Tercera Parte Semanas, meses, años…

XVIII Habla en la sombra

La primera voz:

– ¿Qué día será hoy?

La segunda voz:

– De veras, pues, ¿qué día será hoy?

La tercera voz:

– Esperen… A mí me capturaron el viernes: viernes…, sábado…, domingo…, lunes…, lunes… Pero ¿cuánto hace que estoy aquí…? De veras, pues, ¿qué día será hoy?

La primera voz:

– Siento ¿ustedes no saben cómo…? Como si estuviéramos muy lejos, muy lejos…

La segunda voz:

– Nos olvidaron en una tumba del cementerio viejo enterrados para siempre…

– … ¡No hable así!

Las dos voces primeras:

– ¡¡No ha…

– … blemos aassíí!!

La tercera voz:

– Pero no se callen; el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogerme por el cuello para estrangularme.

La segunda voz:

– ¡Hable usted, qué caramba, cuéntenos cómo anda la ciudad, usted que fue el último que la vio; qué es de la gente, cómo está todo!… A ratos me imagino que la ciudad entera se ha quedado en tinieblas como nosotros, presa entre altísimas murallas, con las calles en el fango muerto de todos los inviernos. No sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero al final del invierno yo sufría de pensar que el lodo se me iba a secar. A mí me da una maldita gana de comer cuando hablo de la ciudad, se me antojan manzanas de California…

La primera voz:

– ¡Casi na-ranjas! ¡En cambio, yo sería feliz con una taza de té caliente!

La segunda voz:

– Y pensar que en la ciudad todo debe estar como si tal cosa, como si nada estuviera pasando, como si nosotros no estuviéramos aquí encerrados. El tranvía debe seguir andando. ¿Qué hora será a todo esto?

La primera voz:

– Más o menos…

La segunda voz:

– No tengo ni idea…

La primera voz:

– Más o menos deben ser las…

La tercera voz:

– ¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogerme del cuello para estrangularme!

Y agregó con ahogo:

– No se lo quería decir, pero tengo miedo de que nos apaleen…

La primera voz:

– ¡La boca se le tuerza! ¡Debe ser tan duro recibir un látigo!

La segunda voz:

– ¡Hasta los nietos de los hijos de los que han sufrido látigos sentirán la afrenta!

La primera voz:

– ¡Sólo pecados dice; mejor, cállese!

La segunda voz:

– Para los sacristanes todo es pecado…

La primera voz:

– ¡Qué va! ¡Cabeza que le han metido!

La segunda voz:

– ¡Digo que para los sacristanes todo es pecado en ojo ajeno!

La tercera voz:

– ¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogernos del cuello para estrangulamos!

En la bartolina donde estuvieron los mendigos detenidos una noche seguían presos el estudiante y el sacristán, acompañados ahora del licenciado Carvajal.

– Mi captura -refería Carvajal- se llevó a cabo en condiciones muy graves para mí. La criada que salió a comprar el pan en la mañana regresó con la noticia de que la casa estaba rodeada de soldados. Entró a decírselo a mi mujer, mi mujer me lo dijo, pero yo no le di importancia, dando por de contado que sin duda se trataba de la captura de algún contrabando de aguardiente. Acabé de afeitarme, me bañé, me desayuné y me vestí para ir a felicitar al Presidente. ¡Mero catrín iba yo…! «¡Hola, colega; qué milagro!», dije al Auditor de Guerra, al cual encontré de gran uniforme en la puerta de mi casa. «¡Paso por usted -me respondió-, y apúrese, que ya es tardecito!» Di con él algunos pasos y como me preguntara si no sabía lo que hacían los soldados que rodeaban la manzana de mi casa, le contesté que no. «Pues entonces yo se lo voy a decir, mosquita muerta -me repuso-; vienen a capturarlo a usted.» Le miré a la cara y comprendí que no estaba bromeando. Un oficial me tomó del brazo en ese momento y en medio de una escolta, vestido de levita y chistera, dieron con mis huesos en esta bartolina.

Y después de una pausa añadió:

– ¡Ahora hablen ustedes; el silencio me da miedo, tengo miedo…!

– ¡Ay! ¡Ay! ¿Qué es esto? -gritó el estudiante-. ¡El sacristán tiene la cabeza helada com piedra de moler!

– ¿Por qué lo dice?

– Porque lo estoy palpando, ya no siente, pues…

– No es a mí, fíjese como habla…

– ¡Y a quién! ¿A usted, licenciado?

– No…

– Entonces es… ¡Entre nosotros hay un muerto!

– No, no es un muerto, soy yo…

– ¿Pero quién es usted…? -atajó el estudiante-. ¡Está usted muy helado!

Una voz muy débil:

– Otro de ustedes…

Las tres voces primeras:

– ¡Ahhhh!

El sacristán relató al licenciado Carvajal la historia de su desgracia:

– Salí de la sacristía -y se veía salir de la sacristía aseada, olorosa a incensarios apagados, a maderas viejas, a oro de ornamentos, a pelo de muerto-; atravesé la iglesia -y se veía atravesar la iglesia cohibido por la presencia del Santísimo y la inmovilidad de las veladoras y la movilidad de las moscas- y fui a quitar del cancel el aviso del novenario de la Virgen de la O, por encargo de un cofrade y en vista de que ya había pasado. Pero -mi torcidura- como no sé leer, en lugar de ese aviso arranqué el papel del jubileo de la madre del Señor Presidente, por cuya intención estaba expuesto Nuestro Amo, ¡y para qué quise más!… ¡Me capturaron y me pusieron en esta bartolina por revolucionario!

Sólo el estudiante callaba los motivos de su prisión. Hablar de sus pulmones fatigados le dolía menos que decir mal de su país. Se deleitaba en sus dolencias físicas para olvidar que había visto la luz en un naufragio, que había visto la luz entre cadáveres, que había abierto los ojos en una escuela sin ventanas, donde al entrar le apagaron la lucecita de la fe y, en cambio, no le dieron nada: oscuridad, caos, confusión, melancolía astral de castrado. Y poco a poco fue mascullando el poema de las generaciones sacrificadas:

Anclamos en los puertos del no ser,

sin luz en los mástiles de los brazos

y empapados de lágrimas salobres,

como vuelven del mar los marineros.

Tu boca me place en la cara -¡besa!-

y tu mano en la mano -… todavía

ayer…- ¡Ah, inútil la vida repasa

el cauce frío de nuestro corazón!

La alforja rota y el panal disperso

huyeron las abejas como bólidos

por el espacio -… todavía no…-

La rosa de los vientos sin un pétalo…

El corazón iba saltando tumbas.

¡Ah, rí-rí-rí, carro que rueda y rueda!…

Por la noche sin luna van los caballos

rellenos de rosas hasta los cascos,

regresar parecen desde los astros

cuando sólo vuelven del cementerio.

¡Ah, rí-rí-rí, carro que rueda

y rueda, funicular de llanto, rí-rí-rí,

entre cejas de pluma, rí-rí-rí…!

Acertijos de aurora en las estrellas,

recodos de ilusión en la derrota,

y qué lejos del mundo y qué temprano…

Por alcanzar las playas de los párpados

pugnan en alta mar olas de lágrimas

– ¡Hablen, sigan hablando -dijo Carvajal después de un largo silencio-; sigan hablando!

– ¡Hablemos de la libertad! -murmuró el estudiante.

– ¡Vaya una ocurrencia! -se le interpuso el sacristán-; ¡hablar de la libertad en la cárcel!

– Y los enfermos, ¿no hablan de la salud en el hospital?… La cuarta voz observó muy a sopapitos:

– … No hay esperanzas de libertad, mis amigos; estamos condenados a soportarlo hasta que Dios quiera. Los ciudadanos que anhelaban el bien de la patria están lejos; unos piden limosna en casa ajena, otros pudren tierra en fosa común. Las calles van a cerrarse un día de éstos horrorizadas. Los árboles ya no frutecen como antes. El maíz ya no alimenta. El sueño ya no reposa. El agua ya no refresca. El aire se hace irrespirable. Las plagas suceden a las pestes, las pestes a las plagas, y ya no tarda un terremoto en acabar con todo. ¡Véanlo mis ojos, porque somos un pueblo maldito! Las voces del cielo nos gritan cuando truena: «¡Viles! ¡Inmundos! ¡Cómplices de iniquidad!» En los muros de las cárceles, cientos de hombres han dejado los sesos estampados al golpe de las balas asesinas. Los mármoles de palacio están húmedos de sangre de inocentes. ¿Adónde volver los ojos en busca de libertad?

El sacristán:

– ¡A Dios, que es Todopoderoso!

El estudiante:

– ¿Para qué, si no responde?…

El sacristán:

– Porque ésa es Su Santísima voluntad…

El estudiante:

– ¡Qué lástima!

La tercera voz:

– ¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogernos del cuello para estrangularnos!

– Es mejor rezar…

La voz del sacristán regó de cristiana conformidad el ambiente de la bartolina. Carvajal, que pasaba entre los de su barrio por liberal y comecuras, murmuró:

– Recemos.

Pero el estudiante se interpuso:

– ¡Qué es eso de rezar! ¡No debemos rezar! ¡Tratemos de romper esa puerta y de ir a la revolución!

Dos brazos de alguien que él no veía le estrecharon fuertemente, y sintió en la mejilla la brocha de una barbita empapada en lágrimas:

– ¡Viejo maestro del Colegio de San José de los Infantes: muere tranquilo, que no todo se ha perdido en un país donde la juventud habla así!

La tercera voz:

– ¡Hablen, sigan hablando, sigan hablando!

XXIX Consejo de Guerra

El proceso seguido contra Canales y Carvajal por sedición, rebelión y traición con todas sus agravantes, se hinchó de folios; tantos, que era imposible leerlo de un tirón. Catorce testigos contestes declaraban bajo juramento que encontrándose la noche del 21 de abril en el Portal del Señor, sitio en el que se recogían a dormir habitualmente por ser pobres de solemnidad, vieron al general Eusebio Canales y al licenciado Abel Carvajal lanzarse sobre un militar que, identificado, resultó ser el coronel José Parrales Sonriente, y estrangularlo a pesar de la resistencia que éste les opuso cuerpo a cuerpo, hecho un león, al no poderse defender con sus armas, agredido como fue con superiores fuerzas y a mansalva. Declaraban, además, que una vez perpetrado el asesinato, el licenciado Carvajal se dirigió al general Canales en estos o parecidos términos. «Ahora que ya quitamos de en medio al de la mulita, los jefes de los cuarteles no tendrán inconveniente en entregar las armas y reconocerlo a usted, general, como Jefe Supremo del Ejército. Corramos, pues, que puede amanecer y hagámoslo saber a los que en mi casa están reunidos, para que se proceda a la captura y muerte del Presidente de la República y a la organización de un nuevo gobierno.»

Carvajal no salía de su asombro. Cada página del proceso le reservaba una sorpresa. No, si mejor le daba risa. Pero era muy grave el cargo para reírse. Y seguía leyendo. Leía a la luz de una ventana con vistas a un patio poco abierto, en la salita sin muebles de los condenados a muerte. Esa noche se reuniría el Consejo de Guerra de Oficiales Generales que iba a fallar la causa y le había dejado allí a solas con el proceso para que preparara su defensa. Pero esperaron la última hora. Le temblaba el cuerpo. Leía sin entender ni detenerse, atormentado por la sombra que le devoraba el manuscrito, ceniza húmeda que se le iba deshaciendo poco a poco entre las manos. No alcanzó a leer gran cosa. Cayó el sol, consintióse la luz y una angustia de astro que se pierde le nubló los ojos. El último renglón, dos palabras, una rúbrica, una fecha, el folio… Vanamente intentó ver el número del folio; la noche se regaba en los pliegos como una mancha de tinta negra, y, extenuado, quedó sobre el mamotreto, como si en lugar de leerlo se lo hubiesen atado al cuello al tiempo de arrojarlo a un abismo. Las cadenas de los presos por delitos comunes sonaban a lo largo de los patios perdidos y más lejos se percibía amortiguado el ruido de los vehículos por las calles de la ciudad.

– Dios mío, mis pobres carnes heladas tienen más necesidad de calor y más necesidad de luz mis ojos, que todos los hombres juntos del hemisferio que ahora va a alumbrar el sol. Si ellos supieran mi pena, más piadosos que tú, Dios mío, me devolverían el sol para que acábara de leer…

Al tacto contaba y recontaba las hojas que no había leído. Noventa yuna. Y pasaba y repasaba las yemas de los dedos por la cara de los infolios de grano grueso, intentando en su desesperación leer como los ciegos.

La víspera le habían trasladado de la Segunda Sección de Policía a la Penitenciaría Central, con gran aparato de fuerza, en carruaje cerrado, a altas horas de la noche; sin embargo, tanto le alegró verse en la calle, oírse en la calle, sentirse en la calle, que por un momento creyó que lo llevaban a su casa: la palabra se le deshizo en la boca amarga, entre cosquilla y lágrima.

Los esbirros le encontraron con el proceso en los brazos y el caramelo de calles húmedas en la boca; le arrebataron los papeles y, sin dirigirle la palabra, le empujaron a la sala donde estaba reunido el Consejo de Guerra.

– ¡Pero, señor presidente! -adelantóse a decir Carvajal al general que presidía el consejo-. ¿Cómo podré defenderme, si ni siquiera me dieron tiempo para leer el proceso?

– Nosotros no podemos hacer nada en eso -contestó aquél-; los términos legales son cortos, las horas pasan y esto apura. Nos han citado para poner el «fierro».

Y cuanto sucedió en seguida fue para Carvajal un sueño, mitad rito, mitad comedia bufa. Él era el principal actor y los miraba a todos desde el columpio de la muerte, sobrecogido por el vacío enemigo que le rodeaba. Pero no sentía miedo, no sentía nada, sus inquietudes se le borraban bajo la piel dormida. Pasaría por un valiente. La mesa del tribunal estaba cubierta por la bandera, como lo prescribe la Ordenanza. Uniformes militares. Lectura de papeles. De muchos papeles. Juramentos. El Código Militar, como una piedra, sobre la mesa, sobre la bandera. Los pordioseros ocupaban las bancas de los testigos. Patahueca, con cara placentera de borracho, tieso, peinado, colocho, sholco, no perdía palabra de lo que leían ni gesto del Presidente del Tribunal. Salvador Tigre seguía el consejo con dignidad de gorila, escarbándose las narices aplastadas o los dientes granudos en la boca que le colgaba de las orejas. El Viuda, alto, huesudo, siniestro, torcía la cara con mueca de cadáver sonriendo a los miembros del Tribunal. Lulo, rollizo, arrugado, enano, con repentes de risa y de ira, de afecto y de odio, cerraba los ojos y se cubría las orejas para que supieran que no quería ver ni oír nada de lo que pasaba allí. Don Juan de la leva cuta, enfundado en su imprescindible leva, menudito, caviloso, respirando a familia burguesa en las prendas de vestir a medio uso que llevaba encima: corbata de plastrón pringada de miltomate, zapatos de charol con los tacones torcidos, puños postizos, pechera móvil y mudable, y en el tris de elegancia de gran señor que le daba su sombrero de paja y su sordera de tapia entera. Don Juan, que no oía nada, contaba los soldados dispuestos contra los muros a cada dos pasos en toda la sala. Cerca tenía a Ricardo el Tocador, con la cabeza y parte de la cara envuelta en un pañuelo de yerbas de colores, la nariz encarnada y la barba de escobilla sucia de alimentos. Ricardo el Tocador hablaba a solas, fijos los ojos en el vientre abultado de la sordomuda que babeaba las bancas y se rascaba los piojos del sobaco izquierdo. A la sordomuda seguía Pereque, un negro con sólo una oreja como bacinica. Y a Pereque, la Chica-miona, flaquísima, tuerta, bigotuda y hediendo a colchón viejo.

Leído el proceso, el fiscal, un militar peinado á la brosse, con la cabeza pequeñita en una guerrera de cuello dos veces más grande, se puso de pie para pedir la cabeza del reo. Carvajal volvió a mirar a los miembros del tribunal, buscando saber si estaban cuerdos. Con el primero que tropezaron sus pupilas no podía estar más borracho. Sobre la bandera se dibujaban sus manos morenas, como las manos de los campesinos que juegan a los pronunciados en una feria aldeana. Le seguía un oficial retinto que también estaba ebrio. Y el Presidente, que daba la más acabada impresión del alcohólico, casi se caía de la juma.

No pudo defenderse. Ensayó a decir unas cuantas palabras, pero inmediatamente tuvo la impresión dolorosa de que nadie le oía, y en efecto, nadie le oía. La palabra se le deshizo de la boca como pan mojado.

La sentencia, redactada y escrita de antemano, tenía algo de inmenso junto a los simples ejecutores, junto a los que iban a echar el «fierro», muñecos de oro y de cecina, que bañaba de arriba abajo la diarrea del quinqué; junto a los pordioseros de ojos de sapo y sombra de culebra, que manchaba de lunas negras el piso naranja; junto a los soldaditos, que se chupaban el barbiquejo; junto a los muebles silenciosos, como los de las casas donde se ha cometido un delito.

– ¡Apelo de la sentencia!

Carvajal enterró la voz hasta la garganta.

– ¡Déjese de cuentos -respingó el Auditor-; aquí no hay pelo ni apelo, será matatusa!

Un vaso de agua inmenso, que pudo coger porque tenía la inmensidad en las manos, le ayudó a tragarse lo que buscaba a expulsar su cuerpo: la idea del padecimiento, de lo mecánico de la muerte, el cheque de las balas con los huesos, la sangre sobre la piel viva, los ojos helados, los trapos tibios, la tierra. Devolvió el vaso con miedo y tuvo la mano alargada hasta que encontró la resolución del movimiento. No quiso fumar un cigarrillo que le ofrecieron. Se pellizcaba el cuello con los dedos temblorosos, rodando por los encalados muros del salón una mirada sin espacio, desasida del pálido cemento de su cara.

Por un pasadizo chiflonudo le llevaron casi muerto, con sabor de pepino en la boca, las piernas dobladas y un lagrimón en cada ojo.

– Lic, échese un trago… -le dijo un teniente de ojos de garza.

Se llevó la botella a la boca, que sentía inmensa, y bebió.

– Teniente -dijo una voz en la oscuridad-; mañana pasará usted a baterías. Tenemos orden de no tolerar complacencias de ninguna especie en los reos políticos.

Pasos adelante le sepultaron en una mazmorra de tres varas de largo por dos y media de ancho, en la que había doce hombres sentenciados a muerte, inmóviles por falta de espacio, unos contra otros como sardinas, los cuales satisfacían de pie sus necesidades pisando y repisando sus propios excrementos. Carvajal fue el número 13. Al marcharse los soldados, la respiración aquejante de aquella masa de hombres agónicos llenó el silencio del subterráneo que turbaban a lo lejos los gritos de un emparedado.

Dos y tres veces se encontró Carvajal contando maquinalmente los gritos de aquel infeliz sentenciado a morir de sed: ¡Sesenta y dos!… ¡Sesenta y tres!… ¡Sesenta y cuatro!…

La hedentina de los excrementos removidos y la falta de aire le hacían perder la cabeza y rodaba sólo él, arrancado de aquel grupo de seres humanos, contando los gritos del emparedado, por los despeñaderos infernales de la desesperación.

Lucio Vásquez se paseaba fuera de las bartolinas, ictérico, completamente amarillo, con las uñas y los ojos color de envés de hoja de encina. En medio de sus miserias, le sustentaba la idea de vengarse algún día de Genaro Rodas, a quien consideraba el causante de su desgracia. Su existencia se alimentaba de esa remota esperanza, negra y dulce como la rapadura. La eternidad habría esperado con tal de vengarse -tanta noche negra anidaba en su pecho de gusano en las tinieblas-, y sólo la visión del cuchillo que rasga la entraña y deja la herida como boca abierta, clarificaba un poco sus pensamientos enconosos. Las manos engarabatadas del frío; inmóvil como lombriz de lodo amarillo, hora tras hora saboreaba Vásquez su venganza. ¡Matarlo! ¡Matarlo! Y como si ya tuviera al enemigo cerca, arrastraba la mano por la sombra, sentía el pomo helado del cuchillo, y como fantasma que ensaya ademanes imaginativamente se abalanzaba sobre Rodas.

El grito del emparedado lo sacudía.

¡Per Dio, per favori…, aaagua! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua, Tineti, agua, agua! ¡Per Dio, per favori…, aaagua, aaaguaa… agua…!

El emparedado se somataba contra la puerta que había borrado por fuera una tapia de ladrillo, contra el piso, contra los muros.

– ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua, per Dio, agua per favori, Tineti!

Sin lágrimas, sin saliva, sin nada húmedo, sin nada fresco, con la garganta en espinero de ardores, girando en un mundo de luces y manchas blancas, su grito no cesaba de martillar:

– ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti!

Un chino con la cara picada de viruelas cuidaba de los prisioneros. De siglo en siglo pasaba como postrer aliento de vida. ¿Existía aquel ser extraño, semidivino, o era una ficción de todos? Los excrementos removidos y el grito del emparedado les causaba vértigos y acaso, acaso, aquel ángel bienhechor era sólo una visión fantástica.

– ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Per Dio, per favori, agua, agua, agua, agua!…

No faltaba trajín de soldados que entraban y salían golpeando los caites en las losas, y entre éstos, algunos que carcajeándose contestaban al emparedado:

– ¡Tirolés, tirolés!… ¿Per qué te manchaste la gallina verde qui parla como la chente?

– ¡Agua, per Dio, per favori, agua, signori, agua, per favori!

Vásquez masticaba su venganza y el grito del italiano que en el aire dejaba sed de bagazo de caña. Una descarga le cortó el aliento. Estaban fusilando. Debían ser las tres de la mañana.

XXX Matrimonio in extremis

– ¡Enferma grave en la vecindad!

De cada casa salió una solterona.

– ¡Enferma grave en la vecindad!

Con cara de recluta y ademanes de diplomático, la de la casa de las doscientas, llamada Petronila, ella, que a falta de otra gracia habría querido, por lo menos, llamarse Berta. Con vestimenta de merovingia y cara de garbanzo, una amiga de las doscientas, cuyo nombre de pila era Silvia. Con el corsé, tanto da decir armadura, encallado en la carne, los zapatos estrechos en los callos y la cadena del reloj alrededor del cuello como soga de patíbulo, cierta conocida de Silvia llamada Engracia. Con cabeza de corazón como las víboras, ronca, acañutada y varonil, una prima de Engracia, que también habría podido ser una pierna de Engracia, muy dada a menudear calamidades de almanaque, anunciadora de cometas, del Anticristo y de los tiempos en que, según las profecías, los hombres treparán a los árboles huyendo de las mujeres enardecidas y éstas subirán a bajarlos.

¡Enferma grave en la vecindad! ¡Qué alegre! No lo pensaban, pero casi lo decían celebrando del diente al labio, con voz de amasaluegos, un suceso que por mucho que echaran a retozar la tijera dejaría sobrada y bastante tela para que cada una de ellas hiciese el acontecimiento de su medida.

La Masacuata atendía.

– Mis hermanas están listas -anunciaba la de las doscientas sin decir para qué estaban listas.

– En cuanto a ropa, si hace falta, desde luego pueden contar conmigo -observaba Silvia.

Y Engracia, Engracita, que cuando no olía a tricófero trascendía a caldo de res, agregaba articulando las palabras a medias, sofocada por el corsé:

– ¡Yo les recé una Salve a las Ánimas, al acabar mi Hora de Guardia, por esta necesidad tan grande!

Hablaban a media voz, congregadas en la trastienda, procurando no turbar el silencio que envolvía como producto farmacéutico la cama de la enferma ni molestar al señor que la velaba noche y día. Un señor muy regular. Muy regular. De punta de pie se acercaban a la cama, más por verle la cara al señor que por saber de Camila, espectro pestañudo, con el cuello flaco, flaco, y los cabellos en desorden, y como sospecharan que había gato encerrado -¿en que devoción no hay gato encerrado?- no sosegaron hasta lograr arrancar a la fondera la llave del secreto. Era su novio. ¡Su novio! ¡Su novio! ¡Su novio! ¿Con que eso, no? ¡Con que su novio! Cada una repitió la palabrita dorada, menos Silvia; ésta se fue con disimulo, tan pronto como supo que Camila era hija del general Canales, y no volvió más. Nada de mezclarse con los enemigos del Gobierno. El será muy su novio, se decía, y muy del Presidente, pero yo soy hermana de mi hermano y mi hermano es diputado y lo puedo comprometer. «¡Dios libre l’hora!»

En la calle todavía se repitió: «¡Dios libre l’hora!»

Cara de Ángel no se fijó en las solteras que, cumpliendo obra de misericordia, además de visitar a la enferma se acercaron a consolar al novio. Les dio las gracias sin oír lo que le decían -palabras-, con el alma puesta en la queja maquinal, angustiosa y agónica de Camila, ni corresponder las muestras de efusión con que le estrecharon las manos. Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.

El médico rompía la ronda de sus pensamientos.

– Entonces, doctor…

– ¡Sólo un milagro!

– Siempre vendrá por aquí, ¿verdad?

La fondera no paraba un instante y ni así le rendía el tiempo. Con permiso de lavar en la vecindad mojaba de mañana muy temprano, luego se iba a la Penitenciaría llevando el desayuno de Vásquez, de quien nada averiguaba; de regreso enjabonaba, desaguaba y tendía, y, mientras los trapos se secaban, corría a su casa a hacer lo de adentro y otros oficios; mudar a la enferma, encender candelas a los santos, sacudir a Cara de Ángel para que tomara alimento, atender al doctor, ir a la farmacia, sufrir a las presbíteras, como llamaba a las solteras, y pelear con la dueña de la colchonería.

– ¡Colchones para cebones! -gritaba en la puerta haciendo como que espantaba las moscas con un trapo-. ¡Colchones para cebones!

– ¡Sólo un milagro!

Cara de Ángel repitió las palabras del médico. Un milagro la continuación arbitraria de lo perecedero, el triunfo sobre el absoluto estéril de la migaja humana. Sentía la necesidad de gritar a Dios que le hiciera el milagro, mientras el mundo se le escurría por los brazos inútil, adverso, inseguro, sin razón de ser.

Y todos esperaban de un momento a otro el desenlace. Un perro que aullara, un toquido fuerte, un doble en la Merced, hacían santiguarse a los vecinos y exclamar, suspiro va y suspiro viene: «¡Ya descansó!… ¡Vaya, era su hora llegada! ¡Pobre su novio! ¡Qué se ha de hacer! ¡Que se haga la voluntad de Dios! ¡Es lo que somos, en resumidas cuentas!»

Petronila relataba estos sucesos a uno de esos hombres que envejecen con cara de muchachos, profesor de inglés y otras anomalías, a quien familiarmente llamaban Tícher. Quería saber si era posible salvar a Camila por medios sobrenaturales y el Tícher debía saberlo, porque, además de profesor de inglés, dedicaba sus ocios al estudio de la teosofía, el espiritismo, la magia, la astrología, el hipnotismo, las ciencias ocultas y hasta fue inventor de un método que llamaba: «Cisterna de embrujamiento para encontrar tesoros escondidos en las casas donde espantan». Jamás habría sabido explicar el Tícher sus aficiones por lo desconocido. De joven tuvo inclinaciones eclesiásticas, pero una casada de más saber y gobierno que él se interpuso cuando iba a cantar Epístola, y colgó la sotana quedándose con los hábitos sacerdotales, un pozo zonzo y solo. Dejó el Seminario por la Escuela de Comercio y habría terminado felizmente sus estudios de no tener que huir a un profesor de teneduría de libros que se enamoró de él perdidamente. La mecánica le abrió los brazos tiznados, la mecánica fregona de las herrerías, y entró a soplar el fuelle a un taller de por su casa, mas poco habituado al trabajo y no muy bien constituido, pronto abandonó el oficio. ¡Qué necesidad tenía él, único sobrino de una dama riquísima, cuya intención fue dedicarlo al sacerdocio, empresa en la que dale que le das siempre estaba la buena señora! «¡Vuelve a la iglesia -le decía- y no estés ahí bostezando, vuelve a la iglesia, no ves que el mundo te disgusta, que eres medio loquito y débil como chivito de mantequilla, que de todo has probado y nada te satisface; militar, músico, torero!… O, si no quieres ser Padre, dedícate al magisterio, a dar clases de inglés, pongo por caso. Si el Señor no te eligió, elige tú a los niños; el inglés es más fácil que el latín y más útil, y dar clases de inglés es hacer sospechar a los alumnos que el profesor habla inglés aunque no le entiendan: mejor, si no le entienden.»

Petronila bajó la voz, como lo hacía siempre que hablaba con el corazón en la mano.

– Un novio que la adora, que la idolatra, Tícher, que no obstante haberla raptado la respetó en espera de que la iglesia bendijera su unión entera. Eso ya no se ve todos los días.

– ¡Y menos en estos tiempos, criatura! -añadió al pasar por la sala con un ramo de rosas la más alta de las doscientas, una mujer que parecía subida en la escalera de su cuerpo.

– Un novio, .Tícher, que la ha colmado de cuidados y que sin que le quepa duda, se va a morir con ella…, ¡ay!

– ¿Y dice usted, Petronila -el Tícher hablaba pausadamente-, que ya los señores médicos facultativos se declararon incompetentes para rescatarla de los brazos de la Parca?

– Sí, señor, incompetentes; la han desahuciado tres veces.

– ¿Y dice usted, Nila, que ya sólo un milagro puede salvarla? -Figúrese… Y está el novio que parte el alma…

– Pues yo tengo la clave; provocaremos el milagro. A la muerte únicamente se le puede oponer el amor, porque ambos son igualmente fuertes, como dice El Cantar de los Cantares; y si como usted me informa, el novio de esa señorita la adora, digo la quiere entrañablemente, digo con las entrañas y la mente, digo con la mente de casarse, puede salvarla de la muerte si comete el sacramento del matrimonio, que en mi teoría de los injertos se debe emplear en este caso.

Petronila estuvo a punto de desmayarse en brazos del Tícher. Alborotó la casa, pasó a casa de las amigas, puso en autos a la Masacuata, a quien se encargó que hablara al cura, y ese mismo día Camila y Cara de Ángel se desposaron en los umbrales de lo desconocido. Una mano larga y fina y fría como cortapapel de marfil estrechó el favorito en la diestra afiebrada, en tanto el sacerdote leía los latines sacramentales. Asistían las doscientas, Engracia, y el Tícher vestido de negro. Al concluir la ceremonia, el Tícher exclamó:

– Make thee another self for love of me!…

XXXI Centinelas de hielo

En el zaguán de la Penitenciaría brillaban las bayonetas de la guardia sentada en dos filas, soldado contra soldado, como de viaje en un vagón oscuro. Entre los vehículos que pasaban, bruscamente se detuvo un carruaje. El cochero, con el cuerpo echado hacia atrás para tirar de las riendas con más fuerza, se bamboleó de lado y lado, muñeco de trapos sucios, escupimordiendo una blasfemia. ¡Por poco más se cae! Por las murallas lisas y altísimas del edificio patibulario resbalaron los chillidos de las ruedas castigadas por las rozaderas, y un hombre barrigón que apenas alcanzaba el suelo con las piernas apeóse poco a poco. El cochero, sintiendo aligerarse el carruaje del peso del Auditor de Guerra, apretó el cigarrillo apagado en los labios resecos -¡qué alegre quedarse solo con los caballos!- y dio rienda para ir a esperar enfrente, al costado de un jardín yerto como la culpa traidora, en el momento en que una dama se arrodillaba a los pies del Auditor implorando a gritos que la atendiera.

– ¡Levántese, señora! Así no la puedo atender; no, no, levántese, hágame favor… Sin tener el honor de conocerla…

– Soy la esposa del licenciado Carvajal…

– Levántese…

Ella le cortó la palabra.

– De día, de noche, a todas horas, por todas partes, en su casa, en la casa de su mamá, en su despacho le he buscado, señor, sin lograr encontrarlo. Sólo usted sabe qué es de mi marido, sólo usted lo sabe, sólo usted me lo puede decir. ¿Dónde está? ¿Qué es de él? ¡Dígame, señor, si está vivo! ¡Dígame, señor, que está vivo!

Se había puesto de pie; pero no levantaba la cabeza, rota la nuca de pena, ni dejaba de llorar.

– ¡Dígame, señor, que está vivo!

– Cabalmente, señora, el Consejo de Guerra que conocerá del proceso del colega ha sido citado con urgencia para esta noche.

– ¡Aaaaah!

Cosquilleo de cicatriz en los labios, que no pudo juntar del gusto. ¡Vivo! A la noticia unió la esperanza. ¡Vivo!… Y, como era inocente, libre…

Pero el Auditor, sin mudar el gesto frío, añadió:

– La situación política del país no permite al Gobierno piedad de ninguna especie con sus enemigos, señora. Es lo único que le digo. Vea al Señor Presidente y pídale la vida de su marido, que puede ser sentenciado a muerte y fusilado, conforme a la ley, antes de veinticuatro horas…

– ¡… le, le, le!

– La Ley es superior a los hombres, señora, y salvo que el Señor Presidente lo indulte…

– ¡… le, le, le!

No pudo hablar. Blanca, como el pañuelo que rasgaba con los dientes, se quedó quieta, inerte, ausente, gesticulando con las manos perdidas en los dedos.

El Auditor se marchó por la puerta erizada de bayonetas. La calle, momentáneamente animada por el trajín de los coches que volvían del paseo principal a la ciudad, ocupados por damas y caballeros elegantes, quedó fatigada y sola. Un minúsculo tren asomó por un callejón entre chispas y pitazos, y se fue cojeando por los rieles…

– ¡… le, le, le!

No pudo hablar. Dos tenazas de hielo imposible de romper le apretaban el cuello y el cuerpo se le fue resbalando de los hombros para abajo. Había quedado el vestido vacío con su cabeza, sus manos y sus pies. En sus oídos iba un carruaje que encontró en la calle. Lo detuvo. Los caballos engordaron como lágrimas al encarnar la cabeza y apelotonarse para hacer alto. Y ordenó al cochero que la llevara a la casa de campo del Presidente lo más pronto posible; mas su prisa era tal, su desesperada prisa, que a pesar de ir los caballos a todo escape, no cesaba de reclamar y reclamar al cochero que diera más rienda… Ya debía estar allí… Más rienda… Necesitaba salvar a su marido… Más rienda…, más rienda…, más rienda… Se apropió del látigo… Necesitaba salvar a su marido… Los caballos, fustigados con crueldad, apretaron la carrera… El látigo les quemaba las ancas… Salvar a su marido… Ya debía estar allí… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, ella sentía que no rodaba, que las ruedas giraban alrededor de los ejes dormidos, sin avanzar, que siempre estaban en el mismo punto… Y necesitaba salvar a su marido… Sí, sí, sí, sí, sí… -se le desató el pelo-, salvarlo… -la blusa se le zafó-, salvarlo… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, rodaban sólo las ruedas de adelante, ella sentía que lo de atrás se iba quedando atrás, que el carruaje se iba alargando como el acordeón de una máquina de retratar y veía los caballos cada vez más pequeñitos… El cochero le había arrebatado el látigo. No podía seguir así… Sí, sí, sí, sí… Que sí…, que no…, que sí…, que no…, que sí…, que no… Pero ¿por qué no?… ¿Cómo no?… Que sí…, que no…, que sí…, que no… Se arrancó los anillos, el prendedor, los aritos, la pulsera y se los echó al cochero en el bolsillo de la chaqueta, con tal que no detuviera el coche. Necesitaba salvar a su marido. Pero no llegaban… Llegar, llegar, llegar, pero no llegaban… Llegar, pedir y salvarlo, pero no llegaban… Estaban fijos como los alambres del telégrafo, como los cercos de chilca y chichicaste, como los campos sin sembrar, como los celajes dorados del crepúsculo, las encrucijadas solas y los bueyes inmóviles.

Por fin desviaron hacia la residencia presidencial por una franja de carretera que se perdía entre árboles y cañadas. El corazón le ahogaba. La ruta se abría paso entre las casitas de una población limpia y desierta. Por aquí empezaron a cruzar los coches que volvían de los dominios presidenciales -landós, sulkys, calesas-, ocupados por personas de caras y trajes muy parecidos. El ruido se adelantaba, el ruido de las ruedas en los empedrados, el ruido de los cascos de los caballos… Pero no llegaban, pero no llegaban… Entre los que volvían en carruaje, burócratas cesantes y militares de baja, gordura bien vestida, regresaban a pie los finqueros llamados por el Presidente meses y meses hacía con urgencia, los poblanos con zapatos como bolsas de cuero, las maestras de escuela que a cada poco se paraban a tomar aliento -los ojos ciegos de polvo, rotos los zapatos de polvillo, arremangadas las enaguas- y las comitivas de indios que, aunque municipales, tenían la felicidad de no entender nada de todo aquello. ¡Salvarlo, sí, sí, sí, pero no llegaban! Llegar era lo primero, llegar antes que se acabara la audiencia, llegar, pedir, salvarlo… ¡Pero no llegaban! Y no faltaba mucho; salir del pueblo. Ya debían estar allí, pero el pueblo no se acababa. Por este camino fueron las imágenes de Jesús y la Virgen de Dolores un jueves santo. Las jaurías, entristecidas por la música de las trompetas, aullaron al pasar la procesión delante del Presidente, asomado a un balcón bajo toldo de tapices mashentos y flores de buganvilla. Jesús pasó vencido bajo el peso del madero frente al César y al César se volvieron admirados hombres y mujeres. No fue mucho el sufrir, no fue mucho el llorar hora tras hora, no fue mucho el que familias y ciudades envejecieran de pena; para aumentar el escarnio era preciso que a los ojos del Señor Presidente cruzara la imagen de Cristo en agonía, y pasó con los ojos nublados bajo un palio de oro que era infamia, entre filas de monigotes, al redoble de músicas paganas.

El carruaje se detuvo a la puerta de la augusta residencia. La esposa de Carvajal corrió hacia adentro por una avenida de árboles copudos. Un oficial le salió a cerrar el paso.

– Señora, señora…

– Vengo a ver al Presidente…

– El Señor Presidente no recibe, señora; regrese…

– Sí, sí, sí recibe, sí me recibe a mí, que soy la esposa del licenciado Carvajal… -Y siguió adelante, se le fue de las manos al militar que la perseguía llamándola al orden, y logró llegar a una casita débilmente iluminada en el desaliento del atardecer-. ¡Van a fusilar a mi marido, general!…

Con las manos a la espalda se paseaba por el corredor de aquella casa que parecía de juguete un hombre alto, trigueño, todo tatuado de entorchados, y hacia él se dirigió animosa:

– ¡Van a fusilar a mi marido, general!

El militar que la seguía desde la puerta no se cansaba de repetir que era imposible ver al Presidente.

No obstante sus buenas maneras, el general le respondió golpeado:

– El Señor Presidente no recibe, señora, y háganos el favor de retirarse, tenga la bondad…

– ¡Ay, general! ¡Ay, general! ¿Qué hago yo sin mi marido, qué hago yo sin mi marido? ¡No, no, general! ¡Sí recibe! ¡Paso, paso! ¡Anúncieme! ¡Vea que van a fusilar a mi marido!

El corazón se le oía bajo el vestido. No la dejaron arrodillarse. Sus tímpanos flotaban agujereados por el silencio con que respondían a sus ruegos.

Las hojas secas tronaban en el anochecer como con miedo del viento que las iba arrastrando. Se dejó caer en un banco. Hombres de hielo negro. Arterias estelares. Los sollozos sonaban en sus labios como flecos almidonados, casi como cuchillos. La saliva le chorreaba por las comisuras con hervor de gemido. Se dejó caer en un banco que empapó de llanto como si fuera piedra de afilar. A troche y moche la habían arrancado de donde tal vez estaba el Presidente. El paso de una patrulla le sacudió frío. Olía a butifarra, a trapiche, a pino despenicado. El banco desapareció en la oscuridad como una tabla en el mar. Anduvo de un punto a otro por no naufragar con el banco en la oscuridad, por quedar viva. Dos, tres, muchas veces detuviéronla los centinelas apostados entre los árboles. Le negaban el paso con voz áspera, amenazándola cuando insistía con la culata o el cañón del arma. Exasperada de implorar a la derecha, corría a la izquierda. Tropezaba con las piedras, se lastimaba en los zarzales. Otros centinelas de hielo le cortaban el paso. Suplicaba, luchaba, tendía la mano como menesterosa y cuando ya nadie le oía, echaba a correr en dirección opuesta…

Los árboles barrieron una sombra hacia un carruaje, una sombra que apenas puso el pie en el estribo regresó como loca a ver si le valía la última súplica. El cochero despertó y estuvo a punto de botar los guajes que calentaba en el bolsillo al sacar la mano para coger las riendas. El tiempo se le hacía eterno; ya no miraba las horas de quedar bien con la Minga. Aritos, anillos, pulsera… ¡Ya tenía para empeñar! Se rascó un pie con otro, se agachó el sombrero y escupió. ¿De dónde saldrá tanta oscuridad y tanto sapo?… La esposa de Carvajal volvió al carruaje como sonámbula. Sentada en el coche ordenó al cochero que esperaran un ratito, tal vez abrirían la puerta… Media hora…, una hora…

El carruaje rodaba sin hacer ruido; o era que ella no oía bien o era que seguían parados… El camino se precipitaba hacia lo hondo de un barranco por una pendiente inclinadísima, para ascender después como un cohete en busca de la ciudad. La primera muralla oscura. La primera casa blanca. En el hueco de una pared un aviso de Onofroff… Sentía que todo se soldaba sobre su pena… El aire… Todo… En cada lágrima un sistema planetario… Ciempiés de sereno caían de las tejas a los andenes estrechos… Se le iba apagando la sangre… ¿Cómo está?… ¡Yo estoy mal, pero muy mal!… Y mañana, ¿cómo estará?… ¡Lo mismo, y pasado mañana, igual!… Se preguntaba y se respondía… Y más pasado mañana…

El peso de los muertos hace girar la tierra de noche y de día el peso de los vivos… Cuando sean más los muertos que los vivos, la noche será eterna, no tendrá fin, faltará para que vuelva el día el peso de los vivos…

El carruaje se detuvo. La calle seguía, pero no para ella, que estaba delante de la prisión donde, sin duda… Paso a paso se pegó al muro. No estaba de luto y ya tenía tacto de murciélago… Miedo, frío, asco; se sobrepuso a todo por estrecharse a la muralla que repetiría el eco de la descarga… Después de todo, ya estando allí, se le hacía imposible que fusilaran a su marido, así como así; así, de una descarga, con balas, con armas, hombres como él, gente como él, con ojos, con boca, con manos, con pelo en la cabeza, con uñas en los dedos, con dientes en la boca, con lengua, con galillo… No era posible que lo fusilaran hombres así, gente con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de ver, de oír, de acostarse, de levantarse, de amar, de lavarse la cara, de comer, de reír, de andar, con las mismas creencias y las mismas dudas…

XXXII El Señor Presidente

Cara de Ángel, llamado con gran prisa de la casa presidencial, indagó el estado de Camila, elasticidad de la mirada ansiosa, humanización del vidrio en los ojos, y como reptil cobarde enroscóse en la duda de si iba o no iba; el Señor Presidente o Camila, Camila o el Señor Presidente…

Aún sentía en la espalda los empujoncitos de la fondera y d tejido de su voz suplicante. Era la ocasión de pedir por Vásquez. «Vaya, yo me quedo aquí cuidando a la enferma»… En la calle respiró profundamente. Iba en un carruaje que rodaba hacia la casa presidencial. Estrépito de los cascos de los caballos en los adoquines, fluir líquido de las ruedas. El Candado Rojo… La Col-mena… El Vol-cán… Deletreaba con cuidado los nombres de los almacenes; se leían mejor de noche, mejor que de día. El Gua-da-le-te… El Ferro-carril… La Ga-llina con Po-llos… A veces tropezaban sus ojos con nombres de chinos: Lon Ley Lon y Cía… Quan See Chan… Fu Quan Yen… Chon Chan Lon… Sey Yon Sey… Seguía pensando en el general Canales. Lo llamaban para informarle… ¡No podía ser!… ¿Por qué no podía ser?… Lo capturaron y lo mataron, o… no lo mataron y lo traen amarrado… Una polvareda se alzó de repente. El viento jugaba al toro con el carruaje. ¡Todo podía ser! El vehículo rodó más ligero al salir al campo, como un cuerpo que pasa del estado sólido al estado líquido. Cara de Ángel se apretó las manos en las choquezuelas y suspiró. El ruido del coche se perdía, entre los mil ruidos de la noche que avanzaba lenta, pausada, numismática. Creyó oír el vuelo de un pájaro. Salvaron una mordida de casas. Ladraban perros semidifuntos…

El Subsecretario de la Guerra le esperaba en la puerta de su despacho y, sin anunciarlo, al tiempo de darle la mano y dejar en la orilla de un pilar el habano que fumaba, lo condujo a las habitaciones del Señor Presidente.

– General -Cara de Ángel tomó de un brazo al Subsecretario-, ¿no sabe para qué me querrá el patrón…?

– No, don Miguelito, lo ignórolo.

Ahora ya sabía de qué se trataba. Una carcajada rudimentaria, repetida dos y tres veces, confirmó lo que la respuesta evasiva del Subsecretario le había dejado suponer. Al asomar a la puerta vio un bosque de botellas en una mesa redonda y un plato de fiambre, guacamole y chile pimiento. Completaban el cuadro las sillas, desarregladas unas y otras por el suelo. Las ventajas de cristales blancos, opacos, coronadas de crestas rojas, jugaban a picotearse con la luz que les llegaba de los focos encendidos en los jardines. Oficiales y soldados velaban en pie de guerra, un oficial por puerta y un soldado por árbol. Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero.

– Señor Presidente -saludó el favorito, e iba a ponerse a sus órdenes, cuando éste le interrumpió.

– ¡«Ni mi mier… va»!

– ¡De la diosa habla el Señor Presidente!

Su Excelencia se acercó a la mesa a paso de saltacharquitos y, sin tomar en cuenta el cálido elogio que el favorito hacía de Minerva, le gritó:

– Miguel, el que encontró el alcohol, ¿tú sabes que lo que buscaba era el licor de larga vida…?

– No, Señor Presidente, no lo sabía -apresuróse a responder el favorito.

– Es extraño, porque está en Swit Marden…

– Extraño, ya lo creo, para un hombre de la vasta ilustración del Señor Presidente, que con sobrada razón se le tiene en el mundo por uno de los primeros estadistas de los tiempos modernos; pero no para mí.

Su Excelencia puso los ojos bajo los párpados, para ahogar la visión invertida de las cosas que el alcohol le producía en aquel momento.

– ¡Chis, yo sé mucho!

Y esto diciendo dejó caer la mano en la selva negra de sus botellas de «whisky» y sirvió un vaso a Cara de Ángel.

– Bebe, Miguel… -un ahogo le atajó las palabras, algo trabado en la garganta; golpeóse el pecho con el puño para que le pasara, contraídos los músculos del cuello flaco, gordas las venas de la frente, y con ayuda del favorito, que le hizo tomar unos tragos de sifón, recobró el habla a pequeños eructos.

– ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! -rompió a reír señalando a Cara de Ángel-. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! En artículo de muerte… -Y carcajada sobre carcajada-…En artículo de muerte. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!…

El favorito palideció. En la mano le temblaba el vaso de «whisky» que le acababa de brindar.

– El Se…

– ÑORRR Presidente todo lo sabe -interrumpió Su Excelencia-. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!… En artículo de muerte y por consejo de un débil mental como todos los espiritistas… ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!

Cara de Ángel se puso el vaso como freno para no gritar y beberse el «whisky»; acababa de ver rojo, acababa de estar a punto de lanzarse sobre el amo y apagarle en la boca la carcajada miserable, fuego de sangre aguardentosa. Un ferrocarril que le hubiera pasado encima le habría hecho menos daño. Se tuvo asco. Seguía siendo el perro educado, intelectual, contento de su ración de mugre, del instinto que le conservaba la vida. Sonrió para disimular su encono; con la muerte en los ojos de terciopelo, como el envenenado al que le va creciendo la cara.

Su Excelencia perseguía una mosca.

– Miguel, ¿tú conoces el juego de la mosca…?

– No, Señor Presidente…

– ¡Ah, es verdad que túuuUUU…, en artículo de muerte…! ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!… ¡Ji! ¡ji! ¡ji! ¡ji!… ¡Jó! ¡jó! ¡jó! ¡jó!… ¡Jú! ¡jú! ¡jú! ¡jú!…

Y carcajeándose continuó persiguiendo la mosca que iba y venía de un punto a otro, la falda de la camisa al aire, la bragueta abierta, los zapatos sin abrochar, la boca untada de babas y los ojos de excrecencias color de yema de huevo.

– Miguel -se detuvo a decir sofocado, sin lograr darle caza-, el juego de la mosca es de lo más divertido y fácil de aprender; lo que se necesita es paciencia. En mi pueblo yo me entretenía de chico jugando reales a la mosca.

Al hablar de su pueblo natal frunció el entrecejo, la frente calmada de sombras; volvióse al mapa de la República, que en ese momento tenía a la espalda, y descargó un puñetazo sobre el nombre de su pueblo.

Un columbrón a las calles que transitó de niño, pobre, injustamente pobre, que transitó de joven, obligado a ganarse el sustento en tanto los chicos de buena familia se pasaban la vida de francachela en francachela. Se vio empequeñecido en el hoyo de sus coterráneos, aislado de todos y bajo el velón que le permitía instruirse en las noches, mientras su madre dormía en un catre de tijera y el viento con olor de carnero y cuernos de chiflón topeteaba las calles desiertas. Y se vio más tarde en su oficina de abogado de tercera clase, entre marraneas, jugadores, cholojeras, cuatreros, visto de menos por sus colegas que seguían pleitos de campanillas.

Una tras otra vació muchas copas. En la cara de jade le brillaban los ojos entumecidos y en las manos pequeñas las uñas ribeteadas de medias lunas negras.

– ¡Ingratos!

El favorito lo sostuvo del brazo. Por la sala en desorden paseó la mirada llena de cadáveres y repitió:

– ¡Ingratos! -añadió, después, a media voz-. Quise y querré siempre a Parrales Sonriente, y lo iba a hacer general, porque potreó a mis paisanos, porque los puso en cintura, se repaseó en ellos, y de no ser mi madre acaba con todos para vengarme de lo mucho que tengo que sentirles y que sólo yo sé… ¡Ingratos!… Y no me pasa -porque no me pasa- que lo hayan asesinado, cuando por todos lados se atenta contra mi vida, me dejan los amigos, se multiplican los enemigos y… ¡No!, ¡no!, de ese Portal no quedará una piedra…

Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino corriendo con una palangana que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama. Lloraba y repetía:

– ¡Ingratos!… ¡Ingratos!…

– Lo felicito, don Miguelito, lo felicito -murmuró el Subsecretario cuando ya salían-; el Señor Presidente ordenó que se publicara en los periódicos la noticia de su casamiento y él encabeza la lista de padrinos.

Asomaron al corredor. El Subsecretario alzó la voz.

– Y eso que al principio no estaba muy contento con usted. Un amigo de Parrales Sonriente no debía haber hecho -me dijo- lo que este Miguel ha hecho; en todo caso debió consultarme antes de casarse con la hija de uno de mis enemigos. Le están haciendo la cama, don Miguelito, le están haciendo la cama. Por supuesto; yo traté de hacerle ver que el amor es fregado, lamido, belitre y embustero.

– Muchas gracias, general.

– ¡Vean, pues, al cimarrón! -continuó el Subsecretario en tono jovial y, entre risa y risa, empujándolo a su despacho con afectuosas palmaditas, remató-. ¡Venga, venga a estudiar el periódico! El retrato de la señora se lo pedimos a su tío Juan. ¡Muy bien, amigo, muy bien!

El favorito enterró las uñas en el papelote. Además del Supremo Padrino figuraban el ingeniero don Juan Canales y su hermano don José Antonio.

«Boda en el gran mundo. Ayer por la noche contrajeron matrimonio la bella señorita Camila Canales y el señor don Miguel Cara de Ángel. Ambos contrayentes… -de aquí pasó los ojos a la lista de los padrinos-… boda que fue apadrinada ante la Ley por el Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República, en cuya casa-habitación tuvo lugar la ceremonia, por los señores Ministros de Estado, por los generales (saltó la lista) y por los apreciables tíos de la novia, ingeniero don Juan Canales y don José Antonio del mismo apellido. El Nacional, concluía, ilustra las sociales de hoy con el retrato de la señorita Canales y augura a los contrayentes, al felicitarles, toda clase de bienandanzas en su nuevo hogar.» No supo dónde poner los ojos. «Sigue la batalla de Verdún. Un desesperado esfuerzo de las tropas alemanas se espera para esta noche…» Apartó la vista de la página de cables y releyó la noticia que calzaba el retrato de Camila. El único ser que le era querido bailaba ya en la farsa en que bailaban todos.

El Subsecretario le arrancó el periódico.

– Lo ve y no lo cree, ¿verdá, dichosote…?

Cara de Ángel sonrió.

– Pero, amigo, usted necesita mudarse; tome mi carruaje…

– Muchas gracias, general…

– Vea, allí está; dígale al cochero que lo vaya a dejar en una carrerita y que vuelva después por mí. Buenas noches y felicidades. ¡Ah, vea! Llévese el periódico para que lo estudie la señora, y felicítela de parte de un humilde servidor.

– Muy agradecido por todo, y buenas noches.

El carruaje en que iba el favorito arrancó sin ruido, como una sombra tirada por dos caballos de humo. El canto de los grillos techaba la soledad del campo desnudo, oloroso a reseda, la soledad tibia de los maizales primerizos, los pastos mojados de sereno y las cercas de los huertos tupidas de jazmines.

– … Sí; si se sigue burlando de mí lo ahorc… -có su pensamiento, escondiendo la cara en el respaldo del vehículo, temeroso de que el cochero adivinara lo que veían sus ojos: una masa de carne helada con la banda presidencial en el pecho, yerta la cara chata, las manos envueltas en los puños postizos, sólo la punta de los dedos visibles, y los zapatos de charol ensangrentados.

Su ánimo belicoso se acomodaba mal a los saltos del carruaje. Habría querido estar inmóvil, en esa primera inmovilidad del homicida que se sienta en la cárcel a reconstruir su crimen, inmovilidad aparente, externa, necesaria compensación a la tempestad de sus ideas. Le hormigueaba la sangre. Sacó la cara a la noche fresca, mientras se limpiaba el vómito del amo con el pañuelo húmedo de sudor y llanto. ¡Ah! -maldecía y lloraba de la rabia-, ¡si pudiera limpiarme la carcajada que me vomitó en el alma!

Un carruaje ocupado por un oficial los pasó rozando. El cielo parpadeaba sobre su eterna partida de ajedrez. Los caballos huracanados corrían hacia la ciudad envueltos en nubes de polvo. ¡Jaque a la Reina!, se dijo Cara de Ángel, viendo desaparecer la exhalación en que iba aquel oficial en busca de una de las concubinas del Señor Presidente. Parecía un mensajero de los dioses.

En la estación central se revolcaba el ruido de las mercaderías descargadas a golpes, entre los estornudos de las locomotoras calientes. Llenaba la calle la presencia de un negro asomado a la baranda verde de una casa de altillo, el paso inseguro de los borrachos y una música de carreta que iba tirando un hombre con la cara amarrada, como una pieza de artillería después de una derrota.

XXXIII Los puntos sobre las íes

La viuda de Carvajal erró de casa en casa, pero en todas la recibieron fríamente, sin aventurarse en algunas a manifestarle la pena que les causaba la muerte de su marido, temiendo acarrearse la enemiga del Gobierno, y no faltó donde la sirvienta salió a gritar a la ventana de mal modo: «¿A quién buscaba? ¡Ah!, los señores no están…»

El hielo que iba recogiendo en sus visitas se le derretía en casa. Regresaba a llorar a mares allegada a los retratos de su marido, sin más compañía que un hijo pequeño, una sirvienta sorda que hablaba recio y no cesaba de decir al niño: «¡Amor de padre, que lo demás es aire!», yun loro que repetía y repetía: «¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde, sin medio real! ¡Daca la pata, lorito! ¡Buenos días, licenciado! ¡Lorito, daca la pata! Los zopes están en el lavadero. Huele a trapo quemado. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, la Reina Purísima de los Ángeles, Virgen concebida sin mancha de pecado original!… ¡Ay, ay!…» Había salido a pedir que le firmaran una petición al Presidente para que le entregaran el cadáver de su esposo, pero en ninguna parte se atrevió a hablar; la recibían tan mal, tan a la fuerza, entre toses y silencios fatales… Y ya estaba de vuelta con el escrito sin más firma que la suya bajo su manto negro.

Se le negaba la cara para el saludo, se le recibía en la puerta sin la gastada fórmula del pase-adelante, se le hacía sentirse contagiada de una enfermedad invisible, peor que la pobreza, peor que el vómito negro, peor que la fiebre amarilla, y, sin embargo, le llovían «anónimos», como decía la sirvienta sorda cada vez que encontraba una carta bajo la puertecita de la cocina que caía a un callejón oscuro y poco transitado, pliegos escritos con letra temblequeante que se depositaban allí al amparo de la noche, y en los que lo menos que le decían era santa, mártir, víctima inocente, además de poner a su desdichado esposo por las nubes y de relatar con pormenores horripilantes los crímenes del coronel Parrales Sonriente.

Bajo la puerta amanecieron dos anónimos. La sirvienta los trajo agarrados con el delantal, porque tenía las manos mojadas. El primero que leyó decía:

«Señora: no es éste el medio más correcto para manifestar a Ud. y a su apesarada familia la profunda simpatía que me inspira la figura de su esposo, el digno ciudadano licenciado don Abel Carvajal, pero permítame que lo haga así por prudencia, ya que no se pueden confiar al papel ciertas verdades. Algún día le daré a conocer mi verdadero nombre. Mi padre fue una de las víctimas del coronel Parrales Sonriente, el hombre que esperaban en el infierno todas las tinieblas, esbirro de cuyas fechorías hablará la historia si hay quien se decida a escribirla mojando la pluma en veneno de tamagás. Mi padre fue asesinado por este cobarde en un camino sólo hace muchos años. Nada se averiguó, como era de esperarse, y el crimen habría quedado en el misterio de no ser un desconocido que, valiéndose del anónimo, refirió a mi familia los detalles de aquel horroroso asesinato. No sé si su esposo, tipo de hombre ejemplar, héroe que ya tiene un monumento en el corazón de sus conciudadanos, fue efectivamente el vengador de las víctimas de Parrales Sonriente (al respecto circulan muchas versiones); mas he juzgado de mi deber en todo caso llevar a Ud. mi voz de consuelo y asegurarle, señora, que todos lloramos con Ud. la desaparición de un hombre que salvó a la Patria de uno de los muchos bandidos con galones que la tienen reducida, apoyados en el oro norteamericano, a porquería y sangre.

B. S. M. Cruz de Calatrava.»

Vacía, cavernosa, con una pereza interna que le paralizaba en la cama horas enteras alargada como un cadáver, más inmóvil a veces que un cadáver, su actividad se reducía a la mesa de noche cubierta por los objetos de uso inmediato para no levantarse y algunas crisis de nervios cuando le abrían la puerta, pasaban la escoba o hacía ruido junto a ella. La sombra, el silencio, la suciedad, daban forma a su abandono, a su deseo de sentirse sola con su dolor, con esa parte de su ser que con su marido había muerto en ella y que poco a poco le ganaría cuerpo y alma.

«Señora de todo mi respeto y consideración -empezó leyendo en alta voz el otro anónimo-: supe por algunos amigos que Ud. estuvo con el oído pegado a los muros de la Penitenciaría la noche del fusilamiento de su marido, y que si oyó y contó las descargas, nueve descargas cerradas, no sabe cuál de todas arrancó del mundo de los vivos al licenciado Carvajal, que de Dios haya. Bajo nombre supuesto -los tiempos que corren no son para fiarse del papel-, y no sin dudarlo mucho por el dolor que iba a ocasionarle, decidí comunicar a Ud. todo lo que sé al respecto, por haber sido testigo de la matanza. Delante de su esposo caminaba un hombre flaco, trigueño, al cual le bañaba la frente espaciosa el pelo casi blanco. No pude ni he podido averiguar su nombre. Sus ojos hundidos hasta muy adentro conservaban, a pesar del sufrimiento que denunciaban sus lágrimas, una gran bondad humana y leíase en sus pupilas que su poseedor era hombre de alma noble y generosa. El licenciado le seguía tropezando con sus propios pasos, sin alzar la vista del suelo que tal vez no sentía, la frente empapada en sudor y una mano en el pecho como para que no se le zafara el corazón. Al desembocar en el patio y verse en un cuadro de soldados se pasó al envés de la mano por los párpados para darse cuenta exacta de lo que veía. Vestía un traje descolorido que le iba pequeño, las mangas de la chaqueta abajo de los codos y los pantalones abajo de las rodillas. Ropas ajadas, sucias, viejas, rotas, como todas las que visten los prisioneros que regalan las suyas a los amigos que dejan en las sepulturas de las mazmorras, o las cambian por favores con los carceleros. Un botoncito de hueso le cerraba la camisa raída. No llevaba cuello ni zapatos. La presencia de sus compañeros de infortunio, también semidesnudos, le devolvió el ánimo. Cuando acabaron de leerle la sentencia de muerte, levantó la cabeza, paseó la mirada adolorida por las bayonetas y dijo algo que no se oyó. El anciano que estaba al lado suyo intentó hablar, pero los oficiales lo callaron amenazándolo con los sables, que en el pintar del día y en sus manos temblorosas de la goma parecían llamas azulosas de alcohol, mientras en las murallas se golpeaba con sus propios ecos una voz que pregonaba: ¡Por la Nación!… Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve descargas siguieron. Sin saber cómo las fui contando con los dedos, y desde entonces tengo la impresión extraña de que me sobre un dedo. Las víctimas se retorcían con los ojos cerrados, como queriendo huir a tientas de la muerte. Un velo de humo nos separaba de un puñado de hombres que al ir cayendo intentaban lo imposible por asirse unos con otros, para no rodar solos al vacío. Los tiros de gracia sonaron como revientan los cohetillos, mojados, tarde y mal. Su marido tuvo la dicha de morir a la primera descarga. Arriba se veía el cielo azul, inalcanzable, mezclado a un eco casi imperceptible de campanas, de pájaros, de ríos. Supe que el Auditor de Guerra se encargó de dar sepultura a los cadá…»

Ansiosamente volvió el pliego. «… Cadá…» Pero no seguía allí, no seguía allí ni en los otros pliegos; la carta se cortaba de golpe, faltaba la continuación. En vano releyó cuanto papel tuvo a la vista, buscó en el piso, en la mesa, volviendo y revolviéndolo todo, mordida por el deseo de saber dónde estaba enterrado su marido.

En el patio discurría el loro:

«¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde sin medio real! ¡Ái viene el licenciado! ¡Hurra, lorito real! ¡Ya mero, dice el embustero! ¡No lloro, pero me acuerdo!»

La sirvienta del Auditor de Guerra dejó en la puerta a la viuda de Carvajal, mientras atendía a dos mujeres que hablaban a gritos en el zaguán.

– ¡Oiga, pues, oiga -decía una de ellas-; ái le dice que no le esperé, porque, achís, yo no soy su india para enfriarme el trasero en ese poyo que está como su linda cara! Dígale que vine a buscarlo para ver si por las buenas me devuelve los diez mil pesos que me quitó por una mujer de la Casa Nueva que no me sacó de apuros, porque el día que la llevé allá conmigo le dio el sincopié. Dígale, vea, que es la última vez que lo molesto, que lo que voy a hacer es quejarme con el Presidente.

– ¡Vonos, doña Chón, no se incomode, dejemos a esta vieja cara de mi…seria!

– La señori… -intentó decir la sirvienta, pero la señorita se interpuso:

– ¡Shó, verdá!

– Dígale lo que le dejo dicho con usté, por aquello, veya, que no diga después que no se lo advertí a tiempo: que estuvieron a buscarlo doña Chón y una muchacha, que lo esperaron y que como vieron que no venía se fueron y le dejaron dicho que zacatillo como el conejo…

Sumida en sus pensamientos, la viuda de Carvajal no se dio cuenta de lo que pasaba. De su traje negro, como muerta en ataúd con cristal, no asomaba más que la cara. La sirvienta le tocó el hombro -tacto de telaraña tenía la vieja en la punta de los dedos-, y le dijo que pasara adelante. Pasaron. La viuda habló con palabras que no se resolvían en sonidos distintos, sino en un como bisbiseo de lector cansado.

– Sí, señora, déjeme la carta que traye escrita. Así, cuando él venga que no tardará en venir -ya debía estar aquí-, yo se la entrego y le hablo a ver si se logra.

– Por vida suya…

Un individuo vestido de lona café, seguido de un soldado que le custodiaba remington al hombro, puñal a la cintura, cartuchera de tiros al riñón, entró cuando salía la viuda de Carvajal.

– Es que me dispensa -dijo a la sirvienta-; ¿estará el licenciado?

– No, no está.

– ¿Y por dónde podría esperarlo?

– Siéntese por ái, vea; que se siente el soldado.

Reo y custodio ocuparon en silencio el poyo que la sirvienta les señaló de mal modo.

El patio trascendía a verbena del monte y a begonia cortada. Un gato se paseaba por la azotea. Un cenzontle preso en una jaula de palito de canasto ensayaba a volar. Lejos se oía el chorro de la pila, zonzo de tanto caer, adormecido.

El Auditor sacudió sus llaves al cerrar la puerta y, guardándoselas en el bolsillo, acercóse al preso y al soldado. Ambos se pusieron de pie.

– ¿Genaro Rodas? -preguntó. Venía olfateando. Siempre que entraba de la calle le parecía sentir en su casa hedentina a caca de gato.

– Sí, señor, pa servirlo.

– ¿El custodio entiende español?

– No muy bien -respondió Rodas. Y volviéndose al soldado, añadió-: ¿Qué decís, vos, entendés Castilla?

– Medie entiende.

– Entonces -zanjó el Auditor-, mejor te quedás aquí: yo voy a hablar con el señor. Espéralo, ya va a volver; va a hablar conmigo.

Rodas se detuvo a la puerta del escritorio. El Auditor le ordenó que pasara y sobre una mesa cubierta de libros y papeles fue poniendo las armas que llevaba encima: un revólver, un puñal, una manopla, un «casse-tête».

– Ya te deben haber notificado la sentencia.

– Sí, señor, ya…

– Seis años ocho meses, si no me equivoco.

– Pero, señor, yo no fuí complicís de Lucio Vásquez; lo que él hizo lo hizo sin contar conmigo; cuando yo me vine a dar cuenta ya el Pelele rodaba ensangrentado por las gradas del Portal, casi muerto. ¡Qué iba yo a hacer! ¡Qué podía yo hacer! Era orden. Según dijo él era orden…

– Ahora ya está juzgado de Dios…

Rodas volvió los ojos al auditor, como dudando de lo que su cara siniestra le confirmó, y guardaron silencio.

– Y no era malo aquél… -suspiró Rodas adelgazando la voz para cubrir con estas pocas palabras la memoria de su amigo; entre dos latidos cogió la noticia y ahora ya la sentía en la sangre-… ¡Qué se ha de hacer!… El Terciopelo le clavamos porque era muy de al pelo y corría unos terciotes.

– Los autos lo condenaban a él como autor del delito, y a vos como cómplice.

– Pero, pa mí, que hubiera cabido defensa.

– El defensor fue cabalmente el que conociendo la opinión del Señor Presidente, reclamó para Vásquez la pena de muerte, y para vos el máximum de la pena.

– Pobre aquél, yo siquiera puedo contar el cuento…

– Y podés salir libre, pues el Señor Presidente necesita de uno que, como vos, haya estado preso un poco por política. Se trata de vigilar a uno de sus amigos, que él tiene sus razones para creer que lo está traicionando.

– Dirá usté…

– ¿Conocés a don Miguel Cara de Ángel?

– No, sólo de nombre lo he oído mentar; es el que se sacó a la hija del general Canales, según creo.

– El mismo. Lo reconocerás en seguida, porque es muy guapo: hombre alto, bien hecho, de ojos negros, cara pálida, cabello sedoso, movimientos muy finos. Una fiera. El Gobierno necesita saber todo lo que hace, a qué personas visita, a qué personas saluda por la calle, qué sitios frecuenta por la mañana, por la tarde, por la noche, y lo mismo de su mujer; para todo eso te daré instrucciones y dinero.

Los ojos estúpidos del preso siguieron los movimientos del Auditor que, mientras decía estas últimas palabras, tomó un canutero de la mesa, lo mojó en un tinterote que ostentaba, entre dos fuentes de tinta negra, una estatua de la diosa Themis, y se lo tendió agregando:

– Firma aquí; mañana te mando poner en libertad. Prepará ya tus cosas para salir mañana.

Rodas firmó. La alegría le bailaba en el cuerpo como torito de pólvora.

– No sabe cuánto le agradezco -dijo al salir; recogió al soldado, casi le da un abrazo, y marchóse a la Penitenciaría como el que va a subir al cielo.

Pero más contento se quedó el Auditor con el papel que aquel acababa de firmarle y que a la letra decía:

«Por $ 10.000 m/n. -Recibí de doña Concepción Gamucino (a) “la Diente de Oro”, propietaria del prostíbulo “El Dulce Encanto”, la suma de diez mil pesos moneda nacional, que me entregó para resarcirme en parte de los perjuicios y daños que me causó por haber pervertido a mi esposa, señora Fedina de Rodas, a quien sorprendiendo en su buena fe y sorprendiendo la buena fe de las Autoridades, ofreció emplear como sirvienta y matriculó sin autorización ninguna como su pupila-. Genaro Radas.»

La voz de la criada se oyó tras de la puerta:

– ¿Se puede entrar?

– Sí, entrá…

– Vengo a ver si se te ofrecía algo. Voy a ir a la tienda a traer candelas, y a decirte que vinieron a buscarte dos mujeres de ésas de las casas malas y te dejaron dicho conmigo que si no les devolvés los diez mil pesos que les quitaste que se van a quejar con el Presidente.

– ¿Y qué más?… -articuló el Auditor con muestras de fastidio, al tiempo de agacharse a recoger del suelo una estampilla de correo.

– Y también estuvo a buscarte una señora enlutada de negro que parece ser mujer del que fusilaron…

– ¿Cuál de todos ellos?

– El Señor Carvajal…

– ¿Y qué quiere?…

– La pobre me dejó esta carta. Parece que quiere saber dónde está enterrado su marido.

Y en tanto el Auditor pasaba los ojos de mal modo por el papel orlado de negro, la sirvienta continuó:

– Te diré que yo le prometí interesarme, porque me dio una lástima, y la pobre se fue con mucha esperanza.

– Demasiado te he dicho que me disgusta que congeniés con toda la gente. No hay que dar esperanzas. ¿Cuándo entenderás que no hay que dar esperanzas? En mi casa, es que no se dan esperanzas de ninguna especie a nadie. En esto puestos se mantiene uno porque hace lo que le ordenan, y la regla de conducta del Señor Presidente es no dar esperanzas y pisotearlos y zurrarse en todos porque sí. Cuando venga esa señora le devolvés su papelito bien doblado y que no hay tal saber dónde está enterrado…

– No te disgustés, pues, te va a hacer mal; así se lo voy a decir. Sea por Dios con tus cosas.

Y salió con el papel, arrastrando los pies uno tras otro, uno tras otro, entre el ruido de la nagua.

Al llegar a la cocina arrugó el pliego que contenía la súplica y lo lanzó a las brasas. El papel, como algo vivo, revolcóse en una llama que palideció convertida sobre la ceniza en mil gusanitos de alambre de oro. Por las tablas de los botes de las especias, tendidas como puentes, vino un gato negro, saltó al poyo junto a la vieja, frotósele en el vientre estéril como un sonido que se va alargando en cuatro patas, y en el corazón del fuego que acababa de consumir el papel puso los ojos dorados con curiosidad satánica.

XXIV Luz para ciegos

Camila se encontró a media habitación, entre el brazo de su marido y el sostén de un bastoncito. La puerta principal daba a un patio oloroso a gatos y adormideras, la ventana a la ciudad adonde la trajeron convaleciente en silla de mano y una puerta pequeña a otra habitación. A pesar del sol que ardía en las quemaduras verdes de sus pupilas y del aire con peso de cadena que llenaba sus pulmones, Camila se preguntaba si era ella la que iba andando. Los pies le quedaban grandes, las piernas como zancos. Andaba fuera del mundo, con los ojos abiertos, recién nacida, sin presencia. Las telarañas espumaban el paso de los fantasmas. Había muerto sin dejar de existir, como en un sueño, y revivía juntando lo que en realidad era ella con lo que ahora estaba soñando. Su papá, su casa, su Nana Chabela, formaban parte de su primera existencia. Su marido, la casa en que estaban de temporada, las criadas, de su nueva existencia. Era y no era ella la que iba andando. Sensación de volver a la vida en otra vida. Hablaba de ella como de persona apoyada en bastón de lejanías, tenía complicidad con las cosas invisibles y si la dejaban sola se perdía en otra, ausente, con el cabello helado, las manos sobre la falda larga de recién casada y las orejas llenas de ruidos.

Pronto estuvo de correr y parar y no por eso menos enferma, enferma no, absorta en la cuenta de todo lo que le sobraba desde que su marido le posó los labios en la mejilla. Todo le sobraba. Lo retuvo junto a ella como lo único suyo en un mundo que le era extraño. Se gozaba de la luna en la tierra y en la luna, frente a los volcanes en estado de nube, bajo las estrellas, piojillo de oro en palomar vacío.

Cara de Ángel sintió que su esposa tiritaba en el fondo de sus franelas blancas -tiritaba pero no de frío, no de lo que tirita la gente, de lo que tiritan los ángeles- y la volvió a su alcoba paso a paso. El mascarón de la fuente… La hamaca inmóvil… El agua inmóvil como la hamaca… Los tiestos húmedos… Las flores de cera… Los corredores remendados de luna…

Se acostaron hablando de un aposento a otro. Una puertecita comunicaba las habitaciones. De los ojales con sueño salían los botones produciendo leve ruido de flor cortada, caían los zapatos con estrépito de anclas y se desplegaban las medias de la piel, como se va despegando el humo de las chimeneas.

Cara de Ángel hablaba de los objetos de su aseo personal compuestos sobre una mesa, al lado de un toallero, para crear ambiente de familia, de tontería íntima en aquel caserón que parecía seguir deshabitado, y para apartar el pensamiento de la puertecita estrecha como la puerta del cielo que comunicaba las habitaciones.

Luego se dejó caer en la cama abandonado a su propio peso y estuvo largo rato sin moverse, en medio del oleaje continuo y misterioso de lo que entre los dos se iba haciendo y deshaciendo fatalmente. La rapta para hacerla suya por la fuerza, y viene amor, de ciego instinto. Renuncia a su propósito, intenta llevarla a casa de sus tíos y éstos le cierran la puerta. La tiene de nuevo en las manos y, pues la gente lo dice, sin menoscabo de lo que ya está perdido, puede hacerla suya. Ella, que lo sabe, quiere huir. La enfermedad se lo impide. Se agrava en pocas horas. Agoniza. La muerte va a cortar el nudo. Él lo sabe y se resigna por momentos, aunque más son aquellos en que se subleva contra las fuerzas ciegas. Pero la muerte es donde se la llama la ausencia de su consolación definitiva, y el destino esperaba el último trance para atarlos.

Infantil, primero, cuando todavía no andaba, adolescente después al levantarse y dar los primeros pasos; de la noche a la mañana toman sus labios color de sangre, se llena de fruta la redecilla de sus corpiños y se turba y resuda cada vez que se aproxima al que jamás imaginó su marido.

Cara de Ángel saltó de la cama. Se sentía separado de Camila por una falta que ninguno de los dos había cometido, por un matrimonio para el que ninguno de los dos había dado su consentimiento. Camila cerró los ojos. Los pasos se alejaron hacia una ventana.

La luna entraba y salía de los nichos flotantes de las nubes. La calle rodaba como un río de huesos blancos bajo puentes de sombra. Por momentos se borraba todo, pátina de reliquia antigua. Por momentos reaparecía realzado en algodón de oro. Un gran párpado negro interrumpió este fuego de párpados sueltos. Su pestaña inmensa se fue desprendiendo del más alto de los volcanes, se extendió con movimiento de araña de caballo sobre la armadura de la ciudad, y se enlutó la sombra. Los perros sacudieron las orejas como aldabas, hubo revuelo de pájaros nocturnos, queja y queja de ciprés en ciprés y teje maneje de cuerdas de relojes. La luna desapareció completamente tras el cráter erecto y una neblina de velos de novia se hizo casa entre las casas. Cara de Ángel cerró la ventana. En la alcoba de Camila se percibía su respiración lenta, trasegada, como si se hubiera dormido con la cabeza bajo la ropa o en el pecho le pesara un fantasma.

En esos días fueron a los baños. Las sombras de los árboles manchaban las camisas blancas de los marchantes cargados de tinajas, escobas, cenzontles en jaula de palito, pino, carbón, leña, maíz. Viajaban en grupos, recorriendo largas distancias sin asentar el calcañal, sobre la punta de los pies. El sol sudaba con ellos. Jadeaban. Braceaban. Desaparecían como pájaros.

Camila se detuvo a la sombra de un rancho a ver cortar café. Las manos de las cortadoras se dibujaban en el ramaje metálico con movimientos de animales voraces: subían, bajaban, anudábanse enloquecidas como haciendo cosquillas al árbol, se separaban como desabrochándole la camisa.

Cara de Ángel le ciñó el talle con el brazo y la condujo por una vereda que caía del sueño caliente de los árboles. Se sentían la cabeza y el tórax; todo lo demás, piernas y manos, flotaba con ellos, entre orquídeas y lagartijas relumbrantes, en la penumbra, que se iba haciendo oscura miel de talco a medida que penetraban en el bosque. A Camila se le sentía el cuerpo a través de la blusa fina, como a través de la hoja de maíz tierno, el grano blando, lechoso, húmedo. El aire les desordenaba el cabello. Bajaron a los baños por entre quiebracajetes tempranizos. En el agua se estaba durmiendo el sol. Seres invisibles flotaban en la umbría vecindad de los helechos. De una casa de techo de cinc salió el guardián de los baños con la boca llena de frijoles, les saludó moviendo la cabeza y mientras que se tragaba el bocado, que le cogía los dos carrillos, les estuvo observando para darse a respetar. Le pidieron dos baños. Les respondió que iba a ir a traer las llaves. Fue a traer las llaves y les abrió dos aposentillos divididos por una pared. Cada cual ocupó el suyo, pero antes de separarse corrieron a darse un beso. El bañero, que estaba con mal de ojos, se tapó la cara para que no le fuera a dar escupelo.

Perdidos en el rumor del bosque, lejos uno del otro, se encontraban extraños. Un espejo partido por la mitad veía desnudarse a Cara de Ángel con prisa juvenil. ¡Ser hombre, cuando mejor sería ser árbol, nube, libélula, burbuja o burrión!… Camila dio de gritos al tocar el agua fría con los pies, en la primera grada del baño, nuevos chillidos a la segunda, más agudos a la tercera, a la cuarta más agudos y… ¡chiplungún! El güipil abombóse como traje de crinolina, como globo, mas casi al mismo tiempo el agua se lo chupó y en la tela de colores subidos, azul, amarillo, verde, se fijó su cuerpo: senos y vientre firmes, ligera curva de las caderas, suavidad de la espalda, un poco flacuchenta de los hombros. Pasada la zambullida, al volver a la superficie, Camila se desconcertó. El silencio fluido de la cañada daba la mano a alguien que estaba por allí, a un espíritu raro que rondaba los baños, a una culebra color de mariposa: la Siguemonta. Pero oyó la voz de su marido que preguntaba a la puerta si se podía entrar, y se sintió segura.

El agua saltaba con ellos como animal contento. En las telarañas luminosas de los reflejos colgados de los muros se veían las siluetas de sus cuerpos grandes como arañas monstruosas. Penetraba la atmósfera el olor del suquinay, la presencia ausente de los volcanes, la humedad de las pancitas de las ranas, el aliento de los terneros que mamaban praderas transformadas en líquido blanco, la frescura de las cascadas que nacían riendo, el vuelo inquieto de las moscas verdes. Los envolvía un velo impalpable de haches mudas, el canto de un guardabarranca y el revoloteo de un shara.

El bañero asomó a la puerta preguntando si eran para los señores los caballos que mandaban de Las Quebraditas. El tiempo de salir del baño y de vestirse. Camila sintió un gusano en la toalla que se había puesto sobre los hombros, mientras se peinaba, para no mojarse el vestido con los cabellos húmedos. Sentirlo, gritar, venir Cara de Ángel y acabar con el gusano, todo fue uno. Pero ella ya no tuvo gusto: la selva entera le daba miedo, era como de gusanos su respiración sudorosa, su adormecimiento sin sueño.

Los caballos se espantaban las moscas con la cola al pie de un amate. El mozo que los trajo se acercó a saludar a Cara de Ángel con el sombrero en la mano.

– ¡Ah, eres tú; buenos días! ¿Y qué andas haciendo por aquí?…

– Trabajando, dende que usté me hizo el favor de sacarme del cuartel que ando por aquí, ya va para un año.

Creo que nos agarró el tiempo…

– Así parece, pero yo más creyo, patrón, que es al sol al que le está andando la mano más ligero, y no han pasado los azacuanes.

Cara de Ángel consultó Camila si se marchaban; se había detenido a pagar al bañero.

– A la hora que tú digas…

– Pero ¿no tienes hambre? ¿No quieres alguna cosa? ¡Tal vez aquí el bañero nos puede vender algo!

– ¡Unos huevitos! -intervino el mozo, y de la bolsa de la chaqueta, con más botones que ojales, sacó un pañuelo en el que traía envueltos tres huevos.

– Muchas gracias -dijo Camila-, tienen cara de estar muy frescos.

– ¡De usté son las gracias, niña, y en cuanto a los huevitos, son puro buenos; esta mañana los pusieron las gallinas y yo le dije a mi mujer: «Dejármelos por ái aparte, que se los pienso llevar a don Ángel»!

Se despidieron del bañero, que seguía moqueando con el mal de ojo y comiendo frijoles.

– Pero yo decía -agregó el mozo- que bien bueno sería que la señora se bebiera los huevitos, que de aquí pa allá está un poco retirado y puede que le dé hambre.

– No, no me gustan crudos y me puede hacer mal -contestó Camila.

– ¡Yo porque veyoque la señora está un poco desmandada!

– Es que aquí, como me ve, me estoy levantando de la cama…

– Sí -dijo Cara de Ángel-, estuvo muy enferma.

– ¡Pero ahora se va a alentar -observó aquél, mientras apretaba las cinchas de los galápagos-; a las mujeres, como a las flores, lo que les hace falta es riesgo; galana se va a poner con el casamiento!

Camila bajó los párpados ruborosa, sorprendida como la planta que en lugar de hojas parece que le salen ojos por todos lados, pero antes miró a su marido y se desearon con la mirada, sellando el tácito acuerdo que entre los dos faltaba.

XXXV Canción de canciones

– Si el azar no nos hubiera juntado… -solían decirse. Y les daba tanto miedo haber corrido este peligro, que si estaban separados se buscaban, si se veían cerca se abrazaban, si se tenían en los brazos se estrechaban y además de estrecharse se besaban y además de besarse se miraban y al mirarse unidos se encontraban tan claros, tan dichosos, que caían en una transparente falta de memoria, en feliz concierto con los árboles recién inflados de aire vegetal verde, y con los pedacitos de carne envueltos en plumas de colores que volaban más ligero que el eco.

Pero las serpientes estudiaron el caso. Si el azar no los hubiera juntado, ¿serían dichosos?… Se sacó a licitación pública en las tinieblas la demolición del inútil encanto del Paraíso y empezó el acecho de las sombras, vacuna de culpa húmeda, a enraizar en la voz vaga de las dudas y el calendario a tejer telarañas en las esquinas del tiempo.

Ni ella ni él podían faltar a la fiesta que esa noche daba el Presidente de la República en su residencia campestre.

Se encontraron como en casa ajena, sin saber qué hacer, tristes de verse juntos entre un sofá, un espejo y otros muebles, fuera del mundo maravilloso en que habían transcurrido sus primeros meses de casados, con lástima uno del otro, lástima y vergüenza de ser ellos.

Un reloj sonó horas en el comedor, mas le parecía encontrarse tan lejos que para ir allí tuvieron la impresión de que había que tomar un barco o un globo. Y estaban allí…

Comieron sin hablar siguiendo con los ojos el péndulo que les acercaba la fiesta a golpecitos. Cara de Ángel se levantó a ponerse el frac y sintió frío al enfundar las manos en las mangas, como el que se envuelve en una hoja de plátano. Camila quiso doblar la servilleta; la servilleta le dobló las manos a ella, presa entre la mesa y la silla, sin fuerzas para dar el primer paso. Retiró el pie. El primer paso estaba ahí. Cara de Ángel volvió a ver que hora era y regresó a su habitación por sus guantes. Sus pasos se oyeron a lo lejos como en un subterráneo. Dijo algo. Algo. Su voz se oyó confusa. Un momento después vino de nuevo al comedor con el abanico de su esposa. No sabía qué había ido a traer a su cuarto y buscaba por todos lados. Por fin se acordó, pero ya los tenía puestos.

– Vean que no se vayan a quedar las luces encendidas; las apagan y cierran bien las puertas; se acuestan luego… -recomendó Camila a las sirvientas, que les veían salir desde la boca del pasadizo.

El carruaje desapareció con ellos al trote de los caballos corpulentos en el río de monedas que formaban los arneses. Camila iba hundida en el asiento del coche bajo el peso de una somnolencia irremediable, con la luz muerta de las calles en los ojos. De vez en cuando, el bamboleo del carruaje la levantaba del asiento, pequeños saltos que interrumpían el movimiento de su cuerpo que iba siguiendo el compás del coche. Los enemigos de Cara de Ángel contaban que el favorito ya no estaba en el candelero, insinuando en el Círculo de los amigos del Señor Presidente que en vez de llamarle por su nombre, le llamaran Miguel Canales. Mecido por el brincoteo de las llantas, Cara de Ángel saboreaba de antemano el susto que se iban a llevar al verlo en la fiesta.

El coche, desencadenado de la pedriza de las calles, se deslizó por una pendiente de arena fina como el aire, con el ruido aguacalado entre las ruedas. Camila tuvo miedo; no se veía nada en la oscuridad del campo abierto, aparte de los astros, ni oía nada bajo el sereno que mojaba, sólo el canto de los grillos; tuvo miedo y se crispó como si la arrastraran a la muerte por un camino o engaño de camino, que de un lado limitaba el abismo hambriento, y de otro el ala de Lucifer extendida como una roca en las tinieblas.

– ¿Qué tienes? -le dijo Cara de Ángel, tomándola suavemente de los hombros para apartarla de la portezuela.

– ¡Miedo!

– ¡Isht, calla!…

– Este hombre nos va a embarrancar. Dile que no vaya tan ligero; ¡díselo! ¡Qué sin gracia! Parece que no sientes. ¡Díselo!, tan mudo…

– En estos carruajes… -empezó Cara de Ángel, mas le izo callar un apretón de su esposa y el golpe en seco de los resortes. Creyeron rodar al abismo.

– Ya pasó -se sobrepuso aquél-, ya pasó, es… Las ruedas se deben haber ido en una zanja…

El viento soplaba en lo alto de las rocas con quejidos de velamen roto. Cara de Ángel sacó la cabeza por la portezuela para gritar al cochero que tuviera más cuidado. Éste volvió la cara oscura, picada de viruelas, y puso los caballos a paso de entierro.

El carruaje se detuvo a la salida de un pueblecito. Un oficial encapotado avanzó hacia ellos haciendo sonar las espuelas, los reconoció y ordenó al cochero que siguiera. El viento suspiraba entre las hojas de los maizales resecos y tronchados. El bulto de una vaca se adivinaba en un corral. Los árboles dormían. Doscientos metros más adelante se acercaron a reconocerlos dos oficiales, pero el carruaje casi no se detuvo. Y ya para apearse en la residencia presidencial, tres coroneles se acercaron a registrar el carruaje.

Cara de Ángel saludó a los oficiales del Estado Mayor. (Era bello y malo como Satán.) Tibia nostalgia de nido flotaba en la noche inexplicablemente grande vista desde ahí. Un farolito señalaba en el horizonte el sitio en que velaba, al cuidado del señor Presidente de la República, un fuerte de artillería.

Camila bajó los ojos delante de un hombre de ceño mefistofélico, cargado de espaldas, con los ojos como tildes de eñes y las piernas largas y delgadas. En el momento en que ellos pasaban, este hombre alzaba el brazo con lento ademán y abría la mano, como si en lugar de hablar fuese a soltar una paloma.

– Parthenios de Bithania -decía- fue hecho prisionero en la guerra de Mitrídates y llevado a Roma, enseñó el alejandrino.

De él lo aprendimos Propercio, Ovidio, Virgilio, Horacio y yo… Dos señoras de avanzada edad conversaban a la puerta de la sala en que el Presidente recibía a sus invitados.

– Sí, sí -decía una de ellas pasándose la mano por el peinado de rodete-, ya yo le dije que se tiene que reelegir.

– Y él, ¿qué le contestó? Eso me interesa…

– Sólo me sonrió, pero yo sé, que sí se reelegirá. Para nosotros, Candidita, es el mejor Presidente que hemos tenido. Con decirle que desde que él está, Moncho, mi marido, no ha dejado de tener buen empleo.

A espaldas de estas señoras el Tícher pontificaba entre un grupo de amigos:

– A la que se da casa, es decir, a la casada, se le saca como una casaca.

– El señor Presidente preguntó por usted -iba diciendo el auditor de Guerra a derecha e izquierda-, el señor Presidente preguntó por usted, el señor Presidente preguntó por usted…

– ¡Muchas gracias! -le contestó el Tícher.

– ¡Muchas gracias! -se dio por aludido un «jockey» negro, de las piernas en horqueta y los dientes de oro.

Camila habría querido pasar sin que la vieran. Pero imposible. Su belleza exótica, sus ojos verdes, descampados, sin alma, su cuerpo fino, copiado en el traje de seda blanco, sus senos de media libra, sus movimientos graciosos, y, sobre todo, su origen: hija del general Canales.

Una señora comentó en un grupo:

– No vale la pena. Una mujer que no se pone corsé… Bien se ve que era mengala…

– Y que mandó a arreglar su vestido de casamiento para salir a las Fiestas -murmuró otra.

– ¡Los que no tienen como figurar, figúrense! -creyó oportuno agregar una dama de pelo ralo.

– ¡Ay, qué malas somos! Yo dije lo del vestido porque se ve que están pobres.

– ¡Claro que están pobres, en lo que está usted! -observó la del cabello ralo, y luego añadió en voz baja-: ¡Si dicen que el señor Presidente no le da nada desde que casó con ésta!…

– Pero Cara de Ángel es muy de él…

– ¡Era!, dirá usted. Porque según dicen -no me lo crean a mí- este Cara de Ángel se robó a la que es su mujer para echarle pimienta en los ojos a la policía, y que su suegro, el general, pudiera escaparse; ¡y así fue como se escapó!

Camila y Cara de Ángel seguían avanzando por entre los invitados hacia el extremo de la sala en que se encontraba el Presidente. Su Excelencia conversaba con un canónigo, doctor Irrefragable, en un grupo de señoras que al aproximarse al amo se quedaban con lo que iban diciendo metido en la boca, como el que se traga una candela encendida, y no se atreve a respirar ni a abrir los labios; de banqueros con proceso pendiente y libres bajo fianza; de amanuenses jacobinos que no apartaban los ojos del señor Presidente, sin atreverse a saludarlo cuando él los miraba, ni a retirarse cuando dejaba de fijarse en ellos; de las lumbreras de los pueblos, con el ocote de sus ideas políticas apagado y una brizna de humanismo en su dignidad de pequeñas cabezas de león ofendidas al sentirse colas de ratón.

Camila y Cara de Ángel se aproximaron a saludar al Presidente. Cara de Ángel presentó a su esposa. El amo dispensó a Camila su diestra pequeñita, helada al contacto, y apoyó sobre ella los ojos al pronunciar su nombre, como diciéndole: «¡fíjese quién soy!». El canónigo, mientras tanto, saludaba con los versos de Garcilaso la aparición de una beldad que tenía el nombre y singular de la que amaba Albanio:

¡Una obra sola quiso la Natura

Hacer como ésta, y rompió luego apriesa

La estampa do fue hecha tal figura!

Los criados repartían champaña, pastelitos, almendras saladas, bombones, cigarrillos. El champaña encendía el fuego sin llama del convite protocolar y todo, como por encanto, parecía real en los espejos sosegados y ficticio en los salones; así como el sonido hojoso de un instrumento primitivamente compuesto de tecomates y va civilizado de cajoncitos de muerto.

– General… -resonó la voz del Presidente-, haga salir a los señores, que quiero cenar solo con las señoras…

Por las puertas que daban frente a la noche clara fueron saliendo los hombres en grupo compacto sin chistar palabra, cuáles atropellándose por cumplir presto la orden del amo, cuáles por disimular su enojo en el apresuramiento. Las damas se miraron sin osar recoger los pies bajo las sillas.

– El Pueta puede quedarse… -insinuó el Presidente.

Los oficiales cerraron las puertas. El Poeta no hallaba dónde colocarse entre tanta dama.

– Recite, Pueta -ordenó el Presidente-, pero algo bueno; el Cantar de los Cantares…

Y el Poeta fue recitando lo que recordaba del texto de Salomón.

Canción de Canciones la cual es de Salomón.

¡Oh si él me besara con ósculos de su boca!

Morena soy, oh hijas de Jerusalén,

Mas codiciable

Como las tiendas de Salomón.

No miréis en que soy morena

Porque el sol me miró…

Mi amado es para mí un manojito de mirra

Que reposa entre mis pechos…

Bajo la sombra del deseado me senté

Y su fruto fue dulce a mi paladar.

Llevóme a la cámara del vino

Y la bandera sobre mí fue amor…

Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,

Que no despertéis ni hagáis velar al amor,

Hasta que quiera

Hasta que quiera…

He aquí que tú eres hermosa, amiga mía;

Tus ojos entre tus guedejas como de paloma;

Tus cabellos como manada de cabras;

Tus dientes como manada de ovejas

Que suben del lavadero,

Todas son crías mellizas

Y estéril no hay entre ellas…

Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas…

El Presidente se levantó funesto. Sus pasos resonaron como pisadas del jaguar que huye por el pedregal de un río seco. Y desapareció por una puerta azotándose las espaldas con los cortinajes que separó al pasar.

Poeta y auditorio quedaron atónitos, pequeñitos, vacíos, malestar atmosférico de cuando se pone el sol. Un ayudante anunció la cena. Se abrieron las puertas y mientras los caballeros que habían pasado la fiesta en el corredor ganaban la sala tiritando, el Poeta vino hacia Camila y la invitó a cenar. Ella se puso en pie e iba a darle el brazo cuando una mano le detuvo por detrás. Casi da un grito. Cara de Ángel había permanecido oculto en una cortina a espaldas de su esposa; todos le vieron salir del escondite.

La marimba sacudía sus miembros entablillados atada a la resonancia de sus cajones de muerto.

XXXVI La Revolución

No se veía nada delante. Detrás avanzaban los reptiles silenciosos, largos, escaramuzas de veredas que desdoblaban ondulaciones fluidas, lisas, heladas. A la tierra se le contaban las costillas en los aguazales secos, flaca, sin invierno. Los árboles subían a respirar a lo alto de los ramajes densos, lechosos. Los fogarines alumbraban los ojos de los caballos cansados. Un soldado orinaba de espaldas. No se le veían las piernas. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, atareados como estaban sus compañeros en limpiar las armas con sebo y pedazos de fustanes que todavía olían a mujer. La muerte se los iba llevando, los secaba en sus camas uno por uno, sin mejoría para los hijos ni para nadie. Mejor era exponer el pellejo a ver qué se sacaba. Las balas no sienten cuando atraviesan el cuerpo de un hombre; creen que la carne es aire tibio, dulce, aire un poco gordito. Y pían como pajarracos. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, ocupados como estaban en dar filo a los machetes comprados por la revolución en una ferretería que se quemó. El filo iba apareciendo como la risa en la cara de un negro. ¡Cante, compadre, decía una voz, que dende-oíto le oí cantar!

Para qué me cortejeastes,

Ingrato, teniendo dueña,

Mejor me hubieras dejado

Para arbolito de leña…

¡Sígale, compadre, el tono!…

La fiesta de la laguna

Nos agarró de repente;

este año no hubo luna

Ni tampoco vino gente…

¡Cante, compadre!

El día que tú naciste,

Ese día nací yo,

y hubo tal fiesta en el cielo

Que hasta tata Dios fondeó…

¡Cante, compadrito, cante!… El paisaje iba tomando quinina de luna y tiritaban las hojas de los árboles. En vano habían esperado la orden de avanzar. Un ladrido remoto señalaba una aldea invisible. Amanecía. La tropa, inmovilizada, lista esa noche para asaltar la primera guarnición, sentía que una fuerza extraña, subterránea, le robaba movilidad, que sus hombres se iban volviendo de piedra. La lluvia hizo papa la mañana sin sol. La lluvia corría por la cara y la espalda desnuda de los soldados. Todo se oyó después en grande en el llanto de Dios. Primero sólo fueron noticias entrecortadas, contradictorias. Pequeñas voces que por temor a la verdad no decían todo lo que sabían. Algo muy hondo se endurecía en el corazón de los soldados; una bola de hierro, una huella de huesos. Como una sola herida sangró todo el campo: el general Canales había muerto. Las noticias se concretaban en sílabas y frases. Sílabas de silabario. Frases de oficio de Difuntos. Cigarrillos y aguardiente teñido con pólvora y malhayas. No era de creer lo que contaban, aunque fuera cierto. Los viejos callaban impacientes por saber la mera verdad, unos de pie, otros echados, otros acurrucados. Estos se arrancaban el sombrero de petate, lo somataban en el suelo y se cogían la cabeza a rascones. Por allí habían volado los muchachos, quebrada abajo, en busca de noticias. La reverberación solar atontaba. Una nube de pájaros se revolvía a lo lejos. De vez en cuando sonaba un disparo. Luego entró la tarde. Cielo de matadura bajo el mantillón roto de las nubes. Los fuegos de los vivacs se fueron apagando y todo fue una gran masa oscura, una solíngrima tiniebla; cielo, tierra, animales, hombres. El galope de un caballo turbó el silencio con su ¡cataplán, cataplán!, que el eco repasó en la tabla de multiplicar. De centinela en centinela se fue oyendo más y más próximo, y no tardó en llegar, en confundirse con ellos, que creían soñar despiertos al oír lo que contaba el jinete. El general Canales había fallecido de repente, al acabar de comer, cuando salía a ponerse al frente de las tropas. Y ahora la orden era de esperar. «¡Algo le dieron, raíz de chiltepe, aceitillo que no deja rastro cuando mata, que qué casual que muriera en ese momento!», observó una voz. «¡Y es que se debía haber cuidado!», suspiró otra. ¿Ahhhhh?… todos callaron conmovidos hasta los calcañales desnudos, enterrados en la tierra… ¿Su hija?…

Y al cabo de un rato largo como un mal rato, agregó otra voz: «¡Si quieren, la maldigo; yo sé una oración que me enseñó un brujo de la costa; fue una vez que escaseó el maíz en la montaña y yo bajé a comprar, que la aprendí!… ¿Quieren?…» «¡Pues ái ve vos -respondió otra habla en la sombra-, lo que es por mí lo aprebo porque mató a su pagre!»

El galope del caballo volvió de nuevo al camino -¡cataplán, cataplán, cataplán!-; se escucharon de nuevo los gritos de los centinelas, y de nuevo reinó el silencio. Un eco de coyotes subió como escalera de dos bandas hasta la luna que asomó tardía y con una gran rueda alrededor. Más tarde se oyó un retumbo.

Y con cada uno de los que contaban lo sucedido, el general Canales salía de su tumba a repetir su muerte: sentábase a comer delante de una mesa sin mantel a la luz de un quinqué, se oía el ruido de los cubiertos, de los platos, de los pies del asistente, se oía servir un vaso de agua, desdoblar un periódico y… nada más, ni un quejido. Sobre la mesa lo encontraron muerto, el cachete aplastado sobre El Nacional, los ojos entreabiertos, vidriosos, absortos en una visión que no estaba allí.

Los hombres volvieron a las tareas cotidianas con disgustos; ya no querían seguir de animales domésticos y había salido a la revolución de Chamarrita, como llamaban cariñosamente al general Canales, para cambiar de vida, y porque Chamarrita les ofrecía devolverles la tierra que con el pretexto de abolir las comunidades les arrebataron a la pura garnacha; repartir equitativamente las tomas de agua; suprimir el poste; implantar la tortilla obligatoria por dos años; crear cooperativas agrícolas para la importación de maquinaria, buenas semillas, animales de raza, abonos, técnicos; facilitación y abaratamiento del transporte; exportación y venta de los productos; limitar la prensa a manos de personas electas por el pueblo y responsables directamente ante el mismo pueblo; abolir la escuela privada, crear impuestos proporcionales; abaratar las medicinas; fundir a los médicos y abogados y dar la libertad de cultos, entendida en el sentido de que los indios, sin ser perseguidos, pudiesen adorar a sus divinidades y rehacer sus templos.

Camila supo el fallecimiento de su padre muchos días después. Una voz desconocida le dio la noticia por teléfono.

– Su padre murió al leer en el periódico que el Presidente de la República había sido padrino de su boda…

– ¡No es verdad! -gritó ella…

– ¿Que no es verdad? -se le rieron en las narices.

– ¡No es verdad, no fue padri!… ¡Aló! ¡Aló! -Ya habían cortado la comunicación; bajaron el interruptor poco a poquito, como el que se va a escondidas-. ¡Aló! ¡Aló!… ¡Aló!…

Se dejó caer en un sillón de mimbre. No sentía nada. Un rato después levantó el plano de la estancia tal y como estaba ahora, que no era como estaba antes; antes tenía otro color, otra atmósfera. ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! Trenzó las manos para romper algo y rompió a reír con las mandíbulas trabadas y el llanto detenido en los ojos verdes.

Una carreta de agua pasó por la calle; lagrimeaba el grifo y los botes de metal reían.

XXXVII El baile de Tohil

– Los señores, ¿qué toman?…

– Cerveza…

– Para mí, no; para mí, whisky… -y para mí, coñac…

– Entonces son…

– Una cerveza…

– Un whisky y un coñac…

– ¡Y unas boquitas!

– Entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y unas bocas…

– ¡Y a mí…go que me coma el chuco! -se oyó la voz de Cara de

Ángel, que volvía abrochándose la bragueta con cierta prisa.

– ¿Qué va a tomar?

– Cualquier cosa; tráeme una chibola…

– ¡Ah! Pues… entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y una chibola.

Cara de Ángel trajo una silla y vino a sentarse al lado de un hombre de dos metros de alto, con ademanes y gestos de negro, a pesar de ser blanco, la espalda como línea férrea, una yunta de yunques que parecían manos, y una cicatriz entre las cejas rubias.

– Déjeme lugar, Míster Gengis -dijo aquél-, que voy a poner mi silla junto a la de usted.

– Con «pleto» gusto, señor…

– Y sólo bebo y me largo, porque el patrón me está esperando.

– ¡Ah! -siguió Míster Gengis-, ya que usted va a ver al Señor Presidente, precisa dejar de ser muy baboso y decirle que no están nada ciertas, pero nada ciertas, las cosas que ái andan diciendo de usted.

– Eso se cae de su peso -observó otro de los cuatro, el que había pedido coñac.

– ¡Y a mí me lo dice usted! -intervino Cara de Ángel, dirigiéndose a Míster Gengis.

– ¡Y a cualquiera! -exclamó el gringo somatando las manos abiertas sobre la mesa de mármol-. ¡Por supuesto! Mi estar aquí esta noche aquélla y oír de mis oídos al Auditor que decía de usted ser enemigo de la reelección y con el difunto general Canales, amigo de la revolución.

Cara de Ángel disimulaba mal la inquietud que sentía. Ir a ver al Presidente en aquellas circunstancias era temerario.

El criado se acercó a servir. Lucía gabacha blanca y en la gabacha bordada con cadenita roja la palabra «Gambrinus».

– Son un whisky…, una cerveza…

Míster Gengis se pasó el whisky sin parpadear, de tesón, como el que apura un purgante; luego sacó la pipa y la llenó de tabaco.

– Sí, amigo, el rato menos pensado lleg-a-a oídos del patrón esas cosas y ya tuvo usted para no divertirse mucho. Debe aprovechar ahora y decirle claro lo que es y lo que no es; vaya una ocasión con más pelo que un elote.

– Recibido el consejo, Míster Gengis, y hasta la vista; voy a buscar un carruaje para llegar más rápido; muchas gracias ¿eh?, y hasta luego todo el mundo.

Míster Gengis encendió la pipa.

– ¿Cuántos whiskys lleva, Míster Gengis? -dijo uno de los que estaban en la mesa.

– ¡Di-e-ci-ocho! -contestó el gringo, la pipa en la boca, un ojo entrecerrado y el otro azul, azul, abierto sobre la llamita amarilla del fósforo.

– ¡Qué razón tiene usted! ¡El whisky es una gran cosa! -A saber Dios, mí no sabría decirlo; eso pregúntelo usted a los que no beben como mí bebe, por pura desesperación…

– ¡No diga eso, Míster Gengis!

– ¡Cómo que no diga eso, si eso es lo que siente! En mi país todo el mundo dice lo que siente. Completamente.

– Una gran cualidad…

– ¡Oh no, a mí me gustó más aquí con ustedes: decir lo que no se siente con tal que sea muy bunito!

– Entonces allá, con ustedes, no se conocen los cuentos…

– ¡Oh, no, absolutamente; todo lo que estar cuento ya está la Biblia divinamente!

– ¿Otro whisky, Míster Gengis?

– ¡Ya lo creo que sí me lo voy a beber el otro whisky!

– ¡Bravo, así me gusta, es usted de los que mueren en su ley!

Comment?

– Dice mi amigo que usted es de los que mueren…

– Sí, ya entiende de los que mueren en su ley, no; mí ser de los que viven en su ley; mí ser más vivo; morir no importa, y si puede, que me muero en la ley de Dios.

– ¡Lo que es este Míster Gengis quisiera ver llover whisky!

– No, no, ¿por qué?… entonces ya no se venderían los paraguas para paraguas, sino para embudos -y añadió, después de una pausa que llenaban el humo de su pipa y su respirar algodonoso, mientras los otros reían-. ¡Buen-o muchacho este Cara de Ángel; pero si no hace lo que yo le diga, no va a tener perdón nunca y se va a ir mucho a la droga!

Un grupo de hombres silenciosos entró en la cantina de sopapo; eran muchos y la puerta no alcanzaba para todos al mismo tiempo. Los más quedaron en pie a un lado de la puerta, entre las mesas, junto al mostrador. Iban de pasada, no valía la pena de sentarse. «¡Silencio!», dijo un medio bajito, medio viejo, medio calvo, medio sano, medio loco, medio ronco, medio sucio, extendiendo un cartelón impreso que otros dos le ayudaron a pegar con cera negra en uno de los espejos de la cantina.


«CIUDADANOS»


Pronunciar el nombre del Señor Presidente de la República, es alumbrar con las antorchas de la paz los sagrados intereses de la Nación que bajo su sabio mando ha conquistado y sigue conquistando los inapreciables beneficios del Progreso en todos los órdenes y del Orden en todos los progresos!!!! Como ciudadanos libres, conscientes de la obligación en que estamos de velar por nuestros destinos, que son los destinos de la Patria, y como hombres de bien, enemigos de la Anarquía, ¡¡¡proclamamos!!! que la salud de la República está en la REELECCIÓN DE NUESTRO EGREGIO MANDATARIO Y NADA MÁS QUE EN SU REELECCIÓN! ¿Por qué aventurar la barca del Estado en lo que no conocemos, cuando a la cabeza de ella se encuentra el Estadista más completo de nuestros tiempos, aquel a quien la Historia saludará Grande entre los Grandes, Sabio entre los Sabios, Liberal, Pensador y Demócrata??? ¡El sólo imaginar a otro que no sea El en tan alta magistratura es atentatorio contra los Destinos de la Nación, que son nuestros destinos, y quien tal osara, que no habrá quién, debería ser excluido por loco peligroso, y de no estar loco, juzgado por traidor a la Patria conforme a nuestras leyes!!! CONCIUDADANOS, LAS URNAS OS ESPERAN! VOTAD! POR! NUESTRO! CANDIDATO! QUE! SERÁ! REELEGIDO! POR! EL! PUEBLO!

La lectura del cartelón despertó el entusiasmo de cuantos se encontraban en la cantina; hubo vivas, aplausos, gritos, y a pedido de todos habló un desguachipado de melena negra y ojos talcosos.

– ¡Patriotas, mi pensamiento es de Poeta, de ciudadano mi lengua patria! Poeta quiere decir el que inventó el cielo; os hablo, pues, en inventor de esa tan inútil, bella cosa que se llama el cielo. ¡Oíd mi desgonzada jerigonza!… Cuando aquel alemán que no comprendieron en Alemania, no Goethe, no Kant, no Schopenhauer, trató del Superlativo del Hombre, fue presintiendo, sentidamente, que de Padre Cosmos y Madre Naturaleza iba a nacer en el corazón de América el primer hombre superior que haya jamás existido. Hablo, señores, de ese romaneador de auroras que la Patria llama Benemérito, Jefe del Partido y Protector de la Juventud Estudiosa; hablo, señores, del Señor Presidente Constitucional de la República, como, sin duda, vosotros todos habéis comprendido, por ser él el Prohombre de «Nitche», el Superúnico… ¡Lo digo y lo repito desde lo alto de esta tribu!… -y al decir así dio con el envés de la mano en el mostrador de la cantina-… Y de ahí, compatriotas, que sin ser de esos que han hecho de la política el ganapán ni de aquellos que dicen haber inventado el perejil chino por haberse aprendido de memoria las hazañas de chilperico; creo desinteresada-íntegra-honradamente que mientras no exista entre nosotros otro ciudadano hipersuperhombre, superciudadano, sólo estando locos o ciegos, ciegos o locos de atar, podríamos permitir que se pasaran las riendas del gobierno de las manos del auriga-super-único que ahora y siempre guiará el carro de nuestra adorada Patria, a las manos de otro ciudadano, de un ciudadano cualquiera, de un ciudadano, conciudadanos, que aun suponiéndole todos los merecimientos de la tierra, no pasaría de ser hombre. La Democracia acabó con los emperadores y los Reyes en la vieja y fatigada Europa, mas, preciso reconocer es, y lo reconocemos, que trasplantada a América sufre el injerto cuasi divino del Superhombre y da contextura a una nueva forma de gobierno: la Superdemocracia. Y a propósito, señores, voy a tener el gusto de recitar…

– Recite, poeta -se alzó una voz-, pero no la oda…

– … ¡mi Nocturno en Do Mayor al superúnico!

Siguieron al poeta en el buen uso de la palabra otros más exaltados contra el nefando bando, la cartilla de San Juan, el silabario de la abracadabra y otros supositorios teologales. A uno de los asistentes le salió sangre de las narices y entre discurso y discurso pedía con gritos de sed que le trajeran un ladrillo nuevo empapado en agua para olerlo y que se le contuviera la hemorragia.

– Ya a estas horas -dijo Míster Gengis- está Cara de Ángel entre la pared y el Señor Presidente. Mi gust-o cómo habla este poeta, pero yo cre-e que debe ser muy triste ser poeta; sólo ser licenciado debe de ser la más triste cosa del mundo. ¡Y ya me voy a beber el otro whisky! ¡Otro whisky -gritó- para este super-hiper-ferro-casi-carri-leró!

Al salir del «Gambrinus», Cara de Ángel encontró al Ministro de la Guerra.

– ¿Para dónde la tira, general?

– Para onde el Patrón…

– Entonces vonos juntos…

– ¿Va usted también para allá? Esperemos mi carruaje, que no tardará en venir. Ni le cuento; vengo de con una viuda…

– Ya sé que le gustan las viudas alegres, general…

– ¡Nada de músicas!

– ¡No, si no es música, es Clicot!

– ¡Qué Clicot ni qué india envuelta, postrimería de carne y hueso!

– ¡Caracoles!

El carruaje rodaba sin hacer ruido, como sobre ruedas de papel secante. En los postes de las esquinas se oían los golpes de los gendarmes que se pasaban la señal de «avanza el Ministro de la Guerra, avanza el Ministro de la Guerra, avanza…».

El Presidente se paseaba a lo largo de su despacho, corto de pasos, el sombrero en la coronilla traído hacia adelante, el cuello de la americana levantado sobre una venda que le cogía la nuca y los botones del chaleco sin abrochar. Traje negro, sombrero negro, botines negros…

– ¿Qué tiempo hace, general?

– Fresco, Señor Presidente…

– Y Miguel sin abrigo…

– Señor Presidente…

– Nada, estás que tiemblas y vas a decirme que no tienes frío. Eres muy desaconsejado. General, mande a casa de Miguel a que le traigan el abrigo inmediatamente.

El Ministro de la Guerra salió que saludos se hacía -por poco se le cae la espada-, mientras el Presidente tomaba asiento en un sofá de mimbre, ofreciendo a Cara de Ángel el sillón más próximo.

Aquí, Miguel, donde yo tengo que hacerlo todo, estar en todo, porque me ha tocado gobernar en un pueblo de gente de voy -dijo al sentarse-, debo echar mano de los amigos para aquellas cosas que no puedo hacer yo mismo. Esto de gente de voy -se dio una pausa-, quiere decir gente que tiene la mejor intención del mundo para hacer y deshacer, pero que por falta de voluntad no hace ni deshace nada, que ni huele ni hiede, como caca de loro. Y es así como entre nosotros el industrial se pasa la vida repite y repite: voy a introducir una fábrica, voy a montar una maquinaria nueva, voy a esto, voy a lo otro, a lo de más allá; el señor agricultor, voy a implantar un cultivo, voy a exportar mis productos; el literato, voy a componer un libro; el profesor, voy a fundar una escuela; el comerciante, voy a intentar tal o cual negocio, y los periodistas -¡esos cerdos que a la manteca llaman alma!-, vamos a mejorar el país; mas, como te decía al principio, nadie hace nada y, naturalmente, soy yo, es el Presidente de la República el que lo tiene que hacer todo, aunque salga como el cohetero. Con decir que si no fuera por mí no existiría la fortuna, ya que hasta de diosa ciega tengo que hacer en la lotería…

Se sobó el bigote cano con la punta de los dedos transparentes, frágiles, color de madera de carrizo, y continuó cambiando de tono:

– Viene todo esto a que me veo obligado por las circunstancias a aprovechar los servicios de los que, como tú, si cerca me son preciosos, más aún fuera de la República, allí donde las maquinaciones de mis enemigos y sus intrigas y escritos de mala cepa, están a punto de dar al traste con mi reelección…

Dejó caer los ojos como dos mosquitos atontados, ebriedad de sangre, sin dejar de hablar:

– No me refiero a Canales ni a sus secuaces: ¡la muerte ha sido y será mi mejor aliada, Miguel! Me refiero a los que tratan de influir en la opinión norteamericana con el objeto de que Wáshington me retire su confianza. ¿Que a la fiera enjaulada se le empieza a caer el pelo y que por eso no quiere que se lo soplen? ¡Muy bien! ¿Que soy un viejo que tiene el cerebro en salmuera y el corazón más duro que matilisguate? ¡Mala gente, mas está bien que lo digan! Pero que los mismos paisanos se aprovechen, por cuestiones políticas, de lo que yo he hecho por salvar al país de la piratería de esos hijos de tío y puta, eso es lo que ya no tiene nombre. Mi reelección está en peligro y, por eso te he mandado llamar. Necesito que pases a Wáshington y que informes detalladamente de lo que sucede en esas cegueras de odio, en esos entierros en los que para ser el bueno, como en todos los entierros, habría que ser el muerto.

– El Señor Presidente… -tartamudeó Cara de Ángel entre la voz de Míster Gengis que le aconsejaba poner las cosas en claro y el temor de echar a perder por indiscreto un viaje que desde el primer momento comprendió que era su salvación-, el Señor Presidente sabe que me tiene para todo lo que él ordene incondicionalmente a sus órdenes; sin embargo, si el Señor Presidente me quisiera permitir dos palabras, ya que mi aspiración ha sido siempre ser el último de sus servidores, pero el más leal y consecuente, querría pedirle, si el Señor Presidente no ve obstáculo alguno, que antes de confiarme tan delicada misión, se tomara la molestia de ordenar que se investiguen si son o no son cierto los gratuitos cargos que de enemigo del Señor Presidente me hace, para citar nombre, el Auditor de Guerra…

– ¿Pero quién está dando oídos a esas fantasías?

– El Señor Presidente no puede dudar de mi incondicional adhesión a su persona y a su gobierno; pero no quiero que me otorgue su confianza sin controlar antes si son o no ciertos los dichos del Auditor.

– ¡No te estoy preguntando, Miguel, qué es lo que debo hacer! ¡Acabáramos! Todo lo sé y voy a decirte más: en este escritorio tengo el proceso que la Auditoría de Guerra inició contra ti cuando la fuga de Canales, y más todavía: puedo afirmarte que el odio del Auditor de Guerra se lo debes a una circunstancia que tú tal vez ignoras: el auditor de Guerra, de acuerdo con la policía, pensaba raptar a la que ahora es tu mujer y venderla a la dueña de un prostíbulo, de quien, tú lo sabes, tenía diez mil pesos recibidos a cuenta; la que pagó el pato fue una pobre mujer que ái anda medio loca.

Cara de Ángel se quedó quieto, dueño de sus más pequeños gestos delante del amo. Refundido en la negrura de sus ojos aterciopelados, depuso en su corazón lo que sentía, pálido y helado como el sillón de mimbre.

– Si el Señor Presidente me lo permitiera, preferiría quedar a su lado y defenderlo con mi propia sangre.

– ¿Quieres decir que no aceptas?

– De ninguna manera, Señor Presidente…

– Entonces, palabras aparte, todas esas reflexiones están de más; los periódicos publicarán mañana la noticia de tu próxima partida y no es cosa de dejarme colgado; el Ministro de la Guerra tiene orden de entregarte hoy mismo el dinero necesario para los preparativos del viaje; a la estación te mandaré los gastos y las instrucciones.

Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba para Cara de Ángel. Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazínes se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas -animales del hambre-, con sus gargantas -pájaros de la sed- y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!…, retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-túntún!…, retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides -respondieron las tribus-, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»

Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.

Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable. Al salir, el Ministro de la Guerra le llamó para entregarle un fajo de billetes y su abrigo.

– ¿No se va, general? -casi no encontraba las palabras.

– Si pudiera… Pero mejor por ái lo alcanzo, o nos vemos tal vez otro día; tengo que estar aquí, vea… -y torció la cabeza sobre el hombro derecho-, escuchando la voz del amo.

XXXVIII El viaje

Y ese río que corría sobre el techo, mientras arreglaba los baúles, no desembocaba allí en la casa, desembocaba muy lejos, en la inmensidad que daba al campo, tal vez al mar. Un puñetazo de viento abrió la ventana; entró la lluvia como si se hubieran hecho añicos los cristales, se agitaron las cortinas, los papales sueltos, las puertas, pero Camila siguió en sus arreglos; la aislaba el hueco de los baúles que iba llenando y aunque la tempestad le prendiera alfileres de relámpago en el pelo, no sentía nada lleno ni diferente, sino todo igual, vacío, cortado, sin peso, sin cuerpo, sin alma, como estaba ella.

– … ¡entre vivir aquí y vivir lejos de la fiera! -repitió Cara de Ángel al cerrar la ventana-. ¿Qué dices?… ¡Sólo eso me faltaba! ¡Acaso me lo voy huido!

– Pero con lo que me contabas anoche de los brujos jicaques que bailan en su casa…

– ¡Si no es para tanto!… -un trueno ahogó su voz-… Y además, dime: ¿qué podrían adivinar? Hazme el favor: el que me manda a Wáshington es él; él es el que me paga el viaje… Así, ¡caramba! Ahora, que cuando esté lejos cambie de parecer, todo cabe en lo posible: te vienes tú con el pretexto de que estás o estoy enfermo y que por vida suya nos busque después en el almanaque…

– Y si no me va dejando salir…

– Pues vuelvo yo callada la boca y nada se ha perdido, ¿no te parece? La peor cacha es lo que no se hace…

– ¡Tú todo lo ves tan fácil!…

– Y con lo que tenemos podemos vivir en cualquier parte; y vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: «pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo; pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo…».

Camila se le quedó mirando con los ojos metidos en agua, la boca como llena de pelo, los oídos como llenos de lluvia. -Pero ¿por qué lloras?… No llores…

– ¿Y qué quieres que haga?

– ¡Con las mujeres siempre ha de ser la misma cosa!

– ¡Déjame!…

– ¡Te vas a enfermar si sigues llorando así; sea por Dios!…

– ¡No, déjame!…

– ¡Ya parece que me fuera a morir o me fueran a enterrar vivo!

– ¡Déjame!

Cara de Ángel la guardó entre sus brazos. Por sus mejillas de hombre duro para llorar corrían dos lágrimas torcidas y quemantes como clavos que no acaban de arrancarse.

– Pero me escribes… -murmuró Camila.

– Por supuesto…

– ¡Mucho te lo encargo! Mira que nunca hemos estado separados. No me vayas a tener sin carta: para mí va a ser agonía que pasen los días y los días sin saber de ti… ¡Y cuídate! No te fíes de nadie, ¿oyes? Que no se te entre por un oído, de nadie, y menos de lo paisanos, que son tan mala gente… ¡Pero lo que más te encargo es… -los besos de su marido le cortaban las palabras-… que… te encargo… es que… que… te encargo… es que me escribas!

Cara de Ángel cerró los baúles sin apartar los ojos de los de su esposa cariñosos y zonzos. Llovía a cántaros. El agua se escurría por las canales con peso de cadena. Los ahogaba la aflictiva noción del día próximo, ya tan próximo, y sin decir palabra -todo estaba listo- se fueron quitando los trapos para meterse en la cama, entre el tijereteo del reloj que les hacía pedacitos las últimas horas -¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!…- y el zumbido de los zancudos que no dejaban dormir.

– Ahora sí que dialtiro se me pasó por alto que cerraran los cuartos para que no se entraran los zancudos. ¡Qué tont-ay, Dios mío!

Por toda respuesta, Cara de Ángel la estrechó contra su pecho; la sentía como ovejita sin balido, desvalida.

No se atrevía a apagar la luz, ni a cerrar los ojos, ni a decir palabra. Estaban tan cerca en la claridad, cava tal distancia la voz entre los que se hablan, los párpados separan tanto… Y luego que en la oscuridad era como estar lejos, y luego que con todo lo que querían decirse aquella última noche, por mucho que se dijeran, todo les habría parecido dicho como por telegrama.

La bulla de las criadas, que andaban persiguiendo un pollo entre los sembrados, llenó el patio. Había cesado la lluvia y el agua se destilaba por las goteras como en una clepsidra. El pollo corría, se arrastraba, revoloteaba, se somataba por escapar a la muerte.

– Mi piedrecita de moler… -le susurró Cara de Ángel al oído, aplanchándole con la palma de la mano el vientrecillo combo.

– Amor… -le dijo ella recogiéndose contra él. Sus piernas dibujaron en la sábana el movimiento de los remos que se apoyan en el agua arrebujada de un río sin fondo.

Las criadas no paraban. Carreras. Gritos. El pollo se les iba de las manos palpitante, acoquinado, con los ojos fuera, el pico abierto, medio en cruz las alas y la respiración en largo hilván.

Hechos un nudo, regándose de caricias con los chorritos temblorosos de los dedos, entre muertos y dormidos, atmosféricos, sin superficie… -¡Amor! -le dijo ella-… -¡Cielo! -le dijo él-… ¡Mi cielo! -le dijo ella…

El pollo dio contra el muro o el muro se le vino encima…

Las dos cosas se le sentían en el corazón… Le retorcieron el pescuezo… Como si volara muerto sacudía las alas… «¡Hasta se ensució, el desgraciado!», gritó la cocinera y sacudiéndose las plumas que le moteaban el delantal fue a lavarse las manos en la pila llena de agua llovida.

Camila cerró los ojos… El peso de su marido… el aleteo… La queda mancha… El reloj, más lento, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!, ¡tijeretic!, ¡tijeretac!…

Cara de Ángel se apresuró a hojear los papeles que el Presidente le había mandado con un oficial a la estación. La ciudad arañaba el cielo con las uñas sucias de los tejados al irse quedando y quedando atrás. Los documentos le tranquilizaron. ¡Qué suerte alejarse de aquel hombre en carro de primera, rodeado de atenciones, sin cola con orejas, con cheques en la bolsa! Entrecerró los ojos para guardar mejor lo que pensaba. Al paso del tren los campos cobraban movimiento y echaban a correr como chiquillos uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro: árboles, casas, puentes…

… ¡Qué suerte alejarse de aquel hombre en carro de primera!

… Uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro La casa perseguía el árbol, el árbol a la cerca, la cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña a la nube, la nube a la siembra, la siembra al labriego, el labriego al animal…

… Rodeado de atenciones, sin cola con orejas…

… El animal a la casa, la casa al árbol, el árbol a la cerca, la cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña a la nube…

… Una aldea de reflejos corría en un arroyo de pellejito transparente y oscuro fondo de mochuelo…

… La nube a la siembra, la siembra al labriego, el labriego al animal, el animal…

… Sin cola con orejas, con cheques en la bolsa…

… El animal a la casa, la casa al árbol, el árbol a la cerca, la cerca…

… ¡Con muchos cheques en la bolsa!…

… Un puente pasaba como violineta por las bocas de las ventanillas……Luz y sombra, escalas, fleco de hierro, alas de golondrinas…

… La cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña…

Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo del asiento de junco. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás del tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver cada ver…

De repente abría los ojos -el sueño sin postura del que huye, la zozobra del que sabe que hasta el aire que respira es colador de peligros- y se encontraba en su asiento, como si hubiera saltado al tren por un hueco invisible, con la nuca adolorida, la cara en sudor y una nube de moscas en la frente.

Sobre la vegetación se amontonaban cielos inmóviles, empanzados de beber agua en el mar, con las uñas de sus rayos escondidas en nubarrones de felpa gris.

Una aldea vino, anduvo por allí y se fue por allá, una aldea al parecer deshabitada, una aldea de casas de alfeñique en tuza de milperíos secos entre la iglesia y el cementerio. ¡Que la fe que construyó la iglesia sea mi fe, la iglesia y el cementerio; no quedaron vivos más que la fe y los muertos! Pero la alegría del que se va alejando se le empañó en los ojos. Aquella tierra de asidua primavera era su tierra, su ternura, su madre, y por mucho que resucitara al ir dejando atrás aquellas aldeas, siempre estaría muerto entre los vivos, eclipsado entre los hombres de los otros países por la presencia invisible de sus árboles en cruz y de sus piedras para tumbas.

Las estaciones seguían a las estaciones. El tren corría sin detenerse, zangoloteándose sobre los rieles mal clavados. Aquí un pitazo, allá un estertor de frenos, más allá un yagual de humo sucio en la coronilla de un cerro. Los pasajeros se abanicaban con los sombreros, con los periódicos, con los pañuelos, suspendidos en el aire caliente de las mil gotas de sudor que les lloraba el cuerpo, exasperados por los sillones incómodos, por el ruido, por la ropa que les picaba como si tejida con paticas de insectos les saltara por la piel, por la cabeza que les comía como si les anduviera el pelo, sedientos como purgantes, tristes como de muerte.

Se apeó la tarde, luego de luz rígida, luego de sufrimiento de lluvias exprimidas, y ya fue de desempedrarse el horizonte y de empezar a lucir a lo lejos, muy lejos, una caja de sardinas luminosas en aceite azul.

Un empleado del ferrocarril pasó encendiendo las lámparas de los vagones. Cara de Ángel se compuso el cuello, la corbata, consultó el reloj… Faltaban veinte minutos para llegar al puerto; un siglo para él, que ya no veía las horas de estar en el barco sano y salvo, y echóse sobre la ventanilla a ver si divisaba algo en las tinieblas. Olía a injertos. Oyó pasar un río. Más adelante tal vez el mismo río…

El tren refrenó la marcha en las calles de un pueblecito tendidas como hamacas en la sombra, se detuvo poco a poco, bajaron los pasajeros de segunda clase, gente de tanate, de mecha y yesca, y siguió rodando cada vez más despacio hacia los muelles. Ya se oían los ecos de la reventazón, ya se adivinaba la indecisa claridad de los edificios de la aduana hediendo a alquitrán, ya se sentía el respirar entredormido de millones de seres dulces y salados…

Cara de Ángel saludó desde lejos al Comandante del Puerto que esperaba en la estación -¡mayor Farfán!…- feliz de encontrarse en paso tan difícil al amigo que le debía la vida -¡mayor Farfán!…

Farfán le saludó desde lejos, le dijo por una de las ventanillas que no se ocupara de sus equipajes, que ahí venían unos soldados a llevárselos al vapor, y al parar el tren subió a estrecharle la mano con vivas muestras de aprecio. Los otros pasajeros se apeaban más corriendo que andando.

– Pero ¿qué es de su buena vida?… ¿Cómo le va?…

– ¿Y a usted, mi mayor? Aunque no se lo debía preguntar, porque se le ve en la cara…

– El Señor Presidente me telegrafió para que me pusiera a sus órdenes a efecto, señor, de que nada le haga falta.

– ¡Muy amable, mayor!

El vagón había quedado desierto en pocos instantes. Farfán sacó la cabeza por una de las ventanillas y dijo en voz alta:

– Teniente, vea que vengan por los baúles. ¿Qué es tanta dilación?…

A estas palabras asomaron a las puertas grupos de soldados con armas. Cara de Ángel comprendió la maniobra demasiado tarde…

– ¡De parte del Señor Presidente -le dijo Farfán con el revólver en la mano-, queda usté detenido!

– ¡Pero, mayor!… Si el Señor Presidente… ¿Cómo puede ser?… ¡Venga… vamos… venga conmigo… hágame favor… venga… permítame… vamos a telegrafiar!

– ¡Las órdenes son terminantes, don Miguel, y es mejor que se esté quieto!

– Como usted quiera, pero yo no puedo perder el barco, voy en comisión, no puedo…

– ¡Silencio, si me hace el favor, y entregue ligerito todo lo que lleva encima!

– ¡Farfán!

– ¡Que entregue, le digo!

– ¡No, mayor, óigame!

– ¡No se oponga, vea, no se oponga!

– ¡Es mejor que me oiga, mayor!

– ¡Dejémonos de plantas!

– ¡Llevo instrucciones confidenciales del Señor Presidente…, y usted será responsable!…

– ¡Sargento, registre al señor!… ¡Vamos a ver quién puede más! Un individuo con la cara disimulada en un pañuelo surgió de la sombra, alto como Cara de Ángel, pálido como Cara de Ángel, medio rubio como Cara de Ángel; apropióse de lo que el sargento arrancaba al verdadero Cara de Ángel (pasaporte, cheques, argolla de matrimonio -por un escupitajo resbaló dedo afuera el aro en que estaba grabado el nombre de su esposa-, mancuernas, pañuelos…) Y desapareció enseguida.

La sirena del barco se oyó mucho después. El prisionero se tapó los oídos con las manos. Las lágrimas le cegaban. Habría querido romper las puertas, huir, correr, volar, pasar el mar, no ser el que se estaba quedando -¡qué río revuelto bajo el pellejo, qué comezón de cicatriz en el cuerpo!-, sino el otro, el que con sus equipajes y su nombre se alejaba en el camarote número 17 rumbo a Nueva York.

XXXIX El puerto

Todo sosegaba en el recalmón que precedió al cambio de la marea, menos los grillos húmedos de sal con pavesa de astro en los élitro,, los reflejos de los faros, imperdibles perdidos en la oscuridad, y el prisionero que iba de un lado a otro, como después de un tumulto, con el pelo despenicado sobre la frente, las ropas en desorden, sin probar asiento, ensayando gestos como los que se defienden dormidos, entre ayes y medias palabras, de la mano de Dios que se los lleva, que los arrastra porque se necesitan para las llagas, para las muertes de repente, para los crímenes en frío, para que los despierten destripados.

«¡Aquí el único consuelo es Farfán! -se repetía-. ¡Dónde no fuera el comandante! ¡Por lo menos que mi mujer sepa que me pegaron dos tiros, me enterraron y parte sin novedad!»

Y se oía la machacadera del piso, un como martillo de dos pies, a lo largo del vagón clavado con estacas de centinelas de vista en la vía férrea, aunque él andaba muy lejos, en el recuerdo de los pueblecitos que acababa de recorrer, en el lodo de sus tinieblas, en el polvo cegador de sus días de sol, cebado por el terror de la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio. ¡No quedaron vivos más que la fe y los muertos!

El reloj de la Comandancia dio una campanada. Tiritaron las arañas. La media, ahora que la aguja mayordoma estaba capoteando el cuarto para la media noche. Cachazudamente, el mayor Farfán enfundó el brazo derecho, luego el izquierdo, en la guerrera; y con la misma lentitud empezó a abrocharse por el botón del ombligo, sin parar mientes en nada de lo que allí tenía a la vista: un mapa con la república en forma de bostezo, una toalla con mocos secos y moscas dormidas, una tortuga, una escopeta, unas alforjas… Botón por botón hasta llegar al cuello. Al llegar al cuello alzó la cabeza y entonces toparon sus ojos con algo que no podía dejar de ver sin cuadrarse: el retrato del Señor Presidente.

Acabó de abrocharse, pedorreóse, encendió un cigarrillo en el aliento del quinqué, tomó el fuete y… a la calle. Los soldados no le sintieron pasar; dormían por tierra, envueltos en sus ponchos, como momias; los centinelas le saludaron con las armas y el oficial de guardia se levantó queriendo escupir un gusano de ceniza, todo lo que le quedaba del cigarrillo en los labios dormidos, y apenas si tuvo tiempo para botárselo con el envés de la mano al saludar militarmente: «¡Parte sin novedad, señor!».

En el mar entraban los ríos como bigotes de gato en taza de leche. La sombra licuada de los árboles, el peso de los lagartos cachondos, la calentura de los vidrios palúdicos, el llanto molido, todo iba a dar al mar.

Un hombre con un farol se adelantó a Farfán al entrar al vagón. Seguíanles dos soldados risueños afanados en el desenredar a cuatro manos los lacitos para atar al preso. Lo ataron por orden de Farfán y le sacaron en dirección al pueblo, seguido de los centinelas de vista que guardaban el vagón. Cara de Ángel no opuso resistencia. En el gesto y la voz del mayor, en el primor que exigía de parte de los soldados, que ya sin eso lo trataban mal, para que lo hicieran a la pura baqueta, creía adivinar una maniobra del amigo para poderle ser útil después, cuando lo tuviera en la Comandancia, sin comprometerse de antemano. Pero no lo llevaban a la Comandancia. Al dejar la estación doblaron hacia el tramo más apartado de la línea férrea y en un furgón con el piso cubierto de estiércol, le hicieron subir a golpes. Le golpeaban sin que él diera motivo, como obedeciendo a órdenes recibidas anteriormente.

– Pero ¿por qué me golpean, Farfán? -se volvió a gritar al mayor, que seguía el cortejo conversando con el del farol.

La respuesta fue un culatazo; mas por pegarle en la espalda, le dieron en la cabeza, desangrándole una oreja y haciéndole rodar de bruces en el estiércol.

Resopló para escupir el excremento; la sangre le goteaba la ropa, y quiso protestar.

– ¡Se me calla! ¡Se me calla! -gritó Farfán alzando el fuete.

– ¡Mayor Farfán! -gritó Cara de Ángel sin arredrarse, fuera de sí, en el aire que ya olía a sangre.

Farfán tuvo miedo de lo que le iba a decir y descargó el golpe. El fuetazo se pintó en la mejilla del infeliz que forcejeaba, rodilla en tierra, por desasirse las manos de la espalda.

– … Ya veo… -dijo con la voz temblorosa, incontenible, latigueante-,… ya veo… Esta batalla… le valdrá a usted otro galón…

– ¡Calle, si no quiere!… -atajó Farfán, levantando de nuevo el fuete.

El del farol le detuvo el brazo.

– ¡Pegue, no se detenga, no tenga miedo; que para eso soy hombre, y el fuete es arma de castrados!…

Dos, tres, cuatro, cinco fuetazos cubrieron en menos de un segundo la cara del prisionero.

– ¡Mayor, cálmese, cálmese!… -intervino el del farol.

– ¡No, no!… A este hijo de puta le tengo que hacer morder el polvo… Lo que ha dicho contra el Ejército no se queda así… ¡Bandido… de mierda!… -y ya no con el fuete, que se había quebrado, con el cañón de la pistola arrancaba a golpes pelos y carne de la cara y cabeza del prisionero, repitiendo a cada golpe con la voz sofocada-:… ejército…, institución…, bandido de mierda…, así…

El cuerpo exánime de la víctima fue llevado y traído como cayó en el estiércol, de un punto a otro de la vía férrea, hasta que el tren de carga, que lo debía devolver a la capital, quedó formado.

El del farol ocupó lugar en el furgón. Farfán lo encaminó. Habían estado en la Comandancia hasta la hora de la partida conversando y tomando copas.

– La primera vez que quise entrar a la policía secreta -contaba el del farol-, era «polis» un mismas mío que se llamaba Lucio Vásquez, el Terciopelo…

– Como que lo oí mentar -dijo el mayor.

– Pero ái está que esa vez no me ligó, y eso que aquél era muy al pelo para los tercios -cuando le decían el Terciopelo, figúrese usté-, y en cambio me saqué una mi carceleada y la pérdida de un pisto que con mi mujer -yo era casado en ese entonces- habíamos puesto en un negocito. Y mi mujer, pobre, hasta en El Dulce Encanto estuvo…

Farfán se despabiló al oír hablar de El Dulce Encanto, pero el recuerdo de la marrana, pestazo de sexo hediendo a letrina, que antes le habría entusiasmado, le dejó frío, luchando, como si nadara bajo de agua, con la imagen de Cara de Ángel que le repetía: «¡… otro galón!», «¡otro galón!».

– ¿Y cómo se llamaba su mujer? Porque va a ver que yo conocí a casi todas las del El Dulce Encanto…

– Por no dejar le diría el nombre, porque apenas estuvo entrada por salida. Allí se le murió un muchachito que teníamos y eso la medio trastornó. ¡Vea usté, cuando no conviene!… Ahora está en la lavandería del hospital con las hermanas. ¡No le convenía ser mujer mala!

– Pues ya lo creo que la conocí. Tanto que yo fui el que consiguió el permiso de la policía para velar a la criatura, y se veló allí con la Chón; pero ¡qué lejos estaba yo de saber que era hijito suyo!…

– Y yo, diga, en la tencha bien fregado, sin un real… ¡No, si cuando uno mira para atrás lo que ha pasado, le dan ganas de salir corriendo!

– Y yo, diga, sin saber nada y una hijita de la gran flauta malinformándome con el Señor Presidente…

– Y desde entonces que esta Cara de Ángel andaba en cuentos con el general Canales; era un ten con ten con su hija, la que después fue su mujer, y que, según dicen, se comió el mandado del patrón. Todo esto lo sé yo porque Vásquez, el Terciopelo, lo encontró en una fonda que se llamaba El Tus-Tep, horas antes de que se fugara el general.

– El Tus-Tep… -repitió el mayor haciendo memoria.

– Era una fonda que quedaba en la mera, mera esquina. Adiós, pues, donde había dos muñecos pintados en la pared, uno de cada lado de la puerta, una mujer y un hombre; la mujer con el brazo en gancho diciéndole al hombre -yo todavía me acuerdo de los letreros: -«¡Ven a bailar el tustepito!», y el hombre con una botella respondiéndole: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»

El tren arrancó poco a poco. Un terroncito de alba se mojaba en el azul del mar. De entre las sombras fueron surgiendo las casas de paja del poblado, las montañas lejanas, las embarcaciones míseras del comercio costero y el edificio de la Comandancia, cajita de fósforos con grillos vestidos de tropa.

XL Gallina ciega

… «¡Hace tantas horas que se fue!» El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar muchas, las necesarias para poder decir: «¡Hace tantos días que se fue!» Pero dos semanas después se pierde la cuenta de los días y entonces: «¡Hace tantas semanas que se fue!» Hasta un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los años…

Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño.

El cartero se anunciaba, antes de aparecer, como un loco que jugara a tocar en todas las casas. Toquido a toquido se iba acercando hasta llegar a la ventana. Camila dejaba la costura al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño a agitar todas las cosas en señal de gusto. ¡Ya está aquí el cartero que espero! «Mi adorada Camila. Dos puntos…»

Pero el cartero no tocaba… Sería que… Tal vez más tarde… Y reanudaba la costura, tarareando canciones para espantarse la pena.

El cartero pasaba de nuevo por la tarde. Imposible dar puntada en el espacio de tiempo que ponía en llegar de la ventana a la puerta. Fría, sin aliento, hecha todo oídos, se quedaba esperando el toquido, y al convencerse de que nada había turbado la casa en silencio, cerraba los ojos de miedo, sacudida por amagos de llanto, vómitos repentinos y suspiros. ¿Por qué no salió a la puerta? Acaso… Un olvido del cartero -¿y a santo de qué es cartero?- y que mañana puede traerla como si tal cosa…

Casi arranca la puerta al día siguiente por abrir a las volandas. Corrió a esperar al cartero, no sólo para que no la olvidara, sino también para ayudar a la buena suerte. Pero éste, que ya se pasaba como todos los días, se le fue de las preguntas vestido de verde alberja, el que dicen color de la esperanza, con sus ojos de sapo pequeñitos y sus dientes desnudos de maniquí para estudiar anatomía.

Un mes, dos meses, tres, cuatro…

Desapareció de las habitaciones que daban a la calle sumergida por el peso de la pena, que se la fue jalando hacia el fondo de la casa. Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña, un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura.

«No son antojos, son pruritos», explicó una vecina algo comadre a las criadas que le consultaron el caso más por tener que contar que por pedir remedio, pues en lo de remedio ellas sabían lo suyo para no quedarse atrás; candelas a los santos y alivio de la necesidad por disminución del peso de la casa, que iban descargando de las cositas de valor.

Pero un buen día la enferma salió a la calle. Los cadáveres flotan. Refundida en un carruaje, hurtando los ojos a los conocidos -casi todos escondían la cara para no decirle adiós- estuvo ir e ir adonde el Presidente. Su desayuno, almuerzo y comida era un pañuelo empapado en llanto. Casi se lo comía en la antesala. ¡Cuánta necesidad, a juzgar por el gentío que esperaba! Los campesinos, sentados en la orillita de las sillas de oro. Los de la ciudad más adentro, gozando del respaldo. A las damas se les cedían los sillones en voz baja. Alguien hablaba en una puerta. ¡El Presidente! De pensarlo se acalambraba. Su hijo le daba pataditas en el vientre, como diciéndole: «¡Vámonos de aquí!» El ruido de los que cambiaban de postura. Bostezos. Palabritas. Los pasos de los oficiales del Estado Mayor. Los movimientos de un soldado que limpiaba los vidrios de una ventana. Las moscas. Las pataditas del ser que llevaba en el vientre. «¡Ay, tan bravo! ¡Qué son esas cóleras! ¡Estamos en hablarle al Presidente para que nos diga qué fue de ese señor que no sabe que usted existe y que cuando regrese lo va a querer mucho! ¡Ah, ya no ve las horas de salir a tomar parte en esto que se llama la vida!… ¡No, no es que yo no quiera, sino que mejor se está ahí bien guardadito!»

El Presidente no la recibió. Alguien le dijo que era mejor solicitar audiencia. Telegramas, cartas, escritos en papel sellado… Todo fue inútil; no le contestó.

Anochecía y amanecía con el hueco del no dormir en los párpados, que a ratitos botaba sobre lagunas de llanto. Un gran patio. Ella, tendida en una hamaca, jugando con un caramelo de las mil y una noches y una pelotica de hule negro. El caramelo en la boca, la pelotica en las manos. Por llevarse el caramelo de un carrillo a otro, se le escapó la pelotica, botó en el piso del corredor, bajo la hamaca, y rebotó en el patio muy lejos, mientras el caramelo le crecía en la boca, cada vez más lejos, hasta desaparecer de pequeñita. No estaba completamente dormida. El cuerpo le temblaba al contacto de las sábanas. Era un sueño con luz de sueño y luz eléctrica. El jabón se le fue de las manos dos y tres veces, como la pelotica, y el pan del desayuno comía por pura necesidad -le creció en la boca como el caramelo.

Desiertas las calles, de misa las gentes y ella ya por los Ministerios atalayando a los ministros, sin saber cómo ganarse a los porteros, viejecillos gruñones que no le contestaban cuando les hablaba, y le echaban fuerte, racimos de lunares de carne, cuando insistía.

Pero su marido había corrido a recoger la pelotica. Ahora recordaba la otra parte de su sueño. El patio grande. La pelotica negra. Su marido cada vez más pequeñito, cada vez más lejos, como reducido por una lente, hasta desaparecer del patio tras la pelotica, mientras a ella, y no pensó en su hijo, le crecía el caramelo en la boca.

Escribió al cónsul de Nueva York, al ministro de Wáshington, al amigo de una amiga, al cuñado de un amigo pidiendo noticias de su marido, y como echar las cartas a la basura. Por un abarrotero judío supo que el honorable secretario de la Legación Americana, detective y diplomático, tenía noticias ciertas de la llegada de Cara de Ángel a Nueva York. No sólo se sabe oficialmente que desembarcó -así consta en los registros del puerto, así consta en los registros de los hoteles en que se hospedó, así consta en los registros de la policía-, sino también por los periódicos y por noticias de personas llegadas muy recientemente de allá. «Y ahora lo están buscando -le decía el judío-, y vivo o muerto tienen que dar con él, aunque parece ser que de Nueva York siguió en otro barco para Singapur.» «¿Y dónde queda eso?», preguntaba ella. «¿En dónde ha de quedar? En Indochina», respondía el judío entrechocando las planchas de sus dientes postizos. «¿Y como cuánto dura una carta en venir de allá?», indagaba ella. «Exactamente no sé, pero no más de tres meses.» Ella contaba con los dedos. Cuatro tenía Cara de Ángel de haberse ido.

En Nueva York o en Singapur… ¡Qué peso se le quitaba de encima! ¡Qué consuelo tan grande sentirlo lejos -saber que no se lo habían matado en el puerto, como dio en decir la gente-, lejos de ella, en Nueva York o en Singapur, pero con ella en el pensamiento!

Se apoyó en el mostrador del almacén del judío para no caer redonda. El gusto la mareaba. Iba como en el aire, sin tocar los jamones envueltos en papel plateado, las botellas en paja de Italia, las latas de conservas, los chocolates, las manzanas, los arenques, las aceitunas, el bacalao, los moscateles, conociendo países del brazo de su marido. ¡Tonta que fui atormentarme por atormentarme! Ahora comprendo por qué no me ha escrito y hay que seguir haciendo la comedia. El papel de la mujer abandonada que va en busca del que la abandonó, ciega de celos…, o el de la esposa que quiere estar al lado de su marido en el trance difícil del parto.

El camarote reservado, el equipaje hecho, todo listo ya para partir, de orden superior le negaron el pasaporte. Un como reborde de carne gorda alrededor de un hueco con dientes manchados de nicotina se movió de arriba abajo, de abajo arriba, para decirle que de orden superior no se le podía extender el pasaporte. Ella movió los labios de arriba abajo, de abajo arriba ensayando a repetir las palabras como si hubiera entendido mal.

Y gastó una fortuna en telegramas al Presidente. No le contestó. Nada podían los ministros. El Subsecretario de la Guerra, hombre de suyo bondadoso con las damas, le rogó que no insistiera, que el pasaporte no se lo daban aunque metiera flota, que su marido había querido jugar con el Señor Presidente y que todo era inútil.

Le aconsejaron que se valiera de aquel curita que parecía tener ranas, no almorranas, varón de mucha vara alta, o de una de las queridas del que montaba los caballos presidenciales, y como en ese tiempo corrió la noticia de que Cara de Ángel había muerto de fiebre amarilla en Panamá, no faltó quien la acompañara a consultar con los espiritistas para salir de duda.

Éstos no se lo dejaron decir dos veces. La que anduvo un poco renuente fue la médium. «Eso de que encarne en mí el espíritu de uno que fue enemigo del Señor Presidente -decía-, no muy me conviene.» Y bajo la ropa helada le temblaban las canillas secas. Pero las súplicas, acompañadas de monedas, quebrantan piedras y untándole la mano la hicieron consentir. Se apagó la luz. Camila tuvo miedo al oír que llamaban al espíritu de Cara de Ángel, y la sacaron arrastrando los pies, casi sin conocimiento: había escuchado la voz de su marido, muerto, según dijo, en alta mar y ahora en una zona en donde nada alcanza a ser y todo es, en la mejor cama, colchones de agua con resortes de peces, y el no estar, la más sabrosa almohada.

Enflaquecida, con arrugas de gata vieja en la cara cuando apenas contaba veinte años, ya sólo ojos, ojos verdes y ojeras grandes como sus orejas transparentes, dio a luz un niño, y por consejo del médico, al levantarse de la cama salió de temporada al campo. La anemia progresiva, la tuberculosis, la locura, la idiotez y ella a tientas por un hilo delgado, con un niño en los brazos, sin saber de su marido, buscándolo en los espejos, por donde sólo pueden volver los náufragos, en los ojos de su hijo o en sus propios ojos, cuando dormida sueña con él en Nueva York o en Singapur.

Por entre los pinos de sombra caminante, los árboles fruteros de las huertas y los de los campos más altos que las nubes, aclaró un día en la noche de su pena; el domingo de Pentecostés, en que recibió su hijo sal, óleo, agua, saliva de cura y nombre de Miguel. Los cenzontles se daban el pico. Dos onzas de plumas y un sinfín de trinos. Las ovejas se entretenían en lamer las crías. ¡Qué sensación tan completa de bienestar de domingo daba aquel ir y venir de la lengua materna por el cuerpo del recental, que entremoría los ojos pestañosos al sentir la caricia! Los potrancos correteaban en pos de las yeguas de mirada húmeda. Los terneros mugían con las fauces babeantes de dicha junto a las ubres llenas. Sin saber por qué, como si la vida renaciera en ella, al concluir el repique del bautizo, apretó a su hijo contra su corazón.

El pequeño Miguel creció en el campo, fue hombre de campo, y Camila no volvió a poner los pies en la ciudad.

XLI Parte sin novedad

La luz llegaba de veintidós en veintidós horas hasta las bóvedas, colada por las telarañas, y las ramazones de mampostería, y de veintidós en veintidós horas, con la luz, la lata de gas, más orín que lata, en la que bajaban de comer a los presos de los calabozos subterráneos por medio de una cuerda podrida y llena de nudos. Al ver el bote de caldo mantecoso con desechos de carne gorda y pedazos de tortilla, el prisionero del diecisiete volvió la cara. Aunque se muriera no probaría bocado, y por días y días la lata bajó y subió intacta. Pero la necesidad lo fue acorralando, vidriósele la pupila en el corral ralo del hambre, le crecieron los ojos, divagó en alta voz mientras se paseaba por el calabozo que no daba para cuatro pasos, se frotó los dientes en los dedos, se tiró de las orejas frías y un buen día, al caer la lata, como si alguien fuera a arrebatársela de las manos, corrió a meter en ella la boca, las narices, la cara, el pelo, ahogándose por tragar y mascar al mismo tiempo. No dejó nada y cuando tiraron de la cuerda vio subir la lata vacía con el gusto de la bestia satisfecha. No acababa de chuparse los dedos, de lamerse los labios… Pero del gozo al pozo y la comida afuera, revuelta con palabras y quejidos… La carne y la tortilla se le pegaban en las entrañas para no dejarse arrancar, mas a cada envión del estómago no le quedaba sino abrir la boca y apoyarse en la pared como el que se asoma a un abismo. Por fin pudo respirar, todo daba vueltas; peinóse el cabello húmedo con la mano que por detrás de la oreja resbaló y trajo hacia la barba sucia de babas. Le silbaban los oídos. Le bañaba la cara un sudor gélido, pegajoso, ácido, como agua de pila eléctrica. Ya la luz se iba, aquella luz que se estaba yendo desde que venía. Agarrado a los restos de su cuerpo, como si luchara con él mismo, pudo medio sentarse, alargar las piernas, recostar la cabeza en la pared y caer bajo el peso de los párpados como bajo la acción violenta de un narcótico. Pero no durmió a gusto; a la respiración penosa por falta de aire sucedió el ir y venir de las manos por el cuerpo, el recoger y estirar de una y otra pierna y el correr apresurado de los dedos sobre los casquitos de las uñas para arrancarse de la garganta el tizón que le estaba quemando por dentro; y ya medio despierto empezó a cerrar y abrir la boca como pez sin agua, a paladear el aire helado con la lengua seca y a querer gritar y a gritar ya despierto, aunque atontado por la calentura, no sólo de pie, sino empinándose, estirándose lo más posible para que lo oyeran. Las bóvedas desmenuzaban sus gritos de eco en eco. Palmoteó en las paredes, dio de patadas en el piso, dijo y redijo con voces que bien pronto fueron aullidos… Agua, caldo, sal, grasa, algo; agua, caldo…

Un hilo de sangre de alacrán destripado le tocó la mano…, de muchos alacranes porque no dejaba de correr…, de todos los alacranes destripados en el cielo para formar las lluvias… Sació la sed a lengüetazos sin saber a quién debía aquel regalo que después fue su mayor tormento. Horas y horas pasaba subido en la piedra que le servía de almohada, para salvar los pies de la charca que el agua del invierno formaba en el calabozo. Horas y horas, empapado hasta la coronilla, destilando agua, húmedos los suburbios de los huesos, entre bostezos y escalofríos, inquieto porque tenía hambre y ya tardaba la lata de caldo mantecoso. Comía, como los flacos, para engordarse el sueño y con el último bocado se dormía de pie. Más tarde bajaba el bote en que satisfacían sus necesidades corporales los presos incomunicados. La primera vez que el del diecisiete lo oyó bajar, creyendo que se trataba de una segunda comida, como en ese tiempo no probaba bocado, lo dejó subir sin imaginarse que fueran excrementos; hedían igual que el caldo. Pasaban esta lata de calabozo en calabozo y llegaba al diecisiete casi a la mitad. ¡Qué terrible oírla bajar y no tener ganas y tener ganas cuando tal vez acababa de perder el oído en las paredes su golpetear de badajo de campana muerta! A veces, para mayor tormento, se espantaban las ganas de sólo pensar en la lata, que venía, que no venía, que ya tardaba, que acaso se olvidaron -lo que no era raro-, o se les rompió la cuerda -lo que pasaba casi todos los días-, con baño para alguno de los condenados; de pensar en el vaho que despedía, calor de huelgo humano, en los bordes filudos del cuadrado recipiente, en el pulso necesario, y entonces, cuando las ganas se espantaban, a esperar el otro turno, a esperar veintidós horas entre cólicos y saliva con sabor a cobre, angurrias, llantos, retortijones y palabras soeces, o en caso extremo a satisfacerse en el piso, a reventar allí la tripa hedionda como perro o como niño, a solas con las pestañas y la muerte.

Dos horas de luz, veintidós horas de oscuridad completa, una lata de caldo y una de excrementos, sed en verano, en invierno el diluvio; ésta era la vida en aquellas cárceles subterráneas.

… ¡Cada vez pesas menos -el prisionero del diecisiete ya no se conocía la voz-, y cuando el viento pueda contigo te llevará a donde Camila espera que regreses! ¡Estará atontada de esperar, se habrá vuelto una cosa insignificante, pequeñita! ¡Qué importa que tengas las manos flacas! ¡Ella las engordará con el calor de su pecho!… ¿Sucias?… Ella las lavará con su llanto… ¿Sus ojos verdes?… Sí, aquella campiña del Tirol austríaco que estaba en La Ilustración… o la caña de bambú con vivos áureos y golpes de añil marino… Y el sabor de sus palabras, y el sabor de sus labios, y el sabor de sus dientes, y el sabor de su sabor… Y su cuerpo, ¿dónde me lo dejas?; ocho alargado de cinturita estrecha, como las guitarras de humo que forman las girándulas al apagarse e ir perdiendo el impulso… Se la robé a la muerte una noche de fuegos artificiales… Andaban los ángeles, andaban las nubes, andaban los tejados con pasitos de sereno, las casas, los árboles, todo andaba en el aire con ella y conmigo…

Y sentía a Camila junto a su cuerpo, en la pólvora sedosa del tacto, en su respiración, en sus oídos, entre sus dedos, contra las costillas que sacudían como pestañas los ojos de las vísceras ciegas…

Y la poseía…

El espasmo sobrevenía sin contorsión alguna, suavemente, con un ligero escalofrío a lo largo de la espina dorsal, torzal de espinas, una rápida contracción de la glotis y la caída de los brazos como cercenados del cuerpo…

La repugnancia que le causaba la satisfacción de sus necesidades en la lata, multiplicada por la conciencia que le remordía satisfacer sus necesidades fisiológicas con el recuerdo de su esposa en forma tan amarga, le dejaba sin valor para moverse.

Con un pedacito de latón que arrancó a una de las correas de sus zapatos, único utensilio de metal de que disponía, grabó en la pared el nombre de Camila y el suyo entrelazados y, aprovechando la luz, de veintidós en veintidós horas, añadió un corazón, un puñal, una corona de espinas, un áncora, una cruz, un barquito de vela, una estrella, tres golondrinas como tildes de eñe y un ferrocarril, el humo en espiral…

La debilidad le ahorró, por fortuna, el tormento de la carne. Físicamente destruido recordaba a Camila como se aspira una flor o se oye un poema. Antojábasele la rosa que por abril y mayo florecía año con año en la ventana del comedor donde de niño desayunaba con su madre. Orejita de rosal curioso. Una procesión de mañanas infantiles le dejaba aturdido. La luz se iba. Se iba… Aquella luz que se estaba yendo desde que venía. Las tinieblas se tragaban los murallones como obleas y ya no tardaba el bote de los excrementos. ¡Ah, si la rosa aquélla! El lazo con carraspera y el bote loco de contento entre las paredes intestinales de las bóvedas. Estremecíase de pensar en la peste que acompañaba a tan noble visita. Se llevaban el recipiente, pero no el mal olor. ¡Ah, si la rosa aquélla, blanca como la leche del desayuno!…

A tirar de años había envejecido el prisionero del diecisiete, aunque más usan las penas que los años. Profundas e incontables arrugas alforzaban su cara y botaba las canas como las alas las hormigas de invierno. Ni él ni su figura… Ni él ni su cadáver. Sin aire, sin sol, sin movimiento, diarreico, reumático, padeciendo neuralgias errantes, casi ciego, lo único y lo último que alentaba en él era la esperanza de volver a ver a su esposa, el amor que sostiene el corazón con polvo de esmeril.

El director de la Policía Secreta reculó la silla en que estaba sentado, metió los pies debajo, se apoyó en las puntas echándose de codos sobre la mesa canela negra, trajo la pluma a la luz de la lámpara y con la pinza de dos dedos, de un pellizquito, le quitó el hilo que le hacía escribir las letras como camaroncillos bigotudos, no sin acompañar el gesto de una enseñadita de dientes. Luego continuó escribiendo:

«…, y conforme a instrucciones -la pluma rascaba el papel de gavilán en gavilán-, el susodicho Vich trabó amistad con el prisionero del calabozo número diecisiete, después de dos meses de estar encerrado allí con él haciendo la comedia de llorar a todas horas, gritar todos los días y quererse suicidar a cada rato. De la amistad a las palabras, el prisionero del diecisiete le preguntó qué delito había cometido contra el Señor Presidente para estar allí donde acaba toda esperanza humana. El susodicho Vich no contestó, conformándose con somatar la cabeza en el suelo y proferir maldiciones. Mas insistió tanto que Vich acabó por soltar la lengua: “Polígloto nacido en un país de políglotos. Noticias de la existencia de un país donde no había políglotos. Viaje. Llegada. País ideal para los extranjeros. Cuñas por aquí, cuñas por allá, amistad, dinero, todo… De pronto, una señora en la calle, los primeros pasos tras ella, dudosos, casi a la fuerza… Casada… Soltera… Viuda… ¡Lo único que sabe es que debe ir tras ella! ¡Qué ojos verdes tan lindos! ¡Qué boca de rosoli! ¡Qué andar! ¡Qué Arabia felice!… Le hace la corte, le pasea la casa, se le insinúa, mas a partir del momento en que intenta hablar con ella, no la vuelve a ver y un hombre a quien él no conoce ni nunca ha visto empieza a seguirlo por todas partes como su sombra… Amigos, ¿de qué se trata?… Los amigos dan la vuelta. Piedras de la calle, ¿de qué se trata?… Las piedras de la calle tiemblan de oírlo pasar. Paredes de la casa, ¿de qué se trata?… Las paredes de la casa tiemblan de oírlo hablar. Todo lo que llega a poner en limpio en su imprudencia: había querido enamorar a la prefe… del Señor Presidente, una señora que, según supo, antes que lo metieran en la cárcel por anarquista, era hija de un general y hacía aquello por vengarse de su marido que la abandonó…»

»El susodicho informa que a estas palabras sobrevino un ruido quisquilloso de reptil en tinieblas, que el prisionero se le acercó y le suplicó con voz de ruidito de aleta de pescado que repitiera el nombre de esa señora, nombre que por segunda vez dijo el susodicho…

»A partir de ese momento el prisionero empezó a rascarse como si le comiera el cuerpo que ya no sentía, se arañó la cara por enjugarse el llanto en donde sólo le quedaba la piel lejana y se llevó la mano al pecho sin encontrarse: una telaraña de polvo húmedo había caído al suelo…

»Conforme a instrucciones entregué personalmente al susodicho Vich, de quien he procurado transcribir la declaración al pie de la letra, ochenta y siete dólares por el tiempo que estuvo preso, una mudada de casimir de segunda mano y un pasaje para Vladivostok. La partida de defunción del calabozo número diecisiete se asentó así: N.N.: disentería pútrida.

»Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente…»

Загрузка...