Diciembre de 1937
No puedo creer que estemos haciendo esto -dijo el comandante Cuaresma mientras observaba el avance de sus hombres con sus viejos prismáticos.
Apenas intuía unas figuras que avanzaban por la planicie cubierta de nieve a su derecha. Su propio vaho le impedía ver con claridad. Hacía un frío de mil demonios. A la izquierda, más lentamente, avanzaban otros trescientos hombres para sorprender al enemigo cuando se produjera la explosión. Pero ¡qué tontería! ¿Qué explosión? No iba a producirse ninguna explosión. Aquello no era sino una locura.
– Ponme con Juan Hernández, joder -se escuchó decir otra vez.
– Lo intento -repuso el operario haciendo girar la manivela del teléfono-. Pero las líneas siguen caídas.
Gerardo Cuaresma Lorente tuvo que aceptar que no había forma de parar aquello. Iban camino de la debacle y él no había podido hacer nada. Estaba al 'mando de aquella unidad y suya, únicamente suya, era la responsabilidad de lo que iba a ocurrir allí aquella noche. Necesitaba hablar cuanto antes con Juan Hernández Saravia, jefe del Cuerpo de Ejército de Levante, y no podía hacerlo. Se sintió, una vez más, impotente. Apenas unas horas antes aquello le hubiera parecido un mal sueño, una especie de pesadilla surrealista; pero la realidad demostraba que, por desgracia, el asunto se le había ido de las manos para convertirse en algo tan real como inevitable. Estaban, como quien dice, a un paso de Teruel. Tras la toma de El Campillo se les había asignado el asalto de una pequeña zona alomada cercana a La Muela, situada al otro extremo del barranco que llamaban de Barrachina. La caída de Teruel era inminente y se hacía evidente que los sitiados no podrían mantener por mucho tiempo sus posiciones. Pero Cuaresma, avezado militar, temía que los nacionales estuvieran logrando aguantar lo suficiente como para asegurar que el contraataque de Franco fuera, como siempre, fulminante. Había conocido bien al maldito petimetre en la Academia General Militar y luego había tenido la desgracia de coincidir con él en África. Aquel enano de voz repelente nunca había sido santo de su devoción. Lo conocía a la perfección y sabía que, hasta aquel momento, su comportamiento en todos los enfrentamientos -quitando el avance de las columnas desde el sur y el transporte de tropas por vía aérea en los que sí estuvo brillante- se había ceñido al mismo guión: ataque brutal y sorpresivo por parte republicana, recomposición fascista y contraataque con victoria final para Franco. El comandante en jefe de los rebeldes no era un tipo brillante, sólo paciente. Lo que más le dolía era que aquella panda de ineptos que dirigía el Ejército de la República no aprendía, y aquello llevaba camino de convertirse en una segura derrota. La implantación de la más absoluta de las disciplinas se hacía imprescindible o iban al desastre. A veces tenía la sensación de que sólo él lo notaba. No se arrepentía de haber tomado partido por la República, en absoluto. Y estaba dispuesto a dar su vida por luchar contra el fascismo, pero tenía que reconocer que tanta tontería, tanta gaita, acababan por minarle a uno la moral. Cuando todo comenzó, en Barcelona, él era el más ilusionado. Pero, poco a poco, la inexorable realidad le había ido colocando ante el inevitable y crudo destino. Quizá influía el cariz que habían tomado las cosas, claro. Igual, de ir ganando la guerra, lo vería todo de otro color, pero las cosas eran como eran y punto. Sabía que a veces se ponía demasiado sentimental. Una mala cualidad en un militar. Desde el primer momento se había sentido incómodo comandando una unidad formada en su mayor parte por tropas de origen anarquista. Había aguantado a duras penas, apoyándose en los pocos comunistas -los únicos con cabeza- que tenía a mano, y sólo porque su amigo Juan Hernández Saravia le había pedido el favor. Las insubordinaciones, la indisciplina, la presencia de mujeres en las trincheras… todo lo había soportado con el mayor de los estoicismos, pero aquello que estaba a punto de ocurrir, que estaba ocurriendo, era la gota que colmaba el vaso.
– Ponme con Juan Hernández -se escuchó decir de nuevo.
– Señor…
– ¡Ponme, hostias!
– … no hay línea, señor…
El comandante reparó en que aquel crío no tenía culpa alguna de aquello y volvió a mirar por los prismáticos. Es difícil aceptar que alguien va a encontrarse de frente con un tren en marcha, avisarle para que salve la vida y sentir que te ignora, que va a una muerte segura. Cuaresma, mientras veía cómo sus hombres avanzaban penosamente sobre la nieve, recordó la cadena de sucesos que le habían llevado a aquella situación. Todo por aquel búnker. El objetivo, al que el Estado Mayor había dado el nombre en clave de «cota 344», aparecía al fondo, silueteado sobre la nieve y con la luna al fondo. Una pequeña zona alomada en la que los fascistas habían creado una suerte de inmensa fortificación que cerraba el paso al avance republicano. Las órdenes del Estado Mayor eran rotundas: tenían que tomar la cota antes de que transcurrieran veinticuatro horas. Los ánimos de la tropa estaban caldeados. Demasiado quizá. Por la brutalidad de aquellos malditos fascistas. La avanzadilla que había enviado por delante, unos ocho hombres, había sido sorprendida por un batallón integrado por moros. Cuaresma sabía cuánto les temían sus hombres, pues se comportaban como bestias, auténticos salvajes que actuaban de forma ruda, brutal e inhumana. Peor incluso que aquellos fanáticos requetés que tanto impresionaban por su conocido fanatismo.
Cuando encontraron a los miembros de la avanzadilla se les cayó el alma a los pies. Se habían ensañado de veras con ellos: habían quemado vivos a dos hombres, pero lo peor fue lo que habían hecho con un crío de catorce años de Vinaroz, pelirrojo, una criatura. «El Panocha», le llamaba la tropa.
Lo habían violado brutalmente. Eran muchos. Luego, tras destriparlo, aún vivo, lo habían arrastrado durante cientos de metros. El sargento Juárez, que había caído herido tras los primeros disparos, logró ocultarse tras una inmensa coscoja para verlo todo. Había quedado como ido después de aquello.
De inmediato, el comandante Cuaresma había convocado una reunión con su gente de confianza, un capitán y tres tenientes, pero cuando se vino a dar cuenta, los sargentos habían avisado a la tropa que, en masa, quería participar en la toma de decisiones. Destacaba por su virulencia un sargento, un tal Tomás Benavides, que comandaba a los anarquistas venidos de Valencia y que eran mayoría en aquella unidad. Cuando el comandante expuso que en aquella ocasión el asunto era grave y que las decisiones técnicas debían ser tomadas por los militares, aquel tipejo le amenazó descaradamente recordándole que su antecesor había muerto de un disparo por la espalda durante una refriega con los fascistas.
El comandante Cuaresma comprobó con tristeza que sus oficiales chaqueteaban. Todos excepto uno. Un teniente llamado Juan Antonio Tornell y un sargento muy amigo suyo, Berruezo, le apoyaron manteniéndose firmes. Y por si fuera poco, cuando la cosa comenzaba a ponerse fea, apareció por allí un teniente coronel, un anarquista de nombre Oliveira que antes de la guerra era cerrajero y que, acompañado por un coronel, Satrústegui, insistieron en que en el Ejército Popular las decisiones se tomaban de manera asamblearia. Eran oficiales del Estado Mayor de Juan Hernández. Un par de desocupados que estaban de excursión por el verdadero frente de combate. No quedó más remedio que reunir a la tropa. El comandante planteó su plan explicando cómo iban a asaltar el búnker. La idea era lanzar un ataque de distracción por el flanco derecho que permitiera al grueso de las fuerzas acercarse lo suficiente por el noroeste. Armados con las dos piezas de que disponían dispuestas a cota cero podrían atacar aquella mole de hormigón con ciertas garantías. De inmediato, los soldados se negaron alegando que ellos «no eran carne de cañón». Ni que decir tiene que el plan de Cuaresma fue rechazado por mayoría. Entonces los oficiales y el propio comandante tuvieron que asistir a la exposición de los planes más peregrinos, algunos incluso suicidas, que planteaban ahora un cabo, ahora un simple soldado y que fueron desechados uno tras otro. En aquel momento, un chaval de Cádiz al que apodaban «el Guarro», trapero de profesión, planteó una idea que encandiló a la asamblea. ¡Atar paquetes de dinamita a varios perros y lanzarlos contra el búnker!
Cuaresma se carcajeó pensando que era una broma, pero al momento, comprobó con asombro que no. No sólo la idea iba en serio, sino que era acogida por aquellos descerebrados con evidentes muestras de entusiasmo. ¿Cómo se iba a ganar así una guerra? Protestó enérgicamente y, una vez más, el teniente Tornell le apoyó. Sabía hacer valer su autoridad ante sus subordinados. El sargento Benavides, el anarquista, jaleó a la tropa y se votó de inmediato. El plan fue aprobado por mayoría. Un delirio. Cuaresma había intentado negarse, oponerse a aquella locura y Tornell se les había enfrentado abiertamente pero no había manera. Al comandante incluso se le había pasado por la cabeza fusilar a tres o cuatro, pero estaban demasiado levantiscos, no contaba con más allá de una docena de hombres para imponer el orden y los dos altos mandos recién llegados no habían hecho sino reforzar las posiciones de la tropa. Cuaresma había tenido que soportar alusiones a su falta de valor -¡con lo que él había hecho en África!- e incluso que se le acusara de ser un agente de los fascistas. Tornell, muy valiente, había tenido que sacar la pistola y las cosas habían llegado a ponerse calientes ante aquellas acusaciones de cobardía. Entonces, con más coraje que ninguno de ellos, aquel joven oficial dijo que él iba con la avanzadilla pero que el sargento Benavides les acompañaba quisiera o no.
– ¡Por cojones! -había dicho sin dejar lugar a la duda.
Porque lo decía él, sin más. El otro no se había atrevido a negarse. Podían haberle tildado de cobarde.
A Cuaresma le constaba que dicho oficial, Juan Antonio Tornell, uno de los pocos apoyos con que contaba en aquella locura, había sido tanteado por comunistas y socialistas para que ingresara en sus partidos. Se comentaba que había sido policía de brillantísima hoja de servicios y que era un gran especialista en explosivos.
Con la caída de la tarde se puso en marcha el plan de aquellos descerebrados. Una avanzadilla de ciento cincuenta hombres, comandada por Tornell, se adelantó por el flanco derecho, cuyo relieve era más suave, con cinco perros a los que se ató la dinamita junto con un temporizador. La idea era disparar al aire para que corrieran hasta las líneas enemigas haciéndolas volar por los aires. Al anochecer, Cuaresma se dispuso a observar desde un promontorio con sus prismáticos mientras enviaba a un mensajero con detalles sobre el asunto para Juan Hernández que no sabía si llegaría a destino. Y en ésas estaba, mirando cómo avanzaban sus hombres, cuando había vuelto a la realidad desde sus propios pensamientos. La nieve brillaba aún y la temperatura había bajado por debajo de menos diez grados. Entonces escuchó disparos al aire.
– Ahí van -dijo su ayudante haciéndole ver que la operación estaba en marcha.
Cuaresma vio las figuras de los perros correr hacia el búnker en mitad de la noche. Al mismo tiempo, más de trescientos hombres comenzaron a correr semiocultos por una vaguada situada en el flanco izquierdo para hacer una envolvente. Fue en aquel momento cuando una sombra, que más tarde se supo era una perra, salió de no sabía dónde como una exhalación. Algunos contaron luego que de las propias líneas nacionales. Corría como una loca hacia las filas republicanas, aunque nadie supo por qué. Lo peor del asunto fue que debía de estar en celo porque, al instante, los cinco perros se giraron y comenzaron a perseguirla. ¡Corrían hacia el lugar donde se hallaban Tornell y sus hombres!
– ¡Rediós! ¿Qué es eso? -exclamó Cuaresma preguntando a sus subordinados.
– Van hacia los nuestros. ¡La dinamita! -acertó a musitar el operario del teléfono que seguía sin poder contactar con el Estado Mayor.
Los fascistas, alarmados por el ruido de los primeros disparos, comenzaron a hacer fuego y Cuaresma comprobó horrorizado que su gente había quedado atrapada en tierra de nadie. Entonces, en mitad del campo, sobre la gélida nieve, uno de los perros hizo explosión al pasar junto a los hombres que comandaba Tornell. Los demás animales debieron de explotar por simpatía al hallarse cerca, porque Cuaresma creyó ver al menos tres deflagraciones más. Una, dos, tres.
– ¡Ay, la Virgen! -exclamó alguien mientras el comandante cerraba los ojos sin poder creer lo que veía.
La perra, intacta, continuó corriendo a toda velocidad y llegó hasta las líneas republicanas perseguida por el último de los perros-bomba. Todos comenzaron a disparar a los dos canes pese a que el comandante, presa de la desesperación, intentó gritarles que no, que no lo hicieran, que iban a volar todos por los aires. Demasiado tarde.
– ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego, idiotas! -acertó a gritar el teniente Marín.
Algún imbécil hizo blanco y el perro voló justo al pasar junto al camión de la munición. La explosión fue inmensa e iluminó el campo como si fueran las tres de la tarde. El ruido fue ensordecedor. Parecía que se hubiera detenido el tiempo, como si todo transcurriera a cámara lenta.
Aprovechando aquella cegadora luz provocada por la deflagración y el subsiguiente incendio, varias ametralladoras fascistas barrieron a los trescientos del flanco izquierdo a placer pues habían quedado al descubierto cuando reculaban hacia las líneas republicanas.
El enemigo se permitió entonces lanzar incluso algunas bengalas para alumbrarse mejor. Mientras tanto, la confusión en la retaguardia era colosal: hombres muertos, amputados aquí y allá, lloros, gritos y órdenes a medias mientras que, en el campo, quedaban los cadáveres de tantos y tantos hombres salpicándolo todo de sangre. En el área de la avanzadilla de la izquierda, los hombres de Tornell aparecían horriblemente despedazados. Cuaresma salió de la trinchera, sin reparar en su propia seguridad, al descubierto. Por un rato quedó en cuclillas, mirando hacia donde se hallaban sus hombres, con las manos en la cabeza. Sus subordinados no se atrevían ni a dirigirle la palabra. La noche iba a ser larga, así que dispuso que los sanitarios atendieran a los heridos del campamento. Al fondo se escuchaban los alaridos de los moribundos en mitad del terreno. La temperatura llegó a alcanzar los veinte grados bajo cero y no se podía auxiliar a los heridos abandonados a su suerte en tierra de nadie, porque los fascistas comenzaron a hacer fuego barriendo la zona para impedir que llegaran las asistencias. Con las primeras luces del alba aquella tragedia cobró su verdadera dimensión. Un desastre. Cuando la cosa se hubo calmado, el ayudante de Cuaresma llevó a éste el recuento de bajas. Estremecedor: trescientas veinticinco. Trescientas veinticinco bajas por seguir el plan de ¡un trapero de Cádiz! El comandante mandó que se lo trajeran para fusilarlo allí mismo, pero, tras buscarlo por todas partes, a eso de las doce de la mañana, le dijeron que el muy ladino ¡se había pasado a los fascistas! Cuaresma echó un vistazo con sus prismáticos y pudo ver cómo cogían vivo a Tornell, el único oficial serio de que disponía. Pudo ver, entre lágrimas de rabia y desesperación, cómo se lo llevaban entre empellones pese a que cojeaba ostensiblemente y que llevaba la pierna derecha empapada en sangre. Pensó que ojalá hubiera muerto. No le deseaba lo que tenía por delante. A buen seguro iba a ser brutalmente torturado por aquellos bestias para averiguar los planes de batalla de los republicanos. Un buen hombre. Una pena.
Fue entonces cuando decidió ir a ver personalmente a Juan Hernández Saravia. Estaba decidido. Si no depuraba al teniente coronel Oliveira y al coronel Satrústegui, aquellos dos desalmados de su Estado Mayor que habían vuelto a la comodidad de sus despachos tras provocar aquella debacle, se pegaría un tiro. No podía pasarse al enemigo, al que despreciaba, y no podía desertar, un militar de raza nunca lo haría; así que, si no le tomaban en serio y no se castigaban aquellos hechos con severidad, se quitaría de en medio.