PARTE 1. Perro negro

Capítulo 1

Jude tenía una colección privada.

Había enmarcado dibujos de los siete enanitos y los había colocado en la pared del estudio, mezclados con sus discos de platino. Eran obra de John Wayne Gacy, que los había hecho mientras estaba en la cárcel y se los había mandado. A Gacy le gustaba la época dorada de Disney casi tanto como abusar sexualmente de niños pequeños, y más o menos lo mismo que los discos de su cantante favorito, Jude.

Jude guardaba el cráneo de un campesino al que le habían hecho una trepanación en el siglo XVI para liberarlo de los demonios, y en el agujero del centro de la calavera había colocado su colección de plumas estilográficas.

Tenía también una confesión de una bruja de hacía trescientos años. «Yo hablé con un perro negro que dijo que iba a envenenar mis vacas y que haría que mis caballos enloquecieran y mis hijos enfermaran si no le entregaba mi alma. Le dije que sí, y después de eso le di de mamar de mi pecho».

La quemaron en la hoguera.

Conservaba, además, un lazo, rígido y gastado, que se había utilizado para ahorcar a un hombre en Inglaterra a principios de siglo; el tablero de ajedrez con el que jugaba Aleister Crowley cuando era niño, y una película pornográfica en la que alguien era realmente asesinado durante el acto sexual. De todas las piezas de su colección, esta última era la que más le incomodaba poseer. Había llegado a sus manos a través de un oficial de policía que se ocupó de la seguridad en algunos de sus espectáculos en Los Ángeles. El policía había dicho, con cierto entusiasmo, que el vídeo era enfermizo. Jude lo vio y, desde luego, estuvo de acuerdo. Era enfermizo; y además, de una manera indirecta, también había precipitado el fin del matrimonio de Jude, al que todavía se aferraba.

Muchos de los objetos grotescos y raros de su colección privada le habían sido enviados por sus admiradores. No era habitual que él mismo comprara algo para su desagradable museo. Pero cuando Danny Wooten, su asistente personal, le dijo que había un fantasma en venta en la Red y le preguntó si quería comprarlo, Jude ni siquiera tuvo que pensarlo. Fue como ir a comer a un restaurante, escuchar la recomendación del plato del día y decidir, sin necesidad de mirar la carta, que eso era lo que uno quería. Algunos impulsos no requieren consideración alguna.

La oficina de Danny ocupaba una zona relativamente nueva que se extendía en el extremo noreste de las irregulares construcciones de la granja de Jude. En realidad era una ampliación, con una antigüedad de diez años. Con su aire acondicionado, sus muebles modernos y la alfombra industrial de color café con leche, la oficina era fríamente impersonal, y en modo alguno se parecía al resto de la casa. Podría haber pasado por la sala de espera de un dentista si no fuera por la proliferación de carteles que anunciaban conciertos en marcos de acero inoxidable. En uno de ellos se veía un bote lleno de globos oculares que miraban fijamente, con nudos de nervios ensangrentados colgando en la parte de atrás. Era el cartel de la gira «Todos los ojos puestos en ti».

Apenas terminada la obra de ampliación, Jude comenzó a arrepentirse de haberla emprendido. No había querido verse obligado a conducir cuarenta y cinco minutos desde Piecliff hasta una oficina alquilada en Poughkeepsie para ocuparse de sus asuntos profesionales; pero ya pensaba que eso habría sido preferible a tener a Danny Wooten allí mismo, en la casa. Danny y el trabajo de Danny se encontraban demasiado cerca. Cuando Jude estaba en la cocina, podía escuchar los teléfonos. A veces las dos líneas instaladas allí sonaban a la vez, y ese ruido le volvía loco. No había grabado ningún disco desde hacía varios años y apenas trabajaba desde que habían muerto Jerome y Dizzy, y con ellos la banda; pero de todos modos los teléfonos seguían sonando y sonando. Se sentía abrumado por el desfile incesante de personas que le robaban su tiempo, por la acumulación interminable de exigencias legales y profesionales, acuerdos y contratos, promociones y apariciones en los medios de comunicación. No soportaba el trabajo de Judas Coyne Inc., que nunca se terminaba, que siempre parecía hallarse en plena actividad. Cuando estaba en su casa, quería ser él mismo, no una marca registrada.

La mayor parte del tiempo, Danny se mantenía alejado del resto de la casa. Por muchos defectos que tuviera, era muy respetuoso con el espacio privado de Jude. Pero el secretario le abordaba con total desahogo cada vez que pasaba por la oficina, algo que Jude hacía, sin mucho entusiasmo, cuatro o cinco veces al día. El paso por la oficina era el camino más rápido hacia el cobertizo y los perros. Podía evitar encontrarse con Danny saliendo por la puerta principal y dando toda la vuelta alrededor de la casa, pero se negaba a jugar al escondite en su propio hogar sólo para no encontrarse con Danny Wooten.

Además, no le parecía posible que Danny fuera a tener siempre algún asunto con el que molestarlo. Sin embargo, el caso era que siempre lo tenía. Y si no encontraba nada que requiriese su atención inmediata, pretendía conversar. El secretario procedía del sur de California, tierra de buenos conversadores, y sus charlas eran interminables. No vacilaba en hablar con perfectos desconocidos acerca de los beneficios del germen de trigo, incluida su propiedad de convertir las evacuaciones intestinales en productos tan fragantes como la hierba recién cortada. Había cumplido treinta años, pero podía hablar del monopatín y la PlayStation con el muchacho que traía la pizza como si tuviera catorce. Era capaz de hacer confidencias a los técnicos que reparaban el aire acondicionado, contarles que su hermana había abusado de la heroína cuando era adolescente, y que él mismo, de joven, había encontrado el cuerpo de su madre cuando se suicidó. Era imposible que se sintiera inhibido. Ignoraba el significado de la palabra «timidez».

Jude regresó a la casa después de echar de comer a los perros Angus y Bon. Ya había cruzado la mitad del camino batido por el fuego de Danny y, justamente cuando comenzaba a pensar que atravesaría la oficina sin interrupciones, sonó la voz del desinhibido.

– Ah, jefe, me alegro de verle. Por favor, eche un vistazo a esto.

Danny iniciaba casi todos sus ataques de locuacidad con esas mismas palabras, una frase que Jude había aprendido a temer y odiar, por ser preludio de al menos media hora de tiempo perdido, formularios que cumplimentar, faxes que mirar, monsergas que escuchar. Esta vez Danny le dijo que alguien ponía a la venta un fantasma, y Jude se olvidó repentinamente de todo lo que le molestaba de su ayudante. Rodeó el escritorio para poder mirar la pantalla del ordenador por encima del hombro de Danny.

Había descubierto al fantasma en una página de subastas de Internet que no era eBay, sino una de sus imitaciones. Jude recorría con la mirada la descripción del producto, mientras Danny leía en voz alta. Su asistente le habría dado de comer en la boca, si Jude se lo hubiera permitido. El empleado tenía una vena de servilismo que a Jude, francamente, le resultaba muy desagradable en un hombre.

– «Vendo el fantasma de mi padrastro -leyó Danny-. Mi anciano padrastro murió hace seis semanas, de manera muy repentina. Estaba con nosotros en ese momento, de visita. No tenía casa propia y viajaba de pariente en pariente, quedándose durante un mes o dos para luego ir de visita a otro lugar. Su muerte fue una gran sorpresa para todos, especialmente para mi hija, que estaba muy apegada a él. Nadie lo habría imaginado. Estuvo muy activo hasta el final de su vida. Nunca se sentaba frente al televisor. Bebía un vaso de zumo de naranja al día. No le faltaba ni un diente».

– Seguro que es una maldita broma -dijo Jude.

– No me lo parece -replicó Danny. Y continuó leyendo-: «A poco de celebrado su funeral, mi hijita lo encontró sentado en la habitación de huéspedes, que está justo frente a su dormitorio. Después de verlo, la niña ya no quiso quedarse sola en su habitación nunca más, y ni siquiera acepta ir sola al piso de arriba. Le dije que su abuelo jamás le haría daño alguno, pero ella me respondió que sus ojos le daban miedo. Aseguró que estaban cubiertos de garabatos negros y ya no servían para ver. De modo que desde entonces duerme conmigo. Al principio pensé que se trataba de un cuento de terror que se estaba contando a sí misma, pero es algo más que eso. La habitación de los huéspedes está siempre fría. Revisé el lugar y noté que era peor en el armario en que estaba colgada su ropa de los domingos. Él había dispuesto que lo enterraran con ese traje, pero cuando se lo probamos en la funeraria no le quedaba bien. Las personas encogen un poco cuando mueren. El agua que hay en ellas se seca. Su mejor traje era demasiado grande para él, de modo que la gente de la funeraria nos convenció de que era mejor comprar uno de los que ellos tenían. No sé por qué les hice caso. La otra noche me desperté y escuché que mi padrastro caminaba por el piso superior. La cama, en su habitación, siempre está deshecha, y la puerta se abre y se cierra a todas horas. La gata tampoco quiere ir arriba y, a veces, se sienta al pie de la escalera, mirando cosas que yo no puedo ver. Observa algo fijamente un rato, luego maulla como si le pisaran la cola y sale corriendo».

El secretario tomó aire. La carta de la vendedora era, desde luego, larga y detallada. Luego siguió con la lectura.

– «Mi padrastro fue espiritista toda la vida, y creo que sólo está aquí para enseñarle a mi hija que la muerte no es el final. Pero ella tiene once años y necesita una vida normal, y dormir en su propia habitación, no en la mía. Lo único que se me ocurre es tratar de conseguir un nuevo hogar para papá. El mundo está lleno de personas que quieren creer en la vida después de la muerte. Bien, mi padrastro es la prueba que necesitan. Venderé el fantasma de mi padrastro al mejor postor. Por supuesto, un alma no puede venderse realmente, pero creo que irá a la casa del comprador a vivir con él si se le hace saber que es bienvenido. Como ya he dicho, cuando murió estaba con nosotros sólo temporalmente y no tenía ningún hogar que pudiera considerar como propio, de modo que tengo la seguridad de que irá allí donde se sienta querido. Que nadie piense que esto es un truco publicitario o una broma ni que cogeré su dinero para luego no enviarle nada. El mejor postor tendrá algo concreto a cambio de su inversión. Le haré llegar su traje de los domingos. Creo que si su espíritu está aferrado a algo, tiene que ser a eso. Es un traje pasado de moda muy bonito, hecho por las Sastrerías Great Western. Tiene unas finas rayas de color gris plata, forro de raso…», etcétera, etcétera. -Danny dejó de leer y señaló la pantalla con el dedo-. Mire las medidas del traje, jefe. Es de su tamaño. La puja de partida es de ochenta dólares. Si usted quiere tener un fantasma, parece que podría conseguirlo por cien.

– Comprémoslo -dijo Jude.

– ¿En serio? ¿Hacemos una oferta de cien dólares?

Jude entornó los ojos, mirando algo en la pantalla, precisamente debajo de la descripción del artículo subastado. Había allí un botón que decía: «Suyo ahora mismo: 1.000 dólares». Y debajo de eso podía leerse: «Haga clic para comprar y suspenda de inmediato la subasta». Puso un dedo sobre la pantalla y apretó con energía.

– Que sean mil, y cerremos el trato -proclamó.

Danny giró en su silla. Sonrió y alzó las cejas, que eran altas, arqueadas, como las de Jack Nicholson. Las usaba con habilidad, logrando siempre gran efecto. Tal vez esperaba una explicación, pero Jude no estaba seguro de poder explicar, ni siquiera a sí mismo, por qué era razonable pagar mil dólares por un traje viejo que probablemente no valía ni siquiera la quinta parte de esa cantidad.

Luego pensó que podría ser una buena publicidad: «Judas Coyne compra un fantasma travieso». Los admiradores devoraban historias de ese tipo. Pero esa idea se le ocurrió más tarde. En ese mismo momento, sólo supo que quería ser el comprador del fantasma.

Jude hizo ademán de retirarse, pensando ir arriba para ver si Georgia ya estaba preparada. Le había dicho que se vistiera hacía ya media hora, pero estaba seguro de que iba a encontrarla todavía en la cama. Tenía la sensación de que planeaba quedarse allí hasta provocar la pelea que andaba buscando. Se la encontraría sentada, en ropa interior, pintándose cuidadosamente de negro las uñas de los pies. O tendría abierto su portátil y estaría navegando en la Red, en busca de accesorios góticos, del adorno adecuado para atravesarse la lengua, como si necesitara más de esos malditos… Al pensar en la navegación por la Red, una asociación de ideas hizo que Jude se detuviera y se preguntara algo. Se volvió para mirar a Danny.

– A propósito, ¿cómo has encontrado eso? -le preguntó, señalando hacia el ordenador con la cabeza.

– Ha llegado por correo electrónico.

– ¿De quién?

– Del sitio de subastas. Nos han mandado un correo electrónico que decía: «Sabemos que usted ha comprado antes artículos como éste y pensamos que podría interesarle».

– ¿Hemos comprado artículos iguales antes?

– Se refieren a productos relacionados con el ocultismo, supongo.

– Nunca he comprado nada en ese sitio.

– Tal vez sí que ha comprado algo y no lo recuerda. O quizá haya sido yo quien haya encargado algo para usted.

– Malditos ácidos -exclamó Jude-. Antes tenía buena memoria. Yo pertenecía al club de ajedrez en el instituto. Se me daba bien.

– ¿En serio? Eso es fantástico.

– ¿El qué? ¿Que estuviera en el club de ajedrez?

– Supongo que sí. Me parece tan… excéntrico.

– Sí. Pero usaba dedos amputados en lugar de piezas normales.

Danny se rió con demasiada intensidad, tembló como si tuviera convulsiones y secó lágrimas imaginarias en el rabillo de sus ojos. Ah, pequeño y servil adulador.

Capítulo 2

E1 traje llegó el sábado por la mañana, temprano. Jude estaba levantado y jugaba fuera con los perros.

En cuanto Angus vio que se detenía el coche, la correa se soltó de la mano de su amo. El perro se lanzó sobre el lateral del vehículo ya parado. La saliva le colgaba de la boca, mientras arañaba furiosamente con las patas la puerta del conductor. Éste permaneció sentado al volante, mirándolo con la expresión tranquila pero atenta del médico que analiza una nueva variedad de virus ébola en el microscopio. Jude recogió la correa del perro y tiró con más fuerza de la que tenía intención de usar. Angus cayó de lado sobre el polvo, luego giró sobre sí y volvió a saltar y a ladrar. Para entonces Bon también se hacía notar, tirando de la correa que la sujetaba y que Jude tenía en la otra mano. Aulló con tanta estridencia que provocó dolor de cabeza a su amo.

Como estaba demasiado lejos para arrastrarlos de regreso a su caseta del cobertizo, Jude los llevó por el jardín hasta el porche de entrada, mientras ambos animales luchaban contra él, resistiéndose. Los hizo entrar a empujones y cerró la puerta tras ellos, de golpe. De inmediato comenzaron a lanzarse contra la puerta, ladrando histéricamente. Ésta temblaba cada vez que los animales embestían. Perros de mierda.

Jude regresó por el caminillo de entrada hasta llegar a la camioneta de UPS, precisamente cuando la puerta trasera se abría con un ruido metálico. El repartidor estaba allí, de pie. Saltó al suelo con una caja larga y chata bajo el brazo.

– Ozzy Osborne tiene perros de Pomerania -dijo el tipo de UPS-. Los vi en la televisión. Encantadores perritos que parecen gatos domésticos. ¿Nunca ha considerado tener un par de esos preciosos chuchos?

Jude tomó la caja sin decir una palabra y regresó a la casa.

Entró y fue directamente a la cocina. Puso el paquete en la encimera y se sirvió café. Era un hombre madrugador por instinto y por hábito. Mientras estaba de gira, o grabando, se había acostumbrado a acostarse a las cinco de la mañana y a dormir la mayor parte del día, pero quedarse toda la noche levantado nunca había sido su tendencia natural.

Durante las giras se despertaba a las cuatro de la tarde, de mal humor y con dolor de cabeza, desorientado, confundido en cuanto a lugar, fecha y horario se refería. Todas las personas que conocía le parecían astutos impostores, o insensibles alienígenas que llevaran máscaras de goma con los rasgos de las caras de los amigos. Se necesitaba una buena cantidad de alcohol para que todos volvieran a parecer quienes eran.

Pero habían pasado ya tres años desde que salió de gira por última vez. No le apetecía demasiado beber cuando estaba en su casa. La mayor parte de las noches se iba a la cama a las nueve. A la edad de cincuenta y cuatro años había vuelto a los ritmos vitales que le inculcaron cuando su nombre era Justin Cowzynski y un niño que crecía en la explotación porcina de su padre. Aquel analfabeto bastardo le habría arrancado de la cama, agarrándolo por el pelo, si lo hubiera encontrado en ella cuando salía el sol. La suya fue una infancia de lodo, ladridos, alambre de púas, ruinosos cobertizos de granja, cerdos de piel embarrada y hocico aplastado. Una niñez con poco contacto humano, aparte de una madre que se sentaba la mayor parte del día junto a la mesa de la cocina, con el aspecto flojo y la mirada fija de quien ha sido sometido a una lobotomía, y de su padre, que gobernaba hectáreas cubiertas de estiércol de cerdo y ruinas con su risa furiosa y los puños siempre preparados.

De modo que Jude llevaba varias horas en pie, pero todavía no había tomado el desayuno, y estaba friendo tocino cuando Georgia entró en la cocina. La joven llevaba sólo unas bragas negras y caminaba con los brazos cruzados sobre sus perforados pechos, pequeños y blancos. Su pelo negro flotaba alrededor de la cabeza, y parecía un nido suave y enredado. Su nombre no era realmente Georgia. Tampoco Morphine, aunque se había desnudado usando ese nombre artístico durante dos años. Se llamaba Marybeth Kimball. Era un nombre tan simple que la chica se había reído cuando se lo dijo por primera vez, como si la avergonzara.

Jude se había abierto camino a través de una colección de novias góticas que se desnudaban en público o adivinaban el futuro, o que se desnudaban y además adivinaban el futuro; muchachas bonitas que usaban cruces egipcias y se pintaban las uñas de negro, y a las que siempre llamaba por el nombre del estado donde habían nacido, un hábito que no complacía a todas, pues no querían que se les recordara a la persona a la que trataban de borrar con todo aquel maquillaje de «muertos vivientes». Georgia tenía veintitrés años.

– Malditos perros estúpidos -protestó la joven, apartando a uno de ellos de su camino con el tacón. Daban vueltas alrededor de las piernas de Jude, excitados por el olor del tocino-. Me han despertado a una hora de mierda.

– Tal vez era la hora de mierda de levantarte. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Ella nunca salía de la cama antes de las diez, si podía evitarlo.

Se inclinó ante la nevera, en busca de zumo de naranja. A él le encantó lo que vio entonces, la manera en que los elásticos de su ropa interior se apretaban contra las nalgas, casi demasiado blancas. La visión del trasero le hipnotizó unos instantes, pero apartó la mirada mientras ella bebía directamente del envase de cartón, que luego dejó en la encimera. Se estropearía ahí si él no se ocupaba de devolverlo a su sitio.

Estaba encantado con la adoración de las muchachas góticas. Y el sexo con ellas le gustaba todavía más, con sus cuerpos flexibles, atléticos y tatuados, y su entusiasmo por lo diferente.

En otro tiempo estuvo casado una vez con una mujer que utilizaba vaso y volvía a guardar las cosas después de usarlas; además leía el periódico por la mañana. Echaba de menos sus conversaciones. Eran charlas maduras. No había sido bailarina de strip-tease. No creía en la adivinación del futuro. Era una compañía adulta.

Georgia usó un cuchillo de cortar carne para abrir la caja de UPS, y luego lo dejó en la encimera, con un trozo de cinta pegado al filo.

– ¿Qué es esto? -quiso saber.

Dentro del primer recipiente había otro. Estaban muy apretados y Georgia tuvo que porfiar durante un rato para sacar la caja interior y colocarla en la encimera.

Era grande, brillante y negra, y tenía forma de corazón. A veces los bombones venían en cajas como aquélla, aunque ésta era demasiado grande para ser de golosinas. Además, las cajas con dulces solían ser de color rosa, o a veces amarillas. Se trataba de lencería, entonces… Pero él nunca había pedido nada de eso para ella. Frunció el ceño. No tenía la menor idea de lo que podía contener, pero al mismo tiempo le daba la sensación de que debería adivinarlo.

– ¿Esto es para mí? -preguntó.

Quitó la tapa y sacó el contenido, levantándolo para que él lo viera. Un traje. Alguien le había enviado un traje. Era negro y pasado de moda; los detalles se desdibujaban a través de la bolsa de plástico de la tintorería con que estaba envuelto. Georgia lo sostuvo por los hombros delante de su cuerpo, como si le pidiera opinión, como si se tratara de un vestido que quisiera probarse. Lo miró con expresión inquisitiva y una encantadora arruga entre las cejas. Inicialmente él no recordó. No sabía quién demonios podía mandarle un traje como aquél.

Abrió la boca para decirle que no tenía la menor idea; pero de pronto cayó en la cuenta y soltó una frase lapidaria:

– El traje del muerto.

– ¿Qué?

– El fantasma -explicó, recordando los detalles del asunto mientras hablaba-. He comprado un fantasma. Una mujer estaba convencida de que el espíritu de su padrastro la visitaba, de modo que puso en venta en la Red el espíritu inquieto, y yo lo he comprado por mil dólares. Es el traje de él. La mujer cree que podría ser el origen de las visitas del fantasma.

– Qué bien -dijo Georgia-. Entonces, ¿te lo vas a poner?

Su propia reacción le sorprendió. Se estremeció, se le puso carne de gallina. La idea le pareció obscena, sin necesidad de pensarlo mucho. No había considerado la posibilidad de ponerse aquellas prendas.

– No -respondió, y ella le lanzó una mirada de sorpresa al percibir algo frío e inexpresivo en su voz. La forzada sonrisa de la joven gótica se hizo un poco más profunda, y él se dio cuenta de que había dado la impresión de sentirse…, bueno, no asustado, pero sí momentáneamente débil-. No me quedaría bien -añadió, aunque en verdad parecía que el travieso fantasma había tenido en vida su misma altura y su mismo peso.

– Tal vez lo use yo -sugirió Georgia-. Al fin y al cabo soy una especie de espíritu inquieto. Y me encuentro muy bien cuando uso ropa de hombre. Me pongo muy ardiente.

Otra vez tuvo una sensación de repugnancia, incluso desazón física. Ella no debía ponérselo. Le molestó hasta que bromeara sobre el asunto, aunque no sabía muy bien por qué. No iba a permitir que se lo pusiera. En ese preciso momento no podía imaginar nada más repelente.

Y eso quería decir algo. No eran muchas las cosas que Jude encontraba tan desagradables como para tomarlas en consideración. Estaba poco acostumbrado a sentir disgusto por algo. Lo chocante, lo desagradable, no le molestaba; le había permitido llevar una buena vida durante treinta años.

– Lo dejaré arriba hasta que decida qué voy a hacer con él -dijo, tratando de mantener un tono displicente, pero sin lograrlo del todo.

Ella le miró a los ojos, intrigada por el sorprendente abandono de su acostumbrado autodominio, y luego quitó la bolsa de plástico de la tintorería. Los botones de plata de la chaqueta brillaron con la luz de la estancia. El traje era sombrío, tan oscuro como las plumas de un cuervo, pero los botones, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, le daban algo así como un carácter rústico. Con una corbata de cordón, habría sido el tipo de vestimenta que Johnny Cash usaba en el escenario.

Angus empezó a emitir ladridos agudos, estridentes, asustados. Se encogió sobre sus patas traseras y escondió el rabo, apartándose de la prenda.

Georgia se rió.

– Está embrujado -dijo.

Sostuvo el traje delante de ella y lo agitó de un lado a otro, moviéndolo en el aire hacia Angus, fingiendo que invitaba al perro a que arremetiese contra él, como hace un torero con el capote. La chica, encantada, gimió a medida que se acercaba al perro. Imitaba a un fantasma errante, mientras sus ojos brillaban de placer.

Angus retrocedió arrastrándose, golpeó un taburete que había junto a la encimera y lo tiró ruidosamente. Bon miraba desde debajo de la vieja plataforma de madera para cortar carne, con las orejas aplastadas contra el cráneo. Georgia volvió a reírse.

– Deja de molestarlos -ordenó Jude.

Ella le lanzó una mirada triunfal y perversamente feliz, con la expresión del niño travieso que está quemando hormigas con una lupa… y de repente puso cara de dolor y gritó. Soltó varias palabrotas y se agarró la mano derecha. Arrojó el traje a un lado, sobre la encimera.

Una brillante gota de sangre crecía en la punta de su dedo pulgar, y acabó cayendo, toc, sobre el suelo de mosaico.

– Mierda -dijo-. Alfiler de mierda.

– Ya ves lo que has logrado.

Le dedicó una mirada furiosa, le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón de la mano y se fue. Cuando ella estuvo lejos, Jude se levantó y puso el zumo en el frigorífico. Luego dejó caer el cuchillo en el fregadero, buscó un paño de cocina para limpiar la sangre del suelo… y finalmente su mirada se detuvo en el traje. Observándolo, olvidó lo que tenía pensado hacer en ese momento, fuera lo que fuese.

Lo estiró, cruzó las mangas sobre el pecho, lo palpó cuidadosamente por todas partes. Jude no encontró ningún alfiler, y fue incapaz de imaginar con qué se había pinchado la chica. Finalmente, colocó suavemente el traje otra vez en su caja.

Un olor acre atrajo su atención. Miró la sartén y maldijo. El tocino se había quemado.

Capítulo 3

Puso la caja sobre el estante situado detrás del ropero y decidió dejar de pensar en todo aquello.

Capítulo 4

Un poco antes de las seis regresó a la cocina, en busca de salchichas para la parrilla. Al pasar oyó que alguien cuchicheaba en la oficina de Danny.

El murmullo le sorprendió e hizo que se detuviera. Danny se había marchado a su casa hacía más de una hora, y la oficina estaba cerrada con llave. Debería estar vacía. Inclinó la cabeza para escuchar, concentrándose intensamente en la voz baja y sibilante que sonaba tras la puerta… y un momento después identificó lo que estaba oyendo. Entonces su pulso comenzó a tranquilizarse.

No había nadie allí. Se trataba de la radio. Era obvio. Los tonos bajos no eran tan bajos y la voz se desvanecía sutilmente. Los sonidos pueden sugerir siluetas, producir una imagen del espacio de aire en el que toman forma. Una voz en un pozo tiene un eco redondeado y profundo, mientras que una voz en un ropero parece condensada, despojada de su propia plenitud. La música es también geometría. Lo que Jude estaba escuchando en ese momento era una voz metida en una caja. Danny se había olvidado de apagar la radio.

Abrió la puerta de la oficina y metió la cabeza dentro. Las luces estaban apagadas y, con el sol en el otro lado del edificio, la habitación se sumergía en una sombra azul. El equipo de música de la oficina era el tercero por orden de calidad que había en la casa, lo que no quería decir que no fuera mejor que la mayoría de los equipos de música domésticos. Consistía en un montón de componentes Onkyo metidos en un armario de vidrio, junto al depósito de agua fresca. Los indicadores digitales estaban todos encendidos, con un color verde muy poco natural, del tono propio de objetos vistos a través de un aparato de visión nocturna. Había una línea vertical de color rojo brillante que indicaba la frecuencia en que la radio estaba sintonizada. La línea era una especie de estrecha abertura, como la pupila de un gato, y parecía observar fijamente la oficina, con una extraña y gélida mirada de fascinación.

– ¿Cuánto frío hará esta noche? -preguntaba alguien en la radio con tono ronco, casi abrasivo. Un hombre gordo, a juzgar por el resuello que dejaba escapar-. ¿Debemos temer que podamos encontrarnos vagabundos congelados en el suelo?

– Tu preocupación por el bienestar de las personas sin hogar es conmovedora -dijo un segundo hombre, éste con una voz un poco débil y a la vez chillona.

Era la WFUM, emisora en la que sonaban bandas con nombres de enfermedades fatales (Ántrax), o de situaciones decadentes (Rancio), y en la que los locutores tenían tendencia a preocuparse por ladillas en las entrepiernas, bailarinas sin ropa y las divertidas humillaciones que sufren los pobres, los lisiados y los ancianos. Se sabía que emitían temas de Jude más o menos constantemente, razón por la cual Danny mantenía el equipo de música sintonizado con ella, como un acto de lealtad y de adulación. En verdad, Jude sospechaba que Danny no tenía preferencias musicales especiales, nada que le gustara o disgustara demasiado, y que la radio era sólo un fondo musical, el equivalente auditivo del tono del papel de las paredes. Si hubiera trabajado para Enya, Danny habría canturreado con toda tranquilidad melodías celtas mientras respondía el correo electrónico de su jefa, enviaba faxes y realizaba otras mil gestiones.

Jude se dispuso a cruzar la habitación para apagar el equipo de música, pero no había avanzado mucho cuando sus pasos se detuvieron. Un recuerdo se cruzó en sus pensamientos. Apenas una hora antes había estado fuera, con los perros, en un extremo de la rotonda de tierra de la entrada, disfrutando del suave aire reinante, del ligero y estimulante pinchazo que le producía en las mejillas. No lejos de allí, alguien quemaba ramas y hojas secas otoñales, y el leve olor del humo perfumado también le resultó placentero.

Danny había salido de la oficina, encogiendo los hombros al ponerse la chaqueta, para dirigirse a su casa. Mantuvieron una breve conversación, o, para ser más exactos, Danny estuvo un rato delante de él moviendo la boca, mientras Jude miraba a los perros y trataba de terminar rápidamente esa charla. Uno siempre podía estar seguro de que Danny Wooten podía estropear un silencio perfecto.

Silencio. Cuando Danny la había abandonado, la oficina estaba en silencio. Jude podía recordar el graznido de los cuervos y el constante y exuberante parloteo de Danny, pero ningún sonido de radio que saliera del despacho. Si hubiera estado encendida, Jude la habría escuchado. No le cabía la menor duda. Sus oídos seguían siendo tan sensibles como siempre. Contra todo pronóstico, sus oídos habían sobrevivido a cuantos sufrimientos los había sometido durante los últimos treinta años. No le ocurría lo mismo a Kenny Morlix, el batería de Jude, el otro superviviente de la banda original, que padecía severos zumbidos que le impedían escuchar casi cualquier cosa. Ni siquiera oía a su mujer cuando le gritaba directamente en la cara.

Jude volvió a moverse hacia delante, pero algo le inquietaba. Mejor dicho, le inquietaba todo. La oscuridad de la oficina, el misterio de la radio encendida y el brillante ojo rojo que miraba desde la parte delantera del receptor. No se le iba la sensación de que la radio no estaba conectada una hora antes, cuando Danny aún andaba por allí, con la puerta de la oficina abierta mientras se abrochaba la chaqueta. Le angustiaba la sospecha de que alguien había pasado muy poco antes por la oficina y todavía podía estar cerca, tal vez mirando desde la oscuridad del baño, cuya puerta permanecía ligeramente abierta. Resultaba un tanto paranoico pensar eso, y no era algo habitual en él, pero la idea rondaba por su cabeza de todos modos. Estiró la mano para alcanzar el botón de encendido del equipo de música, casi sin fijarse en el aparato, con la mirada puesta en aquella puerta entornada. Se preguntaba qué haría si se abriera del todo.

El meteorólogo hablaba. «Frío y seco, mientras el frente empuja al aire templado hacia el sur. Los muertos empujan a los vivos. Hacia el frío. Hacia el hoyo. Ustedes…».

El pulgar de Jude tocó el botón y apagó el equipo de música, mientras se sorprendía ligeramente tarde por lo que había dicho el locutor. Tembló, se sobresaltó y apretó con fuerza el botón de encendido otra vez, para volver a escuchar la voz, para saber de qué diablos hablaba el meteorólogo.

Pero el hombre del tiempo ya había terminado de hablar, y en su lugar sonaba la chachara del conductor del programa.

– Nos vamos a congelar hasta el culo, pero Kurt Cobain está calentito en el infierno. Escúchenlo.

Una guitarra gimió con tono agudo y vacilante. Sonaba y sonaba sin ninguna melodía o propósito discernible, salvo quizá llevar al oyente a la locura. Era la introducción a Me odio y quiero morir. ¿Era de eso de lo que el meteorólogo había estado hablando? Decía algo acerca de la muerte. Jude apretó el botón otra vez, y la habitación volvió a quedar en silencio.

No duró. Sonó el teléfono, justo detrás de él, en un sorpresivo estallido sonoro que dio al pulso de Jude otro desagradable sobresalto. Echó una mirada al escritorio de Danny, preguntándose quién estaría llamando a la oficina a esas horas. Dio la vuelta al escritorio para poder ver el identificador de llamadas. Era un número que comenzaba con 985, que reconoció de inmediato como el prefijo de Luisiana oriental. El nombre que aparecía era Cowzynski, M.

Pero Jude sabía, aun sin atender el teléfono, que no era verdaderamente Cowzynski, M. quien estaba llamando. A menos que se hubiera producido un milagro médico. Estuvo a punto de no atender siquiera la llamada, pero entonces pensó que tal vez Arlene Wade estaba telefoneando para decirle que Martin había muerto, en cuyo caso no quedaba más remedio que hablar con ella. Debería hacerlo tarde o temprano, quisiera o no.

– Hola -dijo.

– Hola, Justin -comenzó Arlene. Era su tía por matrimonio, cuñada de su madre y enfermera profesional, aunque durante los últimos trece meses su único paciente había sido el padre de Jude. La mujer tenía sesenta y nueve años, y su voz consistía en puros trémolos y gorjeos. Para ella, él siempre sería Justin Cowzynski.

– ¿Cómo estás, Arlene?

– Igual que siempre, por supuesto. Mi perro y yo seguimos adelante. Aunque a él ahora le cuesta mucho levantarse, porque está demasiado gordo y le duelen las articulaciones. Pero no te llamo para hablarte de mí ni de mi perro. Te llamo por tu padre.

Como si hubiera otra cosa por la que pudiera llamarlo. La línea comenzó a emitir ruidos extraños. En una ocasión, Jude tue entrevistado desde Pekín, telefónicamente, por un importante hombre de radio, y en otra recibió llamadas de Brian Johnson desde Australia, y las líneas habían sido tan impecables y claras como si estuvieran usando el teléfono de un vecino. Pero por alguna razón las llamadas desde Moore's Córner (Luisiana) eran confusas y débiles, sonaban como una emisora de onda media que estuviera demasiado lejos para ser recibida con nitidez. Otras conversaciones telefónicas se cruzaban por momentos en la linea, escasamente audible, para luego desaparecer. Podían tener linca de Internet con banda ancha en Baton Rouge, pero en los pueblos pequeños de los pantanos situados al norte del lago Pontchartrain, si uno quería una conexión de alta velocidad con el resto del mundo, había que arrancar el automóvil y salir a toda velocidad.

– En los últimos meses le he estado dando de comer con una cuchara. Cosas blandas, para que no tenga que masticar. Y le gustaba mucho esa comida. Sopa de fideos, muy espesa. Y natillas. No he conocido a ningún moribundo al que no le apeteciera probar unas natillas antes de partir.

– Me sorprende. Nunca le han gustado los dulces. ¿Estás segura?

– ¿Quién lo está cuidando?

– Tú.

– Bien. Entonces, supongo que estoy segura.

– Muy bien.

– Ésa es la razón por la que te llamo. No quiere comer natillas, ni fideos, ni ningún otro alimento. Se atraganta con cualquier cosa que le ponga en la boca. No puede tragar. El doctor Newland vino ayer a verlo. Piensa que tu padre ha tenido otro ataque.

– Una apoplejía -dijo, y no era precisamente una pregunta.

– No se trata de una crisis fulminante y fatal. Si tuviera otro ataque de ésos, no habría nada que hacer. Estaría muerto. Ha debido de ser un acceso leve. Es difícil enterarse cuando un paciente así sufre un pequeño ataque. Especialmente si está como ahora, mirando fijamente a su alrededor todo el tiempo. No ha dicho una palabra a nadie en dos meses. Y no va a volver a pronunciar ninguna palabra nunca más.

– ¿Está en el hospital?

– No. Podemos cuidarlo igual o mejor aquí. Yo viviendo con él, y el doctor Newland viniendo todos los días. Pero si lo prefieres, lo mandamos al hospital. Sería más barato allí, si eso es lo que te preocupa.

– No importa. Dejemos las camas del hospital para las personas que pueden curarse de verdad.

– Eso no te lo voy a discutir. Muere demasiada gente en los hospitales. Si eso no puede evitarse, uno tiene que preguntarse por qué. Las familias no quieren que los suyos fallezcan en casa.

– ¿Y qué vas a hacer con lo de que se niegue a comer? ¿Qué pasará ahora?

La respuesta fue un momento de silencio. Le pareció que la pregunta la había pillado desprevenida. Cuando habló de nuevo, el tono de voz de la mujer era, a la vez, paciente y de disculpa, como si estuviera contando una dura verdad a un niño.

– Verás. Eso depende de ti, no de mí, Justin. El doctor Newland puede colocarle un tubo para alimentarlo, y seguiría así por un tiempo, si eso es lo que quieres. Hasta que sufra otro ataque, grande o pequeño, y tal vez se olvide de cómo respirar. O, sencillamente, podemos dejarlo tranquilo. Nunca volverá a estar como antes. No es posible a los ochenta y cinco años. No es como si le estuvieran robando la juventud. ¿Comprendes? Él está listo para irse. ¿Lo estás tú para que se vaya tu padre?

Jude pensó que en realidad estaba preparado para que se fuera su padre desde hacía cuarenta años, pero no lo dijo. En muchas ocasiones, había imaginado aquel momento. Incluso podría decirse, sin faltar a la verdad, que había soñado despierto con ese momento. Pero ahora había llegado de verdad, no era una fantasía, y se sorprendió al darse cuenta de que le dolía el estómago.

Logró sobreponerse, y cuando respondió su voz era firme y segura.

– Está bien, Arlene. Nada de tubos. Si tú dices que ha llegado el momento, lo acepto. Quiero que me tengas informado de todo, ¿de acuerdo?

Pero ella no había terminado todavía. Emitió un gruñido de impaciencia, una especie de ronco suspiro, y luego preguntó:

– ¿Vas a venir?

Jude estaba en el escritorio de Danny, con el ceño fruncido, confuso. La conversación había pasado de un tema a otro, sin lógica aparente, como la aguja que salta de un surco a otro en un disco rayado.

– ¿Por qué debería ir?

– ¿Quieres verlo antes de que se marche?

No. No había visto a su padre, no había estado con él en la misma habitación, en las últimas tres décadas. Jude no quería ver al viejo antes de que partiera, y no quería verlo después. Ni siquiera tenía pensado asistir al funeral, aunque lo pagaría él. Le daba miedo lo que pudiera sentir, o no sentir. Pagaría lo que fuera para no tener que estar en compañía de su padre otra vez. Lo mejor que el dinero podía comprar era precisamente eso, la distancia.

Pero no procedía contarle eso a Arlene, como tampoco confesaría jamás que esperaba que el anciano muriera desde que tenía catorce años. Su respuesta, por tanto, no fue sincera, sino evasiva:

– ¿Se enteraría, al menos, de que yo estoy allí?

– Es difícil decir lo que sabe y lo que no. Tiene conciencia de las personas que están en la habitación con él. Gira los ojos para mirar a la gente que entra y sale. Aunque últimamente ya no responde tanto a esos estímulos. A los moribundos les pasa eso cuando sus luces se van apagando.

– No puedo ir. Esta semana me resulta imposible -dijo Jude, apelando a la mentira más fácil. Pensó que la conversación tal vez ya estaba terminada, y se preparó para despedirse. Luego se sorprendió a sí mismo haciendo una pregunta que ni siquiera sabía que tenía en la mente hasta que salió de su boca-: ¿Será difícil?

– ¿Para él? ¿Morirse? No. Cuando un viejo llega a ese estado, se desvanece muy rápidamente, sin aferrarse a nada. No sufre lo más mínimo.

– ¿Estás segura de eso?

– ¿Por qué? -quiso saber ella-. ¿Eso te desilusiona?

Capítulo 5

Cuarenta minutos después Jude se dirigió al baño a remojarse los pies, que eran grandes y planos, de la talla 45, una constante fuente de molestias y dolores. Encontró a Georgia inclinada sobre el lavabo, chupándose el dedo pulgar. Llevaba una camiseta y unos pantalones de pijama con un lindo diseño de dibujitos rojos, que bien podrían haber sido corazones estampados. Pero cuando uno se acercaba mucho se daba cuenta de que todas aquellas figuritas rojas eran en realidad imágenes de ratas muertas y arrugadas.

Se inclinó sobre ella y le sacó la mano de la boca, para echar un vistazo a su pulgar herido. La yema estaba hinchada y tenía una llaga blanca, de aspecto blando. Le soltó la mano y se volvió, al parecer más tranquilo, para coger una toalla y arrojarla sobre sus hombros.

– Deberías ponerte algo en ese dedo -sugirió-. Antes de que se infecte y se pudra. Hay menos trabajo para bailarinas eróticas con deformidades visibles.

– Eres un perfecto hijo de puta con tu compasión, ¿lo sabías?

– Si quieres compasión, ve a revolearte con James Taylor.

La miró de refilón cuando salió con paso airado. En cuanto terminó la desagradable frase, una parte de él deseó retirar lo dicho. Pero no lo hizo. A las muchachas como Georgia, con sus brazaletes de metal y su lápiz de labios negro brillante, de niña muerta, les gustaba tratar y ser tratadas con dureza. Querían demostrarse a ellas mismas lo mucho que eran capaces de aguantar, evidenciar que eran duras. Siempre supo que se acercaban a él por esa razón. No las atraía a pesar de las cosas que les decía, o de la manera en que las trataba, sino precisamente debido a ellas. Jude no quería que, cuando acabase la relación, ninguna se fuera decepcionada. Porque era algo sabido que, tarde o temprano, se tenían que ir.

Desde luego él lo sabía, y si ellas lo ignoraban al principio, al final se enteraban siempre.

Capítulo 6

Uno de los perros estaba en la casa. Jude despertó poco después de las tres de la mañana, al escuchar los ruidos que hacía el animal caminando por el pasillo, además de un crujido y un ligero silbido. Era como si alguien se moviese por allí, inquieto. Sonó un suave golpe en la pared.

Los había dejado en sus casetas poco antes del anochecer. Lo recordaba con toda claridad, pero, al despertarse, no se preocupó por eso. Uno de los perros había entrado de alguna manera en la casa, eso era todo.

Jude permaneció sentado un instante, todavía atontado y confuso por el sueño. Un rayo de luz de luna caía sobre Georgia, dormida boca abajo a su izquierda. Dormida, con el rostro relajado y libre de todo maquillaje, tenía un aspecto casi infantil. Sintió una ternura repentina por ella. Y, sorprendentemente, también una cierta vergüenza, incomodidad por encontrarse en la cama con aquella criatura.

– ¿Angus? -susurró-. ¿Bon?

Georgia no le oyó llamar a los perros. No se movió. Ahora no se escuchaba nada en el pasillo. Se deslizó fuera de la cama. La humedad y el frío le pillaron desprevenido. Había sido el día más frío en varios meses, la primera auténtica jornada de fresco otoñal. El aire se había enfriado a su alrededor, lo cual quería decir que fuera la temperatura sería aún menor. Tal vez ésa era la razón por la que los perros estaban en la casa. Quizá habían excavado por debajo de la pared de la caseta y habían conseguido entrar de alguna manera, desesperados, en busca de un lugar más caliente. Pero eso no tenía sentido. Disponían de casetas con una parte al aire libre y otra interior caldeada, es decir, que podían entrar en el recinto climatizado cuando sintieran frío. Pensó dirigirse hacia la puerta para espiar el pasillo, luego vaciló, fue a la ventana y corrió la cortina para mirar fuera.

Los perros estaban en la parte descubierta de la caseta. Los dos permanecían allí, contra la pared del recinto. Angus iba de un lado a otro sobre la paja, con su cuerpo largo y lustroso. Se deslizaba de lado, con movimientos nerviosos. Bon estaba sentada en un rincón, con aire inquietante. Tenía la cabeza levantada y la mirada fija en la ventana de Jude, o en él. En la oscuridad, sus ojos reflejaban una luz verde, brillante y poco natural. Estaba demasiado quieta, demasiado fija, como si fuera la estatua de un perro y no un animal de verdad.

Era impresionante mirar por la ventana y descubrirla mirándolo de aquella manera, directamente a él, como si llevara observando el vidrio quién sabe cuánto tiempo a la espera de que él apareciese. Pero eso no era tan preocupante como saber que había algo más en la casa, moviéndose, chocando contra los muebles y las paredes del pasillo.

Jude echó un vistazo a los paneles de control situados junto a la puerta del dormitorio. La casa estaba controlada por una red tecnológica de seguridad, dentro y fuera. Había detectores de movimientos en todos los sitios. Los perros no eran lo suficientemente grandes como para activarlos, pero un hombre adulto tropezaría inevitablemente con ellos, y los paneles alertarían del movimiento en cualquier lugar de la casa.

El monitor, sin embargo, mostraba una constante luz verde indicadora de que había normalidad, y sólo decía: «Sistema preparado». Jude se preguntó si el chip era lo bastante inteligente como para apreciar la diferencia entre un perro y un loco desnudo moviéndose a cuatro patas con un cuchillo entre los dientes.

El cantante tenía un arma de fuego, pero estaba en su estudio de grabación privado, en la caja fuerte. Buscó la guitarra Dobro, que estaba contra la pared. Jude no era de los que hacían añicos los instrumentos para llamar la atención. Fue su padre, y no él, quien destrozó su primera guitarra, en un temprano intento de librar al joven de sus ambiciones musicales. Jude no había sido capaz de emular ese acto, ni siquiera en escena, como parte del espectáculo, cuando ya podía permitirse comprar todas las guitarras que quisiera. De todas maneras, estaba completamente dispuesto a usar una como arma para defenderse. En cierto sentido, tenía la impresión de que siempre las había usado como armas.

Oyó que una tabla del suelo crujía en el pasillo, luego otra, y después sonó un suspiro, o mejor dicho un resuello, la respiración de alguien que se detiene. Su sangre se aceleró. Abrió la puerta.

Pero el pasillo estaba vacío. Jude atravesó los largos rectángulos de luz helada que llegaban a través de los tragaluces. Se detuvo ante cada puerta cerrada, escuchó, y luego miró dentro. Una manta arrojada sobre una silla le pareció, por un momento, un enano deforme que lo miraba. En otra habitación encontró detrás de la puerta una figura alta y demacrada, de pie. El corazón saltó en su pecho, y casi golpeó la silueta con la guitarra. Luego se dio cuenta de que no era más que un perchero, y soltó con fuerza el aire contenido en sus pulmones.

Al llegar junto a su despacho, al final del pasillo, pensó en coger el arma de fuego, pero enseguida decidió que no lo haría. No quería llevarla consigo, no porque tuviera miedo de usarla, sino porque no tenía suficiente miedo para hacerlo. Estaba tan tenso que podría reaccionar ante cualquier movimiento repentino que percibiera en la oscuridad apretando el gatillo, haciéndole un agujero a Danny Wooten o al ama de llaves. No había razón para que ninguno de ellos paseara por la casa a esas horas, pero nada era imposible. Regresó al pasillo y bajó las escaleras.

Registró la planta baja y sólo encontró oscuridad y silencio, lo cual, en condiciones normales, tendría que haberle tranquilizado; pero no fue así. Reinaba una quietud rara, una especie de vacío, como el asombro que sigue a una explosión repentina. Los tímpanos le latían por la presión de aquella angustiosa tranquilidad, aquel pesado silencio.

No podía relajarse, pero al final de las escaleras fingió hacerlo, en una farsa que representó para sí mismo. Apoyó la guitarra contra la pared y suspiró ruidosamente.

«¿Qué diablos estás haciendo?», se dijo. Estaba tan tenso que el sonido de su propia voz le turbó, le provocó un estremecimiento frío, picante, que le subió por los brazos. No recordaba haber hablado solo ni una vez en su vida.

Subió las escaleras y deshizo el camino por el pasillo, hacia el dormitorio.

Su mirada se dirigió hacia el anciano que estaba sentado en una antigua silla colonial pegada a la pared. En cuanto lo vio, el pulso le latió alarmado, y apartó la mirada para fijarla en la puerta de su dormitorio, de modo que sólo distinguía al viejo de reojo, en el borde de su campo de visión. En los momentos que siguieron, Jude sintió que era cuestión de vida o muerte no establecer contacto visual con el anciano, que no debía dar señal alguna de que lo había visto. No lo había visto, se dijo Jude. No había nadie allí.

La cabeza del intruso estaba inclinada. Se había quitado el sombrero, que reposaba en sus rodillas. El pelo, corto y tieso, tenía el brillo de la escarcha recién caída. Los botones de su abrigo brillaban en la oscuridad, iluminados por la luz de la luna.

Jude reconoció el traje de inmediato. Lo había visto por última vez doblado en la caja negra con forma de corazón que había ido a parar a la parte de atrás de su armario ropero. Los ojos del anciano estaban cerrados.

El corazón le latió con más fuerza todavía. Le resultaba difícil respirar, y continuó avanzando hacia la puerta del dormitorio, que estaba en el extremo del pasillo. Al pasar junto a la silla colonial pegada a la pared, a la izquierda, su pierna rozó la rodilla del anciano, y el fantasma levantó la cabeza. Pero en ese momento Jude ya había pasado de largo y estaba casi en la puerta. Evitó correr. No importaba que el anciano le mirara la espalda, lo importante era que no tuvieran contacto visual el uno con el otro. Además, no había ningún anciano.

Entró en el dormitorio y cerró la puerta con un leve ruido. Se fue directamente a la cama y se metió en ella. De inmediato, comenzó a temblar. Una parte de él quería rodar hacia Georgia y aferrarse a ella, dejar que el cuerpo de la joven le diera calor y apartara el frío; pero se quedó en su lado de la cama para no despertarla. Fijó la mirada en el techo.

Georgia estaba inquieta y gimió, molesta, sin despertarse.

Capítulo 7

Creyó que estaría en vela sin remedio, pero se quedó dormido al clarear el día, y luego se despertó inusitadamente tarde, después de las nueve. Georgia estaba a su lado, con la pequeña mano y el delicado aliento caldeando su pecho. Salió de la cama apartándose con cuidado de ella, fue hacia el pasillo y bajó.

La guitarra estaba apoyada contra la pared, en la misma posición y el mismo sitio donde la había dejado. El simple hecho de verla hizo que su corazón se sobresaltara una vez más. Intentó fingir que no había visto lo que había visto durante la noche. Se propuso firmemente no pensar en ello. Pero allí estaba la guitarra.

Cuando miró por la ventana, descubrió el coche de Danny aparcado junto al establo. No tenía nada que decirle a su ayudante, y por tanto ninguna razón para molestarlo, pero en un instante se plantó, casi sin proponérselo, en la puerta de la oficina. No pudo evitarlo. El impulso de buscar la compañía de otro ser humano, alguien despierto y sensato, con la cabeza llena de ideas sobre las tonterías cotidianas, era irresistible.

Danny estaba hablando por teléfono, reclinado como un pacha en su sillón de escritorio, riéndose por algo que le contaban. Todavía llevaba puesta su chaqueta de ante. Jude no necesitaba preguntar por qué. Él mismo estaba cubierto con una bata sobre los hombros, abrazándose a sí mismo por debajo de ella. Un frío húmedo invadía la oficina.

Danny vio a Jude, que miraba desde la puerta, y le hizo un guiño, otro de sus hábitos de adulador al estilo de Hollywood. En aquella mañana tan particular, a Jude no le molestó el irritante ademán. El secretario advirtió algo poco habitual en la expresión de su jefe y frunció el ceño.

– ¿Se siente bien? -preguntó con voz preocupada; pero Jude no respondió. No lo sabía.

Danny se deshizo del interlocutor que estaba al otro lado del teléfono e hizo girar su sillón para situarse frente al músico y dirigirle una mirada solícita.

– ¿Qué ocurre, jefe? Tiene un aspecto terrible.

– Ha aparecido el fantasma -dijo Jude.

– ¡No! ¿De verdad ha aparecido? -preguntó Danny con entusiasmo. Luego se abrazó a sí mismo, simulando que sufría un temblor. Al cabo de unos instantes señaló el teléfono con un gesto de la cabeza-. Estaba hablando con la gente de la calefacción. Este lugar está tan frío como una maldita tumba. Enviarán a alguien enseguida para revisar la caldera.

– Quiero llamarla.

– ¿A quién?

– A la mujer que nos vendió el fantasma.

Danny bajó una ceja y levantó la otra. Era una de sus formas habituales de decir que en algún momento había perdido el hilo de lo que Jude contaba.

– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de que ha aparecido el fantasma? ¿De verdad que lo ha visto?

– Sí. El fantasma que compramos. Ha aparecido. Quiero llamarla. Necesito saber algunas cosas.

Danny se concedió unos instantes para asimilar las sensacionales noticias. Hizo medio giro hacia el ordenador y cogió el teléfono, pero su mirada permaneció fija en Jude.

– ¿Seguro que se siente bien?

– No -dijo-. Voy a ocuparme de los perros. Busca su número de teléfono, por favor.

Salió cubierto sólo con el albornoz y la ropa interior, y se dirigió al exterior para sacar de sus casetas a Bon y Angus. La temperatura era baja, menos de diez grados centígrados, y el aire estaba blanqueado por una fina bruma. De todas maneras, era más llevadero que el frío húmedo y pesado de la casa. Angus le lamió la mano. Su lengua era áspera y cálida. Le resultó tan real que, por un momento, Jude tuvo un sentimiento casi doloroso de gratitud. Estaba feliz de encontrarse con los perros, con su olor a pelo mojado y su entusiasta afán de jugar. Pasaron corriendo junto a él, persiguiéndose uno a otro, y luego regresaron. Angus mordisqueaba el rabo de Bon.

Su propio padre había tratado siempre a los perros mejor que a su madre, o que al mismo Jude. Con el tiempo, a él le había ocurrido algo semejante, y poco a poco tendió a tratar a los animales mejor que a sí mismo. Había pasado la mayor parte de la infancia compartiendo la cama con perros, durmiendo con uno a cada lado, y a veces con otro más a los pies. Había sido compañero inseparable de la sucia jauría llena de pulgas propiedad de su padre. Nada le recordaba con más rapidez quién era él y de dónde venía que el olor acre de un perro. Cuando volvió a entrar en la casa se sentía más seguro, más anclado en su propio ser, su realidad habitual.

Atravesó la puerta de la oficina y vio que Danny estaba hablando por teléfono.

– Muchas gracias. ¿Puede esperar un momento, señor Coyne? -Apretó un botón y le ofreció el auricular-. Se llama Jessica Price. Vive en Florida.

Cuando Jude cogió el teléfono, se dijo a sí mismo que aquélla era la primera vez que escuchaba el nombre de la mujer. Cuando había decidido entregar dinero a cambio del fantasma, no había sentido curiosidad por saberlo. En ese momento le parecía que se trataba de una información que debía haber conocido desde el principio.

Frunció el ceño. El nombre de la mujer era del todo corriente, y sin embargo, por alguna razón, le pareció singular. No creía haberlo escuchado antes, pero era tan fácil de olvidar que resultaba difícil estar seguro.

Jude se puso el teléfono en la oreja e hizo una señal con la cabeza. Danny apretó el botón de llamada en espera para ponerlos al habla.

– Jessica. Hola. Judas Coyne.

– ¿Le ha gustado el traje, señor Coyne? -quiso saber ella. Su voz tenía un delicado tono del sur, y su manera de hablar era sencilla, agradable… y algo más. Parecía ocultar una promesa dulce y graciosa, algo parecido a una burla.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Judas a su vez. Nunca había sido persona propensa a dar rodeos para llegar al tema que le interesaba-. Me refiero a su padrastro.

– Reese, querida -dijo la mujer, hablando con otra persona, no con Jude-. Reese, ¿quieres apagar la televisión e ir afuera? -Una niña, lejos del teléfono, emitió una protesta sombría-. Porque estoy en el teléfono. -La niña dijo algo más-. Porque es privado. Vamos, ahora vete. Vete. -Se oyó una puerta que se cerraba de golpe. La mujer suspiró, y habló de nuevo con Jude en tono divertido-: Ah, estos niños. En fin. ¿Lo ha visto usted? ¿Por qué no me dice qué aspecto cree usted que tiene, y yo le aclaro si era él o no?

Estaba jugando con él. Vaya. Menudo atrevimiento, jugar con él.

– Lo voy a devolver -dijo Jude.

– ¿El traje? Envíelo. Usted puede enviarme el traje. Eso no quiere decir que el fantasma vuelva también. No hay reembolso, señor Coyne. No hay cambios.

Danny miraba fijamente a Jude con una sonrisa perpleja y la frente arrugada, reflexiva. Entonces el viejo cantante sintió su propia respiración, áspera y profunda. Luchó en busca de palabras. No sabía qué decir.

Ella habló primero.

– ¿Hace frío allí? Apuesto cualquier cosa a que hace frío. Hará mucho más frío antes de que todo haya terminado.

– ¿Qué es lo que está buscando usted? ¿Más dinero? No lo conseguirá.

– No sea tonto. Ella regresó a su hogar para suicidarse -dijo aquella Jessica Price, de Florida, cuyo nombre era desconocido para él, pero tal vez no tanto como le habría gustado. La voz había perdido repentinamente, sin previo aviso, el tono festivo-. Después de hablar con usted, se cortó las venas de las muñecas en la bañera. Nuestro padrastro fue quien la encontró. Ella habría hecho cualquier cosa por usted, y usted la despreció como si fuera basura.

Florida.

Florida. Jude sintió un malestar repentino en la boca del estómago, una sensación de pesadez fría, enfermiza. En ese mismo momento, su cabeza pareció aclararse, eliminando las telarañas del agotamiento y del miedo supersticioso. Aquella chica siempre había sido Florida para él, pero su nombre era realmente Anna May McDermott. Adivinaba el futuro, conocía el tarot y la quiromancia. Ella y su hermana mayor habían aprendido esas artes de su padrastro. Era hipnotizador de profesión, el último recurso de fumadores y damas gordas descontentas consigo mismas que querían librarse de los cigarrillos y las golosinas. Pero durante los fines de semana el padrastro de Anna trabajaba como zahori y usaba su péndulo de hipnotizador, una navaja de plata colgada de una cadena de oro, para encontrar objetos perdidos e indicar a la gente dónde debía perforar sus pozos. Lo colgaba sobre los cuerpos de los enfermos para purificar sus auras y frenar sus hambrientos cánceres, para hablar con los muertos, haciéndolo oscilar sobre un tablero de ouija. Pero el hipnotismo era lo que le daba de comer: «Usted puede relajarse ahora. Puede cerrar los ojos. Sólo escuche mi voz».

Jessica Price estaba hablando otra vez.

– Antes de que mi padrastro muriera, me dijo lo que tenía que hacer. Debía ponerme en contacto con usted y enviarle su traje. Me dijo lo que ocurriría después. Me aseguró que él se ocuparía de usted, maldito hijo de puta sin talento.

Era Jessica Price, no McDermott, porque se había casado y luego había enviudado. Jude creía recordar que su marido era un reservista que resultó muerto en Tikrit. Anna se lo contó en una ocasión. No estaba seguro de que la chica hubiera mencionado alguna vez el apellido de casada de su hermana mayor, aunque sí le había contado que Jessica había seguido los pasos de su padrastro y practicaba también el hipnotismo. Según Anna, su hermana ganaba casi setenta mil dólares al año.

– ¿Por qué tenía que comprar el traje? -quiso saber Jude-. ¿Por qué no me lo envió sencillamente? -La calma de su propia voz fue motivo de satisfacción para él. Parecía más tranquilo que su interlocutora.

– Si usted no pagaba, el fantasma no le pertenecería realmente. Tenía que pagar, era imprescindible. Y… vaya, vaya…, le aseguro que pagó, y va a pagar. Pagará un precio muy alto.

– ¿Cómo sabía usted que yo lo compraría?

– Yo le envié un correo electrónico, ¿no? Anna me contó todo lo relativo a su pequeña y enfermiza colección…, sus perversas porquerías ocultas. Me imaginé que no resistiría la tentación.

– Otra persona podría haberlo comprado. Otros participantes en la subasta…

– No había otros. Sólo usted. Yo misma inventé todos esos compradores. El remate no tendría lugar hasta que usted hiciera su oferta. ¿Le gusta lo que ha comprado? ¿Es lo que se imaginaba? Bueno, bueno. Le espera mucha diversión. Voy a gastar los mil dólares que me ha pagado por el fantasma de mi padrastro en flores para el funeral que se celebre por usted. Será una bonita ocasión.

«Puedo largarme perfectamente -pensó Jude-. Sencillamente, puedo abandonar la casa. Dejar aquí el traje del muerto y al muerto también. Irme con Georgia de viaje a Los Ángeles. Bastaría con llenar un par de maletas y tomar un avión. Danny puede organizarlo en menos de tres horas. Danny puede…».

Como si lo hubiera dicho en voz alta, Jessica Price replicó:

– Intente escapar, sin más. Márchese a un hotel. Vea lo que ocurre. Vaya a donde vaya, él estará allí. Cuando usted despierte, él estará sentado al pie de su cama. -La mujer empezó a reírse-. Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca cuando eso ocurra.

– De modo que Anna estaba viviendo con usted cuando se suicidó -dijo él. Todavía dueño de sí, todavía perfectamente en calma.

Una pausa. La enfadada hermana se había quedado sin aliento, necesitaba un respiro para poder contestar. Jude podía escuchar el ruido de fondo de un aspersor funcionando, los gritos de niños en la calle.

– Era el único rincón que le quedaba -explicó finalmente Jessica-. Estaba deprimida. Ella siempre se deprimía, pero con usted fue peor. Estaba demasiado triste como para salir, buscar ayuda, ver a alguien. Usted hizo que se odiara a sí misma. Usted consiguió que ella quisiera morir.

– ¿Qué le hace pensar que se mató por mi culpa? ¿Nunca se le ha ocurrido a usted pensar que quizá fue el placer de su compañía lo que la llevó al límite? Si yo tuviera que escucharla a usted todo el día, probablemente también querría cortarme las venas.

– Va a morir, téngalo por seguro -vaticinó ella con seguridad.

La interrumpió:

– Cambie de discurso. Y mientras lo hace, le propongo otra cosa para pensar. Conozco personalmente a unos cuantos espíritus furiosos. Montan en Harleys, viven en remolques, consumen anfetaminas, golpean a sus hijos y les disparan a sus esposas. Usted los llama gusanos. Para mí son admiradores. Veré si encuentro algunos que vivan cerca de usted para que le hagan una visita.

– Nadie le ayudará -replicó ella, con voz ahogada y temblorosa de ira-. Su marca negra infectará a cualquiera que se una a su causa. No sobrevivirá, ni lo hará cualquiera que le ayude o le consuele. -Hablaba con furia contenida, como si estuviera recitando, como si fuera un discurso ensayado, lo cual quizá fuese cierto-. Todos huirán de su lado o serán destruidos, exactamente igual que usted será aniquilado. Se va a morir solo, ¿me comprende? Solo.

– No esté tan segura. Si he de caer, tal vez quiera hacerlo en compañía -replicó Jude-. Y si no puedo conseguir ayuda, quizá vaya yo mismo a verla. -Y colgó el teléfono con un golpe.

Capítulo 8

E1 rockero miró furioso el teléfono negro que todavía agarraba fuertemente, como si quisiera pulverizarlo con la mano. Tenía los nudillos blancos y escuchaba el redoble lento y marcial de su corazón.

– Jefe -susurró Danny-. Hola. General. Mierda. Jefe -dejó escapar una risita susurrante, sin la menor gracia-. ¿Qué diablos ha sido todo eso?

Jude ordenó mentalmente que su mano se abriera y soltara el teléfono. No quiso hacerlo. Sabía que Danny le había hecho una pregunta, pero fue como una voz oída por casualidad detrás de una puerta cerrada, parte de una conversación que estuviera ocurriendo en otra habitación, de ninguna manera relacionada con él.

Empezaba a darse cuenta de que Florida estaba muerta. Al enterarse hacía unos instantes de que se había suicidado -cuando Jessica Price se lo dijo directamente- no había significado nada, porque él no podía permitir que significara algo. En ese momento, sin embargo, no había manera de escapar de ello. Sintió en la sangre la certeza de la muerte de la mujer. La triste idea se volvió pesada, espesa y extraña para él.

A Jude le parecía imposible que pudiera estar muerta, que alguien con quien había compartido su cama pudiera hallarse ahora en un lecho bajo tierra. Ella tenía veintiséis…; no, veintisiete; no, no, tenía veintiséis años cuando partió. Cuando él la echó. Tenía veintiséis años, pero hacía preguntas propias de una niña de cuatro. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál es el mejor perro que has tenido en tu vida? ¿Qué crees que nos pasa cuando morimos?». Suficientes preguntas tontas para desesperar a cualquiera.

Ella temía estar volviéndose loca. Se sumía en la depresión. No porque esa enfermedad mental estuviera de moda entre las muchachas góticas, sino de verdad. Estaba clínicamente deprimida. Había caído en la depresión durante los dos últimos meses que pasaron juntos. No dormía, lloraba sin razón alguna, se olvidaba de ponerse ropa, se quedaba mirando la pantalla de la televisión sin molestarse en encender el aparato, descolgaba el teléfono cuando sonaba, pero no decía nada, sencillamente se quedaba allí sosteniéndolo, como si ella misma estuviera desconectada.

Pero antes de eso habían compartido los días de verano en el cobertizo, mientras él reconstruía el Mustang. También tuvieron a John Prine en la radio, el dulce olor a heno recalentado por el calor y las tardes lánguidas, llenas de sus perezosas preguntas sin sentido. Un interrogatorio interminable que era, alternativamente, fatigoso, divertido y erótico. Había poseído su cuerpo tatuado y blanco como la nieve, con las rodillas huesudas y los muslos flacos de corredor de fondo. Y la frágil respiración femenina sobre su cuello.

– Eh… -dijo Danny. Extendió la mano y sus dedos rascaron la muñeca de Jude. Al sentir el contacto, la mano se abrió de golpe, soltando el teléfono-. ¿Va todo bien?

– No sé.

– ¿Quiere decirme qué está ocurriendo?

Lentamente, Jude levantó la mirada. Danny estaba detrás de su escritorio, incorporado a medias. Parecía un poco pálido, sus pecas, del color del jengibre, resaltaban sobre la blancura de las mejillas.

Danny había tenido amistad con la muerta, de la manera no amenazadora, tranquila, ligeramente impersonal en que se relacionaba con todas las muchachas de Jude. Desempeñaba el papel del amigo gay educado y comprensivo, la persona a la que podían confiar sus secretos, alguien con quien podían desahogarse y chismorrear, capaz de proporcionar intimidad sin compromiso. Era el confidente ideal para decirles cosas de Jude que el propio cantante no contaría jamás.

La hermana de Danny había muerto por sobredosis de heroína cuando el secretario era sólo un estudiante de primer año en la universidad. Su madre se ahorcó seis meses más tarde, y Danny fue quien encontró su cadáver. El cuerpo colgaba de la única viga de la despensa, con los dedos de los pies apuntando hacia abajo, moviéndose en pequeños círculos sobre un taburete apartado de una patada. No se necesitaba ser psicólogo para darse cuenta de que la onda expansiva de la doble explosión de las muertes casi simultáneas de la hermana y la madre también se había llevado por delante una parte de Danny, y lo había congelado a los diecinueve años. Aunque no se pintaba de negro las uñas ni usaba anillos en los labios, la atracción que Danny sentía por Jude no era, en el fondo, tan diferente de la de Georgia o la de Florida, o de cualquiera de las otras muchachas. Jude las coleccionaba casi exactamente de la misma manera que el Flautista de Hamelín con ratas y niños. Componía canciones a partir del odio, la perversión y el dolor, y ellos acudían, saltando enloquecidos con la música, con la esperanza de que los dejara cantar con él.

Jude no quería contarle a Danny lo que Florida se había hecho a sí misma. Prefería ahorrarle el sufrimiento. Sería mejor no decírselo. No estaba seguro de cómo se lo tomaría.

De todas maneras se lo dijo.

– Anna. Anna McDermott. Se cortó las venas, por las muñecas. La mujer con la que estaba hablando hace un momento era su hermana.

– ¿Florida? -preguntó Danny. Se echó hacia atrás en el sillón, que crujió. Pareció quedarse sin aliento. Se apretó el abdomen con las manos. Se inclinó un poco hacia delante, como si sufriera un espasmo en el estómago-. Oh, mierda. Oh…, mierda, mierda -exclamó con tono dulce y dolorido. Ninguna palabra ha sonado nunca menos obscena.

Se produjo un silencio. Jude se dio cuenta, en ese mismo momento, de que la radio estaba encendida. Muy baja, apenas un murmullo. Trent Reznor anunciaba que estaba listo para dejar su imperio de mugre. Era curioso escuchar en la radio, en ese momento, Uñas de veinte centímetros. Conoció a Florida en una función de Trent Reznor, entre bastidores. La muerte de la joven volvió a golpearlo de nuevo, como si se acabara de dar cuenta del terrible desenlace por primera vez. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?». Y entonces la conmoción comenzó a mezclarse con un resentimiento estomagante. Fue algo tan sin sentido, tan estúpido y tan centrado en ella misma que le fue imposible no odiarla un poco, no querer llamarla por teléfono para insultarla. Pero no podía coger el teléfono, porque estaba muerta.

– ¿Dejó alguna nota? -preguntó Danny.

– No lo sé. Su hermana no me ha dado demasiada información. No ha sido la llamada telefónica más provechosa del mundo, como habrás notado.

Pero Danny no estaba escuchando.

– Nos íbamos a beber margaritas de vez en cuando. Era una criatura tremendamente encantadora. Una vez me preguntó si tenía un lugar favorito para contemplar la lluvia cuando era niño. ¿Qué maldita clase de pregunta es ésa? Me hizo cerrar los ojos y recordar lo que se veía a través de la ventana de mi dormitorio cuando estaba lloviendo. Durante diez minutos. Uno nunca sabía lo que iba a preguntar después. Éramos grandes compañeros. No lo comprendo. Desde luego, yo sabía que estaba deprimida. Ella me lo contó. Pero la verdad es que no quería estarlo. ¿No nos habría llamado a alguno de nosotros pidiendo auxilio antes de pensar en hacer algo como eso?… ¿No nos habría dado la oportunidad de persuadirla de que no lo hiciera?

– Supongo que no.

Danny parecía haberse achicado en los últimos minutos. Dio la impresión de replegarse sobre sí mismo.

– Y la hermana… -continuó-, la hermana piensa que usted es el culpable, ¿no? Bueno…, eso es algo descabellado. -Pero su voz era débil, y a Jude le pareció que no se mostraba demasiado seguro de lo que decía.

– Supongo que sí.

– Ella tenía problemas emocionales desde mucho antes de conocerle a usted -dijo Danny, con un poco más de confianza.

– Creo que era algo de familia -explicó Jude.

El secretario se inclinó hacia delante otra vez.

– Sí. Claro. Quiero decir… ¡Qué demonios! La hermana de Anna es la persona que le ha vendido el fantasma. Y el traje del hombre muerto. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué sucedió para que usted quisiera llamarla a ella de repente?

No quería detallarle a Danny lo que había visto la noche anterior. En ese momento, ante la despiadada realidad de la muerte de Florida, no estaba del todo seguro de lo que había o no había presenciado. El anciano sentado en el pasillo a las tres de la madrugada frente a la puerta de su dormitorio ya no parecía tan real.

– El traje que me ha mandado es una especie de amenaza de muerte. Un gesto simbólico. Nos tendió una trampa para que lo compráramos. Por alguna razón no podía enviármelo sin más. Había que pagarlo primero. Supongo que se puede decir que la cordura no es su principal virtud. En fin. Me di cuenta de que había algo raro en cuanto llegó el traje. Estaba en una maldita caja negra en forma de corazón, y además, y esto tal vez suene un tanto paranoico, llevaba un alfiler escondido dentro, colocado adrede para que alguien se pinchara.

– ¿Había un alfiler escondido? ¿Le ha herido?

– No. Pero Georgia se ha pinchado.

– ¿Está bien? ¿Cree que había algo en el alfiler?

– ¿Te refieres a arsénico o algo por el estilo? No. No me da la impresión de que la loca Jessica Price de Florida sea en realidad tan estúpida. Profunda y totalmente loca, sí; pero no estúpida. Pretende asustarme, pero no quiere ir a la cárcel. Me ha dicho que el fantasma de su padrastro había venido con el traje y que me hará pagar por lo que le hice a Anna. El alfiler era probablemente…, no sé, una especie de rito vudú. Crecí cerca de Panhandle. Ese lugar está lleno de locas desdentadas que se alimentan de comadrejas y viven en carromatos, y tienen la cabeza repleta de ideas raras. Uno puede ir con una corona de espinas a su trabajo en la fábrica de rosquillas Krispy Kreme, y nadie se extraña, nadie se inmuta.

– ¿Quiere que llame a la policía? -sugirió Danny. Volvía a ser él mismo. Su voz ya no estaba tan falta de aliento, había recuperado algo de su seguridad habitual.

– No.

– Le está amenazando de muerte.

– ¿Quién lo dice?

– Usted. Y yo también. Estaba sentado aquí mismo y lo he escuchado todo.

– ¿Qué has escuchado?

Danny le miró con intensidad por un momento, luego bajó los párpados y sonrió de manera dócil.

– Lo que usted diga que he escuchado.

Jude le devolvió una franca sonrisa, muy a su pesar. Danny era un desvergonzado. En ese momento no tuvo más remedio que preguntarse por qué a veces su secretario no le gustaba.

– No -prosiguió Jude-. No es así como me voy a ocupar de este asunto. Pero puedes hacer algo por mí. Anna me envió un par de cartas después de volverse a su casa. No sé qué hice con ellas. ¿Quieres buscarlas?

– Claro. Veré si puedo encontrarlas. -Danny volvió a mirarlo con cierta inquietud, y aunque tenía otra vez el habitual buen ánimo, no le había vuelto el color.

– Jude…, cuando asegura que no es así como se va a ocupar de esto…, ¿qué quiere decir? -Se pellizcó el labio inferior, con la frente arrugada por la concentración que exigían sus pensamientos-. Eso que usted ha dicho cuando ha colgado. Lo de enviar a cierta gente a que la visitara. La amenaza de ir usted mismo. Parecía muy enfadado. Nunca lo había visto tan enfadado. ¿Tengo que preocuparme?

– ¿Tú? No -respondió Jude-. ¿Ella? Tal vez.

Capítulo 9

Su pensamiento saltaba de una imagen terrible a otra igualmente tremenda: Anna desnuda y con los ojos inexpresivos, flotando, muerta, en el agua enrojecida de la bañera; Jessica Price en el teléfono: «Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca»; el anciano sentado en el salón, con su traje negro estilo Johnny Cash, levantando lentamente la cabeza para mirar a Jude mientras éste pasaba a su lado.

Necesitaba calmar el torbellino desatado en su cabeza, algo que por lo general conseguía haciendo un poco de ruido con las manos. Llevó la guitarra a su estudio, tocó para probarla, y no le gustó el punto de afinación del instrumento. Jude fue a un armario a buscar una cejilla y en su lugar encontró un montón de balas.

Estaban en una caja con forma de corazón, uno de los estuches amarillos que el padre solía regalar a su madre el día de los enamorados, el día de la madre, en Navidad y por su cumpleaños. Martin nunca le regaló otra cosa, ni rosas, ni anillos, ni botellas de champán. Siempre le daba la misma caja grande de bombones, comprada en el mismo establecimiento.

La reacción de la madre era tan invariable como el regalo de su marido. Siempre le dedicaba una sonrisa incómoda, delgada, con los labios apretados. Era tímida. Le daba vergüenza enseñar los dientes. Los de arriba eran postizos. Los verdaderos habían desaparecido casi de golpe. Siempre le ofrecía bombones de la caja a su marido, y éste, sonriendo orgullosamente, como si su obsequio fuera un collar de diamantes y no una caja de bombones de tres dólares, agitaba la cabeza para rechazarlos. Luego se los ofrecía a Jude.

Y el hijo siempre escogía el mismo bombón, el del centro, una cereza recubierta de chocolate. Le gustaba la explosión que se producía en la boca cuando lo mordía. Se deleitaba con el zumo de sabor ligeramente excesivo, dulce y jugoso, la textura blanda de la cereza misma. Se imaginaba que estaba sirviéndose un ojo humano cubierto de chocolate. Ya en aquellos tiempos, Jude se complacía soñando con lo peor; se deleitaba imaginando las posibilidades más horripilantes.

Encontró la caja entre un montón de cables, pedales y adaptadores, en un estuche de guitarra apoyado contra la parte posterior del armario de su oficina. No era una funda de guitarra cualquiera, sino aquella con la que había dejado Luisiana treinta años antes. La vieja y usada Yamaha de cuarenta dólares que la había habitado había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La guitarra quedó atrás, en el escenario de San Francisco donde actuó como telonero de Led Zeppelin una noche de 1975. Había dejado muchas cosas atrás en aquellos días: su familia, Luisiana, los cerdos, la pobreza, el nombre con el que había nacido. Nunca le había dedicado demasiado tiempo a mirar hacia atrás.

Apenas sacó la caja de bombones del estuche de la guitarra, sus manos flojearon y la dejó caer. Jude supo lo que había en ella sin necesidad de abrirla. Lo tuvo claro en el instante en que la vio. Si quedaba alguna mínima duda, desapareció cuando la caja chocó contra el suelo y se oyó dentro el tintineo de los casquillos. Su simple visión hizo que retrocediera presa de un terror casi atávico, como si al meter las manos entre los cables una enorme y peluda araña le hubiera saltado sobre el dorso de la mano. No veía aquella caja de proyectiles desde hacía más de tres décadas. Recordaba con claridad que la había dejado metida entre el colchón y el somier de su cama de la infancia, allá en Moore's Córner. No la había llevado consigo cuando dejó Luisiana, y no había manera de explicar por qué estaba metida allí, en el estuche de su vieja guitarra. Pero allí estaba.

Miró la caja amarilla con forma de corazón durante un momento, y luego se inclinó para recogerla. La destapó y la volvió. Las balas se desparramaron por el suelo.

Él mismo las había coleccionado de pequeño. En aquellos días era tan aficionado a ellas como otros niños a los cromos de béisbol. Fue su primera colección. La empezó a los ocho años, cuando todavía era Justin Cowzynski, años y años antes de imaginar siquiera que llegaría a ser otra persona. Un día caminaba por el prado del este y notó que algo hacía ruido bajo sus pies. Se inclinó y recogió del barro un cartucho vacío de escopeta. Probablemente uno de los de su padre. Era otoño, la época en que el viejo cazaba pavos. Justin olió el cartucho roto y aplastado. El tufo a pólvora le produjo picor en la nariz, una sensación que seguramente fue desagradable, pero que a la vez le resultó extrañamente atractiva. Se lo llevó a casa, en el bolsillo de su pantalón de tela rústica, y fue a parar a una de las cajas de bombones vacías de su madre.

Pronto se sumaron dos balas, éstas cargadas, de una pistola calibre 38, birladas del garaje de un amigo. Después, algunos curiosos casquillos de plata que había encontrado en el tiro al blanco, y una bala de fusil de asalto británico, larga como su dedo índice. Esta última la consiguió mediante un trueque, y el precio fue alto: un ejemplar de la revista Escalofriante, pero estaba seguro de que había valido la pena. Por la noche, en su cama, pasaba horas observando las balas, estudiando la manera en que la luz de las estrellas brillaba sobre la superficie pulida del metal, oliendo el plomo de la misma forma que un hombre olería la cinta del pelo impregnada con el perfume de su amada, con aire de éxtasis, con la cabeza llena de dulces fantasías.

En su época del instituto ensartó la bala británica en un cordón de cuero y la llevó colgada del cuello, hasta que el director se la confiscó. A Jude le sorprendía no haber acabado matando a alguien en aquellos tiempos. Reunía todas las condiciones para convertirse en un francotirador escolar: hormonas, miseria, munición. La gente se preguntaba cómo era posible que pudiera ocurrir algo como lo de Columbine. Jude se preguntaba por qué no sucedía más a menudo.

Estaban todas allí: el cartucho de escopeta aplastado, las balas de plata vacías, incluso la bala de cinco centímetros del AR-15, que no debería estar allí porque el director nunca se la devolvió. Era una advertencia. Jude había visto a un hombre muerto durante la noche, el padrastro de Anna, y ésta era su manera de decirle que su misión no había terminado.

Era descabellado pensar tal cosa. Tenía que haber una docena de explicaciones más razonables para la aparición de la caja de las balas. Pero a Jude no le importaba lo que fuera razonable. No era un hombre razonable. A él sólo le importaba lo que era cierto. Había visto a un hombre muerto aquella noche. Tal vez durante algunos minutos, en la soleada oficina de Danny, había podido bloquear sus pensamientos sobre la escalofriante visión, fingir que aquello no había ocurrido. Pero sí había ocurrido.

Ya estaba más tranquilo y empezaba a considerar el asunto de las balas con serenidad. Se le ocurrió que tal vez se trataba de algo más que una advertencia. Quizá también fuese un mensaje. El hombre muerto, el fantasma, le estaba diciendo que se hiciera daño a sí mismo.

Jude pensó en el revólver Super Blackhawk que tenía en la caja fuerte, bajo su escritorio. Pero ¿qué podía hacer con él? Comprendió que el fantasma existía en primer lugar, y sobre todo, en su propia cabeza. Quizá los fantasmas aparecían siempre en las mentes, no en los lugares. Si quisiera disparar al espectro, tendría que apuntar el arma contra su propia sien.

Metió otra vez las balas en la caja de bombones de su madre y la volvió a tapar. Los proyectiles no le harían ningún bien. Pero había otra clase de municiones.

Tenía una colección de libros en el estante situado en un extremo del despacho. Versaban sobre ocultismo y fenómenos de tipo sobrenatural. Más o menos en la época en que Jude comenzó su carrera discográfica, Black Sabbath, la demoniaca banda británica de heavy metal, estaba en su apogeo, y el representante de Jude le sugirió que no le haría ningún daño insinuar que él y Lucifer tenían buenas relaciones. Jude ya había comenzado a hacer estudios de psicología de grupos e hipnosis de masas, convencido de que si los admiradores eran buenos, mejores eran lo fanáticos de algún culto. Añadió a su lista de lecturas libros de Aleister Crowley y Charles Dexter Ward, y los devoró con una cuidadosa y seria concentración, subrayando ideas y datos que le parecieron importantes.

Más adelante, después de haberse convertido en una celebridad, creyentes satánicos, neopaganos y espiritualistas, que al escuchar su música pensaron equivocadamente que compartía sus creencias cuando en realidad le importaban un bledo, ya que para él aquellas pamplinas eran como los pantalones de cuero, sencillamente parte de su circo particular, le enviaron todavía más material de lectura. Sin duda, eran documentos fascinantes: un oscuro manual para realizar exorcismos publicado por la Iglesia católica en la década de 1930; una traducción de un libro de unos quinientos años de antigüedad con salmos perversos escritos por un templario loco, y un libro de cocina para caníbales.

Jude puso la caja de balas en el estante entre sus libros, cuando ya toda intención de encontrar una cejilla y tocar algo de Skynyrd había desaparecido. Recorrió con los dedos los lomos de los libros de tapas duras. Hacía suficiente frío en el estudio como para provocar que las manos estuvieran rígidas y torpes, lo que dificultaba la tarea de hojear los volúmenes. Además, no sabía qué estaba buscando.

Dedicó mucho tiempo al intento de interpretar un denso discurso sobre animales poseídos, criaturas de intensos sentimientos muy ligadas por amor y por sangre a sus amos, y que podían comunicarse directamente con los muertos. Pero estaba escrito en un inextricable inglés del siglo XVIII, sin ningún signo de puntuación. Jude trataba de leer un párrafo esforzándose durante diez minutos, para finalmente no entender ni siquiera lo esencial. Se dio por vencido.

En otro libro se detuvo en un capítulo referido a la posesión, tanto por parte de un demonio como de un espíritu maligno. Una grotesca ilustración mostraba a un anciano tendido en la cama, entre unas sábanas desordenadas, con los ojos desorbitados por el horror y la boca muy abierta, mientras un lascivo homúnculo desnudo trepaba por sus labios, saliendo o, tal vez peor, entrando.

Jude leyó que cualquiera que abriese la puerta dorada de la muerte para echar una mirada al otro lado corría el riesgo de dejar entrar algo infernal, y que los enfermos, los viejos y los adoradores de la muerte estaban particularmente en peligro. El tono era enérgico y experto, por lo que Jude se sintió alentado a continuar, hasta que leyó que el mejor método de protección contra aquellos horrores era bañarse en orina. Jude tenía una mente abierta en lo que se refería a la depravación, pero trazaba una línea roja en lo referente a las actividades acuáticas de aquella clase, y cuando el libro se le escapó de sus manos frías no se molestó en recogerlo. En lugar de ello, lo alejó con una patada.

Leyó un texto sobre la embrujada mansión Borley, otro sobre la forma de ponerse en contacto con los espíritus afines por medio del tablero de ouija y uno más acerca de los usos esotéricos de la sangre menstrual. Leía hasta que sus ojos se le nublaban, y entonces arrojaba los libros lejos de sí, por todo el despacho. Aquellas palabras eran porquerías. Demonios, poseídos, círculos mágicos, beneficios sobrenaturales de la orina. Uno de los libros arrastró con estrépito, al ser lanzado, una lámpara del escritorio. Otro golpeó un disco de platino enmarcado, que se resquebrajó. El marco cayó de la pared, chocó con el suelo y quedó boca abajo. La mano de Jude encontró la caja de bombones llena de balas y casquillos. La lanzó contra la pared, y la munición se desparramó por el suelo ruidosamente.

Cogió otro libro, y respiró con fuerza, con la sangre hirviendo. Ahora sólo quería romper algo de inmediato, sin importarle lo que fuera. Pero se contuvo, porque el tacto de lo que tenía en la mano le resultó extraño. Miró y lo que vio fue una cinta de vídeo, negra y sin etiqueta. No se dio cuenta de inmediato de qué se trataba y tuvo que pensar un rato antes de que le viniera a la mente. Era la película pornográfica en la que alguien muere durante el acto sexual. Había estado allí guardada en el estante, con los libros, separada de los otros vídeos, durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro años? Llevaba en aquel lugar tanto tiempo que había dejado de verla entre los libros de tapas duras. Había llegado a convertirse en una parte más del montón de objetos colocados sobre los estantes.

Jude había entrado en el estudio una mañana y había encontrado a su esposa, Shannon, mirándola. Él estaba haciendo las maletas para un viaje a Nueva York y había ido a buscar una guitarra que quería llevar consigo. Se detuvo en la entrada al verla. Shannon estaba de pie frente al televisor, observando a un hombre que asfixiaba con una bolsa de plástico transparente a una adolescente desnuda, mientras otros hombres miraban.

La mujer tenía el ceño fruncido y la frente arrugada por la concentración mientras contemplaba cómo moría la niña en la película. A él no le afectaban los enojos de su esposa, porque la cólera no le impresionaba; pero había aprendido a preocuparse cuando ella estaba así, en calma, en silencio, recogida en sí misma.

– ¿Esto es real? -preguntó finalmente.

– Sí.

– ¿La está matando de verdad?

El miró el televisor. La muchacha desnuda había caído, floja, como sin huesos, sobre el suelo.

– Está realmente muerta. Mataron a su novio también, ¿no?

– Él lo pidió.

– Me la dio un policía. Me dijo que los dos jóvenes eran drogadictos de Texas que habían asaltado una tienda de licores y habían matado a alguien. Luego huyeron a Tijuana. Los policías dejan muchas porquerías en cualquier parte.

– El chico imploró por ella.

– Es horripilante -dijo Jude-. No sé por qué la tengo todavía.

– Yo tampoco lo sé -comentó ella. Se puso de pie y sacó la película. Permaneció observándola como si nunca antes hubiera visto una cinta de vídeo y estuviera tratando de imaginar para qué podría servir aquello.

– ¿Estás bien? -preguntó Jude.

– No sé -respondió la mujer. Le dirigió una mirada vidriosa y confundida-. Y tú, ¿estás bien?

Jude no respondió. Entonces ella cruzó la habitación y pasó junto a él. Al llegar a la puerta, Shannon se detuvo y se dio cuenta de que todavía tenía en sus manos la película. La puso suavemente sobre el estante antes de marcharse. Más tarde, la criada colocó el vídeo con los libros. Fue un error que Jude nunca se molestó en corregir. No tardó mucho en olvidar que estaba allí.

Tenía otras cosas en qué pensar. Después, cuando regresó de Nueva York, encontró la casa y la parte del armario ropero dé Shannon vacías. No se había molestado siquiera en escribir una nota. Nada de explicar que su amor había sido un error o que ella amaba una versión de él que en realidad no existía, que se habían ido apartando el uno del otro cada vez más, o algo por el estilo. Ella tenía cuarenta y seis años y había estado casada antes. No hizo escenas propias de amoríos de una escuela secundaria. Cuando tuvo algo que decirle, le llamó. Cuando necesitaba algo material de él, telefoneaba su abogado.

Al mirar la cinta en ese momento no supo realmente por qué se había apegado a ella, o por qué la cinta se había apegado a él. Le pareció que debía haberla buscado y haberse deshecho de ella cuando volvió a casa y descubrió que su mujer se había ido. Ni siquiera sabía las razones por las que la había aceptado cuando se la ofrecieron. Jude coqueteó luego con la incómoda idea de que con el tiempo se había mostrado demasiado dispuesto a aceptar lo que le dieran, sin pensar en las posibles consecuencias. Eso mismo le había llevado a meterse en el problema en que se hallaba. Anna se le ofreció, y él la había recibido, y pasado el tiempo estaba muerta. Jessica McDermott Price le había ofrecido el traje del muerto, y ya era suyo. Ya era suyo.

Nunca había tenido interés alguno por poseer el traje de un muerto, ni una cinta de vídeo de mortal pornografía mexicana, ni ninguno de los otros objetos de su colección. Le pareció que todas aquellas cosas habían sido atraídas hacia él como objetos de hierro hacia un imán, y él no podía evitar atraerlos y conservarlos, como tampoco el imán podía evitar sus efectos. Pero eso sugería indefensión, y nunca había sido un hombre indefenso. Si algo debía ser estrellado contra la pared, era aquella cinta.

Pero se había quedado allí pensando demasiado tiempo. El frío reinante en el estudio se apoderó de él, de modo que se sintió cansado, sufrió el peso de la edad. Se sorprendió de que no fuera visible su propio aliento, tal era el frío que sentía. No podía imaginar nada más tonto, o más débil, que un hombre de cincuenta y cuatro años tirando sus libros en un ataque de rabia, y si había algo que despreciaba era la debilidad. Estuvo tentado de tirar al suelo la cinta y aplastarla con los pies, pero en lugar de ello se volvió y la puso en el estante. Sintió que lo más importante era recuperar la compostura, actuar, al menos por un momento, como un adulto.

– Deshazte de eso -dijo Georgia desde la puerta.

Capítulo 10

La sorpresa le hizo estremecerse, al punto de encoger los hombros involuntariamente. Se volvió y la miró. Para empezar, estaba pálida. Siempre lo estaba, pero en ese momento su cara parecía no tener sangre, era como un hueso pulido, de modo que, más que nunca, parecía un vampiro. Jude se preguntó si no sería un truco de maquillaje; pero enseguida vio que sus mejillas estaban húmedas y los finos pelos negros de las sienes pegados por el sudor. Iba en pijama, abrazándose a sí misma, temblando de frío.

– ¿Estás enferma? -preguntó él.

– Estoy bien -respondió la chica-. Soy la viva imagen de la salud. Deshazte de eso.

Él puso delicadamente la película pornográfica y mortal otra vez en el estante.

– ¿Que me deshaga de qué?

– Del traje del muerto. Huele mal. ¿No te has dado cuenta del mal olor que se ha extendido cuando lo has sacado del ropero?

– ¿No está en el ropero?

– No, no está en el ropero. Estaba sobre la cama cuando me he despertado, extendido justo a mi lado. ¿Has olvidado guardarlo otra vez? Juro por Dios que a veces me sorprende que seas capaz de recordar que debes meterte la polla dentro de los pantalones después de mear. Espero que toda la hierba que fumaste en los años setenta valiera la pena. De todas maneras, ¿qué diablos estabas haciendo con él?

Si el traje estaba fuera del ropero, había salido por su cuenta. Pero no tenía sentido contárselo a Georgia, de modo que no dijo nada y fingió estar ordenando el despacho.

Jude dio la vuelta al escritorio, se inclinó y recogió el disco enmarcado que había caído al suelo. El trofeo estaba tan destrozado como el panel de vidrio que lo cubría. Terminó de romper el marco y lo inclinó hacia un lado. Los cristales rotos se deslizaron con ruidos musicales hacia la papelera, junto al escritorio. Arrancó los trozos del disco de platino hecho pedazos, Happy Little Lynch Mob, y los echó a la basura. Eran como seis brillantes hojas de sable de acero atravesadas por surcos. ¿Qué hacer en ese momento? Supuso que un hombre razonable iría a echar un vistazo al traje. Se puso de pie y se volvió hacia ella.

– Vamos. Deberías acostarte. Tienes un aspecto terrible. Llevaré el traje a otro sitio y luego te ayudaré a meterte en la cama.

Le puso la mano en el brazo, pero ella se soltó.

– No. La cama también huele como el traje. Las sábanas tienen el mismo olor.

– Bien, entonces pondremos sábanas limpias -dijo, cogiéndola por el brazo otra vez.

Jude la obligó a dar la vuelta y la guió hacia el pasillo. El muerto estaba sentado más allá de la mitad del pasillo, en la silla colonial de la izquierda, con la cabeza inclinada, sumido en sus pensamientos. Un rayo del sol matinal caía justo donde deberían estar las piernas, que desaparecían al paso de la luz. Esto le daba el aspecto de un veterano mutilado de guerra, con sus pantalones terminados en muñones a la altura de los muslos. Debajo del rayo de sol estaban los zapatos negros, bien lustrados, con calcetines también negros. Entre los muslos y los zapatos, las únicas piernas que se veían eran las patas de la silla, de madera clara, brillante por efecto de la luz.

Apenas lo vio, Jude apartó la mirada. No quería mirarlo, se negaba a pensar que estaba allí. Miró a Georgia, para ver si ella había descubierto al fantasma. La chica observaba fijamente sus propios pies, con el pelo sobre la cara, mientras se dejaba conducir por la mano de Jude. Hubiera deseado decirle que mirase, quería saber si ella también podía verlo, pero estaba demasiado atemorizado por el muerto como para hablar, temía que el fantasma le escuchara y le mirara.

Era estúpido pensar que el muerto no iba a darse cuenta, de una u otra forma, de que pasaban junto a él. Sin embargo, por alguna razón que no podía explicar, Jude presintió que si guardaban silencio podían escabullirse sin ser vistos. Los ojos del muerto estaban cerrados; la barbilla casi le tocaba el pecho. Era un viejo que dormitaba bajo el último sol de la mañana. Sobre todo, lo que Jude quería era que permaneciera tal como estaba. Que no se moviera. Que no se despertara. Que no abriese los ojos; por favor, que no los abriese.

Se iban acercando, pero Georgia seguía sin mirar por dónde iba. En vez de mirar al fantasma, apoyó su cabeza somnolienta en el hombro de Jude y cerró los ojos.

– Ahora dime por qué tenías que destrozar el estudio. ¿Estabas gritando allí dentro? Me ha parecido oírte gritar.

Él no quería volver a mirar, pero no pudo evitarlo. El fantasma seguía como estaba, con la cabeza un poco inclinada a un lado, dibujando una especie de sonrisa incipiente, como si estuviera concentrado en una idea o un sueño agradable. El muerto no parecía escucharla a ella. Jude tuvo en ese momento una idea difusa, difícil de articular. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada de esa manera, el fantasma, más que dormitando, parecía hallarse a la escucha de algo. Jude pensó que quizá estuviera oyéndole a él. A la espera, tal vez, de ser reconocido, antes de que a su vez él reconociera o pudiera reconocer a Jude. Ya casi estaban encima del espectro, a punto de pasar junto a él. Se encogió y se apretó contra Georgia para evitar tocarlo.

– Eso fue lo que me despertó, el ruido, y luego el olor… -La chica soltó una tos leve y levantó la cabeza para mirar hacia la puerta del dormitorio, con los ojos entrecerrados y húmedos.

Sin embargo no vio al fantasma, aunque estaban pasando precisamente frente a él en ese instante. Se detuvo de golpe.

– No voy a entrar ahí hasta que hagas algo con ese traje.

Jude deslizó la mano por el brazo de la joven hasta la muñeca y la apretó, empujándola hacia delante. Ella dejó escapar un leve gemido, de dolor y protesta, y trató de apartarse de él.

– ¿Qué mierda haces?

– Sigue caminando -ordenó el cantante, y un momento después se dio cuenta, con un lastimoso latido en el corazón, de que había hablado.

Miró al fantasma y al mismo tiempo el muerto levantó la cabeza y alzó los párpados. Pero donde debían estar los ojos sólo había un garabato negro. Era como si un niño hubiera cogido un rotulador Magic, un rotulador realmente mágico que pudiera escribir en el aire, y hubiese intentado cubrirlos de tinta desesperadamente. Las líneas negras se retorcían y se enredaban entre sí, formando algo parecido a un nudo de gusanos.

Entonces Jude pasó junto a él empujando a Georgia por el pasillo, mientras ella oponía resistencia y lloriqueaba. Cuando estuvieron en la puerta del dormitorio, él miró atrás.

El fantasma se puso de pie, y mientras lo hacía sus piernas salían de la luz del sol. Volvían a verse, como si alguien las hubiera vuelto a pintar, las largas perneras negras del pantalón. El muerto extendió su brazo derecho hacia un lado con la palma vuelta hacia el suelo, y algo cayó de ella. Era un objeto de plata brillante, pulida como un espejo, colgado de una delicada cadena de oro. Pero no, no era un colgante normal, sino una hoja curvada. Jude no distinguía de qué se trataba exactamente. La escena recordaba el péndulo de aquel cuento de Edgar Allan Poe. La cadena de oro estaba unida a un anillo en uno de los dedos del fantasma, una alianza de matrimonio. La navaja, pues eso era lo que colgaba, estaba en el otro extremo. El aparecido permitió que Jude lo mirara por un momento y luego dio una sacudida a la muñeca, como un niño que hace un truco con un yoyó, y la navaja curvada saltó a su mano.

Jude sintió que un gemido luchaba por salir de su pecho. Empujó a Georgia por la puerta, hacia el dormitorio, y la cerró de golpe.

– ¿Qué estás haciendo, Jude? -gritó la muchacha, soltándose por fin y alejándose de él a trompicones.

– Cállate.

La chica le golpeó en el hombro con la mano izquierda, luego le dio otro golpe en la espalda con la derecha, la mano que tenía el pulgar infectado. Sintió más dolor ella que el agredido. Lanzó un gemido enfermizo y dejó de pegarle.

Jude aún sostenía el pomo de la puerta. Estaba atento al pasillo. Permanecía en silencio.

Abrió ligeramente la puerta y miró a través de una rendija de pocos centímetros, listo para cerrarla de golpe otra vez si el muerto estuviera allí con su navaja atada a una cadena.

No había nadie en el pasillo.

Cerró los ojos. Cerró la puerta. Apoyó la frente sobre la madera, aspiró profundamente hasta llenar los pulmones y contuvo la respiración. Luego dejó escapar el aire lentamente. Tenía la cara húmeda por el sudor y levantó una mano para secarla. Algo helado, afilado y duro le raspó ligeramente la mejilla. Abrió los ojos y vio la navaja curva del muerto en su propia mano. La hoja de acerado color azul reflejaba la imagen de su propio globo ocular desorbitado, que miraba fijamente.

Jude gritó y la arrojó. Luego miró al suelo, pero ya no estaba allí.

Capítulo 11

Dio un paso atrás, alejándose de la puerta. En la habitación sólo se escuchaban sonidos de respiraciones tensas, la suya y la de Marybeth. En ese momento su único nombre era Marybeth. No podía recordar cómo la llamaba habitualmente.

– ¿Qué clase de porquería estás tomando? -preguntó ella en un tono de voz que recordaba ligeramente el pausado hablar de un campesino. De repente tenía un leve acento del sur.

– Georgia -dijo, recordando el apodo en ese momento-. Nada. No podría estar más sobrio.

– Venga, por favor. ¿Qué estás tomando? -El sutil, apenas perceptible acento había desaparecido, retirándose tan rápidamente como apareció. Georgia residió un par de años en la ciudad de Nueva York, donde se esforzó por eliminar su deje sureño, pues no le gustaba que la confundieran con una campesina.

– Dejé de tomar toda esa mierda hace años. Ya te lo conté.

– ¿Qué era lo que había en el pasillo? Tú has visto algo. ¿Qué ha sido?

Jude le lanzó una furiosa mirada de advertencia que ella ignoró. La mujer estaba de pie delante de él, encogida dentro de su pijama, con los brazos cruzados por debajo de los pechos y las manos escondidas en los costados. Sus pies estaban ligeramente separados, como si se aprestara a cortarlo el camino en caso de que tratara de avanzar hacia la otra parte del dormitorio. Una pretensión absurda para una chiquilla cincuenta kilos más liviana que él.

– Había un anciano sentado fuera, en el pasillo. En la silla -explicó él finalmente. Tenía que decirle algo y no veía ninguna razón para mentirle. Lo que ella pensara acerca de su cordura no le preocupaba-. Hemos pasado junto a él, pero tú no lo has visto. No sé si puedes verlo.

– Eso son tonterías de loco -dijo ella sin demasiada convicción.

Jude se dirigió hacia la cama y la chica lo dejó pasar y se apretó contra la pared.

El traje del muerto estaba cuidadosamente extendido en su lado de la cama. La honda caja en forma de corazón reposaba en el suelo, con la tapa negra junto a ella. El papel de seda blanco sobresalía. Sintió el tufillo del traje cuando estaba todavía a cuatro pasos de él, y se estremeció. No desprendía ese hedor al sacarlo de la caja la primera vez. Se habría dado cuenta. Ahora era imposible no percibirlo. Tenía el olor maduro de la corrupción, de algo que está muerto y pudriéndose.

– Dios mío -exclamó Jude.

Georgia se mantenía a distancia, tapándose la boca y la nariz con una mano ahuecada.

– Me estaba preguntando si no habrá algo en los bolsillos. Algo pútrido. Comida vieja, quizá.

Respirando por la boca para evitar las náuseas, Jude revisó la chaqueta. Pensó que era muy probable que descubriera algún material en un avanzado estado de descomposición. No le sorprendería que Jessica McDermott Price hubiera metido una rata muerta en el traje, un regalo extra para acompañar la compra sin cargo alguno. Pero sólo encontró un cuadrado rígido, tal vez de plástico, en uno de los bolsillos. Lo sacó para ver qué era.

Se trataba de una fotografía que él conocía muy bien, la foto favorita de Anna, una instantánea de ellos dos. Se la había llevado consigo cuando se marchó. La había tomado Danny una tarde, a finales de agosto, cuando la luz del sol, rojiza y tibia, inundaba el porche frontal, un día lleno de libélulas y brillantes motas de polvo.

Jude aparecía sentado sobre los escalones, vestido con una gastada cazadora vaquera y con la guitarra Dobro sobre las rodillas. Anna estaba sentada junto a él observándolo mientras tocaba, con las manos apretadas entre los muslos. Los perros, echados en el suelo a sus pies, miraban con curiosidad a la cámara.

Aquel día habían pasado una buena tarde, tal vez una de las últimas tardes buenas antes de que las cosas comenzaran a ir mal. Pero mirar la fotografía en ese momento no le producía ningún placer. Alguien la había marcado con un rotulador fino. Los ojos de Jude habían sido cubiertos con tinta negra, con garabatos hechos por una mano furiosa.

Georgia decía algo a pocos centímetros de distancia. Su voz era tímida, insegura.

– ¿Qué aspecto tenía el fantasma en el pasillo?

El cuerpo de Jude estaba inclinado de tal manera que ella no podía ver la fotografía, lo cual era una suerte para el rockero. No quería que la viera.

Jude se esforzó por encontrar su propia voz. Era difícil recuperarse de la terrible impresión que le habían causado los trazos negros que ocultaban sus ojos en la fotografía.

– Era un anciano -logró decir por fin-. Llevaba este mismo traje.

«Y también tenía esos malditos garabatos negros que flotaban delante de sus ojos, iguales a éstos», añadió mentalmente Jude, pensando que podía enseñarle la foto. Pero no lo hizo.

– Estaba sentado allí, ¿y nada más? -preguntó Georgia-. ¿No ha ocurrido nada más?

– Se ha puesto de pie y me ha mostrado una navaja colgada de una cadena. Una extraña y pequeña navaja.

El día que Danny tomó la fotografía, Anna todavía no había cambiado y Jude pensaba que era una chica feliz. Él pasó la mayor parte de aquella tarde de fines del verano debajo del Mustang, mientras Anna permanecía cerca, gateando para alcanzarle las herramientas y los repuestos necesarios. En la foto, ella aparecía con una mancha de aceite de automóvil en la barbilla y con las manos y las rodillas sucias. Era una suciedad atractiva, ganada a pulso, la clase de manchas de las que uno puede sentirse orgulloso. Tenía las cejas levantadas, con un bonito hoyuelo entre ellas, y estaba con la boca abierta, como si se riera o, más probablemente, como si se dispusiera a hacerle una pregunta. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál ha sido el mejor perro que has tenido en tu vida?». Ella y sus preguntas.

Pero cuando todo terminó Anna no le preguntó por qué la echaba. No lo hizo después de que la encontrara una noche caminando, ausente, por la autopista, vestida sólo con una camiseta y nada más. La gente tocaba alarmada la bocina en cuanto pasaba junto a ella. La metió en el coche de un tirón y preparó el brazo para darle un golpe, pero se contuvo, y se conformó con aporrear con violencia el volante. Lo golpeó hasta que los nudillos le sangraron. Le dijo que ya era suficiente, que él mismo pondría sus cosas en una maleta y la enviaría a su casa. Anna dijo, suplicante, que se moriría sin él, y Jude respondió que enviaría flores al funeral.

Así pues, ella, por lo menos, había cumplido con su palabra. Era demasiado tarde para que él hiciera lo mismo. El funeral había tenido lugar sin que se enterase.

– ¿Me estás tomando el pelo, Jude? -preguntó Georgia. Su voz sonaba cerca. Se estaba deslizando hacia él, a pesar de su aversión al olor. Metió la fotografía otra vez en el bolsillo del traje del muerto, antes de que la joven pudiera verla-. Porque si se trata de una broma, es de muy mal gusto.

– No es una broma. Supongo que es posible que me esté volviendo loco, pero tampoco creo que se trate de eso. La persona que me vendió el…, el traje… sabía lo que estaba haciendo. Su hermana menor era una admiradora que se suicidó. Esa mujer me culpa de su muerte. He hablado por teléfono con ella hace apenas una hora, y me lo ha dicho ella misma. Desde luego, esa parte del asunto no me la he imaginado, ha sido muy real. Danny estaba conmigo. Me ha oído cuando hablaba. Ella quiere vengarse. Así que me mandó un fantasma. Lo he visto hace un momento en el pasillo. Y anoche también me encontré con él.

Empezó a doblar el traje con la intención de volver a meterlo en su caja.

– Quémalo -pidió Georgia con una súbita vehemencia que le sorprendió-. Llévate este traje de mierda y quémalo.

Durante un instante, Jude sintió el impulso casi embriagador de hacer precisamente eso: buscar algún combustible, empaparlo y calcinarlo en el caminillo de la entrada de la casa. Pero fue un deseo del que de inmediato desconfió. Le preocupaba tomar una decisión irrevocable. ¿Quién sabía qué puentes podían quemarse junto con el traje? Sintió el levísimo centelleo de un pensamiento positivo, algo acerca del maloliente traje y la forma en que podría resultarle de alguna utilidad; pero la idea se desvaneció antes de que la aclarase. Estaba cansado. Era difícil poner un solo pensamiento en su lugar.

Sus razones para querer conservar el traje eran ilógicas, supersticiosas, poco claras incluso para sí mismo; pero cuando habló dio una explicación perfectamente razonable para conservarlo.

– No podemos quemarlo. Es una prueba. Mi abogado querrá tenerlo a su disposición si decidimos llevar a juicio a esa mujer.

Georgia se rió débilmente, con tristeza.

– ¿Por qué? ¿Por agresión con un espíritu mortífero?

– No. Tal vez por agresión a secas. Acoso, quizá. En cualquier caso me está amenazando de muerte, aun cuando sea una amenaza absurda. Hay leyes para castigar eso.

Terminó de doblar el traje y lo puso en su lecho de papel de seda, dentro de la caja. Respiraba por la boca mientras lo hacía, con la cabeza apartada, rehuyendo como podía el mal olor.

– La habitación apesta. Sé que esto está lleno de pus, y tengo ganas de gritar -aseguró la joven, con asco indecible.

Jude le dirigió una mirada de reojo. Ella mantenía distraídamente la mano derecha contra el pecho mientras miraba fijamente la caja negra y brillante con forma de corazón. Hasta ese momento, la chica había estado escondiendo la mano en un costado. Tenía el pulgar hinchado y el punto en que el alfiler se había clavado era ya una llaga blanca del tamaño de una pequeña goma de borrar, brillante de pus. Ella notó que Jude la miraba, observó su propia herida, y luego volvió a levantar la vista, sonriendo abatida.

– Tienes una gran infección en ese dedo.

– Lo sé. Me he puesto antibióticos.

– Tal vez deberías consultar con un médico. Si es tétanos, los antibióticos no servirán de nada.

Cerró los dedos alrededor del pulgar herido y apretó suavemente.

– Me pinché con ese alfiler escondido en el traje. ¿Y si estaba envenenado?

– Supongo que si hubiera tenido cianuro ya nos habríamos dado cuenta.

– Ántrax.

– He hablado con esa mujer. Es muy estúpida, por no decir que está como una cabra, pero no creo que sea capaz de enviarme algo envenenado. Sabe que iría a la cárcel por ello. -Cogió la muñeca de Georgia, acercó su mano hacia él y estudió el pulgar. La piel situada alrededor de la zona de la infección estaba blanda y descompuesta, arrugada como si hubiera permanecido metida en agua durante mucho tiempo.

– ¿Por qué no vas a ver la televisión un rato? Le diré a Danny que pida una cita con el médico para ti.

Le soltó la muñeca y señaló con la cabeza hacia la puerta, pero ella no se movió.

– ¿Te importa mirar si está todavía en el pasillo? -le pidió.

Jude la miró por un momento, y luego asintió con la cabeza. Fue hasta la puerta, la abrió unos quince centímetros y espió. El sol había cambiado de lugar, o estaba tapado por una nube, y el pasillo permanecía oscuro y fresco. No había nadie sentado en la silla colonial pegada a la pared. No se veía ningún fantasma con una navaja y una cadena en el rincón.

– El camino está libre.

Le tocó el hombro con la mano sana.

– Una vez vi un fantasma. Cuando era niña.

No le sorprendió. Nunca había conocido a una jovencita gótica que no hubiera tenido algún contacto con lo sobrenatural, que no creyera, con una total e incómoda sinceridad, en las formas astrales, en los ángeles o en la magia neopagana.

– Por aquel entonces vivía con Bammy, mi abuela. Ocurrió después de la primera vez que mi papá me echó de casa. Una tarde fui a la cocina a tomar un vaso de la exquisita limonada que ella hace y miré por la ventana trasera. Allí estaba aquella niña, en el jardín. Recolectaba vilanos de diente de león y soplaba para hacerlos volar, como hacen los niños, mientras cantaba por lo bajo. La niña tenía unos años menos que yo y llevaba puesto un vestido muy barato. Abrí la ventana para llamarla, para preguntarle qué estaba haciendo en nuestro jardín. Cuando escuchó el chirrido de la ventana, me miró, y en ese momento me di cuenta de que estaba muerta. Tenía los ojos manchados.

– ¿Qué quieres decir con eso de «manchados»? -quiso saber Jude. La piel de los brazos le picó y se volvió tensa y áspera. El comentario le había puesto la carne de gallina.

– Tenía los ojos pintados de negro. No. Ni siquiera eran ojos. Era más bien… como si los hubieran tachado. No sé cómo explicarlo.

– Tachados -repitió Jude.

– Sí. Tachados con un rotulador. Negro. Luego volvió la cabeza hacia la cerca. Un momento después, se puso de pie de un salto y atravesó el jardín. Movía la boca como si estuviera hablando con alguien, pero allí no había nadie, y no pude escuchar lo que estaba diciendo. La podía oír mientras recogía dientes de león y cantaba para sí, pero no cuando se levantó y parecía que estaba hablando con alguien. Siempre he pensado que era raro que sólo pudiera escucharla mientras cantaba. Y luego extendió la mano como si hubiera una persona invisible delante de ella, al otro lado de la cerca de Bammy, que se la cogiera. -Georgia le miró con intensidad, como si quisiera confirmar que la creía. Siguió con su relato-: Y de repente me asusté, sentí escalofríos porque percibí que algo malo iba a ocurrirle. Quería decirle que soltara aquella mano. Quienquiera que la agarrase no tenía buenas intenciones; yo quería que ella se alejara de él o de ella. Pero estaba demasiado asustada. No podía ni respirar. Y la niña pequeña me volvió a mirar una vez más, con cierta tristeza, con sus ojos tachados, y luego se separó del suelo, se elevó, lo juro por Dios, y flotó en el aire desplazándose hacia el otro lado de la cerca. No como si estuviera volando, sino como si hubiera sido levantada por unas manos invisibles. Se notaba por la manera en que sus pies colgaban en el aire. Rozaron las estacas de la valla. Pasó por arriba y luego desapareció. Me inundó un sudor frío y tuve que sentarme en el suelo de la cocina. -Georgia lanzó otra mirada a la cara de Jude, tal vez para ver si él creía que estaba loca. Pero él sólo hizo un gesto para animarla a que continuara con el relato-: Bammy entró y me dijo a gritos: «Niña, ¿qué te pasa?». Pero cuando le conté lo que había visto, se quedó muy trastornada, muy mal, y empezó a llorar. Se sentó en el suelo conmigo y me dijo que me creía. Me explicó que yo había visto a su hermana gemela, Ruth. Yo sabía quién era Ruth, sabía que había muerto cuando Bammy era pequeña, pero hasta aquel día la abuela no me contó lo que le había pasado realmente. Hasta ese momento había pensado que la había atropellado un coche o algo por el estilo, pero no había sido así. Un día, cuando ambas tenían siete u ocho años, debió ser hacia mil novecientos cincuenta y tantos, su madre las llamó a comer. Bammy obedeció, pero Ruthie se quedó fuera porque no tenía ganas de comer y porque además era de natural desobediente. Mientras Bammy y el resto de la familia estaban dentro, alguien la arrebató del jardín trasero. Nunca más volvieron a verla. Es decir, viva, porque de vez en cuando las personas que habitaban en la casa de la abuela la veían soplando dientes de león, cantando para sí, y luego alguien invisible se la llevaba. Mi madre vio el fantasma de Ruth, y también el marido de Bammy, una vez, y algunos amigos de Bammy, y la misma Bammy. A todos los que vieron a Ruth les pasó lo mismo que a mí. Querían decirle que no se fuera, que se apartara de quien estuviese al otro lado de la valla. Pero todos los que la vieron estaban demasiado asustados por el simple hecho de verla como para hablar. La abuela decía que pensaba que eso no terminaría hasta que alguien pudiera hablar en el momento decisivo. Que era como si el fantasma de Ruth estuviera en una especie de sueño, siempre repitiendo sus últimos minutos, y ella debiera seguir así hasta que alguien gritara y la despertara. -Georgia tragó saliva y se quedó en silencio. Inclinó la cabeza, de modo que el oscuro pelo le tapaba los ojos-. No puedo creer que los muertos quieran hacernos daño -añadió la chica finalmente-. ¿Acaso ellos no necesitan nuestra ayuda? ¿No anhelan siempre nuestra ayuda? Si lo vuelves a ver otra vez, debes tratar de hablarle. Tienes que descubrir qué quiere.

Jude sabía que la cuestión no era si volvería a verle, sino cuándo se le aparecería de nuevo. Y además él ya sabía lo que el muerto quería.

– No ha venido para conversar -sentenció Jude.

Capítulo 12

Jude no sabía lo que podía hacer a continuación, de modo que preparó té, por mantenerse ocupado. Los gestos simples y automáticos de llenar la tetera, poner una cucharada de hierbas en el colador y buscar un jarro fueron una manera de limpiar su cabeza y serenarse, estableciendo una útil tregua de silencio. Permaneció junto al quemador, escuchando el borboteo del agua hirviente.

No estaba aterrorizado, lo que le produjo cierta satisfacción. Tampoco le dominaba el deseo de salir corriendo, pues tenía dudas acerca de las ventajas de hacerlo. ¿Dónde iba a estar mejor que allí? Jessica Price había dicho que el muerto ya le pertenecía y le seguiría a cualquier lugar que fuera. Por la mente de Jude pasó fugazmente la imagen de sí mismo acomodado en un asiento de primera clase, en vuelo a California, y descubriendo al girar la cabeza que el muerto estaba sentado junto a él, con aquellos garabatos negros flotando delante de los ojos. Se estremeció y suspiró ruidosamente para eliminar los siniestros pensamientos. La casa era tan buen lugar como cualquier otro para defenderse, por lo menos hasta que se le ocurriera algo razonable. Además, odiaba dejar a los perros en cualquier albergue de animales. En los viejos tiempos, cuando iba de gira siempre viajaban en el autobús con él.

Por otra parte, a pesar de lo que había dicho a Georgia, tenía aún menos interés en llamar a la policía o a su abogado. Estaba convencido de que mezclar a la ley en todo aquel asunto sería el peor de los errores. Podía llevar a juicio a Jessica McDermott Price, y tal vez obtuviera algún placer con ello, pero tomarse la revancha no haría que el muerto se marchase. Lo sabía. Había visto muchas películas de terror.

Además, llamar a la policía era una acción que iba en contra de sus principios más arraigados, lo cual no era poco. Pensaba que la propia identidad era su primera y más poderosa creación, la máquina que había manufacturado todos sus éxitos, la fuente principal de cuanto era digno en su vida. Le importaba mucho permanecer fiel a sus principios y normas de comportamiento. Estaba dispuesto a mantenerlos hasta el final.

Jude podía creer en un fantasma, pero no en un monstruo puro, en la perfecta reencarnación del mal. Aquel muerto tenía que ser más complejo, debía de tener algo más que los garabatos delante de los ojos y una navaja curva colgada de una cadena de oro. Algún punto débil. Pensando en eso, se preguntó de repente con qué se habría cortado Anna las venas, y otra vez volvió a tener conciencia de lo fría que estaba la cocina y de que permanecía inclinado sobre el agua que se calentaba en el fuego para aprovechar un poco su calor. Jude tuvo entonces la certeza de que ella se había cortado las venas con la navaja colgada en el extremo del péndulo de su padre, el que usaba para hipnotizar a los tontos desesperados y para buscar aguas subterráneas. Se preguntó qué más tendría que saber sobre la muerte de Anna y el hombre que había sido un padre para ella y que había descubierto su cuerpo en la bañera llena de agua fría teñida con su sangre.

Tal vez Danny había encontrado las cartas de la pobre suicida. Jude tenía miedo de leerlas otra vez, y al mismo tiempo sabía que su deber era hacerlo. En ese momento las recordaba lo bastante como para darse cuenta de que la joven intentó decirle lo que iba a hacer, y a él se le había escapado el angustioso mensaje. Pero no. Se trataba de algo más terrible que eso. Él no había querido ver el peligro, había ignorado deliberadamente lo que tenía ante los ojos.

Las primeras cartas que mandó desde su casa dejaban ver un optimismo jovial, y lo que en el fondo transmitían era que trataba de reorganizar su vida tomando decisiones sensatas y maduras sobre el futuro. Estaban escritas en finas cartulinas, muy blancas, con delicada caligrafía en cursiva. Al igual que su conversación, aquellas cartas estaban llenas de preguntas, aunque en la correspondencia no parecía esperar ninguna respuesta. Le escribía que había pasado todo el mes enviando solicitudes de empleo, para luego preguntar, con muchos rodeos, si era un error llevar lápiz de labios negro y botas de motera a una entrevista de trabajo en una guardería de niños. Citaba dos universidades y se preguntaba cuál sería mejor para ella. Pero todo era una farsa, y Jude lo sabía. Nunca consiguió el trabajo en la guardería, nunca volvió a mencionar el asunto después de la única carta en que había hablado de ello. Y cuando llegó el trimestre de primavera, se inscribió en un curso de una academia de belleza, con lo que el asunto de la universidad quedaba olvidado. Los propósitos maduros duraron poco.

Las últimas cartas, ya muy espaciadas, trazaban una imagen más auténtica de su situación mental. Estaban escritas en papel común, rayado; en realidad eran hojas arrancadas de un cuaderno. Había desaparecido la caligrafía cuidadosa, todo eran garabatos difíciles de leer. Contaba que apenas podía descansar. Su hermana vivía en un barrio nuevo y estaban construyendo una casa justo al lado. Decía que escuchaba martillazos todo el día, y que era como vivir junto al taller de un fabricante de ataúdes después de una epidemia de peste. Cuando trataba de descansar, por la noche, los martillos comenzaban a trabajar otra vez justo en el momento en que se estaba durmiendo, lo cual ocurría aunque allí no hubiera nadie. Estaba desesperada por poder dormir. Su hermana quería convencerla de que dejase que los médicos se ocupasen de su insomnio. Había cosas de las que Anna quería hablar, pero no tenía a nadie con quien hacerlo. Estaba cansada de hablar consigo misma. Contaba, en fin, que le resultaba insoportable estar tan cansada todo el tiempo.

Anna le rogaba que la llamara, pero él no lo hizo. La desdicha de la mujer le agotaba. Era demasiado difícil ayudarla a superar sus depresiones. Lo había intentado cuando estuvieron juntos y nada de lo que había hecho había sido suficiente. Le dio todo lo que pudo, sin ningún resultado; pero ella no lo dejaba tranquilo. Ni siquiera sabía por qué leía sus cartas, y mucho menos por qué las respondía a veces. Hasta deseó que dejaran de llegar. Y finalmente así fue.

Danny podría encontrarlas y luego pediría una cita con el médico para Georgia. No es que fuese un gran plan de acción frente a las apariciones del muerto, pero era algo, lo cual resultaba mejor que lo que tenía diez minutos antes, es decir, nada. Jude sirvió el té, y el tiempo se puso en marcha otra vez.

Se dirigió a la oficina con la tetera en la mano. Danny no estaba en su mesa. Jude se quedó en la entrada mirando la habitación vacía, escuchando atentamente el silencio, a la espera de alguna señal del secretario. Nada. Habría ido al baño. Tal vez…, pero no. La puerta estaba un poco entreabierta, como el día anterior, y por la abertura sólo se veía oscuridad. Tal vez había salido para ir a comer.

Jude se dirigió a la ventana para ver si el coche de Danny estaba en la entrada, pero se detuvo antes de llegar y se desvió hacia el escritorio de su ayudante. Echó un vistazo a los montones de papeles, buscando las cartas de Anna. Enseguida pensó que si Danny las hubiera encontrado, seguramente las habría guardado en algún lugar discreto. Tal como esperaba, no las encontró. Dio media vuelta, se sentó en el sillón de Danny y activó el explorador de Internet en el ordenador. Tenía intención de hacer una búsqueda sobre el padrastro de Anna. En la Red había información sobre todo el mundo. Tal vez el muerto tuviera su propia página, quién sabe. Jude se rió. Fue una carcajada sorda, fea, nacida y muerta en el fondo de la garganta.

No podía recordar el nombre de pila del difunto, de modo que hizo una búsqueda de «hipnosis – McDermott – muerto».

El primer resultado fue un enlace con un obituario que había salido en el Pensacola News Journal el verano anterior. Se hablaba de la muerte de un Craddock James McDermott. Era él: Craddock.

Jude hizo clic en la nota necrológica… y allí estaba.

El hombre de la fotografía en blanco y negro era una versión más joven del tipo que Jude había visto ya dos veces en el pasillo de arriba. En la foto parecía un vigoroso hombre de sesenta años, con un corte de pelo al estilo militar. Con su cara larga y casi caballuna, y amplios y finos labios, tenía un parecido más que somero con Charlton Heston. Lo más sorprendente de aquella fotografía era el descubrimiento de que Craddock, en vida, tenía ojos como los de cualquier ser humano. Eran claros y directos, y miraban a la eternidad con la confianza estimulante de los que lanzan discursos bienintencionados, venden biblias o quieren redimir al mundo de una u otra manera.

Jude leyó el obituario. Decía que una vida de aprendizaje y enseñanza, de exploración y aventura, había terminado cuando Craddock James McDermott murió de una embolia cerebral en la casa de su hijastra, en Testament, Florida, el martes 10 de agosto. Genuino ciudadano del sur, creció como hijo único de un ministro pentecostaliano y había vivido en Savannah y Atlanta, Georgia, y luego en Galveston, Texas.

Fue integrante del equipo de los Longhorns en 1965, y se había enrolado en el ejército después de graduarse. Fue miembro de la división de operaciones psicológicas de las fuerzas armadas. Fue allí donde descubrió su vocación, donde conoció las posibilidades de la hipnosis. En Vietnam obtuvo un Corazón Púrpura y una Estrella de Bronce. Se licenció con honores, y se estableció en Florida. En 1980 se casó con Paula Joy Williams, una bibliotecaria, y se convirtió en padrastro de sus dos hijas, Jessica y Anna, a quienes después adoptó. Paula y Craddock compartieron un amor basado en la fe silenciosa, una confianza profunda y una fascinación compartida por las inexploradas posibilidades del espíritu humano.

Al leer esto, Jude frunció el ceño. Era una expresión curiosa: «una fascinación compartida por las inexploradas posibilidades del espíritu humano». Ni siquiera sabía lo que quería decir.

El matrimonio duró hasta que Paula falleció en 1986. A lo largo de su vida, Craddock había atendido a casi diez mil «pacientes» -Jude resopló ante esa palabra-, usando técnicas de hipnosis profunda para aliviar el sufrimiento de los enfermos y para ayudar a quienes necesitaban superar sus debilidades, trabajo que su hijastra mayor, Jessica McDermott Price, seguía todavía realizando en su consulta privada. Jude resopló otra vez. Probablemente ella misma era la autora del obituario. Le sorprendía que no hubiera incluido el número de teléfono ofreciendo sus servicios. «Si tuvo conocimiento de la existencia de este servicio al leer el obituario de mi padre, tendrá el diez por ciento de descuento en su primera sesión».

El interés de Craddock por el espiritismo y el inexplorado potencial de la mente le hizo experimentar con la radiestesia, la vieja técnica rural para descubrir manantiales de agua subterráneos mediante una varilla o un péndulo. Pero sus hijas y sus seres queridos le recordarían especialmente por la manera en que logró que tantos compañeros de camino en la vida descubrieran sus propias reservas ocultas de fuerza y autoestima. «Su voz ya está en silencio, pero nunca será olvidado».

Nada sobre el suicidio de Anna.

Jude recorrió otra vez con la vista el obituario, fijándose en ciertas combinaciones de palabras que en principio no le interesaban demasiado: «operaciones psicológicas», «posibilidades inexploradas», «potencial inexplorado de la mente». Miró el rostro de Craddock otra vez y se detuvo en la fría confianza de sus pálidos ojos y en la sonrisa casi enojada, fija en sus delgados labios incoloros. Era un hijo de puta de aspecto cruel.

El ordenador de Danny emitió un sonido metálico que hizo saber a Jude que había llegado un correo electrónico. Inmediatamente se preguntó dónde diablos se había metido Danny. Miró el reloj del ordenador y vio que llevaba sentado allí cerca de veinte minutos. Hizo clic en la ventana de correo electrónico de Danny, que recogía los mensajes para ambos. El nuevo correo iba dirigido a Jude.

Miró la dirección del remitente, luego cambió de postura en el sillón, enderezándose, tensos los músculos del pecho y el abdomen, como si se estuviera preparando para recibir un golpe. En cierto modo, así era. El correo electrónico era de craddockm@box.closet.net.

Jude lo abrió y empezó a leer.

querido jude

correremos al anochecer correremos hasta el hoyo yo estoy muerto tú morirás cualquiera que se acerque demasiado será infectado con la muerte tuya ambos estamos infectados y estaremos juntos en el hoyo de la muerte y la tierra de la tumba nos caerá encima lalalá los muertos arrastran hacia abajo a los vivos si alguien trata de ayudarte nosotros los arrastraremos y caminaremos sobre ellos y nadie podrá salir porque el agujero es demasiado hondo y la tierra cae demasiado rápidamente y cualquiera que oiga tu voz sabrá que es verdad que jude está muerto y que yo estoy muerto y morirás y escucharás mi/nuestra voz y nosotros correremos juntos en la ruta de la noche hacia el sitio el sitio final donde el viento llora por ti por nosotros caminaremos hasta el borde del hoyo caeremos tomados de la mano caeremos cantando por nosotros cantando en tu/nuestra tumba cantando lalalá

El pecho de Jude se convirtió en un recipiente sin aire, lleno de abrasadores alfileres, de agujas heladas. «Operaciones psicológicas», pensó casi al azar, y luego se puso furioso, con la peor clase de ira, la que debía contenerse, porque no había nadie cerca a quien maldecir y no iba a permitirse romper nada. Ya había pasado una parte de la mañana arrojando libros y eso no le había hecho sentirse mejor. En ese momento se hacía el firme propósito de no perder los nervios, de mantener controlada la situación.

Pulsó el ratón para volver al navegador, pensando que podría echar otro vistazo a los resultados de su búsqueda, a ver si se enteraba de algo más. Miró una vez más, ahora sin fijar en él la atención, el obituario del Pensacola News y su mirada se detuvo en la fotografía. Ahora veía una imagen diferente. Craddock estaba sonriendo y era viejo, tenía la cara arrugada y demacrada, casi parecía muerto de hambre, y sus ojos estaban tachados con furiosos garabatos negros. Las primeras líneas de la nota necrológica decían: «Una vida de aprendizaje y enseñanza, de exploración y de aventura, terminó cuando Craddock James McDermott murió de una embolia cerebral en el hogar de su hijastra y ahora él estaba volviendo lalalá y hacía frío, estaba frío, Jude estaría frío también cuando se cortara, iba a cortarse y cortar a la niña y estarían en el hoyo de la muerte y Jude podría cantar para ellos, cantar para todos ellos…».

El músico se puso de pie con tan repentina fuerza y tanta rapidez que el sillón de Danny se inclinó hacia atrás y cayó. Luego sus manos bajaron hasta el ordenador, debajo del monitor, y lo levantaron para sacarlo del escritorio y estrellarlo en el suelo. De inmediato, se escuchó un sonoro golpe, un breve y agudo chirrido y el crujido de vidrios que se rompen, seguido por un súbito chispazo. Luego, el silencio. El ventilador que enfriaba el disco duro se fue deteniendo lentamente. Lo había tirado de manera instintiva, moviéndose con demasiada rapidez como para pensar lo que hacía. Joder. No era capaz de controlarse.

Su pulso se aceleró al máximo. Sentía que las piernas le temblaban y estaban débiles. ¿Dónde demonios estaba el maldito Danny? Miró el reloj de pared y vio que eran casi las dos. Tal vez había salido para hacer alguna gestión. Pero habitualmente le llamaba por el intercomunicador, para hacerle saber que salía.

Jude dio la vuelta al escritorio y finalmente se dirigió a la ventana con vistas a la entrada. El pequeño Honda de Danny estaba aparcado en la rotonda de tierra, y el propio secretario se encontraba dentro. Sentado perfectamente inmóvil en el asiento del conductor, con una mano sobre el volante, con la cara del color de la ceniza, rígido, sin expresión.

El hecho de verlo allí, simplemente sentado, sin ir a ninguna parte, mirando a la nada, tuvo el efecto de calmar a Jude. Observó a Danny por la ventana para ver qué hacía, pero el joven secretario no hizo nada. No puso el automóvil en marcha. Ni siquiera miró a su alrededor. El ayudante parecía una persona en trance, y sólo por pensarlo Jude sintió un incómodo latido en las articulaciones. Pasó un minuto, y luego otro, y cuanto más miraba, más incómodo se sentía, más profundo era su malestar. Luego su mano estuvo sobre la puerta y la abrió para salir y ver qué le ocurría a Danny.

Capítulo 13

E1 aire le recibió con un golpe frío que le llenó los ojos de lágrimas. Cuando llegó junto al coche, las mejillas de Jude ardían, heladas, y la punta de su nariz estaba entumecida. Aunque ya era primera hora de la tarde, el músico todavía llevaba puestos su gastada bata, una camiseta y unos calzoncillos rayados. Al recrudecerse el viento, el aire congelado, crudo y lacerante le quemó la piel desnuda.

Danny no se volvió, sino que siguió mirando fijamente, sin expresión, a través del parabrisas. De cerca parecía estar todavía peor. Tiritaba. Era un temblor ligero y regular. Una gota de sudor le caía sobre la mejilla.

Jude golpeó la ventanilla con los nudillos. Danny se sobresaltó, como si se despertara de un ligero sueño, pestañeó rápidamente y buscó a tientas el botón para bajar el cristal. Seguía sin mirar a Jude directamente.

– ¿Qué estás haciendo en el coche, Danny? -preguntó Jude.

– Creo que debo irme a casa.

– ¿Lo has visto?

Danny insistió:

– Creo que debo írmela casa ahora.

– ¿Has visto al muerto? ¿Qué ha hecho? -Jude era paciente. Cuando era necesario, podía comportarse como el hombre más paciente del mundo.

– Creo que estoy mal del estómago. Eso es todo.

Danny levantó la mano derecha de su regazo, para secarse la cara, y Jude vio que sostenía entre los dedos un abridor de cartas.

– No me mientas, Danny -dijo Jude-. Sólo quiero saber qué ha sido lo que has visto.

– Sus ojos eran garabatos negros. Me ha mirado. Ojalá no me hubiera mirado.

– No puede hacerte daño, Danny.

– Usted no sabe eso. Usted no lo sabe.

Jude extendió la mano a través de la ventana abierta para apretarle el hombro. Danny esquivó el contacto. Al mismo tiempo, hizo un rápido gesto hacia él, amenazándole con el abridor de cartas. No llegó ni remotamente a rozarle, pero Jude retiró la mano de todos modos.

– ¡Danny! ¿Por qué haces eso?

– Sus ojos son ahora exactamente como los de él -dijo Danny, que enseguida arrancó el coche, marcha atrás.

Jude retrocedió de un salto y se apartó del vehículo antes de que pasara sobre sus pies. Danny vaciló unos instantes y pisó el freno.

– No voy a regresar -anunció, mirando el volante.

– Está bien.

– Le ayudaría si pudiera, pero no puedo. Sencillamente no puedo.

– Comprendo.

Danny retrocedió con el coche hasta la entrada. Las ruedas hacían crujir la grava. Giró noventa grados bruscamente y se fue colina abajo, hacia el camino. Jude se quedó mirando hasta que Danny pasó por los portones, giró a la izquierda y desapareció de la vista. Nunca más volvió a verlo.

Capítulo 14

Se dirigió al cobertizo, en busca de los perros.

Jude agradeció el estimulante efecto del aire frío sobre su rostro. Cada aspiración resultaba reconfortante para sus pulmones y su ánimo. Era una sensación real. Desde que había visto al muerto aquella mañana, se sentía cada vez más asaltado por ideas no naturales, propias de un mal sueño, que se colaban en la vida cotidiana, con la que nada tenían que ver. Necesitaba algunas realidades palpables, bien concretas, para aferrarse a ellas. Serían vendajes con los que detener la hemorragia espiritual que padecía.

Los perros miraron apesadumbrados a su amo cuando descorría el cerrojo de la caseta. Se metió antes de que pudieran salir y se agachó, dejándolos trepar sobre él, olerle la cara. Los perros. Ellos también eran reales. Devolvió la mirada a sus ojos de color chocolate y sus caras largas y preocupadas.

– Si hubiera algún ser maligno conmigo, vosotros lo veríais, ¿no? -les preguntó-. Si hubiera garabatos sobre mis ojos, me avisaríais, ¿no?

Angus le lamió la cara una vez, dos veces. Jude le besó el húmedo hocico. Acarició el lomo de Bon mientras ella le olfateaba, ansiosa, la entrepierna.

Salió. No estaba preparado para volver a la casa, así que se dirigió al interior del cobertizo. Se acercó al coche y se miró en el espejo retrovisor de la puerta del conductor. No había garabatos negros. Sus ojos tenían el aspecto de siempre, su color gris pálido bajo cejas negras, tupidas e intensas que le dibujaba el gesto intenso y serio de quien siempre parecía dispuesto a matar a alguien.

Jude había comprado el coche, en muy mal estado, a un ayudante de la banda. Era un Mustang del 65, el GT Fastback. Estuvo de gira, casi sin descanso, durante diez meses. Había partido casi en el mismo momento en que su esposa lo dejó, y cuando regresó se encontró con una casa vacía y nada que hacer. Pasó todo el mes de julio y la mayor parte de agosto metido en el cobertizo, desarmando el Mustang, sacando las piezas que estaban oxidadas, gastadas, rotas, abolladas, corroídas, endurecidas por los aceites y los ácidos, y reemplazándolas. Procuró respetar el motor, manivelas y cabezales originales, transmisión, embrague, suspensión, asientos blancos de cuero. Todo original menos los altavoces y el equipo de música. Instaló una antena de radio XM en el techo, y también un sistema de sonido digital de última generación. Se empapó en aceite, se golpeó los nudillos y se hirió con la transmisión. Era un trabajo duro, justamente lo que necesitaba en ese momento.

Por aquel entonces, Anna ya había comenzado a vivir con él. Aunque nunca la llamó por ese nombre. Siempre había sido Florida, pero por alguna razón que no se explicaba desde que se enteró de su suicidio comenzó a pensar en ella como Anna. Quizá creía que no debía ponerle apodos a los muertos.

Ella se sentaba en el asiento trasero, junto a los perros, con las botas saliendo por el hueco de una ventanilla aún no instalada, mientras él trabajaba. La joven entonaba todo el rato las canciones que conocía, hablaba a Bon como a un bebé y bombardeaba a Jude con sus preguntas. Le preguntó si alguna vez iba a quedarse calvo («no sé»), porque ella lo abandonaría si lo hiciera («no te culparía»), si todavía le parecería que era sexy si se afeitaba todo el pelo («no»), si le dejaría conducir el Mustang cuando estuviera terminado («sí»), si alguna vez había participado en una pelea a puñetazos («trato de evitarlas… Es difícil tocar la guitarra con una mano fracturada»), por qué nunca hablaba de sus padres (a lo que él no dijo nada) y si creía en el destino («no», pero estaba mintiendo).

Antes de la época de Anna y el Mustang, había grabado un nuevo CD, en solitario, había viajado a veinticuatro países y se había presentado en unos cien espectáculos. Pero trabajar en el automóvil era su principal actividad desde que Shannon le había dejado. Le hacía sentirse verdaderamente útil, realizando un trabajo que valía la pena, en el sentido más auténtico. Las razones por las que la reconstrucción de un coche de museo debía ser considerada un trabajo honesto y no el pasatiempo de un hombre rico, mientras que grabar discos y presentarse en galas le parecía el pasatiempo de un hombre frivolo en lugar de un trabajo eran un misterio, algo que no podía explicar.

De nuevo se le pasó por la mente la idea de que debía irse. Ver alejarse la granja en el espejo retrovisor y seguir, seguir sin importar adonde.

El impulso era tan fuerte, tan acuciante -«sube al automóvil y sal de este lugar»-, que le hacía apretar los dientes. No le gustaba tener que escapar. Lanzarse al automóvil y salir a toda velocidad no era resultado de una libre elección, sino consecuencia directa del pánico. Luego le asaltó otra idea, desconcertante e infundada, aunque curiosamente convincente: la impresión de que lo estaban manipulando, de que el muerto quería que él saliera corriendo; que estaba tratando de forzarlo a huir… ¿De qué? Jude no podía imaginarlo. Fuera, los perros ladraron a coro a un pequeño y destartalado remolque que pasaba por allí.

De todas maneras, no pensaba ir a ninguna parte sin hablar antes con Georgia. Y si finalmente decidiera largarse, probablemente querría vestirse antes. Un instante después se encontró en el Mustang, al volante. Era un lugar idóneo para pensar. Siempre reflexionaba mejor dentro del coche, con la radio encendida.

Se sentó con la ventana a medio abrir, en el oscuro garaje de suelo de tierra, y le pareció que había un fantasma cerca, pero el de Anna, no el espíritu enfadado de su padrastro. Estaba muy cerca, en el asiento trasero. Allí habían hecho el amor, por supuesto. Él había entrado en la casa a buscar cerveza y al regresar ella lo estaba esperando en la parte trasera del Mustang. Sólo tenía puestas las botas, nada más. Dejó caer las cervezas abiertas, que desparramaron la espuma en el suelo arenoso. En aquel momento, nada en el mundo parecía más importante que su carne firme, de veintiséis años, su sudor de veintiséis años, su risa, sus dientes de veintiséis años dulcemente clavados en el cuello de Jude.

Estaba sentado en la fría sombra, reclinado contra el cuero blanco, sintiendo por primera vez en todo el día su agotamiento. Notaba los brazos pesados, y los pies descalzos estaban medio entumecidos de frío. Las llaves estaban puestas, de modo que las hizo girar para conectar el sistema eléctrico y encender la calefacción.

Jude no estaba muy seguro de por qué se había metido en el coche, pero, dado que ya estaba sentado allí, era difícil imaginarse otro lugar mejor. Desde una distancia que parecía enorme, le llegaron los ladridos de los perros, que volvían a hacerse oír, estridentes y alarmados. Pensó que podía ahogarlos encendiendo la radio.

John Lennon cantaba I am the walrus. El aire acondicionado soltaba su sordo rumor sobre las piernas desnudas de Jude. Se estremeció por un momento, luego se relajó y dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento. El bajo de Paul McCartney se perdía tras el murmullo del motor del Mustang, lo cual era inquietante, ya que él no había encendido el motor, sólo la batería. A los Beatles siguió un desfile de anuncios publicitarios. Lew, en Imperial Autos, decía: «No encontrará ofertas como las nuestras en ninguno de los tres estados del área. Conquistamos a nuestros clientes con propuestas que nuestros competidores no pueden igualar».

En su estado de dulce sopor no percibió un cambio en el tono del discurso publicitario. «Los muertos arrastran abajo a los vivos. Entre, póngase al volante y lleve el coche a dar vueltas por el camino de la noche. Iremos juntos. Cantaremos juntos. No querrá que el viaje termine».

Los anuncios aburrieron a Jude y encontró la fuerza necesaria para cambiar de emisora. En FUM estaban poniendo una de sus canciones, precisamente su primer disco sencillo, una estruendosa imitación de AC/DC llamada Souh for sale. En la penumbra parecía que formas fantasmales, nubes amorfas de amenazadora niebla, habían empezado a girar alrededor del coche. Cerró los ojos otra vez y escuchó el sonido distante de su propia voz: «Más que la plata y más que el oro / dices que vale mi alma. / Bien, me gustaría estar en paz con Dios, / pero primero necesito dinero para cerveza».

Resopló sin hacer ruido, como si temiera molestar a alguien. No era por vender almas por lo que uno tenía problemas, sino por comprarlas. La próxima vez debería asegurarse de que había derecho a devolución. Se rió y abrió un poco los ojos. El muerto, Craddock, estaba sentado junto a él, en el asiento del acompañante. Le sonrió para mostrarle unos dientes torcidos, manchados, y una lengua negra. Olía a muerte y también a gases de tubo de escape de automóvil. Los ojos se escondían detrás de aquellos raros garabatos negros, constantemente en movimiento.

– Ni devoluciones ni cambios -dijo Jude. El muerto asintió con la cabeza, comprensivo, y Jude cerró los ojos otra vez. En algún lugar, a kilómetros de distancia, podía oír que alguien gritaba su nombre: «¡Jude! ¡Jude! Respóndeme, Ju…». Pero no quería que lo molestaran, estaba dormitando, anhelaba que lo dejaran tranquilo. Movió la palanca para echar hacia atrás el respaldo. Cruzó las manos sobre el abdomen. Respiró profundamente.

Acababa de quedarse dormido cuando Georgia le agarró del brazo y le arrancó del coche para hacerlo caer sobre el suelo. Su voz le llegaba de manera intermitente, entrando y saliendo de su oído, o de su conciencia.

– … Sal de ahí, Jude, sal de ahí, mierda… No estés muerto, no… Por favor… ojos, abre los ojos, mierda…

Abrió los ojos y se incorporó con un movimiento repentino, tosiendo furiosamente. La puerta del cobertizo estaba abierta y el sol entraba a través de ella, en rayos brillantes, cristalinos, de aspecto casi sólido. La luz llegó como un puñal a sus ojos, y se apartó de ella. Respiró hondo el frío aire, abrió la boca para decir algo, para contarle a ella que estaba bien, pero la garganta se le llenó de bilis. Se puso a cuatro patas y vomitó sobre la tierra. Georgia lo sostuvo por el brazo y se inclinó sobre él mientras le asaltaban las arcadas.

Jude estaba mareado. El suelo se inclinaba a sus pies. Cuando trató de mirar a su alrededor, el mundo giró como si fuera una imagen pintada sobre un florero que girase en un torno. La casa, el jardín, el caminito de entrada, el cielo, pasaban junto a él. Se vio envuelto en una desagradable sensación de mareo, y vomitó otra vez.

Se aferró al suelo y esperó a que el mundo dejara de moverse. Pero eso jamás ocurriría. Era algo que uno descubría cuando estaba drogado, o agotado, o febril: el mundo siempre se movía y sólo una mente sana podía detener sus giros desestabilizadores. Escupió y se limpió la boca. Los músculos de su estómago estaban doloridos, presa de calambres, como si acabara de hacer un montón de abdominales, lo cual, si se pensaba bien, no estaba lejos de la verdad. Se incorporó, se volvió para mirar el Mustang. Aún tenía el motor en marcha. No había nadie en él. No sabía qué acababa de ocurrir.

Los perros bailaron a su alrededor. Angus se le subió al regazo y empujó el hocico frío y húmedo sobre su cara. Lamió la boca amarga de Jude, que estaba demasiado débil para apartarlo. Bon, siempre tímida, le dirigió una mirada inquieta, de soslayo, luego bajó la cabeza hasta el vómito y comenzó a lamerlo discretamente.

Trató de ponerse en pie agarrándose a la muñeca de Georgia, pero no tenía fuerza en las piernas, por lo que intentó atraerla hacia él, para que se sentara sobre sus rodillas. Le asaltó una idea confusa -«los muertos arrastran hacia el abismo a los vivos»- que dio vueltas en su cabeza por un momento y luego desapareció. Georgia temblaba. El rostro de la chica estaba húmedo, apoyado en el cuello de él.

– Jude -dijo-. Jude, no sé qué está ocurriendo contigo.

Por un instante, él fue incapaz de hablar. No tenía voz. Todavía le faltaba el aire. Miró el Mustang negro, que vibraba sobre la suspensión. La potencia contenida del motor agitaba todo el chasis.

Georgia siguió hablando.

– Creí que estabas muerto. Cuando te he tocado el brazo, pensaba que no respirabas. ¿Por qué estás aquí con el coche en marcha y la puerta del cobertizo cerrada?

– No hay ninguna razón.

– ¿He hecho algo? ¿He hecho algo malo?

– ¿De qué estás hablando?

– No lo sé -respondió ella, poniéndose a llorar-. Debe haber alguna razón para que hayas venido aquí a matarte.

Él giró sobre sus rodillas. Descubrió que todavía estaba aferrado a una de las delgadas muñecas de la chica, y entonces cogió la otra. Su pelo negro flotaba alrededor de la cabeza, con el flequillo sobre los ojos.

– Ocurren cosas extrañas, algo va mal, pero no estaba aquí tratando de suicidarme. Me he sentado en el coche para calentarme, pero no he encendido el motor. Se ha encendido solo.

Ella se soltó de las manos de su novio.

– Basta.

– Ha sido el muerto.

– Basta. Basta.

– El fantasma que vi en el pasillo. Ha aparecido otra vez. Estaba en el coche conmigo. O ha sido él quien ha puesto en marcha el Mustang o lo he hecho yo sin ser dueño de mis actos porque él quería que lo hiciera.

– ¿Te das cuenta de lo absurdo que suena todo eso que dices? ¿Eres consciente de lo disparatado que parece lo que cuentas?

– Si estoy loco, Danny también lo está. Él lo ha visto. Por eso se ha ido. No ha podido soportarlo. Ha tenido que marcharse.

Georgia le miró fijamente con ojos lúcidos, brillantes y temerosos detrás de los suaves rizos de su flequillo. Agitó la cabeza en un gesto angustiado de negación.

– Salgamos de aquí -dijo él-. Ayúdame a ponerme de pie.

Ella enganchó un brazo por debajo de la axila de Jude y empujó hacia arriba. Las rodillas del viejo cantante eran débiles resortes que parecían dislocados, incapaces de proporcionar ningún apoyo. En cuanto consiguió incorporarse sobre los talones, comenzó a inclinarse hacia delante. Estiró las manos para evitar caerse, y se aferró al capó del automóvil.

– Apágalo -pidió-. Mueve las llaves.

Georgia subió al coche tosiendo, agitando las manos para apartar la nube de gases tóxicos, y apagó el motor. Se hizo un silencio súbito, alarmante.

Bon se apretó contra las piernas de Jude buscando protección. Las rodillas de él amenazaron con doblarse de nuevo. Empujó como pudo a la perra a un lado, y le pisó adrede el rabo. El animal aulló y saltó, alejándose.

– ¡Fuera! ¡Mierda! -exclamó.

– ¿Por qué no la dejas tranquila? -preguntó Georgia-. Los perros te han salvado la vida.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿No los has oído? Yo venía a encerrarlos. Estaban como locos.

Entonces lamentó haber hecho daño a Bon y miró a su alrededor para ver si estaba cerca y acariciarla. Pero se había escondido en el cobertizo y se movía entre las sombras, observándolo con ojos tristes y acusadores. Jude se preguntó por Angus y miró a su alrededor. El otro perro estaba en la puerta del cobertizo y le daba la espalda, con el rabo levantado. Tenía la mirada fija en el sendero de entrada.

– ¿Qué será lo que ve? -preguntó Georgia. Era una pregunta absurda, por cierto. Jude no tenía la menor idea. Estaba apoyado en el automóvil, demasiado lejos de la puerta corredera del cobertizo como para ver lo que había fuera, en el jardín.

La chica metió las llaves en el bolsillo de sus vaqueros negros. Sin saber muy bien cómo, había logrado vestirse y envolverse el pulgar derecho con vendas. Pasó junto a Jude y fue hacia donde estaba Angus. Acarició el lomo del perro, observó el caminillo de entrada y luego miró otra vez a Jude.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él.

– Nada -respondió. La chica puso la mano derecha sobre su esternón e hizo una ligera mueca, como si le doliera-. ¿Necesitas ayuda?

– Puedo arreglármelas -dijo Jude y se apartó del Mustang. Notaba una negra presión detrás de los ojos, un profundo, lento y creciente pinchazo que amenazaba con convertirse en uno de los más intensos dolores de cabeza de todos los tiempos.

Se detuvo en las grandes puertas correderas del cobertizo, con Angus entre él y Georgia. Miró hacia el sendero de entrada cubierto de barro congelado, hacia los abiertos portones de su granja. El cielo se estaba aclarando. Las negras y densas formaciones de nubes de deshacían y el sol brillaba de manera irregular entre los espacios que empezaban a abrirse.

El muerto, con su sombrero de fieltro negro, le devolvió la mirada desde la carretera. Estuvo allí un momento, mientras el sol permaneció detrás de una nube, de modo que el camino quedaba en sombra. Sonrió, mostrando sus dientes manchados. Cuando el sol se acercó a los bordes de la nube, dispuesto a salir de nuevo, Craddock desapareció. Primero se esfumaron la cabeza y las manos, de modo que sólo quedó allí un traje negro, erguido y vacío. Luego el traje también desapareció. Volvió a ser visible un momento después, cuando el sol se ocultó otra vez.

Levantó su sombrero hacia Jude e hizo una inclinación, un gesto burlón, curiosamente sureño. El sol salió y se fue una y otra vez, y el muerto apareció y desapareció como si fuera una intermitente señal en código morse.

– ¿Jude? -Georgia se había dado cuenta de que él y Angus estaban allí, inmóviles, mirando hacia el camino de entrada de la misma manera-. No hay nada allí, ¿no es cierto, Jude? -Ella no veía a Craddock.

– No -respondió él-. Nada.

El muerto volvió a aparecer el tiempo suficiente para hacer un guiño. Entonces se alzó una brisa suave y, en lo alto, el sol se abrió paso definitivamente, en un punto del cielo donde las nubes se habían deshilachado para convertirse en tiras de lana sucia. La luz brilló con intensidad sobre el camino, y el hombre muerto no volvió a ser visible.

Capítulo 15

Georgia le llevó a la sala de música, en el primer piso. Jude no sintió el brazo de la mujer alrededor de su cintura, dándole apoyo y guiándolo, hasta que ella lo soltó. Él se dejó caer en el sofá, quedándose dormido casi en el mismo momento en que levantó los pies del suelo.

Dormitó, luego despertó por un instante, con los ojos llorosos y la visión turbia, cuando Georgia se inclinó para cubrirlo con una manta de viaje. La cara de su novia era un círculo pálido, sin más rasgos característicos que la oscura línea de su boca y los agujeros negros que aparecían donde antes estaban sus ojos.

Sus párpados se hundieron al cerrarse. No podía recordar la última vez que había estado tan cansado. El sueño le dominaba, le estaba precipitando al abismo lentamente, ahogando la razón, eliminando los sentidos. Sumergido de nuevo en la terrible oscuridad, aquella imagen de Georgia se deslizó otra vez ante él, y una idea alarmante cruzó sus pensamientos, la de que sus ojos estaban escondidos detrás de garabatos negros. Estaba muerta, y habitaba con los fantasma*

Hizo esfuerzos para despertarse, y por un momento estuvo a punto de lograrlo. Abrió los ojos ligeramente. Georgia estaba en la puerta de la sala de música, mirándolo, con sus blancas manitas cerradas en pequeños puños blancos. Sus ojos eran los de siempre. Tuvo un momento de dulce alivio al verla.

Entonces descubrió al muerto en el pasillo, detrás de la chica. La piel de la cara estaba estirada por sobre los pómulos, y sonreía, mostrando los dientes manchados de nicotina.

Craddock McDermott hacía movimientos inertes, su desplazamiento era como una serie de fotografías de tamaño natural. En un momento, tenía los brazos en los costados. Al siguiente, una de sus demacradas manos estaba sobre el hombro de Georgia. Tenía las uñas amarillentas, largas y curvas. Los garabatos negros saltaban y se movían delante de los ojos.

El tiempo saltó hacia delante otra vez. Súbitamente, la mano derecha de Craddock estaba en el aire, en un punto muy alto, por encima de la cabeza de Georgia. La cadena de oro colgaba de esa mano. El péndulo situado en el extremo, una hoja curva de seis centímetros, un relámpago de filo plateado, cayó delante de los ojos de Georgia. La navaja se balanceó en arcos leves ante ella, y la chica la miró fijamente con los ojos, de pronto, muy abiertos. Parecía fascinada.

Otra foto fija apareció un instante después, y Craddock estaba inclinado hacia delante, en una pose que se diría congelada, con los labios cerca de la oreja de Georgia. El espectro no movía la boca, pero Jude podía escuchar los susurros, un ruido similar al de quien afila la hoja de un cuchillo sobre el cuero tenso.

Jude quería llamarla. Deseaba decirle que tuviera cuidado, que el muerto estaba justo al lado de ella, y que tenía que correr, tenía que alejarse, no debía escucharlo. Pero su boca estaba absolutamente cerrada, incapaz de producir sonido alguno, aparte de un irregular gemido. El esfuerzo requerido para mantener los párpados abiertos era más de lo que podía realizar, y se cerraron. Luchó contra el sueño, pero estaba débil, demasiado débil, una sensación poco habitual en él. Se hundió de nuevo y esta vez se quedó en el abismo.

Craddock le estaba esperando con su navaja, en el fondo del sueño. La hoja colgaba en el extremo de su cadena de oro ante la ancha cara de un vietnamita que no llevaba más ropa que un andrajo blanco sostenido por un cordel alrededor de la cintura, sentado en una silla de respaldo rígido, en una fría y húmeda habitación de hormigón. El vietnamita llevaba la cabeza afeitada, y tenía círculos rosados y brillantes en el cuero cabelludo, en las zonas en que lo habían quemado con electrodos.

Una ventana daba al lluvioso jardín delantero de Jude. Los perros estaban junto a los cristales, lo suficientemente cerca como para que su aliento se quedase pegado a ellos, empañándolos. Ladraban furiosamente, pero eran como perros que salieran en una televisión con el volumen apagado. Jude no escuchaba sonido alguno de los animales. Permanecía en silencio, en un rincón, rogando que nadie lo viera. La navaja se movía de un lado a otro delante de la asombrada y sudorosa cara del vietnamita.

– La sopa estaba envenenada -dijo Craddock. Hablaba en vietnamita, pero, tal como ocurre en los sueños, Jude entendía todo lo que decía-. Éste es el antídoto. -Hizo un gesto con la mano señalando una enorme jeringa colocada dentro de una caja negra con forma de corazón. En ella, junto a la jeringa, había un cuchillo con asa de teflón-. Sálvate.

El vietnamita cogió la jeringa y se la clavó, sin el menor titubeo, en su propio cuello. La aguja tenía unos diez centímetros de largo. Jude se estremeció y apartó la mirada, que giró de forma natural hacia la ventana. Los perros seguían al otro lado del cristal, saltando contra él, sin que se escuchara sonido alguno. Detrás de los animales, Georgia estaba sentada en un extremo de un balancín. Una niñita de pelo rubio pajizo, descalza y con un precioso vestido floreado estaba sentada en el otro extremo.

Georgia y la niña tenían los ojos vendados con telas rugosas, casi transparentes. El rubio y pálido cabello de la niña estaba recogido en una cola de caballo. Su rostro era totalmente inexpresivo. Aunque le resultaba vagamente conocida, pasó todavía un largo rato antes de darse cuenta, con un estremecimiento, de que estaba mirando a Anna cuando tenía nueve o diez años. Anna y Georgia subían y bajaban en el columpio.

Craddock hablaba ahora en inglés al prisionero.

– Voy a tratar de ayudarte. Estás metido en problemas, ¿me entiendes? Pero yo puedo ayudarte, y todo lo que tienes que hacer es escuchar atentamente. No pienses. Sólo escucha el sonido de mi voz. Se acerca el anochecer. Ya es casi el momento. Al llegar la noche es cuando encendemos la radio y escuchamos la voz. Hacemos lo que el hombre de la radio nos ordena hacer. Tu cabeza es una radio, y mi voz es la única emisión.

Jude volvió a mirar y Craddock ya no estaba allí. En su lugar, donde había estado sentado un momento antes, se veía ahora una radio pasada de moda, con la parte frontal iluminada por una luz verde. La voz del fantasma salía de ella:

– Tu única oportunidad de vivir es hacer lo que yo ordene. Mi voz es lo único que oyes.

Jude sintió frío en el pecho, no le gustaba el rumbo que tomaba todo aquello. Se levantó, y en tres pasos llegó junto a la mesa. Quería librarse y librar al prisionero de la voz de Craddock. Jude se apoderó del cable de alimentación de la radio, justo a la altura del enchufe en la pared, y tiró de él. Se produjo un chispazo de color azul, y sintió una descarga en la mano. Retrocedió, dejando caer el cable al suelo. De todas maneras, la radio continuó funcionando.

– Ha llegado el anochecer. Por fin ha llegado el anochecer. Ha llegado el momento. ¿Ves el cuchillo en la caja? Puedes cogerlo. Es tuyo. Tómalo. Feliz cumpleaños.

El vietnamita miró con cierta curiosidad la caja con forma de corazón y cogió el cuchillo. Lo miró por un lado y por el otro, girándolo de modo que la hoja lanzaba destellos al iluminarse.

Jude se acercó para mirar bien la parte frontal de la radio. Le molestaba la mano derecha, que aún le latía después del latigazo eléctrico que había recibido. Le resultaba difícil moverla. No vio ningún botón de encendido, de modo que hizo girar el dial, trató de silenciar la voz de Craddock cambiando de emisora. El aparato emitió un sonido que Jude creyó, en un primer momento, que eran interferencias, pero de inmediato se dio cuenta de que era el murmullo constante, monótono, de una gran multitud, mil voces haciéndose oír a la vez.

Luego escuchó la voz de un hombre que tenía el tono experimentado de los locutores famosos de la década de 1950:

– Stottlemyre los está hipnotizando hoy con esas bolas que lanza con efecto, y allá va Tony Conigliaro. Ustedes probablemente han oído decir que no se puede obligar a que las personas hagan cosas que no quieren hacer cuando están hipnotizadas. Pero aquí pueden ver que eso sencillamente no es verdad, porque hemos podido comprobar que Tony C. no quería realmente batear esa última bola. Cualquiera puede conseguir que otro haga algo horrible. Sólo hay que ablandarlos bien. Permítanme demostrar lo que quiero decir con Johnny Amarillo, que está aquí. Johnny, los dedos de tu mano derecha son serpientes venenosas. ¡No permitas que te muerdan!

El vietnamita se echó de golpe hacia atrás en la silla, retrocediendo sobresaltado. Las ventanas de su nariz se dilataron y sus ojos se entrecerraron, con un fiero y súbito aire de determinación. Jude se volvió. Sus talones hicieron crujir el suelo. Gritó, dicién-dole que se detuviera, pero antes de que pudiera hablar el preso vietnamita ya había golpeado con el cuchillo.

Los dedos cayeron de su mano, pero en realidad eran cabezas de serpientes, negras, brillantes. El prisionero automutilado no gritó. Su cara húmeda y de color marrón estaba iluminada por una expresión de triunfo. Levantó la mano derecha para mostrar los muñones de sus dedos, casi con orgullo, mientras la sangre salía a borbotones para deslizarse hacia abajo por el brazo.

– Este grotesco acto de automutilación les ha sido presentado por cortesía de naranjas Moxie. Si usted no ha probado una Moxie, ha llegado el momento de acercarse a la fuente y descubrir por qué Mickey Mantle dice que son de lo mejor… Retiradas a un lado para…

Jude se volvió, se tambaleó hacia la puerta. Notó un sabor a vómito en la parte de atrás de su garganta, sintió olor a devuelto al soltar aire. En la periferia misma de su visión, pudo ver la ventana y el balancín. Todavía estaba subiendo y bajando. No había nadie en él. Los perros permanecían echados de lado, dormidos en el césped.

Empujó la puerta y bajó ruidosamente los dos peldaños torcidos, hacia el polvoriento patio delantero de la granja de su padre. Éste estaba sentado de espaldas a él, sobre una piedra, afilando su navaja recta con un afilador de cuero negro. El ruido sonaba como la voz del muerto, o tal vez era al revés, Jude ya no estaba seguro. Un cubo de acero lleno de agua estaba sobre la hierba, junto a Martin Cowzynski, y un sombrero de fieltro negro flotaba en su interior. La visión del sombrero en el agua era horrible. Al verlo, Jude sintió deseos de gritar.

La luz del sol era intensa, y un resplandor constante le daba directamente en la cara. Se tambaleó por el golpe de calor que recibió, giró sobre los talones y alzó la mano para protegerse los ojos. Martin apoyó la navaja sobre el afilador, y del cuero negro cayó sangre en espesas gotas. Cuando Martin pasó la navaja hacia delante, el afilador de cuero susurró la palabra «muerte». Al retirar la hoja, hizo un ruido entrecortado que sonó como la palabra «amor». Jude no se detuvo para hablar con su padre, sino que continuó avanzando hacia la parte posterior de la casa.

Martin le llamó, y el interpelado le dirigió una mirada de soslayo, sin poder evitarlo. Su padre tenía puestas unas gafas de sol para ciegos, dos lentes negras redondas con marcos de plata. Brillaban cuando les daba la luz del sol.

– Jude. Tienes que volver a la cama, muchacho. Estás ardiendo. ¿Adonde crees que vas disfrazado de esa manera?

Jude se miró a sí mismo y vio que llevaba puesto el traje del muerto. Sin alterar el paso, comenzó a tirar de los botones de la chaqueta, tratando de desabrocharlos mientras avanzaba. Pero su mano derecha estaba entumecida y torpe, sentía como si fuera él quien acababa de cortarse los dedos. Los botones no se soltaban. A los pocos pasos, desistió. Se sentía descompuesto, asándose al sol de Luisiana, hirviendo dentro de su traje negro. El padre habló de nuevo:

– Parece que vayas a un funeral. Ten cuidado. Podría ser el tuyo.

Un cuervo que se había posado en el cubo de agua donde había estado el sombrero levantó el vuelo moviendo furiosamente las alas y salpicó a Jude cuando pasó tambaleándose como un borracho. Dio un paso más y llegó junto al Mustang. Se dejó caer dentro del coche y cerró la puerta de golpe.

A través del parabrisas, veía la moderna carrocería moviéndose como una imagen reflejada en el agua. Efecto de la reverberación. Estaba empapado de sudor y jadeaba en busca de aliento, metido en el traje del muerto, que estaba demasiado caliente, era demasiado negro, demasiado rígido. Algo olía ligeramente a quemado. El calor era mayor en la mano derecha. La sensación que tenía en ella no podía ser descrita como dolor. Era, más bien, un peso envenenado, hinchado, no por acumulación de sangre sino de mineral licuado.

La radio digital XM había desaparecido. En su lugar estaba la radio original del Mustang, una AM de serie. Cuando la encendió, su mano derecha estaba tan caliente que dejó una borrosa huella de piel derretida del pulgar en el botón del dial.

– Si hay una palabra que puede hacer cambiar vuestras vidas, amigos míos -decía en la radio una voz, urgente, melodiosa, inconfundiblemente sureña-, si hay sólo una palabra, permítanme decírsela. ¡Esa palabra es «Divinoyeternojesús!».

Jude apoyó la mano en el volante. El plástico negro empezó a reblandecerse de inmediato, derritiéndose para adaptarse a la forma de sus dedos. Observó aturdido, curioso. El volante comenzaba deformarse, fundiéndose.

– Sí, si conservas esa palabra en tu corazón, la abrazas junto a tu corazón, la acunas como lo haces con tus hijos, puede salvar tu vida, realmente puede salvarla. Yo lo creo. ¿Escucharás mi voz ahora?

Una vez más, la voz radiofónica tomó súbitamente derroteros siniestros:

– ¿Escucharás sólo mi voz? He aquí otra palabra que puede hacer que tu mundo se revolucione y abras los ojos a las infinitas posibilidades del alma viviente. Esa palabra es «anochecer». Permíteme repetirla otra vez. «Anochecer». Finalmente, el anochecer. Los muertos arrastran a los vivos hacia el fondo. Recorreremos el camino de la noche, el sendero de la gloria juntos, aleluya.

Jude quitó la mano del volante y la puso sobre el asiento, que comenzó a echar humo. Alzó el brazo y lo agitó, pero entonces el humo negro ya estaba saliendo de la manga, del interior de la chaqueta del muerto. El viejo coche marchaba por un extraño camino, un trecho largo, recto y asfaltado que avanzaba por el bosque del sur, con los árboles estrangulados por enredaderas que ahogaban todos los espacios entre troncos y ramas. El asfalto parecía torcido y distorsionado a lo lejos, visto entre las ondas de calor que subían desde el suelo.

El sonido de la radio se interrumpía por momentos, y a veces podía escuchar el fragmento de alguna otra cosa, superponiéndose la música a la voz del predicador de la radio, que en realidad no era un predicador, sino Craddock, que usaba la boca de otra persona. Se oía una canción doliente y arcaica, quizá de un disco de música folclórica, triste y dulce al mismo tiempo, interpretada con una sola guitarra que sonaba en modo menor. «Puede hablar, pero no puede cantar», pensó Jude, que razonaba sin sentido aparente.

El olor reinante en el automóvil era cada vez peor, un tufo de lana que comenzaba a chisporrotear y a quemarse. Jude también entraba en combustión. El humo ya salía de las dos mangas y del interior del cuello. Apretó los dientes y empezó a gritar. Siempre supo que terminaría de esa manera: quemado. Siempre supo que la rabia es inflamable, difícil de conservar indefinidamente bajo presión, como la había mantenido toda su vida. El Mustang avanzaba por interminables caminos secundarios, con el humo negro saliendo del capó, escapando por las ventanillas, de modo que apenas podía ver a través de semejante nube. Los ojos le ardían, la visión se hizo borrosa, obstaculizada también por las lágrimas. No importaba. No necesitaba ver hacia dónde se encaminaba. Pisó el pedal.


Jude se despertó de un salto, con una sensación muy desagradable de calor en la cara. Estaba echado sobre el brazo derecho, y cuando se incorporó no sentía la mano. Aunque ya despierto, aún podía percibir el hedor de algo que se estaba quemando, un olor como de pelo chamuscado. Se miró a sí mismo, medio esperando verse vestido con el traje del muerto, como en su pesadilla. Pero no, todavía llevaba su viejo y descuidado albornoz sobre la ropa interior.

El traje. La clave era el traje. Todo lo que tenía que hacer era venderlo otra vez. Tanto al traje como al fantasma. Resultaba tan obvio que no supo por qué había tardado tanto en llegar a esa conclusión. Alguien lo querría; tal vez mucha gente querría poseerlo. Había visto a sus admiradores patalear, gritar, morder y arañar, peleándose por los palillos de percusión arrojados a la multitud. Estaba seguro de que desearían hacerse con un fantasma de la casa de Judas Coyne. Algún estúpido desgraciado se lo quitaría de las manos, y el fantasma partiría. Lo que le ocurriera al comprador después no afectaba demasiado a la conciencia de Jude. Su propia supervivencia, y la de Georgia, le preocupaban más que cualquier otra cosa.

Se levantó, tambaleándose, y flexionó la mano derecha. La sangre empezaba a circular de nuevo, causándole una sensación de helado escozor. Iba a dolerle mucho.

La luz, pálida y débil después de atravesar los visillos, era distinta ahora. Se había desplazado a otro lado de la habitación. Era difícil precisar cuánto tiempo había dormido.

El olor, aquel hedor a algo que se estaba quemando, le impulsó a ir abajo, a la oscurecida sala principal, a la cocina y a la despensa. La puerta que daba al patio trasero estaba abierta. Allí se encontraba Georgia, visiblemente muerta de frío, con una chaqueta vaquera negra y una camiseta de Los Ramones que dejaba a la vista la curva suave y blanca de su abdomen. Tenía unas tenazas en la mano izquierda. Su aliento se transformaba en vapor al contacto con el aire frío.

– Sea lo que fuere lo que estés cocinando, lo estás echando a perder -le dijo Jude, señalando el humo con un movimiento de la mano.

– De ninguna manera -replicó ella, y le dedicó una sonrisa orgullosa y desafiante. En ese instante, la chica estaba tan hermosa que era un poco sobrecogedora: la blancura de su garganta, el hueco que aparecía en ella, la delicada línea de sus apenas visibles clavículas-. Comprendí lo que teníamos que hacer. He descubierto la manera de hacer que el fantasma se vaya.

– ¿Y cómo es eso? -quiso saber Jude.

Ella recogió algo con las tenazas y luego lo levantó. Era una solapa de tela negra, en llamas.

– El traje -explicó-. Lo he quemado.

Capítulo 16

Una hora después ya había anochecido. Jude estaba sentado en el estudio, mirando cómo desaparecía del cielo la última luz del día. Tenía una guitarra en el regazo. Necesitaba pensar. Guitarra, reflexión. Las dos cosas iban juntas.

Estaba en una silla, orientada para mirar hacia una ventana que daba al cobertizo, la caseta de los perros y los árboles situados al otro lado. Jude la había abierto un poco. El aire que entraba llevaba en su seno una sensación punzante. No le molestó. Necesitaba aire fresco, agradecía el olor a manzanas pasadas y hojas caídas, típico de mediados de octubre. Era un alivio, comparado con el hedor de los gases de tubo de escape. Incluso después de una ducha y cambiarse de ropa, todavía notaba en sí mismo aquella desagradable peste.

Jude estaba de espaldas a la puerta, y cuando Georgia entró en la habitación vio su reflejo. Llevaba un vaso de vino tinto en cada mano. El vendaje del dedo pulgar la obligaba a sostener con torpeza uno de los recipientes, y se derramó un poco de líquido encima cuando se dejó caer de rodillas junto a la silla. Se lamió la piel para quitarse el vino, y luego puso un vaso frente a él, sobre el altavoz colocado cerca de sus pies.

– No volverá -dijo-. El muerto. Te lo aseguro. Al quemar el traje se ha ido. Un rapto de genialidad. Además, había que eliminar esa cosa de mierda. ¡Adiós! Lo he envuelto en dos bolsas de basura antes de bajarlo, y aun así creía que iba a vomitar por el mal olor, que no desaparecía.

Pensó decirle: «Él quería que lo quemaras». Pero no lo hizo. A ella no le haría ningún bien saberlo, y además, de todas maneras, ya estaba hecho.

Georgia entornó los ojos, estudiando su expresión. Las dudas debían de reflejarse en su cara, porque la chica se sintió inquieta.

– ¿Crees que volverá? -Cuando Jude no respondió, se inclinó sobre él y habló otra vez. Su voz era baja; el tono, urgente-. Entonces, ¿por qué no nos vamos? Alquila una habitación en la ciudad y huyamos de este lugar.

Jude pensó en ello. Meditó su réplica largamente, con esfuerzo. Suspiró y habló.

– No pienso que sirva para nada eso de salir corriendo. No quiere apoderarse de la casa. Me quiere a mí. No puedo huir de mí mismo.

Era una parte importante del problema…, pero sólo una parte. El resto era demasiado difícil de expresar con palabras. Quedaba la impresión angustiosa de que todo lo ocurrido hasta ese momento tenía sus razones para haber ocurrido. Las razones del hombre muerto. Aquellas palabras, «operaciones psicológicas», brotaron en la mente de Jude acompañadas de una sensación de frío. Se preguntó otra vez si el fantasma no estaría tratando de provocar que él huyera, y de ser así por qué lo haría. Tal vez la casa, o algo en la casa, le ofreciera cierta ventaja a Jude, aunque, por más que lo intentaba, no podía descubrir cuál era.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que debes largarte? -preguntó Jude bruscamente.

– Hoy casi te mueres -replicó Georgia-. No sé qué está ocurriendo contigo, pero no me voy a ninguna parte. No quiero perderte de vista nunca más. Además, tu fantasma a mí no me ha hecho nada. Apuesto lo que quieras a que no puede tocarme siguiera.

Pero Jude había visto a Craddock susurrando en la oreja de la joven. No podía olvidar la expresión afligida de la cara de Georgia mientras el muerto sostenía ante sus ojos la navaja colgada de una cadena. Y tampoco se le iba de la cabeza la voz de Jessica Price en el teléfono, su forma de hablar campesina, lenta y venenosa: «Usted no vivirá, y nadie que le preste ayuda o le consuele vivirá».

Craddock podía llegar hasta Georgia. Ella tenía que irse. Jude lo veía claramente en ese momento; pero, de todas maneras, la idea de obligarla a marcharse, de despertar solo en medio de la noche y encontrar al muerto allí, sobre él, en la oscuridad, le daba miedo, le debilitaba. Si la mujer se marchaba, Jude presentía que con ella se iría todo lo que le quedaba de fortaleza. No sabía si iba a poder soportar la noche y el silencio sin ella cerca. La admisión de su necesidad, tan simple e inesperada, le produjo un breve y desagradable momento de vértigo. Era un hombre que le temía a las alturas, que veía el suelo alejarse de él mientras la rueda de un mecanismo gigante lo arrastraba inexorablemente al cielo.

– ¿Y Danny? -le recordó Jude. Le pareció que su propia voz sonaba muy tensa, con un timbre diferente al habitual. Se aclaró la garganta-. Danny piensa que es peligroso.

– ¿Qué le ha hecho a Danny, en realidad, ese fantasma? Ha visto algo, se ha asustado y ha huido para salvar su vida. No es que le haya hecho nada en concreto.

– El hecho de que el fantasma no le haya hecho nada no quiere decir que no pueda hacerlo. Mira lo que me ha pasado a mí esta tarde.

Georgia asintió con la cabeza. Bebió de un trago el resto de su vino, luego le miró a la cara, con ojos brillantes e inquisitivos.

– ¿Me juras, entonces, que no te has encerrado en el cobertizo con la intención de matarte? ¿Me lo juras, Jude? No te enfades por la pregunta. Tengo que saberlo.

– ¿Crees que soy capaz de hacer algo así? -preguntó él.

– Cualquiera puede serlo.

– Yo no.

– Cualquiera. Yo traté de hacerlo. Pastillas. Bammy me encontró desmayada en el suelo del baño. Tenía los labios azules. Apenas respiraba. Tres días después de terminar en el instituto. Luego vinieron mi madre y mi padre al hospital, y mi padre dijo: «Ni siquiera eso has podido hacerlo bien».

– Imbécil.

– Sí. Bastante.

– ¿Por qué quisiste matarte? Supongo que tendrías una buena razón.

– Porque hacía el amor con el mejor amigo de mi padre. Desde los trece años. Era un tipo cuarentón que también tenía una hija. Algunas personas se enteraron. Su misma hija se enteró. Era mi amiga. Me dijo que le había destruido la vida. Me llamó puta. -Georgia hizo girar el vaso hacia un lado y hacia otro, observando el rayo de luz que se movía por el borde-. Era difícil discutírselo. Él me había regalado cosas, y yo nunca había rechazado sus regalos. Por ejemplo, una vez me trajo un suéter nuevo con cincuenta dólares en el bolsillo. Dijo que el dinero era para que me comprara zapatos que hicieran juego con el jersey. Le dejé hacerme el amor por el dinero de los zapatos.

– Diablos. Eso no era una razón suficiente para suicidarte-reaccionó Jude-. En todo caso lo sería para matarlo a él. -Ella se rió-. ¿Cómo se llamaba?

– George Ruger. Ahora es vendedor de coches usados, en mi pueblo. Jefe del comité directivo del Partido Republicano del condado.

– La próxima vez que pase por Georgia, me detendré un momento allí para matar a ese hijo de puta. -La joven se rió otra vez-. O por lo menos haré que su culo se hunda totalmente en la arcilla de Georgia -afirmó Jude, y tocó los primeros compases de Actos sucios.

Ella levantó la copa de vino que estaba en el altavoz, la alzó en un brindis por él y bebió un sorbo.

– ¿Sabes que es lo mejor de ti? -le preguntó ella.

– No tengo la menor idea.

– Nada te escandaliza. Quiero decir que te he contado todo eso y tú no has pensado que yo…, no sé…, que mi vida estaba arruinada. Definitivamente deshecha.

– Tal vez sí me escandaliza, pero no me importa.

– Sí te importa -dijo ella. Puso una mano sobre el tobillo de Jude-. Y nada te asusta.

Dejó pasar el comentario, no dijo que le resultó fácil adivinar el intento de suicidio, el padre al que nada le importaba, el amigo de la familia que abusó sexualmente de ella casi desde la primera vez que la vio, con el collar de perro al cuello, el pelo organizado en penachos irregulares y la boca pintada con lápiz blanco hasta parecer la capa de azúcar glaseado de un pastel.

– ¿Y a ti qué te ocurrió? -dijo ella-. Es tu turno.

Movió el tobillo para librarse de la mano de la chica.

– No me interesan los concursos para ver quién ha sufrido más.

Miró por la ventana. Ya no quedaba nada de luz, salvo un destello broncíneo, pálido y rojizo detrás de los árboles sin hojas. Jude miró su propio reflejo, semitransparente, en el vidrio; su cara larga, arrugada, demacrada, con una barba negra que le llegaba casi al pecho. Era un fantasma exangüe, de rostro horrible.

– Hablame -insistió Georgia- de esa mujer que te ha enviado el fantasma.

– Jessica Price. Y no me lo envió así sin más. Recuerda, me engañó para que pagara por él.

– Correcto. ¿En eBay o algún otro lugar como ése?

– No. Un sitio diferente, un clon de tercera categoría. Parecía una vulgar subasta de Internet. No tenía nada de especial, salvo el producto ofrecido. La individua organizó todo entre bastidores para asegurarse de que yo la ganara. -Jude vio nacer una pregunta en los ojos de Georgia y la respondió antes de que ella pudiera hablar-. Desconozco la razón por la que se tomó todo ese trabajo. No puedo decirte nada, no lo sé. Pero tengo la sensación de que no podía enviármelo sin más, por correo. Era obligado que yo aceptase hacerme cargo de él. Estoy seguro de que en eso hay algún mensaje moral profundo.

– Sí -confirmó Georgia-. Sigue con eBay. No aceptes ningún sustituto. -Probó un poco de vino, se lamió los labios y luego continuó-. ¿Y todo esto es porque su hermana se suicidó? ¿Por qué piensa ella que tuviste la culpa? ¿Te reprocha algo que escribiste en alguna de tus canciones? ¿Es como cuando aquel muchacho se mató después de escuchar a Ozzy Osborne? ¿Has escrito alguna letra que diga que el suicidio está bien, o algo por el estilo?

– No. Ni tampoco lo hizo Ozzy.

– Entonces, no comprendo por qué está tan enfadada contigo. ¿Os conocéis de alguna manera? ¿Conocías a la muchacha que se suicidó? ¿Te escribió descabelladas cartas de admiradora?

– Vivió conmigo por un tiempo. Como tú -confesó Jude.

– ¿Como yo? ¡Oh!

– Tengo noticias sensacionales para ti, Georgia: yo no era virgen cuando te conocí. -Su voz le parecía distante y extraña a él mismo.

– ¿Cuánto tiempo vivió aquí?

– No sé. Ocho, nueve meses. Desde luego, más de la cuenta.

La chica pareció reflexionar sobre el último comentario de Jude.

– Llevo viviendo contigo unos nueve meses.

– ¿Y qué?

– ¿Me he quedado más tiempo de lo debido? ¿Nueve meses es el límite? ¿Entonces llega el momento de buscar un coño nuevo? Dime, ¿era rubia y decidiste que había llegado el momento de acostarse con una morena?

Él apartó las manos de la guitarra.

– Me daba igual que fuera rubia. Era una loca, por eso la eché. Supongo que no se lo tomó bien.

– ¿Qué quieres decir con eso de que era una loca?

– Quiero decir que era una maniacodepresiva. Cuando estaba maniaca, era una amante espectacular. Cuando estaba depresiva, daba demasiado trabajo.

– ¿Tenía problemas mentales, y tú la abandonaste?

– No había compromiso alguno de llevarla de la mano el resto de sus días. Como tampoco lo tengo contigo. Te diré otra cosa, Georgia, si tú crees que nuestra historia terminará con un «y vivieron felices para siempre», entonces te has metido en el cuento de hadas equivocado. -A medida que hablaba se daba cuenta de que había encontrado la manera de herirla y deshacerse de ella. En ese momento comprendió que había llevado inconscientemente la conversación hacia ese preciso punto. Volvió a rondarle la idea de que herirla lo suficiente como para que se marchara, aunque fuera por poco tiempo, una noche, unas horas, podría ser la última cosa buena que hiciera por ella. Ofenderla era sinónimo de salvarla.

– ¿Cómo se llamaba la muchacha que se mató?

Quiso decir «Anna», pero dijo «Florida».

Georgia se puso de pie con rapidez, tanta que se tambaleó y dio la impresión de que podía caerse. Jude pudo haber extendido la mano para tranquilizarla, pero no lo hizo. Era mejor que se sintiera herida. La cara de la chica se puso blanca y se trastabilló hacia atrás. Lo miró, perpleja y herida…, y luego sus ojos se entornaron, como si estuviera enfocándole el rostro.

– No -dijo respirando suavemente-. No conseguirás que me vaya. Sé que es lo que buscas. Puedes soltarme toda la mierda que quieras, pero me quedaré, Jude.

Con cuidado, dejó el vaso que tenía en la mano en el borde del escritorio. Se apartó de él y luego se detuvo en la puerta. Giró la cabeza, pero no pareció poder mirarlo directamente a la cara.

– Voy a dormir un poco. Y tú te vienes también a la cama. -Era una orden, no un ruego.

Jude abrió la boca para responder y descubrió que no tenía nada que decir.

Cuando Georgia dejó la habitación, apoyó delicadamente la guitarra contra la pared y se puso de pie. Su pulso se aceleró, las piernas estaban inestables. Eran las manifestaciones físicas de una emoción que tardó un poco en identificar. Estaba muy poco acostumbrado a la sensación de alivio.

Capítulo 17

Georgia no estaba allí. Eso fue lo primero que notó. Se había ido, y todavía era de noche. Soltó aire, y con ello creó una nube de vapor blanco en la habitación. Empujó la única sábana delgada que le cubría, y salió de la cama. Luego se abrazó a sí mismo, víctima de un breve acceso de temblores.

La idea de que ella estuviera levantada y vagando por la casa le alarmó. Todavía tenía la cabeza confusa por el sueño. La temperatura de la habitación no debía estar muy lejos de los cero grados. Sería razonable pensar que Georgia había ido a ver qué ocurría con la calefacción, pero Jude sabía que no era así. Ella también había dormido mal, dando vueltas y hablando entre sueños. Desvelada, podría haberse levantado para ver la televisión, pero tampoco creía que eso fuera lo ocurrido.

Estuvo a punto de llamarla a gritos, pero lo pensó mejor. Se acobardó ante la posibilidad de que no contestara, de que su llamada fuese respondida por un intenso silencio. No. Nada de gritar. Nada de dar vueltas de un lado a otro. Sintió que si salía corriendo del dormitorio y recorría la casa a oscuras, llamándola, inevitablemente le dominaría el pánico. Además, la oscuridad y el silencio del dormitorio le horrorizaban. Se dio cuenta de que le daba miedo ir a buscarla, le aterrorizaba lo que pudiera estar esperándolo al otro lado de la puerta.

Mientras permanecía allí, inmóvil, percibió un murmullo gutural, el ruido de un motor en marcha. Dirigió su mirada al techo. Estaba iluminado con una luz blanca como el hielo. Eran los faros de algún vehículo que apuntaban desde abajo, desde el sendero de entrada. Se escuchó el ladrido de los perros.

Jude se dirigió a la ventana y descornó la cortina.

La furgoneta aparcada delante de la casa había sido azul alguna vez, pero tenía por lo menos veinte años y era evidente que nunca la habían repintado en ese tiempo, por lo que se había desteñido hasta adquirir un extraño color ahumado. Era un Chevy, un vehículo de trabajo. Jude había desperdiciado dos años de su vida con una llave inglesa en la mano en un taller de automóviles, cobrando 1,75 dólares por hora, y se dio cuenta por el murmullo profundo y violento del motor encendido de que tenía un peso grande bajo el capó. La parte delantera era agresiva y amenazante, con un ancho parachoques plateado que parecía el protector bucal de un boxeador. Había un refuerzo metálico sobre la parrilla delantera. Lo que en un primer momento había confundido con los faros era en realidad un par de reflectores agregados al protector metálico, que lanzaban dos rayos de intensa luz que brillaban en la noche. La furgoneta se alzaba más de un metro del suelo, sobre cuatro neumáticos de gran tamaño. Era un vehículo diseñado para recorrer caminos inundados, para moverse por las huellas abiertas entre los arbustos espesos del sur profundo, en lo más inaccesible de los pantanos. El motor estaba en marcha. No había nadie en la furgoneta.

Los perros se lanzaban contra la pared de tela metálica de la caseta, con un estrépito regular, aullando como locos al vehículo vacío. Jude miró hacia la entrada, en dirección al camino. Los portones estaban cerrados. Había que conocer un código de seguridad de seis dígitos para poder abrirlos.

Era el vehículo del muerto. Jude lo supo en el preciso momento en que lo vio. Tuvo una certeza total y tranquila. Su siguiente pensamiento fue: «¿Adonde vamos, viejo?».

Sonó el teléfono, junto a la cama. Jude dio un respingo y soltó la cortina. Se volvió y miró. El reloj colocado junto al teléfono marcaba las 3:12. El teléfono sonó otra vez.

Jude se dirigió a él, caminando de puntillas, rápidamente, sobre las frías tablas del suelo. Lo miró. Sonó por tercera vez. No quería responder. Tenía la certeza de que era el muerto, y no quería hablar con él. Jude no quería escuchar la voz de Craddock.

– Mierda -dijo, reponiéndose, y descolgó-. ¿Quién es?

– Hola, jefe. Soy Dan.

– ¿Dánny? Son las tres de la mañana.

– Oh. No sabía que fuera tan tarde. ¿Estaba dormido?

– No. -Jude se quedó en silencio, esperando.

– Lamento haberme ido como lo hice.

– ¿Estás borracho? -preguntó Jude. Volvió a mirar por la ventana. La intensa luz azul de los reflectores hacía brillar los bordes de las cortinas-. ¿Me llamas a estas horas, ebrio, porque quieres recuperar tu trabajo? Porque si es así, no es éste precisamente el mejor momento, maldición.

– No. No puedo… No puedo volver, Jude. Sólo llamaba para decir que lo lamento. Que lamento haber hablado del fantasma en venta. Tenía que haber mantenido la boca cerrada.

– Vete a la cama.

– No puedo.

– ¿Qué demonios te ocurre?

– Estoy fuera, caminando en la oscuridad. Ni siquiera sé dónde estoy.

Jude sintió que se le erizaba la piel de los brazos. La mera imagen de Danny en la calle, en algún lugar, yendo de un lado a otro en la oscuridad, le perturbó más de lo debido, más de lo razonable.

– ¿Cómo has llegado ahí?

– Simplemente, salí a caminar. No sé por qué.

– Jesús, estás muy borracho. Mira a tu alrededor, busca algún cartel con el nombre de la calle y llama a un maldito taxi -dijo Jude, y colgó.

Se alegró de soltar el aparato. No le había gustado el tono de confusión mórbida y desdichada de Danny.

No es que el muchacho hubiera dicho nada increíble o improbable. Lo que pasaba era que nunca antes habían tenido una conversación como aquélla. Danny jamás había llamado a esas horas de la noche, y nunca bebido, a ninguna hora. Era difícil imaginarlo yendo a dar un paseo a las tres de la mañana, o alejándose tanto de su casa como para perderse. A pesar de todos los defectos que pudiera tener, el joven poseía la virtud de enfrentarse a los problemas para resolverlos. Por eso mismo Jude lo había retenido en la nómina durante ocho años. Incluso estando borracho, Danny no habría llamado a Jude si no supiera dónde estaba. Antes se habría acercado a algún establecimiento abierto para buscar información. Habría detenido a un coche-patrulla policial. Habría hecho cualquier cosa.

No. Allí había gato encerrado. La llamada telefónica y el vehículo del muerto en el caminillo de la entrada debían ser dos partes de la misma cosa. Jude lo sabía. Sus nervios se lo decían. La cama vacía se lo confirmaba.

Volvió a mirar la cortina, iluminada desde atrás por aquellos reflectores. Los perros se estaban volviendo locos en su encierro.

Georgia. Lo que importaba en ese momento era encontrar a Georgia. Luego podrían pensar sobre la presencia de aquella furgoneta. Juntos serían capaces de entender la situación.

Jude miró la puerta que daba al pasillo. Movió los dedos, pues tenía las manos entumecidas por el frío. No deseaba salir, no quería abrir la puerta y ver a Craddock sentado en aquella silla, con el sombrero sobre las rodillas y la navaja prendida en una cadena colgando de la mano.

Pero la idea de ver al muerto otra vez, de enfrentarse a lo que viniese después, sólo le frenó un momento más. Luego se liberó del miedo para dirigirse a la puerta, y la abrió.

– Vamos -dijo hacia quien estuviera en el pasillo, sin antes comprobar siquiera si había alguien allí.

No había nadie.

Jude se detuvo, escuchando su propia respiración, ligeramente agitada, en el siniestro silencio de la casa. El largo pasillo estaba envuelto en sombras, la silla colonial colocada junto a la pared seguía vacía. No. No estaba vacía. Sobre ella había un sombrero de fieltro negro.

Unos ruidos amortiguados y distantes atrajeron su atención. Era un murmullo de voces procedente de un televisor, y el estrépito distante de las olas. Apartó los ojos del sombrero de fieltro y miró al final del pasillo. Una luz azul parpadeaba en las rendijas de la puerta del despacho. Seguramente Georgia estaba allí viendo la televisión, después de todo.

Jude vaciló ante la puerta, escuchando. Oyó una voz que gritaba en español, una voz de la televisión. El sonido de las olas era más fuerte. Jude tuvo entonces la intención de llamarla por su nombre, Marybeth, no Georgia, sino Marybeth, pero algo terrible ocurrió cuando quiso hacerlo: su respiración le abandonó. Sólo podía emitir un resuello con el débil sonido de su nombre.

Abrió la puerta.

Georgia estaba al otro lado de la habitación, en el sillón reclinable, delante de la pantalla plana de televisión. Desde donde estaba, sólo podía verle la nuca, la esponjosa madeja de su pelo negro, rodeada por un nimbo de luz azul. La cabeza impedía ver lo que había en la televisión, aunque distinguió palmeras y cielo azul tropical. Por lo demás, reinaba la oscuridad. Las luces de la habitación estaban apagadas.

No respondió cuando él habló.

– Georgia -dijo, y su siguiente idea fue que estaba muerta. Cuando llegara a ella, descubriría que tenía los ojos extrañamente abiertos.

Comenzó a acercarse, pero había avanzado solamente un par de pasos cuando sonó el teléfono del escritorio.

En ese momento la pantalla del televisor le resultaba lo suficientemente visible como para poder ver a un mexicano regordete, con gafas de sol y ropa deportiva de color beige, de pie junto a un camino de tierra, en algún lugar boscoso. Jude supo entonces lo que ella estaba contemplando, aunque no lo había visto en varios años. Era la película pornográfica del asesinato.

Cuando sonó el teléfono, la cabeza de Georgia pareció moverse un poco y creyó escuchar que soltaba, tensa, un suspiro contenido. No estaba muerta, por tanto. Pero no tuvo otra reacción, no miró, no se levantó para responder.

Dio un paso hacia el escritorio y cogió el teléfono al segundo tono.

– ¿Eres tú, Danny? ¿Sigues todavía perdido? -preguntó Jude.

– Sí -respondió el otro con una risa débil-. Todavía perdido. Estoy en un teléfono público, quién sabe dónde. Es gracioso, casi ya no se ven teléfonos públicos.

Georgia no giró la cabeza al oír la voz de Jude, no apartó la mirada del televisor.

– Supongo que me has llamado porque quieres que vaya a buscarte -dijo Jude-. Estoy muy ocupado en este momento. Si tengo que ir a buscarte, lo mejor será que sigas perdido.

– Ya lo he descubierto, jefe. Ya sé cómo he llegado a este lugar. A esta carretera en la oscuridad.

– ¿Cómo ha sido?

– Me he matado. Me he colgado hace unas horas. Esta carretera oscura…, esto está muerto.

El cuero cabelludo de Jude se erizó, con una sensación de temblor, helada, casi dolorosa. La voz del secretario siguió sonando:

– Mi madre se colgó precisamente de la misma manera. Pero lo hizo mejor. Se rompió el cuello. Murió en el acto. Yo he perdido la calma en el último momento. No he caído con la fuerza suficiente. Me he estrangulado lentamente, hasta morir.

Del televisor, al otro lado de la habitación, llegaban ruidos ahogados, como si alguien estuviera siendo estrangulado hasta morir. Y de eso se trataba. El difunto Danny continuó explicándose:

– Ha durado bastante, Jude. Recuerdo haber estado balanceándome durante mucho tiempo. Mirando mis pies. Estoy recordando muchas cosas ahora.

– ¿Por qué lo has hecho?

– El me obligó. El muerto. Vino a mí. Yo iba a volver a la oficina, a buscar esas cartas para usted. Creía que por lo menos tenía que hacer eso. Empezaba a pensar que no debía haberme apartado de usted como lo hice. Pero cuando entré en mi dormitorio para buscar el abrigo, el fantasma me estaba esperando allí. Ni siquiera sabía cómo hacer el nudo corredizo, hasta que él me enseñó. Va a hacer lo mismo con usted. Hará que se suicide.

– No. No lo hará.

– Es difícil no escuchar su voz. Yo no pude luchar contra ella. Él sabía demasiado. Sabía que yo le había dado a mi hermana la heroína con la que murió por sobredosis. Dijo que ésa había sido la razón por la que mi madre se había matado, porque no podía vivir sabiendo lo que yo había hecho. Me dijo que en realidad debería haberme suicidado yo, no mi madre. Me dijo que si me quedaba algo de dignidad tenía que hacerlo, pues debería estar muerto hacía mucho tiempo. Tenía razón.

– No, Danny -dijo Jude-. No. No tenía razón. No tenías que…

A Danny pareció faltarle el aliento.

– Ya lo he hecho. He tenido que hacerlo. No había manera de discutir con él. No se puede discutir con una voz como ésa.

– Ya lo veremos -replicó Jude.

Danny no tuvo respuesta para ese comentario. En la película pornográfica con asesinato incluido, dos hombres discutían acaloradamente en español. Los ruidos de la asfixia continuaban. Georgia todavía seguía sin darse la vuelta. Apenas se movía, sólo los hombros se agitaban de forma regular, espasmódicamente, cada cierto tiempo.

– Tengo que colgar, Danny. -El interlocutor siguió sin decir nada. Jude escuchó los leves crujidos de la línea por un momentó, con la sensación de que el desdichado joven estaba esperando algo, alguna palabra final-. Sigue caminando, muchacho -masculló al fin-. Ese camino debe llevar a alguna parte.

Danny se rió.

– Usted no es tan malo como piensa, Jude. ¿Lo sabía?

– Sí. Pero no lo divulgues.

– Su secreto está a salvo, téngalo por seguro. Adiós.

– Adiós, Danny.

Jude se echó hacia delante y colgó el teléfono con suavidad. Al inclinarse sobre el escritorio, miró abajo por detrás del mueble, y vio que la caja fuerte estaba abierta. En un primer momento pensó que el fantasma la había abierto, pero lo descartó casi de inmediato. Habría sido Georgia, más probablemente. Ella conocía la combinación.

Giró sobre sí mismo, le miró la nuca, el halo de parpadeante luz azul y el televisor, situado más allá.

– ¿Georgia? ¿Qué estás haciendo, querida?

No respondió.

Se adelantó, acercándose en silencio sobre la gruesa alfombra. La película proyectada en la pantalla se le hizo visible finalmente. Los asesinos estaban matando al muchacho blanco y flaco. Luego iban a llevar a su novia a una casucha de piedra volcánica, cerca de una playa. Pero en ese momento se encontraban en un camino abandonado, entre la maleza, en las colinas situadas sobre el golfo de California. El chico estaba boca abajo, con las muñecas atadas por unas esposas blancas, de plástico. Su piel era pálida como el vientre de un pez expuesto a la luz del sol ecuatorial. Un diminuto norteamericano estrábico, con un bufonesco peinado afro, de pelo rojo rizado, plantaba una bota de vaquero sobre el cuello del muchacho. Estacionada en el camino, se veía una camioneta negra, con las puertas traseras abiertas. Junto al guardabarros trasero había un mexicano, con ropa deportiva y una expresión preocupada en el rostro.

– Nos estamos pasando -dijo en español el hombre de las gafas de sol-. Dejémoslo ya.

El pelirrojo estrábico hizo un gesto raro y sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Luego apuntó el pequeño revólver a la cabeza del muchacho flaco y apretó el gatillo. Hubo un destello en la boca del arma. La cabeza del chico saltó hacia delante, golpeó el suelo y rebotó. El aire alrededor de la cabeza se vio envuelto de pronto en una nube de gotitas de sangre.

El norteamericano quitó el pie del cuello del muchacho y se apartó con cuidado, para no manchar de sangre sus flamantes botas de vaquero.

La cara de Georgia estaba pálida, rígida, inexpresiva. Tenía los ojos muy abiertos, la mirada clavada en la televisión. Llevaba la misma camiseta de Los Ramones que horas antes, pero estaba sin ropa interior y tenía las piernas abiertas. Con una mano, la del dedo herido, sostenía con torpeza la pistola de Jude, con el cañón profundamente metido en la boca. La otra mano la tenía entre las piernas, y movía el índice hacia arriba y hacia abajo.

– Georgia -dijo él, y por un instante ella le dirigió una mirada de soslayo, indefensa e implorante, para luego volver de inmediato los ojos hacia el televisor. La mano herida hizo girar el arma, para apuntar el cañón al cielo del paladar. Al hacerlo emitió un débil sonido ahogado.

El mando a distancia estaba sobre el brazo del sillón. Jude apretó el botón rojo y el televisor se apagó. Los hombros de ella se sobresaltaron con un encogimiento nervioso, en un acto reflejo. La mano izquierda siguió moviéndose entre las piernas. La muchacha tembló y su garganta dejó escapar un gemido tenso y desdichado.

– Basta -dijo Jude.

La joven tiró hacia atrás del percutor con el pulgar. Provocó un brusco y fuerte ruido en el silencio del estudio.

Jude se acercó a ella y le quitó suavemente el arma de la mano. El cuerpo de la muchacha se calmó de pronto. Su respiración se alteró. Su boca, húmeda, brillaba ligeramente. Jude se dio cuenta de que tenía una erección incipiente. Su pene había empezado a ponerse duro al percibir en el aire el olor de la mujer excitada y al ver sus dedos jugueteando con el clítoris. Y estaba precisamente a la altura adecuada. Si se colocaba frente a la silla, podía hacerle una felación mientras él apoyaba el revólver contra su cabeza. Le pondría el cañón en la oreja mientras empujaba con su miembro…

Vio un atisbo de movimiento en la parcialmente abierta ventana del otro lado del escritorio, y su mirada se clavó en ese punto. Podía verse a sí mismo allí reflejado, y al muerto junto a él, encorvado y susurrándole algo al oído. En el vidrio Jude pudo ver que su propio brazo se había movido y estaba apuntando el revólver contra la cabeza de Georgia.

El corazón le saltó en el pecho. Toda la sangre se precipitó hacia él, en una súbita explosión de adrenalina. Miró hacia abajo y vio que era verdad, que estaba apoyando el arma contra el cráneo de la joven. Vio que el dedo apretaba el gatillo. Trató de detenerse, pero ya era demasiado tarde. Lo pulsó y esperó con horror que el percutor cayera.

No cayó. El gatillo no recorrió los últimos milímetros. Tenía puesto el seguro.

– Joder -susurró Jude, y bajó el arma, temblando desesperadamente. Usó el pulgar para volver a bajar el percutor. Cuando éste estuvo en su lugar, arrojó el arma lejos de sí.

Golpeó con fuerza el escritorio. Georgia se estremeció al oír el inesperado y violento sonido de los golpes y gritó suavemente. Pero su mirada siguió fija en algún punto indeterminado y lejano, en la oscuridad que tenía delante de sí.

Jude se volvió, buscando el fantasma de Craddock. No había nadie a su lado. La habitación estaba vacía. Allí no había nadie más que él y Georgia. Regresó junto a ella y la cogió por la blanca y delgada muñeca.

– Levántate -dijo-. Vamos. Debemos irnos. Ahora mismo. No sé adonde iremos, pero hay que marcharse de aquí. Nos vamos a algún lugar donde haya muchas personas y luces brillantes, y allí trataremos de resolver todo esto. ¿Me escuchas? -Ya no podía recordar el razonamiento que hasta ese momento le había impulsado a quedarse. La lógica se había ido al traste.

– No ha terminado con nosotros, esto no ha acabado -dijo ella. Su voz era un susurro estremecedor.

Jude tiró de ella, pero la chica no se incorporó. Su cuerpo se quedó rígido en el sillón. Se mostraba poco cooperativa. Seguía sin mirarlo. En realidad, no miraba a ninguna parte. Sólo enfocaba la vista directamente adelante.

– Vamonos -insistió-. Mientras haya tiempo.

– No hay más tiempo. Se acabó el tiempo -replicó ella.

El televisor se encendió otra vez.

Capítulo 18

Se emitía el telediario vespertino. Bill Beutel, que había comenzado su carrera periodística cuando el asesinato del archiduque Fernando había sido la principal noticia del día, estaba sentado rígidamente detrás de la mesa del plato. Su cara era algo así como una red de arrugas, una telaraña que partía de los alrededores de los ojos y de las esquinas de la boca. Tales rasgos concordaban con su expresión de pesar. Con la palabra, con el tono, con los gestos que decían que otra vez llegaban malas noticias de Oriente Próximo, o que un autobús escolar se había salido de la carretera interestatal, había volcado y habían muerto todos los pasajeros, o que, en el sur, un tornado se había tragado un camping y a su paso había dejado un terrible rastro de caravanas destrozadas y cuerpos mutilados.

«Según diversas fuentes, no hay ningún superviviente. Les daremos toda la información a medida que los hechos vayan conociéndose -dijo Beutel. Volvió la cabeza ligeramente, y el reflejo de la pantalla azul del teleapuntador rebotó por un momento en los cristales de sus gafas bifocales antes de pasar a otro suceso-. A última hora de esta tarde, el departamento del sheriff del condado de Dutchess ha confirmado que Judas Coyne, el popular cantante del grupo Jude's Hammer, presuntamente ha disparado a su novia, Marybeth Stacy Kimball, que ha resultado muerta, antes de volver el arma contra sí mismo y quitarse la vida».

En la pantalla se vio luego la granja de Jude, recortada contra un cielo blancuzco, neutro, sin rasgos característicos. Los vehículos de la policía estaban aparcados de manera desordenada en la rotonda de entrada, y una ambulancia había retrocedido casi hasta la puerta de la oficina de Danny.

Beutel continuó hablando sobre las imágenes: «La policía ha comenzado a reconstruir los pasos dados en los últimos días por Coyne. Algunas declaraciones de quienes lo conocían sugieren que estaba dando muestras de estar perturbado y preocupado por su propia salud mental».

Las imágenes mostraban ahora a los perros en su caseta. Estaban echados de lado sobre el césped corto y duro. Ninguno de los dos se movía y tenían las patas y los cuerpos rígidos. Parecían muertos. Jude se puso tenso al verlos. Le resultaba un espectáculo horrible, insoportable. Quiso apartar la mirada, pero parecía que no podía desviar los ojos.

«Los agentes de policía también creen que Coyne ha tenido algo que ver en la muerte de su asistente personal, Daniel Wooten, de treinta años, quien ha sido hallado muerto en su residencia de Woodstock esta mañana temprano. Aparentemente, también se trata de un suicidio».

Tras mostrar a los perros, la cámara pasó a enfocar a dos enfermeros, uno a cada lado de una pesada bolsa de plástico azul, para cadáveres. Georgia hizo un ruido suave y triste con la garganta cuando vio que uno de ellos subía a la ambulancia caminando hacia atrás y levantando un extremo de la bolsa.

Beutel empezó a hablar de la carrera de Jude, y las imágenes mostraron material de archivo en el que se veía al cantante en escena, en Houston, en un espectáculo de hacía seis o siete años. En aquella ocasión Jude llevaba vaqueros muy oscuros y botas negras con puntas de acero; tenía el pecho descubierto, el torso brillante de sudor, el abundante pelo pegado sobre la piel y el abdomen subía y bajaba por la respiración alterada. Un mar de cien mil personas semidesnudas apareció debajo de él. Era una desordenada marea de puños levantados, oleadas humanas que iban de un lado a otro, siguiendo el caótico ritmo del vientre del astro.

Dizzy ya estaba muñéndose en los días del concierto de Houston, aunque en aquel momento casi nadie, salvo Jude, lo sabía. Pobre Dizzy, con su adicción a la heroína y su sida. Tocaban espalda contra espalda, la cabellera rubia de Dizzy en su cara, con el viento empujándola contra su boca. Aquél había sido el último año que la banda había estado unida. Dizzy murió, luego falleció Jerome y todo terminó.

En las imágenes de archivo estaban tocando la canción que daba título al álbum, Putyou in yer place, un éxito postrero de su grupo, la última canción realmente buena que Jude había escrito. Al oír aquella batería, una furiosa explosión lo sacudió, liberándolo de la extraña fuerza que parecía mantenerlo atado a la televisión. Aquello había sido real. Lo de Houston había ocurrido, aquel concierto se había celebrado de verdad. La multitud envolvente y enloquecida abajo, la frenética corriente de música fluyendo a su alrededor. Era real, había ocurrido, y lo demás era…

– Tonterías -exclamó Jude, y con el pulgar apretó el botón rojo. El televisor se apagó otra vez.

– No es verdad -gimió Georgia. Su voz era apenas algo más que un susurro-. No es verdad, ¿a que no? ¿Nosotros…, tú…? ¿Va a pasarnos eso?

– No -respondió Jude.

Y el televisor volvió a encenderse. Bill Beutel estaba otra vez allí sentado, detrás de la mesa del plato del informativo, con un montón de papeles en las manos, frente a la cámara. Seguía hablando: «Sí. Ambos estaréis muertos. Los muertos arrastran a los vivos. Tú cogerás el arma y ella tratará de escapar, pero la alcanzarás y la…».

Jude volvió a desconectar el aparato y luego arrojó el mando a distancia contra la pantalla del televisor. Se acercó, apoyó un pie sobre la pantalla y empujó con todas sus fuerzas, haciéndola caer por la parte posterior del mueble, que estaba separado de la pared. El aparato impactó contra el tabique y algo brilló. Fue una especie de luz blanca, como la producida por un flash. La pantalla plana desapareció en el espacio que quedaba tras el mueble y produjo un ruido de plástico aplastado, breve, eléctrico, rodeado de chispas. Duró apenas un momento. Otro día como ése y no iba a quedar nada sin romper en la casa.

Se volvió y comprobó que el muerto estaba detrás de la silla de Georgia. El fantasma de Craddock tenía las manos sobre el respaldo, como si fuera a sostenerle la cabeza. Los garabatos negros bailaban y brillaban delante de los ojos del anciano.

Georgia no intentó moverse ni mirar. Permanecía tan quieta como alguien que se enfrenta a una serpiente venenosa, sin decidirse a hacer ningún movimiento, ni siquiera respirar, por miedo a ser atacado.

– No has venido a por ella -dijo Jude. Mientras hablaba, iba caminando hacia la izquierda, rodeando la habitación en dirección a la puerta que daba al pasillo-. Ella no es tu objetivo.

En un momento las manos de Craddock sostenían delicadamente la cabeza de Georgia. En el instante siguiente, su brazo derecho se alzó y se estiró.

Alrededor del muerto, el tiempo saltaba como un DVD defectuoso, con la imagen pasando erráticamente de un momento a otro, sin transición alguna. La cadena de oro cayó de su mano derecha, que estaba levantada. La navaja, como una luna creciente, relució en su extremo. El filo de la hoja era un poco iridiscente. Recordaba a un arco iris reflejado en una mancha de aceite sobre el agua.

– Es hora de irse, Jude.

– Pues vete -respondió Jude.

– Si quieres que me vaya, sólo tienes que escuchar mi voz. Tienes que escuchar atentamente. Tienes que ser como una radio, y mi voz es la estación emisora. Después de anochecer es agradable oír la radio. Si quieres que esto termine, debes escuchar lo más atentamente que puedas. Has de anhelar que termine con todo tu corazón. ¿Quieres que termine?

Jude apretó la mandíbula hasta casi hacerse daño en los dientes. No iba a responder. Sin saber por qué, presentía que cometería un error si daba alguna respuesta. Pero de pronto se encontró asintiendo lentamente con la cabeza.

– ¿No quieres escuchar atentamente? Sé que sí lo deseas. Lo sé. Escucha. Puedes silenciar a todo el mundo y oír nada más que mi voz. Porque estás escuchando atentamente.

Jude continuó asintiendo con la cabeza, moviéndola lentamente arriba y abajo, mientras a su alrededor todos los demás ruidos de la habitación iban desapareciendo. Jude ni siquiera se había dado cuenta de la existencia de esos otros ruidos hasta que desaparecieron. El sordo rugido del motor en marcha, el delicado resoplar de Georgia, cuyos gemidos acompañaban la fuerte respiración de Jude. Sus oídos zumbaron ante la completa y repentina ausencia de ruidos, como si los tímpanos hubieran sido neutralizados de pronto por una fuerte explosión.

La navaja desnuda se balanceaba en pequeños arcos, de un lado a otro, armónica, hipnóticamente. Jude tenía miedo de mirarla, y se esforzó por apartar los ojos de ella. Craddock seguía a lo suyo.

– No necesitas mirar. Estoy muerto. No necesito un péndulo para entrar en tu mente. Ya estoy allí.

Pero de todos modos Jude sintió que su mirada volvía al fantasma, a la navaja, sin poder evitarlo.

– Georgia -dijo o trató de decir Jude. Sintió la palabra en sus labios, en su boca, en la forma de su respiración, pero no escuchó su propia voz, no oyó nada en aquel silencio horrible y envolvente. Nunca había escuchado un sonido tan fuerte como aquel particular silencio.

– Yo no la voy a matar. No, señor.

La voz nunca variaba el tono, era paciente, comprensiva, un murmullo bajo y retumbante que hacía pensar en el sonido de las abejas en una colmena.

– Lo vas a hacer. Lo harás. Quieres hacerlo.

Jude abrió la boca para decirle lo equivocado que estaba, poro asintió.

– Sí.

O supuso que era eso lo que había dicho. Era más bien un fuerte pensamiento.

– Muy bien, muchacho.

Georgia estaba empezando a llorar, aunque a la vez hacía un visible esfuerzo por mantenerse quieta, por no temblar. Jude no podía escucharla. La navaja de Craddock se movía de un lado a otro, cortando el aire.

«No quiero hacerle daño, no hagas que la hiera», pensó Jude.

– No va a ser como tú quieras. Será como yo desee. Coge el arma, ¿me oyes? Hazlo ahora.

Jude empezó a moverse. Se sentía sutilmente desconectado de su cuerpo, como si fuera un testigo, no un participante en la escena que se estaba desarrollando. Su cabeza se encontraba demasiado vacía como para tener miedo de lo que estaba a punto de hacer. Sólo sabía que tenía que hacerlo si quería despertarse.

Pero antes de que pudiera coger el arma, Georgia saltó de la silla y escapó hacia la puerta. Él no creía que ella fuera capaz de moverse, pensaba que Craddock la había inmovilizado allí de alguna manera. Pero sólo era el miedo lo que la paralizaba.

– Detenla.

Era la orden de la única voz que quedaba en el mundo, y cuando ella pasó junto a él, Jude se vio a sí mismo cogiéndola del pelo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás de golpe. La joven se tambaleó. Jude giró sobre sí mismo y la derribó. El mobiliario saltó cuando la chica golpeó el suelo. Un montón de discos compactos que había sobre una mesilla auxiliar se deslizó, cayó y se estrelló contra el suelo sin provocar siquiera un leve sonido. El pie de Jude encontró el estómago de Georgia. Le propinó una gran patada y la chica se encogió y se quedó en posición fetal. No sabía por qué estaba actuando así.

– Eso es, muchacho.

La manera en que le llegó la voz del muerto desorientó a Jude. Le dejó estupefacto el modo en que salió del silencio; eran palabras que tenían una presencia casi física, como abejas que zumbaban y se perseguían unas a otras, dando vueltas dentro de su cabeza, que se había vuelto demasiado liviana, demasiado hueca. Iba a volverse loco si no recuperaba sus propios pensamientos, su propia voz.

Pero el muerto seguía hablando:

– Debes darle una lección a esa zorra, si no te molesta que lo diga. Ahora busca el arma. Apresúrate.

Jude se volvió en busca del revólver, moviéndose ahora con rapidez. Fue hasta el escritorio y se arrodilló para recoger el arma, que estaba a sus pies.

No oyó a los perros hasta que ya estaba a punto de empuñar el arma. Un ladrido tenso, luego otro. Quedó repentinamente paralizado por esos ruidos, como si se le hubiese enganchado la ropa a un clavo en plena carrera. Se sorprendió al escuchar, en el silencio sin fondo, algo distinto de la voz de Craddock. La ventana que estaba detrás del escritorio permanecía un poco abierta, como él mismo la había dejado antes. Otro ladrido, agudo, furioso, y otro más. Angus. Luego Bon.

– Vamos, muchacho. Adelante, hazlo.

La mirada de Jude revoloteó hacia el pequeño cesto de papeles que había junto al escritorio y hacia los trozos del disco de platino, que estaban allí desde que lo rompiera. Era como un haz de cuchillas cromadas que sobresalían apuntando al aire. Ambos perros ladraban a la vez en ese momento, en una enloquecedora ruptura del manto de silencio. Y el ruido que hacían llevó a su mente, sin que nadie lo llamara, el olor, el olor a pelo húmedo de perro, el hedor animal, cálido, de su aliento. Jude pudo ver su propio rostro reflejado en uno de los trozos del disco de platino y sintió un estremecimiento. Lo que se veía era su propia expresión rígida y dura, de desesperación, de horror. En el momento siguiente, mezclado con el implacable ladrido de los perros, tuvo la idea de que lo que sonaba era su propia voz. «El único poder que tiene sobre cualquiera de ustedes es el que ustedes mismos le dan».

En ese momento, Jude extendió la mano más allá del arma y la puso sobre la papelera. Plantó la palma de su mano izquierda sobre la astilla de plata más afilada, la más larga, y se apoyó sobre ella. Con todo su peso. La hoja se hundió en la carne, y sintió un lanzazo de dolor que le atravesó la mano y llegó hasta la muñeca. Jude gritó, y sus ojos se nublaron, llenos de lágrimas. De inmediato, separó la mano, liberándola de la hoja; luego se la apretó con la otra. La sangre manó a chorros entre ellas.

– ¿Qué demonios te estás haciendo, muchacho?

Pero Jude ya no escuchaba al muerto. No podía prestarle atención mientras sufría aquella terrible sensación en la mano, después de haberse herido profundamente, casi hasta el hueso.

– No he terminado contigo.

Craddock se equivocaba. Sí había terminado, aunque no lo sabía. La mente de Jude trataba de aferrarse a los ladridos de los perros, como el náufrago intenta agarrarse a un salvavidas que acaba de encontrar. Estaba en pie, y empezó a moverse.

Debía llegar hasta los perros. Su vida -y la de Georgia- dependía de eso. Era una idea que no tenía sentido, carente de explicación racional, pero a Jude no le importaba lo racional. Sólo le interesaba lo que era verdadero.

El dolor era una cinta roja que sostenía entre sus manos, un rastro salvador, y al seguirlo se alejaba de la voz del muerto para regresar a sus propios pensamientos. Tenía una gran tolerancia al dolor, siempre la había tenido, y en otros momentos y circunstancias de su vida hasta lo había buscado deliberadamente. Sentía un dolor profundo en la muñeca, en la articulación, una señal de lo grande que era la herida. En parte agradecía ese dolor, se maravillaba ante él. Al levantarse, vio su reflejo en la ventana. Sonreía entre la maraña de su barba. Era una visión todavía peor que la expresión de terror que vislumbrara en su propia cara unos momentos antes.

– Vuelve aquí.

La orden de Craddock pareció surtir efecto y Jude disminuyó la velocidad por un instante, pero luego recuperó el paso y siguió adelante.

Al salir observó a Georgia -no podía correr el riesgo de mirar hacia atrás para ver qué hacía Craddock-. Todavía estaba acurrucada en el suelo, con los brazos sobre el estómago y el pelo cubriéndole la cara. La chica le devolvió la mirada entre los desordenados mechones. Tenía las mejillas húmedas por el sudor. Parpadeó. Los ojos suplicaban, preguntaban, empañados por el dolor.

Deseó haber tenido tiempo para decirle que no quería herirla. Necesitaba explicarle que no se trataba de una huida, que no la estaba abandonando, que sólo procuraba que el muerto se alejara; pero el dolor que sentía en la mano era demasiado intenso. No le dejaba pensar, no le permitía colocar las palabras formando oraciones claras. Además, no sabía cuánto tiempo más podría pensar por sí mismo, antes de que Craddock volviera a apoderarse de él. Debía controlar lo que iba a ocurrir, y tenía que hacerlo inmediatamente. Eso estaba bien. Era mejor de ese modo. Siempre se sentía más cómodo funcionando a un ritmo rápido, por no decir enloquecido. Así era su música y así era su carácter.

Hizo el esfuerzo de recorrer el pasillo y bajó las escaleras con rapidez, tal vez demasiada, cuatro escalones de una tacada, de modo que casi era como estar cayéndose por ellas. Saltó sobre los últimos peldaños y aterrizó en las baldosas de arcilla roja de la cocina. Se torció un tobillo. Tropezó con la tabla de madera para cortar carne, con sus patas esbeltas y la superficie manchada de sangre vieja. Había un cuchillo de carnicero clavado en la madera blanda del borde y la hoja plana brillaba como el mercurio líquido en la oscuridad. Vio las escaleras que quedaban detrás reflejadas en ella, y a Craddock también, con sus facciones borrosas, las manos levantadas sobre la cabeza, las palmas hacia fuera, como un ambulante predicador del resurgimiento religioso dando testimonio ante sus feligreses.

– Detente. Busca un cuchillo.

Pero Jude se concentró en el latido de la palma de su mano. Ignoraba al espectro. El dolor intenso del músculo perforado tenía el benéfico efecto de despejarle la cabeza y permitirle concentrarse. El muerto no conseguiría que Jude hiciera lo que él quería si su dolor era tan fuerte como para impedir que lo escuchara. Se apartó con fuerza de la madera de cortar carne, y el impulso lo arrastró lejos de ella, al otro lado de la cocina.

Empujó la puerta de la oficina de Danny, entró y se precipitó hacia la oscuridad.

Capítulo 19

A tres pasos de la puerta se detuvo y vaciló un momento, para orientarse. Las persianas estaban bajadas. No había luz por ningún lado. No podía ver por dónde caminaba en medio de aquella profunda oscuridad, y tuvo que avanzar más despacio, arrastrando los pies, con las manos hacia delante, tratando de palpar los objetos que pudieran interponerse en su camino. La puerta no estaba lejos. Tras ella se encontraba la salvación.

Pero mientras avanzaba sintió una opresión en el pecho, similar a un ataque de ansiedad. Le costaba respirar un poco más de lo que hubiera deseado. Presentía en todo instante que, en la oscuridad, sus manos acabarían apoyándose sobre la cara fría y muerta de Craddock. Tuvo que luchar para no ser presa del pánico por esa simple idea. Golpeó con el codo una lámpara de pie, que cayó. El corazón le dio un vuelco. Siguió moviendo los pies hacia delante, con vacilantes pasos de bebé, pero no tenía la sensación de estar acercándose de ninguna manera al lugar que pretendía.

Un ojo rojo, como el de un gato, se abrió lentamente en la oscuridad. Los altavoces que flanqueaban el mueble del equipo de música dejaban oír un ritmo sordo de bajo, y un extraño murmullo, profundo y hueco. La opresión envolvió el corazón de Jude. Era víctima de una tensión enfermiza. «Sigue respirando -se dijo a sí mismo-. Sigue avanzando. Tratará de impedirte salir de aquí». Los perros ladraban y ladraban, con gruñidos ásperos, tensos, ya no demasiado lejos.

El equipo de música estaba encendido, y lo que sonaba debía ser la radio, pero no había radio. No había ningún sonido. Los dedos de Jude pasaron por la pared, por el marco de la puerta, y luego cogió el pestillo con su lesionada mano izquierda. Una imaginaria aguja de coser se movía lentamente en la herida, produciendo un intermitente y frío destello de dolor.

Jude hizo girar el pomo y abrió la puerta. La luz penetró en la oscuridad. Miró hacia el rayo luminoso que partía de los reflectores de la parte delantera de la camioneta del muerto.

– Crees que eres algo especial porque aprendiste a tocar una maldita guitarra.

Ahora el que hablaba era el padre de Jude, desde el extremo más lejano de la oficina. La voz salía del equipo de música y era fuerte y hueca.

Un momento después, prestó atención a los otros sonidos que salían de los altavoces: respiración fuerte, zapatos que se arrastraban, el ruido sordo de alguien que golpea una mesa. Todos sugerían una lucha silenciosa, desesperada, de dos hombres, uno contra otro. Era una radionovela, una obra que Jude conocía bien. Él había sido uno de los actores en la emisión original.

Se detuvo, con la puerta ya entreabierta, incapaz de lanzarse hacia la noche, clavado en el sitio por los sonidos procedentes del equipo de música de la oficina.

– ¿Crees que por saber tocar eres mejor que yo?

Martin Cowzynski usaba un tono divertido y de odio al mismo tiempo.

– Ven aquí.

Luego sonó la voz del propio Jude. No, no era la voz de Jude. No era Jude, por tanto. Era la voz de Justin, una voz en una octava ligeramente más alta, una voz que a veces se quebraba y carecía de la resonancia que tuvo luego, con el desarrollo adulto del aparato respiratorio.

– ¡Mamá! ¡Mamá, socorro!

La madre no dijo nada, ni una palabra, pero Jude recordó lo que ella había hecho. Se levantó de la mesa de la cocina, se dirigió a la habitación donde hacía su costura y cerró la puerta suavemente tras de sí, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos. Jude y su madre nunca se habían ayudado uno a otro. Cuando más se necesitaron, no se atrevieron. Nunca.

– He dicho que te vayas, demonios.

Tras la orden repetida de Martin, ruido de alguien que cae contra una silla. Ruido de la silla que golpea contra el suelo. Cuando Justin volvió a gritar, su voz temblaba, alarmada:

– ¡Mi mano no! ¡No! ¡Papá, mi mano no!

Y enseguida la réplica terrible del padre:

– Te voy a enseñar.

Se oyó un gran ruido, parecido a una explosión, o al de una gigantesca puerta que se cierra de golpe, y Justin (el niño de la radio) gritó y gritó otra vez, y esos sonidos torturadores hicieron que Jude se lanzara hacia fuera, al aire de la noche.

Tropezó con un escalón, se trastabilló, cayó de rodillas en el barro congelado de la entrada. Se levantó, pisó otros dos escalones, siempre corriendo, y tropezó otra vez. Al final cayó boca abajo delante de la furgoneta del muerto. Observó el parachoques delantero, la brutal estructura metálica de protección donde también estaban los reflectores.

La parte frontal de una casa, de un automóvil o de un camión puede a veces parecer una cara, y eso era lo que ocurría con el Chevy de Craddock. Los reflectores eran los brillantes, ciegos y fijos ojos de un trastornado. La barra de cromo del parachoques era una depravada boca plateada. Jude esperó que se lanzara a por él, con las ruedas girando a toda velocidad sobre la grava. Pero no se movió.

Bon y Angus saltaron contra las paredes de tela metálica de su caseta, ladrando sin cesar, emitiendo profundos y guturales sonidos de terror y rabia. El suyo era el eterno, primitivo lenguaje de los perros. «Mira mis dientes -venían a decir-, aléjate o los probarás, no te acerques, soy peor que tú». Por un instante pensó que estaban ladrando a la furgoneta, pero Angus miraba más allá. Jude se dio la vuelta para ver a qué le ladraba. El muerto estaba en la puerta de la oficina de Danny. El fantasma de Craddock levantó su sombrero de fieltro negro y se lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza.

– Hijo. Ven aquí, hijo.

Pero Jude trataba de no escuchar las palabras del muerto, y se concentraba atentamente en los ruidos que hacían los perros. Dado que sus ladridos habían sido los primeros en romper el hechizo que lo había dominado en el estudio, le parecía que lo más importante del mundo era llegar junto a ellos, aunque no podría haber explicado a nadie, ni siquiera a sí mismo, por qué era tan importante. Lo cierto es que cuando escuchó los ladridos de los animales recuperó la voz.

Jude se levantó de la grava, corrió, cayó de nuevo, se levantó, corrió otra vez, tropezó en el borde del sendero de la entrada, volvió a caer sobre sus rodillas. Gateó por el césped. No tenía suficiente fuerza en las piernas para incorporarse otra vez. El aire frío mordió la herida de la mano.

Miró hacia atrás. Craddock lo seguía. La cadena de oro colgaba de su mano derecha. La navaja comenzó a balancearse en el extremo. Era un filo de plata, una franja brillante que atravesaba la noche. El reflejo y el brillo fascinaron a Jude. Sintió que su mirada se quedaba fija en ellos, sintió que todo pensamiento le abandonaba, y un instante después se arrastró hacia la cerca de tela metálica y chocó, cayendo sobre un costado. Rodó para poder apoyarse en la espalda.

Quedó recostado contra la puerta batiente que mantenía la caseta cerrada. Angus golpeaba desde el otro lado, con los ojos dirigidos hacia arriba. Bon permanecía rígida detrás de él, ladrando con una insistencia firme y aguda. El muerto se acercaba.

– Vamos a caminar, Jude. Vamos a dar un paseo por el camino de la noche.

Jude sintió que vacilaba, que se rendía otra vez a la voz fantasmal, que caía de nuevo bajo el poder de la visión de la hoja de plata que cortaba la oscuridad de un lado a otro.

Angus golpeó la rejilla metálica con tanta fuerza que rebotó y se cayó de lado. El impacto sacó a Jude de su trance.

Angus quería salir. Ya estaba otra vez sobre las cuatro patas ladrándole al muerto, golpeando con las patas delanteras la barrera de tela metálica.

Entonces Jude tuvo una idea salvaje, sólo pensada a medias. Recordó algo que había leído el día anterior por la mañana, en uno de sus libros sobre ocultismo. Trataba de animales poseídos. Algo acerca de cómo podían comunicarse directamente con los muertos.

El fantasma estaba a los pies de Jude. La cara demacrada y blanca de Craddock era rígida, congelada en una expresión de desprecio. Los garabatos negros bailaban delante de las cuencas de los ojos.

– Escucha, ahora. Escucha el sonido de mi voz.

– Ya he escuchado bastante -dijo Jude.

Estiró la mano hacia arriba y encontró tras de sí el cerrojo de la caseta. Lo descorrió.

Un instante después, Angus saltó contra la puerta. Se abrió con un fuerte ruido, y el perro se lanzó hacia el muerto emitiendo un sonido que Jude nunca había escuchado antes al animal, un gruñido entrecortado y áspero que salía del profundo barril que era su pecho. Bon pasó a toda velocidad un momento después, con la lengua colgando y los negros labios retraídos para mostrar los dientes.

El muerto dio un paso atrás tambaleándose, con ademán de confusión en el rostro. En los segundos que siguieron, a Jude le resultó difícil entender lo que en realidad estaba viendo. Angus saltó hacia el viejo, y en ese momento pareció que no era un perro, sino dos. El primero era el delgado y fuerte pastor alemán que siempre había sido. Sin embargo, unida a ese pastor alemán había una oscuridad negra como el azabache, con la forma de un perro plano y sin rasgos característicos, pero de alguna manera sólida. Una sombra viviente.

El cuerpo material de Angus se sobreponía a la sombra con forma canina, pero no perfectamente. El perro de sombra sobresalía por los bordes, especialmente en la zona del hocico y la boca abierta. Este segundo y oscuro Angus atacó al muerto una fracción de segundo antes que el Angus real, saltando sobre su lado izquierdo, lejos de la mano que sostenía la cadena de oro y la hoja de plata que se balanceaba. El muerto lazó un grito, un chillido ahogado, furioso, y giró sobre sí, asombrado. Retrocedió. Empujó a Angus para alejarlo de sí, le golpeó en el hocico con un codo. Pero no, no estaba empujando a Angus, sino al otro, al perro negro que se movía y se inclinaba como la sombra proyectada por la llama de una vela.

Bon se lanzó hacia el otro lado de Craddock. Ella era también dos perros, tenía también su propio gemelo de sombra moviéndose a su lado. Cuando saltó, el viejo la golpeó con la cadena de oro. La hoja de plata en forma de media luna gimió en el aire. Atravesó la pata delantera derecha de Bon, por encima del hombro, sin dejar marca. Pero luego se hundió en el perro negro que había junto a ella, y le enganchó la pata. La Bon de sombra quedó atrapada y, por un momento, dio fuertes tirones que la deformaban hasta convertirla en algo que no era exactamente un perro, no era exactamente… nada. La hoja se desprendió para volver a la mano del muerto. Bon lanzó un aullido, un grito horroroso y agudo de dolor. Jude no supo qué versión de la perra aullaba, si el pastor alemán o la sombra.

Angus se lanzó contra el muerto otra vez, con las mandíbulas abiertas, derecho a la garganta, a la cara. Craddock no pudo girar con la suficiente rapidez como para alcanzarlo con el cuchillo que se balanceaba. El Angus de sombra le puso las patas delanteras sobre el pecho y empujó. El muerto tropezó y cayó sobre el sendero de la entrada. Cuando el perro negro arremetió, se estiró, adelantándose casi un metro más allá del pastor alemán al que estaba unido, alargándose y afinándose como una sombra al final del día. Sus colmillos negros se cerraron de golpe a pocos centímetros de la cara del muerto. El sombrero de Craddock voló. Angus -los dos, el pastor alemán y el perro del color de la medianoche unido a él- se subió encima y lo arañó con sus patas.

El tiempo dio un salto.

El muerto estaba sobre sus pies otra vez, apoyado de cualquier manera en la camioneta. Angus había saltado a través del tiempo con él; se agachaba y atacaba. Oscuros dientes destrozaban la pernera de los pantalones del espectro. Una sombra líquida caía de los arañazos de la cara del muerto. Cuando las gotas chocaban contra el suelo, crepitaban y echaban humo como si fuera aceite al caer sobre una sartén caliente. Craddock lanzó una patada, dio en el blanco y Angus rodó, para volver a erguirse de inmediato.

El animal se agachó, con un profundo gruñido hirviendo en su interior y la mirada fija en Craddock y en la cadena de oro con la hoja en forma de media luna en un extremo que el fantasma hacía oscilar con fiera tenacidad. Esperaba la oportunidad de atacar. Los músculos del lomo del enorme perro estaban tensos bajo el brillante pelaje corto, listos para el salto. El animal negro unido a Angus se lanzó primero, apenas una fracción de segundo antes, con la boca muy abierta y los dientes tratando de morder la entrepierna del muerto, buscando sus testículos. Craddock chilló.

Lo esquivó.

El aire tembló con el ruido de una puerta al cerrarse de golpe. El viejo estaba dentro de su Chevy. Su sombrero había quedado en el camino de tierra, aplastado.

Angus golpeó el lateral de la camioneta y ésta se meció sobre la suspensión. Luego, Bon arremetió contra el otro lado del vehículo, arañando el acero desesperadamente con las patas. Su respiración cubría de vaho la ventana, la baba mojaba el cristal, como si se tratara de una furgoneta auténtica. Jude no sabía cómo había llegado al otro lado. Un momento antes estaba junto a él, agazapada, preparada para el ataque.

Bon resbaló, dio la vuelta, trazando un círculo completo, y se lanzó otra vez sobre la furgoneta. Al otro lado del vehículo, Angus atacó al mismo tiempo. Un instante después, sin embargo, el Chevy desapareció, y los dos perros chocaron entre sí. Sus cabezas se golpearon audiblemente, y cayeron al suelo, sobre el barro congelado en el que había estado la furgoneta hasta apenas un segundo antes.

Pero no se había ido. No del todo. Los reflectores seguían allí, dos círculos de luz flotando en el aire. Los perros volvieron a saltar, arremetiendo contra aquellas luces. Cuando vieron que atacaban algo inmaterial, se pusieron a ladrar furiosamente contra ellas. Bon tenía el lomo arqueado, el pelo erizado, y se apartó de las luces flotantes e incorpóreas al tiempo que ladraba. Angus ya no tenía apenas garganta para ladrar, y cada aullido sonaba más ronco que el anterior. El cantante advirtió que los gemelos de sombra de sus perros habían desaparecido junto con la camioneta, o habían regresado al interior de los cuerpos reales, donde tal vez habían estado siempre escondidos. El hombre supuso -la idea le pareció sumamente razonable- que aquellos canes negros unidos a Bon y a Angus eran sus almas.

Los círculos redondos de los reflectores comenzaban a desvanecerse, se iban volviendo fríos y azules, como recogiéndose sobre sí mismos. Luego se apagaron sin dejar nada, salvo pálidos reflejos en las retinas de Jude, una suerte de discos tenues, con el color de la luna, que flotaron delante de él por unos momentos antes de desaparecer.

Capítulo 20

Jude no estuvo listo hasta que el cielo comenzó a iluminarse hacia el este, con la primera luz de un falso amanecer. Luego dejó a Bon en el automóvil e hizo entrar a Angus en la casa con él. Trotó escaleras arriba, hacia el estudio. Georgia estaba donde la había dejado, durmiendo tumbada en el sofá, sobre una sábana de algodón blanco que él había sacado de la cama de la habitación de los huéspedes.

– Despierta, querida -dijo, poniéndole una mano sobre el hombro.

Georgia rodó hacia él cuando sintió que la tocaba. Un largo mechón de pelo negro estaba pegado a su mejilla sudorosa, y tenía mal semblante. Las mejillas eran de un color rojo bastante feo, mientras que el resto de la piel estaba blanco, cadavérico. Puso el dorso de la mano sobre su frente. Estaba febril y mojada.

Ella se humedeció los labios.

– ¿Qué hora es?

– Las cuatro y media.

La joven miró a su alrededor, se incorporó y se apoyó sobre los codos.

– ¿Qué estoy haciendo aquí?

– ¿No lo sabes?

Ella le miró desde el fondo de los ojos. Su barbilla comenzó a temblar, y luego tuvo que apartar la mirada. Se cubrió el rostro con una mano.

– Dios mío -dijo.

Angus se estiró junto a Jude y metió el hocico en el cuello de Georgia, debajo de la mandíbula, empujándola, como si quisiera decirle que mantuviera la cabeza alta. Sus enormes ojos estaban húmedos por la preocupación.

Ella se sobresaltó cuando la nariz húmeda del perro besó su piel. Se sentó del todo. Dirigió una mirada sorprendida y desorientada a Angus y puso delicadamente una mano sobre su cabeza, entre las orejas.

– ¿ Qué hace aquí dentro? -Miró a su amante, vio que estaba vestido, con botas negras y un impermeable que le llegaba hasta el tobillo. Casi al mismo tiempo, la joven pareció darse cuenta del murmullo gutural del Mustang, que estaba, con el motor en marcha, en la entrada.

El equipaje ya estaba allí.

– ¿Adonde te vas?

– Nos vamos -corrigió él-. Al sur.

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