Una noche se atrevió a hacerle una pregunta a propósito de ellos dos. Hacía tiempo que quería planteársela, pero unas veces se le había escapado la ocasión y otras había temido la posible respuesta. Ocurrió que Adele, comentando una película, dijo: -La gente se casa por tantos motivos… Él aprovechó la ocasión al vuelo. -¿Y cuál fue el tuyo para casarte conmigo? -Utilizó un tono de guasa, pero estaba tenso y notó un sudor frío. Ella lo pensó un momento. -Tú fuiste un gran señor. Y sigues siéndolo -añadió, acariciándole suavemente la mejilla, como para cambiar de tema. Aquella respuesta no aclaraba nada. Él no aceptó la invitación a cambiar de tema. -Explícate mejor. -¿De veras quieres saberlo? -Si te lo estoy preguntando… -Pues muy bien. Sólo tres días después de la muerte de Angelo… imagínate, se me echaron encima como moscas sobre la miel. Todos afligidos por mi dolor, compasivos, apenados… Me estrechaban la mano para darme el pésame mientras con la otra intentaban tocarme el trasero. -¿Quiénes? -Todos. Hasta el empresario de las pompas fúnebres cuando vino a presentarme la cuenta. -¿Lo dices en serio? -No bromeo y no me estoy inventando nada. El entierro costaba un dineral y él me propuso un descuento del cincuenta por ciento si aceptaba su invitación a cenar. -¡No puedo creerlo! -Eres muy libre de no creerlo. La viudita que acaba de perder al marido después de ocho meses de matrimonio, ¡el apetito que debe de tener! ¡Pobrecita! ¡Debe de pasarse las noches jadeando! ¡Bastará alargar la mano para que se deje coger! Además, es una acción caritativa. ¡Cerdos asquerosos! ¡Tu presidente también, que conste! Él se quedó estupefacto. -¿Bernocchi? -Bernocchi, tan comprensivo, tan paternal… «Querida, ¿por qué no va a descansar a una casita aislada que tengo en Capo d'Orlando? Nadie se enteraría, nadie la molestaría. Podría reunirme con usted el fin de semana para hacerle un poco de compañía…» ¡Menudo gusano repulsivo! El seguía escéptico. -¿No es posible que te equivocaras? ¿Que te estuviera proponiendo sinceramente…? -¡Anda ya! Si hasta me contó que estaba ejerciendo presión sobre ti para que me concedieras una triple liquidación que no me correspondía. Y cuando tú me la diste, ¡se presentó corriendo en mi casa para cobrar el agradecimiento! Pago al contado… -¿Y tú? -Le dije en la cara que como hombre no me gustaba y que podía quedarse con el dinero. -¿Era demasiado viejo y te impresionaba? -¿Por qué tendrían que impresionarme los viejos? No; era él, que no me gustaba. Tú lo conocías mejor que yo. En primer lugar, le apestaba el aliento. Y le sudaban las manos. Además, hablaba y se movía como un hombre de iglesia. Irme a la cama con él me habría parecido como acostarme con un cardenal. No, no me gustaba nada. -¿Y si te hubiera gustado? -Si me hubiera gustado… pues no lo sé. ¡Qué preguntas tan tontas haces! En cualquier caso, aquellos días yo estaba muy trastornada, confusa. Y desanimada. Puedes creerme: no hubo ni uno que no lo intentara. -Creía que a las mujeres os gustan las atenciones masculinas. -Pero ¡aquello no eran atenciones! Y a mí me ofendían profundamente. Todos tenían una finalidad concreta, sólo pensaban en eso… No; he dicho mal, no todos. Hubo una excepción. Tú. -Tú me habías impactado, y mucho. -Eso lo comprendí enseguida. Pero supiste consolarme sin pedir nada a cambio. Sin embargo, yo te gustaba, vaya si te gustaba, te lo leía en los ojos. ¿Y sólo por eso le había dado el sí en cuanto le propuso matrimonio? ¿Porque había sabido consolarla? ¿O porque ella había comprendido que también podría ofrecerle muchas comodidades? En cualquier! caso, estaba situado un peldaño por debajo de Angelo. Éste por lo menos había conseguido hacerse querer. Una frase que Adele no había utilizado para referirse a él. En los primeros tiempos, se había hecho la ilusión de que la pasión con que ella se le entregaba era una manera de expresar el amor que sentía por él. Que no sabía decirlo con palabras sino con el cuerpo. Poco a poco se dio cuenta de que el cuerpo de Adele reaccionaba con independencia de cualquier sentimiento; era una máquina perfecta que se ponía en marcha en cuanto se pulsaba la tecla adecuada, y ya no dejaba de funcionar. Y jamás en el transcurso de aquellas noches -reparó en ello mucho después-, ni siquiera en el momento en que se entregaba por entero, no a él sino a sí misma -eso también lo comprendió mucho después-, había brotado de su boca la palabra «amor». Eso sí: «tesoro», «cielo» y «vida», todos los que quisiera.
Llamaron ligeramente a la puerta con los nudillos. -Sí. -Está al teléfono el señor Ardizzone. ¿Qué le digo? -preguntó Giovanni. -Voy enseguida -contestó levantándose. El viejo Ardizzone, tras ser condenado por asociación con la mafia, se había retirado oficialmente de los negocios, que habían pasado a su hijo Mario. Pero era bien sabido que detrás de todas las iniciativas de Mario estaba siempre su padre. ¿Qué podían querer de él? - Commendatore, soy Mario Ardizzone. ¿Cómo está? -Bien. -Perdone que lo moleste, pero necesito hablar con usted. -Dígame. -¿Podría ir a verlo dentro de una hora? O sea, que no era una cosa que se pudiera tratar por teléfono. La verdad es que no había ninguna razón para aplazarlo. -Faltaría más. ¿Sabe mi dirección? -Lo sé todo, no se preocupe. Cualquier cosa que tuviera que decirle lo ayudaría a pasar por lo menos una hora.
Apenas había colgado cuando el teléfono volvió a sonar. Era Adele. -Perdona, pero esta mañana he olvidado decírtelo. Estaba muy atareada. Quería avisarte de que ahora mismo van a llevar a casa un televisor con su correspondiente mesita. -¿Has cambiado el viejo? -El viejo funciona muy bien; todavía no es hora de cambiarlo. Este nuevo lo he comprado para ti. Diles que te lo coloquen en el dormitorio o en el estudio, donde prefieras. -Pero ¡si no lo necesito! -Puede serte útil. -¡Si ya está el de abajo! -Mira, el otro día decidimos que las reuniones de la asociación se celebrarán siempre en casa. Por eso el salón estará ocupado a menudo por la noche. Con el televisor nuevo podrás ver tranquilamente tus programas. Adiós, cariño. Pero ¡qué detalle por su parte! De esa manera, su lugar en el sofá podría ocuparlo Daniele.
Llamaron a la puerta. - Dottore, aquí hay uno con un televisor que dice la señora que hay que poner… -Sí, aquí en el estudio, junto a la ventana. Pero que se dé prisa, que espero una visita. Fue al dormitorio, y cuando regresó al estudio tres cuartos de hora después, el instalador acababa de terminar. Era un aparato bastante grande, con todos los canales y satélites. Mientras el hombre le explicaba el funcionamiento del mando a distancia, Giovanni entró para anunciar la llegada de Mario Ardizzone.
– Usted sabrá sin duda que, a pesar de la persecución judicial que hemos sufrido, nuestras actividades se han ampliado considerablemente en estos últimos tiempos. Pues claro que lo sabía. En el banco era él quien se encargaba del expediente Ardizzone. Además de la empresa de importación y exportación, ahora los Ardizzone tenían una fábrica de delicados ingenios espaciales, unos pequeños astilleros de lanchas motoras y una sociedad propietaria de una clínica. Desde que el viejo Ardizzone hubo de ceder el paso a su hijo, las cosas habían cambiado. A Mario, que había estudiado en Inglaterra, le gustaba correr riesgos. Y hasta entonces nunca había fallado ningún golpe. Era un cuarentón agradable, pulcro y elegante. Mientras que a su padre le gustaba expresarse por medio de metáforas, alegorías, frases laberínticas y alusiones, Mario utilizaba un lenguaje sencillo y directo. -Se me ha presentado la posibilidad de adquirir el cien por cien de la vieja Prontocontanti. ¿La conoce usted? -¿La de Bertorelli? -Sí. Él ha muerto y lo ha sucedido un sobrino que está llevando la empresa a la ruina. La viuda parece dispuesta a venderlo todo. Era la sociedad financiera más antigua de la ciudad y tenía una amplia clientela. Concedía préstamos limitados a empleados sobre la cesión de una quinta parte de su salario. Cuando no se trataba de gente con sueldo fijo, pedía otras garantías, pero siempre sabiendo por dónde moverse y respetando los límites legales. Y no se apresuraba en desplumar al pobrecillo que no podía pagar. -Y también se me ha presentado otra oportunidad. -¿Cuál? -Adquirir la Pides, que hace unos años fue objeto de una… -Investigación. Los investigadores estaban convencidos de que detrás de la Pides estaba la mafia, que la utilizaba para practicar la usura. No habían obtenido ninguna prueba, pero ahora la Pides se hallaba bajo vigilancia y se decía que actuaba con riesgo. -Mi plan sería adquirir las dos sociedades y realizar una fusión. ¿A usted qué le parece? -Bueno, en general, trabajando con prudencia y habilidad, podría funcionar. -Había comprendido la intención de los Ardizzone: difuminar la mala fama de la Fides mezclándola con la buena de la Prontocon-tanti. -Hoy en día toda Italia vive a base de préstamos y letras y, por consiguiente, sería un buen negocio. Pero no le oculto que se nos plantea un importante problema. -¿Cuál? -Nos falta la persona adecuada para llevar a cabo la fusión y después dirigir la nueva sociedad financiera. Se necesita, tal como usted ha dicho, prudencia y habilidad, pero también mucha pero que mucha experiencia. -Si me da veinticuatro horas, podría facilitarle algunos nombres. Por primera vez, Mario Ardizzone sonrió. -Pero es que ya tengo el nombre. -Ah, ¿sí? ¿Y quién es? -Usted. No se lo esperaba; se quedó de una pieza. -¡¿Yo?! -Usted. Sería la persona adecuada para el puesto adecuado. Hace un mes se lo comenté a papá y se mostró entusiasmado. Y he caído sobre usted como un halcón el primer día que ya no trabaja en el banco. El se sintió un poco aturdido. -Deje que lo piense. Ardizzone hizo una mueca. -Ahí está lo malo. Verá, respecto a la Fides, por razones que sería largo explicar, estoy obligado a dar una respuesta, positiva o negativa, no más allá de las cinco de la tarde de mañana. Comprenderá que tengo cierta urgencia. -Pero ¿por qué quiere ligar su respuesta a mi decisión? -Porque, se lo digo con toda sinceridad, si usted no acepta, no creo que yo lleve a feliz término el negocio. Como ve, juego con las cartas sobre la mesa. Tiene toda la noche para pensarlo, y dicen que la noche es buena consejera. -De acuerdo. -Gracias. Entonces lo llamaré mañana hacia el mediodía. Piénselo bien, se lo ruego. Le estoy haciendo una propuesta muy seria. -Se levantó y le tendió la mano-. Y salude a Adele de mi parte. Eso tampoco se lo esperaba, francamente. -¿Usted… conoce a mi mujer? Segunda sonrisita. -Desde hace mucho tiempo. Formo parte de la sociedad que gestiona el equipo de fútbol, de la cual Adele es vicepresidenta. Precisamente ella ha sido el desencadenante. -¿En qué sentido? -Bueno, me contó que usted estaba a punto de jubilarse… y a mí se me ocurrió una idea. Al cabo de unos días hablé con Adele de mi intención, aunque sin entrar en detalles. Le expuse en términos generales que usted podría encontrar un puesto adecuado con nosotros. Me contestó que estaría encantada, y esta mañana me ha telefoneado para decirme que, a partir de hoy, usted ya no depende del banco. No he querido, ni podido, esperar más para plantearle el proyecto, ya que mañana tengo que dar esa respuesta.
¡Bien por Adele! Evidentemente asustada ante la idea de tenerlo todo el santo día en casa -porque estaba claro que él acabaría husmeando aquí y allá, rebasando los confines del recinto en que ella quería tenerlo recluido-, se había encargado de buscarle un trabajo que lo mantuviera ocupado fuera de casa, como cuando iba al banco. El televisor, en caso de que no aceptara la propuesta de Ardizzone, era una clara invitación a quedarse todo el tiempo posible en su sitio, sin hacer incursiones en el campo contrario. Pensó decirle que no a Ardizzone para desbaratar la estrategia de Adele. Pero ¿le convenía hacerlo? El trabajo que le proponía no sólo era de su específica competencia, sino que le ahorraba el seguro y próximo horror de las jornadas vacías, un horror cuyos síntomas había advertido en las pocas horas que había pasado recorriendo la casa sin saber qué hacer. Además, había una cosa que jugaba a favor de una respuesta positiva: Adele y Mario no eran, y no habían sido, amantes. Casi con toda certeza Mario lo habría intentado, pero Adele, por lo que él sabía, no se relacionaba con hombres que frecuentaran su ambiente. Habría sido demasiado peligroso, habría bastado una alusión, una media palabra, para desencadenar el cotilleo. El pívot negro iba bien; la joven promesa de la arquitectura, mejor, porque para sus encuentros tenían una excusa perfecta; y el joven Daniele era el ideal. Y los otros, ponía la mano en el fuego, eran gente extraña, de otras parroquias. Decidió aceptar. Pero antes… Aquella noche, en la mesa también estaba Daniele. -No sabía que conocieras a Mario Ardizzone -empezó él, dirigiéndose a Adele. -Desde hace bastante tiempo. -Hoy ha venido a verme. -Ah, ¿sí? -Y no preguntó por qué. Estaba claro que no quería resbalar; ignoraba si Ardizzone le había revelado o no que detrás de esa maniobra tan bien urdida estaba ella. -Te envía saludos -añadió. Ella siguió sin decir nada. -Me ha propuesto un trabajo. Adele no podía reaccionar de ninguna manera. Si hubiera mostrado asombro, él habría podido preguntarle por qué se sorprendía, si era ella quien había puesto en marcha el mecanismo. Fue habilísima: se limitó a mirarlo con ojos inexpresivos. -¿Y tú qué le has contestado? -Que lo pensaré. Captó la rápida mirada que Adele intercambió con Daniele. O sea ¡que habían hablado de ello! Sin embargo, su mujer no se contuvo. -Pero ya te has hecho una idea, ¿verdad? -preguntó. Suspiraban por quitárselo de encima. -Todavía no. -A ver si se asaban un poco más en la parrilla-. ¿Sabes, Adele? Ya me estaba mentalizando. -¿De qué? -¿Cómo que de qué? Pues de ejercer de jubilado, ¿no? La perspectiva de quedarme todo el día aquí dentro, cosa que antes, cuando trabajaba en el banco, me aterrorizaba, esta mañana ya no me ha parecido tan trágica. Qué va, ni mucho menos. Además, podría encontrar un trabajo para hacer en casa. La mirada que esta vez intercambiaron aquellos dos fue de verdadera inquietud.
Hacia las dos de la madrugada apagó el televisor del estudio, pero en lugar de ir a acostarse, cogió la llave de la puerta de comunicación y se dirigió al fondo del pasillo. La llave no entró en la cerradura. Adele había dejado puesta la suya, girándola de tal manera que no pudiera caer al suelo. Entonces fue por las otras llaves, abrió la puerta de atrás, bajó la escalera, rodeó la casa, entró por la puerta principal y subió la escalera interior. Al llegar al descansillo, giró a la izquierda y se encontró en el pasillo del apartamento de Adele, iluminado por la consabida lamparita nocturna. La puerta de Daniele estaba abierta. La cama intacta demostraba que a aquellas alturas era habitual que el chico durmiese con Adele. En cambio, la puerta del dormitorio matrimonial estaba cerrada. Pegó la oreja. A diferencia de la otra vez, los oyó hablando en voz baja. Discutían; se comprendía por el tono, aunque las palabras sólo le llegaran a intervalos. Ella:…ya verás como lo convenzo… El:…porque si no acepta, yo… Ella:…no seas tonto. Él:…no. Yo me voy. Daniele se estaba levantando de la cama. Echó a correr, bajó la escalera precipitadamente, salió y volvió a entrar por la escalera de atrás. Llegó a su habitación sin aliento pero satisfecho: había conseguido estropearles la noche. La alegría se le pasó cuando fue al cuarto de baño. Sintió un ardor que lo obligó a doblarse por la mitad. Así no podía seguir. A la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer era llamar a Carmelo Caruana. 6
Había conocido a Caruana en la universidad y, a pesar de que pertenecían a facultades distintas, se habían f hecho bastante amigos, a tal punto que pasaron un año | compartiendo una habitación de alquiler. Después, durante años, se perdieron totalmente de vista hasta reencontrarse, ya maduros: Caruana, urólogo de fama internacional y docente universitario; y él, alto directivo del banco con quien el profesor mantenía frecuente trato. Porque Caruana, con todo el dinero que había ganado, era muy aficionado a especular y ganar, y él había tenido ocasión de darle algún buen consejo. Lo telefoneó a su casa. «Si me necesitas, llámame a este número que te he escrito aquí, pero antes de las ocho de la mañana como máximo. Después salgo y es difícil localizarme», le había dicho una vez, entregándole un papelito. Le contestó una amable voz femenina, seguramente su esposa, la cual le dijo que esperara, que a lo mejor el profesor ya había salido, pero Caruana dio señales de vida resollando. -Me has pillado justo delante del ascensor. Me voy corriendo. ¿Qué te pasa? Él le explicó lo que le ocurría. -¿Desde cuándo tienes ese problema? -Desde hace cosa de un mes. -Pues has perdido tiempo. ¿Has desayunado? -Nunca desayuno. Sólo tomo un café. -¿Y te lo has tomado? -Sí. -Pues entonces hoy no podemos hacer nada. Compra en la farmacia un frasco apropiado, y mañana por la mañana, totalmente en ayunas, recoge un poco de orina y después llevas el frasco al laboratorio Ge-rratana, que son buenos y rápidos. Y ya que estás, que te hagan un análisis de sangre. Quiero el hemograma completo más las plaquetas. Ah, y también quiero el PSA, el antígeno específico de la próstata, total y libre. ¿Está claro? ¿Te acordarás? -Sí. Ahora lo apunto. ¿Y después? -En cuanto te den los resultados, me llamas. Se puso la corbata y salió sin decir nada a nadie. Total, no esperaba ni visitas ni llamadas. Por la calle ya se veía gente vestida como si fuera pleno verano. Y en efecto, el grueso traje le dio calor enseguida. La farmacia no estaba muy cerca. A paso normal tardaría más de media hora, pero no cogió el autobús; le apetecía caminar. Llegó a la farmacia empapado de sudor. Aparte de que el traje ya no era de temporada, también le pesaba la falta de ejercicio; hacía años que no daba un paseo tan largo. Tuvo que hacer cola. Había personas, sobre todo mayores, que se iban con una bolsa de plástico como de supermercado, llena a rebosar de medicamentos. Claro, no los pagaban ellos sino el Estado. Compró dos frascos. Nada más salir de la farmacia, de pronto se sintió demasiado cansado y decidió recuperar fuerzas antes de volver andando a casa. Vio un bar con unas mesitas en la acera y fue a sentarse allí. El camarero se acercó presuroso. Pidió un café. El cansancio, en lugar de remitir, parecía aumentar minuto a minuto y subirle por las piernas a todo el cuerpo. Muchos años atrás, cuando todavía era un muchacho, había caído enfermo de hepatitis. Pues ahora se sentía como aquellos primeros días de convalecencia. La misma languidez, la misma sensación de ir a la deriva. Hasta los brazos se le estaban aflojando. Empezó a preocuparse; jamás le había ocurrido. ¿Sería posible que un paseo de media hora lo dejara reducido a ese estado de piltrafa? ¡Ni que tuviera ochenta años! Aunque la mesita estaba a la sombra, él seguía sudando. Se pasó el pañuelo por la cara, pero no experimentó el menor alivio. Y de pronto la placita empezó a darle vueltas a creciente velocidad, hasta que ya no consiguió distinguir nada: hombres, casas, coches, todo se había convertido en una especie de pozo grisáceo en cuyo interior se hundió profundamente durante unos segundos. Emergió, no supo cuánto rato después, respirando afanosamente, empapado de un sudor gélido. Delante de él había una chica de unos dieciocho años, graciosa, con vaqueros, camiseta y ombligo al aire, mirándolo preocupada. -¿Se encuentra mal? -No, gracias; sólo estoy un poco cansado. -Si necesita… -No, gracias. -¿Seguro? -Quédese tranquila, gracias. La chica se alejó, no sin lanzarle un par de miradas por encima del hombro. Cuando el camarero se dignó por fin servirle el café, tuvo que emplear ambas manos para acercarse la taza a la boca. El café le hizo efecto de inmediato. Pagó, se levantó con unas piernas que todavía le temblaban, se acercó al borde de la acera y, en cuanto vio un taxi, alzó el brazo. Cuando oyó la dirección, el taxista murmuró: -Pero ¡si eso está aquí mismo! Le pagó el doble de la carrera. Al entrar en su apartamento, corrió al cuarto de baño, se desnudó y se refrescó. Después se tumbó en la cama, pensando en la jovencita del bar. ¿El habría hecho lo mismo a los dieciocho años? A los dieciocho puede que sí; a los treinta y seis, no. Y a los treinta y seis, ¿aquella misma joven se detendría? ¿Y Adele? ¿Habría sido capaz de hacerlo? Adele ni a los dieciocho, concluyó entre amargado y divertido. Pero ¿qué significaba aquel malestar? A lo mejor había una explicación y no se trataba de una enfermedad. Todos los años, los dos primeros días de vacaciones experimentaba un fuerte dolor de cabeza y un gran cansancio. Su cuerpo sufría los efectos del brusco cambio de ritmo -nada de horarios obligados, nada de discusiones y negociaciones, nada de repentinos sonidos de teléfono, nada de tensiones-, y aquellos dos días de malestar eran, por tanto, una especie de cámara de descompresión. Pero ahora su cuerpo sabía que el cambio de ritmo no duraría un solo mes, sino años y años, mientras viviera, y había reaccionado a su manera. Quizá, en los días sucesivos, aquel malestar se repetiría unas cuantas veces hasta desaparecer del todo, en cuanto su cuerpo se adaptara. Al cabo de una hora se sintió de nuevo normal. Se dirigió al estudio y, antes de ponerse a leer los periódicos, llamó a Giovanni por el interfono. -Prepáreme un traje más ligero. Por la tarde tengo que salir. A las doce menos cuarto sonó el teléfono. Era Mario Ardizzone. -Bueno pues, ¿lo ha decidido? -En general, sí. Ardizzone guardó silencio. -No, no estamos de acuerdo -dijo al cabo. -¿Por qué? -Me parece haber sido extremadamente claro con usted. Si no es de los nuestros, yo no hago ese negocio. No puede dejarme así, en la duda. -¿Qué duda, perdone? -Si usted me dice que está de acuerdo en general, en mi pueblo significa que no lo está del todo y que, por tanto, después de que yo me exponga con los de la Pides, en determinado momento usted puede echarse atrás. No. Necesito un sí o un no en firme, ahora mismo. Procure comprender mi situación. -Escuche. ¿A qué hora tiene que dar su respuesta a la Fides? A las cinco, ¿no? -Sí. -Bien. No se lo tome a mal, pero ¿podría hablar primero con su padre? -Si es una cuestión de sueldo, papá y yo estamos de acuerdo en que será usted mismo quien establezca la cifra. -No es una cuestión de sueldo. -He de advertirle que papá, oficialmente… -Lo sé, pero es que yo no quiero hablar con él oficialmente. Mario hizo una pausa. -Comprendo. Lo llamo enseguida -dijo al fin, un poco ofendido. Y al cabo de cinco minutos: -Papá lo espera en su casa a las cuatro en punto. ¿Será una cuestión breve? -Sí. -¿Sabe dónde vive? -Ya estuve una vez allí. -Después de hablar con papá, ¿será tan amable de darme una respuesta firme? -Naturalmente.
En la mesa sólo estaban él y Adele. Daniele se había quedado en el comedor universitario. Observó que ella tenía ojeras. La pelea de la víspera debía de haber durado mucho y quizá había terminado con unas paces de intensidad y duración equivalentes, si no superiores. -¿Qué te pasa? -le preguntó ella. Se quedó estupefacto, pues su mujer se le había adelantado; ésa era precisamente la pregunta que él estaba a punto de hacerle. -Nada. ¿Por qué? -Estás muy pálido. -Estoy bien. -Ni siquiera le pasó por la cabeza decirle que se había mareado. De primero había pasta con atún, que le encantaba. Pero se notaba la boca del estómago encogida, no tenía apetito. Ya hacía varios meses que debía hacer un esfuerzo para comer. Sin embargo, esta vez fue peor, porque el olor del atún le provocó cierto mareo. Seguro que era una consecuencia del vahído sufrido por la mañana. No obstante, para evitar las molestas preguntas de Adele consiguió comerse medio plato. -¿Has hablado con Ardizzone esta mañana? Ella también tenía prisa por saber. -Pues sí. -¿Qué has decidido? -Antes de decidir, quiero hablar con su padre. -¿Vas tú o viene él? -Voy yo a su casa, a las cuatro. Una pausa. -¿Vive lejos? -preguntó ella. Aquí te esperaba, guapa. -Bastante. Su chalet se encuentra tomando una travesía de la carretera de Catania, donde está el motel Regina. -Y la miró significativamente. A cambio, recibió una firme y clara mirada por parte de ella. «Si siempre lo has sabido, ¿por qué nunca lo has mencionado? ¿Por qué lo has aguantado? ¿Te ha faltado valor para reaccionar?», parecía preguntarle mientras lo miraba fijamente, pero sin desprecio ni desafío. Por eso quien primero bajó los ojos fue él.
– Pero ¿qué hace? ¿Está rejuveneciendo? ¿Sabe que lo encuentro más delgado que la última vez? ¿Lo han puesto a régimen? -Todavía no. -A mí sí, por desgracia -dijo el commendatore Ardizzone, invitándolo a sentarse en una cómoda butaca del salón. En cambio, el commendatore sí que había envejecido. Claro que unos cuantos años en la cárcel, sobre todo a cierta edad, no son buenos para la salud. Pero sus ojos, que eran como los de un árabe, seguían siendo inteligentes, preparados para absorber los más ocultos pensamientos de quien tuviera delante. -Mi hijo me ha dicho que usted quiere hablar conmigo y yo estoy aquí para escucharlo. Pero antes deseo decirle que Mario me ha puesto en evidencia. -¿Por qué? -Porque la idea de invitarlo a trabajar con nosotros tendría que habérseme ocurrido a mí y no a él. Y ahora, usted dirá. -Se trata de unas cuestiones delicadas de las que quisiera hablar con franqueza. -Yo seré franco con usted. -En el banco siempre hemos sabido que detrás de la Fides está Giuseppe Torricella. ¿Es así? Torricella era un capo de la vieja mafia que había sabido mantenerse a flote incluso durante la guerra desencadenada por los corleoneses. -Era así -lo corrigió Ardizzone. -¿Ahora ya no? -No. - Commendatore, hablemos claro. Usted, a través de su hijo Mario, está a punto de adquirir la Fides, además de la Prontocontanti. Ahora dígame, de hombre a hombre: ¿puedo estar seguro de que Torricella se mantendrá al margen, en todos los sentidos, de la partida? Los ojos de Ardizzone se convirtieron en dos rendijas. -Entiendo lo que me está preguntando. Y le contesto que yo no soy como don Filippo Careca. ¿Conoce usted su historia? ¿No? Pues se la cuento. En determinado momento, don Filippo Careca ya no fue capaz de follar con su esposa, una jovencita. Cosas que le ocurren a quien se casa con una mujer treinta años más joven. ¿Y sabe qué hizo entonces? Pagarle a un chaval para que se la follara en su lugar mientras él los miraba. Pero yo siempre le he prestado ese servicio a mi mujer; nunca he follado por persona interpuesta. ¿Me explico? -Perfectamente. -Por otra parte, para hacer la fusión, usted tendrá a su disposición todos los papeles, y así podrá comprobar si… -Commendatore, a mí, más que los papeles, me interesa lo que usted tiene que decirme directamente de palabra. -Y yo le he dicho lo que tenía que decir. ¿Más preguntas? -Sí. Una. Los excedentes. -No entiendo. -Cuando se produzca la fusión entre la Prontocontanti y la Fides, es inevitable que se detecte un excedente de personal. -¿Y qué? Usted, a los que sobren, los echa. -No es tan fácil como parece. -¿Se refiere a los sindicatos? -No. -Pues entonces explíquese. -Algunos empleados de la Fides fueron colocados personalmente por Torricella. -Comprendo. ¿Teme que, si despide a alguno, Torricella se lo tome a mal? -No temo nada, commendatore. Sólo quisiera oírle decir que tengo las manos libres. -Y las tiene. Pero hay que actuar con sensatez. -¿En qué sentido? -En el sentido de que debe saber distinguir. Le pondré un ejemplo. ¿Se estaba equivocando o acababa de vislumbrar una imperceptible sonrisa bajo el bigote blanco de Ardizzone? -Pongamos el caso de una mujer casada que engaña a su marido. ¿Podemos calificarla de puta? No; la puta es otra cosa. Y si el marido se entera y no la echa de casa es porque conoce las razones por las que su mujer le pone los cuernos. Se quedó helado. La alusión a él y Adele era evidente. Y al contar la historia de Careca, el viejo Ardizzone había querido relacionarla con su situación privada. Lo único que podía hacer era fingir que no iba con él. Consiguió dominarse y continuar. -¿Usted me está diciendo que alguien contratado por indicación de Torricella no es necesariamente un mafíoso? -Lo ha comprendido muy bien. Pero le repito que sus manos están libres. Tiene mi palabra. Le diré más: si tropieza con alguna dificultad, hágamelo saber de inmediato. ¿Algo más? -No. -Entonces, ¿puedo llamar a Mario para decirle que acepta? -Sí. -Sabia decisión. Y ahora puedo decirle que no debe temer nada de Torricella. Antes de que se empiece a hablar de los excedentes, pasará tiempo, ¿verdad? -Por lo menos un año. -¡¿Un año?! ¿Y usted me viene a hablar de Torricella? ¡No me haga reír! -¿Por qué? -¡Pues porque un año es mucho tiempo! ¿Conseguirá Torricella vivir un año más? -¿Está enfermo? -No. Pero ¿quién sabe lo que puede ocurrimos mañana? Todos estamos en las manos del Señor. Aunque uno rebose de salud, de pronto pasa un camión y lo atropella.
En cuanto salió del chalet y subió al coche, se arrepintió de haber aceptado. El viejo Ardizzone lo había tranquilizado, dándole todas las seguridades que había querido además de su palabra. Pero a él seguía oliéndole a chamusquina. Bueno, de acuerdo. Ardizzone le había dicho con claridad que en ningún caso actuaría de testaferro de Torricella. Pero, aun admitiendo que Torricella quisiera desprenderse de la Fides, él jamás conseguiría saber en qué condiciones lo había hecho, cuáles habían sido los pactos secretos entre Ardizzone y el mafioso. Y tampoco se podía descartar que Ardizzone, para seguir desarrollando sus actividades tranquilamente, se hubiera visto obligado a comprar la Fides a instancias del propio Torricella. Y que la adquisición de la Prontocontanti se les hubiera ocurrido con posterioridad a los Ardizzone para que la cosa resultara menos evidente. Sí, tenía que ser eso. La Prontocontanti otorgaría una fachada de honradez a la Fides, y él… él otorgaría una fachada de respetabilidad a toda la operación. Por eso tenían tanto empeño en contratarlo. Pero había una manera de salir airoso: firmar un contrato inicial limitado a un año. A él le bastaría ese plazo para darse cuenta de cómo iban verdaderamente las cosas. Si el negocio era limpio, se quedaría; en caso contrario, al término del contrato nadie podría impedirle que se marchara. Un momento. Había un aspecto de las palabras de Ardizzone que había que examinar con mucha atención. Dejando a un lado que el viejo era un grandísimo canalla, ¿había otra razón para revelarle que estaba al corriente de su situación con Adele, aparte de la malvada satisfacción de decírselo a la cara? Quizá sí. Quizá aquellas palabras ocultaban una amenaza concreta: si no haces lo que te digo que hagas, puedo arruinarte en cualquier momento, contándole a todo el mundo cómo se comporta contigo tu mujer y cómo te comportas tú con ella. Si quiero, te hundo. Quizá estaba en posesión de alguna fotografía comprometedora de Adele. No; en cuanto hubiera firmado, no sería fácil irse. Lo sobresaltó el violento sonido de un claxon. Sin darse cuenta, había frenado de golpe. Justo delante del motel Regina.