CUARTA PARTE

54

Medjugorje, Bosnia-Herzegovina

18:00


A Katerina se le hizo un nudo en el estómago al ver al padre Ambrosi entrar en el hospital. Reparó de inmediato en una novedad: el ribete escarlata y la faja roja de su sotana negra, lo que quería decir que había ascendido a monseñor. Al parecer Pedro II no perdía el tiempo repartiendo el botín.

Michener descansaba en su habitación. Todas las pruebas que le habían realizado habían dado negativas, y el médico pronosticó que al día siguiente estaría bien. Tenían pensado irse a Bucarest a la hora de comer, pero la presencia de Ambrosi en Bosnia era sinónimo de problemas.

Éste la divisó y se acercó a ella.

– Me han dicho que el padre Michener se ha salvado por los pelos de morir.

A ella le molestó su fingida preocupación, a todas luces de cara a la galería.

– Váyase a la mierda -le dijo en voz baja-. Esta fuente está seca.

Él meneó la cabeza simulando indignación.

– Así que es verdad que el amor lo vence todo. Da igual. No queremos nada más de usted.

Pero ella sí quería algo.

– No quiero que Colin se entere de lo nuestro.

– Me hago cargo.

– Yo misma se lo contaré, ¿entendido?

Él no respondió.

Katerina tenía en el bolsillo el décimo secreto, escrito por Jasna. Estuvo a punto de sacar el papel y obligar a Ambrosi a leer las palabras, pero lo que el Cielo deseara sin duda carecía de interés para aquel idiota arrogante. Nadie sabría nunca si el mensaje provenía de la madre de Dios o de las lamentaciones de una mujer que se hallaba convencida de haber sido elegida por la divinidad. Sin embargo Katerina se preguntó cómo justificarían la Iglesia y Alberto Valendrea el décimo secreto, sobre todo después de aceptar los otros nueve de Medjugorje.

– ¿Dónde está Michener? -preguntó Ambrosi con tono inexpresivo.

– ¿Qué quiere de él?

– Yo nada, pero no así su Papa.

– Déjenlo en paz.

– Caramba, la leona enseña las garras.

– Lárguese de aquí.

– Me temo que no es usted quién para decirme lo que tengo que hacer. Imagino que la palabra del secretario del Papa tendría mucho peso aquí, seguro que más que la de una periodista desempleada.

La esquivó, pero ella se interpuso en su camino.

– Lo digo en serio, Ambrosi, déjenos en paz. Dígale a Valendrea que Colin ha terminado con Roma.

– Sigue siendo un sacerdote de la Iglesia, sujeto a la autoridad del Papa. Hará lo que se le ordene o se atendrá a las consecuencias.

– ¿Qué quiere Valendrea?

– Vamos a ver a Michener -sugirió Ambrosi- y se lo explicaré. Le aseguro que merece la pena escucharlo.

Katerina entró en la habitación con Ambrosi a la zaga. Michener estaba sentado en la cama, y su rostro se contrajo al ver al visitante.

– Le traigo recuerdos de Pedro II -anunció Ambrosi-. Nos hemos enterado de lo sucedido…

– Y sintió la necesidad de venir hasta aquí para hacerme saber lo preocupados que están.

Ambrosi se mantenía imperturbable, y Katerina se preguntó sí esa capacidad sería innata o si habría llegado a dominar la técnica a lo largo de años de engaño.

– Sabemos por qué está en Bosnia -afirmó Ambrosi-, Me han enviado a averiguar si los visionarios le han contado algo.

– Nada en absoluto.

A Katerina también le impresionó el talento de Michener para mentir.

– ¿Quiere que vaya a enterarme de si está siendo sincero?

– Haga lo que le plazca.

– La información que circula por la localidad es que el décimo secreto le fue revelado a la visionaria, Jasna, la otra noche y que las visiones han cesado. A los sacerdotes de aquí les disgusta bastante esa perspectiva.

– ¿No vendrán más turistas? ¿Adiós al dinero? -no pudo evitar decir Katerina.

Ambrosi se volvió a ella.

– Quizás sea mejor que espere fuera. Éste es un asunto de la Iglesia.

– Ella no va a ninguna parte -espetó Michener-. Con todo lo que sin duda habrán estado haciendo usted y Valendrea estos dos últimos días y les preocupa lo que sucede aquí, en Bosnia. ¿Por qué?

Ambrosi entrelazó las manos a la espalda.

– Soy yo quien hace las preguntas.

– Se lo ruego, adelante.

– El Santo Padre le ordena que vuelva a Roma.

– Ya sabe lo que puede decirle al Santo Padre.

– Qué falta de respeto. Al menos nosotros no menospreciábamos abiertamente a Clemente XV.

El rostro de Michener se endureció.

– ¿Se supone que eso ha de impresionarme? Hicieron todo lo posible por desbaratar todo cuanto él intentaba hacer.

– Esperaba que me causara problemas. El tono del comentario de Ambrosi inquietó a Katerina, pero él parecía sumamente complacido.

– Debo informarle de que si no viene por su propio pie, el gobierno italiano dará orden de que lo arresten.

– ¿De qué narices está hablando? -inquirió Michener.

– El nuncio apostólico de Bucarest ha puesto al corriente a Su Santidad de la reunión que mantuvo usted con el padre Tibor. Le molesta que no se le informara de lo que hacían usted y Clemente. Ahora las autoridades rumanas quieren hablar con usted. Ellos, al igual que nosotros, se mueren de curiosidad por saber qué quería el difunto Papa del anciano sacerdote.

Katerina sintió opresión en la garganta; aquello se iba adentrando en aguas peligrosas. Sin embargo Michener estaba impertérrito.

– ¿Quién ha dicho que a Clemente le interesara el padre Tibor?

Ambrosi se encogió de hombros.

– ¿Usted? ¿Clemente? ¿Qué más da? Lo único que importa es que fue usted a verlo, y la policía rumana desea hablar con usted. La Santa Sede puede impedirlo o alentarlo. ¿Qué prefiere?

– Me da igual.

Ambrosi se volvió hacia Katerina.

– ¿Y a usted? ¿También le da igual?

Ella cayó en la cuenta de que el muy capullo estaba jugando su baza: o conseguía que Michener regresara a Roma o éste se enteraría ya mismo de cómo ella había dado con él tan fácilmente en Bucarest y en Roma.

– ¿Qué tiene ella que ver con esto? -se apresuró a preguntar Michener.

Ambrosi hizo una desesperante pausa, y a Katerina le apeteció cruzarle la cara, como ya hiciera en Roma, pero se contuvo.

Ambrosi volvió a centrarse en Michener.

– Sólo me preguntaba cuál sería su opinión. Tengo entendido que nació en Rumanía y está familiarizada con la policía de su país. Supongo que sería preferible evitar sus técnicas de interrogatorio.

– ¿Le importaría decirme cómo es que sabe tantas cosas de ella?

– El padre Tibor habló con el nuncio apostólico en Bucarest y le dijo que la señorita Lew se encontraba presente cuando usted habló con él. Yo me limité a informarme de sus antecedentes. Katerina admiró la explicación de Ambrosi. De no ser porque conocía la verdad, hasta ella le hubiese creído.

– Déjela al margen de esto -pidió Michener.

– ¿Volverá a Roma?

– Sí.

La respuesta la sorprendió, y Ambrosi asintió en señal de aprobación.

– Tengo listo un avión en Split. ¿Cuándo saldrá del hospital?

– Por la mañana.

– Esté preparado a las siete. -Ambrosi fue hacia la puerta-. Y esta tarde -se detuvo un instante- rezaré por su pronta recuperación.

Luego salió.

– Si va a rezar por mí es que estoy en un buen lío -dedujo Michener cuando la puerta se cerró.

– ¿Por qué has accedido a volver? Lo de Rumanía era un farol.

Michener cambió de postura en la cama, y ella lo ayudó a colocarse.

– He de hablar con Ngovi. Debe saber lo que ha dicho Jasna.

– ¿Para qué? No es posible que creas una palabra de lo que ha escrito. Ese secreto es absurdo.

– Puede, pero es el décimo secreto de Medjugorje, tanto si lo creemos como si no. Tengo que dárselo a Ngovi.

Ella le enderezó la almohada.

– ¿Has oído hablar de los faxes?

– No quiero discutir esto, Kate. Además, me pica la curiosidad, quiero enterarme de qué es tan importante como para que Valendrea envíe a su recadero. Parece que es algo grande, y creo saber qué.

– ¿El tercer secreto de Fátima?

Él asintió.

– Aunque sigue sin tener sentido. El mundo entero conoce ese secreto.

Ella recordó lo que el padre Tibor decía en sus mensajes a Clemente: «Haga lo que dijo la Virgen… ¿Cuánta intolerancia permitirá el Cielo?»

– Todo este asunto carece de lógica -aseguró Michener.

– Ambrosi y tú ¿siempre han sido enemigos? -le preguntó ella.

Él asintió.

– Me pregunto cómo se hizo sacerdote un hombre así. De no ser por Valendrea, jamás habría llegado a Roma. Son tal para cual. -Vaciló, como si estuviese inmerso en sus pensamientos-. Supongo que habrá un montón de cambios.

– Ése no es tu problema -replicó ella con la esperanza de que no estuviese cambiando de idea respecto al futuro.

– No te preocupes, no tengo dudas. Pero me pregunto si las autoridades rumanas estarán interesadas en mí de verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Podría ser una cortina de humo.

Ella puso cara de perplejidad.

– Clemente me mandó un correo electrónico la noche que murió. En él me decía que era posible que Valendrea hubiese destruido parte del tercer secreto original hacía mucho tiempo, cuando trabajaba para Pablo VI.

Katerina escuchaba con interés.

– Clemente y Valendrea acudieron juntos a la Riserva la noche antes de que Clemente falleciera, y al día siguiente Valendrea salió de Roma en un viaje no programado.

Ella comprendió la importancia de aquella revelación en el acto.

– ¿El sábado que fue asesinado el padre Tibor?

– Une los puntos y empezará a formarse el dibujo.

A Katerina le asaltó la imagen de Ambrosi con la rodilla hundida en su pecho, las manos alrededor de su cuello. ¿Estaban implicados Valendrea y Ambrosi en el asesinato de Tibor? Le entraron ganas de contarle a Michener lo que sabía, pero se dio cuenta de que la explicación daría lugar a muchas más preguntas de las que estaba dispuesta a responder en ese momento, de manera que optó por preguntar:

– ¿Podría estar implicado Valendrea en la muerte del padre Tibor?

– Resulta difícil de decir, pero es muy capaz. Igual que Ambrosi. No obstante, sigo pensando que Ambrosi se estaba tirando un farol. Lo último que quiere el Vaticano es llamar la atención. Apuesto a que nuestro nuevo Papa hará todo cuanto esté en su mano para no estar en primer plano.

– Pero Valendrea podría hacer que otro ocupara el primer plano.

Michener pareció entender.

– Por ejemplo, yo.

Ella afirmó con la cabeza.

– Nada mejor que echarle toda la culpa a un antiguo empleado.

Valendrea se puso una de las sotanas blancas que la Casa Gammarelli había confeccionado esa tarde. Por la mañana él había estado en lo cierto: sus medidas se hallaban archivadas, y resultó fácil realizar las prendas apropiadas en un breve período de tiempo. Las costureras habían hecho bien su labor. Él admiraba el buen trabajo, y anotó mentalmente que Ambrosi les diera las gracias de manera oficial.

No había tenido noticias suyas desde que se marchara a Bosnia, pero no albergaba dudas respecto a que su amigo Paolo desempeñara la misión que le había sido encomendada. Ambrosi sabía lo que había en juego. Aquella noche Valendrea le había puesto las cosas claras: era preciso traer a Roma a Colin Michener. Clemente XV había sido ingeniosamente previsor -tenía que reconocerlo-, y al parecer había concluido que Valendrea lo sucedería, de modo que había sacado a propósito la última traducción de Tibor, a sabiendas de que él no podría empezar su papado con la amenaza que suponía semejante desastre en potencia.

Pero ¿dónde estaba?

Seguro que Michener lo sabía.

Sonó el teléfono.

Valendrea se encontraba en su dormitorio del tercer piso del palacio; las dependencias papales aún no estaban listas.

El teléfono volvió a sonar.

Se preguntó a qué vendría la interrupción. Eran casi las ocho de la tarde, y él intentaba vestirse para su primera cena formal, una celebración de agradecimiento con los cardenales, y había dejado recado de que no lo molestaran. Sonó de nuevo.

Levantó el auricular.

– Santo Padre, el padre Ambrosi está llamando y me ha pedido que se lo pase. Ha dicho que es importante.

– Pásemelo.

Tras unos cuantos clics se oyó a Ambrosi:

– He hecho lo que me pidió.

– ¿Y la reacción?

– Estará allí mañana.

– ¿Su salud?

– Nada grave.

– ¿Su compañera de viaje?

– Tan encantadora como de costumbre.

– Tengámosla contenta, por ahora.

Ambrosi le había referido que ella lo agredió en Roma. Entonces era la mejor forma de llegar a Michener, pero la situación había cambiado.

– Por mi parte, perfecto.

– Hasta mañana entonces -se despidió Valendrea-. Que tengas buen viaje.

55

Ciudad del Vaticano

jueves, 30 de noviembre


13:00


Michener se acomodó en el asiento de atrás de un coche del Vaticano, Katerina a su lado. Ambrosi iba delante y, a una orden suya, el coche cruzó el Arco de las Campanas y entró en la privacidad del patio de San Damasco. Un laberinto de construcciones antiguas los rodeó, impidiendo el paso al sol de mediodía y tornando de color añil el pavimento.

Por primera vez se sentía incómodo en el Vaticano: los hombres que ahora estaban a su cargo eran unos manipuladores, enemigos. Debía tener cuidado, vigilar lo que decía y acabar lo antes posible con lo que quiera que fuese a pasar.

El coche paró y ellos se bajaron.

Ambrosi los condujo hasta un salón con vidrieras en tres de sus lados donde los Papas llevaban siglos recibiendo invitados. Siguieron a Ambrosi a través de una maraña de logias y galerías atestadas de candelabros y tapices, y rodeadas de muros llenos de imágenes de Papas a los que emperadores y reyes rendían homenaje.

Michener sabía adonde se dirigían, y Ambrosi se detuvo delante de la puerta de bronce de la Biblioteca Pontificia, un lugar que Gorbachov, Mandela, Carter, Yeltsin, Reagan, Bush, Clinton, Rabin y Arafat habían visitado.

– Cuando haya terminado, la señorita Lew lo estará esperando en la logia de delante -dijo Ambrosi-. Mientras tanto, no será molestado.

Sorprendentemente Katerina no se opuso a que la excluyeran y se fue con Ambrosi.

Él abrió la puerta y entró.

Tres ventanas de cristal emplomado bañaban las estanterías, de quinientos años de antigüedad, en franjas de luz. Valendrea estaba sentado tras una mesa, la misma que los Papas llevaban medio milenio usando. Un panel con una representación de la Virgen adornaba la pared que tenía a sus espaldas. Al otro lado del escritorio había un sillón tapizado, pero Michener sabía que sólo los jefes de Estado tenían el privilegio de sentarse frente al Papa.

Valendrea dio la vuelta a la mesa y le tendió la mano, y Michener supo lo que esperaba de él. Miró con fijeza al toscano a los ojos: había llegado el momento de la sumisión. Vaciló, pero decidió que la discreción era una táctica mejor, al menos hasta que supiera qué quería ese demonio. Se arrodilló y besó el anillo, percatándose de que los joyeros del Vaticano ya habían hecho uno nuevo.

– Me han dicho que Clemente disfrutaba arrancando un gesto similar a Su Eminencia el cardenal Bartolo, en Turín. Le transmitiré al buen cardenal su respeto por el protocolo eclesiástico.

Michener se levantó.

– ¿Qué quiere? -No añadió «Santo Padre».

– ¿Qué tal están sus heridas?

– ¿Es que le importa?

– ¿Qué le hace pensar lo contrario?

– El respeto que me ha demostrado los últimos tres años.

Valendrea retrocedió hacia la mesa.

– Supongo que trata de que reaccione. Pasaré por alto su tono.

– ¿Qué quiere? -insistió Michener.

– Lo que Clemente sacó de la Riserva.

– No estaba al tanto de que faltara algo.

– No estoy de humor. Clemente se lo contó todo.

Recordó lo que Clemente le había dicho: «Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima… En 1978 sacó de la Riserva parte del tercer mensaje de la Virgen.»

– A mí me parece que el ladrón es usted.

– Unas palabras descaradas para emplear con su Papa. ¿Puede respaldarlas?

Michener no iba a morder el anzuelo. Dejaría que el hijo de puta se preguntara qué sabía.

Valendrea avanzó hacia él. Parecía bastante cómodo vestido de blanco, el solideo casi perdido entre sus poblados cabellos.

– No se lo estoy preguntando, Michener, le estoy ordenando que me diga dónde está ese texto.

Había un dejo de desesperación en la orden que le hizo plantearse si los desvaríos del mensaje de Clemente no serían algo más que los de un alma deprimida que estaba a punto de morir.

– Hasta hace un momento no sabía que faltara nada.

– ¿Se supone que he de creerlo?

– Puede creer lo que quiera.

– He mandado registrar las dependencias papales y Castelgandolfo. Usted tiene los efectos personales de Clemente. Quiero verlos.

– ¿Qué está buscando?

Valendrea lo miró con recelo.

– No acabo de decidir si está siendo sincero o no.

Él se encogió de hombros.

– Confíe en mí, lo soy.

– Muy bien. El padre Tibor copió el tercer mensaje de la hermana Lucía de Fátima y envió a Clemente un facsímil tanto del original de la buena monja como de la traducción que él hizo. Ahora la traducción ha desaparecido de la Riserva.

Michener comenzaba a entender.

– De modo que sí participó del tercer secreto en 1978.

– Simplemente quiero lo que tramó ese sacerdote. ¿Dónde están las pertenencias de Clemente?

– Entregué sus muebles a la beneficencia. El resto lo tengo yo.

– ¿Ha echado un vistazo?

– Naturalmente -mintió.

– Y ¿no encontró nada del padre Tibor?

– ¿Me creería si le respondiera?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque soy un buen tipo.

Valendrea guardó silencio un instante, y Michener hizo lo propio.

– ¿De qué se ha enterado en Bosnia?

Se percató del cambio de tema.

– De que no es bueno subir una montaña en medio de un aguacero.

– Ya veo por qué Clemente le apreciaba: ingenioso e inteligente. -Hizo una pausa-. Y ahora responda a mi pregunta.

Michener se metió la mano en el bolsillo, sacó la nota de Jasna y se la entregó al Papa.

– Éste es el décimo secreto de Medjugorje.

Valendrea cogió el papel y se puso a leerlo. El toscano respiró hondo mientras miraba ora al papel, ora a Michener. Luego el pontífice dejó escapar un gemido y, sin previo aviso, arremetió contra él y agarró con las dos manos la negra sotana de Michener, la hoja aún en la mano. La ira inundaba aquellos ojos que lo miraban con fijeza.

– ¿Dónde está la copia de la traducción del padre Tibor?

A Michener le sorprendió el ataque, pero mantuvo la compostura.

– Creí que las palabras de Jasna carecían de sentido. ¿Por qué le preocupan?

– Sus desvaríos no significan nada. Lo que quiero es el facsímil del padre Tibor…

– Si las palabras no tienen sentido, ¿por qué me agrede?

Valendrea pareció hacerse cargo de la situación y soltó a Michener.

– La traducción de Tibor es propiedad de la Iglesia. La quiero de vuelta.

– Entonces tendrá que enviar a la guardia suiza en su busca.

– Tiene cuarenta y ocho horas para devolverla o haré que lo arresten.

– ¿Cuáles son los cargos?

– Robo de propiedad del Vaticano. Además lo entregaré a la policía rumana. Quieren saber detalles sobre la visita que le hizo al padre Tibor. -Las palabras destilaban autoridad.

– Estoy seguro de que también querrá saber detalles de su visita.

– ¿Qué visita?

Necesitaba que Valendrea pensara que sabía mucho más de lo que sabía.

– Usted abandonó el Vaticano el día que mataron a Tibor.

– Dado que parece tener todas las respuestas, dígame adonde fui.

– Sé lo suficiente.

– ¿De verdad piensa que puede sostener ese farol? ¿Pretende involucrar al Papa en la investigación de un asesinato? No conseguirá nada.

Probó con otro farol.

– No estaba usted solo.

– No me diga. Continúe.

– Esperaré al interrogatorio de la policía. Los rumanos se quedarán fascinados, se lo garantizo.

Valendrea se puso colorado.

– No tiene idea de lo que hay en juego. Esto es más importante de lo que imagina.

– Habla como Clemente.

– En eso tenía razón. -Valendrea apartó la cara un instante, luego se volvió-. ¿Le dijo Clemente que se quedó mirando mientras yo quemaba parte de lo que Tibor le envió? Estaba justo ahí, en la Riserva, y me dejó hacer. También quería que yo supiera lo otro que le envió Tibor, una copia de la traducción del mensaje completo de la hermana Lucía, también se hallaba ahí, en la caja. Pero ahora ha desaparecido. Clemente no quería que le pasara nada, eso lo sé, así que se lo dio a usted.

– ¿Por qué es tan importante esa traducción?

– No tengo intención de darle explicaciones. Lo único que deseo es tener de nuevo ese documento.

– ¿Cómo sabe que estaba allí?

– No lo sé, pero nadie volvió al archivo después de aquel viernes por la noche, y Clemente murió a los dos días.

– Junto con el padre Tibor.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Lo que usted quiera que signifique.

– Haré todo lo que esté en mi poder para recuperar ese documento. Las palabras estaban teñidas de amargura.

– Eso lo creo. -Necesitaba salir de allí-. ¿Puedo retirarme?

– Váyase. Pero será mejor que tenga noticias suyas dentro de dos días o no le gustará el siguiente mensajero que le envíe.

Se preguntó a qué se referiría: ¿la policía? ¿Alguien distinto? Difícil de decir.

– ¿No se ha planteado nunca cómo lo encontró la señorita Lew en Rumanía? -le preguntó Valendrea con naturalidad cuando llegó a la puerta.

¿Había oído bien? ¿Cómo es que sabía eso de Katerina? Se detuvo y se volvió.

– Estaba allí porque yo le pagué para que averiguara qué hacía usted.

Él se quedó anonadado, pero no dijo nada.

– Y en Bosnia también. Fue para vigilarlo. Le dije que usara sus encantos para ganarse su confianza, cosa que al parecer hizo.

Michener salió disparado hacia él, pero Valendrea le enseñó un aparatito negro.

– Basta con tocarlo y la guardia suiza irrumpirá en esta estancia. Atacar al Papa constituye un delito grave.

Michener detuvo su avance y reprimió un escalofrío.

– No es el primero al que engaña una mujer. Es lista. Pero se lo digo para que le sirva de advertencia. Tenga cuidado de quién se fía, hay mucho en juego. Puede que no se dé cuenta, pero es posible que, cuando esto termine, yo sea su único amigo.

56

Michener salió de la biblioteca. Ambrosi esperaba fuera, pero no lo acompañó hasta la logia, sino que se limitó a decirle que el coche y su conductor lo llevarían a donde quisiera.

Katerina estaba sentada en un sofá dorado. Él trataba de comprender qué la había impulsado a engañarlo. Le había extrañado que diera con él en Bucarest y que luego se presentara en su apartamento de Roma. Quería creer que todo lo que había pasado entre ellos había sido sincero, pero no podía evitar pensar que era un cuento destinado a influir en sus sentimientos y hacerle bajar la guardia. Le preocupaba que hubiera oídos indiscretos. Y en lugar de eso, la única persona en la que confiaba se había convertido en la emisaria perfecta de su enemigo.

Clemente se lo había advertido en Turín: «No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado.»

Se le hizo un nudo en la garganta al acercarse a Katerina. Tal vez la crispación de su rostro traicionara sus pensamientos.

– Te ha hablado de mí, ¿verdad? -Su voz era triste.

– ¿Lo esperabas?

– Ambrosi estuvo a punto de hacerlo ayer, así que supuse que lo haría Valendrea. Ya no me necesitan.

Él se sintió asaltado por las emociones.

– No les he dicho nada, Colin. Nada de nada. Cogí el dinero de Valendrea y fui a Rumanía y a Bosnia, es verdad, pero porque quería ir, no porque ellos quisieran que fuese. Los utilicé igual que ellos me utilizaron a mí.

Las palabras sonaban bien, pero no bastaban para aliviar su dolor. Él preguntó con tranquilidad:

– ¿La verdad significa algo para ti?

Ella se mordió el labio, y Michener vio que le temblaba el brazo derecho. La ira, su respuesta de siempre ante un enfrentamiento, no había emergido. Al no contestar, él añadió:

– Me fiaba de ti, Kate. Te conté cosas que no le habría contado a nadie.

– Y yo no abusé de esa confianza.

– ¿Cómo voy a creerte? -repuso, aunque quería hacerlo.

– ¿Qué te dijo Valendrea?

– Lo suficiente como para que estemos manteniendo esta conversación.

Se estaba quedando desconcertado. Sus padres habían muerto, al igual que Jakob Volkner, y ahora Katerina lo había traicionado. Por primera vez en su vida estaba solo, y de repente cayó sobre él el peso de ser un niño no deseado que había nacido en una institución y que había sido arrancado a su madre. Estaba perdido en muchos sentidos, no tenía adonde dirigirse. Creyó que, con Clemente muerto, la mujer que tenía delante poseía la respuesta a su futuro. Incluso estaba dispuesto a renunciar a un cuarto de siglo de su vida en favor de la oportunidad de amarla y ser amado.

Pero ¿cómo iba a hacer eso ahora?

Hubo un momento de tenso silencio, embarazoso y violento.

– Muy bien, Colin -dijo ella al cabo-. He captado el mensaje. Me voy.

Dio media vuelta para marcharse.

El taconeo resonó en el mármol mientras se alejaba. Él quiso decirle: «No te vayas, espera.» Pero fue incapaz de pronunciar las palabras.

Y se fue en la dirección opuesta, hacia la salida. No tenía intención de utilizar el coche que Ambrosi le había ofrecido. No quería nada más de aquel sitio, salvo que lo dejaran en paz.

Se encontraba en el Vaticano sin credenciales ni escolta, pero su rostro era tan conocido que ninguno de los guardias se cuestionó su presencia. Llegó al final de una larga logia repleta de planisferios y globos terráqueos. Maurice Ngovi se hallaba en la puerta de enfrente.

– Me enteré de que estabas aquí -comentó mientras él se aproximaba-. También sé lo que sucedió en Bosnia. ¿Te encuentras bien?

Michener asintió.

– Iba a llamarlo más tarde.

– Tenemos que hablar.

– ¿Dónde?

Ngovi pareció entender, y le indicó que lo siguiera. Caminaron sin decir nada hasta el archivo. Las salas de lectura volvían a estar llenas de estudiosos, historiadores y periodistas. Ngovi vio al cardenal archivero, y los tres se dirigieron a una de las salas de lectura. Una vez dentro y con la puerta cerrada Ngovi dijo:

– Creo que este sitio es más o menos reservado.

Michener se volvió al archivero.

– Pensé que a estas alturas estaría sin empleo.

– Me han ordenado que me vaya antes del fin de semana. Mi sustituto llegará pasado mañana.

Él sabía lo que ese empleo significaba para el anciano.

– Lo siento. Pero creo que estará mejor así.

– ¿Qué quería de ti nuestro pontífice? -inquirió Ngovi.

Michener se dejó caer en una de las sillas.

– Cree que tengo un documento que estaba supuestamente en la Riserva. Algo que el padre Tibor envió a Clemente y guarda relación con el tercer secreto de Fátima. El facsímil de una traducción. No tengo ni idea de qué me habla.

Ngovi le dirigió una mirada de extrañeza al archivero.

– ¿Qué ocurre? -inquirió Michener.

Ngovi le refirió la visita que hizo Valendrea el día anterior a la Riserva.

– Se comportó como un loco -aseguró el archivero-. No paraba de decir que había desaparecido algo de la caja. Me asustó de veras. Dios ampare a esta Iglesia.

– ¿Le explicó algo Valendrea? -le preguntó Ngovi.

El interpelado les contó a ambos lo que el Papa había dicho.

– Aquel viernes por la noche que Clemente y Valendrea estuvieron juntos en la Riserva quemaron algo -agregó el cardenal archivero-. Encontramos cenizas en el suelo.

– ¿Clemente no le dijo nada al respecto? -se interesó Michener.

El archivero negó con la cabeza.

– Ni una palabra.

Muchas de las piezas empezaban a encajar, pero seguía habiendo un problema.

– Todo este asunto es extraño. La hermana Lucía en persona confirmó en el año 2000 la autenticidad del tercer secreto antes de que Juan Pablo lo diera a conocer.

Ngovi asintió.

– Yo lo presencié. El texto original fue de la Riserva a Portugal en la caja, y ella ratificó que el documento era el mismo que redactó en 1944. Pero, Colin, en la caja sólo había dos papeles. Yo mismo estaba allí cuando la abrieron: contenía un texto original y una traducción al italiano. Nada más.

– Si el mensaje se hallaba incompleto, ¿no habría dicho ella nada? -preguntó Michener.

– Era muy anciana y frágil -replicó Ngovi-. Recuerdo que se limitó a echar una ojeada a la página y asintió. Me dijeron que no veía bien y no oía.

– Maurice me pidió que hiciera unas comprobaciones -terció el archivero-. Valendrea y Pablo VI entraron en la Riserva el 18 de mayo de 1978, y Valendrea regresó una hora después, por orden expresa de Pablo, y permaneció allí a solas quince minutos.

Ngovi lo corroboró.

– Da la impresión de que lo que el padre Tibor envió a Clemente abrió una puerta que Valendrea creía cerrada hacía tiempo.

– Y que puede que le costara la vida a Tibor. -Sopesó la situación-. Valendrea dijo que lo que ha desaparecido es el «facsímil de una traducción». Una traducción ¿de qué?

– Colín, parece que el tercer secreto de Fátima va más allá de lo que sabemos -afirmó Ngovi.

– Y Valendrea cree que lo tengo yo.

– ¿Lo tienes? -inquirió Ngovi.

Michener negó con la cabeza.

– Si fuera así se lo daría. Estoy harto, lo único que quiero es terminar con todo esto.

– ¿Tienes idea de qué puede haber hecho Clemente con la copia de Tibor?

Lo cierto es que no se lo había planteado.

– No. Clemente no era de los que robaban.

Tampoco de los que se suicidaban, pero supo que era mejor callarse: el archivero no sabía nada de eso. Sin embargo, por la expresión de Ngovi supo que el keniano estaba pensando en lo mismo.

– Y ¿qué pasó en Bosnia? -preguntó éste.

– Cosas más raras que en Rumanía.

Les enseñó el mensaje de Jasna. Le había dado a Valendrea una copia y había conservado el original.

– No podemos darle demasiado crédito a esto -aseveró Ngovi-. Medjugorje parece más una feria que una experiencia religiosa. El décimo secreto podrían ser simplemente las imaginaciones de esta visionaria y, para ser sincero, teniendo en cuenta su envergadura, me veo obligado a cuestionarme seriamente si no será eso.

– Justo lo que yo pienso -coincidió Michener-. Jasna se ha convencido de que es real. Con todo, Valendrea reaccionó violentamente al leerlo. -Les contó lo que acababa de ocurrir.

– Así es como se condujo en la Riserva -aseguró el archivero-. Como un loco.

Michener clavó la vista en Ngovi.

– ¿Qué está pasando aquí, Ngovi?

– No sé qué decir. Años atrás, cuando era obispo, otros y yo nos pasamos tres meses estudiando el tercer secreto a petición de Juan Pablo. Ese mensaje era muy distinto de los dos primeros. Éstos eran precisos, detallados, pero el tercero era una especie de parábola. Su Santidad pensó que no estaba de más pedir consejo a la Iglesia para interpretarlo, y yo me mostré conforme. Pero no nos planteamos que el mensaje estuviese incompleto.

Ngovi señaló un volumen grueso y enorme que descansaba en la mesa. El colosal manuscrito era antiguo, sus páginas tan viejas que parecían carbonizadas. En la tapa se veían unos garabatos en latín rodeados de vistosos dibujos de papas y cardenales. Las palabras lignum vitae, escritas en desvaída tinta carmesí, resultaban apenas perceptibles.

Ngovi se sentó en una de las sillas y le preguntó a Michener:

– ¿Qué sabes de san Malaquías?

– Lo bastante para poner en duda si el hombre era sincero.

– Te aseguro que sus profecías son reales. Ese libro de ahí fue publicado en Venecia en 1595 por un historiador benedictino, Arnold Wion, y es el relato definitivo de lo que el propio san Malaquías escribió sobre sus visiones.

– Maurice, esas visiones sucedieron a mediados del siglo doce, y pasaron cuatrocientos años antes de que Wion comenzara a anotarlo todo. He oído esas patrañas. Quién sabe lo que dijo Malaquías, si es que dijo algo. Sus palabras no han sobrevivido.

– Pero los escritos de Malaquías se encontraban aquí en 1595 -intervino el archivero-. Nuestros índices lo demuestran. Así que Wion habría tenido acceso a ellos.

– Si los libros de Wion sobrevivieron, ¿por qué no el texto de Malaquías?

Ngovi señaló el mamotreto.

– Aunque lo que escribió Wion sea falso, y se trate de sus profecías en lugar de las de Malaquías, la precisión de éstas es extraordinaria. Más aún teniendo en cuenta lo que ha ocurrido estos últimos días.

Ngovi le entregó tres hojas mecanografiadas. Michener les echó un vistazo y vio que era un resumen.

San Malaquías era irlandés y nació en 1094. Se ordenó sacerdote a los veinticinco años y obispo a los treinta. En 1139 abandonó Irlanda y se fue a Roma, donde informó de sus diócesis al Papa Inocencio II. Estando allí tuvo una extraña visión del futuro, una larga lista de hombres que un día gobernarían la Iglesia. Trasladó su visión al pergamino y le ofreció a Inocencio el manuscrito. El Papa lo leyó y a continuación lo guardó en el archivo, donde permaneció hasta 1595, cuando Arnold Wion dejó nueva constancia del listado de pontífices a los que Malaquías había visto, junto con las consignas proféticas de Malaquías, empezando por Celestino II, en 1143, y terminando 111 papas después, con el supuesto último pontífice.

– Ni siquiera hay pruebas de que Malaquías tuviera visiones -apuntó Michener-. Si la memoria no me falla, todo eso fue un añadido llevado a cabo por terceros a finales del siglo diecinueve.

– Lee alguna de las consignas -pidió Ngovi con tranquilidad.

Fijó de nuevo la vista en las páginas que tenía en la mano. Según el vaticinio, el octogésimo primer papa sería «El lirio y la rosa», y Urbano VIII, pontífice por aquel entonces, era de Florencia, cuyo símbolo era una flor de lis roja. También era obispo de Spoletto, cuyo símbolo era la rosa. El nonagésimo cuarto papa sería «La rosa de Umbría», y Clemente XIII, antes de ser papa, era gobernador de Umbría. El «Peregrino apostólico» era la predicción para el nonagésimo sexto pontífice, y Pío VI terminaría sus días como prisionero errante de los revolucionarios franceses. León XIII fue el centésimo segundo pontífice, al que llamó «Luz en el cielo», y el escudo de armas de León mostraba un cometa. De Juan XXIII dijo que sería «Pastor y navegante», un juicio certero, ya que él mismo definió su pontificado como el de un pastor, y el distintivo del Vaticano II, el concilio que convocó, era una cruz y un barco. Además, antes de que fuera elegido, Juan era patriarca de Venecia, una antigua capital marítima.

Michener alzó la cabeza.

– Interesante, pero ¿qué tiene esto que ver con lo otro?

– Clemente fue el papa número 111, según Malaquías «De la gloria del olivo». ¿Recuerdas el Evangelio de san Marcos, capítulo 24, las señales del fin del mundo?

Lo recordaba: Jesús salió del templo y se alejaba cuando los discípulos alabaron la belleza de la construcción. «En verdad os digo», anunció él, «que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea demolida». Después, en el monte de los Olivos, los discípulos le suplicaron que dijera cuándo iba a suceder eso y cuál sería la señal del fin del mundo.

– En ese pasaje Cristo predijo el segundo advenimiento. Pero no creerá de verdad que el fin del mundo se acerca, ¿no?

– Tal vez no algo tan catastrófico, pero sí un claro final y un nuevo comienzo. Según las predicciones, Clemente sería el precursor de ese evento. Y aún hay más; de todos los papas que describió Malaquías desde 1143, el último de sus ciento doce es el actual pontífice, y en 1138 Malaquías vaticinó que se llamaría Petrus Romanus.

Pedro el Romano.

– Pero eso es una falacia -aseguró Michener-. Hay quien dice que Malaquías nunca dijo nada de un Pedro, que eso fue añadido en una edición del siglo diecinueve.

– Ojalá fuera cierto -afirmó Ngovi mientras se ponía unos guantes de algodón y abría con delicadeza el voluminoso manuscrito. El esfuerzo hizo crujir el antiguo pergamino-. Lee esto.

Michener miró las palabras, escritas en latín:

En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.

– Valendrea -empezó Ngovi- escogió el nombre de Pedro motu propio. ¿Entiendes ahora por qué estoy tan preocupado? Ésas son las palabras de Wion, supuestamente también las de Malaquías, escritas hace siglos. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionarlas? Quizás Clemente tuviese razón: planteamos demasiadas preguntas y hacemos lo que nos place, en lugar de lo que se supone hemos de hacer.

– ¿Cómo te explicas que este libro tenga casi quinientos años de antigüedad y que estas caracterizaciones se ajusten a estos papas? -preguntó el cardenal archivero-. Que diez o veinte sean correctas es coincidencia, pero un noventa por ciento es otra cosa, y de eso es de lo que estamos hablando. Sólo alrededor de un diez por ciento de las caracterizaciones parece no guardar relación alguna; la mayoría es sorprendentemente precisa. Y la última, Pedro, es exactamente la 112. Me estremecí cuando Valendrea adoptó ese nombre.

Las cosas se sucedían deprisa. Primero lo de Katerina, y ahora la posibilidad de que se acercara el fin del mundo. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» A Roma se la llamaba desde hacía tiempo «la ciudad de las siete colinas». Miró a Ngovi. La preocupación estaba escrita en el rostro del prelado.

– Colin, has de encontrar la copia de la traducción de Tibor. Si Valendrea cree que ese documento es vital, nosotros también deberíamos creerlo. Conocías a Jakob mejor que nadie. Descubre su escondite. -Ngovi cerró el manuscrito-. Puede que éste sea el último día que tengamos acceso a este archivo. Vamos a ser víctimas de una manía persecutoria, Valendrea está depurando a todos los disidentes. Quería que vieras esto directamente para que entendieras la gravedad. Lo que anotó la visionaria de Medjugorje es discutible, pero lo que escribió la hermana Lucía y tradujo el padre Tibor es otra cosa.

– No tengo idea de dónde podría estar ese documento. Ni siquiera me cabe en la cabeza que Jakob lo sacara del Vaticano.

– Yo era el único que conocía la combinación de la caja fuerte -dijo el cardenal archivero-. Y sólo la abrí para Clemente.

Al pensar de nuevo en la traición de Katerina lo invadió el vacío. Centrarse en otro asunto tal vez sirviera de ayuda, aunque sólo fuese durante un tiempo.

– Veré qué puedo hacer. Pero ni siquiera sé por dónde empezar.

El gesto de Ngovi era adusto.

– Colin, no quiero dramatizar más de lo necesario, pero puede que el destino de la Iglesia esté en tus manos.

57

15:30


Valendrea se excusó ante la multitud que se hallaba reunida en la sala de audiencias para felicitarlo. El grupo había llegado desde Florencia para desearle suerte, y antes de marcharse él les aseguró que la primera vez que saliera del Vaticano iría a la Toscana.

Ambrosi lo esperaba en el cuarto piso. Su secretario había abandonado la sala de audiencias hacía media hora, y él sentía curiosidad por saber la razón.

– Santo Padre -informó Ambrosi-, Michener se reunió con Ngovi y el cardenal archivero después de verlo a usted.

Ahora entendía la urgencia.

– ¿De qué hablaron?

– Hablaron a puerta cerrada en una de las salas de lectura. El sacerdote que tengo en el archivo no pudo enterarse de nada, salvo que consultaron un libro, uno que por lo común sólo puede manipular el archivero.

– ¿Cuál?

– El Lignum Vitae.

– ¿Las profecías de Malaquías? Tienes que estar de broma. Eso son tonterías. De todas formas, es una pena que no sepamos de que han hablado.

– Estoy en vías de reinstalar las escuchas, pero llevará tiempo.

– ¿Cuándo tiene previsto marcharse Ngovi?

– Ya ha desocupado la oficina. Me han dicho que saldrá para África dentro de unos días, pero por ahora continúa en su apartamento.

Y seguía siendo camarlengo. Valendrea todavía no había decidido cuál sería su sustituto. Dudaba entre tres cardenales que no habían vacilado a la hora de prestarle su apoyo en el cónclave.

– He estado pensando en los efectos personales de Clemente. El facsímil de Tibor ha de hallarse entre ellos. Clemente esperaba que fuera Michener y no otro quien recogiera sus cosas.

– ¿Qué quiere decir, Santo Padre?

– No creo que Michener vaya a darnos nada. Nos desprecia. No, se lo entregará a Ngovi. Y no puedo permitir que eso ocurra.

Observó a Ambrosi para ver cómo reaccionaba, y su viejo amigo no lo decepcionó.

– ¿Prefiere tomar medidas? -le preguntó el secretario.

– Hemos de demostrarle a Michener que vamos en serio. Pero esta vez no lo harás tú, Paolo. Llama a nuestros amigos y solicita su ayuda.

Michener entró en el apartamento en el que vivía desde que falleció Clemente. Había pasado las dos últimas horas paseando por las calles de Roma. La cabeza había empezado a dolerle hacía media hora, una de esas jaquecas de cuya recurrencia le había advertido el médico bosnio, de modo que fue directo al cuarto de baño y se tomó dos aspirinas. El médico también le había dicho que se sometiera a un chequeo cuando volviera a Roma, pero ahora no tenía tiempo.

Se desabrochó la sotana y la tiró en la cama. El reloj de la mesilla de noche marcaba las seis y media de la tarde. Aún sentía en él las garras de Valendrea. Que Dios ayudara a la Iglesia católica. Un hombre sin miedo era peligroso. Valendrea parecía dispararse, sin que ello le preocupara, por momentos, y el poder absoluto le confería opciones ilimitadas. Luego estaba lo que había dicho supuestamente Malaquías. Sabía que debía pasar por alto esa estupidez, pero empezaba a sentirse aterrorizado. Se avecinaban problemas, estaba seguro.

Se puso un vaquero y una camisa de solapas abotonadas, salió al salón y se acomodó en el sofá. No dio la luz a propósito. ¿De verdad habría purgado Valendrea algo de la Riserva hacía décadas? ¿Había hecho Clemente eso mismo recientemente? ¿Qué estaba pasando? Era como si la realidad se hubiese vuelto del revés. A su alrededor todo y todos parecían culpables. Y, para colmo, era posible que un obispo irlandés que vivió hacía novecientos años hubiese predicho el fin del mundo con la llegada de un papa llamado Pedro.

Se frotó las sienes en un intento de aliviar el dolor. Por las ventanas se colaban algunos rayos de débil luz. Bajo el alféizar, en la sombra, se encontraba el baúl de roble de Jakob Volkner. Recordó que estaba cerrado con llave el día que lo sacó todo del Vaticano. Sin duda parecía el sitio indicado para que Clemente ocultara algo importante. Nadie se habría atrevido a echar un vistazo.

Se arrastró hasta él por la alfombra.

Estiró el brazo, encendió una de las lámparas y escudriñó la cerradura. No quería forzar el baúl y estropearlo, así que se puso cómodo para pensar cuál era el mejor proceder.

La caja de cartón que había traído de las dependencias pontificias el día después de que muriera el Papa se encontraba a unos metros. Dentro estaban todas las pertenencias de Clemente. Acercó la caja y se puso a hurgar entre las cosas que en su día adornaran los aposentos papales. La mayoría le trajo buenos recuerdos: un reloj de la Selva Negra, unos bolígrafos especiales, una fotografía enmarcada de los padres de Clemente.

Una bolsa de papel gris contenía la Biblia de Clemente. La habían enviado desde Castelgandolfo el día del funeral, y él no la había abierto, se había limitado a llevarla al apartamento y meterla en la caja.

Admiró la tapa de piel blanca, el dorado canto ajado por el tiempo. Abrió la portada con reverencia. Allí decía, en alemán: POR EL DÍA DE TU ORDENACIÓN. TE QUIEREN: TUS PADRES.

Clemente hablaba mucho de sus padres. Los Volkner formaban parte de la aristocracia bávara en la época de Luis I, y la familia fue antinazi, jamás apoyó a Hitler, ni siquiera en los gloriosos días previos a la guerra. Sin embargo, no eran insensatos, y mantuvieron su disensión para sí, haciendo discretamente lo que pudieron para ayudar a los judíos de Bamberg. El padre de Volkner escondió los ahorros de dos familias del lugar y los protegió hasta el final de la contienda. Por desgracia nadie volvió a reclamar el dinero, y él entregó cada uno de esos marcos a Israel. Un regalo del pasado con la esperanza de tener un futuro.

Se le pasó por la cabeza la visión de la última noche.

El rostro de Jakob Volkner.

«No sigas desoyendo al Cielo. Haz lo que te pedí. Recuerda que vale la pena contar con un servidor fiel.»

«¿Cuál es mi destino, Jakob?»

Pero fue la imagen del padre Tibor la que le respondió:

«Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento» el mensajero que anunciará que Dios está vivo.»

¿Qué significaba aquello? ¿Era real? ¿O tan sólo el delirio de un cerebro sacudido por el rayo?

Empezó a hojear la Biblia. Sus páginas eran como de tela. En algunas había cosas subrayadas, y en otras notas garabateadas en el margen. Prestó atención a los pasajes marcados.

Hechos de los Apóstoles 5:29: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.»

Epístola de Santiago 1:27: «La práctica religiosa pura e inmaculada ante Dios Padre es ésta: asistir a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y guardarse incontaminado frente al mundo.»

Evangelio de san Mateo 15:3-6: «¿Por qué traspasáis vosotros el precepto de Dios por vuestras tradiciones? Y habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición.»

Evangelio de san Mateo 5:19: «Si, pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos.»

Daniel 4:23: «Tu reino te quedará cuando reconozcas que el cielo es quien domina.»

Evangelio de san Juan 8:28: «Y no hago nada de mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo.»

Una selección interesante. ¿Más mensajes de un Papa desazonado? ¿O tan sólo fragmentos escogidos al azar?

Del borde inferior del libro sobresalían cuatro hilos de seda de color que se entrelazaban más arriba. Los agarró y se situó en las páginas señaladas. Embutida en la cubierta había una delgada llave de plata.

¿Lo había hecho Clemente a propósito? La Biblia se hallaba en Castelgandolfo, en la mesilla de noche, junto a la cama de Clemente. Puede que el Papa supusiera que nadie salvo Michener la examinaría.

Sacó la llave, a sabiendas de lo que abría.

La introdujo en la cerradura del baúl, los resortes cedieron y la tapa se abrió.

Dentro había unos sobres, un centenar o más, todos ellos dirigidos a Clemente por una mano femenina. Las direcciones variaban: Munich, Colonia, Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo, Varsovia, Roma, todos ellos lugares en los que había estado destinado Clemente. Las señas del remitente de todos los sobres era la misma, y él sabía quién era ese remitente, pues había estado un cuarto de siglo ocupándose del correo de Volkner. Se llamaba Irma Rahn, y era una amiga de la infancia. Él nunca había hecho muchas preguntas sobre ella, y Clemente sólo le había confiado que crecieron juntos en Bamberg.

El Papa mantenía una correspondencia regular con algunos viejos amigos. Sin embargo todos los sobres del baúl eran de Rahn. ¿Por qué dejaba Clemente semejante legado? ¿Por qué no los había destruido? Sus implicaciones podían malinterpretarse con facilidad, sobre todo por parte de enemigos como Valendrea. Con todo, parecía que Clemente había decidido que merecía la pena arriesgarse.

Dado que ahora eran de su propiedad, abrió uno de ellos, sacó la carta y se puso a leer.

58

Jakob:

Al ver las noticias de lo ocurrido en Varsovia se me partió el corazón. Oí mencionar tu nombre, ya que estabas allí, entre la multitud, cuando se produjeron los disturbios. Nada les gustaría más a los comunistas que tú y los otros obispos sucumbieran. Sentí alivio al recibir tu carta, y me alegró saber que estabas ileso. Espero que Su Santidad permita que seas destinado a Roma, donde sé que estarás a salvo. Sé que tú nunca cursarías semejante petición, pero rezo a Nuestro Señor para que ocurra. Espero que puedas venir a casa por Navidad, me encantaría pasar las vacaciones a tu lado. Si es posible, házmelo saber. Como siempre, espero tener noticias tuyas. Ya sabes, querido Jakob, lo mucho que te quiero.

Jakob:

Hoy fui a la tumba de tus padres. Corté la hierba y limpié las lápidas. También dejé un ramillete de lirios con tu nombre. Es una pena que no vivieran para ver hasta dónde has llegado: arzobispo de la Iglesia, tal vez un día incluso cardenal. Lo que has hecho es tu legado para ellos. Mis padres y los tuyos soportaron tantas cosas, demasiadas a decir verdad. Rezo todos los días por la liberación de Alemania. Quizás con hombres buenos como tú nuestro legado pueda ser bueno. Espero que estés bien de salud. Yo estoy como una rosa; parece que tengo la suerte de gozar de una salud de hierro. Puede que esté en Munich las próximas tres semanas. Si voy, te llamaré. Tengo muchas ganas de volver a verte. Las preciosas palabras de tu última carta me reconfortan. Cuídate, querido Jakob. Con todo mi cariño.

Jakob:

Eminentísimo cardenal; un título que mereces. Dios bendiga a Juan Pablo por haberte ascendido. Gracias de nuevo por dejarme asistir al consistorio, seguro que nadie sabía quién era yo. Me senté en uno de los laterales y guardé silencio. Tu Colin Michener se encontraba allí, parecía tan orgulloso. Es un joven apuesto, como me describiste. Conviértelo en el hijo que siempre quisimos tener. Mírate en él como tu padre se miró en ti, deja un legado, Jakob, a través de él. No hay nada malo en eso, ni tus votos a la Iglesia ni tu Dios lo prohíben. Aún se me humedecen los ojos al recordar cómo te coronó el Papa con el capelo escarlata. Nunca en toda mi vida me había sentido más orgullosa. Te quiero, Jakob, y sólo espero que nuestro vínculo sea fuente de fortaleza. Cuídate, amor mío, y escribe pronto.

Jakob:

Karl Haigl murió hace unos días. En el funeral recordé la época en que los tres éramos niños y jugábamos en el río los días calurosos de verano. Era un hombre tan bueno… De no haber sido por ti, tal vez lo hubiese amado, aunque sospecho que ya lo sabes. Su esposa falleció hace unos años, y él vivía solo. Sus hijos son desagradecidos y egoístas. ¿Qué ha sido de nuestros jóvenes? ¿Acaso no aprecian sus orígenes? Solía cenar muchas veces con él, y luego nos sentábamos a charlar. Te admiraba tanto. El canijo de Jakob cardenal de la Iglesia católica y ahora su secretario de Estado. A un paso del papado. Le habría gustado volver a verte, es una lástima que no fuera posible. Bamberg no ha olvidado a su obispo, y sé que su obispo no ha olvidado el lugar en que pasó su juventud. He estado rezando mucho por ti estos últimos días, Jakob. El Papa no se encuentra bien, y pronto habrá un nuevo pontífice. Le he pedido al Señor que vele por ti. Puede que escuche la súplica de una anciana que ama profundamente a su Dios y a su cardenal. Cuídate.

Jakob:

Te he visto aparecer en el balcón de San Pedro por televisión. El orgullo y el amor que sentí fueron indescriptibles. Mi Jakob es ahora Clemente, un nombre sabiamente elegido. Al oírlo recordé los tiempos en que tú y yo íbamos a la catedral a visitar el sepulcro. Me acuerdo de cómo imaginabas a Clemente II, un alemán que había llegado a ser Papa. Incluso entonces eran clarividentes tus ojos. De alguna manera él formaba parte de ti, y ahora tú eres el papa Clemente XV. Sé prudente, querido Jakob, pero valeroso. Tienes a la Iglesia en tus manos, para moldearla o para quebrarla. Haz que la gente recuerde con orgullo a Clemente XV. Peregrinar a Bamberg sería estupendo, intenta organizarlo algún día. Llevo tanto tiempo sin verte. Unos breves instantes, incluso en público, bastarían. Mientras tanto, que lo nuestro te conforte el corazón y apacigüe tu alma. Guía el rebaño con fortaleza y dignidad. Mi corazón está siempre contigo.

59

21:00


Katerina se acercó al edificio donde vivía Michener. La oscura calle estaba desierta y llena de coches. Las ventanas abiertas le permitieron oír conversaciones, chillidos infantiles y retazos de música. Del bulevar que se extendía a unos cuarenta y cinco metros a sus espaldas llegaba el ruido sordo del tráfico.

En el apartamento de Michener se veía luz, y ella se refugió en un portal de la calle de enfrente, a salvo entre las sombras, y se quedó mirando al tercero.

Tenían que hablar. Él debía entender que no lo había traicionado, no le había contado nada a Valendrea. Con todo, había abusado de su confianza. Michener no se había enfadado tanto como ella esperaba, más bien estaba dolido, lo cual la hacía sentir peor. ¿Cuándo iba a aprender? ¿Por qué seguía cometiendo los mismos errores? ¿Es que no podía hacer por una vez lo correcto por el motivo correcto? Podía mejorar, pero había algo que siempre parecía impedírselo.

Permaneció en la negrura, reconfortada por la soledad, firme sobre lo que tenía que hacer. No había señales de movimiento en la ventana del tercer piso, y se preguntó si Michener estaría allí.

Justo cuando se armaba de valor para cruzar la calle, un coche giró en el bulevar y avanzó despacio hacia el edificio. Los faros barrían un tramo de calle, y ella se pegó a la pared, sumiéndose en la oscuridad. Los faros se apagaron y el vehículo se detuvo.

Un Mercedes cupé oscuro.

La puerta trasera se abrió, y salió un hombre. Al resplandor de la luz interior vio que era alto, el delgado rostro dividido por una nariz larga y afilada. Llevaba un traje gris holgado, y a ella no le gustó el brillo de sus ojos oscuros. Había visto hombres así antes. En el coche había otros dos tipos: uno al volante, y el otro en el asiento de atrás. El cerebro le dijo que aquello significaba problemas. Seguro que los enviaba Ambrosi.

El alto entró en el edificio de Michener, y el Mercedes siguió su camino calle abajo.

La luz del piso de Michener continuaba encendida.

No había tiempo para llamar a la policía.

Salió del portal y cruzó la calle a la carrera.

Michener terminó de leer la última carta y se quedó mirando los sobres que había desparramados a su alrededor. Llevaba las últimas dos horas leyendo cada palabra que Irma Rahn había escrito. Sin duda el baúl no encerraba la correspondencia de toda su vida. Tal vez Volkner hubiese guardado únicamente las misivas que tenían algún significado. La más reciente estaba fechada dos meses atrás: otra carta conmovedora en la que Irma se lamentaba de la salud de Clemente, preocupada por lo que veía en televisión, instándole a que se cuidara.

Repasó todos aquellos años y comprendió algunos de los comentarios que Volkner hiciera, en particular cuando hablaban de Katerina.

«¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido? Además, ¿tan malo fue? ¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón que estaba mal?»

Y, justo antes de morir, la curiosa afirmación de Clemente al preguntar por Katerina y el tribunal: «Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.»

Pensó que su amigo sólo pretendía consolarlo, pero ahora caía en la cuenta de que había más.

«Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer.»

Recordó las preguntas que Clemente planteara en Castelgandolfo, horas antes de que falleciera: «¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?»

No pudo evitar preguntarse hasta dónde habría llegado la relación. ¿Había roto el Papa el voto del celibato? ¿Había hecho lo mismo de que se acusaba a Tom Kealy? Nada en las cartas lo indicaba, lo cual, de por sí, no quería decir nada. Después de todo ¿quién escribiría semejante cosa?

Se recostó en el sofá y se frotó los ojos.

La traducción del padre Tibor no se encontraba en el baúl. Había revisado cada sobre, leído cada carta por si Clemente había escondido el papel en una de ellas. A decir verdad no mencionaba nada ni remotamente relacionado con Fátima. Su esfuerzo parecía otro callejón sin salida. Estaba justo donde empezó, salvo que ahora sabía de la existencia de Irma Rahn.

«No se olvide de Bamberg.»

Eso fue lo que le dijo Jasna. Y ¿qué le había dicho Clemente en el último mensaje? «Preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante tal vez mi legado pueda descansar allí.»

Y luego la tarde en la solana de Castelgandolfo y lo que musitó Clemente:

«Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima.»

«¿Qué hay en ella?»

«Parte de lo que me mandó el padre Tibor.»

¿Parte? No pilló la indirecta hasta ese instante.

De nuevo se le pasó por la cabeza el viaje a Turín, junto con los acalorados comentarios de Clemente sobre su lealtad y sus aptitudes. Y el sobre. «¿Te importaría echarme esto al correo?» Iba dirigido a Irma Rahn. A él no le pareció extraño, pues le había enviado numerosas cartas a lo largo de los años. Sin embargo era raro que le pidiera mandarla desde allí y en persona. Clemente había estado en la Riserva la noche anterior. Él y Ngovi habían permanecido fuera esperando mientras el Papa estudiaba el contenido de la caja. Una ocasión perfecta para sustraer algo. Lo cual significaba que cuando Clemente y Valendrea bajaron a la Riserva días después, la copia de la traducción ya había desaparecido. ¿Qué le había preguntado él antes a Valendrea?

«¿Cómo sabe que estaba allí?»

«No lo sé, pero nadie volvió al archivo después de aquel viernes por la noche, y Clemente murió a los dos días.»

La puerta del apartamento se abrió de golpe.

La habitación estaba iluminada únicamente por una lámpara y, en las sombras, un tipo alto y delgado avanzaba hacia él. Fue arrancado del suelo, y un puño se hundió en su abdomen.

Sus pulmones se quedaron sin aire.

El asaltante le propinó otro golpe en el pecho que lo hizo tambalearse hacia el dormitorio. La impresión lo había paralizado. Él nunca había participado en una pelea. El instinto le decía que levantara los brazos para protegerse, pero el hombre volvió a acertarle en el estómago. El impacto lo lanzó sobre la cama.

Jadeando, miró la oscura silueta, preguntándose qué sería lo siguiente. El hombre se sacó algo del bolsillo, un rectángulo negro de unos quince centímetros con unos brillantes dientes metálicos que sobresalían de un extremo como si fuesen tenazas. De repente percibió un destello entre los dientes.

Un arma paralizadora.

La guardia suiza las llevaba para proteger al Papa sin usar balas. A él y a Clemente se las habían enseñado y les habían explicado que una pila de nueve voltios se podía transformar en doscientos mil voltios capaces de inmovilizar a alguien rápidamente. Vio la corriente blanquiazul saltar de un electrodo a otro, haciendo chasquear el aire que quedaba atrapado en medio.

El hombre esbozó una sonrisa.

– Ahora vamos a divertirnos un rato -le dijo en italiano.

Michener reunió todas sus fuerzas y se levantó de un salto, describió un arco con la pierna y golpeó el brazo extendido del otro. El arma salió volando hacia la puerta abierta.

Aquella acción pareció sorprender a su agresor, pero éste se recuperó y le propinó a Michener un revés en el rostro que lo tumbó en la cama.

La mano del hombre desapareció en otro bolsillo. Tras oír un clic surgió una navaja. El hombre avanzó con el arma bien asida en la mano, y Michener se preparó para la embestida al tiempo que se preguntaba qué sentiría cuando lo apuñalara.

Pero no sintió nada.

En su lugar se oyó un chasquido eléctrico y el tipo se estremeció. Clavó los ojos en el cielo, dejó caer los brazos, y su cuerpo empezó a sufrir convulsiones y violentos espasmos. La navaja se desprendió cuando los músculos dejaron de responderle y él se desplomó en el suelo.

Michener se incorporó.

Detrás del asaltante estaba Katerina, que arrojó el arma a un lado y corrió hacia él.

– ¿Estás bien?

Él se sujetaba el estómago, pugnando por respirar.

– ¿Colin, te encuentras bien?

– ¿Quién demonios era… ése?

– Ahora no es momento. Hay otros dos abajo.

– ¿Qué sabes tú… que yo no sepa?

– Te lo explicaré luego. Tenemos que irnos.

El cerebro de Michener se puso en marcha de nuevo.

– Coge mi bolsa de viaje. Está… ahí. Es la de Bosnia, aún no la he deshecho.

– ¿Vas a algún sitio?

Él no quiso responder, y Katerina pareció entender su silencio.

– No vas a decírmelo -razonó ella.

– ¿Por qué has… venido?

– Vine a hablar contigo, a intentar explicarme. Pero llegaron ese tipo y otros dos.

Michener trató de levantarse de la cama, pero un dolor agudo se lo impidió.

– Estás herido -observó ella.

Él expulsó el aire que tenía en los pulmones.

– ¿Sabías que iba a venir ese tipo?

– No me puedo creer que hagas esa pregunta.

– Contéstame.

– Vine a hablar contigo y oí el paralizador. Te vi quitárselo de una patada y luego vi la navaja, así que agarré ese chisme e hice lo que pude. Creí que estarías agradecido.

– Lo estoy. Dime lo que sabes.

– Ambrosi me atacó la noche que quedamos con el padre Tibor en Bucarest. Dejó claro que si no cooperaba se armaría la de San Quintín. -Señaló el bulto del suelo-. Supongo que ése tendrá algo que ver con él, pero no sé por qué ha venido por ti.

– Imagino que Valendrea estaba descontento con la discusión que mantuvimos hoy y decidió forzar la situación. Me dijo que no me gustaría el siguiente mensajero que me enviaría.

– Tenemos que irnos -insistió ella.

Michener se acercó a la bolsa de viaje y se puso unas zapatillas de deporte. El dolor de estómago hizo que se le saltaran las lágrimas.

– Te quiero, Colin. Lo que hice estuvo mal, pero lo hice por un buen motivo. -Las palabras salieron atropelladamente. Necesitaba pronunciarlas.

Él se la quedó mirando.

– Es difícil discutir con alguien que acaba de salvarte la vida.

– No quiero discutir.

Él tampoco quería. Quizás no debiera ser tan moralizador. Él tampoco había sido completamente franco con ella. Se inclinó y le tomó el pulso al agresor.

– Probablemente esté bastante cabreado cuando despierte. Preferiría no estar cerca.

Se encaminó hacia la puerta del apartamento y divisó las cartas y los sobres esparcidos por el suelo. Había que destruirlos. Se dirigió hacia ellos.

– Colin, tenemos que salir de aquí antes de que los otros decidan subir.

– Tengo que recoger esto…

Al punto oyó zapatazos en las escaleras, tres pisos más abajo.

– Colin, no tenemos tiempo.

Cogió unos puñados de cartas y metió lo que pudo en la bolsa, si bien sólo logró hacerse con la mitad. Luego se puso en pie y salieron de allí. Él señaló hacia arriba, y subieron de puntillas hasta el cuarto mientras los pasos resonaban con mayor nitidez. El dolor que sentía en el costado le dificultaba el caminar, pero la adrenalina lo impulsaba a seguir adelante.

– ¿Cómo vamos a salir de aquí? -susurró ella.

– Hay otra escalera en la parte de atrás. Da a un patio. Sigúeme.

Recorrieron el pasillo con cautela, alejándose de la fachada del edificio. Dio con la escalera justo cuando vieron aparecer a dos hombres a quince metros.

Michener bajó las escaleras de tres en tres. Un dolor electrizante le quemaba el abdomen. La bolsa de viaje golpeándole el tórax no hacía sino aumentar el sufrimiento. Giraron en el descansillo, llegaron a la planta baja y salieron disparados del edificio.

Al otro lado el patio estaba lleno de coches que sortearon zigzagueando. Michener la guió hasta un arco que desembocaba en el concurrido bulevar. Los coches pasaban a toda velocidad, y la gente abarrotaba las aceras. Gracias a Dios a los romanos les gustaba cenar tarde.

Divisó un taxi que se arrimaba al bordillo, a quince metros.

Agarró a Katerina y fue directo hacia el tiznado vehículo. Al volver la cabeza vio a dos hombres que salían del patio.

Éstos lo localizaron y echaron a correr hacia ellos.

Michener consiguió alcanzar el taxi, abrió de un tirón la puerta de atrás y se subieron a él.

– ¡Arranque! -gritó en italiano.

El coche avanzó entre sacudidas, y él vio por la luneta que los hombres cejaban en su empeño.

– ¿Adonde vamos? -inquirió Katerina.

– ¿Llevas encima el pasaporte?

– Lo tengo en la cartera.

– Al aeropuerto -ordenó al taxista.

60

23:40


Valendrea se arrodilló ante el altar de una capilla erigida por orden expresa de su querido Pablo VI. Clemente la rehuía, prefería una habitación más pequeña que había al fondo del pasillo, pero él pretendía utilizar aquel espacio ricamente ornado para celebrar a diario una misa matutina, momento en el cual unos cuarenta invitados especiales podrían compartir la celebración con su pontífice. Después unos minutos de su tiempo y una fotografía cimentarían su lealtad. Clemente nunca se había servido del boato de su oficio -otro de sus muchos errores-, pero Valendrea pensaba sacar el máximo partido a lo que los Papas habían logrado tras siglos de arduo trabajo.

El personal se había retirado a dormir, y Ambrosi se estaba encargando de Colin Michener. Agradecía ese tiempo en soledad, ya que tenía que rezarle a un Dios que sabía que lo escuchaba.

Se preguntó si debía ofrecer el tradicional padrenuestro o alguna otra oración, pero al final decidió que lo más adecuado sería entablar una conversación sincera. Además, él era el Sumo Pontífice de la Iglesia. Si no tenía derecho a hablar abiertamente con el Señor, ¿quién lo tenía?

Comprendió que lo que había sucedido antes con Michener -el hecho de haber podido leer el décimo secreto de Medjugorje- era una señal divina. Le había sido permitido conocer los mensajes de Medjugorje y Fátima por una razón, de modo que era evidente que el asesinato del padre Tibor había sido justificado. Aunque uno de los mandamientos prohibía matar, los Papas habían masacrado a millones de personas en nombre del Señor durante siglos. Y lo de ahora no era una excepción: la amenaza a la Iglesia era real. Aunque Clemente XV había fallecido, su protegido vivía, y el legado de Clemente seguía existiendo. No podía tolerar que los riesgos adquirieran proporciones aún mayores; el asunto requería una resolución definitiva. Al igual que sucediera con el padre Tibor, también había que encargarse de Colin Michener.

Unió las manos, alzó la vista al torturado rostro de Cristo en el crucifijo y le suplicó con reverencia al hijo de Dios que lo guiara. Estaba claro que lo habían elegido Papa por un motivo, y además se había visto impulsado a escoger el nombre de Pedro. Con anterioridad a esa tarde había pensado que ambas cosas no eran más que el resultado de su propia ambición, pero ahora sabía la verdad: él era el conducto, Pedro II. A su juicio sólo había un camino, y dio gracias al Todopoderoso por poseer la fortaleza necesaria para hacer lo que había que hacer.

– Santo Padre.

El aludido se santiguó y se levantó del reclinatorio. Ambrosi se hallaba a la puerta de la escasamente iluminada capilla. La preocupación se reflejaba en el rostro de su asistente.

– ¿Qué ha sido de Michener?

– Ha escapado, con la señorita Lew. Pero hemos encontrado una cosa.

Valendrea echó un vistazo al alijo de cartas y se quedó maravillado con esa última sorpresa: Clemente XV tenía una amante. Aunque nada hacía entrever que hubiese cometido un pecado mortal -y para un sacerdote la violación del sacerdocio constituiría un grave pecado mortal-, el significado era incuestionable.

– Esto no deja de asombrarme -le dijo a Ambrosi, levantando la vista.

Se hallaban en la biblioteca, la misma estancia donde se había enfrentado a Michener ese mismo día. Recordó algo que Clemente le dijo hacía un mes, cuando el Papa se enteró de que el padre Kealy había ofrecido diversas opciones al tribunal: «Quizás simplemente debamos escuchar un punto de vista contrario.» Ahora entendía por qué Volkner se había mostrado tan comprensivo. Al parecer el celibato no era algo que el alemán se tomara en serio. Miró con fijeza a Ambrosi.

– Esto tiene la misma trascendencia que el suicidio. Nunca me di cuenta de lo complejo que era Clemente.

– Y por lo visto ingenioso -apuntó Ambrosi-. Sacó el texto del padre Tibor de la Riserva, seguro de lo que usted haría con posterioridad.

No le importaba demasiado que Ambrosi le recordara lo predecible que resultaba, pero no dijo nada. En su lugar ordenó:

– Haz pedazos esas cartas.

– ¿No deberíamos conservarlas?

– No podríamos utilizarlas, por mucho que me agrade la idea. Hay que conservar el recuerdo de Clemente, desacreditarlo no haría sino desacreditarnos a todos, y eso es algo que no puedo permitirme. Saldríamos escaldados por empañar la memoria de un muerto. Destrúyelas. -Preguntó lo que de verdad quería saber-: ¿Adonde han ido Michener y la señorita Lew?

– Nuestros amigos están haciendo averiguaciones en la compañía de taxis. Pronto lo sabremos.

Antes se le había ocurrido que tal vez el baúl personal de Clemente fuera su escondite, pero con lo que sabía ahora sobre la personalidad del que fuera su enemigo, daba la impresión de que el alemán había sido mucho más listo. Cogió uno de los sobres y leyó las señas del remitente: irma rahn, hinterholz 19, bamberg, alemania.

Oyó un suave repiqueteo, y Ambrosi se sacó un móvil de la sotana. Tras una breve conversación éste colgó.

Él seguía mirando fijamente el sobre.

– Deja que adivine. Fueron al aeropuerto.

Ambrosi asintió.

Valendrea le tendió el sobre a su amigo.

– Localiza a esta mujer, Paolo, y encontrarás lo que buscamos. Michener y la señorita Lew también estarán allí. Han ido a verla.

– ¿Cómo puede estar seguro?

– Nunca se puede estar seguro de nada, pero es una buena conjetura. Ocúpate tú mismo de esto.

– ¿No es arriesgado?

– Se trata de un riesgo que hemos de correr. Estoy seguro de que sabrás ocultar tu presencia.

– Naturalmente, Santo Padre.

– Quiero que rompas en pedazos la traducción de Tibor en cuanto la encuentres. Me da igual cómo, tú hazlo, Paolo. Cuento contigo en esto. Si alguien, y me refiero a cualquiera -la mujer esta de Clemente, Michener, Lew, no importa quién-, lee esas palabras o sabe de ellas mátalo. No vaciles, elimínalo sin más.

Ni uno solo de los músculos faciales de su secretario se movió. Los ojos, como los de un ave de rapiña, lo miraron con intensidad. Valendrea estaba al corriente de las disensiones entre Ambrosi y Michener, incluso las había alentado, ya que nada como compartir un odio para ganarse la lealtad de alguien. De modo que las próximas horas serían tremendamente satisfactorias para su viejo amigo.

– No lo decepcionaré, Santo Padre -prometió Ambrosi en voz queda.

– No soy yo quien debería preocuparte a ese respecto. El Señor nos ha encomendado una misión, y hay mucho en juego. Muchísimo.

61

Bamberg, Alemania

Viernes, 1 de diciembre


10:00


Paseando por las calles adoquinadas de Bamberg, Michener no tardó en comprender por qué Jakob Volkner amaba esa ciudad. Él nunca había estado allí, pues los escasos viajes que Volkner realizó a su casa fueron en solitario. Tenían previsto acudir en misión apostólica el año siguiente como parte de un peregrinaje por Alemania que incluiría distintas poblaciones. Volkner le había confesado lo mucho que quería visitar la tumba de sus padres, decir misa en la catedral y ver a sus viejos amigos, lo cual volvía su suicidio más desconcertante, ya que la planificación de tan feliz viaje se hallaba bastante avanzada cuando Clemente murió.

Bamberg se hallaba en la confluencia del veloz río Regnitz con el sinuoso Meno. La mitad eclesiástica de la ciudad coronaba las lomas y exhibía un palacio episcopal, un monasterio y la catedral. Las arboladas cimas habían sido antaño el hogar de príncipes obispos. Aferrada a las laderas inferiores, a las orillas del Regnitz, se alzaba la parte secular, donde siempre habían dominado los negocios y el comercio. El simbólico punto de encuentro de ambas mitades era el río, donde políticos con vista levantaron hacía siglos un ayuntamiento cuyas paredes lucían entramados de madera y vivos frescos; el Rathaus se encontraba en una isla en medio, y un puente de piedra salvaba el río, partiendo en dos la construcción y conectando ambos mundos.

Katerina y él volaron de Roma a Munich y pasaron la noche cerca del aeropuerto. Por la mañana alquilaron un coche y condujeron durante casi dos horas en dirección norte, al centro de Baviera, atravesando la selva de Franconia. Ahora se hallaban en la Maxplatz, donde un animado mercado inundaba la plaza. Otros comerciantes estaban ocupados montando el mercado navideño, que abriría ese mismo día, algo más tarde. El frío aire le agrietaba los labios, el sol salía a ratos, y la nieve cubría el suelo. Él y Katerina, que no estaban preparados para el cambio de temperatura, habían entrado en una de las tiendas y comprado abrigos, guantes y botas.

A su izquierda, la iglesia de San Martín proyectaba una sombra alargada en la atestada plaza. A Michener se le había ocurrido que tal vez fuera provechoso charlar con el párroco, seguro de que éste sabría de Irma Rahn. Y lo cierto es que se mostró complaciente, sugiriendo que tal vez estuviera en San Gangolf, la parroquia que había a unas cuantas manzanas al norte, al otro lado del canal.

La encontraron ocupándose de una de las capillas laterales, bajo un Cristo crucificado que lanzaba una mirada afligida. El aire olía a incienso suavizado por el perfume de la cera de abeja. Irma era diminuta, su pálida tez y sus rasgos insinuaban todavía una belleza que la edad no había logrado marchitar. De no haber sabido que frisaba los ochenta, Michener habría jurado que tendría sesenta y tantos.

La vieron hacer una reverente genuflexión cada vez que pasaba ante el crucifijo. Michener se adelantó y atravesó una verja de hierro abierta. Lo invadió una extraña sensación. ¿Se estaba entrometiendo en algo que no era asunto suyo? Pero desechó la idea. Después de todo había sido el propio Clemente quien le había indicado el camino.

– ¿Es usted Irma Rahn? -le preguntó en alemán.

Ella se volvió hacia él. El plateado cabello le llegaba por los hombros. Sus pómulos y su piel cetrina no tenían ni gota de maquillaje. La arrugada barbilla era redonda y delicada, los ojos conmovedores y compasivos.

Ella se acercó a él y repuso:

– Me preguntaba cuánto tardaría en llegar.

– ¿Cómo sabe quién soy? No nos conocemos.

– Pero sé quién es usted.

– ¿Me esperaba?

– Sí. Jakob dijo que vendría. Y él siempre acertaba… sobre todo en lo tocante a usted.

Entonces él cayó en la cuenta.

– En la carta de Turín. ¿Lo mencionó allí?

Ella asintió.

– Tiene lo que estoy buscando, ¿no es cierto?

– Eso depende. ¿Viene en su nombre o en nombre de otro?

Una extraña pregunta, cuya respuesta él sopesó.

– Vengo en nombre de mi Iglesia.

La mujer sonrió de nuevo.

– Jakob dijo que contestaría eso. Lo conocía a usted bien.

Michener señaló a Katerina y las presentó. La anciana esbozó una cálida sonrisa, y ambas mujeres se estrecharon la mano.

– Encantada de conocerla. Jakob dijo que quizás viniera usted también.

62

Ciudad del Vaticano, 10:30

Valendrea se puso a hojear el Lignum Vitae. El archivero estaba delante de él. Había ordenado al anciano cardenal que se presentara en la cuarta planta con el volumen. Quería ver con sus propios ojos qué interesaba tanto a Ngovi y Michener.

Encontró el pasaje de la profecía de Malaquías que se ocupaba de Pedro el Romano, al final de las ochocientas páginas de Arnold Wion:

En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.

– ¿De veras se cree esta basura? -le preguntó al archivero.

– Es usted el Papa número 112 de la lista de Malaquías, el último que se menciona. Y él dijo que usted elegiría ese nombre.

– De modo que la Iglesia se enfrenta al Apocalipsis. «En la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» ¿Acaso lo cree? No es posible que sea tan ignorante.

– Roma es la ciudad de las siete colinas, se la llama así desde la Antigüedad. Y su tono me resulta ofensivo.

– Me da igual que le resulte ofensivo. Sólo quiero saber de qué hablaron usted, Ngovi y Michener.

– No voy a decirle nada.

Señaló el manuscrito.

– Entonces dígame por qué se cree esta profecía.

– Como si importara lo que yo piense.

Valendrea se levantó de la mesa.

– Importa y mucho, Eminencia. Considérelo su acto final para la Iglesia. Tengo entendido que hoy es su último día.

El rostro del anciano no dejó traslucir el pesar que sentía. El cardenal llevaba casi cinco décadas al servicio de Roma, y había conocido la dicha y el dolor, pero era el responsable de que el cónclave hubiese respaldado a Ngovi -había quedado claro el día anterior, cuando los cardenales finalmente empezaron a hablar-, y había hecho un trabajo excelente reuniendo votos. Era una lastima que no hubiese escogido el bando vencedor.

Sin embargo, resultaba igualmente preocupante la discusión de las profecías de Malaquías que se había suscitado entre la prensa los últimos dos días. Él sospechaba que el hombre que tenía delante era la fuente de esas historias, aunque ningún reportero había citado a nadie, tan sólo el habitual «un funcionario anónimo del Vaticano». Las predicciones de san Malaquías no eran nada nuevo -los conspiradores llevaban tiempo advirtiendo de ellas-, pero ahora los periodistas comenzaban a establecer una relación: el Papa número 112 había adoptado el nombre de Pedro II. ¿Cómo era posible que un monje en el siglo XI o un cronista en el XVI supieran lo que iba a pasar? ¿Una coincidencia? Tal vez, pero llevaba este concepto al límite.

A decir verdad Valendrea se preguntaba lo mismo. Hay quienes dirían que había elegido el nombre a sabiendas de lo que constaba en el archivo del Vaticano, pero Pedro siempre había gozado de su preferencia desde que decidió hacerse con el papado, en la época de Juan Pablo II. Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Ambrosi. Y nunca había leído los vaticinios de san Malaquías.

Clavó la mirada en el archivero a la espera de una respuesta a su pregunta. Al cabo el cardenal contestó:

– No tengo nada que decir.

– En ese caso quizás le apetezca hacer alguna conjetura sobre el paradero del documento que falta.

– No estoy al tanto de que falte ningún documento. Todo lo que figura en el inventario sigue allí.

– Ese documento no figura en nuestro inventario. Clemente lo añadió a la Riserva.

– No soy responsable de aquello que desconozco.

– ¿De veras? Entonces dígame lo que conoce: de qué hablaron cuando se reunió con el cardenal Ngovi y monseñor Michener.

El archivero permaneció callado.

– De su silencio deduzco que el tema fue el documento que falta y que fue usted partícipe de su desaparición.

Era consciente de que la puñalada le rompería el corazón al anciano, ya que su cometido como archivero consistía en preservar los textos de la Iglesia. El hecho de que faltara uno mancillaría para siempre su cargo.

– Yo no hice nada, salvo abrir la Riserva por orden de Su Santidad, Clemente XV.

– Y yo le creo, Eminencia. Creo que fue el propio Clemente quien sacó el texto sin que nadie se enterara. Lo único que quiero es encontrarlo. -Relajó el tono, señal de que aceptaba la explicación del otro.

– También yo quiero… -empezó el archivero, pero se detuvo como si fuera a decir más de lo debido.

– Continúe. Dígame, Eminencia.

– Me choca tanto como a usted que haya desaparecido algo, pero no tengo idea de cuándo ocurrió ni de dónde podría estar. -Su tono dejaba claro que ésa era su versión y pretendía mantenerla.

– ¿Dónde está Michener? -Estaba bastante seguro de saber la respuesta, pero resolvió que verificarla aliviaría la tensión de pensar que Ambrosi estuviese siguiendo una pista equivocada.

– No lo sé -afirmó el archivero con un leve temblor de voz.

A continuación Valendrea preguntó lo que realmente quería saber:

– ¿Qué hay de Ngovi? ¿En qué anda metido?

La luz se hizo en el rostro del archivero.

– Le tiene miedo, ¿no es verdad?

Valendrea no permitió que el comentario lo afectara.

– Yo no le temo a nadie, Eminencia. Sólo me preguntaba por qué el camarlengo está tan interesado en Fátima.

– Yo no he dicho que estuviera interesado.

– Pero se habló de ello en la reunión de ayer, ¿no?

– Tampoco he dicho eso.

Valendrea dejó que sus ojos se posaran en el libro, señal sutil de que la obstinación del anciano no lo impresionaba.

– Eminencia, yo lo eché. Y con la misma facilidad podría volver a contratarlo. ¿Es que no le gustaría morir aquí, en el Vaticano, siendo el cardenal archivero? ¿No le gustaría ver restituido el documento que falta? ¿Acaso no significa más para usted su deber que sus sentimientos personales hacia mí?

El anciano se movió inquieto, su silencio tal vez indicativo de que se estaba planteando la proposición.

– ¿Qué quiere? -preguntó éste al cabo.

– Dígame adonde ha ido el padre Michener.

– Esta mañana me han dicho que ha ido a Bamberg. -Su voz destilaba resignación.

– De modo que me ha mentido.

– Me preguntó si sabía dónde estaba, y no lo sé. Sólo sé lo que me han dicho.

– Y ¿cuál es el propósito de ese viaje?

– Puede que el documento que usted busca esté allí.

Y ahora algo nuevo:

– ¿Y Ngovi?

– Está esperando la llamada del padre Michener.

Las desnudas manos de Valendrea se aferraron al borde del libro. No se había molestado en ponerse guantes. ¿Qué más daba? Para el día siguiente el libro se habría convertido en cenizas. Y ahora la parte crítica:

– ¿Está Ngovi a la espera de saber qué dice el documento que falta?

El anciano asintió como si le doliera ser sincero.

– Quieren saber lo que por lo visto usted ya sabe.

63

Bamberg, 11:00

Michener y Katerina atravesaron la Maxplatz en pos de Irma Rahn, cruzaron el río y entraron en una hostería de cinco plantas. Un letrero de hierro forjado anunciaba su nombre: königshof, seguido de 1614, el año que fue erigida, explicó Irma.

Había sido propiedad de su familia durante generaciones, y ella la había heredado de su padre después de que mataran a su hermano en la Segunda Guerra Mundial. Antiguas casas de pescadores flanqueaban el establecimiento. En un principio el edificio era un molino, cuya rueda de paletas había desaparecido hacía siglos, pero el negro tejado abuhardillado, los balcones de hierro y los detalles barrocos seguían en su sitio. Ella había añadido una taberna y un restaurante, y ahora los invitaba a pasar. Se sentaron a una mesa desocupada junto a un ventanal de doce hojas. Fuera, las nubes oscurecían el cielo de una mañana que tocaba a su fin. Parecía que se avecinaba más nieve. La anfitriona les sirvió dos jarras de cerveza.

– Sólo servimos cenas -aclaró Irma-. Las mesas se llenan. Nuestro cocinero es bastante popular.

Había algo que Michener quería saber:

– En la Iglesia ha dicho que Jakob mencionó que Katerina y yo vendríamos. ¿De verdad fue en su última carta?

Ella afirmó con la cabeza.

– Dijo que acudiría usted y que probablemente le acompañara esta encantadora mujer. Mi Jakob era intuitivo, sobre todo en lo concerniente a ti, Colin. ¿Puedo llamarte así? Tengo la sensación de conocerte bien.

– No admitiría que me llamara de ninguna otra manera.

– Y yo soy Katerina.

La anciana les dirigió una sonrisa que fue del agrado de Michener.

– ¿Qué más le dijo Jakob? -inquirió éste.

– Me habló de tu dilema, de tu crisis de fe. Dado que estás aquí, supongo que leerías mis cartas.

– Nunca supe lo profunda que era su relación.

Al otro lado de la ventana pasaba una barcaza rumbo al norte.

– Mi Jakob era un hombre amoroso. Dedicó toda su vida a los demás, se entregó a Dios.

– Al parecer no por completo -apuntó Katerina.

Michener esperaba que ella hiciese ese comentario. La noche anterior había leído las cartas que él había conseguido salvar y le impresionaron los sentimientos de Volkner.

– Yo tenía celos de él -confesó Katerina con voz monótona-. Lo imaginaba presionando a Colin para que eligiera, instándolo a poner por delante la Iglesia, pero me equivocaba. Ahora me doy cuenta de que él más que nadie habría entendido cómo me sentía.

– Así es. Me habló del dolor de Colin. Quería contarle la verdad, demostrarle que no estaba solo, pero yo le dije que no lo hiciera. No era el momento adecuado. Yo no quería que nadie supiera lo nuestro, era algo sumamente privado. -Se dirigió a él-: Él quería que siguieras siendo sacerdote para cambiar las cosas. Necesitaba tu ayuda. Creo que sabía, incluso entonces, que algún día tú y él cambiaríais las cosas.

– Él lo intentó. No mediante el enfrentamiento, sino mediante la razón. Era un hombre pacífico -replicó él.

– Pero, sobre todo, Colin, era un hombre. -La voz se le fue al final de la frase, como si hubiese recordado algo que no quisiera pasar por alto-. Sólo un hombre, débil y pecador, como todos nosotros.

Katerina alargó el brazo y posó su mano en la de la anciana. A las dos les brillaban los ojos.

– ¿Cuándo comenzó su relación? -preguntó Katerina.

– Cuando éramos niños. Entonces supe que lo amaba y que siempre lo amaría. -Se mordió el labio-. Pero también supe que nunca sería mío. No del todo, pues ya entonces quería ser sacerdote. Pero de algún modo siempre fue bastante que estuviera en posesión de su corazón.

Michener quería preguntarle algo. No estaba seguro del motivo, lo cierto es que no era asunto suyo, pero presentía que podía preguntárselo.

– Ese amor no se consumó nunca, ¿no es así?

La mirada de la anciana sostuvo la suya unos segundos antes de que una leve sonrisa aflorara a sus labios.

– No, Colin. Tu Jakob nunca rompió el juramento que había hecho a su Iglesia. Habría sido impensable, tanto para él como para mí. -Miró a Katerina-. Hemos de juzgarnos en función de los tiempos en que vivimos, y Jakob y yo éramos de otra época. Ya era bastante malo que nos amáramos. Ir más allá habría sido impensable.

Michener recordó lo que Clemente le había dicho en Turín: «Reprimir el amor no es plato de gusto.»

– ¿Ha vivido aquí sola todo este tiempo?

– Aquí están mi familia, este negocio, mis amigos y mi Dios. Conocí el amor de un hombre que se dio a mí por completo. No en sentido físico, pero sí en todos los demás. No hay muchos que puedan afirmar lo mismo.

– ¿Nunca fue un problema que no estuviesen juntos? -preguntó Katerina-. No sexualmente, me refiero a físicamente, a estar cerca. Tenía que resultar duro.

– Habría preferido que las cosas fuesen distintas, pero no estaba en mis manos. Jakob sintió la llamada del sacerdocio temprano. Yo lo sabía, y no me entrometí. Lo amaba lo suficiente para compartirlo… aunque fuera con el Cielo.

Una mujer de mediana edad entró por una puerta batiente y cambió unas palabras con Irma, algo sobre el mercado y las existencias. Otra barcaza se deslizó ante la ventana por el río gris pardo, y unos copos de nieve se estrellaron contra los cristales.

– ¿Sabe alguien lo de usted y Jakob? -le preguntó Michener después de que se fuera la mujer.

Ella meneó la cabeza.

– Ninguno de los dos hablábamos de ello. Aquí, en la ciudad, muchos saben que Jakob y yo éramos amigos de la infancia.

– Su muerte debe haber sido terrible para usted -terció Katerina.

Ella exhaló un largo suspiro.

– No te lo imaginas. Sabía que tenía mal aspecto. Lo vi por televisión. Me di cuenta de que sólo era cuestión de tiempo. Ambos estábamos envejeciendo, pero su hora llegó de repente. Todavía espero que me llegue una carta suya, como tantas otras veces. -Su voz se dulcificó, quebrada por la emoción-. Mi Jakob se ha ido, y ustedes son los primeros con los que hablo de él. Me dijo que confiara en ustedes, que su visita me proporcionaría paz. Y tenía razón. El mero hecho de hablar de ello me ha hecho sentir mejor.

Michener se preguntó qué pensaría la delicada anciana si supiera que Volkner se había quitado la vida. ¿Tenía derecho a saberlo? Ella les estaba abriendo su corazón, y él estaba harto de mentir. La memoria de Clemente estaría a salvo con ella.

– Se suicidó.

Irma permaneció un buen rato en silencio.

Las miradas de Michener y Katerina se cruzaron cuando ésta preguntó:

– ¿Que el Papa se quitó la vida?

Él asintió.

– Somníferos. Aseguró que la Virgen María le dijo que pusiera fin a su vida por su propia mano. El castigo por su desobediencia. Dijo que había desoído al Cielo demasiado tiempo, pero que no lo haría esa vez.

Irma seguía sin decir nada. Tan sólo lo miraba.

– ¿Usted lo sabía? -le preguntó.

Ella asintió.

– Ha venido a verme hace poco… en sueños. Me dice que está bien, que ha sido perdonado. Que de todas formas no habría tardado mucho en reunirse con Dios. No entendí a qué se refería.

– ¿Ha tenido visiones estando despierta? -inquirió Michener.

Ella negó con la cabeza.

– Sólo en sueños. -Su voz era distante-. Pronto estaré con él. Es lo único que me consuela. Jakob y yo estaremos juntos para la eternidad. Me lo dice en el sueño. -Miró a Katerina-. Me has preguntado qué sentía estando separados. Esos años carecen de importancia en comparación con la eternidad. Soy paciente.

Él sintió la necesidad de apremiarla para llegar al fondo de la cuestión:

– Irma, ¿dónde está lo que Jakob le envió?

La anciana miró la cerveza.

– Tengo un sobre que Jakob me pidió que te diera.

– Lo necesito.

Irma se levantó de la mesa.

– Está aquí al lado, en mi cuarto. Vuelvo en un instante.

Salió del restaurante con dificultad.

– ¿Por qué no me dijiste lo de Clemente? -le preguntó Katerina cuando se cerró la puerta. La frialdad de su tono se correspondía con la temperatura del exterior.

– Yo diría que la respuesta es evidente.

– ¿Quiénes lo saben?

– Sólo unos pocos.

Ella se puso en pie.

– Siempre lo mismo, ¿eh? El Vaticano encierra un montón de secretos. -Se puso el abrigo y fue hacia la puerta-. Es algo con lo que pareces sentirte a gusto.

– Igual que tú. -Sabía que no debía haberlo dicho.

Ella se detuvo.

– Eso he de reconocerlo, me lo merezco. ¿Cuál es tu excusa?

Michener no dijo nada, y ella se volvió, dispuesta a marcharse.

– ¿Adonde vas?

– A dar un paseo. Estoy segura de que tú y la amante de Clemente tienen mucho de que hablar que también me excluye.

64

Katerina estaba confusa. Michener no le había confiado el hecho de que Clemente se había quitado la vida. Sin duda Valendrea lo sabía, de lo contrario Ambrosi la habría instado a averiguar lo que pudiera sobre la muerte del Papa. ¿Qué diablos estaba pasando? Textos que desaparecían, visionarios que hablaban con la Virgen María, un Papa que se suicidaba tras amar en secreto a una mujer durante seis décadas. Nadie creería nada de aquello.

Salió de la hospedería, se abotonó el abrigo y decidió caminar hasta la Maxplatz para mitigar su frustración. Las campanas repicaban por doquier anunciando el mediodía. Se sacudió del cabello la nieve, cada vez más copiosa. El aire era frío, seco y triste. Como su humor.

Irma Rahn le había abierto la mente. Mientras que años atrás ella había obligado a Michener a elegir, alejándolo y saliendo heridos los dos, Irma había recorrido una senda menos egoísta, una senda que rezumaba amor, no posesión. Tal vez la anciana tuviera razón. La relación física no era importante, lo que contaba era poseer el corazón y la mente.

Se preguntó si ella y Michener podrían haber disfrutado de una relación similar. Probablemente no, corrían tiempos distintos. Y sin embargo allí estaba, de vuelta con el mismo hombre, al parecer en el mismo sendero tortuoso del amor perdido, encontrado, puesto a prueba y qué… ésa era la cuestión. Luego ¿qué?

Continuó andando, llegó a la plaza mayor, cruzó un canal y divisó las bulbosas torres gemelas de San Gangolf.

La vida era tan complicada.

Recordaba con claridad al tipo de la otra noche amenazando a Michener navaja en mano. Ella no había vacilado en atacarlo. Después había sugerido acudir a las autoridades, pero Michener desechó la idea. Ahora sabía por qué: no podía arriesgarse a que saliera a la luz el suicidio de un Papa. Jakob Volkner significaba mucho para él, quizás demasiado. Y ahora entendía la razón de su viaje a Bosnia: buscaba respuestas a preguntas que su viejo amigo había dejado pendientes. Era evidente que ese capítulo de su vida no podría cerrarse, pues su final no estaba escrito aún. Katerina se preguntó si alguna vez lo estaría.

Siguió caminando y se sorprendió ante las puertas de San Gangolf. El cálido aire que salía del interior la atrajo. Entró y vio que la verja de la capilla lateral, donde Irma limpiaba, permanecía abierta. La franqueó y se detuvo en otra de las capillas. Allí había una talla de la Virgen María con el niño Jesús en brazos, al que miraba con los ojos tiernos de una madre orgullosa. Sin duda era una representación medieval -la de una mujer nórdica-, pero también una imagen a la que el mundo se había acostumbrado a adorar. María había vivido en Israel, un lugar donde el sol quemaba y la piel era morena, por tanto sus rasgos serían hebreos, su cabello oscuro, su cuerpo robusto. Sin embargo los católicos europeos jamás habrían aceptado esa realidad, así que crearon una imagen femenina familiar, a la que la Iglesia se había aferrado desde entonces.

Y ¿sería virgen? ¿Habría depositado el Espíritu Santo en su vientre al hijo de Dios? Aunque fuese cierto, seguro que la decisión habría sido suya; sólo ella habría accedido a quedarse encinta. Entonces ¿por qué la Iglesia se oponía con tanta vehemencia al aborto y al control de la natalidad? ¿Cuándo perdió la mujer la opción de decidir si quería dar a luz? ¿Acaso María no había hecho valer ese derecho? ¿Y si se hubiese negado? ¿Se le habría seguido exigiendo que llevara a término el embarazo divino?

Estaba harta de dilemas desconcertantes; había demasiados sin respuesta. Dio media vuelta para marcharse.

A menos de un metro se hallaba Paolo Ambrosi.

Verlo la asustó.

El sacerdote arremetió contra ella, la hizo girar y la empujó dentro de la capilla de la Virgen. Acto seguido, la lanzó contra el muro de piedra y le retorció el brazo izquierdo. Otra mano se cerró deprisa en torno a su cuello. Katerina tenía la cara contra la rasposa piedra.

– Me preguntaba cómo iba a separarla de Michener, pero me ha facilitado usted sola el trabajo.

Ambrosi aumentó la presión en el brazo, y ella abrió la boca para gritar.

– Vamos, vamos. No haga eso. Además, aquí no va a oírla nadie.

Ella intentó zafarse con las piernas.

– Quédese quieta. Se me ha acabado la paciencia con usted.

La respuesta de Katerina fue seguir forcejeando.

Ambrosi la apartó de la pared y le rodeó el cuello con el brazo. Katerina sintió que se le constreñía la tráquea en el acto. Trató de soltarse clavándole las uñas, pero la falta de oxígeno le nublaba la vista.

Quiso chillar, pero carecía de aire para formar las palabras.

Levantó la vista.

Lo último que vio antes de que el mundo se tornara negro fue la triste mirada de la Virgen, incapaz de sacarla de semejante aprieto.

65

Michener observaba a Irma, que miraba el río por la ventana. Había regresado al poco de irse Katerina con un sobre azul que ahora descansaba sobre la mesa.

– Mi Jakob se suicidó -musitó para sí-. Qué triste. -Se volvió hacia él-. Y sin embargo lo enterraron en la basílica de San Pedro, en terreno consagrado.

– No podíamos contarle al mundo lo ocurrido.

– Ésa era la queja que tenía de la Iglesia: en ella la verdad es poco común. Qué ironía que su legado dependa ahora de una mentira.

Lo cual, al parecer, no era nada del otro jueves. Al igual que Jakob Volkner, toda la carrera de Michener se había basado en una mentira. Cuan interesante lo parecidos que habían resultado ser.

– ¿Él siempre la amó?

– Lo que quieres saber es si hubo otras, ¿no? No, Colin, sólo yo.

– Cabría pensar que, al cabo de un tiempo, ambos habrían necesitado comenzar otra etapa. ¿No deseó nunca tener marido, hijos?

– Hijos sí. Es lo único que lamento en la vida. Pero supe muy pronto que quería ser de Jakob, y él deseaba lo mismo de mí. Estoy segura de que te diste cuenta de que tú eras, en todos los sentidos, su hijo.

Los ojos de Michener se humedecieron.

– Leí que fuiste tú quien encontró su cuerpo. Tuvo que ser espantoso.

No quería pensar en la imagen de Clemente en la cama, las monjas disponiéndolo para el entierro.

– Era un hombre extraordinario, y sin embargo ahora tengo la sensación de que era un extraño.

– No tienes por qué sentir eso. Es sólo que había partes suyas que sólo le pertenecían a él. Igual que estoy segura de que hay partes de ti que él nunca conoció.

Muy cierto.

Ella señaló el sobre.

– No pude leer lo que me envió.

– ¿Lo intentó?

La mujer asintió.

– Abrí el sobre porque me picaba la curiosidad, pero sólo después de que Jakob muriera. Está escrito en otro idioma.

– En italiano.

– Dime qué es.

Él obedeció, y ella escuchó asombrada. No obstante se vio en la obligación de decirle que nadie con vida, excepto Alberto Valendrea, sabía lo que ponía el documento que encerraba el sobre.

– Sabía que algo inquietaba a Jakob. Las cartas de los últimos meses eran deprimentes, cínicas incluso. Ése no era su estilo. Y se negaba a contarme nada.

– Yo también lo intenté, pero no me dijo ni palabra.

– Podía ser así.

Michener oyó que se abría y se cerraba una puerta en la parte anterior del edificio. Luego en el piso de madera resonaron pasos. El restaurante se hallaba en la trasera, pasando una salita y unas escaleras que conducían a las plantas superiores. Supuso que Katerina había vuelto.

– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó Irma.

Michener estaba de espaldas a la puerta, cara al río, y al volverse vio a Paolo Ambrosi a unos metros detrás de él. El italiano lucía unos vaqueros negros holgados y una camisa oscura con botones en el cuello, además de un sobretodo gris que le llegaba por la rodilla. Una bufanda granate envolvía su cuello.

Michener se puso en pie.

– ¿Dónde está Katerina?

Ambrosi no respondió, y a Michener no le gustó nada la mirada de suficiencia en el rostro de aquel cabrón. Se abalanzó hacia él, pero, con toda tranquilidad, Ambrosi se sacó un arma del bolsillo del abrigo, y él se paró en seco.

– ¿Quién es este hombre? -inquirió Irma.

– Un problema.

– Soy el padre Paolo Ambrosi, y usted debe de ser Irma Rahn.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

Michener se interpuso entre ambos con la esperanza de que Ambrosi no viera el sobre que había en la mesa.

– Leyó sus cartas. La otra noche, antes de salir de Roma, no pude cogerlas todas.

La anciana se llevó el puño a la boca y soltó un grito ahogado.

– ¿Lo sabe el Papa?

Él señaló a Ambrosi.

– Si este hijo de puta lo sabe, Valendrea también.

Ella se santiguó.

Michener se encaró con Ambrosi y comprendió.

– Dígame dónde está Katerina.

El arma lo apuntaba.

– Está a salvo, por ahora. Pero ya sabe lo que quiero.

– Y ¿cómo sabe que lo tengo?

– O lo tiene usted o esta mujer.

– Creía que Valendrea me había mandado buscarlo a mí.

Esperaba que Irma guardara silencio.

– Y el cardenal Ngovi habría sido el destinatario.

– No sé lo que habría hecho.

– Imagino que ahora lo sabe.

Le entraron ganas de quitarle esa arrogancia de la cara a golpes, pero no había que olvidar el arma.

– ¿Se encuentra Katerina en peligro? -preguntó Irma.

– Está bien -aclaró Ambrosi.

– Francamente, Ambrosi, Katerina es su problema. Ella era espía suya, y a mí ya no me importa un pito.

– Estoy seguro de que oír eso le destrozará el corazón.

Él se encogió de hombros.

– Fue ella la que se metió en este lío, así que salir de él es cosa suya. -Se preguntó si no estaría arriesgando la seguridad de Katerina, pero cualquier señal de debilidad sería desastrosa.

– Quiero la traducción de Tibor -exigió Ambrosi.

– No la tengo.

– Pero Clemente la envió aquí, ¿me equivoco?

– Eso es algo que no sé… aún. -Necesitaba ganar tiempo-. Pero puedo averiguarlo. Y hay otra cosa. -Señaló a Irma-. Cuando lo haga, quiero que ella se quede fuera. Este asunto no le concierne.

– Fue Clemente quien la involucró, no yo.

– Si quiere el texto, ésa es mi condición. De lo contrario se lo daré a la prensa.

La frialdad de Ambrosi sufrió un breve instante de vacilación que casi le hizo sonreír. Michener había acertado. Valendrea había enviado a su secuaz a destruir la traducción, no a recuperarla.

– Quedará fuera siempre que no lo haya leído -afirmó Ambrosi.

– Ella no habla italiano.

– Pero usted sí, así que recuerde la advertencia. Limitará seriamente mis opciones si decide no hacer caso de lo que le digo.

– ¿Cómo sabría si lo he leído?

– Supongo que se trata de un mensaje que cuesta trabajo disimular. Los papas han temblado al leerlo, de manera que déjelo estar, Michener. Esto ya no es de su incumbencia.

– Para no ser de mi incumbencia, parece que estoy justo en medio. Como la visita que me mandó la otra noche.

– Yo no sé nada de eso.

– Lo mismo diría yo si fuese usted.

– ¿Qué hay de Clemente? -preguntó Irma con voz suplicante. Por lo visto seguía pensando en las cartas.

Ambrosi se encogió de hombros.

– Su recuerdo está en sus manos. No quiero que la prensa se entrometa, pero si eso ocurre, estamos dispuestos a filtrar ciertos datos que resultarán, como poco, devastadores para su memoria… y la de usted.

– ¿Le contará al mundo cómo murió? -quiso saber la anciana.

Ambrosi miró a Michener.

– ¿Lo sabe?

Éste asintió.

– Igual que usted, al parecer.

– Bien, esto facilita las cosas. Sí, se lo contaremos al mundo, pero no directamente. Los rumores son mucho más dañinos. La gente aún cree que el bendito Juan Pablo I fue asesinado. Piense en lo que escribiría sobre Clemente. Las cartas que tenemos resultan bastante condenatorias. Si lo aprecia, como creo que es el caso, colabore con nosotros y nada se sabrá.

Irma no dijo nada, pero las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– No llore -pidió Ambrosi-. El padre Michener hará lo que deba. Siempre lo hace. -Retrocedió hasta la puerta y se detuvo-. Me han dicho que el famoso recorrido de belenes de Bamberg empieza esta noche: todas las iglesias expondrán nacimientos, y se dirá misa en la catedral. Asistirá bastante gente. Comienza a las ocho. ¿Por qué no nos unimos al gentío e intercambiamos lo que cada uno de nosotros quiere a las siete?

– Yo no he dicho que quiera algo de usted.

Ambrosi esbozó una irritante sonrisa.

– Lo quiere. Esta tarde, en la catedral. -Señaló la ventana y el edificio que coronaba una colina en el extremo más alejado del río-. Es un lugar bastante público, así todos nos sentiremos más a gusto. O, si lo prefiere, podemos efectuar el intercambio ahora.

– A las siete en la catedral. Y ahora lárguese de aquí.

– Recuerde lo que le he dicho, Michener: manténgalo cerrado. Hágase un favor a usted mismo y hágaselo a la señorita Lew y a la señorita Rahn.

Ambrosi se fue.

Irma estaba callada, sollozando. Finalmente dijo:

– Ese hombre es malvado.

– Él y nuestro nuevo Papa.

– ¿Tiene algo que ver con Pedro?

– Es su secretario.

– ¿Qué está pasando aquí, Colín?

– Para saberlo he de leer lo que hay en el sobre. -Pero también tenía que proteger a la anciana-. Quiero que se vaya, prefiero que no sepa nada.

– ¿Por qué vas a abrirlo?

Michener sostuvo en alto el sobre.

– Debo saber qué es tan importante.

– Ese hombre ha dejado bien claro que no debías hacerlo.

– Al diablo Ambrosi. -La severidad de su tono lo sorprendió.

Ella pareció sopesar el aprieto en que se hallaba Michener y dijo:

– Me aseguraré de que nadie te moleste.

Se retiró y cerró la puerta tras de sí. Los goznes chirriaron levemente, como los del archivo aquella mañana lluviosa, hacía casi un mes, cuando alguien lo vigilaba.

Seguro que había sido Paolo Ambrosi. A lo lejos se oyó el sordo estruendo de un cuerno. Al otro lado del río las campanas daban la una de la tarde.

Se sentó y abrió el sobre.

Dentro había dos papeles, uno azul y el otro pardo. Leyó primero el azul, escrito con letra de Clemente:

Colín, a estas alturas ya sabrás que la Virgen dejó más cosas. Ahora sus palabras te son confiadas. Sé prudente con ellas.

Las manos le temblaban cuando dejó a un lado la hoja azul. Por lo visto Clemente sabía que al final él recalaría en Bamberg y leería el contenido del sobre.

Abrió el papel pardo.

La tinta era de un azul claro, el papel nuevecito. Echó una ojeada al italiano, traduciendo mentalmente, y un segundo vistazo pulió el lenguaje. Una última lectura y sabría lo que la hermana Lucía había escrito en 1944 -el resto de lo que le dijo la Virgen en el tercer secreto- y el padre Tibor había traducido aquel día de 1960.

Antes de que Nuestra Señora se fuera, afirmó que había un último mensaje que el Señor deseaba transmitir únicamente a Jacinta y a mí. Nos dijo que Ella era la Madre de Dios y nos pidió que diésemos a conocer este mensaje al mundo entero cuando llegara el momento. Al hacerlo encontraríamos una fuerte oposición. «Escuchad atentamente y prestad atención», nos ordenó. Los hombres han de enmendarse. Han pecado y mancillado el don que les ha sido concedido. «Hija mía», dijo, «el matrimonio es una unión santificada, su amor es infinito. Lo que siente el corazón es genuino, sin importar por quién o por qué, y Dios no ha impuesto límites en cuanto a lo que constituye una unión sólida. Sabed que la felicidad es la única prueba verdadera del amor. Sabed también que las mujeres forman parte de la Iglesia de Dios en igual medida que los hombres. Servir al Señor no es un empeño masculino. A los sacerdotes del Señor no debería estarles prohibidos el amor y la compañía, ni tampoco la dicha de un niño. Servir a Dios no equivale a renunciar al propio corazón. Los sacerdotes deberían ser generosos en todos los sentidos. Por último, dijo, sabed que vuestro cuerpo es vuestro. De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor. Marchad, pequeñas mías, y anunciad la gloria de estas palabras. Yo siempre estaré a vuestro lado».

Las manos le temblaban. No eran las palabras de la hermana Lucía, por provocadoras que fuesen. Se trataba de otra cosa.

Metió la mano en el bolsillo y sacó el mensaje que Jasna había escrito hacía dos días: las palabras que la Virgen le dedicó en lo alto de una montaña bosnia, el décimo secreto de Medjugorje. Desdobló el mensaje y lo releyó.

«No temas, quien te habla es la Madre de Dios, la misma que te pide que des a conocer este mensaje al mundo entero. Al hacerlo encontrarás una fuerte oposición. Escucha atentamente y presta atención a lo que te digo. Los hombres han de enmendarse. Con humildes peticiones han de pedir perdón por los pecados cometidos y por los que cometerán. Anuncia en mi nombre que un gran castigo caerá sobre la humanidad; no hoy ni mañana, pero pronto si no creen mis palabras. Ya revelé esto a los bienaventurados de La Salette y luego en Fátima, y hoy te lo repito a ti porque la humanidad ha pecado y mancillado el don que Dios le concedió. Vendrán la hora de las horas y el final de los finales si la humanidad no se convierte; y en caso de que todo siga como hasta ahora o peor, sí es que puede empeorar más, el grande y el poderoso perecerá junto con el pequeño y el débil.

«Escuchad estas palabras: ¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros? Esas persecuciones no son del agrado del Señor. Sabed que el matrimonio ha de ser compartido por todos sin restricciones. Lo contrario responde a la locura del hombre, no a la palabra del Señor. Las mujeres ocupan un lugar preferente a ojos de Dios. Ha estado prohibido demasiado tiempo que sirvan al Señor, y esa represión no es del agrado del Cielo. Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y munificentes. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada, y el Santo Padre haría bien en comprender esto. Mis últimas palabras son las más importantes: sabed que escogí libremente ser la madre de Dios. La elección de tener hijos recae en la mujer, y el hombre no debería interferir en esa decisión. Ahora ve, cuéntale al mundo mi mensaje y proclama la bondad del Señor, pero recuerda que yo siempre estaré a tu lado.»

Se deslizó del asiento y se postró de rodillas. Las implicaciones eran incuestionables. Dos mensajes: uno escrito por una monja portuguesa en 1944 -una mujer con escasa cultura y un dominio limitado del lenguaje- y traducido por un sacerdote en 1960: el relato de lo que se dijo el 13 de julio de 1917, cuando apareció supuestamente la Virgen; el otro redactado hacía dos días por una mujer, una visionaria que había presenciado cientos de apariciones, el relato de lo que le fue comunicado en una montaña tormentosa cuando la Virgen María se le apareció por última vez.

Casi cien años separaban los dos sucesos.

El primer mensaje había estado sellado en el Vaticano, lo habían leído únicamente los papas y un traductor búlgaro, ninguno de los cuales llegó a conocer a la portadora del segundo mensaje; asimismo a la destinataria de este segundo mensaje le habría sido imposible saber el contenido del primero. Sin embargo el contenido de ambos mensajes era idéntico. El denominador común: el mensajero.

María, la madre de Dios.

Los escépticos llevaban dos mil años pidiendo pruebas de la existencia de Dios, algo tangible que demostrara sin lugar a dudas que Él era una entidad con vida, consciente del mundo, vivo en todos los sentidos. No una parábola o una metáfora, sino el soberano de los cielos, proveedor del hombre, supervisor de la Creación. A Michener se le pasó por la cabeza la visión de la Virgen que él mismo experimentara.

«¿Cuál es mi destino?», le preguntó.

«Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo.»

Pensó que no era más que una alucinación. Ahora sabía que era real.

Se santiguó y, por vez primera, rezó sabiendo que Dios escuchaba. Pidió perdón para la Iglesia y la estupidez del hombre, sobre todo la suya. Si Clemente tenía razón, y ya no había motivo alguno para dudar de su palabra, en 1978 Alberto Valendrea retiró la parte del tercer secreto que él acababa de leer. Imaginó lo que Valendrea debió pensar al ver las palabras la primera vez: dos mil años de enseñanzas eclesiásticas descartadas por una niña portuguesa ignorante. ¿Las mujeres podían ser sacerdotes? ¿Los sacerdotes pueden casarse y tener hijos? ¿La homosexualidad no es un pecado? ¿La maternidad es elección de la mujer? Y el día anterior, cuando Valendrea leyó el mensaje de Medjugorje comprendió en el acto lo que Michener sabía ahora.

Todo aquello era la Palabra de Dios.

Recordó de nuevo las palabras de la Virgen: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.»

Cerró los ojos. Clemente tenía razón: el hombre era insensato. El Cielo había tratado de llevar a la humanidad por el buen camino, y los insensatos habían desoído sus esfuerzos. Pensó en los mensajes que faltaban de los visionarios de La Salette. ¿Hubo otro Papa hacía un siglo que hizo lo que intentaba hacer ahora Valendrea? Eso explicaría por qué la Virgen se apareció después en Fátima y Medjugorje; para probar de nuevo. No obstante Valendrea había conocido las revelaciones y destruido las pruebas, Clemente al menos lo intentó. «La Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al Cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré.» Esas palabras no eran los desvaríos de un alma demente, ni siquiera una nota de suicidio de un hombre inestable. Ahora entendía por qué Valendrea no podía permitir que se comparara la copia de la traducción del padre Tibor con el mensaje de Jasna,

Las repercusiones eran devastadoras.

«Servir al Señor no es un empeño masculino.» La postura de la Iglesia respecto a que las mujeres fueran sacerdotes había sido inflexible. Ya desde los tiempos de los romanos los Papas habían convocado concilios para reafirmar esa tradición. Cristo era un hombre, por lo tanto los sacerdotes también lo serían.

«Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y generosos. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada.» El celibato era una noción concebida por los hombres e impuesta por los hombres. Se creía que Cristo era célibe, así que sus sacerdotes también lo serían.

«¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros?» El Génesis describía a un hombre y una mujer que se unían en «una sola carne» para dar vida a otro ser, de modo que la Iglesia llevaba tiempo enseñando que una unión que no pudiera engendrar vida sólo podía ser pecaminosa.

«De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor.» La Iglesia se oponía frontalmente a cualquier tipo de control de la natalidad. Los papas habían decretado en repetidas ocasiones que el embrión poseía alma, que era un ser humano que merecía vivir, y que había que preservar la vida, incluso a expensas de la madre.

El concepto que el hombre tenía de la Palabra de Dios al parecer difería de la Palabra en sí. Peor todavía: durante más de un siglo actitudes rígidas habían proclamado el mensaje de Dios con el sello de la infalibilidad del Papa, la cual, por definición, resultaba ahora falsa, ya que ningún pontífice había hecho lo que el Cielo quería. ¿Qué había dicho Clemente? «Nosotros no somos más que hombres, Colin, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia.»

Estaba en lo cierto. Dios bendijera su alma, tenía razón.

Tras leer un puñado de palabras sencillas escritas por dos mujeres bienaventuradas, miles de años de errores religiosos quedaban claros. Rezó de nuevo, esta vez agradeciendo a Dios su paciencia. Le pidió al Señor que perdonara a la humanidad y luego a Clemente que velara por él en las próximas horas.

No podía entregarle la traducción del padre Tibor a Ambrosi, de ninguna manera. La Virgen le había dicho que él era una señal para el mundo, el faro que serviría de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciaría que Dios estaba vivo. Y para hacerlo necesitaba el tercer secreto de Fátima al completo. Los estudiosos debían analizar el texto y establecer una sola conclusión.

Pero quedarse con el texto del padre Tibor pondría en peligro a Katerina.

Así que se puso a orar nuevamente, esta vez pidiendo consejo.

66

16:30


Katerina forcejeó para liberar manos y pies de la ancha cinta adhesiva. Tenía los brazos doblados a la espalda y estaba tumbada sobre un duro colchón cubierto con un edredón áspero que olía a pintura. Por una única ventana veía caer la noche. Le habían tapado la boca con cinta, de modo que se obligó a permanecer tranquila y respirar lentamente por la nariz.

Cómo había llegado allí era un misterio. Sólo recordaba a Ambrosi asfixiándola y el mundo volviéndose negro. Llevaría despierta unas dos horas y todavía no había oído nada salvo alguna que otra voz que provenía de la calle. Daba la impresión de que se hallaba en un piso alto, tal vez en uno de los edificios barrocos que flanqueaban las antiguas calles de Bamberg, cerca de San Gangolf, ya que Ambrosi no habría podido llevarla muy lejos. El frío aire le secaba la nariz, y se alegró de que él no le hubiese quitado el abrigo.

Por un momento, en la Iglesia, creyó que su vida había terminado, pero al parecer se la consideraba más valiosa con vida. Era la moneda de cambio que Ambrosi utilizaría para sacarle a Michener lo que quisiera.

Tom Kealy tenía razón respecto a Valendrea, pero se equivocaba en lo de que ella sabría defenderse. Las pasiones de esos hombres iban mucho más allá de lo que ella había visto nunca. Valendrea le había dicho a Kealy en el tribunal que era evidente que estaba con el Diablo. De ser cierto, Kealy y Valendrea frecuentaban las mismas compañías.

Oyó abrirse y cerrarse una puerta y luego unos pasos que se aproximaban. La puerta de la habitación se abrió y entró Ambrosi, quitándose unos guantes.

– ¿Está cómoda? -le preguntó.

Los ojos de ella seguían sus movimientos. Ambrosi dejó el abrigo en una silla y se sentó en la cama.

– Imagino que creyó que moriría en la iglesia. La vida es un gran regalo, ¿no es cierto? Naturalmente no puede responderme, pero no importa. Me gusta responderme yo mismo.

Parecía encantado de haberse conocido.

– Sí, la vida es un regalo, y yo le he concedido ese regalo. Podría haberla matado y acabar con el problema que plantea.

Ella yacía completamente inmóvil, y Ambrosi le recorrió el cuerpo con la mirada.

– Michener ha gozado con usted, ¿eh? Seguro que fue un placer. Qué fue lo que me dijo usted en Roma. Que mea sentada, así que no me interesaría. ¿Acaso piensa que no deseo a las mujeres? ¿Cree que no sabría qué hacer? ¿Porque soy un sacerdote o porque soy maricón?

Ella se preguntó si el numerito iba destinado a ella o a él.

– Su amante dijo que le importaba un pito lo que le ocurriera a usted. -Sus palabras sonaban divertidas-. Dijo que era mi espía y que era mi problema, no el suyo. Puede que tenga razón. Después de todo yo la recluté.

Ella intentaba mantener los ojos serenos.

– ¿Cree que fue Su Santidad quien consiguió su ayuda? No, soy yo el que se enteró de lo suyo con Michener. Soy yo el que sopesó la posibilidad. De no ser por mí, Pedro no sabría nada.

De repente la levantó de un tirón y le arrancó la cinta de la boca. Antes de que pudiera decir nada la atrajo contra sí y apoyó sus labios en los de ella. Su lengua abriéndose paso era repugnante, y Katerina intentó retroceder, pero él no lo permitió. Le ladeó la cabeza y le agarró el cabello, arrebatándole el aire de los pulmones. La boca le sabía a cerveza. Al final ella le mordió la lengua. Él se echó hacia atrás y ella arremetió contra él, propinándole una dentellada en el labio inferior y haciéndolo sangrar.

– ¡Maldita zorra! -exclamó él mientras la lanzaba contra la cama.

Ella escupió la saliva de Ambrosi como si exorcizara al Diablo, y éste pegó un salto y le cruzó la cara con el dorso de la mano. El golpe le dolió, y saboreó la sangre. Luego volvió a abofetearla con tanta fuerza que se dio con la cabeza contra la pared, en el borde de la cama.

La habitación empezó a dar vueltas.

– Debería matarla -murmuró Ambrosi.

– Váyase a la mierda -logró decir ella mientras se colocaba de espaldas, aún mareada.

Ambrosi se llevó la manga de la camisa al labio.

A Katerina le corría un hilo de sangre por la comisura de la boca. Se restregó el rostro en el edredón, y unas manchas rojas ensuciaron la tela.

– Será mejor que me mate, porque si no lo hace, seré yo quien lo mate si tengo ocasión.

– Jamás la tendrá.

Ella se dio cuenta de que estaría a salvo hasta que él obtuviera lo que quería. Colin había obrado bien haciéndole pensar a ese idiota que ella no le importaba.

Él se acercó a la cama de nuevo, aún ocupándose del labio.

– Sólo espero que su amante no haga caso de lo que le dije. Voy a disfrutar viéndolos morir a los dos.

– A palabras necias, oídos sordos.

Volvió a embestirla, obligándola a ponerse boca arriba y sentándose a horcajadas sobre ella. Katerina sabía que no iba a matarla, al menos por el momento.

– ¿Qué pasa, Ambrosi? ¿No sabe qué se hace después?

Ambrosi temblaba de ira. Ella lo estaba provocando, pero qué más daba.

– Después de Rumanía le dije a Pedro que la dejara en paz.

– Y por eso me muele a palos su perro faldero.

– Tiene suerte de que sea lo único que le haga.

– Puede que Valendrea estuviera celoso. ¿No será mejor que esto quede entre nosotros?

La mofa hizo que el otro le apretara el cuello; no lo bastante para cortarle la respiración, pero sí para hacerle saber que debía cerrar el pico.

– Es usted un hombre duro con una mujer que tiene las manos y los pies atados. Suélteme y veamos lo valiente que es.

Ambrosi se quitó de encima.

– No merece la pena el esfuerzo. Sólo nos quedan unas horas. Voy a cenar algo antes de acabar con esto. -Su mirada la taladró-. Para siempre.

67

Ciudad del Vaticano, 18:30

Valendrea daba un paseo por los jardines disfrutando de una tarde de diciembre excepcionalmente tibia. El primer sábado de su papado había sido movidito. Por la mañana había celebrado misa y luego había atendido al nutrido grupo que había ido a Roma a desearle lo mejor. La tarde había empezado con una reunión de cardenales. En la ciudad aguardaban unos ochenta, y había pasado con ellos tres horas explicándoles a grandes rasgos lo que pretendía hacer. Se habían planteado las preguntas de costumbre, sólo que en esa ocasión él había aprovechado para anunciar que los nombramientos que diera Clemente XV no sufrirían modificaciones hasta la semana siguiente. La única excepción la constituía el cardenal archivero, el cual, según sus palabras, había ofrecido su renuncia por motivos de salud. El nuevo archivero sería un purpurado belga que ya había vuelto a casa, pero que ahora estaba de camino a Roma. Aparte de eso, ni había tomado ni tomaría ninguna decisión hasta pasado el fin de semana. Se percató de que muchas miradas se posaron en él, a la espera de que cumpliese con las promesas que le había hecho con anterioridad al cónclave, pero nadie cuestionó sus declaraciones, lo cual fue de su agrado.

Delante estaba el cardenal Bartolo, esperando donde habían quedado antes en verse cuando finalizara la reunión de cardenales. El prefecto de Turín había insistido en que hablaran. Valendrea sabía que a Bartolo le había sido asegurado el cargo de secretario de Estado, y ahora, por lo visto, éste quería que se mantuviera la promesa. El que la hizo fue Ambrosi, no sin antes aconsejar a Valendrea que retrasara todo lo posible esa decisión. Después de todo Bartolo no era el único al que se había garantizado ese puesto. Habría que inventar excusas para los competidores que resultaran eliminados, motivos para disipar la amargura y evitar las represalias. Qué duda cabía que podían ofrecer otros puestos a algunos, pero sabía de sobra que el de secretario de Estado lo codiciaba más de un cardenal.

Bartolo se encontraba próximo al pasetto di Borgo, el corredor medieval que recorría la muralla del vaticano y llegaba hasta el cercano castillo Sant'Angelo, una fortificación que en su día protegiera a los papas de los invasores.

– Eminencia -lo saludó Valendrea al verlo.

Bartolo inclinó su barbado rostro.

– Santo Padre. -El anciano sonrió-. Le gusta cómo suena, ¿no, Alberto?

– Tiene fuerza, sí.

– Me ha estado evitando.

El aludido desechó la observación.

– Eso nunca.

– Lo conozco demasiado bien. No soy el único al que ha ofrecido el cargo de secretario de Estado.

– Conseguir votos es duro. Uno hace lo que tiene que hacer. -Procuraba parecer desenfadado, pero vio que Bartolo no era ningún ingenuo.

– Fui directamente responsable de al menos una docena de esos votos.

– Que resultaron no ser necesarios.

Los músculos del rostro de Bartolo se contrajeron.

– Sólo porque Ngovi se retiró. Supongo que esos doce votos habrían sido vitales si la lucha hubiese continuado.

La subida de tono en la voz del anciano parecía socavar la fuerza de las palabras, tornándolas una súplica. Valendrea decidió ir al grano:

– Gustavo, eres demasiado mayor para ser secretario. Es un puesto exigente, en el que se viaja mucho.

El aludido lo fulminó con la mirada. Aquél iba a ser un aliado difícil de aplacar. Era verdad que el cardenal le había conseguido un determinado número de votos, lo cual habían confirmado las escuchas, y lo había defendido desde el principio. Pero Bartolo tenía reputación de ser un hombre vago con una cultura mediocre y ninguna experiencia diplomática. No gozaría de popularidad en ningún puesto, menos todavía en uno tan crucial como el de secretario de Estado. Había otros tres cardenales que habían trabajado igual de duro, poseían una formación ejemplar y disfrutaban de mayor prestigio en el Sacro Colegio. Con todo, Bartolo ofrecía algo que éstos no prestaban: obediencia absoluta. Y ésa era una cosa nada desdeñable.

– Gustavo, si me planteara darte lo que me pides, habría condiciones. -Estaba tanteando el terreno, comprobando hasta qué punto podía ser éste tentador.

– Soy todo oídos.

– Tengo la intención de dirigir personalmente la política exterior. Las decisiones serán mías, no tuyas. Tendrás que hacer exactamente lo que yo diga.

– Usted es el Papa.

La respuesta fue pronta, dando a entender su deseo.

– No toleraré desacuerdos ni disidencias.

– Alberto, llevo casi cincuenta años de sacerdote, y siempre he hecho lo que decían los Papas. Hasta me arrodillé y besé el anillo de Jakob Volkner, un hombre al que despreciaba. No entiendo por qué cuestiona mi lealtad.

Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

– No cuestiono nada. Sólo quiero que conozca las reglas.

Avanzó un tanto por el sendero y Bartolo lo siguió. El pontífice señaló hacia arriba y dijo:

– Antes los Papas huían del Vaticano por ese pasaje y se escondían como si fuesen niños con miedo a la oscuridad. La sola idea me pone enfermo.

– Ya no hay ejércitos que invadan el Vaticano.

– Tropas no, pero siguen existiendo ejércitos invasores. Los infieles de hoy acuden en forma de periodistas y escritores. Traen sus cámaras y sus libretas e intentan echar por tierra los cimientos de la Iglesia con ayuda de liberales y disidentes. A veces, Gustavo, incluso el propio Papa es su aliado, como sucedió con Clemente.

– Su muerte fue una bendición.

Le gustó oír aquello, y sabía que no era una frase de circunstancias.

– Pretendo devolver la gloria al pontificado. El Papa está al mando de más de un millón de almas cuando aparece en cualquier lugar del mundo, y los gobiernos deberían temer semejante potencial. Pretendo ser el Papa más viajero de la historia.

– Y para lograrlo precisará la ayuda constante del secretario de Estado.

Caminaron algo más.

– Eso mismo pensaba yo, Gustavo.

Valendrea miró de nuevo el pasadizo de ladrillo e imaginó al último Papa que huyó del Vaticano cuando los mercenarios alemanes asaltaron Roma. Sabía la fecha exacta: 6 de mayo de 1527. Ciento cuarenta y siete guardias suizos murieron ese día defendiendo a su pontífice, que escapó a duras penas por el corredor de ladrillo que se alzaba por encima de él, despojándose del hábito blanco para que no lo reconocieran.

– Yo nunca escaparé del Vaticano -aseguró no sólo a Bartolo, sino también a los muros. De repente se sintió abrumado por el momento y decidió desatender el consejo de Ambrosi-. Muy bien, Gustavo. Lo anunciaré el lunes. Serás mi secretario de Estado. Sírveme bien.

El semblante del anciano se iluminó.

– En mí encontrará una entrega absoluta.

Lo cual le hizo pensar en su más fiel aliado.

Ambrosi había telefoneado hacía dos horas y le había contado que la copia de la traducción del padre Tibor sería suya a las siete de la tarde. Hasta ese momento nada parecía indicar que nadie la hubiese leído, informe este que lo complació.

Consultó el reloj: las siete menos diez.

– ¿Tiene que ir a algún sitio, Santo Padre?

– No, Eminencia, sólo pensaba en otro asunto que se está resolviendo en este mismo instante.

68

Bamberg, 18:50

Michener subió por un empinado sendero que llevaba a la catedral de San Pedro y San Jorge y llegó a una plaza rectangular en cuesta. Más abajo, de la ciudad surgía un paisaje de tejados de terracota y torres de piedra iluminado por las luces que moteaban la población. Del oscuro cielo descendían sin tregua espirales de nieve, la cual, sin embargo, no impedía que la gente comenzara a encaminarse a la iglesia, sus cuatro agujas bañadas en un resplandor blanquiazul.

Las iglesias y plazas de Bamberg llevaban más de cuatrocientos años festejando el Adviento con decorativos belenes. Irma Rahn le había explicado que el recorrido siempre empezaba en la catedral y, tras recibir la bendición del obispo, todo el mundo se desplegaba por la ciudad para ver las creaciones del año. Toda Baviera acudía, e Irma le había advertido que las calles estarían abarrotadas y habría mucho ruido.

Consultó el reloj: aún no eran las siete.

Echó un vistazo en derredor y escrutó a las familias que se disponían a entrar en la catedral, muchos de los niños parloteando sin cesar sobre la nieve, la Navidad y san Nicolás. A la derecha había un grupo apiñado en torno a una mujer que lucía un pesado abrigo de lana. Se había subido a un murete de escasa altura y hablaba de la catedral y de Bamberg. Una excursión.

Se preguntó qué opinaría la gente si supiera lo que él sabía ahora: que Dios no era una creación del hombre. Tal y como teólogos y santones sostenían desde el principio de los tiempos, Dios estaba allí, vigilante, muchas veces sin duda complacido, otras frustrado, en ocasiones enojado. Al parecer el mejor consejo era el más viejo: servirlo bien y lealmente.

Aún tenía miedo de la expiación que requerirían sus propios pecados. Quizás esa tarea formara parte de la penitencia. Sin embargo sintió alivio al saber que su amor por Katerina nunca había sido pecado, al menos a ojos de los cielos. ¿Cuántos sacerdotes habían abandonado la Iglesia después de faltas similares? ¿Cuántos hombres buenos habían muerto pensando que habían caído?

Estaba a punto de rodear el grupo turístico cuando le llamó la atención algo que dijo la mujer:

– … la ciudad de las siete colinas.

Se quedó helado.

– Así es como los antiguos llamaban a Bamberg, en referencia a los siete montículos que circundan el río. Ahora resulta difícil verlas, pero hay siete colinas distintas, cada una de las cuales la ocupaba en siglos pasados un príncipe» un obispo o una iglesia. En la época de Enrique II, cuando ésta era la capital del Sacro Imperio Romano, la analogía acercó este centro político al centro religioso de Roma, otra ciudad denominada «de las siete colinas».

«En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.»

Eso era lo que supuestamente había predicho san Malaquías en el siglo xi. Michener pensaba que la ciudad «de las siete colinas» era una referencia a Roma, pues desconocía que a Bamberg se la llamara así.

Cerró los ojos y rezó de nuevo. ¿Sería ésa otra revelación? ¿Algo vital sobre lo que iba a ocurrir?

Ya en el embudo que se había formado a la entrada de la catedral, alzó la vista. El tímpano, bañado en luz, representaba a Cristo en el Juicio Final. María y san Juan, a sus pies, suplicaban por las almas que salían de los ataúdes, los bienaventurados avanzaban en pos de María, hacia el cielo; los condenados eran arrastrados al Infierno por un demonio sonriente. ¿Acaso dos mil años de arrogancia cristiana se reducían a esa noche? ¿Al lugar donde hacía casi dos mil años un sacerdote irlandés canonizado vaticinara que llegaría la humanidad?

Aspiró una bocanada de aire glacial, se armó de valor y se abrió camino en la nave a codazos. Dentro, los muros se hallaban cubiertos por una suave tonalidad. Apreció los detalles de la bóveda nervada, los sólidos pilares, las estatuas y las altas ventanas. En un extremo había un coro elevado; el otro lo ocupaba el altar. Detrás del altar se hallaba el sepulcro de Clemente II, el único Papa que había sido enterrado en suelo alemán y tocayo de Jakob Volkner.

Se detuvo ante una pila de mármol y metió el dedo en el agua bendita. Se santiguó y dijo otra oración por lo que estaba a punto de hacer. Un órgano dejaba escapar una tenue melodía.

Echó un vistazo a la multitud que atestaba los largos bancos. Unos acólitos con sobrepelliz preparaban con afán el santuario. En lo alto, a su izquierda, delante de una gruesa balaustrada de piedra, se hallaba Katerina. A su lado permanecía Ambrosi, que llevaba el mismo abrigo oscuro y la misma bufanda de antes. A izquierda y derecha del antepecho salían dos escaleras gemelas, los peldaños llenos de gente. Entre ambas escalinatas se encontraba la tumba imperial. Clemente también le había hablado de ella: obra de Riemenschneider, rica en intrincadas tallas que representaban al rey Enrique II y su reina, en la cual descansaban sus cuerpos desde hacía medio milenio.

Reparó en que un arma apuntaba a Katerina, pero no creía que Ambrosi fuera a correr riesgos allí. Se preguntó si habría refuerzos escondidos entre el gentío. Michener permanecía allí plantado, tieso, mientras la gente pasaba por delante.

Ambrosi le indicó que subiese por la escalera de la izquierda.

Él no se movió.

Ambrosi repitió el gesto.

Él meneó la cabeza.

Los ojos de Ambrosi se volvieron más severos.

Michener sacó el sobre del bolsillo y se lo enseñó a su rival. Vio en la mirada de Ambrosi que éste reconocía el mismo sobre de antes, el que descansara inocentemente en la mesa del restaurante.

Sacudió la cabeza de nuevo. Luego recordó lo que Katerina le había contado: Ambrosi le había leído los labios cuando lo insultó a él en la plaza de San Pedro.

«Váyase a la mierda, Ambrosi», le dijo.

Vio que el sacerdote lo entendía.

Se metió el sobre en el bolsillo y fue directo a la salida con la esperanza de que no lamentara lo que aconteciera después.

Katerina vio que Michener decía algo y luego se iba. Ella no opuso resistencia cuando iban camino de la catedral, pues Ambrosi le había dicho que no estaba solo y que si no se presentaban allí a las siete matarían a Michener. Ella dudaba de que hubiera otros, pero lo mejor que podía hacer era ir a la iglesia y esperar a que se presentara una oportunidad. Así que en el instante que le llevó a Ambrosi captar la traición de Michener, ella se olvidó del arma que tenía pegada a la espalda y hundió el tacón izquierdo en el pie de Ambrosi. Luego le dio un empellón y le hizo soltar la pistola, que cayó ruidosamente al enlosado.

Katerina pegó un salto para recuperar el arma al tiempo que la mujer de al lado chillaba. Aprovechó la confusión para agarrar la pistola y salir disparada hacia la escalera mientras alcanzaba a ver que Ambrosi se levantaba.

Los peldaños estaban abarrotados, y ella empezó a bajar como pudo antes de decidirse a saltar la barandilla y aterrizar sobre la cripta imperial. Fue a parar encima de la pétrea efigie de una mujer que yacía junto a un hombre ataviado con un traje talar, desde donde saltó al suelo. Aún tenía el arma en la mano. Se oyeron voces, y el pánico se apoderó de la iglesia. Katerina se abrió camino hasta la puerta a base de empujones y salió a la gélida noche.

Tras meterse la pistola en el bolsillo, buscó a Michener con la mirada, descubriéndolo en el sendero que bajaba al centro de la ciudad. El alboroto que percibió tras de sí le advirtió que Ambrosi también intentaba salir.

De modo que echó a correr.

Michener creyó ver a Katerina cuando empezó a bajar el sinuoso camino, pero no podía detenerse. Tenía que continuar. Si era Kate, lo seguiría, y Ambrosi iría detrás, así que se puso a trotar por la angosta senda de piedra, dejando atrás a más gente que subía.

Consiguió llegar abajo y salió disparado hacia el puente del ayuntamiento. Cruzó el río por el arco que dividía en dos el destartalado edificio entreverado de madera y entró en la bulliciosa Maxplatz.

Aminoró la marcha y volvió la cabeza para echar una ojeada.

Katerina se hallaba a unos cincuenta metros y se dirigía a su encuentro.

Katerina quiso gritarle que la esperara, pero Michener avanzaba resuelto, directo al animado mercado navideño de Bamberg. El arma seguía en su bolsillo, y tras ella Ambrosi ganaba terreno deprisa. Andaba a la caza de un policía, pero esa noche de júbilo parecía una festividad nacional. No se veía un solo uniforme.

No le quedaba más remedio que confiar en que Michener supiera lo que hacía. Se había pavoneado delante de Ambrosi, contando con que su agresor no le haría daño en público. Lo que quiera que hubiese en la traducción del padre Tibor debía ser lo bastante importante como para que Michener no quisiera que Ambrosi o Valendrea se hicieran con ello. Con todo, Katerina se preguntó si sería lo bastante importante para poner en peligro lo que al parecer había decidido apostar en aquella partida en la que tanto había en juego.

Más adelante Michener se fundió con la muchedumbre que contemplaba los puestos rebosantes de artículos navideños. Las brillantes luces que iluminaban el mercado al aire libre daban la impresión de que era de día. El aire olía a salchichas a la parrilla y cerveza.

También ella bajó el ritmo cuando se vio arropada por la gente.

Michener avanzaba entre los asistentes a la feria, pero no lo bastante rápido como para llamar la atención. El mercado ocupaba una superficie de unos cien metros a lo largo del sinuoso camino adoquinado. A ambos lados se alineaban construcciones con entramado de madera, lo cual obligaba a la gente y los puestos a formar una congestionada columna.

Llegó al último tenderete y la muchedumbre disminuyó.

Echó a correr de nuevo, las suelas de goma golpeando los adoquines mientras dejaba atrás el ruidoso mercado y ponía rumbo al canal, cruzó un puente de piedra y entró en una parte tranquila de la ciudad.

A sus espaldas oía más suelas contra la piedra. Ante sí, en lo alto, divisó la parroquia de San Gangolf. La feria se circunscribía a la Maxplatz o al otro lado del río, en la zona de la catedral, y él contaba con disponer de cierta intimidad al menos durante los próximos cinco minutos.

Sólo esperaba que no estuviese tentando al destino.

Katerina vio que Michener entraba en la parroquia de San Gangolf. ¿Qué hacía allí? Era una estupidez. Ambrosi aún la seguía, y sin embargo Michener había ido directo a la iglesia. Tenía que saber que ella iba tras él y que su agresor haría lo propio.

Echó un vistazo a los edificios que tenía alrededor. No había muchas luces en las ventanas, y la calle estaba desierta. Corrió hasta las puertas de la iglesia, las abrió de golpe y se precipitó dentro. Estaba sin resuello.

– Colin.

Nada.

Gritó su nombre de nuevo. Nada.

Recorrió al trote el pasillo central en dirección al altar, pasando ante bancos vacíos que proyectaban finas sombras en la negrura. Tan sólo un puñado de lámparas alumbraba la nave. Al parecer la iglesia no participaba en el festejo de ese año.

– Colin.

La desesperación teñía su voz. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no respondía? ¿Habría salido por otra puerta? ¿Estaba atrapada allí sola?

Las puertas se abrieron tras ella.

Se metió en una fila de bancos y se pegó al suelo con la idea de arrastrarse por el pavimento para alcanzar el otro extremo. Unos pasos interrumpieron su avance.

Michener vio entrar a un hombre en la iglesia, y un rayo de luz reveló el rostro de Paolo Ambrosi. Poco antes había llegado Katerina y lo había llamado, pero él no había respondido deliberadamente. Ahora ella estaba acurrucada en el suelo, entre los bancos.

– Se mueve deprisa, Ambrosi -gritó Michener.

Su voz rebotó en las paredes, el eco dificultando su localización. Vio que Ambrosi iba a la derecha, hacia los confesionarios, la cabeza girando a un lado y a otro para que sus oídos pudiesen desentrañar el sonido. Esperó que Katerina no delatara su presencia.

– ¿Por qué complicarlo todo, Michener? -dijo Ambrosi-. Ya sabe lo que quiero.

– Antes me dijo que las cosas serían distintas si leía esas palabras. Por una vez tenía razón.

– Cómo iba a obedecer…

– ¿Qué hay del padre Tibor? ¿Acaso obedeció él?

Ambrosi se acercaba al altar. Daba pasos cautelosos, escudriñando la oscuridad para dar con Michener.

– No llegué a hablar con Tibor -replicó Ambrosi.

– No me lo creo.

Michener observaba desde lo alto del pulpito, a unos dos metros y medio por encima de Ambrosi,

– Salga de ahí, Michener. Acabemos con esto.

Cuando éste se giró, dándole la espalda momentáneamente, Michener saltó sobre él, y ambos se desplomaron y rodaron por el suelo.

Ambrosi se zafó y se puso en pie.

Michener también se disponía a levantarse.

Un movimiento a su derecha llamó su atención. Vio a Katerina acercarse con un arma en la mano. Tras tomar impulso, Ambrosi salvó de un salto una hilera de bancos y se abalanzó sobre ella, clavándole los pies en el pecho y haciéndola caer. Michener oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó el suelo. Ambrosi desapareció entre los bancos y surgió empuñando una pistola. Tras obligar a una Katerina exangüe a levantarse, le puso la pistola al cuello.

– Muy bien, Michener. Ya basta.

Éste permanecía inmóvil.

– Déme la traducción de Tibor.

Michener dio unos pasos hacia ellos y se sacó el sobre del bolsillo.

– ¿Es esto lo que quiere?

– Déjelo en el suelo y retroceda. -Se oyó el clic del percutor-. No me presione, Michener. Tengo valor para hacer lo que haya que hacer, pues el Señor me da la fuerza.

– Puede que lo esté poniendo a prueba para ver qué hace.

– Cierre el pico. No necesito escuchar una lección de teología.

– A ese respecto es posible que en este momento yo sea la persona más indicada del mundo.

– ¿Son las palabras? -Su tono era burlón, como un colegial que le preguntara al profesor-. ¿Le dan valor?

Michener tuvo un presentimiento.

– ¿Qué pasa, Ambrosi? ¿Es que Valendrea no se lo contó todo? Qué lástima. Se calló la mejor parte.

Ambrosi apretó con más fuerza a Katerina.

– Limítese a dejar el sobre y retroceder.

La mirada de desesperación en los ojos de Ambrosi le dio a entender que bien podía cumplir su amenaza, así que tiró el sobre al suelo.

Ambrosi soltó a Katerina y la empujó hacia Michener. Éste la cogió y vio que estaba aturdida debido al golpe.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

Tenía los ojos vidriosos, pero asintió.

Ambrosi estaba examinando el contenido del sobre.

– ¿Cómo sabe que es lo que quiere Valendrea? -le dijo Michener.

– No lo sé, pero mis instrucciones eran precisas: recuperar lo que pueda y eliminar a los testigos.

– ¿Y si he hecho una copia?

Ambrosi se encogió de hombros.

– Correremos ese riesgo. Pero, afortunadamente para nosotros, ustedes no estarán aquí para dar testimonio. -Levantó el arma y los apuntó con ella-. Ésta es la parte con la que voy a disfrutar de verdad.

Un bulto emergió de las sombras y se acercó despacio a Ambrosi por detrás, sin hacer un solo ruido. El hombre vestía unos pantalones negros y una chaqueta negra amplia. En una mano se perfiló un arma, que subió lentamente hasta la sien derecha de Ambrosi.

– Le aseguro, padre, que yo también voy a disfrutar con esta parte -afirmó el cardenal Ngovi.

– ¿Qué está haciendo aquí? -inquirió Ambrosi con voz sorprendida.

– He venido a hablar con usted, así que baje el arma y respóndame a unas preguntas. Después podrá irse.

– Quiere a Valendrea, ¿no es así?

– ¿Por qué, si no, cree usted que aún respira?

Michener contuvo el aliento mientras Ambrosi sopesaba sus opciones. Cuando llamó por teléfono antes a Ngovi, contaba con el instinto de supervivencia de Ambrosi. Supuso que aunque éste fuera extremadamente leal, cuando se tratara de escoger entre él y su Papa no habría elección posible.

– Todo ha terminado, Ambrosi. -Señaló el sobre-. Lo he leído, y el cardenal Ngovi también. Ahora son demasiados los que lo saben. Esta vez no saldrá victorioso.

– ¿Acaso vale la pena? -quiso saber Ambrosi, el tono indicando que se estaba planteando su proposición.

– Baje el arma y averígüelo.

Reinó un largo silencio, y finalmente Ambrosi bajó la mano. Ngovi le cogió la pistola y retrocedió sin dejar de encañonar al sacerdote con la suya.

Éste se encaró con Michener.

– ¿Usted era el cebo? ¿La idea era obligarme a seguirlo?

– Algo por el estilo.

Ngovi avanzó unos pasos.

– Tenemos algunas preguntas. Si coopera, no habrá policía ni detención. Podrá desaparecer sin más. Es un buen trato, dadas las circunstancias.

– ¿Qué circunstancias?

– El asesinato del padre Tibor.

Ambrosi rió entre dientes.

– Es un farol» y lo sabe. Lo que quieren es acabar con Pedro II.

– No. Lo que queremos es que usted acabe con Valendrea -terció Michener-. Lo cual no debería importarle, ya que él haría lo mismo si se volvieran las tornas.

No cabía duda de que el hombre que tenía delante estaba involucrado en la muerte del padre Tibor, lo más probable es que fuera el asesino. Sin embargo seguro que Ambrosi era lo bastante listo para percatarse del giro que había dado el juego.

– Muy bien -claudicó Ambrosi-. Pregunten.

El cardenal metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Sacó una grabadora.

Michener ayudó a Katerina a entrar en el Königshof. Irma Rahn los recibió en la puerta principal.

– ¿Salió todo bien? -le preguntó la anciana a Michener-. Esta última hora he estado en vilo.

– Muy bien.

– Alabado sea Dios. Estaba tan preocupada.

Katerina seguía mareada, pero se sentía mejor.

– Voy a llevarla arriba -propuso Michener.

La ayudó a subir a la segunda planta. Una vez en la habitación, ella preguntó en el acto:

– ¿Qué demonios hacía Ngovi allí?

– Lo llamé esta tarde y le conté lo que había averiguado. Voló a Munich y llegó aquí justo antes de que me fuera a la catedral. Yo tenía que encargarme de que Ambrosi acudiera a la parroquia de San Gangolf. Necesitábamos un lugar alejado de las festividades, e Irma me dijo que este año la iglesia no ponía nacimiento. Le pedí a Ngovi que hablara con el párroco: éste no sabe nada, sólo que unos funcionarios del Vaticano necesitaban su iglesia durante un rato. -Michener adivinó lo que ella estaba pensando-. Mira, Kate, Ambrosi no le haría daño a nadie hasta que tuviera la traducción de Tibor; hasta entonces no estaría seguro de nada. Teníamos que arriesgarnos.

– De modo que yo era el cebo, ¿no?

– Tú y yo. La única forma de que se volviera contra Valendrea, era desafiándolo.

– Ngovi es un tipo duro.

– Creció en las calles de Nairobi. Sabe desenvolverse.

Habían pasado la última media hora con Ambrosi, grabando lo que les haría falta al día siguiente. Ella había estado escuchando, y ahora lo sabía todo, salvo el tercer secreto de Fátima al completo, Michener se sacó un sobre del bolsillo.

– Esto es lo que el padre Tibor le envió a Clemente, es la copia que le ofrecí a Ambrosi. El original lo tiene Ngovi.

Ella leyó el texto y observó:

– Se parece a lo que escribió Jasna. ¿Ibas a darle a Ambrosi el mensaje de Medjugorje?

Él negó con la cabeza.

– Ésas no son las palabras de Jasna: son las de la Virgen de Fátima, escritas por Lucía dos Santos en 1944 y traducidas por el padre Tibor en 1960.

– Es broma. ¿Te das cuenta de lo que significaría que ambos mensajes fueran en esencia el mismo?

– Me di cuenta esta tarde. -Su voz era queda y serena, y él esperó mientras ella sopesaba las implicaciones. Habían hablado muchas veces de su falta de fe, pero él no era quién para juzgarla, considerando sus faltas. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» Tal vez Katerina fuera la primera de muchos en juzgarse.

– Parece que el Señor ha vuelto -afirmó él.

– Resulta increíble. Pero ¿qué otra cosa podría ser? ¿Cómo podrían ser los mensajes iguales?

– Es imposible, dado lo que tú y yo sabemos, pero los escépticos dirán que moldeamos la traducción del padre Tibor para que coincidiera con el mensaje de Jasna. Dirán que es un fraude. Los originales han desaparecido, y quienes los redactaron están muertos. Somos los únicos que sabemos la verdad.

– Así que sigue siendo una cuestión de fe. Tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, pero el resto tendrá que creernos sin más. -Meneó la cabeza-. Es como si Dios estuviese destinado a ser siempre un misterio.

Él ya había estado dándole vueltas a las posibilidades. La Virgen le dijo en Bosnia que él sería «una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo». Pero también le había dicho otra cosa igualmente importante: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.»

– Hay algo que me consuela -aseguró-. Hace años me reprochaba interiormente haber transgredido las órdenes sagradas. Te amaba, pero pensaba que lo que sentía, que lo que hacía era pecado. Ahora sé que no lo era. No a los ojos de Dios.

Volvió a oír mentalmente a Juan XXIII instando a convocar el Concilio Vaticano II. Sus súplicas a tradicionalistas y progresistas para que trabajaran conjuntamente y «la ciudad terrenal pudiera asemejarse a esa ciudad celestial donde reina la verdad». Sólo ahora comprendía plenamente de qué hablaba.

– Clemente intentó hacer lo que estuvo en su mano -dijo ella-. Lamento mucho la opinión que tenía de él.

– Creo que lo comprende.

Katerina le sonrió.

– Y ahora ¿qué?

– Volvemos a Roma. Ngovi y yo tenemos una reunión mañana.

– Y luego ¿qué?

Sabía a qué se refería.

– A Rumanía. Esos niños nos esperan.

– Creí que tal vez te lo estuvieras pensando.

Él apuntó al cielo.

– Creo que se lo debemos, ¿no?

69

Ciudad del Vaticano

Sábado, 2 de diciembre


11:00


Michener y Ngovi cruzaron la logia camino de la biblioteca pontificia. Un sol brillante se colaba por las altas ventanas que flanqueaban el amplio corredor. Ambos vestían de sotana: Ngovi púrpura y Michener negra.

Antes se habían puesto en contacto con el despacho del Papa, y habían conseguido que el asistente de Ambrosi hablara directamente con Valendrea. Ngovi solicitaba una audiencia con el pontífice. No indicaron el motivo, pero Michener contaba con que Valendrea captara la importancia que revestía el hecho de que él y Ngovi quisieran hablar con él, así como que no hubiera forma de dar con Paolo Ambrosi. Al parecer la táctica funcionó: el Papa les concedió permiso para que entraran en el palacio y les dio quince minutos de audiencia.

– ¿Podrán tratar el asunto en ese tiempo? -se interesó el asistente de Ambrosi.

– Eso creo -repuso Ngovi.

Valendrea los hizo esperar casi media hora. Ahora se aproximaban a la biblioteca y entraban, cerrando las puertas tras de sí. Valendrea se hallaba ante las ventanas de cristal emplomado, su corpulenta figura vestida de blanco bañada en luz.

– Debo decir que me picó la curiosidad cuando solicitaron que los recibiera en audiencia. Son las últimas personas que esperaba ver aquí un sábado por la mañana. Creía que usted, Maurice, estaba en África; y usted, Michener, en Alemania.

– Ha acertado a medias -contestó Ngovi-. Los dos estábamos en Alemania.

El rostro de Valendrea reflejó curiosidad.

Michener decidió ir al grano.

– No volverá a tener noticias de Ambrosi.

– ¿Qué quiere decir?

Ngovi se sacó la grabadora de la sotana y la encendió. La voz de Ambrosi inundó la biblioteca: hablaba del asesinato del padre Tibor, de las escuchas, de la información que poseían sobre los cardenales y del chantaje que habían hecho para asegurarse los votos en el cónclave. Valendrea escuchó sin inmutarse la lista de pecados. Ngovi apagó el aparato.

– ¿Está claro ahora?

El Papa no dijo nada.

– Tenemos en nuestro poder el tercer secreto de Fátima completo y el décimo secreto de Medjugorje -terció Michener.

– Tenía la impresión de poseer el secreto de Medjugorje.

– Era una copia. Ahora sé por qué reaccionó con tanta vehemencia cuando leyó el mensaje de Jasna.

Valendrea parecía nervioso. Por una vez aquel obstinado perdía el control.

Michener se acercó a él.

– Tenía que eliminar ese texto.

– Incluso su Clemente lo intentó -espetó Valendrea desafiante.

Michener meneó la cabeza.

– Sabía lo que haría usted y tuvo la precaución de sacar de aquí la traducción de Tibor. Hizo más que ningún otro: dio su vida. Era mejor que todos nosotros. Creía en el Señor… sin necesidad de pruebas. -El nerviosismo le aceleraba el pulso-. ¿Sabía que a Bamberg se la llamaba «la ciudad de las siete colinas»? ¿Recuerda la predicción de Malaquías? «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» -Señaló la cinta-. Para usted, ese temido juez es la verdad.

– En esa cinta no hay más que los desvaríos de un hombre acorralado -aseveró Valendrea-. No prueba nada.

A Michener no lo impresionó.

– Ambrosi nos contó lo de su viaje a Rumanía y nos proporcionó detalles más que suficientes para llevarlo a los tribunales y conseguir que lo condenen, sobre todo en una nación del antiguo bloque comunista, donde el peso de las pruebas es, digamos, escaso.

– Es un farol.

Ngovi se sacó otra microcasete del bolsillo.

– Le mostramos el mensaje de Fátima y el de Medjugorje y no hizo falta que le explicáramos su importancia. Hasta un amoral como Ambrosi comprendió la grandeza de lo que le aguarda. Después sus respuestas llegaron de buen grado. Me imploró que lo oyera en confesión. -Señaló el aparato-. Pero no antes de realizar la grabación.

– Será un buen testigo -dijo Michener-. Verá, lo cierto es que existe una autoridad que está por encima de usted.

Valendrea se puso a caminar por la habitación, hacia las estanterías, como un animal que inspeccionara su jaula.

– Los Papas llevan mucho tiempo desoyendo a Dios. El mensaje de La Salette desapareció del archivo hace un siglo. Apostaría a que la Virgen le dijo lo mismo a esos visionarios.

– Esos hombres pueden ser perdonados -intervino Ngovi-. Creían que los mensajes eran de los visionarios, no de la Virgen. Racionalizaron su acto de rebeldía con cautela. Ellos carecían de las pruebas que usted posee, pero usted sabía que esas palabras eran divinas y sin embargo habría matado a Michener y a Katerina Lew para eliminarlas.

Los ojos de Valendrea lo fulminaron.

– Imbécil santurrón. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que la Iglesia se desmoronara? ¿No se da cuenta de las repercusiones que traerá esta revelación? Hace que dos mil años de dogma resulten falsos.

– Nosotros no somos quién para decidir el destino de la Iglesia -aseguró Ngovi-. La Palabra de Dios le pertenece sólo a Él, y al parecer su paciencia se ha agotado.

Valendrea negó con la cabeza.

– Somos nosotros los que hemos de proteger a la Iglesia. ¿Qué católico sobre la faz de la tierra escucharía a Roma si supiera que hemos mentido? Y no estamos hablando de cuestiones de poca monta. ¿Celibato? ¿Mujeres sacerdote? ¿Aborto? ¿Homosexualidad? Hasta la infalibilidad del Papa.

A Ngovi no pareció afectarle el ruego.

– Me preocupa más cómo le explicaré al Señor por qué desoí su orden.

Michener se enfrentó a Valendrea.

– Cuando volvió a la Riserva en 1978 no existía el décimo secreto de Medjugorje, y sin embargo eliminó parte del mensaje. ¿Cómo supo que las palabras de la hermana Lucía eran verdaderas?

– Vi el miedo en los ojos de Pablo cuando las leyó. Si ese hombre sentía temor, es que había algo. Aquel viernes por la noche en la Riserva, cuando Clemente me habló de la última traducción de Tibor y luego me enseñó parte del mensaje original, fue como si hubiese regresado un demonio.

– En cierto modo es exactamente lo que pasó -observó Michener.

Valendrea clavó la vista en él.

– Si Dios existe, el Diablo también.

– En ese caso ¿cuál fue el causante de la muerte del padre Tibor? -preguntó Valendrea desafiante-. ¿Fue el Señor, para que la verdad fuera revelada? ¿O el Diablo, para que la verdad fuera revelada? Ambos habrían perseguido el mismo fin, ¿no es cierto?

– ¿Por eso asesinó al padre Tibor? ¿Para evitarlo? -contraatacó Michener.

– En todos los movimientos religiosos ha habido mártires. -En sus palabras no había el menor rastro de remordimiento.

Ngovi se adelantó.

– Es verdad. Y nosotros tenemos la intención de añadir uno más.

– Ya imaginaba lo que se proponían: ¿van a llevarme a los tribunales?

– En absoluto -negó Ngovi.

Michener le ofreció a Valendrea un frasquito ambarino.

– Esperamos que pase a engrosar esa lista de mártires.

Valendrea frunció el ceño, asombrado.

– Es el mismo fármaco para dormir que tomó Clemente -aclaró Michener-. Hay más que suficiente para matarlo. Si por la mañana encuentran su cuerpo, tendrá unas exequias pontificias y será enterrado en la cripta de San Pedro con toda la ceremonia. Su pontificado será breve, pero será recordado igual que Juan Pablo I. Por el contrario, si mañana sigue vivo, el Sacro Colegio será informado de todo cuanto sabemos, y a usted se le recordará como al primer Papa de la historia que fue procesado.

Valendrea no aceptó el frasco.

– ¿Quieren que me suicide?

Michener no pestañeó.

– Puede morir siendo un papa glorioso o ser deshonrado como un delincuente. Personalmente preferiría esto último, así que espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.

– Puedo luchar contra usted.

– Perderá. Con todo lo que sabemos apostaría a que hay muchos en el Sacro Colegio que solamente esperan la oportunidad para derribarlo. Las pruebas son irrefutables, y su compañero de fechorías será su principal acusador. Es imposible que salga airoso,

Valendrea seguía sin coger el frasquito, así que Michener vertió su contenido en la mesa y lo miró con odio.

– La elección es suya. Si ama a su Iglesia tanto como presume, sacrifique su vida para que ella pueda vivir. No vaciló en acabar con la vida del padre Tibor. Veamos si es igual de generoso con la suya. El temido juez ha emitido su juicio y lo ha condenado a muerte.

– Me pide que haga algo impensable -replicó Valendrea.

– Le pido que le ahorre a esta institución la humillación de tener que destituirlo.

– Soy el Papa. Nadie puede destituirme.

– Salvo el Señor. Y en cierto modo es precisamente quien hace esto.

Valendrea se dirigió a Ngovi.

– Usted será el próximo Papa, ¿no es así?

– Casi seguro.

– Pudo ganar el cónclave, ¿no?

– Había bastantes posibilidades.

– Entonces ¿por qué se retiró?

– Porque me lo pidió Clemente.

Valendrea parecía perplejo.

– ¿Cuándo?

– Una semana antes de morir. Me dijo que usted y yo acabaríamos librando esa batalla, y que usted debía ganar.

– ¿Por qué demonios le hizo caso?

El rostro de Ngovi se endureció.

– Era mi Papa.

Valendrea sacudió la cabeza con incredulidad.

– Y tenía razón.

– ¿También piensa hacer lo que dijo la Virgen?

– Suprimiré todo dogma que sea contrario a su mensaje.

– Habrá revueltas.

Ngovi se encogió de hombros.

– Los que estén en desacuerdo serán libres de irse y crear su propia religión. Ellos serán quienes decidan, no encontrarán oposición en mí. Pero esta Iglesia hará lo que le han pedido.

Valendrea no daba crédito.

– ¿Cree que será tan fácil? Los cardenales no lo permitirán.

– Esto no es una democracia -apuntó Michener.

– Así que nadie conocerá los verdaderos mensajes, ¿no es eso?

Ngovi negó con la cabeza.

– No es necesario. Los escépticos afirmarán que la traducción del padre Tibor se manipuló para que cuadrara con el mensaje de Medjugorje. La envergadura en sí del mensaje no haría sino levantar críticas. La hermana Lucía y el padre Tibor han muerto, ninguno puede corroborar nada. Así que no es preciso que el mundo sepa lo que ocurrió. Nosotros tres lo sabemos, y eso es lo que importa. No desoiré las palabras. Eso será lo que yo, y sólo yo, haga. Asumiré las alabanzas y las críticas.

– El próximo Papa hará justo lo contrario -musitó Valendrea.

Ngovi meneó la cabeza.

– Tiene tan poca fe. -El africano se volvió y se dirigió a la puerta-. Esperaremos a ver qué ocurre por la mañana. Dependiendo de lo que pase, lo veremos mañana o no.

Michener titubeó antes de seguirlo.

– Creo que hasta al Diablo le costará tratar con usted.

Y se fue sin aguardar una contestación.

70

23:30


Valendrea se quedó mirando las píldoras de la mesa. Llevaba décadas soñando con el papado y había dedicado toda su vida adulta a alcanzar ese objetivo. Ahora era Papa y debería haber reinado veinte años o más, convirtiéndose en la esperanza del futuro mediante la reivindicación del pasado. El día anterior sin ir más lejos se había pasado una hora repasando los detalles relativos a su coronación, una ceremonia para la que faltaban dos semanas escasas. Había recorrido la colección del Vaticano, inspeccionando personalmente accesorios que sus predecesores habían relegado a piezas de museo y ordenando que fuesen preparados para el evento. Quería que el momento en que el líder espiritual de mil millones de personas tomara las riendas del poder fuese un espectáculo que los católicos pudieran contemplar con orgullo.

Incluso tenía pensada la homilía. Habría sido una llamada en favor de la tradición, un rechazo de las innovaciones: una retirada al pasado. La Iglesia podría ser y sería un arma para el cambio. No más denuncias impotentes desoídas por los líderes mundiales. En lugar de ello, el fervor religioso habría servido para forjar una nueva política internacional. Y tendría su origen en él, pues él era el vicario de Cristo, el Papa.

Contó las píldoras del escritorio.

Veintiocho.

Si las tragaba, sería recordado como el Papa que reinó cuatro días. Sería considerado un líder caído que el Señor se había llevado demasiado pronto. Morir de repente tenía sus ventajas: Juan Pablo I había sido un cardenal insignificante y ahora lo veneraban simplemente por haber fallecido a los treinta y tres días de que se celebrara el cónclave. Un puñado de pontífices había gobernado menos; muchos, bastante más. Pero a ninguno se le había obligado a ponerse en la tesitura en la que se hallaba él ahora.

Pensó en la traición de Ambrosi. Jamás habría pensado que Paolo fuese tan desleal, llevaban muchos años juntos. Puede que Ngovi y Michener hubieran subestimado a su viejo amigo. Tal vez Ambrosi fuese su legado, el hombre que se aseguraría de que el mundo no olvidara nunca a Pedro II. Esperó estar en lo cierto al pensar que quizás algún día Ngovi lamentara haber dejado libre a Paolo Ambrosi.

Sus ojos volvieron a posarse en las pastillas. Al menos no sentiría dolor. Y Ngovi se encargaría de que no le practicaran la autopsia. El africano todavía era camarlengo. Se imaginaba al muy cabrón inclinado sobre él, golpeándole la frente con suavidad con el martillito de plata y preguntándole tres veces si estaba muerto.

Estaba convencido de que si al día siguiente continuaba con vida, Ngovi presentaría cargos. Aunque nunca antes se había destituido a un Papa, una vez se viera implicado en un asesinato no se le permitiría permanecer en el cargo.

Lo cual suscitaba su mayor preocupación.

Hacer lo que Ngovi y Michener le pedían significaba que no tardaría en responder de sus pecados. ¿Qué diría Él?

La prueba de que Dios existía implicaba que también había una inconmensurable fuerza maligna que corrompía el espíritu humano. La vida parecía un perpetuo tira y afloja entre esos dos extremos. ¿Cómo explicaría sus pecados? ¿Obtendría perdón o sólo castigo? Aún creía, incluso en vista de lo que sabía, que los sacerdotes tenían que ser hombres. La Iglesia de Dios la fundaron los varones, y a lo largo de dos milenios se había derramado sangre masculina para proteger dicha institución. La inserción de las mujeres en algo tan decididamente masculino parecía sacrílego. Cónyuge e hijos no eran sino distracciones. Y asesinar a un nonato se le antojaba impensable. El deber de la mujer consistía en crear vida, con independencia de cómo fuese concebida, tanto si era deseada como si no. ¿Cómo podía haberse equivocado Dios de esa manera?

Removió las píldoras de la mesa.

La Iglesia iba a cambiar. Nada volvería a ser lo mismo. Ngovi se aseguraría de que vencieran los extremistas. Y la idea le revolvió el estómago.

Sabía lo que lo esperaba.

Tendría que dar cuenta de muchas cosas, pero no rehuiría el desafío. Se situaría frente al Señor y le diría que había hecho lo que creía correcto. Si era condenado al Infierno, se encontraría con una compañía bastante solemne. No era el primer Papa que había desafiado a los cielos.

Alargó la mano y dispuso las cápsulas en grupos de siete. Cogió uno de ellos y lo sostuvo en la palma de la mano.

En los últimos instantes de la vida, sin duda, uno adquiría cierta perspectiva.

Su legado entre los hombres se encontraba a salvo. Él era Pedro II, Papa de la Iglesia, y eso nadie podría quitárselo. Incluso Ngovi y Michener habrían de venerar públicamente su memoria.

Y esa idea le proporcionó consuelo.

Además de un arrebato de valentía.

Se metió las píldoras en la boca y cogió el vaso de agua. Luego agarró otras siete y las tragó. Aprovechando esa fortaleza, echó mano de las pastillas restantes y dejó que lo que quedaba de agua las arrastrara hasta su estómago.

«Espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.»

Que te den, Michener.

Cruzó la estancia hasta llegar a un reclinatorio dorado que se hallaba frente a una imagen de Cristo. Se puso de rodillas, se santiguó y le pidió al Señor que lo perdonara. Permaneció arrodillado diez minutos, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Su legado no haría sino aumentar al saberse que Dios lo había llamado mientras rezaba.

La somnolencia se volvió tentadora, y durante un rato luchó contra el deseo de rendirse. Parte de él se sintió aliviada, pues no se lo relacionaría con una Iglesia que iba en contra de todo aquello en lo que él creía. Tal vez fuera mejor descansar bajo la basílica como el último Papa defensor de las antiguas usanzas. Imaginó a los romanos afluyendo a la plaza al día siguiente, consternados por la pérdida de su amado Santissimo Padre. Millones de personas verían su funeral, y la prensa internacional escribiría acerca de él con respeto. Con el tiempo aparecerían libros sobre su persona. Esperaba que los tradicionalistas lo utilizaran como paladín de la oposición a Ngovi. Y siempre estaba Ambrosi, su querido, queridísimo Paolo. Él aún seguía ahí. Y la idea le agradó.

Sus músculos ansiaban el sueño, y no fue capaz de seguir resistiendo el impulso, así que se rindió a lo inevitable y se desplomó en el suelo.

Clavó la vista en el techo y finalmente dejó que las píldoras se impusieran. La habitación aparecía y desaparecía. Cesó su resistencia al descenso.

Prefirió dejar vagar su mente con la esperanza de que, efectivamente, Dios fuera misericordioso.

71

Domingo, 3 de diciembre


13:00


Michener y Katerina entraron con la multitud en la plaza de San Pedro. A su alrededor hombres y mujeres lloraban abiertamente; muchos sostenían en la mano un rosario. Las campanas de la basílica tañían solemnes.

Lo habían anunciado hacía dos horas, un seco comunicado con la retórica habitual del Vaticano que informaba de la defunción del Santo Padre durante la noche. Se había convocado al camarlengo, el cardenal Maurice Ngovi, y el médico del Papa había confirmado que un infarto se había cobrado la vida de Alberto Valendrea. Se llevó a cabo la correspondiente ceremonia con el martillo de plata, y la Santa Sede se declaró en período de sede vacante. Nuevamente se pidió a los cardenales que acudieran a Roma.

Michener no le había contado a Katerina lo del día anterior. Era mejor así. En cierto modo él era un asesino, aunque no se sentía como tal. Antes bien, experimentaba una enorme sensación de desquite, en particular por el padre Tibor. Un daño reparado con otro dentro de un tergiversado sentido del equilibrio que sólo las extrañas circunstancias de las últimas semanas podían haber generado.

Dentro de quince días se celebraría otro cónclave y se elegiría un nuevo papa. El número 269 desde Pedro, el que ampliaba la lista de Malaquías. El temido juez había juzgado; los pecadores habían recibido su castigo. Y ahora dependía de Maurice Ngovi que se hiciera la voluntad divina. Había pocas dudas de que fuera el próximo pontífice. El día anterior, cuando salían del palacio, Ngovi le había pedido que se quedara en Roma y formara parte de lo que se avecinaba, pero él declinó el ofrecimiento. Se iba a Rumanía con Katerina. Quería compartir su vida con ella, y Ngovi lo entendió, le deseó suerte y le aseguró que las puertas del Vaticano siempre estarían abiertas para él.

La gente no dejaba de llegar, abarrotando la plaza entre las columnatas de Bernini. No estaba seguro de por qué había ido, pero era como si algo lo llamara, y lo invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en mucho tiempo.

– Esta gente no sabe nada de Valendrea -musitó Katerina.

– Para ellos era su Papa, un italiano. Y jamás podríamos convencerlos de lo contrario. Su recuerdo perdurará así.

– No vas a contarme lo que pasó ayer, ¿no?

La noche previa la había pillado escudriñándolo. Ella comprendió que había pasado algo importante con Valendrea, pero Michener no le permitió ahondar en el asunto, y ella no insistió.

Antes de que pudiera responder, una anciana que se hallaba cerca de una de las fuentes se desplomó presa de un ataque de aflicción. Varias personas acudieron en su auxilio, y ella lamentó que Dios se hubiera llevado a un Papa tan bueno. Michener vio que la mujer sollozaba inconteniblemente, y dos hombres la ayudaron a que se pusiera a la sombra.

Unidades móviles de televisión se desplegaban por la plaza para entrevistar a la gente. Pronto la prensa internacional volvería a elucubrar sobre lo que hacía el Sacro Colegio en la Capilla Sixtina.

– Supongo que tendremos de vuelta a Tom Kealy -comentó él.

– Yo estaba pensando en lo mismo. El hombre de las respuestas. -Le dedicó una sonrisa que Michener entendió.

Se acercaron a la basílica y, al igual que los demás dolientes, se detuvieron ante las barreras. La iglesia se hallaba cerrada, Michener sabía que estaban preparándola para otras exequias. Del balcón pendían colgaduras negras. Michener miró a su derecha: los postigos del dormitorio del Papa se encontraban echados. Tras ellos, hacía unas horas, habían encontrado el cuerpo de Alberto Valendrea. Según la prensa, se encontraba rezando cuando le falló el corazón, el cuerpo fue hallado en el suelo, bajo una imagen de Cristo. Sonrió al recordar el último descaro de Valendrea.

Alguien le agarró el brazo.

Él se giró.

Ante él había un hombre con barba, nariz corva y una abundante cabellera rojiza.

– Dígame, padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué se ha llevado el Señor a nuestro Santo Padre? ¿Qué significa esto?

Michener supuso que la pregunta venía motivada por su sotana negra, y no tardó en dar con la respuesta:

– ¿Por qué siempre ha de existir un significado? ¿Es que no puede aceptar lo que ha hecho el Señor sin cuestionarlo?

– Pedro iba a ser un gran Papa. Por fin había ocupado el trono un italiano. Albergábamos tantas esperanzas.

– Dentro de la Iglesia hay muchos que pueden ser grandes pontífices, y no es preciso que sean italianos. -El otro lo miró con extrañeza-. Lo importante es su devoción al Señor.

Sabía que de las miles de personas que tenía en derredor sólo él y Katerina comprendían realmente. Dios estaba vivo y se encontraba allí, escuchando.

Sus ojos abandonaron a aquel hombre y descansaron en la espléndida fachada de la basílica. A pesar de toda su majestuosidad, no era más que argamasa y piedra. El tiempo y la intemperie acabarían destruyéndola. Sin embargo lo que simbolizaba, lo que significaba, perduraría siempre. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos.»

Se volvió hacia el hombre, que estaba diciendo algo.

– Se terminó, padre. El Papa ha muerto. Se terminó antes de empezar.

Michener no estaba dispuesto a aceptarlo, y tampoco iba a permitir que ese extraño aceptara el derrotismo.

– Se equivoca. No ha terminado. -Le dirigió una sonrisa tranquilizadora-. Lo cierto es que acaba de empezar.

Загрузка...