PRIMERA PARTE

1

Ciudad del Vaticano

Miércoles, 8 de noviembre, en la actualidad

6:15


Monseñor Colin Michener volvió a oír el sonido y cerró el libro. Había alguien allí. Lo sabía.

Como antes.

Se levantó de la mesa y echó una ojeada a las baldas barrocas. Las antiguas estanterías descollaban sobre su persona, y había más por los estrechos pasillos que salían en ambas direcciones. La cavernosa estancia irradiaba un aura, un halo de misterio que se debía, en parte, a su nombre: L'Archivio Segreto Vaticano.

Siempre había creído que era un nombre extraño, ya que sólo una escasa parte del contenido de los volúmenes era secreta. La mayoría no era más que el meticuloso registro de dos milenios de organización eclesiástica, los relatos de una época en que los papas eran reyes, guerreros, políticos y amantes. En total había unos cuarenta kilómetros de estantes, que tenían mucho que ofrecer si el investigador sabía dónde buscar.

Y no cabía duda de que Michener lo sabía.

Centrándose de nuevo en el sonido, su mirada recorrió la habitación, pasando ante frescos de Constantino, Pipinio y Federico II, antes de detenerse en una verja de hierro que había al otro extremo. El espacio que quedaba al otro lado de la verja estaba oscuro y en silencio. A la Riserva sólo se accedía con una autorización directa del Papa, y la llave de la verja la guardaba el archivero de la iglesia. Michener nunca había entrado en esa cámara, aunque había permanecido obedientemente a la puerta mientras su superior, el papa Clemente XV, entraba. Así y todo, sabía de la existencia de alguno de los preciados documentos que encerraba aquel espacio sin ventanas: la última carta de María Estuardo, reina de los escoceses, antes de ser decapitada por Isabel I. Las peticiones de setenta y cinco lores ingleses suplicándole al Papa que anulara el primer matrimonio de Enrique VIII. La confesión firmada por Galileo. El tratado de Tolentino con Napoleón.

Escudriñó los remates y refuerzos de la verja de hierro, así como el friso dorado de follaje y animales que habían cincelado en el metal de encima. La puerta era del siglo xiv. Nada en la Ciudad del Vaticano era mediocre. Todo llevaba el sello distintivo de un artista de renombre o un artesano legendario, de alguien que había trabajado durante años intentando agradar a Dios y a su papa.

Cruzó la estancia dando zancadas, sus pasos resonando en el aire tibio, y se detuvo ante la verja de hierro. Le rozó una cálida brisa procedente del otro lado de la verja. En la parte derecha de la puerta llamaba la atención un enorme cerrojo. Lo comprobó: cerrado a cal y canto.

Dio media vuelta preguntándose si alguno de los empleados habría entrado en el archivo. El escribano de servicio se había marchado cuando él llegó, y a nadie más se le habría permitido la entrada encontrándose él dentro, pues el secretario del Papa no necesitaba niñera. Sin embargo había multitud de puertas, y se preguntó si el ruido que había oído hacía unos instantes sería el de unos vetustos goznes abriéndose y cerrándose con suavidad. Difícil de decir. Identificar el punto de origen de un sonido en una zona tan vasta era tan confuso como ubicar un volumen en particular.

Enfiló uno de los largos corredores, hacia la Sala de Pergaminos. Más allá se encontraba el Cuarto de Inventarios e índices. A medida que avanzaba las bombillas se iban encendiendo y apagando, arrojando haces de luz, y tuvo la sensación de hallarse bajo tierra, a pesar de estar en una segunda planta.

Sólo recorrió un breve tramo y, al no oír nada, se volvió.

Era temprano, un día de mediados de semana. Había elegido a propósito esa hora para realizar la búsqueda: era menos probable que estorbara a otros que hubieran logrado acceder al archivo y menos probable que llamara la atención de la curia pontificia. El Santo Padre le había encomendado una misión, sus pesquisas eran confidenciales, pero no se encontraba solo. La última vez, hacía una semana, había tenido la misma sensación.

Volvió a entrar en la sala principal y retrocedió hasta la mesa de lectura, su atención aún centrada en la estancia. El suelo era una representación del zodiaco orientada al sol, cuyos rayos entraban gracias a unas aberturas cuidadosamente dispuestas que se hallaban en lo alto de las paredes. Sabía que hacía siglos el calendario gregoriano se calculaba justo en ese lugar. Pero ese día no entraba la luz del sol. Fuera hacía frío y humedad, un aguacero de mediados de otoño azotaba Roma.

Los volúmenes que habían acaparado su atención durante las últimas dos horas estaban perfectamente ordenados en la mesa. Muchos de ellos habían sido escritos en las últimas dos décadas; cuatro eran mucho más antiguos. Dos de los más antiguos estaban en italiano, otro en español y el cuarto en portugués. Podía leerlos todos con facilidad, otra razón por la cual Clemente XV quiso tenerlo a su lado.

Los relatos en español e italiano tenían escaso valor, ambos refritos de la obra en portugués: Estudio exhaustivo y detallado de las apariciones de la Santa Virgen María en Fátima. 13 de mayo de 1917-13 de octubre de 1917.

El papa Benedicto XV ordenó que se abriera la investigación en 1922 como parte de las indagaciones que estaba realizando la Iglesia sobre lo que supuestamente había ocurrido en un remoto valle portugués. Todo el original era manuscrito, la tinta de un desvaído amarillo cálido, de forma que era como si las palabras fuesen de oro. El obispo de Leira había llevado a cabo unas completas pesquisas, empleando en ello un total de ocho años, una información que más tarde sería crucial cuando, en 1930, el Vaticano reconoció que las seis apariciones terrenales de la Virgen en Fátima eran «merecedoras de crédito». En la década de los cincuenta, los sesenta y los noventa habían aparecido tres apéndices, que ahora formaban parte del original.

Michener los había estudiado con el rigor del abogado que había formado la Iglesia. Siete años en la Universidad de Munich le habían proporcionado su licenciatura, pero él nunca había ejercido la abogacía de manera convencional. El suyo era un mundo de dictámenes eclesiásticos y decretos canónicos. Su jurisprudencia abarcaba dos milenios y se basaba más en la interpretación de los tiempos que en la noción de stare decisis. Su dura formación jurídica había resultado inestimable para servir en la Iglesia, ya que muchas veces la lógica de las leyes se había convertido en un aliado dentro del confuso fango de la política divina. Y, lo que era más importante aún, le había ayudado a hallar en aquel laberinto de información olvidada lo que Clemente XV quería.

Volvió a oír el sonido.

Un chirrido suave, como dos ramas rozándose con la brisa o un ratón anunciando su presencia.

Corrió hacia el lugar de donde parecía provenir y miró a ambos lados.

Nada.

A unos quince metros a la izquierda había una puerta por la que se salía del archivo. Se acercó a ella y comprobó la cerradura: cedió. Abrió con dificultad el pesado bloque de roble tallado y los goznes de hierro lanzaron un leve gemido.

Un sonido que reconoció.

Al otro lado el pasillo se encontraba desierto, pero reparó en un espejeo en el suelo de mármol.

Se arrodilló.

Las manchas transparentes de humedad se repetían a intervalos regulares, las gotitas se adentraban en el pasillo para luego entrar por la puerta al archivo. Allí había restos de barro, hojas y hierba.

Siguió con la mirada el rastro, que se detenía al final de una hilera de estanterías. La lluvia seguía repiqueteando en el tejado.

Reconoció aquellos charcos.

Eran pisadas.

2

7:45


El circo mediático comenzó temprano, como suponía Michener. Se acercó a la ventana y vio cómo las unidades móviles de televisión iban entrando en la plaza de San Pedro y reclamaban el lugar que les había sido asignado. La oficina de prensa del Vaticano le había informado el día anterior de que habían aprobado setenta y una solicitudes de prensa para el tribunal, pertenecientes a periodistas norteamericanos, ingleses y franceses, aunque en el grupo también había una docena de italianos y tres alemanes. La mayoría eran de la prensa escrita, pero varias cadenas de televisión habían solicitado permiso para retransmitir en directo, un permiso que se les había concedido. La BBC incluso había presionado para que le permitieran introducir las cámaras en el tribunal, como parte de un documental que estaba preparando, petición que le fue denegada. Aquello sería una especie de espectáculo, pero ése era el precio que había que pagar por cubrir a una celebridad.

La Penitenciaría Apostólica era el más importante de los tres tribunales vaticanos y se ocupaba exclusivamente de las excomuniones. El derecho canónico proclamaba cinco motivos por los cuales alguien podía ser excomulgado: Infringir el secreto de la confesión, atacar físicamente al Papa, consagrar a un obispo sin la aprobación de la Santa Sede, profanar la Eucaristía y, el punto que les ocupaba ese día, que un sacerdote absolviera a su cómplice en un pecado sexual.

El padre Thomas Kealy, de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Richmond, Virginia, había hecho lo impensable: hacía tres años había establecido una relación abierta con una mujer y después, delante de sus fieles, había absuelto del pecado a ambos. La proeza, así como los cáusticos comentarios de Kealy sobre la inflexible posición de la Iglesia en lo tocante al celibato, habían recibido una gran atención. Algunos sacerdotes y teólogos llevaban ya algún tiempo desafiando a Roma en la cuestión del celibato, y la respuesta habitual consistía en esperar hasta que el contestatario se diera por vencido, ya que la mayoría de ellos o abandonaba o entraba en vereda. Pero el padre Kealy había llevado el desafío a otros niveles al publicar tres libros, uno de ellos un éxito de ventas a escala internacional, que contradecían abiertamente la doctrina católica establecida. Michener conocía de sobra el miedo institucional que había suscitado. Una cosa era que un sacerdote desafiara a Roma y otra muy diferente que la gente empezara a escuchar.

Y la gente escuchaba al padre Kealy.

Era apuesto y listo, y poseía el envidiable don de ser capaz de expresar sucintamente sus ideas. Había hecho apariciones en el mundo entero y conseguido un abultado grupo de seguidores. Todo movimiento necesitaba un líder, y los partidarios de la reforma eclesiástica habían encontrado el suyo en la figura de aquel osado sacerdote. Su sitio web, que Michener sabía que era controlado a diario por la Penitenciaría Apostólica, recibía más de veinte mil visitas al día. Hacía un año Kealy había fundado un movimiento global, Católicos por la Igualdad Contra las Excentricidades Teológicas, CRÉATE, según su acrónimo del inglés, que contaba con más de un millón de miembros, en su mayoría de Norteamérica y Europa.

El atrevido liderazgo de Kealy había cundido entre los obispos norteamericanos, y el pasado año había faltado poco para que un número considerable respaldara abiertamente sus ideas y cuestionara la confianza de Roma en la arcaica filosofía medieval. Tal y como había declarado en más de una ocasión Kealy, la Iglesia norteamericana se hallaba en crisis gracias a las ideas anticuadas, los sacerdotes caídos en desgracia y los dirigentes arrogantes. Su opinión de que «al Vaticano le encanta el dinero norteamericano, pero no la influencia norteamericana» había hallado eco. Michener sabía que ofrecía la clase de sentido común que anhelaban las mentes occidentales: se había convertido en una celebridad. Y ahora el contendiente había acudido a conocer al campeón, y su encuentro sería registrado por la prensa internacional.

Pero primero Michener tenía que librar su justa.

Se volvió y se quedó mirando con fijeza a Clemente XV, alejando de su mente la idea de que su viejo amigo podía morir muy pronto.

– ¿Cómo se encuentra hoy, Santo Padre? -le preguntó en alemán. Cuando estaban a solas siempre utilizaban la lengua materna de Clemente. Casi ninguno de los empleados del palacio hablaba alemán.

El Papa echó mano de una taza de porcelana y dio un sorbo a su café.

– Es sorprendente que verse rodeado de tanto esplendor pueda resultar tan poco satisfactorio.

Su cinismo no era ninguna novedad, pero últimamente se había intensificado.

Clemente dejó la taza en la mesa.

– ¿Diste con la información en el archivo?

Michener se apartó de la ventana y asintió.

– ¿Te fue útil el relato original de Fátima?

– En absoluto. Descubrí otros documentos mucho más interesantes.

Se preguntó de nuevo por qué era importante aquello, pero no dijo nada.

El Papa pareció leerle el pensamiento.

– Tú nunca haces preguntas, ¿no?

– Si quisiera que lo supiera, usted me lo diría.

En los últimos tres años aquel hombre había cambiado mucho: el Papa estaba más distante, pálido y frágil cada día. Si bien Clemente siempre había sido un hombre menudo y delgado, recientemente era como si su cuerpo se hubiera replegado en sí mismo. Su cabeza, un día cubierta por una mata de pelo castaño, lucía ahora una pelusilla corta y gris. El rostro vivo que adornara periódicos y revistas, sonriendo desde el balcón de San Pedro cuando se anunció su elección, se veía descarnado, las sonrosadas mejillas hundidas, la otrora apenas perceptible mancha se destacaba tanto que la oficina de prensa del Vaticano la borraba sistemáticamente de las fotos. La presión derivada de ocupar la silla de san Pedro le había pasado factura, avejentando seriamente a un hombre que, no hacía tanto tiempo, escalaba los Alpes bávaros con regularidad.

Michener señaló la bandeja del café. Se acordó de la época en que el embutido, el yogur y el pan negro constituían su desayuno.

– ¿Por qué no come? El camarero me ha dicho que la otra noche no probó bocado.

– No seas agonías.

– ¿Por qué no tiene hambre?

– Y encima insistente.

– Eludir mis preguntas no acallará mis temores.

– Y ¿cuáles son tus temores, Colin?

Le entraron ganas de mencionar las arrugas del ceño de Clemente, la alarmante palidez de su piel, las venas que se le marcaban en las manos y las muñecas de anciano, pero se limitó a decir:

– Sólo su salud, Santo Padre.

Clemente sonrió.

– Sabes evitar mis pullas.

– Discutir con el Santo Padre resulta infructuoso.

– Ay, lo de la infalibilidad. Se me olvidaba… yo siempre tengo razón.

Su interlocutor decidió recoger el guante.

– No siempre.

Clemente soltó una risita.

– ¿Encontraste el nombre en el archivo?

Michener se metió la mano en la sotana y sacó lo que había escrito justo antes de oír el sonido. Se lo entregó a Clemente y dijo:

– Otra vez había alguien.

– Lo cual no debería extrañarte. Aquí no hay privacidad. -El Papa leyó y a continuación repitió lo que había escrito-: Padre Andrej Tibor.

Michener supo lo que se esperaba de él.

– Es un sacerdote jubilado que vive en Rumanía. Consulté los archivos: el cheque de su jubilación aún se le envía a una dirección de allí.

– Quiero que vayas a verlo.

– ¿No va a decirme por qué?

– Todavía no.

Durante los últimos tres meses Clemente había estado muy preocupado. El anciano había intentado ocultarlo, pero tras veinticuatro años de amistad era poco lo que le pasaba inadvertido a Michener. Recordaba con precisión cuándo había dado comienzo el temor: justo después de una visita al archivo -a la Riserva- y a la antigua caja fuerte que aguardaba tras la cerrada verja de hierro.

– ¿Puedo saber cuándo me dirá el motivo?

El Papa se levantó de la silla.

– Después de las oraciones.

Salieron del despacho y recorrieron en silencio la cuarta planta, deteniéndose ante una puerta abierta. La capilla que había al otro lado se hallaba revestida de mármol y tenía una deslumbrante vidriera que representaba el Vía Crucis. Clemente iba allí cada mañana a meditar unos minutos. Nadie podía interrumpirlo. Todo podía esperar a que él terminara de hablar con Dios.

Michener había servido a Clemente desde los primeros días, cuando el enjuto y nervudo alemán era arzobispo, primero, luego cardenal y después secretario de Estado. Había ido subiendo a la par que su mentor -de seminarista a sacerdote y de ahí a monseñor-, la ascensión culminó, hacía treinta y cuatro meses, cuando el colegio de cardenales eligió al cardenal Jakob Volkner 267° sucesor de san Pedro. Volkner escogió en el acto a Michener como secretario personal.

Michener conocía al verdadero Clemente, un hombre educado en la Alemania de la posguerra, sumida en el caos, que había aprendido el arte de la diplomacia en destinos tan inestables como Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo y Varsovia. Jakob Volkner poseía una enorme paciencia y una inmensa capacidad de concentración. Michener no había dudado una sola vez en todos los años que habían pasado juntos de la fe o el carácter de su mentor, y había decidido hacía tiempo que con que fuera la mitad de lo que era Volkner consideraría su vida un éxito.

Clemente finalizó sus oraciones, se santiguó y besó la cruz que ornaba la pechera de su blanca sotana. Su período de calma había sido breve ese día. El Papa se levantó del reclinatorio, pero se entretuvo en el altar. Michener permaneció en silencio en el rincón hasta que el pontífice se acercó a él.

– Tengo la intención de explicarme en una carta dirigida al padre Tibor. Le exhortaré a que te confíe determinada información.

Pero seguía sin explicar por qué era necesario que él emprendiera ese viaje a Rumanía.

– ¿Cuándo quiere que salga?

– Mañana. Pasado mañana como muy tarde.

– No estoy seguro de que sea buena idea. ¿No puede encargarse de esto algún legado?

– Te lo aseguro, Colin: no me moriré mientras estés fuera. Puede que tenga mal aspecto, pero me encuentro perfectamente.

Tal y como habían confirmado los médicos de Clemente hacía no menos de una semana. Después de una serie de pruebas, aseveraron que el Papa no padecía ninguna enfermedad debilitante. Sin embargo, en privado, el médico del pontífice advirtió que la tensión era el peor enemigo de Clemente, y su rápido declive de los últimos meses parecía ser la prueba de que algo le estaba desgarrando el alma.

– Yo no he dicho que tuviera mala pinta, Santidad.

– No hace falta. -El anciano señaló sus ojos-: Lo dice tu mirada.

Michener sostuvo en alto el papel.

– ¿Por qué quiere ponerse en contacto con este sacerdote?

– Debería haberlo hecho después de entrar por vez primera en la Riserva, pero me resistí. -Clemente hizo una pausa-. Ya no puedo resistir más. No tengo elección.

– ¿Por qué el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica no puede elegir?

El Papa se apartó y se situó frente a un crucifijo que había en la pared. Dos cirios ardían a cada lado del altar de mármol.

– ¿Vas a ir al tribunal esta mañana? -quiso saber Clemente, de espaldas a él.

– Eso no responde a mi pregunta.

– El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica puede escoger sus respuestas.

– Me mandó ir al tribunal, así que sí, allí estaré. Junto con un montón de reporteros.

– ¿Estará ella allí?

Michener sabía exactamente a quién se refería el anciano.

– Me han dicho que solicitó unas credenciales para cubrir el evento.

– ¿Sabes por qué está interesada en el tribunal?

Michener meneó la cabeza.

– Como ya le he dicho, me enteré de que iba a asistir por casualidad.

Clemente se volvió para mirarlo.

– Una casualidad afortunada.

El secretario se preguntó a qué venía el interés del Papa.

– Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.

Clemente conocía toda la historia porque Michener necesitaba un confesor, y el arzobispo de Colonia era su compañero más allegado. Fue la única ruptura de sus votos durante su cuarto de siglo de sacerdocio. Se planteó dejarlo, pero Clemente lo convenció de que no lo hiciera, explicando que un alma sólo podía volverse fuerte mediante la debilidad. Yéndose no ganaba nada. Ahora, tras más de una docena de años, sabía que Jakob Volkner tuvo razón. Él era su secretario, y llevaba casi tres años ayudando a Clemente a dominar su carácter, una combinación de espíritu burlón y cultura católica. El hecho de que su ayuda se basara en una violación de su juramento a su Dios y a su Iglesia parecía no preocuparle, una idea que últimamente se había vuelto bastante alarmante.

– No he olvidado nada -musitó.

El Papa se acercó a él y apoyó una mano en su hombro.

– No llores por lo que has perdido. Es malsano y contraproducente.

– Mentir no se me da bien.

– Tu Dios te ha perdonado. Eso es lo único que necesitas.

– ¿Cómo puede estar seguro?

– Lo estoy. Y si no crees al infalible cabeza de la Iglesia, ¿a quién vas a creer? -Una sonrisa acompañó el jocoso comentario, una sonrisa que le decía a Michener que no se tomara las cosas tan en serio.

También él sonrió.

– Es usted insufrible.

Clemente retiró la mano.

– Cierto, pero soy encantador.

– Procuraré recordarlo.

– Hazlo. En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo. ¿Entendido?

Michener se preguntó cómo iba a saber qué preguntar sin tener idea de por qué iba, pero se limitó a responder:

– Entendido, Su Santidad. Como siempre.

Clemente sonrió.

– Eso es, Colin. Como siempre.

3

11:00


Michener entró en la sala del tribunal. Se trataba de un amplio salón de techos altos y mármol blanco y gris, adornado con un dibujo geométrico de mosaicos de vivos colores de cuatrocientos años de antigüedad.

Dos guardias suizos de paisano custodiaban las puertas de bronce e hicieron una reverencia al reconocer al secretario del Papa. Michener había esperado una hora a propósito antes de entrar. Sabía que su presencia daría que hablar. Rara vez alguien tan cercano al pontífice asistía a un proceso.

Ante la insistencia de Clemente, Michener se había leído los tres libros de Kealy y había informado al pontífice en privado de su provocador contenido. Clemente no los había leído porque semejante acción habría dado pie a demasiadas especulaciones. Con todo, el Papa había mostrado un profundo interés en lo que el padre Kealy había escrito. Cuando Michener tomó asiento discretamente al fondo de la sala vio por vez primera a Thomas Kealy.

El acusado estaba sentado solo a una mesa. Kealy daba la impresión de tener unos treinta y tantos años, abundante cabello castaño rojizo y un rostro agradable y juvenil. La sonrisa que esbozaba de vez en cuando parecía calculada, la mirada y la actitud deliberadamente enigmáticas. Michener había leído el sumario que había preparado el tribunal, y todo él pintaba a Kealy como engreído e inconformista. «Claramente un oportunista», aseguraba uno de los investigadores. Sin embargo Michener no podía evitar pensar que los argumentos de Kealy eran, en muchos aspectos, convincentes.

A Kealy lo estaba interrogando el cardenal Alberto Valendrea, el secretario de Estado del Vaticano, y Michener no envidió el lugar de aquel hombre. Todos los cardenales y obispos eran, en opinión de Michener, profundamente conservadores. Ninguno se adhería a las enseñanzas del Vaticano II, y ni uno solo apoyaba a Clemente XV. Valendrea en particular era famoso por su radical observancia del dogma. Los miembros del tribunal iban ataviados con las vestiduras de gala al completo, los cardenales de seda escarlata, los obispos de lana negra, parapetados tras una mesa de mármol curva bajo uno de los cuadros de Rafael.

– No hay nadie más apartado de Dios que el hereje -afirmó el cardenal Valendrea. Su grave voz resonaba, haciendo innecesaria la amplificación.

– A mi juicio, Su Eminencia -repuso Kealy-, cuanto menos franco es el hereje, tanto más peligroso se vuelve. Yo no oculto mis discrepancias. Creo que el debate es saludable para la Iglesia.

Valendrea sostuvo en alto tres libros, y Michener reconoció las portadas de las obras de Kealy.

– Estos libros son una herejía. No hay otro modo de verlo.

– ¿Porque soy partidario de que los sacerdotes se casen? ¿De que las mujeres puedan ser sacerdotes? ¿De que un sacerdote pueda amar a una esposa, a un hijo y a su Dios igual que otros fieles? ¿De que el Papa tal vez no sea infalible? Es humano, puede cometer errores. ¿Es eso herejía?

– No creo que una sola persona de este tribunal opine lo contrario.

Y así era.

Michener vio que Valendrea se revolvía en la silla. El italiano era bajo y achaparrado como una bomba de incendios. Un flequillo enmarañado de cabello blanco le caía por la frente, lo cual llamaba la atención por el contraste con su tez cetrina. A sus sesenta años, Valendrea disfrutaba del lujo de ser relativamente joven dentro de una curia dominada por hombres mucho mayores. Además, carecía de la solemnidad que los ajenos asociaban a un príncipe de la Iglesia. Fumaba casi dos paquetes de cigarrillos al día, poseía una bodega que era la envidia de muchos y frecuentaba los círculos sociales europeos adecuados. Su familia tenía la suerte de contar con dinero, gran parte del cual había pasado a sus manos al ser el primogénito por línea paterna.

La prensa hacía tiempo que había calificado a Valendrea de «papable», un título que significaba que, por su edad, posición e influencia, reunía los requisitos necesarios para acceder al pontificado. Michener había oído rumores según los cuales el secretario de Estado se estaba situando de cara al próximo cónclave, negociando con indecisos, coaccionando a la posible oposición. Clemente se había visto obligado a nombrarlo secretario de Estado, el cargo más poderoso por debajo del Papa, ya que un nutrido grupo de cardenales había insistido en que le fuera dado el empleo a Valendrea, y Clemente fue lo bastante astuto para apaciguar a los que lo habían encumbrado al poder. Además, tal y como el Papa explicó en su momento, «ten a tus amigos cerca y a tus enemigos, aún más».

Valendrea apoyó los brazos en la mesa. Delante no tenía ningún papel. Era sabido que no solía necesitar notas.

– Padre Kealy, dentro del seno de la Iglesia son muchos los que tienen la sensación de que el experimento del Vaticano II no puede considerarse un éxito, y usted es un ejemplo perfecto de nuestro fracaso. Los clérigos no tienen libertad de expresión: hay demasiadas opiniones en este mundo para permitirla. Esta Iglesia ha de hablar con una sola voz, y esa voz es la del Santo Padre.

– Y hoy en día hay muchos que tienen la sensación de que el celibato y la infalibilidad del Papa constituyen una doctrina errónea. Reminiscencias de un tiempo en que el mundo era analfabeto y la Iglesia, corrupta.

– No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero aunque existan esos prelados, se guardan muy mucho de manifestar sus opiniones.

– El temor es capaz de acallar las lenguas, Su Eminencia.

– No hay nada que temer.

– Desde esta silla siento tener que disentir.

– La Iglesia no castiga a sus clérigos por sus pensamientos, padre, sino sólo por sus actos. Como los suyos. Su organización es un insulto a la Iglesia a la que sirve.

– Si no respetara a la Iglesia, Su Eminencia, me habría limitado a abandonar sin decir nada. Pero amo a mi Iglesia lo bastante como para desafiar sus principios.

– ¿Acaso creía que la Iglesia no haría nada mientras usted rompía sus votos, convivía con una mujer abiertamente y se absolvía a sí mismo del pecado? -Valendrea levantó de nuevo los libros-. ¿Y luego lo ponía por escrito? Usted ha provocado esta confrontación.

– ¿Sinceramente piensa que todos los sacerdotes son célibes? -preguntó Kealy.

La pregunta llamó la atención de Michener, que no dejó de percibir la animación de los periodistas.

– Lo importante no es lo que yo piense -replicó Valendrea-. Eso es algo que ha de plantearse cada clérigo en concreto. Cada uno de ellos prestó juramento a su Dios y a su Iglesia, y espero que dicho juramento se cumpla. Todo el que fracase en ello debería marcharse por propia voluntad o por la fuerza.

– ¿Su Eminencia ha cumplido el juramento?

A Michener le sorprendió la osadía de Kealy. Quizá se hubiese dado cuenta del destino que lo aguardaba, así que qué más daba.

Valendrea meneó la cabeza.

– ¿Cree que desafiarme personalmente beneficiará en algo su defensa?

– No es más que una pregunta.

– Sí, padre, lo he cumplido.

Kealy se quedó como si nada.

– ¿Qué otra cosa iba a decir?

– ¿Me está llamando mentiroso?

– No, Su Eminencia. Sólo que ningún sacerdote, cardenal u obispo se atrevería a admitir lo que siente en el fondo. Estamos obligados a decir lo que la Iglesia nos exige. No tengo idea de qué siente en verdad, y me entristece.

– Lo que yo sienta o deje de sentir no guarda relación con su herejía.

– Al parecer Su Eminencia ya me ha juzgado.

– No más que su Dios, que es infalible. O ¿es que también discrepa de esa doctrina?

– ¿Cuándo decretó Dios que los sacerdotes no podían conocer el amor de una pareja?

– ¿Pareja? ¿Por qué no simplemente mujer?

– Porque el amor no conoce barreras, Su Eminencia.

– De modo que también defiende la homosexualidad, ¿es eso?

– Defiendo únicamente que cada individuo ha de seguir los dictados de su corazón.

Valendrea meneó la cabeza.

– Padre, ¿ha olvidado que su ordenación fue una unión con Cristo? Su identidad, que es la misma para todos los miembros de este tribunal, se deriva de la plena participación en esa unión. Ha de ser una imagen viva y transparente de Cristo.

– Pero ¿cómo saber cuál es esa imagen? Ninguno de nosotros existía en vida de Cristo.

– Es como dice la Iglesia.

– Pero ¿acaso no se trata tan sólo del hombre moldeando lo divino para que se ajuste a sus necesidades?

Valendrea enarcó la ceja derecha fingiendo incredulidad.

– Su arrogancia es asombrosa. ¿Está diciendo que Cristo no era célibe? ¿Que no situó Su Iglesia por encima de todo? ¿Que no estaba unido a Su Iglesia?

– No tengo ni idea de cuál era la orientación sexual de Cristo, y usted tampoco.

Valendrea vaciló un instante y al punto repuso:

– Su celibato, padre, es un don, una expresión de su abnegación. Así es la doctrina eclesiástica, una doctrina que parece usted no poder, o no querer, entender.

Kealy respondió aduciendo más dogmas, y Michener no pudo evitar abstraerse del debate. Había procurado no mirar, recordándose que ése no era el motivo por el que se encontraba allí, pero sus ojos recorrieron a toda velocidad a los presentes, un centenar aproximadamente, y acabaron posándose en una mujer que se hallaba sentada dos filas por detrás de Kealy.

Su cabello era del color de la medianoche, con una marcada intensidad y brillo. Michener recordó que en su día era una abundante melena que olía a limón recién exprimido. Ahora la llevaba corta, a capas y peinada con los dedos. Sólo la veía de perfil, pero la delicada nariz y los finos labios seguían allí. Su tez recordaba el tono de un café cremoso, prueba de que su madre era una cíngara rumana y su padre, un alemán de origen húngaro. Su nombre, Katerina Lew, significaba «puro león», una descripción que él siempre había creído apropiada dados su temperamento voluble y sus fanáticas creencias.

Se conocieron en Munich. Él tenía treinta y tres años, y estaba terminando la carrera de Derecho. Ella tenía veinticinco y debía decidirse entre el periodismo o escribir novelas. Sabía que era sacerdote, y pasaron casi dos años juntos antes de que estallara el conflicto. «Tu Dios o yo», anunció ella.

Y él escogió a Dios.

– Padre Kealy -estaba diciendo Valendrea-, la naturaleza de su fe reside en el hecho de que nada puede añadirse o quitarse. Ha de abrazar las enseñanzas de la madre Iglesia en su totalidad o rechazarlas en su totalidad. Los católicos a medias no existen. Nuestros principios, tal y como han sido expuestos por el Santo Padre, no son impíos y no se pueden diluir, son tan puros como Dios.

– Creo que ésas son las palabras del papa Benedicto XV -respondió Kealy.

– Es usted un erudito, lo cual no hace sino aumentar la tristeza que me produce su herejía. Un hombre tan inteligente como parece serlo usted debería comprender que esta Iglesia no puede tolerar, ni tolerará, la disidencia. Especialmente la de su calibre.

– Lo que está diciendo es que a la Iglesia le da miedo el debate.

– Lo que estoy diciendo es que la Iglesia sienta unas normas. Si no le gustan las normas, reúna bastantes votos para elegir a un Papa que las cambie. A menos que haga eso, deberá hacer lo que se le ordena.

– Ah, lo olvidaba: el Santo Padre es infalible. Diga lo que diga sobre la fe es, sin duda, correcto. ¿No dice eso el dogma?

Michener se percató de que ninguno de los otros miembros del tribunal había intentado meter baza: al parecer el secretario era el inquisidor del día. Sabía que todos ellos eran leales a Valendrea, y la posibilidad de que alguno lo desafiara era escasa. Pero Thomas Kealy se lo estaba poniendo fácil, causándose más daño él mismo que el que pudiera infligirle cualquier pregunta.

– Así es -contestó Valendrea-. La infalibilidad papal es fundamental para la Iglesia.

– Otra doctrina creada por el hombre.

– Otro dogma al que esta Iglesia se adhiere.

– Soy un sacerdote que ama a su Dios y a su Iglesia -aseguró Kealy-. No entiendo por qué mostrarme en desacuerdo con el uno o la otra me expone a la excomunión. El debate y la discusión no hacen sino fomentar decisiones acertadas. ¿Por qué teme eso la Iglesia?

– Padre, esta vista no aborda la libertad de expresión. Nosotros no tenemos una constitución que garantice tal derecho. Esta vista aborda su descarada relación con una mujer, su perdón público para el pecado cometido por ambos y su disensión abierta, todo lo cual se opone frontalmente a las normas de la Iglesia de la que entró usted a formar parte.

La mirada de Michener volvió a Kate, el nombre que él le dio para añadir su herencia irlandesa a la personalidad de ella. Estaba sentada derecha, con una libreta en el regazo, bien atenta al debate.

Michener recordó el último verano que pasaron juntos en Ba-viera, cuando él se tomó tres semanas libres entre semestre y semestre. Fueron a una aldea y se hospedaron en una posada rodeada de cimas coronadas de nieve. Él sabía que estaba mal, pero para entonces ella le había tocado una fibra que él pensaba que no existía. Lo que el cardenal Valendrea acababa de decir sobre Cristo y la unión de un sacerdote con la Iglesia constituía la base del celibato clerical: un sacerdote debía dedicarse en exclusividad a Dios y a la Iglesia. Pero desde aquel verano él se preguntaba por qué no podía amar a una mujer, a su Iglesia y a Dios a la vez. ¿Qué había dicho Kealy? «Igual que otros fieles.»

Notó que lo estaban mirando. Al centrarse de nuevo, cayó en la cuenta de que Katerina había vuelto la cabeza y tenía los ojos clavados en él.

Su rostro aún conservaba la dureza que tan atractiva le había resultado. Ahí seguían los leves rasgos asiáticos de los ojos, la boca curvada hacia abajo, la barbilla suave y femenina. Sencillamente no había nada cáustico. Eso, él lo sabía, yacía oculto en su personalidad. Michener examinó su expresión. Ni ira ni resentimiento ni afecto. Una mirada que parecía no decir nada. Ni siquiera «hola». Le incomodó sentirse tan cerca. Quizás ella contara con su presencia y no quisiera darle la satisfacción de pensar que él le importaba. Después de todo, su ruptura no había sido amistosa.

Ella volvió la cara hacia el tribunal, y la inquietud de Michener disminuyó.

– Padre Kealy -decía Valendrea-, le haré una pregunta sencilla: ¿abjura de su herejía? ¿Reconoce que lo que ha hecho va en contra de las leyes de esta Iglesia y de su Dios?

El sacerdote se pegó a la mesa.

– No creo que amar a una mujer vaya en contra de las leyes de Dios, así que perdonar ese pecado no es relevante. Tengo derecho a decir lo que pienso, de manera que no me disculpo por el movimiento que encabezo. No he hecho nada malo, Su Eminencia.

– Es usted un insensato, padre. Le he dado la oportunidad de pedir perdón. La Iglesia puede, y debería, ser compasiva, pero el penitente ha de poner de su parte.

– Yo no busco su perdón.

Valendrea meneó la cabeza.

– Me dan mucha pena usted y sus seguidores, padre. Es evidente que todos ustedes están de parte del Diablo.

4

13:05


El cardenal Alberto Valendrea guardaba silencio, esperando que la euforia experimentada antes en el tribunal atenuara su creciente irritación. Era sorprendente lo rápido que una mala vivencia podía echar a perder una buena.

– ¿Qué opinas, Alberto? -preguntó Clemente XV-. ¿Tengo tiempo para saludar a la multitud? -El Papa señaló la alcoba y la ventana abierta.

A Valendrea le daba rabia que el Papa malgastara el tiempo plantándose ante una ventana abierta para saludar a la gente congregada en la plaza de San Pedro. La seguridad del Vaticano le había advertido de que no lo hiciera, pero aquel viejo bobo ignoraba los avisos. La prensa no paraba de escribir al respecto, comparando al alemán con Juan XXIII. Y la verdad es que había semejanzas: ambos ascendieron al trono papal cuando casi tenían ochenta años. A ambos se los consideró papas provisionales. Ambos sorprendieron a todo el mundo.

Valendrea odiaba el modo en que los observadores del Vaticano veían analogías entre la ventana abierta del Papa y su «espíritu vital, su franqueza sin pretensiones, su carismática calidez». El papado no tenía que ver con la popularidad, sino con la coherencia, y le ofendía la facilidad con que Clemente había prescindido de tantas costumbres sancionadas por la tradición. Los visitantes ya no hacían una genuflexión en presencia del Papa, pocos besaban su anillo, y rara vez hablaba Clemente en primera persona de plural, como habían hecho los papas durante siglos. «Estamos en el siglo xxi», gustaba de decir Clemente mientras decretaba el fin de otra antigua costumbre.

Valendrea recordaba la época en que los papas no aparecían jamás delante de una ventana abierta. Cuestiones de seguridad aparte, la exposición limitada fomentaba el carisma y el misterio, y nada divulgaba más la fe y la obediencia que la curiosidad.

Había estado al servicio de los papas durante casi cuatro décadas, subiendo en la curia deprisa, ganándose el capelo cardenalicio antes de cumplir los cincuenta, siendo uno de los cardenales más jóvenes de la era moderna. Ahora ostentaba el segundo cargo más poderoso de la Iglesia católica -el de secretario de Estado-, lo cual garantizaba su participación en todos los ámbitos de la Santa Sede. Pero quería más: quería el cargo más poderoso, ese en el que nadie desafiara sus decisiones, en el que hablara desde la infalibilidad, sin admitir réplica.

Quería ser papa.

– Qué día tan bonito -decía el pontífice-. Parece que ha dejado de llover. El aire es como en las montañas alemanas. Un frescor alpino. Qué lástima estar encerrado aquí.

Clemente entró en la alcoba, pero no lo bastante como para que se le viera desde fuera. Llevaba una sotana de lino blanca, la esclavina le caía sobre los hombros, y la tradicional vestidura blanca. En los pies unos zapatos escarlata y, cubriendo su calva cabeza, un solideo blanco. Era el único prelado entre mil millones de católicos al que se permitía vestir así.

– Quizás Su Santidad pueda dedicarse a tan agradable actividad después de finalizar el informe. Tengo otros compromisos, y el tribunal me ha ocupado la mañana entera.

– Sólo llevaría unos minutos -insistió Clemente.

Sabía que al alemán le gustaba burlarse de él. Del otro lado de la ventana llegaba el murmullo de Roma, aquel sonido único producido por tres millones de almas y sus vehículos al avanzar por el asfalto.

Al parecer Clemente también se había percatado del rumor.

– Esta ciudad tiene un extraño sonido.

– Es nuestro sonido.

– Ah, casi lo olvido… tú eres italiano, y nosotros no.

Valendrea estaba junto a una cama con dosel hecha en roble macizo, las muescas y los arañazos eran tan numerosos que parecían formar parte del trabajo. Una sobada colcha de ganchillo cubría un extremo; dos enormes almohadas, el otro. El resto del mobiliario también era alemán: el armario, el tocador y las mesas pintados de alegres colores al estilo bávaro. No había un papa alemán desde mediados del siglo xi. Clemente II había sido una fuente de inspiración para el actual Clemente XV, hecho este que el pontífice no ocultaba. Pero lo más probable es que el primer Clemente muriera envenenado, una lección, pensaba muchas veces Valendrea, que este alemán no debería olvidar.

– Tal vez tengas razón -admitió Clemente-. Los visitantes pueden esperar. Tenemos cosas que hacer, ¿no es cierto?

Una brisa pasó rozando el alféizar y revolvió los papeles del escritorio. Valendrea puso una mano y detuvo su vuelo antes de que alcanzaran el computador. Clemente aún no lo había encendido. Era el primer Papa que sabía de informática -otro aspecto que la prensa adoraba-, pero a Valendrea no le importaba ese cambio: el computador y las líneas de fax eran mucho más fáciles de controlar que los teléfonos.

– Me han dicho que esta mañana estás bastante animado -observó Clemente-. ¿Cuál será el resultado del tribunal?

Valendrea supuso que Michener le había informado, pues había visto al secretario del Papa entre el público.

– Ignoraba que Su Santidad estuviese tan interesado en el asunto.

– Es difícil no sentir curiosidad. Esa plaza está llena de unidades móviles de televisión, así que, te lo ruego, responde mi pregunta.

– El padre Kealy no nos ha dado alternativa: será excomulgado.

El Papa entrelazó las manos a la espalda.

– ¿No se disculpó?

– Se mostró arrogante hasta el insulto, y nos retó a que lo desafiáramos.

– Tal vez debiéramos hacerlo.

La sugerencia pilló desprevenido a Valendrea, pero décadas de servicio diplomático le habían enseñado a esconder la sorpresa planteando preguntas.

– Y ¿con qué propósito habríamos de emprender una acción tan poco ortodoxa?

– ¿Por qué todo ha de tener un propósito? Quizá simplemente debamos escuchar un punto de vista contrario.

Valendrea se mantuvo inmóvil.

– Es imposible debatir la cuestión del celibato, una doctrina que lleva en pie quinientos años. ¿Qué será lo siguiente? ¿Ordenar mujeres? ¿El matrimonio de los clérigos? ¿La aprobación del control de la natalidad? ¿Es que vamos a volver completamente del revés el dogma?

Clemente avanzó hacia la cama y clavó la vista en una representación medieval de Clemente II que colgaba de la pared. Valendrea sabía que la habían rescatado de uno de los cavernosos sótanos del Vaticano, donde llevaba siglos.

– Fue obispo de Bamberg. Un hombre sencillo que no ansiaba ser papa.

– Fue confidente del rey -puntualizó Valendrea-. Estableció lazos políticos y se hallaba en el lugar adecuado y en el momento adecuado.

Clemente se volvió para mirarlo.

– Como yo, supongo.

– Su Santidad fue elegido por una abrumadora mayoría de cardenales, todos ellos inspirados por el Espíritu Santo.

Clemente esbozó una sonrisa irritante.

– ¿O tal vez tuviera que ver con el hecho de que ninguno de los otros candidatos, incluido tú, logró reunir suficientes votos para salir elegido?

Daba la impresión de que ese día iban a empezar a pelearse temprano.

– Eres un hombre ambicioso, Alberto. Crees que llevar esta sotana blanca te hará feliz, pero te aseguro que no será así.

Ya habían mantenido conversaciones similares con anterioridad, pero últimamente la intensidad de los intercambios verbales iba en aumento. Ambos sabían lo que sentía el otro. No eran amigos, jamás lo serían. A Valendrea le divertía el hecho de que la gente pensara que sólo porque él era cardenal y Clemente el Papa la suya sería una relación entre dos almas piadosas que pondrían las necesidades de la Iglesia en primer término. Pero lo cierto es que eran muy distintos, y mantenían políticas encontradas. En su favor había que decir que ninguno se había peleado abiertamente con el otro. Valendrea era más listo que todo eso -el Papa no tenía por qué discutir con nadie-, y al parecer el pontífice era consciente de que muchos cardenales respaldaban a su secretario de Estado.

– Yo no deseo otra cosa que el Santo Padre viva una vida larga y próspera.

– No se te da bien mentir.

Estaba cansado de las pullas del viejo.

– ¿Qué importancia tiene? Usted no estará aquí cuando se celebre el próximo cónclave. No se preocupe por los candidatos.

Clemente se encogió de hombros.

– No tiene ninguna importancia. Seré enterrado bajo San Pedro, con los demás hombres que han ocupado esta silla. No me preocupa mi sucesor. Pero ¿y a él? Sí, a él sí debería preocuparle.

¿Qué sabía el viejo prelado? Últimamente tenía la costumbre de soltar extrañas insinuaciones.

– ¿Hay algo que disguste al Santo Padre?

Los ojos de Clemente centellearon.

– Eres un oportunista, Alberto. Un político intrigante. Puede que te decepcione y viva otros diez años.

Su interlocutor decidió dejar de fingir.

– Lo dudo.

– A decir verdad espero que heredes mi cargo: lo encontrarás muy distinto de lo que imaginas. Tal vez debieras serlo.

Ahora sí estaba interesado.

– Ser ¿qué?

Durante unos instantes el Papa guardó silencio. Al cabo repuso:

– Ser papa, claro está. ¿Qué otra cosa, si no?

– ¿Qué le corroe el alma?

– Somos unos tontos, Alberto. Todos nosotros, con todo nuestro boato, no somos más que unos tontos. Dios es mucho más sabio de lo que cualquiera de nosotros se figura.

– No creo que ningún creyente lo cuestione.

– Dictamos nuestros dogmas y al aplicarlos arruinamos la vida de hombres como el padre Kealy, que no es más que un sacerdote que intenta seguir lo que le dicta la conciencia.

– Más bien parecía un oportunista, por recoger la palabra que usted mismo ha empleado. Un hombre que disfruta llamando la atención. Aunque, sin duda, conocía la política de la Iglesia cuando juró acatar nuestras enseñanzas.

– Las enseñanzas ¿de quién? Quienes pronuncian la llamada Palabra de Dios son hombres como tú y como yo. Quienes castigan a otros semejantes por infringir esas enseñanzas son hombres como tú y como yo. A menudo me pregunto si nuestros preciados dogmas son los pensamientos del Todopoderoso o tan sólo los de clérigos normales y corrientes.

Valendrea interpretó esta frase como un ejemplo más de la extraña conducta que el Papa seguía últimamente. Se planteó sonsacarlo, pero decidió que lo estaba poniendo a prueba, de manera que dio la única respuesta posible:

– Creo que la Palabra de Dios y el dogma de la Iglesia son la misma cosa.

– Buena respuesta. Modélica en lenguaje y sintaxis. Por desgracia, Alberto, esa creencia acabará siendo tu perdición.

Y el Papa dio media vuelta y avanzó hacia la ventana.

5

Michener paseaba bajo el sol de mediodía. La lluvia matinal había cesado, el cielo estaba jaspeado de nubes y los jirones de azul se veían atravesados por la estela de un avión que se dirigía al este. Ante él, los adoquines de la plaza de San Pedro lucían charcos por la reciente tormenta. El lugar se hallaba plagado de charcos semejantes a una multitud de lagos diseminados. Los equipos de televisión seguían allí, muchos de ellos retransmitiendo sus reportajes a sus respectivos países.

Había salido del tribunal antes de que se levantara la sesión. Uno de sus asistentes le informó después de que la confrontación entre el padre Kealy y el cardenal Valendrea había continuado unas dos horas. Se preguntó cuál era el sentido de la vista, pues la decisión de excomulgar a Kealy se había tomado mucho antes de que se le ordenara acudir a Roma. Eran pocos los clérigos que comparecían ante un tribunal, de manera que lo más probable era que Kealy hubiese ido para dotar de mayor relevancia a su movimiento. En cuestión de semanas Kealy sería excomulgado, otro expulsado más que proclamaría que la Iglesia era un dinosaurio camino de la extinción.

A veces Michener creía que, tal vez, los críticos como Kealy tuviesen razón.

En la actualidad, casi la mitad de los católicos de todo el mundo vivía en Latinoamérica. Si se añadían África y Asia, la suma ascendía a las tres cuartas partes. Apaciguar a esa emergente mayoría sin alienar a europeos e italianos constituía un desafío cotidiano.

Ningún jefe de Estado se enfrentaba a algo tan intrincado. Sin embargo la Iglesia católica llevaba haciéndolo dos mil años -afirmación que ninguna otra institución creada por el hombre podía hacer-, y delante se extendía una de las mayores manifestaciones de la Iglesia.

Aquella plaza con forma de llave, delimitada por dos magníficas columnatas semicirculares de Bernini, era imponente. A Michener siempre le había impresionado la Ciudad del Vaticano. La había visitado por vez primera hacía doce años, en calidad de sacerdote asistente del arzobispo de Colonia. Su virtud había sido puesta a prueba por Katerina Lew, mas su decisión inicial se vio reforzada. Recordaba haber recorrido las más de cuarenta hectáreas del amurallado enclave, maravillándose ante la majestuosidad que podía alcanzarse en dos milenios de construcción ininterrumpida.

La diminuta nación no ocupaba una de las colinas sobre las que se fundó Roma, sino que coronaba el monte Vaticano, el único de los siete vetustos nombres que la gente aún recordaba. Sus ciudadanos eran menos de doscientos, y menos aún tenían pasaporte. Allí no había nacido nunca nadie, pocos aparte de los papas morían en ella, y menos aún eran enterrados en dicho país. Su gobierno era una de las últimas monarquías absolutas del mundo, y por una vuelta de tuerca que Michener siempre consideró irónica, el representante de la Santa Sede en las Naciones Unidas no podía firmar la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque en el Vaticano no había libertad de culto.

Contempló la soleada plaza, más allá de las unidades móviles de la televisión con su despliegue de antenas y vio que la gente miraba a la derecha y arriba. Algunos gritaban: «Santissimo Padre.» Siguió sus cabezas alzadas hasta la cuarta planta del Palacio Apostólico. Entre los postigos de madera de una ventana surgió el rostro de Clemente XV.

Muchos comenzaron a agitar las manos, y Clemente devolvió el saludo.

– Aún te fascina, ¿no? -dijo una voz de mujer.

Él se giró. Katerina Lew se hallaba a pocos metros. Él ya sabía que daría con él. Se acercó a donde se encontraba, a la sombra de una de las columnas de Bernini.

– No has cambiado nada. Sigues enamorado de tu Dios. Lo vi en tus ojos, en el tribunal.

Él procuró sonreír, pero se obligó a centrarse en el desafío que se avecinaba.

– ¿Cómo estás, Kate? -Los rasgos del rostro de ella se suavizaron-. ¿Te ha ido la vida como pensabas?

– No me puedo quejar. No, no voy a quejarme. No conduce a nada. Lo dijiste un día.

– Me alegro de oírlo.

– ¿Cómo sabías que estaría allí esta mañana?

– Vi tu solicitud de credenciales hace unas semanas. ¿Puedo preguntarte por qué estás interesada en el padre Kealy?

– ¿Llevamos quince años sin vernos y eso es lo único de lo que quieres hablar?

– La última vez que hablamos me dijiste que no volviera a hablar de nosotros. Dijiste que no había nosotros. Sólo Dios y yo. Así que no pensé que fuese un buen tema.

– Pero lo dije sólo después de que tú me contaras que ibas a volver con el arzobispo para consagrar tu vida al servicio de la Iglesia católica.

Estaban bastante cerca, de modo que él retrocedió un tanto, sumiéndose más en la sombra de la columnata. Vislumbró la cúpula de Miguel Ángel en lo alto de la basílica de San Pedro, ya sin rastro del agua de la lluvia gracias a un sol de mediados de otoño.

– Veo que aún sabes eludir las preguntas -señaló él.

– He venido porque Tom Kealy me lo pidió. No es ningún tonto. Sabe lo que va a hacer el tribunal.

– ¿Para quién escribes?

– Voy por libre. Es para un libro que estamos escribiendo juntos.

Era una buena escritora, sobre todo de poesía. Él siempre había envidiado su talento, y la verdad es que quería saber más sobre lo que había sido de ella después de Munich. Sabía cosas sueltas: temporadas en periódicos europeos, nunca mucho tiempo, incluso un empleo en Estados Unidos. De cuando en cuando veía su firma, nada serio o importante, sobre todo ensayos religiosos. Varias veces había estado a punto de localizarla, deseoso de compartir un café, pero sabía que era imposible. Había tomado una decisión y no había vuelta atrás.

– No me sorprendió leer lo de tu nombramiento -afirmó ella-. Supuse que cuando Volkner fue elegido papa no te dejaría marchar.

Él captó la mirada de sus ojos color esmeralda y vio que luchaba con sus emociones, igual que hacía quince años. Por aquel entonces él era un sacerdote que estudiaba Derecho, inquieto y ambicioso, unido al destino de un obispo alemán de quien muchos decían que algún día sería cardenal. Ahora se hablaba de su propia ascensión al Sacro Colegio. No era nada insólito que los secretarios papales pasaran directamente del Palacio Apostólico a la púrpura. Quería ser príncipe de la Iglesia, formar parte del próximo cónclave en la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel y Botticelli, con voz y voto.

– Clemente es un buen hombre.

– Es un tonto -lo contradijo ella en voz baja-. No es más que alguien a quien los cardenales sentaron en el trono hasta que uno de ellos consiga suficiente respaldo.

– ¿Qué te hace hablar con semejante autoridad?

– ¿Acaso me equivoco?

Él apartó la cara para que se le calmaran los ánimos y observó a un grupo de vendedores de recuerdos en el perímetro de la plaza. La hosquedad de ella seguía allí, sus palabras tan mordaces y amargas como las recordaba. Frisaba los cuarenta, pero la madurez no había acabado de aplacar su carácter apasionado. Era una de las cosas que nunca le habían gustado de ella, y una de las cosas que echaba de menos. En su mundo, la franqueza era algo desconocido: estaba rodeado de gente que podía decir con convicción cosas en las que no creía, de modo que la verdad era algo en su favor. Al menos uno sabía exactamente a qué atenerse, pisaba tierra firme en lugar de las continuas arenas movedizas en las que se había acostumbrado a moverse.

– Clemente es un buen hombre al que se ha encomendado una tarea casi imposible -puntualizó.

– Si la querida madre Iglesia cediera un tanto, puede que las cosas no fueran tan complicadas. Es bastante difícil gobernar a mil millones de almas cuando todo el mundo ha de aceptar que el Papa es el único ser en la tierra que no comete errores.

A él no le apetecía discutir el dogma con ella, sobre todo en medio de la plaza de San Pedro. Dos guardias suizos con cascos empenachados, las alabardas en alto, pasaban a unos metros. Los vio avanzar hacia la entrada principal de la basílica. Las seis enormes campanas de la cúpula guardaban silencio, pero cayó en la cuenta de que no faltaba mucho para que doblaran por la muerte de Clemente XV, lo cual hizo que la insolencia de Katerina le resultara tanto más exasperante. Haber ido al tribunal esa mañana y hablar con ella ahora había sido una equivocación. Sabía lo que tenía que hacer.

– Me ha encantado volver a verte, Kate.

Dio media vuelta para marcharse.

– Cabrón.

Escupió el insulto lo bastante alto como para que él lo oyera.

Michener se giró, preguntándose si lo decía en serio. La ira enturbiaba su rostro. Luego se acercó y le dijo en voz queda:

– Llevamos años sin hablar y lo único que se te ocurre es decirme lo malvada que es la Iglesia. Si tanto la desprecias, ¿por qué malgastas el tiempo escribiendo sobre ella? Escribe esa novela que siempre decías que escribirías. Pensé que quizá, sólo quizá, te hubieses vuelto más afable, pero ya veo que no.

– Qué bonito es saber que tal vez te importe. Cuando me dijiste que se había acabado no tuviste en cuenta mis sentimientos.

– ¿Hemos de volver a pasar por eso?

– No, Colin, no hace falta. -Retrocedió-. No hace ninguna falta. Yo también me alegro de volver a verte.

Por un instante él se mostró herido, pero ella pareció vencer cualquier atisbo de debilidad.

Michener volvió la vista al palacio. Ahora eran muchos más los que chillaban y saludaban. Clemente seguía agitando la mano, y varias unidades de televisión filmaban.

– Es él, Colin -aseveró Katerina-. Él es tu problema, sólo que no lo sabes.

Antes de que pudiera decir nada, ella ya se había ido.

6

15:00


Valendrea se puso los auriculares, apretó el botón del magnetófono y escuchó la conversación que habían mantenido Colin Michener y Clemente XV. Los micrófonos instalados en las dependencias del Papa habían vuelto a funcionar a la perfección. Dichos dispositivos se hallaban distribuidos por todo el Palacio Apostólico, cosa de la que se había ocupado justo después de la elección de Clemente y que había resultado sencilla, ya que, como secretario de Estado, uno de sus cometidos consistía en garantizar la seguridad del Vaticano.

Clemente había estado en lo cierto. Valendrea quería que el pontificado actual durara un poco más, el tiempo suficiente para que él se hiciera con los últimos votos indecisos que necesitaría en el cónclave. El Sacro Colegio contaba con 160 miembros, de los cuales sólo 47 superaban los ochenta años y no tenían derecho al voto si se celebraba un cónclave durante los treinta días siguientes. En el último recuento confiaba más o menos en obtener cuarenta y cinco votos. Un buen comienzo, si bien faltaba mucho para la elección. La última vez había pasado por alto el adagio: «Quien entra al cónclave como papa sale como cardenal.» En esta ocasión no correría riesgos. Los micrófonos sólo eran un elemento de su estrategia para asegurarse de que los cardenales italianos no repitieran su deserción. Eran pasmosas las indiscreciones que los príncipes de la Iglesia cometían a diario. El pecado no les era desconocido. Al igual que las de los demás, sus almas necesitaban ser purificadas. Pero Valendrea sabía de sobra que a veces había que imponer la penitencia.

«Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.»

Valendrea se quitó los auriculares y miró al hombre que tenía sentado al lado. El padre Paolo Ambrosi llevaba más de una década apoyándolo. Era un hombre bajo y delgado con el cabello cano y fino como la paja. Su nariz ganchuda y la depresión de la mandíbula le recordaban a Valendrea a un halcón, semejanza esta que también describía la personalidad del sacerdote. Rara vez sonreía y menos aún se reía. Siempre lo envolvía un aire de seriedad, cosa que nunca preocupó a Valendrea, ya que aquel sacerdote era un hombre que poseía pasión y ambición, dos rasgos que Valendrea admiraba profundamente.

– Es curioso, Paolo, que hablen en alemán como si fueran los únicos que lo entienden. -Valendrea apagó el aparato-. A nuestro papa parece preocuparle esa conocida del padre Michener. Háblame de ella.

Se hallaban sentados en un salón sin ventanas del tercer piso del Palacio Apostólico, sede de la secretaría de Estado. Las cintas y el radiorreceptor estaban guardados en un armario cerrado con llave, aunque a Valendrea no le importaba que alguien lo descubriera: con más de diez mil cámaras, salas de audiencia y pasadizos, la mayoría de los cuales se encontraba protegida tras puertas cerradas, no había mucho peligro de que alguien investigara en aquel centenar aproximado de metros cuadrados.

– Se llama Katerina Lew, hija de padres rumanos que huyeron del país cuando ella era una adolescente. Su padre era profesor de Derecho, y ella es licenciada por la Universidad de Munich y por la Universidad Nacional de Bélgica. Regresó a Rumanía a finales de los ochenta, donde se hallaba cuando depusieron a Ceausescu. Es una revolucionaria orgullosa. -Valendrea captó el tono de guasa en la voz de Ambrosi-. Conoció a Michener en Munich, cuando ambos eran estudiantes. Tuvieron una aventura que duró un par de años.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Michener y el Papa han mantenido otras conversaciones.

Valendrea sabía que, mientras que él sólo examinaba las cintas más importantes, Ambrosi lo escuchaba todo.

– No me lo habías comentado.

– Parecía carecer de importancia hasta que el Santo Padre mostró interés en el tribunal.

– Puede que haya subestimado al padre Michener. Después de todo parece humano. Un hombre con un pasado. Con deslices. Lo cierto es que me gusta esa faceta suya. Cuéntame más.

– Katerina Lew ha trabajado para diversas publicaciones europeas. Se hace llamar periodista, pero es más una escritora independiente. Ha colaborado con Der Spiegel, el Herald Tribune y el Times de Londres. No aguanta mucho. En política es de izquierdas; y en materia de religión, radical. Sus artículos critican el culto organizado. Es coautora de tres libros, dos sobre el Partido Verde alemán y uno sobre la Iglesia católica en Francia. Ninguno fue un gran éxito de ventas. Es muy inteligente, pero indisciplinada.

Valendrea presintió lo que de verdad quería saber.

– Ambiciosa también, supongo.

– Se casó dos veces después de que ella y Michener rompieran. Ninguna de las dos duró mucho. Su relación con el padre Kealy fue más cosa suya que de él. Ha estado trabajando en Estados Unidos los últimos dos años. Un día se presentó en su despacho, y no se han separado desde entonces.

Aquello despertó el interés de Valendrea.

– ¿Son amantes?

Ambrosi se encogió de hombros.

– Es difícil de decir, pero parece que a ella le gustan los sacerdotes, así que cabe suponer que sí.

Valendrea se colocó de nuevo los auriculares y encendió el magnetofón. La voz de Clemente inundó sus oídos: «En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo.» Se quitó los auriculares.

– ¿Qué está tramando este bobo? Enviar a Michener para que encuentre a un sacerdote de ochenta años. ¿A qué fin?

– Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima. El propio

Juan XXIII le entregó al padre Tibor el texto original de la hermana Lucía.

El estómago le dio un vuelco al oír Fátima.

– ¿Has localizado a Tibor?

– Tengo una dirección en Rumanía.

– Esto requiere una estrecha vigilancia.

– Eso ya lo veo, y me pregunto por qué.

Valendrea no estaba dispuesto a dar una explicación hasta que no hubiera más remedio.

– Creo que sería útil que alguien nos ayudara a seguir a Michener.

Ambrosi sonrió.

– ¿Cree que Katerina nos ayudará?

Le dio vueltas y más vueltas a la pregunta, sopesando su respuesta teniendo en cuenta lo que sabía de Colin Michener y lo que ahora sospechaba de Katerina Lew.

– Ya veremos, Paolo.

7

20:30


Michener se hallaba delante del altar de la basílica de San Pedro. La iglesia estaba cerrada, su silencio perturbado únicamente por el personal que pulía el extenso piso de mosaico. Se apoyó en una gruesa balaustrada y observó cómo pasaban la fregona los trabajadores por las escaleras de mármol, arriba y abajo. El centro de toda la Cristiandad descansaba justo debajo, en la tumba de San Pedro. Se volvió y levantó la cabeza hacia el ornado baldaquino de Bernini y luego hacia el cielo, a la cúpula de Miguel Ángel, que protegía el altar como, según palabras de un observador, «las manos de Dios».

Pensó en el Concilio Vaticano II, imaginando la nave que lo rodeaba llena de bancos dispuestos en hileras que daban cabida a tres mil cardenales, sacerdotes, obispos y teólogos de casi todas las tendencias. En 1962 él se encontraba a caballo entre la primera comunión y la confirmación, era un muchacho que asistía a un colegio católico a orillas del río Savannah, al sudeste de Georgia. Lo que ocurría a casi cinco mil kilómetros en Roma no le decía nada. A lo largo de los años había visto películas de la sesión inaugural del concilio, cuando Juan XXIII, encorvado en el trono papal, rogaba a tradicionalistas y progresistas que trabajaran al unísono para que «la ciudad terrena pueda asemejarse a esa ciudad celestial en la que reina la verdad». Fue un movimiento sin precedentes: un monarca absoluto convocando a sus subordinados para aconsejarles cambiarlo todo. Durante tres años los delegados debatieron la libertad religiosa, el judaismo, el laicismo, el matrimonio, la cultura y el sacerdocio. Al final la Iglesia conoció cambios esenciales, para algunos no los suficientes, para otros demasiados.

Bastante similar a su propia vida.

Aunque había nacido en Irlanda, creció en Georgia. Su educación comenzó en Estados Unidos y terminó en Europa. A pesar de haber sido educado en dos continentes, la curia, en su mayoría italiana, lo consideraba norteamericano. Por suerte comprendía a la perfección el inestable ambiente que lo rodeaba. A los treinta días de llegar al palacio papal ya dominaba las cuatro reglas básicas para sobrevivir en el Vaticano: Regla número 1: nunca te plantees tener ideas propias. Regla número 2: si por alguna razón se te ocurre una idea, no la expreses. Regla número 3: nunca jamás pongas por escrito un pensamiento. Y regla número 4: bajo ningún concepto firmes nada que hayas decidido escribir tontamente.

Volvió a mirar la iglesia, admirando las armoniosas proporciones que creaban un equilibrio arquitectónico casi perfecto. Ciento treinta papas estaban enterrados a su alrededor, y esa noche esperaba hallar alguna serenidad entre sus tumbas.

Sin embargo su preocupación por Clemente seguía atormentándolo.

Metió la mano en la sotana y sacó dos hojas de papel dobladas. Su investigación de Fátima se había centrado en los tres mensajes de la Virgen, y esas palabras parecían fundamentales para lo que quiera que afectara al Papa. Las abrió y leyó el relato de la hermana Lucía del primer secreto:

Nuestra Señora nos mostró un enorme mar de llamas que parecía hallarse bajo la tierra. En medio de dicho fuego había demonios y almas con forma humana, como brasas transparentes, todos ellos ennegrecidos o como de bronce bruñido. Aquella visión sólo duró un instante.

El segundo secreto era resultado directo del primero:

Lo que estáis viendo es el Infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores, aseguró Nuestra Señora. Para salvarlos, Dios desea que el mundo demuestre su devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, muchas almas se salvarán y reinará la paz. La guerra terminará. Pero si no dejan de ofender a Dios, otra guerra peor estallará durante el papado de Pío XI. He venido a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora los primeros sábados. Si escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y reinará la paz. En caso contrario, sembrará sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones de la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá un hondo sufrimiento, algunas naciones serán aniquiladas. Al final mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre consagrará Rusia a mí y se convertirá, y al mundo le será concedido un período de paz.

El tercer mensaje era el más críptico de todos:

Tras las dos partes que ya he contado, a la izquierda de Nuestra Señora y un poco por encima vimos a un ángel con una espada flamígera en la mano izquierda. Despedía unas llamas que daban la impresión de incendiar el mundo, pero que se extinguían al entrar en contacto con el esplendor que Nuestra Señora irradiaba. Señalando la tierra con su mano derecha, el ángel gritó en voz alta: «Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos», y vimos una luz inmensa que es Dios. Algo parecido a como se ve la gente en un espejo cuando pasa por delante. Un obispo vestido de blanco, «nos pareció el Santo Padre», otros obispos, religiosos y religiosas subiendo una montaña escarpada, en cuya cima se alzaba una gran cruz de troncos irregulares que parecían de alcornoque por la corteza. Antes de llegar allí, el Santo Padre atravesó una gran ciudad medio en ruinas, un tanto tembloroso y con paso titubeante, afligido de dolor y pesar. Rezó por las almas de los cuerpos que se fue encontrando por el camino. Una vez coronada la cima de la montaña, de rodillas a los pies de la gran cruz, un grupo de soldados le disparó balas y flechas y lo mató, y de esa misma forma murieron, uno tras otro, los demás obispos, religiosos y religiosas y diversos seglares de distinta categoría y condición. Debajo de los dos brazos de la cruz había dos ángeles con sendos aspersorios en los que reunieron la sangre de los mártires y con los cuales asperjaron las almas que se encaminaban a Dios.

Las frases encerraban el misterio enigmático de un poema, un significado sutil y abierto a la interpretación. Teólogos, historiadores y conspiradores llevaban décadas postulando teorías de lo más variado. De modo que ¿quién sabía algo a ciencia cierta? Y sin embargo algo tenía profundamente preocupado a Clemente XV.

– Padre Michener.

El aludido se giró.

Una de las monjas que le había preparado la cena fue hacia él.

– Perdóneme, pero al Santo Padre le gustaría verlo.

Por lo general Michener cenaba con Clemente, pero esa noche el Papa había comido con un grupo de obispos mexicanos en el North American College. Consultó su reloj. Clemente había vuelto pronto.

– Gracias, hermana. Iré a sus dependencias.

– El Papa no se encuentra allí.

Aquello era extraño.

– Está en el Archivio Segreto Vaticano, en la Riserva. Quiere que se reúna con él.

Él ocultó su sorpresa al responder:

– De acuerdo. Voy ya mismo.

Cruzó los desiertos corredores en dirección al archivo. La presencia de Clemente en la Riserva constituía un problema. Él sabía exactamente lo que estaba haciendo el papa, lo que era incapaz de entender era el motivo. Así que dejó vagar su mente, analizando una vez más el fenómeno de Fátima.

En 1917 la Virgen María se apareció a tres pastorcillos en una gran depresión llamada Cova da Iria, próxima a la aldea portuguesa de Fátima. Jacinta y Francisco Marto eran hermanos; ella tenía siete años y él nueve. Lucía dos Santos, prima carnal suya, tenía diez. La Madre de Dios apareció seis veces entre mayo y octubre, siempre el día trece, en el mismo lugar, a la misma hora. En la última aparición miles de personas fueron testigos de cómo bailaba el sol en el firmamento, una señal que el cielo enviaba para demostrar que las visiones eran verdaderas.

Más de una década después la Iglesia declaró que las apariciones eran «merecedoras de crédito», pero dos de los jóvenes visionarios no vivieron para ver dicho reconocimiento: Jacinta y Francisco murieron de gripe a los treinta meses de la última aparición de la Virgen. Lucía, sin embargo, llegó a vieja, y había fallecido hacía poco tras dedicar su vida a Dios como monja de clausura. La Virgen incluso predijo esos hechos cuando dijo: «Pronto me llevaré a Jacinta y Francisco, pero tú, Lucía, permanecerás aquí algún tiempo. Jesús quiere que me des a conocer para que sea amada.»

Fue en la visita de julio cuando la Virgen comunicó tres secretos a los jóvenes visionarios. La propia Lucía reveló los dos primeros en los años que siguieron a las apariciones, y hasta los incluyó en sus memorias, publicadas a principio de los años cuarenta. Sólo Jacinta y Lucía escucharon el tercer secreto que reveló la Virgen. Por alguna razón Francisco fue excluido de esa comunicación directa, si bien a Lucía se le concedió permiso para contárselo. Aunque el obispo de la localidad insistió en que dieran a conocer el tercer secreto, los niños se negaron. Jacinta y Francisco se llevaron la información a la tumba, aunque Francisco le confió a un entrevistador en octubre de 1917 que el tercer secreto «era por el bien de las almas, y muchos se entristecerían si lo conocieran».

Lucía terminó siendo la portadora del mensaje final.

Aunque tenía la suerte de gozar de buena salud, en 1943 pareció que una pleuresía recurrente iba a acabar con ella. El obispo de la localidad, un hombre llamado Da Silva, le pidió que escribiera el tercer secreto y lo guardara en un sobre. Ella en un principio se opuso, pero en enero de 1944 la Virgen se le apareció en el convento de Tuy y le dijo que la voluntad de Dios era que diese testimonio del mensaje final.

Lucía escribió el secreto y lo metió en un sobre. Al preguntarle cuándo debía hacerse público el mensaje, lo único que dijo fue: «en 1960». El sobre fue enviado al obispo Da Silva e introducido en un sobre mayor, sellado con cera, y depositado en la caja fuerte de la diócesis, donde permaneció trece años.

En 1957 el Vaticano pidió que enviaran a Roma todos los escritos de la hermana Lucía, incluyendo el tercer secreto. A su llegada, el papa Pío XII guardó el sobre que contenía el tercer secreto en una caja de madera que llevaba la inscripción SECRETUM SANCTI OFFICII. La caja permaneció en el escritorio del Papa dos años, y Pío XII no leyó nunca su contenido.

En agosto de 1959 la caja finalmente se abrió, y el doble sobre, aún sellado con cera, fue enviado al papa Juan XXIII. En febrero de 1960 el Vaticano hizo una escueta declaración en la que manifestaba que el tercer secreto de Fátima continuaría sellado. No ofreció más explicaciones. Por orden del Papa, el texto escrito a mano de la hermana Lucía volvió a la caja de madera y acabó en la Riserva. Todos los papas que siguieron a Juan XXIII fueron al archivo y abrieron la caja, pero ningún pontífice divulgó la información.

Hasta Juan Pablo II.

Cuando la bala de un asesino estuvo a punto de matarlo en 1981, concluyó que una mano maternal había guiado la trayectoria del proyectil. Diecinueve años más tarde, como muestra de agradecimiento a la Virgen, ordenó que el tercer secreto fuera revelado. Para acallar cualquier controversia, acompañó su publicación de una disertación de cuarenta páginas en la que interpretaba las complejas metáforas de la Virgen. También se publicaron fotografías de la letra de la hermana Lucía. La prensa estuvo un tiempo fascinada, pero luego el asunto se fue apagando.

Cesaron las especulaciones.

Fueron pocos los que siguieron mencionando el tema.

Sólo Clemente XV continuaba obsesionado.

Michener entró en el archivo y pasó ante el prefecto de noche, que se limitó a hacerle una señal con la cabeza. Más allá, la cavernosa sala de lectura se hallaba sumida en la oscuridad. Se veía un resplandor amarillento al fondo, donde la verja de hierro de la Riserva estaba abierta.

El cardenal Maurice Ngovi permanecía fuera, con los brazos cruzados. Era un hombre de caderas estrechas y un rostro que llevaba grabada la pátina que da haber llevado una vida dura. Su hirsuto cabello era ralo y gris, y unas gafas con montura metálica acentuaban unos ojos que siempre ofrecían una mirada de profunda preocupación. Aunque sólo tenía sesenta y dos años, era el arzobispo de Nairobi, el más importante de los cardenales africanos. No era un obispo nominal al que le había sido concedida una diócesis honorífica, sino un prelado trabajador que gobernaba activamente a la población católica más numerosa del África subsahariana.

Su implicación con dicha diócesis cambió cuando Clemente XV lo hizo ir a Roma para que supervisara la Congregación para la Educación Católica. Desde ese momento Ngovi también se comprometió con todos los aspectos de la educación católica, trabajando codo con codo junto a obispos y sacerdotes, esforzándose con celo para asegurar que colegios, universidades y seminarios católicos se ajustaran a los preceptos de la Santa Sede. En décadas pasadas aquél había sido un cargo polémico, que molestaba fuera de Italia, pero el espíritu de renovación del Vaticano II cambió esa hostilidad, igual que hombres como Maurice Ngovi, que consiguió suavizar la tensión.

Su ética del trabajo y su personalidad servicial eran dos de los motivos por los que Clemente había nombrado a Ngovi. Otro era el deseo de que el brillante cardenal fuera conocido y reconocido. Seis meses atrás Clemente había añadido otro título, camarlengo, lo cual significaba que Ngovi administraría la Santa Sede cuando Clemente falleciera, durante las dos semanas previas a la elección canónica. Era un cargo provisional, ceremonial principalmente, y sin embargo importante, ya que aseguraba que Ngovi sería una figura determinante en el próximo cónclave.

Michener y Clemente habían hablado en varias ocasiones de quién sería el siguiente papa. El hombre ideal, si es que la historia enseñaba algo, sería alguien no conflictivo, políglota, con experiencia en la curia, a ser posible el arzobispo de una nación que no fuera una potencia mundial. Al cabo de tres fructíferos años en Roma, Maurice Ngovi poseía todos esos rasgos, y los cardenales del Tercer Mundo no dejaban de plantear una y otra vez la misma pregunta: ¿Para cuándo un papa de color?

Michener se aproximó a la Riserva. Dentro Clemente XV estaba plantado delante de una antigua caja fuerte que en su día conoció el saqueo de Napoleón. Las dobles puertas de hierro se hallaban abiertas, dejando al descubierto gavetas y estantes broncíneos. Clemente había abierto uno de los cajones. Se veía una caja de madera. El Papa sostenía un papel en sus temblorosas manos. Michener sabía que el texto original de la hermana Lucía seguía en esa caja de madera, pero también que allí había otra hoja de papel, una traducción al italiano del mensaje, redactado en portugués, hecha cuando Juan XXIII leyó las palabras por vez primera, en 1959. El sacerdote que llevó a cabo esa tarea era un joven miembro de la secretaría de Estado.

El padre Andrej Tibor.

Michener había leído diarios de eclesiásticos de la curia que se encontraban clasificados en el archivo y revelaban que el padre Tibor le había entregado la traducción en mano al papa Juan XXIII, el cual leyó el mensaje y, a continuación, ordenó que sellaran la caja de madera junto con la traducción.

Ahora Clemente XV quería dar con el padre Andrej Tibor.

– Esto es inquietante -musitó Michener.

El cardenal Ngovi se encontraba cerca, pero no dijo nada. En su lugar, el africano lo agarró por el brazo y lo llevó hasta una fila de estanterías. Ngovi era uno de los pocos en el Vaticano en los que él y Clemente confiaban sin reserva.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó a Ngovi.

– Me llamaron.

– Creí que Clemente pasaría la velada en el North American College -dijo el otro entre susurros.

– Y así iba a ser, pero se marchó de repente. Me llamó hace una hora y me dijo que me reuniera con él aquí.

– Ésta es la tercera vez en dos semanas que viene. Seguro que todos se están dando cuenta.

Ngovi asintió.

– Gracias a Dios la caja fuerte contiene muchas cosas. Es difícil saber a ciencia cierta qué hace.

– Me preocupa esto, Maurice. Está obrando de forma extraña.

El camarlengo sólo rompía el protocolo en privado y utilizaba los nombres de pila.

– Cierto. Rehúye mis preguntas con acertijos.

– Me he pasado el último mes estudiando todas las apariciones marianas que han sido investigadas. He leído informe tras informe de testigos y visionarios. Nunca pensé que hubiera tantas visitas del cielo. Quiere saber los detalles de cada una de ellas, además de las palabras que la Virgen pronunció. Pero se niega a decirme por qué. Lo único que hace es volver aquí de nuevo. -Meneó la cabeza-. Valendrea no tardará en enterarse.

– Él y Ambrosi no están en el Vaticano esta noche.

– Da igual. Lo averiguará. A veces me pregunto si todo el mundo lo informa.

El chasquido de una tapa al cerrarse resonó en la Riserva, seguido del sonido metálico de una puerta. Al poco apareció Clemente.

– Hay que encontrar al padre Tibor.

Michener dio un paso adelante.

– El Registro Civil me ha facilitado su paradero exacto en Rumanía.

– ¿Cuándo te marchas?

– Mañana por la noche o a la mañana siguiente, dependiendo de los vuelos.

– Quiero que este viaje quede entre nosotros tres. Son unas vacaciones. ¿Comprendido?

Michener asintió. La voz de Clemente no pasaba de un susurro, y Michener sintió curiosidad.

– ¿Por qué hablamos tan bajo?

– No sabía que lo hiciéramos.

Michener percibió irritación, como si se supusiera que no debía señalar semejante hecho.

– Colin, tú y Maurice sois los únicos en quienes confío incondicionalmente. Mi querido amigo el cardenal no puede ir al extranjero sin llamar la atención, pues ahora es demasiado famoso, demasiado importante, así que tú eres el único que puede llevar a cabo este cometido.

Michener apuntó a la Riserva.

– ¿Por qué siempre está viniendo aquí?

– Las palabras me atraen.

– Su Santidad Juan Pablo II reveló el tercer mensaje de Fátima al mundo al comienzo del nuevo milenio -dijo Ngovi-. Antes fue analizado por un comité de sacerdotes y estudiosos, entre los cuales estaba yo. El texto fue fotografiado y publicado en todo el mundo.

Clemente no respondió.

– Tal vez consultar a los cardenales pudiera ayudar a resolver el problema de que se trate -sugirió Ngovi.

– A quienes más temo es a los cardenales.

– Y ¿qué espera averiguar de un anciano de Rumanía? -preguntó Michener.

– Me envió algo que requiere mi atención.

– No recuerdo haber visto nada suyo -contestó Michener.

– Vino en la valija diplomática: un sobre cerrado procedente del nuncio en Bucarest. El remitente afirmó haberle traducido el mensaje de la Virgen al papa Juan.

– ¿Cuándo? -inquirió Michener.

– Hace tres meses.

Michener reparó en que coincidía con la época en que Clemente empezó a visitar la Riserva.

– Ahora sé que decía la verdad, así que no deseo que el nuncio se vea implicado. Necesito que vayas a Rumanía a juzgar por ti mismo al padre Tibor. Tu opinión es importante para mí.

– Santo Padre…

Clemente levantó la mano.

– No tengo la intención de ser interrogado más a este respecto. -La declaración estaba teñida de ira, una emoción poco común en Clemente.

– De acuerdo -replicó Michener-. Encontraré al padre Tibor, Su Santidad. Puede estar seguro de ello.

Clemente miró la Riserva.

– Mis predecesores estaban tan equivocados…

– ¿En qué sentido, Jakob? -preguntó Ngovi.

Clemente se volvió, tenía los ojos ausentes y tristes.

– En todos los sentidos, Maurice.

8

21:45


Valendrea estaba disfrutando de la noche. Él y el padre Ambrosi habían abandonado el Vaticano hacía dos horas y habían ido en un coche oficial a La Marcello, uno de sus restaurantes preferidos. Su corazón de ternera con alcachofas era, sin lugar a dudas, el mejor de Roma. La ribollita, una sopa toscana a base de alubias, verduras y pan, le recordaba la infancia, y el sorbete de limón con una decadente salsa de mandarina bastaba para garantizar la vuelta de cualquier cliente. Él cenaba allí desde hacía años, en su mesa de siempre, hacia el fondo. El propietario sabía cuál era su vino favorito y de su necesidad de absoluta privacidad.

– Bonita noche -comentó Ambrosi.

El sacerdote de menor edad miraba a Valendrea en el asiento de atrás de un gran Mercedes cupé que había llevado a numerosos diplomáticos por la Ciudad Eterna, incluso al presidente de Estados Unidos, que había acudido el otoño pasado. El habitáculo trasero se hallaba separado del conductor por un cristal esmerilado, todas las ventanillas estaban tintadas y blindadas; y los flancos y la carrocería, revestidos de acero.

– Sí que lo es. -Le daba chupadas a un cigarrillo, disfrutando de la relajante sensación que le producía la entrada de la nicotina en el torrente sanguíneo tras una comida satisfactoria-. ¿Qué sabemos del padre Tibor?

Se había aficionado a hablar en primera persona de plural, una práctica que esperaba que le resultaría útil en años venideros: los papas habían hablado así durante siglos. Juan Pablo II fue el primero en perder la costumbre, y Clemente XV había decretado oficialmente su abolición. Pero si el Papa actual estaba resuelto a deshacerse de todas las tradiciones, Valendrea estaba resuelto a resucitarlas.

Durante la cena no le había preguntado a Ambrosi nada del tema que tanto le preocupaba, fiel a su norma de no discutir asuntos del Vaticano fuera del mismo. Había visto caer a demasiados hombres por irse de la lengua, una caída a la que él había contribuido en algunos casos. Pero su coche era como una prolongación del Vaticano, y Ambrosi se cercioraba a diario de que no hubiera micrófonos.

El reproductor de CD dejaba escapar una suave melodía de Chopin. La música lo relajaba, pero también enmascaraba las conversaciones en caso de que existiera algún interceptor móvil.

– Se llama Andrej Tibor -repuso Ambrosi-. Trabajó en el Vaticano entre 1959 y 1967. Después fue un sacerdote ordinario al servicio de numerosas parroquias, hasta que se jubiló hace dos décadas. En la actualidad vive en Rumanía y recibe una pensión mensual en un cheque que cobra con regularidad.

Valendrea saboreó una profunda calada del cigarrillo.

– De modo que la pregunta es ¿qué quiere Clemente de ese sacerdote anciano?

– Seguro que tiene que ver con Fátima.

Acababan de dar la vuelta a la via Milazzo y bajaban a toda velocidad por la via dei Fori Imperiali, en dirección al Coliseo. Le encantaba cómo se aferraba Roma a su pasado. No le costaba imaginar a emperadores y papas disfrutando de la satisfacción de saber que podían dominar aquella maravilla. Algún día también él saborearía esa sensación. Jamás estaría satisfecho con el birrete púrpura de cardenal: quería lucir el camauro, el tocado reservado a los papas. Clemente había rechazado ese sombrero anticuado porque lo consideraba anacrónico, pero el casquete de terciopelo rojo ribeteado de piel blanca constituiría un signo más del regreso del pontificado imperial. Los católicos de Occidente y del Tercer Mundo dejarían de poder cuestionar el dogma latino. A la Iglesia había llegado a preocuparle más complacer al mundo que defender su fe. El islamismo, el hinduismo, el budismo e incontables sectas protestantes estaban diezmando las filas de los católicos. Y ello era obra del Diablo. La Iglesia católica, la única verdadera, se encontraba en peligro, pero él sabía lo que necesitaba: una mano firme. Una mano que asegurara la obediencia de los sacerdotes, de la permanencia de sus miembros y de la recuperación de sus ganancias. Una mano que él estaba más que dispuesto a tender.

Sintió un roce en la rodilla y apartó el rostro de la ventana.

– Eminencia, es justo ahí -señaló Ambrosi.

Miró de nuevo por la ventanilla cuando el coche torcía y por delante desfilaba una sucesión de cafés, restaurantes y llamativas discotecas. Se hallaban en una de las calles menores, la via Frattina, con las aceras abarrotadas de juerguistas nocturnos.

– Se hospeda en ese hotel de ahí delante -informó Ambrosi-. Lo sé por la solicitud de credenciales que hay archivada en la oficina de seguridad.

Ambrosi había sido concienzudo, como de costumbre. Valen-drea se estaba arriesgando al ir a ver a Katerina Lew sin previo aviso, pero esperaba que la agitación de la noche y la avanzada hora redujeran al mínimo las miradas curiosas. Había sopesado la manera de establecer contacto. No le apetecía nada subir hasta su habitación, ni tampoco que lo hiciera Ambrosi. Pero entonces vio que no sería necesario.

– Tal vez Dios esté velando por nuestra misión -observó al tiempo que señalaba a una mujer que paseaba por la acera, en dirección a la puerta, cubierta de hiedra, del hotel.

Ambrosi sonrió.

– La oportunidad lo es todo.

Dio orden al conductor de que pasara ante el hotel y se situara a la altura de la mujer. Valendrea pulsó un botón y la ventanilla trasera bajó.

– Señorita Lew. Soy el cardenal Alberto Valendrea. Puede que me recuerde del tribunal, esta mañana.

Ella se detuvo y se plantó frente a la ventanilla. Su cuerpo era ágil y menudo, pero su porte, su forma de plantar los pies y de tomar en consideración la pregunta de Valendrea, su modo de ponerse derecha y arquear el cuello apuntaban a un carácter más fuerte de lo que daba a entender su menudencia. Tenía cierto aire lánguido, como si un príncipe de la Iglesia católica -el secretario de Estado, nada menos- se le acercara todos los días. Pero Valendrea también notó otra cosa: ambición, y ello lo relajó en el acto. Era posible que aquello resultara mucho más fácil de lo que pensó en un primer momento.

– ¿Podríamos charlar un instante? ¿Aquí, en el coche?

Ella le dedicó una sonrisa.

– ¿Cómo rehusar tan gentil petición viniendo del secretario de Estado del Vaticano?

El aludido abrió la portezuela y se hizo a un lado en el asiento de cuero para dejarle sitio. Ella subió, desabrochándose el chaquetón de borrego, y Ambrosi cerró la puerta. Valendrea advirtió que se le subía la falda al sentarse.

El Mercedes avanzó lentamente y paró más abajo, en una callejuela. La muchedumbre quedaba atrás. El conductor salió y caminó hasta el final de la calle, donde, como sabía Valendrea, se aseguraría de que no entraran más coches.

– Éste es el padre Paolo Ambrosi, mi primer asistente.

Katerina estrechó la mano que le tendía Ambrosi, y Valendrea se percató de que Ambrosi dulcificó la mirada, lo cual bastó para infundir serenidad a la mujer. Paolo sabía cómo manejar una situación.

– Hemos de hablar con usted de un importante asunto con el que esperamos que tal vez pueda ayudarnos -dijo Valendrea.

– No acierto a comprender cómo podría ayudar yo a alguien de su talla, Eminencia.

– Asistió a la audiencia en el tribunal esta mañana. ¿Acaso solicitó su presencia el padre Kealy?

– Así que ¿se trata de eso? ¿Le preocupa la mala prensa que pueda suscitar lo sucedido?

Valendrea fingió modestia.

– Con todos los reporteros que estaban presentes, le aseguro que esto no tiene nada que ver con la mala prensa. El destino del Padre Kealy está decidido, como sin duda usted, él y toda la prensa saben. Esto es algo mucho más importante que un hereje.

– ¿Lo que está a punto de decirme es oficial?

Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

– Siempre la periodista. No, señorita Lew, nada de esto es oficial. ¿Aún está interesada?

Esperó mientras ella sopesaba en silencio sus opciones. Ése era el momento en que la ambición debía imponerse al buen juicio.

– De acuerdo -repuso-. Extraoficialmente. Adelante.

Valendrea estaba encantado. Por ahora la cosa iba bien.

– Se trata de Colin Michener.

Los ojos de ella reflejaron sorpresa.

– Sí, estoy al tanto de su relación con el secretario del Papa. Un asunto bastante serio para un sacerdote, sobre todo para un sacerdote de su importancia.

– Eso fue hace mucho.

En sus palabras había cierto tono de negación. Quizás ahora, pensó él, ella cayera en la cuenta de por qué él se mostraba tan dispuesto a creerse lo del «extraoficialmente»: aquello tenía que ver con ella, no con él.

– Paolo presenció su encuentro con Michener esta tarde en la plaza. Fue todo menos cordial. «Cabrón» creo que fue lo que le llamó.

Ella miró de reojo al acólito.

– No recuerdo haberlo visto allí.

– La plaza de San Pedro es grande -respondió Ambrosi.

– Puede que esté pensando en cómo pudo oírla -continuó Valendrea-. Apenas fue un susurro. Paolo sabe leer los labios, un don que resulta muy útil, ¿no cree? -Ella parecía no saber qué decir, de modo que Valendrea la dejó un instante antes de añadir-: Señorita Lew, no quiero parecer amenazador. Lo cierto es que el padre Michener está a punto de embarcarse en un viaje en nombre del Papa, y necesito que me ayude a ese respecto.

– ¿Qué podría hacer yo?

– Alguien ha de controlar adonde va y qué hace, y usted sería la persona ideal.

– Y ¿por qué iba a hacerlo?

– Porque hubo un tiempo en que él le importaba. Quizás incluso lo amase usted. Puede que aún lo ame. Muchos sacerdotes como el padre Michener han conocido mujeres, es la vergüenza de los tiempos que corren: hombres a los que no les preocupa en absoluto el voto que hicieron a Dios. -Se detuvo un instante-. Ni los sentimientos de las mujeres a las que podían herir. Tengo la sensación de que no le gustaría que el padre Michener sufriera ningún daño. -Dejó que las palabras hicieran mella en ella-. Creemos que se está planteando un problema, un problema que podría hacerle mucho daño. No físico, ya me entiende, pero sí un daño que podría afectar a su permanencia en la Iglesia, poner en peligro su carrera, tal vez. Yo intento que eso no ocurra. Si le encargara este cometido a alguien del Vaticano, se sabría en cuestión de horas, y la misión fracasaría. Me agrada el padre Michener, y no me gustaría ver truncada su carrera. Necesito la confidencialidad que usted puede proporcionarme para protegerlo.

Ella señaló a Ambrosi.

– ¿Por qué no envía al padre?

A Valendrea le impresionaron sus agallas.

– El padre Ambrosi es demasiado conocido para hacerse cargo. Por suerte, la misión que le ha sido encomendada al padre Michener le llevará a Rumanía, un lugar que usted conoce bien. Podría plantarse allí sin que él le hiciera demasiadas preguntas. Eso suponiendo que se percatara de su presencia.

– Y ¿cuál es el propósito de esta visita a mi país natal?

Él desechó la pregunta con la mano.

– Eso no haría sino empañar su informe. Usted limítese a observar. De ese modo no nos arriesgamos a influir en sus observaciones.

– En otras palabras, que no me lo va a decir.

– Exactamente.

– Y ¿qué gano yo haciéndole este favor?

Valendrea soltó una risita mientras sacaba un cigarro de un compartimento lateral de la puerta.

– Por desgracia, Clemente XV no durará mucho. Está al caer un cónclave, y cuando eso ocurra, le aseguro que tendrá usted un amigo que le proporcionará información más que suficiente para que sus artículos cobren importancia en los círculos periodísticos. Tal vez la suficiente como para que vuelva a trabajar con esos editores que la dejaron marchar.

– ¿Se supone que ha de impresionarme que sepa cosas sobre mí?

– No intento impresionarla, señorita Lew, tan sólo asegurarme su ayuda a cambio de algo por lo que cualquier periodista moriría.

Se encendió el cigarro y saboreó una calada. Ni siquiera se molestó en bajar la ventanilla antes de exhalar una densa bocanada de humo.

– Esto ha de ser importante para usted -afirmó ella.

Valendrea reparó en que la frase no era importante para la Iglesia, sino importante para usted. Decidió añadir un ápice de verdad.

– Lo bastante como para venir a las calles de Roma. Le garantizo que mantendré mi parte del trato. El próximo cónclave será muy importante, y usted contará con una fuente de información fidedigna y de primera mano.

Parecía que ella seguía dudando. Tal vez pensara que Colin Michener sería esa fuente sin nombre del Vaticano que ella podría citar para dar validez a los artículos que difundiera. Pero tenía ante sí otra oportunidad, una oferta lucrativa. Y todo a cambio de una sencilla tarea. El cardenal no le estaba pidiendo que robara, mintiera o engañara, sino tan sólo que volviera a casa para vigilar a un antiguo novio unos días.

– Deje que lo piense -contestó.

Él dio otra profunda calada al cigarro.

– Yo en su lugar no tardaría demasiado. Esto irá deprisa. La llamaré a su hotel mañana, digamos a las dos, para que me dé una respuesta.

– Suponiendo que dijera que sí, ¿cómo le informaré sobre lo que descubra?

Valendrea señaló a Ambrosi.

– Mi asistente se pondrá en contacto con usted. Jamás intente llamarme, ¿entendido? Él dará con usted.

Ambrosi entrelazó las manos, y Valendrea le permitió saborear el momento. Quería que Katerina Lew supiera que no le convenía enfrentarse a aquel sacerdote, y la rigidez de Ambrosi transmitía ese mensaje. Siempre le había gustado esa cualidad de Paolo: tan reservado en público, tan intenso en privado.

Valendrea metió la mano debajo del asiento y sacó un sobre que entregó a su invitada.

– Diez mil euros para los billetes de avión, los hoteles o lo que haga falta. Si decide ayudarme, no espero que sea usted quien se financie esta aventura. Si dice que no, quédese el dinero por las molestias.

Estiró un brazo y le abrió la portezuela.

– Ha sido un placer charlar con usted, señorita Lew.

Ella bajó del coche con el sobre en la mano, y Valendrea clavó la mirada en la noche y dijo:

– Su hotel está saliendo del callejón a la izquierda, en la calle principal. Que pase una buena noche.

Ella echó a andar sin decir nada, y Valendrea cerró la puerta y musitó:

– Qué predecible. Quiere hacernos esperar, pero estoy seguro de que lo hará.

– Casi ha sido demasiado fácil -observó Ambrosi.

– Precisamente por eso te quiero en Rumanía. Ella será quien vigile, y será más fácil de seguir que Michener. He acordado con uno de nuestros benefactores que ponga a nuestra disposición un jet privado. Saldrás por la mañana. Dado que sabemos adonde se dirige Michener, ve tú primero a esperar. Debería llegar antes de mañana por la noche, al día siguiente a lo sumo. No dejes que te vea, pero no pierdas de vista a la mujer y asegúrate de que entiende que queremos sacarle partido a nuestra inversión.

Ambrosi asintió.

El conductor volvió y se situó tras el volante. Ambrosi dio unos golpecitos en la mampara, y el coche regresó marcha atrás a la calle principal.

Valendrea dejó a un lado el trabajo.

– Ahora que ha terminado toda esta intriga, ¿qué te parece un coñac y algo de Chaikovski antes de acostarnos? ¿Te apetece, Paolo?

9

23:50


Katerina se separó del padre Tom Kealy y se relajó. Él la estaba esperando cuando ella subió a contarle su inesperado encuentro con el cardenal Valendrea.

– No ha estado mal, Katerina -aprobó Kealy-. Como de costumbre.

Ella escrutó el perfil de Kealy, iluminado por un resplandor ambarino que se colaba por las cortinas, echadas sólo en parte.

– Me quitan el collarín por la mañana y me montan por la noche. Y encima me lo hace una mujer hermosa.

– Digamos que para quitarle hierro al asunto.

Él soltó una risita.

– Podría decirse así.

Kealy sabía lo de su relación con Colin Michener. A decir verdad le había venido bien sincerar su alma con alguien que, a su juicio, la entendería. Fue ella quien estableció contacto entrando en la parroquia de Virginia de Kealy para pedirle una entrevista. Se encontraba en Estados Unidos trabajando por libre para unas publicaciones interesadas en opiniones religiosas radicales. Había ganado algún dinero, lo bastante para cubrir los gastos, pero creía que la historia de Kealy podía ser su pasaporte a algo mayor.

Aquél era un sacerdote en guerra con Roma por un asunto que tocaba la fibra sensible de los católicos occidentales. La Iglesia norteamericana trataba desesperadamente de retener a sus miembros: los escándalos de los sacerdotes pedófilos habían socavado la reputación de la Iglesia, y la displicente respuesta de Roma no había hecho sino complicar una situación de por sí delicada. Las amonestaciones en contra del celibato, la homosexualidad y los anticonceptivos sólo aumentaban la desilusión popular.

Kealy la invitó a cenar el primer día, y ella no tardó en meterse en su cama. Discutir con él era un placer, tanto física como mentalmente. Su relación con la mujer que había armado todo el jaleo había terminado hacía un año: ella se había hartado de tanta atención y no deseaba ser el centro de una supuesta revolución religiosa. Katerina no había ocupado su lugar, había preferido permanecer en segundo plano, pero había grabado horas de entrevistas que, esperaba, constituirían una excelente base para un libro. En un principio se titulaba Contra el celibato sacerdotal, y atacaría una idea que Kealy afirmaba era tan útil a la Iglesia «como las tetas en un cerdo macho». El ataque final de la Iglesia, la excomunión de Kealy, sería la base de la promoción. Un sacerdote apartado del sacerdocio por mostrar su desacuerdo con Roma expone argumentos a favor del clero moderno. Estaba claro que la idea no era nueva, pero Kealy ofrecía una voz novedosa, audaz, campechana. La CNN incluso hablaba de contratarlo como comentarista para el próximo cónclave, alguien con información privilegiada capaz de replicar a las habituales opiniones conservadoras que solían escucharse cuando se elegía papa. Mirándolo bien, su relación había sido mutuamente beneficiosa, pero eso era antes de que la abordara el secretario de Estado del Vaticano.

– ¿Qué sabes de Valendrea? ¿Qué opinas de su oferta? -preguntó ella.

– Es un imbécil pretencioso que bien podría ser el próximo Papa.

Katerina había oído esa misma predicción de boca de otros, lo cual hacía más interesante el ofrecimiento del cardenal.

– Le interesa lo que quiera que sea que esté haciendo Colin.

Kealy se puso de lado para mirarla a la cara.

– Debo admitir que también yo estoy interesado. ¿Qué se le habrá perdido al secretario del Papa en Rumanía?

– Qué puede haber allí de interés, ¿no?

– ¿Estamos susceptibles, eh?

Aunque nunca se había considerado patriota, era rumana y se sentía orgullosa de serlo. Sus padres habían huido del país siendo ella adolescente, pero más tarde había vuelto para ayudar a derrocar al déspota de Ceausescu. Se encontraba en Bucarest cuando el dictador pronunció su último discurso ante el edificio del comité central. Se suponía que era un acontecimiento organizado para manifestar el respaldo de los trabajadores al gobierno comunista, pero terminó en alborotos. Ella aún oía los gritos cuando estalló el caos y la policía intervino con armas mientras los altavoces vomitaban aplausos y vítores grabados.

– Sé que puede que te cueste creerlo -comentó ella-, pero la verdadera sublevación no es maquillarse para las cámaras ni colgar palabras provocadoras en Internet, ni siquiera acostarse con una mujer. Una revolución significa derramamiento de sangre.

– Los tiempos han cambiado, Katerina.

– No te será tan fácil cambiar la Iglesia.

– ¿No has visto allí hoy todos esos medios de comunicación? Esa audiencia tendrá repercusión mundial. La gente se opondrá a mi excomunión.

– ¿Y si a nadie le importa?

– Recibimos más de veinte mil visitas al día en el sitio web, lo cual es mucha atención. Las palabras pueden tener un efecto poderoso.

– Igual que las balas. Murieron muchos rumanos para que pudieran pegarles un tiro a un dictador y a la zorra de su mujer.

– Si te lo hubiesen pedido, habrías apretado el gatillo, ¿no?

– Sin vacilar. Destrozaron mi país. Pasión, Tom. Eso es lo que incita a la revuelta. Una pasión honda, imperecedera.

– Entonces ¿qué piensas hacer con Valendrea?

Ella suspiró.

– No tengo elección: he de hacerlo.

Kealy se rió.

– Siempre hay elección. Deja que adivine, puede que esto te dé otra oportunidad con Colin Michener.

Ella se había dado cuenta de que le había contado demasiadas cosas de sí misma a Tom Kealy. Él le aseguró que jamás diría nada, pero a Katerina le preocupaba. De acuerdo, el desliz de Michener había sucedido hacía mucho, pero una palabra al respecto, ya fuera cierta o falsa, le costaría a él su carrera. Ella jamás admitiría públicamente nada, por mucho que odiara la decisión que había tomado Michener.

Permaneció sentada en silencio unos minutos, mirando al techo. Valendrea había mencionado que había surgido un problema que podía perjudicar la carrera de Michener, así que si ella podía ayudar a Michener y ayudarse a ella misma a un tiempo, ¿por qué no?

– Iré.

– Te estás metiendo en un nido de víboras -contestó Kealy en tono amistoso-. Pero creo que eres perfectamente capaz de luchar con ese demonio. Y deja que te diga que Valendrea lo es. Es un cabrón ambicioso.

– Al que tú eres perfectamente capaz de identificar. -No pudo evitar soltarlo.

La mano de él se posó en la pierna desnuda de Katerina.

– Tal vez. Uno más de mis múltiples talentos.

Su arrogancia era pasmosa. Nada parecía desconcertarlo: ni la audiencia de por la mañana ante aquellos prelados de rostro adusto ni la perspectiva de perder el alzacuello. Quizá fuera su osadía lo que la atrajo en un principio. Pese a todo, Kealy se estaba volviendo aburrido. Ella se preguntaba si alguna vez le había importado ser sacerdote. Si algo tenía de bueno Michener era que su devoción religiosa era admirable. Tom Kealy sólo era leal al momento. Pero ¿quién era ella para juzgarlo? Se había pegado a él por motivos egoístas, unos motivos que sin duda él conocía y explotaba. Pero todo ello podía cambiar ahora. Acababa de hablar con el secretario de Estado de la Santa Sede, un hombre que la había buscado para que llevara a cabo un cometido que podía reportarle muchos más beneficios. Y sí, tal y como había dicho Valendrea, puede que bastara para que ella volviera a trabajar con los editores que la habían dejado marchar.

Sintió un extraño hormigueo.

Los inesperados acontecimientos de la velada estaban ejerciendo en ella el mismo efecto que un afrodisíaco. Por su mente desfilaron deliciosas posibilidades relativas a su futuro, y esas posibilidades hacían que el sexo del que acababa de disfrutar pareciera mucho más satisfactorio de lo que el acto en sí garantizaba… y la atención que ahora exigía ella, tanto más tentadora.

10

Turín, Italia

Jueves, 9 de noviembre


10:30


Michener miró por la ventanilla del helicóptero la ciudad que se extendía a sus pies. Turín se hallaba envuelta en un tenue manto mientras un vivo sol matutino pugnaba por disipar la neblina. Más allá estaba el Piamonte, esa región italiana arrimada a Francia y Suiza, una llanura de tierras bajas rodeada por cumbres alpinas, glaciares y el mar.

Clemente iba sentado a su lado; enfrente, dos hombres del servicio de seguridad. El Papa había ido al norte a bendecir la Sábana Santa de Turín antes de que la reliquia volviera a su encierro. Tan particular visita había dado comienzo justo después de Pascua, y Clemente debería haber estado allí cuando fue descubierta, sin embargo se había dado prioridad a un viaje a España programado anteriormente. De manera que se resolvió que acudiría a la clausura de la exhibición, donde se sumaría a su veneración tal y como habían hecho los papas durante siglos.

El helicóptero se ladeó hacia la izquierda e inició un lento descenso. Debajo, la via Roma estaba repleta de tráfico, la piazza San Carlo igualmente congestionada. Turín era un centro industrial, fabricante de vehículos principalmente, una ciudad empresarial a la manera europea, no como muchas otras que Michener conociera en su infancia en el sur de Georgia, donde predominaban las papeleras.

Vieron el duomo San Giovanni, sus altas agujas enredadas en la niebla. La catedral, dedicada a san Juan Bautista, llevaba allí desde el siglo XV, pero el Santo Sudario no se instaló en ella hasta el XVII.

Los patines del helicóptero rozaron el húmedo pavimento.

Michener se desabrochó el cinturón de seguridad cuando cesó el gemido de los rotores. Los guardaespaldas no abrieron la portezuela hasta que las aspas no estuvieron completamente inmóviles.

– ¿Vamos? -dijo Clemente.

El Papa no había hablado mucho durante el trayecto desde Roma. Clemente podía ser así cuando viajaba, y Michener era consciente de las rarezas del anciano.

Michener salió a la plaza seguido de Clemente. Una multitud rodeaba el perímetro. El aire era fresco, pero Clemente había insistido en no llevar chaqueta. Verlo con su sotana blanca, el pectoral en el pecho, causaba gran impresión. Y el fotógrafo del Papa comenzó a sacar instantáneas para repartir entre la prensa al final de la jornada. El pontífice saludó y el gentío le devolvió la gentileza.

– No deberíamos entretenernos -le susurró Michener a Clemente.

La seguridad del Vaticano había hecho hincapié en que la plaza no era segura. Aquello sería cosa de entrar y salir, como decían los equipos de seguridad, ya que la catedral y la capilla eran los únicos lugares que habían peinado en busca de explosivos y estaban controlados desde el día anterior. Dado que esa visita había recibido mucha cobertura de prensa y había sido organizada hacía tiempo, cuanto menos permanecieran al aire libre, mejor.

– Sólo un momento -aseguró Clemente mientras seguía saludando-. Han venido a ver a su pontífice, dejemos que lo hagan.

Los papas siempre habían viajado por la península Itálica con libertad, una ventaja de la que disfrutaban los italianos a cambio de sus dos mil años de comunión con la madre Iglesia, de modo que Clemente se tomó un instante para saludar a la multitud.

Finalmente el Papa entró en el pórtico de la catedral. Michener iba en pos, rezagándose adrede para que el clero tuviera la oportunidad de fotografiarse con el Santo Padre.

El cardenal Gustavo Bartolo aguardaba dentro. Lucía una sotana de seda púrpura con una faja a juego que indicaba su elevada categoría dentro del colegio cardenalicio. Era un hombre de cabello blanco y deslustrado y barba poblada. Michener solía preguntarse si el aspecto de profeta bíblico era intencionado, ya que Bartolo no tenía reputación de brillantez intelectual ni de iluminación espiritual, sino más bien de fiel recadero. Había sido nombrado obispo de Turín por el predecesor de Clemente y ascendido al Sacro Colegio, el cual lo designó prefecto de la Sábana Santa.

Clemente no había revocado dicho nombramiento aun a sabiendas de que Bartolo era uno de los más íntimos colaboradores de Alberto Valendrea. El voto de Bartolo en el próximo cónclave estaba perfectamente claro, de manera que a Michener le divirtió que el Papa fuera directo al cardenal y le tendiera la mano derecha. Bartolo pareció percatarse en el acto de lo que dictaba el protocolo y, con sacerdotes y monjas observando, no tuvo más remedio que aceptar la mano, arrodillarse y besar el sello papal. Por lo común, Clemente prescindía de dicho gesto. En situaciones similares, a puerta cerrada y entre representantes de la Iglesia, solía bastar con un apretón de manos. La insistencia del Papa en el estricto protocolo era un mensaje que el cardenal captó, ya que Michener percibió una momentánea mirada de irritación que el viejo clérigo trataba de reprimir con todas sus fuerzas.

A Clemente no pareció preocuparle la incomodidad de Bartolo y se puso en el acto a intercambiar cortesías con los presentes. Tras unos minutos de conversación trivial, Clemente bendijo a la veintena de personas que había alrededor y a continuación encabezó el séquito y entró en la catedral.

Michener se quedó atrás y dejó que la ceremonia transcurriera sin él. Su tarea era permanecer cerca, siempre dispuesto a echar una mano, no participar en los actos. Se dio cuenta de que uno de los sacerdotes también esperaba. Sabía que aquel clérigo bajo y algo calvo era el asistente de Bartolo.

– ¿Se quedará el Santo Padre a almorzar? -preguntó el sacerdote en italiano.

A Michener no le agradó la brusquedad de su tono: era respetuoso, pero transmitía un dejo de irritación. Estaba claro que la lealtad del sacerdote no era para con el anciano Papa, y tampoco sentía la necesidad de ocultar su animosidad ante un monseñor norteamericano que sin duda se quedaría sin empleo cuando muriera el actual vicario de Cristo. Aquel hombre imaginaba lo que su prelado podía hacer por él, igual que Michener hacía dos décadas, cuando un obispo alemán le tomó simpatía a un tímido seminarista.

– El Papa se quedará a almorzar, siempre y cuando todo salga según lo previsto. La verdad es que vamos algo adelantados. ¿Recibió la información sobre el menú?

Un leve asentimiento de cabeza.

– Es como lo han solicitado.

A Clemente no le hacía gracia la cocina italiana, un hecho que el Vaticano procuraba que no se supiera. Según la versión oficial, los hábitos alimentarios del Papa eran algo personal que no tenía nada que ver con sus obligaciones.

– ¿Vamos adentro? -preguntó Michener.

Últimamente se notaba poco predispuesto a bromear con la política de la Iglesia, pues había caído en la cuenta de que la disminución de su influencia era directamente proporcional a la salud de Clemente.

Entró en la catedral y el irritante sacerdote fue tras él. Al parecer era su guardián.

Clemente se encontraba en la intersección de la nave, donde había una vitrina rectangular colgada del techo. En su interior, alumbrada por luz indirecta, había una tela pálida de color hueso de unos cuatro metros de largo. Impresionada sobre ella se veía la imagen desvaída de un hombre tumbado, las mitades frontal y dorsal unidas en la cabeza, como si hubieran depositado un cuerpo encima y a continuación lo hubiesen cubierto. Tenía barba y un cabello enmarañado que le llegaba por los hombros, las manos cruzadas con modestia sobre las partes pudendas. Se distinguían heridas en la cabeza y la muñeca; en el pecho, tajos; marcas de latigazos en la espalda.

Que la imagen fuera o no la de Cristo era cuestión únicamente de fe. A Michener, en concreto, le costaba aceptar que un pedazo de tela pudiera permanecer intacto dos mil años, y asemejaba la reliquia a lo que había leído con tanta intensidad los últimos dos meses sobre las apariciones marianas. Había estudiado los relatos de todos los supuestos visionarios que afirmaban haber presenciado una visita de los cielos. Los investigadores pontificios opinaban que la mayoría era un error o una alucinación o la manifestación de problemas psicológicos, algunas eran sencillamente un engaño; pero había alrededor de una veintena de incidentes que, por mucho que lo intentaran, los investigadores no habían podido desacreditar. Al final, la única forma de racionalizarlos era atribuyéndolos a una aparición terrenal de la Madre de Dios. Ésas eran las apariciones «merecedoras de crédito».

Como Fátima.

Pero, de forma similar al sudario que pendía ante él, ese «crédito» se reducía a una cuestión de fe.

Clemente estuvo rezando diez minutos ante el sudario, y Michener vio que empezaban a retrasarse, pero nadie se atrevió a interrumpirlo. Los presentes guardaron silencio hasta que el Papa se puso en pie, se santiguó y siguió al cardenal Bartolo hasta una capilla de mármol negro. Éste parecía ansioso por presumir de tan impresionante espacio.

La visita duró casi media hora, prolongada por las preguntas de Clemente y su insistencia en saludar personalmente a todos los congregados en la catedral. La agenda se resentiría, y Michener sintió alivio cuando Clemente por fin guió al séquito hasta un edificio contiguo para almorzar.

El Papa se detuvo antes de llegar al comedor y se volvió hacia Bartolo:

– ¿Hay algún sitio donde pueda hablar un momento con mi secretario?

El cardenal no tardó en señalar un cuarto sin ventanas que al parecer hacía las veces de vestidor. Una vez cerrada la puerta, Clemente se metió la mano en la sotana y sacó un sobre azul celeste. Michener reconoció el papel que el pontífice utilizaba para su correspondencia personal: lo había adquirido él en Roma y se lo había regalado a Clemente las últimas navidades.

– Ésta es la carta que deseo que lleves a Rumanía. Si el padre Tibor no pudiera o no quisiera hacer lo que le pido, destrúyela y regresa a Roma.

Michener cogió el sobre.

– Entendido, Santo Padre.

– El bueno del cardenal Bartolo es bastante servicial, ¿no crees? -Una sonrisa acompañó la pregunta de Clemente.

– Dudo que merezca las trescientas indulgencias que otorga besar el anillo del Papa.

Según una antiquísima tradición, todos aquellos que besaran con devoción el sello papal recibirían indulgencias. Michener solía preguntarse si a los papas medievales que idearon esta recompensa les preocupaba perdonar los pecados o simplemente asegurarse de que los veneraran con el debido celo.

Clemente soltó una risita.

– Supongo que el cardenal necesita algo más que el perdón de trescientos pecados. Es uno de los mayores aliados de Valendrea; incluso podría sustituirlo en la secretaría de Estado si el toscano lograra hacerse con el pontificado. Pero es una idea aterradora: Bartolo apenas merece ser obispo de esta catedral.

Al parecer aquélla era una conversación sincera, de modo que Michener dijo con tranquilidad:

– En el próximo cónclave necesitará a todos sus amigos para impedir que eso ocurra.

Clemente lo pilló al vuelo.

– Quieres la púrpura, ¿no?

– Sabe que sí.

El Papa señaló el sobre.

– Ocúpate de esto por mí.

Michener se planteó si el recado de Rumanía no tendría algo que ver con el nombramiento de cardenal, pero desechó la idea al instante. Ése no era el estilo de Jakob Volkner. Sin embargo el Papa se había mostrado evasivo, y no era la primera vez.

– No va a decirme lo que le preocupa, ¿verdad?

– Créeme, Colin, es mejor que no lo sepas.

– Tal vez pueda ser de ayuda.

– No me has contado qué tal fue la conversación con Katerina Lew. ¿Cómo estaba, después de tantos años?

Otro cambio de tema.

– No hablamos mucho. Y lo que dijimos fue tenso.

Clemente enarcó las cejas con curiosidad.

– ¿Por qué permitiste que pasara eso?

– Es testaruda. Sus opiniones sobre la Iglesia son intransigentes.

– Pero ¿cómo vas a culparla, Colín? Probablemente te amara, pero no pudo hacer nada al respecto. Perder frente a una mujer es una cosa, pero frente a Dios… puede ser difícil de aceptar. Reprimir el amor no es plato de gusto.

A Michener volvió a sorprenderle el interés de Clemente por su vida privada.

– Ahora ya no importa. Ella tiene su vida y yo la mía.

– Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer.

La soledad era un peligro inherente al sacerdocio. Michener había tenido suerte: cuando le faltó Katerina tuvo a Volkner, que lo escuchó y le dio la absolución. Tom Kealy también había caído y por eso iba a sufrir la excomunión. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Clemente simpatizaba con Kealy.

El Papa se dirigió a uno de los percheros y toqueteó las vistosas vestimentas.

– De pequeño, en Bamberg, fui monaguillo. Recuerdo esa época con cariño. Fue después de la guerra, durante la reconstrucción. Por suerte la catedral se salvó, sobre ella no cayó ninguna bomba. Siempre creí que era una buena metáfora. Con todo lo que es capaz de hacer el hombre, la iglesia de nuestra ciudad sobrevivió.

Michener no dijo nada. Seguro que todo aquello tenía algún sentido. ¿Por qué iba a retrasar Clemente a todo el mundo por mantener una conversación que podía esperar?

– Me encantaba esa catedral -continuó Clemente-. Fue parte de mi juventud. Aún oigo al coro cantando. Realmente inspirador. Ojalá pudieran enterrarme allí, pero no es posible, ¿verdad? Los papas han de descansar en San Pedro. Me gustaría saber quién instituyó esa norma.

La voz de Clemente era distante, y Michener se preguntó con quién estaba hablando realmente. Se acercó a él.

– Jakob, dígame qué le pasa.

Clemente soltó la prenda y entrelazó sus temblorosas manos.

– Eres muy ingenuo, Colin. Simplemente no lo entiendes. Ni puedes entenderlo. -Hablaba entre dientes» sin mover apenas la boca. Su voz era apagada, carente de emoción-. ¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad? ¿Acaso no comprendes el grado de ambición de Valendrea? Ese toscano conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos. ¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?

Rara vez desde que se conocían habían intercambiado palabras airadas, pero el Papa lo estaba reprendiendo. Y ¿por qué?

– Nosotros no somos más que hombres, Colín, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia. Ese bobo de Bartolo, esperando ahí fuera, es un buen ejemplo. Su única preocupación es cuándo me voy a morir. Seguro que entonces su sino cambiará, igual que el tuyo.

– Espero que no hable así con todo el mundo.

Clemente cogió con suavidad el pectoral que llevaba colgado en el pecho, un gesto que pareció calmar sus temblores.

– Estoy preocupado por ti, Colin. Eres como un delfín encerrado en un acuario. Durante toda tu vida los cuidadores se han ocupado de que el agua estuviese limpia, de que hubiera bastante comida. Ahora están a punto de devolverte al océano. ¿Serás capaz de sobrevivir?

Le ofendió que Clemente le hablara con aire de superioridad.

– Sé más de lo que cree.

– No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. Ha habido muchos papas como él, codiciosos y engreídos, necios que piensan que el poder es la respuesta a todo. Yo creía que formaban parte del pasado, pero me equivocaba. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? -Clemente sacudió la cabeza-. No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado.

– ¿Por qué me cuenta esto?

– Es necesario. -Clemente se aproximó. Estaban a escasos centímetros el uno del otro, frente a frente-. Alberto Valendrea será la ruina de esta Iglesia, si es que mis predecesores y yo no lo hemos sido antes. No paras de preguntarme qué sucede. No debería preocuparte tanto lo que me atormenta como hacer lo que te pido. ¿Está claro?

La franqueza de Clemente lo dejó desconcertado. Él era monseñor y tenía cuarenta y siete años. Era el secretario del Papa, un sirviente abnegado. ¿Por qué su viejo amigo cuestionaba su lealtad y su capacidad? No obstante decidió no seguir discutiendo.

– Perfectamente, Santo Padre.

– Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros. -Clemente retrocedió y pareció cambiar de humor-. ¿Cuándo te vas a Rumanía?

– Por la mañana.

Clemente asintió y luego introdujo la mano en la sotana y sacó otro sobre azul celeste.

– Estupendo. Y ahora ¿te importaría echarme esto al correo?

Aceptó el sobre y vio que iba dirigido a Irma Rahn. Ella y Clemente eran amigos de la infancia. Irma seguía viviendo en Bamberg, y llevaban años manteniendo correspondencia.

– Yo me encargo.

– Desde aquí.

– ¿Cómo dice?

– Que envíes la carta desde aquí, en Turín. Y en persona, te lo ruego. No delegues en nadie.

El siempre mandaba las cartas del Papa en persona, y jamás había precisado que se lo advirtieran. Pero, de nuevo, decidió no hacer preguntas.

– Por supuesto, Santo Padre. La enviaré desde aquí. Personalmente.

11

Ciudad del Vaticano, 13:15

Valendrea fue directo a la oficina del archivero. El cardenal que se encargaba del Archivio Segreto Vaticano no era uno de sus aliados, pero esperaba que el hombre fuera lo bastante perspicaz como para no enojar a quien pronto podría ser papa. Todos los nombramientos finalizaban con la muerte de un papa, de manera que continuar en el cargo dependía únicamente de la decisión del siguiente vicario de Cristo, y Valendrea sabía de sobra que el actual archivero quería mantener su puesto.

Lo encontró tras su mesa, trabajando. Valendrea entró con tranquilidad en el amplio despacho y cerró las puertas de bronce tras de sí.

El cardenal levantó la cabeza, pero no dijo nada. Tenía casi setenta años, unas mejillas carnosas y una frente ancha y caída. De origen español, llevaba toda su vida clerical en Roma.

El Sacro Colegio se dividía en tres categorías: cardenales obispos, que dirigían las diócesis de Roma; cardenales sacerdotes, que se encargaban de las de fuera de Roma; y cardenales diáconos, que eran miembros de la curia a tiempo completo. El archivero era el decano de los cardenales diáconos y, como tal, tenía el honor de anunciar desde el balcón de San Pedro el nombre del Papa recién elegido. A Valendrea le daba igual tan huero privilegio; lo que hacía que ese hombre fuera importante era la influencia que ejercía sobre un puñado de cardenales diáconos aún vacilantes en lo relativo a su respaldo en el cónclave. Se acercó a la mesa y se percató de que el otro no se levantaba para saludarlo.

– No es para tanto -observó en respuesta a la mirada que le estaba lanzando.

– No estoy tan seguro. Imagino que el pontífice todavía está en Turín.

– ¿Por qué, sí no, me encontraría yo aquí?

El archivero dejó escapar un suspiro.

– Quiero que abra la Riserva y la caja fuerte -ordenó Valendrea.

El anciano finalmente se puso en pie.

– Me temo que no puede ser.

– Eso no sería muy aconsejable. -Esperaba que el archivero captara el mensaje.

– Sus amenazas no pueden revocar una orden directa del Papa. Sólo el Papa puede entrar en la Riserva. Nadie más. Ni siquiera usted.

– No tiene por qué saberlo nadie. No tardaré mucho.

– Mi juramento a este cargo y a la Iglesia significa más para mí de lo que usted supone.

– Escúcheme, anciano. La Iglesia me ha encomendado una misión de extrema importancia, una misión que requiere tomar medidas extraordinarias. -Era mentira, pero sonaba bien.

– Entonces no le importará que el Santo Padre le dé permiso para que pueda entrar. Puedo llamar a Turín.

El momento de la verdad había llegado.

– Tengo una declaración jurada de su sobrina. Me la dio encantada. En ella jura ante el Todopoderoso que usted perdonó el pecado que cometió su hija al abortar. ¿Cómo es posible, Eminencia? Eso es herejía.

– Estoy al tanto de esas declaraciones juradas. Su padre, Ambrosi, fue muy persuasivo con la familia de mi hermana. Absolví a esa mujer porque agonizaba y temía pasar la eternidad en el Infierno. La consolé con la gracia de Dios, como ha de hacer un sacerdote.

– Mi Dios, su Dios, no aprueba el aborto. Es un asesinato. Usted no tenía derecho a perdonarla, un punto en el que estoy seguro de que el Santo Padre no tendría más remedio que mostrarse conforme.

Vio que el anciano se crecía ante el dilema, pero también percibió un temblor en su ojo izquierdo, tal vez el lugar exacto por donde escapaba el miedo.

La bravuconada del cardenal archivero no impresionó a Valendrea. Aquel hombre se había pasado la vida entera pasando papeles de un archivo a otro, haciendo cumplir normas sin sentido, poniendo obstáculos a cualquiera que fuese lo bastante osado como para desafiar la Santa Sede. Seguía a una larga sucesión de scrittori cuya función en la vida consistía en garantizar la seguridad del archivo papal. Una vez se sentaban en un trono negro, su presencia en el archivo servía para advertir de que el permiso para entrar no autorizaba a curiosear. Al igual que sucede en una excavación arqueológica, las revelaciones que encerraban las estanterías sólo se vislumbraban tras ahondar meticulosamente en ellas. Y llevaba su tiempo, bien este que la Iglesia sólo se había mostrado dispuesta a otorgar durante las últimas décadas. Valendrea se dio cuenta de que el único cometido de hombres como el cardenal archivero era proteger a la madre Iglesia incluso de sus príncipes.

– Haga lo que quiera, Alberto. Cuéntele al mundo lo que hice, pero no le voy a permitir que entre en la Riserva. Para hacerlo tendrá que ser papa, y eso está por ver.

Quizás hubiese subestimado al chupatintas. En aquellos cimientos había más ladrillo de lo que parecía. Decidió dejarlo estar. Al menos por el momento. Tal vez necesitara al hombre en los meses venideros.

Se volvió y echó a andar hacia la puerta.

– Esperaré a ser papa para hablar con usted. -Se detuvo y giró la cabeza-. Y ya veremos si es tan leal a mí como lo es a otros.

12

Roma, 16:00

Katerina esperaba en la habitación de su hotel desde poco después de almorzar. El cardenal Valendrea había dicho que llamaría a las dos de la tarde, pero no había cumplido su palabra. Tal vez pensara que diez mil euros bastaban para asegurar que ella esperaría pegada al teléfono. Quizá creyera que su antigua relación con Colin Michener era suficiente incentivo para garantizar que ella haría lo que le pidiera. Pese a todo, no le gustaba el hecho de que al parecer el cardenal se creyera muy listo por haberla calado.

Era cierto que ya casi no le quedaba nada del dinero que había ganado trabajando por libre en Estados Unidos y que estaba harta de darle sablazos a Tom Kealy, el cual parecía disfrutar de su dependencia. A Tom le había ido bien con sus tres libros, y pronto le iría mejor. Le gustaba ser la personalidad religiosa del momento en Estados Unidos. Estaba enviciado con la popularidad, cosa comprensible hasta cierto punto, pero ella conocía facetas de Tom Kealy que sus seguidores jamás veían. Las emociones no podían colgarse en un sitio web ni transmitirse en un mensaje publicitario. Los verdaderos expertos podían expresarlas con palabras, pero Kealy no era buen escritor. Sus tres libros eran obra de un negro, una de esas cosas que sólo ella y su editor conocían y que a Kealy no le gustaría que se supieran. Ese hombre sencillamente no era real, sólo una ilusión que unos cuantos millones de personas, entre ellas él mismo, habían aceptado.

Era tan distinto de Michener…

Detestó su amargura del día anterior. Antes de llegar a Roma se había dicho que, si sus caminos se cruzaban, tendría cuidado con lo que decía. Después de todo había pasado mucho tiempo, ambos habían cambiado. Pero al verlo en el tribunal cayó en la cuenta de que Michener había dejado una marca indeleble en sus emociones, una marca cuya existencia ella temía admitir, una marca que removía el resentimiento como una reacción nuclear.

La noche anterior, mientras Kealy dormía a su lado, ella se había preguntado si el tortuoso camino que había seguido durante los últimos doce años no sería sino un preludio de aquel momento. Su carrera era todo menos un éxito, su vida privada un fracaso, y sin embargo allí estaba, esperando la llamada del segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica para que le diera la oportunidad de engañar a alguien por quien aún sentía un gran afecto.

Antes había hecho algunas preguntas a contactos que tenía en la prensa italiana y había averiguado que Valendrea era un hombre complejo. Había nacido para ser rico, en el seno de una de las familias patricias más antiguas de Italia. En su genealogía había al menos dos papas y cinco cardenales, y tenía tíos y hermanos en la política italiana o en negocios internacionales. El clan de los Valendrea también hundía sus raíces en las artes europeas, y poseía palacios y grandes propiedades. Se habían andado con cuidado con Mussolini, y más todavía con el baile de gobiernos que vino a continuación en Italia. Sus negocios y su dinero siempre habían tenido muchos pretendientes, y eran escrupulosos en lo tocante a qué y a quién apoyaban.

El Anuario Pontifico del Vaticano señalaba que Valendrea tenía sesenta años y era licenciado por la Universidad de Florencia, la Universidad Católica del Sagrado Corazón y la Escuela de Derecho Internacional de La Haya. Era autor de catorce tratados, y su estilo de vida exigía bastante más de los tres mil euros al mes que la Iglesia pagaba a sus príncipes. Y aunque el Vaticano desaprobaba que los cardenales participaran en actividades seculares, Valendrea era conocido como accionista de diversos conglomerados italianos y formaba parte de numerosos consejos de administración. Su relativa juventud se consideraba una ventaja, igual que sus innatas dotes políticas y su personalidad dominante. Había manejado sabiamente su cargo de secretario de Estado, dándose a conocer en los medios de comunicación occidentales. Era un hombre que reconocía las tendencias de la comunicación moderna, así como la necesidad de reflejar una imagen pública coherente. También era un teólogo partidario de la línea dura que se oponía abiertamente al Vaticano II, hecho este que quedó claro durante la audiencia de Kealy, y un tradicionalista estricto que opinaba que la Iglesia funcionaba mejor antes.

Casi toda la gente con la que Katerina había hablado estaba de acuerdo en que Valendrea era el favorito para suceder a Clemente. No necesariamente por ser el mejor para el puesto, sino porque no había nadie lo bastante fuerte para desafiarlo. Se decía que estaba listo para el siguiente cónclave.

Pero también había sido favorito tres años antes. Y había perdido.

El teléfono la arrancó de sus pensamientos.

Su mirada descansó en el aparato, y ella resistió el impulso de responder, prefiriendo que Valendrea, si es que el que llamaba era él, sudara un poco.

Al sexto tono levantó el auricular.

– Conque haciéndome esperar, ¿eh? -comentó Valendrea.

– No más de lo que yo he esperado.

Se oyó una risita.

– Me gusta usted, señorita Lew. Tiene personalidad. Así que dígame, ¿cuál es su decisión?

– Como si hiciera falta preguntar.

– Sólo pretendía ser cortés.

– Me da la impresión de que usted no es de los que se preocupan por esos detalles.

– No muestra mucho respeto hacia un cardenal de la Iglesia.

– Usted se viste cada mañana como todo el mundo.

– Intuyo que no es muy religiosa.

Ahora le tocaba reír a ella.

– No me diga que además convierte almas entre tanto politiqueo.

– Ciertamente he hecho bien eligiéndola. Usted y yo nos vamos a llevar bien.

– ¿Qué le hace pensar que no estoy grabando esto?

– ¿Y dejar pasar la oportunidad de su vida? Lo dudo mucho. Por no hablar de la oportunidad de estar con el padre Michener. Y encima a costa mía. ¿Quién podría pedir más?

Su actitud irritante no era muy distinta de la de Tom Kealy. Katerina se preguntó por qué siempre atraía a tipos tan petulantes.

– ¿Cuándo salgo?

– El secretario del Papa vuela mañana por la mañana, y llegará a Bucarest a la hora de comer. Se me ha ocurrido que usted podría irse esta tarde para adelantársele.

– Y ¿adonde debo ir?

– El padre Michener irá a ver a un sacerdote llamado Andrej Tibor. Está jubilado y trabaja en un orfanato que se encuentra a unos sesenta kilómetros al norte de Bucarest, en la aldea de Zlatna. ¿La conoce?

– He oído hablar de ella.

– Entonces no le costará nada enterarse de lo que Michener hace y dice allí. Otra cosa, Michener lleva consigo una carta del Papa. Echarle un vistazo a lo que pone haría que la tuviera aún en más estima.

– No pide mucho, ¿no?

– Usted es una mujer de recursos. Le sugiero que utilice los mismos encantos de que al parecer disfruta Tom Kealy. Seguro que entonces su misión es todo un éxito.

Y colgó.

13

Ciudad del Vaticano, 17:30

Valendrea se hallaba junto a la ventana de su despacho, situado en la tercera planta. Fuera, los altos cedros, los pinos y los cipreses de los jardines del Vaticano pregonaban el verano. Desde el siglo xiii los papas paseaban por los senderos de ladrillo festoneados de laureles y arrayanes, hallando solaz en las esculturas, los bustos y en los relieves en bronce.

Valendrea recordaba la época en que disfrutaba de los jardines, recién salido del seminario, destinado al único lugar del mundo en el que quería estar. Las sendas se hallaban llenas de jóvenes sacerdotes que reflexionaban sobre el futuro. Procedía de una época en que los italianos dominaban el pontificado, pero el Vaticano II lo había cambiado todo, y Clemente XV se estaba apartando aún más. Cada día bajaba del cuarto piso un nuevo listado de órdenes que desplazaban a sacerdotes, obispos y cardenales. Más occidentales, africanos y asiáticos eran llamados a Roma. Él había intentado retrasar su puesta en práctica, esperando que Clemente se muriera de una vez, pero al cabo no había tenido más remedio que obedecer las instrucciones.

Los italianos ya eran minoría en el colegio de cardenales, Pablo VI tal vez fuese el último de su estirpe. Valendrea había conocido al cardenal de Milán, pues había tenido la suerte de encontrarse en Roma los últimos años del pontificado de Pablo. En 1983 Valendrea ya era arzobispo, y Juan Pablo II finalmente le otorgó el birrete rojo, un modo por el que el polaco se granjeó las simpatías del país.

Pero ¿habría algo más?

La tendencia conservadora de Valendrea era legendaria, al igual que su fama de trabajador concienzudo. Juan Pablo lo nombró prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, donde coordinaba a escala mundial las actividades misioneras, supervisaba la construcción de iglesias, definía los límites de las diócesis y educaba a catequistas y clérigos. Aquel trabajo hizo que se implicara en todos los aspectos de la Iglesia y le permitió crear discretamente una base de poder entre aquellos que algún día serían cardenales. Jamás olvidó lo que le dijo su padre: «Favor con favor se paga.»

Muy cierto.

Pronto lo vería.

Se apartó de la ventana.

Ambrosi se había marchado a Rumanía. Echaba de menos a Paolo cuando no estaba. Era la única persona con la que Valendrea se sentía completamente a gusto. Ambrosi parecía entender su naturaleza y su dinamismo. Había tanto que hacer en el momento adecuado, en la medida adecuada, y había muchas más posibilidades de fracasar que de salir airoso.

Sencillamente no había muchas oportunidades de convertirse en papa. Ya había participado en un cónclave, y el segundo tal vez no fuera muy lejano. Si no lograba ser elegido esta vez, y a menos que el Papa falleciera repentinamente, el próximo pontífice bien podía enterrarlo.

Miró un retrato de Clemente XV que había al otro lado del despacho. El protocolo exigía que aquella cosa irritante estuviese allí, pero él habría preferido una fotografía de Pablo VI; italiano de nacimiento, romano de naturaleza, latino de carácter. Pablo había sido brillante, claudicando únicamente en pequeños aspectos, transigiendo sólo lo necesario para satisfacer a los entendidos. Así era como dirigiría también él la Iglesia: dando un poco y guardando más. No paraba de pensar en Pablo desde el día anterior. ¿Qué había dicho Ambrosi del padre Tibor? «Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima.»

No era verdad.

Su mente retrocedió a 1978.

– Ven, Alberto, sígueme.

Pablo VI se levantó y comprobó el estado de su rodilla derecha. El anciano pontífice había sufrido mucho los últimos años: había tenido bronquitis, gripe, problemas de vejiga e insuficiencia renal, y además le habían extirpado la próstata. Dosis ingentes de antibióticos habían mantenido a raya las infecciones, pero los fármacos habían debilitado su sistema inmunológico y minado sus fuerzas. Su artritis parecía especialmente dolorosa, y Valendrea sentía compasión por el pobre anciano. El final se acercaba, pero con una lentitud angustiosa.

El Papa salió de sus dependencias arrastrando los pies, camino del ascensor privado de la cuarta planta. Era una tormentosa noche de mayo, y en el Palacio Apostólico reinaba la calma. Pablo rechazó la presencia de los de seguridad, afirmando que él y su primer asistente volverían en breve. No era necesario que llamaran a sus dos secretarios.

La hermana Giacomina salió de su habitación. Se ocupaba del servicio doméstico y ejercía de enfermera de Pablo. La Iglesia había decretado hacía tiempo que las mujeres que trabajaban en casas de clérigos debían tener la edad canónica, una norma que divertía a Valendrea. En otras palabras: tenían que ser viejas.

– ¿Adonde va, Santo Padre? -le preguntó la monja como si él fuera un niño que saliera de su cuarto sin permiso.

– No se preocupe, hermana. He de encargarme de unos asuntos.

– Debería descasar y lo sabe.

– Volveré pronto, pero estoy bien y necesito ocuparme de esto. El padre Valendrea cuidará bien de mí.

– No más de media hora, ¿está claro?

Pablo sonrió.

– Lo prometo. Media hora y me acuesto.

La monja se retiró a su habitación, y ellos fueron al ascensor. En la planta baja Pablo recorrió despacio una serie de pasillos hasta alcanzar la entrada del archivo.

– Llevo muchos años posponiendo algo, Alberto, y creo que esta noche es hora de ponerle remedio.

Pablo siguió avanzando con ayuda del bastón, y Valendrea acortó el paso para seguir su ritmo. Le entristecía ver al que un día había sido un gran hombre. Giovanni Battista Montini era hijo de un próspero abogado italiano. Había conseguido llegar a la curia y finalmente ocupar la secretaría de Estado. Después fue arzobispo de Milán, gobernando la diócesis con eficacia y llamando la atención de un Sacro Colegio dominado por italianos que vieron en él al candidato lógico para suceder al querido Juan XXIII. Había sido un papa excelente en una época difícil. La Iglesia lo echaría mucho de menos, y Valendrea también. Últimamente había tenido la suerte de pasar tiempo con Pablo: el viejo guerrero parecía disfrutar de su compañía. Incluso corría el rumor de que lo nombrarían obispo, una gracia que esperaba que Pablo le concediera antes de recibir la llamada de Dios.

Entraron en el archivo, y el prefecto se arrodilló al ver a Pablo.

– ¿Qué le trae por aquí, Santo Padre?

– Por favor, abre la Riserva.

Le gustaba que Pablo respondiera a una pregunta con una orden. El prefecto salió corriendo en busca de un juego de llaves descomunales y los condujo hasta el oscuro archivo. Pablo lo seguía despacio, y llegaron cuando el prefecto terminó de abrir una verja de hierro y de encender un puñado de mortecinas luces. Valendrea sabía de la existencia de la Riserva y de la regla según la cual para entrar era preciso contar con la autorización del Papa. Era la reserva sagrada de los vicarios de Cristo. Sólo Napoleón había violado su santidad, un insulto por el que acabó pagando.

Pablo entró en el cuarto sin ventanas y señaló una caja fuerte negra.

– Ábrela.

El prefecto obedeció, haciendo girar las roscas y liberando resortes. Las puertas de doble hoja se abrieron sin que los goznes de latón dejaran escapar un solo gemido.

El Papa se sentó en una de las tres sillas.

– Es todo -dijo Pablo, y el prefecto se fue-. Mi predecesor fue el primero en leer el tercer secreto de Fátima. Tengo entendido que después ordenó que lo guardaran en esta caja fuerte. Llevo quince años reprimiendo el impulso de venir aquí.

Valendrea estaba un tanto confuso.

– ¿Acaso el Vaticano no hizo una declaración en el 67 asegurando que el secreto nunca se desvelaría? ¿Se hizo sin que usted lo leyera?

– Hay muchas cosas que la curia lleva a cabo en mi nombre que escapan a mi conocimiento. No obstante, sí me pusieron al corriente. Después.

Valendrea se preguntó si no habría metido la pata planteando esa pregunta. Se dijo que había de tener cuidado con lo que decía.

– Toda esta historia me asombra -comentó Pablo-. La madre de Dios se aparece a tres niños, en lugar de a un sacerdote o a un obispo o al Papa. Escoge a tres niños ignorantes; parece que siempre elige a los mansos. Tal vez el cielo intente decirnos algo.

Valendrea sabía perfectamente cómo había llegado de Portugal al Vaticano el mensaje que la hermana Lucía recibió de la Virgen.

– Nunca creí que las palabras de la buena hermana merecieran mi atención -aseguró Pablo-. Conocí a Lucía en Fátima, cuando fui en el 67. Me criticaron por ir: los progresistas decían que estaba retrasando el progreso del Vaticano II, concediendo demasiada importancia a lo sobrenatural, venerando a María por encima de Cristo y el Señor. Pero yo sabía que no era así.

Valendrea percibió una luz abrasadora en los ojos de Pablo. Tal vez el viejo guerrero aún tuviera ánimo para luchar.

– Sabía que la gente joven adoraba a María; se sentía atraída por los santuarios. Que yo acudiera allí era importante para ellos, la demostración de que su papa se preocupaba. Y yo tenía razón, Alberto: María es más popular hoy en día que nunca.

Sabía que Pablo amaba a la Virgen, que durante su pontificado había puesto empeño en venerarla concediéndole títulos y atención. Quizás demasiados, según algunos.

Pablo señaló la caja fuerte.

– El cuarto cajón por la izquierda, Alberto. Ábrelo y tráeme su contenido.

Hizo lo que Pablo le pedía y sacó un pesado cajón de hierro. En su interior había una cajita de madera con un sello de cera estampado en el que se distinguía la divisa del papa Juan XXIII. En la parte superior una etiqueta rezaba: SECRETUM SANCTI OFFICII. Le llevó la caja a Pablo, que examinó el exterior con manos temblorosas.

– Dicen que Pío XII puso la etiqueta y el propio Juan el sello. Ahora me toca echar un vistazo. ¿Te importaría romper el sello, Alberto?

Éste miró a su alrededor en busca de alguna herramienta y, al no encontrar ninguna, partió la cera sirviéndose de la esquina de una de las puertas de la caja fuerte. Le devolvió la caja a Pablo.

– Muy ingenioso -alabó el Papa.

Valendrea aceptó el cumplido inclinando la cabeza.

Pablo puso la caja en equilibrio en el regazo y se sacó unas gafas de la sotana. Después de ponérselas, abrió la tapa y extrajo dos legajos de papel. Dejó uno a un lado y abrió el otro. Valendrea vio una hoja blanca más reciente dentro de un papel claramente más viejo. Ambos estaban escritos.

El pontífice escudriñó la hoja más antigua.

– Ésta es la nota original que escribió la hermana Lucía en portugués -contó Pablo-. Por desgracia no hablo ese idioma.

– Tampoco yo, Santo Padre.

Pablo se la entregó, y él vio que el texto tenía unas veinte líneas escritas con una tinta negra que se había vuelto gris. Resultaba emocionante pensar que sólo la hermana Lucía, una visionaria acreditada de la Virgen, y el papa Juan XXIII habían tocado la hoja que tenía ante sí.

Pablo agitó el papel más reciente.

– Ésta es la traducción.

– ¿La traducción, Santo Padre?

– Juan tampoco sabía portugués, así que hizo que le tradujeran el mensaje al italiano.

Valendrea desconocía ese dato. De modo que había que añadir unas terceras huellas, algún miembro de la curia al que llamaron para que realizara la traducción, que sin duda juraría guardar el secreto después y ya habría muerto.

Pablo desdobló la segunda hoja y se puso a leer. A su rostro asomó una mirada de curiosidad.

– Nunca se me han dado bien los acertijos.

El Papa juntó los papeles y echó mano del segundo montón.

– Al parecer el mensaje llevaba a otra página. -Pablo abrió las hojas: asimismo una más nueva y la otra claramente más antigua-. En portugués otra vez. -Pablo echó una ojeada al papel más reciente-. Vaya, en italiano. Otra traducción.

Valendrea observaba mientras Pablo leía las palabras con una expresión que pasó del desconcierto a una honda preocupación. Respiraba superficialmente, el ceño fruncido y la frente arrugada al releer la traducción.

El Papa no dijo nada, ni Valendrea tampoco. No se atrevió a pedir que le dejara leer las palabras.

El Papa leyó el mensaje una tercera vez.

Pablo se humedeció los resecos labios y se revolvió en la silla. Una mirada de asombro afloró a los ojos del anciano. Por un instante Valendrea se asustó. Delante tenía al primer Papa que había dado la vuelta al mundo. Un hombre que aplacó a un ejército de progresistas de la Iglesia y suavizó su revolución con moderación. Que compareció ante las Naciones Unidas y dijo: «Que no vuelva a haber guerra.» Que denunció el control de la natalidad por considerarlo pecado y se mantuvo firme incluso en medio de una oleada de protestas que sacudió los cimientos de la Iglesia. Que consolidó la tradición del celibato sacerdotal y excomulgó a los disidentes. Que esquivó a un asesino en Filipinas, desafió a los terroristas y presidió el funeral de su amigo, el primer ministro de Italia. Era un vicario resuelto, que no se impresionaba con facilidad. Sin embargo lo que acababa de leer lo había afectado.

Pablo recompuso los papeles y, a continuación, introdujo ambos legajos en la caja de madera y cerró la tapa de golpe.

– Ponla en su sitio -musitó el Papa, los ojos fijos en el regazo. Trocitos de cera carmesí le moteaban la blanca sotana. Pablo se los sacudió como sí fueran una enfermedad-. Esto ha sido un error, no debería haber venido. -Luego pareció armarse de valor y recobró la compostura-. Cuando volvamos arriba, redacta una orden. Quiero que vuelvas a sellar la caja personalmente. Nadie volverá a entrar aquí so pena de excomunión. Sin excepciones.

Pero esa orden no afectaría al Papa, pensó Valendrea: Clemente XV podía entrar y salir de la Riserva a su antojo.

Y eso era precisamente lo que había hecho el alemán.

Valendrea sabía desde hacía tiempo de la existencia de la traducción al italiano de lo que escribió la hermana Lucía, pero hasta el día anterior no había sabido el nombre del traductor.

El padre Andrej Tibor.

Había tres preguntas que lo atormentaban.

¿Por qué Clemente XV no paraba de entrar en la Riserva? ¿Por qué quería el Papa comunicarse con Tibor? Y, la más importante: ¿qué era lo que sabía el traductor?

En ese momento no tenía una sola respuesta.

Aunque quizás los próximos días, entre Colin Michener, Katerina Lew y Ambrosi, averiguara la respuesta de los tres interrogantes.

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