10

De Caro se levantó, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Estaba escribiendo a pluma en el talonario de recetas. -Sólo un segundo y estoy con usted. Pero él no consiguió esperar. -Disculpe, profesor, pero ¿por qué ayer volvieron a hacerme radiografías de los pulmones? De Caro actuó como si no hubiera oído la pregunta y pasó cinco minutos escribiendo. Después dejó la pluma, se recostó en el asiento, lo miró y finalmente decidió hablar. -Mire, antes de dar de alta a un paciente, tengo la costumbre de repasar muy bien todo lo que le hemos hecho en la clínica. Análisis, exámenes, chequeos pre y postoperatorios. No se trata de un vistazo, no: yo miro los resultados de los exámenes como si todavía tuviéramos que operar. ¿Está claro? -Clarísimo. -Bien, anteayer por la tarde, mientras releía todo lo que le concierne, reparé en una pequeña nota de Santangelo, el radiólogo. Decía precisamente que, antes de darle de alta, sería oportuno someterlo a un nuevo examen. Eso es todo. -Sí, pero ¿por qué? -En las primeras radiografías, Santangelo había observado una sombra, muy pequeña, que no lo convencía. Por eso aconsejaba una comprobación. -¿Y cuál ha sido el resultado? -Que efectivamente hay una sombra. Usted no es fumador, ¿verdad? -Dejé el tabaco hace diez años. -Y de sus declaraciones se desprende que nunca ha sufrido catarros agudos. -No. -Ni pulmonías, pleuritis, bronquitis. -Exacto. Profesor, ¿no podría ser más claro? -Mi deber es ser siempre claro. Nosotros suponemos, pero es sólo una suposición, que conste, una simple suposición, que quizá se trate de una metástasis. Él sintió que se hundía, con toda la silla, bajo tierra. En un instante quedó empapado de sudor. Incluso le resultaba imposible abrir la boca. Permaneció inmóvil, mirando a De Caro con los ojos como platos. El doctor advirtió su temor. -Con la misma franqueza, he de decirle que, en el desgraciado caso de que se tratara de una metástasis, podríamos operar con relativa facilidad, dada la situación y la dimensión. -¿Qué… qué tengo que hacer? -De momento váyase una semana a casa, descanse y después regrese aquí. Le haremos otras radiografías para las cuales no será necesario ingresarlo. Y sobre todo, métase en la cabeza que la nuestra es, en el estado actual, una simple suposición. -Le tendió dos hojas de papel-. Aquí le he escrito los medicamentos que necesita. Tiene que empezar hoy mismo. En esta otra hoja están las instrucciones.


Giovanni detuvo el coche cerca de una farmacia y bajó con la receta para comprar las medicinas. «O sea -pensó él con amargura mientras esperaba-, que la enfermedad me ha convocado por sorpresa a prestar servicio. Ahora me concede una semana de permiso como premio, pero inmediatamente después tengo que presentarme de nuevo en el cuartel. ¿Me darán la licencia o me obligarán a prestar servicio permanente?» Giovanni regresó con una bolsita de plástico y volvieron a ponerse en marcha. Para pasar el rato, él examinó las cajas de los medicamentos. Había también unas inyecciones que debían ponerle dos veces al día. -Giovanni, ¿conoce a alguna enfermera? -¿Para la noche, señor? -No, para poner las inyecciones. -Ah, creo que de eso ya se ha encargado la señora. Él se inquietó. Era evidente que Adele había llamado la víspera a De Caro y ya sabía cómo estaban las cosas. Por otra parte, mejor así: no lo sometería a interrogatorios. Habían llegado. Giovanni cruzó la verja de la villa y detuvo el coche al pie de la escalera trasera. -¿Puede subir, señor? ¿Quiere que lo ayude? -No necesito ninguna ayuda -contestó irritado. Subió despacio, apoyando el peso del cuerpo en la barandilla. Se sentía destrozado, no a causa de la operación sino de las últimas palabras de De Caro. Se encontraba todavía a mitad de la escalera cuando el criado lo alcanzó con la maleta en la mano, tras haber metido el coche en el garaje. Nada más entrar en casa, se disponía a girar a la izquierda para dirigirse a su dormitorio cuando lo detuvo la voz de Giovanni. -Al otro lado, señor. -¿Por qué? -Anoche la señora nos hizo cambiar los muebles de sitio. Pero ¿qué se le había pasado por la cabeza a su mujer? ¿Quería que volviera a acostarse con ella en el dormitorio matrimonial? La puerta eternamente cerrada, la que separaba los dos apartamentos, estaba abierta de par en par. Entró y empezó a recorrer el pasillo, pero a los tres pasos el criado lo invitó de nuevo a detenerse. -Por aquí, señor. Adele había mandado trasladar los muebles de su dormitorio a la habitación de Daniele. La sorpresa fue tan grande que la cabeza le dio vueltas. Tuvo que sentarse en la butaca; la debilidad estaba convirtiéndolo en una brizna de hierba: bastaba un soplo de viento para doblarlo. -¿Y Daniele? -La señora ha decidido que el señorito se aloje en el otro apartamento, en la habitación donde dormía usted. -Tráigame un poco de agua, por favor. No necesitaba beber sino alejar un poco al criado. Porque se le había formado un nudo en la garganta y se le habían humedecido los ojos.


***

En el duermevela, notó que algo se le posaba en la frente. Y después reconoció los labios de Adele. No quiso abrir los ojos. Desde hacía mucho, su mujer había perdido la costumbre de besarlo. En otros tiempos, antes de salir de casa o cuando regresaba, lo besaba siempre, jamás dejaba de hacerlo. Nada especialmente afectuoso, sólo un gesto amistoso. Después, ya no había hecho ni siquiera eso. A continuación advirtió que ella salía de la habitación con sumo sigilo para no despertarlo. Al poco rato, la oyó regresar. Entonces abrió los ojos. Adele se encontraba inmóvil en medio de la estancia, mirándolo. En cuanto vio que se había despertado, se le acercó sin hablar, se puso de rodillas y apoyó una mejilla en el dorso de su mano. ¿Qué le estaba ocurriendo a su mujer? ¿Sería posible que, a fuerza de regar, hubiera brotado un pequeño retoño en el desierto? En aquel momento entró Daniele, quien, al verlos de aquella manera, se detuvo, cohibido. Adele también lo vio, pero no cambió de posición. Fue él quien habló en primer lugar. -¿Cómo te va, Daniele? El muchacho se recuperó. -¡Más bien cómo te va a ti, tío! ¡Qué alegría volver a verte en casa! Espero que te encuentres bien en mi antigua habitación. -Y tú en la mía. -Tía, quería avisarte de que almorzaré en el comedor universitario. Ella levantó ligeramente la cabeza. -De acuerdo, Daniele. Adiós. Y volvió a apoyar la mejilla sobre la mano de él. -Así no estás cómoda. -Déjame estar así un poquito. A él le entraron ganas de reír. Pero ¡qué retoño ni qué niño muerto! ¡El desierto seguía tan estéril como siempre! Había comprendido la finalidad de la representación. Porque de eso se trataba, de una representación destinada a un solo espectador: Daniele. Adele, al salir de la habitación después de haberlo besado, debía de haber oído que el muchacho se acercaba a su apartamento y había vuelto a entrar para interpretar el papel de la esposa preocupada, fiel y cariñosa. Era también una justificación para el alejamiento del amante. Esencialmente estaba diciéndole: «Ahora que mi marido está enfermo, cada cual tiene que regresar a su papel.» Por lo menos durante la semana en que él permanecería en casa. -¿Por qué me has trasladado aquí? -Porque aquí es más cómodo. -¿Más cómodo para qué? -Si de noche te ocurre algo, yo estoy a dos pasos -contestó al tiempo que se levantaba-. Me llamas y vengo. Ah, oye, he deshecho la maleta. Había dos carpetas que he puesto encima del escritorio de tu estudio. Se había olvidado por completo de los papeles de Ardizzone. ¿Qué hacer? ¿Llamarlo para decirle que tendría que retrasar el examen financiero? Después pensó que no sería necesario. Seguro que el eficiente joven Ardizzone estaba constantemente al corriente de su estado de salud a través de Adele. -¿Quieres comer en la cama o te sientes con ánimos para bajar? -La verdad, no me siento con ánimos para comer. -Pero debes hacer un esfuerzo. De Caro no me ha aconsejado nada más. Te he mandado preparar un caldito con un huevo. ¿Qué prefieres? -Bajaré. -Muy bien. Pues entonces quédate a descansar un ratito. Dentro de un cuarto de hora viene la enfermera. Y se retiró. Poco después oyó su voz. Estaba utilizando el teléfono de la mesita de noche del dormitorio. ¡Qué extraño! A pesar de que en medio estaba la pequeña habitación en que Adele lo había hecho dormir con la excusa de que roncaba, si aguzaba bien el oído podía distinguir algunas palabras. -…cambiar el horario… no puedo… mi marido… de acuerdo… procura comprenderme…


La enfermera que tenía que ponerle la intravenosa se presentó con cierto adelanto. Y con ella estaba Adele, que se pasó todo el rato mirando en silencio. En la mesa, cerrando los ojos para no ver el contenido del plato, consiguió tragarse la sopa. Después se acostó para recuperar un poco el sueño perdido la víspera. Y con el sueño abrigaba la esperanza de recuperar también un poco de fuerza. Pero ¿qué era esa debilidad que lo había asaltado tras la operación y que lo hacía sentirse cansado incluso cuando sólo estaba de pie? Adele lo despertó a las cinco y media. -Perdona, pero tienes que tomar la pastilla. Aturdido, sin reparar en qué habitación se encontraba, se incorporó a medias y alargó una mano. Se metió el comprimido en la boca y entonces Adele le tendió un vaso de agua. Con una bata blanca, habría sido una enfermera perfecta. -Sigue en la cama si te apetece. Total, la otra inyección es a las siete. Y a las siete regresó con la enfermera. Se quedó mirando en silencio, tal como había hecho por la mañana. Pero ¿por qué se sentía obligada a asistir a algo tan trivial como la administración de una inyección intravenosa?


Aquella noche, quizá porque había dormido mucho por la tarde, se despertó poco después de las tres. La habitación de invitados, es decir, la de Daniele, donde ahora lo habían colocado a él, tenía el cuarto de baño justo delante. Fue al baño, pero cuando volvía a la cama observó que a través de la puerta del dormitorio de matrimonio, entreabierta, se filtraba luz. Fue a mirar de puntillas. La cama estaba deshecha pero vacía. Regresó a su habitación y cerró la puerta. Evidentemente, Adele, tras acostarse, no había podido resistir más que lo justo y había ido a reunirse con Daniele. O sea que se había equivocado: cada cual tenía que estar en su sitio sólo durante el día. De noche se podían intercambiar las camas y los papeles. A la mañana siguiente fue Adele quien le llevó el café a la cama. Jamás lo había hecho en diez años de matrimonio. -¿Tienes ánimos para ir solo al cuarto de baño? -Sí. Ya fui anoche. Es más, te llamé, pero no me oíste. -Maldición. No había ninguna necesidad de decírselo. Se le había escapado sin pensar. Quizá la debilidad era no sólo física sino también mental. -Qué extraño. ¿Qué querías? Él respondió lo primero que le pasó por la cabeza: -Una manzanilla. -¿Qué hora era? -Debían de ser las tres. -Ah, creo que a esa hora yo también estaba en el cuarto de baño. Por eso no te oí. Podrías haberme llamado al cabo de cinco minutos. -Por suerte me quedé dormido. Pasó la mañana leyendo los periódicos que le llevó Giovanni. Sólo que, en contra de su costumbre, se negó a echar un vistazo a las esquelas. Cuando llegó la enfermera, hubo un cambio. Quien llenó la jeringuilla fue Adele, que de vez en cuando miraba a la enfermera. -¿Está bien así? La que le ajustó la cinta, le buscó la vena y le puso la inyección fue Adele. Él no notó ninguna diferencia. Cuando la enfermera salió de la habitación, él le preguntó: -¿Por qué has querido ponérmela tú? -De hoy en adelante, yo me encargo de ti. -¿Y tus compromisos? -No te preocupes. Me he organizado Aquella misma noche se despertó a las dos Y se 1 ocurrió hacer una prueba. Encendió la lámpara de la mesita de noche y llamó: -¡Adele! Ninguna respuesta. Entonces llamó más fuerte. Y esta vez oyó su voz: -¡Voy! -Se presentó difundiendo a su alrededor el maravilloso aroma de la cama-. ¿Te encuentras mal? -No. Sólo que no consigo dormir. Perdona si te he despertado. ¿Podrías hacerme una manzanilla? -¡Pues claro! E hizo algo más. Esperó, tumbada en la cama a su lado, a que se bebiera toda la infusión. De vez en cuando alargaba una mano y le acariciaba la frente. Pero ¿cómo entender a aquella mujer? ¿Sería posible que, en cuanto llegaba a una convicción acerca de su esposa, bastara con que ella hiciera un gesto para mandarlo todo al cuerno? La mañana del tercer día, a la hora de ponerle la inyección, Adele se presentó con una mujer que él no conocía. Varios años menor que su esposa, era extremadamente elegante. -Perdona que haya venido con mi amiga Aurelia. No quería dejarla esperando abajo. Total, termino enseguida. -Y empezó a preparar la jeringuilla. Él intentó levantarse de la butaca, pero Aurelia fue más rápida y se apresuró a tenderle la mano. -No se moleste, por favor. Y perdone la intromisión, pero Adele… Terminada la inyección, su mujer se inclinó para besarlo en la frente. -¿Necesitas algo? Por desgracia, hoy tengo un compromiso a la hora de comer. Pero si quieres me quedo. -¡Por favor! Ve, ve. -Felicidades -le dijo Aurelia con una sonrisa. -Gracias. Segunda representación para disfrute de la amiga Aurelia, que sin duda lo comentaría con las otras amigas. «¡Vosotras no tenéis ni idea de cómo es Adele con su marido! Aparte de que ella misma le pone las inyecciones, ¡es tan buena, tan solícita, tan cariñosa! ¿Sabéis que parece otra persona?»


Por la noche, cuando Adele lo acompañó a la habitación, él decidió preguntarle lo que le rondaba por la cabeza desde la víspera. -Mañana por la mañana… cuando te levantes… ¿puedo ir contigo? Ella lo miró perpleja; no comprendía adonde quería ir con ella. Después lo recordó. Y sonrió. -Pues claro que puedes. Te traigo el café, y después… Y cumplió su palabra. Como en los viejos tiempos, primero lo hizo asistir a la ceremonia y después participar en ella, entregándole el cepillo para el cabello. El empezó, pero tuvo que sentarse enseguida. No se sostenía de pie. Ella actuó como si nada. Cuando pasaron al vestidor, Adele no tuvo la menor dificultad en elegir la ropa. Desde su regreso, él había observado que ya no se ponía ni pantalones ni vestidos de colores vivos. Faldas por debajo de la rodilla, blusas muy discretas, y siempre en tonos apagados. -¿Me abres todo el armario? -¿Por qué? -Porque quiero ver tu guardarropa. Ella abrió todas las puertas, menos la última de la izquierda. -¿Y ésa? -Es que ahí sólo tengo el vestido de novia, el negro y el traje gris. -Abre de todos modos. Advirtió enseguida que faltaba una prenda. -¿Y el traje gris? -Ah, ¿ése? Lo he enviado a una tintorería que me recomendó Gianna. Parece que conseguirán eliminar aquella mancha tan fea. La mancha fea. La de la sangre de su primer marido.


La mañana del séptimo día le llevó el café. Se limitó a despertarlo. -Te acompaño a la clínica. -No te molestes, está Giovanni. -Tengo que acompañarte yo. Se había equivocado en la elección del verbo. Debería haber dicho «quiero» en lugar de «tengo». Esta vez la representación tendría un mayor número de espectadores: los enfermeros, los médicos, el propio profesor De Caro. -Y la maleta ya está preparada. -¿Qué maleta? De Caro me dijo que… -Ya, pero lo ha pensado mejor. Quizá tenga que retenerte unos cuantos días más. Salió de la clínica diez días después. Adele había conseguido, tras insistir mucho, que le colocaran una ca-mita en la misma habitación, para no abandonarlo ni siquiera de noche. Tras haberlo examinado y vuelto a examinar, al tercer día de hospitalización De Caro fue a decirle que había que operar. La noticia no lo sorprendió. A aquellas alturas estaba convencido de que su enfermedad era mucho más grave de lo que quería hacerle creer De Caro, el que presumía de hablar siempre con claridad. -Mire, le expongo la situación sin medias tintas. Pese a todos los chequeos a que lo hemos sometido, no conseguimos saber con exactitud cuál es la naturaleza del daño pulmonar. Hemos llegado a la conclusión de que lo único que se puede hacer es abrir y ver. Durante la explicación del profesor, Adele le apretaba la mano tan fuerte que le hacía un poco de daño. -Pero ¿y tus compromisos? -le preguntó él una tarde. -No te preocupes. He conseguido que me sustituyan provisionalmente. Claro que el hecho de sentirla tan cercana constituía un gran alivio. Al cuarto día se presentó Daniele. En aquel momento él estaba solo; Adele se había ido a casa para solventar ciertos trámites. -Te veo muy bien, tío. He venido a saludarte y darte las gracias por todo. De vez en cuando te visitaré. -Pero yo espero no tener que quedarme en la clínica… -No decía aquí, tío, sino en tu casa. Me he mudado a un pequeño apartamento que me ha encontrado la tía. Estaré allí hasta que tú te recuperes del todo. No parecía muy contento. Adele le había notificado la orden de desahucio.

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