11

– No ha habido necesidad de operar -le dijo Adele, sujetándole la mano en cuanto se disipó un poco el atontamiento de la anestesia. El aún no podía hablar, así que le preguntó con los ojos por qué no lo habían operado. -No era una metástasis. Te han abierto inútilmente. El hizo un gesto que Adele volvió a interpretar debidamente. -No; han hecho bien. De lo contrario, habría quedado la duda. -Pero entonces, ¿qué era… aquella sombra? -logró preguntar haciendo un esfuerzo. -Me lo han explicado, pero me temo que no lo he entendido bien. El le apretó la mano tan fuerte como pudo, invitándola a continuar. -Me han dicho que es como un grumo que se ha formado y que tratarán de disolver con medicamentos. Pero me han advertido que será un proceso largo y debilitante. ¿Un grumo? ¿De qué? ¿Qué se podía coagular por ahí dentro? ¿Flemas? ¿Sangre? Pero en aquel momento era importante otra cosa. De nuevo con los oíos -porque pronunciar aquellas pocas palabras lo había cansado- hizo otra pregunta. -Puedes estar tranquilo. De Caro dice que dentro de tres días como máximo podremos volver a casa. Se quedó dormido, un poco más sosegado. Por lo menos eso era bueno: la enfermedad le permitía desarrollar en paz el resto del servicio fuera de los rigores del cuartel-hospital.


Pero esa vez no fue a recogerlo Giovanni, ni Adele se ofreció para llevarlo en su coche. No era el caso. -Estás demasiado débil. ¿Y si te me desmayas mientras conduzco? Por otra parte, De Caro quiere que lo hagamos así. Dos enfermeros lo pusieron en una camilla y lo introdujeron en una ambulancia. Al llegar a casa, lo subieron en camilla al piso de arriba e incluso lo colocaron en la cama. Y en casa encontró otra novedad: su habitación ya no era la de Daniele, sino que Adele había querido que volviera a ser, después de tanto tiempo, la de matrimonio. -¿Y tú? -Yo me he arreglado el cuartito de aquí al lado. El cuartito al que antes lo enviaba a dormir porque roncaba demasiado, tras haber hecho el amor.


***

A partir de aquel día, Adele apenas salía de casa. Sus ausencias podían durar dos horas como máximo. Ahora las inyecciones diarias se habían convertido en tres y siempre se las ponía ella. -En nuestra casa no quiero que te toquen otras manos. Y jamás fallaba el horario de un medicamento. Él, a pesar de que siempre estaba tumbado, se sentía agotado y a menudo notaba una fuerte somnolencia. Una cosa muy rara, porque le sucedía a cualquier hora del día. -Pero ¿por qué me encuentro así? -De Caro dice que las posibles reacciones a este tipo de tratamiento son debilidad y somnolencia. No te preocupes. Tranquilo. No te preocupes. No te alteres. Eso le decía su mujer por lo menos diez veces al día. Y precisamente esas repeticiones, ya casi mecánicas, eran lo que no lo tranquilizaba, lo preocupaba y lo alteraba. Podría haber hecho una cosa muy sencilla: telefonear a Caruana y exigirle la verdad. Una o dos veces cogió el móvil, pero en el último momento le faltó valor para marcar el número. Además, el hecho de saber o no saber la verdad, ¿qué cambiaba? Ya no le apetecía hacer nada, le costaba leer los periódicos. A su cerebro le costaba funcionar, como si les faltara lubricante a los engranajes.


Una mañana, sus ojos se posaron en una noticia de la crónica de sucesos. Un viejo capo mañoso, Giuseppe Torricella, había sido atropellado y muerto por un kamikaze callejero. ¿No le había dicho el commendatore Ardizzone que, para Torricella, un año sería muy largo de pasar? Así que la cuestión de las sociedades financieras era mucho más tortuosa de lo que él había pensado. Menos mal que… Y fue entonces cuando recordó las dos carpetas. Adele estaba hablando desde el cuartito con el móvil. Como el tabique divisorio era de cartón piedra, él oía casi todo aunque la puerta estuviera cerrada. -No… te lo pido por favor… con mi marido en estas condiciones no tengo valor… te lo repito, no… no seas estúpido… perdóname… ¿Algún amante que quería encontrarse con ella? ¿O quizá el mismo Daniele, a quien no había vuelto a ver desde el día en que fue a visitarlo a la clínica? Adele terminó la conversación telefónica y abrió la puerta. Él la llamó. -Dime. -Habría que avisar a Mario Ardizzone. -Podía hacerlo él perfectamente, pero no le apetecía explicarle una situación que tampoco comprendía bien. -¿El qué? -Que todavía no puedo… Y que no sé cuándo… En resumen, que si quiere las carpetas… -Pero ¡Mario ya se las ha llevado! -¿Cuándo? -El segundo día que estabas aquí. -¿Mandó alguien a recogerlas o vino él? -Vino él personalmente. -¿Y por qué no entró a saludarme? -Te habías quedado dormido y no quiso molestarte. O sea que los Ardizzone lo habían liquidado sin pérdida de tiempo. ¿La muerte de Torricella podía ser una consecuencia de su enfermedad? O quizá habían encontrado en su lugar a otro que les daba mayores garantías. Por un instante experimentó la absurda alegría de haber caído enfermo.


Una mañana, Adele estaba poniéndole la primera inyección del día, y a través de la ventana abierta un rayo de sol le iluminaba la cabeza, ligeramente inclinada hacia delante, siguiendo el vaciado de la jeringuilla en la vena. De ese modo él reparó en algo que le provocó un repentino sobresalto. -¡Cuidado! -rezongó ella-. ¿Qué demonios haces? -Perdona, he tenido un escalofrío. Entre los cabellos rubios de Adele había por lo menos tres que eran inequívocamente blancos. Y observó también que el cabello no estaba tan bien cuidado como de costumbre; aparte de despeinado, debía de hacer varios días que no se lo lavaba. La miró con mayor atención. Adele tenía una ligera pelusa en los brazos, y las uñas ya no relucían como antes. Claro que en la clínica no podía acicalarse, pero ya hacía tiempo que habían vuelto a casa. Por consiguiente, ¿cómo se explicaba aquello? Quizá la ceremonia matinal le habría llevado demasiado tiempo, le habría impedido dedicarse a él desde el momento de despertar. Y ella había renunciado a la ceremonia y se había dejado de historias. ¿Adonde había ido a parar Barbie? Cuántas veces la había llamado así en su fuero interno, cuando pensaba que se había casado con una muñeca de plástico, siempre impecable y con un armario repleto de vestidos, con la cual él podía jugar todo lo que quisiera, pero carente de alma y sentimientos. Al terminar la inyección, Adele se levantó. Y él vio que la falda no hacía juego con la blusa y que calzaba una especie de pantuflas. Se estaba descuidando. -¿Mando que te preparen la sopita de siempre? Él no contestó. La miraba perplejo. Pero ¿cuándo le habían salido aquellas arruguitas a los lados de la boca? -Bueno, ¿mando que te la preparen o no? ¿A que siempre se había equivocado con respecto a su mujer? ¿A que se había pasado diez años a su lado sin comprender absolutamente nada de ella? Igual ahora ya no tenía cabeza para sí misma porque sólo la tenía para él. Pero ¿y el desierto? ¿Y la aridez de sentimientos? ¿Y todas las fantasías que se había montado? Acaso la verdadera y sencilla verdad era la que tenía delante: una pobre mujer que por amor a él… sí señor, por amor a él, estaba castigando duramente aquel cuerpo que tanto había cuidado, le estaba negando sin piedad lo que siempre y de tan buen grado le había concedido. -¿Me dices qué quieres? -Abrazarte. -Le salió del alma. Ella abrió muchísimo los ojos, emitió un sonido extraño, como un lamento, y después se le sentó en las rodillas, le rodeó el cuello con los brazos, lo besó y rompió a llorar. De manera incontenible.


***

Adele dimitió de su cargo de presidenta del club del banco y del de bridge, y de la vicepresidencia de la sociedad que dirigía el equipo de fútbol. -Pero ¿por qué lo has hecho? -Ya no tengo tiempo. -Podrías llamar a una enfermera. -No quiero. Había conservado tan sólo la presidencia de la asociación benéfica. Y algunas reuniones las organizaba en casa. Pero ya no en el salón de la planta baja, sino en la antigua habitación de Daniele, que había mandado amueblar con una gran mesa ovalada. También había colocado allí su elegante escritorio personal. -De esta manera, aunque esté reunida, basta con que me llames y vengo enseguida. Se presentaba a las socias tal como estaba en aquel momento, sin preocuparse de cambiarse de vestido; como máximo se peinaba a toda prisa. Y antes de cada reunión preguntaba invariablemente: -¿Queréis saludar a mi marido? Y las señoras se asomaban a la puerta. -¡Hola, querido! -¿Cómo va? -Tiene muy buena cara. -¡Se ve que Adele lo trata muy bien! -¡Ah! ¡Adele es única! Y le sonreían como si fuera un chiquillo. Y él, mientras correspondía a los saludos y las felicitaciones, pensaba que le estaban tocando las narices de mala manera.


***

Ahora conseguía levantarse de la cama tres veces a la semana para dar un breve paseo por el pasillo, siempre sostenido por Adele. Le costaba respirar, y por eso le pusieron una bombona de oxígeno al lado de la cama. Pero sólo la utilizaba cuando no tenía más remedio. Y fue precisamente una mañana, mientras estaba tumbado con los tubitos del oxígeno introducidos en las fosas nasales, cuando oyó una voz masculina en el pasillo. Después entró Adele sonriendo. -Hay una sorpresa para ti. Y se apartó para ceder el paso a un joven elegante que, al principio, él no reconoció. -¡Papá! Se dejó abrazar y besar, porque ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los tubos de la nariz. -Pero… ¿cómo? -Adele me telefoneó para decirme que no estabas muy bien, y entonces… Él se conmovió como hacen los viejos, con la barbilla temblando y sin lágrimas en los ojos.


Los dos días que Luigi estuvo con él pasaron volando. Pero ¿fueron realmente dos días o tres? ¿O fue sólo medio día? El tiempo se había convertido en un problema para él; imposible calcularlo como antes. Cada vez que miraba el reloj de la mesita de noche se llevaba una sorpresa. Las horas y los días registraban unas aceleraciones y desaceleraciones misteriosas, inexplicables. -¿Por qué me pones la inyección ahora? ¿No tienen que pasar tres horas desde el comprimido amarillo? -Pero ¡si ya han pasado! O bien: -Ayer me dijiste que… -No te lo dije ayer sino hace por lo menos cuatro días. Cuando Luigi fue a despedirse para regresar a Londres, Adele los dejó a solas para que pudieran hablar libremente. Pero padre e hijo no tenían nada que decirse. -En cuanto te recuperes, te vienes a Londres. Prométemelo. -Te lo prometo. Pero sabía que jamás conseguiría ir a Londres. Su hijo lo estrechó fuertemente en sus brazos y le murmuró algo al oído que él no comprendió. -¿Qué? -Quería pedirte perdón. -¿Por qué? -Por lo que te dije cuando me anunciaste que te casabas con Adele. Me equivoqué. He visto que te quiere mucho y de verdad.


Una mañana que Adele había salido, como se sentía con un poco más de fuerza, se levantó de la cama y empezó a pasear por la casa. De vez en cuando se veía obligado a sentarse en una silla y se quedaba allí un ratito hasta recuperar el aliento, y después reanudaba el paseo. En determinado momento se encontró sentado delante del escritorio de su mujer, en la habitación que ahora utilizaba para las reuniones. Y sus ojos se posaron en una carta que Adele había dejado a medio escribir. Era para Gianna, su amiga del alma.


Querida Gianna: Tenemos tan pocas ocasiones de hablar largo rato que me veo obligada a escribir para exponerte una desagradable situación con Da-niele que arrastro desde hace mucho tiempo. El insiste con llamadas telefónicas, pequeños mensajes, cartas, e incluso algunas veces se sitúa delante de nuestra verja para poder recibir la gracia -lo dice precisamente así-, la gracia de estar una vez más conmigo. Una sola y última vez, asegura. Tiene un deseo tan grande de mí que a veces me conmueve. Pero sé que si cediera volveríamos a empezarlo todo desde el principio. Y yo no quiero. Algunas noches su ausencia me resulta incluso dolorosa. Pero piensa en lo que sucedería si por desgracia nos descubrieran durante un encuentro fuera de casa. ¡Yo ya no tendría la cara de dejar que me vieran por ahí! Con mi marido gravemente enfermo y que no sé cuánto le queda de vida… Como sabes, al abrirlo descubrieron que ya ni siquiera valía la pena operar. Cuando regresé de la clínica, tú misma me preguntaste qué me había ocurrido. Ni yo misma sé decírtelo. O a lo mejor puedo decírtelo superando cierto malestar: me he dado cuenta de que quiero a mi marido. Y quizá siempre lo haya querido. Daniele, que no ha comprendido nada, me dice: «De acuerdo, si no quieres ahora, debes prometerme que después, cuando él ya no esté, me aceptarás de nuevo en casa.» No sólo no puedo prometérselo sino que desearía que entendiera que después ya no podrá haber nada con él. Ni con ningún otro. Si pudieras encontrar la manera de hablar con Daniele y explicárselo…


Él siempre había sabido que en la clínica lo habían abierto y vuelto a cerrar porque ya no había nada que hacer. Pero se lo había guardado para sí, empujándolo bien al fondo. Era una verdad que no quería que aflorara porque le faltaba valor. Pero si ahora jadeaba porque de golpe se había quedado sin aire no era por ver confirmado lo que siempre había intuido, sino por la violenta conmoción de leer que Adele se había dado cuenta de que lo amaba. Y tal vez desde siempre. A duras penas logró levantarse, arrastrarse hasta su habitación, tumbarse en la cama e introducirse las cánulas de oxígeno en la nariz. Pero ¿cómo podía compararla con la Barbie o, peor, con una muñeca hincha-ble? Cuando descubrió que a Adele, después de los primeros años de matrimonio, le había dado por frecuentar a otros hombres, él le echó la culpa a su naturaleza, al hambre que siempre tenía su cuerpo. Pero ¿era verdaderamente así? ¿O acaso era él quien la había rechazado al no haberla comprendido, obligándola a asumir un papel que Adele, por lo menos en los primeros tiempos, había tratado de esquivar? Por otra parte, era cierto que ella jamás le había preguntado: «¿Me quieres?» Pero ¿se lo había preguntado él a ella alguna vez? ¿Por qué se había quedado en la primera traición? Le habría bastado muy poco para recuperarla, quizá sólo una violenta discusión. En cuanto entró en la habitación, Adele advirtió que estaba bastante alterado. Quiso que se pusiera el termómetro. Él opuso resistencia, pero ella se empeñó. Treinta y ocho con tres. -Ahora mismo llamo a De Caro. -No. -¿Por qué? ¿Ahora tienes caprichos? -Ya verás como se me pasa enseguida. ¿Me haces un favor? -Claro. -¿Te tumbas a mi lado? Ella obedeció en silencio.


Al día siguiente repitió el paseo. Quería ver si Adele había acabado la carta. Pero cuando miró encima del escritorio, la carta ya no estaba. Su mujer la había terminado y enviado. Pero en la papelera vio una hojita apelotonada. La recogió haciendo un esfuerzo, la alisó con las manos y la leyó.

¿Ha hecho testamento? Mirar en los cajones del catafalco. Reversibilidad de la pensión. ¿Toda o sólo una parte? Telefonear al banco para pedir una cita con Verdini, el sucesor. Funeraria. ¿A quién recurrió Gianna cuando murió su hermano? Funeral de primera clase. ¿Misa solemne?

Ha expirado serenamente (¿confortado con los auxilios espirituales? Sí: convencerlo) Ha fallecido serenamente Ha cerrado los ojos en la paz del Señor

Lo comunican tristemente (¿después del entierro?) (¿después de las exequias?) (¿O bien: el funeral se celebrará en la iglesia de… a las… horas) La afligida/desolada/desesperada esposa Adele y el hijo (¿Esposa inglesa? ¿Cómo se llama?)

¿En cuántos periódicos? Preguntar tarifas. Telefonear en el momento de la defunción: hacer la lista.

¿Pedir ayuda a Daniele?

Se sintió desfallecer, la habitación empezó a darle vueltas. De repente, el sudor lo empapó. Cerró los ojos. Después volvió a formar una pelota con la hoja y la tiró a la papelera. Consiguió levantarse, empezó a avanzar por el pasillo con la espalda apoyada en la pared y, caminando de lado como los cangrejos, cruzó la puerta de separación -que estaba abierta-, entró en su estudio, se desplomó en una butaca, apoyó la cabeza en el escritorio y así se quedó, con el aliento sonando como un fuelle. Cuando se recuperó un poco, abrió el cajón y sacó el maletín de la pistola. La idea era buena. Muerto por muerto, se pegaría un tiro. Un disparo en la cabeza. Y jodería definitivamente a Adele. ¡Adiós esquela preparada con sus auxilios espirituales, sus serenamente fallecido, sus ojos cerrados en la paz del Señor! ¡Qué vergüenza, un marido suicida! Nada de servicio religioso en la iglesia, nada de curas, nada de solemnes funerales. Si acaso una cosa hecha a escondidas, de buena mañana o al anochecer; cuantas menos personas asistieran, mejor. ¡Explica en una nota necrológica que uno se ha pegado un tiro! Y aunque Adele no lo explicara, la gente lo sabría igual. Y ella perdería la dignidad ante todo el mundo. Abrió el maletín. Se quedó helado. Estaba vacío. Adele, temiendo que él intentara un acto desesperado debido a la enfermedad, había escondido la pistola. Temblando de rabia, logró levantarse y regresar al pasillo, pero encontró cerrada la puerta que separaba los dos apartamentos. Tal vez una ráfaga de aire. Intentó abrirla, pero no lo consiguió. Después le pareció que se había hecho de noche repentinamente y se desplomó. Ya no pudo comer. Le costaba mucho respirar. Tosía constantemente, y su mujer le quitaba las flemas con un pañuelo de papel. Era un cuerpo inerte. De vez en cuando Adele se esforzaba en tumbarlo de un lado o de otro para evitar que se llagara. Y después le ponía distintas inyecciones que le nublaban el cerebro y lo hacían dormir mucho. La única pregunta que todavía conseguía plantearse, pero de manera confusa, era: «¿Cuánto me queda de vida?»


***

Pero el tiempo había dejado de acelerarse y desacelerarse. Ahora le resultaba muy difícil distinguir la noche del día, la tarde de la mañana, porque el tiempo se había convertido en una especie de líquido gelatinoso que fluía siempre igual y sin cambiar jamás de color.


Una vez notó que lo tocaban manos distintas de aquellas a las que se había acostumbrado. Abrió los ojos y le pareció ver a De Caro. ¿Qué significaba aquello? ¿Estaba todavía en su casa o lo habían llevado otra vez a la clínica?


Una mañana, o una tarde, o una noche, Adele lo despertó para darle el primero, o el segundo, o el tercer comprimido. Y él, en un relámpago de lucidez, vio que ella se presentaba como en los viejos tiempos, de nuevo impecable, peinada, vestida de punta en blanco. Llevaba puesto el traje gris.

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