeda y a chenca cobró amplitud en el interior del sótano abovedado:

– ¡Ay, suponte, cuánto chonte! ¡Ay, su pura concección, cuánto jura! ¡Jesupisto me valga!…

Sus compañeros lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos; por el miedo -estaban allí, donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte- y porque les infundía pavor que los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos, o a degollarlos para darle de comer a la policía. Las caras de los antropófagos, iluminadas como faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes como babas de chocolate…

Un estudiante y un sacristán se encontraban en la misma bartolina.

– Señor; si no me equivoco era usted el que estaba primero aquí. Usted y yo, ¿verdad?

El estudiante habló por decir algo, por despegarse un bocado de angustia que sentía en la garganta.

– Pues creo que sí… -respondió el sacristán, buscando en las tinieblas la cara del que le hablaba.

– Y… bueno, le iba yo a preguntar por qué está preso… -Pues que es por política, dicen…

El estudiante se estremeció de la cabeza a los pies y articuló a duras penas:

– Yo también…

Los pordioseros buscaban alrededor de ellos su inseparable costal de provisiones, pero en el despacho del Director de la Policía les habían despojado de todo, hasta de lo que llevaban en los bolsillos, para que no entraran ni un fósforo. Las órdenes eran estrictas.

– ¿Y su causa? -siguió el estudiante.

– Si no tengo causa, en lo que está usté; ¡estoy por orden superior!

Al decir así el sacristán restregó la espalda en el muro morroñoso para botarse los piojos.

– Era usted…

– ¡Nadal… -atajó el sacristán de mal modo-. ¡Yo no era nada! En ese momento chirriaron las bisagras de la puerta, que se abría coro rajándose para dar paso a otro mendigo.

– ¡Viva Francia! -gritó Patahueca al entrar.

– Estoy preso… -franqueóse el sacristán.

– ¡Viva Francia!

– … por un delito que cometí por pura equivocación. ¡Figure listé que por quitar un aviso de la Virgen de la O, fui y quité del cancel de la iglesia en que estaba de sacristán el aviso del jubileo de la madre del Señor Presidente!

– Pero eso, ¿cómo se supo…? -murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos.

– Pues no sé… Mi torcidura… Lo cierto es que me capturaron y me trajeron al despacho del Director de la Policía, quien, después de darme un par de gaznatadas, mandó que me pusieran en esta bartolina, incomunicado, dijo, por revolucionario.

De miedo, de frío y de hambre lloraban los mendigos apañuscados en la sombra. No se veían ni las manos. A veces quedábanse aletargados y corría entre ellos, como buscando salida, la respiración de la sordomuda encinta.

Quién sabe a qué hora, a media noche quizá, los sacaron del encierro. Se trataba de averiguar un crimen político, según les dijo un hombre rechoncho, de cara arrugada color de brin, bigote cuidado con descuido sobre los labios gruesos, un poco chato y con los ojos encapuchados. El cual concluyó preguntando a todos y a cada uno de ellos si conocían al autor o autores del asesinato del Portal, perpetrado la noche anterior en la persona de un coronel del Ejército.

Un quinqué mechudo alumbraba la estancia adonde les habían trasladado. Su luz débil parecía alumbrar a través de lentes de agua. ¿En dónde estaban las cosas? ¿En dónde estaba el muro? ¿En dónde ese escudo de armas más armado que las mandíbulas de un tigre y ese cincho de policía con tiros de revólver?

La respuesta inesperada de los mendigos hizo saltar de su asiento al Auditor General de Guerra, el mismo que les interrogaba.

– ¡Me van a decir la verdad! -gritó, desnudando los ojos de basilisco tras los anteojos de miope, después de dar un puñetazo sobre la mesa que servía de escritorio.

Uno por uno repitieron aquéllos que el autor del asesinato del Portal era el Pelele, refiriendo con voz de ánimas en pena los detalles del crimen que ellos mismos habían visto con sus propios ojos.

A una seña del Auditor, los policías que esperaban a la puerta pelando la oreja se lanzaron a golpear a los pordioseros, empujándolos hacia una sala desmantelada. De la viga madre, apenas visible, pendía una larga cuerda.

– ¡Fue el idiota! -gritaba el primer atormentado en su afán de escapar a la tortura con la verdad-. ¡Señor, fue el idiota! ¡Fue el idiota! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡Ese Pelele! ¡El Pelele! ¡Ése! ¡Ése! ¡Ése!

– ¡Eso les aconsejaron que me dijeran, pero conmigo no valen mentiras! ¡La verdad o la muerte!… ¡Sépalo, ¿oye?, sépalo, sépalo si no lo sabe!

La voz del Auditor se perdía como sangre chorreada en el oído del infeliz, que sin poder asentar los pies, colgado de los pulgares, no cesaba de gritar:

– ¡Fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue!… ¡El idiota fue!

– ¡Mentira…! -afirmó el Auditor y, pausa de por medio-, ¡mentira, embustero!… Yo le voy a decir, a ver si se atreve a negarlo, quiénes asesinaron al coronel José Parrales Sonriente; yo se lo voy a decir… ¡El general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal!…

A su voz sobrevino un silencio helado; luego, luego una queja, otra queja más luego y por último un sí… Al soltar la cuerda, el Viuda cayó de bruces sin conciencia. Carbón mojado por la lluvia parecían sus mejillas de mulato empapadas en sudor y llanto. Interrogados a continuación sus compañeros, que temblaban como los perros que en la calle mueren envenenados por la policía, todos afirmaron las palabras del Auditor, menos el Mosco. Un rictus de miedo y de asco tenía en la cara. Le colgaron de los dedos porque aseguraba desde el suelo, medio enterrado -enterrado hasta la mitad, romo andan todos los que no tienen piernas-, que sus compañeros mentían al inculpar a personas extrañas un crimen cuyo único responsable era el idiota.

– ¡Responsable…! -cogió el Auditor la palabrita al vuelo-. ¿Cómo se atreve usted a decir que un idiota es responsable? ¡Vea sus mentiras! ¡Responsable un irresponsable!

– Eso que se lo diga él…

– ¡Hay que fajarle! -sugirió un policía con voz de mujer, y otro con un vergajo le cruzó la cara.

– ¡Diga la verdad! -gritó el Auditor cuando restallaba el latigazo en las mejillas del viejo-. ¡…La verdad o se está ahí colgado toda la noche!

– ¿No ve que soy ciego?…

– Niegue entonces que fue el Pelele…

– ¡No, porque ésa es la verdad y tengo calzones!

Un latigazo doble le desangró los labios…

– ¡Es ciego, pero oye; diga la verdad, declare como sus compañeros…!

– De acuerdo -adujo el Mosco con la voz apagada; el Auditor creyó suya la partida-, de acuerdo, macho lerdo, el Pelele fue…

– ¡Imbécil!

El insulto del Auditor perdióse en los oídos de una mitad de hombre que ya no oiría más. Al soltar la cuerda, el cadáver del Mosco, es decir, el tórax, porque le faltaban las dos piernas, cayó a plomo como péndulo roto.

– ¡Viejo embustero, de nada habría servido su declaración, porque era ciego! -exclamó el Auditor al pasar junto al cadáver.

Y corrió a dar parte al Señor Presidente de las primeras diligencias del proceso, en un carricoche tirado por dos caballos flacos, que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte. La policía sacó a botar el cuerpo del Mosco en una carreta de basuras que se alejó con dirección al cementerio. Empezaban a cantar los gallos. Los mendigos en libertad volvían a las calles. La sordomuda lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas…

III La fuga del Pelele

El Pelele huyó por las calles intestinales, estrechas y retorcidas de los suburbios de la ciudad, sin turbar con sus gritos desaforados la respiración del cielo ni el sueño de los habitantes, iguales en el espejo de la muerte, como desiguales en la lucha que reanudarían al salir el sol; unos sin lo necesario, obligados a trabajar para ganarse el pan, y otros con lo superfluo en la privilegiada industria del ocio: amigos del Señor Presidente, propietarios de casas -cuarenta casas, cincuenta casas-, prestamistas de dinero al nueve, nueve y medio y diez por ciento mensual, funcionarios con siete y ocho empleos públicos, explotadores de concesiones, montepíos, títulos profesionales, casas de juego, patios de gallos, indios, fábricas de aguardiente, prostíbulos, tabernas y periódicos subvencionados.

La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña. Por las calles, subterráneos en la sombra, pasaban los primeros artesanos para su trabajo, seguidos horas más tarde por los oficinistas, dependientes, artesanos y colegiales, y a eso de las once, ya el sol alto, por los señorones que salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos atrasados por la mitad de su valor. En sombra subterránea todavía las calles, turbaba el silencio con ruido de tuzas el fustán almidonado de la hija del pueblo, que no se daba tregua en sus amaños para sostener a su familia -marranera, mantequera, regatona, cholojera- y la que muy de mañana se levantaba a hacer la cacha; y cuando la claridad se diluía entre rosada y blanca como flor de begonia, los pasitos de la empleada cenceña, vista de menos por las damas encopetadas que salían de sus habitaciones ya caliente el sol a desperezarse a los corredores, a contar sus sueños a las criadas, a juzgar a la gente que pasaba, a sobar al gato, a leer el periódico o a mirarse en el espejo.

Medio en la realidad, medio en el sueño, corría el Pelele perseguido por los perros y por los clavos de una lluvia fina. Corría sin rumbo fijo, despavorido, con la boca abierta, la lengua fuera, enflecada de mocos, la respiración acezosa y los brazos en alto. A sus costados pasaban puertas y puertas y puertas y ventanas y puertas y ventanas… De repente se paraba, con las manos sobre la cara, defendiéndose de los postes del telégrafo, pero al cerciorarse de que los palos eran inofensivos se carcajeaba y seguía adelante, como el que escapa de una prisión cuyos muros de niebla a más correr, más se alejan.

En los suburbios, donde la ciudad sale allá afuera, como el que por fin llega a su cama, se desplomó en un montón de basura y se quedó dormido. Cubrían el basurero telarañas de árboles secos vestidos de zopilotes, aves negras, que sin quitarle de encima los ojos azulencos, echaron pie a tierra al verle inerte y lo rodearon a saltitos, brinco va y brinco viene, en danza macabra de ave de rapiña. Sin dejar de mirar a todos lados, apachurrándose e intentando el vuelo al menor movimiento de las hojas o del viento en la basura, brinco va y brinco viene, fueron cerrando el círculo hasta tenerlo a distancia del pico. Un graznido feroz dio la señal de ataque. El Pelele despertó de pie, defendiéndose ya… Uno de los más atrevidos le había lavado el pico en el labio superior, enterrándoselo, como un dardo, hasta los dientes, mientras los otros carniceros le disputaban los ojos y el corazón a picotazos. El que le tenía por el labio forcejeaba por arrancar el pedazo sin importarle que la presa estuviera viva, y lo habría conseguido de no rodar el Pelele por un despeñadero de basuras al ir reculando, entre nubes de polvo y desperdicios que se arrancaban en bloque como costras.

Atardeció. Cielo verde. Campo verde. En los cuarteles soñaban los clarines de la seis, resabio de tribu alerta, de plaza medieval sitiada. En las cárceles empezaba la agonía de los prisioneros, a quienes se mataba a tirar de años. Los horizontes recogían sus cabecitas en las calles de la ciudad, caracol de mil cabezas. Se volvía de las audiencias presidenciales favorecido o desgraciado. La luz de los garitos apuñalaba en la sombra.

El idiota luchaba con el fantasma del zopilote que sentía encima y con el dolor de una pierna que se quebró al caer, dolor insoportable, negro, que le estaba arrancando la vida.

La noche entera estuvo quejándose quedito y recio, quedito y recio como perro herido…

… Erre, erre, ere… Erre, erre, ere…

… Erre-e-erre-e-erre-e-erre… e-erre…, e-erre…

Entre las plantas silvestres que convertían las basuras de la ciudad en lindísimas flores, junto a un ojo de agua dulce, el cerebro del idiota agigantaba tempestades en el pequeño universo de su cabeza.

…E-e-err… e-e-eerrr… E-e-eerrr…

Las uñas aceradas de la fiebre le aserraban la frente. Disociación de ideas. Elasticidad del mundo en los espejos. Desproporción fantástica. Huracán delirante. Fuga vertiginosa, horizontal, vertical, oblicua, recién nacida y muerta en espiral…

… erre, erre, ere, ere, erre, ere, erre…

Curvadecurvaencurvadecurvacurvadecurvaencurvala mujer de Lot. (¿La que inventó la Lotería?) Las mulas que tiraban de un tranvía se transformaban en la mujer de Lot y su inmovilidad irritaba a los tranvieros que, no contentos con romper en ellas sus látigos y apedrearlas, a veces invitaban a los caballeros a hacer uso de sus armas. Los más honorables llevaban verduguillos y a estocadas hacían andar a las mulas…

… Erre, erre, ere…

¡I-N-R Idiota! ¡I-N-R Idiota!

… Erre, erre, ere…

¡El afilador se afila los dientes para reírse! ¡Afiladores de risa! ¡Dientes del afilador!

¡Madre!

El grito del borracho lo sacudía.

¡Madre!

La luna, entre las nubes esponjadas, lucía claramente. Sobre las hojas húmedas, su blancura tomaba lustre y tonalidad de porcelana. ¡Ya se llevan…!

¡Ya se llevan…!

¡Ya se llevan los santos de la iglesia y los van a enterrar!

¡Ay, qué alegre, ay, que los van a enterrar, ay, que los van a enterrar, qué alegre, ay!

¡El cementerio es más alegre que la ciudad, más limpio que la ciudad! ¡Ay, qué alegre que los van, ay, a enterrar!

¡Ta-ra-rá! ¡Ta-ra-rí!

¡Tit-tit!

¡Tararará! ¡Tarararí!

¡Simbarán, bún, bún, simbarán!

¡Panejiscosilatenache-jaja-ajajají-turco-del-portal-ajajajá!

¡Tit-tit!

¡Simbarán, bún, bún, simbarán!

Y atropellando por todo, seguía a grandes saltos de un volcán a otro, de astro en astro, de cielo en cielo, medio despierto, medio dormido, entre bocas grandes y pequeñas, con dientes y sin dientes, con labios y sin labios, con labios dobles, con pelos, con lenguas dobles, con triples lenguas, que le gritaban: «¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!»

¡Pú-pú!… Tomaba el tren del guarda para alejarse velozmente de la ciudad, buscando hacia las montañas que hacían carga-sillita a los volcanes, más allá de las torres del inalámbrico, más allá del rastro, más allá de un fuerte de artillería, volován relleno de soldados.

Pero el tren volvía al punto de partida como un juguete preso de un hilo y a su llegada -trac-trac, trac-trac- le esperaba en la estación una verdulera gangosa con el pelo de varilla de canasto que le gritaba: «¿Pan para el idiota, lorito?… ¡Agua para el idiota! ¡Agua para el idiota!»

Perseguido por la verdulera, que lo amenazaba con un guacal de.agua, corría hacia el Portal del Señor, pero en llegando…

– ¡MADRE! Un grito…, un salto…, un hombre…, la noche…, la lucha…, la muerte…, la sangre…, la fuga…, el idiota… «¡Agua para el idiota, lorito! ¡Agua para el idiota!…»

El dolor de la pierna le despertó. Dentro de los huesos sentía un laberinto. Sus pupilas se entristecieron a la luz del día. Dormidas enredaderas salpicadas de lindas flores invitaban a reposar bajo su sombra, junto a la frescura de una fuente que movía la cola espumosa como si entre musgos y helechos se ocultase argentada ardilla.

Nadie. Nadie.

El Pelele se hundió de nuevo en la noche de sus ojos a luchar con u dolor, a buscar postura a la pierna rota, a detenerse con la mano el labio desgarrado. Pero al soltar los párpados calientes le pasaron por encima cielos de sangre. Entre relámpagos huía la sombra de los gusanos convertida en mariposa.

De espaldas se hizo al delirio sonando una campanilla. ¡Nieve para los moribundos! ¡El nevero vende el viático! ¡El cura vende nieve! ¡Nieve para los moribundos! ¡Tilín, tilín! ¡Nieve para los moribundos! ¡Pasa el viático! ¡Pasa el nevero! ¡Quítate el sombrero, mudo baboso! ¡Nieve para los moribundos!…

IV Cara de Ángel

Cubierto de papeles, cueros, trapos, esqueletos de paraguas,.t las de sombreros de paja, trastos de peltre agujereados, fragmentos de porcelana, cajas de cartón, pastas de libros, vidrios rotos, zapatos de lenguas abarquilladas al sol, cuellos, cáscaras de huevo, algodones, sobras de comidas…, el Pelele seguía soñando. Ahora se veía en un patio grande rodeado de máscaras, que luego se fijó que eran caras atentas a la pelea de dos gallos. Llama de papel fue la pelea. Uno de los combatientes expiró sin agonía bajo la mirada vidriosa de los espectadores, felices de ver salir las navajas en arco embarradas de sangre. Atmósfera de aguardiente. Salivazos teñidos de tabaco. Entrañas. Cansancio salvaje. Sopor. Molicie. Meridiano tropical. Alguien pasaba por su sueño, de puntepié, para no despertarlo…

Era la madre del Pelele, querida de un gallero que tocaba la guitarra como con uñas de pedernal y víctima de sus celos y sus vicios. Historia de nunca acabar la de sus penas: hembra de aquel cualquiera y mártir del crío que nació -en el decir de las comadres sabihondas- bajo la acción «directa» de la luna en trance, en su agonía se juntaron la cabeza desproporcionada de su hijo -una cabezota redonda y con dos coronillas como la luna-, las caras huesudas de todos los enfermos del hospital y los gestos de miedo, de asco, de hipo, de ansia de vómito del gallero borracho.

El Pelele percibió el ruido de su fustán almidonado -viento y hojas- y corrió tras ella con las lágrimas en los ojos.

En el pecho materno se alivió. Las entrañas de la que le había dado el ser absorbieron como papel secante el dolor de sus heridas. ¡Qué hondo refugio imperturbable! ¡Qué nutrido afecto! ¡Azucenita! ¡Azucenota! ¡Cariñoteando! ¡Cariñoteando!…

En lo más recóndito de sus oídos canturreaba el gallero:

¡Cómo no…

cómo no…

cómo no, confite liolio,

como yo soy gallo liolio

que al meter la pata liolio,

arrastro el ala liolio!

El Pelele levantó la cabeza y sin decir dijo:

– ¡Perdón, ñañola, perdón!

Y la sombra que le pasaba la mano por la cara, cariñoteando respondió a su queja:

– ¡Perdón, hijo, perdón!

La voz de su padre, sendero caído de una copa de aguardiente, se oía hasta muy lejos:

¡Me enredé…

Me enredé…

Me enredé con una blanca,

y cuando la yuca es buena,

sólo la mata se arranca!

El Pelele murmuró:

– ¡Ñañola, me duele el alma!

Y la sombra que le pasaba la mano por la cara, cariñoteando respondió a su queja:

– ¡Hijo, me duele el alma!

La dicha no sabe a carne. Junto a ellos bajaba a besar la tierra la sombra de un pino, fresca como un río. Y cantaba en el pino un pájaro que a la vez que pájaro era campanita de oro:

– ¡Soy la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso, soy la vida, la mitad de mi cuerpo es mentira y la mitad es verdad; soy rosa y soy manzana, doy a todos un ojo de vidrio y un ojo de verdad: los que ven con mi ojo de vidrio ven porque sueñan, los que ven con mi ojo la verdad ven porque miran! ¡Soy la vida, la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso; soy la mentira de todas las cosas reales, la realidad de todas las ficciones!

Súbitamente abandonaba el regazo materno y corría a ver pasar los volatines. Caballos de crin larga como sauces llorones jineteados por mujeres vestidas de vidriera. Carruajes adornados con flores y banderolas de papel de China rodando por la pedriza de las calles en inestabilidad de ebrios. Murga de mugrientos, soplacobres, rascatripas y machacatambores. Los payasos enharinados repartían programas de colores, anunciando la función de gala dedicada al Presidente de la República, Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Liberal y Protector de la Juventud Estudiosa.

Su mirada vagaba por el espacio de una bóveda muy alta. Los volatines le dejaron perdido en un edificio levantado sobre un abismo sin fondo de color verdegay. Los escaños pendían de los cortinajes como puentes colgantes. Los confesionarios subían y bajaban de la tierra al cielo, elevadores de almas manejados por el Ángel de la Bola de Oro y el Diablo de los Oncemil Cuernos. De un camarín -como pasa la luz por los cristales, no obstante el vidrio- salió la Virgen del Carmen a preguntarle qué quería, a quién buscaba. Y con ella, propietaria de aquella casa, miel de los ángeles, razón de los santos y pastelería de los pobres, se detuvo a conversar muy complacido. Tan gran señora no medía un metro, pero cuando hablaba daba la impresión de entender de todo como la gente grande. Por señas le contó el Pelele lo mucho que le gustaba masticar cera y ella, entre seria y sonriente, le dijo que tomara una de las candelas encendidas en su altar. Luego, recogiéndose el manto de plata que le quedaba largo, le condujo de la mano a un estanque de peces de colores y le dio el arco iris para que lo chupara como pirulí. ¡La felicidad completa! Sentíase feliz desde la puntitita de la lengua hasta la puntitita de los pies. Lo que no tuvo en la vida: un pedazo de cera para masticar como copal, un pirulí de menta, un estanque de peces de colores y una madre que sobándole la pierna quebrada le cantara «¡sana, sana, culito de rana, siete peditos para vos y tu nana!», lo alcanzaba dormido en la basura.

Pero la dicha dura lo que tarda un aguacero con sol… por una vereda de tierra color de leche, que se perdía en el basurero, bajó un leñador seguido de su perro: el tercio de leña a la espalda, la chaqueta doblada sobre el tercio de leña y el machete en los brazos como se carga a un niño. El barranco no era profundo, mas el atardecer lo hundía en sombras que amortajaban la basura hacinada en el fondo, desperdicios humanos que por la noche aquietaban el miedo. El leñador volvió a mirar. Habría jurado que le seguían. Más adelante se detuvo. Le jalaba la presencia de alguien que estaba allí escondido. El perro aullaba, erizado, como si viera al diablo. Un remolino de aire levantó papeles sucios manchados como de sangre de mujer o de remolacha. El cielo se veía muy lejos, muy azul, adornado como una tumba altísima por coronas de zopilotes que volaban en círculos dormidos. A poco, el perro echó a correr hacia donde estaba el Pelele. Al leñador le sacudió frío de miedo. Y se acercó paso a paso tras el perro a ver quién era el muerto. Era peligroso herirse los pies en los chayes, en los culos de botellas o en las latas de sardina, y había que burlar a saltos las heces pestilentes y los trechos oscuros. Como bajeles en mar de desperdicios hacían agua las palanganas…

Sin dejar la carga -más le pesaba el miedo- tiró de un pie al supuesto cadáver y cuál asombro tuvo al encontrarse con un hombre vivo, cuyas palpitaciones formaban gráficas de angustia a través de sus gritos y los ladridos del can, como el viento cuando entretela la lluvia. Los pasos de alguien que andaba por allí, en un bosquecito cercano de pinos y guayabos viejos, acabaron de turbar al leñador. Si fuera un policía… De veras, pues… Sólo eso le faltaba…

– ¡Chú-chó! -gritó al perro. Y como siguiera ladrando, le largó un puntapié-. ¡Chucho, animal, dejá estar!…

Pensó huir… Pero huir era hacerse reo de delito… Peor aún si era un policía… Y volviéndose al herido:

– ¡Preste, pues, con eso lo ayudo a pararse!… ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!… ¡Preste, no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y…

– Vi que lo desenterrabas -rompió a decir una voz a sus espaldas- y regresé porque creí que era algún conocido; saquémoslo de aquí…

El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su trape, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma.

¡Un ángel… -el leñador no le desclavaba los ojos-, un ángel se repetía-,… un ángel!

– Se ve por su traje que es un pobrecito -dijo el aparecido-. ¡Qué triste cosa es ser pobre!

– Sigún; en este mundo todo tiene sus asigunes. Véame a mí; soy bien pobre, el trabajo, mi mujer y mi rancho, y no encuentro triste mi condición -tartamudeó el leñador como hablando dormido para ganarse al ángel, cuyo poder, en premio a su cristiana conformidad, podía transformarlo, con sólo querer, de leñador a ley. Y por un instante se vio vestido de oro, cubierto por un manto ojo, con una corona de picos en la cabeza y un cetro de brillantes en la mano. El basurero se iba quedando atrás…

– ¡Curioso! -observó el aparecido sacando la voz sobre los lamentos del Pelele.

– Curioso, ¿por qué?… Después de todo, somos los pobres los más conformes. ¡Y qué remedio, pues! Verdá es que con eso de la escuela los que han aprendido a ler andan inflenciados de cosas imposibles. Hasta mi mujer resulta a veces triste porque dice que quisiera tener alas los domingos.

El herido se desmayó dos y tres veces en la cuesta, cada vez más empinada. Los árboles subían y bajaban en sus ojos de moribundo, como los dedos de los bailarines en las danzas chinas. Las palabras de los que le llevaban casi cargado recorrían sus oídos haciendo equis como borrachos en piso resbaloso. Una gran mancha negra le agarraba la cara. Resfríos repentinos soplaban por su cuerpo la ceniza de las imágenes quemadas.

– ¿Conque tu mujer quisiera tener alas los domingos? -dijo el aparecido-. Tener alas, y pensar que al tenerlas le serían inútiles.

– Ansina, pue; bien que ella dice que las quisiera para irse a pasear, y cuando está brava conmigo se las pide al aire.

El leñador se detuvo a limpiarse el sudor de la frente con la chaqueta, exclamando:

– ¡Pesa su poquito!

En tanto, el aparecido decía:

– Para eso le bastan y le sobran los pies; por mucho que tuviera alas no se iría.

– De cierto que no, y no por su bella gracia, sino porque la mujer es pájaro que no se aviene a vivir sin jaula, y porque pocos serían los leños que traigo a memeches para rompérselos encima -en esto se acordó de que hablaba con un ángel y apresuróse a dorar la píldora-, con divino modo, ¿no le parece?

El desconocido guardó silencio.

– ¿Quién le pegaría a este pobre hombre? -añadió el leñador para cambiar de conversación, molesto por lo que acababa de decir. -Nunca falta…

– Verdá que hay prójimos para todo… A éste sí que sí que… lo agarraron como matar culebra: un navajazo en la boca y al basurero. -Sin duda tiene otras heridas.

– La del labio pa mí que se la trabaron con navaja de barba, y lo despeñaron aquí, no vaya unté a crer, para que el crimen quedara oculto.

– Pero entre el cielo y la tierra…

– Lo mesmo iba a decir yo.

Los árboles se cubrían de zopilotes ya para salir del barranco y el miedo, más fuerte que el dolor, hizo callar al Pelele; entre tirabuzón y erizo encogióse en un silencio de muerte.

El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar…

El aparecido consultó su reloj y se marchó deprisa, después de echar al herido unas cuantas monedas en el bolsillo y despedirse del leñador afablemente.

El cielo, sin una nube, brillaba espléndido. Al campo asomaba el arrabal con luces eléctricas encendidas como fósforos en un teatro a oscuras. Las arboledas culebreantes surgían de las tinieblas junto a las primeras moradas: casuchas de Iodo con olor de rastrojo, barracas de madera con olor de ladino, caserones de zaguán sórdido, hediendo a caballeriza, y posadas en las que era clásica la venta de zacate, la moza con traído en el castillo y la tertulia de arrieros en la oscuridad.

El leñador abandonó al herido al llegar a las primeras casas; todavía le dijo por dónde se iba al hospital. El Pelele entreabrió los párpados en busca de alivio, de algo que le quitara el hipo; pero su mirada de moribundo, fija como espina, clavó su ruego en las puertas cerradas de la calle desierta. Remotamente se oían clarines, sumisión de pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulos: ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!…

Un zopilote que se arrastraba por la sombra lo asustó. La queja rencorosa del animal quebrado de un ala era para él una amenaza. Y poco a poco se fue de allí, poco a poco, apoyándose en los muros, en el temblor inmóvil de los muros, quejido y quejido, sin saber adónde, con el viento en la cara, el viento que mordía hielo para soplar de noche. El hipo lo picoteaba…

El leñador dejó caer el tercio de leña en el patio de su rancho, orno lo hacía siempre. El perro, que se le había adelantado, lo recibió con fiestas. Apartó el can y, sin quitarse el sombrero, abriéndose la chaqueta como murciélago sobre los hombros, llegóse a la lumbre encendida en el rincón donde su mujer calentaba las tortillas, y le refirió lo sucedido.

– En el basurero encontré un ángel…

El resplandor de las llamas lentejueleaba en las paredes de caña y en el techo de paja, como las alas de otros ángeles.

Escapaba del rancho un humo blanco, tembloroso, vegetal.

V ¡Ese animal!

El secretario del Presidente oía al doctor Barreño.

– Yo le diré, señor secretario, que tengo diez años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que se debió a…, yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la noche. Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi buenos. Yo le diré que después de cinco autopsias logré establecer que esos infelices morían de una perforación en el estómago del tamaño de un real, producida por un agente extraño que yo desconocía y que resultó ser el sulfato de soda que les daban de purgante, sulfato de soda comprado en las fábricas de agua gaseosa y de mala calidad, por consiguiente. Yo le diré que mis colegas médicos no opinaron como yo y que, sin duda por eso, no fueron arrestados; para ellos se trataba de una enfermedad nueva que había que estudiar. Yo le diré que han muerto ciento cuarenta soldados y que aún quedan dos barriles de sulfato. Yo le diré que por robarse algunos pesos, el Jefe de Sanidad Militar sacrificó ciento cuarenta hombres, y los que seguirán… Yo le diré…

– ¡Doctor Luis Barreño! -gritó a la puerta de la secretaría un ayudante presidencial.

– … yo le diré, señor secretario, lo que él me diga.

El secretario acompañó al doctor Barreño unos pasos. A fuer de humanitaria interesaba la jerigonza de su crónica escalonada, monótona, gris, de acuerdo con su cabeza canosa y su cara de bistec seco de hombre de ciencia.

El Presidente de la República le recibió en pie, la cabeza levantada, un brazo suelto naturalmente y el otro a la espalda, y, sin darle tiempo a que lo saludara, le cantó:

– Yo le diré, don Luis, ¡y eso sí!, que no estoy dispuesto a que por chismes de mediquetes se menoscabe el crédito de mi gobierno en lo más mínimo. ¡Deberían saberlo mis enemigos para no descuidarse, porque a la primera, les boto la cabeza! ¡Retírese! ¡Salga!…, y ¡llame a ese animal!

De espaldas a la puerta, el sombrero en la mano y una arruga trágica en la frente, pálido como el día en que lo han de enterrar, salió el doctor Barreño.

– ¡Perdido, señor secretario, estoy perdido!… Todo lo que oí fue: «¡Retírese, salga, llame a ese animal!…»

– ¡Yo soy ese animal!

De una mesa esquinada se levantó un escribiente, dijo así, y pasó a la sala presidencial por la puerta que acababa de cerrar el doctor Barreño.

– ¡Creía que me pegaba!… ¡Viera visto…, viera visto! -hilvanó el médico enjugándose el sudor que le corría por la cara-. ¡Viera visto! Pero le estoy quitando su tiempo, señor secretario, y usted está muy ocupado. Me voy, ¿oye? Y muchas gracias…

– Adiós, doctorcito. De nada. Que le vaya bien.

El secretario concluía el despacho que el Señor Presidente firmaría dentro de unos momentos. La ciudad apuraba la naranjada del crepúsculo vestida de lindos celajes de tarlatana con estrellas en la cabeza como ángel de loa. De los campanarios luminosos caía en las calles el salvavidas del Ave María.

Barreño entró en su casa que pedazos se hacía. ¡Quién quita una puñalada trapera! Cerró la puerta mirando a los tejados, por donde tina mano criminal podía bajar a estrangularlo, y se refugió en su cuarto detrás de un ropero.

Los levitones pendían solemnes, como ahorcados que se conservan en naftalina, y bajo su signo de muerte recordó Barreño el asesinato de su padre, acaecido de noche en un camino, solo, hace muchos años. Su familia tuvo que conformarse con una investigación judicial sin resultado; la farsa coronaba la infamia, y una carta anónima que decía más o menos: «Veníamos con mi cuñado por el camino que va de Vuelta Grande a La Canoa a eso de las once de la noche, cuando a lo lejos sonó una detonación; otra, otra, otra…, pudimos contar hasta cinco. Nos refugiamos en un bosquecito cercano. Oímos que a nuestro encuentro venían caballerías a galope tendido. Jinetes y caballos pasaron casi rozándonos, y continuamos la marcha al cabo de un rato, cuando todo quedó en silencio. Pero nuestras bestias no tardaron en armarse. Mientras reculaban resoplando, nos apeamos pistola en mano a ver qué había de por medio y encontramos tendido el cadáver de un hombre boca abajo y a unos pasos una mula herida que mi cuñado despeñó. Sin vacilar regresamos a dar parte a Vuelta Grande. En la Comandancia encontramos al coronel José Parrales Sonriente, el hombre de la mulita, acompañado de un grupo de amigos, sentados alrededor de una mesa llena de copas. Le llamamos aparte y en voz baja le contamos lo que habíamos visto. Primero lo de los tiros, luego… En oyéndonos se encogió de hombros, torció los ojos hacia la llama de la candela manchada de rojo y repuso pausadamente: «¡Váyanse derechito a su casa, yo sé lo que les digo, y no vuelvan a hablar de esto!…»

– ¡Luis!… ¡Luis!…

Del ropero se descolgó un levitón como ave de rapiña.

– ¡Luis!

Barreño saltó y se puso a hojear un libro a dos pasos de su biblioteca. ¡El susto que se habría llevado su mujer si lo encuentra en el ropero!…

– ¡Ya ni gracia tienes! ¡Te vas a matar estudiando o te vas a volver loco! ¡Acuérdate que siempre te lo digo! No quieres entender que para ser algo en esta vida se necesita más labia que saber. ¿Qué ganas con estudiar? ¿Qué ganas con estudiar? ¡Nada! ¡Dijera yo un par de calcetines, pero qué…! ¡No faltaba más! ¡No faltaba más!…

La luz y la voz de su esposa le devolvieren la tranquilidad.

– ¡No faltaba más! Estudiar…, estudiar… ¿Para qué? Para que después de muerto te digan que eras sabio, como se lo dicen a todo el mundo… ¡Bah!… Que estudien los empíricos; tú no tienes necesidad, que para eso sirve el título, para saber sin estudiar… ¡Y… no me hagas caras! En lugar de biblioteca deberías tener clientela. Si por cada librote inútil de ésos tuvieras un enfermo, estaríamos mejor de salud nosotros aquí en la casa. Yo, por mí, quisiera ver tu clínica llena, oír sonar el teléfono a todas horas, verte en consultas… En fin, que llegaras a ser algo…

– Tú le llamas ser algo a…

– Pues entonces… algo efectivo… Y para eso no me digas que se necesita botar las pestañas sobre los libros, como tú lo haces. Ya quisieran saber los otros médicos la mitad de lo que tú sabes. Basta con hacerse de buenas cuñas y de nombre. El médico del Señor Presidente por aquí… El médico del Señor Presidente por allá… Y eso sí, ya ves; eso sí ya es ser algo…

– Puesss… -y Barreño detuvo el pues entre los labios salvando una pequeña fuga de memoria-… esss, hija, pierde las esperanzas; te caerías de espaldas si te contara que vengo de ver al Presidente. Sí, de ver al Presidente.

– ¡Ah, caramba!, ¿y qué te dijo, cómo te recibió?

– Mal. Botar la cabeza fue todo lo que le oí decir. Tuve miedo y lo peor es que no encontraba la puerta para salir.

– ¿Un regaño? ¡Bueno, no es al primero ni al último que regaña; a otros les pega! -y tras una prolongada pausa, agregó-: A ti lo que siempre te ha perdido es el miedo…

– Pero, mujer, dame uno que sea valiente con una fiera.

– No, hombre, si no me refiero a eso; hablo de la cirugía, ya que t lo puedes llegar a ser médico del Presidente. Para eso lo que urge es que pierdas el miedo. Pero para ser cirujano lo que se necesita es valor. Créemelo. Valor y decisión para meter el cuchillo. Una costurera que no echa a perder tela no llegará a cortar bien un vestido nunca. Y un vestido, bueno, un vestido vale algo. Los médicos, en cambio, pueden ensayar en el hospital con los indios. Y lo del Presidente, no hagas caso. ¡Ven a comer! El hombre debe estar para que lo chamarreen con ese asesinato horrible del Portal del Señor.

– ¡Mira, calla!, no suceda aquí lo que no ha sucedido nunca; que yo te dé una bofetada. ¡No es un asesinato ni nada de horrible tiene el que hayan acabado con ese verdugo odioso, el que le quitó la vida a mi padre, en un camino solo, a un anciano solo…!

– ¡Según un anónimo! Pero, no pareces hombre; ¿quién se lleva de anónimos?

– Si yo me llevara de anónimos…

– No pareces hombre…

– Pero ¡déjame hablar! Si yo me llevara de anónimos, no estarías aquí en mi casa -Barreño se registraba los bolsillos con la mano febril y el gesto en suspenso-; no estarías aquí en mi casa. Toma: lee…

Pálida, sin más rojo que el químico bermellón de los labios, tomó ella el papel que le tendía su marido yen un segundo le pasó los ojos:

Doctor: aganos el fabor de consolar a su mujer, ahora que el hombre de la mulita pasó a mejor bida. Consejo de unos amigos y amigas que le quieren.

Con una carcajada dolorosa, astillas de risa que llenaban las probetas y retortas del pequeño laboratorio de Barreño, como un veneno a estudiar, ella devolvió el papel a su marido. Una sirvienta acababa de decir a la puerta:

– ¡Ya está servida la comida!

En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viejecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a ese animal.

Ese animal era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.

El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.

– ¡ANIMAL!

– ¡Se…ñor!

– ¡ANIMAL!

Un timbrazo…, otro…, otro… Pasos y un ayudante en la puerta.

– ¡General, que le den doscientos palos a éste, ya ya! -rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.

A ese animal se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente. A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer y sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente -¡y no poder gritar para aliviarse!-, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe -¡y no poder gritar para aliviarse!-, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas -¡y no poder gritar para aliviarse!…

Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa, acongojándole de un modo extraño.

¡Nunca había sudado tanto!… ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar…

El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo…

Minutos después, en el comedor:

– ¿Da su permiso, señor Presidente?

– Pase, general.

– Señor, vengo a darle parte de ese animal que no aguantó los doscientos palos.

La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar…

– Y usted, ¿por qué tiembla? -le increpó el amo. Y volviéndose al general que, cuadrado, con el quepis en la mano, esperaba sin pestañear-: ¡Está bien, retírese!

Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos.

– ¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!

Y siempre con el plato, volvió al comedor.

– ¡Señor -dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo-, dice que no aguantó porque se murió!

– ¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!

VI La cabeza de un general

Miguel Cara de Ángel, el hombre de toda la confianza del Presidente, entró de sobremesa.

– ¡Mil excusas, señor Presidente! -dijo al asomar a la puerta del comedor. (Era bello y malo como Satán)-. ¡Mil excusas, Señor Presidente, si vengo-ooo… pero tuve que ayudar a un leñatero con un herido que recogió de la basura y no me fue posible venir antes! ¡Informo al Señor Presidente que no se trataba de persona conocida, sino de uno así como cualquiera!

El Presidente vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados.

– ¿Y se lo llevó adonde corresponde?… -interrogó desarrugando el ceño…

– Señor…

– ¡Qué cuento es ése! ¡Alguien que se precia de ser amigo del Presidente de la República no abandona en la calle a un infeliz herido víctima de oculta mano!

Un leve movimiento en la puerta del comedor le hizo volver la cabeza.

– Pase, general…

– Con el permiso del Señor Presidente…

– ¿Ya están listos, general?

– Sí, Señor Presidente…

– Vaya usted mismo, general; presente a la viuda mis condolencias y hágale entrega de esos trescientos pesos que le manda el Presidente de la República para que se ayude en los gastos del entierro.

El general, que permanecía cuadrado, con el quepis en la diestra, sin parpadear, sin respirar casi, se inclinó, recogió el dinero de la mesa, giró sobre los talones y, minutos después, salió en automóvil con el féretro que encerraba el cuerpo de ese animal.

Cara de Ángel se apresuró a explicar:

– Pensé seguir con el herido hasta el hospital, pero luego me dije: «Con una orden del Señor Presidente lo atenderán mejor.» Y como venía para acá a su llamado y a manifestarle una vez más que no me pasa la muerte que villanos dieron por la espalda a nuestro Parrales Sonriente…

– Yo daré la orden…

– No otra cosa podía esperarse del que dicen que no debía gobernar este país…

El Presidente saltó como picado.

– ¿Quiénes?

– ¡Yo, el primero, Señor Presidente, entre los muchos que profesamos la creencia de que un hombre como usted debería gobernar un pueblo como Francia, o la libre Suiza, o la industriosa Bélgica o la maravillosa Dinamarca!… Pero Francia…, Francia sobre todo… ¡Usted sería el hombre ideal para guiar los destinos del gran pueblo de Gambetta y Víctor Hugo!

Una sonrisa casi imperceptible se dibujó bajo el bigote del Presidente, el cual, limpiando sus anteojos con un pañuelo de seda blanca, sin dejar de mirar a Cara de Ángel, tras una breve pausa encaminó la conversación por otro lado.

– Te llamé, Miguel, para algo que me interesa que se arregle esta misma noche. Las autoridades competentes han ordenado la captura de ese pícaro de Eusebio Canales, el general que tú conoces, y lo prenderán en su casa mañana a primera hora. Por razones particulares, aunque es uno de los que asesinaron a Parrales Sonriente, no conviene al Gobierno que vaya a la cárcel y necesito su fuga inmediata. Corre a buscarlo, cuéntale lo que sabes y aconséjale, como cosa tuya, que se escape esta misma noche. Puedes prestarle ayuda para que lo haga, pues, como todo militar de escuela, cree en el honor, se va a querer pasar de vivo y si lo agarran mañana le quito la cabeza. Ni él debe saber esta conversación; solamente tú y yo… Y tú ten cuidado que la policía no se entere que andas por ahí; mira cómo te las arreglas para no dar el cuerpo y que este pícaro se largue. Puedes retirarte.

El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán). Los oficiales que guardaban el comedor del amo le saludaron militarmente. Presentimiento; o acaso habían oído que llevaba en las manos la cabeza de un general. Sesenta desesperados bostezaban en la sala de audiencia, esperando que el Señor Presidente se desocupara. Las calles cercanas a Palacio y a la Casa Presidencial se veían alfombradas de flores. Grupos de soldados, al mando del Comandante de Armas, adornaban el frente de los cuarteles vecinos con faroles, banderitas y cadenas de papel de China azul y blanco.

Cara de Ángel no se dio cuenta de aquellos preparativos de fiesta. Había que ver al general, concertar un plan y proporcionarle la higa. Todo le pareció fácil antes que ladraran los perros en el bosque monstruoso que separaba al Señor Presidente de sus enemigos, bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían como agitadas por el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando. Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos.

Si fuera posible hacer pacto con el diablo, venderle el alma con tal de burlar la vigilancia de la policía y permitir la fuga al general… Pero el diablo no se presta para actos caritativos; bien que hasta dónde no dejaría raja aquel lance singular… La cabeza del general y algo más… Pronunció las palabras como si de verdad llevara en las manos la cabeza del general y algo más.

Había llegado a la casa de Canales, situada en el barrio de la Merced. Era un caserón de esquina, casi centenario, con cierta soberanía de moneda antigua en los ocho balcones que caían a la calle principal y el portón para carruajes que daba a la otra calle. El favorito pensó detenerse aquí y, caso de oír gente dentro, llamar para que le abrieran. Le hizo desistir la presencia de los gendarmes, que rondaban en la acera de enfrente. Apuró el paso y fue echando los ojos por las ventanas a ver si dentro había a quién hacerle señas. No vio a nadie. Imposible detenerse en la acera sin hacerse sospechoso. Pero en la esquina opuesta a la casa se abría un fondín de mala muerte, y para poder permanecer cerca de allí lo que faltaba era entrar y tomar algo. Una cerveza. Hizo decir algunas palabras a la que despachaba y con el vaso de cerveza en la mano volvió la cara para ver quién ocupaba una banquita acuñada a la pared, bulto de hombre que al entrar alcanzó a ver con el rabo de ojo. Sombrero de la coronilla a la frente, casi sobre los ojos, toalla alrededor del pescuezo, el cuello de la chaqueta levantado, pantalones campanudos, botines abotonados sin abotonar, talón alto, tapa de hule, cuero amarillo, género café. Distraídamente levantó los ojos el favorito y fue viendo las botellas alineadas en los tramos de la estantería, la ese luminosa de la bombita de la luz eléctrica, un anuncio de vinos españoles, Baco cabalgando un barril entre frailes barrigones y mujeres desnudas, y un retrato del Señor Presidente, echado a perder de joven, con ferrocarriles en los hombros, como charreteras, y un angelito dejándole caer en la cabeza una corona de laurel. Retrato de mucho gusto. De vez en vez volvía la mirada a la casa del general. Sería grave que el de la banquita y la fondera fueran más que amigos y estuvieran haciendo malobra. Se desabrochó la chaqueta al tiempo de cruzar una pierna sobre la otra y recostarse de codos en el mostrador con el aire de la persona que no se va a marchar pronto. ¿Y si pidiera otra cerveza? La pidió y para ganar tiempo pagó con un billete de cien pesos. Tal vez la fondera no tenía vuelto. Ésta abrió el cajón de la venta con disgusto, hurgó entre los billetes mugrientos y lo cerró de golpe. No tenía vuelto. Siempre la misma historia de salir a buscar cambio. Se echó el delantal sobre los brazos desnudos y agarró la calle, no sin volver a mirar al de la banquita para recomendarle que estuviera ojo al Cristo con el cliente: un que sí voy a tener cuidado, un que no se vaya a robar algo. Precaución inútil, porque en ese momento salió una señorita de la casa del general, como llovida del cielo, y Cara de Ángel no esperó más.

– Señorita -le dijo andando a la par de ella-, prevenga al dueño de la casa de donde acaba de salir usted, que tengo algo muy urgente que comunicarle.

– ¿Mi papá?

– ¿Hija del general Canales?

– Sí, señor…

– Pues… no se detenga; no, no… Ande…, andemos, andemos… Aquí tiene usted mi tarjeta. Dígale, por favor, que le espero en mi casa lo más pronto posible; que de aquí me voy para allá, que allá le espero, que su vida está en peligro… Sí, sí, en mi casa, lo más pronto posible…

El viento le arrebató el sombrero y tuvo que volver corriendo a darle alcance. Dos y tres veces se le fue de las manos. Por fin le dio caza. Los aspavientos del que persigue un ave de corral.

Volvió al fondín, con el pretexto del vuelto, a ver la impresión que su salida repentina había hecho al de la banquita y lo encontró luchando con la fondera; la tenía acuñada contra la pared y con la boca ansiosa le buscaba la boca para darle un beso.

– ¡Policía desgraciado, no es de balde que te llamas Bascas! -dijo la fondera cuando, del susto, al oír los pasos de Cara de Ángel, el de la banquita la soltó.

Cara de Ángel intervino amistosamente para favorecer sus planes; desarmó a la fondera, que se había armado de una botella, y volvió a mirar al de la banquita con ojos complacientes.

– ¡Cálmese, cálmese, señora! ¿Qué son esas cosas? ¡Quédese con el vuelto y arréglense por las buenas! Nada logrará con hacer escándalo y puede venir la policía, más si el amigo…

– Lucio Vásquez, pa servir a usté…

– ¿Lucio Vásquez? ¡Sucio Bascas! ¡Y la policía…, para todo van saliendo con la policía! ¡Que preben! ¡Que preben a entrar aquí! No le tengo miedo a nadie ni soy india, ¿oye, señor?, ¡para que éste me asuste con la Casa Nueva!

– ¡A una casa-mala te meto si yo quiero! -murmuró Vásquez, escupiendo en seguida algo que se jaló de las narices.

– ¡Será metedera! ¡Cómo no, Chón!

– ¡Pero, hombre, hagan las paces, ya está!

– ¡Sí, señor, si yo ya no estoy diciendo nada!

La voz de Vásquez era desagradable; hablaba como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa. Enamorado hasta los huesos de la fondera, luchaba con ella día y noche para que le diera un beso con su gusto, no le pedía más. Pero la fondera no se dejaba por aquello de que la que da el beso da el queso. Súplicas, amenazas, regalitos, llantos fingidos y verdaderos, serenatas, tustes, todo se estrellaba en la negativa cerril de la fondera, la cual no cedió nunca ni jamás se dio por las buenas. «El que me quiera -decía-, ya sabe que conmigo el amor es lucha a brazo partido.»

– Ahora que se callaron -continuó Cara de Ángel, hablaba como para él, frotando el índice en una monedita de níquel clavada en el mostrador-, les contaré lo que pasa con la señorita de allí enfrente.

E iba a contar que un amigo le había encargado que le preguntara si le recibía una carta, pero la fondera se interpuso…

– ¡Dichosote, si ya vimos que es usté el que le está rascando el ala!

El favorito sintió que le llovía luz en los ojos… Rascar el ala… Contar que se opone la familia… Fingir un rapto… Rapto y parto tienen las mismas letras…

Sobre la monedita de níquel clavada en el mostrador seguía frotando el dedo, sólo que ahora más de prisa.

– Es verdad -contestó Cara de Ángel-, pero estoy fregado porque su papá no quiere que nos casemos…

– ¡Cállese con ese viejo! -intervino Vásquez-. ¡Ahí las carotas de herrero mal pagado que le hace a uno, como si uno tuviera la culpa de la orden que hay de seguirlo por todas partes!

– ¡Así son los ricos! -agregó la fondera de mal modo.

– Y por eso -explicó Cara de Ángel- he pensado sacármela de su casa. Ella está de acuerdo. Cabalmente acabamos de hablar y lo vamos a hacer esta noche.

La fondera y Vásquez sonrieron.

– ¡Servite un trago! -le dijo Vásquez-, que esto se está poniendo bueno. -Luego se volvió a ofrecer a Cara de Ángel un cigarrillo-. ¿Fuma, caballero?

– No, gracias… Pero…, por no hacerle el desprecio…

La fondera sirvió tres tragos mientras aquéllos encendían los cigarrillos.

Un momento después dijo Cara de Ángel, ya cuando les había acabado de pasar el ardor del trago.

– ¿Desde luego cuento con ustedes? ¡Valga lo que valga, lo que necesito es que me ayuden! ¡Ah, pero eso sí, debe ser hoy mismo!

– Después de las once de la noche yo no puedo, tengo servicio -observó Vásquez-, pero ésta…

– ¡Ésta será tu cara, mirá cómo hablás!

– ¡Ella, que diga, la Masacuata -y volvió a mirar a la fondera-, hará mis veces! Vale por dos, salvo que quiera que le manden un suple; tengo un amigo con quien quedé de juntarme por onde los chinos.

– ¡Vos para todo vas saliendo con ese Genaro Rodas, guacal de horchata, mi compañero!

– ¿Qué es eso de guacal de horchata? -indagó Cara de Ángel.

– Eso es que parece muerto, que es descoli…, ya no sé ni hablar…, des-colo-rido, vaya…!

– ¿Y qué tiene que ver?

– Que yo vea no hay inconveniente…

– … Pues, sí hay, y perdone, señor, que le corte la palabra; yo no se lo quería decir: la mujer de ese Genaro Rodas, una tal llamada Fedina, anda contando que la hija del general va a ser madrina de su hijo; quiere decir que ese Genaro Rodas, tu amigo, para lo que el señor lo quiere no es mestrual.

– ¡Qué trompeta!

– ¡Para vos todo es trompeta!

Cara de Ángel agradeció a Vásquez su buena voluntad, dándole entender que era mejor que no contaran con guacal de horchata, porque, como decía la fondera, efectivamente no era neutral.

– Es una lástima, amigo Vásquez, que usted no pueda ayudarme en la cosa ésta…

– Yo también siento no poderle hacer campaña, usté; de haberlo sabido, me arreglo para pedir permiso.

– Si se pudiera arreglar con dinero…

– ¡No, usté, de ninguna manera, yo no suelo ser así; es porque ya sabe que no se puede arreglar! -y se llevó la mano a la oreja.

– ¡Qué se ha de hacer, lo que no se puede, no se puede! Volveré le madrugada, dos menos cuarto o una y media, que el amor se llama a luego y fuego.

Acabó de despedirse en la puerta, se llevó el reloj de pulsera al oído para saber si estaba andando -¡qué cosquillita fatal la de aquella pulsación isócrona!-, y partió a toda prisa con la bufanda negra sobre la cara pálida. Llevaba en las manos la cabeza del general y algo más.

VII Absolución arzobispal

Genaro Rodas se detuvo junto a la pared a encender un cigarrillo. Lucio Vásquez asomó cuando rascaba el fósforo en la cajetilla. Un perro vomitaba en la reja del Sagrario.

– ¡Este viento fregado! -refunfuñó Rodas a la vista de su amigo.

– ¿Qué tal, vos? -saludó Vásquez, y siguieron andando.

– ¿Qué tal, viejo?

– ¿Para dónde vas?

– ¿Cómo para dónde vas? ¡Vos si que me hacés gracia! ¿No habíamos quedado de juntarnos por aquí, pues?

– ¡Ah! ¡Ah! Creí que te se había olvidado. Ya te voy a contar qué hubo de aquello. Vamos a meternos un trago. No sé, pero tengo ganas de meterme un trago. Venite, pasemos por el Portal a ver si hay algo.

– No creo, vos, pero si querés pasemos; allí, desde que prohibieron que llegaran a dormir los pordioseros, ni gatos se ven de noche.

– Por fortuna, decí. Atravesemos por el atrio de la Catedral, si te perece. Y qué aire el que se alborotó…

Después del asesinato del coronel Parrales Sonriente, la Policía Secreta no desamparaba ni un momento el Portal del Señor; vigilancia encargada a los hombres más amargos. Vásquez y su amigo recorrieron el Portal de punta a punta, subieron por las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal y salieron por el lado de las Cien Puertas. Las sombras de las pilastras echadas en el piso ocupaban el lugar de los mendigos. Una escalera, y otra, y otra, advertían que un pintor de brocha gorda iba a rejuvenecer el edificio. Y en efecto, entre las disposiciones del Honorable Ayuntamiento encaminadas a testimoniar al Presidente de la República su incondicional adhesión, sobresalía la de pintura y aseo del edificio que había sido teatro del odioso asesinato, a costa de los turcos que en él tenían sus bazares hediondos a cacho quemado. «Que paguen los turcos, que en cierto modo son culpables de la muerte del coronel Parrales Sonriente, por vivir en el sitio en que se perpetró el crimen», decían, hablando en plata, los severos acuerdos edilicios. Y los turcos, con aquellas contribuciones de carácter vindicativo, habrían acabado más pobres que los pordioseros que antes dormían a sus puertas sin la ayuda de amigos cuya influencia les permitió pagar los gastos de pintura, aseo y mejora del alumbrado del Portal del Señor, con recibos por cobrar al Tesoro Nacional, que ellos habían comprado por la mitad de su valor.

Pero la presencia de la Policía Secreta les aguó la fiesta. En voz baja se preguntaban el porqué de aquella vigilancia. ¿No se licuaron los recibos en los recipientes llenos de cal? ¿No se compraron a sus costillas brochas grandes como las barbas de los Profetas de Israel? Prudentemente, aumentaron en las puertas de sus almacenes, por dentro, el número de trancas, pasadores y candados.

Vásquez y Rodas dejaron el Portal por el lado de las Cien Puertas. El silencio ordeñaba el eco espeso de los pasos. Adelante, calle arriba, se colaron en una cantina llamada El Despertar del León. Vásquez saludó al cantinero, pidió dos copas y vino a sentarse al lado de Rodas, en una mesita, detrás de un cancel.

– Contá, pues, vos, qué hubo de mi lío -dijo Rodas.

– ¡Salú! -Vásquez levantó la copa de aguardiante blanco.

– ¡A la tuya, viejito!

El cantinero, que se había acercado a servirles, agregó maquinalmente:

– ¡A su salú, señores!

Ambos vaciaron las copas de un solo trago.

– De aquello no hubo nada… -Vásquez escupió estas palabras con el último sorbo de alcohol diluido en espumosa saliva-; el subdirector metió a su ahijado y cuando yo le hablé por vos, ya el chance se lo había dado a ése que tal vez es un mugre.

– ¡Vos dirés!

– Pero como donde manda capitán no manda marinero… Yo le hice ver que vos querías entrar a la policía secreta, que eras un tipo muy de a petate. ¡Ya vos sabés cómo son las caulas!

– Y él, ¿qué te dijo?

– Lo que estás oyendo, que ya tenía el puesto un ahijado suyo, y ya con eso me tapó el hocico. Ahora que te voy a decir, está más difícil que cuando yo entré conseguir hueso en la secreta. Todos han choteado que ésa es la carrera del porvenir.

Rodas frotó sobre las palabras de su amigo un gesto de hombros v una palabra ininteligible. Había venido con la esperanza de encontrar trabajo.

– ¡No, hombre, no es para que te aflijás, no es para que te aflijás! En cuanto sepamos de otro hueso te lo consigo. Por Dios, por mi madre, que sí; más ahora que la cosa se está poniendo color de hormiga y que de seguro van a aumentar plazas. No sé si te conté… -dicho esto, Vásquez se volvió a todos lados-. ¡No soy baboso! ¡Mejor no te cuento!

– ¡Bueno, pues, no me contés nada; a mí qué me importa!

– La cosa está tramada…

– ¡Mirá, viejo, no me contés nada; haceme el favor de callarte! ¡Ya dudaste, ya dudaste, vaya…!

– ¡No, hombre, no, qué rascado sos vos!

– ¡Mirá, callate, a mí no me gustan esas desconfianzas, parecés mujer! ¿Quién te está preguntando nada para que andés con esas plantas?

Vásquez se puso de pie, para ver si alguien le oía, y agregó a media voz, aproximándose a Rodas, que le escuchaba de mal modo, ofendido por sus reticencias:

– No sé si te conté que los pordioseros que dormían en el Portal la noche del crimen, ya volaron lengua, y que hasta con frijoles se sabe quiénes se pepenaron al coronel -y subiendo la voz-, ¿quiénes dirés vos?- y bajándola a tono de secreto de Estado-, nada menos que el general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal…

– ¿Por derecho es eso que me estás contando?

– Hoy salió la orden de captura contra ellos, con eso te lo digo todo.

– ¡Ahí está, viejo -adujo Rodas más calmado-; ese coronel que decían que mataba una mosca de un tiro a cien pasos y al que todos le cargaban pelos, se lo volaron sin revólver ni fierro, con sólo apretarle el pescuezo como gallina! En esta vida, viejo, el todo es decidirse. ¡Qué de a zompopo esos que se lo soplaron!

Vásquez propuso otro farolazo y ya fue pidiéndolo:

– ¡Dios pisitos, don Lucho!

Don Lucho, el cantinero, llenó de nuevo las copas. Atendía a los clientes luciendo sus tirantes de seda negra.

– ¡Atravesémonoslo, pues, vos! -dijo Vásquez y, entre dientes, después de escupir, agregó-: ¡A vos seguido se te va el pájaro! ¡Ya sabés que es mi veneno ver las copas llenas, y si no lo sabés, sabélo! ¡Salú!

Rodas, que estaba distraído, se apresuró a brindar. En seguida, al despegarse la copa vacía de los labios, exclamó:

– ¡Papos eran ésos que se mandaron al otro lado al coronel, de volver por el Portal! ¡Cualquier día!

– ¿Y quién está diciendo que van a volver?

– ¿Cómo?

– ¡Mie… entras se averigua, todo lo que vos querás! ¡Ja, ja, ja! ¡Ya me hiciste rirr!

– ¡Con lo que salís vos! Lo que yo digo es que si ya saben quiénes se tiraron al coronel, no vale la pena que estén esperando que esos señores vuelvan por el Portal para capturarlos, o… no hay duda que por la linda cara de los turcos estás cuidando el Portal. ¡Decí! ¡Decí!

– ¡No alegués ignorancias!

– ¡Ni vos me vengás con cantadas a estas horas!

– Lo que la policía secreta hace en el Portal del Señor, no tiene nada que ver con el lío del coronel Parrales, ni te importa…

– … ¡de torta por si al caso!

– ¡De pura torta, y cuchillo que no corta!

– ¡La vieja que te aborta! ¡Ay, juerzas!

– No, en serio, lo que la policía secreta aguarda en el Portal no tiene que ver con el asesinato. De veras, de veras que no. Ni te figurás lo que estamos haciendo allí… Estamos esperando a un hombre con rabia.

– ¡Me zafo!

– ¿Te acordás de aquel mudo que en las calles le gritaban «madre»? Aquel alto, huesudo, de las piernas torcidas, que corría por las calles como loco… ¿Te acordás?… Sí te habés de acordar, ya lo creo. Pues a ése es al que estamos atalayando en el Portal, de donde desapareció hace tres días. Le vamos a dar chorizo…

Y al decir así Vásquez se llevó la mano a la pistola.

– ¡Haceme cosquillas!

– No, hombre, si no es por sacarte franco; es cierto, créelo que es cierto; ha mordido a plebe de gente y los médicos recetaron que se le introdujera en la piel una onza de plomo. ¡Qué tal te sentís!

– Vos lo que querés es hacerme güegüecho, pero todavía no ha nacido quién, viejito, no soy tan zorenco. Lo que la policía espera en el Portal es el regreso de los que le retorcieron el pescuezo al coronel…

– ¡Jolón, no! ¡Qué negro, por la gran zoraida! ¡Al mudo, lo que estás oyendo, al mudo, al mudo que tiene rabia y ha mordido a plebe de gente! ¿Querés que te lo vuelva a repetir?

El Pelele engusanaba la calle de quejidos, a la rastra el cuerpo que le mordía el dolor de los ijares, a veces sobre las manos, embrocado, dándose impulso con la punta de un pie, raspando el vientre por las piedras, a veces sobre el muslo de la pierna buena, que encogía mientras adelantaba el brazo para darse empuje con el codo. La plaza asomó por fin. El aire metía ruido de zopilotes en los árboles del parque magullados por el viento. El Pelele tuvo miedo y quedó largo rato desclavado de su conciencia, con el ansia de las entrañas vivas en la lengua seca, gorda y reseca como pescado muerto en la ceniza, y la entrepierna remojada como tijera húmeda.

Grada por grada subió al Portal del Señor, grada por grada, a estirones de gato moribundo, y se arrinconó en una sombra con la boca abierta, los ojos pastosos y los trapos que llevaba encima tiesos de sangre y tierra. El silencio fundía los pasos de los últimos transeúntes, los golpecitos de las armas de los centinelas y las pisadas de los perros callejeros que, con el hocico a ras del suelo, hurgaban en busca de huesos, los papeles y las hojas de tamales que a orillas del Portal arrastraba el viento.

Don Lucho llenó otra vez las copas dobles que llamaban «dos pisos».

– ¿Cómo es eso de te se pone? -decía Vásquez entre dos escupidas, con la voz más aguda que de costumbre-. ¿No te estoy contando, pues, que estaba yo hoy como a las nueve, más serían, tal vez las nueve y media, antes de venirme a juntar con voz, cortejeándome a la Masacuata, cuando entró a la cantina un tipo a beberse una cerveza? Aquélla se la sirvió volando. El tipo pidió otra y pagó con un billete de cien varas. Aquélla no tenía vuelto y fue a descambiar. Pero yo me hice una brochota grande, pues desde que vi entrar al traído se me puso que… que ahí había gato encerrado, y como si lo hubiera sabido, viejo: una patoja salió de la casa de enfrente y ni bien había salido, el tipo se había puesto las botas tras ella. Y ya no pude volar más vidrio, porque en eso regresó la Masacuata, y yo, ya sabés, me puse a querérmela luchar…

– Y entonces las cien varas…

– No, ya vas a ver. En lucha estábamos con aquélla, cuando el tipo regresó por el vuelto del billete, y como nos encontró abrazados, se hizo de confianza y nos contó que estaba coche por la hija del general Canales y que pensaba robársela hoy en la noche, si era posible. La hija del general Canales era la patoja, que había salido a ponerse de acuerdo con él. No sabés cómo me rogó para que yo le ayudara en el volado, pero yo qué iba a poder, con esta cuidadera del Portal…

– ¡Qué largos!, ¿verdá, vos?

Rodas acompañó esta exclamación con un chisguetazo de saliva. -Y como a ese traído yo me lo he visto parado muchas veces por la Casa Presidencial…

– ¡Me zafo, debe ser familia…!

– No, ¡qué va a ser!, ni por donde pasó el zope. Lo que sí me extraña es la prisota que se cargaba por robarse a la muchacha ésa hoy mismo. Algo sabe de la captura del general y querrá armarse de traída cuando los cuques carguen con el viejo.

– Sin jerónimo de duda, en lo que estás vos…

– ¡Metámonos el ultimátum y nos vamos a la mierda!

Don Lucho llenó las copas y los amigos no tardaron en vaciarlas. Escupían sobre gargajos y chencas de cigarrillos baratos.

– ¿Como cuánto le debemos, don Lucho?

– Son dieciséis con cuatro…

– ¿De cada uno? -intervino Rodas.

– ¡No, cómo va a ser eso; todo junto! -respondió el cantinero, mientras Vásquez le contaba en la mano algunos billetes y cuatro monedas de níquel.

– ¡Hasta la vista, don Lucho!

– ¡Don Luchito, ya nos vemos!

Estas voces se confundieron con la voz del cantinero, que se acercó a despedirles hasta la puerta.

– ¡Ah, la gran flauta, qué frío el que hace…! -exclamó Rodas al salir a la calle, clavándose las manos en las bolsas del pantalón.

Paso a paso llegaron a las tiendas de la cárcel, en la esquina inmediata al Portal del Señor, y a instancias de Vásquez, que se sentía contento y estiraba los brazos como si se despegara de una torta de pereza, se detuvieron allí.

– ¡Éste sí que es el mero despertar del lión que tiene melena de tirabuzones! -decía desperezándose-. ¡Y qué lío el que se debe tener un lión para ser un lión! Y haceme el favor de ponerte alegre, porque ésta es mi noche alegre, ésta es mi noche alegre; soy yo quien te lo digo, ¡ésta es mi noche alegre!

Y a fuerza de repetir así, con la voz aguda, cada vez más aguda, parecía cambiar la noche en pandereta negra con sonajas de oro, estrechar en el viento manos de amigos invisibles y traer al titiritero del Portal con los personajes de sus pantomimas a enzoguillarle la garganta de cosquillas para que se carcajeara. Y reía, reía ensayando a dar pasos de baile con las manos en las bolsas de la chaqueta cuta y cuando tomaba su risa ahogo de queja y ya no era gusto sino sufrimiento, se doblaba por la cintura para defender la boca del estómago. De pronto guardó silencio. La carcajada se le endureció en la boca, como el yeso que emplean los dentistas para tomar el molde de la dentadura. Había visto al Pelele. Sus pasos patearon el silencio del Portal. La vieja fábrica los fue multiplicando por dos, por ocho, por doce. El idiota se quejaba quedito y recio como un perro herido. Un alarido desgarró la noche. Vásquez, a quien el Pelele vio acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal. Rodas asistía a la escena, sin movimiento, con el resuello espeso, empapado en sudor. Al primer disparo el Pelele se desplomó por la gradería de piedra. Otro disparo puso fin a la obra. Los turcos se encogieron entre dos detonaciones. Y nadie vio nada, pero en una de las ventanas del Palacio Arzobispal, los ojos de un santo ayudaban a bien morir al infortunado y en el momento en que su cuerpo rodaba por las gradas, su mano con esposa de amatista, le absolvía abriéndole el Reino de Dios.

VIII El titiritero del Portal

A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia los arrabales. ¡No, no fue en el Callejón del Judío, zigzagueante y con olas, como trazado por un borracho! ¡No en el Callejón de Escuintilla, antaño sellado por la fama de cadetes que estrenaban sus espadas en carne de gendarmes malandrines, remozando historias de mosqueteros y caballerías! ¡No en el Callejón del Rey, el preferido de los jugadores, por donde reza que ninguno pasa sin saludar al rey! ¡No en el Callejón de Santa Teresa, de vecindario amargo y acentuado declive! ¡No en el Callejón del Consejo, ni por la Pila de La Habana, ni por las Cinco Calles, ni por el Martinico…!

Había sido en la Plaza Central, allí donde el agua seguía lava que lava los mingitorios públicos con no sé qué de llanto, los centinelas golpea que golpea las armas y la noche gira que gira en la bóveda helada del cielo con la Catedral y el cielo.

Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.

De repente abrióse una puerta en el Portal del Señor y como ratón asomó el titiritero. Su mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le dijera lo que sucedía. ¿Qué sucedía? ¿Qué habían sido aquellas dos detonaciones tan seguiditas? Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por las novelerías de doña Venjamón, como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a algún turco empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que alargara el cuello lo más posible.

– ¡Pero, mujer, si no veo nada! ¡Cómo querés que te diga! ¿Y qué son esas exigencias?

– ¿Qué decís?… ¿Fue por onde los turcos?

– Digo que no veo nada, que qué son esas exigencias…

– ¡Hablá claro, por amor de Dios!

Cuando el titiritero se apeaba los dientes postizos, para hablar movía la boca chupada como ventosa.

– ¡Ah!, ya veo, esperá; ¡ya veo de qué se trata!

– ¡Pero, Benjamín, no te entiendo nada! -y casi jirimiqueando-. ¿Querrés entender que no te entiendo nada?

– ¡Ya veo, ya veo!… ¡Allá, por la esquina del Palacio Arzobispal, se está juntando gente!

– ¡Hombre, quitá de la puerta, porque ni ves nada -sos un inútil- ni te entiendo una palabra!

Don Benjamín dejó pasar a su esposa, que asomó desgreñada, con un seno colgando sobre el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen.

– ¡Allí… que llevan la camilla! -fue lo último que dijo don Benjamín.

– ¡Ah, bueno, bueno, si fue allí no más!… ¡Pero no fue por onde los turcos, como yo creía! ¡Cómo no me habías dicho, Benjamín, que fue allí no más; pues con razón, pues, que se oyeron los tiros tan cerca!

– Como que vi, ve, que llevaban la camilla -repitió el titiritero. Su voz parecía salir del fondo de la tierra, cuando hablaba detrás de su mujer.

– ¿Que qué?

– ¡Que yo como que vi, ve, que llevaban la camilla!

– ¡Callá, no sé lo que estás diciendo, y mejor si te vas a poner los dientes que sin ellos, como si me hablaras en inglés!

– ¡Que yo como que ve…!

– ¡No, ahora la traen!

– ¡No, niña, ya estaba allí!

– ¡Que ahora la traen, digo yo, y no soy choca!, ¿verdá?

– ¡No sé, pero yo como que vi…!

– ¿Que qué…? ¿La camilla? Entendé que no…

Don Benjamín no medía un metro; era delgadito y velludo como murciélago y estaba aliviado si quería ver en lo que paraba aquel grupo de gentes y gendarmes a espaldas de doña Venjamón, dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido.

– Pero sólo vos querés ver… -se atrevió don Benjamín con la esperanza de salir de aquel eclipse total.

Al decir así, como si hubiera dicho ¡ábrete, perejil!, giró doña Venjamón como una montaña, y se le vino encima.

– ¡En prestá te cargo, chu-malía! -le gritó. Y alzándolo del suelo lo sacó a la puerta como un niño en brazos.

El titiritero escupió verde, morado, anaranjado, de todos colores. A lo lejos, mientras él pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa, cuatro hombres borrachos cruzaban la plaza llevando en una camilla el cuerpo del Pelele. Doña Venjamón se santiguó. Por él lloraban los mingitorios públicos y el viento metía ruido de zopilotes en los árboles del parque, descoloridos, color de guardapolvo.

– ¡Chichigua te doy yno esclava, me debió decir el cura, ¡maldita sea tu estampa!, el día que nos casamos! -refunfuñó el titiritero al poner los pies en tierra firme.

Su cara mitad lo dejaba hablar, cara mitad inverosímil, pues si él apenas llegaba a mitad de naranja mandarina, ella sobraba para toronja; le dejaba hablar, parte porque no le entendía una palabra sin los dientes y parte por no faltarse al respeto de obra.

Un cuarto de hora después, doña Venjamón roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio.

Pero su teatro de títeres salió ganancioso de aquel lance singular. Los muñecos se aventuraron por los terrenos de la tragedia, con el llanto goteado de sus ojos de cartón piedra, mediante un sistema de tubitos que alimentaban con una jeringa de lavativa metida en una palangana de agua. Sus títeres sólo habían reído y si alguna vez lloraron fue con muecas risueñas, sin la elocuencia del llanto, corriéndoles por las mejillas y anegando el piso del tabladillo de las alegres farsas con verdaderos ríos de lágrimas.

Don Benjamín creyó que los niños llorarían con aquellas comedias picadas de un sentido de pena y su sorpresa no tuvo límites cuando los vio reír con más ganas, a mandíbula batiente, con más alegría que antes. Los niños reían de ver llorar… Los niños reían de ver pegar…

– ¡Ilógico! ¡Ilógico! -concluía don Benjamín.

– ¡Lógico! ¡Relógico! -le contradecía doña Venjamón.

– ¡Ilógico! ¡Ilógico! ¡Ilógico!

– ¡Relógico! ¡Relógico! ¡Relógico!

– ¡No entremos en razones! -proponía don Benjamín.

– ¡No entremos en razones! -aceptaba ella…

– Pero es ilógico…

– ¡Relógico, vaya! ¡Relógico, recontralógico!

Cuando doña Venjamón la tenía con su marido iba agregando sílabas a las palabras, como válvulas de escape para no estallar.

– ¡Ilololológico! -gritaba el titiritero a punto de arrancarse los pelos de la rabia…

– ¡Relógico! ¡Relógico! ¡Recontralógico! ¡Requetecontrarrelógico!

Lo uno o lo otro, lo cierto es que en el teatrillo del titiritero del Portal funcionó por mucho tiempo aquel chisme de lavativa que hacía llorar a los muñecos para divertir a los niños.

IX Ojo de vidrio

El pequeño comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche, después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre, recorrían las calles tranquilas. Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras quedaban piedras en la calle.

La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo. Y la patrulla, por cambiar de paso, la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal…

La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio.

En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.

– ¡Adiós, Genaro!… -dijo aquél requiriéndole con los ojos para que guardara el secreto-, me voy volando porque voy a ver si todavía es tiempo de darle una manita al traído de la hija del general.

Genaro se detuvo un momento con el gesto indeciso del que se arrepiente de decir algo al amigo que se va; luego acercóse a una casa -vivía en una tienda- y llamó con el dedo.

– ¿Quién? ¿Quién es? -reclamaron dentro.

– Yo… -respondió Genaro, inclinando la cabeza sobre la puerta, como el que habla al oído de una persona bajita.

– ¿Quién yo? -dijo al abrir una mujer.

En camisón y despeinada, su esposa, Fedina de Rodas, alzó el brazo levantando la candela a la altura de la cabeza, para verle la cara.

Al entrar Genaro, bajó la candela, y dejó caer los aldabones con gran estrépito y encaminóse a su cama, sin decir palabra. Frente al reloj plantó la luz para que viera el resinvergüenza a qué horas llegaba. Éste se detuvo a acariciar al gato que dormía sobre la tilichera, ensayando a silbar un aire alegre.

– ¿Qué hay de nuevo que tan contento? -gritó Fedina sobándose los pies para meterse en la cama.

– ¡Nada! -se apresuró a contestar Genaro, perdido como una sombra en la oscuridad de la tienda, temeroso de que su mujer le conociera en la voz la pena que traía.

– ¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!

– ¡No! -cortó Genaro, pasando a la trastienda que les servía de dormitorio con los ojos ocultos en el sombrero gacho.

– ¡Mentiroso, aquí se acaban de despedir! ¡Ah!, yo sé lo que te digo; nada buenos son esos hombres que hablan, como tu amigote, con vocecita de gallo-gallina. Tus idas y venidas con ése es porque andarán viendo cómo te hacés policía secreto. ¡Oficio de vagos, cómo no les da vergüenza!

– ¿Y esto? -preguntó Genaro, para dar otro rumbo a la conversación, sacando un faldoncito de una caja.

Fedina tomó el faldón de las manos de su marido, como una bandera de paz, y sentóse en la cama muy animada a contarle que era obsequio de la hija del general Canales, a quien tenía hablada para madrina de su primogénito. Rodas escondió la cara en la sombra que bañaba la cuna de su hijo, y, de mal humor, sin oír lo que hablaba su mujer de los preparativos del bautizo, interpuso la mano entre la candela y sus ojos para apartar la luz, mas al instante la retiró sacudiéndola para limpiarse el reflejo de sangre que le pegaba los dedos. El fantasma de la muerte se alzaba de la cuna de su hijo, como de un ataúd. A los muertos se les debía mecer como a los niños. Era un fantasma color de clara de huevo, con nube en los ojos, sin pelo, sin cejas, sin dientes, que se retorcía en espiral como los intestinos de los incensarios en el Oficio de Difuntos. A lo lejos escuchaba Genaro la voz de su mujer. Hablaba de su hijo, del bautizo, de la hija del general, de invitar a la vecina de pegado a la casa, al vecino gordo de enfrente, a la vecina de a la vuelta, al vecino de la esquina, al de la fonda, al de la carnicería, al de la panadería.

– ¡Qué alegres vamos a estar!…

Y cortando bruscamente:

– Genaro: ¿qué te pasa?

Éste saltó:

– ¡A mí no me pasa nada!

El grito de su esposa bañó de puntitos negros el fantasma de la muerte, puntitos que marcaron sobre la sombra de un rincón el esqueleto. Era un esqueleto de mujer, pero de mujer no tenía sino los senos caídos, fláccidos y velludos como ratas colgando sobre la trampa de las costillas.

– Genaro: ¿qué te pasa?

– A mí no me pasa nada.

– Para eso, para volver como sonámbulo, con la cola entre las piernas, te vas a la calle. ¡Diablo de hombre, que no puede estarse en su casa!

La voz de su esposa arropó el esqueleto.

– No, si a mí no me pasa nada.

Un ojo se le paseaba por los dedos de la mano derecha como una luz de lamparita eléctrica. Del meñique al mediano, del mediano al anular, del anular al índice, del índice al pulgar. Un ojo… Un solo ojo… Se le tasajeaban las palpitaciones. Apretó la mano para destriparlo, duro, hasta enterrarse las uñas en la carne. Pero imposible; al abrir la mano reapareció en sus dedos, no más grande que el corazón de un pájaro y más horroroso que el infierno. Una rociada de caldo de res hirviente le empapaba las sienes. ¿Quién le miraba con el ojo que tenía en los dedos y que saltaba, como la bolita de una ruleta, al compás de un doble de difuntos?

Fedina le retiró del canasto donde dormía su hijo.

– Genaro: ¿qué te pasa?

– ¡Nada!

Y… unos suspiros más tarde:

– ¡Nada, es un ojo que me persigue, es un ojo que me persigue! Es que me veo las manos… ¡No, no puede ser! Son mis ojos, es un ojo…

– ¡Encomendate a Dios! -zanjó ella entre dientes, sin entender bien aquellas jerigonzas.

– ¡Un ojo…, sí, un ojo redondo, negro, pestañudo, como de vidrio!

– ¡Lo que es, es que estás borracho!

– ¡Cómo va a ser eso, si no he bebido nada!

– ¡Nada, y se te siente la boca hedionda a trago!

En la mitad de la habitación que ocupaba el dormitorio -la otra mitad de la pieza la ocupaba la tienda-, Rodas se sentía perdido en un subterráneo, lejos de todo consuelo, entre murciélagos y arañas, serpientes y cangrejos.

– ¡Algo hiciste! -añadió Fedina, cortada la frase por un bostezo-; es el ojo de Dios que te está mirando!

Genaro se plantó de un salto en la cama y con zapatos y todo, vestido, se metió bajo las sábanas. Junto al cuerpo de su mujer, un bello cuerpo de mujer joven, saltaba el ojo. Fedina apagó la luz, mas fue peor; el ojo creció en la sombra con tanta rapidez, que en un segundo abarcó las paredes, el piso, el techo, las casas, su vida, su hijo…

– No -repuso Genaro a una lejana afirmación de su mujer que, a sus gritos de espanto, había vuelto a encender la luz y le enjugaba con un pañal el sudor helado que le corría por la frente-, no es el ojo de Dios, es el ojo del Diablo…

Fedina se santiguó. Genaro le dijo que volviera a apagar la luz. El ojo se hizo un ocho al pasar de la claridad a la tiniebla, luego tronó, parecía que se iba a estrellar con algo, y no tardó en estrellarse contra unos pasos que resonaban en la calle…

– ¡El Portal! ¡El Portal! -gritó Genaro-. ¡Sí! ¡Sí! ¡Luz! ¡Fósforos! ¡Luz! ¡Por vida tuya, por vida tuya!

Ella le pasó el brazo encima para alcanzar la caja de fósforos. A lo lejos se oyeron las ruedas de un carruaje. Genaro, con los dedos metidos en la boca, hablaba como si se estuviera ahogando: no quería quedarse solo y llamaba a su mujer que, para calmarle, se había echado la enagua e iba a salir a calentarle un trago de café.

A los gritos de su marido, Fedina volvió a la cama presa de miedo. «¿Estará engasado o… qué?», se decía, siguiendo con sus hermosas pupilas negras las palpitaciones de la llama. Pensaba en los gusanos que le sacaron del estómago a la Niña Enriqueta, la del Mesón del Teatro; en el paxte que en lugar de sesos le encontraron a un indio en el hospital; en el Cadejo que no dejaba dormir. Como la gallina que abre las alas y llama a los polluelos en viendo pasar al gavilán, se levantó a poner sobre el pechito de su recién nacido una medalla de San Blas, rezando el Trisagio en alta voz.

Pero el Trisagio sacudió a Genaro como si le estuvieran pegando. Con los ojos cerrados tiróse de la cama para alcanzar a su mujer, que estaba a unos pasos de la cuna, y de rodillas, abrazándola por las piernas, le contó lo que había visto.

– Sobre las gradas, sí, para abajo, rodó chorreando sangre al primer disparo, y no cerró los ojos. Las piernas abiertas, la mirada inmóvil… ¡Una mirada fría, pegajosa, no sé…! ¡Una pupila que como un relámpago lo abarcó todo y se fijó en nosotros! ¡Un ojo pestañudo que no se me quita de aquí, de aquí de los dedos, de aquí, Dios mío, de aquí!…

Le hizo callar un sollozo del crío. Ella levantó del canasto al niño envuelto en sus ropillas de franela y fe dio el pecho, sin poder alejarse del marido que le infundía asco y que arrodillado se apretaba a sus piernas, gemebundo.

– Lo más grave es que Lucio…

– ¿Ése que habla como mujer se llama Lucio?

– Sí, Lucio Vásquez…

– ¿Es al que le dicen «Terciopelo»?

– Sí.

– ¿Y a santo de qué lo mató?

– Estaba mandado, tenía rabia. Pero no es eso lo más grave; lo más grave es que Lucio me contó que hay orden de captura contra el general Canales, y que un tipo que él conoce se va a robar a la señorita su hija hoy en la noche.

– ¿A la señorita Camila? ¿A mi comadre?

– Sí.

Al oír lo que no era creíble, Fedina lloró con la facilidad y abundancia con que lloran las gentes del pueblo por las desgracias ajenas. Sobre la cabecita de su hijo que arrullaba caía el agua de sus lágrimas, calentita como el agua que las abuelas llevan a la iglesia para agregar al agua fría y bendita de la pila bautismal. La criatura se adormeció. Había pasado la noche y estaban bajo una especie de ensalmo, cuando la aurora pintó bajo la puerta su renglón de oro y se quebraron en el silencio de la tienda los toquidos de la acarreadora del pan.

– ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!

X Príncipes de la milicia

El general Eusebio Canales, alias Chamarrita, abandonó la casa de Cara de Ángel con porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejército, pero al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina. El afanoso trotar de los espías le iba pisando los calcañales. Le producía basca el dolor de una hernia inguinal que se apretaba con los dedos. En la respiración se le escapaban restos de palabras, de quejas despedazadas y el sabor del corazón que salta, que se encoge, faltando por momentos, a tal punto que hay que apretarse la mano al pecho, enajenados los ojos, suspenso el pensamiento, y agarrarse a él a pesar de las costillas, como a un miembro entablillado, para que dé de sí. Menos mal. Acababa de cruzar la esquina que ha un minuto viera tan lejos. Y ahora a la que sigue, sólo que ésta… ¡qué distante a través de su fatiga!… Escupió. Por poco se le van los pies. Una cáscara. En el confín de la calle resbalaba un carruaje. Él era el que iba a resbalar. Pero él vio que el carruaje, las casas, las luces… Apretó el paso. No le quedaba más. Menos mal. Acababa de doblar la esquina que minutos ha viera tan distante. Y ahora a la otra, sólo que ésta… ¡qué remota a través de su fatiga!… Se mordió los dientes para poder contra las rodillas. Ya casi no daba paso. Las rodillas tiesas y una comezón fatídica en el cóccix y más atrás de la lengua. Las rodillas. Tendría que arrastrarse, seguir a su casa por el suelo ayudándose de las manos, de los codos, de todo lo que en él pugnaba por escapar de la muerte. Acortó la marcha. Seguían las esquinas desamparadas. Es más, parecía que se multiplicaban en la noche sin sueño como puertas de mamparas transparentes. Se estaba poniendo en ridículo ante él y ante los demás, todos los que le veían y no le veían, contrasentido con que se explicaba su posición de hombre público, siempre, aun en la soledad nocturna, bajo la mirada de sus conciudadanos. «¡Suceda lo que suceda -articuló-, mi deber es quedarme en casa, y a mayor gloria si es cierto lo que acaba de afirmarme este zángano de Cara de Ángel!»

Y más adelante:

«¡Escapar es decir yo soy culpable!» El eco retecleaba sus pasos. «¡Escapar es decir que soy culpable, es…! ¡Pero no hacerlo!…» El eco retecleaba sus pasos… «¡Es decir yo soy culpable!… ¡Pero no hacerlo!» El eco retecleaba sus pasos…

Se llevó la mano al pecho para arrancarse la cataplasma de miedo que le había pegado el favorito… Le faltaban sus medallas militares… «Escapar era decir soy culpable, pero no hacerlo…» El dedo de Cara de Ángel le señalaba el camino del destierro como única salvación posible… «¡Hay que salvar el pellejo, general! ¡Todavía es tiempo!» Y todo lo que él era, y todo lo que él valía, y todo lo que él amaba con ternura de niño, patria, familia, recuerdos, tradiciones, y Camila, su hija…, todo giraba alrededor de aquel índice fatal, como si al fragmentarse sus ideas el universo entero se hubiera fragmentado.

Pero de aquella visión de vértigo, pasos adelante no quedaba más que una confusa lágrima en sus ojos…

«¡Los generales son los príncipes de la milicia!», dije en un discurso… «¡Qué imbécil! ¡Cuánto me ha costado la frasecita! ¿Por qué no dije mejor que éramos los príncipes de la estulticia? El Presidente no me perdonará nunca eso de los príncipes de la milicia, y como ya me tenía en la nuca, ahora sale de mí achacándome la muerte de un coronel que dispensó siempre a mis canas cariñoso respeto.»

Delgada e hiriente apuntó una sonrisa bajo su bigote cano. En el fondo de sí mismo se iba abriendo campo otro general Canales, un general Canales que avanzaba a paso de tortuga, a la rastra los pies como cucurucho después de la procesión, sin hablar, oscuro, triste, oloroso a pólvora de cohete quemado. El verdadero Chamarrita, el Canales que había salido de casa de Cara de Ángel arrogante, en el apogeo de su carrera militar, dando espaldas de titán a un fondo de gloriosas batallas librada por Alejandro, Julio César, Napoleón y Bolívar, veíase sustituido de improviso por una caricatura de general, por un general Canales que avanzaba sin entorchados ni plumajerías, sin franjas rutilantes, sin botas, sin espuelas de oro. Al lado de este intruso vestido de color sanate, peludo, deshinchado, junto a este entierro de pobre, el otro, el auténtico, el verdadero Chamarrita parecía, sin jactancia de su parte, entierro de primera por sus cordones, flecos, laureles, plumajes y saludos solemnes. El descharchado general Canales avanzaba a la hora de una derrota que no conocería la historia, adelantándose al verdadero, al que se iba quedando atrás como fantoche en un baño de oro y azul, el tricornio sobre los ojos, la espada rota, los puños de fuera y en el pecho enmohecidas cruces y medallas.

Sin aflojar el paso, Canales apartó los ojos de su fotografía de gala sintiéndose moralmente vencido. Le acongojaba verse en el destierro con un pantalón de portero y una americana, larga o corta, estrecha u holgada, jamás a su medida. Iba sobre las ruinas de él mismo pisoteando a lo largo de las calles sus galones…

«¡Pero si soy inocente!» Y se repitió con la voz más persuasiva de su corazón: «¡Pero si soy inocente! ¿Por qué temer…?»

«¡Por eso! -le respondía su conciencia con la lengua de Cara de Ángel-, ¡por eso!… Otro gallo le cantaría si usted fuera culpable. El crimen es preciso porque garantiza al gobierno la adhesión del ciudadano. ¿La patria? ¡Sálvese, general, yo sé lo que le digo: qué patria ni qué india envuelta! ¿Las leyes? ¡Buenas son tortas! ¡Sálvese, general, porque le espera la muerte!»

«¡Pero si soy inocente!»

«¡No se pregunte, general, si es culpable o inocente: pregúntese si cuenta o no con el favor del amo, que un inocente a mal con el gobierno, es peor que si fuera culpable!»

Apartó los oídos de la voz de Cara de Ángel mascullando palabras de venganza, ahogado en las palpitaciones de su propio corazón. Más adelante pensó en su hija. Le estaría esperando con el alma en un hilo. Sonó el reloj de la torre de la Merced. El cielo estaba limpio, tachonado de estrellas, sin una nube. Al asomar a la esquina de su casa vio las ventanas iluminadas. Sus reflejos, que se regaban hasta media calle, eran un ansia…

«Dejaré a Camila en casa de Juan, mi hermano, mientras puedo mandar por ella. Cara de Ángel me ofreció llevarla esta misma noche o mañana por la mañana.»

No tuvo necesidad del llavín que ya traía en la mano, pues apenas llegó se abrió la puerta.

– ¡Papaíto!

– ¡Calla! ¡Ven…, te explicaré!… Hay que ganar tiempo… Te explicaré… Que mi asistente prepare una bestia en la cochera…, el dinero…, un revólver… Después mandaré por mi ropa… No hace falta sino lo más necesario en una valija. ¡No sé lo que te digo ni tú me entiendes! Ordena que ensillen mi mula baya y tú prepara mis cosas, mientras que yo voy a mudarme y a escribir una carta para mis hermanos. Te vas a quedar con Juan unos días.

Sorprendida por un loco no se habría asustado la hija de Canales como se asustó al ver entrar a su papá, hombre de suyo sereno, en aquel estado de nervios. Le faltaba la voz. Le temblaba el color. Nunca lo había visto así. Urgida por la prisa, quebrada por la pena, sin oír bien ni poder decir otra cosa que «¡ay, Dios mío!», «¡ay, Dios mío!», corrió a despertar al asistente para que ensillara la cabalgadura, una magnífica mula de ojos que parecían chispas, y volvió a cómo poner la valija, ya no decía componer (… toallas, calcetines, panes…, sí, con mantequilla, pero se olvidaba la sal…), después de pasar a la cocina despertando a su nana, cuyo primer sueño lo descabezaba siempre sentada en la carbonera, al lado del poyo caliente, junto al fuego, ahora en la ceniza, y el gato que de cuando en cuando movía las orejas, como para espantarse los ruidos.

El general escribía a vuelapluma al pasar la sirvienta por la sala, cerrando las ventanas a piedra y lodo.

El silencio se apoderaba de la casa, pero no el silencio de papel de seda de las noches dulces y tranquilas, ese silencio con carbón nocturno que saca las copias de los sueños dichosos, más leve que el pensamiento de las flores, menos talco que el agua… El silencio que ahora se apoderaba de la casa y que turbaban las toses del general, las carreras de su hija, los sollozos de la sirvienta y un acoquinado abrir y cerrar de armarios, cómodas y alacenas, era un silencio acartonado, amordazante, molesto como ropa extraña.

Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín, escribe sin levantar la pluma ni hacer ruido -parece tejer una telaraña:

«Excelentísimo Señor Presidente

Constitucional de la República,

Presente.

Excelentísimo Señor:

»Conforme instrucciones recibidas, síguese minuciosamente al general Eusebio Canales. A última hora tengo el honor de informar al Señor Presidente que se le vio en casa de uno de los amigos de Su Excelencia, del señor don Miguel Cara de Ángel. Allí, la cocinera que espía al amo y a la de adentro, y la de adentro que espía al amo y a la cocinera, me informan en este momento que Cara de Ángel se encerró en su habitación con el general Canales aproximadamente tres cuartos de hora. Agregan que el general se marchó agitadísimo. Conforme instrucciones se ha redoblado la vigilancia de la casa de Canales, reiterándose las órdenes de muerte al menor intento de fuga.

»La de adentro -y esto no lo sabe la cocinera- completa el parte. El amo le dejó entender -me informa por teléfono- que Canales había venido a ofrecerle a su hija a cambio de una eficaz intervención en su favor cerca del Presidente.

»La cocinera -y esto no lo sabe la de adentro- es al respecto más explícita: dice que cuando se marchó el general, el amo estaba muy contento y que le encargó que en cuanto abrieran los almacenes se aprovisionara de conservas, licores, galletas, bombones, pues iba a venir a vivir con él una señorita de buena familia.

»Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente de la República…»

Escribió la fecha, firmó -rúbrica garabatosa en forma de rehilete- y, como salvando una fuga de memoria, antes de soltar la pluma, que ya le precisaba porque quería escarbarse las narices agregó:

«Otrosí. -Adicionales al parte rendido esta mañana: Doctor Luis Barreño: Visitaron su clínica esta tarde tres personas, de las cuales dos eran menesterosos; por la noche salió a pasear al parque con su esposa. Licenciado Abel Carvajal: Por la tarde estuvo en el Banco Americano, en una farmacia de frente a Capuchinas y en el Club Alemán; aquí conversó largo rato con Mr. Romsth, a quien la policía sigue por separado, y volvió a su casa-habitación a las siete y media de la noche. No se le vio salir después y, conforme instrucciones, se ha redoblado la vigilancia alrededor de la casa. -Firma al calce. Fecha ut supra. Vale.»

XI El rapto

Al despedirse de Rodas se disparó Lucio Vásquez -que pies le faltaban- hacia donde la Masacuata, a ver si aún era tiempo de echar una manita en el rapto de la niña, y pasó que se hacía pedazos por la Pila de la Merced, sitio de espantos y sucedidos en el decir popular, y mentidero de mujeres que hilvanaban la aguja de la chismografía en el hilo de agua sucia que caía al cántaro.

¡Pipiarse a una gente, pensaba el victimario del Pelele sin aflojar el paso, qué de a rechipuste! Y ya que Dios quiso que me desocupara tempranito en el Portal, puedo darme este placer. ¡María Santísima, si uno se pone que no cabe del gusto cuando se pepena algo o se roba una gallina, que será cuando se birla a una hembra!

La fonda de la Masacuata asomó por fin, pero las aguas se le juntaron al ver el reloj de la Merced… Casi era la hora… o no vio bien. Saludó a algunos de los policías que guardaban la casa de Canales y de un solo paso, ese último paso que se va de los pies como conejo, clavóse en la puerta del fondín.

La Masacuata, que se había recostado en espera de las dos de la mañana con los nervios de punta, estrujábase pierna contra pierna, magullábase los brazos en posturas incómodas, espolvoreaba brazas por los poros, enterraba y desenterraba la cabeza de la almohada sin poder cerrar los ojos.

Al toquido de Vásquez saltó de la cama a la puerta sofocada, con el resuello grueso como cepillo de lavar caballos.

– ¿Quién es?

– ¡Yo, Vásquez, abrí!

– ¡No te esperaba!

– ¿Qué hora es? -preguntó aquél al entrar.

– ¡La una y cuarto! -repuso la fondera en el acto, sin ver el reloj, con la certeza de la que en espera de las dos de la mañana contaba los minutos, los cinco minutos, los diez minutos, los cuartos, los veinte minutos…

– ¿Y cómo es que yo vi en el reloj de la Merced las dos menos un cuarto?

– ¡No me digás! ¡Ya se les adelantaría otra vez el reloj a los curas! -Y decime, ¿no ha regresado el del billete?

– No.

Vásquez abrazó a la fondera dispuesto de antemano a que le pagara su gesto de ternura con un golpe. Pero no hubo tal; la Masacuata, hecha una mansa paloma, se dejó abrazar y al unir sus bocas, sellaron el convenio dulce y amoroso de llegar a todo aquella noche. La única luz que alumbraba la estancia ardía delante de una imagen de la Virgen de Chiquinquirá. Cerca veíase un ramo de rosas de papel. Vásquez sopló la llama de la candela y le echó la zancadilla a la fondera. La imagen de la Virgen se borró en la sombra y por el suelo rodaron dos cuerpos hechos una trenza de ajos.

Cara de Ángel asomó por el teatro a toda prisa, acompañado de un grupo de facinerosos.

– Una vez la muchacha en mi poder -les venía diciendo-, ustedes pueden saquear la casa. Les prometo que no saldrán con las manos vacías. Pero ¡eso sí!, mucho ojo ahora y mucho cuidado después con soltar la lengua, que si me han de hacer mal el favor, mejor no me lo hacen.

Al volver una esquina les detuvo una patrulla. El favorito se entendió con el jefe, mientras los soldados los rodeaban.

– Vamos a dar una serenata, teniente…

– ¿Y por ónde, si me hace el favor, por ónde…? -dijo aquél dando dos golpecitos con la espada en el suelo.

– Aquí, por el Callejón de Jesús…

– Y la marimba no la traen, ni las charangas… ¡Chasgracias si va a ser serenata a lo mudo!

Disimuladamente alargó Cara de Ángel al oficial un billete de cien pesos, que en el acto puso fin a la dificultad.

La mole del templo de la Merced asomó al extremo de la calle. Un templo en forma de tortuga, con dos ojitos o ventanas en la cúpula. El favorito mandó que no se llegara en grupo adonde la Masacuata.

– ¡Fonda El Tus-Tep, acuérdense! -les dijo en alta voz cuando se iban separando-. ¡El Tus-Tep! ¡Cuidado, muchá, quién se mete en otra parte! El Tus-Tep, en la vecindad de una colchonería.

Los pasos de los que formaban el grupo se fueron apagando por rumbos opuestos. El plan de la fuga era el siguiente: al dar el reloj de la Merced las dos de la mañana, subirían a casa del general Canales uno o más hombres mandados por Cara de Ángel, y tan pronto como éstos empezaran a andar por el tejado, la hija del general saldría a una de las ventanas del frente de la casa a pedir auxilio contra ladrones a grandes voces, a fin de atraer hacia allí a los gendarmes que vigilaban la manzana, y de ese modo, aprovechando la confusión, permitir a Canales la salida por la puerta de la cochera.

Un tonto, un loco y un niño no habrían concertado tan absurdo plan. Aquello no tenía pies ni cabeza, y si el general y el favorito, a pesar de entenderlo así, lo encontraron aceptable, fue porque uno y otro lo juzgó para sus adentros trampa de doble fondo. Para Canales la protección del favorito le aseguraba la fuga mejor que cualquier plan, y para Cara de Ángel el buen éxito no dependía de lo acordado entre ellos, sino del Señor Presidente, a quien comunicó por teléfono, en marchándose el general de su casa, la hora y los pormenores de la estratagema.

Las noches de abril son en el trópico las viudas de los días cálidos de marzo, oscuras, frías, despeinadas, tristes. Cara de Ángel asomó a la esquina del fondín y esquina de la casa de Canales contando las sombras color de aguacate de los policías de línea repartidos aquí y allá, le dio la vuelta a la manzana paso a paso y de regreso colóse en la puertecita de madriguera de El Tus-Tep con el cuerpo cortado: había un gendarme uniformado por puerta en todas las casas vecinas y no se contaba el número de agentes de la policía secreta que se paseaban por las aceras intranquilos. Su impresión fue fatal. «Estoy cooperando a un crimen -se dijo-; a este hombre lo van a asesinar al salir de su casa.» Y en este supuesto, que a medida que le daba vueltas en la cabeza se le hacía más negro, alzarse con la hija de aquel moribundo le pareció odioso, repugnante, tanto como amable y simpático y grato de añadidura a su posible fuga. A un hombre sin entrañas como él, no era la bondad lo que le llevaba a sentirse a disgusto en presencia de una emboscada, tendida en pleno corazón de la ciudad contra un ciudadano que, confiado e indefenso, escaparía de su casa sintiéndose protegido por la sombra de un amigo del Señor Presidente, protección que a la postre no pasaba de ser un ardid de refinada crueldad para amargar con el desengaño los últimos y atroces momentos de la víctima al verse burlada, cogida, traicionada, y un medio ingenioso para dar al crimen cariz legal, explicado como extremo recurso de la autoridad, a fin de evitar la fuga de un presunto reo de asesinato que iba a ser capturado el día siguiente. Muy otro era el sentimiento que llevaba a Cara de Ángel a desaprobar en silencio, mordiéndose los labios, una tan ruin y diabólica maquinación. De buena fe se llegó a consentir protector del general y por lo mismo con cierto derecho sobre su hija, derecho que sentía sacrificado al verse, después de todo, en su papel de siempre, de instrumento ciego, en su puesto de esbirro, en su sitio de verdugo. Un viento extraño corría por la planicie de su silencio. Una vegetación salvaje alzábase con sed de sus pestañas, con esa sed de los cactus espinosos, con esa sed de los árboles que no mitiga el agua del cielo. ¿Por qué será así el deseo? ¿Por qué los árboles bajo la lluvia tienen sed?

Relampagueó en su frente la idea de volver atrás, llamar a casa de Canales, prevenirle… (Entrevió a su hija que le sonreía agradecida.) Pero pasaba ya la puerta del fondín y Vásquez y sus hombres le reanimaron, aquél con su palabra y éstos con su presencia.

– Rempuje no más, que de mi parte queda lo que ordene. Sí, usté, estoy dispuesto a ayudarlo en todo, ¿oye?, y soy de los que no se rajan y tienen siete vidas, hijo de moro valiente.

Vásquez se esforzaba por ahuecar la voz de mujer para dar reciedumbre a sus entonaciones.

– Si usté no me hubiera traído la buena suerte -agregó en voz baja-, de fijo que no le hablaría como le estoy hablando. No, usté, créame que no. ¡Usté me enderezó el amor con la Masacuata, que ahora sí que se portó conmigo como la gente!

– ¡Qué gusto encontrármelo aquí, y tan decidido; así me cuadran los hombres! -exclamó Cara de Ángel, estrechando la mano del victimario del Pelele con efusión-. ¡Me devuelven sus palabras, amigo Vásquez, el ánimo que me robaron los policías; hay uno por cada puerta!

– ¡Venga a meterse un puyón para que se le vaya el miedo!

– ¡Y conste que no es por mí, que, por mí, sé decirle que no es la primera vez que me veo en trapos de cucaracha; es por ella, porque, como usted comprende, no me gustaría que al sacarla de su casa nos echaran el guante y fuéramos presos!

– Pero vea usté, ¿quién se los va a cargar, si no quedará un policía en la calle ni para remedio cuando vean que en la casa hay sagueyo? No, usté, ni para remedio, y podría apostar mi cabeza. Se lo aseguro, usté. En cuanto vean donde afilar las de gato, todos se meterán a ver qué sacan, sin jerónimo de duda.

– ¿Y no sería prudente que usted saliera a hablar con ellos, ya que tuvo la bondad de venir, y como saben que usted es incapaz…?

– ¡Cháchara, nada de decirles nada; cuando ellos vean la puerta de par en par vana pensar: «por aquí, que no peco»… y hasta con dulce, usté! ¡Más cuando me vuelen ojo a mí, que tengo fama desde que nos metimos, con Antonio Libélula, a la casa de aquel curita que se puso tan afligido al vernos caer del tabanco en su cuarto y encender la luz, que nos tiró las llaves del armario donde estaba la mashushaca, envueltas en un pañuelo para que no sonaran al caer, y se hizo el dormido! Sí, usté, esa vez sí que salí yo franco. Y más que los muchachos están decididos -acabó Vásquez refiriéndose al grupo de hombres de mala traza, callados y pulgosos, que apuraban copa tras copa de aguardiente, arrojándose el líquido de una vez hasta el garguero y escupiendo amargo al despegarse el cristal de los labios-… ¡Sí, usté, están decididos!…

Cara de Ángel levantó la copa invitando a beber a Vásquez a la salud del amor. La Masacuata agregóse con una copa de anisado. Y bebieron los tres.

En la penumbra -por precaución no se encendió la luz eléctrica y seguía como única luz en la estancia la candela ofrecida a la Virgen de Chinquiquirá- proyectaban los cuerpos de los descamisados sombras fantásticas, alargadas como gacelas en los muros de color de pasto seco, y las botellas parecían llamitas de colores en los estantes. Todos seguían la marcha del reloj. Los escupitajos golpeaban el piso como balazos. Cara de Ángel, lejos del grupo, esperaba recostado de espaldas a la pared, muy cerca de la imagen de la Virgen. Sus grandes ojos negros seguían de mueble en mueble el pensamiento que con insistencia de mosca le asaltaba en los instantes decisivos: tener mujer e hijos. Sonrió para su saliva recordando la anécdota de aquel reo político condenado a muerte que, doce horas antes de la ejecución, recibe la visita del Auditor de Guerra, enviado de lo alto para que pida una gracia, incluso la vida, con tal que se reporte en su manera de hablar. «Pues la gracia que pido es dejar un hijo», responde el reo a quemarropa. «Concedida», le dice el Auditor y, tentándoselas de vivo, hace venir una mujer pública. El condenado, sin tocar a la mujer, la despide y al volver aquél le suelta: «¡Para hijos de puta basta con los que hay!…»

Otra sonrisilla cosquilleó en las comisuras de sus labios mientras se decía: «¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!… ¡Caramba, lo que es la vida! That is the life in the tropic!»

Dos campanadas se arrancaron de las piedras de la Merced.

– ¡Todo el mundo a la calle! -gritó Cara de Ángel, y sacando el revólver dijo a la Masacuata antes de salir-: ¡Ya regreso con mi tesoro!

– ¡Manos a la obra! -ordenó Vásquez, trepando como lagartija por una ventana a la casa del general, seguido de dos de la pandilla-. ¡Y… cuidado quién se raja!

En la casa del general aún resonaban las dos campanadas del reloj.

– ¿Vienes, Camila?

– ¡Sí, papaíto!

Canales vestía pantalón de montar y casaca azul. Sobre su casaca limpia de entorchados se destacaba, sin mancha, su cabeza cana. Camila llegó a sus brazos desfallecida, sin una lágrima, sin una palabra. El alma no comprende de felicidad ni la desgracia sin deletrearlas antes. Hay que morder y morder el pañuelo salóbrego de llanto, rasgarlo, hacerle dientes con los dientes. Para Camila todo aquello era un juego o una pesadilla; verdad, no, verdad no podía ser; algo que estuviera pasando, pasándole a ella, pasándole a su papá, no podía ser. El general Canales la envolvió en sus brazos para decirle adiós.

– Así abracé a tu madre cuando salí a la última guerra en defensa de la patria. La pobrecita se quedó con la idea de que yo no regresaría y fue ella la que no me esperó.

Al oír que andaban en la azotea, el viejo militar arrancó a Camila de sus brazos y atravesó el patio, por entre arriates y macetas con flores, hacia la puerta de la cochera. El perfume de cada azalea, de cada geranio, de cada rosal, le decía adiós. Le decía adiós el búcaro rezongón, la claridad de las habitaciones. La casa se apagó de una vez, como cortada a tajo del resto de las casas. Huir no era digno de un soldado… Pero la idea de volver a su país al frente de una revolución libertadora…

Camila, de acuerdo con el plan, salió a la ventana a pedir auxilio:

– ¡Se están entrando los ladrones! ¡Se están entrando los ladrones! Antes de que su voz se perdiera en la noche inmensa acudieron los primeros gendarmes, los que cuidaban el frente de la casa, soplando los largos dedos huecos de los silbatos. Sonido destemplado de metal y madera. La puerta de la calle se franqueó en seguida. Otros agentes vestidos de paisanos asomaron a las esquinas, sin saber de qué se trataba, mas por aquello de las dudas, con el «Señor de la Agonía» bien afilado en la mano, el sombrero sobre la frente y el cuello de la chaqueta levantado sobre el pescuezo. La puerta de par en par se los tragaba a todos. Río revuelto. En las casas hay tanta cosa indispuesta con su dueño… Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, y corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquineras con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban.

A lo lejos se oyó una risa de tenedores, cucharas y cuchillos regados en el piso y en seguida un grito que machacaron de un golpe. La Chabelona ocultaba a Camila en el comedor, entre la pared y uno de los aparadores. El favorito la hizo rodar de un empellón. La vieja se llevó en las trenzas enredado el agarrador de la gaveta de los cubiertos, que se esparcieron por el suelo. Vásquez la calló de un barretazo. Pegó al bulto. No se veían ni las manos.

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