Segunda Parte 24, 25 y 26 de abril

XII Camila

Horas y horas se pasaba en su cuarto ante el espejo. «El diablo se le va a asomar por mica», le gritaba su nana. «¿Más diablo que yo?», respondía Camila, el pelo en llamas negras alborotado, la cara trigueña lustrosa de manteca de cacao para despercudirse, náufragos los ojos verdes, oblicuos y jalados para atrás. La pura China Canales, como la apodaban en el colegio, aunque fuera con su gabacha de colegiala cerrada hasta las islillas, se veía más mujercita, menos fea, caprichuda y averiguadora.

– Quince años -se decía ante el espejo-, y no paso de ser una burrita con muchos tíos y tías, primos y primas, que siempre han de andar juntos como insectos.

Se tiraba del pelo, gritaba, hacía caras. Le caía mal formar parte de aquella nube de gente emparentada. Ser la nena. Ir con ellos a la parada. Ir con ellos a todas partes. A misa de doce, al Cerro del Carmen, a montarse al caballo rubio, a dar vueltas al Teatro Colón, a bajar y subir barrancos por El Sauce.

Sus tíos eran unos espantajos bigotudos, con ruido de anillos en los dedos. Sus primos unos despeinados, gordinflones, plomosos. Sus tías unas repugnantes. Así los veía, desesperada de que unos -los primos- le regalaran cartuchos de caramelos con banderita, como a una chiquilla; de que otros -los tíos- la acariciaran con las manos malolientes a cigarro, tomándola de los cachetes con el pulgar y el índice para moverle la cara de un lado a otro -instintivamente Camila entiesaba la nuca-; o de que la besaran sus tías sin levantarse el velito del sombrero, sólo para dejarle en la piel sensación de telaraña pegada con saliva.

Los domingos por la tarde se dormía o se aburría en la sala, cansada de ver retratos antiguos en un álbum de familia, fuera de los que pendían de las paredes tapizadas de rojo o se habían distribuido en esquineras negras, mesas plateadas y consolas de mármol, mientras su papá ronroneaba como mirando a la calle desierta por una ventana, o correspondía a los adioses de vecinos y conocidos que le saludaban al pasar. Uno allá cada año. Le rendían el sombrero. Era el general Canales. Y el general les contestaba con la voz campanuda: «¡Buenas tardes…» «Hasta luego…» «Me alegro de verlo…» «¡Cuídese mucho!…»

Las fotografías de su mamá recién casada, a la que sólo se le veían los dedos y la cara -todo lo demás eran los tres reinos de la naturaleza, a la última moda en el traje hasta los tobillos, los mitones hasta cerca del codo, el cuello rodeado de pieles y el sombrero chorreando listones y plumas bajo una sombrilla de encajes alechugados-; y las fotografías de sus tías pechugonas y forradas como muebles de sala, el pelo como empedrado y diademitas en la frente; y las de las amigas de entonces, unas con mantón de manila, peineta y abanico, otras retratadas de indias con sandalias, güipil, tocoyal y un cántaro en el hombro, o fotografiadas con madrileña, lunares postizos y joyas, iban adormeciendo a Camila, untándola somnolencias de crepúsculo y presentimientos de dedicatoria: «Este retrato tras de ti como mi sombra.» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño.» «Si el olvido borra esas letras enmudecerá mi recuerdo.» Al pie de otras fotografías sólo se alcanzaba a leer entre violetas secas fijadas con listoncitos descoloridos: «Remember, 1898»; «… idolatrada»; «Hasta más allá de la tumba»; «Tu incógnita…»

Su papá saludaba a los que pasaban por la calle desierta, uno allá cada cuando, mas su voz campanuda resonaba en la sala como respondiendo a las dedicatorias. «Este retrato tras de ti como mi sombra»: «¡Me alegro mucho, que le vaya bien…!» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño»: «¡Adiós, que se conserve bien…!» «Si el olvido borra estas letras enmudecerá mi recuerdo»: «¡Para servirlo, saludos a su mamá!»

Un amigo escapaba a veces del álbum de retratos y se detenía a conversar con el general en la ventana. Camila lo espiaba escondida en el cortinaje. Era aquél que en el retrato tenía aire de conquistador, joven, esbelto, cejudo, de vistoso pantalón a cuadros, levita abotonada y sombrero entre bolero y cumbo, el ya me atrevo de fin de siglo.

Camila sonreía y se tragaba estas palabras: «Mejor se hubiera quedado en el retrato, señor… Sería anticuado en su vestir, se prestaría a burlas su traje de museo, pero no estaría barrigón, calvo y con los cachetes como chupando bolitas.»

Desde la penumbra del cortinaje de terciopelo, oliendo a polvo, asomaba Camila sus ojos verdes al cristal de la tarde dominguera. Nada cambiaba la crueldad de sus pupilas de vidrio helado para ver desde su casa lo que pasaba en la calle.

Separados por los barrotes del balcón voladizo, mataban el tiempo su papá, con los codos hundidos en un cojín de raso -relumbraban las mangas de su camisa de lino, pues estaba en mangas de camisa-, y un amigo que parecía muy de su confianza. Un señor bilioso, nariz ganchuda, bigote pequeño y bastón de pomo de oro. Las casualidades. Callejeando allí por la casa lo detuvo el general con un «¡Dichosos los ojos que te ven por la Merced, qué milagrote!», y Camila lo encontró en el álbum. No era fácil reconocerlo. Sólo fijándose mucho en su retrato. El pobre señor tuvo su nariz proporcionada, la cara dulzona, llenita. Bien dicen que el tiempo pasa sobre la gente. Ahora tenía la cara angulosa, los pómulos salientes, filo en las arcadas de las cejas despobladas y la mandíbula cortante. Mientras conversaba con su papá con voz pausada y cavernosa, se llevaba el pomo del bastón a la nariz a cada rato, como para oler el oro.

La inmensidad en movimiento. Ella en movimiento. Todo lo que en ella estaba inmóvil, en movimiento. Jugaron palabras de sorpresa en sus labios al ver el mar por primera vez, mas al preguntarle sus tíos qué le parecía el espectáculo, dijo con aire de huera importancia: «¡Me lo sabía de memoria en fotografía!…»

El viento palpitante le agitaba en las manos un sombrero rosado de ala muy grande. Era como un aro. Como un gran pájaro redondo.

Los primos, con la boca abierta y los ojos de par en par, no salían de su asombro. El oleaje ensordecedor ahogaba las palabras de sus tías. ¡Qué lindo! ¡Cómo se hace! ¡Cuánta agua! ¡Parece que está bravo! ¡Y allá, vean…, es el sol que se está hundiendo! ¿No olvidaríamos algo en el tren por bajar corriendo?… ¿Ya vieron si las cosas están cabales?… ¡Hay que contar las valijas!…

Sus tíos, cargados con valijas de ropas ligeras, propias para la costa, esos trajes arrugados como pasas que visten los temporadistas; con los racimos de cocos que las señoras arrebataron de las manos de los vendedores en las estaciones de tránsito, sólo porque eran baratos, y una runfla de tanates y canastas, se alejaron hacia el hotel en fila india.

– Lo que dijiste, yo me fijé… -habló por fin uno de sus primos, el más canillón. (Un golpe de sangre bajo la piel acentuó el color trigueño de Camila con ligero carmín, al sentirse aludida.)-. Y no lo tomé como lo dijiste. Para mí lo que tú quisiste decir es que el mar se parece a los retratos que salen en las vistas de viajes, sólo que en más grande.

Camila había oído hablar de las vistas de movimiento que daban a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas, pero no sabía ni tenia idea de cómo eran. Sin embargo, con lo dicho por su primo, fácil le fue imaginárselas entornando los ojos y viendo el mar. Todo en movimiento. Nada estable. Retratos y retratos confundiéndose, revolviéndose, saltando en pedazos para formar una visión fugaz a cada instante, en un estado que no era sólido, ni líquido, ni gaseoso, sino el estado en que la vida está en el mar. El estado luminoso. En las vistas y en el mar.

Con los dedos encogidos en los zapatos y la mirada en todas partes, siguió contemplando Camila lo que sus ojos no acababan de ver. Si en el primer instante sintió vaciarse sus pupilas para abarcar la inmensidad, ahora la inmensidad se las llenaba. Era el regreso de la marea hasta sus ojos.

Seguida de su primo bajó por la playa poco a poco -no era fácil andar en la arena-, para estar más cerca de las olas, pero en lugar de una mano caballerosa, el Océano Pacífico le lanzó una guantada líquida de agua clara que le bañó los pies. Sorprendida, apenas si tuvo tiempo para retirarse, no sin dejarle prenda -el sombrero rosado que se veía como un punto diminuto entre los tumbos- y no sin un chillidito de niña consentida que amenaza con ir a dar la queja a su papá: «¡Ah… mar!»

Ni ella ni su primo se dieron cuenta. Había pronunciado por primera vez el verbo «amar» amenazando al mar. El cielo color tamarindo, hacia el sitio en que se ocultaba el sol completamente, enfriaba el verde profundo del agua.

¿Por qué se besó los brazos en la playa respirando el olor de su piel asoleada y salobre? ¿Por qué hizo otro tanto con las frutas que no la dejaban comer, al acercárselas a los labios juntitos y olisquearlas? «A las niñas les hace mal el ácido -sermoneaban sus tías en el hotel-, quedarse con los pies húmedos y andar potranqueando.» Camila había besado a su papá y a su nana, sin olerlos. Conteniendo la respiración había besado el pie como raíz lastimada de Jesús de la Merced. Y sin oler lo que se besa, el beso no sabe a nada. Su carne salobre y trigueña como la arena, y las piñuelas y los membrillos, la enseñaron a besar con las ventanas de la nariz abiertas, ansiosas, anhelantes. Mas del descubrimiento al hecho, ella no supo si olía o si mordía cuando ya, para terminar la temporada, la besó en la boca el primo que hablaba de las vistas del movimiento y sabía silbar el tango argentino.

Al volver a la capital, Camila le metió flota a su nana para que la llevara a las vistas. Era a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas. Fueron a escondidas de su papá, tronándose los dedos y rezando el Trisagio. Por poco se vuelven desde la puerta al ver el salón lleno de gente. Se apropiaron de dos sillas cercanas a una cortina blanca, que por ratitos bañaban con un como reflejo de sol. Estaban probando los aparatos, los lentes, la electricidad, que producía un ruido de chisporroteo igual al de los carbones de la luz eléctrica en los faroles de las calles.

La sala se oscureció de repente. Camila tuvo la impresión de que estaba jugando al tuero. En la pantalla todo era borroso. Retratos con movimientos de saltamontes. Sombras de personas que al hablar parecía que mascaban, al andar que iban dando saltos y al mover los brazos que se desgonzaban. A Camila se le hizo tan precioso el recuerdo de una vez que se escondió con un muchacho en el cuarto del tragaluz, que se olvidó de las vistas. El candil de las ánimas moqueaba en el rincón más tenebroso de la estancia, frente a un Cristo de celuloide casi transparente. Se escondieron bajo una cama. Hubo que tirarse al suelo. La cama no dejaba de echar fuerte, traquido y traquido. Un mueble abuelo que no estaba para que lo resmolieran. «¡Tuero!», se oyó gritar en el último patio. «¡Tuero!», gritaron en el primer patio. «¡Tuero! ¡Tuero!…» Al oír los pasos del que buscaba diciendo a voces: «¡Voy con tamaño cuero!», Camila empezó a quererse reír. Su compañero de escondite la miraba fijamente, amenazándola para que se callara. Ella le oía el consejo con los ojos serios, pero no aguantó la risa al sentir una mesa de noche entreabierta y apestosa a loco que le quedaba en las narices, y habría soltado la carcajada si no se le llenan los ojos de una arenita que se le fue haciendo agua al sentir en la cabeza el ardor de un coscorrón.

Y como aquella vez del escondite, así salió de las vistas, con los ojos llorosos y atropelladamente, entre los que abandonaban las sillas y corrían hacia las puertas en la oscuridad. No pararon hasta el Portal del Comercio. Y allí supo Camila que el público había salido huyendo de la excomunión. En la pantalla, una mujer de traje pegado al cuerpo y un hombre mechudo de bigote y corbata de artista, bailaban el tango argentino.

Vásquez salió a la calle armado todavía -la barreta que le sirvió para callar a la Chabelona era arma contundente-, y a una señal de su cabeza, asomó Cara de Ángel con la hija del general en los brazos.

La policía empezaba a huir con el botín cuando aquéllos desaparecieron por la puerta de El Tus-Tep.

De los policías, el que no llevaba a miches un galápago, llevaba un reloj de pared, un espejo de cuerpo entero, una estatua, una mesa, un crucifijo, una tortuga, gallinas, patos, palomas y todo lo que Dios creó. Ropa de hombre, zapatos de mujer, trastos de China, flores, imágenes de santos, palanganas, trébedes, lámparas, una araña de almendrones, candelabros, frascos de medicinas, retratos, libros, paraguas para aguas del cielo y para aguas humanas.

La fondera esperaba en El Tus-Tep con la tranca en la mano para acuñar luego la puerta.

Jamás sospechó Camila que existiera este cuchitril hediendo a petate podrido, a dos pasos de donde feliz vivía entre los mimos del viejo militar, parece mentira ayer dichoso; los cuidados de su nana, parece mentira hoy malherida; las flores de su patio ayer no pisoteadas, hoy por tierra; la gata fugada y el canario muerto, aplastado con jaula y todo. Al quitarle el favorito de los ojos la bufanda negra, Camila tuvo la impresión de estar muy lejos de su casa… Dos y tres veces se pasó la mano por la cara, mirando a todos lados para saber dónde estaba. Los dedos se le perdieron en un grito al darse cuenta de su desgracia. No estaba soñando.

– Señorita… -alrededor de su cuerpo adormecido, pesado, la voz del que esa tarde le anunció la catástrofe-, aquí, por lo menos, no corre usted ningún peligro. ¿Qué le damos para que le pase el susto?

– ¡Susto de agua y fuego! -dijo la fondera, y corrió a desenterrar el rescoldo en el apaste con ceniza que le servía de cocina, instante que aprovechó Lucio Vásquez para tocar a degüello y empinarse una garrafa de aguardiente de sabor, sin saborearlo, como quien bebe mataburro.

A soplidos le sacaba la fondera los ojos al fuego, sin dejar de repetir entre dientes: «fuego y luego, luego y fuego». A su espalda, por la pared de la trastienda, que alumbraba de rojo el resplandor del rescoldo, resbaló la sombra de Vásquez camino al patio.

– Aquí fue donde él le dijo a ella… -decía Lucio con su voz aflautada-. No hay quién que por cien no venga… y por mil también. El que a mataburro vive, a mataburro muere…

El agua que llenaba una taza de bola tomó color de persona asustada al caerle la brasa y apagarse. Como la pepita de una fruta infernal flotó el carbón negro que la Masacuata echó ardiendo y sacó apagado con las tenazas. «Susto de agua y fuego», repetía. Camila recobró la voz a los primeros tragos:

– ¿Y mi papá? -fue lo primero que dijo.

– Tranquilícese, no tenga pena; beba más agüita de brasa, al general no le ha sucedido nada -le contestó Cara de Ángel.

– ¿Lo sabe usted?

– Lo supongo…

– Y una desgracia…

– ¡Isht, no la llame usted!

Camila volvió a mirar a Cara de Ángel. El semblante dice muchas veces más que las palabras. Pero se le perdieron los ojos en las pupilas del favorito, negras y sin pensamiento.

Es menester que se siente, niña… -observó la Masacuata. Volvía arrastrando la banquita que Vásquez ocupaba esa tarde, cuando el señor de la cerveza y el billete entró en la fonda por primera vez…

… ¿Esa tarde hacía muchos años o esa tarde hacía pocas horas? El favorito fijaba los ojos, alternativamente, en la hija del general y en la llama de la candela ofrecida a la Virgen de Chiquinquirá. El pensamiento de apagar la luz y hacer una que no sirve le negreaba en las pupilas. Un soplido y… suya por la razón o la fuerza. Pero trajo las pupilas de la imagen de la Virgen a la figura de Camila caída en el asiento y, al verle la cara pálida bajo las lágrimas granudas, el cabello en desorden y el cuerpo de ángel a medio hacer, cambió el gesto, le quitó la taza de la mano con aire paternal y se dijo: «¡pobrecita!»…

Las toses de la fondera, para darles a entender que los dejaba a solas y sus improperios al encontrar a Vásquez completamente borracho, tirado en el patiecito oloroso a rosas de cachirulo que seguía a la trastienda, coincidieron con nuevos llantos de Camila.

– ¡Vos sí que dialtiro sos liso -la Masacuata estaba hecha una chichigua-, desconsiderado, que sólo servís para derramarle a uno las bilis! ¡Bien dicen que con vos el que parpadea pierde! ¡Mucho que decís que me querés!… Se ve…, se ve… ¡Apenas di media vuelta te sembraste la garrafa! ¡Para vos que no me cuesta…, que lo salgo a fiar…, que me lo regalan!… ¡Ladronote!… ¡Salí de aquí o te saco a pescozadas!

La voz quejosa del borracho, los golpes de su cabeza en el suelo cuando la fondera empezó a jalarlo de los pies… El aire cerró la puerta del patiecito. No se oyó más.

– Pero si ya pasó, si ya pasó… -entredecía Cara de Ángel al oído de Camila, que lloraba a mares-. Su papá no corre peligro y usted escondida aquí está segura; aquí estoy yo para defenderla… Ya pasó, no llore; llorando así se va a poner más nerviosa… Míreme sin llorar y le explico todo bien cómo fue…

Camila dejó de llorar poco a poco. Cara de Ángel, que le acariciaba la cabeza, le quitó el pañuelo de la mano para secarle los ojos. Una lechada de cal y pintura rosada fue el día en el horizonte, entre las cosas, bajo las puertas. Los seres se olfateaban antes de verse. Los árboles, enloquecidos por la comezón de los trinos y sin poderse rascar. Bostezo y bostezo las pilas. Y el aire botando el pelo negro de la noche, el pelo de los muertos, para tocarse con peluca rubia.

– Pero lo indispensable es que usted se calme, porque es echarlo a perder todo. Se compromete usted, comprometemos a su papá y me compromete a mí. Esta noche volveré para llevarla a casa de sus tíos. El cuento aquí es ganar tiempo. Hay que tener paciencia. No se pueden arreglar ciertas cosas así no más. Algunas necesitan más eme-o-de-o que otras.

– No, si por mí qué pena; ya, con lo que me ha dicho, me siento segura. Se lo agradezco. Todo está explicado y debo quedarme aquí. La angustia es por mi papá. Lo que yo quisiera es tener la certeza de que a mi papá no le ha pasado nada.

– Yo me encargaré de traerle noticias.

– ¿Hoy mismo?

– Hoy mismo…

Antes de salir, Cara de Ángel se volvió para darle con la mano un golpecito cariñoso en la mejilla.

– ¡Cal-ma-da!

La hija del general Canales alzó los ojos otra vez llenos de lágrimas y le contestó:

– Noticias…

XIII Capturas

Ni el pan recibió por salir a la carrera la esposa de Genaro Rodas. A saber Dios si venían los canastos con su ganancia. Dejó a su marido tirado en la cama sin desvestirse, como estropajo, y a su mamoncito dormido en el canasto que le servía de cuna. Las seis de la mañana.

Sonando en el reloj de la Merced y dando ella el primer toquido en casa de Canales. Que dispensaran la alarma y el madrugón, pensaba, tocador en mano ya para llamar de nuevo. Pero ¿venían a abrir o no venían a abrir? El general debe saber cuanto antes lo que Lucio Vásquez le contó anoche al atarantado de mi marido en esa cantina que se llama de El Despertar del León…

Dejó de tocar y mientras salían a abrir fue reflexionando: que los limosneros le echan el muerto del Portal del Señor, que van a venir a capturarlo esta mañana y lo último, lo peor del mundo, que se quieren robar a la señorita…

«¡Eso sí que es canela! ¡Eso sí que es canela!», repetía para sus adentros sin dejar de tocar.

Y un vuelco con otro del corazón. ¿Que me llevan preso al general? Bueno, pues para eso es hombre y preso se queda. Pero que acarreen con la señorita… ¡Sangre de Cristo! El tiznón no tiene remedio. Y apostara mi cabeza que éstas son cosas de algún guanaco salado y sin vergüenza, de ésos que vienen a la ciudad con las mañas del monte.

Tocó de nuevo. La casa, la calle, el aire, todo como en un tambor. Era desesperante que no abrieran. Deletreó el nombre de la fonda de la esquina para hacer tiempo: El Tus-Tep… No había mucho que deletrear, si no se fijaba en lo que decían los muñecos pintarrajeados de uno y otro lado de la puerta; de un lado un hombre, del otro lado una mujer; de la boca de la mujer salía este letrero: «¡Ven a bailar el tustepito!», y de por la espalda del hombre que apretaba una botella en la mano: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»…

Cansada de tocar -no estaban o no abrían- empujó la puerta. La mano se le fue hasta a saber dónde… ¿Sólo entornada? Se terció el pañolón barbado, franqueó el zaguán en un mar de corazonadas y asomó el corredor que no sabía de ella, helada por la realidad como el ave por el perdigón, huida la sangre, pobres los alientos, fatua la mirada, paralizados los miembros al ver las macetas de flores por tierra, por tierra las colas de quetzal, mamparas y ventanas rotas, rotos los espejos, destrozados los armarios, violadas las llaves, papeles y trajes y muebles y alfombras, todo ultrajado, todo envejecido en una noche, todo hecho un molote despreciable, basura sin vida, sin intimidad, sucia, sin alma…

La Chabelona vagaba con el cráneo roto, como fantasma entre las ruinas de aquel nido abandonado, en busca de la señorita.

– ¡Já-já-já-já!… -reía-… ¡Jí-jí-jí-jí! ¿Dónde se esconde, niña Camila?… ¡Ahí voy con tamaño cuero!… ¿Por qué no responde?… ¡Tuero! ¡Tuero! ¡TUERO!……

Creía jugar al escondite con Camila y la buscaba y rebuscaba en los rincones, entre las flores, bajo las camas, tras las puertas, revolviéndolo todo como torbellino…

– ¡Já-já-já-já!… ¡Jí-jí-jí-jí!… ¡Jú-jú-jú-jú!… ¡Tuero! ¡Tuero! ¡Salga, niña Camila, que no la jallo!… ¡Salga, niña Camilita, que ya me cansé de buscarla! ¡Já-já-já-já! ¡Salga!… ¡Tuero!… ¡Voy con tamaño cuero!… ¡Jí-jí-jí-jí!… ¡Jú-jú-jú-jú!…

Busca buscando se arrimó a la pila y al ver su imagen en el agua quieta, chilló como mono herido y con la risa hecha temblor de miedo entre los labios, el pelo sobre la cara y sobre el pelo las manos, acurrucóse poco a poquito para huir de aquella visión insólita. Suspiraba frases de perdón como si se excusara ante ella misma de ser tan fea, de estar tan vieja, de ser tan chiquita, de estar tan clinuda… De repente dio otro grito. Por entre la lluvia estropajosa de sus cabellos y las rendijas de sus dedos había visto saltar el sol desde el tejado, caerle encima y arrancarle la sombra que ahora contemplaba en el patio. Mordida por la cólera se puso en pie y la tomó contra su sombra y su imagen golpeando el agua y el piso, el agua con las manos, el piso con los pies. Su idea era borrarlas. La sombra se retorcía como animal azotado, mas a pesar del furioso taconeo, siempre estaba allí. Su imagen despedazábase en la congoja del líquido golpeado, pero en cesando la agitación del agua reaparecía de nuevo. Aulló con berrinche de fiera rabiosa, al sentirse incapaz de destruir aquel polvito de carbón regado sobre las piedras, que huía bajo sus pisotones como si de veras sintiera los golpes, y aquel otro polvito luminoso espolvoreado en el agua y con no sé qué de pez de su imagen que abollaba a palmotadas y puñetazos.

Ya los pies le sangraban, ya botaba las manos de cansancio y su sombra y su imagen seguían indestructibles.

Convulsa e iracunda, con la desesperación del que arremete por última vez, se lanzó de cabeza contra la pila…

Dos rosas cayeron en el agua…

La rama de un rosal espinudo le había arrebatado los ojos…

Saltó por el suelo como su propia sombra hasta quedar exánime al pie de un naranjo que pringaba de sangre un choreque de abril.

La banda marcial pasaba por la calle. ¡Cuánta violencia y cuánto aire guerrero! ¡Qué hambre de arcos triunfales! Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los trompeteros por soplar duro y parejo, los vecinos, lejos de abrir los ojos con premura de héroes fatigados de ver la tizona sin objeto en la dorada paz de los trigos, se despertaban con la buena nueva del día de fiesta y el humilde propósito de persignarse para que Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras contra el Presidente de la República.

La Chabelona topó a la banda al final de un rápido adormecimiento. Estaba a oscuras. Sin duda la señorita había venido de puntillas a cubrirle los ojos por detrás.

«¡Niña Camila, si ya sé que es usté, déjeme verla!», balbuceó, llevándose las manos a la cara para arrancarse de los párpados las manos de la señorita, que le hacían un daño horrible.

El viento aporreaba las mazorcas de sonidos calle abajo. La música y la oscuridad de la ceguera que le vendaba los ojos como en un juego de niños trajeron a su recuerdo la escuela donde aprendió las primeras letras, allá por Pueblo Viejo. Un salto de edad y se veía ya grande, sentada a la sombra de dos árboles de mango y luego, lueguito, relueguito, de otro salto, en una carreta de bueyes que rodaba por caminos planos y olorosos a troj. El chirriar de las ruedas desangraba como doble corona de espinas el silencio del carretero imberbe que la hizo mujer. Rumia que rumia fueron arrastrando los vencidos bueyes el tálamo nupcial. Ebriedad de cielo en la planicie elástica… Pero el recuero se dislocaba de pronto y con ímpetu de catarata veía entrar a la casa un chorro de hombres… Su hálito de bestias negras, su grita infernal, sus golpes, sus blasfemias, sus risotadas, el piano que gritaba hasta desgañitarse como si le arrancaran las muelas a manada limpia, la señorita perdida como un perfume y un mazazo en medio de la frente acompañado de un grito extraño y de una sombra inmensa.

La esposa de Genaro Rodas, Niña Fedina, encontró a la sirvienta tirada en el patio, con las mejillas bañadas en sangre, los cabellos en desorden, las ropas hechas pedazos, luchando con las moscas que manos invisibles le arrojaban por puños a la cara; y como la que se encuentra con un espanto, huyó por las habitaciones presa de miedo.

– ¡Pobre! ¡Pobre! -murmuraba sin cesar.

Al pie de una ventana encontró la carta escrita por el general para su hermano Juan. Le recomendaba que mirara por Camila… Pero no la leyó toda Niña Fedina, parte porque la atormentaban los gritos de la Chabelona, que parecían salir de los espejos rotos, de los cristales hechos trizas, de las sillas maltrechas, de las cómodas forzadas, de los retratos caídos, y parte porque precisaba poner pies en polvorosa. Se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo que, doblado en cuatro, apretaba nerviosamente en la mano repujada de sortijas baratas, y guardándose el papel en el cotón, se encaminó a la calle a toda prisa.

Demasiado tarde. Un oficial de gesto duro la apresó en la puerta. La casa estaba rodeada de soldados. Del patio subía el grito de la sirvienta atormentada por las moscas.

Lucio Vásquez, quien a instancias de la Masacuata y de Camila volaba ojo desde la puerta de El Tus-Tep, se quedó sin respiración al ver que agarraban a la esposa de Genaro Rodas, el amigo a quien al calor de los tragos había contado anoche, en El Despertar del León, lo de la captura del general.

– ¡No lloro, pero me acuerdo! -exclamó la fondera, que había salido a la puerta en el momento en que capturaban a Niña Fedina.

Un soldado se acercó a la fonda. «¡A la hija del general buscan!», se dijo la fondera con el alma en los pies. Otro tanto pensó Vásquez, turbado hasta la raíz de los pelos. El soldado se acercó a decir que cerraran. Entornaron las puertas y se quedaron espiando por las rendijas lo que pasaba en la calle.

Vásquez reanimóse en la penumbra y con el pretexto del susto quiso acariciar a la Masacuata, pero ésta, como de costumbre, no se dejó. Por poco le pega un sopapo.

– ¡Vos sí que tan chucana!

– ¡Ah, sí! ¿verdá? ¡Cómo no, Chón! ¡Cómo no me iba a dejar que me estuvieras manosiando como batidor sin orejas! ¡Qué tal si no te cuento anoche que esta babosa andaba con que la hija del general…!

– ¡Mirá que te pueden oír! -interrumpió Vásquez. Hablaban inclinados, mirando a la calle por las rendijas de la puerta.

– ¡No siás bruto, si estoy hablando quedito!… Te decía que qué tal si no te cuento que esta mujer andaba con que la hija del general iba a ser la madrina de su chirís; traés al Genaro y se amuela la cosa.

– ¡Siriaco! -contestó aquél, jalándose después una tela indespegable que sentía entre el galillo y la nariz.

– ¡No siás desasiado! ¡Vos sí que dialtiro sos cualquiera; no tenés gota de educación!

– ¡Qué delicada, pues…!

– ¡Ischt!

El Auditor de Guerra bajaba en aquel instante de un carricoche.

– Es el Auditor… -dijo Vásquez.

– ¿Y a qué viene? -preguntó la Masacuata.

– A la captura del general…

– ¿Y por eso anda vestido de loro? ¡Haceme favor!… ¡Ay-y-jo del mismo!, volale pluma a las que se ha puesto en la cabeza…

– No, ¡qué va a ser por eso!; y vos sí que para preguntona te pintás. Anda vestido así porque de aquí se va a ir a donde el Presidente.

– ¡Dichoso!

– ¡Si no capturaron anoche al general, ya me llevó puta!

– ¡Qué lo van a capturar anoche!

– ¡Mejor hacés shó!

Al bajar el Auditor del carricoche se pasaron órdenes en voz baja y un capitán, seguido de un piquete de soldados, se entró a la casa de Canales con el sable desenvainado en una mano y el revólver en la otra, como los oficiales en los cromos de las batallas de la guerra ruso-japonesa.

Y a los pocos minutos -siglos para Vásquez, que seguía los acontecimientos con el alma en un hilo- volvió el oficial con la cara descompuesta, descolorido y agitadísimo, a dar parte al Auditor de lo que sucedía.

– ¿Qué?… ¿Qué? -gritó el Auditor.

Las palabras del oficial salían atormentadas de los pliegues de sus huelgos crecidos.

– ¿Qué… que… que se ha fugado…? -rugió aquél; dos venas se le hincharon en la frente como interrogaciones negras-… ¿Y que, que, que, que han saqueado la casa?…

Sin perder segundo desapareció por la puerta seguido del oficial; una rápida ojeada de relámpago, y volvió a la calle más ligero, la mano gordezuela y rabiosa apretada a la empuñadura del espadín y tan pálido que se confundía con sus labios su bigote de ala de mosca.

– ¡Cómo se ha fugado es lo que yo quisiera saber! -exclamó al salir a la puerta-. ¡Ordenes; para eso se inventó el teléfono, para capturar a los enemigos del gobierno! ¡Viejo salado; como lo coja lo cuelgo! ¡No quisiera estar en su pellejo!

La mirada del Auditor dividió como un rayo a Niña Fedina. Un oficial y un sargento la habían traído casi a la fuerza adonde él vociferaba.

– ¡Perra!… -le dijo y, sin dejar de mirarla, añadió-: ¡Haremos cantar a ésta! ¡Teniente, tome diez soldados y llévela deprisita adonde corresponde! ¡Incomunicada!, ¿eh?…

Un grito inmóvil llenaba el espacio, un grito aceitoso, lacerante, descarnado.

– ¡Dios mío, qué le estarán haciendo a ese Señor Crucificado! -se quejó Vásquez. El grito de la Chabelona, cada vez más agudo, le abría hoyo en el pecho.

– ¡Señor! -recalcó la fondera con retintín-, ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita!

– No me digás así…

El Auditor ordenó que se catearan las casas vecinas a la del general. Grupos de soldados, al mando de cabos y sargentos, se repartieron por todos lados. Registraban patios, habitaciones, dependencias privadas, tapancos, pilas. Subían a los tejados, removían roperos, camas, tapices, alacenas, barriles, armarios, cofres. Al vecino que tardaba en abrir la puerta se le echaban abajo a culatazos. Los perros ladraban furibundos junto a los amos pálidos. Cada casa era una regadera de ladridos…

– ¡Como registren aquí! -dijo Vásquez, que casi había perdido el habla de la angustia-. ¡En la que nos hemos metido!… Y quisiera fuera por algo, pero por embelequeros…

La Masacuata corrió a prevenir a Camila.

– Yo soy de opinión -vino diciendo Vásquez detrás- que se tape la cara y se vaya de aquí…

Y a reculones volvió a la puerta sin esperar respuesta.

– ¡Esperen! ¡Espérense! -dijo al poner el ojo en la rendija-. ¡El Auditor ya dio contraorden, ya no están registrando, nos hemos salvado!

De dos pasos se plantó la fondera en la puerta para ver con propios ojos lo que Lucio le anunciaba con tanta alegría.

– ¡Mirujeá tú, Señor Crucificado!… -susurró la fondera.

– ¿Quién es ésa, vos?

– ¡La posolera, no estás viendo! -y agregó retirando el cuerpo de la mano codiciosa de Vásquez-. ¡Estate quieto, vos, hombre! ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡A la perra con vos!

– ¡Pobre, choteá cómo la traen!

– ¡Como si el tranvía le hubiera pasado encima!

– ¿Por qué harán turnio los que se mueren?

– ¡Quitá, no quiero ver!

Una escolta, al mando de un capitán con la espada desenvainada, había sacado de casa de Canales a la Chabelona, la infeliz sirvienta. El Auditor ya no pudo interrogarla. Veinticuatro horas antes, esta basura humana ahora agonizante era el alma de un hogar donde por toda política el canario urdía sus intrigas de alpiste, el chorro en la pila sus círculos concéntricos, el general sus interminables solitarios, y Camila sus caprichos.

El Auditor saltó al carricoche seguido de un oficial. Humo se hizo el vehículo en la primera esquina. Vino una camilla cargada por cuatro hombres desguachipados y sucios, para llevar al anfiteatro el cadáver de la Chabelona. Desfilaron las tropas hacia uno de los castillos y la Masacuata abrió el establecimiento. Vásquez ocupaba su habitual banquita, disimulando mal la pena que le produjo la captura de la esposa de Genaro Rodas, con la cabeza hecha un horno de cocer ladrillos, el flato del tóxico por todas partes, hasta sentir que le volvía la borrachera por momentos, y la sospecha de la fuga del general.

Niña Fedina acortaba mientras tanto el camino de la cárcel en lucha con los de la escolta, que a cada paso la bajaban a empellones de la acera a mitad de la calle. Se dejaba maltratar sin decir nada, pero, de pronto, andando, andando, como rebasada su paciencia, le dio a uno de todos un bofetón en la cara. Un culatazo, respuesta que no esperaba, y otro soldado que le pegó por detrás, en la espalda, le hicieron trastabillar, golpearse los dientes y ver luces.

– ¡Calzonudos!… ¡Para lo que les sirven las armas!… ¡Deberían tener más vergüenza! -intervino una mujer que volvía del mercado con el canasto lleno de verduras y frutas.

– ¡Shó! -le gritó un soldado.

– ¡Será tu cara, machetón!

– ¡Vaya, señora! Señora, siga su camino; ligerito siga su camino; ¿o no tiene oficio? -le gritó un sargento.

– ¡Seré como ustedes, cebones!

– ¡Cállese -intervino el oficial-, o la rompemos!

– ¡La rompemos, qué mismas! ¡Eso era lo único que nos faltaba, ishtos que ái andan y que parecen chinos de tan secos, con los codos de fuera y los pantalones comidos del fundillo! ¡Repasearse quisieran en uno y que uno se quedara con el hocico callado! ¡Partida de piojosos…, ajar a la gente por gusto!

Y entre los transeúntes que la miraban asustados, poco a poco se fue quedando atrás la desconocida defensora de la esposa de Genaro Rodas. En medio de la patrulla seguía hacia la cárcel, trágica, descompuesta, sudorosa, barriendo el suelo con las barbas de su pañolón de burato.

El carricoche del Auditor de Guerra asomó a la esquina de casa del licenciado Abel Carvajal, en el momento en que éste salía de bolero y leva hacia palacio. El Auditor dejó el carruaje bamboleándose al saltar del estribo a medio andén. Carvajal había cerrado la puerta de su casa y se calzaba un guante con parsimonia cuando lo capturó el colega. Un piquete de soldados lo condujo por el centro de la calle, vestido con traje de ceremonia, hasta la Segunda Sección de Policía, adornada por fuera con banderitas y cadenas de papel de China. Derechito lo pasaron al calabozo en que seguían presos el estudiante y el sacristán.

XIV ¡Todo el orbe cante!

Las calles iban apareciendo en la claridad huidiza del alba entre tejados y campos que trascendían a frescura de abril. Por allí se descolgaban las mulas de la leche a todo correr, las orejas de los botijos de metal repiqueteando, perseguidas por el jadeo y el látigo del peón que las arreaba. Por allí les amanecía a las vacas que ordeñaban en los zaguanes de las casas ricas y en las esquinas de los barrios pobres, entre parroquianos que en vía de restablecimiento o aniquilamiento, con ojos de sueños hondos y vidriosos, hacían tiempo a la vaca preferida y se acercaban a su turno, personalmente, a recibir la leche, ladeando el vaso con divino modo para que de tal suerte se hiciera más líquido que espuma. Por allí pasaban las acarreadoras del pan con la cabeza hundida en el tórax, comba la cintura, tensas las piernas y los pies descalzos, pespunteando pasos seguidos e inseguros bajo el peso de enormes canastos, canasto sobre canasto, pagodas que dejaban en el aire olor a hojaldres con azúcar y ajonjolí tostado. Por allí se oía la alborada en los días de fiesta nacional, despertador que paseaban fantasmas de metal y viento, sonidos de sabores, estornudos de colores, mientras aclara no aclara sonaba en las iglesias, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida porque si su tantaneo formaba parte del día de fiesta con gusto a chocolate y a torta de canónigo, en los días de fiesta nacional olía a cosa prohibida.

Fiesta nacional…

De las calles ascendía con olor a tierra buena el regocijo del vecindario, que echaba la pila por la ventana para que no levantaran mucho polvo al paso de las tropas que pasaban con el pabellón hacia Palacio -el pabellón oloroso a pañuelo nuevo-, ni los carruajes de los señorones que se echaban a la calle de punta en blanco, doctores con el armario en la leva traslapada, generales de uniforme relumbrante, hediendo a candelero -aquéllos tocados con sombreros de luces, éstos con tricornio de plumas-, ni el trotecito de los empleados subalternos, cuya importancia se medía en el lenguaje de buen gobierno por el precio del entierro que algún día les pagaría el Estado.

¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! El Presidente se dejaba ver, agradecido con el pueblo que así correspondía a sus desvelos, aislado de todos, muy lejos, en el grupo de sus íntimos.

¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Las señoras sentían el divino poder del Dios Amado. Sacerdotes de mucha enjundia le incensaban. Los juristas se veían en un torneo de Alfonso el Sabio. Los diplomáticos, excelencias de Tiflis, se daban grandes tonos consintiéndose en Versalles, en la Corte del Rey Sol. Los periodistas nacionales y extranjeros se relamían en presencia del redivivo Pericles. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Los poetas se creían en Atenas, así lo pregonaban al mundo. Un escultor de santos se consideraba Fidias y sonreía poniendo los ojos en blanco y frotándose las manos, al oír que se vivaba en las calles el nombre del egregio gobernante. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Un compositor de marchas fúnebres, devoto de Baco y del Santo Entierro, asomaba la cara de tomate a un balcón para ver dónde quedaba la tierra.

Mas si los artistas se creían en Atenas, los banqueros judíos se las daban en Cartago, paseando por los salones del estadista que depositó en ellos su confianza y en sus cajas sin fondo los dineritos de la nación a cero y nada por ciento, negocio que les permitía enriquecerse con los rendidos y convertir la moneda de metal de oro y plata en pellejillos de circuncisión. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria!

Cara de Ángel se abrió campo entre los convidados. (Era bello y malo como Satán.)

– ¡El pueblo lo reclama en el balcón, Señor Presidente!

– ¿… el pueblo?

El amo puso en estas dos palabras un bacilo de interrogación. El silencio reinaba en torno suyo. Bajo el peso de una gran tristeza que pronto debeló con rabia para que no le llegara a los ojos, se levantó del asiento y fue al balcón.

Lo rodeaba el grupo de los íntimos cuando apareció entre el pueblo: un grupo de mujeres que venían a festejar el feliz aniversario de cuando salvó la vida. La encargada de pronunciar el discurso comenzó apenas vio aparecer al Presidente.

– «¡Hijo del pueblo…!»

El amo tragó saliva amarga evocando tal vez sus años de estudiante, al lado de su madre sin recursos, en una ciudad empedrada de malas voluntades; pero el favorito, que le bailaba el agua, se atrevió en voz baja:

– Como Jesús, hijo del pueblo…

– «¡Hijo de-el pueblo! -repitió la del discurso-, del pueblo digo: el sol, en este día de radiante hermosura, el cielo viste, cuida su luz tus ojos y tu vida, enseña del trabajo sacrosanto que sucede en la bóveda celeste a la luz la sombra, la sombra de la noche negra y sin perdón de donde salieron las manos criminales que en lugar de sembrar los campos, como tú, Señor, lo enseñas, sembraron a tu paso una bomba que a pesar de sus científicas precauciones europeas, te dejó ileso…»

Un aplauso cerrado ahogó la voz de la Lengua de Vaca, como llamaban por mal nombre a la regalona que decía el discurso, y una serie de abanicos de vivas dieron aire al mandatario y a su séquito:

– ¡Viva el Señor Presidente!

– ¡Viva el Señor Presidente de la República!

– ¡Viva el Señor Presidente Constitucional de la República!

– ¡Con un viva que resuene por todos los ámbitos del mundo y no acabe nunca, viva el Señor Presidente Constitucional de la República, Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Liberal, Liberal de Corazón y Protector de la Juventud Estudiosa!…

La Lengua de Vaca continuó:

– «¡En sien ajada habría sido la bandera, de lograr sus propósitos esos malos hijos de la Patria, robustecidos en su intento criminal por el apoyo de los enemigos del Señor Presidente; nunca reflexionaron que la mano de Dios velaba y vela sobre su preciosa existencia con beneplácito de todos los que sabiéndolo digno de ser el Primer Ciudadano de la Nación, lo rodearon en aquellos instantes “así-agos”, y le rodean y rodearán siempre que sea necesario!

»¡Sí, señores…, señores y señoras; hoy más que nunca sabemos que de cumplirse los fines nefandos, de aquel día de triste recuerdo para nuestro país, que marcha a la descubierta de los pueblos civilizados la Patria se habría quedado huérfana de padre y protector en manos de los que trabajan en la sombra los puñales para herir el pecho de la Democracia, como dijo aquel gran tribuno que se llamó Juan Montalvo!

»¡Mercé a eso, el pabellón sigue ondeando impoluto y no ha huido del escudo patrio el ave que, como el ave “tenis”, renació de las cenizas de los “manos” -corrigiéndose-, “mames” que declararon la independencia nacional en aquella grora de la libertá de América, sin derramar una sola gota de sangre, ratificando de tal suerte el anhelo de libertá que habían manifestado los “mames” -corrigiéndose-, “manes” indios que lucharon hasta la muerte por la conquista de la libertá y del derecho!

»Y por eso, señores, venimos a festejar hoy día al muy ilustre protector de las clases necesitadas, que vela por nosotros con amor de padre y lleva a nuestro país, como ya dije, a la vanguardia del progreso que Fultón impulsó con el vapor de agua y Juana Santa María defendió del filibustero intruso poniendo fuego al polvorín fatal en tierras de Lempira. ¡Viva la Patria! ¡Viva el Presidente Constitucional de la República, Jefe del Partido Liberal, Benemérito de la Patria, Protector de la mujer desvalida, del niño y de la instrucción!»

Los vivas de la Lengua de Vaca se perdieron en un incendio de vítores que un mar de aplausos fue apagando.

El Presidente contestó algunas palabras, la diestra empuñada sobre el balcón de mármol, de medio lado para no dar el pecho, paseando la cara de hombro a hombro sobre la concurrencia, entrealforzado el ceño, los ojos a cigarritas. Hombres y mujeres enjugaron más de una lágrima.

– Si el Señor Presidente se entrara… -se atrevió Cara de Ángel al oírlo moquear-. El populacho le afecta el corazón…

El Auditor de Guerra se precipitó hacia el Presidente, que volvía del balcón seguido de unos cuantos amigos, para darle parte de la fuga del general Canales y felicitarle por su discurso antes que los demás; pero como todos los que se acercaron con este propósito, se detuvo cohibido por un temor extraño, por una fuerza sobrenatural, y para no quedarse con la mano tendida, se la alargó a Cara de Ángel.

El favorito le volvió la espalda y, con la mano al aire, oyó el Auditor la primera detonación de una serie de explosiones que se sucedieron en pocos segundos como descargas de artillería. Aún se escuchan los gritos; aún saltan, aún corren, aún patalean las sillas derribadas, las mujeres con ataque, aún se oye el paso de los soldados que se van regando como arroces, la mano en la cartuchera que no se abre pronto, el fusil cargado, entre ametralladoras, espejos rojos yoficiales y cañones… Un coronel se perdió escalera arriba guardándose el revólver. Otro bajaba por una escalera de caracol guardándose el revólver. No era nada. Un capitán pasó por una ventana guardándose el revólver. Otro ganó una puerta guardándose el revólver. No era nada. ¡No era nada! Pero el aire estaba frío. La noticia cundió por las salas en desorden. No era nada. Poco a poco se fueron juntando los convidados; quién había hecho aguas del susto, quién perdido los guantes, y a los que les volvía el color no les bajaba el habla, y a los que les volvía el habla les faltaba color. Lo que ninguno pudo decir fue por dónde y a qué hora desapareció el Presidente.

Por tierra yacía, al pie de una escalinata, el primer bombo de la banda marcial. Rodó desde el primer piso con bombo y todo y ahí la de ¡sálvese el que pueda!

XV Tíos y tías

El favorito salió de Palacio entre el Presidente del Poder Judicial, viejecillo que de leva y chistera recordaba los ratones de los dibujos infantiles, y un representante del pueblo, descascarado como santo viejo de puro antiguo; los cuales discutían con argumentos de hacerse agua la boca si era mejor el Gran Hotel o una cantina de los alrededores para ir a quitarse el susto que les había dado el idiota del bombo, a quien ellos mandaran sin pizca de remordimiento a baterías, al infierno o a otro peor castigo. Cuando hablaba el representante del pueblo, partidario del Gran Hotel, parecía dictar reglas de observancia obligatoria acerca de los sitios más aristocráticos para empinar la botella, lo que de carambola de bola y banda era en bien de las cargas del Estado. Cuando hablaba el magistrado, lo hacía con el énfasis del que resuelve un asunto en sentencias que causa ejecutoria: «atañedera a la riqueza medular es la falta de apariencia y por eso, yo, amigo mío, prefiero el fondín pobre, en el que se está de confianza con amigos de abrazo, al hotel suntuoso donde no todo lo que brilla es oro».

Cara de Ángel les dejó discutiendo en la esquina de Palacio -en aquel conflicto de autoridades lo mejor era lavarse las manos- y echó por el barrio de El Incienso, en busca del domicilio de don Juan Canales. Urgía que este señor fuera o mandara a recoger a su sobrina a la fonda de El Tus-Tep. «Que vaya o mande por ella, ¡a mí qué me importa! -se iba diciendo-; que no dependa más de mí, que exista como existía hasta ayer que yo la ignoraba, que yo no sabía que existía, que no era nada para mí…» Dos o tres personas se botaron a la calle cediéndole la acera para saludarlo. Agradeció sin fijarse quiénes eran.

De los hermanos del general, don Juan vivía por El Incienso, en una de las casas del costado de El Cuño, como se llamaba la fábrica de moneda, que, dicho sea de paso, era un edificio de solemnidad patibularia. Desconchados bastiones reforzaban las murallas llorosas y por las ventanas, que defendían rejas de hierro, se adivinaban salas con aspecto de jaulas para fieras. Allí se guardaban los millones del diablo.

Al toquido del favorito respondió un perro. Advertíase por la manera de ladrar de tan iracundo cancerbero que estaba atado. Con la chistera en la mano franqueó Cara de Ángel la puerta de la casa -era bello y malo como Satán-, contento de encontrarse en el sitio en que iba a dejar a la hija del general y aturdido por el ladrar del perro y los paseadelante, paseadelante de un varón sanguíneo, risueño y ventrudo, que no era otro que don Juan Canales.

– ¡Pase adelante, tenga la bondad, pase adelante, por aquí, señor, por aquí, si me hace el favor! ¿Y a qué debemos el gusto de tenerle en casa? -Don Juan decía todo esto como autómata, en un tono de voz que estaba muy lejos de la angustia que sentía en presencia de aquel precioso arete del Señor Presidente.

Cara de Ángel rodaba los ojos por la sala. ¡Qué ladridos daba a las visitas el perro del mal gusto! Del grupo de los retratos de los hermanos Canales advirtió que habían quitado el retrato del general. Un espejo, en el extremo opuesto, repetía el hueco del retrato y parte de la sala tapizada de un papel que fue amarillo, color de telegrama.

El perro, observó Cara de Ángel, mientras don Juan agotaba las frases comunes de su repertorio de fórmulas sociales, sigue siendo el alma de la casa, como en los tiempos primitivos. La defensa de la tribu. Hasta el Señor Presidente tiene una jauría de perros importados.

El dueño de la casa apareció por el espejo manoteando desesperadamente. Don Juan Canales, dichas las frases de cajón, como buen nadador se había tirado al fondo.

– ¡Aquí, en mi casa -refería-, mi mujer y este servidor de usted hemos desaprobado con verdadera indignación la conducta de mi hermano Eusebio! ¡Qué cuento es ése! Un crimen es siempre repugnante y más en este caso, tratándose de quien se trataba, de una persona apreciabilísima por todos conceptos, de un hombre que era la honra de nuestro Ejército y, sobre todo, diga usted, de un amigo del Señor Presidente.

Cara de Ángel guardó el pavoroso silencio del que, sin poder salvar a una persona por falta de medios, la ve ahogarse, sólo comparable con el silencio de las visitas cuando callan, temerosas de aceptar o rechazar lo que se está diciendo.

Don Juan percibió el control sobre sus nervios al oír que sus palabras caían en el vacío y empezó a dar manotadas al aire, a querer alcanzar fondo con los pies. Su cabeza era un hervor. Suponíase mezclado en el asesinato del Portal del Señor y en sus largas ramificaciones políticas. De nada le serviría ser inocente, de nada. Ya estaba complicado, ya estaba complicado. ¡La lotería, amigo, la lotería! ¡La lotería, amigo, la lotería! Ésta era la frase-síntesis de aquel país, como lo pregonaba Tío Fulgencio, un buen señor que vendía billetes de lotería por las calles, católico fervoroso y cobrador de ajuste. En lugar de Cara de Ángel miraba Canales la silueta de esqueleto de Tío Fulgencio, cuyos huesos, mandíbulas y dedos parecían sostenidos con alambres nerviosos. Tío Fulgencio apretaba la cartera de cuero negro bajo el brazo anguloso, desarrugaba la cara y, dándose nalgaditas en los pantalones fondilludos, alargaba la quijada para decir con una voz que le salía por las narices y la boca sin dientes: «¡Amigo, amigo, la única ley en egta tierra eg la lotería: pog lotería cae ugté en la cágcel, pog lotería lo fugilan, pog lotería lo hagen diputado, diplomático, pregidente de la Gepública, general, minigtro! ¿De qué vale el egtudio aquí, si to eg pog lotería? ¡Lotería, amigo, lotería, cómpreme, pueg, un número de la lotería!» Y todo aquel esqueleto nudoso, tronco de vid retorcido, se sacudía de la risa que le iba saliendo de la boca, como lista de lotería toda de números premiados.

Cara de Ángel, muy lejos de lo que don Juan pensaba, lo observaba en silencio, preguntándose hasta dónde aquel hombre cobarde y repugnante era algo de Camila.

– ¡Por ahí se dice, mejor dicho, le contaron a mi mujer, que se me quiere complicar en el asesinato del coronel Parrales Sonriente!… -continuó Canales, enjugándose con un pañuelo, que gran dificultad tuvo para sacarse del bolsillo, las gruesas gotas de sudor que le rodaban por la frente.

– No sé nada -le contestó aquél en seco.

– ¡Sería injusto! Y ya le digo, aquí, con mi mujer, desaprobamos desde el primer momento la conducta de Eusebio. Además, no sé si usted estará al tanto, en los últimos tiempos nos veíamos muy de cuando en vez con mi hermano. Casi nunca. Mejor dicho, nunca. Pasábamos como dos extraños: buenos días, buenos días, buenas tardes, buenas tardes; pero nada más. Adiós, adiós, pero nada más.

Ya la voz de don Juan era insegura. Su esposa seguía la visita detrás de una mampara y creyó prudente salir en auxilio de su marido.

– ¡Preséntame, Juan! -exclamó al entrar saludando a Cara de Ángel con una inclinación de cabeza y una sonrisa de cortesía.

– ¡Sí, de veras! -contestó el aturdido esposo poniéndose de pie al mismo tiempo que el favorito-. ¡Aquí voy a tener el gusto de presentarle a mi señora!

– Judith de Canales…

Cara de Ángel oyó el nombre de la esposa de don Juan, pero no recuerda haber dicho el suyo.

En aquella visita, que prolongaba sin motivo, bajo la fuerza inexplicable que en su corazón empezaba a desordenar su existencia, las palabras extrañas a Camila perdíanse en sus oídos sin dejar rastro.

«¡Pero por qué no me hablan estas gentes de su sobrina! -pensaba-. Si me hablaran de ella yo les pondría atención; si me hablaran de ella yo les diría que no tuvieran pena, que no se está complicando a don Juan en asesinato alguno; si me hablaran de ella… ¡Pero qué necio soy! De Camila, que yo quisiera que dejara de ser Camila y que se quedara aquí con ellos sin yo pensar más en ella; yo, ella, ellos… ¡Pero qué necio! Ella y ellos, yo no, yo aparte, aparte, lejos, yo con ella no…»

Doña Judith -como ella firmaba- tomó asiento en el sofá y restregóse un pañuelito de encajes en la nariz para darse un compás de espera.

– Decían ustedes… Les corté su conversación. Perdonen…

– ¡De…!

– ¡Sí…!

– ¡Han…!

Los tres hablaron al mismo tiempo, y después de unos cuantos «siga usted, siga usted» de lo más gracioso, don Juan, sin saber por qué, se quedó con la palabra. («¡Qué animal!», le gritó su esposa con los ojos.)

– Le contaba yo aquí al amigo que contigo nosotros nos indignamos cuando, en forma puramente confidencial, supimos que mi hermano Eusebio era uno de los asesinos del coronel Parrales Sonriente…

– ¡Ah, sí, sí, sí!… -apuntaló doña Judith, levantando el promontorio de sus senos-… ¡Aquí, con Juan, hemos dicho que el general, mi cuñado, no debió jamás manchar sus galones con semejante barbaridad, y lo peor es que ahora, para ajuste de penas, nos han venido a decir que quieren complicar a mi marido! -Por eso también le explicaba yo a don Miguel, que estábamos distanciados desde hacía mucho tiempo con mi hermano, que éramos como enemigos…, sí, como enemigos a muerte; ¡él no me podía ver ni en pintura y yo menos a él!

– No tanto, verdá, cuestiones de familia, que siempre enojan y separan -añadió doña Judith dejando flotar en el ambiente un suspiro.

– Eso es lo que yo he creído -terció Cara de Ángel-; que don Juan no olvide que entre hermanos hay siempre lazos indestructibles…

– ¿Cómo, don Miguel, cómo es eso?… ¿Yo cómplice?

– ¡Permítame!

– ¡No crea usted! -hilvanó doña Judith con los ojos bajos-. Todos los lazos se destruyen cuando median cuestiones de dinero; es triste que sea así, pero se ve todos los días; ¡el dinero no respeta sangre!

– ¡Permítame!… Decía yo que entre los hermanos hay lazos indestructibles, porque a pesar de las profundas diferencias que existían entre don Juan y el general, éste, viéndose perdido y obligado a dejar el país contó…

– ¡Es un pícaro si me mezcló en sus crímenes! ¡Ah, la calumnia!…,»

– ¡Pero si no se trata de nada de eso!

– ¡Juan, Juan, deja que hable el señor!

– ¡Contó con la ayuda de ustedes para que su hija no quedara abandonada y me encargó que hablara con ustedes para que aquí, en su casa…!

Esta vez fue Cara de Ángel el que sintió que sus palabras caían en el vacío. Tuvo la impresión de hablar a personas que no entendían español. Entre don Juan, panzudo y rasurado, y doña Judith, metida en la carretilla de mano de sus senos, cayeron sus palabras en el espejo para todos ausentes.

– Y es a ustedes a quienes corresponde ver lo que se debe hacer con esa niña.

– ¡Sí, desde luego!… -Tan pronto como don Juan supo que Cara de Ángel no venía a capturarlo, recobró su aplomo de hombre formal-… ¡No sé qué responder a usted, pues, la verdad, esto me agarra tan de sorpresa!… En mi casa, desde luego, ni pensarlo… ¡Qué quiere usted, no se puede jugar con fuego!… Aquí, con nosotros ya lo creo que esa pobre infeliz estaría muy bien, pero mi mujer y yo no estamos dispuestos a perder la amistad de las personas que nos tratan, quienes nos tendrían a mal el haber abierto la puerta de un hogar honrado a la hija de un enemigo del Señor Presidente… Además, es público que mi famoso hermano ofreció…, ¿cómo dijéramos?…, sí, ofreció a su hija a un íntimo amigo del Jefe de la Nación, para que éste a su vez…

– ¡Todo por escapar a la cárcel, ya se sabe! -interrumpió doña Judith, hundiendo el promontorio de su pecho en el barranco de otro suspiro-. Pero, como Juan decía, ofreció a su hija a un amigo del Señor Presidente, quien a su vez debía ofrecerla al propio Presidente, el cual, como es natural y lógico pensar, rechazó propuesta tan abyecta, y fue entonces cuando el Príncipe de la milicia, como le apodaban desde aquel su famosísimo discurso, viéndose en un callejón sin salida, resolvió fugarse y dejarnos a su señorita hija. ¡Ello…, qué podía esperarse de quien como la peste trajo el entredicho político a los suyos y el descrédito sobre su nombre! No crea usted que nosotros no hemos sufrido por la cola de este asunto. ¡Vaya que nos ha sacado canas, Dios y la Virgen son testigos!

Un relámpago de cólera cruzó las noches profundas que llevaba Cara de Ángel en los ojos.

– Pues no hay más que hablar…

– Lo sentimos por usted, que se molestó en venir a buscarnos. Me hubiera usted llamado…

– Y por usted -agregó doña Judith a las palabras de su marido-, si no nos fuera del todo imposible, habríamos accedido de mil amores.

Cara de Ángel salió sin volverse a mirarlos ni pronunciar palabra. El perro ladraba enfurecido, arrastrando la cadena por el suelo de un punto a otro.

– Iré a casa de sus hermanos -dijo en el zaguán, ya para despedirse.

– No pierda su tiempo -apresuróse a contestar don Juan-; si yo, que tengo fama de conservador porque vivo por aquí, no la acepté en mi casa, ellos, que son liberales… ¡Bueno, bueno!, van a creer que usted está loco o simplemente que es una broma…

Estas palabras las dijo casi en la calle; luego cerró la puerta poco a poco, frotóse las manos gordezuelas y se volvió después de un instante de indecisión. Sentía irresistibles deseos de acariciar a alguien, pero no a su mujer, y fue a buscar al perro, que seguía ladrando.

– Te digo que dejes a ese animal si vas a salir -le gritó doña Judith desde el patio, donde podaba los rosales aprovechando que ya había pasado la fuerza del sol.

– Sí, ya me voy…

– Pues apúrate, que yo tengo que rezar mi hora de guardia, y no es hora de andar en la calle después de las seis.

XVI En la Casa Nueva

A un salto de las ocho de la mañana (¡buenos días aquéllos de la clepsidra, cuando no había relojes saltamontes, ni se contaba el tiempo a brincos!) fue encerrada Niña Fedina en un calabozo que era casi una sepultura en forma de guitarra, previa su filiación regular y un largo reconocimiento de lo que llevaba sobre su persona. La registraron de la cabeza a los pies, de las uñas a los sobacos, por todas partes -registro enojosísimo- y con más minuciosidad al encontrarle en la camisa una carta del general Canales, escrita de su puño y letra, la carta que ella había recogido del suelo en la casa de éste.

Fatigada de estar de pie y sin espacio en el calabozo para dos pasos, se sentó -después de todo era mejor estar sentada-, mas al cabo de un rato volvió a levantarse. El frío del piso le ganaba las asentaderas, las canillas, las manos, las orejas -la carne es heladiza-, y en pie estuvo de seguida otro rato, si bien más tarde tornó a sentarse, y a levantarse y a sentarse y a levantarse…

En los patios se oía cantar a las reclusas que sacaban de los calabozos a tomar el sol, tonadas con sabor de legumbres crudas, a pesar de tanto hervor de corazón como tenían. Algunas de estas tonadas, que a veces quedábanse tatareando con voz adormecida, eran de una monotonía cruel, cuyo peso encadenador rompían, de repente, gritos desesperados… Blasfemaban…, insultaban…, maldecían…

Desde el primer momento atemorizó a Niña Fedina una voz destemplada que en tono de salmodia repetía y repetía:

De la Casa-Nueva

a las casas malas,

cielito lindo,

no hay más que un paso,

y ahora que estamos solos,

cielito lindo, dame un abrazo.

¡Ay, ay, ay, ay!

Dame un abrazo,

que de ésta, a las

malas casas,

cielito lindo,

no hay más que un paso.

Los dos primeros versos disonaban del resto de la canción; sin embargo, esta pequeña dificultad parecía encarecer el parentesco cercano de las casas malas y la Casa-Nueva. Se desgajaba el ritmo, sacrificado a la realidad, para subrayar aquella verdad atormentadora, que hacía sacudirse a Niña Fedina con miedo de tener miedo cuando ya estaba temblando y sin sentir aún todo el miedo, el indiscernible y espantoso miedo que sintió después, cuando aquella voz de disco usado que escondía más secretos que un crimen, la caló hasta los huesos. Desayunarse de canción tan aceda, era injusto. Una despellejada no se revuelve en su tormento como ella en su mazmorra, oyendo lo que otras detenidas, sin pensar que la cama de la prostituta es más helada que la cárcel, oirían tal vez como suprema esperanza de libertad y de calor.

El recuerdo de su hijo la sosegó. Pensaba en él como si aún lo llevara en las entrañas. Las madres nunca llegan a sentirse completamente vacías de sus hijos. Lo primero que haría en saliendo de la cárcel, sería bautizarlo. Estaba pendiente el bautizo. Era lindo el faldón y linda la cofia que le regaló la señorita Camila. Y pensaba hacer la fiesta con tamal y chocolate al desayuno, arroz a la valenciana y pipián al mediodía, agua de canela, horchata, helados y barquillos por la tarde. Al tipógrafo del ojo de vidrio ya le diera el encargo de las estampitas impresas con que pensaba obsequiar a sus amistades. Y quería que fueran dos carruajes de «onde Shumann», de ésos de los caballotes que semejan locomotoras, de cadenas plateadas que hacen ruido y de cocheros de leva y sombrero de copa. Luego trató de quitarse de la cabeza estos pensamientos, no le fuera a suceder lo que cuentan que le pasó a aquel que la víspera de su matrimonio se decía: «mañana, a estas horas, ya te verás, boquita!», y a quien, por desgracia, el día siguiente, antes de la boda, pasando por una calle, le dieron un ladrillazo en la boca.

Y volvió a pensar en su hijo, y tan adentro se le fue el gozo, que, sin fijarse, tenía puestos los ojos en una telaraña de dibujos indecentes, a cuya vista se turbó de nuevo. Cruces, frases santas, nombres de hombres, fechas, números cabalísticos, enlazábanse con sexos de todos tamaños. Y se veían: la palabra Dios junto a un falo, un número 13 sobre un testículo monstruoso, y diablos con cuernos retorcidos como candelabros, y florecillas de pétalos en forma de dedos, y caricaturas de jueces y magistrados, y barquitos, y áncoras, y soles, y cunas, y botellas, y manecitas entrelazadas, y ojos y corazones atravesados por puñales, y soles bigotudos como policías, y lunas con cara de señorita vieja, y estrellas de tres y cinco picos, y relojes, y sirenas, y guitarras con alas, y flechas…

Aterrorizada, quiso alejarse de aquel mundo de locuras perversas, pero dio contra los otros muros también manchados de obscenidades. Muda de pavor cerró los ojos; era una mujer que empezaba a rodar por un terreno resbaladizo y a su paso, en lugar de ventanas, se abrían simas y el cielo le enseñaba las estrellas como un lobo de dientes.

Por el suelo, un pueblo de hormigas se llevaba una cucaracha muerta. Niña Fedina, bajo la impresión de los dibujos, creyó ver un sexo arrastrado por su propio vello hacia las camas del vicio.

De la Casa-Nueva

a las casas malas,

cielito lindo…

Y volvía la canción a frotarle suavemente astillitas de vidrio en la carne viva, como lijándole el pudor femenino.

En la ciudad continuaba la fiesta en honor del Presidente de la República. En la Plaza Central se alzaba por las noches la clásica manta de las vistas a manera de patíbulo, y exhibíanse fragmentos de películas borrosas a los ojos de una multitud devota que parecía asistir a un auto de fe. Los edificios públicos se destacaban iluminados en el fondo del cielo. Como turbante se enrollaba un tropel de pasos alrededor del parque de forma circular, rodeado de una verja de agudísimas puntas. Lo mejor de la sociedad, reunido allí, daba vueltas en las noches de fiesta, mientras la gente del pueblo presenciaba aquel cinematógrafo, bajo las estrellas, con religioso silencio. Un sardinero de viejos y viejas, de lisiados y matrimonios que ya no disimulaban el fastidio, bostezo y bostezo, seguían desde los bancos y escaños del jardín a los paseantes, que no dejaban muchacha sin piropo ni amigo sin saludo. De tiempo en tiempo, ricos y pobres levantaban los ojos al cielo: un cohete de colores, tras el estallido, deshilaba sedas de güipil en arco iris.

La primera noche en un calabozo es algo terrible. El prisionero se va quedando en la sombra como fuera de la vida, en un mundo de pesadilla. Los muros desaparecen, se borra el techo, se pierde el piso, y, sin embargo, ¡qué lejos el ánima de sentirse libre!; más bien se siente muerta.

Apresuradamente, Niña Fedina empezó a rezar: «¡Acordaos, oh misericordiosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de vos ninguno de cuantos han acudido a vuestro amparo, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestra protección! Yo, animada con tal confianza, acudo a vos, oh Madre Virgen de las Vírgenes, a vos me acerco y llorando mis pecados me postro delante de vuestros pies. No desechéis mis súplicas, oh Virgen María; antes bien oídlas propicia y acogedlas. Amén.» La sombra le apretaba la garganta. No pudo rezar más. Se dejó caer y con los brazos, que fue sintiendo muy largos, muy largos, abarcó la tierra helada, todas las tierras heladas, de todos los presos, de todos los que injustamente sufren persecución por la justicia, de los agonizantes y caminantes… Y ya fue de decir la letanía…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Poco a poco, se incorporó. Tenía hambre. ¿Quién le daría de mamar a su hijo? A gatas acercóse a la puerta, que golpeó en vano.

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

A lo lejos se oyeron sonar doce campanadas…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

En el mundo de su hijo…

Ora pronobis…

Doce campanadas, las contó bien… Reanimada, hizo esfuerzos para pensarse libre y lo consiguió. Viose en su casa, entre sus cosas y sus conocidos, diciendo a la Juanita: «¡adiós, me alegro de verla!», saliendo a llamar a palmotadas a la Gabrielita, atalayando el carbón, saludando con una reverencia a don Timoteo. Su negocio se le antojaba como algo vivo, como algo hecho de ella y de todos…

Fuera, seguía la fiesta, la manta de las vistas en lugar del patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta del calabozo. El ruido de los cerrojos la hizo recoger los pies, como si de pronto se hubiera sentido a la orilla de un precipicio. Dos hombres la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho, que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón alumbrado. Cuando ella entró, el Auditor de Guerra hablaba con el amanuense en voz baja.

«¡Éste es el señor que le toca el armonio a la Virgen del Carmen! -se dijo Niña Fedina-. Ya me parecía conocerle cuando me capturaron; lo he visto en la iglesia. ¡No debe ser mal hombre!…»

Los ojos del Auditor se fijaron en ella con detenimiento. Luego la interrogó sobre sus generales: nombre, edad, estado, profesión, domicilio. La mujer de Rodas contestó a estas cuestiones con entereza, agregando por su parte, cuando el amanuense aún escribía su última respuesta, una pregunta que no se oyó bien porque a tiempo llamaron por teléfono y escuchóse, crecida en el silencio de la habitación vecina, la voz ronca de una mujer que decía: «… ¡Sí! ¿Cómo siguió?…… ¡Que me alegro!……Yo mandé a preguntar esta mañana con la Canducha… ¿El vestido?……El vestido está bueno, sí, está bien tallado… ¿Cómo?…No. No, no está manchado……Sí, sí……Sí…, vengan sin falta… Adiós… Que pasen buena noche… Adiós…»

El Auditor, mientras tanto, respondía a la pregunta de Niña Fedina en tono familiar de burla cruel y lépera:

– Pues no tenga cuidado, que para eso estamos nosotros aquí, para dar informes a las que, como usted, no saben por qué están detenidas…

Y cambiando de voz, con los ojos de sapo crecidos en las órbitas, agregó con lentitud:

– Pero antes va usted a decirme lo que hacía en la casa del general Eusebio Canales esta mañana.

– Había… Había ido a buscar al general para un asunto…

– ¿Un asunto de qué si se puede saber?…

– ¡Un mi asuntito, señor! ¡Un mi mandado! De… vea… Se lo voy a decir todo de una vez: para decirle que lo iban a capturar por el asesinato de ese coronel no sé cuántos que mataron en el portal…

– ¿Y que todavía tiene cara de preguntar por qué está presa? ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?… ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?…

A cada poco la indignación del Auditor crecía.

– ¡Espéreme, señor, que le diga! ¡Espéreme, señor, si no es lo que usted está creyendo de mí! ¡Espéreme, óigame, por vida suya, si cuando yo llegué a la casa del general, el general ya no estaba; yo no lo vi, yo no vi a ninguno, todos se habían ido, la casa estaba sola, la criada andaba por allí corriendo!

– ¿Le parece poco? ¿Le parece poco? ¿Y a qué hora llegó usted?

– ¡Sonando en el reló de la Mercé las seis de la mañana, señor!

– ¡Qué bien se acuerda! ¿Y cómo supo usted que el general Canales iba a ser preso?

– ¡Yo!

– ¡Sí, usted!

– ¡Por mi marido lo supe!

– Y su marido. ¿Cómo se llama su marido?

– ¡Genaro Rodas!

– ¿Por quién lo supo? ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo?

– Por un amigo, señor, uno llamádose Lucio Vásquez, que es de la policía secreta; ése se lo contó a mi marido y mi marido…

– ¡Y usted al general! -se adelantó a decir el Auditor.

Niña Fedina movió la cabeza como quien dice: ¡Qué negro, NO!

– ¿Y qué camino tomó el general?

– ¡Pero por Dios Santo, si yo no he visto al general, como se lo estoy diciendo! ¿No me oye, pues? ¡No lo he visto, no lo he visto! ¡Qué me sacaba yo con decirle que no: y pior si eso es lo que está escribiendo en mi declaración ese señor!… -y señaló al amanuense, que la volvió a mirar, con su cara pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos.

– ¡A usted poco le importa lo que él escribe! ¡Responda a lo que se le pregunta! ¿Qué camino tomó el general?

Sobrevino un largo silencio. La voz del Auditor, más dura, martilló:

– ¿Qué camino tomó el general?

– ¡No sé! ¿Qué quiere que le responda yo de eso? ¡No sé, no le vi, no le hablé!… ¡Vaya una cosa!

– ¡Mal hace usted en negarlo, porque la autoridad lo sabe todo, y sabe que usted habló con el general!

– ¡Mejor me da risa!

– ¡Óigalo bien y no se ría, que todo lo sabe la autoridad, todo, todo! -a cada todo hacía temblar la mesa-. Si usted no vio al general, ¿de dónde tenía usted esta carta?… Ella sola vino volando y se le metió en la camisa, ¿verdad?

– Ésa es la carta que me encontré botada en la casa de él; la pepené del suelo cuando ya salía; pero mejor ya no le digo nada, porque usted no me cree, como si yo fuera alguna mentirosa.

– ¡La pepené!… ¡Ni hablar sabe! -refunfuñó el amanuense.

– Vea, déjese de cuentos, señora, y confiese la verdad, que lo que se está preparando con sus mentiras es un castigo que se va a acordar de mí toda su vida.

– ¡Pues lo que le he dicho es la verdá; ahora, si usted no quiere creerlo así, tampoco es mi hijo para que yo se lo haga entender a palos!

– ¡Le va costar muy caro, vea que se lo estoy diciendo! Y, otra cosa; ¿qué tenía usted que hacer con el general? ¿Qué era usted, qué es usted de él? Su hermana, su qué… ¿Qué se sacó?…

– Yo… del general… nada, onque tal vez sólo lo habré visto dos veces; pero ái tiene usted, que cupo la casualidad de que yo tenía apalabrada a su hija, para que me llevara al bautismo a mi hijo…

– ¡Eso no es una razón!

– Ya era casi mi comadre, señor!

El amanuense agrego por detrás:

– ¡Son embustes!

– Y si yo me afligí y perdí la cabeza y corrí adonde corrí, fue porque ese Lucio le contó a mi marido que un hombre iba a robarse a la hija de…

– ¡Déjese de mentiras! Más vale que me confiese por las buenas el paradero del general, que yo sé que usted lo sabe, que usted es la única que lo sabe y que nos lo va a decir aquí, sólo a nosotros, sólo a mí… ¡Déjese de llorar, hable, la oigo!

Y amortiguando la voz, hasta tomar acento de confesor añadió:

– Si me dice en dónde está el general…, vea, óigame; yo sé que usted lo sabe y que me lo va a decir; si me dice el sitio donde el general se escondió, la perdono; óigame, pues, la perdono; la mando poner en libertad y de aquí se va ya derechito a su casa, tranquilamente… Piénselo… ¡Piénselo bien…!

– ¡Ay, señor, si yo supiera se lo diría! Pero no lo sé, cabe la desgracia que no lo sé… ¡Santísima Trinidad, qué hago yo!

– ¿Por qué me lo niega? ¿No ve que con eso usted misma se hace daño?

En las pausas que seguían a las frases del auditor, el amanuense se chupaba las muelas.

– Pues si no vale que la esté tratando por bien, porque ustedes son mala gente -esta última frase la dijo el Auditor más ligero y con un enojo creciente de volcán en erupción-, me lo va a decir por mal. Sepa que usted ha cometido un delito gravísimo contra la seguridad del Estado, y que está en manos de la justicia por ser responsable de la fuga de un traidor, sedicioso, rebelde, asesino y enemigo del Señor Presidente… ¡Y ya es mucho decir, esto ya es mucho decir, mucho decir!

La esposa de Rodas no sabía qué hacer. La palabras de aquel hombre endemoniado escondían una amenaza inmediata, tremenda, algo así como la muerte. La temblaban las mandíbulas, los dedos, las piernas… Al que le tiemblan los dedos diríase que ha sacado los huesos, y que sacude como guantes, las manos. Al que le tiemblan las mandíbulas sin poder hablar está telegrafiando angustias. Y al que le tiemblan las piernas va de pie en un carruaje que arrastran, como alma que se lleva el diablo, dos bestias desbocadas.

– ¡Señor! -imploró.

– ¡Vea que no es juguete! ¡A ver, pronto! ¿Dónde está el general? Una puerta se abrió a lo lejos para dar paso al llanto de un niño. Un llanto caliente, acongojado…

– ¡Hágalo por su hijo!

Ni bien el auditor había dicho así y la Niña Fedina, erguida la cabeza, buscaba por todos lados a ver de dónde venía el llanto.

– Desde hace dos horas está llorando, y es en balde que busque dónde está… ¡Llora de hambre y se morirá de hambre si usted no me dice el paradero del general!

Ella se lanzó por una puerta, pero le salieron al paso tres hombres, tres bestias negras que sin gran trabajo quebraron sus pobres fuerzas de mujer. En aquel forcejeo inútil se le soltó el cabello, se le salió la blusa de la faja y se le desprendieron las enaguas. Pero qué le importaba que los trapos se le cayeran. Casi desnuda volvió arrastrándose de rodillas a implorar del Auditor que le dejara dar el pecho a su mamoncito.

– ¡Por la Virgen del Carmen, señor -suplicó abrazándose al zapato del licenciado-; sí, por la Virgen del Carmen, déjeme darle de mamar a mi muchachito; vea que está que ya no tiene fuerzas para llorar, vea que se me muere; aunque después me mate a mí!

– ¡Aquí no hay Vírgenes del Carmen que valgan! ¡Si usted no me dice dónde está oculto el general, aquí nos estamos, y su hijo hasta que reviente de llorar!

Como loca se arrodilló ante los hombres que guardaban la puerta. Luego luchó con ellos. Luego volvió a arrodillarse ante el Auditor, a quererle besar los zapatos.

– ¡Señor, por mi hijo!

– Pues por su hijo: ¿dónde está el general? ¡Es inútil que se arrodille y haga toda esa comedia, porque si usted no responde a lo que le pregunto, no tenga esperanza de darle de mamar a su hijo!

Al decir esto, el Auditor se puso de pie, cansado de estar sentado. El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz.

– ¿Dónde está el general?

En las noches de invierno, el agua llora en las reposaderas. Así se oía el llanto del niño, gorgoriteante, acoquinado.

– ¿Dónde está el general?

Niña Fedina callaba como una bestia herida, mordiéndose los labios sin saber qué hacer.

– ¿Dónde está el general?

Así pasaron cinco, diez, quince minutos. Por fin el Auditor, secándose los labios con un pañuelo de orilla negra, añadió a todas sus preguntas la amenaza:

– ¡Pues si no me dice, va a molernos un poco de cal viva a ver si así se acuerda del camino que tomó ese hombre!

– ¡Todo lo que quieran hago; pero antes déjenme que… que… que le dé de mamar al muchachito! ¡Señor, que no sea así, vea que no es justo! ¡Señor, la criaturita no tiene la culpa! ¡Castígueme a mí como quiera!

Uno de los hombres que cubrían la puerta la arrojó al suelo de un empujón; otro le dio un puntapié que la dejó por tierra. El llanto y la indignación le borraban los ladrillos, los objetos: No sentía más que el llanto de su hijo.

Y era la una de la mañana cuando empezó a moler la cal para que no le siguieran pegando. Su hijito lloraba…

De tiempo en tiempo, el Auditor repetía:

– ¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

La una…

Las dos…

Por fin, las tres… Su hijito lloraba…

Las tres cuando ya debían ser como las cinco…

Las cuatro no llegaban… Y su hijito lloraba…

Y las cuatro… Y su hijito lloraba…

– ¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

Con las manos cubiertas de grietas incontables y profundas, que a cada movimiento se le abrían más, los dedos despellejados de las puntas, llagados los entrededos y las uñas sangrantes, Niña Fedina bramaba del dolor al llevar y traer la mano de la piedra sobre la cal. Cuando se detenía a implorar, por su hijo más que por su dolor, la golpeaban.

– ¿Dónde esta el general? ¿Dónde está el general?

Ella no escuchaba la voz del auditor. El llorar de su hijo, cada vez más apagado, llenaba sus oídos.

A las cinco menos veinte la abandonaron sobre el piso, sin conocimiento. De sus labios caía una baba viscosa y de sus senos lastimados por fístulas casi invisibles, manaba la leche más blanca que la cal. A intervalos corrían de sus ojos inflamados llantos furtivos.

Más tarde -ya pintaba el alba- la trasladaron al calabozo. Allí despertó con su hijo moribundo, helado, sin vida, como un muñeco de trapo. Al sentirse en el regazo materno, el niño se reanimó un poco y no tardó en arrojarse sobre el seno con avidez; mas, al poner en él la boquita, y sentir el sabor acre de la cal, soltó el pezón y soltó el llanto, e inútil fue cuanto ella hizo después porque lo volviera a tomar. Con la criatura en los brazos dio voces, golpeó la puerta… Se le enfriaba… Se le enfriaba… Se le enfriaba… No era posible que le dejaran morir así cuando era inocente, y tornó a golpear la puerta y a gritar…

– ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi vida, mi pedacito, mi vida!… ¡Vengan, por Dios! ¡Abran! ¡Por Dios, abran! ¡Se me muere mi hijo! ¡Virgen Santísima! ¡San Antonio bendito! ¡Jesús de Santa Catarina!

Fuera seguía la fiesta. El segundo día como el primero. La manta de las vistas a manera de patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

XVII Amor urdemales

– … ¡Si vendrá, si no vendrá!

– ¡Como si lo estuviera viendo!

– Ya tarda; pero con tal que venga, ¿no le parece?

– De eso esté usté segura, como de que ahora es de noche; una oreja me quito si no viene. No se atormente…

– ¿Y cree usté que me va a traer noticias de papá? Él me ofreció… -Por supuesto… Pues con mayor razón…

– ¡Ay, Dios quiera que no me traiga malas noticias!… Estoy que no sé… Me voy a volver loca… Quisiera que viniera pronto para salir de dudas, y que mejor no viniera si me trae malas noticias.

La Masacuata seguía desde el rincón de la cocinita improvisada las palpitaciones de la voz de Camila, que hablaba recostada en la cama. Una candela ardía pegada al suelo delante de la Virgen de Chiquinquirá.

– En lo que está usté; ya lo creo que va a venir, y con noticias que le van a dar gusto, acuérdese de mí… Que dónde lo estoy leyendo, dirá usté… Me se pone y lo que es para eso de las corazonadas soy infalible… ¡Mirá con quién, con los hombres!… Bueno, si yo le fuera a contar… Es verdá que un dedo no hace mano, pero todos son lo mismo: al olor del hueso ái están que parecen chuchos…

El ruido del soplador espaciaba las frases de la fondera. Camila la veía soplar el fuego sin ponerle asunto.

– El amor, niña, es como las granizadas. Cuando se empiezan a chupar, acabaditas de hacer, abunda el jarabe que es un contento; por todos lados sale y hay que apurarse a jalar para adentro, que si no, se cae; pero después, después no queda más que un terrón de hielo desabrido y sin color.

Por la calle se oyeron pasos. A Camila le latía el corazón tan fuerte que tuvo que oprimírselo con las dos manos. Pasaron por la puerta y se alejaron presto.

– Creía que era él…

– No debe tardar…

– Debe ser que fue adonde mis tíos antes de venir aquí; probablemente se venga con él mi tío Juan…

– ¡Chist, gato! El gato se está bebiendo su leche, espántelo… Camila volvió a mirar al animal que, asustado por el grito de la fondera, se lamía los bigotes empapados en leche, cerca de la taza olvidada en una silla.

– ¿Cómo se llama su gato?

– Benjuí…

– Yo tenía uno que se llamaba Gota; era gata…

Ahora sí se oyeron pasos y tal vez que…

Era él.

Mientras la Masacuata desatrancaba la puerta, Camila se pasó las manos por los cabellos para arreglárselos un poco. El corazón le daba golpes en el pecho. Al final de aquel día que ella creyó por momentos eterno, interminable, que no iba a acabar nunca, estaba entumecida, floja, sin ánimo, ojerosa, como la enferma que oye cuchichear de los preparativos de su operación.

– ¡Sí, señorita, buenas noticias! -dijo Cara de Ángel desde la puerta, cambiando la cara de pena que traía.

Ella esperaba de pie al lado de la cama, con una mano puesta sobre la cabecera, los ojos llenos de lágrimas y el semblante frío. El favorito le acarició las manos.

– Las noticias de su papá, que son las que más le interesan, primero… -pronunciadas estas palabras se fijó en la Masacuata, y entonces, sin cambiar de tono de voz, mudó de pensamiento-. Pues su papá no sabe que está usted aquí escondida…

– ¿Y dónde está él…?

– ¡Cálmese!

– ¡Con sólo saber que no le ha pasado nada, me conformo!

– Siéntese, donnn… -se interpuso la fondera, ofreciendo la banquita a Cara de Ángel.

– Gracias…

– Y como de necesidad ustedes tendrán su qué hablar, si no se le ofrece nada, van a dejar que me vaya para volver de acún rato. Voy a salir a ver qué es de Lucio, que se fue desde esta mañana y no ha regresado.

El favorito estuvo a punto de pedir a la fondera que no lo dejara a solas con Camila.

Pero ya la Masacuata pasaba al patiecito oscuro a cambiarse de enagua y Camila decía:

– Dios se lo pague por todo, ¿oye, señora?… ¡Pobre, tan buena que es!… Y tiene gracia todo lo que habla. Dice que usted es muy bueno, que es usted muy rico y muy simpático, que lo conoce hace mucho tiempo…

– Sí, es mera buena. Sin embargo, no se podía hablar ante ella con toda confianza y estuvo mejor que se largara. De su papá todo lo que se sabe es que va huyendo, y mientras no pase la frontera no tendremos noticias ciertas. Y diga: ¿le contó algo de su papá usted a esa mujer?

– No, porque creí que estaba enterada de todo…

– Pues conviene que no sepa ni media palabra…

– Y mis tíos, ¿qué le dijeron?

– No los pude ir a ver por andar agenciándome noticias de su papá; pero ya les anuncié mi visita para mañana.

– Perdone mis exigencias, pero usted comprende, me sentiré más consolada allí con ellos; sobre todo con mi tío Juan; él es mi padrino y ha sido para mí como mi padre…

– ¿Se veían ustedes muy a menudo?

– Casi todos los días… Casi…, sí… Sí, porque cuando no íbamos a su casa, él venía a la nuestra con su señora o solo. Es el hermano a quien más ha querido mi papá. Siempre me dijo: «Cuando yo falte te dejaré con Juan, y a él debes buscar y obedecer como si fuera tu padre». Todavía el domingo comimos todos juntos.

– En todo caso quiero que usted sepa que si yo la escondí aquí fue para evitar que la atropellara la policía y porque esto quedaba más cerca.

El cansancio de la candela sin despabilar flotaba como la mirada de un miope. Cara de Ángel se veía en aquella luz disminuido en su personalidad, medio enfermo, y miraba a Camila más pálida, más sola y más chula que nunca en su trajecito color limón.

– ¿En qué piensa?…

Su voz tenía intimidad de hombre apaciguado.

– En las penas en que andará mi pobre papá huyendo por sitios desconocidos, oscuros, no me explico bien, con hambre, con sueño, con sed y sin amparo. La Virgen lo acompañe. Todo el día le he tenido su candela encendida…

– No piense en esas cosas, no llame la desgracia; las cosas tienen que suceder como está escrito que sucedan. ¡Qué lejos estaba usted de conocerme y qué lejos estaba yo de poder servir a su papá!… -Y apañándole una mano, que ella se dejó acariciar, fijaron ambos los ojos en el cuadro de la Virgen.

El favorito pensaba:

¡En el ojo de la llave del cielo

cabrías bien, porque fue el cerrajero,

cuando nacías, a sacar con nieve

la forma de tu cuerpo en un lucero!

La estrofa, sin razón de ser en aquellos momentos, quedó suelta en su cabeza y como confundida a la palpitación en que se iban envolviendo sus dos almas.

– ¿Y qué me dice usted? Ya mi papá irá muy lejos; se sabrá cuando más o menos…

– No tengo ni idea, pero es cuestión de días…

– ¿De muchos días?

– No…

– Mi tío Juan tal vez tiene noticias…

– Probablemente…

– Algo le pasa a usted cuando le hablo de mis tíos…

– Pero ¡qué está usted diciendo! De ninguna manera. Por el contrario, pienso que sin ellos mi responsabilidad sería mayor. Adónde iba yo a llevarla a usted si no estuvieran ellos…

Cara de Ángel cambiaba de voz cuando se dejaba de fantasear sobre la fuga del general y hablaba de los tíos, del general que se temía ver regresar amarrado y seguido de una escolta, o frío como un tamal en un tapesco ensangrentado.

La puerta se abrió de repente. Era la Masacuata, que entraba que se hacía pedazos. Las trancas rodaron por el suelo. Un soplo de aire hamaqueó la luz.

– Acepten y perdonen que les interrumpa y que venga así tan brusca… ¡Lucio está preso!… Me lo acababa de decir una mi conocida cuando me llegó este papelito. Está en la Penitenciaría… ¡Chismes de ese Genaro Rodas! ¡Lástima de pantalones de hombre! ¡No he tenido gusto en toda la santa tarde! A cada rato el corazón me hacía pon-gón, pon-gón, pon-gón… Ái fue a decir que usted y Lucio se habían sacado a la señorita de su casa…

El favorito no pudo impedir la catástrofe. Un puñado de palabras y la explosión… Camila, él y su pobre amor acababan de volar deshechos en un segundo, en menos de un segundo… Cuando Cara de Ángel empezó a darse cuenta de la realidad, Camila lloraba sin consuelo tirada de bruces sobre la cama; la fondera seguía habla que habla contando los detalles del rapto, sin comprender el mundo que precipitaba en las simas de la desesperación con sus palabras, y en cuanto a él, sentía que lo estaban enterrando vivo con los ojos abiertos.

Después de llorar mucho rato se levantó Camila como sonámbula, pidiendo a la fondera algo con que taparse para salir a la calle.

– Y si usted es, como dice, un caballero -se volvió a decir a Cara de Ángel, cuando aquélla le hubo dado un perraje-, acompáñame a casa de mi tío Juan.

El favorito quiso decir eso que no se puede decir, esa palabra inexpresable con los labios y que baila en los ojos de los que golpea la fatalidad en lo más íntimo de su esperanza.

– ¿Dónde está mi sombrero? -preguntó con la voz ronca de tragar saliva de angustias.

Y ya con el sombrero en la mano volvióse al interior de la fonda para mirar nuevamente, antes de partir, el sitio en que acababa de naufragar una ilusión.

– Pero… -objetó ya para dejar la puerta-, me temo que sea demasiado tarde…

– Si fuéramos a casa ajena, sí; pero vamos a mi casa; donde cualquiera de mis tíos sepa usted que estoy en mi casa…

Cara de Ángel la detuvo de un brazo con suavidad y como arrancándose el alma, le dijo violentamente la verdad:

– En casa de sus tíos ni pensarlo; no quieren oír hablar de usted, no quieren saber nada del general, lo desconocen como hermano. Me lo ha dicho hoy su tío Juan…

– ¡Pero usted mismo acaba de decirme que no los ha visto, que les anunció su visita!… ¿En qué quedamos? ¡Olvida usted sus palabras de hace un momento y calumnia a mis tíos para retener en esta fonda a la prenda robada que se le va de las manos! ¡Que mis tíos no quieren oír hablar de nosotros, que no me reciben en su casal… Bueno, está usted loco. ¡Venga, acompáñeme, para que se convenza de lo contrario!

– No estoy loco, no crea, y daría la vida porque no fuera usted a exponerse a un desprecio, y si he mentido es porque… no sé… Mentía por ternura, por querer ahorrarle hasta el último momento el dolor que ahora va a sufrir… Yo pensaba volver a suplicarles mañana, menear otras pitas, pedirles que no la dejaran en la calle abandonada, pero eso ya no es posible, ya usted va andando, ya no es posible…

Las calles alumbradas se ven más solas. La fondera salió con la candela que ardía ante la Virgen para seguirles los primeros pasos. El viento se la apagó. La llamita hizo movimiento de santiguada.

XVIII Toquidos

¡Ton-torón-ton! ¡Ton-torón-ton!

Como buscaniguas corrieron los aldabonazos por toda la casa, despertando al perro que en el acto ladró hacia la calle. El ruido le había quemado el sueño. Camila volvió la cabeza a Cara de Ángel -en la puerta de su tío Juan ya se sentía segura- y le dijo muy ufana:

– ¡Ladra porque no me ha conocido! ¡Rubí! ¡Rubí! -agregó llamando al perro que no dejaba de ladrar-. ¡Rubí! ¡Rubí!, ¡soy yo! ¿No me conoce, Rubí? Corra, vaya a que vengan luego a abrir.

Y volviéndose otra vez a Cara de Ángel:

– ¡Vamos a esperar un momentito!

– ¡Sí, sí, por mí no tenga cuidado, esperemos!

Este hablaba con desmigado decir, como el que lo ha perdido todo, a quien todo le da igual.

– Tal vez no han oído, será menester tocar más duro.

Y levantó y dejó caer el llamador muchas veces; un llamador de bronce dorado, que tenía forma de mano.

– Las criadas deben estar dormidas; aunque ya era tiempo que hubiesen salido a ver. Por algo mi papá, que padece de no dormir, dice siempre que pasa mala noche: «¡Quién con sueño de criada!»

Rubí era el único que daba señales de vida en toda la casa. Su ladrar se oía cuándo en el zaguán, cuándo en el patio. Correteaba incansable tras los toquidos, piedras lanzadas contra el silencio que a Camila se le iba haciendo tranca en la garganta.

– ¡Es extraño! -observó sin separarse de la puerta-. ¡Indudablemente están dormidos; voy a tocar más duro a ver si salen! ¡Ton-torón-ton-ton… Ton-ton-torontón!

– ¡Ahora vendrán! Es que sin duda no habían oído…

– ¡Primero están saliendo los vecinos! -dijo Cara de Ángel; aunque no se veía en la neblina, se oía el ruido de las puertas. -Pero no tiene nada, ¿verdad?

– ¡Más que fuera, toque, toque, no tenga cuidado!

– Vamos a aguardar un ratito a ver si ahora vienen…

Y mentalmente Camila fue contando para hacer tiempo: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veintitrés, veintitrés…, veinticuatro…, ve in ti cinco…

– ¡No vienen!

– … veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, tre in ta…, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…, treinta y cinco… -le daba miedo llegar a cincuenta-… treinta y seis… treinta y siete, treinta y ocho…

Repentinamente, sin saber por qué, había sentido que era verdad lo que Cara de Ángel le afirmara de su tío Juan, y con ahogo y alarma aldabeó una y muchas veces más. ¡Ton-tororón! Ya no quitaba la mano del tocador… ¡Tororón-ton, tororón-ton! ¡No podía ser! Ton-ton-ton- ton-tontontontontonton tontontontontontontontontonton

La respuesta fue siempre la misma; el interminable ladrar del perro. ¿Qué les hizo ella, que ella ignoraba, para que no le abrieran la puerta de su casa? Llamó de nuevo. Su esperanza renacía a cada aldabonazo. ¿Qué iba a ser de ella si la dejaban en la calle? De sólo pensarlo se le dormía el cuerpo. Llamó y llamó. Llamó con saña, como si diera de martillazos en la cabeza de un enemigo. Sentía los pies pesados, la boca amarga, la lengua como estropajo y en los dientes la bullidora picazón del miedo.

Una ventana hizo ruido de rasguño y hasta se adivinaron voces. Todo su cuerpo se recalentó. ¡Ya salían, bendito sea Dios! Le agradaba separarse de aquel hombre cuyos ojos negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos; de aquel individuo repugnante a pesar de ser bello como un ángel. En ese momentito, el mundo de la casa y el mundo de la calle, separados por la puerta, se rozaban como dos astros sin luz. La casa permite comer el pan en oculto -el pan comido en oculto es suave, enseña la sabiduría-; posee la seguridad de lo que permanece y apareja la consideración social, y es como retrato familiar, en el que el papá se esmera en el nudo de la corbata, la mamá luce sus mejores joyas y los niños están peinados con Agua Florida legítima. No así la calle, mundo de inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades de vecindario.

¡Cuántas veces había jugado de niña en aquella puerta! ¡Cuántas otras, en tanto su papá y su tío Juan conversaban de sus asuntos, ya para despedirse, ella se había entretenido en mirar desde allí los aleros de las casas vecinas, recortados como lomos escamosos sobre el azul del cielo!

– ¿No oyó usted que salieron por esa ventana? ¿Verdad que sí? Pero no abren. O… nos equivocaríamos de casa… ¡Tendría gracia!

Y soltando el tocador se bajó del andén para verle la cara a la casa. No se había equivocado. Sí que era la de su tío Juan «Juan Canales. Constructor», decía en la puerta una placa de metal. Como un niño, hizo pucheros y soltó el llanto. Los caballitos de sus lágrimas arrastraban desde lo más remoto de su cerebro la idea negra de que era verdad lo que afirmó Cara de Ángel al salir de El Tus-Tep. Ella no quería creerlo, aunque fuera cierto.

La neblina vendaba las calles. Estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga.

– Acompáñame a casa de mis otros tíos; vamos primero a ver a mi tío Luis, si le parece.

– Adonde usted diga…

– Véngase, pues… -el llanto le caía de los ojos como una lluvia-; aquí no me han querido abrir…

Y echaron adelante. Ella volviendo la cabeza a cada paso -no abandonaba la esperanza de que por último abrieran- y Cara de Ángel, sombrío. Ya vería don Juan Canales; era imposible que él dejara sin venganzas semejante ultraje. Cada vez más lejos, el perro seguía ladrando. Pronto desapareció todo consuelo. Ni el perro se oía ya. Frente al Cuño encontraron un cartero borracho. Iba arrojando las cartas a mitad de la calle como dormido. Casi no podía dar un paso. De vez en vez alzaba los brazos y reía con cacareo de ave doméstica, en lucha con los alambres de sus babas enredados en los botones del uniforme. Camila y Cara de Ángel, movidos por el mismo resorte, se pusieron a recogerle las cartas y a ponérselas en la mochila, advirtiéndole que no las botara de nuevo.

– ¡Mu… uchas gra… cias…; le es… digo… que mu… uchas… gra… cias!- deletreaba las palabras, recostado en un bastión del Cuño. Después, cuando aquéllos le dejaron, ya con las cartas en el bolso, se alejó cantando:

¡Para subir al cielo

se necesita,

una escalera grande

y una chiquita!

Y mitad cantando, mitad hablando, añadió con otra música:

¡Suba, suba, suba,

la Virgen al cielo,

suba, suba, suba,

subirá a su Reino!

– ¡Cuando San Juan baje el dedo, yo, «Gup… Gup… Gu… mercindo» Solares, ya no seré cartero, ya no seré cartero, ya no seré cartero… Y cantando:

¡Cuando yo me muera

quién me enterrará

sólo las Hermanas

de la Caridad!

¡Ay, juín juín juilín, por demás estás, por demás estás, por demás estás!

En la neblina se perdió dando tumbos. Era un hombrecillo cabezón. El uniforme le quedaba grande y la gorra pequeña.

Mientras tanto, don Juan Canales hacía lo imposible por ponerse en comunicación con su hermano José Antonio. La central de teléfonos no contestaba y ya el ruido del manubrio le producía bascas. Por fin le respondieron con voz de ultratumba. Pidió la casa de don José Antonio Canales y, contra lo que esperaba, inmediatamente la voz de su hermano mayor se oyó en el aparato.

– … Sí, sí, Juan es el que te habla……Creí que no me habías conocido… Pues figúrate… Ella y el tipo, sí… Ya lo creo, ya lo creo…… Por supuesto……Sí, sí… ¿Qué me dices?……¡Nooo, no le abrimos!……Ya te figuras……Y, sin duda, que de aquí se fueron para allá contigo……¿Qué, qué?… Ya me lo suponía así… ¡Nos dejaron temblando!… ¡También a ustedes, y para tu mujer el susto no estuvo bueno; mi mujer quería salir a la puerta, pero yo me opuse! ¡Naturalmente! Naturalmente, eso se cae de su peso… Bueno, el vecindario allí contig……Sí, hombre……Y aquí conmigo peor. Deben estar para echar chispas… Y de tu casa seguramente que se fueron para donde Luis… ¡Ah!, ¿no? ¿Ya venían?…

Un palor calderil, de luego en luego claridad sumisa, jugo de limón, jugo de naranja, rubor de hoguera nueva, oro mate de primera llama, luz de amanecer, les agarró en la calle, cuando volvían de llamar inútilmente a la casa de don José Antonio.

A cada paso repetía Camila:

– ¡Yo me las arreglaré!

Los dientes le castañeaban del frío. Las praderas de sus ojos, húmedas de llanto, veían pintar la mañana con insospechada amargura. Había tomado el aire de las personas heridas por la fatalidad. Su andar era poco suelto. Su gesto un no estar en sí.

Los pajaritos saludaban la aurora en los jardines de los parques públicos y en los del interior de las casas, los pequeños jardines de los patios. Un concierto celestial de músicas trémulas subía al azul divino del amanecer, mientras despertaban las rosas y mientras, por otro lado, el tantaneo de las campanas, que daban los buenos días a Nuestro Señor, alternaba con los golpes fofos de las carnicerías donde hachaban la carne; y el solfeo de los gallos que con las alas se contaban los compases, con las descargas en sordina de las panaderías al caer el pan en las bateas; y las voces y pasos de los trasnochadores con el ruido de alguna puerta abierta por viejecilla en busca de comunión o mucama en busca de pan para el viajero que en desayunando saldría a tomar el tren.

Amanecía…

Los zopilotes se disputaban el cadáver de un gato a picotazo limpio. Los perros perseguían a las perras, jadeantes, con los ojos enardecidos y la lengua fuera. Un perro pasaba renqueando, con la cola entre las piernas, y apenas si volvía a mirar, melancólico y medroso, para enseñar los dientes. A lo largo de puertas y muros dibujaban los canes las cataratas del Niágara.

Amanecía…

Las cuadrillas de indios que barrían durante la noche las calles céntricas regresaban a sus ranchos uno tras otro, como fantasmas vestidos de jerga, riéndose y hablando en una lengua que sonaba a canto de chicharra en el silencio matinal. Las escobas a manera de paraguas cogidas con el sobaco. Los dientes de turrón en las caras de cobre. Descalzos. Rotos. A veces se detenía uno de ellos a la orilla del andén y se sonaba al aire, inclinándose al tiempo de apretarse la nariz con el pulgar y el índice. Delante de las puertas de los templos todos se quitaban el sombrero.

Amanecía…

Araucarias inaccesibles, telarañas verdes para cazar estrellas fugaces. Nubes de primera comunión. Pitos de locomotoras extranjeras.

La Masacuata se felicitó de verles volver juntos. No pudo cerrar los ojos de la pena en toda la noche e iba a salir en seguida para la Penitenciaría con el desayuno de Lucio Vásquez.

Cara de Ángel se despidió, mientras Camila lloraba su desgracia increíble.

– ¡Hasta luego! -dijo sin saber por qué; él ya no tenía qué hacer allí.

Y al salir sintió por primera vez, desde la muerte de su madre, los ojos llenos de lágrimas.

XIX Las cuentas y el chocolate

El Auditor de Guerra acabó de tomar su chocolate de arroz con una doble empinada de pocillo, para beberse hasta el asiento; luego se limpió el bigote color de ala de mosca con la manga de la camisa y, acercándose a la luz de la lámpara, metió los ojos en el recipiente para ver si se lo había bebido todo. Entre sus papelotes y sus códigos mugrientos, silencioso y feo, miope y glotón, no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases sociales, hasta de las más humildes y miserables. Nunca, sin duda, vieran las generaciones un hambre tal de papel sellado. Al sacar los ojos del pocillo, que examinó con el dedo para ver si no había dejado nada, vio asomar por la única puerta de su escritorio a la sirvienta, espectro que arrastraba los pies como si los zapatos le quedaran grandes, poco a poco, uno tras otro, uno tras otro.

– .Ya te bebiste el chocolate, dirés!

– ¡Sí, Dios te lo pague, estaba muy sabroso! A mí me gusta cuando por el tragadero le pasa a uno el pusunque.

– ¿Dónde pusiste la taza? -inquirió la sirvienta, buscando entre los libros que hacían sombra sobre la mesa.

– ¡Allí! ¿No la estás viendo?

– Ahora que decís eso, mirá, ya estos cajones están llenos de papel sellado. Mañana, si te parece, saldré a ver qué se vende.

– Pero que sea con modo, para que no se sepa. La gente es muy fregada.

– ¡Vos estás creyendo que no tengo dos dedos de frente! Hay como sobre cuatrocientas fojas a veinticinco centavos, como doscientas de a cincuenta… Las estuve contando mientras que se calentaban mis planchas ahora en la tardecita.

Un toquido en la puerta de la calle le cortó la palabra a la sirvienta.

– ¡Qué manera de tocar, imbéciles! -respingó el Auditor. -Si así tocan siempre… A saber quién será… Muchas veces estoy yo en la cocina y hasta allá llegan los toquidotes…

La sirvienta dijo estas últimas palabras ya para salir a ver quién llamaba. Parecía un paraguas la pobre, con su cabeza pequeña y sus enaguas largas y descoloridas.

– ¡Que no estoy! -le gritó el Auditor-. Y mirá, mejor si salís por la ventana…

Transcurridos unos momentos volvió la vieja, siempre arrastrando los pies, con una carta.

– Esperan contestación…

El Auditor rompió el sobre de mal modo; pasó los ojos por la tarjetita que encerraba y dijo a la sirvienta con el gesto endulzado:

– ¡Que está recibida!

Y ésta, arrastrando los pies, volvió a dar la respuesta al muchacho que había traído el mandado, y cerró la ventana a piedra y lodo.

Tardó en volver; andaba bendiciendo las puertas. Nunca acababa de llevarse la taza sucia de chocolate.

En tanto, aquél, arrellanado en el sillón, releía con sus puntos y sus comas la tarjetita que acababa de recibir. Era de un colega que le proponía un negocio. La Chón Diente de Oro -le decía el Licenciado Vidalitas-, amiga del Señor Presidente y propietaria de un acreditado establecimiento de mujeres públicas, vino a buscarme esta mañana a mi bufete, para decirme que vio en la Casa Nueva a una mujer joven y bonita que le convendría para su negocio. Ofrece 10.000 pesos por ella. Sabiendo que está presa de tu orden, te molesto para que me digas si tienes inconveniente en recibir ese dinerito y entregarle dicha mujer a mi dienta…

– Si no se te ofrece nada, me voy a acostar.

– No, nada, que pasés buena noche…

– Así la pasés vos… ¡Que descansen las ánimas del Purgatorio!

El Auditor, mientras la sirvienta salía arrastrando los pies, repasaba la cantidad del negocio en perspectiva, número por número, en uno, un cero, otro cero, otro cero, otro cero… ¡Diez mil pesos!

La vieja regresó:

– No me acordaba de decirte que el Padre mandó a avisar que mañana va a decir la misa más temprano.

– ¡Ah, verdad pues, que mañana es sábado! Despertame en cuanto llamen, ¿oíste?, que anoche me desvelé y me puede agarrar el sueño.

– Ái te despierto, pues…

Dicho esto se fue poco a poco, arrastrando los pies. Pero volvió a venir. Había olvidado de llevar al lavadero de los trastes la taza sucia. Ya estaba desnuda cuando se acordó.

– Y por fortuna me acordé -díjose a media voz-; si no, sí que sí que… -con gran trabajo se puso los zapatos-… sí que sí que… -yacabó con un ¡sea por Dios! envuelto en un suspiro. De no poderle tanto dejar un traste sucio se habría quedado metidita en la cama.

El Auditor no se dio cuenta de la última entrada y salida de la vieja, enfrascado en la lectura de su última obra maestra: el proceso de la fuga del general Eusebio Canales. Cuatro eran los reos principales: Fedina de Rodas, Genaro Rodas, Lucio Vásquez y… -se pasaba la lengua por los labios- el otro, un personaje que se las debía, Miguel Cara de Ángel.

El rapto de la hija del general, como esa nube negra que arroja el pulpo cuando se siente atacado, no fue sino una treta para burlar la vigilancia de la autoridad, se decía. Las declaraciones de Fedina Rodas son terminantes a este respecto. La casa estaba vacía cuando ella se presentó a buscar al general a las seis de la mañana. Sus declaraciones me parecieron veraces desde el primer momento, y si apreté un poquito el tornillo fue para estar más seguro: su dicho era la condenación irrefutable de Cara de Ángel. Si a las seis de la mañana en la casa ya no había nadie, y por otra parte, si de los partes de policía se desprende que el general llegó a recogerse al filo de las doce de la noche, ergo, el reo se fugó a las dos de la mañana, mientras el otro hacía el simulacro de alzarse con su hija…

¡Qué decepción para el Señor Presidente cuando sepa que el hombre de toda su confianza preparó y dirigió la fuga de uno de sus más encarnizados enemigos!… ¡Cómo se va a poner cuando se entere que el íntimo amigo del coronel Parrales Sonriente coopera a la fuga de uno de sus victimarios!…

Leyó y releyó los artículos del Código Militar, que ya se sabía de memoria, en todo lo concerniente a los encubridores, y como el que se regala con una salsa picante, la dicha le brillaba en los ojos de basilisco y en la piel de brin al encontrar en aquel cuerpo de leyes por cada dos renglones esta frasecita: pena de muerte, o su variante: pena de la vida.

¡Ah, don Miguelín, Miguelito, por fin en mis manos y por el tiempo que yo quiera! ¡Jamás creí que nos fuéramos a ver la cara tan pronto, ayer que usted me despreció en Palacio! ¡Y la rosca del tornillo de mi venganza es interminable, ya se lo advierto!

Y calentando el pensamiento de su desquite, helado corazón de bala, subió las gradas del Palacio a las once de la mañana, el día siguiente. Llevaba el proceso y la orden de captura contra Cara de Ángel.

– ¡Vea, señor Auditor -le dijo el Presidente al concluir aquél de exponerle los hechos-; déjeme aquí esa causa y óigame lo que le voy a decir; ni la señora de Rodas ni Miguel son culpables; a esa señora mándela poner en libertad y rompa esa orden de captura; los culpables son ustedes, imbéciles, servidores de qué…, de qué sirven…, de nada!… Al menor intento de fuga la policía debió haber acabado a balazos con el general Canales. ¡Eso era lo que estaba mandado! ¡Ahora, como la policía no puede ver puerta abierta sin que le coman las uñas por robar! Póngase usted que Cara de Ángel hubiera cooperado a la fuga de Canales. No cooperaba a la fuga, sino a la muerte de Canales… Pero como la policía es una solemne porquería… Puede retirarse… Y en cuanto a los otros dos reos, Vásquez y Rodas, siéntemeles la mano, que son un par de pícaros; sobre todo Vásquez, que sabe más de lo que le han enseñado… Puede retirarse.

XX Coyotes de la misma loma

Genaro Rodas, que no había podido arrancarse de los ojos con el llanto la mirada del Pelele, compareció ante el Auditor baja la frente y sin ración de ánimo por las desgracias de su casa y por el desaliento que en el más templado deja la falta de libertad. Aquél mandó retirarle las esposas y, como se hace con un criado, le ordenó que se acercara.

– Hijito -le dijo al cabo de un largo silencio que por sí sólo era una reconvención-, lo sé todo, y si te interrogo es porque quiero oír de tu propia boca cómo estuvo la muerte de ese mendigo en el Portal del Señor…

– Lo que pasó… -rompió a hablar Genaro precipitadamente, pero luego se detuvo, como asustado de lo que iba a decir. -Sí, lo que pasó…

– ¡Ay, señor, por el amor de Dios, no me vaya a hacer nada! ¡Ay, señor! ¡Ay, no! ¡Yo le diré la verdad, pero por vida suya señor, no me vaya a hacer nada!

– ¡No tengás cuidado, hijito; la ley es severa con los criminales empedernidos, pero tratándose de un muchachote!… ¡Perdé cuidado, decime la verdad!

– ¡Ay, no me vaya a hacer nada, vea que tengo miedo!

Y al hablar así se retorcía suplicante, como defendiéndose de una amenaza que flotaba en el aire contra él.

– ¡No, hombre!

– Lo que pasó… Fue la otra noche, ya sabe usted cuándo. Esa noche yo quedé citado con Lucio Vásquez al costado de la Catedral, subiendo por onde los chinos. Yo, señor, andaba queriendo encontrar empleo y este Lucio me había dicho que me iba a buscar trabajo en la Secreta. Nos juntamos como se lo consigno y al encontrarnos, que qué tal, que aquí que allá, aquél me invitó a tomar un trago en una cantina que viene quedando arribita de La Plaza de Armas y que se llama El despertar del León. Pero ahí está que el trago se volvieron dos, tres, cuatro, cinco, y para no cansarlo…

– Sí, sí… -aprobó el Auditor, al tiempo de volver la cabeza al amanuense pecoso que escribía la declaración del reo.

– Entonces, usté verá, resultó con que no me había conseguido el empleo en la Secreta. Entonces le dije yo que no tuviera cuidado. Entonces resultó que… ¡ah, ya me acuerdo!, que él pagó los tragos. Y entonces ya salimos los dos juntos otra vez y nos fuimos para el Portal del Señor, donde Lucio me había dicho que estaba de turno en espera de un mudo con rabia que me contó después que tenía que tronarse. Tanto es así que yo le dije: ¡me zafo! Entonces nos fuimos para el Portal. Yo me quedé un poco atrás, ya para llegar. Él atravesó la calle paso a paso, pero al llegar a la boca del Portal salió volando. Yo corrí detrás de él creyendo que nos venían persiguiendo. Pero qué… Vásquez arrancó de la pared un bulto, era el mudo; el mudo; al sentirse cogido, gritó como si le hubiera caído una paré encima. Aquí ya fue sacando el revólver y, sin decirle nada, le disparó el primer tiro, luego otro… ¡Ay, señor, yo no tuve la culpa, no me vaya a hacer nada, yo no fui quien lo mató! Por buscar trabajo, señor…, vea lo que me pasa… Mejor me hubiera quedado de carpintero… ¡Quién me metió a querer ser policía!

La mirada gélida del Pelele volvió a pegársele entre los ojos a Rodas. El Auditor, sin cambiar el gesto, oprimió en silencio un timbre. Se oyeron pasos y asomaron por una puerta varios carceleros precedidos de un alcaide.

– Vea, alcaide, que le den doscientos palos a éste.

La voz del auditor no se alteró en lo más mínimo para dar aquella orden; lo dijo como el gerente de un banco que manda pagar a un cliente doscientos pesos.

Rodas no comprendía. Levantó la cabeza para mirar a los esbirros descalzos que le esperaban. Y comprendió menos cuando les vio las caras serenas, impasibles, sin dar muestras del menor asombro. El amanuense adelantaba hacia él la cara pecosa y los ojos sin expresión. El alcaide habló con el Auditor. El Auditor habló con el alcaide. Rodas estaba sordo. Rodas no comprendía. Empero, tuvo la impresión del que va a hacer de cuerpo cuando el alcaide le gritó que pasara al cuarto vecino -un largo zaguán abovedado- y cuando al tenerlo al alcance de la mano, le dio un empellón brutal.

El Auditor vociferaba contra Rodas al entrar Lucio Vásquez, el otro reo.

– ¡No se puede tratar bien a esta gente! ¡Esta gente lo que necesita es palo y más palo!

Vásquez, a pesar de sentirse entre los suyos, no las tenía todas consigo, y menos oyendo lo que oía. Era demasiado grave haber contribuido, aunque involuntariamente y ¡por embelequería!, a la fuga del general Canales.

– ¿Su nombre?

– Lucio Vásquez.

– ¿Originario?

– De aquí…

– ¿De la Penitenciaría?

– ¡No, cómo va a ser eso: de la capital!

– ¿Casado? ¿Soltero?

– ¡Soltero toda la vida!

– ¡Responda a lo que se le pregunta como se debe! ¿Profesión u oficio?

– Empleado toda la vidurria…

– ¿Qué es eso?

– ¡Empleado público, pues…!

– ¿Ha estado preso?

– Sí.

– ¿Por qué delito?

– Asesinato en cuadrilla.

– ¿Edad?

– No tengo edad.

– ¿Cómo que no tiene edad?

– ¡No sé cuántos tengo; pero clave ahí treinta y cinco, por si hace falta tener alguna edad!

– ¿Qué sabe usted del asesinato del Pelele?

El Auditor lanzó la pregunta a quemarropa, con los ojos puestos en los ojos del reo. Sus palabras, contra lo esperado por él, no produjeron ningún efecto en el ánimo de Vásquez, que en forma muy natural, poco faltó para que se frotara las manos, dijo:

– Del asesinato del Pelele lo que sé es que yo lo maté -y, llevándose la mano al pecho, recalcó para que no hubiera duda-: ¡Yo!…

– ¡Y a usted le parece esto algo así como una travesura! -exclamó el Auditor- ¿O es tan ignorante que no sabe que puede costarle la vida?…

– Tal vez…

– ¿Cómo que tal vez?

El Auditor estuvo un momento sin saber qué actitud debía tomar. Lo desarmaban la tranquilidad de Vásquez, su voz de guitarrilla, sus ojos de lince. Para ganar tiempo, volvióse al amanuense:

– Escriba…

Y con voz trémula agregó:

– Escriba que Lucio Vásquez declara que él asesinó al Pelele, con la complicidad de Genaro Rodas.

– Si ya está escrito -respondió el amanuense entre clientes.

– Lo que veo -objetó Lucio, sin perder la calma, y con un tonito zumbón que hizo morderse los labios al Auditor- es que el Licenciado no sabe muchas cosas. ¿A qué viene esta declaración? No hay duda que yo me iba a manchar las manos por un baboso así…

– ¡Respete al tribunal, o lo rompo!

– Lo que le estoy diciendo lo veo muy en su lugar. Le digo que yo no iba a ser tan orejón de matar a ése por el placer de matarlo, y que al obrar así obedecía órdenes expresas del Señor Presidente…

– ¡Silencio! ¡Embustero! ¡Ja…! ¡Aliviados estábamos!

Y no concluyó la frase porque en ese momento entraban los carceleros a Rodas colgando de los brazos, con los pies arrastrados por el suelo, como un trapo, como el lienzo de la Verónica.

– ¿Cuántos fueron? -preguntó el Auditor al alcaide, que sonreía al amanuense con el vergajo enrollado en el cuello como la cola de un mono.

– ¡Doscientos!

– Pues…

El amanuense sacó al Auditor del embarazo en que estaba: -Yo decía que le dieran otros doscientos… -murmuró juntando las palabras para que no le entendieran.

El Auditor oyó el consejo:

– Sí, alcaide; vea que le den otros doscientos, mientras yo sigo con éste.

«¡Este será tu cara, viejo, cara de asiento de bicicleta!», pensó Vásquez.

Los carceleros volvieron sobre sus pasos arrastrando la afligida carga, seguidos del capataz. En el rincón del suplicio le embrocaron sobre un petate. Cuatro le sujetaron las manos y los pies, y los otros le apalearon. El capataz llevaba la cuenta, Rodas se encogió a los primeros latigazos, pero ya sin fuerzas, no como cuando hace un momento le empezaron a pegar, que revolcábase y bramaba de dolor. En las varas de membrillo húmedas, flexibles de color amarillento verdoso, salían coágulos de sangre de las heridas de la primera tanda que empezaban a cicatrizar. Ahogados gritos de bestia que agoniza sin conciencia clara de su dolor fueron los últimos lamentos. Juntaba la cara al petate, áfono, con el gesto contraído y el cabello en desorden. Su queja acuchillante se confundía con el jadear de los carceleros que el capataz, cuando no pegaban duro, castigaba con la verga.

– ¡Aliviados estábamos, Lucio Vásquez, con que cada hijo de vecino que cometiese un acto delictuoso fuera a salir libre con sólo afirmar que había sido de orden del Señor Presidente! ¿Dónde está la prueba? El Señor Presidente no está loco para dar una orden así. ¿Dónde está el papel en que consta que se le ordenó a usted proceder contra ese infeliz en forma tan villana y cobarde?

Vásquez palideció, y, mientras buscaba la respuesta, se puso las manos temblorosas en los bolsillos del pantalón.

– En los tribunales, ya sabe usted que cuando se habla es con el papel al canto; si no, ¿adónde íbamos a parar? ¿Dónde está esa orden?

– Vea, lo que pasa es que ya esa orden no la tengo. La devolví. El Señor Presidente debe saber…

– ¿Cómo es eso? ¿Y por qué la devolvió?

– ¡Porque decía al pie que se devolviera firmada al estar cumplida! No me iba a quedar con ella, ¿verdá?… Me parece… Comprenda usté…

– ¡Ni una palabra, ni una palabra más! ¡Mañas conmigo! ¡Presidentazos conmigo! ¡Bandolero, yo no soy niño de escuela para creerle tonterías de ese jaez! El dicho de una persona no hace prueba, salvo los casos especificados en los Códigos, cuando el dicho de la policía funge como plena prueba. Pero no se trata de un curso de Derecho Penal… Y basta…, basta; he dicho basta…

– Pues si no quiere creerme a mí, vaya a preguntárselo a él; quizás así lo crea. ¿Acaso no estaba yo con usted cuando los limosneros acusaron?…

– ¡Silencio, o lo hago callar a palos!… ¡Ya me veo yo preguntándole al Señor Presidente!… ¡Lo que sí le digo, Vásquez, es que usted sabe más de lo que le han enseñado y su cabeza está en peligro!

Lucio dobló la cabeza como guillotinado por las palabras del Auditor. El viento, detrás de las ventanas, soplaba iracundo.

XXI Vuelta en redondo

Cara de Ángel se arrancó el cuello y la corbata frenético. Nada más tonto, pensaba, que la explicacioncilla que el prójimo se busca de los actos ajenos. Actos ajenos… ¡Ajenos!… El reproche es a veces murmuración aceda. Calla lo favorable y exagera lo corriente. Un bello estiércol. Arde como cepillo sobre llaga. Y va más hondo ese reproche velado, de pelo muy fino, que se disimula en la información familiar, amistosa o de simple caridad… ¡Y hasta las criadas! ¡Al diablo con todos estos chismes de hueso!

Y de un tirón saltaron los botones de la camisa. Una desgarradura. Se oyó como si se hubiese partido el pecho. Las sirvientas le habían informado por menudo de cuanto se contaba en la calle de sus amores. Los hombres que no han querido casarse por no tener en casa mujer que les repita, como alumna aplicada en día de premios, lo que la gente dice de ellos -nunca nada bueno- acaban, como Cara de Ángel, oyéndolo de labios de la servidumbre.

Entornó las cortinas de su habitación sin acabar de quitarse la camisa. Necesitaba dormir o, por lo menos, que el cuarto fingiera ignorar el día, ese día, constataba con rencor, que no podía ser otro más que ese mismo día.

«¡Dormir!», repitióse al borde de la cama, ya sin zapatos, ya sin calcetines, con la camisa abierta, desabrochándose el pantalón. «¡Ah, pero qué idiota! ¡Si no me he quitado la chaqueta!»

De talones, con las puntas de los dedos hacia arriba para no asentar en el piso de cemento heladísimo la planta de los pies, llegóse a colgar la americana al respaldo de una silla y a saltitos, rápido y friolento y en un pie como un alcaraván, volvió a la cama. Y ¡pun!…, se enterró perseguido por…, por el animal del piso. Las piernas de sus pantalones arrojados al aire giraron como las agujas de un reloj gigantesco. El piso, más que de cemento, parecía de hielo. ¡Qué horror! De hielo con sal. De hielo de lágrimas. Saltó a la cama como a una barca de salvamento desde un témpano de hielo. Buscaba a echarse fuera de cuanto le sucedía, y cayó en su cama, que antojósele una isla, una isla blanca rodeada de penumbras y de hecho inmóviles, pulverizados. Venía a olvidar, a dormir, a no ser. Ya no más razones montables y desmontables como las piezas de una máquina. A la droga con los tornillos del sentido común. Mejor el sueño, la sinrazón, esa babosidad dulce de color azul al principio, aunque suele presentarse verde, y después negra, que desde los ojos se destila por dentro al organismo, produciendo la inhibición de la persona. ¡Ay, anhelo! Lo anhelado se tiene y no se tiene. Es como un ruiseñor de oro al que nuestras manos le hacen jaula con los diez dedos juntos. Un sueño de una pieza, reparador, sin visitas que entran por los espejos y se van por las ventanas de la nariz. Algo así anhelaba, algo como su reposado dormir de antes. Pronto se convenció de lo alto que le quedaba el sueño, más alto que el techo, en el espacio claro que sobre su casa era el día, aquel imborrable día. Se acostó boca abajo. Imposible. Del lado izquierdo, para callarse el corazón. Del lado derecho. Todo igual. Cien horas le separaban de sus sueños perfectos, de cuando se acostaba sin preocupaciones sentimentales. Su instinto le acusaba de estar en ese desasosiego por no haber tomado a Camila por la fuerza. Lo oscuro de la vida se siente tan cerca algunas veces, que el suicidio es el único medio de evasión. «¡Ya no seré más!»…, se decía. Y todo él temblaba en su interior. Se tocó un pie con otro. Le comía la falta de clavo en la cruz en que estaba. «Los borrachos tienen no sé qué de ahorcados cuando marchan -se dijo-, y los ahorcados no sé qué de borrachos cuando patalean o los mueve el viento.» Su instinto le acusaba. Sexo de borracho… Sexo de ahorcado… ¡Tú, Cara de Ángel! ¡Sexo de moco de chompipe!… «La bestia no se equivoca de una cifra en este libro de contabilidades sexuales», fue pensando. «Orinamos hijos en el cementerio. La trompeta del juicio… Bueno, no será trompeta. Una tijera de oro cortará ese chorro perenne de niños. Los hombres somos como las tripas de cerdo que el carnicero demonio rellena de carne picada para hacer chorizos. Y al sobreponerme a mí mismo para librar a Camila de mis intenciones, dejé una parte de mi ser sin relleno y por eso me siento vacío, intranquilo, colérico, enfermo, dado a la trampa. El hombre se rellena de mujer -carne picada- como una tripa de cerdo para estar contento. ¡Qué vulgaridad!»

Las sábanas le quedaban como faldones. Insoportables faldones mojados en sudor.

¡Le deben doler las hojas al Árbol de la Noche Triste! «¡Ay, mi cabeza!» Sonido licuado de carillón… Brujas la Muerta… Tirabuzones de seda sobre su nuca… «Nunca…» Pero en la vecindad tienen un fonógrafo. No lo había oído. No lo sabía. Primera noticia. En la casa de atrás tienen un perro. Deben ser dos. Pero aquí tienen un fonógrafo. Uno solo. «Entre la trompeta del fonógrafo de esta vecindad, y los perros de la casa de allá atrás, que oyen la voz del amo, queda mi casa, mi cabeza, yo… Estar cerca y estar lejos es ser vecinos. Esto es lo feo de ser vecino de alguien. Pero éstos, ¡qué trabajo tienen!: tocar el fonógrafo. Y hablar mal de todo el mundo. Ya me figuro lo que dirán de mí. Par de anisillos descoloridos. De mí que digan lo que quieran, qué me importa; pero de ella… Como yo llegue a averiguar que han dicho media palabra mal de ella, les hago miembros de La Juventud Liberal. Muchas veces los he amenazado con eso; mas ahora, ahora estoy dispuesto a cumplirlo. ¡Cómo les amargaría la vida! Aunque tal vez no, son muy sinvergüenzas. Ya los oigo repetir por todas partes: “¡Se sacó a la pobre muchacha después de media noche, la arrastró al fondín de una alcahueta y la violó; la policía secreta guardaba la puerta para que nadie se acercara! La atmósfera -se quedarán pensando, ¡caballos!- mientras la desnudaba, desgarrándole las ropas, tenía carne y pluma temblorosa de ave recién caída en la trampa. Y la hizo suya -se dirán- sin acariciarla, con los ojos cerrados, como quien comete un crimen o se bebe un purgante.” Si supieran que no es así, que aquí estoy medio arrepentido de mi proceder caballeroso. Si imaginaran que todo lo que dicen es falso. A la que deben de estarse imaginando es a ella. Se la imaginarán conmigo, conmigo y con ellos. Ellos desnudándola; ellos haciendo lo que yo hice según ellos. Lo de La Juventud Liberal es poco para este par de serafines. Algo más duro hay que buscar. El castigo ideal, ya que los dos son solteros -¡es verdad que son solterones!-, sería… con un par de señoras de aquéllas, aquéllas. Sé de dos que el Señor Presidente tiene sobre la nuca. Pues con ésas. Pues con ésas. Pero una de ellas está embarazada. No importa. Mejor. Cuando el Señor Presidente quiere algo no es cosa de andarle mirando el vientre a la futura… Y que ésos, por mieditis, se casan, se casan…»

Se hizo un ovillo y con los brazos prensados entre las piernas recogidas, apretó la cabeza en las almohadas para dar tregua al relampagueante herir de sus ideas. Los rincones helados de las sábanas le reservaban choques físicos, aliviados pasajeros en la fuga desencadenada de su pensamiento. Allá lejos fue a buscar por último estas gratas sorpresas desagradables, alargando los pies para sacarlos de las sábanas y tocar con ellos los barrotes de bronce de la cama. Poco a poco abrió los ojos en seguida. Parecía que al hacerlo iba rompiendo la costura finísima de sus pestañas. Colgaba de sus ojos, ventosas adheridas al techo, ingrávido como la penumbra, los huesos sin endurecer, las costillas reducidas a cartílagos y la cabeza a blanda sustancia… Aldabeaba entre las sombras una mano de algodón… La mano de algodón de una sonámbula… Las casas son árboles de aldabas… Bosques de árboles de aldabas las ciudades son… Las hojas del sonido iban cayendo mientras ella llamaba… El tronco intacto de la puerta después de botar las hojas del sonido intacto… A ella no le quedaba más que tocar… A ellos no les quedaba más que abrir… Pero no abrieron. Así les hubiera echado abajo la puerta. Clavo que te clavas, así les hubiera echado abajo la puerta; clavo que te clavas, y nada; así les hubiera echado abajo la casa…

– … ¿Quién?… ¿Qué?…

– Es una esquela de muerto que acaban de traer.

– Sí, pero no se la entrés, porque debe estar dormido. Ponésela por ahí, por su escritorio.

– «El señor Joaquín Cerón falleció anoche auxiliado por los Santos Sacramentos. Su esposa, hijos y demás parientes cumplen con el triste deber de participarlo a Ud. y le ruegan encomendar su alma a Dios y asistir a la conducción del cadáver al Cementerio General hoy, a las 4 p. m. El duelo se despide en la puerta del cementerio. Casa mortuoria: Callejón del Carrocero.»

Involuntariamente había oído leer a una de sus sirvientas la esquela de don Joaquín Cerón.

Libertó un brazo de la sábana y se lo dobló bajo la cabeza. Don Juan Canales se le paseaba por la frente vestido de plumas. Había arrancado cuatro corazones de palo y cuatro Corazones de Jesús y los tocaba como castañuelas. Y sentía a doña Judith en el occipucio, los cíclopes senos presos en el corsé crujiente, corsé de tela metálica y arena, y en el peinado pompeyano un magnífico peine de manola que le daba aspecto de tarasca. Se le acalambró el brazo que tenía bajo la cabeza a guisa de almohada y lo fue desdoblando poco a poco, como se hace con una prenda de vestir en la que anda un alacrán…

Poco a poco…

Hacia el hombro le iba subiendo un ascensor cargado de hormigas… Hacia el codo le iba bajando un ascensor cargado de hormigas de imán… Por el tubo del antebrazo caía el calambre de la penumbra… Era un chorro su mano. Un chorro de dedos dobles… Hasta el piso sentía las diez mil uñas…

¡Pobrecita, clava que te clava y nada!… So bestias, mulas; si abren les escupo a la cara… Como tres y dos son cinco…, y cinco diez…, y nueve, diecinueve, que les escupo a la cara. Tocaba al principio con mucho brillo y a las últimas, más parecía dar con un pico en tierra… No llamaba, cavaba su propia sepultura… ¡Qué despertar sin esperanza!… Mañana iré a verla… Puedo… Con el pretexto de llevarle noticias de su papá, puedo… O… si hoy hubiera noticias… Puedo…, aunque de mis palabras dudará…

«… ¡De sus palabras no dudo! ¡Es cierto, es indudablemente cierto que mis tíos le negaron a mi padre y le dijeron que no me querían ver ni pintada por sus casas!» Así reflexionaba Camila tendida en la cama de la Masacuata, quejándose del dolor de espalda, algo así como mal de yegua, mientras que en la fonda, que separaba de la alcoba un tabique de tablas viejas, brines y petates, comentaban los parroquianos entre copa y copa los sucesos del día: la fuga del general, el rapto de su hija, las vivezas del favorito… La fondera hacía oídos sordos o se desayunaba de todo lo que aquellos le contaban…

Un fuerte mareo alejó a Camila de aquella gentuza pestilente. Sensación de caída vertical en el silencio. Entre gritar -sería imprudencia- y no gritar -susto de aquel total aflojamiento-, gritó… Amortajábala un frío de plumas de ave muerta. La Masacuata acudió en el acto -¿qué le sucedía?- y todo fue verla de color verdoso de botella, con los brazos rígidos como de palo, las mandíbulas trabadas y los párpados caídos, como correr a echarse un trago de aguardiente, de la primera garrafa que tuvo a mano, y volver a rociárselo en la cara. Ni supo, de la pena, a qué hora se marcharon los clientes. Clamaba con la Virgen de Chichinquirá y todos los santos para que aquella niña no se le fuera a quedar allí.

«… Esta mañana, cuando nos despedimos, lloraba sobre mis palabras, ¡qué le quedaba!… Lo que nos parece mentira siendo verdad, nos hace llorar de júbilo o de pena…»

Así pensaba Cara de Ángel en su cama, casi dormido, aún despierto, despierto a una azulosa combustión angélica. Y poco a poco, ya dormido, flotando bajo su propio pensamiento, sin cuerpo, sin forma, como un aire tibio, móvil a soplo de su propia respiración…

Sólo Camila persistía en aquel hundirse de su cuerpo en el anulamiento, alta, dulce y cruel como una cruz de camposanto…

El Sueño, señor que surca los mares oscuros de la realidad, le recogió en una de sus muchas barcas. Invisibles manos le arrancaron de las fauces abiertas de los hechos, olas hambrientas que se disputaban los pedazos de sus víctimas en peleas encarnizadas.

– ¿Quién es? -preguntó el Sueño.

– Miguel Cara de Ángel… -respondieron hombres invisibles. Sus manos, como sombras blancas, salían de las sombras negras, y eran impalpables.

– Llevadle a la barca de… -el Sueño dudó-… los enamorados que habiendo perdido la esperanza de amar ellos, se conforman con que les amen.

Y los hombres del Sueño le conducían obedientes a esa barca, caminando por sobre esa capa de irrealidad que recubre de un polvo muy fino los hechos diarios de la vida, cuando un ruido, como una garra, se los arrancó de las manos…

… La cama…

… Las sirvientas…

No; la esquela, no… ¡Un niño!

Cara de Ángel pasóse la mano por los ojos y alzó la cabeza aterrorizado. A dos pasos de su cama había un niño acezoso, sin poder hablar. Por fin dijo:

– Es… que……man… da… a decir… la señora de la fonda… que se vaya para allá…, porque la señorita… está muy… grave…

Si tal hubiera oído del Señor Presidente, no se habría vestido el favorito con tanta rapidez. Salió a la calle con el primer sombrero que arrancó de la capotera, sin amarrarse bien los zapatos, mal hecho el nudo de la corbata…

– ¿Quién es? -preguntó el Sueño. Sus hombres acababan de pescar en las aguas sucias de la vida una rosa en vías de marchitarse.

– Camila Canales… -le respondieron…

– Bien, ponedla, si hay lugar, en la barca de las enamoradas que no serán felices…

– ¿Cómo dice, doctor? -la voz de Cara de Ángel sobaba dejos paternales. El estado de Camila era alarmante.

– Es lo que yo creo, que la fiebre le tiene que subir. El proceso de la pulmonía…

XXII La tumba viva

Su hijo había dejado de existir… Con ese modo de moverse, un poco de fantoche, de los que en el caos de su vida deshecha se van desatando de la cordura, Niña Fedina alzó el cadáver que pesaba como una cáscara seca hasta juntárselo a la cara fibrosa. Lo besaba. Se lo untaba. Mas pronto se puso de rodillas -fluía bajo la puerta un reflejo pajizo-, inclinándose adonde la luz del alba era reguero claro, a ras del suelo, en la rendija casi, para ver mejor el despojo de su pequeño.

Con la carita plegada como la piel de una cicatriz, dos círculos negros alrededor de los ojos y los labios terrosos, más que un niño de meses parecía un feto en pañales. Lo arrebató sin demora de la claridad, apretujándolo contra sus senos pletóricos de leche. Quejábase de Dios en un lenguaje inarticulado de palabras amasadas con llanto; por ratitos se le paraba el corazón y, como un hipo agónico, lamento tras lamento, balbucía: ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!…

Las lágrimas le rodaban por la cara inmóvil. Lloró hasta desfallecer, olvidándose de su marido, a quien amenazaban con matar de hambre en la Penitenciaría, si ella no confesaba; haciendo caso omiso de sus propios dolores físicos, manos y senos llagados, ojos ardorosos, espalda molida a golpes; posponiendo las preocupaciones de su negocio abandonado, inhibida de todo, embrutecida. Y cuando el llanto le faltó que ya no pudo llorar, se fue sintiendo la tumba de su hijo, que de nuevo lo encerraba en su vientre, que era suyo su último interminable sueño. Incisoria alegría partió un instante la eternidad de su dolor. La idea de ser la tumba de su hijo le acariciaba el corazón como un bálsamo. Era suya la alegría de las mujeres que se enterraban con sus amantes en el Oriente sagrado. Y en medida mayor, porque ella no se enterraba con su hijo; ella era la tumba viva, la cuna de tierra última, el regazo materno donde ambos, estrechamente unidos, quedarían en suspenso hasta que les llamasen a Josafat. Sin enjugarse el llanto, se arregló los cabellos como la que se prepara para una fiesta y apretó el cadáver contra sus senos, entre sus brazos y sus piernas, acurrucada en un rincón del calabozo.

Las tumbas no besan a los muertos, ella no lo debía besar; en cambio, los oprimen mucho, mucho, como ella lo estaba haciendo. Son camisas de fuerza y de cariño que los obligan a soportar quietos, inmóviles, las cosquillas de los gusanos, los ardores de la descomposición. Apenas aumentó la luz de la rendija un incierto afán cada mil años. Las sombras, perseguidas por el claror que iba subiendo, ganaban los muros paulatinamente como alacranes. Eran los muros de hueso… Huesos tatuados por dibujos obscenos. Niña Fedina cerró los ojos -las tumbas son oscuras por dentro- y no dijo palabra ni quiso quejido -las tumbas son calladas por fuera.

Mediaba la tarde. Olor de cipresales lavados con agua del cielo. Golondrinas. Media luna. Las calles bañadas de sol entero aún se llenaban de chiquillos bulliciosos. Las escuelas vaciaban un río de vidas nuevas en la ciudad. Algunos salían jugando a la tenta, en mareante ir y venir de moscas. Otros formaban rueda a dos que se pegaban como gallos coléricos. Sangre de narices, mocos, lágrimas. Otros corrían aldabeando las puertas. Otros asaltaban las tilcheras de dulces, antes que se acabaran los bocadillos amelcochados, las cocadas, las tartaritas de almendra, las espumillas; o caían, como piratas, en los canastos de frutas que abandonaban tal como embarcaciones vacías y desmanteladas. Atrás se iban quedando los que hacían cambalaches, coleccionaban sellos o fumaban, esforzándose por dar el golpe.

De un carruaje que se detuvo frente a la Casa Nueva se apearon tres mujeres jóvenes y una vieja doble ancho. Por su traza se veía lo que eran. Las jóvenes vestían cretonas de vivísimos colores, medias rojas, zapatos amarillos de tacón exageradamente alto, las enaguas arriba de las rodillas, dejando ver el calzón de encajes largos y sucios, y la blusa descotada hasta el ombligo. El peinado que llamaban colochera Luis XV, consistente en una gran cantidad de rizos mantecosos, que de un lado a otro recogía un listón verde o amarillo; el color de las mejillas, que recordaba los focos eléctricos rojos de las puertas de los prostíbulos. La vieja vestida de negro con pañolón morado, pujó al apearse del carruaje, asiéndose a una de las loderas con la mano regordeta y tupida de brillantes.

– Que se espere el carruaje, ¿verdad, Niña Chonita? -preguntó la más joven de las tres jóvenes gracias, alzando la voz chillona, como para que en la calle desierta la oyeran las piedras.

– Sí, pues, que se espere aquí -contestó la vieja.

Y entraron las cuatro a la Casa Nueva, donde la portera las recibió con fiestas.

Otras personas esperaban en el zaguán inhospitalario.

– Ve, Chinta, ¿está el secretario?… -interrogó la vieja a la portera.

– Si, doña Chón, acaba de venir.

– Decíle, por vida tuya, que si me quiere recibir, que le traigo una ordencita que me precisa mucho.

Mientras volvía la portera, la vieja se quedó callada. El ambiente, para las personas de cierta edad, conservaba su aire de convento. Antes de ser prisión de delincuentes había sido cárcel de amor. Mujeres y mujeres. Por sus murallones vagaba, como vuelo de paloma, la voz dulce de las teresas. Si faltaban azucenas, la luz era blanca, acariciadora, gozosa, y a los ayunos y cilicios sustituían los espineros de todas las torturas florecidos bajo el signo de la cruz y de las telarañas.

Al volver la portera, doña Chón pasó a entenderse con el secretario. Ya ella había hablado con la directora. El Auditor de Guerra mandaba a que le entregaran, a cambio de los diez mil pesos -lo que no decía-, a la detenida Fedina de Rodas, quien, a partir de aquel momento, haría alta en El Dulce Encanto, como se llamaba el prostíbulo de doña Chón Diente de Oro.

Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar. Sobreponiéndose a su conciencia, ella hizo como que no oía. Los cerrojos lloraron entonces. Un quejido de viejas bisagras oxidadas prolongóse como lamentación en el silencio. Abrieron y la sacaron a empellones. Ella apretaba los ojos para no ver la luz -las tumbas son oscuras por dentro-. Y así, a ciegas, con el tesoro de su muertecito apretado contra su corazón, la sacaron. Ya era una bestia comprada para el negocio más infame.

– ¡Se está haciendo la muda!

– ¡No abre los ojos por no vernos!

– ¡Es que debe tener vergüenza!

– ¡No querrá que le despierten a su, hijo!

Por el estilo eran las reflexiones que la Chón Diente de Oro y las tres jóvenes gracias se hicieron en el camino. El carruaje rodaba por las calles desempedradas produciendo un ruido de todos los diablos. El auriga, un español con aire de quijote, enflaquecía a insultos los caballos, que luego, como era picador, le servirían en la plaza de toros. Al lado de éste hizo Niña Fedina el corto camino que separaba la Casa Nueva de las casas malas, como en la canción, en el más absoluto olvido del mundo que la rodeaba, sin mover los párpados, sin mover los labios, apretando a su hijo con todas sus fuerzas.

Doña Chón se detuvo a pagar el carruaje. Las otras, mientras tanto, ayudaron a bajar a Fedina y con manos afables de compañeras, a empujoncitos, la fueron entrando a El Dulce Encanto.

Algunos clientes, casi todos militares, pernoctaban en los salones del prostíbulo.

– ¿Qui-horas, son, vos? -gritó doña Chón de entrada al cantinero.

Uno de los militares respondió:

– Las seis y veinte, doña Chompipa…

– ¿Aquí estás vos, cuque buruque? ¡No te había visto!

– Y veinticinco son en este reloj… -interpuso el cantinero.

La nueva fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. Fedina seguía en su obstinado silencio de tumba, con el cadáver de su hijo cubierto entre sus brazos, sin alzar los párpados, sintiéndose fría y pesada como piedra.

– Vean -ordenó la Diente de Oro a las tres jóvenes gracias-; llévenla a la cocina para que la Manuela le dé un bocado, y hagan que se vista y se peine un poco.

Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó a la nueva para hurgarle las piernas. Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio magníficos, como n perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco. ¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas.

– ¡Ve, cuque buruque, calientamicos, estate quieto!… -intervino doña Chón, poniendo fin a tanto desplante-. ¡Ah, sí, ¿verdá?, será cosa de echarle chachaguate…!

Fedina no se defendió de aquellos manipuleos deshonestos, contentándose con apretar los párpados y cerrar los labios para librar su ceguera y su mutismo de tumba amenazados, no sin oprimir contra su oscuridad y su silencio, exprimiéndolo, el despojo de su hijo, que arrullaba todavía como un niño dormido.

La pasaron a un patio pequeño donde la tarde se ahogaba en una pila poco a poco. Oíanse lamentos de mujeres, voces quebradizas, frágiles, cuchicheos de enfermas o colegialas, de prisioneras o monjas, risas falsas, grititos raspantes y pasos de personas que andan en medias. De una habitación arrojaron una baraja que se regó en abanico por el suelo. No se supo quién. Una mujer, con el cabello en desorden, sacó la cara por una puertecita de palomar y volviéndose a la baraja, como a la fatalidad misma, se enjugó una lágrima en la mejilla descolorida.

Un foco rojo alumbraba la calle en la puerta de El Dulce Encanto. Parecía la pupila inflamada de una bestia. Hombres y piedras tomaban un tinte trágico. El misterio de las cámaras fotográficas. Los hombres llegaban a bañarse en aquella lumbrarada roja, como variolosos para que no les quedara la cicatriz. Exponían sus caras a la luz con vergüenza de que los vieran, como bebiendo sangre, y se volvían después a la luz de las calles, a la luz blanca del alumbrado municipal, a la luz clara de la lámpara hogareña con la molestia de haber velado una fotografía.

Fedina seguía sin darse cuenta de nada de lo que pasaba, con la idea de su inexistencia para todo lo que no fuera su hijo. Los ojos más cerrados que nunca, así mismo los labios, y el cadáver siempre contra sus senos pletóricos de leche. Inútil decir todo lo que hicieron sus compañeras para sacarla de aquel estado antes de llegar a la cocina.

La cocinera, Manuela Calvario, reinaba desde hacía muchos años entre el carbón y la basura de El Dulce Encanto y era una especie de Padre Eterno sin barbas y con los fustanes almidonados. Los carrillos fláccidos de la respetable y gigantesca cocinera se llenaron de una sustancia aeriforme que pronto adquirió forma de lenguaje al ver aparecer a Fedina.

– ¡Otra sinvergüenza!… Y ésta, ¿de dónde sale?… ¿Y qué es lo que trae ahí tan agarrado…?

Por señas -ya las tres gracias, sin saber por qué, tampoco osaban hablar- le dijeron a la cocinera que salía de la cárcel, poniendo una mano sobre la otra en forma de reja.

– ¡Gallina pu… erca! -continuó aquélla. Y cuando las otras se marcharon, añadió-: ¡Veneno te diera yo en lugar de comida! ¡Aquí está tu bocadito! ¡Aquí…, tomá…, tomá…!

Y le propinó una serie de golpes en la espalda con el asador.

Fedina se tendió por tierra con su muertecito sin abrir los ojos ni responder. Ya no lo sentía de tanto llevarlo en la misma postura. La Calvario iba y venía vociferando y persignándose.

En una de tantas vueltas y revueltas sintió mal olor en la cocina. Regresaba del lavadero con un plato. Sin detenerse en pequeñas dio de puntapiés a Fedina gritando:

– ¡La que jiede es esta podrida! ¡Vengan a sacarla de aquí! ¡Llévensela de aquí! ¡Yo no la quiero aquí!

A sus gritos alborotadores vino doña Chón y entre ambas, a la fuerza, como quebrándoles las ramas a un árbol, le abrieron los brazos a la infeliz que, al sentir que le arrancaban a su hijo, peló los ojos, soltó un alarido y cayó redonda.

– El niño es el que jiede. ¡Si está muerto! ¡Qué bárbara!… -exclamó doña Manuela. La Diente de Oro no puso soplar palabra y mientras las prostitutas invadían la cocina, corrió al teléfono para dar parte a la autoridad. Todas querían ver y besar al niño, besarlo muchas veces, y se lo arrebataban de las manos, de las bocas. Una máscara de saliva de vicio cubrió la carita arrugada del cadáver, que ya olía mal. Se armó la gran lloradera y el velorio. El mayor Farfán intervino para lograr la autorización de la policía. Se desocupó una de las alcobas galantes, la más amplia; quemóse incienso para quitar a los tapices la hedentina de esperma viejo; doña Manuela quemó brea en la cocina, y en un charol negro, entre flores y linos, se puso al niño todo encogido, seco, amarillento, como un germen de ensalada china…

A todas se les había muerto aquella noche un hijo. Cuatro cirios ardían. Olor de tamales y aguardiente, de carnes enfermas, de colillas y orines. Una mujer medio borracha, con un seno fuera y un puro en la boca, que tan pronto lo masticaba como lo fumaba, repetía, bañada en lágrimas:

¡Dormite, niñito,

cabeza de ayote,

que si no te dormís

te come el coyote!

¡Dormite, mi vida,

que tengo que hacer,

lavar los pañales,

sentarme a coser!

XXIII El parte al Señor Presidente

1.- Alejandra, viuda de Bran, domiciliada en esta ciudad, propietaria de la colchonería La Ballena Franca, manifiesta que por quedar su establecimiento comercial pared de por medio de la fonda El Tus-Tep, ha podido observar que en esta última se reúnen frecuentemente, y sobre todo por las noches, algunas personas con el cristiano propósito de visitar a una enferma. Que lo pone en conocimiento del Señor Presidente porque a ella se le figura que en esa fonda está escondido el general Eusebio Canales, por las conversaciones que ha escuchado a través del muro, y que la personas que allí llegan conspiran contra la seguridad del Estado y contra la preciosa vida del Señor Presidente.

2.- Soledad Belmares, residente en esta capital, dice: que ya no tiene qué comer porque se le acabaron los recursos y que como es desconocida no le facilita ninguna persona dinero, por ser de otra parte; que en tal circunstancia le ruega al Señor Presidente concederle la libertad de su hijo Manuel Belmares H. Y su cuñado Federico Horneros P.; que el Ministro de su país puede informar que ellos no se ocupan de política; que sólo vinieron a buscar la vida con su trabajo honrado, siendo todo su delito el haber aceptado una recomendación del general Eusebio Canales para que les facilitaran trabajo en la Estación.

3.- El coronel Prudencio Perfecto Paz manifiesta: que el viaje que hizo últimamente a la frontera fue con el objeto de ver las condiciones del terreno, estado de los caminos y veredas, para formarse juicio de los lugares que deben ocuparse: describe detalladamente un plan de campaña que puede desarrollarse en los puntos ventajosos y estratégicos en caso de un movimiento revolucionario: que confirma la noticia de que en la frontera hay gente enganchada para venir a ésta: que los que se ocupan de tal enganche son Juan León Parada y otros, teniendo como material de guerra bombas de mano, ametralladoras, rifles de calibre reducido y dinamita para minas y todo lo concerniente a sus aplicaciones; que la gente armada que hay entre los revolucionarios se compone de 25 a 30 individuos, quienes atacan a las fuerzas del Supremo Gobierno a cada momento; que no ha podido confirmar la noticia de que Canales esté al frente de ellos, y que en este supuesto de seguro invadirán, salvo arreglos diplomáticos parta la concentración de los revoltosos: que él está listo para el caso de llevarse a cabo la invasión que anuncian para principios del mes entrante, pero que carece de armas para la compañía de tiradores y sólo tiene parque Cal. 43: que con excepción de algunos pocos enfermos que son atendidos como corresponde, la tropa está bien y se le da instrucción diaria de seis a ocho de la mañana; beneficiándoles una res por semana para su racionamiento: que ya pidió al puerto costales llenos de arena para que les sirvan de fortín.

4.- Juan Antonio Mares rinde su agradecimiento al Señor Presidente, por el interés que se sirvió poner para que lo asistieran los doctores: que estando nuevamente a sus órdenes, le suplica permitirle pasar a esta capital por tener varios asuntos que poner en su superior conocimiento, acerca de las actividades políticas del licenciado Abel Carvajal.

5.- Luis Raveles M. manifiesta que, encontrándose enfermo y falto de elementos para curarse, desea regresar a los Estados Unidos, en donde suplica quedar empleado en algún Consulado de la República, pero no en Nueva Orleáns, ni en las mismas condiciones de antes, sino como un sincero amigo del Señor Presidente: que a fines de enero pasado tuvo la inmensa suerte de salir marcado en la lista de audiencia, pero que cuando estaba en el zaguán, ya para entrar, notó cierta desconfianza de parte del Estado Mayor, que lo transferían del orden de la lista, y cuando parecía llegar su turno, un oficial lo llevó aparte a una habitación, lo registró como si hubiera sido un anarquista y le dijo que hacía aquello porque tenía informes de que venía, pagado por el licenciado Abel Carvajal, a asesinar al Señor Presidente: que al regresar ya se había suspendido la audiencia: que ha hecho cuanto ha podido después por hablar con el Señor Presidente, pero que no lo ha logrado, para manifestarle ciertas cosas que no puede confiar al papel.

6.- Nicomedes Aceituno escribe informando que a su regreso a esta capital, de donde sale frecuentemente por asuntos comerciales, encontró en uno de los caminos que el letrero de la caja de agua donde figura el nombre del Señor Presidente fue destrozado casi en su totalidad, que le arrancaron seis letras y otras fueron dañadas.

7.- Lucio Vásquez, preso en la Penitenciaría Central por orden de la Auditoría de Guerra, suplica le conceda audiencia.

8.- Catarino Regisio pone en conocimiento: que estando de administrador en la finca La Tierra, propiedad del general Eusebio Canales, en agosto del año pasado, este señor recibió un día a cuatro amigos que lo llegaron a ver, a quienes, en medio de su embriaguez, les manifestó que si la revolución lograba tomar cuerpo, él tenía a su disposición dos batallones: el uno era de uno de ellos, dirigiéndose a un mayor de apellido Farfán, y el otro, de un teniente coronel cuyo nombre no indicó: y que como siguen los rumores de revolución lo pone en conocimiento del Señor Presidente por escrito, ya que no le fue posible hacerlo personalmente, a pesar de haber solicitado varias audiencias.

9.- El general Megadeo Rayón remite una carta que el presbítero Antonio Blas Custodio le dirigió, en la cual le manifiesta que el Padre Urquijo lo calumnia por el hecho de haberlo ido a sustituir en la parroquia de San Lucas, de orden del señor Arzobispo, poniendo con sus dichos falsos en movimiento al pueblo católico con ayuda de doña Arcadia de Ayuso: que como la presencia del Padre Urquijo, amigo del licenciado Abel Carvajal, puede acarrear serias consecuencias, lo pone en conocimiento del Señor Presidente.

10.- Alfredo Toledano, de esta ciudad, manifiesta que como padece de insomnios se duerme siempre tarde durante la noche, por cuyo motivo sorprendió a uno de los amigos del Señor Presidente, Miguel Cara de Ángel, llamando con toquidos alarmantes a la casa de don Juan Canales, hermano del general del mismo apellido, y quien no deja de echar sus chifletas contra el gobierno. Lo pone en conocimiento del Señor Presidente por el interés que pueda tener.

11.- Nicomedes Aceituno, agente viajero, pone en conocimiento que el que desperfeccionó el nombre del Señor Presidente en la caja de agua fue el tenedor de libros Guillermo Lizaro, en estado de ebriedad.

11.- Casimiro Rebeco Luna manifiesta que ya va a completar dos años y medio de estar detenido en la Segunda Sección de Policía; que como es pobre y no tiene parientes que intercedan por él, se dirige al Señor Presidente suplicándole que se sirva ordenar su libertad: que el delito de que se le acusa es el de haber quitado del cancel de la iglesia donde estaba de sacristán el aviso de jubileo por la madre del Señor Presidente, por consejo de enemigos del gobierno; que eso no es cierto, y que si él lo hizo así, fue por quitar otro aviso, porque no sabe leer.

13.- El doctor Luis Barreño solicita al Señor Presidente permiso para salir al extranjero en viaje de estudios, en compañía de su señora.

14.- Adelaida Peñal, pupila del prostíbulo El Dulce Encanto, de esta ciudad, se dirige al Señor Presidente para hacerle saber que el mayor Modesto Farfán le afirmó, en estado de ebriedad, que el general Eusebio Canales era el único general de verdad que él había conocido en el Ejército y que su desgracia se debía al miedo que le alzaba el Señor Presidente a los jefes instruidos; que, sin embargo, la revolución triunfaría.

15.- Mónica Perdomino, enferma en el Hospital General, en la cama n.° 14 de la sala de San Rafael, manifiesta que por quedar su cama pegada a la de la enferma Fedina Rodas, ha oído que en su delirio dicha enferma habla del general Canales; que como no tiene muy bien segura la cabeza no ha podido fijarse en lo que dice, pero que sería conveniente que alguien la velara y apuntara: lo que pone en conocimiento del Señor Presidente por ser una humilde admiradora de su Gobierno.

16.- Tomás Javelí participa su efectuado enlace con la señorita Arquelina Suárez, acto que dedicó al Señor Presidente de la República.

28 de abril…

XXIV Casa de mujeres malas

– ¡Indi-pi, a pa!

– ¿Yo-po? Pe-pe, ro-po, chu-pu, la-pa…,

¿Quitín-qué?

– ¡Na-pa, la-pa!

– ¡Na-pa, la-pa!

– … ¡Chu-jú!

– ¡Cállense, pues, cállense! ¡Qué cosas! Que desde que Dios amanece han de estar ahí chalaca, chalaca; parecen animales que no entienden -gritó la Diente de Oro.

Vestía su excelencia blusa negra y naguas moradas y rumiaba la cena en un sillón de cuero detrás del mostrador de la cantina.

Pasado un rato, habló a una criada cobriza de trenzas apretadas y lustrosas:

– ¡Ve, Pancha, diciles a las mujeres que se vengan para acá; no es ése el modo, va a venir gente y ya deberían estar aquí aplastadas! ¡Siempre hay que andar arriando a éstas, por la gran chucha!

Dos muchachas entraron corriendo en medias.

– ¡Quietas ustedes! ¡Consuelo! ¡Ah, qué bonitas las chiquitillas! ¡Chu-Malía, con sus juegos!… Y mirá, Adelaida -¡Adelaida, se te está hablando!-, si viene el mayor es bueno que le quités la espada en prenda de lo que nos debe. ¿Cuánto debe a la casa, vos, jocicón?

– Nuevecientos cabales, más treinta y seis que le di anoche -contestó el cantinero.

– Una espada no vale tanto: bueno…, ni que fuera de oro, pero pior es nalgas. ¡Adelaida!, ¿es con la paré, no es con vos, verdá?

– Sí, doña Chón, si ya oí… -dijo entre risa y risa Adelaida Peñal, y siguió jugando con su compañera, que la tenía cogida por el moño.

El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hurañas, rubias, pelirrojas, de cabellos negros, de ojos pequeños, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse, se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.

La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.

Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura, Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio; Tartaja, a la tartamuda.

Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.

Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre lisos y lamidos. Doña Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no disgustar a las reinas. ¡Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres -protectores que las explotaban, amantes que las mordían- por hambre de ternura, de tener quién por ellas!

También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince años. «Buenas noches.» «No me olvides.» Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.

Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista…

La sala ardía a media noche. Hombres y mujeres se quemaban con la boca. Los besos, triquitraques lascivos de carne y de saliva, alternaban con los mordiscos, las confidencias con los golpes, las sonrisas con las risotadas y los taponazos de champán con los taponazos de plomo cuando había valientes.

– ¡Ésta es media vida! -decía un viejo acodado a una mesa, con los ojos bailarines, los pies inquietos y en la frente un haz de venas que le saltaban enardecidas.

Y cada vez más entusiasmado, preguntaba a un compañero de juerga:

– ¿Me podré ir con aquella mujer que está allá?…

– Sí, hombre, si para eso son…

– ¿Y aquélla que está junto a ésa?… ¡Ésa me gusta más!

– Pues con ésa también.

Una morena que por coquetería llevaba los pies desnudos, atravesó la sala.

– ¿Y con ésa que va allí?

– ¿Cuál? ¿La mulatísima?…

– ¿Cómo se llama?

– Adelaida, y le dicen la Marrana. Pero no te fijes en ella, porque está con el mayor Farfán. Creo que es su casera.

– ¡Marrana, cómo lo acaricia! -observó el viejo en voz baja.

La cocota embriagaba a Farfán con sus artes de serpiente, acercándole los filtros embrujadores de sus ojos, más hermosos que nunca bajo la acción de la belladona; el cansancio de sus labios pulposos -besaba con la lengua como pegando sellos- y el peso de sus senos tibios y del vientre combo.

– ¡Quítese mejor ésta su porquería! -insinuó la Marrana a la oreja de Farfán. Y sin esperar respuesta -para luego es tarde- le desenganchó la espada del arnés y se la dio al cantinero.

Un ferrocarril de gritos pasó corriendo, atravesó los túneles de todos los oídos y siguió corriendo…

Las parejas bailaban al compás y al descompás con movimientos de animales de dos cabezas. Tocaba el piano un hombre pintarrajeado como mujer. Al piano y a él le faltaban algunos marfiles. «Soy mico, remico y plomoso», respondía a los que le preguntaban por qué se pintaba, agregando para quedar bien: «Me llaman Pepe los amigos y Violeta los muchachos. Uso camisa deshonesta, sin ser jugador de tenis, para lucir los pechos de cucurrucú, monóculo por elegancia y levita por distracción. Los polvos -¡ay, qué mal hablado!- y el colorete me sirven para disimular las picaduras de viruela que tengo en la cara, pues han de estar y estarán que la maligna conmigo jugó confeti… ¡Ay, no les hago caso, porque estoy con mi costumbre!»

Un ferrocarril de gritos pasó corriendo. Bajo sus ruedas triturantes, entre sus émbolos y piñones, se revolcaba una mujer ebria, blanda, lívida, color de afrecho, apretándose las manos en las ingles, despintándose las mejillas y la boca con el llanto.

– ¡Ay, mis o… vaaaAAArios! ¡Ay mis ovAAArios! ¡Ay, mis o… vaaaAAAAAArios! ¡Mis ovarios! ¡Ay… mis ovarios! ¡Ay…!

Sólo los borrachos no se acercaron al grupo de los que corrían a ver qué pasaba. En la confusión, los casados preguntaban si estaba herida para marcharse antes que entrara la policía, y los demás, tomando las cosas menos a la tremenda, corrían de un punto a otro por el gusto de dar contra los compañeros. Cada vez era más grande el grupo alrededor de la mujer, que se sacudía interminablemente con los ojos en blanco y la lengua fuera. En lo agudo de la crisis se le escapó la dentadura postiza. Fue el delirio, la locura entre los espectadores. Una sola carcajada saludó el rápido deslizarse de los dientes por el piso de cemento.

Doña Chón puso fin al escándalo. Andaba por allá adentro y vino a la carrera como gallina esponjada que acude a sus polluelos cacareando; tomó de un brazo a la infeliz gritona y barrió con ella la casa hasta la cocina donde, con ayuda de la Calvario, la sepultaron en la carbonera, no sin que ésta le propinase algunos puntazos con el asador.

Aprovechando la confusión, el viejo enamorado de la Marrana se la birló al mayor, que ya no veía de borracho.

– ¡Mipiorquería!, ¿verdá, mayor Farfán? -exclamó la Diente de Oro al volver de la cocina-. ¡Para hartarse y estar todo el día echada no le duelen los ovarios; es como si a la hora de la batalla resultara un militar con que le duelen…!

Una risotada de ebrios ahogó su voz. Reían como escupiendo melcocha. Ella, mientras tanto, se volvió a decir al cantinero:

– ¡A esta mula escandalosa iba yo a sustituirla con la muchachona que traje ayer de la Casa Nueva! ¡Lástima que se me accidentó!…

– ¡Y bien güena que era…!

– Yo ya le dije al licenciado que veya cómo se las arregla para que el Auditor me devuelva mi pisto… No es así, no más, que se va a quedar con esos diez mil pesos ese hijo de puta… Así, papo…

– ¡Por usté, pues!… ¡Porque lo que es ese likcencioso me tengo sabido que es un relágrima!

– ¡Como todo santulón!

– ¡Puesss… y de ajuste likcencioso, figúrese usté!

– ¡Todo lo que vos quedrás, pero lo que yo te aseguro es que conmigo no se asegunda la bañada!… ¡No son zompopos, sino los meros culones, achís…!

No concluyó la frase por asomarse a la ventana a ver quién tocaba.

– ¡Jesúsmaríasantísima, y toda la corte celestial! ¡Pensando en usté estaba y Dios me lo manda! -dijo en alta voz al caballero que esperaba a la puerta con el embozo hasta los ojos, bañados por la luz purpúrea del foco, y, sin contestarle las buenas noches, entróse a ordenar a la interina que abriera pronto.

– ¡Ve, Pancha, abrí ligerito, date priesa; abrí, corré, ve, que es don Miguelito!

Doña Chón lo había conocido por pura corazonada y por los ojos de Satanás.

– ¡Esos sí que son milagros!

Cara de Ángel paseó la mirada por el salón, mientras saludaba, tranquilizándose al encontrar un bulto que debía ser el mayor Farfán; una baba larga le colgaba del labio caído.

– ¡Un milagrote, porque lo que es usté no sabe visitar a los pobres!

– No, doña Chón, ¡cómo va a ser eso!…

– ¡Y viene que ni mandado a traer! Estaba yo clamando con todos los santos con un apuro que tengo y me lo traen a usté… -Pues ya sabe que estoy siempre a sus órdenes…

– Muchas gracias. Ando en un apuro que ái le voy a contar; pero antes quiero que se beba un trago.

– No se moleste…

– ¡Qué molestia! ¡Alguna cosita, cualquier cosa, lo que desee, lo que le pida su corazón!… ¡Vaya, por no hacernos el desprecio…! Un güisquey le cae bien. Pero que se lo sirvan allá conmigo. Pase por aquí.

Las habitaciones de la Diente de Oro, separadas por completo del resto de la casa, quedaban como en un mundo aparte. En mesas, cómodas y consolas de mármol amontonábanse estampas, esculturas y relicarios de imágenes piadosas. Una Sagrada Familia sobresalía por el tamaño y la perfección del trabajo. Al Niñito Dios, alto como un lirio, lo único que le faltaba era hablar. Relumbraban a sus lados San José y la Virgen en traje de estrellas. La Virgen alhajada y San José con un tecomatillo formado con dos perlas que valían cada una un Potosí. En larga bomba agonizaba un Cristo moreno bañado en sangre y en ancho escaparate recubierto de conchas subía al cielo una Purísima, imitación en escultura del cuadro de Murillo, aunque lo que más valía era la serpiente de esmeralda enroscada a sus pies. Alternaban con las imágenes piadosas los retratos de dos Chón (diminutivo de Concepción, su verdadero nombre), a la edad de veinte años, cuando tuvo a sus plantas a un Presidente de la República que le ofrecía llevársela a París de Francia, dos magistrados de la Corte Suprema y tres carniceros que pelearon por ella a cuchilladas en una feria. Por ahí había arrinconado, para que no lo vieran las visitas, el retrato del sobreviviente, un mechudo que con el tiempo llegó a ser su marido.

– Siéntese en el sofá, don Miguelito, que en el sofá quedará más a su gusto.

– ¡Vive usted muy bien, doña Chón!

– Procuro no pasar trabajos…

– ¡Como en una iglesia!

– ¡Vaya, no sea masón, no se burle de mis santos!

– ¿Y en qué la puedo servir?…

– Pero antes bébase su güisquey…

– ¡A su salud, pues!

– A la suya, don Miguelito, y disimule que no lo acompañe, pero es que estoy un poco mala de la inflamación: Ponga por aquí el vas…ito; en esta mesa lo vamos a poner; preste, démelo…

– Gracias…

– Pues, como le decía, don Miguelito, estoy en un gran apuro y quiero que me dé un consejo, de ésos que sólo saben dar ustedes, los como usté. De resultas de una mujer que tengo aquí en el negocio y que dialtiro no sirve para nada, me metí a buscar otra y averigüé por ái con una mi conocida, que en la Casa Nueva tenía presa, de orden del Auditor de Guerra, una muchachona muy tres piedras. Como yo sé dónde me aprieta el zapato, derecho me fui a donde mi licenciado, don Juan Vidalitas, quien ya otras veces me ha conseguido mujeres, para que le escribiera en mi nombre una buena carta al Auditor, ofreciéndole por esa fulana diez mil pesos.

– ¿Diez mil pesos?

– Como usté lo oye. No se lo dejó decir dos veces. Contestó en el acto que estaba bueno, y al recibir el dinero, que yo personalmente le conté sobre su escritorio en billetes de a quiñentos, me dio una orden escrita para que en la Casa Nueva me entregaran a la mujer. Allí supe que era por política por lo que estaba presa. Parece que la capturaron en casa del general Canales…

– ¿Cómo?

Cara de Ángel, que seguía el relato de la Diente de Oro sin prestar atención, con las orejas en la puerta, cuidando que no se le fuera a salir el mayor Farfán, a quien buscaba desde hacía muchas horas, sintió una red de alambres finos en la espalda al oír el nombre de Canales mezclado a aquel negocio. Aquella infeliz era, sin duda, la sirvienta Chabela, de quien hablaba Camila en el delirio de la fiebre.

– Perdóneme que la interrumpa… ¿Dónde está esa mujer?

– Va usté a saberlo, pero déjeme seguirle contando. Yo misma fui personalmente con la orden de la Auditoría, acompañada de dos muchachas a sacarla de la Casa Nueva. No quería que me fueran a dar gato por liebre. Fuimos en carruaje para más lujo. Y ái tiene usté que llegamos, que enseñé la orden, que la vieron bien leída, que la consultaron, que sacaron a la muchacha, que me la dieron, y, para no cansarlo, que la trajimos aquí a la casa, que aquí todos esperaban, que a todos les gustó… En fin, que estaba, don Miguelito, ¡para qué te hacés tristeza!

– ¿Y dónde la tiene…?

Cara de Ángel estaba dispuesto a llevársela de allí esa misma noche. Los minutos se le hacían años en el relato de aquella vieja del diablo.

– Zacatillo come el conejo, dice usté…, como todos los chancles. Pero déjeme seguir continuando. Desde que salimos con ella de la Casa Nueva, me fijé que se empeñaba la mujer en no abrir los ojos y en no decir ni palabra. Se le hablaba y era como hablarle a la paré de enfrente. Para mí que eran mañas. También me fijé que apretaba en los brazos un tanatillo como del tamaño de un niño.

En la mente del favorito, la imagen de Camila se alargó hasta partirse por la mitad, como un ocho por la cintura, con ese movimiento rapidísimo de la pompa de jabón que rompe un disparo.

– ¿Un niño?

– Efectivamente; mi cocinera, la Manuela Calvario Cristales, descubrió que lo que aquella desgraciada arrullaba era una criatura muertecita que ya jedía. Me llamó, corrí a la cocina y entre las dos se la quitamos a la pura fuerza, pero ái está, que todo fue separarle los brazos -casi se los quiebra la Manuela- y arrancarle al crío, como ella abrir los ojos, así, como los van a abrir los muertos el Día del Juicio, pegar un grito que debe haberse oído hasta el mercado, y caer redonda.

– ¿Muerta?

– De momento así lo creímos. Vinieron por ella y se la llevaron envuelta en una sábana a San Juan de Dios. Yo no quise ver, me impresionó. De los ojos cerrados dicen que se le salía el llanto como esa agua que ya no sirve para nada.

Doña Chón se repuso en una pausa; luego añadió entre dientes:

– Las muchachas que fueron esta mañana a pasar visita al hospital preguntaron por ella y parece que sigue grave. Y aquí viene mi molestia. Como usté comprende no puedo ni pensar en que el Auditor se quede con mis diez mil pesos, y ando viendo cómo hago para que me los devuelva, que a santo de qué se va a quedar con lo que es mío, a santo de qué… ¡Preferiría mil veces regalarlos al hospicio o a los pobres!

– Que su abogado se los reclame, y en cuanto a esa pobre mujer…

– Si cabalmente hoy fue dos veces -perdone que le corte la palabra- el licenciado Vidalitas a buscarlo: una a su casa y otra a su despacho, y las dos veces le dijo lo mismo: que no me devolvía ni agua. Vea usté cómo es ese hombre sin vergüenza, que cuando se compra una vaca si se muere no pierde el que la vendió, sino el que la compró… Eso tratándose de animales, contimás de una gente… Así dice… ¡Ay, vea si me dan ganas…!

Cara de Ángel guardó silencio. ¿Quién era aquella mujer vendida? ¿Quién aquel niño muerto?

Doña Chón enseñó el diente de oro para amenazar:

– ¡Ah, pero lo que es yo me voy a ir a dar una repasiada en él que no se la ha dado ni su madre…! ¡Por algo me meten presa! Sabe Dios lo que a uno le cuesta ganar el medio para que se lo deje robar así. ¡Viejo embustero, cara de india envuelta, maldito! Ya esta mañana mandé que le echaran tierra de muerto en la puerta de su casa. Ái me va a contar si hace huesos viejos…

– Y al niño, ¿lo enterraron?

– Aquí en casa lo velamos; las muchachas son muy embelequeras. Hubieron tamales…

– Fiesta…

– ¡Vaya por allá!

– Y la policía, ¿qué hace…?

– Por pisto se consiguió la licencia. Al día siguiente nos fuimos a enterrarlo a la isla, en una caja preciosa de raso blanco.

– ¿Y no teme usted que haya familia que le reclame el cadáver, al menos el aviso…?

– Sólo eso me faltaba; y ¿quién va a reclamar? Su padre está preso en la penitenciaría por político; es de apellido Rodas, y la madre, ya lo sabe usté, en el hospital.

Cara de Ángel sonrió interiormente, libre de un peso enorme. No era de la familia de Camila…

– Aconséjeme usté, don Miguelito, usté que es tan de a sombrero, qué debo hacer para que ese viejo chelón no se quede con mi dinero. ¡Son diez mil pesos, acuérdese…! ¿Acaso son frijoles?

– A mi juicio debe usted ver al Señor Presidente y quejarse a él. Solicítele audiencia y vaya confiada, que él se lo arreglará. Está en su mano.

– Es lo que yo había pensado y es lo que voy a hacer. Mañana le pongo un telegrama doble urgente pidiéndole audiencia. Vale que con él somos viejas amistades; cuando no era más que ministro tuvo pasión por mí. De eso ya hace rato. Yo era joven y bonita; parecía una lámina, como en aquella fotografía, vea… Recuerdo que vivíamos por El Cielito con mi nana, que en paz descanse, ya quien, vea usté lo que es la torcidura, me la dejó tuerta un loro de un picotazo; excuso decirle que tosté al loro -dos que hubieran sido- y se lo di a un chucho que por chucán se lo comió y le dio rabia. Lo más alegre que me acuerdo de ese tiempo es que por la casa pasaban todos los entierros. Va de pasar y va de pasar muertos… Y que por esa singraciada quebramos para siempre jamás con el Señor Presidente. A él le daban miedo los entierros, pero yo qué culpa tenía. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento. Al principio, yo, que estaba bien gas por él, le borraba a puros besos largos aquel interminable pasar de muertos en cajones de todos colores. Después me cansé y lo dejé estar. Su mero cuatro era que uno le lamiera la oreja, aunque a veces le sabía a difunto. Como si lo estuviera viendo, ahí donde usté está sentado: su pañuelo de seda blanco amarrado al cuello con un nudito, el sombrero limeño, los botines con orejas rosadas y el vestido azul…

– Y después, lo que son las cosas; ya de Presidente, debe haber sido su padrino de matrimonio…

– Nequis… Al difunto de mi marido, que en paz descanse, no le venían esas cosas. «Sólo los chuchos necesitan de padrinos y testigos que los estén mirando cuando se casan», decía, y ái andan con racimo de chuchos detrás, todos con la lengua fuera y la baba caída… A la fotografía, sí fuimos, para que vea. Nos retrataron al ladito de un tremol, entre palomas disecadas. En el suelo había una alfombra muy tres piedras y un pellejo de tigre. Yo quedé de medio lado y mi marido echándome el brazo. Media vida el viejito que sacó el retrato, era bigotudo y algo curcucho; pero, eso sí, no sólo la máquina volaba lente, sino él también, al verme tan galanota. «Una sonrisita y entrelácense», decía con la voz muy hueca. Pero ésas si son viejadas, hablar de lo que pasó…

XXV El paradero de la muerte

El cura vino a rajasotanas. Por menos corren otros. «¿Qué puede valer en el mundo más que un alma?», preguntó… Por menos se levantan otros de la mesa con ruido de tripas… ¡Tri paz!… ¡Tres personas distintas y un solo Dios verdadero-de-verdad!… El ruido de las tripas, allá no, aquí, aquí conmigo migo, migo, migo, en mi barriga, en mi barriga, barriga… de tu vientre, Jesús… Allá la mesa puesta, el mantel blanco, la vajilla de porcelana limpiecita, la criada seca…

Al entrar el sacerdote -seguíanle vecinas amigas de andar en últimos trances-, Cara de Ángel se arrancó de la cabecera de Camila con pasos que sonaban a raíces destrozadas. La fondera arrastró una silla para el Padre y luego se alejaron todos.

– … Yo, pecador, me confieso a Dios to… -se fueron diciendo.

– In Nomine Pater, et Filis et… Hijita: ¿cuánto hace que no te confiesas?…

– Dos meses…

– ¿Cumpliste la penitencia?

– Sí, Padre…

– Di tus pecados…

– Me acuso, Padre, que he mentido…

– ¿En materia grave?

– No…, que he desobedecido a mi papá y…

(… tic-tac, tic-tac, tic-tac).

y me acuso, Padre…

(… tic-tac).

– … que he faltado a misa…

Enferma y confesor hablaban como en una catacumba. El Diablo, el Ángel Custodio y la Muerte asistían a la confesión. La Muerte vaciaba, en los ojos vidriosos de Camila, sus ojos vacíos; el Diablo escupía arañas, instalado en la cabecera de la cama, y el Ángel lloraba en un rincón a moco tendido.

– Me acuso, Padre, que no he rezado al acostarme y al levantarme y… me acuso, Padre, que…

(… tic-tac, tic-tac).

¡que he peleado con mis amigas!

– ¿Por cuestiones de honra?

– No…

– Hijita, has ofendido a Dios muy gravemente.

– Me acuso, Padre, que monté a caballo como hombre…

– ¿Y había otras personas presentes y fue motivo de escándalo?

– No, sólo estaban unos indios.

– Y tú te sentiste por eso capaz de igualar al hombre y por lo mismo en grave pecado, ya que si Dios Nuestro Señor hizo a la mujer, mujer, ésta no debe pasar de ahí, para querer ser hombre, imitando al Demonio, que se perdió porque quiso ser Dios.

En la mitad de la habitación ocupada por la fonda, frente a la estantería, altar de botellas de todos colores, esperaban Cara de Ángel, la Masacuata y las vecinas, sin chistar palabra, consultándose temores y esperanzas con los ojos, respirando a compás lento, orquesta de resuellos oprimidos por la idea de la muerte. La puerta medio entornada dejaba ver en las calles luminosas el templo de la Merced, parte del atrio, las casas y a los pocos transeúntes que por allí pasaban. Cara de Ángel sufría al ver a esas gentes que iban y venían sin importarles que Camila se estuviera muriendo; arenas gruesas en cernidor de sol fino; sombras con sentido común; absurdo contrasentido de los cinco sentidos; fábricas ambulantes de excremento…

Por el silencio arrastraba cadenitas de palabras la voz del confesor. La enferma tosió. El aire rompía los tamborcitos de sus pulmones.

– Me acuso, Padre, de todos los pecados veniales y mortales que he cometido y que no recuerdo.

Los latines de la absolución, la precipitada fuga del Demonio y los pasos del Ángel que, como una luz, se acercaba de nuevo a Camila con las alas blancas y calientes, sacaron al favorito de su cólera contra los transeúntes, de su odio inexplicable por todo lo que no participaba de su pena, odio infantil, teñido de ternura, y le hicieron concebir -la gracia llega por ocultos caminos- el propósito de salvar a un hombre que estaba en gravísimo peligro de muerte; Dios, en cambio, tal vez le daba la vida de Camila, lo que, según la ciencia, ya era imposible.

El cura se marchó sin hacer ruido; se detuvo en la puerta a encender un cigarrillo de tuza y a recogerse la sotana, que en la calle era ley que la llevasen oculta bajo la capa. Parecía un hombre de ceniza dulce. Andaba en lenguas que una muerta lo llamó para que la confesara. Tras él salieron las vecinas currutacas y Cara de Ángel, que corría a realizar su propósito.

El Callejón de Jesús, el Caballo Rubio y el Cartel de Caballería. Aquí preguntó al oficial de guardia por el mayor Farfán. Se le dijo que esperara un momento y el cabo que fue a buscarlo, entró gritando:

– ¡Mayor Farfán!… ¡Mayor Farfán!…

La voz se extinguía en el enorme patio sin respuesta. Un temblor de sonidos contestaba en los aleros de las casas lejanas:… ¡Yor fán fán!… ¡Yor fán fán!…

El favorito quedóse a pocos pasos de la puerta, ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Perros y zopilotes disputábanse el cadáver de un gato a media calle, frente al comandante que, asomado a una ventana de rejas de hierro, se divertía con aquella lucha encarnizada, atusándose las guías del bigote. Dos señoras bebían fresco de súchiles en una tiendecita llena de moscas. De la casa vecina, pasando un portón, salían cinco niños vestidos de marineros, seguidos de un señor pálido como matasano y de una señora embarazada (papá y mamá). Un hachador de carne pesaba entre los niños encendiendo un cigarrillo; llevaba el traje ensangrentado, las mangas de la camisa arremangadas, y junto al corazón, el hacha filuda. Los soldados entraban y salían. En las losas del zaguán se marcaba una serpiente de huellas de pies descalzos y húmedos, que se perdían en el patio. Las llaves del cuartel tintineaban en el arma del centinela parado cerca del oficial de guardia, que ocupaba una silla de hierro en medio de un círculo de salivazos.

Con paso de venadito aproximóse al oficial una mujer de piel cobriza, curtida por el sol y encanecida y arrugada por los años, y, subiéndose el rebozo de hilo, para hablar con la cabeza cubierta en señal de respeto, suplicó:

– Va a dispensar, mi señor, si por vida suyita le pido que me dé su permiso para hablar con mi hijo. La Virgen se lo va a agradecer.

El oficial lanzó un chorro de saliva hediendo a tabaco y dientes podridos, antes de responder.

– ¿Cómo se llama su hijo, señora?

– Ismael, siñor…

– ¿Ismael qué…?

– Ismael Mijo, siñor.

El oficial escupió ralo.

– Pero ¿cuál es su apellido?

– Es Mijo, siñor…

– Vea, mejor venga otro día, hoy estamos ocupados.

La anciana se retiró sin bajarse el rebozo, poco a poco, contando los pasos como si midiera su infortunio; se detuvo un momentito en la orilla del andén y luego acercóse otra vez al oficial, que seguía sentado.

– Perdone, siñor, es que yo no estoy aquí no más; vengo de bien lejos, de más de veinte leguas, y ansina es que si no le veyo hoy a saber hasta cuándo voy a poder volver. Hágame la gracia de llamarlo…

– Ya le dije que estamos ocupados. ¡Retírese, no sea molesta!

Cara de Ángel, que asistía a la escena, impulsado por el deseo de hacer bien para que Dios se lo devolviera a Camila en salud, dijo al oficial en voz baja:

– Llame a ese muchacho, teniente, y tome para cigarrillos.

El militar recibió el dinero, sin mirar al desconocido, y ordenó que llamaran a Ismael Mijo. La viejecita quedóse contemplando a su bienhechor como a un ángel.

El mayor Farfán no estaba en el cuartel. Un oficinista asomóse a un balcón, con la pluma tras de la oreja, e informó al favorito que a esas horas y de noche sólo podía encontrarlo en El Dulce Encanto, pues el noble hijo de Marte repartía su tiempo entre las obligaciones del servicio y el amor. No era malo, sin embargo, que lo buscara en su casa. Cara de Ángel tomó un carruaje. Farfán alquilaba una pieza redonda en el quinto infierno. La puerta del piso sin pintar, desajustada por la acción de la humedad, dejaba ver el interior oscuro. Dos, tres veces llamó Cara de Ángel. No había nadie. Regresó en seguida, pero antes de ir a El Dulce Encanto pasaría a ver cómo seguía Camila. Le sorprendió el ruido del carruaje, al dejar las calles de tierra, en las calles empedradas. Ruido de cascos y de llantas, de llantas y de cascos.

El favorito volvió al salón cuando la Diente de Oro acabó de relatarle sus amores con el Señor Presidente. Era preciso no perder de vista al mayor Farfán y averiguar algo más acerca de la mujer capturada en casa del general Canales y vendida por el canalla del Auditor en diez mil pesos.

El baile seguía en lo mejor. Las parejas danzaban al compás de un vals de modo que Farfán, perdido de borracho, acompañaba con la voz más de allá que de acá:

¿Por qué me quieren

las putas a mí?

Porque les canto

la «Flor del Café…».

De pronto se incorporó y al darse cuenta que le faltaba la Marrana, dejó de cantar y dijo a gritos cortados por el hipo:

– ¿No está la Marrana, verdá, babosos…? ¿Está ocupada, verdá, babosos…?… Pues me voy…, lo creo que me voy, ya loc… creo que me voy… Me voy… ¿Pues por qué no me de ir yo?… Lo creo que me voy…

Se levantó con dificultad, ayudándose de la mesa en que había fondeado, de las sillas, de la pared y fue danto traspiés hacia la puerta que la interina se precipitó a abrir.

– ¡Ya loc… creo que me voy-oy…! ¡La que es puta vuelve, ¿verdá, Ña-Chón?, pero yo me voy? ¡Ji-jiripago…; a los militares de escuela no nos queda más que beber hasta la muerte y que después en lugar de incinerarnos nos destilen! ¡Que viva el chojín y la chamuchina!… ¡Chujú!

Cara de Ángel lo alcanzó en seguida. Iba por la cuerda floja de la calle como volatín: ora se quedaba con el pie derecho en el aire, ora con el izquierdo, ora con el izquierdo, ora con el derecho, ora con los dos. Ya para caerse daba el paso y decía: «¡Está bueno, le dijo la mula al freno!»

Alumbraban la calle las ventanas abiertas de otro burdel. Un pianista melenudo tocaba el Claro de Luna de Beethoven. Sólo las sillas le escuchaban en el salón vacío, repartidas como invitados alrededor del piano de media cola, no más grande que la ballena de Jonás. El favorito se detuvo herido por la música, pegó al mayor contra la pared, pobre muñeco manejable, y acercóse a intercalar su corazón destrozado en los sonidos: resucitaba entre los muertos -muerto de ojos cálidos-, suspenso, lejos de la tierra, mientras apagábanse los ojos del alumbrado público y goteaban los tejados clavos de sereno para crucificar borrachos y reclavar féretros. Cada martillito del piano, caja de imanes, reunía las arenas finísimas del sonido, soltándolas, luego de tenerlas juntas, en los dedos de los arpegios que des… do… bla… ban las falanges para llamar a la puerta del amor cerrada para siempre; siempre los mismos dedos; siempre la misma mano. La luna derivaba por empedrado cielo hacia prados dormidos, huía y tras ella los oquedales infundían miedo a los pájaros y a las almas a quienes el mundo se antoja inmenso y sobrenatural cuando el amor nace, y pequeño cuando el amor se extingue.

Farfán despertó en el mostrador de un fondín, entre las manos de un desconocido que le sacudía, como se hace con un árbol para que caigan los frutos maduros.

– ¿No me reconoce, mi mayor?

– Sí… no…, por el momento…, de momento…

– Recuérdese…

– ¡Aj… uuUU! -bostezó Farfán apeándose del mostrador donde estaba alargado, como de una bestia de trote, todo molido. -Miguel Cara de Ángel, para servir a usted.

El mayor se cuadró.

– Perdóneme, vea que no le había reconocido; es verdad, usted es el que anda siempre con el Señor Presidente.

– ¡Muy bien! No extrañe, mayor, que me haya permitido despertarle así, bruscamente…

– No tenga cuidado.

– Pero usted tendrá que volver al cuartel y por otra parte yo necesitaba hablarle a solas y ahora cabe la casualidad que la dueña de este… cuento, de esta cantina, no está. Ayer le he buscado como aguja toda la tarde, en el cuartel, en su casa… Lo que le voy a decir no debe usted repetirlo a nadie.

– Palabra de caballero…

El favorito estrechó con gusto la mano del mayor y con los ojos puestos en la puerta, le dijo muy quedito:

– Tengo por qué saber que existe orden de acabar con usted. Se han dado instrucciones al Hospital Militar para que le den un calmante definitivo en la primera borrachera que se ponga de hacer cama. La meretriz que usted frecuenta en El Dulce Encanto informó al Señor Presidente de sus farfanadas revolucionarias.

Farfán, a quien las palabras del favorito habían clavado en el suelo, alzó las manos empuñadas.

– ¡Ah, la bandida!

Y tras el ademán de golpear, dobló la cabeza anonadado.

– ¿Qué hago yo, Dios mío?

– Por de pronto, no emborracharse; así conjura el peligro inmediato, y no…

– Si eso es lo que estoy pensando, pero no voy a poder, va a ser difícil. ¿Qué me iba a decir?

– Le iba a decir, además, que no comiera en el cuartel. -No tengo cómo pagar a usted.

– Con el silencio…

– Naturalmente, pero eso no es bastante; en fin, ya habrá ocasión y, desde luego, cuente usted siempre con este hombre que le debe la vida.

– Bueno es también que le aconseje como amigo que busque la manera de halagar al Señor Presidente.

– Sí, ¿verdá?

– Nada le cuesta.

Ambos agregaron con el pensamiento «cometer un delito», por ejemplo, medio el más eficaz para captarse la buena voluntad del mandatario o «ultrajar públicamente a las personas indefensas» o «hacer sentir la superioridad de la fuerza sobre la opinión del país» o «enriquecerse a costillas de la Nación» o…

El delito de sangre era ideal; la supresión de un prójimo constituía la adhesión más completa del ciudadano al Señor Presidente.

Dos meses de cárcel, para cubrir las apariencias, y derechito después a un puesto público de los de confianza, lo que sólo se dispensaba a servidores con proceso pendiente, por la comodidad de devolverlos a la cárcel conforme a la ley, si no se portaban bien.

Nada le cuesta.

– Es usted bondadosísimo…

– No, mayor, no debe agradecerme nada; mi propósito de salvar a usted está ofrecido a Dios por la salud de una enferma que tengo muy, muy grave. Vaya su vida por la de ella.

– Su esposa, quizás…

La palabra más dulce de El Cantar de los Cantares flotó un instante, adorable bordado, entre árboles que daban querubines y flores de azahar.

Al marcharse el mayor, Cara de Ángel se tocó para saber si era el mismo que a tantos había empujado hacia la muerte, el que ahora, ante el azul infrangible de la mañana, empujaba a un hombre hacia la vida.

XXVI Torbellino

Cerró la puerta -el cebolludo mayor se alejaba como un globo de caqui- y fue de puntillas hasta la trastienda oscura. Creía soñar. Entre la realidad y el sueño la diferencia es puramente mecánica. Dormido, despierto, ¿cómo estaba allí? En la penumbra sentía que la tierra iba caminando… El reloj y las moscas acompañaban, a Camilla casi moribunda. El reloj regaba el arrocito de su pulsación para señalar el camino y no perderse de regreso, cuando ella hubiese dejado de existir. Las moscas corrían por las paredes limpiándose las alitas del frío de la muerte. Otras volaban sin descanso, rápidas y sonoras. Sin hacer ruido se detuvo junto a la cama. La enferma seguía delirando…

… Juego de sueño…, charcas de aceite alcanforado…, astros de diálogo lento…, invisible, salobre y desnudo contacto del vacío…, doble bisagra de las manos…, lo inútil de las manos en las manos…, en el jabón de reuter…, en el jardín del libro de lectura…, en el lugar del tigre…, en el allá grande de los pericos…, en la jaula de Dios…

… En la jaula de Dios, la misa del gallo, de un gallo con una gota de luna en la cresta de gallo…, picotea la hostia…, se enciende y se apaga, se enciende y se apaga, se enciende y se apaga… Es misa cantada… No es un gallo; es un relámpago de celuloide en la boca de un botellón rodeado de soldaditos… Relámpagos de la pastelería de la «Rosa Blanca», por santa Rosa… Espuma de cerveza del gallo por el gallito… Por el gallito…

¡La pondremos de cadáver

matatero, tero, lá!

¡Ese oficio no le gusta

matatero, tero, lá!

… Se oye un tambor donde no están sonánnnnndose los mocos, traza palotes en la escuela del viento, es un tambor… ¡Alto, que no es un tambor; es una puerta la que están sonando con el pañuelo del golpe y la mano de un tocador de bronce! Como taladros penetran los toquidos a perforar todos los lados del silencio intestinal de la casa… Tan… tan… tan… Tambor de la casa… Cada casa tiene su puertambor para llamar a la gente que la vive y que cuando está cerrada es como si la viviera muerta… n tan de la casa… puerta… n tan de la casa… el agua de la pila se torna toda ojos cuando oye sonar el puertambor y decir a las criadas con tonadita: «¡A-y tocan!», y repellarse las paredes de los ecos que van repitiendo: «¡A-y tocan, vayana-brirrr!» «¡A-y tocan, vayana-brirrr!», y la ceniza se inquieta, sin poder hacer nada frente al gato, su centinela de vista, con un escalofrío blando tras la cárcel de las parrillas, y se alarman las rosas, víctimas inocentes de intransigencia de las espinas, y los espejos, absortos médiums que por el alma de los muebles muertos dicen con voz muy viva: «¡A-y tocan, vayanabrir!»

… La casa entera quiere salir en un temblor de cuerpo como cuando tiembla, a ver quién está toca que toca que toca el puertambor: las cacerolas caracoleando, los floreros con paso de lana, las palanganas, ¡palangán! ¡palangán!, los platos con tos de china, las tazas, los cubiertos regados como una risa de plata alemana, las botellas vacías precedidas de la botella condecorada de lágrimas de sebo que sirve y no sirve de candelero en el último cuarto, los libros de oraciones, los ramos benditos que cuando tocan creen defender la casa contra la tempestad, las tijeras, las caracolas, los retratos, el pelo viejo, las aceiteras, las cajas de cartón; los fósforos, los clavos…

… Sólo sus tíos fingen dormir entre las despiertas cosas inanimadas, en las islas de sus camas matrimoniales, bajo la armadura de sus colchas hediendo a bolo alimenticio. En balde de silencios amplios saca bocados el puertambor. «¡Siguen tocando!», murmura la esposa de uno de sus tíos, la más cara de máscara. «¡Sí, pero con cuidado quién abre!», le contesta su marido en la oscuridad. «¿Quihoras serán? ¡Ay, hombre, y yo tan bien dormida que estaba!… ¡Siguen tocando!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Qué van a decir en las vecindades!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Sólo por eso habría que salir-abrir, por nosotros, por lo que van a decir de nosotros, figúrate!… ¡Siguen tocando!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Es un abuso, ¿dónde se ha visto?, una desconsideración, una grosería!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!»…

En la garganta de las criadas se afina la voz ronca de su tío. Fantasmas olorosos a terneros llegan a chismear al dormitorio de los señores: «¡Señor! ¡Señora!, como que tocan…», y vuelven a sus catres, entre las pulgas y el sueño, repite que repite: «¡A-í…, pero con cuidado quién abre! ¡A-í…, pero con cuidado quién abre!»

… Tan, tan, tambor de la casa…, oscuridad de la calle… Los perros entejan el cielo de ladridos, techo para estrellas, reptiles negros y lavanderas de barro con los brazos empapados en espuma de relámpagos de plata…

– ¡Papá… paíto… papá…!

En el delirio llamaba a su papá, a su nana, fallecida en el hospital, y a sus tíos, que ni moribunda quisieron recibirla en casa.

Cara de Ángel le puso la mano en la frente. «Toda curación es un milagro», pensaba al acariciarla. «¡Si yo pudiera arrancarle con el calor de mi mano la enfermedad!» Le dolía a saber dónde la molestia inexplicable del, que ve morir un retoño, cosquilleo de ternura que arrastra su ahogo trepador bajo la piel, entre la carne, y no hallaba qué hacer. Maquinalmente unía pensamiento y oraciones. (¡Si pudiera meterme bajo sus párpados y remover las aguas de sus ojos……misericordiosos y después de este destierro……en sus pupilas color de alitas de esperanza……nuestra, Dios te Salve, a ti llamamos los desterrados…»

«Vivir es un crimen……de cada día cuando se ama… dádnoslo hoy, Señor…»

Pensó en su casa como se piensa en una casa extraña. Su casa era allí, allí con Camila, allí donde no era su casa, pero estaba Camila. ¿Y al faltar Camila?… en el cuerpo le picaba una pena vaga, ambulante… ¿Y al faltar Camila?…

Un carretón pasó sacudiéndolo todo. En la estantería del fondín tintinearon las botellas, hizo ruido una aldaba, temblaron las casas vecinas… Al susto sintió Cara de Ángel que se estaba durmiendo de pie. Mejor era sentarse. Junto a la mesa de los remedios había una silla. Un segundo después la tenía bajo su cuerpo. El ruidito del reloj, el olor del alcanfor, la luz de las candelas ofrecidas a Jesús de la Merced y a Jesús de Candelaria, todopoderosos, la mesa, las toallas, los remedios, la cuerda de San Francisco que prestó una vecina para ahuyentar al diablo, todo se fue desgranando sin choque, a rima lenta, gradería musical del adormecimiento, disolución momentánea, malestar sabroso con más agujeros que una esponja, invisible, medio líquido, casi visible, casi sólido, latente, sondeado por sombras azules de sueño sin hilván:

… ¿Quién está trasteando la guitarra?… Quiebrahuesitos, en el diccionario oscuro… Quiebrahuesitos en el subterráneo oscuro cantará la canción del ingeniero agrónomo……Fríos de filo en la hojarasca……Por todos los poros de la Tierra, ala cuadrangular, surge una carcajajajada interminable, endemoniada… Ríen, escupen, ¿qué hacen?……No es de noche y la sombra le separa de Camila, la sombra de esa carcajada de calaveras de fritanga mortuoria… La risa se desprende de los dientes negruzca, bestial, pero el contacto del aire se mezcla al vapor de agua y sube a formar las nubes… Cercas hechas con intestinos humanos dividen la tierra… Lejos hechos con ojos humanos dividen el cielo……Las costillas de un caballo sirven de violineta al huracán que sopla……Ve pasar el entierro de Camila… Sus ojos nadan en los espumarajos que van llevando las bridas del río de carruajes negros… ¡Ya tendrá ojos el Mar Muerto!……Sus ojos verdes… ¿Por qué se agitan en la sombra los guantes blancos de los palafreneros?… Detrás del entierro canta un osario de caderitas de niño: «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and’echá las cáscaras a la laguna!»… Así canta cada huesito blando… «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and’echá las cáscaras a la laguna!»… Ilíacos con ojos en forma de ojales… «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and’echá las cáscaras a la laguna!»… ¿Por qué sigue la vida cotidiana?… ¿Por qué anda el tranvía?… ¿Por qué no se mueren todos?… Después del entierro de Camila nada puede ser, todo lo que hay está sobrepuesto, es postizo, no existe… Mejor le da risa… La torre inclinada de risa… Se registran los bolsillos para hacer recuerdos… Polvito de los días de Camila… Basuritas… Un hilo… Camila debe estar a estas horas… Un hilo… Una tarjeta sucia… ¡Ah, la de aquel diplomático que entra vinos y conservas sin pagar derechos y los menudea en el almacén de un tirolés!… Todoelorbecante… Naufragio…Los salvavidas de las coronas blancas… Todoelorbecante… Camila, inmóvil en su abrazo……Encuentro……Las manos del campanero……Están doblando las calles……La emoción desangra… Lívida, silenciosa, incorpórea……¿Por qué no ofrecerle el brazo?… Va descolgándose por las telarañas de su tacto hasta el brazo que le falta; sólo tiene la manga…… En los alambres del telégrafo… Por mirar los alambres del telégrafo pierde tiempo y de una casucha del Callejón del Judío salen cinco hombres de vidrio opaco a cortarle el paso, todos los cinco con un hilo de sangre en la sien… Desesperadamente lucha por acercarse adonde Camila le espera, olorosa a goma de sellos postales… A lo lejos se ve el Cerrito del Carmen… Cara de Ángel da manotadas en su sueño para abrirse campo… Se ciega… Llora… Intenta romper con los dientes la tela finísima de la sombra que le separa del hormiguero humano que en la pequeña colina se instala bajo toldos de petate a vender juguetes, frutas, melcochas…… Saca las uñas……Se eriza… Por una alcantarilla logra pasar y corre a reunirse con Camila, pero los cinco hombres de vidrio poco tornan a cortarle el paso… «¡Vean que se la están repartiendo a pedacitos en el corpus!», les grita… «¡Déjenme pasar antes que la destrocen toda!»… «¡Ella no se puede defender porque está muerta!» «¿No ven?»… «¡Vean!» «¡Vean, cada sombra lleva una fruta y en cada fruta ensartado un pedacito de Camila!» «¡Cómo dar crédito a los ojos; yo la vi enterrar y estaba cierto que no era ella; ella está aquí en el corpus, en este cementerio oloroso a membrillo, a mango, a pera y melocotón y de su cuerpo han hecho palomitas blancas, docenas, cientos, palomitas de algodón ahorcadas en listones de colores con adornos de frases primorosas: “Recuerdo Mío”, “Amor Eterno”, “Pienso en Ti”, “Ámame Siempre”, “No me Olvides”!…» Su voz se ahoga en el ruido estridente de las trompetillas, de los tamborcitos fabricados con tripa de mal año y migajón duro; en la bulla de la gente, pasos de papás que suben arrastrando los pies como forlones, carreritas de chicos que se persiguen; en el voliván de las campanas, en las campanillas, en el ardor del sol, en el calor de los cirios ciegos a mediodía, en la custodia resplandeciente… Los cinco hombres opacos se juntan y forman un solo cuerpo… Papel de humo dormido… Dejan de ser sólidos en la distancia… Van bebiendo agua gaseosa… Una bandera de agua gaseosa entre manos agitadas como gritos…… Patinadores… Camila resbala entre patinadores invisibles, a lo largo de un espejo público que ve con indiferencia el bien y el mal. Empalaga el cosmético de su voz olorosa cuando habla para defenderse: «¡No, no, aquí, no!»… «¿Pero aquí, por qué no?»… «¡Porque estoy muerta!»… «¿Y eso, qué tiene?»… «¡Tiene que…!» «¡Qué, dime qué!»… Entre los dos pasa un frío de cielo largo y corre una columna de hombres de pantalón rojo… Camila sale entre ellos… Él sale tras ella en el primer pie que siente… La columna se detiene de golpe al último requetetambién del tambor… avanza el Señor Presidente… Ser dorado… ¡Tararí!… El público retrocede, tiembla… Los hombres de pantalón rojo están jugando con sus cabezas… ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Una segunda vez! ¡Que se repita! ¡Qué bien lo hacen!… Los del pantalón rojo no obedecen la voz de mando; obedecen la voz del público y vuelven a jugar con sus cabezas… Tres tiempos… ¡Uno!, quitarse la cabeza… ¡Dos!, lanzarla a lo alto a que se peine en las estrellas… ¡Tres!, recibirla en las manos y volvérsela a poner… ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Otra vez! ¡Que se repita!… ¡Eso es! ¡Que se repita!… Hay carne de gallina repartida… Poco a poco cesan las voces…… Se oye el tambor……Todos están viendo lo que no quisieran ver…… Los hombres de pantalón rojo se quitan las cabezas, las lanzan al aire y no las reciben al caer… Delante de dos filas de cuerpos inmóviles, con los brazos atados a la espalda, se estrellan los cráneos en el suelo.

Dos fuertes golpes en la puerta despertaron a Cara de Ángel. ¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, la realidad era otra. El que regresa de un entierro, como el que sale de una pesadilla, experimenta el mismo bienestar. Voló a ver quién llamaba. Noticias del general o una llamada urgente de la Presidencia.

– Buenos días…

– Buenos días -respondió el favorito a un individuo más alto que él, de cara rosadita, pequeña, que al oírle hablar inclinó la cabeza y se puso a buscarlo con sus anteojos de miope…

– Perdone usted. ¿Usted me puede decir si es aquí donde vive la señora que les cocina a los músicos? Es una señora enlutada de negro…

Cara de Ángel le cerró la puerta en las narices. El miope se quedó buscándolo. Al ver que no estaba fue a preguntar a la casa vecina.

– ¡Adiós, Niña Tomasita, que le vaya bien!

– ¡Voy por la Placita!

Estas dos voces se oyeron al mismo tiempo. Ya en la puerta, agregó la Masacuata:

– Paseadora…

– No se diga…

– ¡Cuidado se la roban!

– ¡Vayan por allá, quién va a querer prenda con boca! Cara de Ángel se acercó a abrir la puerta.

– ¿Cómo le fue? -preguntó a la Masacuata, que regresaba de la Penitenciaría.

– Como siempre.

– ¿Qué dicen?

– Nada

– ¿Vio a Vásquez?…

– ¡Usté sí que me gusta; le entraron el desayuno y sacaron el canasto como si tal cosa!

– Entonces ya no está en la Penitenciaría…

– ¡A mí se me aguadaron las piernas cuando vi que traían el canasto sin tocar; pero un señor de allí me dijo que lo había sacado al trabajo!

– ¿El alcaide?

– No. A ese bruto le aventé por allá; me estaba queriendo sobar la cara.

– ¿Cómo encuentra a Camila?…

– ¡Caminando…, ya la pobrecita va caminando!

– Muy, muy mala, ¿verdad?

– Ella dichosota, ¡qué más quisiera uno que irse sin conocer la vida!… A usté es al que yo siento. Debía pasar a pedirle a Jesús de la Merced. ¿Quién quita le hace el milagro?… Ya esta mañana, antes de irme a la Penitenciaría, fui a prenderle una su candela y a decirle: «¡Mirá, negrito, aquí vengo con vos, que por algo sos tata de todos nosotros y me tenés que oír: en tu mano está que esa niña no se muera; así se lo pedí a la Virgen antes de levantarme y ahora paso a molestarte por la misma necesidad; te dejo esta candela en intención y me voy confiada en tu poder, aunque dia-cún rato pienso pasar otra vez a recordarte mi súplica!»

Medio adormecido recordaba Cara de Ángel su visión. Entre los hombres de pantalón rojo, el Auditor de Guerra, con cara de lechuza, esgrimía un anónimo, lo besaba, lo lamía, se lo comía, lo defecaba, se lo volvía a comer…

XXVII Camino al destierro

La cabalgadura del general Canales tonteaba en la poca luz del atardecer, borracha de cansancio, con la masa inerte del jinete cogido a la manzana de la silla. Los pájaros pasaban sobre las arboledas y las nubes sobre las montañas subiendo por aquí, por allá bajando, bajando por aquí, por allá subiendo, como este jinete, antes que le vencieran el sueño y la fatiga, por cuestas intransitables, por ríos anchos con piedra que tenía reposo en el fondo del agua revuelta para avivar el paso de la cabalgadura, por flancos castigados de lodo que resbalaban lajas quebradizas a precipicios cortados a pico, por bosques inextricables con berrinche de zarzas, y por caminos cabríos con historia de brujas y salteadores.

La noche traía la lengua fuera. Una legua de campo húmedo. Un bulto despegó al jinete de la caballería, le condujo a una vivienda abandonada y se marchó sin hacer ruido. Pero volvió en seguida. Sin duda fue por ahí no más, por donde cantaban los chiquirines: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!… Estuvo en el rancho un ratito y tornó a las del humo. Pero ya regresaba… Entraba y salía. Iba yvolvía. Iba como a dar parte del hallazgo y volvía como a cerciorarse si aún estaba. El paisaje estrellado le seguía las carreritas de lagartija como perro fiel moviendo en el silencio nocturno su cola de sonidos: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!…

Por último se quedó en el rancho. El viento andaba a saltos en las ramas de las arboledas. Amanecía en la escuela nocturna de las ranas que enseñaban a leer a las estrellas. Ambiente de digestión dichosa. Los cinco sentidos de la luz. Las cosas se iban formando a los ojos de un hombre encuclillado junto a la puerta, religioso y tímido, cohibido por el amanecer y por la respiración impecable del jinete que dormía. Anoche un bulto, hoy un hombre; éste fue el que le apeó. Al aclarar se puso a juntar fuego: colocó en cruz los tetuntes ahumados, escarbó con astilla de ocote la ceniza vieja y con palito seco y leña verde compuso la hoguera. La leña verde no arde tranquila; habla como cotorra, suda, se contrae, ríe, llora… El jinete despertó helado en lo que veía y extraño en su propia carne y plantóse de un salto en la puerta, pistola en mano, resuelto a vender caro el pellejo. Sin turbarse ante el cañón del arma, aquél le señaló con gesto desabrido el jarro de café que empezaba a hervir junto al fuego. Pero el jinete no le hizo caso. Poco a poco se asomó a la puerta -la cabaña sin duda estaba rodeada de soldados- y encontró sólo el llano grande en plena evaporación color de rosa. Distancia. Enjabonamiento azul. Árboles. Nubes. Cosquilleo de trinos. Su mula dormitaba al pie de un amate. Sin mover los párpados se quedó escuchando para acabar de creer lo que veía y no oyó nada, fuera del concierto armonioso de los pájaros y del lento resbalar de un río caudaloso que dejaba en la atmósfera adolescente el fusss… casi imperceptible del polvo de azúcar que caía en el guacal de café caliente.

– ¡No vas a ser autoridá!… -murmuró el hombre que lo había desmontado, afanándose por esconder cuarenta o cincuenta mazorcas de maíz tras las espaldas.

El jinete alzó los ojos para mirar a su acompañante. Movía la cabeza de un lado a otro con la boca pegada al guacal.

– ¡Tatita!… -murmuró aquél con disimulado gusto, dejando vagar por la estancia sus ojos de perro perdido.

– Vengo de fuga…

El hombre dejó de tapar las mazorcas y acercóse al jinete para servirle más café. Canales no podía hablar de la pena.

– Los mismes yo, siñor, ái ande huyende porque mere me juí a robar el meis. Pero no soy ladrón, porque ese mi terrene era míey me lo quietaren con las mulas…

El general Canales se interesó por la conversación del indio, que debía explicarle cómo era eso de robar y no ser ladrón.

– Vas a ver, tatita, que robo sin ser ladrón de ofice, pues antos yo, aquí como me ves, ere dueñe de un terrinete, cerca de aquí, y de oche mulas. Tenía mi casa, mi mujer y mis hijes, ere honrade como vos…

– Sí, y luego…

– Hora-ce tres añes vine el comisionade politique y pare el sante del Siñor Presidento me mandó que le juera a llevar pine en mis mulas. Le llevé, siñor, ¡qu’iba a hacer yo!…, y al llegar a ver mis mulas, me mandó poner prese incomunicade y con el alcaide, un ladine, se repartieren mis besties, y come quise reclamar lo que mie, de mi trabaje, me dije el comisionade que yo ere un brute y que si no me iba callande el hocique que me iba a meter al cepo. Está buene, siñor comisionade, le dije, hacé lo que querrás conmigue, pero el mulas son míes. No dije más, tatita, porque con el charpe me dio un golpe en el cabece que me mere por poque me muere…

Una sonrisa avinagrada aparecía y desaparecía bajo el bigote cano del viejo militar en desgracia. El indio continuó sin subir la voz, en el mismo tono:

– Cuande salí del hospital me vinieren a avisar del pueble que se habien llevade a los hijes al cupo y que por tres mil peses los dejaban libres. Como los hijes eran tiernecites, corrí al comandancie y dije que los dejaren preses, que no me los echaren al cuartel mientres yo iba a empeñer el terrenite para pagar tres mil peses. Juí al capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un siñor extranjiere, diciende que decien que daban tres mil peses en hipoteque, perejué ese lo que me leyeren y no jese lo que me pusieren. A poque mandaren un hombre del juzgade a dicirme que saliere de mi terrenite porque ya no eree; porque se lo habíe vendide al siñor extranjiere en tres mil peses. Juré por Dios que no ere cierte, pere no me creyeren a mí sino al licenciadey tuve que salir de mi terrenite, mientres los hijes, no ostante que me quitaren los tres mil peses, se jueren al cuartel; une se me murió cuidandeel frontere, el otre se calzó, como que se hubiera muerte, y su nane, mi mujer, se murió del paludisme… Y por ese, tata, es que robo sin ser ladrón, onque me maten a pales y echen al cepo.

– … ¡Lo que defendemos los militares!

– ¿Qué decís, tata?

En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza…

El indio contemplaba al general como un fetiche raro, sin comprender las pocas palabras que decía.

– ¡Vonos, tatúa…, que el montade va venir!

Canales propuso al indio que se fuera con él al otro Estado, y el indio, que sin su terreno era como árbol sin raíces, aceptó. La paga era buena.

Salieron de la cabaña sin apagar el fuego. Camino abierto a machetazos en la selva. Adelante se perdían las huellas de un tigre. Sombra. Luz. Sombra. Luz. Costura de hojas. Atrás vieron arder la cabaña como un meteoro. Mediodía. Nubes inmóviles. Árboles inmóviles. Desesperación. Ceguera blanca. Piedras y más piedras. Insectos. Osamentas limpias, calientes, como ropa interior recién planchada. Fermentos. Revuelo de pájaros aturdidos. Agua con sed. Trópico. Variación sin horas, igual el calor, igual siempre, siempre…

El general llevaba un pañuelo a guisa de tapasol sobre la nuca. Al paso de la mula, a su lado, caminaba el indio.

– Pienso que andando toda la noche podemos llegar mañana a la frontera y no sería malo que arriesgáramos un poco por el camino real, pues tengo que pasar por Las Aldeas, en casa de unas amigas…

– ¡Tata, por el camine rial! ¿Qué vas a hacer? ¡Te va a encontrarte el montade!

– ¡Un ánimo recto! ¡Seguime, que el que no arriesga no gana y esas amigas nos pueden servir de mucho!

– ¡Ay, no, tata!

Y sobresaltado agregó el indio:

– ¿Oís? ¿Oís, tata…?

Un tropel de caballos se acercaba, pero a poco cesó el viento y entonces, como si regresaran, se fue quedando atrás.

– ¡Calla!

¡El montade, tata, yo sé lo que te digue, y hora no hay más que cojemes por aquí, onque tengames que dar un gran güelte pa salir a Las Aldees!

Detrás del indio sesgó el general por un extravío. Tuvo que desmontarse y bajar tirando de la mula. A medida que se los tragaba el barranco se iban sintiendo como dentro de un caracol, más al abrigo de la amenaza que se cernía sobre ellos. Oscureció en seguida. Las sombras se amontonaban en el fondo del siguán dormido. Árboles y pájaros parecían misteriosos anuncios en el viento que iba y venía con vaivén continuo, sosegado. Una polvareda rojiza cerca de las estrellas fue todo lo que vieron de la montada que pasaba al galope por el sitio del que se acababan de apartar.

Habían andado toda la noche.

– En saliendeal subidite visteamos Las Aldees, patrón…

El indio se adelantó con la cabalgadura a prevenir a las amigas de Canales, tres hermanas solteras que se pasaban la vida del Trisagio a las anginas, del novenario al dolor de oído, del dolor de cara a la espina en el costado. Se desayunaron de la noticia. Casi se desmayan. En el dormitorio recibieron al general. La sala no les daba confianza. En los pueblos, no es por decir, pero las visitas entran gritando ¡Ave María! ¡Ave María! hasta la cocina. El militar les relató su desgracia con la voz pausada, apagadiza, enjugándose una lágrima al hablar de su hija. Ellas lloraban afligidas, tan afligidas que de momento olvidaron su pena, la muerte de su mamá, por lo que traían riguroso luto.

– Pues nosotras le arreglamos la fuga, el último paso al menos. Voy a salir a informarme entre los vecinos… Ahora que hay que acordarse de los que son contrabandistas… ¡Ah, ya sé! Los vados practicables casi todos están vigilados por la autoridad.

La mayor, que así hablaba, interrogó con los ojos a sus hermanas.

– Sí, por nosotras queda la fuga, como dice mi hermana, general; y como no creo que le caiga mal llevar un poco de bastimento, yo se lo voy a preparar.

Y a las palabras de la mediana, a quien hasta el dolor de muelas se le espantó del susto, agregó la menor:

– Y como aquí con nosotras va a pasar todo el día, yo me quedo con él para platicarle y que no esté tan triste.

El general miró a las tres hermanas agradecido -lo que hacían por él no tenía precio-, rogándoles en voz baja que le perdonaran tanta molestia.

– ¡General, no faltaba más!

– ¡No, general, no diga eso!

– Niñas, comprendo sus bondades, pero yo sé que las comprometo estando en su casa…

– Pero si no son los amigos… Figúrese nosotras ahora, con la muerte de mamá…

– Y cuéntenme: ¿de qué murió su mamaíta?…

– Ya le contará mi hermana; nosotras nos vamos a lo que tenemos que hacer…

Dijo la mayor. Luego suspiró. En el tapado llevaba el corsé enrollado y se lo fue a poner a la cocina, donde la mediana, entre coches y aves de corral, preparaba el bastimento.

– No fue posible llevarla a la capital y aquí no le conocieron la enfermedad; ya usté sabe lo que es eso, general. Estuvo enferma y enferma… ¡Pobrecita! Murió llorando porque nos dejaba sin quién en el mundo. De necesidad… Pero, figúrese lo que nos pasa, que no tenemos materialmente cómo pagarle al médico, pues nos cobra, por quince visitas que le hizo, algo así como el valor de esta casa, que fue todo lo que heredamos de mi papá. Permítame un momento, voy a ver qué quiere su muchacho.

Al salir la menor, Canales se quedó dormido. Ojos cerrados, cuerpo de pluma…

– ¿Qué se te ofrecía, muchacho?

– Que por vida tuya me va a decir dónde voy a hacer un cuerpo…

– Por allí, ve…, con los coches…

La paz provinciana tejía el sueño del militar dormido. Gratitud de campos sembrados, ternura de campos verdes y de florecillas simples. La mañana pasó con el susto de las perdices que los cazadores rociaban de perdigones, con el susto negro de un entierro que el cura rociaba de agua bendita y con los embustes, de un buey nuevo retopón y brincador. En el patio de las solteras hubo en los palomares acontecimientos de importancia: la muerte de un seductor, un noviazgo y treinta ayuntamientos bajo el sol… ¡Como quien no dice nada!

¡Como quien no dice nada!, salían a decir las palomas a las ventanitas de sus casas; ¡como quien no dice nada!…

A las doce despertaron al general para almorzar. Arroz con chipilín. Caldo de res. Cocido. Gallina. Frijoles. Plátanos. Café.

– ¡Ave María…!

La voz del Comisionado Político interrumpió el almuerzo. Las solteras palidecieron sin saber qué hacer. El general se escondió tras una puerta.

– ¡No asustarse tanto, niñas, que no soy el Diablo de los Oncemil Cuernos! ¡Ay, fregado, el miedo que ustedes le tienen a uno y con lo requetebién que me caen!

A las pobres se les fue el habla.

– ¡Y… ni de coba le dicen a uno de pasar adelante y tomar asiento…, aunque seya en el suelo!

La menor arrimó una silla a la primera autoridad del pueblo. -… chas gracias, ¿oye? Pero ¿quién estaba comiendo con ustedes, que veo que hay tres platos servidos y éste cuatro…?

Las tres fijaron a un tiempo los ojos en el plato del general.

– Es que… ¿verdá?… -tartamudeó la mayor; se jalaba los dedos de la pena.

La mediana vino en su ayuda:

– No sabríamos explicarle; pero a pesar de haber muerto mamá, nosotras siempre le ponemos su plato para no sentirnos tan solas…

– Pues me se da que ustedes se van a volver espiritistas.

– ¿Y no es servido, Comandante?

– Dios se lo pague, pero acaba, acaba la señora de echarme de comer y no me pegué la siesta porque recibí un telegrama del Ministro de Gobernación con orden de proceder en contra de ustedes si no le arreglan al médico…

– Pero, Comandante, no es justo, ya ve usté que no es justo…

– Bien bueno será que no sea justo, pero como donde manda Dios, calla el diablo…

– Por supuesto… -exclamaron las tres con el llanto en los ojos.

– A mí me da pena de venir a afliccionarlas; y así es que ya lo saben: nueve mil pesos, la casa o…

En la media vuelta, el paso y la manera como les pegó la espalda a los ojos, un espaldón que parecía tronco de ceiba, estaba toda la abominable resolución del médico.

En general las oía llorar. Cerraron la puerta de la calle con tranca y aldaba, temerosas de que volviera el Comandante. Las lágrimas salpicaban los platos de gallina.

– ¡Qué amarga es la vida, general! ¡Dichoso de usté, que se va de este país para no volver nunca!

– ¿Y con qué las amenazan?… -interrumpió Canales a la mayor de las tres, la cual, sin enjugarse el llanto, dijo a sus hermanas: -Cuéntelo una de ustedes…

– Con sacar a mamá de la sepultura… -balbució la menor. Canales fijó los ojos en las tres hermanas y dejó de mascar.

– ¿Cómo es eso?

– Como lo oye, general, con sacar a mamá de la sepultura…

– Pero eso es inicuo…

– Cuéntale…

– Sí. Pues ha de saber, general, que el médico que tenemos en el pueblo es un sinvergüenza de marca mayor, ya nos lo habían dicho, pero como la experiencia se compra con el pellejo, nos dejamos hacer la jugada. ¡Qué quiere usté! Cuesta creer que haya gente tan mala…

– Más rabanitos, general…

La mediana alargó el plato y, mientras Canales se servía rabanitos, la menor siguió contando:

– Y nos la hizo… Su cacha consiste en mandar a construir un sepulcro cuando tiene enfermo grave y como los parientes en lo que menos están pensando es en la sepultura… Llegado el momento -así nos pasó a nosotras-, con tal que no pusieran a mamá en la pura tierra, aceptamos uno de los lugares de su sepulcro, sin saber a lo que nos exponíamos…

– ¡Como nos ven mujeres solas! -observó la mayor, con la voz cortada por los sollozos.

– A una cuenta, general, que el día que la mandó a cobrar por poco nos da vahído a las tres juntas: nueve mil pesos por quince visitas, nueve mil pesos, esta casa, porque parece que se quiere casar, o…

– o… si no le pagamos, le dijo a mi hermana -¡es insufrible!-, ¡que saquemos nuestra mierda de su sepulcro!

Canales dio un puñetazo en la mesa:

– ¡Mediquito!

Y volvió el puño -platos, cubiertos y vasos tintineaban-, abriendo y cerrando los dedos como para estrangular no sólo a aquel bandido con título, sino a todo un sistema social que le traía de vergüenza en vergüenza. Por eso -pensaba- se les promete a los humildes el Reino de los Cielos -jesucristerías-, para que aguanten a todos esos pícaros. ¡Pues no! ¡Basta ya de Reino de Camelos! Yo juro hacer la revolución completa, total, de abajo arriba y de arriba abajo; el pueblo debe alzarse contra tanto zángano, vividores con título, haraganes que estarían mejor trabajando la tierra. Todos tienen que demoler algo; demoler, demoler… Que no quede Dios ni títere con cabeza…

La fuga se fijó para las diez de la noche, de acuerdo con un contrabandista amigo de la casa. El general escribió varias cartas, una de urgencia para su hija. El indio pasaría como mozo carguero por el camino real. No hubo adioses. Las cabalgaduras se alejaron con las patas envueltas en trapos. Pegadas a la pared, lloraban las hermanas en la tiniebla de un callejón oscuro. Al salir a la calle ancha, una mano detuvo el caballo del general. Se oyeron pasos arrastrados.

– ¡Qué miedo el que pasé -murmuró el contrabandista-, se me fue hasta la respiración! Pero no hay cuidado, es gente que va pallá, donde el doctor le debe estar dando serenata a su quequereque.

Un hachón de ocote, encendido al final de la calle, juntaba y separaba en las lenguas de su resplandor luminoso los bultos de las casas, de los árboles y de cinco o seis hombres agrupados al pie de una ventana.

– ¿Cuál de todos es el médico…? -preguntó el general con la pistola en la mano.

El contrabandista arrendó el caballo, levantó el brazo y señaló con el dedo al de la guitarra. Un disparo rasgó el aire y como plátano desgajado del racimo se desplomó un hombre.

– ¡Ju-juy!… ¡Vea lo que ha hecho!… ¡Huygamos, vamos! ¡Nos cogen…, vamos…, meta las espuelas…!

– ¡Lo… que… to… dos… de… bié… ra… mos… ha… cer… pa… ra… com… po… ner… es… te… pue… blo!… -dijo Canales con la voz cortada por el galope del caballo.

El paso de las bestias despertó a los perros, los perros despertaron a las gallinas, las gallinas a los gallos, los gallos a las gentes, a las gentes que volvían a la vida sin gusto, bostezando, desperezándose, con miedo.

La escolta llegó a levantar el cadáver del médico. De las casas cercanas salieron con faroles. La dueña de la serenata no podía llorar y atolondrada del susto, medio desnuda, con un farol chino en la mano lívida, perdía los ojos en la negrura de la noche asesina.

– Ya estamos tentando el río, general; pero por onde vamos a pasar nosotros no pasan sino los meros hombres, soy yo quien se lo digo… ¡Ay, vida, para que fueras eterna…!

– ¡Quién dijo miedo! -contestó Canales que venía atrás, en un caballo retinto.

– ¡Ándele! ¡Ay juerzas de colemico, las que le agarran a uno cuando lo vienen siguiendo! ¡Arrebiáteseme bien, bien, para que no se me en-pierda!

El paisaje era difuso, el aire tibio, a veces halado como de vidrio. El rumor del río iba tumbando cañas.

Por un desfiladero bajaron corriendo a pie. El contrabandista apersogó las bestias en un sitio conocido para recogerlas a la vuelta. Manchas de río reflejaban, entre las sombras, la luz del cielo constelado. Flotaba una vegetación extraña, una vegetación de árboles con viruela verde, ojos color de talco y dientes blancos. El agua bullía a sus costados adormecida, mantecosa, con olor a rana…

De islote en islote saltaban el contrabandista y el general, los dos pistola en mano, sin pronunciar palabra. Sus sombras los perseguían como lagartos. Los lagartos como sus sombras. Nubes de insectos los pinchaban. Veneno alado en el viento. Olía a mar, a mar pescado en red de selva, con todos sus peces, sus estrellas, sus corales, sus madréporas, sus abismos, sus corrientes… Largas babosidades de pulpo columpiaba el paxte sobre sus cabezas como postrera señal de vida. Ni las fieras se atrevían por donde ellos pasaban. Canales volvía la cabeza a todos lados, perdido en medio de aquella naturaleza fatídica, inabordable y destructora como el alma de su raza. Un lagarto, que sin duda había probado carne humana, atacó al contrabandista; pero éste tuvo tiempo de saltar; no así el general, que para defenderse quiso volver atrás y se detuvo como a la orilla de un relámpago de segundo, al encontrarse con otro lagarto que le esperaba con las fauces abiertas. Instante decisivo. La espalda le corrió muerta por todo el cuerpo. Sintió en la cara el cuero cabelludo. Se le fue la lengua. Encogió las manos. Tres disparos se sucedieron y el eco los repetía cuando él, aprovechando la fuga del animal herido que le cortaba el paso, saltaba sano y salvo. El contrabandista hizo otros disparos. El general, repuesto del susto, corrió a estrecharle la mano y se quemó los dedos en el cañón del arma que esgrimía aquél.

Al pintar el alba se despidieron en la frontera. Sobre la esmeralda del campo, sobre las montañas del bosque tupido que los pájaros convertían en cajas de música, y sobre las selvas pasaban las nubes con forma de lagarto llevando en los lomos tesoros de luz.

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