Bucarest, Rumanía
Viernes, 10 de noviembre
11:15
Michener bajó unos escalones metálicos y pisó el aceitoso asfalto del aeropuerto de Otopeni. El avión de British Airways en el que había llegado desde Roma estaba medio lleno, y era uno de los cuatro únicos aparatos que utilizaban la terminal.
En Rumanía ya había estado una vez, cuando trabajaba en la secretaría de Estado a las órdenes del entonces cardenal Volkner, en el departamento de Relaciones con los Estados, la sección internacional que se ocupaba de las actividades diplomáticas.
Las Iglesias vaticana y rumana llevaban décadas enfrentadas por un conflicto: el traspaso durante la Segunda Guerra Mundial de propiedades católicas a la Iglesia ortodoxa, entre las cuales se incluían monasterios poseedores de una antigua tradición latina. La libertad religiosa volvió con la caída de los comunistas, pero el debate relativo a la propiedad persistió, y en varias ocasiones católicos y ortodoxos habían protagonizado violentos choques. Juan Pablo II inició un diálogo con el gobierno rumano tras el derrocamiento de Ceausescu, e incluso realizó una visita oficial. Pero el progreso era lento. El mismo Michener había tomado parte en algunas negociaciones posteriores, y recientemente el gobierno había hecho algunos movimientos. Alrededor de dos millones de católicos frente a veintidós millones de ortodoxos componían el país, y sus voces comenzaban a oírse. Clemente había dejado claro que quería hacerles una visita, pero esa disputa impedía que se planteara el viaje.
Aquel asunto era otro aspecto más de la complicada política que parecía acaparar los días de Michener. La verdad es que ya no era un sacerdote: era un ministro de gobierno, un diplomático y un confidente personal, todo lo cual terminaría cuando Clemente exhalara el último suspiro. Tal vez entonces pudiera volver a ser sacerdote. Lo cierto es que nunca había trabajado en una congregación; quizás ser misionero supusiera un desafío. El cardenal Ngovi le había hablado de Kenia. Puede que África fuera un excelente refugio para un ex secretario del Papa, sobre todo si Clemente moría antes de nombrarlo cardenal.
Apartó las incertidumbres de su vida según se encaminaba a la terminal. Notaba que se hallaba a mayor altitud. El lúgubre aire era frío: unos cinco grados, había explicado el piloto justo antes de aterrizar. El cielo estaba cubierto de un denso remolino de nubes bajas que impedían que el sol tocara la tierra.
Entró en el edificio y se dirigió hacia el control de pasaportes. Llevaba poco equipaje, tan sólo una bolsa, pues esperaba estar no más de un día o dos, e iba vestido de manera informal, con unos vaqueros, un suéter y una chaqueta, en cumplimiento de la petición de Clemente de que fuera discreto.
Su pasaporte del Vaticano le permitió entrar en el país sin necesidad de pagar el habitual visado. Luego alquiló un baqueteado Ford Fiesta en el mostrador de Eurodollar, nada más salir de la aduana, y un empleado le indicó cómo llegar a Zlatna. Su dominio del idioma era lo bastante bueno para entender la mayor parte de lo que el pelirrojo le dijo.
No le entusiasmaba la idea de conducir solo por uno de los países más pobres de Europa. La investigación que había realizado la noche anterior había revelado varias notas oficiales que advertían de los ladrones y aconsejaban tener precaución, sobre todo de noche y en el campo. Habría preferido contar con la ayuda del nuncio apostólico en Bucarest: algún empleado podía hacerle de conductor y guía, pero Clemente había rechazado la idea. De forma que se subió al coche alquilado, salió del aeropuerto y al final dio con la autopista y se dirigió al noroeste, hacia Zlatna, a toda velocidad.
Katerina se encontraba en el lado oeste de la plaza, los adoquines deformes, muchos inexistentes. La gente entraba y salía, con preocupaciones más vitales: comida, calefacción, agua. El ruinoso suelo era la menor de sus pesadumbres.
Había llegado a Zlatna hacía dos horas y se había pasado otra recabando toda la información posible acerca del padre Andrej Tibor. Tenía cuidado con las pesquisas, ya que los rumanos eran curiosos. Según los datos que Valendrea le había proporcionado, el avión de Michener aterrizaría algo después de las once de la mañana, y él tardaría dos horas largas en recorrer los casi ciento cincuenta kilómetros que lo separaban de Zlatna. Por su reloj era la una y veinte de la tarde, así que, suponiendo que el vuelo no se hubiese retrasado, estaría allí en breve.
Le resultaba extraño y reconfortante a un tiempo volver a estar en casa. Había nacido y crecido en Bucarest, pero había pasado gran parte de su infancia al otro lado de los Cárpatos, en Transilvania. Para ella ésa no era una región novelesca poblada por vampiros y hombres lobo, sino Erdély, un lugar donde abundaban los bosques, las ciudadelas y la gente campechana. La cultura era una mezcla de Hungría y Alemania, aderezada con un toque cíngaro. Su padre era descendiente de los colonos sajones que en el siglo XII fueron allí para defender los pasos de montaña de los invasores tártaros. Los descendientes de aquellos centroeuropeos resistieron a toda una serie de déspotas húngaros y monarcas rumanos, todo para que al final de la Segunda Guerra Mundial los masacraran los comunistas.
Los padres de su madre eran gitanos, y los comunistas fueron cualquier cosa menos amables con ellos, despertando un odio colectivo similar al que Hitler sentía hacia los judíos. Al ver Zlatna, con sus casas de madera, sus balcones tallados y su estación de ferrocarril de estilo turco, recordó la aldea de sus abuelos. Zlatna se libró de los terremotos de la región y sobrevivió a la dictadura de Ceausescu; pero el hogar de sus abuelos no corrió la misma suerte. Al igual que las dos terceras partes de los pueblos del país, el de ellos fue aniquilado de forma sistemática, los vecinos relegados a grises edificios de pisos comunales. Los padres de su madre incluso tuvieron que afrontar la vergüenza de derruir su propia casa. «Un modo de combinar la experiencia campesina con la eficiencia marxista», rezaba el plan. Y, tristemente, fueron pocos los rumanos que lloraron la pérdida de las aldeas gitanas. Ella recordaba ir a ver después a sus abuelos a aquel piso frío e impersonal, las lúgubres habitaciones grises desprovistas del espíritu afectuoso de sus antepasados, la esencia de la vida extirpada de su alma. Que era de lo que se trataba. Más tarde, en Bosnia, se lo denominó «limpieza étnica». A Ceausescu le gustaba decir que era un paso hacia el «progreso». Ella lo llamaba demencia. Y las cosas y los sonidos de Zlatna resucitaban todos esos recuerdos desagradables.
Por un tendero supo que cerca había tres orfanatos estatales. Según decían, el peor era el que le había tocado al padre Tibor. El edificio se hallaba al oeste de la localidad y albergaba a niños enfermos terminales, otra de las locuras de Ceausescu.
El dictador prohibió los anticonceptivos y decretó que las mujeres menores de cuarenta y cinco años tuvieran al menos cinco hijos. El resultado era una nación con más niños de los que sus padres podían alimentar. El abandono de recién nacidos en la calle estaba a la orden del día, y el sida, la tuberculosis, la hepatitis y la sífilis se cobraban un gran número de víctimas. Con el tiempo acabaron surgiendo orfanatos por todas partes, que venían a ser una especie de vertedero para cuidar de las criaturas no deseadas.
También averiguó que Tibor era un búlgaro de casi ochenta años -o tal vez fuera mayor, nadie lo sabía a ciencia cierta- y se le tenía por un hombre piadoso que había abandonado la jubilación para trabajar con unos niños que no tardarían en reunirse con su Dios. Se preguntó cuánto valor haría falta para consolar a un bebé moribundo o para decirle a un niño de diez años que pronto iría a un lugar mucho mejor que aquel en el que estaba. Ella no creía en nada de eso: era atea, siempre lo había sido. La religión era algo creado por el hombre, igual que el mismo Dios. En su opinión era la política, y no la fe, la que lo explicaba todo. Qué mejor forma de mantener a raya a las masas que aterrorizándolas con la ira de un ser omnipotente. Lo mejor era confiar en uno mismo, creer en la capacidad de uno, decidir la propia suerte en el mundo. La oración era para los débiles y los perezosos, ella nunca la había necesitado.
Consultó el reloj: la una y media pasadas.
Hora de ir al orfanato.
Cruzó la plaza para atajar. Qué haría cuando Michener llegase era algo que aún no había decidido.
Pero ya se le ocurriría.
Michener aminoró la velocidad a medida que se acercaba al orfanato. Parte del trayecto desde Bucarest lo había realizado por autostrada, una calzada de cuatro carriles sorprendentemente bien cuidada, pero la carretera secundaria que tomó antes era muy distinta, el arcén irregular, la superficie llena de baches, como un paisaje lunar, y salpicada de confusas señales que lo indujeron a error en dos ocasiones. Había cruzado el río Olt hacía unos kilómetros, atravesando un pintoresco barranco entre dos sierras boscosas. Conforme iba avanzando hacia el norte, la topografía iba cambiando, dejando atrás tierras de labranza para dar paso a estribaciones y montañas. Por el camino había visto negras serpientes de humo de fábricas en el horizonte.
Había sabido del padre Tibor por un carnicero de Zlatna, el cual le dijo dónde podía encontrarlo. El orfanato ocupaba un edificio de tejas rojas con dos plantas. Las cicatrices del tejado de terracota daban fe del aire sulfuroso que irritaba la garganta de Michener. Las ventanas tenían barrotes de hierro, la mayoría de los cristales estaban parcheados con cinta adhesiva. Muchos de ellos los habían encalado, y él se preguntó si sería para evitar las miradas curiosas desde dentro o desde fuera.
Entró por una puerta en el muro y aparcó el vehículo.
El duro suelo estaba tapizado de tupidos hierbajos. A un lado, un tobogán y un columpio herrumbrosos. Un reguero de algo negro y fangoso recorría la pared del fondo, tal vez el origen de la pestilencia que percibió nada más bajarse del coche. De la puerta principal del edificio salió una monja con un hábito marrón.
– Buenos días, hermana. Soy el padre Colin Michener. He venido a hablar con el padre Tibor. -Le habló en inglés, con la esperanza de que lo entendiera, y añadió una sonrisa.
La anciana unió las manos e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo.
– Bienvenido, padre. No sabía que era usted sacerdote.
– Estoy de vacaciones, y he decidido dejarme la sotana en casa.
– ¿Es amigo del padre Tibor? -Su inglés era excelente y carecía de acento.
– No exactamente. Dígale que soy un colega suyo.
– Está dentro. Venga conmigo, por favor. -Vaciló-. Y, padre, ¿ha estado usted antes en un lugar como éste?
A él la pregunta se le antojó extraña.
– No, hermana.
– Se lo ruego, intente ser paciente con los niños.
Asintió y subió tras ella cinco ruinosos escalones de piedra. Dentro, el olor era una horrible combinación de orina, heces y dejadez. Reprimió una náusea respirando superficialmente y deseó taparse la nariz, pero pensó que sería insultante. Esquirlas de cristal crujían bajo sus pies, y reparó en los desconchones de las paredes, similares a una piel quemada por el sol.
Los niños salieron en tropel de las habitaciones. Unos treinta, todos varones, entre la infancia y la adolescencia. Se arremolinaron a su alrededor, la cabeza rapada: «para combatir los piojos», aclaró la monja. Algunos cojeaban, otros parecían no controlar los músculos. Muchos sufrían de un ojo vago; otros, de un defecto del habla. Lo toquetearon con las agrietadas manos, exigiendo su atención. Sus voces tenían un dejo de aspereza, y los dialectos variaban, si bien la mayoría empleaba el rumano o el ruso. Varios le preguntaron quién era y por qué estaba allí. En la ciudad le habían informado de que casi todos eran enfermos terminales o tenían una grave minusvalía. La escena era surrealista debido a las prendas que llevaban los muchachos. Al parecer la ropa era cualquier cosa que anduviera a mano y cubriera los desgarbados cuerpos. Eran todo ojos y huesos, y pocos tenían dientes. Las llagas moteaban sus brazos, piernas y rostro. Michener procuró ser cuidadoso, ya que la noche anterior había leído que el VIH se hallaba muy extendido entre los niños olvidados de Rumanía.
Quería decirles que Dios cuidaría de ellos, que su sufrimiento tenía un sentido, pero antes de que pudiera hablar, un hombre alto vestido con un traje negro de clérigo, sin alzacuello, salió al pasillo. Un chiquillo se abrazaba a su cuello con desesperación. El anciano llevaba el cabello muy corto, y todo en su rostro, sus ademanes y su caminar resuelto apuntaba a que era una persona afable. Lucía unas gafas con montura cromada que enmarcaban unos ojos castaños redondos como platos, bajo una pirámide de pobladas cejas blancas. Estaba hecho un palillo, pero tenía unos brazos fuertes y musculosos.
– ¿Padre Tibor? -le preguntó en inglés.
– Me han dicho que es usted un colega. -Su inglés tenía un acento de la Europa del Este.
– Soy el padre Colin Michener.
El sacerdote dejó en el suelo al niño que llevaba en brazos.
– A Dumitru le toca su terapia diaria. Dígame ¿por qué debería retrasarla para hablar con usted?
Michener se preguntó cuál sería el motivo de esa hostilidad.
– Su Papa necesita ayuda.
Tibor respiró hondo.
– ¿Por fin va a reconocer la situación en la que nos encontramos aquí?
Michener quería hablar a solas, no le gustaba el público que tenían alrededor, en particular la monja. Los niños seguían tirándole de la ropa.
– Es preciso que hablemos en privado.
El rostro del padre Tibor mostró escasa emoción al repasar a Michener con una mirada ecuánime. A éste le asombró el estado físico del anciano y esperó estar la mitad de bien que él cuando cumpliera los ochenta.
– Llévese a los niños, hermana. Y encárguese de la terapia de Dumitru.
La monja cogió al pequeño en brazos y se llevó al resto por el pasillo. El padre Tibor escupió unas instrucciones en rumano, parte de las cuales Michener entendió, si bien quiso saber:
– ¿Qué clase de terapia recibe el niño?
– Simplemente le masajeamos las piernas e intentamos hacer que ande. Es probable que sea inútil, pero es todo lo que podemos hacer.
– ¿Es que no hay médicos?
– Tenemos suerte de poder darles de comer. Recibir ayuda médica es algo insólito.
– ¿Por qué hace esto?
– Extraña pregunta viniendo de un sacerdote. Estos niños nos necesitan.
La atrocidad que acababa de ver seguía atormentándolo.
– ¿Ocurre esto mismo en todo el país?
– A decir verdad éste es uno de los sitios mejores. Hemos trabajado de firme para hacerlo habitable, pero, como ve, aún queda mucho por hacer.
– ¿No hay dinero?
Tibor meneó la cabeza.
– Sólo el que nos dan las organizaciones de ayuda. El gobierno no hace mucho, y la Iglesia prácticamente nada.
– ¿Vino usted por su cuenta?
El anciano asintió.
– Después de la revolución leí algo sobre los orfanatos y decidí que éste era mi sitio. Eso fue hace diez años, y sigo aquí.
Su voz seguía sonando crispada, de modo que Michener le preguntó:
– ¿Por qué es usted tan hostil?
– Me pregunto qué es lo que quiere el secretario del Papa de un viejo.
– ¿Sabe quién soy?
– No ignoro lo que sucede en el mundo.
Vio que el padre Andrej Tibor no era ningún mentecato. Tal vez Juan XXIII escogiera sabiamente al pedirle a ese hombre que tradujera lo que escribió la hermana Lucía.
– Traigo una carta del Santo Padre.
Tibor agarró a Michener del brazo.
– Me lo temía. Vayamos a la capilla.
Lo que hacía las veces de capilla era una habitación diminuta con el piso cubierto por cartones. Las paredes eran de piedra y el ruinoso techo de madera. El único signo de devoción procedía de una solitaria vidriera en la que un mosaico de colores dibujaba una virgen con los brazos extendidos, al parecer dispuesta a abrazar a todo el que buscara su consuelo.
Tibor señaló la imagen.
– La encontré no muy lejos de aquí, en una iglesia que estaba a punto de ser demolida. Uno de los voluntarios que acuden en verano me la instaló. Todos los niños se sienten atraídos por ella.
– Usted sabe por qué he venido, ¿verdad?
Tibor no dijo nada.
Michener se metió la mano en el bolsillo, sacó el sobre azul y se lo entregó a Tibor.
El sacerdote lo cogió y se acercó a la ventana. Luego rasgó el sobre y extrajo la nota de Clemente. Se alejó el papel de los ojos mientras se esforzaba por leerlo a la luz mortecina.
– Hace tiempo que no leo en alemán -afirmó Tibor-, pero aún lo recuerdo. -Terminó de leer-. La primera vez que escribí al Papa fue con la esperanza de que hiciera lo que le pedía sin más.
A Michener le entraron ganas de saber qué había pedido, pero se limitó a decir:
– ¿Tiene una respuesta para el Santo Padre?
– Tengo muchas respuestas. ¿Cuál quiere que le dé?
– Usted es el único que puede tomar esa decisión.
– Ojalá fuese así de sencillo. -Ladeó la cabeza hacia la vidriera-. Ella lo complicó. -Tibor permaneció un momento en silencio y luego se volvió para mirarlo-. ¿Pasará la noche en Bucarest?
– Si usted quiere.
Tibor le devolvió el sobre.
– Hay un restaurante, el café Krom, cerca de la piatsa Revolutsiei. No tiene pérdida. Vaya a las ocho. Pensaré en esto y le daré allí su respuesta.
Michener iba hacia el Sur, a Bucarest, luchando con las imágenes del orfanato.
Al igual que muchos de esos niños, tampoco él había conocido a sus padres biológicos. Más adelante en su vida se enteró de que su madre vivía en Clogheen, un pueblecito irlandés al norte de Dublín. Cuando se quedó embarazada estaba soltera y aún no había cumplido los veinte. El padre era desconocido, o al menos eso era lo que sostenía firmemente su madre. Por aquel entonces el aborto era algo desconocido, y la sociedad irlandesa desdeñaba brutalmente a las madres solteras.
Así que la Iglesia llenó el vacío.
«Centros natalicios», los llamaba el arzobispo de Dublín, si bien eran poco más que un vertedero como el que acababa de dejar. Los dirigían monjas, pero no almas bondadosas como las de Zlatna, sino mujeres difíciles que trataban a las futuras madres que tenían a su cargo como a delincuentes.
A las mujeres se les obligaba a realizar tareas degradantes hasta que daban a luz y también después, y trabajaban en condiciones horribles por un sueldo escaso o inexistente. A algunas las molían a palos, otras morían de hambre, la mayoría eran maltratadas. A ojos de la Iglesia eran pecadoras, y el arrepentimiento forzoso era el único camino hacia la salvación. Sin embargo, la mayor parte eran campesinas que no podían permitirse el lujo de criar a un hijo. Algunas habían mantenido relaciones ilícitas que sus padres no reconocían o bien que querían mantener en secreto; otras eran esposas que habían tenido la mala suerte de quedarse encinta en contra de los deseos de sus maridos. El denominador común era la vergüenza: ni una sola de ellas quería llamar la atención sobre su persona o sobre su familia por un niño no deseado.
Después del parto, los niños permanecían en los centros durante un año, tal vez dos, y los iban alejando poco a poco de sus madres: cada día pasaban menos tiempo juntos. El aviso definitivo sólo se producía la noche previa: una pareja americana llegaría a la mañana siguiente. El privilegio de la adopción estaba reservado únicamente a los católicos, los cuales debían acceder a educar al niño dentro del seno de la Iglesia y no divulgar su procedencia. Se agradecía, aunque no era necesaria, una donación en metálico a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón, la organización creada para dirigir el proyecto. A los niños se les podía contar que eran adoptados, pero a los nuevos padres les pedían que dijeran que sus padres biológicos habían muerto. La mayoría de las madres biológicas lo quería así, con la esperanza de que la vergüenza de su error se desvaneciera con el tiempo: no hacía falta que nadie supiera que se habían desprendido de un hijo.
Michener recordaba vivamente el día que fue al centro donde nació. El edificio de piedra caliza gris se encontraba en una cañada sin vida, un lugar llamado Kinnegad, no muy lejos del mar de Irlanda. Recorrió la desierta construcción imaginando a una madre angustiada que se colaba en el cuarto del niño la noche antes de que se lo llevaran para siempre, intentando armarse de valor para decirle adiós, preguntándose por qué una Iglesia y un Dios permitían semejante tormento. ¿Tan grande era su pecado? Y, de ser así, ¿por qué no era igual para el padre? ¿Por qué tenía ella que cargar con toda la culpa?
Y con todo el dolor.
Se situó ante una ventana del último piso y se quedó mirando una morera. Lo único que interrumpía el silencio era una tórrida brisa que resonaba en las habitaciones vacías como los gritos de los niños que en su día languidecieron allí. Sintió el horror desgarrador de la madre tratando de ver por última vez a su hijo cuando se lo llevaban a un coche. Su madre biológica había sido una de esas Mujeres. Quién, él nunca lo sabría. Los niños rara vez recibían apellidos, así que no había forma de asociar a un niño con su madre. Lo poco que sabía de sí mismo lo había averiguado gracias a la débil memoria de una monja.
Más de dos mil niños salieron de Irlanda de esa manera, uno de ellos un diminuto muchacho de cabello castaño claro y vivos ojos verdes cuyo destino fue Savannah, Georgia. Su padre adoptivo era abogado, y su madre sentía devoción por su nuevo hijo. Creció en la costa del Atlántico, en un barrio de clase media alta. Destacó en el colegio y se hizo sacerdote y abogado, complaciendo a sus padres adoptivos sobremanera. Luego se fue a Europa y halló consuelo junto a un obispo solitario que lo quiso como a un hijo. Y ahora servía a ese obispo, un hombre que había llegado a ser Papa, parte de la misma Iglesia que tan estrepitosamente fracasara en Irlanda.
Había querido mucho a sus padres adoptivos, los cuales cumplieron con su parte del trato diciéndole en todo momento que a sus padres biológicos los habían matado. Sólo en su lecho de muerte su madre le contó la verdad: la confesión que una santa le hizo a su hijo, el sacerdote, con la esperanza de que tanto él como su Dios la perdonaran.
«No me la he podido quitar de la cabeza en todos estos años, Colin. Cómo debió sentirse cuando te llevamos con nosotros. Intentaron decirme que era por el bien de todos. Intenté decirme que era lo correcto, pero sigo sin poder quitármela de la cabeza.»
Él no supo qué decirle.
«Teníamos tantas ganas de tener un hijo. Y el obispo nos aseguró que sin nosotros tu vida sería dura. Que nadie se ocuparía de ti. Pero sigo sin poder quitármela de la cabeza. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que te eduqué bien, que te he querido como lo habría hecho ella. Quizás de esa manera pueda perdonarnos.»
Pero no había nada que perdonar. La culpable era la sociedad. La culpable era la Iglesia. No la hija de un granjero del sur de Georgia que no podía tener hijos. Ella no había hecho nada malo, y Michener le suplicaba a Dios con fervor que le concediera a su madre la paz.
Ya no solía pensar en el pasado, pero el orfanato se lo había recordado todo. El fétido aire persistía, y trató de desembarazarse del hedor con el frío viento que entraba por una ventanilla bajada. Aquellos niños nunca disfrutarían de un viaje a América, nunca sabrían lo que era el amor de unos padres que los querían. Su mundo estaba limitado por un muro de contención gris, en el interior de un edificio con barrotes de hierro donde no había luces y la calefacción era escasa. Allí morirían, solos y olvidados, amados únicamente por un puñado de monjas y un viejo sacerdote.
Michener encontró un hotel lejos de la piatsa Revolutiei y el concurrido barrio universitario, un establecimiento modesto cercano a un pintoresco parque. Las habitaciones eran pequeñas y limpias, con un mobiliario art déco que parecía fuera de lugar. La suya incluía un lavabo que, sorprendentemente, tenía agua caliente; la ducha y el retrete eran compartidos y estaban al fondo del pasillo.
Sentado junto a la única habitación del cuarto, estaba dando buena cuenta de un pastel y una coca-cola light que había comprado para aguantar hasta la cena. A lo lejos, un reloj daba con gran estrépito las cinco de la tarde.
El sobre que Clemente le había entregado se hallaba encima de la cama. Sabía lo que se esperaba de él. Ahora que el padre Tibor había leído el mensaje, debía destruirlo sin leer su contenido. Clemente confiaba en que haría lo que le había pedido, y él nunca había fallado a su mentor, aunque siempre había considerado su relación con Katerina una traición. Había roto sus votos, desobedecido a la Iglesia y ofendido a su Dios. Para eso no había perdón, pero Clemente había dicho lo contrario.
– ¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido?
– Lo cual no quita para que esté mal.
– Colín, el perdón es el sello de nuestra fe. Has pecado y deberías arrepentirte, pero eso no significa que eches a perder tu vida. Además, ¿tan malo fue?
Todavía recordaba la mirada de curiosidad que le dirigió al arzobispo de Colonia. ¿Qué estaba diciendo?
– ¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón que estaba mal?
La respuesta a ambas preguntas, entonces y ahora, era no. Había amado a Katerina, un hecho que no podía negar. Había aparecido en su vida justo después de que muriera su madre, en un momento en que estaba lidiando con el pasado. Había ido con él al centro de Kinnegad, y después habían dado un paseo por los acantilados rocosos que se alzaban sobre el mar de Irlanda. Lo había cogido de la mano y le había dicho que sus padres adoptivos lo habían querido y que había tenido suerte de contar con dos personas tan afectuosas. Y tenía razón, pero él no dejaba de pensar en su madre biológica. ¿Cómo podía ejercer tanta presión la sociedad como para que las mujeres sacrificaran a sus hijos por propia voluntad para poder continuar con su vida?
¿Por qué había de ser necesario?
Apuró lo que le quedaba de la coca-cola y fijó la vista de nuevo en el sobre. Su más viejo y querido amigo, un hombre que había estado a su lado media vida, tenía problemas.
Tomó una decisión. Era hora de hacer algo.
Echó mano del sobre y sacó el papel azul. Estaba escrito en alemán, de puño y letra de Clemente.
Padre Tibor:
Estoy al corriente del cometido que llevó a cabo para el Santísimo y Reverendísimo Juan XXIII. El primer mensaje que me envió me produjo un gran desasosiego. «¿Por qué miente la Iglesia?», me preguntaba usted. Yo no tenía ni idea de a qué se refería. La segunda vez que se puso en contacto conmigo hizo que cayera en la cuenta del dilema ante el que se ve. Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces. ¿Por qué se ha guardado estas pruebas? Incluso después de que Juan Pablo revelara el tercer secreto, por su parte sólo hubo silencio. Si lo que me ha enviado es verdad, ¿por qué no dijo nada en su día? Hay quien diría que es usted un farsante, alguien a quien no hay que creer, pero yo sé que eso no es cierto. ¿Por qué? No lo puedo explicar. Lo único que sé es que le creo. Le envío a mi secretario, un hombre de confianza. Puede contarle al padre Michener lo que desee, y él me transmitirá sólo a mí sus palabras. Si no tiene una respuesta, dígaselo así. Entiendo que esté furioso con su Iglesia, pues también yo pienso de forma similar, pero hay muchas cosas a tener en cuenta, como usted bien sabe. Me gustaría pedirle que le devolviera esta nota y el sobre al padre Michener. Le agradezco toda la ayuda que se digne a prestarme. Que Dios esté con usted, padre.
Clemente.
PP Servus Servorum Dei.
La firma era el sello oficial del Papa: Pastor de Pastores, Siervo de los Siervos de Dios. La forma de Clemente de firmar todos los documentos oficiales.
Michener se sentía mal por haber abusado de la confianza de Clemente, pero era evidente que estaba pasando algo. Al parecer el padre Tibor había impresionado al Papa lo bastante para enviar a su secretario a que evaluara la situación. «¿Por qué se ha guardado estas pruebas?»
¿Qué pruebas?
«Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces.»
¿Se encontrarían ambas cosas en la Riserva? ¿En la caja de madera que Clemente no paraba de abrir?
Imposible de decir.
Seguía sin saber nada.
Así que devolvió la hoja azul al sobre, fue hasta el baño del fondo del pasillo y lo hizo todo trizas, tirando a continuación de la cadena para que desaparecieran los pedazos.
Katerina oyó a Michener cruzar el entarimado del piso de arriba. Su mirada siguió el sonido por el techo mientras se iba debilitando por el pasillo.
Había ido en pos de él desde Zlatna hasta Bucarest, decidiendo que era más importante saber dónde se hospedaba que tratar de averiguar lo que había sucedido con el padre Tibor. No le sorprendió que él evitara el centro y se dirigiera directamente a uno de los hoteles de menor categoría de la ciudad. Asimismo eludió el despacho del nuncio apostólico, próximo a Centru Civic, cosa que tampoco la sorprendió, ya que Valendrea había dejado claro que ésa no era una visita oficial.
Cuando atravesaba el centro, le entristeció ver que la misma monotonía orwelliana seguía presente en bloque tras bloque de pisos de ladrillo amarillo, los cuales nacieron después de que Ceausescu arrasara la historia de la ciudad para dejar sitio a sus imponentes complejos. Se suponía que su sola envergadura transmitiría magnificencia, de manera que daba lo mismo que los edificios fueran poco prácticos, caros y superfluos. El Estado decretó que la población sabría apreciarlos: los ingratos fueron a la cárcel y a los que tuvieron suerte les pegaron un tiro.
Abandonó Rumanía seis meses después de que Ceausescu se enfrentara al pelotón de fusilamiento, quedándose sólo lo bastante para participar en las primeras elecciones de la historia del país. Ganaron unos antiguos comunistas, Katerina se dio cuenta de que no se producirían muchos cambios deprisa, y acababa de percatarse de lo acertado de su predicción: la tristeza aún se dejaba sentir en Rumanía. La había sentido en Zlatna y en las calles de Bucarest, como el velatorio que sigue al funeral. Y podía entenderlo. ¿Qué había sido de su propia vida? En los últimos doce años no había hecho gran cosa. Su padre le había pedido que se quedara a trabajar para la nueva prensa rumana, supuestamente libre, pero ella se había hartado de tanto alboroto. El entusiasmo de la revuelta marcó un fuerte contraste con la calma que vino después. Que otros se ocuparan de pulir el rugoso hormigón: ella prefería mezclar la grava, la arena y el mortero. Así que se fue y recorrió Europa, encontró y perdió a Colin Michener, y luego llegó a América y a Tom Kealy.
Y ahora había vuelto.
Y un hombre al que había amado se paseaba por el piso de arriba.
¿Cómo iba a enterarse de lo que él hacía? ¿Qué había dicho Valendrea? «Le sugiero que utilice los mismos encantos de que al parecer disfruta Tom Kealy. Seguro que entonces su misión es todo un éxito.»
Huevón.
Aunque tal vez el cardenal tuviera razón. El acercamiento directo parecía lo mejor. No cabía duda de que conocía los puntos débiles de Michener, y ya se estaba odiando por aprovecharse de ellos.
Pero no tenía muchas opciones.
Se levantó y se encaminó a la puerta.
Ciudad del Vaticano, 17:30
El último compromiso de Valendrea llegó pronto para ser viernes. Después se suspendió inesperadamente una cena que había prevista en la embajada francesa -una crisis en París había retenido al embajador-, así que se vio con una inusitada noche libre.
Había pasado una tortuosa hora con Clemente nada más almorzar. Se suponía que iban a celebrar una reunión informativa para tratar los asuntos exteriores, pero no hicieron más que discutir. Su relación empeoraba a pasos agigantados, y el riesgo de un enfrentamiento público cada día era mayor. Faltaba por pedir la renuncia, Clemente sin duda esperaba que mencionara motivos espirituales y abandonara sin más.
Pero eso era algo que jamás ocurriría.
Entre los asuntos de la reunión se incluía la información relativa a una visita del secretario de Estado norteamericano, prevista para dentro de dos semanas. Washington intentaba conseguir el apoyo de la Santa Sede en iniciativas políticas en Brasil y Argentina. La Iglesia era una fuerza política en Sudamérica, y Valendrea había dado a entender su voluntad de utilizar la influencia del Vaticano en favor de Washington. Sin embargo Clemente no deseaba aplicar a la Iglesia. A ese respecto no tenía nada que ver con Juan Pablo II, que preconizaba públicamente la misma filosofía y luego en privado hacía lo contrario. Una estrategia, pensaba a menudo Valendrea, que permitía no hacer sospechar a Moscú y Varsovia y con el tiempo pondría de rodillas al comunismo. Había visto directamente lo que el líder moral y espiritual de mil millones de fieles podía hacer en contra y a favor de los gobiernos. Era una lástima desperdiciar semejante potencial, pero Clemente había ordenado que no se produjera ninguna alianza entre Estados Unidos y la Santa Sede. Los argentinos y los brasileños tendrían que resolver ellos solos sus problemas.
Llamaron a la puerta de sus dependencias.
Estaba solo, pues había enviado a su camarero a buscar un café. Cruzó el estudio, entró en una antesala contigua y abrió la puerta de dos hojas que daba al pasillo. Dos guardias suizos, la espalda contra la pared, flanqueaban la entrada. En medio se hallaba el cardenal Maurice Ngovi.
– Me preguntaba si podríamos charlar un momento, Eminencia. He ido a su despacho y me han dicho que había terminado por hoy.
La voz de Ngovi era baja y reposada, y Valendrea reparó en la formalidad del «Eminencia», sin duda por la presencia de los guardias. Con Colin Michener recorriendo Rumanía, al parecer Clemente había delegado en Ngovi para que ejerciera de recadero.
Invitó a pasar al cardenal y ordenó a los guardias que no los molestaran. A continuación condujo a Ngovi hasta su estudio y le pidió que tomara asiento en un sofá dorado.
– Le invitaría a un café, pero he enviado al camarero por él.
Ngovi alzó la mano.
– No es preciso. He venido a hablar con usted.
Valendrea se sentó.
– Y bien, ¿qué es lo que quiere Clemente?
– Soy yo quien quiere algo. ¿Cuál fue el motivo de su visita de ayer al archivo? ¿Intimidar al cardenal archivero? Porque estuvo fuera de lugar.
– Si mal no recuerdo, el archivo no es de la competencia de la Congregación para la Educación Católica.
– Responda a mi pregunta.
– Así que Clemente, después de todo, quiere algo.
Ngovi no dijo nada, una estrategia irritante que había visto emplear con frecuencia a los africanos y que a veces hacía a Valendrea hablar demasiado.
– Le dijo al archivero que la Iglesia le había encomendado una misión de extrema importancia, una misión que requería tomar medidas extraordinarias. ¿A qué se refería?
Sopesó cuánta información le habría facilitado aquel cabrón blando del archivo. Seguro que no le había confesado el pecado que cometió al perdonar el aborto. El viejo idiota no era tan imprudente. ¿O acaso sí? Resolvió que lo mejor era utilizar una táctica ofensiva.
– Usted y yo sabemos que Clemente está obsesionado con el secreto de Fátima. Ha visitado la Riserva repetidas veces.
– Lo cual es prerrogativa del Papa. Nosotros no somos quiénes para cuestionarla.
Valendrea se inclinó hacia delante.
– ¿Por qué nuestro buen pontífice alemán sufre tanto por algo que el mundo ya conoce?
– Ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo. Juan Pablo II satisfizo mi curiosidad revelando el tercer secreto.
– Usted formó parte del comité, ¿no es cierto? El que revisó el secreto y redactó la interpretación que acompañó su publicación.
– Fue un honor. Llevaba tiempo preguntándome cuál sería el mensaje final de la Virgen.
– Sin embargo resultó tan decepcionante. En realidad no decía gran cosa de nada, aparte de la consabida petición de arrepentimiento y fe.
– Predijo el asesinato de un papa.
– Lo cual explica por qué la Iglesia lo mantuvo oculto todos esos años: no tenía sentido darle a un lunático un motivo divino para que le disparara al Papa.
– Creímos que ésa era la idea cuando Juan XXIII leyó el mensaje y ordenó que lo sellaran.
– Y lo que la Virgen predijo pasó: alguien intentó matar a Pablo VI y luego el turco le disparó a Juan Pablo II. No obstante, lo que yo quiero saber es por qué Clemente siente la necesidad de leer una y otra vez el texto original.
– Le repito que ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo.
– Salvo cuando uno de los dos sea Papa, -Esperó a ver si su adversario mordía el anzuelo.
– Pero ni usted ni yo somos el Papa. Lo que intentó hacer fue una infracción del derecho canónico. -La voz de Ngovi era serena, y Valendrea se preguntó si aquel hombre imperturbable alguna vez perdería los estribos.
– No pretenderá acusarme, ¿no?
Ngovi no se inmutó. í
– Si hubiera algún modo de salir airoso lo haría.
– Entonces puede que yo no tuviera más remedio que renunciar y usted acabara siendo secretario de Estado, ¿es eso? Le gustaría, ¿no, Maurice?
– Lo único que me gustaría sería mandarlo de vuelta a Florencia, el lugar al que pertenecen usted y sus antepasados Medici.
El aludido se dijo que debía proceder con cautela: el africano era un maestro en el arte de la provocación. Ésa sería una buena prueba de cara al cónclave, donde sin duda Ngovi procuraría por todos los medios instigarlo a reaccionar.
– Yo no soy un Medici. Soy un Valendrea. Estábamos en contra de los Medici.
– Seguramente sólo después de presenciar el declive de esa familia. Imagino que sus antepasados también serían unos oportunistas.
Valendrea comprendió que los dos principales aspirantes al próximo pontificado estaban cara a cara. Sabía que Ngovi sería el rival más duro. Ya había escuchado conversaciones grabadas entre cardenales cuando se creían a salvo en despachos cerrados a cal y canto del Vaticano. Ngovi era el contrincante más peligroso, un hecho aún más impresionante si se tenía en cuenta que el arzobispo de Nairobi ni siquiera trataba de hacerse con el pontificado. Cuando le preguntaban, aquel cabrón taimado siempre detenía cualquier especulación agitando la mano y mencionando el respeto que sentía por Clemente XV. Nada de eso engañaba a Valendrea. En la silla de san Pedro no se había sentado un africano desde el siglo I. Menudo triunfo sería. Ngovi era un nacionalista acérrimo que opinaba abiertamente que África se merecía algo mejor de lo que recibía en la actualidad, y ¿qué mejor plataforma para impulsar la reforma social que ocupar la cabeza de la Santa Sede?
– Déjelo, Maurice -le dijo-. ¿Por qué no se pasa al equipo ganador? No saldrá Papa del próximo cónclave, se lo puedo asegurar.
– Lo que más me preocupa es que usted salga elegido Papa.
– Sé que ejerce el control sobre el bloque africano, pero eso sólo son ocho votos. No bastan para detenerme.
– Pero sí para ser decisivos en unas elecciones reñidas.
La primera mención de Ngovi del cónclave. ¿Un mensaje, quizás?
– ¿Dónde está el padre Ambrosi? -preguntó Ngovi
Ahora se percataba de cuál era el motivo de la visita: Clemente necesitaba información.
– ¿Dónde está el padre Michener?
– Tengo entendido que de vacaciones.
– Igual que Paolo. Tal vez se hayan ido juntos. -Completó el sarcasmo soltando una risita.
– Espero que Colin tenga más gusto escogiendo a sus amigos.
– Lo mismo digo de Paolo.
Se preguntó por qué al Papa le interesaba tanto Ambrosi. ¿Qué más daba? Quizás hubiese subestimado al alemán.
– Sabe, Maurice, antes hablaba en broma, pero sería usted un, excelente secretario de Estado. Su apoyo en el cónclave le garantizaría dicho cargo.
Ngovi tenía las manos entrelazadas bajo la sotana.
– Y ¿a cuántos más les ha ido ofreciendo ese caramelo?
– Sólo a los que están a la altura.
Su invitado se levantó del sofá.
– Le recuerdo que la Constitución Apostólica prohíbe hacer campaña para el papado. Una prohibición que nos afecta a ambos.
Ngovi se dirigió a la antesala.
Sin moverse del asiento, Valendrea llamó al cardenal.
– Yo en su lugar no me preocuparía demasiado por el protocolo, Maurice. Pronto estaremos en la Capilla Sixtina, y su suerte podría sufrir un cambio drástico. Sin embargo, cómo sea dicho cambio depende únicamente de usted.
Bucarest, 17:50
Los golpecitos en la puerta sobresaltaron a Michener. Nadie salvo Clemente y el padre Tibor sabía que estaba en Rumanía. Y absolutamente nadie sabía que se alojaba en ese hotel.
Se puso en pie, cruzó la habitación y, al abrir la puerta, vio a Katerina Lew.
– ¿Cómo demonios me has encontrado?
Ella sonrió.
– Eras tú el que decía que los únicos secretos del Vaticano son los que uno no conoce.
No le gustó escuchar eso: lo último que Clemente querría era que una periodista estuviese al tanto de lo que él estaba haciendo. Y ¿quién le había informado de que había salido de Roma?
– Me sentía mal por lo del otro día en la plaza -contó ella-. No debí decir lo que dije.
– ¿Y has venido a Rumanía a disculparte?
– Tenemos que hablar, Colin.
– Éste no es un buen momento.
– Me dijeron que estabas de vacaciones. Pensé que sería el mejor momento.
Michener la invitó a entrar y cerró la puerta tras ella, recordándose que el mundo había encogido desde la última vez que estuvo a solas con Katerina Lew. Luego se le pasó por la cabeza una idea inquietante: si ella sabía tanto sobre él, qué no sabría Valendrea. Necesitaba llamar a Clemente para advertirle de la existencia de una filtración. Pero se acordó de lo que éste le había dicho el día anterior en Turín acerca de Valendrea -«Conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos»- y se dio cuenta de que el Papa ya lo sabía.
– Colín, no hay motivo para que seamos tan hostiles. Comprendo mucho mejor lo que ocurrió hace tantos años. Incluso estoy dispuesta a admitir que manejé mal la situación.
– Ya es algo.
Ella no reaccionó al oír ese reproche.
– Te he echado de menos. Por eso es por lo que fui a Roma: para verte.
– ¿Qué hay de Tom Kealy?
– Tuve una relación con Tom. -Vaciló-. Pero él no es tú. -Se acercó más-. No me avergüenzo del tiempo que pasé con él. La situación de Tom es estimulante para un periodista, hay un montón de oportunidades. -Sus ojos apresaron los de Michener como sólo ella sabía hacer-. Pero tengo que saberlo: ¿por qué estabas en el tribunal? Tom me dijo que los secretarios del Papa no suelen ocuparse de esas cosas.
– Sabía que tú estarías allí.
– ¿Te alegraste de verme?
Meditó su respuesta y finalmente dijo:
– Tú no pareciste alegrarte especialmente de verme.
– Sólo intentaba calibrar tu reacción.
– Que yo recuerde, no hubo reacción alguna por tu parte.
Ella se alejó hacia la ventana.
– Compartimos algo especial, Colin, no tiene sentido negarlo.
– Ni tampoco revivirlo.
– Eso es lo último que quiero. Ambos somos más viejos, y espero que más listos. ¿Es que no podemos ser amigos?
Él había acudido a Rumanía por encargo del Papa y ahora se había enredado en una discusión emocional con una mujer a la que había amado. ¿Acaso era una nueva prueba del Señor? No podía negar lo que sentía cuando estaba tan cerca de ella. Como Katerina había dicho, una vez lo habían compartido todo. Ella había estado estupenda cuando él luchaba por averiguar cuál era su herencia, preguntándose qué había sido de su madre biológica, por qué su padre biológico lo había abandonado. Con la ayuda de Katerina había frenado a muchos de esos demonios. Pero surgían otros nuevos. Tal vez una tregua con su conciencia estuviera bien. ¿Qué daño podía hacerle?
– Me gustaría.
Ella llevaba un pantalón negro que se le pegaba a las delgadas piernas. Una chaqueta de espiguilla a juego y un chaleco de cuero negro le daban la imagen de la revolucionaria que él sabía que era. En sus ojos no había chispas de ensoñación: sus raíces eran firmes. Quizás demasiado. Pero en el fondo existía una emoción genuina, y él la había echado de menos.
Sintió un cosquilleo familiar.
Se acordó, años atrás, de cuando se retiró a los Alpes una temporada para pensar y, al igual que ese día, ella se presentó ante su puerta, confundiéndolo más.
– ¿Qué has estado haciendo en Zlatna? -quiso saber ella-. Me han dicho que ese orfanato es un lugar difícil, dirigido por un viejo sacerdote.
– ¿Has estado allí?
Ella asintió.
– Te seguí.
Otra realidad preocupante, si bien Michener la pasó por alto.
– Fui a hablar con ese sacerdote.
– ¿Me lo cuentas?
Parecía interesada, y él necesitaba hablar de ello. Tal vez Katerina pudiera serle de ayuda. Pero había que tener en cuenta otro aspecto.
– ¿Extraoficialmente? -le preguntó.
Su sonrisa lo confortó.
– Pues claro, Colin. Extraoficialmente.
20:00
Michener llevó a Katerina al café Krom. Habían estado hablando dos horas en su habitación. Él le contó una versión abreviada de lo que le ocurría los últimos meses a Clemente XV y de la razón por la cual él había acudido a Rumanía, omitiendo tan sólo que había leído la nota que Clemente había escrito a Tibor. No había nadie más, aparte del cardenal Ngovi, con quien se le pasara por la cabeza hablar de sus preocupaciones. E incluso con Ngovi sabía que lo mejor era la discreción. Las alianzas del Vaticano cambiaban como la marea: el amigo de hoy bien podía ser el enemigo de mañana. Katerina no era aliada de nadie en la Iglesia, y estaba al tanto del tercer secreto de Fátima. Ella le habló de un artículo que había escrito para una revista danesa en el año 2000, cuando Juan Pablo dio a conocer el texto. Trataba de un grupo extremista que creía que el tercer secreto era una visión apocalíptica, las complejas metáforas empleadas por la Virgen una declaración evidente de que el final se acercaba. Ella pensaba que estaban todos locos, y su artículo abordaba la demencia que dichas sectas ensalzaban. Sin embargo, después de ver la reacción de Clemente en la Riserva, Michener ya no estaba tan seguro de que fuera demencia. Esperaba que el padre Andrej Tibor pusiera fin a la confusión.
El sacerdote aguardaba sentado a una mesa próxima a una ventana. Fuera, un resplandor ambarino iluminaba a la gente y el tráfico, y la neblina envolvía el aire nocturno. El restaurante se hallaba en el centro de la ciudad, cerca de la piatsa Revolutsiei, y, al ser viernes por la noche, estaba muy concurrido. Tibor se había cambiado de ropa, sustituyendo su negro atuendo de clérigo por unos vaqueros y un jersey de cuello alto. Se levantó cuando Michener le presentó a Katerina.
– La señorita Lew trabaja conmigo. La he traído para que tome notas de lo que quiera que desee usted contarnos. -Antes había decidido que quería que ella escuchara lo que Tibor dijese, y pensó que una mentira era mejor que la verdad.
– Si eso es lo que desea el secretario del Papa -repuso Tibor-, ¿quién soy yo para cuestionarlo?
El tono del sacerdote era suave, y Michener esperaba que su anterior amargura se hubiera disipado. Tibor llamó la atención de la camarera y pidió otras dos cervezas. A continuación el anciano le pasó un sobre por la mesa.
– Ésta es mi respuesta a la pregunta de Clemente.
Michener no cogió el sobre.
– Me he pasado la tarde entera meditándola -añadió Tibor-. Quería ser preciso, de modo que la he puesto por escrito.
La camarera dejó dos jarras de cerveza oscura en la mesa. Michener dio un trago corto al espumoso brebaje, y Katerina también. Tibor ya iba por la segunda jarra.
– Llevo mucho tiempo sin pensar en Fátima -dijo Tibor en voz queda.
– ¿Trabajó mucho tiempo en el Vaticano? -preguntó Katerina.
– Ocho años, entre Juan XXIII y Pablo VI. Luego volví a las misiones.
– ¿Se encontraba presente cuando Juan XXIII leyó el tercer secreto? -preguntó Michener tanteando discretamente, procurando no revelar lo que sabía por la nota de Clemente.
Tibor estuvo largo rato mirando por la ventana.
– Sí.
Sabía lo que Clemente le había preguntado a Tibor, de modo que se lanzó:
– Padre, el Papa está sumamente preocupado por algo. ¿Puede ayudarme a entenderlo?
– Comprendo su angustia.
Michener trató de parecer indiferente.
– ¿Sabe cuál es la razón?
El anciano meneó la cabeza.
– Después de cuatro décadas yo mismo sigo sin entender nada. -Apartó los ojos mientras hablaba, como si no estuviese seguro de sus palabras-. La hermana Lucía era una santa; la Iglesia la trató mal.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Katerina.
– Roma se aseguró de que viviera enclaustrada. No olvide que en 1959 sólo Juan XXIII y ella conocían el tercer secreto. Luego el Vaticano ordenó que sólo pudiera visitarla su familia más cercana, y que ella no hablara con nadie de las apariciones.
– Pero Lucía formó parte de la revelación cuando Juan Pablo hizo público el secreto en 2000 -intervino Michener-. Se hallaba sentada en el estrado cuando se leyó el texto al mundo en Fátima.
– Tenía más de noventa años. Según creo, le fallaban el oído y la vista. Y no olvide que le habían prohibido hablar del tema. Ella no hizo ningún comentario. Ni uno solo.
Michener bebió otro trago de cerveza.
– ¿Qué hay de malo en lo que Vaticano hizo con respecto a la hermana Lucía? ¿Acaso no pretendían simplemente protegerla de esos chiflados que querían importunarla con preguntas?
Tibor cruzó los brazos delante del pecho.
– No esperaba que lo comprendiera: usted es producto de la curia.
A Michener le molestó la acusación, ya que él era cualquier cosa menos eso.
– Mi pontífice no es amigo de la curia.
– El Vaticano exige obediencia absoluta. En caso contrario, la Penitenciaría Apostólica envía una de sus cartas ordenando que uno vaya a Roma a dar cuenta de sus actos. Hemos de hacer lo que nos dicen, y la hermana Lucía era una sierva fiel: hizo lo que le dijeron. Créame, lo último que Roma habría querido era que estuviese a disposición de la prensa internacional. Juan le ordenó que guardara silencio porque no tenía otra elección, y todos los papas que vinieron después revalidaron esa orden porque no tenían otra lección.
– Que yo recuerde, Pablo VI y Juan Pablo II la visitaron. Juan Pablo incluso le consultó antes de hacer público el tercer secreto. He hablado con obispos y cardenales que formaron parte de la revelación, y ella corroboró que el texto era suyo.
– ¿Qué texto? -preguntó Tibor.
Una extraña pregunta.
– ¿Está diciendo que la Iglesia mintió en lo relativo al mensaje? -quiso saber Katerina.
Tibor agarró su bebida.
– Eso nunca lo sabremos: la buena monja, Juan XXIII y Juan Pablo II ya no se encuentran entre nosotros. Todos han muerto, excepto yo.
Michener decidió cambiar de tema.
– Cuéntenos lo que sabe. ¿Qué ocurrió cuando Juan XXIII leyó el secreto?
Tibor se retrepó en la desvencijada silla de roble y pareció sopesar la pregunta. Al final, el sacerdote respondió:
– De acuerdo. Le diré exactamente lo que ocurrió.
– ¿Sabe usted portugués? -preguntó monseñor Capovilla.
Tibor lo miró desde su asiento. Diez meses trabajando en el Vaticano y ésa era la primera vez que alguien de la cuarta planta del Palacio Apostólico le dirigía la palabra, y encima era el secretario personal de Juan XXIII.
– Sí, padre.
– El Santo Padre necesita su ayuda. ¿Le importaría coger una libreta y un bolígrafo, y venir conmigo?
Siguió al sacerdote al ascensor y subieron en silencio al cuarto piso, donde lo hicieron pasar a las dependencias del Papa. Juan XXIII estaba sentado tras un escritorio sobre el que había una cajita de madera con un sello de cera roto. El pontífice sostenía dos pliegos de papel de carta.
– Padre Tibor, ¿sabe qué dice aquí? -le preguntó Juan.
Tibor cogió las dos hojas y echó un vistazo a las palabras sin fijarse en su significado, sino tan sólo en si las entendía.
– Sí, Santo Padre.
El rotundo rostro de éste esbozó una sonrisa, la sonrisa que había electrizado a católicos del mundo entero. La prensa había dado en llamarlo Papa Juan, algo que el pontífice había aceptado. Durante mucho tiempo, mientras Pío XII yacía enfermo, la oscuridad había envuelto las ventanas del palacio papal, las cortinas echadas a modo de duelo simbólico. Ahora los postigos se hallaban abiertos de par en par, el sol italiano inundando las estancias, una señal para todo el que entrara en la plaza de San Pedro de que el cardenal veneciano abogaba por un renacimiento.
– Si no le importa, siéntese allí, junto a la ventana, y traduzca esto al italiano -pidió Juan-. Cada hoja en una página, por separado, igual que los originales.
Tibor se pasó casi una hora asegurándose de que sus dos traducciones eran precisas. El texto original lo había escrito una mano a todas luces femenina, y el portugués resultaba algo anticuado, como el que se utilizaba hacia finales del siglo anterior. Los idiomas» al igual que la gente y la cultura, tendían a cambiar con el tiempo, pero su formación era buena y la tarea relativamente sencilla.
Juan no le prestó mucha atención mientras trabajaba, charlando en voz baja con su secretario. Cuando hubo terminado, le entregó su versión al Papa. Tibor estuvo atento a su reacción mientras leía el primer pliego. Nada. Luego el Papa leyó la segunda página. Se produjo un momento de silencio.
– Esto no atañe a mi papado -comentó Juan con suavidad.
Dadas las palabras del papel, Tibor pensó que era un extraño comentario, pero no dijo nada. Juan dobló ambas traducciones junto al correspondiente original, formando dos legajos separados. Permaneció callado unos instantes, y Tibor no se movió. Aquel pontífice, que había ocupado la silla de san Pedro hacía apenas nueve meses, ya había cambiado profundamente el mundo católico. Uno de los motivos por los que Tibor había acudido a Roma era para formar parte de lo que estaba sucediendo. El mundo estaba listo para recibir algo diferente, y al parecer Dios había provisto a sus necesidades.
Juan unió las regordetas manos ante la boca y se meció en silencio en la silla.
– Padre Tibor, quiero que le dé su palabra a su Papa y a su Dios de que jamás revelará lo que acaba de leer.
Tibor comprendió la importancia de la petición.
– Tiene mi palabra, Santo Padre.
Juan lo miró fijamente con sus ojos pitañosos, una mirada que le atravesó el alma. Un escalofrío le recorrió la columna, y él tuvo que vencer la necesidad imperiosa de ponerse en pie.
Fue como si el Papa le leyera el pensamiento.
– Estate seguro -afirmó Juan casi en un susurro- de que haré cuanto pueda para cumplir los deseos de la Virgen.
– No volví a hablar con Juan XXIII -dijo Tibor.
– ¿Y ningún otro Papa se puso en contacto con usted? -inquirió Katerina.
Tibor negó con la cabeza.
– Hasta el día de hoy. Le di mi palabra a Juan XXIII y la mantuve. Hasta hace tres meses.
– ¿Qué le envió al Papa?
– ¿Es que no lo sabe?
– No con detalle.
– Quizás Clemente no quiera que usted lo sepa.
– En tal caso no me habría enviado.
Tibor señaló a Katerina.
– ¿Y querría que ella también lo supiera?
– Yo lo quiero -contestó Michener.
Tibor le dirigió una mirada severa.
– Me temo que no, padre. Lo que le envié es algo entre Clemente y yo.
– Acaba de decir que Juan XXIII no volvió a hablar con usted. ¿Intentó usted comunicarse con él? -se interesó Michener.
Tibor meneó la cabeza.
– A los pocos días Juan convocó el Concilio Vaticano II. Me acuerdo bien. Pensé que ésa era su respuesta.
– ¿Le importaría explicarse?
El sacerdote meneó la cabeza.
– La verdad es que sí.
Michener se terminó la cerveza y le entraron ganas de pedir otra, pero se contuvo. Escudriñó algunos de los rostros que lo rodeaban y se preguntó si habría alguno interesado en lo que hacía, pero desechó la idea.
– ¿Qué hay de cuando Juan Pablo II publicó el tercer secreto?
El rostro de Tibor se tensó.
– ¿En qué sentido?
La brusquedad del anciano le resultaba cansina.
– El mundo ahora conoce las palabras de la Virgen.
– Se sabe que la Iglesia rehízo la verdad.
– ¿Está sugiriendo que el Santo Padre engañó al mundo? -preguntó Michener.
Tibor no contestó al momento.
– No sé lo que estoy sugiriendo. La Virgen se ha aparecido numerosas veces en la Tierra. Cabría pensar que al final recibiremos el mensaje.
– ¿Qué mensaje? Me he pasado los últimos meses estudiando todas las apariciones de los últimos dos mil años. Cada una de ellas parece una experiencia única.
– Entonces es que no las ha estudiado atentamente -espetó Tibor-. También yo me pasé años leyéndolas, y en todas ellas hay una declaración del Cielo pidiendo que hagamos lo que dice el Señor. La Virgen es el mensajero del Cielo. Ofrece consejo y sabiduría, y nosotros no la hemos escuchado. En los tiempos modernos ese error comenzó en La Salette.
Michener sabía todos los detalles relativos a la aparición de La Salette, un pueblecito de los Alpes franceses. En 1846 dos pastores, un niño, Maxim, y una niña, Mélanie, supuestamente tuvieron una visión. El suceso fue similar en muchos aspectos al de Fátima: una escena pastoral, una luz que bajó del firmamento, la imagen de una mujer que les habló.
– Que yo recuerde -comentó Michener-, a los dos niños les fueron revelados unos secretos que acabaron por escrito, siéndoles entregados los textos a Pío IX. Posteriormente los visionarios publicaron su propia versión: los acusaron de haber adornado el texto, y la aparición se vio teñida por el escándalo.
– ¿Está diciendo que existe una relación entre La Salette y Fátima? -preguntó Katerina. Tibor la miró irritado.
– Yo no estoy diciendo nada. El padre Michener tiene acceso al archivo. ¿Ha establecido él alguna relación?
– Analicé las visiones de La Salette -contestó el aludido-. Pío IX no hizo comentario alguno después de leer cada uno de los secretos, si bien nunca permitió que salieran a la luz. Y aunque los originales se hallan clasificados entre los papeles de Pío IX, los secretos ya no están en el archivo.
– Yo busqué en 1960 los secretos de La Salette y tampoco encontré nada, pero hay algunas pistas en lo tocante a su contenido.
Michener sabía exactamente a qué se refería el sacerdote.
– Leí los testimonios de gente que había visto a Mélanie escribir los mensajes. Preguntó cómo se escribía «infaliblemente», «mancillado» y «Anticristo», si mal no recuerdo.
Tibor asintió.
– El propio Pío IX facilitó algunas pistas. Después de leer el mensaje de Maxim, dijo: «Ésta es la franqueza y la sencillez de un niño.» Pero tras leer el de Mélanie, pegó un grito y observó: «Temo menos la impiedad manifiesta que la indiferencia. No en vano a la Iglesia se la llama militante, y aquí tenéis a su capitana.»
– Tiene buena memoria -aprobó Tibor-. Mélanie no se mostró muy amable cuando supo cuál había sido la reacción del Papa: «Este secreto debería proporcionar placer al Papa», aseguró, «a un Papa debería gustarle sufrir».
Michener recordó decretos que la Iglesia promulgó por aquel entonces en los que se ordenaba a los fieles que se abstuvieran por completo de hablar de La Salette so pena de sanciones.
– Padre Tibor, a La Salette nunca se le dio el crédito que se le dio a Fátima.
– Porque los textos originales de los mensajes de los visionarios han desaparecido. Lo único que tenemos son especulaciones, y el tema no ha sido objeto de discusión porque la Iglesia lo prohibió. Justo después de la aparición, Maxim aseguró que lo que la Virgen les había anunciado sería positivo para unos y negativo para otros. Lucía pronunció esas mismas palabras varios años después en Fátima: «Bueno para unos y malo para otros.» -El sacerdote apuró la jarra. Parecía disfrutar del alcohol-. Maxim y Lucía tenían razón. Bueno para unos, malo para otros. Es hora de que se escuchen las palabras de la Virgen.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Michener frustrado.
– En Fátima quedó bien claro cuáles eran los deseos del cielo. No he leído el secreto de La Salette, pero me imagino perfectamente lo que dice.
Michener estaba harto de acertijos, pero decidió dejar que el viejo sacerdote dijera lo que pensaba.
– Estoy al corriente de lo que la Virgen dijo en Fátima en el segundo secreto, sobre la consagración de Rusia y lo que ocurriría si no se llevaba a cabo. Estoy de acuerdo en que es una orden concreta…
– Y sin embargo ningún Papa se encargó de llevar a cabo dicha consagración hasta Juan Pablo II -lo interrumpió Tibor-. Todos los obispos del mundo, conjuntamente con Roma, se negaron hasta 1984. Y mire lo que sucedió de 1917 a 1984: el comunismo prosperó, murieron millones de personas y Rumanía fue destruida y saqueada por unos monstruos. ¿Qué dijo la Virgen? «Los buenos serán martirizados, el Santo Padre experimentará un hondo sufrimiento, algunas naciones serán aniquiladas.» Y todo porque los Papas decidieron seguir su propio camino en lugar del que dictaba el Cielo. -La ira era visible, y no trataba de ocultarla-. No obstante, a los seis años el comunismo cayó. -Tibor se masajeó la frente-. Roma jamás ha reconocido oficialmente una aparición mariana. Lo único que hará, como mucho, será calificar el suceso como «merecedor de crédito». La Iglesia se niega a aceptar que los visionarios tengan algo importante que decir.
– Eso no es más que prudencia -adujo Michener.
– ¿Cómo es posible? La Iglesia reconoce que la Virgen se apareció, alienta a los fieles a creer en el suceso y luego pone en duda lo que dicen los visionarios. ¿Es que no ve la contradicción?
Michener no respondió.
– Párese a pensarlo -añadió Tibor-. Desde 1870 y el Concilio Vaticano I el Papa se considera infalible en materia de doctrina. ¿Qué cree que sería de ese concepto si se atribuyera más importancia a las palabras de un simple pastor?
Michener nunca había visto la cuestión de ese modo.
– La autoridad de la Iglesia terminaría -afirmó Tibor-. Los fieles acudirían a otro lugar en busca de consejo, y Roma dejaría de ser el centro, Y eso es algo que no se puede permitir. Pase lo que pase, la curia debe sobrevivir. Siempre ha sido así.
– Pero, padre Tibor -terció Katerina-, los secretos de Fátima son precisos respecto a lugares, fechas y horas. Hablan de Rusia y de los Papas por su nombre. Hablan de asesinatos de pontífices. ¿Acaso la Iglesia no está siendo únicamente precavida? Esos presuntos secretos difieren tanto de los Evangelios que cada uno de ellos podría considerarse sospechoso.
– Buena observación. Los humanos tendemos a pasar por alto aquello con lo que no estamos de acuerdo. Pero tal vez el Cielo pensara que hacían falta instrucciones más específicas. Esos detalles de los que usted habla.
Michener veía la inquietud en el rostro de Tibor y el nerviosismo en unas manos que se aferraban a la jarra de cerveza vacía. Reinaron unos instantes de tenso silencio y después el anciano se inclinó hacia delante y señaló el sobre.
– Dígale al Santo Padre que haga lo que dijo la Virgen. Que no lo discuta ni lo ignore, que simplemente haga lo que Ella dijo. -Su voz era apagada y carente de emoción-. En caso contrario, dígale que él y yo pronto iremos al Cielo, y que espero que él cargue con toda la culpa.
22:00
Michener y Katerina se bajaron del vagón del metro y salieron de la estación a la noche glacial. Ante ellos apareció el antiguo palacio real rumano, la malparada fachada de piedra envuelta en un resplandor amarillento. La piatsa Revolutsiei se abría en abanico en todas direcciones, los húmedos adoquines moteados de gente arrebujada en pesados abrigos de lana. Por las calles adyacentes el tráfico circulaba con lentitud, y el frío aire dejaba en la garganta un regusto a carbón.
Observó a Katerina mientras ella escudriñaba la plaza. Sus ojos se posaron en la vieja sede central comunista, un monolito estalinista, y la vio detenerse ante el balcón del edificio.
– Ahí fue donde Ceausescu pronunció su discurso esa noche. -Señaló-. Yo andaba por allí. Fue estupendo. Ese imbécil pedante estaba ahí mismo, bajo las luces, declarando que era amado por todos. -El edificio permanecía a oscuras, al parecer ya no era lo bastante importante para ser iluminado-. Las cámaras de televisión retransmitieron el discurso por todo el país. Estaba tan orgulloso de sí mismo… hasta que todos empezamos a gritar: «Timisoara, Timisoara.»
El había oído hablar de Timisoara, una población al oeste de Rumanía donde un sacerdote en solitario finalmente denunció a Ceausescu. Cuando la Iglesia Ortodoxa Reformada, que se hallaba bajo el control del gobierno, lo echó, hubo disturbios en todo el país. A los seis días la violencia estalló en la plaza que tenía delante.
– Tendrías que haber visto la cara de Ceausescu, Colin. Fue su indecisión, el susto momentáneo, lo que nos alentó a pasar a la acción. Atravesamos las barreras policiales y… ya no hubo vuelta atrás. -Bajó la voz-. Al final llegaron los tanques, luego las mangueras, después las balas. Esa noche perdí a muchos amigos.
Michener tenía las manos en los bolsillos del abrigo, viendo cómo su aliento se evaporaba ante sus ojos, dejándola recordar, a sabiendas de que estaba orgullosa de lo que había hecho. También él lo estaba.
– Me alegro de que hayas vuelto -le dijo.
Ella se giró hacia él. Un puñado de parejas paseaban por la plaza, abrazadas.
– Te he echado de menos, Colin.
Éste había leído una vez que en la vida de cada uno siempre había alguien que tocaba una fibra tan profunda, tan preciosa, que, en momentos de necesidad, la mente volvía a ese lugar tan preciado buscando consuelo en unos recuerdos que nunca parecían decepcionantes: eso era Katerina para él. Y le preocupaba la razón por la cual la Iglesia o su Dios eran incapaces de proporcionarle la misma satisfacción.
Ella se acercó más.
– Eso que dijo el padre Tibor sobre que había que hacer lo que dijo la Virgen, ¿qué significaba?
– Ojalá lo supiera.
– Podrías saberlo.
Sabía a qué se refería, y se sacó del bolsillo el sobre que contenía la respuesta del padre Tibor.
– No puedo abrirlo, ya lo sabes.
– ¿Por qué no? Encontraremos otro sobre. Clemente no se enteraría.
Ya había sucumbido a la doblez demasiado al leer la primera nota de Clemente.
– Me enteraría yo, -Sabía lo falsa que sonaba su negación, pero volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
– Clemente ha moldeado a un sirviente fiel -comentó Katerina-. Ese mérito hay que reconocérselo.
– Es mi Papa. Le debo respeto.
Los labios y las mejillas de Katerina hicieron una mueca que ya conocía.
– ¿Piensas dedicar tu vida al servicio de los Papas? ¿Qué hay de ti, Colin Michener?
Él se había preguntado eso mismo muchas veces durante los últimos años. ¿Qué había de él? ¿Se resumiría su vida en el capelo de cardenal? ¿Haciendo poco más que disfrutar del prestigio que concedía la púrpura? Eran hombres como el padre Tibor quienes desempeñaban la labor de los sacerdotes. Sintió de nuevo la caricia de los niños ese día y percibió el hedor de su desesperanza.
Lo invadió un sentimiento de culpa.
– Colin, quiero que sepas que no le diré una palabra de esto a nadie.
– ¿Incluyendo a Tom Kealy? -Lamentó su forma de plantear la pregunta.
– ¿Estás celoso?
– ¿Debería estarlo?
– Parece que tengo debilidad por los sacerdotes.
– Ten cuidado con Tom Kealy. Me da la impresión de que es de los que salieron corriendo de esta plaza cuando empezaron los disparos. -La vio tensar la mandíbula-. No es como tú.
Ella sonrió.
– Yo me planté delante de un tanque junto a otro centenar de personas.
– La idea es terrible. No me gustaría que te hirieran.
Ella lo miró con curiosidad.
– ¿Más de lo que ya lo estoy?
Katerina dejó a Michener en su habitación y bajó los ruidosos escalones. Le dijo que charlarían por la mañana, en el desayuno, antes de que él volviera a Roma. A él no le sorprendió saber que ella se alojaba en el piso de abajo, y Katerina no mencionó que también ella regresaría a Roma, en un vuelo posterior, sino que le contó que su próximo destino estaba en el aire.
Empezaba a lamentar haberse enredado con el cardenal Alberto Valendrea. Lo que había comenzado como un movimiento en pro de su carrera había degenerado en el engaño de un hombre al que todavía amaba. Le preocupaba mentir a Michener. Su padre, de saber lo que su hija estaba haciendo, se sentiría avergonzado. Y esa idea también le resultaba molesta, pues ya había decepcionado a sus padres bastante en los últimos años.
Al llegar a su cuarto, abrió la puerta y entró.
Lo primero que vio fue el rostro sonriente del padre Paolo Ambrosi, una visión que en un primer momento la sobresaltó, si bien recuperó la compostura deprisa, ya que presentía que mostrar miedo ante ese hombre sería un error. Lo cierto es que se esperaba la visita, puesto que Valendrea había dicho que Ambrosi daría con ella. Cerró la puerta, se quitó el abrigo y se acercó a la lamparita que había junto a la cama.
– Es mejor que no la encienda -recomendó Ambrosi.
Ella se percató de que el padre iba vestido con unos pantalones negros y un jersey de cuello alto oscuro. Encima, un sobretodo oscuro abierto. Ninguna de esas prendas era religiosa. Katerina se encogió de hombros y tiró el abrigo en la cama.
– ¿Qué ha averiguado?
Ella se tomó un instante y, acto seguido, le hizo un resumen del orfanato y de lo que Michener le había contado sobre Clemente, si bien se guardó algunos datos esenciales. Terminó hablándole del padre Tibor, de nuevo una versión reducida, y de la advertencia del anciano sacerdote relativa a la Virgen.
– Debe enterarse de cuál es la respuesta de Tibor -dijo Ambrosi.
– Colín no quiso abrir el sobre.
– Pues arrégleselas.
– ¿Cómo espera que lo haga?
– Suba y sedúzcalo. Léala después, mientras él duerme.
– ¿Por qué no lo hace usted? Estoy segura de que a usted le interesan los sacerdotes más que a mí.
Ambrosi se abalanzó sobre ella, le agarró el cuello con sus dedos largos y finos y la tumbó en la cama. Las garras eran frías. Luego le puso la rodilla en el pecho y la apretó con fuerza. Era más fuerte de lo que ella suponía.
– A diferencia del cardenal Valendrea, yo no tengo mucha paciencia para escuchar sus lindezas. Le recuerdo que estamos en Rumanía, no en Roma, y aquí la gente desaparece. Quiero que se entere de lo que escribió el padre Tibor. Averígüelo o puede que la próxima vez que nos veamos no me contenga. -La rodilla de Ambrosi se hundió más en su pecho-. La encontraré mañana, igual que la he encontrado esta noche.
A ella le entraron ganas de escupirle a la cara, pero aquellos dedos aún aferrados a su cuello le advirtieron de que no lo hiciera.
Ambrosi la soltó y se dirigió hacia la puerta.
Ella se llevó las manos al cuello, respiró unas cuantas veces y se levantó de un salto de la cama.
Ambrosi se volvió hacia ella, con una pistola en la mano.
Ella se detuvo.
– Es usted… un puto… mañoso.
Él se encogió de hombros.
– La historia nos enseña que la línea entre el bien y el mal es muy fina. Que pase una buena noche.
Acto seguido abrió la puerta y se fue.
Ciudad del Vaticano, 23:40
Valendrea aplastó el cigarrillo en un cenicero cuando llamaron a la puerta de su cámara. Había estado casi una hora absorto leyendo un libro. Le gustaban sobremanera las novelas americanas de suspense, pues constituían una agradable evasión de su vida de palabras prudentes y estricto protocolo. Su retirada cada noche a un mundo de misterio e intriga era algo que esperaba con impaciencia, y Ambrosi se aseguraba de que siempre tuviera una nueva aventura que leer.
– Adelante -invitó.
Apareció el rostro del camarero.
– Acabo de recibir una llamada, Eminencia. El Santo Padre está en la Riserva. Usted pidió que se le informara si se daba el caso.
Valendrea se quitó las gafas de leer y cerró el libro.
– Eso es todo.
El camarero se fue, y él se apresuró a ponerse una camisa de punto, unos pantalones y unas zapatillas de deporte y salió de sus dependencias hacia el ascensor privado. En la planta baja recorrió los desiertos pasillos del Palacio Apostólico. El silencio sólo se veía interrumpido por el débil gemido que emitían las cámaras del circuito cerrado de televisión al girar en sus elevados soportes y por el chirriar de las suelas de goma. No corría peligro de que alguien lo viera: de noche el palacio estaba cerrado a cal y canto.
Entró en el archivo y pasó por alto al prefecto de noche, atravesó el laberinto de estanterías y fue directo a la verja de hierro de la Riserva. Clemente XV se hallaba en el interior del iluminado espacio, de espaldas a él, ataviado con una sotana de hilo blanco.
Las puertas de la antigua caja fuerte se encontraban abiertas. Valendrea no se esforzó en ocultar su presencia. Había llegado el momento de la confrontación.
– Pasa, Alberto -le dijo el Papa, aún dándole la espalda.
– ¿Cómo ha sabido que era yo?
Clemente dio media vuelta.
– ¿Quién iba a ser?
Se situó dentro del haz de luz, era la primera vez que entraba en la Riserva desde 1978. Por aquel entonces sólo un puñado de bombillas iluminaba el cuarto sin ventanas; ahora los tubos fluorescentes lo bañaban todo con un resplandor nacarado. En el mismo cajón, la misma caja de madera, con la tapa abierta. Restos del sello de cera que él había roto y sustituido se veían en el exterior.
– Sé lo de tu visita aquí, con Pablo -afirmó Clemente. Acto seguido señaló la caja-: Estabas presente cuando la abrió. Dime, Alberto, ¿se quedó estupefacto? ¿Se estremeció ese viejo idiota al leer las palabras de la Virgen?
No le iba a dar a Clemente la satisfacción de saber la verdad.
– Pablo era más Papa de lo que usted lo será nunca.
– Era un hombre obstinado e inflexible. Tuvo la ocasión de hacer algo, pero dejó que su orgullo y su arrogancia lo dominaran. -Clemente cogió una hoja de papel abierta que había junto a la caja-. Leyó esto y sin embargo antepuso su persona a la de Dios.
– Murió tan sólo tres meses después. ¿Qué podía haber hecho?
– Podía haber hecho lo que la Virgen pedía.
– ¿Hacer qué, Jakob? ¿Qué es eso tan importante? El tercer secreto de Fátima no exige otra cosa que fe y arrepentimiento. ¿Qué debería haber hecho Pablo?
Clemente continuaba rígido.
– Qué bien se te da mentir.
El cardenal sintió una furia ciega que no tardó en reprimir.
– ¿Es que se ha vuelto loco?
El pontífice se acercó a él.
– Estoy al corriente de tu segunda visita a esta habitación.
El otro no dijo nada.
– Los archiveros llevan un registro pormenorizado, apuntan desde hace siglos a todo el que entra aquí. La noche del 19 de mayo de 1978 viniste con Pablo y volviste una hora después. Solo.
– El Santo Padre me había encomendado una misión. Me mandó volver.
– Estoy seguro de que lo hizo, teniendo en cuenta lo que contenía la caja.
– Me envió a sellarla de nuevo y devolverla al cajón.
– Pero antes de sellarla leíste el contenido. Y ¿quién podría culparte? Eras un sacerdote joven destinado a la casa del Papa. Tu Papa, al que venerabas, acababa de leer las palabras de una visionaria mariana, unas palabras que sin duda le afectaron.
– Usted qué sabe.
– Si no es que era más tonto de lo que yo pensaba. -La mirada de Clemente se agudizó-. Leíste las palabras y eliminaste parte de ellas. Como bien sabes, antes había cuatro pliegos de papel en esta caja: dos escritos por la hermana Lucía cuando dio testimonio del tercer secreto en 1944 y dos obra del padre Tibor cuando realizó la traducción en 1960. Pero después de que Pablo abriera la caja y tú la sellaras de nuevo, nadie volvió a abrirla hasta 1981, año en que Juan Pablo II leyó el tercer secreto por primera vez, cosa que hizo en presencia de varios cardenales. Su testimonio confirma que el sello de Pablo estaba intacto. Todos los que estuvieron presentes ese día también dieron fe de que en la caja sólo había dos hojas: una la de la hermana Lucía y la otra la traducción del padre Tibor. Diecinueve años después, en 2000, cuando Juan Pablo finalmente dio a conocer al mundo el texto del tercer secreto, en la caja sólo seguían esos dos papeles. ¿Cómo lo explicas, Alberto? ¿Dónde están las otras dos páginas de 1978?
– Usted no sabe nada.
– Por desgracia para ambos, no es así. Hay algo que tú nunca has sabido: el traductor de Juan XXIII, el padre Andrej Tibor, copió el tercer secreto, que ocupaba dos páginas, en una libreta y a continuación hizo una traducción en dos hojas. Le entregó al Papa el original, pero más tarde cayó en la cuenta de que en la libreta se había impresionado lo que había escrito. Él, al igual que yo, tenía la molesta costumbre de apretar demasiado. Cogió un lapicero, sombreó las palabras y las pasó a dos hojas de papel: en una, el texto original de la hermana Lucía; en la otra, su traducción. -Clemente sostuvo en alto el papel que tenía en la mano-. Uno de esos facsímiles es éste, me lo envió el padre Tibor hace poco.
Valendrea se mantenía impertérrito.
– ¿Puedo verlo?
Clemente sonrió.
– Si lo deseas.
El italiano agarró el pliego y una oleada de aprensión se apoderó de su estómago. Aquélla era la misma letra femenina que él recordaba, unos diez renglones en portugués que seguía sin entender.
– El portugués era la lengua materna de la hermana Lucía -prosiguió Clemente-. He comparado el estilo, el formato y la caligrafía del facsímil del padre Tibor con la primera parte del tercer secreto, que te dignaste a dejar en la caja: son idénticos.
– ¿Existe una traducción? -inquirió, disimulando cualquier emoción.
– Existe, y el buen padre también me mandó el facsímil. -Clemente señaló la caja-. Pero está en la caja, donde debe estar.
– En 2000 se publicaron unas fotografías de la letra de la hermana Lucía. Puede que el padre Tibor se limitara a copiar su estilo. -Sacudió la hoja-: Esto podría ser una falsificación.
– ¿Por qué sabía que dirías eso? Podría ser, pero no lo es. Y los dos lo sabemos.
– ¿Por eso es por lo que ha estado viniendo aquí? -le preguntó Valendrea.
– ¿Qué querías que hiciera?
– Ignorar esas palabras.
Clemente meneó la cabeza.
– Eso es precisamente lo que no puedo hacer. Además de esta copia, el padre Tibor me hizo llegar una sencilla pregunta. «¿Por qué miente la Iglesia?» Tú conoces la respuesta: nadie mintió, porque cuando Juan Pablo II sacó a la luz el texto del tercer secreto, nadie, aparte del padre Tibor y tú mismo, sabía que ése no era todo el mensaje.
Valendrea retrocedió, se metió una mano en el bolsillo y sacó un encendedor en el que había reparado al bajar. Prendió el papel y arrojó al suelo la hoja en llamas.
Clemente no trató de impedírselo.
Valendrea pisoteó las cenizas ennegrecidas como si acabara de luchar contra el Diablo y, acto seguido, sus ojos se centraron en Clemente.
– Déme la traducción de ese maldito cura.
– No, Alberto. Se quedará en la caja.
Su primer pensamiento fue apartar de un empujón al anciano y hacer lo que había que hacer, pero el prefecto de noche apareció en la puerta de la Riserva.
– Cierre con llave esta caja -le dijo Clemente, y el otro se adelantó para cumplir la orden.
El Papa agarró a Valendrea del brazo y lo sacó de la Riserva. Éste quería desasirse, pero la presencia del prefecto exigía que se mostrase respetuoso. Fuera, entre las estanterías, lejos del prefecto, se zafó de la garra de Clemente.
– Quería que supieras lo que te espera -comentó el pontífice.
Pero a Valendrea le preocupaba otra cosa:
– ¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?
– Era perfecto, ¿no, Alberto? Eliminar esas dos páginas de la Riserva. Nadie se enteraría. Pablo vivía sus últimos días, pronto ocuparía la cripta. A la hermana Lucía le habían prohibido hablar con nadie y luego murió. Nadie más sabía lo que había en esa caja, salvo tal vez un traductor búlgaro desconocido. Pero en 1978 habían pasado tantos años que el traductor dejó de preocuparte. Sólo tú sabías de la existencia de esas dos páginas. Y aunque alguien se percatara, las cosas tienden a desaparecer del archivo. Si el traductor aparecía, sin las páginas no existía ninguna prueba. Sólo palabras, rumores.
Valendrea no tenía intención de responder a lo que acababa de escuchar. Prefirió insistir:
– ¿Por qué no impidió que quemara el papel?
El Papa vaciló un instante antes de contestar:
– Ya lo verás, Alberto.
Y Clemente se alejó arrastrando los pies cuando el prefecto cerró de golpe la puerta de la Riserva.
bucarest
Sábado, 11 de noviembre
6:00
Katerina durmió mal. Le dolía el cuello debido al ataque de Ambrosi, y estaba furiosa con Valendrea. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue mandar a la mierda al secretario de Estado y contarle a Michener la verdad, pero sabía que de ese modo echaría por tierra la paz que habían firmado la noche anterior. Michener jamás creería que el principal motivo por el que se había aliado con Valendrea era volver a estar cerca de él. Lo único que vería sería su traición.
Tom Kealy no se había equivocado con Valendrea: «Es un cabrón ambicioso.» Más de lo que Kealy sabía, pensó ella, mirando de nuevo al techo de la habitación a oscuras y frotándose los doloridos músculos. Kealy también tenía razón en otra cosa. Una vez le dijo que había dos clases de cardenales: los que querían ser Papa y los que de verdad querían ser Papa. Ahora ella añadía una tercera: los que codiciaban ser Papa.
Como Alberto Valendrea.
Se odiaba a sí misma. Había una inocencia en Michener que ella había quebrantado. Él no podía evitar ser quien era ni creer lo que creía. Quizás fuera eso precisamente lo que le atrajo de él. Una lástima que la Iglesia no permitiera que sus clérigos fuesen felices. Una lástima que nada fuera a cambiar. Maldita fuera la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y maldito Alberto Valendrea. Había dormido con la ropa puesta, y llevaba las últimas dos horas aguardando. Los crujidos de la madera del piso de arriba la pusieron sobre aviso. Sus ojos siguieron el sonido que hacía Colin Michener al andar por la habitación. Oyó correr el agua en el lavabo y esperó lo inevitable. Al poco, los pasos se dirigieron al pasillo, y Katerina oyó abrir y cerrar la puerta.
Se levantó, salió del cuarto y fue directa a la escalera justo cuando la puerta del baño del pasillo se cerraba. Subió las escaleras con sigilo y titubeó al llegar arriba. Esperó a oír el agua de la ducha y avanzó por una raída alfombra que cubría el desnivelado suelo de dura madera hasta llegar a la habitación de Michener, cruzando los dedos para que siguiera teniendo la costumbre de no cerrar nada con llave.
La puerta se abrió.
Ella entró y sus ojos localizaron la bolsa de viaje. La ropa de la noche anterior y la chaqueta también estaban allí. Rebuscó en los bolsillos y encontró el sobre del padre Tibor. Katerina recordó que Michener no tardaba mucho en ducharse y rasgó el sobre.
Santo padre:
He mantenido el juramento que me obligó a prestar Juan XXIII por amor a nuestro Señor, pero hace unos meses un hecho me hizo reconsiderar dicha obligación. Uno de los niños del orfanato murió, y cuando su vida tocaba a su fin, mientras gritaba de dolor, me preguntó por el Cielo y quiso saber si Dios lo perdonaría. No fui capaz de imaginar qué le tendría que ser perdonado a ese inocente, pero le dije que el Señor se lo perdonaría todo. Me pidió que se lo explicara, pero la muerte se mostró impaciente, y él falleció antes de que yo pudiera darle una aclaración. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que también yo había de pedir perdón. Santo Padre, el juramento que le hice a mi Papa era importante para mí. Lo he mantenido más de cuarenta años, pero no hay que desafiar al Cielo. No cabe duda de que yo no soy quién para decirle a usted, el Vicario de Cristo, lo que hay que hacer. Eso es algo que sólo le pueden indicar su bendita conciencia y la mano de nuestro Señor y Salvador. Pero debo preguntar: ¿cuánta intolerancia permitirá el Cielo? No pretendo resultar irrespetuoso, pero es usted quien solicitó mi opinión, la cual le ofrezco humildemente.
Katerina releyó el mensaje. El padre Tibor era tan críptico sobre el papel como lo había sido en persona la noche anterior, aportando únicamente más acertijos.
Dobló de nuevo la nota y la introdujo en un sobre blanco que había encontrado entre sus cosas. Era algo mayor que el original, pero esperaba que no lo bastante distinto como para levantar sospechas.
Metió el sobre en la chaqueta y salió del cuarto.
Al pasar por delante de la puerta del baño, el agua de la ducha cesó. Imaginó a Michener secándose, ajeno a su última traición. Vaciló un instante y bajó las escaleras sin mirar atrás, sintiéndose aún peor consigo misma.
Ciudad del Vaticano, 7:15
Valendrea apartó el desayuno. No tenía apetito. Había dormido poco. El sueño que había tenido era tan real que seguía sin poder quitárselo de la cabeza.
Se vio en su propia entronización, entrando en la basílica de San Pedro encaramado a la regia sedia gestatoria. Ocho monseñores sostenían en alto un palio de seda que cubría la antigua silla de oro. Lo rodeaba la corte papal, todo el mundo vestido con majestuosa elegancia. Unos abanicos de plumas de avestruz lo flanqueaban por tres lados, resaltando su elevada posición como representante de Cristo en la Tierra, y un coro cantaba mientras un millón de personas lo aclamaba y millones más lo veían por televisión.
Lo curioso del caso es que estaba desnudo.
Sin vestiduras, sin nada. Completamente desnudo sin que nadie pareciera darse cuenta, aunque él era plenamente consciente. Experimentó una extraña incomodidad mientras saludaba sin cesar a la multitud. ¿Por qué nadie lo veía? Quería taparse, pero el miedo lo mantenía pegado a la silla. Si se ponía en pie, era posible que la gente se percatara. ¿Se reiría? ¿Lo ridiculizaría? Entonces distinguió a un rostro entre los millones que lo rodeaban.
El de Jakob Volkner.
El alemán lucía todos los atributos papales. Llevaba las vestiduras, la mitra, el palio: todo lo que Valendrea debía llevar. Por encima de los vítores, la música y el coro, oyó cada una de las palabras que pronunció Volkner, con tanta claridad como si se hallaran uno al lado del otro.
– Me alegro de que seas tú, Alberto.
– ¿A qué se refiere?
– Ya lo verás.
Se despertó empapado en un sudor frío y al cabo volvió a dormirse, pero el sueño volvió. Al final alivió la tensión con una ducha caliente. Se cortó dos veces al afeitarse y estuvo a punto de resbalar en el baño. Sentir desconcierto resultaba preocupante: no estaba acostumbrado al nerviosismo.
– Quería que supieras lo que te espera, Alberto.
El maldito alemán se había mostrado tan engreído la otra noche.
Y ahora lo comprendía.
Jakob Volkner sabía exactamente lo que había ocurrido en 1978.
Valendrea volvió a entrar en la Riserva. Pablo lo había obligado a regresar, de manera que al archivero le había sido ordenado explícitamente que abriera la caja fuerte y lo dejara a solas.
Echó mano del cajón y sacó la caja de madera. Llevaba consigo cera, un encendedor y el sello de Pablo VI. Igual que el sello de Juan XXIII estuvo estampado en el exterior en su día, ahora el de Pablo daría a entender que la caja no debía abrirse, salvo por orden del Papa.
Levantó la tapa y se aseguró de que en su interior seguían los dos legajos, cuatro hojas dobladas en total. Aún podía ver la cara de Pablo mientras leía el primer papel: estaba sorprendido, una emoción que rara vez se veía en el rostro de Pablo VI. Pero también hubo algo más, durante un instante tan sólo, si bien Valendrea lo vio con claridad.
Miedo.
Clavó la vista en la caja. Los dos legajos que contenían el tercer secreto de Fátima continuaban en su sitio. Sabía que no debía hacerlo, pero nadie se enteraría. De modo que sacó el montón de encima, el que provocaría reacciones.
Lo desdobló, dejó a un lado el original en portugués, y, a continuación, leyó la traducción al italiano. Sólo tardó un instante en comprender: sabía lo que había que hacer. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Pablo lo había enviado. Quizás el anciano comprendiera que él leería las palabras y después haría lo que el Papa no podía hacer.
Ocultó la traducción en la sotana, a la cual se unió un segundo después el texto original de la hermana Lucía. Luego abrió el otro legajo y lo leyó.
Nada trascendente.
Así que reorganizó esas dos páginas, las metió en la caja y selló ésta.
Valendrea se levantó de la mesa y cerró con llave las puertas de sus dependencias. Acto seguido fue a su dormitorio y sacó un cofrecillo de bronce de un armario. Su padre le había regalado la caja por su decimoséptimo cumpleaños, y desde entonces guardaba en ella todos sus tesoros, entre ellos unas fotos de sus padres, escrituras de propiedades, títulos de acciones, su primer misal y un rosario de Juan Pablo II.
Metió la mano bajo las vestiduras y encontró la llave que llevaba colgando del cuello. Abrió la caja y rebuscó. Las dos hojas de papel dobladas que sacara de la Riserva aquella noche de 1978 seguían allí: una en portugués, la otra en italiano. La mitad del tercer secreto de Fátima.
Cogió ambos papeles.
No fue capaz de leer las palabras de nuevo, con una vez bastaba. Así que entró en el cuarto de baño, los rompió en pedazos diminutos y los arrojó al retrete.
Tiró de la cadena.
Fuera.
Por fin.
Tenía que volver a la Riserva para destruir el último facsímil de Tibor. Pero esa visita tendría que esperar a que muriera Clemente. También necesitaba hablar con el padre Ambrosi. Había intentado llamarlo vía satélite hacía una hora sin éxito. Ahora levantó el auricular de la encimera del baño y volvió a marcar el número.
Ambrosi lo cogió.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó a su asistente.
– Hablé con nuestro ángel la otra noche. No ha averiguado gran cosa. Hoy lo hará mejor.
– Olvídalo. Lo que teníamos pensado en un principio es irrelevante. Necesito otra cosa.
Tenía que ser cuidadoso con lo que decía, ya que en un teléfono vía satélite podía haber escuchas.
– Presta atención -le dijo.
Bucarest, 6:45
Michener terminó de vestirse y metió el neceser y la ropa sucia en la bolsa de viaje. Una parte de él quería volver a Zlatna a pasar más tiempo con los niños. El invierno se aproximaba, y el padre Tibor le había contado la noche previa la batalla que suponía el mero hecho de mantener las calderas en funcionamiento. El año anterior se habían pasado dos meses con las tuberías congeladas, utilizando estufas provisionales para quemar la madera que lograban arrebatarle al bosque. Este invierno Tibor creía que estarían bien gracias a los trabajadores de las organizaciones de ayuda que habían estado todo el verano reparando la anticuada caldera.
Tibor había dicho que su mayor deseo era que transcurrieran otros tres meses sin perder más niños. El año anterior habían muerto tres, que se hallaban enterrados en un cementerio que había al otro lado de la tapia. Michener se preguntó cuál sería la finalidad de tanto sufrimiento. Él había tenido suerte: el objetivo de los centros irlandeses era encontrarles un hogar a los niños, si bien la otra cara de la moneda era que a las madres se las separaba para siempre de sus hijos. Él se había imaginado muchas veces al burócrata del Vaticano que había aprobado un plan tan absurdo sin pararse a considerar una sola vez el dolor. Qué maquinaria política tan exasperante, la Iglesia católica. Sus engranajes llevaban dos mil años girando sin parar, impasible ante la reforma protestante, los infieles, un cisma que la desgarró o el saqueo de Napoleón. Por qué pues, reflexionó, temía la Iglesia lo que pudiera decir una niña de Fátima. ¿Qué importancia tenía?
Sin embargo, parecía tenerla.
Se echó al hombro la bolsa y bajó las escaleras para ir a la habitación de Katerina. Habían acordado desayunar juntos antes de que él se marchara al aeropuerto. En el marco de la puerta había una nota. La sacó.
Colin:
He pensado que era mejor que no nos viéramos esta mañana. Quería que nos fuésemos con la sensación que compartimos la otra noche: dos viejos amigos que disfrutaron de la compañía del otro. Te deseo lo mejor en Roma. Mereces que todo te salga bien.
Con cariño,
Kate
Una parte de él sintió alivio: la verdad es que no había sabido qué decirle. No había modo de continuar una amistad en Roma: la menor señal de falta de decoro bastaría para dar al traste con su carrera. Sin embargo, se alegraba de que se hubiesen separado llevándose bien. Tal vez finalmente hicieran las paces. Al menos eso esperaba.
Rompió el papel en pedazos y fue hasta el final del pasillo, donde los arrojó al retrete y tiró de la cadena. Qué extraño que eso fuera preciso. Pero no podía quedar resto alguno del mensaje, nada que pudiera relacionarlos. Todo había de ser saneado.
¿Por qué?
Estaba claro: protocolo e imagen.
Lo que ya no estaba tan claro era la creciente rabia que le inspiraban ambos motivos.
Michener abrió la puerta de su piso en la cuarta planta del Palacio Apostólico. Sus habitaciones se hallaban cerca de las del Papa, donde siempre habían vivido los secretarios del pontífice. Cuando se mudó a ellas, hacía tres años, pensó tontamente que tal vez lo guiara de algún modo el espíritu de sus antiguos ocupantes. Sin embargo con el tiempo había llegado a aprender que no había forma de encontrar a esas almas, y que cualquier consejo que pudiera necesitar tendría que hallarlo en sí mismo.
Había tomado un taxi desde el aeropuerto de Roma en lugar de llamar a su despacho para que le enviaran un coche, siguiendo las órdenes de Clemente de que el viaje pasara inadvertido. Entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, vestido de manera informal, como uno de los muchos miles de turistas.
El sábado no era un día ajetreado para la curia. La mayoría de los empleados se iba y los despachos, a excepción de unos cuantos en la secretaría de Estado, permanecían cerrados. Se pasó por la oficina y se enteró de que Clemente se había ido a Castelgandolfo y no volvería hasta el lunes. La villa se encontraba a unos treinta kilómetros al sur de Roma y era refugio de los Papas desde hacía cuatrocientos años. Los pontífices modernos aprovechaban su ambiente relajado para evitar los agobiantes veranos de Roma y para escapar los fines de semana, utilizando helicópteros para desplazarse.
Michener sabía que a Clemente le encantaba la villa, pero lo que le preocupaba era que el viaje no formaba parte del itinerario del Papa. Uno de sus asistentes le dio por toda explicación que el Papa había dicho que le gustaría pasar un par de días en el campo, así que habían reorganizado todos los compromisos. Algunos habían solicitado en la oficina de prensa información relativa a la salud del pontífice, lo cual no era extraño cuando se modificaba el programa, pero no habían tardado en hacer la declaración habitual: «El Santo Padre goza de una salud excelente, y le deseamos larga vida.»
Con todo, Michener estaba inquieto, así que llamó por teléfono al asistente que había acompañado al pontífice.
– ¿Qué está haciendo ahí? -inquirió Michener.
– Sólo quería ver el lago y dar un paseo por los jardines.
– ¿Ha preguntado por mí?
– No.
– Dígale que he vuelto.
Una hora después sonó el teléfono en el piso de Michener.
– El Santo Padre desea verlo. Ha dicho que sería agradable ir al sur en coche por la campiña. ¿Sabe a qué se refiere?
Michener sonrió y consultó el reloj: las tres y veinte de la tarde.
– Dígale que estaré ahí antes de que anochezca.
Al parecer Clemente no quería que usara el helicóptero, aunque la guardia suiza prefería el transporte aéreo. De manera que llamó al parque móvil y solicitó que le prepararan un vehículo.
El recorrido hacia el sureste, a través de olivares, bordeaba las colinas albanas. El complejo papal de Castelgandolfo comprendía la villa Barberini, la villa Cybo y un exquisito jardín, todos ellos enclavados a la orilla del lago Albano. El refugio carecía del bullicio incesante de Roma: era un lugar para la soledad dentro del continuo ajetreo de los asuntos eclesiásticos.
Encontró a Clemente en la terraza. Michener volvía a desempeñar su papel de secretario del Papa, con su alzacuello y su sotana negra con la faja púrpura. El pontífice estaba sentado en una silla en medio del invernadero. Por las elevadas cristaleras de las paredes exteriores entraba el sol de la tarde, y el cálido aire olía a néctar.
– Colin, tráete una silla de ésas. -El saludo vino acompañado de una sonrisa.
Michener hizo lo que le pedía.
– Tiene buen aspecto.
Clemente sonrió.
– No sabía que antes no lo tuviera.
– Ya sabe lo que quiero decir.
– La verdad es que me siento bien. Y te enorgullecerá saber que hoy he desayunado y almorzado. Y ahora háblame de Rumanía. Con pelos y señales.
Explicó lo que había sucedido, omitiendo únicamente el tiempo que había pasado con Katerina. Luego le entregó a Clemente el sobre, y éste leyó la respuesta del padre Tibor.
– ¿Qué te dijo exactamente el padre Tibor? -le preguntó el Papa.
Michener respondió y añadió:
– Hablaba en clave, sin decir nunca gran cosa, aunque no fue muy benévolo con la Iglesia.
– Eso lo entiendo -musitó Clemente.
– Estaba molesto por la forma en que la Santa Sede había tratado el tercer secreto. Dio a entender que se había desoído deliberadamente el mensaje de la Virgen, y me dijo repetidas veces que hiciera lo que Ella decía. Que no lo discutiera ni lo aplazara, que simplemente lo hiciera.
La mirada del anciano se detuvo en él.
– Te habló de Juan XXIII, ¿no?
Michener asintió.
– Cuéntame.
Lo hizo, y Clemente parecía fascinado.
– El padre Tibor es el único que aún vive de los que estuvieron presentes aquel día -apuntó el Papa cuando su secretario hubo terminado-. ¿Qué te pareció el sacerdote?
En su cabeza desfilaron varias imágenes del orfanato.
– Parece sincero. Pero también se mostró obstinado. -No añadió lo que pensaba: «Como usted, Santo Padre»-. Jakob, ¿por qué no me cuenta ahora de qué va todo esto?
– Necesito que emprendas otro viaje.
– ¿Otro?
Clemente asintió.
– Esta vez a Medjugorje.
– ¿A Bosnia? -preguntó Michener con incredulidad.
– Has de hablar con uno de los visionarios.
Medjugorje le era familiar. Según decían, el 24 de junio de 1981 dos niños habían visto a una hermosa mujer que sostenía a un niño en lo alto de un monte del suroeste de Yugoslavia. La tarde siguiente los niños volvieron con cuatro amigos, y los seis vieron algo similar. Después los seis niños continuaron viendo las apariciones a diario, y cada uno de ellos recibió un mensaje. Los funcionarios comunistas de la localidad afirmaron que se trataba de un complot revolucionario e intentaron detener el espectáculo, pero la gente acudió en masa a la zona. En el plazo de unos meses se habló de curaciones milagrosas y rosarios que se convertían en oro. Las visiones siguieron incluso durante la guerra civil, al igual que las peregrinaciones. Ahora los niños ya eran mayores, el lugar se hallaba en Bosnia-Herzegovina, y todos salvo uno de los seis habían dejado de tener visiones. Igual que en Fátima, había secretos. La Virgen había confiado diez mensajes a cinco de los visionarios; el sexto sólo conocía nueve. De esos nueve secretos, todos habían salido a la luz, pero el décimo seguía siendo un misterio.
– Santo Padre, ¿es preciso que realice ese viaje?
No le hacía mucha gracia recorrer Bosnia, una nación desgarrada por la guerra. Las fuerzas norteamericanas y de la OTAN encargadas de mantener la paz continuaban allí tratando de mantener el orden.
– Necesito conocer el décimo secreto de Medjugorje -contestó Clemente, su tono indicaba que la cuestión no admitía réplica-. Redacta una orden papal para los visionarios. Que te cuenten el mensaje a ti y a ningún otro. Sólo a ti.
Le entraron ganas de decir algo, pero estaba demasiado cansado por el vuelo y el apretado programa del día anterior para enredarse en algo que sabía no conduciría a nada, de modo que se limitó a preguntar:
– ¿Cuándo, Santo Padre?
Su viejo amigo pareció notar su fatiga.
– Dentro de unos días. Así llamará menos la atención. Y esto también queda entre nosotros.
Bucarest, Rumanía
21:40
Valendrea se desabrochó el cinturón de seguridad cuando el Gulfstream descendió de un nuboso cielo nocturno y aterrizó en el aeropuerto de Otopeni. El avión era propiedad de un conglomerado de empresas italiano que tenía fuertes vínculos con los Valendrea de la Toscana, y el propio Valendrea utilizaba regularmente el aparato para hacer viajes relámpago fuera de Roma.
El padre Ambrosi esperaba en la pista vestido de civil, un sobretodo negro cubría su delgado cuerpo.
– Bienvenido, Eminencia -lo saludó Ambrosi.
La noche rumana era fría, y Valendrea se alegró de llevar un grueso abrigo de lana. Al igual que Ambrosi, vestía ropa de calle. Ésa no era una visita oficial, y no quería que alguien lo reconociera. Ir era un riesgo, pero tenía que calibrar la amenaza en persona.
– ¿Qué hay de la aduana? -inquirió.
– Hecho. Los pasaportes vaticanos tienen influencia aquí.
Se subieron a un sedán. Ambrosi conducía mientras Valendrea iba sentado en la parte de atrás. Iban al norte, alejándose de Bucarest, hacia las montañas, por unas carreteras llenas de baches. Era la primera vez que Valendrea visitaba Rumanía. Sabía que Clemente deseaba realizar una peregrinación oficial, pero cualquier misión papal a un lugar tan conflictivo tendría que esperar hasta que él estuviera al mando.
– Va allí todos los sábados por la tarde a rezar -le explicaba Ambrosi desde el asiento delantero-. No importa que haga frío o calor, lleva años haciéndolo.
Valendrea asintió al oír la información. Ambrosi había obrado con la meticulosidad acostumbrada.
Condujeron casi una hora en silencio. El terreno fue ascendiendo poco a poco hasta que se vieron salvando una pronunciada pendiente boscosa. Ambrosi aminoró la velocidad cerca de la cima, aparcó en un desigual arcén y apagó el motor.
– Es ahí, por ese camino -dijo Ambrosi al tiempo que señalaba por la empañada ventanilla un sendero que discurría entre los árboles.
A la luz de los faros Valendrea vio que había otro coche aparcado más adelante.
– ¿Por qué viene aquí?
– Según me han dicho, cree que este lugar es sagrado. En la Edad Media los terratenientes de la localidad utilizaban la vieja iglesia, y cuando los turcos conquistaron la zona, quemaron en ella a los aldeanos, vivos. Es como si él sacara fuerzas del martirio.
– Hay algo que debes saber -advirtió Valendrea a Ambrosi. Éste seguía en el asiento del conductor, la mirada aún fija en el parabrisas, inmóvil-. Estamos a punto de cruzar una línea, pero es imprescindible que lo hagamos. Hay mucho en juego. No te pediría esto si no fuera de vital importancia para la Iglesia.
– No necesito explicaciones -contestó Ambrosi en voz queda-. Me basta que me diga que es así.
– Tu fe es impresionante, pero eres un soldado del Señor, y un guerrero debería saber por qué lucha, así que deja que te cuente lo que sé.
Se bajaron del coche. Ambrosi echó a andar delante bajo un cielo aterciopelado blanqueado por una luna prácticamente llena. A cincuenta metros, en el interior del bosque, surgió la sombra oscurecida de una iglesia. A medida que se acercaban Valendrea fue distinguiendo los antiguos rosetones y el campanario, las piedras ya sin atisbo de individualidad, sino fundidas, como carentes de juntas. Dentro no se veía luz alguna.
– Padre Tibor -gritó Valendrea en inglés.
Una figura negra apareció en la puerta.
– ¿Quién anda ahí?
– Soy el cardenal Alberto Valendrea. He venido desde Roma para hablar con usted.
Tibor salió de la iglesia.
– Primero el secretario del Papa y ahora el secretario de Estado. Menuda sorpresa para un humilde sacerdote.
Su interlocutor no fue capaz de decidir si el tono era sarcástico o respetuoso. Le ofreció el dorso de la mano, y Tibor se arrodilló ante él y besó el anillo que llevaba desde el día en que Juan Pablo II lo invistiera con la dignidad de cardenal. Apreció la sumisión del sacerdote.
– Por favor, padre, levántese. Tenemos que hablar.
Tibor se puso en pie.
– ¿Ya ha llegado mi mensaje a manos de Clemente?
– Así es, y el Papa se lo agradece. Pero me han enviado a averiguar más.
– Eminencia, me temo que no puedo decir más de lo que ya he dicho. Ya es bastante grave que haya roto el juramento de silencio que le hice a Juan XXIII.
A Valendrea le gustó oír aquello.
– Entonces ¿nunca ha hablado de esto con nadie? ¿Ni siquiera con un confesor?
– Así es, Eminencia. No le he dicho lo que sabía a nadie salvo a Clemente.
– ¿Acaso no estuvo aquí ayer el secretario del Papa?
– Sí, pero sólo le insinué la verdad. No sabe nada. Supongo que ha visto usted la respuesta que le di por escrito, ¿no?
– La he visto -mintió Valendrea.
– En ese caso sabrá que tampoco allí he dicho gran cosa.
– ¿Qué le movió a hacer una copia del mensaje de la hermana Lucía?
– Eso es difícil de explicar. Ese día, después de hacer lo que me pidió Juan, vi la impresión en la libreta. Recé en busca de consejo y algo me dijo que sombreara la página y revelara las palabras.
– ¿Por qué las ha conservado todos estos años?
– También yo me he hecho esa pregunta. No sé por qué, tan sólo sé que lo hice.
– Y ¿por qué decidió finalmente ponerse en contacto con el pontífice?
– Lo que ha sucedido con respecto al tercer secreto no está bien. La Iglesia no ha sido honrada con sus fieles. Algo en mi interior me impelió a hablar, una necesidad que no pude desoír.
Valendrea captó la mirada de Ambrosi durante un instante y percibió una leve inclinación de su cabeza hacia la derecha. Por ahí.
– Vayamos a dar un paseo, padre -invitó el cardenal al tiempo que cogía a Tibor del brazo-. Dígame, ¿por qué viene a este sitio?
– A decir verdad me preguntaba cómo había dado conmigo, Eminencia.
– Su devoción por los rezos es de sobra conocida. Mi asistente no tuvo más que preguntar y la gente le habló de su ritual de cada semana.
– Éste es un lugar sagrado. Los católicos llevan quinientos años rindiendo culto aquí, y me resulta reconfortante. -Tibor hizo una pausa-. También vengo por la Virgen.
Iban por un estrecho sendero, con Ambrosi a la cabeza.
– Explíquese, padre.
– La Virgen les dijo a los niños de Fátima que debía celebrarse una comunión reparadora el primer sábado de cada mes. Vengo aquí todas las semanas a ofrecer mi reparación personal.
– ¿Por qué reza?
– Por que el mundo disfrute de la paz que predijo Nuestra Señora.
– Yo también rezo por lo mismo, igual que el Santo Padre.
La senda terminaba al borde de un precipicio. Ante ellos se extendía un panorama de montañas y tupido bosque, todo envuelto en un tenue resplandor gris azulado. Eran pocas las luces que moteaban el paisaje, aunque algunas hogueras ardían a lo lejos. Al sur se distinguía en el horizonte la brillante aureola que despedía Bucarest, a unos sesenta kilómetros de distancia.
– Qué magnificencia -observó Valendrea-. Una vista extraordinaria.
– Vengo aquí muchas veces después de rezar -contó Tibor.
– Lo cual lo ayudará a soportar el dolor que le producirá el orfanato -comentó Valendrea en voz baja.
Tibor asintió.
– Aquí siento una enorme paz.
– Así seguirá siendo.
A continuación le hizo un gesto a Ambrosi, que sacó una enorme navaja. El brazo de Ambrosi se alzó por detrás y rajó la garganta del padre Tibor. Los ojos del sacerdote se salieron de sus órbitas. Ambrosi dejó caer el arma, agarró a Tibor desde atrás y lo tiró por el despeñadero.
El cuerpo del clérigo se disolvió en la negrura.
Un segundo después se oyó un impacto, y otro, y luego silencio.
Valendrea permanecía inmóvil junto a Ambrosi. Su mirada seguía clavada en el barranco.
– ¿Hay rocas? -preguntó con tranquilidad.
– Muchas, y también un torrente de aguas rápidas. Tardarán unos días en encontrar el cadáver.
– ¿Fue duro matarlo? -Quería saberlo de verdad.
– Había que hacerlo.
Miró a su querido amigo en la oscuridad, levantó la mano y le dibujó una cruz en la frente, los labios y el corazón.
– Yo te perdono, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Ambrosi bajó la cabeza en señal de agradecimiento.
– Todos los movimientos católicos han de tener mártires. Y acabamos de ver al último mártir de la Iglesia. -Se arrodilló en el suelo-. Únete a mí en la oración por el alma del padre Tibor.
Castelgandolfo
Domingo, 12 de noviembre
12:00
Michener iba detrás de Clemente en el papamóvil cuando el vehículo salía de las tierras de la villa y se dirigía a la ciudad. Aquel coche especialmente diseñado era una furgoneta Mercedes-Benz modificada que permitía a dos personas ponerse de pie dentro de un habitáculo transparente a prueba de balas. El vehículo siempre se utilizaba cuando el Papa se desplazaba entre una gran multitud.
Clemente había accedido a realizar una visita dominical. Tan sólo unas tres mil personas vivían en el pueblo que lindaba con el recinto pontifical, pero sentían verdadera devoción por el Papa, y esas visitas eran la forma que tenía éste de darles las gracias.
Después de la conversación que habían mantenido la tarde del día anterior, Michener no había vuelto a ver al Papa hasta esa mañana. Aunque le gustaba la gente por naturaleza y disfrutaba con la buena conversación, Clemente XV continuaba siendo Jakob Volkner, un hombre solitario que valoraba su intimidad, así que no era extraño que hubiese pasado el resto de la tarde anterior solo, rezando y leyendo, y retirándose pronto.
Hacía una hora Michener había redactado una carta en la que ordenaba a uno de los visionarios de Medjugorje que dio testimonio del presunto décimo secreto, y Clemente la había firmado. A Michener seguía sin apetecerle el viaje por Bosnia, y lo único que le cabía esperar es que fuera breve.
Sólo tardaron unos minutos en efectuar el recorrido hasta la localidad. La plaza del pueblo estaba abarrotada, y el gentío prorrumpió en vítores al ver avanzar el coche del Papa. Clemente pareció animarse con la demostración de afecto y agitó la mano, señalando rostros que reconocía, enviando saludos especiales.
– Está bien que amen a su Papa -afirmó Clemente, en voz queda, en alemán, su atención centrada en la multitud, asido firmemente a la barra de acero inoxidable.
– Tampoco les da usted motivo para que sea de otro modo -repuso Michener.
– Ése debería ser el objetivo de todo el que lleva esta sotana.
El coche dio la vuelta a la plaza.
– Pídele al conductor que pare -dijo el Papa.
Michener pegó dos golpecitos en la ventana. El vehículo se detuvo y Clemente abrió la puerta de cristal. Bajó al adoquinado, y los cuatro hombres de seguridad que rodearon el coche se pusieron alerta en el acto.
– ¿Cree que esto es buena idea? -inquirió Michener.
Clemente levantó la vista.
– Es una idea inmejorable.
El protocolo exigía que el Papa no saliera jamás del vehículo. Aunque esa visita había sido organizada el día anterior, avisando con poca antelación, había pasado bastante tiempo para que hubiera motivo de preocupación.
Clemente se acercó a la muchedumbre con los brazos extendidos. Los niños acogieron sus ajadas manos, y él los atrajo hacia sí en un abrazo. Michener sabía que una de las mayores decepciones en la vida de Clemente era no ser padre: los niños eran preciosos para él.
El equipo de seguridad rodeó al pontífice, pero los vecinos fueron de ayuda al mostrarse reverentes mientras Clemente pasaba ante ellos. Muchos gritaron el tradicional «Viva, viva» que los Papas llevaban siglos escuchando.
Michener se limitaba a observar. Clemente XV estaba haciendo lo que hacían los Papas desde hacía dos milenios. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la Tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos.» Doscientos sesenta y siete hombres habían sido elegidos eslabones de una cadena ininterrumpida, comenzando por Pedro y terminando en Clemente XV. Ante sí tenía un perfecto ejemplo del pastor entre el rebaño.
Se le pasó por la cabeza parte del tercer secreto de Fátima.
«El Santo Padre atravesó una gran ciudad medio en ruinas, un tanto tembloroso y con paso titubeante, afligido de dolor y pesar. Rezó por las almas de los cuerpos que se fue encontrando por el camino. Una vez coronada la cima de la montaña, de rodillas a los pies de la gran cruz, un grupo de soldados le disparó balas y flechas, y lo mató.»
Tal vez esa declaración de peligro explicara por qué Juan XXIII y sus sucesores decidieron acallar el mensaje. Sin embargo, en última instancia un asesino pagado por los rusos había intentado matar a Juan Pablo II en 1981. Poco después, mientras se restablecía, Juan Pablo había leído por vez primera el tercer secreto de Fátima. Entonces ¿por qué había esperado diecinueve años para dar a conocer al mundo las palabras de la Virgen? Una buena pregunta, una que iría a sumarse a la creciente lista de preguntas sin respuesta. Resolvió no pensar en nada de aquello, y en su lugar se concentró en Clemente, que disfrutaba de la multitud, y todos sus temores se desvanecieron.
Ese día nadie le haría daño a su querido amigo.
Eran las dos de la tarde cuando volvieron a la villa. Un almuerzo ligero los aguardaba en la terraza, y Clemente le pidió a Michener que se uniera a él. Comieron en silencio, disfrutando de las flores y de una espectacular tarde de noviembre. La piscina del recinto, al otro lado de la cristalera, estaba vacía. Era uno de los escasos lujos en los que Juan Pablo II había insistido, diciéndole a la curia, cuando ésta se quejó del precio, que era mucho más barata que elegir a un nuevo pontífice.
El almuerzo consistió en una sustanciosa sopa de carne con verdura, una de las preferidas de Clemente, y pan negro. Michener tenía debilidad por el pan, le recordaba a Katerina. Solían compartirlo cuando tomaban un café y la cena. Se preguntó dónde estaría en ese momento y por qué había sentido la necesidad de abandonar Bucarest sin despedirse. Esperaba volver a verla algún día, tal vez después de que finalizara su estancia en el Vaticano, en un lugar donde no hubiese hombres como Alberto Valendrea, donde a nadie le importara quién era él o lo que hacía. Donde quizás pudiera seguir los dictados de su corazón.
– Háblame de ella -pidió Clemente.
– ¿Cómo ha sabido que estaba pensando en ella?
– No ha sido muy difícil.
Lo cierto es que le apetecía hablar del tema.
– Es diferente. Cercana, pero difícil de definir.
Clemente bebió un sorbo de vino de su copa.
– No puedo evitar pensar que sería mejor sacerdote, mejor hombre, si no tuviera que reprimir mis sentimientos -repuso Michener.
El Papa dejó el vaso en la mesa.
– Tu confusión es comprensible. El celibato no está bien.
Michener dejó de comer.
– Espero que no le haya contado eso a nadie más.
– Si no puedo ser sincero contigo, ¿con quién voy a serlo?
– ¿Cuándo llegó a esa conclusión?
– El Concilio de Trento se celebró hace mucho, y sin embargo aquí nos tienes, en el siglo veintiuno y aferrándonos a una doctrina del siglo dieciséis.
– Es la naturaleza católica.
– El Concilio de Trento se convocó para tratar de la Reforma protestante. Perdimos esa batalla, Colin. Los protestantes se han convertido en un problema permanente.
Entendió lo que estaba diciendo Clemente. El Concilio de Trento había determinado que el celibato era necesario por el bien del Evangelio, pero admitía que su origen no era divino, lo cual significaba que podía cambiarse si la Iglesia lo deseaba. Los únicos concilios que se habían celebrado después del de Trento, el Vaticano I y el Vaticano II, habían rehusado hacer nada, y ahora el sumo pontífice, el único hombre que podía hacer algo, se cuestionaba lo acertado de la actitud de sus predecesores.
– ¿Qué está diciendo, Jakob?
– No estoy diciendo nada, tan sólo hablo con un viejo amigo. ¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?
– Personalmente estoy de acuerdo, pero creo que la curia adoptaría un punto de vista distinto.
Clemente se inclinó hacia delante al apartar el cuenco de sopa vacío.
– Y ése es el problema: la curia siempre se opondrá a todo aquello que amenace su supervivencia. ¿Sabes lo que me dijo uno de ellos hace unas semanas?
Michener negó con la cabeza.
– Dijo que el celibato debía mantenerse porque el coste que supondría pagar a los sacerdotes se dispararía. Nos veríamos forzados a destinar decenas de millones para hacer frente a la subida de sueldos, ya que los sacerdotes tendrían esposa e hijos que mantener, ¡imagínate! Ésa es la lógica que emplea la Iglesia.
Michener era de la misma opinión, si bien se sintió en la obligación de contestar:
– El mero hecho de que insinuara la necesidad de un cambio le daría a Valendrea un arma arrojadiza perfecta para utilizar con los cardenales. Podría enfrentarse a una rebelión.
– Pero ésa es la ventaja de ser Papa: mis opiniones en materia de doctrina son infalibles. Mi palabra es la última palabra. No necesito permiso, y no me pueden echar.
– La infalibilidad también fue creada por la Iglesia -le recordó Michener-. El próximo Papa podría cambiarla, junto con todo aquello que usted haga.
Clemente se pellizcaba la parte carnosa de la mano, una nerviosa costumbre que Michener ya le había visto.
– He tenido una visión, Colin.
Las palabras, apenas un susurro, tardaron un instante en ser asimiladas.
– Una ¿qué?
– La Virgen me habló.
– ¿Cuándo?
– Hace muchas semanas, justo después de que el padre Tibor se pusiera en contacto conmigo por vez primera. Por eso acudí a la Riserva. Ella me dijo que fuera.
Primero el Papa hablaba de desechar un dogma que llevaba en pie cinco siglos y ahora afirmaba haber presenciado apariciones marianas. Michener cayó en la cuenta de que la conversación debía quedar entre ellos, con las plantas por único testigo, pero oyó de nuevo lo que Clemente había dicho en Turín: «¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad aquí, en el Vaticano?»
– ¿Es prudente discutir esto? -Esperaba que su tono le transmitiera el aviso, pero Clemente no pareció escuchar.
– Ayer se me apareció en mi capilla. Alcé la vista y allí estaba, flotando delante de mí, rodeada de una luz dorada y azul, un halo envolviendo su resplandor. -El Papa hizo una pausa-. Me dijo que su corazón estaba rodeado de espinas con las que los hombres la laceran, sus blasfemias y su ingratitud.
– ¿Está seguro de esas afirmaciones? -le preguntó el sacerdote.
Clemente asintió.
– Las dijo con toda claridad. -El Papa unió los dedos-. No estoy senil, Colin. Fue una visión, de eso estoy seguro. -Se detuvo-. Juan Pablo II también las tuvo.
Michener lo sabía, pero no dijo nada.
– Somos unos estúpidos -aseguró el Papa.
A su interlocutor empezaban a inquietarlo tantos acertijos.
– La Virgen me dijo que fuera a Medjugorje.
– Y ¿por eso me envía allí?
Clemente afirmó con la cabeza.
– Dijo que entonces quedaría todo claro.
Por unos momentos reinó el silencio. Michener no sabía qué decir. Era difícil discutir con el Cielo.
– Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima -musitó el pontífice.
Michener se sentía confuso.
– ¿Qué hay en ella?
– Parte de lo que me mandó el padre Tibor.
– ¿Va a decirme qué es?
– No puedo.
– ¿Por qué permitió que Valendrea lo leyera?
– Para ver su reacción. Incluso trató de intimidar al archivero para que le dejara echar un vistazo. Ahora sabe exactamente lo mismo que sé yo.
Michener estaba a punto de preguntar una vez más de qué se trataba cuando unos golpecitos a la entrada de la terraza interrumpieron la conversación. Entró uno de los camareros con una hoja de papel doblada.
– Acaba de llegar esto de Roma por fax, monseñor Michener. En la cabecera indicaba que se lo entregara de inmediato.
El aludido cogió el papel y le dio las gracias al camarero, que se marchó al punto. Lo abrió y leyó el mensaje. Luego miró a Clemente y dijo:
– Hace un rato se ha recibido una llamada del nuncio de Bucarest. El padre Tibor ha muerto. Encontraron su cuerpo esta mañana, en la orilla de un río al norte de la ciudad. Tenía el cuello rajado, y al parecer lo arrojaron por un precipicio. Hallaron su coche cerca de una vieja iglesia que frecuentaba. La policía sospecha que fueron ladrones, porque la zona está plagada. Me han informado porque una de las monjas del orfanato le habló al nuncio de mi visita. Se pregunta por qué fui sin decir nada.
El rostro de Clemente perdió el color. El Papa hizo la señal de la cruz y unió sus manos en oración. Michener vio que Clemente apretaba los ojos y musitaba algo para sí.
Luego las lágrimas anegaron la cara del alemán.
16:00
Michener llevaba toda la tarde pensando en el padre Tibor. Dio un paseo por los jardines de la villa e intentó borrar de su mente la imagen del cuerpo ensangrentado del viejo búlgaro rescatado del río. Finalmente se dirigió a la capilla donde papas y cardenales se habían situado ante el altar durante siglos. Hacía más de diez años que no decía misa: había estado demasiado ocupado atendiendo las necesidades de otros, pero ahora sentía el deseo imperioso de celebrar un funeral en honor del viejo sacerdote.
Se puso las vestiduras en silencio y después escogió una estola negra, se la echó al cuello y fue hasta el altar. Lo habitual era que el difunto se hallara delante del altar, los bancos llenos de amigos y parientes. Se trataba de acentuar la unión con Cristo, una comunión con los santos de la que ahora gozaba el fallecido. Con el tiempo, en el día del Juicio Final, todos se reunirían y morarían para siempre en la casa del Señor.
O eso afirmaba la Iglesia.
Sin embargo, mientras pronunciaba las oraciones de rigor, no pudo evitar preguntarse si todo aquello no sería en balde. ¿De verdad había un ser supremo esperando para ofrecer la salvación eterna? Y ¿podía obtenerse dicha recompensa simplemente haciendo lo que la Iglesia decía? ¿Podía perdonarse toda una vida de fechorías con unos instantes de arrepentimiento? ¿Acaso no querría más Dios? ¿No querría una vida de sacrificio? Nadie era perfecto, siempre se cometían errores, pero la medida de la salvación sin duda debía ser mayor que unos cuantos actos de contrición.
No estaba seguro de cuándo había empezado a albergar dudas. Tal vez fuera años atrás con Katerina. Quizás le hubiese afectado verse rodeado de prelados ambiciosos que declaraban abiertamente su amor a Dios pero en privado se morían de codicia y ambición. ¿Qué sentido tenía postrarse de rodillas y besar el anillo del Papa? Cristo nunca aprobó tales actos. Entonces ¿por qué Sus hijos se permitían tamaño privilegio?
¿Serían sus dudas simplemente una señal de los tiempos que corrían?
El mundo era distinto de hacía cien años. Todo el mundo parecía conectado, las comunicaciones eran instantáneas, la información sobreabundaba. Era como si Dios no encajara. Tal vez uno sólo naciera, viviera y muriera, y el cuerpo se pudriera y volviera a la tierra. «Polvo eres y en polvo te convertirás», como decía la Biblia. Nada más. Pero, de ser eso cierto, lo que uno hiciera con su vida bien podía ser su única recompensa; el recuerdo de la existencia, su salvación.
Había estudiado la Iglesia católica lo bastante para entender que la mayor parte de sus enseñanzas estaba relacionada con sus propios intereses, más que con los de sus miembros. No cabía duda de que el tiempo había eliminado todas las líneas divisorias entre lo práctico y lo divino. Lo que en su día fueran creaciones del hombre habían pasado a ser leyes del Cielo. Los sacerdotes eran célibes porque Dios así lo había dispuesto. Los sacerdotes eran hombres porque Cristo era varón. Adán y Eva eran un hombre y una mujer, de modo que el amor sólo podía existir entre ambos sexos. ¿De dónde salían esos dogmas? ¿Por qué persistían?
¿Por qué los estaba cuestionando?
Procuró concentrarse, pero le resultó imposible. Tal vez estar con Katerina fuese la causa de que dudara de nuevo. Tal vez la muerte sin sentido de un anciano en Rumanía le hubiera hecho ver que tenía cuarenta y siete años y todo lo que había hecho en su vida era entrar en el Palacio Apostólico gracias al favor de un obispo alemán y poco más. Tenía que hacer más, algo productivo, algo que sirviera para ayudar a otros y no sólo a sí mismo.
Un movimiento en la puerta llamó su atención. Levantó la cabeza y vio a Clemente entrar despacio en la capilla y arrodillarse en uno de los bancos.
– Continúa, te lo ruego, también yo lo necesito -dijo el Papa mientras bajaba la cabeza para orar.
Michener volvió a la misa y preparó el sacramento eucarístico. Sólo había traído una hostia, de modo que partió la hoja de pan ázimo en dos.
Se acercó a Clemente.
El anciano alzó la cabeza, los ojos enrojecidos de llorar, los rasgos desfigurados por una pátina de tristeza. Michener se preguntó cuál sería el pesar que embargaba a Jakob Volkner. La muerte del padre Tibor le había afectado profundamente. Le ofreció la hostia, y el Papa abrió la boca.
– El cuerpo de Cristo -musitó Michener, y depositó la comunión en la lengua de Clemente.
Éste se santiguó y bajó la cabeza para rezar. Michener volvió al altar y se dispuso a terminar la ceremonia.
Pero le costó.
Los sollozos de Clemente XV, que resonaban en la capilla, le partieron el corazón.
Roma, 20:30
Katerina se odiaba por volver con Tom Kealy, pero el cardenal Valendrea no se había puesto en contacto con ella desde que llegara a Roma el día anterior. Le habían advertido que no llamara, lo cual era perfecto, ya que no tenía mucho más que decir aparte de lo que ya sabía Ambrosi.
Había leído que el Papa había ido a Castelgandolfo a pasar el fin de semana, así que supuso que Michener también se encontraría allí. El día anterior Kealy se había regodeado burlándose de su incursión en Rumanía, dando a entender que tal vez hubiera pasado bastante más de lo que estaba dispuesta a admitir. Ella no le había contado todo lo que había dicho el padre Tibor. Michener tenía razón respecto a Kealy: no era digno de confianza. Así que le ofreció una versión abreviada, lo bastante para que él le contara en qué podía andar metido Michener.
Ella y Kealy se hallaban sentados en una acogedora osteria. Kealy llevaba un traje y una corbata de color claro. Tal vez se estuviera acostumbrando a no lucir en público el alzacuello.
– No entiendo a qué viene tanto bombo -afirmó ella-. Los católicos han convertido los secretos marianos en una institución. ¿Por qué es tan importante el tercer secreto de Fátima?
Kealy servía un vino caro.
– Resultó fascinante hasta para la Iglesia. Tenían un mensaje supuestamente directo del Cielo, y sin embargo toda una serie de Papas lo ocultó hasta que Juan Pablo II por fin lo dio a conocer al mundo en 2000.
Katerina removió la sopa y esperó a que Kealy se explicara.
– La Iglesia autorizó las apariciones de Fátima al declararlas merecedoras de crédito en la década de los treinta, lo cual significaba que estaba bien que los católicos creyeran lo que había sucedido si así lo querían. -Le dirigió una sonrisa-. La típica postura hipócrita: Roma dice una cosa y hace otra. No les importó que la gente acudiera en masa a Fátima y ofreciera millones en donativos, pero fueron incapaces de decir que el suceso ocurrió, y sin duda no quisieron que los fieles supieran lo que había dicho la Virgen.
– Pero ¿por qué ocultarlo?
Kealy le dio un sorbo al borgoña y se puso a toquetear el pie de la copa.
– ¿Desde cuándo es lógico el Vaticano? Esos tipos piensan que siguen en el siglo quince, cuando todo lo que decían era aceptado sin rechistar. Si alguien se atrevía a discutirlo, el Papa lo excomulgaba. Pero corren nuevos tiempos, y las cosas ya no son así. -Kealy llamó la atención del camarero y le indicó que les llevara más pan-. Recuerda que el Papa es infalible en materia de fe y moral. Fue el Vaticano I el que soltó esa perla en 1870. ¿Qué pasaría si, por un delicioso instante, lo que la Virgen dijo fuera en contra del dogma? ¿No sería un bombazo? -Kealy parecía encantado con la idea-. Quizás ése sea el libro que debamos escribir: la verdad sobre el tercer secreto de Fátima. Podemos poner al descubierto la hipocresía, investigar a los Papas y a algunos de los cardenales, tal vez incluso al mismo Valendrea.
– ¿Qué hay de tu situación? ¿Es que ya no te importa?
– ¿De verdad crees que tengo alguna oportunidad de ganar?
– Puede que se conformen con una advertencia. De esa forma te tendrían en el redil, bajo su control, y tú podrías salvar el alzacuello.
Kealy rompió a reír.
– Pareces muy preocupada por mi alzacuello. Qué extraño, viniendo de una atea.
– Vete a la mierda, Tom. -No había duda de que le había contado demasiadas cosas de sí misma.
– Cuántas agallas. Me gusta eso de ti, Katerina. -Saboreó otro trago de vino-. La CNN llamó ayer. Me quieren en el próximo cónclave.
– Me alegro por ti. Es estupendo.
Se preguntó dónde la dejaba eso a ella.
– No te preocupes, aún quiero escribir ese libro. Mi agente está hablando con los editores de ése y de una novela. Tú y yo seremos un magnífico equipo.
Katerina llegó mentalmente a una conclusión con una rapidez alarmante, una de esas decisiones que estaba clara en el acto: no habría tal equipo. Lo que en un principio era prometedor se había vuelto sórdido. Por suerte le quedaban varios miles de los euros que le había dado Valendrea, lo bastante para regresar a Francia o a Alemania, donde trabajaría para un periódico o una revista. Y esta vez se portaría bien, respetaría las reglas.
– Katerina, ¿estás ahí? -le preguntó Kealy.
Su atención volvió a centrarse en él.
– Es como si estuvieras a un millón de kilómetros.
– Lo estaba. No creo que vaya a haber tal libro, Tom. Me voy de Roma mañana. Tendrás que buscarte a otro negro.
El camarero dejó en la mesa un cestillo de pan humeante.
– No será difícil -le contestó él.
– Eso pensaba.
Kealy cogió un pedazo de pan.
– Yo de ti seguiría apostando a este caballo, porque es ganador.
Ella se levantó.
– Sé de algo que no va a ganar.
– Todavía te gusta, ¿no es cierto?
– No me gusta nadie. Es sólo que estoy harta de ti. Mi padre me dijo una vez que cuanto más alto subía por un palo un mono del circo, más enseñaba el culo. Yo en tu lugar lo recordaría.
Y se alejó, sintiéndose bien por primera vez en semanas.
Castelgandolfo
Lunes, 13 de noviembre
6:00
Michener se despertó. Nunca había necesitado despertador, al parecer su cuerpo tenía la suerte de contar con un cronómetro interno que siempre lo despertaba a la hora exacta que él escogiera antes de quedarse dormido. Jakob Volkner, cuando era arzobispo y después cardenal, había viajado por todo el mundo y formado parte de comisión tras comisión confiando siempre en el talento de Michener para no llegar tarde nunca, ya que la puntualidad no era uno de los rasgos más destacados de Clemente XV.
Al igual que en Roma, Michener ocupaba un dormitorio que estaba en el mismo piso que el de Clemente, al fondo del pasillo, y un teléfono directo unía sus habitaciones. Tenían previsto volver al Vaticano en dos horas, en helicóptero, lo cual le daría al Papa bastante tiempo para rezar las oraciones matutinas, desayunar y revisar brevemente cualquier cosa que requiriera atención inmediata, dado que había estado dos días sin trabajar. La tarde anterior habían recibido por fax varios memorandos, y Michener los tenía listos para comentarlos después del desayuno. Sabía que el resto del día sería ajetreado, ya que por la tarde había programadas numerosas audiencias. Incluso el cardenal Valendrea había solicitado una hora entera esa misma mañana para celebrar una reunión informativa destinada a tratar sobre asuntos exteriores. Él seguía preocupado por el funeral. Clemente había estado llorando media hora antes de abandonar la capilla. No habían hablado. Lo que quiera que estuviese perturbando a su viejo amigo no admitía discusión. Tal vez más adelante. Con un poco de suerte, la vuelta al Vaticano y los rigores del trabajo harían que al Papa se le fuera de la cabeza el problema. Con todo, había resultado desconcertante presenciar tamaño ataque de emoción.
Se tomó su tiempo en la ducha y luego se puso una sotana limpia y salió de la habitación. Recorrió el pasillo a buen paso hasta llegar a las dependencias del pontífice. A la puerta había un camarero junto con una de las monjas destinadas a esa sección. Michener consultó el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Señaló la puerta.
– ¿Aún no se ha levantado?
El camarero meneó la cabeza.
– No hay movimiento.
Michener sabía que el personal esperaba fuera cada mañana hasta que oía a Clemente, por lo común entre las seis y las seis y media. El sonido del Papa al despertar iba seguido de una suave llamada a la puerta y del comienzo de una rutina que incluía ducharse, afeitarse y vestirse. A Clemente no le gustaba que lo ayudara nadie a bañarse: eso era algo que llevaba a cabo en privado mientras el camarero hacía la cama y le preparaba la ropa. El cometido de la monja era ordenar la habitación y llevarle el desayuno.
– Puede que se haya quedado dormido -opinó Michener-. Hasta los Papas se vuelven un poco perezosos de cuando en cuando.
Sus dos interlocutores sonrieron.
– Volveré a mi cuarto. Vayan a buscarme cuando lo oigan.
Treinta minutos después llamaron a la puerta. Era el camarero.
– Sigo sin oír nada, monseñor -explicó éste, la preocupación empañaba su rostro.
Sabía que nadie, salvo él mismo, entraba en el dormitorio del Papa sin su permiso. La zona era considerada el único espacio en que los Papas tenían garantizada la privacidad, pero eran casi las siete y media, y sabía lo que quería el camarero.
– De acuerdo -contestó Michener-. Iré a echar un vistazo.
Siguió al hombre hasta donde la monja montaba guardia, la cual le indicó que dentro aún reinaba el silencio. Dio unos suaves golpecitos en la puerta y aguardó. Llamó de nuevo, un poco más fuerte. Nada. Agarró el pomo y lo giró: estaba abierto. Empujó la puerta y entró, cerrando tras de sí.
La cámara era espaciosa, con elevadas cristaleras en un extremo que daban a un balcón con vistas a los jardines. El mobiliario era antiguo. A diferencia de las dependencias del Palacio Apostólico, que habían sido decoradas por cada Papa con un estilo que lo hacía sentir cómodo, esas habitaciones no habían cambiado, y destilaban un aire a antiguo que recordaba a una época en que los Papas eran reyes y guerreros.
No había ninguna luz encendida, pero el sol de la mañana se colaba por los visillos echados, bañando la habitación en una débil neblina.
Clemente yacía de costado bajo las sábanas. Michener se acercó y dijo en voz queda:
– Santo Padre.
Clemente no respondió.
– Jakob.
Nada.
El Papa miraba para el otro lado, las sábanas y la manta tapando la mitad de su frágil cuerpo. Michener extendió la mano y sacudió ligeramente al pontífice. Notó el frío en el acto. Rodeó la cama hasta situarse al otro lado y miró con fijeza el rostro de Clemente: su piel estaba fláccida y cenicienta, la boca abierta, un charco de saliva seco en la sábana de debajo. Puso al Papa boca arriba y retiró la ropa de cama. Ambos brazos cayeron sin vida a los lados, el pecho inmóvil.
Comprobó el pulso.
No tenía.
Se planteó pedir ayuda o practicarle la reanimación cardiopulmonar. Le habían enseñado a hacerlo, al igual que al resto del personal, pero sabía que no valdría de nada.
Clemente XV estaba muerto.
Le cerró los ojos, dijo una oración y lo invadió una oleada de dolor. Era como volver a perder a sus padres. Rezó por el alma de su querido amigo y recompuso sus emociones. Había cosas que hacer, un protocolo que seguir, trámites que venían de mucho tiempo atrás, y su deber consistía en asegurarse de que se cumplieran estrictamente.
Sin embargo, algo llamó su atención.
En la mesilla de noche había un frasquito color caramelo. Hacía algunos meses el médico pontificio le había recetado una medicación a Clemente para ayudarle a conciliar el sueño. El propio Michener se había ocupado de que prepararan la receta, y él mismo había dejado el frasco en el cuarto de baño del Papa. Había treinta pastillas, y la última vez que las contó, cosa que Michener hizo tan sólo unos días antes, quedaban treinta. Clemente despreciaba los fármacos. Hacerle tomar una simple aspirina era una batalla, así que ver aquel frasco allí, junto a la cama, era sorprendente.
Lo miró.
Vacío.
Un vaso de agua que descansaba junto al frasquito contenía tan sólo unas gotas de líquido.
Las implicaciones eran tan profundas que sintió la necesidad de santiguarse.
Se quedó mirando a Jakob Volkner y se preguntó dónde estaría el alma de su querido amigo. Si había un lugar llamado Cielo, esperaba con todo su ser que el viejo alemán hubiera llegado allí. El sacerdote que había en su interior quería perdonar lo que al parecer había sucedido, pero ahora sólo Dios, si es que existía, podía hacerlo.
Había Papas que habían muerto a garrotazos, estrangulados, envenenados, asfixiados, fallecidos de inanición y asesinados por esposos indignados.
Pero ni uno solo se había quitado jamás la vida.
Hasta ahora.