PARTE 2. En viaje

Capítulo 21

La luz del día declinaba cuando llegaron al norte de Fredericksburg. Fue entonces cuando Jude vio la furgoneta del muerto detrás de ellos, siguiéndolos a una distancia de poco más o menos trescientos metros.

Craddock McDermott iba al volante, aunque era difícil distinguirlo claramente con tan poca luz, que además rebotaba en las nubes, haciéndolas brillar como brasas. Jude vio que llevaba puesto otra vez el sombrero de fieltro y conducía encorvado sobre el volante, con los hombros elevados hasta la altura de las orejas. Lucía unas gafas redondas cuyos cristales refulgían con una extraña luz anaranjada, producto de los reflejos de las farolas de la carretera interestatal 95. Parecían brillantes círculos de llamas, casi un complemento de los reflectores instalados en la protección metálica delantera.

Jude abandonó la autopista en la primera salida que encontró. Georgia le preguntó por qué lo hacía y él le respondió que estaba cansado. La chica no había visto al fantasma.

– Puedo conducir yo -propuso ella.

Georgia había dormido la mayor parte de la tarde. Viajaba en el asiento del acompañante, con los pies recogidos y la cabeza reclinada en el respaldo.

Al ver que él no respondía, le dirigió una mirada inquisitiva y le preguntó:

– ¿Va todo bien?

– Sólo quiero salir de la autopista antes de que anochezca.

Bon metió la cabeza en el hueco entre los asientos delanteros, se diría que para escucharlos hablar. A la perra le gustaba ser incluida en las conversaciones. Georgia le acarició la cabeza, mientras el animal miraba a Jude con una expresión de nervioso recelo visible en sus ojos de color castaño.

Encontraron un motel, un Days Inn, a menos de un kilómetro del peaje de la autopista. Jude pidió a Georgia que consiguiera una habitación, mientras él se quedaba en el Mustang con los perros. No quería correr el riesgo de ser reconocido, no estaba de humor para ello. A decir verdad, no lo había estado durante los últimos quince años.

En cuanto la joven abandonó el coche, Bon se acomodó en el lugar que dejó vacío, acurrucada en el templado asiento que Georgia había ocupado durante horas. Mientras la perra colocaba su hocico sobre las patas delanteras, dirigió a Jude una mirada culpable, esperando que gritara, que le ordenara volver atrás con Angus. Pero no lo hizo. Los perros eran libres de hacer lo que quisieran.

Al poco de comenzar el viaje, Jude le había contado a Georgia cómo los perros habían atacado a Craddock.

– Me parece que ni siquiera el muerto sabía que Angus y Bonnie podían atacarle de ese modo. Creo que se dio cuenta de que ellos constituían una especie de amenaza. Sospecho que le habría encantado asustarnos, hacernos abandonar la casa y alejarnos de ellos antes de que comprendiésemos que son una buena defensa contra los fantasmas.

Cuando escuchó lo que había pasado, Georgia se dio la vuelta en su asiento, alargó la mano hacia atrás y metió los dedos entre las orejas de Angus, inclinándose para poder frotar su nariz contra el hocico de Bon.

– ¿Dónde están mis perritos valientes? ¿Dónde se han metido? Sí, aquí están, siempre con nosotros. -Y continuó con las carantoñas hasta que Jude comenzó a hartarse de ellas.

Georgia salió de la oficina con una llave enganchada en un dedo. Se la mostró, balanceándola, se dio la vuelta y se alejó, doblando la esquina del edificio. El la siguió en el automóvil y aparcó en un sitio libre, frente a una de las numerosas puertas de color beige que había en la parte de atrás del motel.

La chica entró con Angus mientras Jude paseaba a Bon por un bosquecillo de arbustos situado junto a la explanada del aparcamiento. Luego regresó, dejó a Bon con Georgia y llevó a pasear a Angus. Era importante que ninguno de los dos se apartara de al menos uno de los perros.

El bosquecillo, detrás del Days Inn, no se parecía al que crecía alrededor de su granja en Piecliff, Nueva York. Los de este tipo eran inconfundiblemente sureños, con su típico olor a humedad dulzona, a plantas en descomposición, a musgo y arcilla, azufre y aguas residuales, orquídeas y aceite de motor. La atmósfera misma era diferente. El aire parecía más denso, más tibio, pegajoso por la humedad. Como una sauna natural. Se parecía a Moore's Córner, donde Jude había crecido. Angus saltó sobre las luciérnagas que volaban aquí y allá entre los heléchos, como chispas de etérea luz verde.

El cantante regresó a la habitación. Cuando atravesaban Delaware, se habían detenido en una estación de servicio para echar gasolina, y pensó aprovechar la parada para comprar media docena de latas de comida para perros en el supermercado anexo. Pero no se le había ocurrido conseguir también platos de papel. Mientras Georgia usaba el baño, Jude abrió uno de los cajones del tocador, buscó dos latas y las vació dentro. Puso el cajón en el suelo y los perros se lanzaron sobre él. Los ruidos húmedos que hacían al babear y tragar, al gruñir y tomarse un respiro en mitad del festín, llenaron la habitación.

Georgia salió del baño, se detuvo en la puerta con unas tenues bragas blancas y un top de espalda descubierta que le dejaba desnudo el abdomen. Todo rastro de su personalidad gótica había desaparecido con la ducha, menos las brillantes uñas de los pies, pintadas de negro. La mano derecha estaba envuelta con una venda nueva. Miró a los perros con la nariz arrugada en expresión de divertido desagrado.

– Vaya, vaya. Eso sí que es vivir en suciedad. Si la mucama descubre que «hemo' da'o de comer a lo' perro'» en un cajón del tocador, no nos va a volver a invitar al motel Fredericksburg Days Inn -dijo pronunciando deliberadamente con acento campesino, para hacer sonreír a su compañero. Se pasó toda la tarde eliminando las eses y alargando las vocales, a veces por diversión y otras, según le parecía a Jude, sin darse cuenta. Era como si al aproximarse a las tierras meridionales fuera también alejándose de la persona que había sido lejos de allí. Recuperaba inconscientemente la voz y las actitudes de antes, de la escuálida muchachita de Georgia que pensaba que era divertido ir a bañarse desnuda con los chicos.

– He conocido a personas que dejan las habitaciones de los hoteles en «piores» condiciones -dijo «piores» en vez de «peores». También parecía que el viejo acento de Jude, que se había ido desvaneciendo con el paso de los años, empezaba a resurgir. Si no tenía cuidado, antes de llegar a Carolina del Sur estaría hablando como un figurante de algún programa folk de televisión. Era difícil regresar al lugar donde uno había crecido sin recuperar las características de la persona que se había sido allí-. Una vez, mi bajista, Dizzy, cagó en un cajón de tocador porque yo tardaba demasiado en salir del baño.

Georgia se rió, pero Jude notó que su alegría no era plena y lo miraba con cierta preocupación, preguntándose, tal vez, qué estaba pensando. Dizzy había muerto. Sida. Jerome, que tocaba la guitarra rítmica y los teclados, y bastante bien todos los demás instrumentos, también estaba muerto. Su coche se salió de la carretera, a ciento cuarenta kilómetros por hora. El Porsche en que viajaba dio seis vueltas de campana antes de estallar en llamas. Sólo un puñado de personas sabía que no había sido un accidente por conducir borracho, sino un suicidio. Se mató estando perfectamente sobrio.

No mucho después de la desaparición de Jerome, Kenny dijo que había llegado el momento de dar todo por terminado, quería pasar algún tiempo con sus hijos. Kenny estaba cansado de las perforaciones en las tetillas y los pantalones negros de cuero, de la pirotecnia y las habitaciones de hoteles. De todas maneras, ya hacía bastante tiempo que se limitaba a representar su papel. Aquello fue el final de la banda. Jude siguió actuando como solista a partir de entonces.

Y tal vez ya ni siquiera era un cantante solista. Allí estaban las grabaciones de prueba hechas en el estudio de su casa, casi treinta canciones nuevas. Pero era una colección privada. No se había molestado en tocarlas ante nadie. Esa música era simplemente más de lo mismo. ¿Qué había dicho Kurt Cobain? Estrofa, coro, estrofa. Una y otra vez. A Jude ya no le importaba. El sida se había llevado a Dizzy, la carretera y la depresión habían devorado a Jerome. A Jude ya no le importaba que no hubiera más música en su vida.

Tal y como habían ocurrido las cosas, nada tenía demasiado sentido para él. Jude siempre había sido la estrella del grupo. La banda se llamaba El Martillo de Jude. Era él quien se suponía que debía morir trágicamente joven. Jerome y Dizzy deberían haber seguido vivos para poder contar, años después, historias no aptas para menores sobre él en algún documental de televisión por cable, ambos parcialmente calvos, gordos, con las uñas cuidadas, en paz con su fortuna y su pasado escandaloso y rebelde. Pero lo cierto es que Jude nunca fue demasiado respetuoso con los guiones.

Se comieron los bocadillos que habían comprado en la misma estación de servicio de Delaware en la que habían adquirido la comida para los perros. Tenían el sabor del plástico en el que estaban envueltos.

El grupo My Chemical Romance estaba tocando en el programa de Conan. Tenían aretes en los labios y las cejas, y el pelo levantado en penachos supuestamente rebeldes, pero debajo del blanco maquillaje y la negra pintura de labios no eran más que un grupo de niños regordetes que probablemente habrían estado en la banda del instituto muy pocos años antes. Saltaban de un lado a otro tropezando entre sí, como si el escenario fuera una placa electrificada. Jugaban de manera desenfrenada. A Jude le gustaban. Se preguntaba cuál de ellos moriría primero.

Después, Georgia apagó la luz que había junto a la cama y permanecieron acostados uno al lado del otro en la oscuridad, con los perros hechos unos ovillos en el suelo.

– Me parece que no me libré de él al quemar su traje -dijo ella, ahora sin el menor acento campesino.

– Era una buena idea, sin embargo.

– No, no lo era. Él me manipuló para que lo hiciera, ¿no?

Jude no respondió.

– ¿Qué haremos si no podemos descubrir la manera de obligarle a marcharse? -preguntó.

– Acostúmbrate al olor de la comida para perros.

Ella se rió con tantas ganas que sintió cosquillas en la garganta. Tuvo un acceso de tos.

– ¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a nuestro destino? ¿Has pensado algo?

– Vamos a hablar con la mujer que me mandó el traje. Averiguaremos si ella sabe cómo librarse de su padrastro.

Los automóviles zumbaban por la Interestatal 95. Los grillos cantaban.

– ¿Vas a hacerle daño?

– No lo sé. Tal vez. ¿Cómo está tu mano?

– Mejor -dijo-. ¿Cómo está la tuya?

– Mejor.

Mentía, y estaba seguro de que ella tampoco decía la verdad. Había ido al baño a cambiarse el vendaje de la mano nada más entrar en la habitación. Jude entró después, para cambiar el suyo, y había encontrado las vendas usadas en la basura. Sacó las tiras de gasa de la papelera para inspeccionarlas. Apestaban por la infección y la pomada antiséptica, y estaban manchadas de sangre seca. Estaban cubiertas por una costra amarilla que sin duda debía ser pus.

En cuanto a su propia mano, el agujero que se había hecho seguramente necesitaba algunos puntos. Antes de abandonar la casa aquella mañana, había sacado un maletín de primeros auxilios de un armario alto, en la cocina, y había usado unas tiritas para cerrar la herida. Luego la había envuelto con vendas blancas. Pero el agujero seguía sangrando. Cuando se quitó las vendas, la sangre comenzaba a empaparlas por completo. El hueco sangrante de la mano izquierda resaltaba entre las tiritas, como un ojo colorado y líquido. Impresionaba verlo.

– La muchacha que se mató -comenzó Georgia-. La chica que tiene que ver con todo esto…

– Anna McDermott -esta vez dijo su verdadero nombre.

– Anna -repitió Georgia-. ¿Sabes por qué se suicidó? ¿Lo hizo porque le dijiste que se largara?

– Su hermana, obviamente, cree que sí. Y su padrastro también, supongo, ya que nos está persiguiendo.

– El fantasma… puede lograr que las personas hagan ciertas cosas. Como inducirme a que quemara el traje. Como hacer que Danny se ahorcara.

Jude le había hablado de Danny en el automóvil. Georgia había vuelto la cara hacia la ventanilla, y la había oído llorar en silencio durante un rato, haciendo breves ruidos entrecortados que después se convirtieron durante horas en la respiración lenta y regular del sueño. Aquélla había sido la primera vez que alguno de los dos mencionaba a Danny desde que había tenido lugar la tragedia.

Jude le explicó:

– El muerto, el padrastro de Anna, aprendió hipnotismo torturando a prisioneros cuando estaba en el ejército, y siguió practicándolo después. Le gustaba que le consideraran un mentalista. Siempre usaba esa cadena, con la navaja de plata en un extremo, para inducir al trance; pero ahora está muerto, y aunque la lleva ya no la necesita. Hay algo en la manera en que dice las cosas que te obliga a hacer lo que él manda. De repente, estás sentado viendo cómo te maneja, cómo te lleva de aquí para allá. Uno ni siquiera siente nada. El cuerpo es materia ajena, y es él, y no uno mismo, quien manipula tu voluntad a su antojo. -«El traje del muerto», pensó Jude, y se le erizaron los pelos de los brazos-. No sé mucho de él. A Anna no le gustaba hablar de su padrastro. Pero sé que ella trabajó durante un tiempo como adivina, leyendo la palma de la mano, y me dijo que había sido el viejo quien la había enseñado a hacerlo. El tipo se interesaba por los aspectos menos conocidos de la mente humana. Por ejemplo, los fines de semana trabajaba como zahori.

– Un zahori es alguien que encuentra agua agitando ramas en el aire, ¿no? Mi abuela contrató a un viejo campesino con la boca llena de dientes de oro para que encontrara un pozo de agua fresca cuando el suyo se secó. Usaba una rama de nogal.

– El padrastro de Anna, Craddock, no utilizaba un palo. Sólo usaba esa hermosa navaja que llevaba colgada de una cadena. Los péndulos normales también le servían, supongo. De todos modos, la bruja loca que me mandó el traje, Jessica McDermott Price, quería que yo supiera que su padrastro había dicho que se vengaría de mí cuando estuviera muerto. De modo que imagino que el viejo tenía algunas ideas sobre cómo regresar después de muerto. En otras palabras, no es un fantasma por casualidad, contra su voluntad, si eso tiene algún sentido. Está donde está y como está deliberadamente.

Un perro aulló en algún lugar distante. Bon levantó la cabeza, miró pensativamente hacia la puerta y luego bajó el hocico para apoyarlo en las patas delanteras.

– ¿Era bonita? -quiso saber Georgia.

– ¿Anna? Sí, claro. ¿Quieres saber si era buena en la cama?

– Sólo estoy preguntando cómo era. No tienes que portarte como un hijo de puta.

– Bien, entonces no hagas preguntas cuyas respuestas realmente no quieres conocer. Debes haber observado que yo nunca te pregunto sobre tus aventuras pasadas.

– Aventuras pasadas. Maldición. ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Soy la aventura actual que pronto será la aventura pasada?

– Santo cielo. No empecemos.

– No pregunto por curiosidad. Estoy tratando de resolver este asunto.

– ¿Cómo puede ayudarte a resolver nuestro problema con el fantasma saber si era bonita?

Estiró la sábana hasta taparse la barbilla y lo miró en la oscuridad.

– Así que ella era Florida y yo soy Georgia. ¿Cuántos otros estados ha visitado tu polla?

– No podría decirlo. No tengo ningún mapa con alfileres que indique los lugares recorridos. ¿Realmente quieres que haga un cálculo aproximado? Y ya que estamos metidos en el asunto, ¿por qué limitarnos a los estados? He hecho trece giras mundiales, y siempre he llevado mi polla conmigo.

– Maldito y jodido estúpido.

Sonrió detrás de su barba.

– Sé que eso probablemente es terrible para una virgen como tú. Debo repetirte la revelación asombrosa que te he hecho hace poco: yo tengo un pasado. Cincuenta y cuatro años de pasado.

– ¿La amabas?

– No puedes dejar el tema en paz, ¿verdad?

– Esto es importante, maldición.

– ¿Por qué es importante?

No respondió.

Jude se sentó, apoyado en la cabecera de la cama.

– La amé durante unas tres semanas.

– ¿Ella te amaba?

Él asintió con la cabeza.

– ¿Te escribió cartas, después de que la devolvieras a su casa?

– Sí.

– ¿Cartas furiosas? -No respondió de inmediato. Pasó unos instantes ponderando la respuesta-. ¿Por lo menos leíste las malditas cartas, cerdo insensible?

En ese momento apareció otra vez en su voz un inconfundible acento rural y sureño. Estaba furiosa, y se había olvidado de sí misma por un momento. O tal vez no se trataba de que se hubiera olvidado de sí misma, pensó Jude, sino todo lo contrario.

– Sí, las leí en su momento -respondió-. Y las estaba buscando por todas partes cuando toda esta mierda estalló en nuestras manos, allí en Nueva York.

Lamentaba que Danny no las hubiera encontrado. Había querido a Anna. Había vivido con ella, había hablado con ella todos los días, pero en ese momento se daba cuenta de que casi no sabía nada sobre la desdichada muchacha. Sabía tan poco sobre su vida antes de conocerla… y después.

– Te mereces cualquier cosa que te suceda -dijo la chica, que se apartó dándose la vuelta-. Los dos nos lo merecemos.

– No eran cartas furiosas -continuó él-. A veces eran emotivas. Y a veces asustaban por lo contrario, porque había muy poca emoción en ellas. En la última, recuerdo que decía que había cosas de las que quería hablar, asuntos que estaba cansada de mantener en secreto. Decía que no aguantaba estar tan cansada todo el tiempo. Eso debió haberme servido de señal de alarma en ese mismo momento. Pero ya había dicho cosas parecidas otras veces y nunca…, en fin. Estoy tratando de decirte que Anna no se encontraba bien. No era feliz.

– ¿Pero crees que ella todavía te amaba? ¿Incluso después de que le dieras una patada en el culo?

– Yo no… -empezó a responder, pero luego dejó escapar un breve suspiro nervioso. No mordería el anzuelo, no se disculparía-. Supongo que sí. No estoy seguro, pero probablemente seguía queriéndome.

Georgia guardó silencio durante un buen rato, de espaldas a él. Jude también permaneció callado, observando la curva de su hombro. Luego la chica habló de nuevo:

– Me siento mal, por ella. Sabes bien que no es precisamente una diversión.

– ¿El qué?

– Estar enamorada de ti. He convivido con muchos malos tipos que me hicieron sentirme fatal conmigo misma, Jude, pero tú eres algo especial. Yo sabía que ninguno de ellos se preocupaba realmente por mí, pero tú si te preocupas, y sin embargo haces que me sienta como tu putita de mierda. -Hablaba con extrema sinceridad, calmada, sin mirarlo.

Las palabras de la mujer hicieron que su respiración se sobresaltara un poco, y por un instante quiso decirle que lo sentía, pero se abstuvo de pronunciar tales palabras. No tenía la costumbre de pedir disculpas, y odiaba las explicaciones. Georgia esperó a que él respondiera, y al ver que no lo hacía, estiró la manta y se cubrió el hombro.

Jude se deslizó hasta quedar apoyado en la almohada, y puso las manos detrás de su cabeza.

– Mañana pasaremos por Georgia -dijo la joven, todavía sin volverse hacia él-. Quiero que nos detengamos para ver a mi abuela.

– Tu abuela -repitió Jude, como si no estuviera seguro de haberla oído correctamente.

– Bammy es la persona que más quiero en el mundo. Una vez hizo trescientos puntos jugando a los bolos. -Georgia había dicho esto como si las dos cosas estuvieran naturalmente relacionadas. Tal vez existiera alguna relación.

– ¿Te haces cargo del problema en que estamos metidos?

– Aja. Soy vagamente consciente de ello.

– ¿Crees que es una buena idea empezar a realizar paradas? ¿Consideras sensato perder tiempo?

– Quiero verla.

– ¿Qué tal si lo hacemos a la vuelta? Las dos podréis hablar de los viejos tiempos con toda tranquilidad. Qué coño, las dos podréis ir a jugar un par de partidas de bolos.

Georgia tardó un poco en responder:

– Presiento que debo verla ahora. Lo he pensado mucho. No estoy muy segura de que podamos hacer el viaje de regreso. ¿No crees?

El cantante se acarició la barba y se entretuvo observando sus formas dibujadas bajo la sábana. No le gustaba la idea de entretenerse por ninguna razón, pero sintió la necesidad de concederle algo, conseguir que al menos lo odiara un poco menos. Además, si Georgia tenía cosas que quería decirle a alguien que la amaba, era lógico que lo hiciera cuanto antes. Posponer una tarea importante ya no parecía ser demasiado prudente. Reconocía que ambos tenían un futuro incierto.

– ¿Siempre tiene esa famosa limonada en el frigorífico?

– Recién hecha.

– Está bien -aceptó Jude-. Nos detendremos. Pero no por mucho tiempo, ¿de acuerdo? Podemos llegar a Florida mañana a esta misma hora si no nos retrasamos en exceso.

Uno de los animales suspiró. Georgia había abierto una ventana, la que daba al patio central del motel, para que se fuese el olor de comida para perros. Jude percibía olor a herrumbre de la valla metálica, y también un leve olor a cloro, aunque no había agua en la piscina.

– Además, yo tenía un tablero de ouija. Cuando lleguemos a casa de mi abuela, quiero buscarlo -dijo Georgia.

– Ya te he dicho que no necesito hablar con Craddock. Ya sé lo que quiere.

– No -replicó Georgia, con voz seca e impaciente-. No quiero decir que vayamos a hablar con él.

– Entonces, ¿qué quieres decir?

– Necesitamos el tablero para hablar con Anna -explicó Georgia-. Me has dicho que ella te amaba. Tal vez pueda decirnos cómo salir de esta pesadilla. Quizá ella sea capaz de conseguir que su padrastro se vaya.

Capítulo 22

A sí que el lago Pontchartrain, ¿no? Yo me crié bastante cerca. Mis padres nos llevaron de campamento allí una vez. Mi padrastro pescaba. No puedo recordar si pescaba mucho. ¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?

Ella siempre le había acribillado con sus preguntas. Jude nunca pudo saber a ciencia cierta si escuchaba las respuestas o sólo usaba el tiempo en que él hablaba para pensar otra cosa con la que molestarlo.

– ¿Te gusta pescar? ¿Te gusta el pescado crudo? ¿El su-shi? A mí el sushi me parece repugnante, salvo cuando bebo, entonces sí estoy de humor para tomarlo. La repulsión oculta la atracción. ¿Cuántas veces has estado en Tokio? Tengo entendido que la comida es realmente desagradable: calamares crudos, medusas crudas. Todo se sirve crudo allí. ¿No han inventado el fuego en Japón todavía? ¿Alguna vez te has intoxicado con comida en mal estado? Seguro que sí. Estando constantemente de gira, es normal. ¿Cuál ha sido la peor descomposición que has tenido? ¿Has vomitado alguna vez por la nariz? ¿Te ha ocurrido? Eso es lo peor. Pero ¿vas mucho a pescar al lago Pontchartrain? ¿Tu padre te llevaba? ¿No es ése el nombre más bonito del mundo? Lago Pontchartrain, lago Pontchartrain, quiero ver la lluvia sobre el lago Pontchartrain. ¿Sabes cuál es el sonido más romántico del mundo? El de la lluvia sobre un lago silencioso. Una buena lluvia de primavera. Cuando era niña, podía entrar en trance con sólo sentarme junto a mi ventana a ver la lluvia. Mi padrastro solía decir que no había conocido a nadie a quien fuera tan fácil poner en trance como a mí. ¿Cómo eras de niño? ¿Cuándo decidiste cambiarte de nombre?

Preguntas, todo en ella eran preguntas tontas y ansiosas.

– ¿Crees que debería cambiarme el nombre? Tienes que escoger un nombre nuevo para mí. Quiero que me llames con cualquier nombre nuevo que quieras ponerme.

– Ya lo hago -respondió Jude aquella vez.

– Es cierto. Así es. Desde ahora en adelante, mi nombre es Florida. Anna McDermott ha muerto para mí. Es una muchacha del pasado. Ya no existe. De todas maneras, nunca me ha gustado. Prefiero ser Florida. ¿Echas de menos Luisiana? ¿No te parece curioso que viviéramos a sólo cuatro horas el uno del otro? Nuestros caminos podrían haberse cruzado muchas veces. ¿Crees que alguna vez hemos estado juntos, tú y yo, en la misma habitación, al mismo tiempo, sin saberlo? Aunque es muy probable que no, ¿no es cierto? Porque te fuiste de Luisiana antes de que yo ni siquiera hubiera nacido.

Aquél era su hábito más atractivo o su manía más irritante. Jude nunca estuvo seguro de ello. Tal vez era ambas cosas al mismo tiempo.

– ¿Nunca dejas de hacer preguntas? -le preguntó la primera noche que durmieron juntos. Eran las dos de la mañana, y ella había estado interrogándolo durante una hora-. ¿Eras acaso una de esas niñas que volvían locas a sus madres haciendo preguntas todo el tiempo? ¿Por qué es azul el cielo? ¿Por qué la tierra no se estrella contra el sol? ¿Qué nos pasa cuando nos morimos?

– ¿Qué pasa cuando nos morímos? -preguntó Anna, encantada-. ¿Has visto alguna vez un fantasma? Mi padrastro sí. Ha hablado con ellos. Estuvo en Vietnam. Dice que todo el país está embrujado.

Para entonces él ya sabía que su padrastro era un zahori y también un hipnotizador, y que hacía negocios con su hermana mayor, también hipnotizadora profesional, ambos en Testament, Florida. Eso era casi todo lo que conocía de su familia. Jude no preguntó más, ni entonces ni después. Se conformó con saber de ella lo que la joven quería que supiera.

Había conocido a Anna tres días antes, en Nueva York. Había ido allí para una actuación como cantante invitado, con Trent Reznor, en la banda sonora de una película. Era dinero fácil. Luego se quedó para ver un espectáculo que Trent estaba haciendo en Roseland. Anna se encontraba entre bastidores. Era una muchacha pequeña que usaba pintalabios violeta y pantalones de cuero que chirriaban al caminar. Rara chica rubia entre las muchachas góticas. Le preguntó si quería un bocadillo de huevo y fue a buscárselo. Luego dijo:

– ¿Es difícil comer con una barba así? ¿Se te pega la comida en ella? -Lo acosó con preguntas casi desde el momento en que se conocieron-. ¿Por qué piensas que tantos tipos, motociclistas y otros, se dejan crecer las barbas? ¿Para parecer amenazadores? ¿No opinas que en realidad son una desventaja en una pelea de verdad?

– ¿Por qué una barba ha de ser una desventaja en una pelea? -preguntó Jude en aquella ocasión.

Ella le agarró fuertemente la barba y tiró de ella. Se inclinó hacia delante al sentir el dolor del tirón en la parte inferior del rostro. Le rechinaron los dientes, y ahogó un grito furioso. Le soltó y continuó con su chachara:

– Si yo tuviera que pelear alguna vez con un hombre barbudo, esto sería lo primero que haría. Esos cantantes, los ZZ Pop, serían fáciles de derrotar. Podría dominarlos a los tres yo sola, con lo pequeñita que soy. Esos tipos no tienen escapatoria, no pueden afeitarse. Si alguna vez se afeitaran, nadie sabría quiénes son. Me parece que contigo ocurriría lo mismo, ahora que lo pienso un poco. La barba es parte de ti. Tus barbas me causaban pesadillas de pequeña, cuando solía mirarte en los vídeos. ¡Vaya! Podrías ser un personaje totalmente anónimo si te afeitaras. ¿Lo has pensado alguna vez? Tendrías vacaciones instantáneas en el trabajo de ser célebre. Además, es una desventaja en una pelea. Hay buenas razones para afeitarse.

– Mi cara sí que es una desventaja para conseguir mujeres. Si mi barba te producía pesadillas, deberías verme sin ella. Probablemente nunca volverías a dormir.

– De modo que es un disfraz. Un truco de ocultación. Como tu nombre.

– ¿Qué pasa con mi nombre?

– El que usas no es tu nombre real. Judas Coyne. Es un juego de palabras. -Se inclinó hacia él-. ¿Un nombre como ése? ¿Acaso provienes de una familia de cristianos locos? Seguro que sí. Mi padrastro dice que la Biblia es sólo palabrería. Fue educado en la religión pentecostal, pero acabó siendo espiritista, y así fue como nos crió a nosotras. Tiene un péndulo. Lo cuelga delante de una persona para hacerle preguntas y discernir si está mintiendo o no, por la manera en que oscila. También puede leer tu aura con eso. Mi aura es negra como el pecado. ¿Y la tuya? ¿Quieres que te lea las manos? Leer las manos no es nada. Es un truco facilísimo.

Anna le leyó la buenaventura tres veces. En la primera ocasión, ella estaba arrodillada, desnuda en la cama, junto a él, con una línea brillante de sudor en la intersección de los pechos. Estaba sofocada, aún con la respiración agitada por el esfuerzo compartido. Ella le cogió la mano, movió las yemas de los dedos sobre la palma, y observó atentamente.

– Mira esta línea de la vida -dijo Anna-. Es muy larga. Creo que vivirás eternamente. Yo no querría vivir siempre. ¿Cuándo se es demasiado viejo? Tal vez sea algo metafórico. Como decir que tu música es inmortal. Pura palabrería. No sé. La lectura de las manos no es una ciencia exacta.

En otra ocasión, poco tiempo después de que terminara de reconstruir el Mustang, fueron a pasear por las colinas que se alzan sobre el río Hudson. Se detuvieron en un embarcadero pequeño y se quedaron mirando el río. El agua parecía salpicada por escamas de diamantes, debajo de un cielo alto y azul, algo desteñido. Nubes blancas y esponjosas, a miles de metros de altura, cubrían el horizonte. No fue un paseo premeditado, porque en realidad Jude pretendía esa tarde llevar a Anna a ver a un psiquiatra -Danny había conseguido la cita-, pero ella se negó rotundamente en el último momento. Le dijo que era un día demasiado hermoso como para pasarlo en el consultorio de un médico.

Se quedaron allí sentados, con las ventanillas del coche abiertas y la música puesta en tono suave. Ella le tomó la mano que reposaba en el asiento, entre ambos. La chica tenía uno de sus días buenos, de aquellos que se presentaban cada vez con menor frecuencia.

– Te enamorarás otra vez después de mí -le dijo-. Tendrás otra oportunidad de ser feliz. No sé si te permitirás aprovecharla. Tengo la sensación de que no lo harás. ¿Por qué no quieres ser feliz?

– ¿Qué significa «después de ti»? -preguntó, molesto-. Soy feliz ahora.

– No. No eres feliz. Todavía estás enfadado.

– ¿Con quién?

– Contigo mismo -explicó ella, como si fuera la cosa más natural del mundo-. En el fondo te culpas de que Jerome y Dizzy murieran. No quieres aceptar que nadie habría podido salvarlos de ellos mismos. Además, aún estás enfadado con tu padre. Por lo que le hizo a tu madre. Por lo que te hizo en la mano.

La última afirmación le cortó el aliento.

– ¿De qué estás hablando? ¿Cómo sabes lo que él me hizo en la mano?

Ella le dirigió una mirada divertida y astuta.

– La estoy mirando en este momento, ¿no? -Le cogió la mano y le dio la vuelta. Pasó el pulgar sobre los nudillos con cicatrices-. No hace falta ser vidente ni nada por el estilo. Sólo hay que tener dedos sensibles. Puedo sentir el lugar en el que los huesos se soldaron. ¿Con qué te golpeó la mano para aplastarla así? ¿Con una maza? Se curó bastante mal.

– Con la puerta del sótano. Me escapé un fin de semana, para tocar en un espectáculo, en Nueva Orleans. Era un concurso de bandas. Yo tenía quince años. Saqué cien dólares de los ahorros de la familia para pagar el billete de autobús. Pensé que no sería un robo, porque íbamos a ganar el concurso. El premio era de quinientos dólares en efectivo. Lo devolvería con intereses.

– ¿Y qué pasó? ¿Cómo quedasteis?

– En tercer lugar. Nos dieron una camiseta a cada uno -explicó Jude-. Cuando volví, me arrastró hasta la puerta del sótano y me aplastó la mano izquierda con ella. Sabía que era la mano con la que hacía los acordes.

Ella frunció el ceño y luego lo miró confusa.

– Creía que hacías los acordes con la otra mano.

– Eso es ahora. No me quedó otro remedio. -Anna le miró a los ojos-. Ya ves, como pude, aprendí a hacerlos con la mano derecha mientras se curaba la izquierda, y ya nunca dejé de tocar así.

– ¿Fue difícil?

– Bueno, no estaba seguro de que mi mano izquierda volviera a ser como antes, de modo que o aprendía a usar la otra o dejaba de tocar. Y habría sido mucho más duro para mí dejar la música.

– ¿Dónde estaba tu madre cuando ocurrió eso?

– No me acuerdo.

Una mentira. La verdad era que no lo podía olvidar. Su madre estaba en la mesa cuando su padre empezó a arrastrarlo por la cocina, hacia la puerta del sótano. El muchacho gritó, pidiéndole ayuda, pero ella simplemente se puso de pie, se tapó los oídos y huyó hacia el cuarto de costura. Lo cierto era que no podía culparla por negarse a intervenir. Supuso que se lo merecía, y no precisamente por sacar los cien dólares de la caja.

– De todas maneras -prosiguió Jude-, acabé tocando mejor la guitarra cuando tuve que cambiar de mano. Me tiré más o menos un mes sacando los más horribles y jodidos sonidos que jamás se han escuchado. Hasta que, finalmente, alguien me explicó que tenía que encordar la guitarra al revés si iba a tocar con las manos cambiadas. Después de eso, resultó mucho más fácil.

– Además, fue una lección para tu padre, ¿no?

Jude no respondió. La chica observó la palma de su mano y pasó el pulgar por la muñeca.

– Él no ha terminado todavía contigo. Tu padre, digo. Volverás a verlo.

– Imposible. Hace treinta años que no lo veo. Ya no forma parte de mi vida.

– Sí que forma parte. Forma parte de ella todos los días.

– Es curioso. Creía que habíamos decidido no ir a la cita con el psiquiatra esta tarde.

Anna no hizo caso, y siguió:

– Tienes cinco líneas de la suerte. Tienes más suerte que un gato, Jude Coyne. El mundo debe recompensarte aún más por todo lo que te hizo tu padre. Cinco líneas de la suerte. El mundo nunca terminará de pagarte. -Le soltó la mano-. Tu barba y tu gran chaqueta de cuero, tu enorme cochazo negro y tus grandes botas negras. Nadie se pone toda esa armadura a menos que haya sido herido por alguien que no tenía ese derecho.

– Mira quién habló -replicó él-. ¿Hay algún lugar de tu cuerpo que no hayas atravesado con un alfiler? -Tenía alfileres en las orejas, la lengua, en un pezón, en los labios vaginales-. ¿A quién tratas de asustar para que no se acerque?

Anna le hizo la última lectura de mano unos pocos días antes de que Jude le hiciera las maletas. Un día, a primera hora de la tarde, él miró por la ventana de la cocina y la vio caminando bajo una fría lluvia de febrero, en dirección al establo. Iba vestida sólo con un top oscuro y unas bragas negras. Su piel desnuda era de una palidez terrible.

Cuando Jude la alcanzó, la chica ya se había arrastrado dentro de la caseta de los perros, en la parte que estaba en el interior del establo, donde Angus y Bon se refugiaban de la lluvia. Estaba sentada en la tierra, con la parte posterior de los muslos llena de barro. Los animales se movían de un lado a otro y le lanzaban miradas de preocupación mientras le dejaban sitio para que estuviera cómoda.

Jude entró en la caseta gateando, enfadado con ella, totalmente harto del modo en que habían marchado las cosas en los últimos dos meses. Estaba cansado de hablarle y recibir elementales respuestas de no más de tres palabras, asqueado de las risas y las lágrimas soltadas sin razón alguna. Ya no hacían el amor. La sola idea le repelía. Ella no se lavaba, no se vestía, no se cepillaba los dientes. Su pelo rubio, del color de la miel, parecía un nido de ratas. Las escasas veces que habían intentado últimamente tener relaciones sexuales ella había conseguido que Jude perdiera interés, avergonzado y asqueado por las cosas que ella quería hacer. A él no le molestaba un poco de perversión, atarla si ella quería, pellizcarle los pezones, darle la vuelta y practicar sexo anal. Pero para ella aquello no era suficiente. Quería que él le pusiera una bolsa de plástico en la cabeza. Que le hiciese cortes con un cuchillo.

Estaba inclinada hacia delante con un alfiler en la mano. Se lo clavaba en el dedo pulgar, moviéndolo lenta y deliberadamente, pinchándose a sí misma una y otra vez, haciendo salir gruesas gotas de sangre, brillantes como gemas.

– ¿Qué demonios estás haciendo? -le preguntó él, esforzándose por mantener la voz calmada, sin lograrlo. La cogió por la muñeca para impedir que siguiera lastimándose.

Ella dejó caer el alfiler en el barro, liberó su mano para coger la de él y apretarla, mirándola. Los ojos brillaron febriles en medio de sus oscuras ojeras, que más bien parecían moretones. Apenas llegaba a dormir tres horas por noche, en el mejor de los casos.

– Se te está acabando el tiempo casi tan rápido como a mí. Seré más útil cuando me vaya. Ya me he ido. No tenemos futuro.

Alguien tratará de hacerte daño. Alguien que quiere quitártelo todo. -Levantó la vista para mirarlo a la cara-. Alguien contra quien no puedes luchar. Pero pelearás de todos modos, aunque no está a tu alcance vencer. No ganarás. Todas las cosas buenas de tu vida pronto habrán desaparecido.

Angus lloriqueó, ansioso, y se colocó junto a los dos, metiendo el hocico entre las piernas de ella. La joven sonrió -era la primera sonrisa que Jude le había visto en un mes- y lo acarició detrás de las orejas.

– Bien -dijo-. Siempre te quedarán los perros.

Jude se liberó de las manos de ella, la cogió por los brazos y la levantó, dejándola en pie.

– No presto atención a nada de lo que dices. Me has leído las manos al menos tres veces, y cada una de ellas has dicho cosas diferentes.

– Lo sé -respondió Anna-. Pero todas son verdaderas.

– ¿Por qué estabas clavándote un alfiler? ¿Por qué haces esas cosas?

– Lo hago desde que era niña. De vez en cuando, si me pincho un par de veces, puedo hacer que los malos pensamientos se vayan. Es un truco que yo misma inventé para limpiar mi cabeza. Es como pellizcarse a uno mismo durante un mal sueño. Ya sabes, el dolor tiene la facultad de despertarte, de hacerte recordar quién eres.

Jude lo sabía.

La joven siguió hablando, casi mecánicamente, sin pensar.

– Supongo que el truco ya no funciona demasiado. -Jude la sacó de la caseta y la condujo de vuelta al cobertizo. Ella no callaba-. No sé por qué estoy aquí fuera. Sólo con la ropa interior.

– Yo tampoco lo sé.

– ¿Alguna vez habías salido con alguna mujer tan loca como yo, Jude? ¿Me odias? Has tenido muchas mujeres. Dime la verdad, ¿yo soy la peor? ¿Quién ha sido la peor de todas las que has conocido?

– ¿Por qué tienes que hacer tantas malditas preguntas? -No lo preguntó porque sí, necesitaba una respuesta.

Al volver afuera, a la lluvia, abrió su impermeable negro y lo cerró sobre el cuerpo fino y tembloroso de la mujer, estrechándola entre sus brazos.

– Prefiero hacer preguntas -contestó- a tener que responderlas.

Capítulo 23

Despertó poco después de las nueve, con una melodía en la cabeza. Aquella música tenía el aire de un himno de los Montes Apalaches. Empujó a Bon fuera de la cama -la perra había trepado para dormir con ellos durante la noche- y retiró las mantas. Jude se sentó en el borde del colchón, repitiendo mentalmente la melodía, tratando de identificarla, de recordar la letra. Pero no podía hacerlo. Ni el título ni la letra acababan de aclararse en su mente. Y era lógico, porque esa música no existía hasta que él la pensó. Acababa de crearla en sueños. No tendría nombre hasta que él le diera uno.

Jude se levantó, cruzó la habitación y salió al corredor con techo de hormigón. Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Abrió el maletero del Mustang y sacó una muy usada funda de guitarra, con una 68 Les Paul dentro. Regresó con ella a la habitación.

Georgia no se había movido. Estaba tendida, con la cara apoyada en la almohada, un brazo blanco como el marfil encima de las sábanas y el otro recogido con fuerza sobre su cuerpo. Hacía muchos años que no salía con una chica de piel bronceada. Cuando se es gótico, es importante sugerir por lo menos la posibilidad de que uno puede estallar envuelto en llamas a poco que se exponga directamente a la luz del sol.

Fue al baño. Angus y Bon ya lo seguían de cerca, y les ordenó con un susurro que se quedaran. Se echaron sobre sus barrigas, al otro lado de la puerta, mirándolo con gesto de desamparo, acusando a su amo con los ojos de no amarlos lo suficiente.

No estaba seguro de ser capaz de tocar bien por la herida de su mano izquierda. Con ella hacía el punteo y con la derecha buscaba los acordes. Sacó la guitarra de su estuche y empezó a afinarla. Al pasar los dedos por las cuerdas sintió un leve destello de dolor en el centro de la palma de la mano, no muy fuerte, apenas un pinchazo incómodo. Sintió como si un cable de acero le atravesara la carne y comenzara a calentarse. Pero pensó que podía tocar a pesar de ello.

Cuando la guitarra estuvo afinada, buscó los acordes adecuados y empezó a tocar, reproduciendo la melodía que tenía en la cabeza cuando se despertó. Sin el amplificador, la guitarra emitía un sonido plano, gangoso. Cada cuerda hacía un ruido ronco y metálico.

La canción podría haber sido una melodía provinciana, rural. Parecía sacada de una grabación folclórica o de una retrospectiva de música tradicional guardada en la Biblioteca del Congreso. Bien podría titularse Preparándome para cavar mi tumba, Jesús trajo su carroza o Brinda por el diablo.

– Brinda por los muertos -dijo.

Dejó la guitarra y volvió al dormitorio. Había una libretita de notas y un bolígrafo en la mesilla de noche. Los llevó al baño y escribió: Brinda por los muertos. Ya tenía un título. Cogió la guitarra y tocó otra vez.

La melodía de la canción -que parecía propia de los Montes Ozark, o de un grupo de fanáticos seguidores del Evangelio- le produjo un estremecimiento de placer que recorrió los brazos y le llegó a la parte trasera del cuello. Muchos comienzos de sus canciones parecían inspirados en la música tradicional. Llegaban a él como huérfanos errantes, hijos perdidos de grandes y venerables familias musicales. Se le acercaban en forma de canciones anteriores al fonógrafo, cantos populares de los bares, lamentos de las planicies desiertas, temas perdidos de Chuck Berry. Jude los vestía de negro y les enseñaba a gritar.

Lamentó no llevar consigo la grabadora de audio digital. Quería escuchar lo que tenía grabado en cinta. En lugar de ello, dejó a un lado la guitarra y garabateó los acordes en la libreta de notas, debajo del título. Luego volvió a coger la Les Paul y tocó la melodía una y otra vez, deseoso de saber adonde le llevaría la inspiración. Veinte minutos después aparecían manchas de sangre a través del vendaje de su mano izquierda. Ya había elaborado el coro, que surgía naturalmente del estribillo inicial. Era un coro constante, creciente y estruendoso, desde el susurro inicial hasta el grito colectivo final; un acto de violencia contra la belleza y la dulzura de la melodía que había aparecido antes.

– ¿De quién es eso? -preguntó Georgia, reclinada en la puerta del baño, restregándose los ojos para terminar de despertarse.

– Mío.

– Me gusta.

– Está bien. Sonaría todavía mejor si esta cosa estuviera enchufada.

El pelo negro y suave de Georgia flotaba alrededor de la cabeza. Tenía aspecto de estar suelto, al viento, y las sombras dibujadas bajo sus ojos atrajeron la atención de Jude por su gran tamaño. Ella le sonrió, somnolienta. Él le devolvió la sonrisa.

– Jude -dijo ella, en un tono de ternura erótica casi insoportable.

– ¿Sí?

– ¿Podrías salir del baño para que pueda hacer pis?

Cuando ella cerró la puerta, dejó caer el estuche de la guitarra sobre la cama y se quedó inmóvil en la oscuridad de la habitación, escuchando el sonido amortiguado del mundo, más allá de las cortinas corridas: el zumbido del tráfico en la autopista, una puerta de coche que se cierra con un golpe, una aspiradora funcionando en la habitación de arriba. Entonces pensó que el fantasma se había marchado.

Desde el momento en que el traje había llegado a su casa en la caja negra con forma de corazón, había sentido constantemente que el muerto estaba cerca de él. Incluso cuando no lo veía, era consciente de su presencia, lo percibía casi como un peso invisible, una especie de carga de presión y electricidad en el aire, como la que precede a una tormenta. Había vivido en esa atmósfera de horrible espera durante días, en una interminable y tensa opresión que le hacía difícil probar la comida o conciliar el sueño. En ese momento, sin embargo, la angustia se había disipado. Se había olvidado del fantasma mientras escribía la nueva canción… y el fantasma tampoco le recordaba a él, o por lo menos era incapaz de meterse en los pensamientos de Jude, en el entorno de Jude. La música, como los perros, parecía ahuyentar al espectro.

Sacó a pasear a Angus. Se tomó su tiempo. Jude llevaba una camisa de manga corta y vaqueros. Le agradaba la caricia del sol en la nuca. El extraño olor de la mañana -el manto de gases de los tubos de escape en la Interestatal 95, los lirios del pantano, los aromas del bosque, el asfalto caliente- le hizo arder la sangre, le inculcó el deseo de ponerse en camino, conduciendo hacia algún sitio, a cualquier lugar. Se sentía bien, lo cual últimamente era una sensación poco habitual. Tal vez estaba excitado. Pensó en el agradable mechón de pelo de Georgia, en sus ojos hinchados, somnolientos, y en sus piernas blancas, flexibles. Tenía hambre, quería huevos, un filete de pollo. Angus perseguía a una marmota por la hierba, alta hasta la cintura. Al cabo de un rato se detuvo junto a los árboles que bordeaban la pradera, aullando alegremente. Jude regresó para proporcionar a Bon su ración de ejercicio y escuchó el ruido de la ducha.

Se metió en el baño. Estaba lleno de vapor, el aire era caliente y espeso. Se desvistió, retiró la cortina para entrar y se metió en la bañera.

Georgia saltó cuando los nudillos de él le rozaron la espalda y giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro. Tenía tatuados un corazón negro, en la cadera, y una mariposa igualmente negra en el hombro. Se volvió hacia él y le puso la mano sobre el corazón.

Ella apretó su cuerpo húmedo y elástico contra el de su amante, y se besaron. Jude se inclinó hacia ella, sobre ella, y para mantener el equilibrio, Georgia se apoyó en la pared… Enseguida emitió un fino y agudo gemido de dolor. Retiró la mano de la pared como si se la hubiera quemado.

Georgia trató de esconder la mano dolorida, pero él le cogió la muñeca y la levantó. Tenía el pulgar inflamado y rojo, y en cuanto lo tocó levemente pudo sentir el calor enfermizo que emanaba. La palma también estaba enrojecida e hinchada alrededor de la base del pulgar. En la parte interior del dedo se encontraba la llaga blanca, rebosante de pus, que seguía saliendo.

– ¿Qué vamos a hacer con esto? -preguntó.

– Va bien. Le estoy poniendo pomada antiséptica.

– Eso no es suficiente. No tiene buen aspecto. Deberíamos ir a un médico de urgencias.

– No voy a sentarme en una sala de espera durante tres horas para que alguien me mire el agujero que yo misma me hice con un alfiler.

– No sabes qué fue lo que te pinchó. No olvides lo que estabas haciendo cuando te pasó esto. No era una actividad normal.

– No lo he olvidado. Pero no creo que ningún médico pueda mejorar lo que se cura solo. De verdad.

– ¿Crees que se va a curar solo?

– Creo que estará bien… si hacemos que el muerto se vaya. Si nos lo quitamos de encima, creo que los dos nos curaremos -dijo-. Sea lo que fuere lo que le pasa a mi mano, forma parte de todo este asunto. Pero tú ya lo sabes, ¿no?

No sabía nada, pero tenía algunas ideas, y no le gustó que coincidieran con las de ella. Inclinó la cabeza, pensativo, y se enjugó las salpicaduras de agua de la cara.

– Cuando Anna estaba en sus peores momentos, se pinchaba con un alfiler en el pulgar. Para aclararse la cabeza, me dijo. No lo sé. Tal vez no es nada. Pero me inquieta que te hayas pinchado como lo hacía ella.

– Bien. A mí no me preocupa. En realidad, eso casi me hace sentirme mejor. -Su mano sana se movió sobre el pecho del amante mientras hablaba, con los dedos explorando el paisaje de músculos que comenzaban a perder definición y la piel que se aflojaba con la edad, todo cubierto por un montón de rizados pelos canosos.

– ¿En serio?

– Sí. Otra cosa que ella y yo tenemos en común. Aparte de ti. Jamás la conocí y casi no sé nada de su vida, pero me siento conectada con ella de alguna manera. No tengo miedo de esas cosas, ya lo sabes.

– Me alegra que no te moleste. Me encantaría poder decir lo mismo. En cuanto a mí, no me gusta mucho pensar en eso.

– Entonces no lo hagas -dijo la chica, apoyándose en Jude y empujando con su lengua en la boca de él para hacerlo callar.

Capítulo 24

Jude llevó a Bon a dar su muy demorado paseo, mientras Georgia se ocupaba de sí misma en el baño, vistiéndose, volviendo a vendarse la mano y poniéndose pendientes y otros adornos. Sabía que ella necesitaba al menos veinte minutos, de modo que se detuvo junto al coche y sacó del maletero el ordenador portátil de la joven. Georgia ni siquiera sabía que lo llevaban con ellos. En realidad Jude lo guardó en el coche de forma automática, sin pensarlo casi. Era una costumbre, porque Georgia lo llevaba consigo allí donde fuera y lo usaba para mantenerse en contacto, por medio del correo electrónico, con multitud de amigos que vivían lejos. La chica pasaba muchas horas navegando por páginas de contactos amistosos, blogs, información de conciertos y pornografía vampírica (lo cual tenía algo de hilarante y mucho de deprimente). Pero en cuanto se pusieron en camino, Jude olvidó que llevaban el ordenador portátil con ellos y Georgia no pregunto por él, de modo que había pasado la noche en el maletero.

Jude no tenía ordenador portátil propio. Danny se había ocupado de su correo electrónico y de todas las demás obligaciones en la Red. El viejo cantante sabía muy bien que pertenecía a un grupo social cada vez más reducido, el de los que no comprendían plenamente el encanto de la era digital. Jude no quería estar conectado. Había pasado cuatro años enchufado a la cocaína, un periodo de tiempo en el que todo parecía más que acelerado. Lo vivió como si estuviera en una de esas películas en las que el tiempo pasa a toda velocidad, donde todo un día y una noche transcurren en pocos segundos, el tráfico se convierte en chillonas franjas de luz, las personas se transforman en borrosos maniquíes moviéndose apresuradamente a saltos, de aquí para allá. Aquellos cuatro años los recordaba en ese momento como cuatro días malos, disparatados e insomnes, que comenzaron con una resaca de víspera de Año Nuevo y terminaron en fiestas de Navidad llenas de gente y humo, donde se encontraba rodeado de desconocidos tratando de tocarlo, profiriendo chillonas risotadas inhumanas. No quería conectarse nunca más a nada. Ni siquiera a Internet.

Había tratado de explicarle a Danny tales sentimientos una vez, hablarle del comportamiento compulsivo, del tiempo que pasa demasiado rápido, de Internet y las drogas. El secretario se había limitado a levantar una de sus finas y movedizas cejas y mirarlo con una forzada sonrisa, llena de confusión. Danny no pensaba que la cocaína y los ordenadores tuvieran relación entre sí. Pero a su jefe le había impresionado la forma en que muchas personas se inclinaban sobre las pantallas, apretando una y otra vez los botones, a la espera de alguna crucial, aunque vana, información. Pensaba que era casi exactamente lo mismo.

En aquel momento, sin embargo, estaba de humor para conectarse. Llevó el ordenador portátil a la habitación, lo enchufó y entró en la Red. No hizo ningún intento de acceder a su cuenta de correo electrónico. La verdad era que no recordaba bien cómo hacerlo. Danny tenía instalado un programa para que Jude pudiera leer directamente todos los mensajes, pero él no sabía cómo llegar a su correo desde un ordenador distinto. Lo que sí sabía era cómo buscar un nombre en Google, y escribió el de Anna.

Su nota necrológica era breve, la mitad que la de su padre. Jude pudo leerla en un momento, casi de un simple golpe de vista. Fue su fotografía lo que le llamó la atención y le produjo una breve sensación de vacío en la boca del estómago. Supuso que había sido tomada ya al final de su vida. Miraba a la cámara de manera inexpresiva, con algunos finos mechones de pelo sobre su cara demacrada, y tenía las mejillas hundidas debajo de los pómulos.

Cuando la conoció, ella llevaba un aro en cada ceja y otros cuatro en cada oreja, pero en la foto no los tenía, lo cual hacía que su rostro, demasiado pálido, pareciera todavía más vulnerable. Al mirarla con mayor atención, pudo ver las marcas dejadas por los piercings. Ya no usaba argollas ni cruces de plata, no estaban las cruces egipcias y las gemas brillantes, los adornos, los anzuelos y anillos que antes clavaba en su piel para parecer sucia, insensible, peligrosa, loca y hermosa. Algunas de esas cualidades eran reales, además. Fue de verdad loca y hermosa; y peligrosa también. Peligrosa para sí misma.

El obituario no decía nada sobre notas de suicidio. En realidad no hablaba de suicidio. Murió menos de tres meses antes que su padrastro.

Hizo otra búsqueda. Escribió «Craddock McDermott, rabdomante» y apareció una docena de enlaces. Hizo clic en el primer resultado, que lo llevó a un artículo publicado nueve años antes en el Tampa Tribune, en la sección «Vida cotidiana y artes». Jude miró primero las fotografías -había dos- y de inmediato se puso tenso en la silla. Pasó un rato antes de que pudiera apartar la mirada de aquellas imágenes, para centrar su atención en el texto que las acompañaba.

La nota se titulaba «Buscar muertos con una varilla de zahori». Las primeras líneas de presentación del texto decían: «Veinte años después de Vietnam, el capitán Craddock McDermott está listo para dejar reposar a algunos fantasmas… y llamar a otros».

El artículo comenzaba con la historia de Roy Hayes, un profesor de biología jubilado que a los sesenta y nueve años aprendió a pilotar aviones ligeros y que, una mañana de otoño de 1991, voló con un avión muy liviano sobre los Everglades, con el propósito de contar garzas por encargo de un grupo ecologista. A las 7:13 de la mañana, un pequeño aeropuerto privado del sur de Nápoles, Florida, recibió una transmisión suya:

«Creo que estoy sufriendo una apoplejía -dijo su voz por radio-. Me encuentro mareado. No puedo decir a qué altura he descendido. Necesito ayuda».

Eso fue lo último que se supo de él. Un grupo de salvamento, formado por más de treinta botes y cien hombres, no había podido descubrir rastros de Hayes ni de su avión. En el tiempo en que se publicó el artículo, tres años después de su desaparición y presunta muerte, la familia había tomado la extraordinaria decisión de contratar a Craddock McDermott, capitán retirado del ejército de Estados Unidos, para encabezar una nueva búsqueda de sus restos.

«No cayó en los Everglades -declaraba McDermott con una sonrisa confiada-. Los grupos de rescate buscaron siempre en el lugar equivocado. Los vientos de aquella mañana llevaron su avión más al norte, sobre Big Cypress. Calculo que su posición verdadera está a menos de un kilómetro y medio de la carretera interestatal 94».

«McDermott -leyó Jude- cree que puede localizar con toda precisión el sitio del accidente en un área de menos de un kilómetro cuadrado. Pero él no realizó sus cálculos consultando los datos meteorológicos correspondientes a la mañana de la desaparición, ni revisando las últimas transmisiones de radio del doctor Hayes, ni los informes de los testigos oculares. En lugar de eso, hizo oscilar un péndulo de plata sobre un gran mapa de la región. Cuando el péndulo comenzó a moverse rápidamente de un lado a otro, sobre un lugar al sur de Big Cypress, McDermott anunció que había encontrado la zona de impacto. Y cuando al final de esta semana conduzca al equipo de rescate privado por los pantanos de Big Cypress para buscar el ultraligero accidentado, no lo hará llevando consigo un radar, detectores de metales o perros sabuesos. Su plan para encontrar al profesor desaparecido es mucho más simple… y perturbador. Su intención es consultar directamente a Roy Hayes, apelar al mismo doctor ya muerto para que guíe al grupo hasta el lugar en que reposa».

El artículo seguía con los antecedentes del extraño rescatador, analizando los anteriores encuentros de Craddock con lo sobrenatural. Dedicaba algunas líneas a los detalles más góticos de su vida familiar. Se ocupaba brevemente del padre, ministro pentecostal aficionado a la manipulación de serpientes, que había desaparecido cuando Craddock era sólo un niño. También incluía un párrafo dedicado a su madre, que los había hecho atravesar dos veces todo el país, después de ver a un fantasma que ella llamaba «el hombre que camina hacia atrás». Aseguraba que era una visión que predecía mala suerte. Tras una de las visitas del hombre que camina hacia atrás, el pequeño Craddock y su madre dejaron de vivir en un edificio de apartamentos de Atlanta, menos de tres semanas antes de que el inmueble se quemara completamente en un incendio provocado por un cortocircuito.

En 1967 McDermott ya era un oficial destinado en Vietnam, donde estaba a cargo de los interrogatorios a oficiales del Vietcong. Estuvo asignado al caso de un tal Nguyen Trung, quiromántico, de quien se decía que había aprendido las artes adivinatorias con el propio hermano de Ho Chi Minh y que llegó a ofrecer sus servicios a varios jerarcas del Vietcong. Para tranquilizar a su prisionero, McDermott le pidió a Trung que lo ayudara a comprender sus creencias espirituales. Lo que siguió fue una serie de extraordinarias conversaciones sobre temas como la profecía, el alma humana y los muertos, charlas que según McDermott le habían abierto los ojos a todo lo sobrenatural que le rodeaba.

«En Vietnam -decía el artículo, citando palabras de McDermott- los fantasmas están ocupados. Nguyen Trung me enseñó a verlos. Cuando uno sabe cómo buscarlos, es posible descubrirlos en cada esquina, con sus ojos tachados y sus pies que no tocan el suelo. Es sabido que allí los vivos usan con frecuencia a los muertos. Un espíritu que cree que tiene trabajo pendiente no abandonará nuestro mundo. Se quedará hasta que esa labor inacabada esté concluida. Fue entonces cuando empecé a creer por primera vez que íbamos a perder la guerra. Vi lo que ocurría en el campo de batalla. Cuando nuestros muchachos morían, sus almas salían de las bocas, como el vapor de una tetera, y ascendían hacia el cielo. Cuando morían los del Vietcong, sus espíritus se quedaban. Sus muertos continuaban luchando».

Una vez concluidas sus sesiones, McDermott perdió de vista a Trung, que desapareció en la época del Tet, el año nuevo vietnamita. En cuanto al profesor Hayes, McDermott creía que su destino final sería conocido muy pronto.

«Lo encontraremos -decía-. Su espíritu está desocupado en este momento, pero le daré algún trabajo. Nosotros marcharemos juntos, Hayes y yo. Él va a conducirme hasta su cuerpo».

Al leer esto último -«nosotros marcharemos juntos»-, Jude sintió un escalofrío que hizo que se le erizaran los pelos de los brazos. Pero eso no fue tan desagradable como la sensación de miedo que lo invadió cuando miró las fotografías.

La primera era una imagen de Craddock apoyado en la carrocería de su camioneta azul. Sus hijastras estaban descalzas -Anna tenía tal vez doce años, Jessica unos quince-, sentadas en el capó, una a cada lado de él. Era la primera vez que Jude veía a la hermana mayor de Anna, pero no la primera vez que veía a Anna cuando era niña. Estaba exactamente igual que en su sueño.

En la fotografía, Jessica pasaba los brazos alrededor del cuello de su sonriente y anguloso padrastro. Era casi tan delgada y esbelta como él, un hombre alto y en buena forma física, y su piel estaba saludablemente bronceada. Pero había algo artificial en la sonrisa de la joven, amplia, tal vez demasiado ancha, demasiado entusiasta, mostrando una dentadura desmesurada. Parecía la sonrisa de un vendedor a domicilio desesperado. Y también había algo raro en sus ojos, que eran tan brillantes y negros como la tinta húmeda. E inquietantemente ávidos.

Anna estaba sentada a cierta distancia de los otros dos. Era huesuda, se diría toda codos y rodillas, y el pelo le llegaba casi hasta la cintura, en una larga y dorada cascada que parecía luminosa. Era también la única que no sonreía a la cámara. En realidad no tenía ninguna expresión. La cara estaba aturdida e inexpresiva. Los ojos, desenfocados, parecían los de una sonámbula. Jude la identificó como la expresión que tenía cuando se hundía en el mundo monocromático e introvertido de su depresión. Le vino a la cabeza la perturbadora idea de que ella había vivido en ese estado durante la mayor parte de su infancia.

Sin embargo, lo peor de todo era una segunda fotografía, más pequeña. En ella se veía al capitán Craddock McDermott con uniforme de combate, un sombrero de pesca manchado de sudor y una ametralladora MI6 colgada del hombro. Posaba junto a otros soldados, sobre un suelo de barro amarillo y duro. Detrás de ellos había palmeras y agua estancada. Podría haberse tomado por una imagen de los Everglades, si no fuera por todos aquellos soldados y su prisionero vietnamita.

El cautivo estaba un poco más atrás de Craddock, y era un hombre de cuerpo sólido, vestido con una chaquetilla negra, la cabeza afeitada, rasgos amplios y apuestos, y los ojos calmos de un monje. En cuanto lo vio, Jude lo reconoció como el prisionero vietnamita que aparecía en su sueño. Los dedos ausentes de la mano derecha de Trung eran una revelación involuntaria. En la foto, poco definida y mal coloreada, los muñones de esos dedos parecían cosidos recientemente con hilo basto. No parecía haber recibido una cura.profesional.

La leyenda escrita debajo de la foto identificaba al hombre como Nguyen Trung, y describía el lugar como un hospital de campaña en Dong Tam, donde el prisionero había sido atendido por heridas sufridas en combate. Eso era más o menos correcto. Trung se amputó sus propios dedos para no confesar, para defenderse del interrogatorio, de modo que la herida fue considerada consecuencia de una especie de acción de combate. En cuanto a lo que había ocurrido con él, Jude creía saberlo. Pensaba que era probable que cuando Trung ya no tuvo más que decir a Craddock McDermott sobre los fantasmas y el trabajo que hacía con ellos, el capitán le había llevado a dar un paseo nocturno.

El artículo no decía si McDermott llegó a encontrar a Roy Hayes, el profesor retirado y piloto de aviones ultraligeros, pero Jude creía que así había sido, por mucho que no hubiera argumentos razonables para pensar tal cosa. Por si acaso, hizo otra búsqueda. Halló respuesta. Los restos de Roy Hayes habían sido enterrados cinco semanas después. Lo cierto era que Craddock no lo encontró personalmente. El agua era demasiado profunda. Un equipo de buzos de la policía del estado se sumergieron en el lugar donde Craddock dijo que se zambulleran, y lo sacaron.

Georgia abrió la puerta del baño y Jude dejó de prestar atención al ordenador.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

– Intento averiguar cómo puedo ver mi correo electrónico -mintió-. ¿Quieres usarlo?

Ella miró su ordenador por un momento, luego sacudió la cabeza y arrugó la nariz.

– No. No tengo el más mínimo interés en conectarme ahora. ¿No es gracioso? Generalmente no puedes desengancharme de la pantalla.

– ¡Eso está bien! ¿Ves? La tensión necesaria para huir y salvar la vida no es del todo mala. Fíjate cómo logra fortalecer el carácter.

Jude sacó de nuevo el cajón del tocador y vació en él otra lata de comida para perros.

– Anoche, el olor de esa mierda me dio tanto asco que estuve a punto de vomitar -dijo Georgia-. Aunque parezca raro, esta mañana me está abriendo el apetito.

– Vamos. Hay un Denny's aquí cerca. Iremos dando un paseo.

Abrió la puerta y luego le tendió la mano. Estaba sentada en el borde de la cama, con sus vaqueros oscuros, unas pesadas botas negras y una camisa gris, sin mangas, que colgaba holgadamente sobre su delgado cuerpo. Bajo el dorado rayo de luz de sol que entraba por la puerta, su piel era tan pálida y delicada que casi parecía traslúcida. Daba la impresión de que se rompería con sólo tocarla levemente.

Jude vio que la joven buscaba con la mirada a los perros. Angus y Bon se inclinaban sobre el cajón, con las cabezas juntas mientras se sumergían en la comida. Vio también que Georgia fruncía el ceño y supo lo que estaba pensando: que ambos se encontrarían a salvo mientras los animales estuvieran cerca. Entonces ella le miró entornando los ojos. El hombre estaba erguido, en medio de la luz. Cogió su mano y dejó que la ayudara a ponerse de pie. El día era brillante. Más allá de la puerta, la mañana los esperaba.

Jude no tenía miedo. Todavía se sentía amparado por la nueva canción. Creía, o más bien percibía, que al escribirla había trazado un círculo mágico alrededor de ambos, que había creado una barrera que el muerto no podía traspasar. Creía haber expulsado al fantasma, al menos por un rato.

Pero cuando atravesaron la explanada del aparcamiento -relajadamente agarrados de la mano, algo que nunca hacían- miró distraídamente hacia su habitación del hotel. Angus y Bon los contemplaban a través del ventanal, erguidos sobre las patas traseras, con las delanteras apoyadas en el vidrio. Sus caras tenían idénticas expresiones de aprensión.

Capítulo 25

E1 Denny's estaba lleno de gente y de ruido, el aire era denso por el olor de la grasa del tocino, del café quemado y del humo de los cigarrillos. El bar, situado inmediatamente a la derecha de las puertas, era la zona de fumadores. Eso significaba que, después de cinco minutos de espera para encontrar sitio, uno podía estar seguro de apestar como un cenicero cuando fuera conducido a la mesa.

Jude no fumaba y nunca había fumado. Era el único hábito autodestructivo que había logrado evitar. Su padre sí fumaba. Cuando hacía recados en el pueblo, Jude siempre estaba dispuesto a comprarle aquellas cajetillas baratas y largas de cigarrillos sin marca. A veces las compraba incluso sin que se lo pidiera. Ambos sabían por qué. El muchacho observaba con intensidad a Martin al otro lado de la mesa de la cocina, mientras su padre encendía un cigarrillo y daba la primera calada, haciendo que la punta se pusiera al rojo vivo.

– Si las miradas pudieran matar, yo ya tendría cáncer -le dijo Martin una noche, sin ningún preámbulo. Agitó una mano, dibujó un círculo en el aire con el cigarrillo, mirando a Jude con los ojos entornados por el humo-. Tengo una constitución fuerte. Tú quieres matarme con éstos, pero vas a tener que esperar bastante. Si realmente quieres verme muerto, hay maneras más fáciles de conseguirlo.

La madre de Jude no dijo nada, concentrada como estaba en el trabajo de pelar guisantes, con una expresión ensimismada. Podría haber pasado por sordomuda.

Jude -entonces era Justin- tampoco habló, se limitó a seguir mirándolo con furia. No porque estuviera demasiado enfadado como para hablar. Lo que ocurría era que estaba demasiado sorprendido, pues parecía que su padre le hubiera leído la mente. Había mantenido fija la mirada en los pliegues holgados, como de piel de gallina, del cuello de Martin Cowzynski, con una especie de ira contenida, como si deseara que un cáncer se apoderara de él en ese mismo instante, como si quisiera ver un montón de células negras en aumento que devoraran la voz de su padre, que ahogaran la respiración de su padre. Deseaba eso con todo su corazón: un cáncer que obligara a los médicos a arrancarle la garganta, a callarlo para siempre.

El hombre sentado en la mesa vecina había perdido su garganta y usaba una laringe electrónica para hablar. Era un ruidoso y agudo sistema que manejaba desde la parte de abajo de la barbilla para hablar con la camarera, y de paso con todos los presentes en el lugar.

– ¿Tienen aire acondicionado? Bien, enciéndalo. Si ustedes no se molestan en cocinar la comida, ¿por qué quieren freír a los clientes que pagan? Dios Santo, tengo ochenta y siete años. -Este dato parecía ser para él de suma importancia, ya que, cuando la camarera se alejaba, se lo repitió a su esposa, una mujer increíblemente obesa que no levantó la vista del periódico mientras él hablaba-. Tengo ochenta y siete años, santo cielo. ¡Freímos como si fuéramos huevos! -Se parecía al viejo de aquella famosa pintura titulada Gótico estadounidense hasta en los cabellos grises peinados sobre la cabeza parcialmente calva.

– Me pregunto qué clase de par de viejos llegaremos a ser -dijo Georgia.

– Lo tengo claro. Yo todavía tendré pelo. Sólo pelo blanco. Mechones que crecerán de manera desordenada, por todas parles, probablemente. Las orejas. La nariz. Pelos grandes e hirsutos saliendo de mis cejas. En resumen, seré como un Santa Claus terriblemente mal hecho.

Ella se puso una mano debajo de los pechos.

– La grasa que tienen éstos se escurrirá directamente hacia mi culo. Me gustan los dulces, de modo que, muy probablemente, me faltarán dientes. Por otra parte, y eso será lo mejor, podré sacarme la dentadura para practicar sexo oral sin dientes. Lo propio de una señora mayor.

Jude le tocó la barbilla y le levantó la cara para enfrentarla a la suya. Estudió sus pómulos y los ojos dentro de las profundas cuencas, con ojeras, ojos que miraban divertidos e irónicos, sin llegar a ocultar del todo el deseo de contar con su aprobación.

– Tienes una buena cara -dijo él-. Tienes buenos ojos. Estarás bien. En las ancianas lo importante son los ojos. Serás una viejecita con ojos vivaces, y parecerá que siempre estás pensando en algo divertido. Siempre dispuesta a meterte en problemas.

Retiró la mano. Ella fijó la mirada en el café, sonriendo, halagada y sumergida en una timidez poco habitual.

– Parece que estuvieras hablando de mi abuela Bammy -dijo-. Te va a encantar cuando la veas. Podríamos estar allí a la hora del almuerzo.

– Sí.

– Mi abuela tiene el aspecto de una encantadora ancianita, adorable e inofensiva. Pero, ay, le gusta atormentar a la gente. Yo vivía con ella cuando estaba en octavo. Invitaba a mi amigo Jimmy Elliott a casa, supuestamente para jugar a los dados, pero en realidad robábamos vino. Bammy dejaba casi todos los días en el frigorífico media botella de tinto que había sobrado de la comida de la noche anterior. Y ella sabía lo que estábamos haciendo. Un día cambió el vino por tinta morada y la dejó allí para que nosotros la robáramos. Jimmy me dejó beber primero. Eché un trago y me atraganté, tosiendo como nunca lo había hecho. Cuando volví a casa, todavía tenía un enorme anillo morado alrededor de la boca, manchas del mismo color por toda la mandíbula y la lengua de color púrpura. La tinta no salió hasta una semana después. Yo esperaba que Bammy me diera unos azotes, pero a ella le pareció suficiente castigo y consideró que además era un asunto gracioso.

La camarera se acercó para tomar nota. Cuando se fue, Georgia sacó un tema inesperado:

– ¿Cómo era eso de estar casado, Jude?

– Tranquilo.

– ¿Por qué te divorciaste de ella?

– Yo no me divorcié. Fue ella quien se divorció de mí.

– ¿Te sorprendió en la cama con todo el estado de Alaska o algo por el estilo?

– No. No la engañé… Bueno, no demasiado a menudo. Y a ella no parecía molestarle.

– ¿No le molestaba? ¿Lo dices en serio? Si nosotros estuviéramos casados y tú hicieras de las tuyas, te arrojaría a la cara lo primero que tuviera a mano. Y lo segundo. Y luego no te llevaría al hospital. Dejaría que te desangraras. -Hizo una pausa y se inclinó sobre su taza de café-. ¿Y por qué fue entonces? ¿Por qué te dejó?

– Sería difícil de explicar.

– ¿Porque soy demasiado estúpida?

– No -replicó él-. Más bien porque yo no soy lo suficientemente listo como para explicármelo a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Durante mucho tiempo, quise hacer el papel de marido. Pero luego dejé de hacerlo. Y cuando eso ocurrió… ella se dio cuenta. Sencillamente. Tal vez yo procuré que lo supiera. -Mientras decía eso, Jude estaba pensando en cómo había empezado a acostarse cada vez más tarde, esperando a que ella se cansara y se fuera a dormir sin él. Procuraba meterse en la cama después de que ella se durmiera para no tener que hacer el amor. También pensaba en cómo a veces comenzaba a tocar la guitarra, ensayando una melodía, precisamente cuando ella estaba diciendole algo. Tapaba con los acordes lo que su mujer decía. Recordaba igualmente que había conservado la película pornográfica con el asesinato, en lugar de deshacerse de ella. Recordaba que la había dejado donde ella pudiera descubrirla, donde él suponía que ella la encontraría.

– Eso no tiene sentido. Así, de repente. ¿No sentiste que debías hacer un esfuerzo? No es propio de ti. No eres el tipo de persona capaz de abandonar las cosas importantes sin ninguna razón.

No había sido sin ninguna razón, pero la razón que había desafiaba toda explicación racional, no podía ser traducida en palabras de manera que tuviera sentido. Había adquirido la granja para su esposa, para ellos dos. Le compró a Shannon un Mercedes, luego otro, un sedán grande y un descapotable. Viajaban los fines de semana, a veces incluso a Cannes, y volaban en un jet particular en el que comían langostinos gigantes y langosta. Y luego Dizzy murió, se fue de la manera más terrible y dolorosa que se pueda imaginar, y Jerome se mató. A pesar de ello, Shannon solía aparecer en el estudio para decirle a Jude: «Estoy preocupada por ti. Vamos a Hawai» o «Te he comprado una americana de cuero…, pruébatela», y él empezaba a tocar las cuerdas de su guitarra. Detestaba la voz de Shannon y tocaba para que la música la borrara. Odiaba la sola idea de gastar más dinero, de poseer otra chaqueta, de hacer otro viaje. Pero sobre todo odiaba la expresión de satisfacción de su mujer, aquel aspecto complacido de su cara. Y detestaba sus dedos regordetes, llenos de anillos, e incluso el frío aire de preocupación que a veces aparecía en su mirada.

Cuando Dizzy estaba ciego, ya muy cerca del final, con fiebre altísima y sin poder controlar sus esfínteres, el delirio se apoderó de su mente y creía que Jude era su padre. El enfermo lloraba y decía que no quería ser gay.

– No me odies más, papá, no me odies -suplicaba, gimiendo.

Y Jude respondía, por pura piedad:

– No te odio. Nunca te he odiado.

Luego Dizzy murió y Shannon seguía comprando ropa para su marido y pensando a qué restaurante irían a comer.

– ¿Por qué no tuviste hijos con ella? -quiso saber Georgia.

– Tenía mucho miedo de parecerme demasiado a mi padre.

– Dudo que te parezcas a él -sentenció ella.

Pensó en eso mientras observaba el bocado que tenía pinchado en el tenedor.

– Te equivocas. Tenemos un temperamento muy parecido.

– A mí lo que me asusta -dijo la chica- es tener hijos y que luego ellos se enteren de toda la verdad sobre mí. Los hijos siempre se enteran. Yo acabé sabiendo todo lo referente a mis padres.

– ¿Qué descubrirían tus hijos sobre ti?

– Que abandoné el instituto. Que tenía trece años cuando dejé que un tipo me convirtiera en prostituta. El único trabajo que siempre he sabido hacer bien ha sido quitarme la ropa al ritmo de la música de Mótley Crüe, en una sala llena de borrachos. Traté de suicidarme. Me arrestaron tres veces. Le robé dinero a mi abuela y la hice llorar. No me cepillé los dientes durante casi dos años. ¿Me olvido algo?

– Pues lo que tu hijo descubrirá es que, por malas que sean las cosas que haga, siempre podrá hablar con su madre, porque ella ya lo ha pasado todo. No importa qué mierda le caiga encima. Puede sobrevivir, porque su madre soportó cosas peores y logró salir adelante.

Georgia levantó la cabeza, sonriendo otra vez, con los ojos brillantes de placer y picardía. En ese momento eran la clase de ojos de los que Jude había estado hablando apenas unos minutos antes.

– ¿Sabes una cosa, Jude? -dijo ella, tratando de coger su taza de café con la mano vendada. La camarera, que estaba detrás de la chica, se inclinó con la cafetera para volver a llenar la taza de Georgia, sin fijarse en lo que estaba haciendo porque estaba mirando su talonario de facturas. Jude presintió lo que estaba a punto de ocurrir, pero no pudo soltar la advertencia a tiempo. Georgia seguía hablando-: A veces eres un tipo tan bueno, puedo olvidar que eres un est…

La camarera sirvió justo cuando Georgia movió la taza y volcó café hirviente sobre la mano vendada. La lesionada gritó y retiró la mano, apretándosela contra el pecho, con la cara deformada por un gesto de dolor. Por un instante hubo una expresión vidriosa en sus ojos, una mirada hueca y lejana que hizo que Jude pensara que estaba a punto de desmayarse.

Luego se puso de pie, sujetando la mano herida con la sana.

– ¿Por qué no miras dónde sirves esa porquería, maldita zorra? -le gritó a la camarera con aquel acento sureño y provinciano que volvía a apoderarse de ella.

– Georgia -intervino Jude, empezando a levantarse.

Ella hizo un gesto con la cara y agitó la mano para que volviera a sentarse. Golpeó adrede a la camarera con el hombro al pasar junto a ella para dirigirse con gesto altivo hacia el pasillo en el que se encontraban los baños.

Jude empujó su plato a un lado.

– Tráigame la cuenta cuando pueda.

– Lo siento mucho -se disculpó la mujer.

– Ha sido un accidente.

– Lo siento mucho -repitió la camarera-. Pero no es razón para que me hable de esa manera.

– Bueno, se ha quemado. Me sorprende que no haya dicho cosas peores.

– Ustedes dos -dijo la camarera-. Sabía a quién estaba sirviendo nada más posar los ojos sobre usted. Y les he servido con el mismo cuidado que a todo el mundo.

– ¿Ah, sí? ¿Usted sabía a quién estaba sirviendo? ¿Y a quién era?

– A un par de delincuentes. Usted parece un vendedor de drogas.

Él se rió.

– Y sólo hay que echarle una ojeada a ella para saber lo que es. ¿Cobra por horas? ¿También sabe si hace eso? -Dejó de reírse-. Tráigame la cuenta -ordenó-. Y desaparezca de mi vista de inmediato.

Ella le miró un momento más, con la boca apretada, como si estuviera a punto de escupirle, y luego se alejó rápidamente sin decir ninguna otra palabra.

Los clientes sentados en las mesas situadas alrededor de él detuvieron sus conversaciones para mirar, sorprendidos, y por supuesto para escuchar. Jude recorrió a todos con la mirada, clavando los ojos en quienes se atrevían a mirarlo a él, y uno a uno fueron volviendo a ocuparse de su comida. Era implacable cuando se trataba de mirar cara a cara. Había mirado a demasiadas multitudes durante demasiados años como para atemorizarse ante unos ojos desafiantes. Podía sostener cualquier mirada sin pestañear.

Finalmente, las únicas personas que siguieron mirándolo fueron el anciano del cuadro Gótico estadounidense y su esposa, que bien podría haber sido la increíble mujer gorda de un barracón de feria en su día libre. Ella, por lo menos, hizo el esfuerzo de ser discreta mirando a Jude por el rabillo del ojo, mientras fingía estar interesada en el periódico que tenía ante sí. Pero el anciano seguía mirando con sus ojos castaños, censurándolo y también reflejando cierta maligna diversión. Con una mano sostenía la laringe electrónica, que zumbaba débilmente, como si estuviera a punto de hacer algún comentario. Pero no dijo nada.

– ¿Tiene algo que decir? -preguntó Jude mirando al anciano a los ojos. Pero el viejo no se avergonzó ante aquella mirada que lo invitaba a ocuparse de sus asuntos.

Levantó las cejas para luego mover la cabeza de un lado a otro, como diciendo: «No, no tengo nada que decir». Bajó la mirada hacia su plato e hizo un mohín gracioso con la nariz. Dejó la laringe electrónica junto a la sal y la pimienta.

Jude estaba a punto de apartar la mirada cuando la laringe electrónica cobró vida, vibrando sobre la mesa. Una voz fuerte, monótona y eléctrica clamó, zumbante: «Morirás».

El anciano se puso tenso, se echó hacia atrás en la silla de ruedas. Miró atónito su laringe electrónica. Estaba perplejo, tal vez no del todo seguro de no haber dicho algo. La dama gorda arrugó el diario y miró por encima de éste hacia el aparato, con expresión de asombro en su ceño fruncido sobre una cara tan suave y redonda como el dibujo de la mascota de la fábrica de rosquillas Pillsbury.

«Estoy muerto».

La laringe electrónica había zumbado otra vez, parloteando desde la mesa, como un juguete de cuerda. El anciano la cogió entre sus dedos. Con ello sólo logró que el zumbido saliera de entre ellos:

«Morirás. Juntos moriremos en el hoyo de la muerte».

– ¿Qué está ocurriendo? -exclamó la gorda-. ¿Está sintonizando una emisora de radio otra vez?

El anciano sacudió la cabeza como diciendo: «No lo sé». Apartó la mirada de la laringe electrónica, que en ese momento estaba en la palma de su mano, para mirar a Jude. Lo miró a través de las gafas que agrandaban sus ojos asombrados. El viejo estiró la mano, como ofreciéndole el aparato a Jude. Seguía zumbando y parloteando.

«La matarás, te matarás, los perros no te salvarán. Nos iremos juntos, me escuchas ahora, escuchas mi voz, nos iremos juntos al anochecer. Tú no me posees. Yo te poseo a ti. Te poseo ahora».

– Peter -dijo la mujer gorda. Estaba tratando de susurrar, pero su voz se ahogó, y cuando forzó la siguiente emisión de aire, la voz salió chillona y vacilante-: Deten esa cosa, Peter.

Peter continuó sentado en su sitio, ofreciéndole el aparato a Jude, como si se tratara de un teléfono y la llamada fuera para él.

Todos estaban mirando. La habitación se llenó de murmullos de preocupación. Algunos de los clientes se habían levantado de sus sillas para mirar, pues no querían perderse lo que pudiera ocurrir luego.

Jude también estaba de pie, pensando en Georgia. Mientras se incorporaba y empezaba a volverse hacia el pasillo que conducía a los baños, su mirada recorrió los ventanales de la parte frontal del local. Se detuvo a mitad del movimiento. Su mirada quedó atrapada por lo que vio en la explanada del aparcamiento. La furgoneta del muerto estaba allí, cerca de la entrada. Tenía el motor en marcha y los reflectores encendidos eran globos de luz blanca y fría. No había nadie sentado dentro.

Algunos curiosos se arremolinaban entre las mesas, detrás de él, y tuvo que abrirse paso a empujones para poder llegar al pasillo en que estaban los lavabos.

Jude encontró una puerta que decía «Mujeres», y entró, cerrándola con un golpe.

Georgia estaba ante uno de los dos lavabos. No levantó la vista al oír el ruido de la puerta golpeando contra la pared. Se estaba mirando en el espejo, pero sus ojos no parecían enfocados, no miraban nada en particular y la cara tenía la expresión triste y grave de un niño casi dormido frente al televisor.

Llevó su puño vendado hacia atrás y lo lanzó contra el espejo con todas sus fuerzas, sin contenerse nada. Pulverizó la superficie de cristal en un círculo del tamaño de la mano, con las líneas de las roturas circundantes alejándose del agujero en todas direcciones. Un instante después, plateados cuchillos de espejo cayeron con un estrépito resonante, para romperse musicalmente contra los lavabos.

Una mujer delgada y rubia, con un bebé en los brazos, estaba a un metro de distancia. Apretó al bebé contra su pecho y empezó a gritar:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Georgia cogió una hoja de cristal muy afilada, brillante, plateada, en forma de media luna, de quince centímetros, se la llevó hasta la garganta y echó la barbilla hacia atrás, para atravesar la carne que quedaba al descubierto. Jude salió de la conmoción en la que había quedado al entrar y le agarró la muñeca. La dobló hacia atrás hasta que ella dejó escapar un grito lastimoso y soltó el trozo de vidrio, que cayó al suelo de azulejos blancos y se hizo añicos con un fuerte ruido.

Jude trató de obligarla a darse la vuelta retorciéndole el brazo otra vez, causándole dolor. La joven abrió la boca y cerró los ojos llenos de lágrimas, resistiéndose; pero dejó que él la obligara a caminar, a acercarse a la puerta. No sabía por qué le estaba haciendo daño, si era por puro pánico o si lo hacía a propósito porque estaba enfadado con ella por alejarse, o consigo mismo por permitírselo.

El muerto se encontraba en el pasillo, cerca del baño. Jude no lo vio hasta que ya había pasado junto a él, y entonces un estremecimiento le recorrió el cuerpo, dejándolo con un incesante temblor de piernas. Craddock se había quitado su sombrero negro, saludándolos al pasar.

Georgia apenas podía mantenerse erguida. Jude movió la mano para sujetarla por la parte de arriba del brazo, sosteniéndola a la vez que la empujaba hacia el comedor. La mujer gorda y el anciano tenían las cabezas juntas.

– No ha sido ninguna emisora de radio.

– Chiflados. Chiflados que hacen bromas.

– Cállate…, ahí vuelven.

Los demás seguían mirando y pegaron un bote para abrirles paso. La camarera que hacía apenas un minuto había acusado a Jude de ser un vendedor de drogas y a Georgia de ser su puta estaba apoyada en el mostrador de la entrada hablando con el gerente, un hombrecito con lapiceros en el bolsillo de la camisa y los ojos tristes de un sabueso. Ella los señaló con el dedo cuando cruzaron la habitación.

Jude se detuvo un momento al pasar junto a la mesa a la que habían estado sentados para arrojar un par de billetes de veinte dólares. Al cruzarse con el gerente, el hombrecito levantó la cabeza para observarlos con su mirada trágica, pero no dijo nada. La camarera continuó hablándole al oído.

– Jude -dijo Georgia cuando atravesaron las primeras puertas-. Me estás haciendo daño.

El aflojó los dedos en el brazo de ella y vio que le había dejado marcas muy blancas en la piel, muy pálida. Atravesaron ruidosamente las últimas puertas y pronto estuvieron fuera.

– ¿Estamos a salvo? -preguntó ella.

– No -respondió Jude-. Pero pronto lo estaremos. El fantasma tiene un saludable miedo a los perros.

Pasaron rápidamente junto a la camioneta de Craddock, que seguía con el motor en marcha. La ventanilla del asiento del acompañante estaba medio abierta. Dentro sonaba la radio. Sonaba la voz de uno de los políticos de derechas de la AM, que estaba hablando con tono suave y confiado, casi arrogante.

«Es bueno aceptar esos valores esenciales estadounidenses, y es bueno ver que las personas adecuadas ganan unas elecciones, aun cuando la otra parte diga que no han sido unas elecciones limpias; y es muy bueno ver cómo más y más personas regresan a la política del buen sentido común cristiano. Pero ¿sabes qué es todavía mejor? Asfixiar a esa bruja que está a tu lado. Asfixia a esa bruja y luego llévala a la carretera y arrójala delante de un camión de gran tonelaje. Hazlo, hazlo y…».

Luego se alejaron y ya no se oía la voz.

– Vamos a librarnos de esa cosa -dijo Georgia.

– No. No nos libraremos de él. Vamos. Faltan menos de cien metros para llegar al hotel.

– Si no nos atrapa ahora, lo conseguirá después. Tarde o temprano. Me lo ha dicho. Me ha dicho que era mejor que me suicidara y terminara con todo. Iba a hacerlo. No podía evitarlo.

– Lo sé. Así es como lo hace.

Caminaron a lo largo de la carretera, sobre una de las cunetas de la calzada, con los largos tallos de hierba azotando los vaqueros de Jude.

– Me duele la mano -se quejó Georgia.

Se detuvieron. Levantó el brazo para mirarle la herida. No estaba sangrando, ni por el golpe al espejo ni por empuñar la hoja curva de vidrio. El grueso almohadillado de la venda le había protegido la piel. De todas maneras, a pesar del vendaje pudo sentir que emitía un calor enfermizo y se preguntó si no se habría roto un hueso.

– Seguro que te duele. Has golpeado el espejo con mucha fuerza. Has tenido suerte de no sufrir una lesión mucho mayor. -La empujó suavemente y volvieron a ponerse en marcha.

– Me late como un corazón. Hace «pum-pum-pum». -Escupió, y luego escupió otra vez.

Entre ellos y el motel había un paso subterráneo, un pasaje pétreo en un túnel angosto y oscuro, sin ninguna acera, sin ningún espacio a los lados, ni siquiera el arcén lateral para emergencias. El agua goteaba del techo de piedra.

– Vamos -dijo.

El túnel era una estructura negra, encajada alrededor de una imagen del hotel Days Inn. Jude tenía la mirada fija en el motel. Podía ver el Mustang. Podía ver su habitación.

No disminuyeron la velocidad al entrar en el túnel, que apestaba a agua estancada, malas hierbas y orina.

– Espera -dijo Georgia.

Se volvió y se agachó. Vomitó cuanto acababa de comer: los huevos, los trozos de tostadas a medio digerir y el zumo de naranja.

Jude le sostuvo el brazo izquierdo con una mano y le recogió con la otra el pelo para que no le cayera sobre la cara. Se puso nervioso por verse obligados a pararse allí, en la maloliente oscuridad, esperando a que ella terminara.

– Jude -dijo la chica.

– Vamos -la apremió a modo de réplica, mientras tiraba de su brazo.

– Espera…

– Vamos.

Ella se limpió la boca con la parte inferior de la camisa. Permaneció inclinada.

– Creo…

Oyó el vehículo antes de verlo, escuchó el motor acelerando detrás de él. Era como un gruñido furioso que se fue convirtiendo en un rugido atronador. Los faros recorrieron las paredes de toscos bloques de piedra. Jude tuvo tiempo de mirar hacia atrás y vio la camioneta del muerto que se lanzaba sobre ellos. Craddock sonreía detrás del volante y de los reflectores, que eran dos círculos de luz cegadora, agujeros ardientes, lanzallamas orientados directamente hacia el mundo. El humo salía, caliente, de los neumáticos.

Jude abrazó a Georgia y se lanzó hacia delante, llevándosela con él para salir por el lejano extremo del túnel.

El Chevy de color azul ahumado chocó contra la pared, detrás de ellos, con un estrepitoso ruido de acero contra rocas. El estruendo aturdió los tímpanos de Jude, que siguieron resonando un rato. Él y Georgia cayeron sobre la grava mojada, ya fuera del túnel. Rodaron, alejándose del camino, sobre los arbustos, para terminar tumbados entre los heléchos mojados de rocío. Georgia gritó, le golpeó en el ojo izquierdo con su codo huesudo. Él apoyó una mano sobre algo esponjoso y sintió el desagradable fresco del barro del pantano.

Se levantó, respirando agitado. Miró hacia atrás. No había sido, en realidad, el viejo Chevy del muerto lo que había chocado contra la pared, sino un Jeep de color verde aceitunado, un viejo vehículo sin techo, con una barra metálica en la parte de atrás. Un hombre negro, con el pelo corto, duro, estaba sentado detrás del volante, con una mano sobre la frente. El parabrisas aparecía roto, formando una red de anillos concéntricos que crecían desde el punto en el que su cabeza había golpeado. Toda la parte delantera del Jeep había sido arrancada de cuajo. Sólo se veían hierros retorcidos por todos lados, dispersos en pedazos humeantes.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Georgia, con voz débil y metálica, difícil de distinguir por encima del zumbido que aún le sonaba en los oídos.

– El fantasma. Ha fallado.

– ¿Estás seguro?

– ¿Seguro de que ha sido el fantasma?

– De que ha fallado.

Jude se puso de pie con las piernas inestables, las rodillas a punto de ceder. La cogió por la muñeca y la ayudó a ponerse en marcha. Los ruidos de sus tímpanos comenzaban a debilitarse. A lo lejos, podía oír a los perros ladrando histéricamente, furiosos sin duda.

Capítulo 26

A1 apilar sus maletas en la parte posterior del Mustang, Jude se dio cuenta de que sufría un latido lento y profundo en la mano izquierda, una sensación diferente del dolor constante y opaco que persistía desde que se había herido a sí mismo en ese lugar el día anterior. Cuando miró, vio que el vendaje se estaba deshaciendo y se empapaba de sangre nueva.

Georgia conducía. Él iba en el asiento del acompañante, con el equipo de primeros auxilios que era su obligada compañía desde Nueva York abierto sobre el regazo. Deshizo el vendaje húmedo y pegajoso y lo dejó caer sobre el suelo, a los pies. Las tiritas que había aplicado a la herida el día anterior se habían despegado, y el agujero estaba abierto otra vez, brillante, obsceno. El mismo se lo había vuelto a abrir con el esfuerzo hecho al apartarse del camino para esquivar la furgoneta de Craddock.

– ¿Qué vas a hacer con esa mano? -preguntó Georgia, lanzándole una mirada de preocupación antes de volver la vista hacia el camino.

– Lo mismo que tú estas haciendo con la tuya -respondió-. Nada.

Comenzó a colocarse torpemente nuevas tiritas sobre la herida. Sufrió como si se estuviera apagando un cigarrillo en la palma de la mano. Cuando hubo cerrado la herida lo mejor que pudo, envolvió la mano con gasa limpia.

– Te sangra la cabeza también -dijo ella-. ¿Te habías dado cuenta?

– Un pequeño rasguño. No te preocupes.

– ¿Qué va a ocurrir la próxima vez? ¿Qué pasará la siguiente ocasión que terminemos en algún lugar sin disponer de los perros para que nos cuiden?

– No lo sé.

– Era un lugar público. Deberíamos haber estado seguros en un lugar público. Con gente por todas partes. Y a plena luz del día. Pero él se ha presentado allí sin ningún problema y nos ha acosado. ¿Cómo se supone que vamos a luchar contra algo así?

– No lo sé -respondió él-. Si supiera qué hacer, ya estaría en ello, Florida. Tú y tus preguntas. Deja las preguntas al menos por un minuto, ¿crees que podrás?

Siguieron viaje. Sólo cuando escuchó el sonido entrecortado de un sollozo -luchaba por llorar en silencio- cayó en la cuenta de que la había llamado Florida, cuando había querido decir Georgia. Fueron sus preguntas las que habían provocado el lapsus. Una pregunta tras otra, sumadas a ese acento sureño, que se había ido deslizando poco a poco en su voz durante el último par de días.

El ruido que hacía Georgia tratando de no llorar era en cierto modo peor que si sollozase abiertamente. Ojalá se permitiera a sí misma llorar. Si lo hiciera, Jude podría decirle algo, pero de aquella manera se sentía impulsado a dejarla sufrir en privado, a fingir que no se había dado cuenta. Se hundió aún más en el asiento del acompañante y volvió la cara hacia la ventanilla.

El sol proyectaba una luminosidad intensa que entraba a través del parabrisas. Un poco al sur de Richmond, Jude se sumió en un desagradable trance, adormecido por el calor. Trató de pensar en lo que sabía sobre el muerto que los perseguía, en lo que Anna le había contado de su padrastro cuando estaban juntos.

Pero le resultaba difícil pensar, era demasiado esfuerzo. Estaba dolorido, todo aquel sol le daba en la cara y Georgia hacía aquellos ruidos suaves, desgraciados, detrás del volante. De todos modos estaba seguro de que Anna no le había dicho mucho. «Prefiero hacer preguntas -le aseguraba una y otra vez- más que responderlas».

Lo había vuelto loco con aquellas preguntas tontas, sin sentido, durante casi medio año: «¿Fuiste alguna vez boy scout? ¿Te lavas la barba con champú? ¿Qué prefieres, mi culo o mis tetas?

Lo poco que sabía debería haber excitado su curiosidad: la actividad familiar relacionada con el hipnotismo, el padre zahori que enseñaba a sus hijas a leer las palmas de las manos y a hablar con los espíritus; una infancia marcada por alucinaciones de esquizofrenia preadolescente. No se interesó. Anna (Florida) no quería hablar sobre lo que había sido antes de conocerlo, y, en cuanto a él, se contentaba con que el pasado de la chica fuera precisamente eso, pasado.

Fuera lo que fuese lo que ella no le contaba, Jude sabía que se trataba de algo malo. Ignoraba su naturaleza, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Los detalles concretos no importaban…, eso era lo que él creía entonces. En aquel tiempo pensaba que su decisión y su capacidad de aceptarla tal como era, sin preguntas, sin juzgar, era uno de sus puntos fuertes. Qué error.

Ahora se daba cuenta de que en realidad no la había protegido. Los fantasmas, al final, siempre le alcanzan a uno, y no hay manera de cerrarles las puertas. Pueden atravesarlas. Lo que él consideraba que era un rasgo de fortaleza personal -conformarse con saber solamente lo que ella quería que él supiera- era más bien una señal de egoísmo. Tenía miedo a los secretos de ella o, más específicamente, a los enredos emocionales que podrían generarse al conocerlos.

Florida sólo se había arriesgado una vez a hacer algo cercano a una confesión, a enseñar algo de sí misma. Fue al final, poco antes de que Jude la enviara a su casa.

Llevaba deprimida unos cuantos meses. Primero, las relaciones sexuales decayeron, y luego desaparecieron por completo. Solía encontrarla en el baño, metida en agua helada, temblando, sin hacer nada, demasiado confundida y desdichada como para salir. Al pensar en ello, tanto tiempo después, le parecía que en aquellas ocasiones estaba ensayando para su primer día como cadáver, para la noche que iba a pasar enfriándose y arrugándose en una bañera llena de agua gélida turbia de sangre. Parloteaba consigo misma con una vocecita cantarína, de niña pequeña; pero enmudecía si él trataba de hablarle. Entonces le miraba perpleja y sorprendida, como si quien estaba hablando fuese uno de los muebles.

Una noche Jude salió, no recordaba por qué. Quizá fuera a alquilar una película o a comprar una hamburguesa. Acababa de oscurecer cuando emprendió el regreso a casa. Medio kilómetro antes de llegar, oyó que los conductores tocaban la bocina, vio que los automóviles hacían señales con los faros.

Entonces pasó junto a ella. Anna iba por el otro lado de la carretera, corriendo por el arcén, sin más ropa que una de las camisetas de él, que le quedaba muy grande. Su pelo rubio estaba enredado y despeinado por el viento. Ella le vio pasar en la otra dirección, y se lanzó sobre la carretera detrás de él, agitando desesperadamente la mano. Iba como loca, delante de un enorme camión que se acercaba.

Los neumáticos del camión chirriaron con estrépito. La parte trasera del remolque derrapó hacia la izquierda y la cabina se fue hacia la derecha. Finalmente se detuvo, medio metro antes de atropellarla. Ella no pareció darse cuenta. Para ese momento, Jude ya había parado su coche y ella abrió la puerta del lado del conductor para caer sobre él.

– ¿Adonde has ido? -gritó-. Te he buscado por todas partes. Corrí y corrí. Creía que te habías ido, de modo que corrí, corrí buscándote.

El conductor del camión había abierto la puerta y tenía un pie apoyado en el escalón de la cabina.

– ¿Qué diablos le pasa a esa loca?

– Yo me ocupo de ella -explicó Jude.

El camionero abrió la boca para hablar otra vez, pero se quedó mudo cuando Jude arrastró a Anna por encima de sus propias piernas, maniobra que le levantó la camiseta y dejó el culo de la mujer al aire.

Jude la dejó caer en el asiento del acompañante, y de inmediato ella se incorporó otra vez, dispuesta a echarse sobre él, apoyando la cara caliente y húmeda contra su pecho.

– Estaba asustada. Tan asustada… y corrí…

La empujó con el codo para apartarla de sí, con tanta fuerza que hizo que se golpeara contra la puerta del acompañante. Florida se sumió en un silencio aturdido.

– Basta. Estás desquiciada. Ya me he cansado. ¿Me escuchas? No eres la única que puede leer el futuro. ¿Quieres que te diga yo algo sobre tu futuro? Te veo con tus maletas, esperando un autobús -le dijo Jude con crueldad.

Su pecho estaba tenso. Lo suficiente como para recordarle que ya no tenía treinta y tres años, sino cincuenta y tres, casi treinta más que ella. Anna lo miraba sin pestañear. Sus ojos redondos y grandes parecían no comprender.

Puso el coche en marcha con la intención de volver a casa. Al entrar en la carretera, ella se inclinó y trató de bajarle la cremallera de los pantalones para practicar sexo oral, pero la simple idea de una felación revolvió el estómago a Jude. Le resultaba inimaginable, era algo que no podía consentir, de modo que la golpeó con el codo, empujándola otra vez.

La evitó durante la mayor parte del día siguiente, pero por la noche, cuando volvió de pasear a los perros, ella lo llamó desde lo alto de la escalera de servicio. Le pidió que le hiciera una sopa o le calentara alguna lata de algo. Él dijo que sí.

Cuando le llevó un tazón de sopa de fideos con pollo en una bandeja pequeña, pudo ver que la chica era otra vez ella misma. Descolorida y agotada, pero con la cabeza, clara. Florida trató de ofrecerle una sonrisa, algo que él no quería ver. Lo que iba a hacer ya era bastante difícil sin sonrisas.

Anna se incorporó, cogió la bandeja y la puso sobre sus rodillas. Jude se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándola mientras tomaba pequeñas cucharadas. Se notaba que realmente no tenías ganas de comer. Todo era sólo una excusa para que subiera al dormitorio. Él se dio cuenta por la manera en que ella apretaba la mandíbula antes de cada diminuto y apurado sorbo. Había perdido seis kilos en los últimos tres meses.

Dejó la bandeja a un lado después de tomarse menos de la cuarta parte del tazón; luego sonrió, como lo hace un niño al que se la ha prometido helado si se come todos los espárragos. Agradeció y elogió la sopa. Dijo que se sentía mejor.

– Tengo que ir a Nueva York el próximo lunes. Estoy invitado al programa de televisión de Howard Stern -comentó Jude.

Una luz de preocupación parpadeó en los pálidos ojos de la joven.

– Yo… no creo que deba ir.

– No. La ciudad sería muy mala para ti en este momento. -Le miró con tanto agradecimiento que él tuvo que apartar los ojos-. Tampoco puedo dejarte aquí -añadió Jude-. No puedes estar sola. He pensado que tal vez lo mejor sea que te quedes con tu familia por un tiempo. Allá en Florida. -Como ella no respondió, él continuó-: ¿Hay algún familiar tuyo a quien yo pueda llamar?

Se deslizó, hundiéndose en las almohadas. Estiró la sábana hasta la barbilla. El temió que se pusiera a llorar, pero, cuando la miró, vio que la chica estaba contemplando tranquilamente el techo, con las manos dobladas una sobre la otra, apoyadas en el esternón.

– Sí-dijo ella finalmente-. Has sido bueno aguantándome todo el tiempo que lo has hecho.

– Lo que dije la otra noche…

– No recuerdo.

– Me alegro. Lo que dije es mejor olvidarlo. No quise decir nada de lo que dije, de todas maneras. -Aunque lo cierto era que había dicho exactamente lo que quería decir. Sólo había sido la versión más dura posible de lo que también estaba diciendo, de otra manera, en aquel mismo momento.

El silencio creció entre ellos hasta volverse incómodo, y Jude sintió que debía pincharla otra vez, pero cuando se disponía a abrir la boca, Anna se le adelantó.

– Puedes llamar a mi padre -sugirió-. Mi padrastro, quiero decir. No es posible llamar a mi verdadero padre. Está muerto, por supuesto. Tienes que hablar con mi padrastro. Él vendrá personalmente en su coche hasta aquí para recogerme, si tú quieres. Sólo tienes que decírselo. A mi padrastro le gusta decir que soy su cebollita. Hago que salgan lágrimas de sus ojos. ¿No es bonito poder decir algo así?

– No le haré venir a buscarte. Te enviaré en un avión privado.

– Nada de aviones. Los aviones son demasiado rápidos. No puedes ir al sur en avión. Lo mejor es ir en coche. O tomar un tren. Uno tiene que viajar despacio, de verdad, ver todos los depósitos de chatarra llenos de vehículos oxidándose. Uno tiene que pasar por unos cuantos puentes. Dicen que los espíritus malignos no pueden seguirlo a uno por encima de agua en movimiento, pero eso es sólo un disparate. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que los ríos del norte no son iguales que los del sur? Los ríos sureños tienen el color del chocolate, y huelen a pantano y musgo. Aquí son negros y tienen un olor dulce, como a pinos. Como a Navidad.

– Puedo llevarte a la estación Penn y dejarte en el tren. ¿Será eso suficientemente lento para llevarte al sur?

– Sí.

– Entonces, ¿llamo a tu padre…, a tu padrastro?

– Tal vez es mejor que lo llame yo -rectificó ella.

A Jude se le pasó entonces por la cabeza el hecho de que ella rara vez hablaba con alguien de su familia. Llevaban juntos muchos meses. ¿Había llamado a su padrastro en alguna ocasión, para desearle feliz cumpleaños, para contarle cómo le iba? Una o dos veces Jude entró en su despacho y encontró a Anna hablando por teléfono con su hermana, frunciendo el ceño, con gran concentración, siempre en voz baja y usando frases cortas. Ella parecía diferente en aquellos momentos, como si estuviera concentrada en un deporte desagradable, en un juego que no le gustaba pero que se sentía obligada a practicar de todos modos.

– No tienes por qué llamarle -insistió la chica.

– ¿Por qué no quieres que hable con él? ¿Temes que no simpaticemos?

– No es que me preocupe que sea descortés contigo ni nada por el estilo. No pasaría algo así. Es fácil hablar con mi padre. Se hace amigo de todo el mundo.

– Y bien, entonces, ¿qué es lo que ocurre?

– Nunca le he hablado de nosotros, pero sé lo que piensa sobre el hecho de que vivamos juntos. No le gusta. Tú, con la edad que tienes y la clase de música que tocas, no eres la pareja que considera ideal. Él odia esa clase de música.

– Hay más gente a la que no le gusta que lo contrario. Ahí está, precisamente, la clave de su éxito.

– No tiene buena opinión de los músicos en general. No creo que nunca hayas conocido a un hombre menos musical que él. Cuando éramos.pequeñas, nos llevaba en largos viajes a algún lugar donde lo habían contratado como zahori para buscar un pozo de agua, y nos hacía escuchar programas de radio hablados todo el viaje. No le importaba lo que dijeran. El caso era no poner música.

»Nos hacía escuchar una información meteorológica continua, durante cuatro horas. -Se pasó lentamente la mano por el pelo, separando un mechón largo y dorado, para dejarlo deslizarse luego entre sus dedos, hasta caer-. Además, hacía una cosa escalofriante. Cuando encontraba a alguien hablando, por ejemplo uno de esos predicadores chillones que siempre disertan sobre Jesús en la onda media, lo escuchábamos y escuchábamos, hasta que Jessie y yo le rogábamos que pusiera otra cosa. Pero él no decía nada, y aunque insistiéramos seguía callado. Entonces, justo cuando ya no podíamos soportarlo más, empezaba a hablar consigo mismo. Y decía palabra por palabra lo que el predicador estaba diciendo en la radio, exactamente al mismo tiempo, pero con su propia voz. Repitiéndolo. Inexpresivo. «Cristo, el redentor, sangró y murió por ti. ¿Qué harás tú por Él? Él llevó su propia cruz mientras le escupían. ¿Qué carga llevarás tú?». Como si estuviera leyendo el mismo texto. Y seguía hasta que mi madre le pedía que acabara. A ella no le gustaban esas cosas. Él se reía y apagaba la radio. Pero seguía hablando consigo mismo en una especie de murmullo. Repetía las palabras del predicador, aun con la radio apagada. Como si la estuviera escuchando en su cabeza, como si recibiera la transmisión en su cerebro. Me asustaba mucho cuando hacía eso.

Jude no respondió. No pensó que fuera necesaria una respuesta. Y de todos modos, no estaba seguro de que aquella historia fuese verdadera. Pensaba que probablemente se tratase de la última de las alucinaciones que la atormentaban.

Ella suspiró y dejó caer otro mechón de su pelo.

– Pero te estaba diciendo que tú no le ibas a gustar, y él tiene su particular manera de deshacerse de mis amigos cuando no le gustan. Muchos padres protegen demasiado a sus hijitas, y si alguien se acerca y a ellos no les gusta, tratan de ahuyentarlo o asustarlo. Presionarlo un poco. Por supuesto, eso nunca sirve para nada, porque las niñas siempre se ponen de parte de los muchachos, que siguen con ellas, ya sea porque no se les puede asustar fácilmente o porque no quieren que ellas piensen que son unos cobardes. Mi padrastro es más inteligente. Se muestra lo más amistoso que se pueda imaginar, incluso con aquellos a quienes quisiera quemar vivos. Si alguna vez desea deshacerse de alguien a quien no quiere ver a mi lado, lo ahuyenta diciéndole la verdad. Con la verdad, por lo general, es suficiente. Te pondré un ejemplo. Cuando tenía dieciséis años, comencé a salir con un muchacho que yo sabía que a mi padre no le gustaba, debido a que era judío, y también porque escuchábamos rap juntos. Mi padre odia el rap más que cualquier otra cosa. De modo que un día me dijo que eso se iba a terminar. Yo le repliqué que estaba decidida a ver a quien quisiera. Y él lo aceptó, pero agregó que eso no significaba que el muchacho siguiera deseando verme. No me gustó cómo sonó aquello, pero no lo entendí, y él no dio ninguna otra explicación. -La chica tomó aire, dudó un instante y siguió hablando-: Bien, tú has visto cómo me pongo a veces cuando empiezo a pensar cosas raras. Eso comenzó cuando tenía unos doce años, al mismo tiempo que la pubertad. No fui a ver a un médico, ni a nadie. Mi padrastro me trató en persona, con hipnoterapia. Además, podía mantener todo bajo control bastante bien, siempre y cuando tuviéramos una o dos sesiones por semana. Así yo no padecía ninguna de esas sensaciones raras. No pensaba que había un camión oscuro dando vueltas a la casa. No veía niñas pequeñas con brasas en los ojos observándome desde debajo de los árboles, por la noche. Pero un día tuvo que irse. Se marchó a Austin, a dar una conferencia sobre drogas hipnóticas. Generalmente me llevaba con él cuando se iba a uno de sus viajes, pero esa vez me dejó en casa, con Jessie. Mi madre ya estaba muerta por aquel entonces, y mi hermana, que tenía dieciocho años, se ocupaba de todo. Mientras él estuvo ausente tuve problemas para dormir. Ése es siempre el primer síntoma de que estoy enfermando. Todo empieza, una y otra vez, con el insomnio.

»Después de un par de noches -siguió diciendo la chica-, se presentaron visiones de niñitas con los ojos en llamas. No pude ir al colegio el lunes, porque me estaban esperando fuera, bajo el roble. Yo estaba demasiado asustada como para salir. Se lo conté a Jessie. Le dije que tenía que pedirle a papá que regresara a casa, porque yo estaba teniendo ideas malas y veía cosas raras otra vez. Ella me dijo que estaba cansada de mi locura de mierda, que él estaba ocupado y que yo tenía que portarme bien hasta que volviera. Trató de obligarme a ir al colegio, pero no lo logró. Me quedé en mi cuarto, viendo la televisión. Pero, de pronto, las niñas muertas comenzaron a hablarme a través de la pantalla del televisor. Me decían que yo estaba muerta, como lo estaban ellas. Que debía estar bajo tierra con ellas. Generalmente, Jessie volvía del colegio a las dos o a las tres. Pero aquel día se retrasó. Se iba haciendo tarde, muy tarde, y cada vez que miraba por la ventana veía a las niñas, que me observaban. Se encontraban justamente al otro lado del cristal. Mi padrastro telefoneó y le conté que tenía problemas y que por favor regresara a casa. Me respondió que vendría lo más pronto que pudiera, pero que aún faltaba mucho para eso. También me dijo que le preocupaba que pudiera hacerme algún daño a mí misma y que llamaría a alguien para que me acompañara. Después de colgar, llamó por teléfono a los padres de Philip, que vivían calle arriba, no lejos de nosotros.

– ¿Philip? ¿Ése era tu novio? ¿El muchacho judío?

– El mismo. Phil vino de inmediato. No lo reconocí. Me escondí debajo de la cama y grité cuando trató de tocarme. Le pregunté si estaba con las niñas muertas. Le conté todo lo que sabía sobre ellas. Al poco rato, apareció Jessie, y Philip salió corriendo tan rápidamente como pudo. Después de aquello, quedó tan asustado que no quiso tener nada que ver conmigo. Mi padrastro sólo dijo que era una vergüenza, que él creía que Philip era mi amigo y que de él, más que de cualquier otra persona, podía haberse esperado que se ocupara de mí cuando lo estaba pasando mal.

– ¿Así que eso es lo que te preocupa? ¿Que tu padre me revele que estás loca y que yo me sorprenda tanto que nunca más quiera tener nada que ver contigo? Debo decirte, Florida, que si él me cuenta que haces cosas raras de vez en cuando, no será nada nuevo para mí.

Dejó escapar un resoplido, una suave risa que parecía un suspiro.

– No, él nunca diría que estoy loca. No sé lo que diría. Pero seguramente encontrará algo que haga que yo te guste un poco menos. Si es que puedo gustarte menos todavía.

– No empecemos con eso.

– No. No, pensándolo bien, tal vez sea mejor que llames a mi hermana y no a él. Es una bruja desagradable, no nos llevamos demasiado bien. Nunca me ha perdonado que yo fuera más guapa que ella y que recibiera mejores regalos de Navidad. Después de la muerte de mi madre, ella tuvo que hacerse cargo de la casa, pues yo todavía seguía siendo una niña. A los doce años Jessie se ocupaba de lavarnos la ropa y hacernos la comida, y nunca nadie le reconoció lo mucho que trabajaba o lo poco que se divertía. Pero se las arreglaba para tenerme siempre en casa, sin discusión posible. Le encantará tenerme otra vez con ella, así podrá darme órdenes y obligarme a hacer lo que quiera.

Pero cuando Jude llamó a casa de su hermana, quien descolgó fue, a fin de cuentas, el padrastro. Respondió al tercer tono:

– ¿Qué puedo hacer por usted? Vamos, hable. Le ayudaré en lo que pueda.

Jude se presentó. Dijo que Anna quería volver a casa durante un tiempo. Presentó la situación como si se tratara de una idea de ella más que de él. Jude se debatía mentalmente, pensando en la manera en que podía describir el estado de la chica, pero Craddock acudió en su auxilio.

– ¿Qué tal está durmiendo últimamente? -preguntó Craddock.

– No demasiado bien -respondió el cantante, aliviado, seguro de que, de algún modo, con eso estaba todo dicho.

Jude ofreció un chófer para que llevara a Anna de la estación de tren, en Jacksonville, hasta la casa de Testament, pero Craddock dijo que no era necesario. Él mismo iría a buscarla.

– Un paseo en coche a Jacksonville me va a encantar. Cualquier excusa es buena para salir con mi camioneta durante unas horas. Con las ventanillas bajadas. Haciendo muecas a las vacas.

– Entiendo -dijo Jude, olvidándose de sí mismo y entusiasmándose con el anciano. Conocía bien ese deseo.

– Le agradezco que se haya ocupado tanto de mi pequeña. ¿Sabe que, cuando era apenas una niña, tenía carteles suyos en todas las paredes? Ella siempre quiso conocerlo. A usted y ese tipo de… ¿Cómo se llamaban? Motley Crüe. Vaya, sí que quería a esos tipos. Los siguió durante medio año. No se perdió ninguna de sus actuaciones. Llegó a conocer a algunos, incluso. No a los de la banda, supongo, sino a los del equipo de la gira. Aquéllos fueron sus años de desenfreno. Aunque supongo que aún no está del todo asentada, ¿verdad? Sí, ella adoraba todos sus discos. Le encantaba toda esa música heavy metal. Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella del rock para ella.

Jude tuvo una sensación seca, como de extrañas cosquillas, que se expandió por el pecho. Entendía lo que Craddock le estaba diciendo, que la chica se había acostado con los asistentes para poder estar cerca de Motley Crüe; que tenía la obsesión de hacer el amor con estrellas musicales y que si no estuviera acostándose con él se encontraría en la cama con Vince Neil o Slash. Y también sabía por qué Craddock le estaba contando esas cosas. Por la misma razón que había hecho que el amigo judío de Anna la viera cuando ella estaba fuera de sí: para levantar un muro entre los dos.

Lo que Jude no había previsto era que, aunque él supiera lo que Craddock estaba haciendo, el resultado fuera el deseado por el viejo. Apenas Craddock dijo lo que tenía que decir, Jude empezó a pensar en el lugar en que él y Anna se habían conocido, entre bastidores, en una presentación de Trent Reznor. ¿Cómo había llegado ella allí? ¿A quién conocía y qué tuvo que hacer para que la dejaran estar entre bastidores? ¿Si Trent hubiera entrado en la habitación en aquel momento, ella se habría sentado a los pies de él en vez de a los suyos y le habría hecho las mismas preguntas dulces y sin sentido?

– Yo me ocuparé de ella, señor Coyne. Envíela, que la estaré esperando -remató Craddock.

Jude la llevó a la estación Penn. La joven estuvo del mejor ánimo toda la mañana. Él sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser la persona que había conocido tiempo atrás, no el ser desdichado que realmente era. Pero en cuanto la miraba sentía otra vez aquella sensación seca y de frío en el pecho. Sus sonrisas de duende, la manera en que se colocaba el pelo para dejar al descubierto los muy decorados y rosados lóbulos de sus orejas, su última ráfaga de preguntas tontas, todo eso le parecían ahora frías manipulaciones que sólo conseguían alejarle aún más de ella.

Sin embargo, Anna no daba la menor señal de sospechar que él la estaba repudiando, y en la estación Penn se puso de puntillas y se apretó alrededor del cuello de Jude, en un abrazo fuerte, un abrazo sin ninguna connotación sexual. Cuando lo besó, fue con un roce de labios sobre la mejilla, como el de una hermana.

– Nos hemos divertido mucho, ¿no? -preguntó. Siempre con sus preguntas.

– Sí -respondió él. Podía haber dicho algo más…, que la llamaría pronto, que se cuidara más…, pero no le salió nada, no podía ofrecerle buenos deseos. Cuando le llegó el impulso de ser tierno, de ser compasivo, escuchó la voz del padrastro en su cabeza, cálida, amigable, persuasiva: «Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella de rock para ella».

Anna sonrió, como si él hubiera respondido con algo muy ingenioso, y le apretó la mano. Se quedó lo suficiente como para verla subir al vagón, pero no esperó la partida del tren. El andén estaba lleno de gente y había mucho ruido. Se sentía acosado, y se abrió paso casi a empujones. Además, el hedor de aquel lugar -olor a hierro caliente, orina rancia y cuerpos tibios y sudorosos- le oprimía.

Pero fuera no se sentía mucho mejor, empapado por la fría lluvia otoñal de Manhattan. La sensación de ser empujado, de estar apretado por todas partes, siguió con él todo el camino de regreso al hotel Pierre, todo el camino de regreso a la tranquilidad y soledad de su suite. Se sentía con ánimo belicoso, necesitaba hacer algo, tenía que desahogarse de alguna manera.

Cuatro horas después estaba precisamente en el lugar adecuado, en el estudio de la emisora de Howard Stern, donde insultó, intimidó y humilló a los acompañantes del locutor, tontos aduladores, cuando tuvieron la osadía de interrumpirlo. Allí pronunció su encendido sermón de perversión y odio, caos y ridículo. A Stern le encantó. Su equipo sólo quería saber cuándo podía Jude hacerles el favor de regresar.

Ese fin de semana estaba todavía en la ciudad de Nueva York, y con el mismo humor, cuando aceptó encontrarse con algunos de los tipos del equipo de Stern en un club de strip-tease de Broadway. Eran precisamente las mismas personas de las que se había burlado delante de una audiencia de millones de individuos. No consideraron que fuera algo personal. Ser objetos de burla era su trabajo. Estaban locos por él. Pensaban que había estado maravilloso.

Su humor, sin embargo, no había mejorado. Pidió una cerveza que no bebió y se sentó al final de una pasarela que parecía un largo panel de vidrio congelado, iluminado desde abajo con suaves luces azules. Las caras, en sombras, alrededor de la pasarela tenían todas mal aspecto para él, le resultaban antinaturales, enfermizas, desagradables, como rostros de ahogados. Le dolía la cabeza. Cuando cerró los ojos, vio el chocante y deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales que era el preludio de una migraña.

Cuando abrió los ojos, una muchacha cayó de rodillas frente a él, con un cuchillo en una mano. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que la parte posterior de la cabeza tocó el suelo de vidrio y su pelo negro, suave y ligero se extendió por la pasarela. Todavía estaba de rodillas.

Movió el arma sobre su cuerpo, un cuchillo indio de caza, con un filo ancho y dentado. Llevaba un collar de perro con anillos plateados, un body con encaje por delante, que apretaba los pechos uno contra otro, y medias negras.

Cuando el mango del cuchillo estuvo entre las piernas, con la hoja apuntando al techo -haciendo sin duda la parodia de un pene-, lo lanzó al aire, sus ojos se abrieron de golpe y lo atrapó al caer. Lo hizo mientras arqueaba la espalda, levantando los senos hacia el techo, como si hiciese una ofrenda.

Cortó el encaje negro por la mitad, abriendo una cuchillada roja, oscura, como si se hubiera abierto ella misma desde la garganta hasta la entrepierna. Rodó y se quitó el traje. Debajo estaba desnuda, sólo llevaba los anillos de plata que le atravesaban los pezones y colgaban de los pechos, y un taparrabos que cruzaba sobre los huesos de la cadera. Su torso flexible y de piel delicada estaba pintado de color morado.

AC/DC estaba tocando If you want blood you got it, y lo que más excitó a Jude no fue el cuerpo joven y atlético de la chica, ni la manera en que sus pechos se balanceaban con las argollas de plata atravesando los pezones, ni siquiera su mirada directa y serena.

Fueron los labios que apenas se movían. Dudó que alguien más en todo el lugar, aparte de él, lo hubiera notado. Estaba cantando para sí misma, cantando junto con AC/DC. Se sabía todas las letras. Fue la cosa más excitante que había visto en meses.

Levantó su cerveza hacia ella, pero descubrió que la copa estaba vacía. No recordaba haberla bebido. La camarera le llevó otra unos minutos después. Ésta le informó de que la bailarina del cuchillo se llamaba Morphine y era una de las muchachas más conocidas del lugar. Le costó un billete de cien dólares conseguir su número de teléfono y enterarse de que estaba bailando allí desde hacía unos dos años, casi desde el día en que se había bajado del autobús de Georgia. Y le costó otros cien saber que, cuando no trabajaba desnudándose, respondía al nombre de Marybeth.

Capítulo 27

Jude se puso al volante justo antes de que entraran en Georgia. Le dolía la cabeza. Notaba una incómoda sensación opresiva, en los ojos más que en ninguna otra parte. El malestar era agravado por la luz del sol sureño, que refulgía prácticamente en todo lo que tocaba: guardabarros, parabrisas, señales de tráfico, carteles publicitarios, postes metálicos. Si no hubiera sido por la jaqueca, aquel cielo luminoso le habría deleitado, proporcionándole placer. No en vano estaba de un profundo, oscuro, color azul sin nubes.

Al acercarse al límite con el estado de Florida, empezó a experimentar una sensación de ansiedad expectante, un creciente cosquilleo nervioso en el estómago. A esas alturas, Testament estaba apenas a cuatro horas de viaje. Llegarían esa noche a la residencia de Jessie Price, de soltera McDermott, hermana de Anna, hijastra mayor de Craddock. Y no sabía qué iban a hacer cuando llegaran al sitio en cuestión.

Se le había pasado por la cabeza la idea de que, cuando la encontrara, el asunto podría terminar con la muerte de alguien. Incluso pensó, medio en serio, que quizá estaría bien matarla. Se lo merecía, desde luego, pero por primera vez, ahora que se acercaba el momento de estar cara a cara con ella, la idea se convirtió en algo más que una simple imaginación de un hombre enfadado.

Había matado pequeños cerdos cuando era niño. Los agarraba por las patas y les aplastaba los sesos contra el suelo de hormigón de uno de los cobertizos de la granja de su padre. La técnica consiste en voltearlos en el aire para luego golpear el suelo con ellos, haciendo cesar sus desagradables chillidos con el violento y hueco sonido de algo que se parte, el mismo ruido que hace una sandía cuando se la deja caer desde gran altura. A otros cerdos les había disparado con una pistola, imaginando que mataba a su padre.

Jude había decidido hacer lo que fuera necesario, aunque aún no sabía en qué consistiría eso exactamente. Y cuando lo pensaba con detenimiento, temía llegar a alguna conclusión. Le daba casi tanto miedo su propio poder destructivo como la extraña cosa que iba persiguiéndolo, el ser que alguna vez había sido Craddock McDermott.

Pensaba que Georgia dormitaba, no se dio cuenta de que estaba despierta hasta que la chica habló.

– Es la próxima salida -dijo con voz áspera.

Su abuela. Jude no se acordaba de ella, había olvidado que había prometido detenerse a visitarla.

Siguió las instrucciones de la joven, giró a la izquierda al final de la rampa de salida y entró en una carretera estatal de dos carriles, que atravesaba los sórdidos alrededores de Crickets, Georgia. Pasaron junto a gigantescas tiendas de coches usados, con sus miles de banderines de plástico rojos, blancos y azules ondeando en el viento, y siguieron el camino que llevaba hasta el pueblo. Avanzaron lentamente por un lado de la plaza central, pasaron trente al edificio de los tribunales de justicia, luego el del ayuntamiento, y después vieron el envejecido inmueble de ladrillo del teatro Águila.

El camino hacia la casa de Bammy recorría los verdes terrenos de una pequeña universidad bautista. Los muchachos, con corbatas debajo de sus jerseys con cuello de pico, caminaban junto a jovencitas de faldas plisadas y peinados brillantes, salidos directamente de viejos dibujos publicitarios de los años cincuenta. Algunos de los estudiantes miraron a Jude y a Georgia, que debían resultar llamativos en el Mustang, con los pastores alemanes Bon y Angus atentos y echando su blanco aliento sobre la ventanilla trasera. Una muchacha que caminaba al lado de un chico alto con una pajarita amarilla retrocedió, arrimándose asustada a su compañero. Creyó que el coche la iba a atropellar. El de la pajarita amarilla le puso un brazo protector alrededor de los hombros e hizo un gesto de desagrado hacia el coche. Jude se contuvo para no responder, y así condujo varias calles más sintiéndose bien, orgulloso del dominio que tenía sobre sí mismo.

Después de pasar por la universidad llegaron a una calle bordeada por bien cuidadas casas de estilo Victoriano y colonial, con placas que anunciaban bufetes de abogados o consultorios de dentistas. A medida que avanzaban, las casas eran más pequeñas. Ya no se trataba de oficinas, sino de viviendas. Al llegar a una de fachada amarilla, decorada con rosas también amarillas, Georgia hizo un gesto.

– Entra aquí.

La mujer que abrió la puerta no era gorda, sino robusta. Tenía cuerpo de jugador de rugby, rostro ancho y oscuro, un sedoso bigote e inteligentes ojos juveniles de fondo marrón con un destello claro. Sus zapatillas chocaban suavemente contra el suelo. Miró a Jude y a Georgia por un instante, mientras la chica sonreía de forma tímida y algo extraña. El hombre estaba sorprendido. ¡La abuela! ¿Abuela? ¿Qué edad tendría? ¿Sesenta? ¿Cincuenta y cinco? La desconcertante idea de que pudiera ser más joven que él cruzó un momento por su cabeza. Tras un instante de duda, los ojos de la abuela se iluminaron, dejó escapar un grito y abrió los brazos. Georgia cayó en ellos.

– ¡Qué sorpresa! ¡Si es MB! -gritó Bammy. Luego se apartó de ella y, sujetándola todavía por las caderas, la miró a la cara-. Tú no estás bien.

Puso una mano sobre la frente de Georgia, que se apartó al ser tocada. Luego Bammy vio la mano vendada, la cogió por la muñeca y le lanzó una mirada inquisitiva. Finalmente soltó la mano de manera algo brusca, como si la apartara de sí.

– ¿Estás drogada? Santo cielo. Hueles como un perro.

– No, Bammy. Lo juro por Dios, no estoy tomando ninguna droga ahora. Huelo de esta manera porque he tenido a los perros saltando sobre mí durante casi dos días. ¿Por qué siempre piensas lo peor, maldición? -El proceso que se iniciara casi mil quinientos kilómetros antes, cuando comenzaron el viaje al sur, parecía haber concluido, de modo que todo lo que Georgia decía tenía ya el más puro acento campesino del sur.

Pero, en realidad, ¿su acento había empezado a reaparecer cuando se pusieron en marcha? ¿O quizá había aparecido ya antes? Jude pensaba que aquel acento campesino había aparecido probablemente el mismo día en que se pinchó con el alfiler inexistente del traje del muerto. Su transformación verbal le desconcertaba y le perturbaba. Cuando se expresaba de aquella manera -«¿por qué siempre piensas lo peor, maldición?»- se parecía mucho a la manera de hablar de Anna.

Bon se metió en el espacio que había entre Jude y Georgia y miró expectante a Bammy. La larga cinta rosada que era la lengua de Bon colgaba con saliva que goteaba abundantemente. En el rectángulo verde del jardín, Angus seguía huellas de un lado a otro, metiendo la nariz en las flores que crecían al borde de la cerca de madera.

Bammy miró primero las llamativas botas de Jude, luego alzó la vista hacia la descuidada barba negra del cantante, fijándose, recelosa, en los rasguños, la suciedad, la venda de la mano izquierda.

– ¿Tú eres la estrella del rock?

– Sí, señora.

– Tienes pinta de haber estado metido en una pelea. ¿Fue entre vosotros?

– No, Bammy -explicó Georgia.

– Qué simpático eso de llevar las mismas vendas en las manos. ¿Es producto de un arrebato romántico? ¿Os hicisteis marcas mutuamente como señal de vuestro amor? En mis tiempos solíamos intercambiar anillos, lo que era una costumbre menos sangrienta.

– No, Bammy. Estamos bien. Estamos de paso, rumbo a Florida, y yo he querido que nos detuviéramos para verte. Quería que conocieras a Jude.

– Deberías haber llamado. Habría preparado la cena.

– No podemos quedarnos. Tenemos que llegar a Florida esta noche.

– Vosotros no iréis a ninguna parte, salvo a la cama. O tal vez al hospital.

– Estoy bien.

– Demonios. Tú te encuentras lo más alejada del bienestar que jamás han visto mis ojos. -Retiró un mechón de pelo negro que Georgia tenía pegado sobre la mejilla húmeda-. Estás cubierta de sudor. Yo sé distinguir muy bien cuándo alguien está enfermo.

– Hemos pasado demasiado calor, eso es todo. He estado las últimas ocho horas metida en ese coche, con estos perros enormes y con un pésimo aire acondicionado. ¿Te vas a quitar de en medio para dejarme entrar o me obligarás a subir otra vez al coche para seguir viaje?

– No lo he decidido aún.

– ¿Por qué te lo piensas tanto?

– Estoy pensando en las probabilidades que hay de que vosotros dos hayáis venido aquí para matarme, por el dinero que tengo, para comprar Oxycontin, o como se llame esa droga que todo el mundo está tomando hoy en día. Hay niñas del instituto que se prostituyen para conseguirla. Me he enterado de eso en las noticias de la televisión, esta mañana.

– Pues tienes suerte de que no estemos en el instituto.

Bammy pareció a punto de responder, pero miró de pronto hacia un punto situado más allá de Jude, en el jardín.

El cantante se dio la vuelta para ver de qué se trataba. Angus estaba casi de cuclillas, contraído, como si hubiera un acordeón dentro de su cuerpo. El negro y brillante pelaje del lomo estaba arrugado en pliegues, y soltaba mierda y más mierda sobre la hierba.

– Yo lo limpiaré. Lo siento -se excusó Jude.

– Yo no podría -dijo Georgia-. Mírame bien, Bammy. Si no encuentro un baño en el próximo minuto, será mi turno de desahogarme en el jardín.

La abuela bajó los párpados cargados de rímel y se hizo a un lado para dejarlos pasar.

– Entrad, entonces. La verdad es que no quiero que los vecinos os vean por aquí. Pensarían que estoy creando mi propia sucursal de los Ángeles del Infierno.

Capítulo 28

Cuando fueron presentados formalmente Jude descubrió que el auténtico nombre de la abuela era señora Fordham, y así fue como la llamó a partir de ese momento. No le parecía correcto llamarla Bammy. Paradójicamente, era incapaz de pensar en ella realmente como la señora Fordham. Era Bammy, por más que la llamara de cualquier otra manera.

– Llevemos los perros afuera, a la parte de atrás, donde puedan correr -sugirió Bammy.

Georgia y Jude intercambiaron una mirada. En ese momento se encontraban todos en la cocina. Bon estaba debajo de la mesa. Angus había levantado la cabeza para olfatear la encimera, donde llamaban su atención las galletas puestas en una fuente tapada con papel de plata.

El espacio era demasiado pequeño como para que estuvieran también los perros. El pasillo de entrada también era muy reducido para ellos. Un rato antes, cuando Angus y Bon entraron corriendo golpearon un trinchero, haciendo tambalearse la cerámica colocada en la parte de arriba, y chocaron contra las paredes, con tal fuerza que los cuadros allí colgados quedaron torcidos.

El cantante miró a Bammy y vio que estaba frunciendo el ceño. Había sorprendido el intercambio de miradas entre él y Georgia y sabía que significaba algo, aunque no podía precisar qué.

Georgia habló primero.

– Ah, Bammy, no podemos quitarles la vista de encima. Se meterían en tu jardín y lo destrozarían.

Bon apartó algunas sillas para salir de su refugio bajo la mesa. Una cayó, haciendo un ruido agudo. Georgia saltó hacia la perra y la cogió firmemente por el collar.

– Yo la controlo -dijo-. ¿Puedo usar la ducha? Necesito lavarme y tal vez echarme un rato. Puede quedarse conmigo, en mi compañía no creará problemas.

Angus puso sus patas delanteras sobre la encimera, para acercar el hocico a las galletas.

– ¡Angus! -clamó Jude-. Ven aquí.

Bammy tenía en la nevera algo de pollo y ensalada. También limonada casera, como había asegurado Georgia, en una jarra de vidrio. Cuando la joven subió la escalera de servicio, Bammy le preparó a Jude un plato de pollo y ensalada. Se dispuso a comer. Angus se echó a sus pies.

Desde donde estaba sentado, en la mesa de la cocina, el hombre tenía visión del patio trasero. Una soga muy gastada pendía de la rama de un viejo y alto nogal. El neumático que alguna vez había colgado de ella ya no estaba allí. Más allá de la cerca había un callejón, empedrado con adoquines muy erosionados e irregulares.

Bammy se sirvió limonada y apoyó el trasero en la encimera. El alféizar que había detrás de ella estaba lleno de trofeos de bolos. Llevaba las mangas subidas, dejando a la vista unos antebrazos tan peludos como los de Jude.

– No conozco la romántica historia del modo en que os conocisteis.

– Los dos estábamos en Central Park -contó él-. Cogiendo margaritas. Nos pusimos a hablar y decidimos merendar juntos.

– Debió de ser así, o quizá os conocisteis en algún perverso club de fetichistas.

– Ahora que lo pienso, pudo haber sido en un perverso club de fetichistas.

– Estás comiendo como si nunca antes hubieras visto comida.

– No nos hemos parado a comer en todo el camino.

– ¿Por qué tanta prisa? ¿Qué ocurre en Florida que os urge tanto llegar allí? ¿Algunos de vuestros amigos organizan una orgía a la que no queréis faltar?

– ¿Prepara esta ensalada usted misma?

– Naturalmente.

– Está buena.

– ¿Quieres la receta?

En la cocina reinaba un silencio sólo roto por el roce del tenedor sobre el plato y el ruido sordo de la cola del perro golpeando el suelo. Bammy le miró a los ojos, sin decir nada.

Por fin, Jude decidió romper aquella incómoda situación.

– Marybeth la llama Bammy. ¿Por qué?

– Es un diminutivo de mi nombre -explicó Bammy-. Alabama. MB me ha llamado así desde que era un bebé que mojaba los pañales.

Un bocado seco de pollo frío se le fue inesperadamente hacia la tráquea. Jude tosió y se golpeó el pecho. Parpadeó con los ojos llorosos. Le ardían las orejas.

– No lo tome a mal -dijo él, cuando su garganta estuvo libre-. Esto puede parecer fuera de lugar, pero ¿ha visto usted alguna vez una de mis actuaciones? A lo mejor me vio en la doble presentación con AC/DC en el año 1979.

– De ninguna manera. No me gustaba esa clase de música ni siquiera cuando era joven. Un montón de gorilas saltando por el escenario, diciendo palabrotas y gritando hasta quebrarse la garganta. Podría haberte visto si hubieras estado en el estreno de los Bay City Rollers. ¿Por qué?

Jude enjugó el sudor que volvía a cubrir su frente, en el fondo extrañamente aliviado.

– Conocí a una Alabama hace tiempo. No tiene importancia.

– ¿Cómo es que los dos estáis tan maltrechos? Tenéis heridas encima de las heridas. Un desastre.

– Estábamos en Virginia, fuimos a un Denny's desde nuestro motel. Al regresar, casi nos atropellan.

– ¿Seguro que todo quedó en un «casi»?

– Ibamos por un paso subterráneo. Un tipo hizo chocar su Jeep contra la pared de piedra. Él también se golpeó la cara contra el parabrisas.

– ¿Cómo quedó?

– Salvó la vida, supongo.

– ¿Estaba borracho?

– No sé. No lo creo.

– ¿Qué ocurrió cuando llegó la policía?

– No nos quedamos para hablar con ella.

– No os quedasteis… -Se detuvo nada más iniciar la frase y arrojó el resto de la limonada en el fregadero, luego se secó la boca con el antebrazo. Tenía los labios fruncidos, como si el último trago de refresco hubiera estado más agrio de lo que a ella le gustaba-. Lleváis mucha prisa -dijo.

– Un poco.

– Hijo, ¿es muy grande el problema en que estáis metidos?

En ese momento, Georgia le llamó desde arriba.

– Ven a echarte, Jude. Ven arriba. Nos acostaremos en mi habitación. ¿Nos despiertas dentro de una hora, Bammy? Todavía tenemos que viajar un poco más.

– No tenéis por qué iros esta noche. Sabéis muy bien que podéis pasar la noche aquí.

– Mejor no -comentó Jude.

– No tiene sentido que os deis esa paliza. Ya son casi las cinco. Vayáis donde vayáis, no llegaréis hasta muy tarde.

– No hay problema, iremos bien. Nos gusta la noche. -Dejó su plato en el fregadero.

Bammy le miró con atención, casi estudiándole.

– No os iréis sin comer, ¿verdad? Eso era un aperitivo.

– No, señora. De ninguna manera. Gracias, señora.

Ella asintió con la cabeza.

– Prepararé algo mientras dormís una siesta. ¿De qué parte del sur eres?

– De Luisiana. Un lugar llamado Moore's Córner. No creo que usted haya oído hablar de él. No hay nada importante allí.

– Lo conozco. Mi hermana se casó con un hombre que la llevó a Slidell. Moore's Córner está muy cerca de allí. Hay buena gente en esa zona.

– No es el caso de mi gente -replicó Jude, y se fue arriba, con Angus detrás de él, saltando por los escalones.

Georgia le esperaba arriba, en la fresca oscuridad del pasillo del piso superior. Tenía el pelo envuelto en una toalla y llevaba puesta una desteñida camiseta de la Universidad de Duke y unos pantalones cortos azules, muy holgados. Tenía los brazos cruzados debajo de los pechos y en la mano izquierda sostenía una caja blanca, chata, rota en las esquinas y pegada con cinta marrón que se estaba desprendiendo.

Sus ojos eran lo más brillante que se veía entre las sombras del pasillo, como chispas verdosas de luz no natural. En su rostro pálido, agotado, había una especie de entusiasmo.

– ¿Qué es eso? -preguntó él, y ella le dio la vuelta para que se viera lo que estaba escrito en uno de sus lados.

OUIJA – TABLERO QUE HABLA – PARKER BROS.

Capítulo 29

Lo llevó a su dormitorio, donde se quitó la toalla de la cabeza y la dejó caer sobre una silla.

Era una habitación pequeña, situada debajo del tejado, con apenas espacio suficiente para ellos y los perros. Bon ya estaba acurrucada en la cama pequeña, arrimada a la pared. Georgia hizo un chasquido con la lengua, dio un golpe en la almohada, y Angus se fue de un salto junto a su hermana. Se echó.

Jude permaneció junto a la puerta cerrada -el tablero estaba en ese momento en sus manos- y se volvió, trazando un lento círculo, mirando con curiosidad el lugar donde Georgia había pasado la mayor parte de su infancia. No imaginaba que sería algo tan sólido y sano como lo que encontró. El cubrecama era una colcha de parches, con un dibujo de la bandera estadounidense. Un montón de unicornios de trapo, de aspecto polvoriento, de varios colores, estaba almacenado en una canasta de mimbre, en un rincón.

Había un tocador antiguo, de nogal, con un espejo que podía inclinarse hacia delante y hacia atrás. En el marco del espejo estaban colocadas varias fotos descoloridas por el sol, y en ellas se veía a una muchacha de grandes dientes y pelo negro. Era una adolescente de aspecto huesudo y algo varonil. En una de las fotos llevaba puesto el uniforme de los equipos juveniles, que era demasiado grande para ella, con las orejas sobresaliendo por debajo de la gorra. En otra instantánea estaba con varias amigas, todas ellas bronceadas por el sol, de pechos chatos, en bikini, en la playa de un lugar indeterminado, con un muelle en segundo plano.

La única semejanza de aquella muchacha con la persona en la que después se convirtió podía hallarse en una última fotografía, la de la ceremonia de graduación. Allí estaba Georgia, con birrete y toga negra. La acompañaban sus padres: una mujer marchita, con un vestido de flores que parecía sacado de una película antigua, y un hombre con cabeza en forma de patata, mal peinado y vestido con una barata americana deportiva de cuadros. Georgia posaba entre ellos, sonriente, pero sus ojos estaban sombríos, astutos y llenos de resentimiento. Y mientras sostenía su diploma en una mano, la otra permanecía levantada con un saludo muy heavy, con los dedos meñique e índice estirados, representando los cuernos del diablo. Destacaban la uñas pintadas de negro. Eso era todo.

Georgia encontró en el escritorio lo que estaba buscando, una caja de cerillas de cocina. Se inclinó sobre el alféizar para encender algunas velas oscuras. Impresas en la parte trasera de sus pantalones cortos llevaba las palabras «equipo universitario». La parte de atrás de sus muslos estaba tensa y era fuerte gracias a cinco años de baile.

– ¿Equipo universitario de qué? -preguntó Jude.

Ella se volvió para mirarlo, con la frente arrugada. Luego dirigió los ojos hacia dónde él estaba mirando, echó un rápido vistazo a su propio trasero y sonrió.

– Gimnasia. De ahí saqué la mayor parte de mi número.

– ¿Allí fue donde aprendiste a lanzar el cuchillo?

Cuando actuaba tiraba cuchillos de atrezo, pero también era capaz de manejar uno de verdad. En cierta ocasión, para hacerle una demostración, había lanzado un machete a un tronco, a una distancia de seis metros, y lo había clavado con un ruido sordo y sólido, seguido de un sonido metálico y ondulante: el timbre musical, bajo y armónico, del acerco que vibra.

Le dirigió una mirada tímida y habló:

– Bah, no es para tanto, Bammy me enseñó a hacerlo. Bammy tiene un brazo que parece diseñado para arrojar cosas. Bolos, pelotas de béisbol… Tiene precisión. A los cincuenta años seguía lanzando pelotas para su equipo de béisbol. Nadie podía con ella. Su padre le enseñó a lanzar el cuchillo y ella me enseñó a mí.

Después de encender las velas, abrió unos centímetros las dos ventanas de la estancia, sin levantar las cortinas blancas, lisas. Cuando la brisa sopló, éstas se movieron y la pálida luz del sol se coló en la habitación, y luego disminuyó y enseguida volvió a crecer, produciéndose suaves oleadas de tenue luminosidad. Las velas no añadieron demasiada claridad, pero el perfume que producían era agradable, sobre todo al mezclarse con el fresco olor a hierba que llegaba del exterior.

Georgia se volvió, cruzó las piernas y se sentó en el suelo. Jude se puso de rodillas frente a ella. Las articulaciones crujieron.

Puso la caja entre ellos, la abrió y sacó el tablero del juego… ¿Un tablero de ouija era un juego, exactamente? En el cuadrado de color sepia estaban todas las letras del alfabeto, las palabras SÍ y NO, en mayúsculas, un sol con una cara que parecía la de un loco que reía y una luna que simulaba un rostro de expresión enojada. Jude colocó sobre el tablero una tablilla de plástico negro con forma de naipe.

– No sabía si podría encontrarlo -dijo Georgia-. No he visto esta maldita cosa probablemente desde hace ocho años. ¿Recuerdas la historia que te conté sobre aquella vez que vi un fantasma en el patio trasero de Bammy?

– Su gemela.

– Me asustó muchísimo, pero también me produjo curiosidad. Es gracioso cómo somos las personas. Porque cuando vi a la niña en el patio trasero, al fantasma, lo único que quería era que se fuera. Pero en cuanto se marchó, sentí deseos de volver a verla. Deseé con fuerza tener otra experiencia como ésa, encontrarme con otro fantasma.

– Y ahora tienes a uno pisándote los talones. ¿Quién dice que los sueños no se convierten en realidad?

Se rió.

– Por si no se cumplían fácilmente, no mucho después de haber visto a la hermana de Bammy en el patio trasero compré esto en una tienda barata. Una amiga y yo solíamos jugar con este tablero. Interrogábamos a los espíritus sobre los chicos del colegio. Y muchas veces yo movía la tablilla a escondidas, para que dijera lo que yo quería oír. Mi amiga, Sheryll Jane, sabía que yo le estaba haciendo decir cosas, pero siempre fingía creer que hablábamos realmente con un espíritu. Abría mucho los ojos, tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas. Yo movía la tablilla por todo el tablero de ouija, para que le dijera que algún muchacho del colegio guardaba una prenda de su ropa interior en el armario, y ella dejaba escapar un chillido diciendo: «¡Sabía que siempre ha estado loco por mí!». Ella era dulce y buena conmigo, y siempre aceptaba los juegos que a mí me gustaban. -Georgia se frotó la nuca. Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió lo más importante-: Una vez, sin embargo, estábamos jugando y la tablilla empezó a moverse por su cuenta. Yo no la movía aquella vez.

– Tal vez lo estuviera haciendo Sheryll Jane.

– No. Se movía por su cuenta, y las dos lo sabíamos. Noté que se movía sola porque Sheryll no hacía su habitual comedia de sorpresa, ojos abiertos y todo eso. Ella quería que se detuviera. Cuando el fantasma nos contó quién era, mi amiga protestó diciendo que no le hacía gracia que yo hiciera eso. Le expliqué que yo no estaba haciendo nada, pero ella insistió, me pidió por favor que dejara de hacerlo. Pero no quitó la mano de la tablilla.

– ¿ Quién era el espíritu?

– Su primo Freddy. Se había ahorcado aquel verano. Tenía quince años. Se querían mucho… Freddy y Sheryll. Mucho.

– ¿Qué quería?

– Dijo que en el establo de su familia había fotografías de hombres en ropa interior. Nos indicó de forma precisa dónde encontrarlas, escondidas bajo una tabla del suelo. Explicó que no quería que sus padres supieran que era gay y se sintieran peor de lo que ya se sentían; que había sido por eso por lo que se había matado, porque no quería seguir siendo homosexual. Entonces contó que las almas no son ni varones ni hembras. Son solamente almas. Allí no existe condición sexual, nadie es gay ni nada por el estilo. Si su madre se enteraba de lo ocurrido se entristecería por nada. Recuerdo exactamente eso, que usó el verbo «entristecerse».

– ¿Fuisteis a buscar las fotografías?

– Entramos a hurtadillas en el establo, la tarde siguiente, y encontramos la tabla suelta del suelo, pero allí no había nada escondido. Entonces el padre de Freddy, que nos había seguido, se acercó y nos soltó unos cuantos gritos. Dijo que no teníamos por qué andar hurgando en su establo y nos echó. Salimos corriendo. Según Sheryll, el hecho de no haber encontrado ninguna fotografía demostraba que todo eso era una mentira y que yo lo había falsificado todo. No te imaginas cómo se enfadó. Pero yo creo que el padre de Freddy encontró las fotografías antes que nosotras, y se deshizo de ellas, para que nadie se enterara de que su muchacho era un marica. Por la forma en que nos gritó daba la impresión de que temía que supiéramos algo. Tenía miedo por lo que podíamos estar buscando. -Hizo una pausa y suspiró. No le resultaba fácil contar todo aquello-. Sheryll y yo no superamos aquel trauma nunca. Fingimos haberlo olvidado, pero después de lo ocurrido dejamos de pasar juntas tanto tiempo como antes. Lo cual me convenía, pues por aquel entonces yo ya estaba durmiendo con George Ruger, el amigo de mi padre. No quería tener a mi alrededor a un montón de amigas preguntándome por qué, de repente, tenía tanto dinero en los bolsillos.

Las cortinas se levantaron y luego bajaron. La habitación se iluminó y se oscureció. Angus bostezó.

– Entonces, ¿qué hacemos? -quiso saber el cantante.

– ¿Nunca has jugado con un tablero de ouija?

Jude negó con la cabeza.

– Bien, los dos ponemos una mano sobre la tablilla. -Mientras lo explicaba empezó a tender la mano derecha hacia delante, luego cambió de idea y trató de retirarla.

Fue demasiado tarde. El estiró su mano y la sujetó por la muñeca. Ella hizo una mueca de dolor.

Se había quitado las vendas antes de ducharse y todavía no se había puesto las nuevas. La visión de aquella mano descubierta dejó a Jude sin aliento. Parecía que hubiese permanecido metida en agua durante horas. La piel estaba arrugada, blanca y blanda. Lo del pulgar era peor. Por un instante, en la oscuridad, pareció que casi no tenía piel. La carne estaba inflamada y de un sorprendente color morado, y donde debía estar la yema había un amplio círculo de infección, un disco de pus, hundido, amarillo, que se oscurecía hasta volverse negro en el centro.

– Santo cielo -exclamó Jude.

El rostro demasiado pálido y demasiado delgado de Georgia estaba asombrosamente tranquilo, mirándolo a los ojos a través de las sombras vacilantes. Retiró la mano con un movimiento enérgico.

– ¿Quieres perder esa mano? -preguntó él-. ¿Quieres arriesgarte a morir de un envenenamiento de la sangre?

– No tengo tanto miedo de morir ahora como hace un par de días. ¿No es gracioso?

Jude abrió la boca para responderle y descubrió que no tenía nada que decirle. Notaba un nudo en la garganta. Lo que le estaba ocurriendo en la mano podía matarla si no hacía algo rápido. Ambos lo sabían, y ella no estaba asustada.

– La muerte no es el final -dijo Georgia-. Ahora lo sé. Los dos lo sabemos.

– Pero no es razón para conformarse con la muerte, sin más. No es motivo para no cuidarse.

– Yo no he decidido morirme sin más. Sólo he decidido que no iré a ningún hospital. Ya hemos hablado de eso. Sabes que no podemos llevar a los perros con nosotros a ninguna sala de urgencias.

– Soy rico. Puedo hacer que venga un médico privado.

– Ya te dije que no creo que mi mal pueda ser curado por ningún médico. -Se inclinó hacia delante y golpeó con los nudillos de la mano izquierda el tablero de ouija-. Esto es más importante que el hospital. Tarde o temprano Craddock va a deshacerse de los perros. Creo que será pronto. Encontrará la manera de hacerlo. No pueden protegernos eternamente. Estamos viviendo minuto a minuto, lo sabes. No me molesta morirme, siempre y cuando él no me esté esperando en el otro lado.

– Estás enferma. Las tuyas son ideas propiciadas por la fiebre. No necesitas esta magia. Necesitas antibióticos.

– Te necesito a ti -exclamó ella. Sus ojos brillantes y vivaces estaban fijos en la cara de su amante-, necesito que cierres la boca y pongas la mano sobre la tablilla.

Capítulo 30

Georgia dijo que sería ella la encargada de hablar y puso los dedos de la mano izquierda junto a la de él, sobre la tablilla. Se llamaba tablilla parlante, recordó Jude en ese momento. Él la miró cuando notó que respiraba profundamente. La joven cerró los ojos, no como si estuviera a punto de entrar en un trance místico, sino más bien como si fuera a saltar de un trampolín alto y tratara de sobreponerse a la agitación de su estómago.

– Muy bien -comenzó Georgia-. Mi nombre es Marybeth Stacy Kimball. Me llamé Morphine durante algunos años malos, y el tipo al que amo me llama Georgia. Aunque eso me vuelve loca, soy Marybeth, ése es mi verdadero nombre. -Abrió mínimamente los ojos y miró a Jude entre las pestañas-. Preséntate.

Estaba a punto de hablar cuando ella alzó una mano para detenerlo.

– Tu nombre real ahora. El nombre que corresponde a tu auténtico yo. Los nombres verdaderos son muy importantes. Las palabras correctas tienen una carga decisiva. Un contenido suficiente como para traer a los muertos junto a los vivos.

Se sentía estúpido. Estaba convencido de que lo que estaban haciendo no podía funcionar, que era una pérdida de tiempo, que se comportaban como niños. De todas maneras, su carrera le había proporcionado multitud de oportunidades para comportarse como un tonto. Una vez, para la grabación de un vídeo musical, él y su banda -Dizzy, Jerome y Kenny- corrieron por un prado lleno de tréboles, fingiéndose aterrorizados, perseguidos por un enano vestido de gnomo sucio que esgrimía una sierra mecánica. Con el tiempo, Jude había desarrollado algo así como una absoluta indiferencia ante el ridículo. No le importaba sentirse estúpido. Por eso cuando hizo una pausa no fue por renuencia a hablar, sino porque, sinceramente, no sabía qué decir.

Finalmente, miró a Georgia y salió de su silencio.

– Mi nombre es… Justin. Justin Cowzynski. Creo. Aunque no he respondido a él desde que tenía diecinueve años.

Georgia cerró los ojos, concentrándose en sí misma. Entre sus finas cejas apareció un hoyuelo, una pequeña arruga de preocupación. Lentamente, con suavidad, habló:

– Bien. Ya está dicho. Éstos somos nosotros. Queremos hablar con Anna McDermott. Justin y Marybeth necesitan tu ayuda. ¿Anna, estás ahí? ¿Anna, hablarás con nosotros hoy?

Esperaron. La cortina se movió otra vez. Había niños gritando en la calle.

– ¿Hay cerca alguien a quien le gustaría hablar con Justin y Marybeth? ¿Anna McDermott nos dirá algo? Por favor. Estamos en un aprieto, Anna. Por favor, escúchanos. Te lo ruego, ayúdanos. -Esperó un instante y, con voz que se acercaba al susurro, insistió-: Vamos. Haz algo.

Estaba hablando a la tabla parlante.

Bon, que dormía, dejó escapar varias ventosidades, que hicieron un ruido chillón, como el de un pie patinando sobre goma mojada.

– Ella no me conocía -dijo Georgia-. Pregunta tú por ella.

– ¿Anna McDermott? ¿Hay alguna Anna McDermott en la casa? ¿Podría comunicarse con el centro de comunicaciones ouija? -preguntó Jude con voz sonora, hueca, como de presentador de espectáculos.

Georgia dibujó en su cara una acida sonrisa, desganada, sin humor.

– Ah, claro. Tenía que haber imaginado que no tardarías mucho en empezar con las bromitas.

– Lo siento.

– Pregunta por ella. Pregunta de verdad.

– Esto no funciona.

– No lo has intentado.

– Sí que lo he intentado.

– No, señor. No lo has intentado.

– Como quieras, pero, sencillamente, esto no funciona.

Esperaba hostilidad o impaciencia. En cambio, la sonrisa de la chica se ensanchó todavía más, y le miró con una suave dulzura de la que él enseguida desconfió.

– Anna esperó que la llamaras hasta el mismo día de su muerte. Como si hubiera alguna posibilidad de que eso ocurriera. ¿Qué hiciste tú? ¿Esperaste al menos una semana antes de seguir con tu recorrido estado por estado, en busca del coño más fácil del país?

El viejo rockero se ruborizó. No, ni siquiera aguantó una semana.

– No deberías enfadarte tanto -replicó él-, sobre todo si tenemos en cuenta que el coño en cuestión fue el tuyo.

– Lo sé, y me repugna. ¡Pon… tu… mano… otra vez en el maldito tablero! No hemos terminado con esto.

Jude había retirado la mano de la tablilla parlante, pero ante el arrebato de Georgia volvió a colocarla allí.

– Estoy muy enfadada con nosotros. Con los dos. Contigo por ser como eres, y conmigo por no hacer nada para evitar que continuaras comportándote así. Ahora, llámala tú. Ella no vendrá por mí, pero podría hacerlo por ti. Te estuvo esperando hasta el fin, y si alguna vez la hubieras llamado, habría acudido corriendo. Tal vez todavía quiera hacerlo.

Iracundo, Jude miró el tablero, el alfabeto con letras de tipo anticuado, el sol, la luna.

– Anna, ¿estás por ahí? ¿Anna McDermott se hará presente para hablar con nosotros? -clamó Jude.

La tablilla parlante era un trozo de plástico muerto, inmóvil. Esa cualidad material le agradaba. Hacía muchos días que no se sentía tan en contacto con el mundo real y las cosas cotidianas. Aquello no iba a funcionar. No estaba bien. Le resultaba difícil mantener la mano sobre la tablilla. Estaba ansioso por levantarse, por terminar con el enojoso asunto.

– Jude -dijo Georgia y luego se corrigió-. Justin. No abandones. Inténtalo otra vez.

Jude. Justin.

Miró fijamente sus dedos, colocados sobre la tablilla parlante, abajo, en el tablero, y trató de discernir qué era lo que no le parecía bien. Al instante, le vino a la cabeza. Georgia había dicho que los nombres verdaderos llevaban una carga en ellos, que las palabras adecuadas tenían el poder de hacer que los muertos regresaran junto a los vivos. Entonces pensó que Justin no era su nombre verdadero, que había dejado a Justin Cowzynski en Luisiana, cuando tenía diecinueve años, y que el hombre que bajó del autobús en Nueva York cuarenta horas después era alguien completamente distinto, capaz de hacer y decir cosas que no tenían nada que ver con Justin Cowzynski. Y lo que estaban haciendo mal en ese momento era llamar a Anna McDermott. Él nunca la había llamado de esa manera. Ella nunca fue Anna McDermott mientras estuvieron juntos.

– Florida -llamó Jude, casi en un suspiro. Cuando habló otra vez, su propia voz le sorprendió, de tan tranquila y segura como era-: Acércate y habíame, Florida. Soy Jude, querida. Lamento no haberte llamado. Te estoy llamando ahora. ¿Estás ahí? ¿Estás escuchando? ¿Todavía me esperas? Estoy aquí, ahora. Estoy aquí mismo.

La tablilla parlante saltó bajo sus dedos, como si hubieran golpeado el tablero desde abajo. Georgia dio un respingo al notarlo y lanzó un gritito. Se llevó la mano herida al cuello. La brisa cambió de dirección y movió las cortinas en sentido contrario al habitual, golpeándolas contra las ventanas. La habitación se oscureció. Angus levantó la cabeza con los ojos encendidos y brillantes, matizados por un reflejo verde muy poco natural. Daba miedo, a la débil luz de las velas.

La mano sana de Georgia había quedado sobre la tablilla y, en cuanto remitió el movimiento del tablero, comenzó a moverse. Flotaba en el ambiente una sensación sobrenatural, que hizo que el corazón de Jude se acelerase. Daba la impresión de que había otro par de dedos en la tablilla parlante, una tercera mano ubicada en el espacio que quedaba entre su mano y la de Georgia, y que hacía deslizarse el objeto de un lado a otro, moviéndolo sin control. Circulaba a su antojo por el tablero, tocaba una letra, se quedaba allí durante un momento, luego giraba sobre sí misma, por debajo de sus dedos, obligando a Jude a torcer la muñeca para mantener la mano posada sobre el plástico.

– Q -dijo Georgia, visiblemente falta del aliento-… U… E…

– «Qué» -descifró Jude. La tablilla continuó encontrando letras, y Georgia siguió leyéndolas: una T, una E, una D. Jude escuchaba, concentrado en lo que estaba deletreando.

– «Qué te detuvo» -dijo Jude.

La tablilla dio media vuelta y se paró, chirriando débilmente.

– «Qué te detuvo» -repitió Jude.

– ¿Y si no es ella? ¿Si es él? ¿Cómo sabemos con quién estamos hablando?

La tablilla se movió antes, incluso, de que Georgia hubiera terminado de hablar. Era como tener un dedo sobre un disco que había comenzado a girar repentinamente.

– P… O… R… Q… U… E… E… -iba diciendo Georgia.

– «Por… qué… el… cielo… es… azul» -descifró Jude. La tablilla se quedó quieta-. Es ella. Ella siempre decía que prefería hacer preguntas y no responderlas. Llegó a convertirse en una especia de broma entre nosotros

Era ella. Innumerables imágenes pasaron de golpe por la cabeza de Jude, como una abrumadora serie de vividas instantáneas. Ella estaba en el asiento trasero del Mustang, desnuda sobre el cuero blanco, sólo con sus botas vaqueras y un sombrero cubierto de plumas, mirándolo por debajo del ala, con los ojos brillantes y traviesos. Anna le tiraba de la barba, entre bastidores, en el espectáculo de Trent Reznor, mientras él se mordía los labios para no gritar. Anna muerta en la bañera, algo que él nunca había visto, aunque sí imaginado; y el agua era tinta, y su padrastro, con su traje negro de empresario de pompas fúnebres, estaba de rodillas junto a la bañera, como si rezara.

– Vamos, Jude -insistió Georgia-. Habla con ella.

La voz de Georgia era tensa, apenas más fuerte que un susurro. Cuando Jude levantó la vista para mirarla, la chica estaba temblando y su cara resplandecía por el sudor. Le brillaban los ojos desde sus cuencas oscuras y huesudas… Tenía una terrible mirada febril.

– ¿Estás bien?

Georgia sacudió la cabeza

– Déjame tranquila. -Se estremeció furiosamente. Su mano izquierda continuaba posada sobre la tablilla-. Hablale.

El cantante volvió a mirar el tablero. La luna negra estampada en un rincón estaba riéndose. ¿No tenía la cara seria un momento antes? Un perro negro dibujado en la parte inferior del tablero aullaba a la luna. Jude tenía la certeza de que no estaba allí cuando miró por primera vez el supuesto juego.

– No sabía cómo ayudarte -dijo-. Lo siento, muchachita. Ojalá te hubieras enamorado de otro que no fuera yo. Ojalá hubieras tenido relación con un buen tipo. Alguien incapaz de despacharte a casa cuando las cosas se pusieran difíciles.

– E… S… T… A… S… -leyó Georgia, con la misma voz forzada, casi sin aliento. Jude percibía en aquella voz el esfuerzo que le costaba controlar su temblor.

– «Estás… enfadado…».

La tablilla se quedó quieta.

Jude experimentó una catarata de emociones, tantas cosas, todas juntas, que no estaba seguro de poder traducirlas en palabras. Pero sí podía, y resultó fácil:

– Sí -respondió él.

La tablilla voló a la palabra «NO».

– No debiste hacer lo que hiciste.

– H… A… C…

– «Hacer qué» -leyó Jude-. ¿Hacer qué? Tú sabes qué. Acabaste con tu…

La tablilla saltó otra vez a la palabra «NO».

– ¿Qué quieres decir con la palabra «no»?

Georgia dijo las letras en voz alta, una Q, una U, una E.

– «Qué… tal… si… no… puedo… responder». -La tablilla se quedó inmóvil otra vez. Jude se quedó pensativo un momento. Luego entendió-. No puede responder a las preguntas. Ella sólo puede hacerlas.

Pero Georgia ya estaba deletreando otra vez.

– E… L… T… E… E… S… T…

Un temblor incontenible se apoderó de ella, sus dientes chocaban entre sí, y cuando Jude la miró, vio el vapor de su aliento entre los labios, como si estuviera metida en una cámara frigorífica. Pero la habitación no le parecía a Jude ni más fría ni más caliente que antes.

Luego se dio cuenta de que Georgia no estaba mirando su mano sobre la tablilla, ni le observaba a él, ni a nada en particular. Sus ojos parecían desenfocados, fijos en una distancia indefinida. Georgia continuó recitando las letras en voz alta, mientras la tablilla las tocaba. Pero ya no estaba mirando el tablero, no podía ver lo que hacía.

– «El… te… está… persiguiendo…» -leyó Jude mientras Georgia deletreaba las palabras en tono inexpresivo y tenso.

Georgia dejó de nombrar las letras y él se dio cuenta de que había hecho una pregunta.

– Sí. Sí. Piensa que es mi culpa que tú te hayas suicidado y ahora trata de vengarse.

«No». La tablilla señaló esta palabra por un largo y enfático rato, antes de volver a moverse.

– P… O… R… Q… U… E… E… R… E… S… -dijo Georgia entre dientes, pesadamente.

– «Por… qué… eres… tan… tonto…». -Jude se quedó en silencio, con la mirada perdida.

Uno de los perros gimió en la cama.

Entonces Jude comprendió. Durante un momento se sintió embargado por una sensación de vértigo y desconcierto profundos. Fue como el mareo que se siente al ponerse en pie de golpe. Era también una sensación parecida a la que se experimenta al pisar hielo frágil, que se resquebraja bajo los pies en el desagradable instante en que uno se hunde. Le asombró haber tardado tanto en comprender.

– Maldito bastardo -dijo Jude, con voz ahogada por la cólera-. Ese bastardo.

Notó que Bon estaba despierta, mirando con aprensión el tablero de ouija. Angus también lo estaba mirando mientras golpeaba sordamente el colchón con el rabo.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Jude-. Nos está persiguiendo, y nosotros no sabemos cómo deshacernos de él. ¿Puedes ayudarnos?

La tablilla se movió hacia la palabra «SÍ».

– La puerta dorada -susurró Georgia.

Jude la miró… y retrocedió. Parecía tener los ojos vueltos del revés, como si mirasen dentro de su propia cabeza. Sólo se veían las partes blancas. Todo su cuerpo temblaba furiosamente, sin parar. La cara, que ya de por sí estaba pálida como la cera, había perdido todavía más color, y adquiría una inquietante transparencia. Su respiración se convertía en vapor. Él oyó que la tablilla empezaba a chirriar y a deslizarse desenfrenadamente por todo el tablero, y bajó la vista para mirarlo. Georgia ya no estaba deletreando para que él descifrara. No hablaba. Armó las palabras él solo.

– «Quién… será… la… puerta…». ¿Quién será la puerta?

– Yo seré la puerta -dijo Georgia.

– ¿Georgia? -exclamó Jude-. ¿De qué estás hablando?

La tablilla parlante empezó a moverse otra vez. Jude ya no habló, sólo la observó mientras encontraba las letras, vacilando sobre cada una sólo un instante antes de continuar.

«¿Me harás pasar?».

– Sí -respondió Georgia-. Si puedo. Haré la puerta y te haré pasar para que lo detengas.

«¿Lo juras?».

– Lo juro -aseguró ella. Su voz era aguda, alterada y tensa por el miedo-. Lo juro, lo juro, oh Dios, lo juro. Sea lo que sea lo que tenga que hacer, lo haré, aunque no sé de qué se trata. Estoy lista para hacer lo que sea, pero dime qué es, qué debo hacer.

«¿Tienes un espejo, Marybeth?».

– ¿Por qué? -preguntó Georgia, parpadeando, volviendo a su lugar para buscar confusamente a su alrededor. Volvió la cabeza hacia el tocador-. Hay uno…

Gritó. Sus dedos se saltaron de la tablilla y apretó las manos sobra la boca, para sofocar el largo chillido. En ese mismo instante, Angus saltó sobre sus cuatro patas y empezó a ladrar desde la cama. Estaba mirando lo mismo que ella. A la vez, Jude se daba la vuelta para ver él también. Sus dedos abandonaron la tablilla, que comenzó a girar y girar por su cuenta, como un niño que hace círculos con su bicicleta todoterreno.

El espejo colocado sobre el tocador estaba inclinado hacia delante, para mostrar a Georgia sentada frente a Jude, con el tablero de ouija entre ambos. Pero en el espejo los ojos de ella estaban cubiertos por una venda de gasa negra y tenía la garganta cortada. Una boca roja se abría obscenamente, atravesándola, y su camisa chorreaba sangre.

Angus y Bon saltaron de la cama en el mismo momento. La perra se lanzó sobre la tablilla parlante nada más tocar el suelo, gruñendo. Cerró sus mandíbulas sobre ella, de la misma manera en que podría haber atacado a un ratón que corriera en busca de su agujero. El trozo de plástico se hizo pedazos entre sus dientes.

Angus se arrojó contra el tocador y puso las patas delanteras en la parte de arriba, ladrando furiosamente a la cara que aparecía en el espejo. La fuerza de su peso hizo que el tocador se meciera sobre sus patas traseras. El espejo podía moverse hacia atrás y hacia delante, y en ese momento fue hacia atrás, inclinándose para quedar de cara al techo. Angus volvió a apoyarse en sus cuatro patas, y un instante después el tocador recuperó la estabilidad, apoyándose en sus patas de madera con un ruido que tuvo eco. El espejo se inclinó hacia delante para mostrar a Georgia su propio reflejo una vez más. Ahora sólo se trataba de su imagen, sin más. La sangre…, la herida… y la venda negra… habían desaparecido.

Capítulo 31

En el frescor de la última hora de la tarde, en la habitación, Jude y Georgia estaban acostados, juntos en la cama de una sola plaza. Era demasiado pequeña para ambos, y la joven tuvo que ponerse de lado y colocar una pierna sobre él para poder acomodarse. Apoyaba la cara en el cuello del hombre, poniendo la punta de la fría nariz en contacto con su piel.

Él estaba entumecido. Jude sabía que debía pensar en lo que acababa de ocurrirles, pero no parecía capaz de orientar sus pensamientos hacia las imágenes que había visto en el espejo, a lo que Anna trató de decirles. Su mente se negaba a hacerlo. El cerebro quería librarse de los pensamientos sobre la muerte al menos un rato. Se sentía saturado de muerte, percibía la promesa de la muerte por todas partes, notaba la muerte en su pecho, y con cada muerte se añadía una carga más sobre él, quitándole el aire: la muerte de Anna, la de Danny, la de Dizzy, la de Jerome, la posibilidad de su propia muerte y la de Georgia esperándolo en algún recodo del camino. No podía moverse por el peso de todas aquellas muertes que lo abrumaban.

Se le ocurrió que mientras él y Georgia permanecieran quietos y sin decir nada, podrían seguir indefinidamente en aquel estado de tranquilidad, juntos, con las cortinas moviéndose y la débil luz temblorosa agitándose alrededor de ellos. Cualquier manifestación del mal que les estuviera acechando no llegaría si permanecían allí. Mientras se quedara en la pequeña cama, con el muslo frío de Georgia sobre él y su cuerpo abrazado, el inimaginable futuro no los alcanzaría.

Pero, de todos modos, llegó. Bammy golpeó suavemente la puerta, y cuando habló, su voz era susurrante e incierta:

– ¿Estáis bien?

Georgia se incorporó y se apoyó sobre un codo. Se pasó el dorso de la mano sobre los ojos. Jude no se había dado cuenta hasta ese momento de que ella había estado llorando. La chica parpadeó y sonrió, y la suya era una sonrisa auténtica, no una mueca fingida. Jude ignoraba qué razón podía tener la joven para sonreír. Se lo preguntaría el resto de su vida.

La cara había sido lavada por las lágrimas, y la franca sonrisa era desgarradora por su sinceridad casi infantil. Parecía decir: «En fin, a veces uno pasa un mal momento». Él comprendió entonces que Georgia creía que lo que ambos habían visto en el espejo era una especie de visión premonitoria, algo que iba a ocurrir, algo que tal vez no podrían evitar. El hombre se acobardó ante esa idea.

No. No, sería mejor que Craddock le alcanzara y acabase con él antes de que Georgia muriera ahogada en su propia sangre. Además, ¿por qué les habría mostrado Anna aquello? ¿Qué podría desear ella?

– ¿Cariño? -Bammy parecía muy preocupada.

– Estamos bien -respondió Georgia.

Silencio.

La abuela habló de nuevo:

– No estaréis peleando ahí dentro, ¿verdad? He oído ruidos.

– No -respondió Georgia, en tono ofendido por semejante sugerencia-. Te lo juro por Dios, Bammy. Lamento que te sobresaltaran los ruidos.

– Bien -dijo Bammy-. ¿Necesitas algo?

– Sábanas limpias -respondió Georgia.

Otro silencio. Jude sintió que la joven temblaba contra su pecho. Era un dulce temblor. Ella se mordía el labio inferior para evitar reírse. Y luego él también trató de contener la risa. Le dominaba una hilaridad repentina y convulsa. Se puso una mano en la boca, mientras su cuerpo temblaba de risa contenida, estrangulada.

– Jesús -exclamó Bammy, que daba la impresión de querer escupir-. Jesús. -Mientras lo decía, se oyeron sus pasos alejándose de la puerta.

Georgia se apoyó de nuevo en Jude, su rostro frío y húmedo se apretó con fuerza sobre el cuello de él, que la abrazó, y ambos apretaron los cuerpos mientras casi se ahogaban de risa.

Capítulo 32

Después de la cena, Jude dijo que tenía que hacer algunas llamadas telefónicas y dejó a Georgia y Bammy en la sala. En realidad no tenía a nadie a quien llamar, pero sabía que Georgia quería pasar un poco de tiempo a solas con su abuela y que se sentirían más libres si él no estaba presente.

Pero una vez que llegó a la cocina, con un vaso de limonada fresca delante de él y sin nada que hacer, se encontró, de todos modos, con el teléfono en la mano.

Llamó al número de su oficina en el que se podían escuchar los mensajes. Era una extraña sensación la de estar ocupado con algo tan absolutamente relacionado con la realidad cotidiana, después de todo lo que había ocurrido durante el día, desde el enfrentamiento con Craddock en Denny's hasta el encuentro con Anna en el dormitorio de Georgia. Jude se sentía desvinculado de la persona que había sido antes de ver por primera vez al muerto. Su carrera, su vida, tanto los negocios como el arte que lo habían ocupado durante más de treinta años, parecían asuntos que no tenían la menor importancia. Marcó el número, observando su mano como si perteneciera a otra persona, sintiendo que era un espectador pasivo ante las acciones de alguien en una obra de teatro. Ese alguien era un actor que interpretaba el papel de él mismo.

Tenía cinco mensajes grabados. El primero era de Herb Gross, su contable y gerente. La voz de Herb, que era generalmente melosa y presumida, sonaba en el mensaje llena de emoción.

«Acabo de enterarme por boca de Nan Shreve de que han encontrado muerto a Danny Wooten en su apartamento esta mañana. Aparentemente se ha ahorcado. Aquí estamos todos consternados, como sin duda puedes imaginarte. Llámame cuando recibas este mensaje. No sé dónde estás. Nadie lo sabe. Llama, por favor. Gracias».

Había también un mensaje de un tal oficial Beam, que decía que la policía de Piecliff estaba tratando de comunicarse con Jude por un tema importante y le pedía que respondiera a la llamada. Un mensaje de Nan Shreve, su abogada, decía que ella se estaba ocupando de todo, que la policía quería una declaración de él sobre Danny y que debía llamar tan pronto como fuera posible.

El siguiente mensaje era de Jerome Presley, que había muerto hacía ya cuatro años, al chocar con su Porsche contra un sauce llorón, a ciento cuarenta kilómetros por hora.

«Hola, Jude, supongo que vamos a tener a toda la banda junta pronto, ¿no? John Bonham a la batería, Joey Ramone como segunda voz. -Se rió; luego continuó, con su habitual manera de hablar lenta y cansada. La voz quebrada de Jerome siempre había recordado a Jude al cómico Steven Wright-. Me enteré de que ahora conduces un Mustang reconstruido. Es una cosa que siempre tuvimos en común, Jude…, la afición a los coches. Suspensiones, motores, alerones, sistemas de sonido, Mustang, Thunderbird, Charger, Porsche. ¿Sabes lo que estaba pensando la noche en que hice que mi Porsche se saliera del camino? Pensaba en toda la mierda que nunca te dije. En toda la mierda de la que no hablamos. Por ejemplo, que me hiciste adicto a tu coca cuando tuviste el coraje de decirme que si yo no hacía lo mismo me echarías de la banda; que le diste dinero a Christine para que pusiera su propio negocio después de que me dejara, cuando se fue con los niños sin decir una palabra; que también le diste dinero para un abogado. Eso es la lealtad para ti. O que no fuiste capaz de hacerme un simple préstamo de mierda cuando yo lo estaba perdiendo todo, la casa, los coches, todo. Y eso que te había dejado dormir en una cama en el sótano de mi casa nada más bajarte del autobús que te trajo de Luisiana con menos de treinta dólares en el bolsillo. -Se rió otra vez, con su risa áspera y corrosiva de fumador-. Bueno, supongo que pronto tendremos la oportunidad de hablar por fin de todas esas cosas. Calculo que te veré un día de éstos. Me han dicho que ya estás en el camino de la noche. Sé muy bien adonde lleva esa ruta. Derecho al maldito árbol. Me sacaron de entre las ramas, ¿lo sabías? Salvo las partes que quedaron en el parabrisas. Te echo de menos, Jude. No veo llegar la hora de abrazarte. Vamos a cantar como en los viejos tiempos. Todos cantan aquí. Después de un tiempo, parece que los cantos fueran más bien gritos. Escucha. Si prestas atención, oirás cómo gritan».

Se escucharon ruidos extraños cuando Jerome pareció apartar el teléfono de su oreja y sostenerlo en el aire para que Jude pudiera escuchar. Lo que llegó a través de la línea fue un ruido que no se parecía a ningún otro que el cantante hubiera escuchado antes. Era extraño y aterrador, como un murmullo de moscas amplificado unas cien veces, mezclado con el crujido y los chirridos de una máquina, una prensa de vapor que daba golpes y silbaba. Si uno prestaba atención, era posible escuchar palabras entre todo ese zumbido de moscas y metales, voces no humanas que llamaban a la madre, que pedían que aquello se detuviera.

Jude estaba dispuesto a eliminar el siguiente mensaje, pensando que se trataría de otro muerto, pero resultó ser una llamada del ama de llaves de su padre, Arlene Wade. La mujer estaba tan lejos de sus pensamientos, que pasaron varios segundos antes tic que pudiera identificar la voz vieja, temblorosa y curiosamente inexpresiva, y para entonces su breve mensaje ya casi había terminado.

«Hola, Justin, soy yo. Quería mantenerte informado sobre tu padre. Está inconsciente desde hace treinta y seis horas. Los latidos de su corazón son cada vez más irregulares. Pensé que querrías saberlo. No tiene dolores. Llámame si quieres».

Después de colgar, se apoyó sobre la encimera de la cocina, mirado hacia el exterior, a la noche. Tenía las mangas recogidas hasta los codos y la ventana estaba abierta. La brisa se hizo sentir, fresca, sobre su piel. El agradable aire llegaba perfumado con los olores de las flores del jardín. Las ranas croaban.

Jude vio mentalmente a su padre: el viejo tirado sobre la cama angosta, demacrado, agotado, con el mentón cubierto por una barba corta, blanca y rala, las sienes hundidas y grises. Hasta le pareció que sentía su olor a medias, el hedor del sudor rancio, la peste de la casa, un olor que incluía, además de eso, efluvios de mierda de gallinas y cerdos, y el olor a nicotina que lo impregnaba todo, cortinas, mantas, el papel de las paredes. Cuando Jude se fue de Luisiana, lo hizo huyendo de aquel olor tanto como de su padre.

Corrió, corrió y corrió. Hizo música. Logró amasar millones, se había pasado una vida entera tratando de poner tanta distancia como fuera posible entre él y el viejo. Y en ese momento, la casualidad, el destino, podían hacer que ambos muriesen el mismo día. Marcharían juntos por el camino de la noche. O tal vez no caminaran, sino que lo recorrerían en coche, compartiendo el asiento del acompañante en la furgoneta azul de Craddock McDermott. Ambos sentados tan cerca uno del otro que Martin Cowzynski podría apoyar una de sus garras enflaquecidas en la nuca de Jude. Su olor llenaría el automóvil. El repugnante olor del hogar.

El infierno apestaría, sin duda, precisamente con ese olor, y llegarían allí juntos, padre e hijo, acompañados por el horripilante chófer de pelo plateado muy corto y traje de Johnny Cash, con la radio sintonizada en la emisora de Rush Limbaugh. Si algo anunciaba lo que sería el infierno, eran las charlas radiofónicas… y la familia.

En la sala, Bammy dijo algo con un murmullo bajo, de aire chismoso. Georgia se rió. Jude inclinó la cabeza intentando oír, y un instante después se sorprendió a sí mismo sonriendo, en una reacción automática. Cómo era posible que ella y él pudieran estar muñéndose de risa otra vez, con todo lo que se alzaba contra ellos y todo lo que habían visto. No podía creerlo, era incapaz de imaginarlo.

La frescura y la franqueza de su risa eran una cualidad que él valoraba en Georgia por encima de las demás. Le encantaba su grave y caótica musicalidad, la manera en que se entregaba completamente a ella. Le conmovía, le apartaba de sus pesares. Eran poco más de las siete, según el reloj del horno microondas. Volvería a la sala para compartir con ellas unos minutos de charla fácil, sin sentido. Luego avisaría a Georgia con una mirada significativa hacia la puerta. El camino esperaba.

Ya lo había decidido y estaba apartándose de la encimera, cuando un sonido atrajo su atención. Era una voz melodiosa y desafinada, cantando: «Adiós, adiós». Giró sobre sus talones y volvió a mirar el patio trasero de la casa.

El rincón más lejano estaba iluminado por una de las farolas del callejón. Arrojaba una luz azulada a través de la cerca de estacas puntiagudas y del enorme nogal frondoso del que colgaba la gastada soga. Una niña pequeña estaba de cuclillas sobre el césped, debajo del árbol. Era una cría de quizá seis o siete años, cubierta con un simple vestido a cuadros rojos y blancos. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo. Cantaba para sí misma la vieja canción de Dean Martin que decía que ya era tiempo de volver al camino, hacia el país de los sueños, para hundirse en la tierra de la imaginación. Cogió un vilano de diente de león, tomó aire y sopló. Las semillas se separaron, convirtiéndose en paracaídas, como cien sombrillitas que volaron para perderse en la oscuridad. En teoría, debía ser imposible verlas flotar en el aire, pero eran ligeramente luminiscentes y se dejaban llevar por la brisa como improbables chispas blancas. La niña tenía la cabeza levantada, de modo que pareció mirar directamente a Jude a través de la ventana, aunque en realidad era imposible discernir si miraba o no, porque los ojos de la pequeña estaban oscurecidos por marcas negras que se movían delante de ellos.

Era Ruth, la hermana gemela de Bammy, la que había desaparecido en la década de los cincuenta. Sus padres habían llamado a las dos chiquillas para que entrasen a almorzar. Bammy lo hizo corriendo, pero Ruth se quedó atrás, y nunca más nadie volvió a verla… con vida.

Jude abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y descubrió que no podía hablar. El aliento se juntó en su pecho y allí permaneció.

Ruth dejó de cantar, y la noche quedó en silencio. En ese momento ni siquiera se escuchaban los ruidos de las ranas o de los insectos. La fantasmal criatura giró la cabeza para mirar hacia el callejón, detrás de la casa. Sonrió y movió una mano, en un pequeño saludo, como si acabara de descubrir a alguien allí detenido, alguien a quien conocía, tal vez un amigo del vecindario. Pero no había nadie en el callejón. Sólo se veían viejas hojas de periódico esparcidas por el suelo, algunos trozos de vidrio, hierbas creciendo entre los ladrillos. Ruth se puso de pie y caminó lentamente hasta la cerca, moviendo los labios, hablando en completo silencio con una persona que no estaba allí. ¿En qué momento había dejado de oír la voz de la niña? Cuando dejó de cantar.

Mientras Ruth se aproximaba a la valla, Jude tuvo una creciente sensación de alarma, como si estuviera viendo a un niño a punto de cruzarse en el camino de un autobús. Quiso llamarla, pero no pudo. Ni siquiera era capaz de respirar.

Recordó entonces lo que Georgia le había contado sobre ella. Que las personas que veían a la pequeña Ruth siempre trataban de llamarla, querían advertirle que estaba en peligro, decirle que corriera, pero a la hora de la verdad nadie podía hacerlo. Estaban demasiado sorprendidas por la propia visión de la chiquilla muerta como para poder hablar. Le asaltó una idea repentina y disparatada, la de que aquella muchacha era todas las niñas a quienes Jude había conocido y no había podido ayudar. Era a la vez Anna y Georgia. Nada deseaba más que poder pronunciar su nombre, atraer su atención, hacerle una señal para avisarla de que estaba en peligro, que cualquier cosa era posible. Si pudiera, Georgia y él todavía serían capaces de vencer al muerto, podrían sobrevivir a la infernal trampa en la que se habían metido.

Pero a Jude le era imposible encontrar su voz. Resultaba exasperante estar allí sin hacer nada, mirando, sin poder hablar. Golpeó su mano herida y vendada contra la encimera, y sintió una oleada de dolor que atravesó la palma. Fue inútil, siguió sin poder emitir ningún sonido por el cegado túnel en que se había convertido su garganta.

Angus estaba a su lado y saltó cuando Jude golpeó la encimera de la cocina. Levantó la cabeza y lamió nerviosamente la muñeca de su amo. El contacto áspero, cálido, de la lengua de Angus sobre su piel desnuda le sobresaltó. Era algo inmediato y real que le libró de su parálisis tan rápida y repentinamente como la risa de Georgia lo había sacado de su pozo de desesperación hacía apenas unos momentos. Los pulmones se le llenaron con un poco de aire y gritó por la ventana.

– ¡Ruth! -chilló… y ella giró la cabeza. Le escuchó. Ella le escuchó-. ¡Aléjate, Ruth! ¡Corre a casa! ¡Ahora mismo!

Ruth volvió a mirar al callejón oscuro y vacío, y entonces dio un paso atrás, casi perdiendo el equilibrio, para correr de vuelta a la casa. Antes de que pudiera avanzar un poco más, su delgado y blanco brazo se alzó, como si hubiera una cuerda invisible atada a su muñeca izquierda y alguien estuviera tirando de ella.

Pero no era una cuerda invisible. Era una mano invisible. Y un instante después se despegó del suelo, arrastrada en el aire por alguien que no estaba allí. Sus piernas largas y flacas pataleaban, impotentes, y una de sus sandalias voló por el aire, para desaparecer en la oscuridad. Ella luchó y se esforzó, con los dos pies suspendidos en el aire, y fue arrastrada vigorosamente hacia atrás. Su cara se volvió hacia él, indefensa e implorante. Las marcas visibles sobre sus ojos ocultaban una mirada desesperada, mientras era llevada por fuerzas misteriosas por encima del cercado de estacas.

– ¡Ruth! -llamó otra vez, con voz tan autoritaria como lo había sido más de una vez en el escenario, cuando gritaba sin consideración alguna a sus legiones de seguidores.

La niña comenzó desaparecer mientras era arrastrada hacia el callejón. Los cuadros de su vestido eran en ese momento grises y blancos. El pelo había adquirido el color plateado de la luna. La otra sandalia se cayó sobre un charco y salpicó a su alrededor. Luego desapareció, hundiéndose, aunque las ondas del agua continuaron moviéndose por la superficie barrosa y poco profunda. Parecía haber caído, de manera increíble, directamente desde el pasado en el presente. La boca de Ruth estaba abierta, pero no podía gritar, y Jude no supo por qué. Tal vez el ser invisible que la arrastraba le había puesto una mano sobre la boca. Pasó bajo la intensa luz azul brillante de la farola y desapareció. La brisa levantó un periódico y éste aleteó por el callejón vacío, con un sonido seco y crujiente.

Angus gimió otra vez y lo lamió de nuevo. Jude tenía la mirada fija, mal sabor en la boca y una sensación opresiva en los tímpanos.

– Jude -susurró Georgia detrás de él.

El cantante vio su reflejo en la ventana. Garabatos negros le bailaban delante de los ojos. También pululaban ante los suyos. Ambos estaban muertos. Pero no habían dejado de moverse todavía.

– ¿Qué ha ocurrido, Jude?

– No he podido salvarla -respondió-. A la niña. A Ruth. He visto que se la llevaban. -No podía decirle a Georgia que, de algún modo, su esperanza de poder salvarse ellos mismos se había ido con ella-. He gritado. He conseguido gritar. La he llamado por su nombre, pero no he podido cambiar su destino.

– Por supuesto que no, querido -dijo Bammy.

Capítulo 33

Jude se volvió hacia Georgia y Bammy. La joven estaba en el otro extremo de la cocina, en la entrada. Sus ojos eran simplemente sus ojos, sin marcas de muerte delante de ellos, Bammy tocó a su nieta en la cadera, para empujarla a un lado y poder entrar en la cocina pasando junto a ella. Se acercó a Jude.

– ¿Conoces la historia de Ruth? ¿Acaso MB te la ha contado?

– Me dijo que su hermana fue raptada cuando era pequeña. Me contó que a veces algunas personas la ven en el jardín trasero, donde es raptada una y otra vez. Pero no es lo mismo verla en persona. La he escuchado cantar. He visto cómo se la llevaban.

Bammy puso una mano sobre el brazo del cantante.

– ¿Quieres sentarte? -Él negó con la cabeza-. ¿Sabes por qué sigue regresando? ¿Por qué la ven las personas? Los peores momentos de la vida de Ruth transcurrieron allí, en ese jardín, mientras todos nosotros estábamos aquí sentados, almorzando, estaba sola y atemorizada, y nadie vio cómo se la llevaban. Nadie se dio cuenta de que dejaba de cantar. Debió de ser la cosa más horrible. Siempre he pensado que cuando algo realmente malo le pasa a una persona, los demás tienen que saberlo. No es posible que caiga el árbol en el bosque sin que nadie escuche el ruido de la caída. ¿Puedo, por lo menos, darte algo para beber?

Sólo en ese momento se dio cuenta de que su boca estaba desagradablemente pegajosa. Asintió con la cabeza. Ella buscó la jarra de limonada, ya casi vacía, y vertió en un vaso lo último que quedaba.

– Siempre he creído -dijo mientras servía- que si alguien lograba hablarle podría quitarle un peso de encima. Siempre he pensado que si alguien podía hacerle sentir que no estaba tan sola en esos últimos minutos, podría liberarla. -Bammy inclinó la cabeza a un lado, en un gesto curioso e inquisitivo que Jude le había visto hacer a Georgia un millón de veces-. Tú puedes haberle hecho un gran bien sin saberlo. Sólo por haber pronunciado en voz alta su nombre.

– ¿Qué he hecho por ella, en realidad? Se la han llevado igual. -Bebió su vaso de un trago y luego lo puso en la pila de la cocina.

Bammy estaba cerca, junto a él, y su tono era a la vez amable e indulgente.

– No la has ayudado alterando lo ocurrido. La has liberado. Nunca pensé, ni por un momento, que alguien pudiera cambiar lo que ya le había ocurrido a ella. Eso está hecho. El pasado es pasado. Quedaos a pasar la noche aquí, Jude.

Esto último era tan completamente incoherente con lo que había dicho antes, que Jude necesitó un instante para comprender que ella acababa de hacerle un ruego.

– No puedo -dijo Jude.

– ¿Por qué?

Porque cualquiera que les ofreciera ayuda sería contagiado con la muerte. Nadie podía saber hasta qué punto habían puesto ya en peligro la vida de Bammy, simplemente por haberse detenido en su casa unas horas. Porque él y Georgia ya estaban muertos, y los muertos arrastran a los vivos.

– Porque no es seguro -dijo finalmente. Era una explicación honesta, por lo menos.

La frente de Bammy se contrajo, pensativa. La vio esforzarse por encontrar las palabras adecuadas para hacerlo hablar, para obligarlo a revelar la situación en la que se hallaban.

Mientras ella seguía pensando, Georgia entró en la cocina, suavemente, casi deslizándose, de puntillas, como si tuviera miedo de hacer ruido. Bon la seguía, pegada a sus talones, mirándola con perruno aire de preocupación.

– No todos los fantasmas son como tu hermana, Bammy -explicó Georgia-. Hay algunos realmente malos. Estamos teniendo problemas de todo tipo con los muertos. No nos pidas ninguna explicación. No te ayudaría nada y te parecería disparatado.

– Intentadlo, de todos modos. Dejadme ayudaros.

– Señora Fordham -dijo Jude-, ha sido usted muy buena al recibirnos. Gracias por la cena.

Georgia se acercó a Bammy y tiró de la manga de su camisa. Cuando la abuela se volvió, la estrechó con sus pálidos y flacos brazos, abrazándola con fuerza.

– Eres una buena mujer, y yo te amo.

Bammy tenía aún la cabeza vuelta, mirando a Jude.

– Si puedo hacer algo…

– No puede -explicó él-. Es lo mismo que ocurre con su hermana, allí, en el jardín trasero. Uno puede gritar todo lo que quiera, pero eso no cambiará la forma en que ocurren las cosas.

– No creo que sea así. Mi hermana está muerta. Nadie prestó ninguna atención cuando dejó de cantar, y alguien se la llevó y la mató. Pero vosotros no estáis muertos. Vosotros dos estáis vivos y aquí, conmigo, en mi casa. No dejéis de luchar. Los muertos ganan cuando uno deja de cantar y permite que ellos se lo lleven consigo por el camino en la noche.

Esto último produjo en Jude una sacudida nerviosa, como si hubiera recibido una súbita y punzante descarga de electricidad estática al tocar algo metálico. Debió de ser la alusión a no abandonar la lucha, o lo de dejar de cantar. Allí había una idea, estaba seguro, pero no le encontraba sentido todavía. Lo que él y Georgia sabían sobre el inminente final de sus caminos, la sensación de que ambos estaban tan muertos como la niña que acababa de ver en el jardín trasero, eran un obstáculo que ninguna otra idea podía salvar.

Georgia besó la cara de Bammy, una y otra vez, enjugando sus lágrimas. Finalmente, la abuela se volvió para mirarla. Puso las manos sobre las mejillas de su nieta.

– Quedaos -pidió Bammy-. Oblígale a quedarse. Y si no quiere, que se vaya sin ti.

– No puedo hacer eso -replicó Georgia-. Y él tiene razón. No podemos involucrarte en este asunto más de lo que ya lo hemos hecho. Un hombre que era nuestro amigo murió por no alejarse de nosotros a tiempo.

Bammy apoyó la frente sobre el pecho de Georgia. Su respiración se agitó. Alzó las manos y las llevó hacia el pelo de la joven, y por un momento ambas mujeres se balancearon juntas, como si estuvieran bailando muy lentamente.

Cuando recobró la compostura -no pasó mucho tiempo- Bammy levantó los ojos para mirar la cara de Georgia otra vez. La abuela estaba congestionada, tenía las mejillas húmedas y le temblaba la barbilla, pero parecía que había logrado dominar su llanto.

– Rezaré, Marybeth. Rezaré por vosotros.

– Gracias -dijo Georgia.

– Estoy segura de que volverás. Estoy segura de que te volveré a ver otra vez, cuando hayas encontrado la manera de salir de ese asunto. Y sé que lo harás. Porque eres inteligente, eres buena y eres mi niña. -Bammy respiró hondo y le dirigió una mirada llorosa de soslayo a Jude-. Espero que valga la pena.

Georgia se rió, con sonido suave, convulsivo, casi como un sollozo, y apretó a Bammy una vez más.

– Ve, entonces -aceptó Bammy-. Vete, si tienes que hacerlo.

– Ya nos hemos ido -dijo Georgia.

Capítulo 34

Conducía él. Llevaba las palmas calientes y húmedas sobre el volante. Sentía el estómago tenso. Necesitaba dar un puñetazo a algo. Quería conducir a toda velocidad, y lo estaba haciendo, pasando los semáforos ya con las luces en ámbar, en el mismo momento en que se ponían rojas. Y cuando no lograba pasar a tiempo y tenía que detenerse para esperar sentado el momento de partir, apretaba el pedal del acelerador, haciendo rugir el motor con impaciencia. Lo que había sentido en la casa, al observar a la pequeña niña muerta mientras era arrastrada, esa sensación de indefensión, se había enquistado en su interior, para cuajarse en rabia, en un regusto a leche agria.

Georgia le miró durante unos cuantos kilómetros y luego puso una mano sobre su antebrazo. Jude se sobresaltó al sentir el contacto húmedo y helado de la piel de ella sobre la suya. Quería respirar hondo y recuperar la serenidad, no tanto por él mismo como por ella. Si alguien podía permitirse el lujo de estar alterado, le parecía a él que debía ser Georgia. Ella tenía más derecho a sentirse mal, después de lo que Anna le había mostrado en el espejo. Cómo no iba a angustiarse después de haberse visto a sí misma muerta. El cantante no comprendía la tranquilidad, la tenacidad de Georgia, su preocupación por él, y no podía encontrar nada similar en sí mismo. Por eso era incapaz de respirar hondo. Un camión que iba delante de ellos tardó en arrancar después de que el semáforo se pusiera verde, y tocó la bocina.

– ¡Muévete, imbécil! -gritó Jude por la ventanilla abierta al pasar junto al camión, cruzando la doble línea amarilla para adelantarle.

Georgia retiró la mano del brazo de él y la volvió a colocar en su regazo. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla del lado del acompañante. Condujeron un poco más hasta llegar al siguiente cruce de carreteras.

Cuando Georgia habló otra vez, lo hizo refunfuñando, en tono bajo y divertido. No tenía intención de que Jude la escuchara, estaba hablando consigo misma.

– Oh, mira. El supermercado de coches de segunda mano que menos me gusta de todo el ancho mundo. ¿Dónde hay una granada de mano cuando una la necesita?

– ¿Qué? -preguntó él, pero al decirlo ya se había percatado de lo que decía. Un momento después estaba moviendo el volante y utilizando los frenos para aparcar el automóvil junto al bordillo.

A la derecha del Mustang se abría la vasta extensión de un establecimiento de venta de automóviles usados, brillantemente iluminado con lámparas de sodio colocadas sobre postes de acero de diez metros de altura. Se alzaban sobre el asfalto como filas de alienígenas de tres patas, simulando la silenciosa invasión de un ejército de otro mundo. Se habían tendido cuerdas entre ellos, y mil banderines azules y rojos se movían con el viento, añadiendo un matiz carnavalesco al extraño lugar. Pasaban de las ocho de la tarde, pero todavía estaba abierto, aún se vendían coches. Varias parejas se movían entre los automóviles, inclinándose por las ventanillas para mirar las etiquetas de los precios, pegadas al vidrio.

Georgia arrugó la frente y su boca se abrió de una manera que indicaba que estaba a punto de preguntarle qué diablos estaba haciendo.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó Jude.

– ¿Qué lugar?

– No te hagas la tonta. El sitio donde aquel tipo abusó de ti y te trató como si fueras una puta.

– Él no… No fue… No diría exactamente que él…

– Yo sí. ¿Éste es el lugar?

Ella miró las manos de Jude apretadas sobre el volante, con los nudillos blancos por la fuerza con que lo agarraban.

– Probablemente él ni siquiera esté aquí -dijo.

Jude abrió la puerta del automóvil y se bajó. Los coches pasaban a toda velocidad y la caliente estela con olor a gasolina de los tubos de escape se pegaba a su ropa.

Georgia se bajó por el otro lado y le miró por encima del Mustang.

– ¿Adonde vas?

– Voy a buscar a ese tipo. Recuérdame su nombre.

– Sube al coche.

– ¿A quién debo buscar? No me obligues a ir golpeando a vendedores de coches al azar.

– No entrarás ahí tú solo para darle una paliza a un tipo que ni siquiera conoces.

– No. No voy solo. Me llevo a Angus. -Miró hacia el Mustang. La cabeza del perro ya estaba saliendo por el espacio que dejaban libre los dos asientos delanteros, y miraba expectante a Jude-. Vamos, Angus.

El enorme perro negro saltó al asiento del conductor y luego a la carretera. Jude cerró la puerta de un golpe, pasó por la parte delantera del coche, con el denso y ágil torso de Angus apretado contra su costado.

– No voy a decirte quién fue -dijo ella.

– Muy bien. Preguntaré por ahí.

Ella lo agarró del brazo.

– ¿Qué quieres decir con eso de que preguntarás por ahí? ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a poner a preguntar a los vendedores si tenían el hábito de follarse a niñas de trece años?

Entonces le volvió a la memoria, le vino a la cabeza sin previo aviso. Estaba pensando en que le gustaría ponerle un arma en la cara a aquel hijo de puta, y recordó:

– Ruger. Su nombre era Ruger. Como la pistola.

– Acabarás en la cárcel. No vas a entrar ahí.

– Esa es la razón por la que los tipos como él se salen con la suya. Porque gente como tú sigue protegiéndolos, aunque sabe que debería actuar de otra manera.

– No lo estoy protegiendo a él, estúpido. Te estoy protegiendo a ti.

Liberó su brazo de la mano de ella y empezó a volverse, dispuesto a abandonar, furioso por ello…, y en ese momento se dio cuenta de que Angus había desaparecido.

Lanzó una rápida mirada por todas partes y lo descubrió un instante después, en medio del negocio de venta de coches usados, trotando entre filas de furgonetas, para luego doblar y desaparecer detrás de una de ellas.

– ¡Angus! -gritó, pero un enorme camión de dieciocho ruedas pasó con estruendo, y la voz de Jude desapareció bajo el tremendo ruido del motor diesel.

Jude fue tras el animal. Miró hacia atrás y vio a Georgia, que le seguía, con la cara blanca y los enormes ojos muy abiertos, alarmados. Estaban en una autopista importante, en una tienda de venta de coches de segunda mano muy activa. Un sitio pésimo para perder a uno de los perros.

Llegó a la fila de vehículos donde había visto a Angus por última vez y torció. Y allí estaba, a tres metros, sentado sobre sus patas traseras, dejando que un hombre flaco y calvo, con una chaqueta azul, le rascara detrás de las orejas. El individuo era uno de los vendedores. La etiqueta que llevaba sobre el bolsillo superior decía Ruger. Ruger estaba acompañado por una familia de gordos que llevaban camisetas con lemas publicitarios. Sus abdómenes enormes hacían las veces de carteleras. La barriga del padre vendía una marca de cerveza; los pechos de la madre hacían un poco persuasivo anuncio de un producto para mantener la línea y la buena salud; y el hijo, de unos diez años, llevaba una camiseta de la cadena de restaurantes Hooter, atendidos por atractivas camareras de grandes pechos. Junto a ellos, Ruger parecía casi enano, una impresión que se reforzaba gracias a sus delicadas y arqueadas cejas y a sus orejas puntiagudas, de peludos lóbulos. Llevaba mocasines con borlas. Jude odiaba los mocasines con borlas. Decididamente, era un tipo repulsivo.

– Es un buen muchacho -comentaba Ruger-. Miren, miren qué buen muchacho.

Jude aflojó el paso, dejando que Georgia llegara hasta él. La joven estaba a punto de alcanzarle, pero en ese momento vio a Ruger y se detuvo de golpe.

El vendedor alzó la mirada, con una sonrisa cortés, grande, de agente comercial.

– ¿Es su perro, señora? -Sus ojos se entornaron y enseguida un gesto de reconocimiento perplejo le atravesó la cara-. Es la pequeña Marybeth Kimball, ya muy crecida. ¡Mírate! ¿Estás de visita? Me contaron que vivías en Nueva York.

Georgia no habló. Miró a Jude de soslayo, con ojos azules brillantes y afligidos. Angus los había conducido directamente a él, como si hubiera sabido a quién estaban buscando. Tal vez el perro lo sabía de algún modo. Quizá el animal de humo negro que vivía dentro de Angus lo sabía. Georgia comenzó a sacudir la cabeza mirando a Jude.

– No, no lo hagas. -Pero él no le prestó atención, dio la vuelta alrededor de ella, y se acercó a Angus y Ruger.

El tipo calvo dirigió la mirada al cantante. Su cara se iluminó por la sorpresa y por el placer.

– ¡Dios mío! Usted es Judas Coyne, el famoso intérprete de rock. Mi hijo adolescente tiene todos sus discos. No puedo decir que me agrade mucho el volumen al que los pone -se llevó un dedo a la oreja, como si en sus tímpanos todavía resonara la música de Jude-, pero le diré qué usted ha causado un gran impacto en mi muchacho.

– Estoy a punto de hacer un gran impacto sobre ti, estúpido -dijo Jude, y lanzó su puño derecho a la cara de Ruger. Se oyó nítidamente el ruido que hizo la nariz al ser aplastada.

El vendedor se tambaleó, se inclinó a medias, con una mano cubriéndose la cara. La pareja de gordos se apartó para dejarlo pasar, trastabillando. El niño sonreía y se ponía de puntillas para mirar la pelea por encima del hombro de su padre. Jude propinó un golpe con la izquierda en el abdomen de Ruger, haciendo caso omiso del estallido de dolor que atravesó la herida abierta en la palma de su mano. Agarró al vendedor de coches cuando éste comenzaba a caer sobre sus rodillas y lo lanzó sobre el capó de un Pontiac que tenía un cartel pegado en el parabrisas con la leyenda: «¡¡¡Es suyo si lo quiere!!! ¡¡¡Barato!!!».

Ruger trató de incorporarse y Jude le agarró por la entrepierna, encontró el escroto y apretó. Sintió la masa de los testículos de Ruger que crujía en su puño. El hombre calvo se encogió y chilló, mientras un hilo de oscura sangre salía por sus fosas nasales. Tenía los pantalones levantados, dejando las espinillas al aire. Angus saltó, gruñendo, y clavó sus mandíbulas en el pie de Ruger, tiró y le arrancó un mocasín.

La gorda se tapó los ojos, pero mantuvo dos dedos separados para poder espiar entre ellos.

Jude sólo tuvo tiempo de dar un par de golpes más antes de que Georgia le cogiera por el codo y lo arrastrara. A mitad de camino hacia el coche ella empezó a reírse, y en cuanto estuvieron en el Mustang se abalanzó sobre él, mordiéndole el lóbulo de la oreja, besándole la barba, temblando pegada a él, a su lado.

Angus todavía tenía en la boca el mocasín de Ruger, y una vez que estuvieron en la carretera interestatal, Georgia se lo cambió por un bocadillo de carne y lo colgó del espejo retrovisor, atándolo con las borlas.

– ¿Te gusta? -preguntó.

– Mejor que los perros de peluche -dijo Jude.

Загрузка...