SEGUNDA PARTE

Octubre-diciembre de 1943

Capítulo 2. Cuelgamuros

Juan Licerán siempre fue carne de obra. Estaba escrito así desde el día de su nacimiento pues su familia era pobre y todos tenían que echar una mano para poder salir adelante. Hijo y nieto de albañiles, no podía sino dedicarse a la paleta y el andamio. Se estrenó nada menos que a los nueve años, ayudando a su padre en lo que podía, y no sabía de otra cosa que trabajar como un animal de sol a sol aprendiendo el oficio que había de proporcionarle sustento para toda la vida. Es por esto que, cuando estalló la guerra, era ya hombre de confianza en la empresa donde trabajaba y tenía asignados a su cargo a un buen puñado de empleados. Como nunca fue amigo de politiqueos pero, por edad, le correspondía acudir a filas, desempeñó labores de logística en el Ejército de la República, trabajando en tareas de fortificación hasta que cayó Madrid. Lo suyo no fueron los tiros sino salvar vidas, protegiendo a aquellos valerosos hombres que luchaban contra el fascismo con sus trincheras, casamatas y refugios. Al acabar aquella locura fue hecho prisionero pero no tuvo ni que pedir un aval pues, de inmediato, acudió a buscarle uno de sus antiguos jefes, don José Banús, que le reclamaba para trabajar en su empresa ya que había logrado importantes contratos con el Nuevo Régimen. Como Licerán nunca se había metido en líos y Banús y su hermano tenían mucha mano, fue sencillo sacar al capataz del campo de concentración en el que apenas llegó a estar dos días. Él se sabía hombre afortunado, pues otros no habían corrido la misma suerte. En aquel momento se incorporó sin hacer muchas preguntas a la empresa de los hermanos Banús y trabajó aquí y allá, ya que había mucho que hacer para reconstruir un país destruido por la guerra. Con seguir vivo era bastante, tenía trabajo, vivía con su familia y no tenía problemas con las nuevas autoridades, así que optó por trabajar y no buscarse problemas. José y Juan Banús eran empresarios de éxito y tenían buenas relaciones con el Movimiento, de manera que las obras no faltaban. De hecho, se les reclamó para colaborar en la construcción del monumento más emblemático del franquismo: el Valle de los Caídos. Allí había mucho dinero que ganar y ellos, buenos empresarios, se subieron al carro. Cómo no. Licerán, al igual que todos los vencidos, no quería entrar en consideraciones sobre si aquello le parecía bien o mal, aunque tenía su opinión al respecto. En aquellos días tan sólo se preocupaba de trabajar y salir adelante, que ya era bastante. Nada más. No quería problemas y bien sabía cómo las gastaban los vencedores. Su paso por el Ejército de la República sólo podía acarrearle problemas; bien era cierto que él no había hecho nada malo, pero de gente así estaban llenas las cunetas de España mientras que, a veces, los que de verdad se habían llenado las manos de sangre, ensañándose y haciendo verdadero daño a la causa de la libertad habían escapado al extranjero cuando las cosas se pusieron feas. Licerán había asistido como testigo a aquella maldita guerra y tras ver el comportamiento de los vencedores al acabar el conflicto supo que las autoridades franquistas no habían sabido ni querido entender que, en general, aquellos que se habían comportado como criminales -los hubo en ambos bandos- se encargaron de poner pies en polvorosa, mientras que los pobres desgraciados que habían luchado por corresponderle por su quinta o que sólo habían participado como carne de cañón se quedaron en España pensando que nada tenían que temer.

No fue así, pues la guerra se convirtió en la excusa perfecta para que se dieran múltiples ajustes de cuentas que a veces no tenían nada que ver con la política sino con viejas rencillas en pueblos, ciudades, venganzas personales y conflictos entre familias. Era por aquel motivo que Licerán obviaba en lo posible aquel asunto y se dedicaba a lo suyo, trabajar y hacer ganar dinero a sus patronos que ya era bastante en aquellos duros e inciertos días. Fue enviado a Cuelgamuros casi de inmediato, pues se supo que el Caudillo tenía previsto construir un mausoleo que fuera un monumento a los caídos. Según se decía, a los caídos de ambos bandos. Aunque aquello, la verdad, no se lo creía nadie. El dictador lo tenía pensado desde antes de acabar la guerra, así que en cuanto llegó al poder se dedicó a recorrer la zona norte de Madrid, la sierra, acompañado por el general Moscardó, el del Alcázar. Unas veces en avión, otras a caballo o en coche, el caso es que Franco halló el lugar que buscaba: Cuelgamuros. Un paraje hermoso a un paso de El Escorial, cerca de la capital y de una belleza natural arrebatadora.

Aquello era para él una especie de obsesión, así que de inmediato se iniciaron las obras. Licerán ya estaba allí con sus patronos el día en que el sátrapa hizo estallar el primer barreno. Fue el primero de abril del año 40 y se dijo que en un año el monumento estaría terminado. Ilusos. Tres empresas se encargaban de las obras: San Román, que debía encargarse de abrir una cripta en la roca viva a base de explosiones, ya que aquel granito era de una dureza incomparable; Molán, que debía hacerse cargo de levantar un monasterio anexo a la cripta; y la constructora de los hermanos José y Juan Banús, que debía encargarse de construir una carretera que permitiera llegar al complejo a la mayor cantidad de visitantes posible. Licerán, aun trabajando para los Banús, era requerido igual en la cripta que en el monasterio o en la carretera, por ser veterano, y le preguntaban su parecer sobre muchos aspectos técnicos relacionados con la construcción. Aquello le permitía moverse arriba y abajo, y saber quizá mejor que nadie lo que pasaba allí. Al poco pareció evidente que las obras no avanzaban al ritmo que se deseaba. Había pasado un año y de inauguración, nada. Apenas se había progresado un poco en excavar algunos metros de cripta en la roca. El Régimen comenzó a impacientarse y poco a poco se fue dando más y más prioridad al proyecto. A Juan Licerán, en el fondo, le parecía inmoral que se dedicaran tantos recursos a algo como aquello cuando en España había hambre y un déficit de infraestructuras tremendo, pero aquel monumento tenía un gran valor simbólico para Franco y su palabra era ley. Aproximadamente en la primavera del 43 se decidió que había que apoyar aquello con mano de obra reclusa. Los Banús -como otros muchos empresarios- se aprovecharon sin dudarlo de aquella situación, pues las cárceles estaban llenas de presos locos por salir y ganarse la vida como fuera y ellos necesitaban mano de obra de manera urgente. Los batallones de trabajadores no eran lo que se decía un paraíso pero las cárceles eran horrendas, mucho peor, estaban atestadas y los presos caían como moscas a causa de la desnutrición y las enfermedades. Salir a trabajar al exterior permitía reducir la condena y, al menos, aseguraba alejarse de las prisiones y los campos de concentración, así que eran muchos los penados que solicitaban ir a trabajar pese a que se les explotara descaradamente.

Corría el mes de septiembre cuando Juan Licerán, al que los obreros libres y penados comenzaban a llamar con respeto «señor Licerán», acompañó al señor Banús a la cárcel de Ocaña a por una remesa de presos que trabajara en la obra. Licerán contaba con un maestro cantero, Colás, de Murcia, que era un portento. Había luchado con la República pero fue avalado por un guardia civil al que su familia había ayudado cuando quedó, siendo un crío, huérfano de padre. Aquello permitió a Licerán llevarlo a trabajar con él a Cuelgamuros y no le había dado motivos de queja. Tenía unas manos extraordinarias para trabajar la piedra y labraba en relieve como nadie, por lo que Licerán le tenía en alta estima. Era un hombre noble que no hablaba apenas y trabajaba mucho. Los obreros como Licerán y Berruezo escaseaban tras la guerra y se necesitaba como nunca mano de obra cualificada así que, trabajando bien y sin meterse en líos, podían salir adelante. Era duro y muy triste bajar la cabeza, humillar la cerviz y olvidar aquel sueño que había sido la República, pero en aquellos días se luchaba tan sólo por sobrevivir. A eso se había llegado. Curiosamente, cuando Berruezo supo que Licerán y Banús iban a Ocaña a por mano de obra reclusa, se acercó con disimulo al capataz y le hizo una petición: allí penaba un conocido suyo, un tal Juan Antonio Tornell que había llegado a teniente en el Ejército de la República y que era hombre cabal. Le pidió que intentara llevarlo a Cuelgamuros diciéndole que no se arrepentiría. Licerán, sin dar lugar a que siguiera rogando, le contestó sin más: «Descuida, está hecho».

Cuando Banús y su capataz llegaron al patio de la prisión, acompañados por un oficial del ejército y un guardián, hicieron formar a los presos. De inmediato se pidió que aquellos que quisieran ir a trabajar a la sierra de Madrid dieran un paso al frente. Fueron bastantes los que se ofrecieron. Licerán preguntó de inmediato por su recomendado y el guardián le señaló con la cabeza a un hombre alto como un mástil y flaco como un perro. Allí todos evidenciaban la falta de alimento pero éste destacaba por su aspecto macilento y su mirada perdida. Licerán se acercó a su jefe y le preguntó si aquel tipo podía incorporarse a las obras. Tras un momento de silencio, Banús se acercó al penado y le miró los dientes a la vez que le tanteaba los músculos. A Juan Licerán, un hombre honrado, le pareció humillante. Aquellos hombres merecían más respeto, no estaban en una feria de ganado. ¿O sí? No quiso pensarlo. Entonces, Banús se giró con mala cara haciendo evidente que aquel tipo no le convencía. Allí había presos más fuertes y menos desnutridos que le interesaban más. Afortunadamente, en aquel momento apareció un empleado de la oficina que reclamaba a Banús porque tenía una llamada. Aprovechando la pausa, Licerán pensó que había ganado algo de tiempo y se acercó a su hombre.

– ¿Cómo lo ve? -dijo el preso entre susurros.

Le faltaba el resuello pues su estado era penoso.

– Mal, hombre, mal. Estás en los huesos.

– Si no salgo me muero. Llevo seis años de prisión en prisión, de campo en campo, desde antes de acabar la guerra. Pasé una pulmonía y una disentería. Las dos veces llegaron a darme por muerto. Aquí estamos hacinados, se han declarado dos casos de tifus exantemático y hay piojos por todas partes. Es cuestión de días que me contagie. Esta vez estoy tan débil que sé que no sobreviviré.

Al pobre Licerán se le hizo un nudo en la garganta. Al fondo, Banús volvía acompañado por el oficial y el guardián, que le hacían la pelota descaradamente por si caía una propina. Era evidente que el empresario era hombre espléndido y sabía «engrasar la maquinaria», como él mismo solía decir a menudo. El capataz supo que tendría que emplearse a fondo o el preso se quedaría en aquel lugar. Se lo debía a Berruezo y tenía plena confianza en él. Si recomendaba a su amigo a buen seguro que sería un tipo de fiar. Volvió a la carga.

– Donjuán -mintió Licerán cuando su jefe se puso a su altura-, este hombre es de ley. Necesitamos gente de confianza. Quizá no esté en buen estado pero es un cantero de primera, un gran trabajador con mucha experiencia.

Banús se paró sin volverse. Fue entonces cuando el desconocido, con una voz fuerte y grave, sorprendente en un fulano que se halla a un paso de la muerte, espetó:

– No se arrepentirá, señor. Trabajaré como cinco hombres. Lo juro.

Banús miró sonriendo a su encargado y continuando su camino, dijo:

– Tú eres el capataz y tú decides. Ya sabrás lo que haces…

– Yo lo fío -aseguró Licerán sabiendo que no había logrado engañar a su jefe.

Se hizo un silencio.

– Este preso… -dijo Banús dirigiéndose al capitán que parecía al mando de aquello- ¿puede salir a redimir su pena?

– Tenía pena de muerte pero se le conmutó por perpetua. Como a tantos otros. Está dentro de lo permitido, sí -contestó el oficial, un tipo regordete y con voz de pito.

– Sea -dijo Banús dando por cerrado el asunto con cierta indolencia.

Entonces, Licerán y aquel despojo humano en que se había convertido el preso, se miraron y suspiraron de alivio.

Capítulo 3. El asesino del puerto

En el camino de vuelta a Cuelgamuros, Licerán tuvo ocasión de conocer algo mejor al hombre que tan vehementemente había fiado Berruezo. Como Tornell se hallaba en tan mal estado, Licerán le hizo viajar dentro de la cabina junto al conductor y a él mismo, mientras que el resto de los presos se agolpaban en la parte trasera del vehículo.

– Me contó Berruezo que fuiste policía -dijo Licerán más por vencer el tedio del viaje que por otra cosa.

El conductor, un joven soldado algo alelado, de Lugo, iba a lo suyo, con la mirada perdida en la carretera.

– Sí -contestó el preso-. En Barcelona. Antes de la guerra.

– ¿Y se te daba bien?

Juan Antonio Tornell esbozó una sonrisa que al capataz le pareció amarga y melancólica.

– Podemos decir que sí. Tuve algún que otro caso que llamó la atención. Ya sabe usted, en este país el vulgo gusta en exceso de las noticias truculentas.

– Bueno, bueno -terció Licerán a modo de disculpa-. Yo mismo soy muy aficionado a leer novelas policíacas. No soy hombre instruido pero me gusta jugar a adivinar quién es el culpable. Quizá hubiera hecho un buen policía.

– Sí, quizá.

– ¿Y qué casos de relumbrón investigaste?

Tornell puso cara de hacer memoria, como el que tiene mucho vivido, y contestó:

– Creo que… sin duda el que más repercusión tuvo fue el del «asesino del puerto».

– ¡Coño! El del tipo ese que mataba prostitutas. ¡Claro que lo recuerdo! Lo leí en la prensa… ¡El asesino del puerto! -exclamó el capataz ladeando la cabeza y con cara de admiración-. Y tú eres el tipo que logró cazarlo. Ahora recuerdo, ¡claro! Rediez, Tornell, si eras una celebridad.

– Tanto como eso…

– Eso debió de ser por el año treinta y…

– Dos, fue en el treinta y dos. Lo cacé el 4 de marzo de 1932.

– Cuenta, cuenta, Tornell, ¿cómo lo hiciste?

– Si la prensa lo contó todo con detalle, señor Licerán, a estas alturas debe usted de conocer los pormenores.

– Sí, sí, pero hace tiempo y no lo recuerdo todo; además, me gustaría saberlo de primera mano, ya sabes, nada menos que contado por el policía que lo capturó.

Juan Antonio Tornell puso cara de pocos amigos pero aquel tipo acababa de sacarle del infierno. No podía negarse, así que, como el que cuenta algo que ha relatado más de mil veces, comenzó el relato:

– Pues fue el caso que, digamos, me hizo saltar a la fama. Dentro de un límite, claro está. El asunto mantenía en vilo a la ciudad de Barcelona desde hacía ya varios meses. No hace falta que le diga cómo estaban las autoridades. Las presiones que recibíamos para cazar a aquel tipo estaban llegando demasiado lejos y encima la prensa no hacía más que alarmar a la población desgranando los detalles más escabrosos de los crímenes.

– Un asunto complicado.

– Sí, bueno, aunque no tanto. Creo que acerté porque cambié la perspectiva del asunto. Desde el principio seguí mi propia línea de investigación. Sólo le diré que me tomaron por loco porque ésta difería de las de la prensa, del fiscal y de las de mis propios compañeros del cuerpo de policía. La línea maestra de mi investigación consistía en considerar que el asesino no era un loco ni un psicópata, sino un simple ladrón que no reparaba en asesinar a sus víctimas con tal de no ser capturado. Como recordará usted, en apenas dos meses, más de ocho prostitutas habían sido brutalmente degolladas en las inmediaciones del puerto de la ciudad de Barcelona.

– Sí, claro. ¡Menuda se armó!

– Todas habían muerto a manos del mismo hombre: un tipo zurdo que, usando una navaja cabritera, les había cortado el cuello de parte a parte tras lograr llevarlas a lugares apartados haciéndose pasar por un cliente que quería disfrutar de sus servicios. -El preso parecía otro, al hablar de su trabajo había adquirido otro aire, aparentaba rebosar energía-. Como en ninguno de los casos se habían observado indicios de violencia sexual, yo aposté por la vía del simple robo.

– Me parece lógico.

– ¿Verdad? Pues nadie había reparado en ello. Todos pensaron en un enfermo sexual, un pervertido. Aquello me llevó a interrogar a todos los peristas que movían mercancía robada en la ciudad y sus alrededores. Así fue como conseguí dar con un tipo, Heredia, que intentaba vender unos pendientes pertenecientes a la última de las víctimas del asesino. El perista no pudo suministrarme el nombre del sospechoso, pero sí hizo una detallada descripción de aquel tipo que, junto con las declaraciones de algunas compañeras de las fallecidas, me permitió resolver el caso.

– ¿Cómo lo hiciste? Creo recordar que le tendiste una trampa…

– Sí, digamos que me aparté un poco de los métodos más ortodoxos y logré convencer a una prostituta para que, convenientemente vigilada, actuara de cebo por los lugares en los que había actuado el asesino. Estipulamos que la joven hiciera cierta ostentación de pendientes, medalla y esclava de oro (joyas que le suministramos nosotros, claro) con el objeto de llamar la atención del criminal. Así fue como el cuarto día de marzo, cómo olvidar la fecha, comprobamos que nuestros esfuerzos daban fruto. Recuerdo que con las primeras sombras de la noche, un tipo que coincidía plenamente con la descripción del asesino se acercó a la chica en cuestión entablando con ella una conversación. Tanto la joven como el posible asesino fueron seguidos con discreción por mí mismo y por dos guardias de paisano hasta un solar de la Barceloneta donde, justo cuando el desgraciado sacaba la navaja para degollarla, pudimos reducirle. No crea usted, el tipo era un auténtico animal: se llamaba Huberto Rullán Jiménez, alias «Paco el Cristo», «Rasputín» o «Melenas», era vecino de Martorell, un viejo conocido de las fuerzas de orden público.

– Sí, sí, la prensa lo bautizó como «el degollador del puerto».

– Era un tipo primario, brutal, de mirada inyectada en sangre y más de cien kilos de peso; un energúmeno de aspecto imponente que llamaba la atención porque lucía una barba muy poblada y una descuidada melena. Daba grima; el pelo y la barba eran muy rizados, de color negro azabache. Su nariz era grande y redonda, casi como un pegote añadido a aquel rostro de asesino que quedaba rematado por una única ceja inmensa y amenazante. A mí me recordaba a un ogro de los que ilustraban los cuentos infantiles de mi infancia. Jesús, ¡qué espécimen! Cuando lo presenté en el juzgado la expectación era máxima. Iba escoltado por dos guardias de asalto bien recios y, pese a hallarse esposado, el tipo se resistía y blasfemaba amenazando al tribunal, al fiscal e incluso a los numerosos periodistas que se habían dado cita ante aquel acontecimiento. Un salvaje. El abogado defensor que le tocó en suerte, un vivo, alegó que su cliente había sido maltratado; pero tanto un servidor como los guardias que habían participado en la detención mostrábamos suficientes moretones, contusiones, heridas y golpes, como para demostrar con veracidad que aquel animal se había resistido violentamente a su captura. Aquello justificaba, de largo, que hubiéramos tenido que emplearnos a fondo para reducir al inculpado que, dicho sea de paso, tenía la fuerza de cuatro hombres. Recuerdo que el juez desoyó con aire molesto aquellas alegaciones del letrado y rogó que se continuara con la vistilla.

– Bien hecho.

– Además, tuvimos la suerte de que el tipo había confesado nada más llegar a comisaría. Y no crea, señor Licerán, no se le tocó un pelo. Yo mismo había reunido pruebas más que suficientes en apenas un par de días. Las primeras, la enorme navaja cabritera que el detenido portaba en el momento de su detención y una cuerda con evidentes manchas de sangre seca que escondía en el bolsillo del pantalón. En el registro del domicilio del inculpado se habían hallado asimismo trescientas pesetas cuyo origen no pudo aclarar, un anillo de oro con las iniciales D.G.L. grabadas, que fue identificado por los familiares de la primera víctima del degollador del puerto como perteneciente a Dionisia Guarinós Lucientes, y un chal negro con bordados rojos que las compañeras de la tercera víctima de este presunto criminal reconocieron como perteneciente a la joven y que tenía manchas de sangre. El mismo Huberto Rullán nos condujo hasta el domicilio de otro perista, un gitano del barrio Chino, que confesó haber dado salida a una serie de joyas que los familiares de las jóvenes asesinadas identificaron tras ser recuperadas: unos pendientes de plata, un anillo y una esclava de oro. Dada la abrumadora evidencia de las pruebas en contra del detenido, el fiscal solicitó al señor juez la prisión incondicional sin fianza para el reo.

– Recuerdo que la prensa se deshacía en elogios hacia usted.

Tornell sonrió al recordar tiempos felices.

– Sí, el mismo juez me felicitó públicamente. Recuerdo sus palabras: mostró su aprobación por el trabajo desarrollado por la fuerza pública, así como la pulcritud demostrada a la hora de presentar las pruebas ante el tribunal y decretó la prisión incondicional, incomunicada y sin fianza, ordenando que el reo fuera juzgado antes de que pasara un mes de la fecha de aquella vista.

– Le caería perpetua.

– En efecto, seis meses después, Huberto Rullán, popularmente conocido ya como el degollador del puerto fue sentenciado a cadena perpetua por los crímenes que, según consideró probado el tribunal, el imputado había perpetrado junto al puerto de Barcelona. La prensa se deshizo en elogios hacia la brillante labor de las fuerzas policiales, me encumbraron. No crea, señor Licerán, tampoco me volví loco con las lisonjas. En este país nos gusta subir a la gente a los altares para luego dejarla caer.

– Cierto es -apuntó el capataz que comenzaba a sospechar que aquél era hombre templado. Le gustaba.

– Reconozco que en aquel momento la cosa me halagó, no en vano a la República le interesaba dar publicidad a asuntos como aquél. Yo era joven y mi estrella ascendente. Además, era simpatizante de las izquierdas y aquello me convirtió en el personaje de moda. Así me lo hicieron saber desde el propio Ministerio de la Gobernación. Según ellos, yo era la imagen del futuro, un hombre preparado, de ideas abiertas, la sangre nueva de la República que había probado la segura implicación en los hechos de aquel criminal. Nunca me gustaron los políticos ni sus manejos. Los diarios más sensacionalistas abundaron en los detalles más sórdidos de la vida del reo, Huberto Rullán, de profesión ebanista pero con antecedentes policiales por robo con extorsión, proxenetismo, escándalo público y estafa. Un mal hombre, hijo de prostituta fallecida por la sífilis y padre desconocido que había conocido la dureza de las calles desde niño. Se decía que de joven había flirteado con el anarquismo más violento y era temido y respetado en prisión por su carácter impulsivo y su inmenso tamaño. Había vivido en París, aunque tuvo que huir de Francia tras un atraco cometido en Toulouse, y se le había relacionado con los «hombres de acción» del sindicalismo catalán, los pistoleros de García Oliver, con los que había terminado mal por su afición a gastar el dinero de la organización en vino y prostitutas. Alto, de más de uno noventa de estatura, su más que evidente sobrepeso hacía de él un ejemplar imponente, una bestia. Sus víctimas, mujeres indefensas, no tuvieron ni una sola oportunidad. Según quedó probado en el juicio, el móvil no era otro sino el robo, ya que las jóvenes prostitutas, pobres desgraciadas, pululaban indefensas por los lugares más peligrosos de la ciudad donde eran presa fácil para este sádico. Me alegró mucho apartar de la circulación a un tipo así.

Licerán, satisfecho por su nueva adquisición, sacó su cantimplora y ofreció al preso un trago de coñac. Éste, más reconfortado, miró al infinito con la mirada perdida en el camino, como el conductor. Parecía pensar en sus cosas, como recobrando el aire tristón que le acompañaba al salir de prisión y que había abandonado por unos minutos al hablar de tiempos mejores. El capataz conocía muy bien aquella mirada, la mirada de la derrota. Una pena.

Capítulo 4. El nuevo

Cuando Licerán llegó a Cuelgamuros con los nuevos prisioneros, Colás Berruezo se cuadró ante aquel pobre resto de piel y huesos en que había acabado convertido Tornell.

– Pero ¿qué haces? -dijo el capataz propinándole un empellón. Aquel tipo de cosas no podía sino traerles problemas. El Ejército de la República ya no existía.

– Perdone, señor Licerán, es que aquí tiene usted presente al teniente con más cojones de la 41.ª División -dijo el cantero a modo de excusa.

– Berruezo -dijo el recién llegado con aquella voz que apenas si le salía del cuerpo-, no te veía desde…

– Desde Teruel -contestó el otro-. Le debo la vida, mi teniente, usted me enseñó a sobrevivir en la guerra y…

– No, no, Colás, yo sí que te la debo a ti… a ti…

Ambos se abrazaron sin poder evitar las lágrimas. Permanecieron así durante un buen rato, fundidos en uno y llorando como niños. Licerán comenzó a hacerse una idea de lo que aquellos dos hombres debían de haber pasado. Creyó oportuno intervenir.

– Ojo, ya sabéis que aquí no hay ya ni tenientes, ni sargentos, ni hostias. Todos sois prisioneros. Ni se os ocurra volver a hablar en esos términos, ¿entendido? No hay Ejército Popular. Cuidado con esas cosas que aquí os limpian, ¿eh?

Los dos asintieron con aire sumiso.

– Disculpe usted -dijo Colás-. Ha sido la emoción.

Licerán, al ver que Banús les miraba de reojo, musitó pollo bajo:

– Bueno, bueno, no llamemos más la atención. Daos un paseo y poneos al día. ¡Andando!

– Gracias, señor Licerán -contestó Colás tomando al recién llegado por el brazo.

El capataz no pudo reprimir que una lágrima asomara a sus ojos al ver a los dos amigos alejarse. Tornell se apoyaba con dificultad en Berruezo. ¡Qué pena ver así a hombres que fueron tan valientes! Intentó disimular.

En los días que siguieron a la llegada de Tornell, el señor Licerán no tuvo motivos de queja con respecto al nuevo. Apenas si podía con su alma, pero comenzó trabajando con una energía que, dado su estado físico, sorprendió al veterano capataz. Nada más llegar a Cuelgamuros, se produjo un espectacular cambio en el penado. Acostumbrado a estar encerrado, la contemplación de apenas una fanega de campo abierto le iluminó los ojos. Se notaba que su mirada era otra. Dicen que la mente y la presencia de ánimo lo pueden todo y, en este caso, dicha premisa pareció cumplirse más claramente que nunca. El aire puro de la sierra resultó el mejor reconstituyente para el cuerpo y el espíritu de aquel hombre que aparentaba haber sufrido lo suyo. Los dos presos, Tornell y Berruezo, no comían demasiado bien -como todos- pero de vez en cuando Licerán les hacía pasar por su casa a que cenaran con él y con su familia. Tenía esposa y dos hijas, y la fortuna de verlas a diario, así que se sentía feliz compartiendo lo que se servía en su mesa con otros menos agraciados por el destino. De este modo, comprobó que el nuevo comenzaba a recuperarse poco a poco pese a las extenuantes jornadas a que se veían sometidos los penados. Colás, que echaba bastantes horas en el tajo, tenía para algún que otro extra y contribuyó a mejorar la alimentación de su amigo, pues sentía por él una gran admiración que venía desde los tiempos de la guerra. Juan Antonio Tornell cobró al fin su primer sueldo y pudo comprar una lata de chicharrones en la cantina. La segunda semana ahorró para comprar una hogaza de pan junto con Colás y otro preso, y a la tercera, su rostro ya no estaba ceniciento. El nuevo les contó que había escrito a su mujer a Barcelona -a la que llevaba seis años sin ver- y parecía ilusionado. No era hombre para ganarse el pan con las manos pero se esforzaba porque no quería que ni Colás ni Licerán, que lo habían fiado, pudieran tener problema alguno por su culpa.

La verdad era que Tornell sentía haber vuelto a la vida. Después de tantas penurias percibía que su cuerpo comenzaba a reaccionar, a recuperar el tiempo perdido y a sobreponerse al castigo recibido. Era algo así como volver a nacer.

En aquellos días comenzaba a refrescar por las noches. De hecho, le habían dicho que el invierno era tremendamente duro allí. No le importaba. Había estado en el infierno y no pensaba volver. Cuelgamuros no podía ser, ni de lejos, peor que los lugares por los que había pasado en aquellos seis años de cautiverio. Tornell había comprobado cómo las gastaban los vencedores y no quería desaprovechar aquella oportunidad de recomponerse, de sobrevivir, de volver a sentirse un ser humano y salir libre algún día. Después de un mes en el que, poco a poco, había ido gastando la miseria que ahorraba en comer algo decente para mejorar su condición física, se permitió al fin un pequeño dispendio: una libreta que le llevó uno de los camioneros desde el pueblo. En ella decidió comenzar un diario que escribía a oscuras, junto a la ventana del albergue y aprovechando la escasa luz que, a malas penas, entraba en aquel habitáculo inmundo en el que malvivían: un barracón de madera con el techo de zinc, el suelo de tierra y en el que dormían hacinados cincuenta hombres. En realidad, aunque resultara difícil de creer, aquel lugar era mucho mejor que aquellos por los que había pasado y que su mente pretendía olvidar. Aquella residencia, a la que sólo acudían para dormir, estaba formada por dos filas de camastros sobre el piso de tierra que apenas dejaban paso a un estrecho pasillo central. Una cochiquera. Pero a la noche, a pesar de los ruidos que sonaban a humanidad, las ventosidades, el olor a pies, a sudor, las toses… Tornell se sentía a salvo. Sí, a salvo, lejos de Ocaña, de Albatera, de los Almendros… De tantos lugares por los que pasó y en los que había ido muriendo poco a poco, perdiendo la dignidad a la que debe tener derecho todo ser humano. Ahora miraba hacia delante. Estaba decidido a hacerlo, por primera vez en mucho tiempo comenzaba a creer que podía sobrevivir a aquella maldita guerra. Había vivido muchos años esperando el desenlace que aparecía ante él como inevitable, como la res que espera se la sacrifique al fin, en el matadero, para dejar de sufrir. Recordaba perfectamente esos días en que el cielo era gris aunque brillara el sol, cuando el aire sabía a derrota y el aroma acre de la muerte lo impregnaba todo. Mejor olvidar. Había escrito a Toté y esperaba en breve su respuesta. Los domingos había visita y uno podía pasear con la familia por el monte. Esperaba que ella pudiera acudir a verle, abrazarla al fin, aunque sabía que el viaje era, quizá, demasiado largo.

Curiosamente, allí no había demasiada vigilancia. ¡Quién lo diría! Aquello le llamó mucho la atención. Apenas un par de docenas de guardias y un pequeño destacamento de la Guardia Civil con unos pocos agentes que se encargaban de patrullar por el monte. Había tres destacamentos de presos y no existía demasiada comunicación entre ellos. Al menos para los penados, claro.

El destacamento de Tornell y Berruezo construía la carretera de acceso a lo que iba a ser el gran monumento del franquismo. Era conocido por todos como «Carretera». Era, posiblemente, el de obreros menos cualificados y resultaba de gran dureza pues se dedicaban a desmontar terraplenes y moler la piedra a pico y pala para obtener grava. De mecanización, nada. Bastardos. Les explotaban inmisericordemente. Para eso estaban ellos, los esclavos. Los parias de la Nueva España, los derrotados. Un rojo no valía en aquellos días ni lo que un perro. Cuántos habían caído en las duras jornadas que siguieron al fin de la guerra…

Tornell trabajaba para la empresa de los hermanos Banús, aunque tenía que reconocer que allí, al menos, no vivía uno con la inseguridad de la sentencia -estaban ya todos sentenciados- ni de que hubiera sacas para fusilamientos. Parecía como si eso nunca hubiera ocurrido. Como si fuera cosa del pasado, de los primeros días tras la guerra: aquellos pasos en mitad de la noche, el ruido de rejas chirriando, la incertidumbre, puertas que se abrían y una voz ruda y marcial dictando una lista de nombres de los compañeros que ya no volverían. Tampoco aparecían por allí curas a adoctrinarles continuamente como ocurría en otros campos y eso se agradecía. Allí, lo prioritario era acabar el trabajo cuanto antes, por lo que sus carceleros no perdían el tiempo en monsergas.

A aquella serie de dudosos beneficios de que disfrutaban había que añadir el más apreciado por todos, que consistía en que las familias de los penados podían acudir de visita los domingos y la vigilancia no era excesiva. En suma, aquel campo deparaba unas mejores condiciones de vida que la mayor parte de las prisiones y todos eran conscientes de ello. Por eso se habían doblegado. El rancho, sin ser demasiado abundante ni excesivamente bueno, era mejor que en otros lugares, y la presencia de obreros libres junto a los presos había terminado por hacer que los guardianes relajaran la disciplina. Otra ventaja. El primer día de su estancia en Cuelgamuros Tornell, muy extrañado, le había preguntado a Berruezo:

– ¿Y las alambradas?

– No hay -contestó el antiguo sargento como riéndose de él-.Así ahorran dinero.

– ¿Y no tienen miedo de que la gente se fugue?

– ¿Adónde íbamos a ir? -repuso muy serio el cantero.

Y tenía razón. A aquello habían llegado: a ser domesticados, sometidos. La perspectiva de trabajar de sol a sol, de ser explotados por el peor de los patronos les parecía una maravilla comparada con la vida en prisión. Era mejor no pensarlo. Colás, más al día, le explicó:

– Juan Antonio, España es una inmensa prisión. Una fuga está condenada al fracaso de principio a fin. Para moverte por ahí fuera son necesarios multitud de salvoconductos. Desde que descubrieron un intento de entrada de guerrilleros desde Francia por el Valle de Arán, para pasar por los pueblos de la franja sur de los Pirineos es necesario llevar un salvoconducto del ¡mismísimo capitán general de aquella región militar! Estamos casi en el centro de la península, es imposible escapar. La distancia es inmensa. No llegaríamos ni a Madrid.

Después de saber aquello, Tornell decidió no pensar mucho en aquel asunto. Al cargo de la seguridad del destacamento Carretera había un jefe y dos guardianes. Iban desarmados para evitar que los presos pudieran quitarles el arma y provocar un motín. Aquélla era la causa de que, en líneas generales, los dos vigilantes respetaran a los presos y los presos a ellos. A diferencia de otros campos donde los guardianes hostigaban, golpeaban y vejaban de continuo a los presos, en Cuelgamuros se llegó a un equilibrio en cuanto a las relaciones entre los vigilantes y los reos. Sin duda los obreros libres tuvieron gran parte de culpa pues, en los primeros días, afeaban la conducta a aquellos guardianes con la mano demasiado larga. Además, la guerra comenzaba a ser historia. La disciplina no era extraordinaria. A lo lejos, a lo alto, se veían los tricornios de las parejas de la Guardia Civil que patrullaban la zona. No solían acercarse.

Tornell hizo el mismo cálculo que tantos y tantos: treinta años de cárcel por delante, a una jornada de reducción de pena por día, trabajando bien podían quedar en quince, quizá en diez si lograba hacer muchas horas extra. Ahora, hasta le parecía poco. De locos. Pero se sentía revivir, veía el futuro, quería vivir la vida. Tenía un objetivo distinto a terminar con vida cada jornada que comenzaba y su organismo respondía bien. Recordaba vivamente sus primeros días allí que habían sido horribles. Le había costado adaptarse. Estaba muy débil y nunca había ejercido oficios de fuerza física. Por momentos pensaba que iba a desfallecer, a morir de cansancio, aunque seguía trabajando porque no quería volver a la cárcel o a un campo de concentración. No, no quería morir y tenía algo que hacer, un propósito para mirar hacia delante. Aquél era acicate más que suficiente para seguir y seguir con el pico. Afortunadamente, los domingos se podía descansar y, aunque aquello no era el Ritz, muchos completaban un poco la dieta con pequeños extras que hacían mucho bien. Había incluso una cantina y un pequeño economato. El señor Licerán, un buen hombre, se había encariñado con él. Cuando le veía fatigado, a punto del desmayo, le enviaba a hacer recados con cualquier excusa aquí y allá, de uno a otro destacamento. Pensaba que Tornell no se daba cuenta pero, gracias a su ayuda, logró adaptarse y seguir allí. Y a Berruezo, claro. Los dos únicos amigos de Tornell se llevaban muy bien. Colás era muy amigo del señor Licerán y todo el mundo sabía que el capataz le tenía en alta estima porque era un obrero muy cualificado y un trabajador incansable. Entre los dos le habían sacado del infierno. Y Tornell lo sabía. Las noches que ambos presos pasaban cenando con el capataz y su mujer les hacían mucho bien. Tenían dos hijas preciosas. Era como estar en casa aunque con el toque de silencio tenían que volver a su barracón. Licerán y su mujer disfrutaban, como otros empleados libres, de una vivienda pequeña pero digna y muy limpia. Una nueva vida en aquel maldito Nuevo Régimen era algo mejor que vivir el sueño de los justos en una cuneta como ocurrió a tantos y tantos. Eso pensaban todos allí. Apenas unas semanas antes había llegado un maestro, Blas Miras, que había sido comandante de infantería del Ejército Republicano. Le habían habilitado el salón que hacía las veces de comedor para dar clases de mañana y tarde a la veintena de niños cuyos padres residían en el poblado. Todo aquello iba dando al poblado ciertos visos de normalidad, como si aquello fuera un pequeño pueblo, una especie de comunidad que tras colonizar un territorio hostil comenzara a desperezarse. En suma, un lugar en el que sobrevivir tras haber escapado del infierno. Tornell sabía que, al menos, era una oportunidad.

Capítulo 5. Un diario

A pesar de que quería mantener activo aquel pasatiempo en forma de libreta que Tornell había llamado diario, pasaban días y días sin que hiciera anotación alguna. Él mismo sabía que ocurría por dos motivos: el primero, que caía tan rendido al volver al barracón, ya de noche, que no tenía apenas fuerzas ni ánimo para escribir unas letras. Aprovechaba los domingos, cuando no se trabajaba, para escribir al menos unas líneas. El segundo motivo era asunto más delicado. Era muy precavido y había escondido aquel pequeño bloc tras su camastro, entre las tablas del barracón. Sentía pereza y miedo ante la idea de moverlo todo y hacer demasiado ruido, corriendo el riesgo de que alguien le viera y pudiera delatarle. No quería dar motivos para ser enviado de nuevo a prisión por culpa de aquel pequeño relajo mental que era para él escribir unas líneas, reflexionar, poner sobre el papel lo que pensaba y lo que allí estaban viviendo. Además, lo sentiría mucho por el señor Licerán y el bueno de Colás. Tornell soportaba estoicamente las monsergas de sus captores, la propaganda y el adoctrinamiento que allí, afortunadamente, no era excesivo. Por ejemplo, le llamaba la atención el contenido de la misa y actos referentes al 12 de octubre. Aquellos idiotas creían o, mejor, pretendían creer que España era un imperio o que lo iba a volver a ser. Trabajaban mucho la propaganda, eso sí. Cualquier efeméride, por nimia que fuera, cualquier fecha que hiciera referencia, aun remotamente, a algún episodio glorioso de la historia era conmemorada con concentraciones, charlas y misas. ¡Hasta la batalla de Lepanto! Tenía que reconocer que, como los nazis alemanes o el fascio italiano, los seguidores de Franco se esmeraban en bombardear, atontar y finalmente vencer a las mentes de los ciudadanos. En aquellos días de octubre Tornell había podido ojear un periódico, elABC. Había pasado varios años incomunicado, casi sin noticias del exterior, y aquello fue un mazazo. Tuvo que reconocer que, por una parte, fue agradable comprobar cuánto habían cambiado las cosas. Pero, por otro lado, ahora se le hacía evidente que habían perdido la guerra. Perdido, sí. La habían perdido, definitivamente. Y había que aceptarlo.

¿Por qué se había dado cuenta? Parecía curioso, cierto; era ridículo, sí; que después de tantas penurias, de pasar por campos y prisiones, fuera un simple periódico lo que le había hecho comprender que sí, que se había perdido la guerra. A veces uno no quiere aceptar la realidad y es un pequeño detalle, una noticia, un comentario, lo que te hace volver en sí, comprender. Algo así como la muerte de su padre. Le vino a la cabeza porque fue un suceso similar. Él aún era soltero y vivía en la casa familiar. No fue consciente de que Germán, su padre, había muerto hasta que un mal día reparó en que, al llegar a casa del trabajo, a mediodía, no encontraba el periódico. Su padre lo compraba todos los días y ya no estaba; daba la sensación de que la prensa diaria hubiera desaparecido con él. Entonces supo que se había ido para siempre, sí, por el maldito periódico. La ausencia de aquel simple diario demostraba que su padre ya no estaba, había muerto. Y lloró como un niño.

La lectura delABC le había abierto los ojos de manera similar. ¡Qué tontería! Quién lo hubiera dicho pero Tornell pensaba, como tantos, que el país debía de haberse hundido dirigido por sus enemigos, por los fascistas. En los campos y en las prisiones muchos decían que no, que España no soportaría una dictadura, que el pueblo se alzaría en armas, que era cuestión de meses. Las democracias europeas, los rusos, el mundo libre, los antifascistas y los exiliados harían caer a Franco como si fuera un pelele. Ocurriría en meses, quizá semanas. Pero, desgraciadamente, parecía que la vida seguía como si tal cosa. Y eso le hizo saber que nadie volvería para rescatarles. La guerra se había perdido para siempre.

Tornell, leyendo el periódico, se había topado con muchas noticias que eran pura propaganda: habían concedido la laureada individual a un tipo, Gómez Landero, por su comportamiento en el Cerro del Mosquito, en el sector de Brúñete. Decían que doscientos mil niños habían acudido a un congreso católico infantil en Buenos Aires y encima, había toros. Pudo leer la crónica de la novillada que se había celebrado aquel mismo domingo en Madrid y estuvo ojeando los resultados de la liga de fútbol. Pensó en que le gustaría poder ver un partido, como cuando todo era normal. El Barcelona iba cuarto y había empatado fuera con la Real Sociedad. Al menos el Madrid iba por detrás. Estaba décimo. Un consuelo. Pero, curiosamente, lo que más le había desmoralizado, por raro que pareciera, era un anuncio a toda página, muy lujoso, de un costoso perfume, Fronda. «Muy femenino -decía-. La distinción sólo se consigue con un perfume perfecto.» ¿Tendría la gente dinero para gastar en cosas así? No, no, no podía ser. «La distinción…» ¿Acaso no debían de morir los españoles de hambre inmersos como estaban en un régimen fascista? ¿Qué estaba pasando?

«Fronda.» ¿Dónde quedaban sus sueños? Ni Dios ni amo…

Pero, al menos, había pequeños acontecimientos con los que ilusionarse. No se le hacía difícil mirar hacia delante, en absoluto. Toté llegaría en una semana. El viaje era largo y la pobre llegaría agotada pero, durante la visita del domingo, podrían verse unas horas. ¿Habría encontrado a alguien? La carta que ella le había enviado -que llegó abierta- le hacía pensar que no, pero seis años eran seis años y él tampoco podría reprocharle nada. Eran muchos los que habían sido dados por muertos y se habían encontrado con que sus mujeres, al creerse viudas, habían rehecho sus vidas. Tornell deseaba encontrarse con ella y, a la vez, temía el momento. ¿Qué pensaría ella al verlo así? Reducido a un simple espectro, un esqueleto andante, una sombra de lo que fue. ¿No sentiría repulsión al ver en qué había acabado convertido su marido? Seis años eran mucho tiempo, una vida. Tornell apenas había podido mandar noticias. Hacía ya un par de años desde que, a través de un conocido, un guardia civil de sus tiempos de policía, había podido enviar unas letras. Una carta en la que decía que había sobrevivido, mentía contando que estaba bien y que algún día saldría libre. Lloró al escribirla pero quería calmar a su mujer, hacerle saber que estaba vivo y que no corría peligro a pesar de que esto último no era, ni de lejos, verdad. Mentiras piadosas. En las cárceles nadie estaba seguro y, aunque la represión disminuía con el paso del tiempo, las sacas no habían terminado del todo en aquellos días.

Sólo una vez recibió noticias de ella en todos aquellos años, estando en Ocaña. Una carta que aún llevaba encima, siempre. Al menos ese papel que guardaba como el más valioso de los tesoros, al que se había aferrado dos veces al ver de cara a la muerte, era la prueba de que ella sabía que estaba vivo y le había seguido la pista en su periplo por aquellas prisiones de Dios. En los momentos más duros, en los campos, pensaba en Toté. Cuando creyó morir, se acordaba de ella, en las Ramblas, hermosa, con aquel traje de flores que se ponía al llegar el verano y que tanto le gustaba. Recordaba perfectamente el día en que la conoció: 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la Segunda República.

Fue en la plaza de Cataluña, rodeada de miles de personas; ella destacaba por su belleza agitando una pequeña señera. Le pareció la mujer más hermosa del mundo. Alta, delgada, distinguida. Llamaba la atención con su pelo moreno y largo que agitaba con gracia al mover la cabeza. Aquel día la siguió hasta su casa y se aficionó a rondarla cuando salía del trabajo. Una tarde, cuando ella acudía al cine acompañada de una amiga, la joven se giró muy resuelta y le dijo a bocajarro:

– Caballero, si va usted a seguirme todos los días, lo mínimo que podría hacer es presentarse, ¿no?

Él apenas supo balbucear su nombre esbozando una sonrisa torpe y bobalicona.

Desde entonces no se habían separado. María José Bernal Bellido, así se llamaba la chica. El la llamaba Toté, puesto que ella le contó que, de niña, todos sus primos la llamaban así. Él hizo lo mismo y poco a poco todo el mundo acabó por llamarla como en su infancia: Toté. Sus suegros, gente adinerada de Ezquerra, le aceptaron desde el principio pues sabían que simpatizaba con los socialistas. Se casaron a los ocho meses de haberse conocido. Era algo poco usual pero aquél era un mundo en continuo cambio. Las cosas ya no serían como antes. Iban a transformar aquella sociedad y no quedaría nada de las injusticias del pasado. Hasta la guerra, claro. Tornell se aferraba con desesperación a aquellos recuerdos. Cerraba los ojos y dejaba volar su mente viviendo aquellos momentos una y otra vez. Evadiéndose de la realidad, rememorando los días felices como único escape. Eso no se lo podían quitar. Aguardaba impaciente la visita de Toté y, al menos, la espera era dulce.

Allí en Cuelgamuros no había mucho con lo que matar el tiempo. Se sentía bien lejos del temor a las sacas o al maltrato de los guardianes de las cárceles. Tan sólo había dos encargados que vigilaban al destacamento Carretera: uno era buen hombre. Tornell no acertaba a explicarse qué hacía allí. Los presos le apodaban «el Poli bueno» y se llamaba Fermín. El otro era una mala persona, de las que se crecen con la guerra y con la dominación sobre otras personas. Estaba alcoholizado y los presos le conocían como «el Amargao». Era un mal tipo, como para tenerle miedo. Tornell y sus compañeros tenían muy claramente delimitada la duración de los turnos de uno y otro. Si había que hacer una visita al botiquín o acercarse al economato, era mejor hacerlo durante el turno de Fermín. Muchas tardes, antes de que avisaran para la cena, jugaban a los bolos en una pequeña explanada frente a los barracones. Fermín incluso había participado alguna que otra vez. Jugaba bastante bien. A pesar de la guerra, a veces se topaba uno con gente así, de buen corazón. El otro, el guardián malo, había sido legionario y decían por ahí que había perdido la hombría por la explosión de una granada durante la toma de Bilbao. Licerán se reía de aquello y aseguraba que debía de ser mentira, pero quizá fuera aquél el motivo del odio enfermizo que el guardián malo sentía por todos los vascos. Aquellos dos eran el día y la noche, aunque en líneas generales, incluso el Amargao, los dejaba vivir en paz.

Capítulo 6. El general

Por aquellas fechas, Roberto Alemán se hallaba en Figueras trabajando en aduanas. Disfrutaba de un puesto cómodo, tranquilo, en el que se vivía bien gracias a las múltiples requisas, con abundante tiempo libre y mejor alojamiento. ¿Qué más se podía pedir? Los intentos de los contrabandistas por pasar a la península diversas mercancías eran muchos y pese a que la corrupción imperante les hacía mirar a menudo a otro lado; intervenían muchos alijos, por lo que él y sus hombres se hallaban bien servidos recuperándose del desgaste de la guerra y disfrutando de las mieles de la victoria. El, por su parte, después de «su crisis» se sentía como anestesiado, sin ilusión. No veía el norte ni tenía objetivos claros, pero estaba decidido a no volver a dar problemas a la superioridad, así que cumplía con su trabajo de la mejor manera posible e intentaba matar el tiempo leyendo. Leía todo lo que caía en sus manos, lo que se podía, lo que permitía la censura: mucha novela de aventuras, Doyle, Dumas y, sobre todo, Wilkie Collins. Le chiflaba. Aquellas lecturas le permitían evadirse y viajar en el tiempo a una época en que las cosas estaban claras, los malos eran malos y los buenos, buenos. La verdad era que estaba perdido. Vacío. Los libros eran, de largo, mucho mejor que el mundo en que vivía. Pese a la victoria que tanto celebraban unos y otros y que a él le daba igual. Por desgracia lo suyo era matar, la guerra, asaltar una cota, una posición, un búnker y allí, en la oficina, se aburría. Sin saberlo añoraba la guerra. Se veía a sí mismo como un loco, porque, ¿cómo puede alguien sentirse cómodo en una guerra? Era un soldado, lo había descubierto por accidente, sí. Por uno de esos extraños requiebros que, a veces, da la vida. Era lo que mejor sabía hacer y tenía serios problemas para adaptarse a una vida, digamos, normal. Había leído algo al respecto pues no era tonto y había llegado a cursar dos años de Medicina. Aquello estaba descrito como fatiga de guerra, síndrome de estrés postraumático y había sido estudiado en miles de casos tras la Primera Guerra Mundial. Alemán sabía que pese a conocer la causa de su posible trastorno, no tenía respuesta para algo así. Intuía, sin querer reparar del todo en ello, que algo no funcionaba bien en el interior de su mente. Un buen día llegó un despacho de Capitanía que le urgía a hacer el petate de inmediato y presentarse a la jornada siguiente a las siete de la tarde en un domicilio de la Gran Vía madrileña. Se hacía referencia a «un inminente cambio de destino». Sin aclarar nada más. Aquello le extrañó sobremanera pero, como buen militar, estaba acostumbrado a obedecer órdenes sin preguntar y aquel repentino viaje suponía cierto aliciente en su ya de por sí rutinaria y triste vida. Cuando, ya en Madrid, tocó el timbre del domicilio que se le indicaba en el despacho, le abrió una fámula impecablemente vestida con uniforme negro, bastante largo, rematado con un delantal y cofia de puntillas, estos últimos de color blanco.

– Pase, señor -le dijo sin preguntar siquiera. Parecía evidente que allí le esperaban.

Alemán la siguió mientras ella le llevaba a un amplio despacho que apareció tras una puerta corredera.

– ¡Alemán! -dijo de pronto una voz que le resultaba familiar.

– Coronel Enríquez -contestó él cuadrándose al momento.

El dueño de la casa se echó a sus brazos, pues le profesaba un profundo y paternal afecto, a la vez que el recién llegado se percataba de que en sus galones brillaba ya la estrella de general.

– Perdón, ¡qué digo coronel! ¡A sus órdenes, mi general!

– Déjate de idioteces, Roberto, estás en tu casa.

– Pero, yo… No sabía.

– Siéntate, capitán. Descansa, descansa…

Y dicho esto, el anfitrión llamó a la criada, que les sirvió un par de copas de coñac. El despacho era amplio, con grandes cristaleras y estaba tapizado por una inmensa librería que lo ocupaba todo, repleta de volúmenes de mil y una procedencias.

– Bueno, bueno… te preguntarás qué haces aquí.

– Pues más bien sí.

– Te he mandado llamar, mejor dicho, trasladar. Vas a trabajar conmigo.

– Otra vez.

– Otra vez. Eres el mejor oficial que he tenido a mis órdenes y te necesito para un asunto.

– Lo que sea, mi general.

Entonces, Enríquez le miró con cara de pocos amigos y Alemán tuvo que rectificar:

– … bueno, lo que sea, Paco.

– Así está mejor. Pero antes de nada, ¿cómo estás?

– Bien. ¿Por qué lo preguntas?

– Me refiero a tu… «crisis».

– Eso es historia.

– ¿Tienes novia?

– No.

– Malo.

– Paco, no ocultaré que no soy la Alegría de la Huerta, pero he aprendido a soportarme y me refugio en mi trabajo y en la lectura.

– Te quedas a cenar -dijo sin dar lugar a que el otro pudiera responder con una negativa-. Delfina ha preparado algo especial.

– ¿Y la familia?

– Mis dos hijos, como sabrás, han ido ascendiendo. Uno está en Melilla y el otro de agregado en Argentina.

– ¿Y las chicas?

– Tula se casó, vive con su marido en Burgos y Pacita ha salido de compras con mi esposa. Ya la verás, está hecha una mujer… Dice mi Delfina que os va a casar.

– ¿Cómo?

– Estás perdido, te lo advierto. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza…

Ambos estallaron en una carcajada mientras brindaban entrechocando las copas.

– ¿Estás bien, entonces?

– Sí, señor.

– No conseguiste hacerte matar en la División Azul.

– No -dijo Alemán sonriendo con timidez, como el que se siente descubierto.

– No debían haberte permitido que te alistaras en esa locura. Era evidente que querías dejar este mundo.

El joven oficial ocultó que seguía sintiendo lo mismo.

– Al menos, ganaste otro buen puñado de condecoraciones.

– Chatarra -dijo Alemán con aire nostálgico.

– Así me gusta, Roberto, modesto ante todo. Me costó sacarte de allí y que te mandaran a aduanas.

– ¿Fue usted?

– ¡De tú, de tú, cojones!… Pues claro. Cuando te hirieron la segunda vez me puse a ello y sabes cómo soy.

– Vaya.

– Sé que no me vas a dar las gracias por hacerlo. Pero la División Azul no era lugar para ti. Cumpliste de sobra en la guerra.

Se hizo un silencio entre los dos.

Era obvio que Enríquez esperaba una explicación.

– Mi coronel… -dijo Roberto Alemán.

– Paco, joder, Paco. Además te recuerdo que soy general.

– Creo que te debo una explicación por lo que hice.

– De eso nada. Un error, un mal momento, lo tiene cualquiera. Pasaste las de Caín al principio de la guerra. Cuando saliste de la Academia de Alféreces Provisionales me fijé en ti. Eras una máquina de guerra. Llevabas el odio en los ojos. No he visto a nadie comportarse como tú, de manera casi suicida pero responsable con todos y cada uno de sus hombres. Si no fuera por «el incidente», ahora serías coronel. Tenías un futuro muy brillante.

– Lo sé. Pero intenté suicidarme, mi general, y eso, en esta Nueva España nuestra, se paga.

– No lo habrás tenido fácil, no. Los curas estiman que el suicidio es un pecado muy grave contra la ley de Dios.

– No te haces una idea de la de peroratas que me tuve que tragar en el hospital. Y luego, hubo más; no se atrevían a dejar volver al servicio a un suicida.

– Nunca te gustaron los curas.

– No, lo que ocurrió a mi familia fue, en parte, por la religión.

– Bueno, al menos hubo suerte y tu ordenanza llegó a tiempo, ¿eh? De no ser por él no estarías aquí, con nosotros. ¿Sigue contigo?

– Sí -repuso Alemán sonriendo-. Me espera en la residencia de oficiales.

– ¿Cómo se llamaba?

– Venancio.

– Eso es, Venancio, pero ¡qué bestia de tío! ¿Era de…?

– De Puente Tocinos.

– Eso, eso, de Puente Tocinos. Murcia. ¡Ahí es nada! ¡Qué elemento! ¡Con dos cojones!

Volvió a hacerse un incómodo silencio entre los dos. A Roberto le pareció evidente que, hasta el momento, su antiguo jefe había estado evaluando su estado mental, si era apto en verdad para aquello que pretendía que hiciera para él.

Él, por su parte, no tenía ninguna duda al respecto. Paco Enríquez se había portado siempre como un padre y estaba dispuesto a cumplir con aquello que quisiera encargarle, fuera lo que fuese. Al llegar a su unidad en la guerra, Alemán era, de facto, un huérfano. Un huérfano con una estrella de alférez, loco por matar al máximo número de rojos posible. Un tipo al que sus subordinados apodaban «la metralleta» porque decían que era una máquina de matar.

– Bueno, bueno… -continuó el general-…Tampoco es tan grave, hijo. No eres el primero al que se ha diagnosticado «fatiga de guerra».

– Mi general, sé que la gente me llama «el Loco».

– Déjate de idioteces. Tras la guerra, yo mismo tuve mis dificultades para volver a una vida, digamos, normal.

– Sí, pero tú no intentaste matarte.

– ¿Puedo entender que estás bien?

– Absolutamente -mintió Alemán, que quedó mirando hacia la ventana, como ido.

– Roberto -dijo Enríquez sacándole de su ensimismamiento-. Tengo un trabajo para ti. Como sabrás ocupo un puesto destacado en la ICCP.

– La Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros.

– Exacto. No hace falta que te diga que conforme avanzaba la guerra el asunto de los presos se iba convirtiendo en un grave problema. Caían a cientos, a miles. El Ejército Rojo era un caos, una desorganización total, y los soldados no sabían a veces adónde dirigirse, qué hacer. Muchos se rendían pensando que en nuestro lado comerían mejor.

– Ilusos.

– Sí. El caso es que los rojos no tenían ese problema. Iban perdiendo, no hacían tantos prisioneros y cuando tenían que evacuar una zona solucionaban el asunto por la vía rápida, como en Paracuellos.

– Nosotros en Badajoz hicimos otro tanto.

– Touché! -dijo sonriendo Enríquez-. Veo que sigues en forma, eres una mosca cojonera. Pero eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Volviendo al asunto que nos ocupa, para que te hagas una idea, tras la ofensiva del Ebro nos hicimos con ciento setenta mil prisioneros.

Alemán emitió un silbido de sorpresa.

– Lo sé -continuó diciendo el general-, Un problema logístico acojonante, Roberto. Y más en plena guerra cuando uno necesita todas las tropas, todos los recursos, para hostigar al enemigo. Aquello se solventó como se pudo creando la ICCP, pero no nos engañemos, no había medios, se les hacinó y caían como chinches, apenas comían.

«Como ahora», pensó Alemán para sí. Obviamente no se atrevió a decirlo en voz alta. Enríquez proseguía con su alocución:

– Entonces, me llamaron para que me hiciera cargo del asunto, para que pusiera orden, vamos. Imagina el problema, un país en la ruina, que no puede dar de comer a la población y con cientos de miles de prisioneros abarrotando las cárceles a los que había que mantener, vestir, alimentar, proporcionar medicinas. Hemos llegado a tener presos a setecientos mil tíos, ¿te das cuenta?, ¡se-te-cien-tos-mil! presos hacinados criando piojos, chinches, enfermedades. Un tremendo gasto, Roberto, un tremendo gasto. Recuerdo una reunión en concreto que se convocó para resolver el asunto de una vez, importantísima. Alguien sugirió mirar a Alemania. Allí se quitan a los judíos de en medio por la vía rápida. Yo me negué, claro. Hubo muchos que se indignaron ante la sola idea de hacer algo así aquí. Una cosa es matar al enemigo luchando, en el frente, y otra gasear a la gente como si fueran cucarachas. Además, Roberto, no está claro que los alemanes ganen ya la guerra y todo acabará por saberse. Entonces alguien dijo: «¡Que trabajen, coño!» ¿Te das cuenta, Roberto? ¡Que trabajen! Otro apuntó: «Sí, sí, que reconstruyan lo que destruyeron a bombazos». El aplauso fue general. El mismo Caudillo sonrió satisfecho. Crearon una comisión y nos enviaron a Alemania, a aprender. No sabes cómo lo tienen montado los «doiches». Aquellos tíos no son humanos. Lo aprovechan todo; saben cuánto durará un preso según las calorías que le suministran y según el trabajo que ha de desarrollar. Les importa un bledo que vivan o mueran; para ellos todo son estadísticas. Y la crueldad… En fin, volvimos con una idea de cómo hacerlo a nuestra manera. Entonces, para dar coartada moral al negocio se encargó el asunto a un jesuita.

– El padre Pérez del Pulgar.

– Vaya, veo que estás informado. Sí, fue él el encargado. Él dio cuerpo teórico al asunto, creó una suerte de doctrina y se constituyó el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo. Sus ideas eran brillantes, quedaban bien, se podía explicar a la gente sin que sonara mal; es más, sonaba realmente bien: la idea era que los presos redimieran' su pena trabajando por España y por cada día de trabajo irían disminuyendo su estancia en prisión. Además, se les pagaría por ello. ¿Entiendes?

– Un sistema redondo, un gran negocio.

– No entiendo.

– Sí, para el Estado, digo. Mira Roberto, en cuanto pusimos en marcha el sistema fueron multitud las empresas que nos solicitaron mano de obra reclusa. Como en Alemania. Veamos, la idea base era que mantener a toda esa gente en la cárcel era carísimo, mientras que, bien pensado, si los poníamos a trabajar serían una fenomenal fuerza de producción que podría ayudar a reconstruir un país asolado por la guerra. Al principio pensamos que, ya que teníamos que darles de comer, podríamos emplearlos en construir puentes, carreteras, edificios, que buena falta hacían. ¿Me sigues?

– Claro.

– Pero el caso es que cuando las empresas entraron en liza nos dimos cuenta de que además el digamos…«alquiler» de los presos reportaba pingües beneficios. Vamos, que nos convertimos en una suerte de agencia de empleo.

– Obligatoria.

– Obligatoria, claro. Te haré los cálculos para un preso y un oficio medio: digamos que el sueldo de un albañil es de 14 pesetas, ¿vale? Bien, pues eso es lo que se le cobra a la empresa. De esas 14 hay que descontar 4,75 que suponen la suma del mantenimiento del penado así como la asignación familiar que se le da, o sea, su sueldo.

– Vamos, que al Estado le quedan limpias de polvo y paja 9,25 por preso.

– Exacto.

– Pero eso es explotación, Paco… -dijo Alemán reparando en que no le agradaban aquellos detalles de mercachifles. Él era un soldado y un prisionero de guerra no deja nunca de ser un combatiente.

– Son presos, Roberto, presos. Déjame terminar. El negocio no termina ahí, porque a la Hacienda, de esas 4,75 se le devuelven las 1,40 pesetas que cuesta el mantenimiento del recluso. O sea, que el Estado se beneficia del 76 por ciento de los jornales que generan los presos trabajando.

– Rediez.

– En la cárcel no rentan tanto.

– No, desde luego.

– Mira, sólo el año pasado, los presos trabajaron 4.187.360 jornadas.

– ¡Vaya!

– Sí, hijo, lo tenemos todo cuantificado. Desde el treinta y nueve hasta hoy han echado 44.408.567 jornadas. Si recuerdas que, como valor medio, cada preso deja 10,60, con una simple multiplicación sabemos que en estos años nos han hecho ganar la friolera de 470.730.810.

– ¡Cuatrocientos setenta millones de pesetas! -exclamó Alemán vivamente impresionado.

– Exacto. Y conforme se iba poniendo en marcha el sistema comprobamos que había más beneficios.

– ¿Más?

– Sí, claro. Es lo que llamamos en nuestro argot «beneficios indirectos». A saber, las obras que llevan a cabo, en primer lugar. Luego… que los presos disminuyen, de momento, un día de pena por jornada trabajada. Eso acortará su estancia en la cárcel y por tanto disminuirá el gasto que, a la larga, nos producirían. Está cuantificado: nos ahorramos en ese concepto unos once millones de pesetas por año. Y además, en aquellos casos en que no trabajan para empresas sino para ayuntamientos, Falange o el Estado, cobran sólo lo mínimo.

– O sea, todo ganancia.

– Exacto. Y por si todo esto fuera poco, enseguida nos dimos cuenta de que las empresas, aun costándoles lo mismo, preferían mano de obra reclusa a obreros libres y te preguntarás… ¿por qué?

– ¿Por qué? -dijo Alemán haciendo lo que el general Enríquez le indicaba.

– Pues porque los presos se matan a trabajar. Tienen que hacer horas extra para ganar un jornal decente y encima, por cada hora que trabajan, saben que pasarán otra menos en prisión. No te imaginas el número de horas extraordinarias que echan, y claro, los empresarios, encantados.

– No sé, Paco, me dan pena. Son soldados, rojos, pero combatientes, joder. No entiendo que estés metido en este asunto.

– No digas tonterías, Roberto. Tú no has visto las prisiones o los campos. Se dan de hostias por salir de esos agujeros e ir a trabajar. Están a cielo abierto, cobran algo y reducen pena. El palo y la zanahoria. Es la rendición total, Roberto, créeme. Un sistema perfecto. Además, cumplo órdenes, me destinaron aquí y punto, si lo hago bien podré salir de este embrollo, dedicarme a cosas de verdad, una división o una legación, algo más serio. Quién sabe, quizá una capitanía.

– Ya. Pero ¿dónde entro yo en esto exactamente?

– Para eso estamos aquí, Roberto.

Capítulo 7. Una falla en el sistema perfecto

Entonces, el general Enríquez bajó un poco el tono de voz y dijo:

– ¿Has oído hablar del Valle de los Caídos?

– Claro, todo el mundo.

– Bien, pues para eso te quiero. Tengo un pequeño problemilla allí.

– Tú dirás, Paco.

– Sabes que es un proyecto personal de Franco.

– Sí.

– Bien, y que los trabajos no van… al ritmo que debieran.

– No tenía ni idea.

– Pues así es, hijo. Resulta que al Caudillo no se le ocurrió otra cosa que construir un enorme monumento donde Cristo perdió el gorro y claro, sólo construir la carretera de acceso está costando sangre, sudor y lágrimas. Por no hablar de la cripta: el Generalísimo quiere una capilla ¡excavada en la roca viva! Y sólo te diré que aquello es granito, ¡granito puro! No hay cojones, Roberto. No hay cojones. Se hace a barrenazo limpio y ni aun así hay manera. El caso es que aquél es asunto prioritario. ¿Entiendes?

– Sí, claro.

– Pero no se progresa. Hace unos meses se decidió enviar presos a trabajar allí. Pero allí no trabajan presos. ¿Comprendes?

– No. Me has dicho una cosa y luego la contraria. No entiendo.

– Joder, Roberto, que en la España de Franco los penados no trabajan. Oficialmente. Además hablamos de un monumento de reconciliación. No puede saberse que hay presos trabajando allí. Se estropearía el asunto, ya sabes, la propaganda.

– Pero… ¡menuda reconciliación! Si yo los he visto… en carreteras, puentes… La gente ve los batallones de trabajadores salir de las cárceles para ir al tajo…

– ¡Habladurías! La gente verá lo que quiera ver, pero otra cosa es lo que dice el Movimiento. En el Valle de los Caídos no trabajan presos políticos y punto. Ésa es la versión oficial.

– Entendido, señor: trabajan pero a efectos oficiales no están allí.

– Bien dicho. Eso es hijo, eso es. Una vez aclarado esto tengo que ponerte al día sobre una cosa. Vienes de aduanas y sabes a qué niveles ha llegado el asunto del estraperlo.

– Sí, por experiencia.

– Mejor. Digamos que la comida que debe ir a los campos, a todos los campos -puntualizó-, está perfectamente estipulada. En cada prisión, en cada batallón de trabajadores, se calcula una dieta ideal que aporte las necesidades calóricas que necesita cada penado e incluso un poco más, ¿me sigues?

Alemán asintió.

– Una dieta de entre 2.800 y 3.200 calorías, teniendo en cuenta que un preso necesita unas 2.100 al día para acometer el trabajo, soportar el frío y no caer en manos de las enfermedades infecciosas.

– ¿Pero…?

– Sabías que había un pero. Eres listo. No nos engañemos. Esos suministros existen en la ICCP, forman parte del presupuesto y se almacenan, se hacen inventarios y se transportan a los centros de internamiento pero no todo lo que va en los camiones se descarga. Bueno, mejor dicho, casi nada. Vivimos una posguerra, Roberto, y la gente pasa hambre. La posibilidad de sacar eso a la calle y venderlo de estraperlo a precios astronómicos está ahí. Que si un jefe de campo, que si un sargento de cocina… Eso existe y es imposible eliminarlo, además, todo el que lo hace se encarga de que una parte llegue al que tiene arriba, a la superioridad. Así, todo el mundo se beneficia.

– Pero los presos no comen como deberían…

– Se buscan la vida. Con lo que van ganando compran comida extra y sobreviven, ¿qué más quieren?

Volvió el silencio embarazoso. A Alemán todo aquello le parecía, de principio a fin, inmoral. Él era un soldado. Tenía honor.

– Sigo intrigado con cuál es mi misión -dijo.

– Cuelgamuros.

– ¿Cómo?

– Así se llama el paraje en el que Se está construyendo el Valle de los Caídos. Hay, aparte de algunos obreros libres, tres destacamentos de presos trabajando allí, entre quinientos y seiscientos tíos. Alguien se está pasando de listo con los suministros. He comparado el menú real, el rancho, y las cantidades que registran en la oficina no suelen tener nada que ver… El otro día estuve allí, comí el rancho, bueno lo olí, miré las cantidades, pasé por la cocina… y alguien se está forrando, es obvio. Mi gente ha hecho los cálculos y desaparece el cuarenta por ciento de los suministros que se sirven.

– Acabas de decir que es lo normal, por lo que cuentas este sistema está corrompido.

– No lo entiendes. Alguien se está aprovechando y no renta a la superioridad.

– Ya. Es eso.

– Pero eso no es lo malo. Sólo. El rendimiento en los últimos dos meses ha bajado. Ha habido más enfermedades, desmayos y accidentes. El proyecto debe avanzar a mayor velocidad y se está ralentizando por la codicia de unos desalmados. Franco comienza a ponerse nervioso. Quiero que vayas allí y averigües quién es el desgraciado que está sisando. Tienes plenos poderes. Eres el hombre adecuado. Tu experiencia en aduanas te avala y antes de la guerra estudiabas Medicina. Eres un tipo de Ciencias, bueno con los números. Diremos que vas como enviado de la ICCP para vigilar las obras. Los presos de Cuelgamuros deben comer bien, pues esa obra es prioritaria.

– ¿Alguna pista, Paco? ¿Sospecháis de alguien?

– Estamos en blanco. Lo quiero resuelto en una semana. El tiempo apremia.

– Descuida -se escuchó decir a sí mismo Alemán.

Sonó el timbre. Eran Delfina y Pacita, que estaba hecha una mujer. De formas redondeadas, generosas, hermosos ojos negros y amplia sonrisa, lucía una media melena como las de las actrices americanas. La conversación quedó finiquitada al momento, claro. Alemán se sintió como un viejo verde por pensar de aquella forma en ella, era la hija de su mentor y no en vano la conocía desde niña.

La cena fue excelente, entre continuas indirectas de Delfina y descaradas alusiones a que su hija estaba en edad de merecer, cosa que hacía que el invitado se sintiera aún más culpable. Al acabar tomaron una copa de Jerez y visionaron unas diapositivas de un viaje que Pacita había hecho a Italia dos años atrás. Era una cría, veinte años, pero mucho más madura de lo que cabía esperar. A Roberto le pareció ingeniosa, pizpireta, ocurrente y le hizo reír.

Al día siguiente tenía que acudir a Cuelgamuros.

Tornell quedó muy desilusionado cuando recibió una carta en la que Toté le comunicaba que no podría acudir a Cuelgamuros. Al menos de momento. Trabajaba como mecanógrafa en un bufete de abogados y para poder viajar hasta tan lejos tenía que pedir el sábado libre y quizá el lunes entero, lo cual no era asunto sencillo. Aun así sus jefes le habían dado permiso para hacerlo tres semanas más tarde. Juan Antonio, pese a la desilusión, supo que tenía que armarse de paciencia. Ya llegaría el día, tres semanas no era tanto. Además, quiso ver el lado bueno. Veintiún días más de recuperación, de trabajo vigoroso al aire libre y con una alimentación que completaba con lo ganado en sus horas extra no le vendrían mal. Así Toté le vería con mejor aspecto. Decididamente, aquello le obsesionaba:¿Qué pensaría ella al verle así? No parecía precisamente un galán de cine con el pelo al rape, flaco como un galgo y vistiendo aquel uniforme medio raído, completado con una vieja rebeca de lana que había conseguido en el economato. Las alpargatas apenas si le protegían del frío pese a que se ponía dos calcetines y los sabañones le mataban. Allí arriba hacía un frío de muerte, sobre todo a la noche. Se comía mejor que en otros campos, se trabajaba al aire libre y se disfrutaba de la sierra, sí, pero el frío era lo peor con diferencia. Y pensar que, como decían los que conocían aquellos parajes, aún no había entrado el invierno de verdad. Tornell supo que estaban nada menos que a 1.300 metros de altura. Cada vez aumentaba más el número de horas extra que hacía y eso le permitía mejorar su alimentación para poder renunciar a aquellas horribles latas de sardinas que habían sido su sustento y el de tantos otros en la multitud de campos que había tenido que recorrer. Durante mucho tiempo aquél había sido su único plato diario: un par de sardinas sobre una rebanada de pan duro, con gorgojos, provenientes de requisas que se hicieron al Ejército Republicano, latas caducadas, con el aceite putrefacto, que allí arriba esperaba no volver a consumir.

A pesar de ello, había que trabajar mucho para sobrevivir, eso estaba claro. Cada trabajador recibía un sueldo de unas dos pesetas diarias, de las que se le retenían 1,50 en concepto de manutención. Una injusticia, claro, porque si un obrero libre, en la calle, cobraba por día unas catorce o quince, los presos recibían 0,5. Si el preso tenía mujer -siempre que pudiera acreditar estar casado legalmente y por la Iglesia- percibía dos pesetas más y luego, una peseta por cada hijo menor de quince años. Era evidente que para cobrar un sueldo normal habría que tener algo así como quince hijos. La solución estaba, obviamente, en las horas extra: una vez cumplida la extenuante jornada que dedicaban a «reconstruir con sus manos lo que habían destruido con la dinamita» comenzaban a trabajar para ellos mismos. Los solteros eran, de largo, los más perjudicados por aquel sistema, pero si un preso se mataba a trabajar, reducía más pena y podía comer mejor. El palo y la zanahoria. Lo tenían bien pensado, no cabía duda. Pese a ello, en Cuelgamuros se podía salir adelante. Había incluso un botiquín con consultorio médico. No obstante los accidentes eran muy numerosos pues se trabajaba con medios muy precarios y a toda velocidad. No eran raras las fracturas, miembros aplastados e incluso los bloques de piedra que se desprendían de pronto, por lo que había que ser cauto en el trabajo para no acabar mal. El tercer martes de octubre, Tornell se torció un tobillo y apenas podía andar. Disimuló lo que pudo. Llegó a temer que le devolvieran a la cárcel, pero no, le enviaron a que le examinara el médico, don Ángel Lausín, un buen hombre que trabajaba allí depurado, como casi todos.

El médico le mandó una pomada y le recomendó dos jornadas de reposo. Aprovechando la soledad del barracón Tornell sacó su libreta e hizo algunos apuntes. Cuando apenas había reiniciado su tarea se presentó un tipo de baja estatura, más bien recio y de enorme cabeza. Un tipo que se identificó como «el camarada Higinio». Dijo que era el hombre a cargo del Partido Comunista en Cuelgamuros y que había logrado ser preso de confianza. Hacía los recuentos y aquello le permitía trapichear con los guardianes y obtener información.

– Nos ha costado trabajo traerte -le soltó de pronto-. Espero que estés a la altura.

Era un individuo muy resuelto, de los que tanto abundaron en el Partido; tenía bolsas bajo los ojos y unas amplias entradas que hacían su frente inmensa, como si fuera un tipo inteligente.

– De momento, me he centrado en recuperarme -contestó Tornell.

– Bien hecho -repuso el otro-. He aprovechado que estabas a solas para charlar un poco contigo y ponerte al día. Y presentarme antes, claro, no quería llamar la atención.

– Bien hecho. Hazme un resumen de la situación.

Gracias a Higinio, Tornell supo que allí había cierta organización política entre los presos. Los guardianes lo sospechaban pero no tenían pruebas. Se rumoreaba que sus carceleros habían introducido policías camuflados como obreros libres para detectar cualquier atisbo de organización, por lo que era necesario ser muy prudente. Aun así, los presos se organizaban por afinidades ideológicas: los cenetistas por un lado, a su aire, como siempre, y los comunistas y los socialistas por otro. Todos seguían manteniendo sus mutuos recelos y jerarquías aunque muy en secreto. Las delaciones estaban a la orden del día, como en todos los campos que Tornell había conocido. Era muy habitual que algún desgraciado identificara a un antiguo comisario político a cambio de una onza de chocolate. Por eso era necesario ser discreto, muy discreto. Aquellos comportamientos habían ido disminuyendo pero en los primeros tiempos, al acabar la guerra, las cosas habían sido duras, durísimas. Tornell relató a Higinio cómo era la situación en los campos y cárceles que continuaban abiertas. El comunista 110 tenía demasiadas noticias al respecto desde que había llegado al Valle. En Miranda de Ebro le habían apaleado dos veces, delante de un juez y dos verdugos.

– Me acusaban de esto y lo otro y yo negaba, claro, sólo fui un soldado -se oyó decir a sí mismo mientras Higinio le escuchaba muy atento-. Cuando perdí el sentido me cargaron sobre una manta y me llevaron a una celda de castigo. Tardé veinte días en estar bien. Otra paliza. Al final, como no tenían nada contra mí me metieron sólo una pena de muerte. Por ser oficial.

– Vaya. Supongo que luego te la conmutaron, ¿no? Has pasado por más campos según me cuenta Berruezo.

– Sí, pero si Miranda era malo creo que peor fue lo de Albatera. Aquello fue antes, me parece que hace ya una vida, nada más acabar la guerra. Me viene a la memoria el hambre, claro, y la sed, sobre todo, la sed. Recuerdo la sed y las caravanas de falangistas que venían a examinarnos buscando a gente de sus pueblos. Cuando identificaban a uno se lo llevaban sin hacer papeles ni nada. Apenas daban la vuelta a la primera curva se oían los disparos. Los fusilaban allí mismo.

– Cabrones.

– Y las viudas… ¡Las viudas! Si una cosa he aprendido de esta guerra es que la atrocidad llama a la atrocidad. Llegaban viudas acompañadas por oficiales del campo a las que nosotros les habíamos matado al marido. Algunos de los nuestros hicieron también de las suyas, a qué negarlo. Por ejemplo, esos malditos cenetistas abrieron las cárceles y sumaron en sus filas a un montón de presos comunes, algunos asesinos, ladrones, violadores… Un error.

– Estoy de acuerdo contigo.

– Tampoco el Partido se quedó corto, amigo.

– No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, Tornell.

– Sí, supongo, pero tanta barbarie se volvió contra nosotros. La violencia engendra violencia. Es un ciclo que ya no se puede romper. Las viudas nos daban más miedo que los falangistas. Llegaban con el odio en la cara, recordaban a sus hombres, muertos, fusilados, y decían: «Ése, ése y ése…». Era horrible. Todo esto lo veo cada vez más lejos, Higinio. Aquí no sufro por mi vida a cada momento y eso el cuerpo lo agradece. Me matan a trabajar, sí, pero sigo vivo y vivo seguiré. Cada día que pasa es un día más que me acerco a la salud, a la libertad, saldré de aquí y viviré, lo juro.

– Sí, pero no te olvides de los amigos. Todo tiene un precio.

– No me olvido, camarada, no me olvido.

Los domingos, Tornell solía contemplar ensimismado cómo las parejas, felices, se perdían entre los árboles a buscar un poco de intimidad. Los guardias civiles que patrullaban a lo lejos hacían la vista gorda. Sentía envidia por sus compañeros, por aquellos que recibían visita y anhelaba ver a su mujer algún día. Recordaba su olor, su risa. Recordaba cómo se marcaban los hoyuelos de sus mejillas cuando, al llegar del trabajo, le pellizcaba el trasero. «¡Eres un pícaro!», le decía haciéndose la ofendida. Cuánto la había echado de menos, ahora lo sabía.

Pero ya faltaba poco y consumía las horas muertas en imaginar cómo sería recibir visita como los otros presos que, por unas horas, parecían felices, como si no estuvieran penando en aquel lugar. Tampoco quería ilusionarse demasiado por si aquel segundo intento se frustraba y Toté no podía acudir.

Los festivos comía bastante bien, a veces se juntaban entre cinco y compraban una hogaza de pan que traían de Peguerinos y una asadura de las que subía la gente a vender desde Guadarrama. Aquello sabía a gloria. Y le hacía mucho bien al cuerpo, la verdad. Aquellos momentos de camaradería, comiendo algo sabroso y ganado con el sudor de su frente, eran momentos de efímera felicidad, un ligero bienestar, un descanso en mitad de todo aquello que le había tocado vivir. Allí el trabajo era muy duro, salían a las ocho hacia el tajo y sólo les vigilaba uno de los guardianes. Tenían a varios presos que eran responsables de los demás y que hacían los recuentos al ir y al volver y antes del toque de silencio.

Nada que ver con los cabos de varas que había conocido en otros campos. Ironías del destino, la mayor parte de ellos eran ex comisarios políticos ascendidos a presos de confianza. Sádicos que disfrutaban fustigando a sus propios compañeros con vergajos de toro. Hijos de puta. Traidores.

Tornell recordaba lo que siempre le decía su comandante, Gerardo Cuaresma: «Tornell, cuídate de la gente que se da golpes de pecho, ésos son los peores».

Y bien cierto que era. No les molestaban mucho con la religión y el adoctrinamiento, solamente querían que trabajaran bien y rápido. En eso aquel campo era muy distinto a los demás. Sólo había misa los domingos y era, en cierta medida, voluntaria. Había que asistir para obtener un sello en el ticket que daba derecho a salir a dar una vuelta y a la comida del domingo que siempre era mejor, casi decente. Merecía la pena tragarse una misa por aquellos pequeños privilegios. Se permitía a algunos presos salir incluso a las fiestas de los pueblos cercanos con un salvoconducto y volver antes del toque de queda. En realidad no había muchas fugas pero no era por falta de ganas. ¿Adónde iban a ir? Los presos coincidían en que, mal del todo, no se comía. Sobre todo los que habían conocido otros campos como Tornell. Se había dado incluso el caso de tipos que, como él, al venir de la prisión y no estar acostumbrados a comer, se habían tomado dos cazos de rancho del doce y su estómago, al no estar preparado, les había hecho caer enfermos. No es que la comida fuera nada del otro mundo. Era mala, pero había almortas, garbanzos -pocos- y se notaba que algún hueso le echaban al caldo para darle sabor. Todo el mundo era consciente de que trabajando allí unos ocho años se amortizaba la pena, y por eso habían acabado por claudicar. Una lástima, pero era demasiado lo que muchos habían pasado para llegar hasta allí, mientras que otros vivían en el extranjero con el dinero de la República. Aquella semana Tornell había tenido, por desgracia, noticias de su comandante en la guerra, Cuaresma. El señor Licerán le había enviado al almacén de la empresa San Román a por mecha para unos barrenos. No había contacto entre los tres destacamentos de presos que allí trabajaban y no solían ver a menudo a los de San Román o construcciones Molán; así que, dar un viaje al almacén era algo agradable, un paseo que permitía dejar el pico por un rato y tener noticias de otra gente. El almacenero le pareció un hombre educado.

– ¿Eres nuevo? -le dijo.

– Sí -contestó él-. Tú pareces veterano aquí.

– Llevo un tiempo, sí, y el que me queda… -Aprovechando que estaban a solas siguió diciendo-: ¿Dónde luchaste?

– Caí prisionero en Teruel, estaba con la 41.ª División.

– ¡Coño! ¿En qué regimiento?

– En el 23 -contestó Tornell.

– ¡Yo estuve en el Estado Mayor en Teruel! Fui muy amigo de tu comandante, Gerardo Cuaresma. Llegué a teniente coronel.

– Usted perdone… yo no sabía.

– Apéame el tratamiento o nos buscas la ruina, hijo, ¿cómo te llamas?

– Tornell, Juan Antonio Tornell.

– Pues mira Tornell, métete en la cabeza cuanto antes que aquí somos todos iguales: somos presos, simples presos. Ya no hay mandos, ni generales, ni sargentos, ni otras memeces. Tutéame y ándate con ojo con no hacerlo. El Ejército de la República no existe ya.

Juan Antonio bajó la cabeza, apesadumbrado.

– Soy Eduardo Sáez de Aranaz, y aquí me tienes a tu disposición. Para ti y para todos los compañeros, simplemente Eduardo.

Entonces Tornell apuntó:

– Cuando se ha… te has… te has referido a mi comandante has dicho que «eras su amigo»…

– Se pegó un tiro cuando cayó Teruel.

– Vaya.

Se hizo un silencio.

– Era un gran tipo -dijo apenado.

Recordaba el triste incidente de los perros y la dinamita el día en que fue hecho prisionero. Él había intentado ayudar a su superior a poner orden y había leído la desilusión en los ojos del comandante.

Ambos sabían desde el principio que aquel hermoso sueño iba a la debacle.

– No te falta razón. Pero mira cómo hemos acabado todos. Fíjate lo que son las cosas, yo soy de la misma promoción que Franco, él salió con el número 247 de una hornada de trescientos tíos y yo, con el 65.

– No está mal.

– No. Franco nunca fue un tipo brillante. Es listo, pero no brillante. Fui profesor en la Academia de Infantería de Toledo y el propio Franco vino a buscarme para llevarme con él a la Academia de Zaragoza. Di clase de táctica, armamento y tiro. Enseñé árabe. Cuando la guerra, hice lo que debía, me porté como un militar y cumplí con mi obligación. Yo, con la República. Me condenaron a muerte pero luego me conmutaron por treinta años. Ahora, cuando viene por aquí, ni me saluda.

– ¿Quién?

– Pues ¿quién había de ser? Franco.

– ¿Franco viene por aquí? -Se hizo el sorprendido pues era vox pópuli que el dictador solía dejarse caer por allí.

– Muy a menudo. Se hace el loco, como si no me conociera. Él me indultó. Yo pedí venir aquí porque así podría salir en ocho años a lo sumo. Tengo un hijo que estudia Periodismo. El que sí me saluda afectuosamente y viene mucho por aquí es Millán Astray. Pero, claro, ése está como una cabra. Me da tabaco y dinero. Toma -dijo entregándole una cajetilla de tabaco.

– Vaya, muchas gracias -acertó a decir Tornell algo azorado por aquel inesperado regalo.

– No hay de qué. No te demores que te echarán en falta. Ya sabes dónde me tienes.

– Un placer, Eduardo, un placer.

Salió de allí taciturno, viendo en qué habían acabado sus sueños.

Capítulo 8. El Loco

Corría el 30 de octubre cuando Roberto Alemán llegó a Cuelgamuros con un nombramiento que presentar al director de aquel campo, don Adolfo Menéndez Castuera. En aquella misiva, el general Enríquez instaba a don Adolfo a facilitar al máximo la labor de Roberto Alemán, que debía ejercer funciones de inspección en las instalaciones hasta que la ICCP lo considerara necesario.

A Roberto, el director no le causó buena impresión. Era un tipo delgaducho, con un bigotillo ridículo y mirada huidiza. Desde el primer momento notó que se ponía a la defensiva. Se hacía evidente que la presencia de un delegado de la ICCP allí no le agradaba demasiado. ¿Por qué? De inmediato le instalaron cómodamente en una coqueta casita, similar a las que ocupaba el personal civil que trabajaba allí, aunque de mejor calidad. Tenía espacio suficiente y un escritorio, así como un camastro para su ordenanza, Venancio, por lo que al instante se puso manos a la obra. Podía haberse pasado por la oficina y comenzar a pedir los estadillos, pero no quería levantar demasiadas sospechas sobre la naturaleza de su misión en el campo. Además él era hombre de acción, así que prefirió dar una vuelta y comenzar a inspeccionar el terreno. Era necesario hablar con la gente e ir obteniendo información sobre lo que allí se cocía poco a poco. Prefería que pensaran que su presencia allí respondía a una inspección rutinaria, no quería que sospecharan que se había detectado nada raro con respecto a los suministros.

De inmediato comenzó a vagabundear por aquí y allá, observando, aunque notó que algunos de los guardianes de don Adolfo le seguían disimuladamente de lejos. Aquella misma mañana inspeccionó los tres destacamentos. Uno excavaba la cripta en lo que se conocía como el Pasco de la Nava, imponente; otro construía el monasterio tras lo que debía ser el gran mausoleo y un tercero allanaba el terreno y cimentaba la carretera para la que serían necesarios más de tres puentes e incluso, según se decía, un viaducto. El paraje era hermosísimo, sin duda, e invitaba a la reflexión en medio de tan exuberante naturaleza. Preguntando aquí y allá buscó al hombre que mejor conocía aquello: el encargado de la empresa San Román, los que excavaban la cueva. Le dijeron que se llamaba Benito Rabal y que era hombre de ley Enseguida pudo comprobarlo. Minero veterano de la Unión, se había trasladado con su familia a Madrid hacía años. Vivía en Cuelgamuros con su esposa y un hijo de diecinueve años, Damián, en una de las casas que se construyeron para civiles. A Roberto le impresionó cómo aquel tipo aguantaba impertérrito las explosiones de los barrenos. Mientras que unos y otros corrían a ponerse a salvo cuando iban a hacer la «pegada» -como ellos solían decir-, él se quedaba de pie, mirando al frente con orgullo, como si tal cosa. El mismo Alemán, militar curtido en una guerra, se agachaba asustado ante las explosiones y las piedras que volaban sobre sus cabezas, pero don Benito sabía hacia dónde iban a salir despedidos los fragmentos y en qué dirección podía rodar una roca con una precisión pasmosa. Le pareció un tipo de trato fácil, sencillo, sin recovecos, y en cuanto le comunicó que quería que le contara cómo empezó todo aquello no tuvo inconveniente en hacerlo frente a dos vasos de aguardiente: había llegado allí de los primeros, cuando apenas si había quince obreros libres que venían de los pueblos de alrededor como Peguerinos, El Escorial y Guadarrama. Al principio sólo había allí dos casas: la de los guardeses, Cecilio y Julia, que vivían con sus tres hijos y otra de una buena mujer a la que llamaban Juana, la cabrera. Pronto se realizaron algunas construcciones para los encargados. Los obreros de los pueblos, por no bajar al final de cada jornada hasta sus casas, comenzaron a construir pequeñas chabolas con piedras, ramas y madera para pernoctar en ellas entre semana. En aquel momento, aquellas chabolas aún existían y ya que los obreros libres tenían buenos alojamientos, habían sido colonizadas por las mujeres y familiares de muchos de los presos que comenzaron viniendo los domingos a ver a sus hombres y que habían terminado por instalarse definitivamente, ya que vivían del salario que los presos percibían por su trabajo allí. Las autoridades hacían la vista gorda ante la existencia de aquellas infraviviendas e incluso muchos de los críos que las habitaban acudían a la escuela. Don Benito destacaba que la disciplina era bastante laxa -comparada con otros campos, claro- y no era infrecuente que, al acabar la jornada, muchos de los penados pasaran por sus casas -o mejor, chabolas con el techo de zinc- a cenar con la familia y echar un rato. Siempre y cuando se presentaran al último recuento antes de que se tocara retreta no tenían problemas. Rabal le explicó que, al principio de llegar los penados, los funcionarios los trataban con mucha dureza, como en un campo de prisioneros normal, pero los trabajadores libres que había por allí comenzaron a afearles ese tipo de conducta por lo que poco a poco fueron relajando la disciplina. Más que nada por no meterse en líos. Según contaba don Benito, hombre respetado cuya palabra era ley allí, los presos no buscaban problemas por la cuenta que les traía y se dedicaban a lo suyo, trabajar sin desmayo para reducir pena y ganar un dinero con el que mantener a sus familias. No era de extrañar entonces que alguien se estuviera haciendo de oro desviando las provisiones porque aquella gente, por decirlo de alguna manera, se autoabastecía. Según pudo comprobar, poco a poco se había ido desarrollando allí dentro una especie de economía de subsistencia que permitía vivir a unos y a otros. Por ejemplo, un tipo que trabajaba allí, un vivo, colombiano, de nombre Luis -todos suponían que se escondía de algo- había asumido por su cuenta la responsabilidad de bajar todos los días al pueblo a por el pan que correspondía a la pequeña población. Para ello arrendó un burro a los guardeses, Pelusilla, a cambio de una ración extra de pan al día. Como el tipo parecía avispado logró inscribir al pollino como un trabajador más, de nombre Lorenzo Pelusilla Rodríguez, que percibía su ración correspondiente, por lo que el arriendo se pagaba solo. Aquello lo contaba don Benito como una gracia, y aun siendo una irregularidad, aseguraba el suministro de pan a aquella pobre gente. El negocio de Alemán era otro, descubrir un chanchullo más gordo y en ello decidió centrarse. Allí había un economato regentado por un tipo muy gordo al que llamaban «Solomando». Un lugar en el que los presos, mal que bien, hacían sus pequeñas compras para ir tirando. En suma, un pequeño mundo en equilibrio que, siendo una prisión donde se trabajaba en condiciones de esclavitud, era mejor que la mayoría de las cárceles y los campos de concentración que aún existían en España. Después de dar por terminada la charla con el capataz, decidió que al día siguiente debía entrevistarse con el arquitecto, don Pedro Muguruza. Según le habían dicho, subiría a inspeccionar el estado de las obras.

Había pasado otra semana más y Tornell reparó en que le quedaban dos menos de condena: una la vivida y otra la reducida por el Patronato. Faltaba poco para la visita de Toté y aquello le animaba a seguir adelante y sufrir estoicamente la dureza del trabajo, el sol abrasador de la montaña y el frío horrible de aquellos parajes. Poco a poco se iba acostumbrando a aquello. Era como un pequeño pueblo, lejos del mundo, un minúsculo rincón con sus equilibrios, sus reglas, sus penas -¡muchas!- y algunas pequeñas recompensas. Higinio, el jefe de los comunistas le había causado una grata impresión: parecía eficaz y conocía el campo, un valor seguro para dirigir el Partido en Cuelgamuros. Un tipo listo que había conseguido ser preso responsable colaborando con sus captores para lograr beneficiar a su organización. Una jugada inteligente, a su parecer.

Los responsables de las distintas facciones habían llegado a la conclusión de que cuanto más se integraran en la organización del campo más podrían moverse entre uno y otro destacamento y más información obtendrían. Era una prioridad poder saber de primera mano qué se cocía allí.

Comenzaba a hacer frío de veras pese a que la nieve no había hecho aún su temida aparición. Apenas si tenían ropa en condiciones, unos añosos uniformes de rayas blancas y azules que no abrigaban y poco más, por lo que Tornell se colocaba varias capas de ropa, la que podía o la que había conseguido aquí y allá, trapicheando, como todos. Bromeaba diciendo que parecía una cebolla.

Conforme avanzaba la jornada y si el día era soleado, se iba quitando prendas: la guerrera del uniforme de preso, una vieja camisa a cuadros, muy raída, y una camiseta de felpa que le había regalado el señor Licerán y que vestía sobre otra más fina. A mediodía el sol pegaba fuerte y a veces quedaba en camiseta de manga corta. En cuanto paraban se abrigaba lo máximo que podía, allí el aire cortaba y no quería agarrar una pulmonía. Pasaban de sudar a tener frío en unos segundos y había que andarse con tiento para no caer enfermo. Por las noches, tras la cena y si no se encontraba demasiado agotado, solía charlar un rato con los compañeros del barracón: con uno que llamaban «el tío rojo» -no por comunista sino porque su pelo, rojo fuego, parecía el de un inglés-, con Colás, con David el Rata -conocido así porque adoraba a su mascota, un roedor que guardaba en una caja y al que sacaba por las noches- y con Arturito el Mecha, que fue torero antes de la guerra. El Rata le resultaba familiar y así se lo había preguntado al conocerle, pero éste había negado haber visto antes a Tornell. Juan Antonio no insistió, eran muchos los presos que mentían sobre su pasado y que habían logrado borrar el rastro de una militancia demasiado activa en el Frente Popular. Mejor no remover el asunto, no fuera a perjudicar a un compañero. Supuso que debía de sonarle de Madrid, de cuando estuvo en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Igual el Rata había sido comisario político e intentaba ocultarlo. Mención especial le merecía el amigo íntimo del Rata, el Julián, un caso como tantos de un tipo que fue delincuente común antes de la guerra y que se había refugiado con los anarquistas. Parecía que le faltara un hervor y es que había estado prisionero en San Pedro de Cardeña, donde un psiquiatra, un tal Vallejo-Nájera intentaba demostrar «el biopsiquismo del fanatismo marxista». «Ahí es nada», decía el pobre Julián entre risas. Aunque aquello no debió haber sido, para nada, divertido. De hecho, cambiaba de tema cuando salía a colación aquel asunto. No sabían qué experimentos se habían realizado allí con los presos, sobre todo con los de las Brigadas Internacionales que, sin pasaporte, no existían oficialmente; pero ni se atrevían a preguntar por ello. El Julián no hablaba nunca del asunto pero era obvio que lo habían dejado tarado, medio ido de la cabeza. Se ponía nervioso cuando se hablaba de aquel lugar y decía no recordar siquiera el porqué. Formaban un grupo variopinto y charlaban con nostalgia sobre los buenos tiempos, de antes incluso de la guerra. Resultaba curioso pero no solían hablar mucho de batallas y hazañas bélicas. Era como si la República no hubiera existido. Algo que querían borrar de su mente pues les hacía daño pensar que habían perdido la guerra, que estaban atrapados allí, sin remisión y que nadie vendría a salvarlos. No estaban los ánimos como para hablar de aquello.

El jueves de aquella misma semana tuvieron un pequeño incidente que bien pudo haber acabado mal: había llegado un oficial nuevo, del Ejército de Tierra, un capitán muy estirado con aires de superioridad, Alemán. Los presos decían que era inspector de la ICCP y todo el mundo se le cuadraba como si le tuvieran miedo, desde los vigilantes hasta los guardias civiles. No se sabía muy bien qué hacía allí aunque los guardianes habían insinuado que la ICCP había decidido colocar un inspector en cada campo de concentración para evitar que se cometieran tropelías con los presos. Los penados se tomaban aquello a risa, evidentemente. Lo peor de los fascistas era que decían aquel tipo de idioteces y acababan por creérselas. Les importaba un bledo el estado físico de los presos, para qué mentir. En cualquier caso, la presencia de aquel tipo dándose ínfulas no parecía agradar a nadie: ni al director, ni a los carceleros, ni mucho menos a los presos. Pronto, Tornell y sus amigos tuvieron ocasión de conocer personalmente a aquel excéntrico. Los presos del destacamento Carretera trabajaban en tres sectores: a lo largo de cinco kilómetros se habían abierto tres tajos conocidos como Los Tejos, Puente del Viaducto y Puente del Boquerón. En cualquiera de los tres el trabajo era muy penoso. Sólo superaba la dureza de aquel destacamento el trabajo que se realizaba intentando excavar la cripta en el granito de Guadarrama. Allí, en Carretera, picaban piedra a todas horas. Tenían que romper rocas de gran tamaño con un mazo para obtener piedras más pequeñas. Las grandes se obtenían de la roca viva de la montaña, tras hacerla explosionar a mediodía con dinamita. Luego había que subir a por ellas y bajarlas ladera abajo. Aquellas rocas tenían aristas muy afiladas, como cristales, por lo que los presos acababan la jornada con las manos ensangrentadas. La mecanización no existía, así que se desmontaban los terraplenes con el esfuerzo, el sudor y la sangre de los penados. Los tajos más cercanos al comedor subían al destacamento a comer, pero el más alejado gozaba del pequeño privilegio de que les llevaran el rancho. Al menos podían tumbarse un poco y descansar antes de retomar la faena. Así fue como conocieron a aquel loco. Estaban descansando a mediodía, tras la comida, junto a una zona en la que habían conseguido aplanar bastante el terreno, cuando el nuevo capitán pasó por allí vagabundeando. Tornell no se dio cuenta y se levantó a por el botijo; al girarse, de pocas choca con el oficial que bajaba por el sendero a paso vivo. Aquel tipo lo miró como si fuera a fulminarle y Tornell -acostumbrado a recibir sopapos por tantos y tantos campos- se apartó y bajó la vista para evitar que aquél le atizara con una vara de mando que llevaba. El capitán lo miró muy serio y le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Tornell -contestó.

Alemán quedó entonces parado, pensativo, por un instante.

– Vaya, un listillo. Mira, Tornell -ordenó señalando un montículo de piedras enormes que quedaban a la derecha del camino-. Ahora, me coges todas esas piedras y las cambias de lado del camino.

– ¿Por qué? -contestó inconscientemente Colás levantando la voz y con un tono demasiado altivo.

El capitán se giró y dio un grito:

– ¡Firmes!

Todos se cuadraron.

– Vaya… otro espabilado -dijo acercándose a Berruezo-. Pues porque me sale a mí de los cojones. Cuando pasa un oficial de la infantería española tiembla el suelo. ¡Cago'n Dios! Ahora, en lugar de aquí, Tornell solo, le vas a ayudar tú…

– Berruezo, Colás Berruezo.

– Berruezo. Me quedo con tu nombre. Pero claro… a más manos, más trabajo, así que cuando hayáis cambiado las piedras de sitio os vais a paso ligero al Risco de la Nava, os estaré esperando mientras me fumo un cigarro. Una vez allí os daré las instrucciones pertinentes para que volváis a colocar las piedras en su posición inicial.

Tornell miró al suelo, aquello aparte de ser un trabajo excesivo, habría de llevarles buena parte de la tarde y era obvio que no podrían hacer horas extraordinarias. Iban a perder un día de sueldo extra y de reducción de pena por aquel incidente. El capitán se giraba para irse cuando se escuchó una voz que decía:

– ¡Señor!

Era Tornell. Todos bajaron la vista o miraron a otro lado, aquello no podía terminar bien de ninguna manera.

– ¿Sí? -dijo volviéndose con aire despectivo.

– Pido permiso para hablar. Si no es molestia, claro.

El capitán se le acercó dando dos pasos. Era un tipo alto, como Tornell, pero mejor nutrido y por tanto, más corpulento.

– Procede, Tornell.

El preso, notando que se le hacía un nudo la garganta, acertó a decir con el tono más apacible que pudo:

– Perdone, señor, pero usted es hombre de armas. Nosotros perdimos una guerra, sí, pero fuimos soldados un día. Yo, teniente, y Colás Berruezo, sargento. Creo, conociéndolo como lo conozco, que le ha hecho esa pregunta, impertinente, sin ninguna duda, para que usted le castigara también a él y así ayudarme con ese trabajo, porque él sabe que estoy más débil y quería ayudarme, seguro. Lo conozco como si lo hubiera parido, señor. Pienso que es muy destacable que un hombre se sacrifique por otro, que intente ayudar a un compañero y por eso le ruego le exima del castigo y me deje a mí cumplirlo a solas. Me lo merezco y si usted le castiga no estará sino haciendo lo que él quería en un principio.

El capitán quedó entonces mirando a Tornell de arriba abajo mientras jugueteaba con su bastón de mando. Comenzó a golpearse con él la mano derecha que mantenía abierta, como con impaciencia. Parecía fuera de sí. Iba a estallar. Sus ojos destilaban un odio atroz. Los presos se miraron, asustados, esperando una previsible reacción violenta de aquel fanfarrón. Entonces, como si tal cosa, esbozó una amplia y plácida sonrisa. Por un momento dio la sensación de que se transformaba en otra persona muy distinta de la que fuera apenas hacía unos segundos.

– Eres muy listo Tornell, muy listo. Y le has echado un par de cojones, hay que reconocerlo… y tu amigo este, Berruezo, también los tiene bien puestos. Juntos en la adversidad. ¡Así son los soldados valientes, coño! Olvidad lo de las piedras y seguid a lo vuestro. Esta noche pasad por la cantina, allí tendréis pagados dos vasos de aguardiente.

Entonces soltó una carcajada, totalmente ido, y se fue caminando por un risco mirando las plantas, aquí y allá, como si fuera un científico. Todos suspiraron de alivio sin saber muy bien qué decir. Aquel tipo estaba como una cabra. Fue entonces cuando David el Rata aclaró a Tornell que había jugado con fuego. Un guardia civil le había contado que había estado en el frente con aquel capitán, se llamaba Alemán y se decía que era una auténtica bestia. Tornell reparó en que el nombre le era conocido de algo. Alemán, sí, pero ¿de qué? El Rata siguió desgranando detalles sobre aquel desequilibrado: al parecer le habían matado a la familia al empezar la guerra y él, un tipo con agallas, se había fugado de la mismísima checa de Fomento, pese a no poder casi andar por efecto de la tortura. ¡La checa de Fomento! Era eso, pensó Tornell para sí. De eso conocía el nombre. Roberto Alemán, el tipo que había escapado de allí por las bravas. Estaba vivo, ¡había sobrevivido!

Capítulo 9. La checa de Fomento

En ese momento, su mente le llevó de nuevo al comienzo de la guerra, en el Madrid del 36. Cuando una mañana de primeros de noviembre un miliciano de aspecto aniñado le había despertado a eso de las diez de la mañana porque, al parecer, su presencia era requerida de inmediato en la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid. Lo recordaba todo perfectamente. En apenas unos meses de guerra, Tornell, que había alcanzado el grado de capitán y realizado un curso de explosivos impartido por los mejores especialistas llegados de la Unión Soviética, había sido llamado a Madrid ya que su fama de buen policía le precedía. Según le habían comentado, altos mandos del ejército y del gobierno de filiación comunista insistían en la necesidad apremiante de «poner orden en la retaguardia» pues el asunto de la rebelión de los militares de África se estaba complicando por momentos. En verdad, más que complicarse parecía que aquello se perdía, que iban a la debacle sin remisión. A pesar de que el punto de partida del conflicto había favorecido a la República con gran parte del territorio, las áreas industriales, la Marina y la aviación de su lado, la mayoría de los militares profesionales se había decantado por los insurgentes, por lo que aquello, de ser una simple rebelión contra la legalidad establecida, había terminado por convertirse en una auténtica guerra. Las cosas comenzaban a marchar realmente mal y se hacía necesario ofrecer un frente único al enemigo, comenzando por asegurar que se cumpliera la ley lejos de los campos de batalla. Tornell, junto con algunos ex policías afectos y militares con experiencia en el asunto, tenía que conseguir que las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia pasaran a ser un cuerpo militarizado, ordenado y controlado por quien debía mandar: el legítimo gobierno de la República. Hasta aquel momento cada partido, cada sindicato, poseía su propia milicia. En muchos casos, simples matones que atravesaban Madrid a toda velocidad en sus «balillas» deteniendo a quien querían y dando «paseos» de madrugada a aquellos que consideraban peligrosos. Un desastre, un caos. La seguridad en la retaguardia comenzaba a ser una obsesión y se sabía que el enemigo había organizado en Madrid una «quinta columna» con el objeto de sabotear, asesinar, crear la máxima confusión y pasar toda la información posible a los nacionales que estaban a las mismas puertas de la capital de la República. Desde el primer momento, Tornell se sintió incómodo en su nuevo puesto tras comprobar que estaba mejor en el frente. Era más expuesto, sí, pero al menos allí se sabía dónde estaba el enemigo. Sus nuevos mandos querían que «hiciera de policía», que ayudara a «poner orden» pero no era, ni mucho menos, tan sencillo. Ahora en aquel puesto, no corría riesgo alguno pero había determinados sucesos, ciertos rumores, que le hacían dudar; pensar en si debía volver a su puesto de capitán junto a sus zapadores. Por desgracia, no era asunto sencillo quitarse de en medio y renunciar a aquel nombramiento; además, pensaba que algo podría ayudar a evitar desmanes y a que la causa de la libertad se defendiera con justicia. Tornell opinaba que aquello podía hacerse bien, cambiar aquella sociedad era posible sin incurrir en crímenes innecesarios que, a fin de cuentas, acabarían perjudicando a la República más que otra cosa. Quizá era un idealista.

El recuerdo del día en que le encargaron el caso de Alemán pervivía en su mente de forma nítida, indeleble. Recordaba cómo se había puesto el uniforme a regañadientes -apenas hacía dos horas que acababa de llegar de Valencia- y cómo, tras tomar un café bien cargado, se había encaminado hacia el despacho de su jefe, el teniente coronel Torrico. Su mente volvió a revivir aquello como si estuviera ocurriendo de nuevo. Parecía que había pasado una vida, tanto tiempo, tanto… Pero no. Todo estaba en su memoria. Recordaba que pese a que en aquel momento necesitaba dormir, el ordenanza que había acudido a buscarle insistió en que el asunto -algo referente a una fuga de la checa de Fomento- era importante. Apenas acababa de llegar a Madrid tras arreglar varios desaguisados relacionados con excesos revolucionarios en Levante y ya le encargaban otro trabajo. De locos. En los últimos dos días apenas había pegado ojo y estaba cansado de las exigencias de aquel puesto en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Aunque al menos allí se hallaba lejos de los tiros, de las explosiones y de aquella macabra lotería de muertes que es la primera línea de combate. Cuando llegó donde Torrico éste le encargó que se acercara al Comité Provincial de Investigación Pública, [1] sito en el n.° 9 de la calle de Fomento, para depurar responsabilidades por la fuga de un preso fascista. No le hizo mucha gracia la idea, ya que todo el mundo sabía -aunque no oficialmente- lo que se cocía en lugares como aquél. No le agradaban aquellas barbaridades, aunque se hicieran por la causa de la revolución.

Además, los fascistas tampoco se andaban con chiquitas: había podido leer en la prensa internacional lo ocurrido en la plaza de toros de Badajoz: una masacre. Aquellos desgraciados habían ejecutado a más de dos mil hombres y luego habían quemado los cuerpos, pues tenían prisa para continuar su avance a Madrid y no podían comprometer tantas tropas en la retaguardia para vigilar a los prisioneros.

En Madrid se rumoreaba que el general Yagüe, tras aquella barbarie perpetrada con ametralladoras emplazadas en el tendido, había declarado que aquello no era sino un ensayo de lo que iba a hacer en la Monumental de Madrid. Tornell sabía que la República tenía la razón y por eso lamentaba más que nadie los excesos que, como respuesta a incidentes como aquél, se estaban comenzando a dar en la República. Al menos el Partido Comunista lo tenía claro: había que hacer primero la guerra y luego, la revolución. Desgraciadamente, los anarquistas y algún que otro descontrolado no compartían aquella opinión. Desde el principio habían luchado contra la propia República a la que consideraban burguesa e insistían en hacer primero la revolución en la retaguardia, provocando tal desorden que aquello comenzaba a preocupar a las mentes más preclaras del Gobierno. Por eso, y pese al cansancio que arrastraba tras recorrer media España deshaciendo entuertos, cazando traidores y poniendo orden entre milicianos avispados en exceso y con las manos demasiado largas, Tornell llegó a la muy temida checa de Fomento con la sola idea de aclarar el asunto y depurar responsabilidades con la máxima celeridad posible. No le agradaban los pistoleros que ni siquiera se acercaban al frente y que disfrutaban haciendo aquel trabajo sucio. Quería salir cuanto antes de allí.

A pesar de que apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el suceso, en cuanto repasó la declaración del preso y habló con los testigos, llegó a una pronta conclusión: los culpables de negligencia, si ésta existía, habían muerto y el fugado no aparecería. Tras entrevistarse con los escasos milicianos y transeúntes que habían visto algo, Tornell comenzó a pensar que, muy probablemente, el huido debía de yacer muerto a aquellas horas en tierra de nadie. El suceso no dejaba lugar a dudas: un preso, Roberto Alemán Olmos, había sido detenido para proceder a su interrogatorio y posterior depuración. Según se desprendía de los informes previos, tenía un hermano falangista, José Alemán, que estaba oculto en algún lugar de Madrid. José era un pistolero, un matón de la Falange que en los meses previos a la guerra había reventado la cabeza de un culatazo a un pobre chaval de catorce años que vendía El Socialista en una esquina. Desde entonces había permanecido oculto, se sospechaba que en la capital, por lo que sus padres y su hermana fueron detenidos, interrogados y fusilados dos semanas antes sin que hubieran suministrado información alguna sobre el paradero del huido. Roberto Alemán, el único miembro de la familia que quedaba en libertad, había sido detenido tras acercarse a la checa a preguntar por sus familiares y podía ser el último en proporcionar información sobre el posible paradero de su hermano. Tras ser interrogado por los camaradas Férez y Canales, ambos llegaron a la conclusión -así constaba en los informes- de que el detenido no sabía nada sobre el lugar donde se escondía su hermano. Para estar más seguros se lo entregaron al temido doctor Muñiz que continuó con el interrogatorio hasta donde fue posible. El detenido había insistido en que su otro hermano, Fulgencio, había militado en la UGT y fallecido en accidente de coche dos semanas antes de la rebelión fascista. Según confesó bajo tortura, él nunca se había metido en política y sólo una vez asistió a un baile de Acción Católica porque una chica que le gustaba era asidua a los eventos que organizaban en dicha asociación. Preguntaba constantemente por sus padres y su hermana pues perseveraba en que, como él, nunca habían entrado en asuntos políticos. Decía estar harto de aquello, de las peleas entre sus dos hermanos mayores, uno de izquierdas y otro de derechas, y aseguraba odiar la política. Al comprobar que no podían sacar nada más en claro, los camaradas a cargo del Comité dieron orden de que se le juzgara en el turno de noche y se procediera a ponerle en libertad, con el punto junto a la L. [2] Esto no significaba otra cosa que la ejecución inmediata del reo. Una vez tomada esta decisión, el comandante Férez decidió que llevaran al detenido a su despacho para hacer un último intento antes de dejarlo en manos de sus ejecutores. Alemán fue sacado de la celda del palmo de agua y trasladado a la oficina del comandante. Se hacía evidente que el oficial había pecado de negligente, pues al ver que el detenido se hallaba en muy mal estado, ordenó que los dejaran a solas. Tornell hizo que le indicaran dónde se había hallado el cuerpo del comandante y, por la disposición del mismo, dedujo que el detenido, pese a hallarse en un estado deplorable, había aprovechado que Férez se giraba mirando por la ventana mientras hablaba, para levantarse subrepticiamente, tomar la pluma del escritorio y clavarla a traición en el cuello del camarada fallecido. La mala suerte quiso que le atravesara la yugular, por lo que el chorro de sangre llegó hasta la pared de la derecha, donde había una mancha situada casi a dos metros de distancia.

Aprovechando el factor sorpresa parecía que el preso se había hecho con el arma de Férez para, tras salir al pasillo, darse de bruces con un miliciano de la CNT al que descerrajó tres tiros en el vientre. Después de bajar las escaleras a duras penas, huyó de allí sin que ningún paisano se atreviera a detenerle, pues iba armado y, al parecer, su aspecto asustaba al más templado. Su buena fortuna quiso que no se cruzara con ningún soldado. Según pudo averiguar Tornell de labios de los propios compañeros de los asesinados, aquella misma tarde, una vecina de la calle Abascal delató a una prima del preso que al parecer tenía en casa a un fugitivo. Pensaron que tal vez era el pistolero de Falange o quizá su hermano, el fugitivo de la checa. Los camaradas llegaron al domicilio cuando ya era de noche y se procedió a la detención de la joven, ya que desgraciadamente el fugitivo había escapado. Tras ser llevada al Comité y procederse a su interrogatorio confesó que había dado cobijo a su primo, Roberto Alemán y que éste, pese a que apenas podía caminar, pretendía cruzar las líneas por la Ciudad Universitaria que estaba a un paso de allí. Se procedió a juzgarla y se ejecutó la sentencia aquella misma noche. Tornell leyó las declaraciones pero no quiso entrar en detalles con los milicianos sobre aquel interrogatorio ni sobre el realizado a la hermana del fugado. Sabía cómo se las gastaban y que algunos de los interrogadores que trabajaban en aquella casa no eran sino ex delincuentes comunes. Algunos, conocidos suyos que habían quedado libres aprovechando la apertura de las cárceles para vengarse de todo y de todos, sádicos que ahora prestaban un servicio a la revolución que algunos estimaban valioso, un servicio que a él le repugnaba haciéndole perder, en cierta medida, la fe en la causa por la que luchaba. En aquel momento, Tornell hizo lo único que podía, acudir al área en cuestión para poner sobre aviso a los oficiales a cargo de aquella zona del frente y evitar que este peligroso enemigo del pueblo lograra su objetivo. No creía que pudiera cruzar a las líneas enemigas. La vigilancia era extrema y el fugado apenas si podía valerse, pues los milicianos a cargo de la checa coincidían en señalar que cuando Roberto Alemán había salido de la celda no podía ni ponerse los zapatos debido a la inflamación de sus pies. A aquellas horas debía de yacer muerto en alguna alcantarilla o escondrijo. Era lo más probable. Aun así, ordenó mantener la vigilancia pero todo fue inútil. No volvió a saberse nada de Roberto Alemán.

La noche en que terminó las pesquisas, mientras apuraba una botella de coñac en su habitación, comprendió que aquel suceso le daba motivos más que suficientes para pensar: en aquella familia, la de Alemán, había un hermano de la UGT y otro de Falange. Como en tantas y tantas otras. El primero había muerto de manera fortuita y el segundo había cometido un crimen execrable, era un fanático. Tornell sabía de lo que hablaba. Había presenciado miles de interrogatorios y las declaraciones de la madre, el padre, la hermana, y ahora, de Roberto Alemán, apuntaban a que ninguno de los cuatro sabía nada del paradero de aquel pistolero. Era evidente que ninguno de ellos se había metido en política. La gente no suele mentir bajo tortura. Sólo los padres y la hermana habían confesado ser católicos de misa diaria y ocultar un cáliz con unas Sagradas Formas en su domicilio. Aquello les costó la vida. El fugado, Roberto, era un tipo aparentemente inofensivo. No parecía tener ideología alguna ni albergaba ningún tipo de resentimiento hacia nadie. Y a pesar de eso, cuando se había visto al borde de la muerte, había sabido comportarse como un asesino implacable. ¿Sería un falangista como su hermano? Pensó que no, que aquella guerra sacaba lo peor de cada cual. El exceso de confianza había deparado la muerte al camarada Férez.

Por otra parte el hermano del fugado, el pistolero, José Alemán, seguía oculto en algún lugar escapando a la justicia del pueblo, un miserable sin remordimientos y con cuatro muertes inocentes sobre su conciencia. Las cosas comenzaban a tomar un cariz realmente siniestro. Tornell sabía que para hacer la revolución se hacía necesario que hubiera muertes, pero nunca pensó que se llegara a aquel extremo. Tras aquel suceso de la checa de Fomento decidió tomarse unos días para reflexionar, pues la decisión de volver al frente podía sentar mal a sus superiores. Por desgracia, las cosas no hicieron sino empeorar y acabaron por mostrarle el lado más oscuro del ser humano y a qué no decirlo, de la revolución. En descargo de las autoridades era justo destacar que en aquellos días el clima de miedo y de pánico invadió Madrid, haciéndose dueño de todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Los rumores circulaban por doquier, ya no era sólo aquel suceso de la plaza de toros de Badajoz que había provocado como respuesta republicana el incendio de la Modelo y el tiroteo de los militares allí recluidos en agosto, sino que circulaban informaciones que ponían los pelos de punta sobre cómo se las gastaba el enemigo. Franco, se decía, había prometido dos días de saqueo a moros y legionarios si lograban tomar Madrid. Todo el mundo tenía una hija, una hermana, una mujer que defender de aquellos bárbaros. Dos días de pillaje, de robos, de violaciones. Se rumoreaba que los fascistas planeaban fusilar al diez por ciento de la población de Madrid. Se estimaba que la caída de la ciudad a manos del enemigo provocaría nada menos que cien mil fusilamientos. Las arengas de Queipo de Llano, sus amenazas vertidas en su programa de radio diario, eran escuchadas por los ciudadanos de la España republicana con auténtico terror. Curiosamente, eran muchos los que, en un ejercicio de auténtico masoquismo, escuchaban sus algaradas etílicas, mitad por curiosidad, mitad por morbo. En cualquier caso Queipo hacía mucho daño, mucho, desmoralizando a una ciudadanía que debía luchar contra el racionamiento y contra el enemigo. Para colmo, a escondidas, como comadrejas, los miembros del gobierno habían huido a Valencia dejando a los madrileños al amparo de la recién creada Junta de Defensa. Tornell reparó en que aquello había dado más influencia al Partido Comunista, los únicos que podían poner orden en aquel caos. En el fondo, aquella mala noticia podía deparar algo bueno, ya que si los nacionales comenzaban el ataque directo de Madrid habría que aplicarse a fondo…

Muchos huyeron como el gobierno y otros, que no tenían adónde ir, se aprestaron a lograr el milagro, salvar Madrid de las «hordas fascistas».

Entonces ocurrió lo peor. Tornell tuvo conocimiento de las sacas de noviembre y diciembre. La situación era desesperada, el enemigo acechaba y había miles de presos en las cárceles madrileñas. Se dispuso que había que trasladarlos lejos de la línea del frente. No en vano constituían la élite del bando rival. No podía permitirse que el enemigo, además de tomar Madrid, reforzara su potencial con aquellos hombres preclaros del bando nacional: abogados, médicos, políticos y militares de renombre. Tornell se enteró de rebote. Por una casualidad. Se lo dijo un tipo extraño: Schlayer. Era un alemán que por azares del destino había terminado por dirigir la legación diplomática noruega. Juan Antonio había acudido al hotel Gaylord's, el Estado Mayor Amigo, lugar de reunión de los comisarios políticos soviéticos que ya, descaradamente, controlaban el Madrid sitiado. Torrico le había encargado que se pusiera a las órdenes de un tal Guriev, quien tenía que darle instrucciones sobre un trabajo relacionado con la caza de francotiradores de la Quinta columna, que comenzaban a mostrarse muy activos. Una vez allí, un amigo, miembro del PCE de toda la vida, le presentó al alemán que iba de acá para allá molestando a unos y a otros con no sé qué historia de fusilamientos masivos. Mientras esperaba a Guriev, aquel tipo, un hombre de unos sesenta y cuatro años que parecía saber de qué hablaba, le contó que los presos sacados de las cárceles no estaban llegando a su destino lejos del frente, sino que estaban siendo asesinados en masa en varios municipios cercanos a Madrid. Tornell no le creyó, claro, pero aquel loco insistió en que él había visto las inmensas fosas, que había pruebas y que vecinos de Paracuellos le habían contado lo que allí estaba ocurriendo. Pretendía hablar con los rusos, que eran los que habían instigado aquello pero nadie le escuchaba. Aquella conversación le dejó un regusto ciertamente amargo. Desde lo de la checa de Fomento y la investigación del asunto de Roberto Alemán y su familia, no se encontraba bien. Tenía dudas y comenzaba a necesitar salir de allí y olvidarse de la revolución. Luchar contra los fascistas en el frente. Eso sí era un asunto sencillo, sin dobleces. Cuando habló con su jefe, Torrico, y le expresó abiertamente sus dudas, aquél le espetó que Schlayer no era sino un nazi, un doble agente de los alemanes que se escudaba en su cargo diplomático. Todo el mundo lo sabía, dijo muy convencido. Tornell contestó que sí, que podía ser, pero le manifestó su intención de acercarse a Paracuellos a echar un vistazo. Sabía que aquello era falso, un rumor, pero quería hacerlo para quedarse tranquilo. No en vano había leído a Lenin y no se quitaba de la cabeza aquel asunto del «terror revolucionario». Pero aquello era España, no era posible que la Casa [3] empleara allí los mismos métodos que en Rusia. Entonces, Torrico pronunció una frase que le hizo caer en la más profunda de las desilusiones y que le llevó a la certeza de que perderían la guerra.

– No hace falta que vayas por allí, Juan Antonio, no te conviene.

Tomó nota de lo ocurrido, se conjuró para nunca, nunca, bajar la guardia y decidió presentar la renuncia y volver al frente, a luchar. En su mente quedó flotando una pregunta, en el fondo se había sentido aliviado porque Alemán escapara pero ¿por qué? Al principio había experimentado cierta frustración por no haber podido cazar al fugitivo pero ahora había llegado a la conclusión de que no era asunto suyo. ¿Qué más daba que hubiera logrado huir? Era un tipo con coraje, merecía salir de allí. Además, lo más probable era que estuviera muerto. ¿Por qué sentía lástima por aquel hombre que había perdido a su familia? ¿Estaría vivo? ¿Habría sobrevivido a sus heridas?

Ahora, en Cuelgamuros, Juan Antonio había hallado la respuesta a aquellas preguntas. ¿Cómo había podido sobrevivir, pasarse? Qué más daba, era un hecho, Alemán estaba vivo. El otrora pacífico ciudadano que había sido torturado en la checa de Fomento era ahora un despiadado asesino. Así era la guerra: sacaba lo peor de las personas. De inmediato sintió miedo. No debía permitir que nadie supiera que había investigado la fuga de Alemán. Si Alemán se enteraba pensaría que él era un chequista más y estaría perdido. Debía ser cauto. Sintió miedo de aquel demente.

El Rata, mientras tanto, seguía con su discurso: se rumoreaba que Alemán había huido despachando él solo a media docena de milicianos. Contaban que había sido capaz de matar a varios con una pluma y que había ahogado a otro con el cordón de los zapatos. En la guerra daba miedo a sus propios hombres y se pirraba por participar en los fusilamientos. Le llamaban «el puntillero» por la de tiros en la nuca que había disparado. Aquello no hizo sino intranquilizar más a Tornell. Más tarde, parece ser que había terminado por perder la cabeza estropeando su carrera militar. A Tornell le quedó una sensación rara, muy rara. Intentó calmarse. Aquello no era tan malo. No. Él sólo había cumplido con su trabajo de policía, le habían mandado investigar una fuga y eso había hecho. Nada más. No había tenido participación alguna en lo que había ocurrido en la checa aunque si se supiera que había pertenecido a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia quizá podría tener problemas. Había conseguido ocultarlo hasta el momento y así debía seguir. No pasaría nada y además, aunque se supiera, él no había «paseado» a nadie. Sí, sí, claro. Debía calmarse. Pero no, un momento. Aquel tipo estaba loco. ¿Acaso no había oído lo que contaba el Rata? Acababan de verlo actuar. Uno de tantos fanfarrones con la sensibilidad abotargada por la guerra; uno de aquellos individuos fanáticos, bronquistas y violentos que abundaban tras el conflicto en el bando vencedor. Muchos de ellos alcoholizados, juguetes rotos de la guerra pero muy, muy peligrosos. Lo sabía por experiencia. Los había conocido a cientos en su cautiverio: falangistas, ex legionarios y militares que habían quedado absolutamente idos tras tres años de guerra, de pillaje, de violaciones y muerte. Y Alemán era peor. Lo vivido en la checa de Fomento le había empujado a aquello.

Comprendieron, entre todos, que en el futuro deberían evitar a aquel capitán. El Rata llevaba allí bastante tiempo y se las sabía todas. Había que hacerle caso. Era una gran fuente de información y todos se tomaban muy en serio las cosas que contaba. Algo más alto que Tornell y flaco, muy flaco. Tenía una gran obsesión por raparse el pelo al cero e ir muy afeitado, aunque los piojos y las chinches le atacaban igual. Juan Antonio seguía pensando que su cara le sonaba, y pese a que podía ser asunto delicado, llegó a repetirle en varias ocasiones: «Juraría que te conozco de algo». Quizá hasta insistió demasiado. El Rata le contestaba que no, que no lo había visto en su vida y que él nunca olvidaba una cara. Era natural de Don Benito y sólo le quedaban dos años para salir de allí. Se notaba que su cuerpo había vivido tiempos mejores, los pliegues de la piel testimoniaban que había sido amante de la buena mesa. «Un sibarita», decía él entre risas. Un sibarita que, ahora, se conformaba con las almortas y el puchero que les servían a diario. Decía que, muy probablemente al acabar la condena, se quedaría allí trabajando como Ubre. Eran muchos los que optaban por hacerlo porque al conseguir la libertad condicional era obligatorio presentarse en El Escorial al menos una vez por semana a no ser que el penado tuviera alguien que le fiara en algún punto de España. ¿Alguien que les diera un aval? ¿Quién?'Ellos eran lo más tirado de aquella nueva España del dictador, ¿quién les iba a fiar? ¿Quién iba a jugársela por un antiguo rojo? Imposible. Por eso los más se quedaban allí a trabajar cuando cumplían la pena, aunque, eso sí, al ser hombres libres cobraban ya el sueldo íntegro.

Capítulo 10. Gente

Roberto Alemán, al que los presos habían bautizado con el sobre nombre del Loco, aprovechó sus primeros días de estancia en Cuelgamuros para irse haciendo una idea de cómo funcionaba aquello. Estaba de vuelta de todo y, tras «su crisis», le importaban un bledo el Movimiento, Franco, o Falange. En realidad nunca le habían importado, nunca le interesó la política y si había terminado por convertirse en militar de carrera era sólo por matar enemigos, rojos, aquellos seres a los que había terminado por odiar tras lo de la checa de Fomento y a los que había jurado exterminar para vengar a su familia. Nunca le habían interesado las luchas políticas. Había participado en la guerra, como tantos, empujado por las circunstancias, más para vengar los desmanes del enemigo con los suyos que por otra cosa. Le constaba que había muchos así también en el otro bando. Personas que, sin ser socialistas, comunistas o anarquistas, habían acabado pegando tiros porque les habían fusilado al padre o a los hermanos. Hubo dos guerras, o mejor, tres. Lo había pensado muchas veces: primero la de los convencidos, fanáticos de uno y otro bando que mataban fríamente y que consideraban algo lícito la eliminación del enemigo. La segunda la de gente como él, pobres desgraciados que habían tomado parte por uno u otro bando tras perder a familiares o amigos que habían sufrido la represión de cualquiera que fuera el enemigo. Y la tercera la de la mayoría, gente de la calle que por su quinta, sin comerlo ni beberlo, habían tenido que luchar, padecer y morir por lo que otros les ordenaban. Todo aquello había pasado y quería olvidar, pero era como si su vida se hubiera detenido aquel desgraciado día en que se presentó en la checa de Fomento a preguntar por sus padres y su hermana. Le costaba seguir adelante.

Estaba allí, en Cuelgamuros, por Paco Enríquez, que le había encargado una misión que él quería cumplir, sólo por eso. Pese a que pensaba que él y su general eran soldados y no terminaba de ver claro que Enríquez se hubiera metido en aquel asunto de la ICCP. Explotar a hombres de aquella forma no le parecía honesto. Matarlos en el frente, de tú a tú, era otra cosa… pero abusar así de los soldados enemigos le parecía inmoral. Seguía odiando a los rojos, sí, no cabía duda, pero no tanto como en los primeros días de la guerra. Ahora le parecían inofensivos. Habían perdido y no tenían futuro alguno en aquella sociedad. Los elementos con mando estaban muertos o fugados al extranjero. Aquellos que penaban en Cuelgamuros no eran mala gente. Además, habían pagado con creces cualquier exceso cometido durante la contienda. Eran el enemigo, pero una cosa era matar a un hombre en el frente y otra torturar a un soldado derrotado de aquella manera. Despojar a un combatiente de cualquier atisbo de dignidad de aquella forma era algo miserable y ruin. Añoraba la guerra porque seguía enfermo de odio pero, pese a lo que se contaba de él por ahí, nunca había matado a un hombre desarmado. Miraba a aquellos hombres hundidos, vencidos, acarreando piedras y trabajando como esclavos y sentía algo parecido a la pena. Siempre había temido caer prisionero, sabía lo que era eso. Nadie merecía un trato como aquél, si acaso una muerte en combate, digna, heroica, y. una carta a la madre de su sargento contando cómo el soldado había caído por su país, pero aquello no… No era digno. Sabía que los japoneses se quitaban la vida antes de rendirse y que trataban con una dureza extrema a los prisioneros, pues para ellos un soldado que claudicaba ante el enemigo no era ni siquiera un hombre. Él sabía que las cosas en la guerra no eran, ni mucho menos, tan sencillas. Caer prisionero o ser herido y que te dejaran atrás eran contingencias que muchas vences dependían del destino y que no podían ser evitadas. No tenía nada que ver con el valor sino con las circunstancias, la suerte. Al menos él, durante la contienda, había tenido suerte.

Ahora deambulaba arriba y abajo y observaba. Al principio le seguían un par de guardianes pero enseguida dejaron de hacerlo. No ocurría lo mismo con un delegado de Falange en las obras, un tal Baldomero Sáez. Un tipo orondo con un ridículo bigotillo que unas veces se le hacía el encontradizo y otras se adivinaba en el horizonte, observándole. Le encargó a Venancio que se informara y éste averiguó que era hombre bien relacionado con el secretario general de Madrid, el camarada Redondo. ¿Por qué le seguiría como un sabueso? Le resultaba difícil moverse en ese nuevo mundo que era la victoria. Aquella red de intrigas, influencias y camarillas no era de su agrado. Cuando acabara aquel trabajo debía replantearse qué hacer. A veces, al relajarse, pensaba en la comida de Madrid y en Pacita. A fin de cuentas, aunque se sabía loco, ido, era un hombre, y aunque sólo deseaba que pasaran los días de aquel castigo que le parecía la vida, sentía que algo bullía en su interior al pensar en ella, en sus formas, sus labios y sus pechos, que se movían rítmicamente bajo el jersey de punto al reírse o respirar. Había terminado por convertirse en un viejo verde.

Al menos aquellos parajes eran hermosos, sin duda. Le hacían sentirse bien tras las largas caminatas que daba para mantenerse en forma y relajar la mente. Aquello reconfortaba al espíritu aunque creía no tener alma. Además, no era creyente. El punto más alto era el Pasco de Abantos, a 1.758 metros de altura, al que acudía a diario para hacer ejercicio. Había varios arroyos por allí, el más hermoso el de Tejos, y proliferaban los espinos, helechos, jaras y tomillos. Pocos árboles quedaban del bosque inicial que poblaba la finca que dio nombre al paraje del Pinar de Cuelga Moros, pero aún destacaban algunas hermosas encinas, pinos y algún que otro roble. Hacía frío y el aire curtía como si aquello fuera Siberia. Los presos se empleaban a fondo y los obreros libres se llevaban bien con ellos. No había sabotajes pues sólo habrían provocado accidentes que hubieran ido en contra de los pobres penados o, a lo peor, habrían generado duras represalias por parte de los guardianes. Además, ya había bastantes accidentes de por sí. De hecho, de vez en cuando se producían pequeñas tragedias: una vagoneta que atropellaba a un hombre, una piedra que machacaba una extremidad, fracturas, cortes y muchas contusiones. En la enfermería no paraban.

En cuanto le fue posible se entrevistó con el arquitecto, don Pedro Muguruza, un vasco que había sido hombre sano, atlético y que contaba con cincuenta y nueve años de edad. Era un tipo de esos revestidos con un aire mesiánico, muy religioso, de los que parece que tienen una misión en el mundo. A Alemán no le gustó demasiado pese a que era respetado por los presos pues todo el mundo sabía que los trataba muy bien. Solía pagar comidas especiales de vez en cuando, en fechas señaladas y apoyaba a los equipos de fútbol de las tres empresas en las que jugaban a la vez penados y obreros libres. Se decía que, cuando la quema de iglesias del 31, había recorrido Madrid buscando reliquias y objetos de culto que hubieran podido salvarse de la quema pese a jugarse la vida por ello. A Alemán no le agradaba la gente religiosa en exceso. En el fondo, recordaba que sus padres y su hermana habían muerto por tomarse aquello de las misas y el incienso demasiado en serio. El estallido de la guerra sorprendió a Muguruza, en efecto, en Madrid; pero le ayudaron a salir de la España Republicana desde el cuerpo diplomático británico. Entró en la España Nacional y desde siempre contó con la estima directa del Generalísimo, que le nombró director general de Arquitectura. Era un hombre con una visión grandilocuente de su oficio, muy en la línea de las construcciones majestuosas del Fascio o el III Reich. Se plegaba absolutamente a los deseos de Franco, que era buen dibujante y desde el principio le había hecho diseños muy claros de lo que quería construir en Cuelgamuros.

De su conversación con Muguruza Alemán sacó dos conclusiones: una, que no era su hombre, pues ni se ocupaba de aspectos relativos al avituallamiento ni le interesaba el asunto. Lo suyo era la piedra, más «inmemorial», decía. Y dos: Muguruza, aun siendo un buen tipo, tenía delirios de grandeza y su mente se prestaba a idear el Nuevo Madrid, una nueva ciudad que iban a construir al oeste del viejo Madrid, con una enorme Vía Triunfalis y con multitud de viaductos que constituirían mastodónticos accesos a la urbe. De hecho, llegó a reconocerle que aceptaba de forma tácita la corrupción imperante pese a que, en muchas ocasiones, las obras se habían visto ralentizadas por la falta de materiales que a la mínima se desviaban al mercado negro. Aquello era cosa aceptada y no se podía luchar contra que los capataces completaran sus exiguos sueldos con algún que otro complemento sacado del estraperlo. Alemán supo por Muguruza que éste había tenido que ponerse serio porque los vagones de cemento, al llegar al Escorial, eran cargados en camiones cuyos conductores desviaban la carga llevándola a otras obras. Muchos materiales se vendían sin llegar al destino; tierras, gravas y otros. Sobre las vituallas, le dijo que en todos los campos de trabajo se distraían alimentos al mercado negro, que era asunto conocido aunque nadie hablaba de ello pues todos estaban implicados.

Alemán salió del despacho del arquitecto con la sensación de que todo lo referido a la arquitectura en Muguruza, en Franco, en el Régimen, era extravagante, excesivo e imposible de desarrollar. Más tarde supo que a aquellas alturas el hombre ya estaba enfermo: una enfermedad rara, esclerosis en placa o algo así. Se lo dijo el enfermero que tenía que ponerle inyecciones cada tres horas. Había que reconocer que pese a que su enfermedad era dolorosa, aquel tipo lo disimulaba a la perfección. Iba, venía y trabajaba mucho. Bajo el punto de vista de Alemán, se desvivía en algo inútil. Un mausoleo absurdo. Pero hacía lo que podía. Quizá el fallo era del sistema, del Movimiento. No había vías de ferrocarril, carreteras, puentes, hospitales ni dinero para construirlos y aquellos jerarcas se dedicaban a diseñar estructuras mastodónticas e inútiles. Ingenuos.

De todo aquello, lo único que de verdad tenía posibilidades de salir adelante era el Valle de los Caídos y gracias a las ingentes cantidades de dinero restadas al Tesoro Público y al esfuerzo, la sangre y el sudor de los presos. Estaba claro que Franco quería superar a Felipe II construyendo su mausoleo en un lugar más alto, quería que la cruz que debía presidir el monumento se viera desde Madrid en los días claros, e incluso desde media Castilla. Delirios de grandeza. Supo que su hombre u hombres se hallaban buscando en otra dirección.

Reencontrarse con su diario cada domingo era una especie de rito, de sana costumbre, que hacía que Tornell se sintiera un paso más cerca de la libertad.

Solía resumir en sus notas lo ocurrido durante la semana, volcaba sus anhelos para los próximos días, anotaba reflexiones, dibujaba flores y se desahogaba.

Aquella semana había sido accidentada ya que el martes habían llegado varios presos nuevos. Uno de los penados recién llegados se llamaba Abenza, Carlos Abenza y era apenas un crío de diecinueve años. Ni Tornell ni Alemán ni los demás podían siquiera sospechar la influencia que la llegada de aquel crío iba a tener en sus vidas y en los hechos que tuvieron lugar aquel invierno. Le tocó dormir en el barracón de Tornell, en un camastro junto al suyo, así que en cierto modo terminó por apadrinarlo. El crío se sentía perdido, tenía miedo y entre todos los del barracón le ayudaron a sentirse un poco mejor. Era estudiante de Filología y parecía ser que se había metido en un buen lío. Según contó, pertenecía a la Federación Universitaria Escolar. Lo habían pillado en no se sabía qué historia de unos panfletos y una imprenta ilegal y le habían condenado a dos años de cárcel. Era poco pero a él le parecía un mundo. La primera noche lloró desconsolado y Tornell le ofreció tabaco. «No fumo», contestó hipando. Se rumoreaba que en comisaría le habían dado lo suyo y luego, en el juicio, llegaron a pedirle doce años. Estaba claro que era de buena familia y que no había trabajado en su vida. Se hacía evidente que de haber sido un don nadie le habrían condenado a una pena mucho mayor; además, Tornell y los demás le hicieron ver que con el asunto de la reducción por trabajo, apenas si estaría allí un año. Con aquello Abenza pareció tranquilizarse un tanto. Había esperanzas porque, según se rumoreaba, el Patronato estaba barajando la posibilidad de aumentar la reducción de un día por jornada trabajada a seis. Una gran noticia para todos que, según los guardianes, no era ninguna tontería pues al Régimen le sobraban presos en las cárceles y mantener a tanto recluso salía carísimo. Resultaba irónico pues los mataban de hambre, pero el elevado número de penados que quedaba en los campos elevaba, curiosamente, el coste de aquella minuta. Enseguida apodaron Carlitos al nuevo y entre todos se conjuraron para echarle una mano porque en el trabajo, desfallecía. Tenía las manos llenas de callos y le sangraban, como ocurría al principio a todos los nuevos. De hecho, había sido visitado por el médico porque se le estaban llagando. A Tornell, el crío le recordaba su llegada al campo no hacía tanto tiempo; hecho un espectro, a punto de expirar en cada pequeño esfuerzo, a cada paso. No se explicaba ni cómo seguía vivo. O sí. Se sabía con una misión. Colás e Higinio, los compañeros, habían hecho un esfuerzo y movido influencias para llevarle allí y no podía decepcionar a aquella gente. Colás Berruezo era el hombre más bueno que había conocido. No le debía una vida sino varias y tenía que agradecérselo. Colás era algo así como el comunista bueno. Todos se reían de él llamándole de aquella forma pero él ni se enfadaba, era todo paciencia. Tornell le había visto moverse pesadamente por las trincheras acarreando dos y hasta tres fusiles «por si algún compañero perdía su arma». Debía haber sido cura e irse a curar leprosos a las misiones. Era de esos tipos que siempre veían el lado bueno de las personas y creía en la revolución como nadie. Un buenazo que quería cambiar el mundo haciendo el bien. Si hubieran tenido diez mil como él hubieran ganado la guerra, o eso decía Tornell medio en broma medio en serio. Un tipo noble que de pocas lo estropea todo, pues Colás, aquel tercer sábado de octubre, había conseguido que le dieran permiso para bajar al pueblo de El Escorial y ver torear a Bienvenida. No en vano, era preso de confianza y el señor Licerán le fiaba. El pobre Colás, al acabar la corrida, entusiasmado, había tomado unos chatos de vino de más y se había emborrachado como una cuba. No llegó a tiempo del recuento y aquel falangista que vagabundeaba por el campo, Baldomero Sáez, lo sorprendió llegando a Cuelgamuros cuando ya se había tocado silencio. Avisó al guardián de servicio, que por desgracia era el Amargao, y se lo llevaron entre empellones al destacamento de la Guardia Civil.

Baldomero era un fanático falangista, un camisa vieja que fustigaba a los presos cuando pasaban junto a él. Un sádico. En el barracón, Tornell preocupado por el destino de su amigo, no podía pegar ojo. Pensaba en Colás, en lo mucho que le había ayudado y supuso que estarían dándole una buena paliza. ¿Qué se podía hacer? ¿Lo mandarían a un campo? Entonces se le ocurrió una locura. Sin pensarlo dos veces salió del barracón. Una imprudencia, porque eran las doce y media y estaba violando el toque de queda. Ni siquiera pensó en que se exponía a que le pegaran un tiro si le confundían con un fugado. El corazón le latía desbocado y parecía que las sienes le fueran a estallar pero siguió caminando sin pensar en ello. En un momento llegó a casa del señor Licerán.

– Pero… ¿estás loco? ¿Qué haces aquí? -le dijo cuando abrió la puerta.

– ¡Se han llevado a Colás!

En cuanto Tornell explicó lo que pasaba, el capataz se puso un abrigo sobre el pijama.

– ¡Vamos! -repuso.

– Pero… ¿el toque de queda?

– ¡Vas conmigo, cojones!

No tardaron en llegar al destacamento. Al momento les salió al paso un cabo de la Guardia Civil. El señor Licerán, muy tranquilo, se adelantó ofreciéndole tabaco.

– Ha entrado pronto el frío, ¿eh? -dijo rompiendo el hielo. Era hombre de mundo y tenía experiencia.

– Y que lo diga. -El «civil» miró a Tornell con cierta desconfianza. No en vano era un preso moviéndose por el campo a deshora.

– Es un buen hombre -dijo Licerán refiriéndose al penado-. Va conmigo, tranquilo.

– Perdone, señor Licerán, pero no deja de ser un preso y está fuera del barracón, debo dar parte.

– Espera, hombre, espera. Hemos venido a interesarnos por mi mejor cantero que se ha «chispao» y ha llegado tarde al recuento.

El otro que, disimuladamente, se había quedado con el tabaco del capataz, se cerró en banda y contestó mirando a Juan Antonio.

– Sí, la ha armado buena. Pero no se puede dar información sobre un detenido, lo siento. Además, debo dar parte. ¿Cómo te llamas?

Tornell tuvo que morderse la lengua para no soltarle un improperio. Aquel tipo se estaba poniendo pesado y amenazaba con empeorar la situación. Licerán terció.

– Hombre, hombre, no nos pongamos así, ¿cómo se llama usted, cabo? Algo podrá arreglarse…

– Me llamo Martín, cabo Martín, y no sé qué hacen ustedes aquí y qué está insinuando.

Aquello comenzaba a ponerse feo. Por lo que parecía, el guardia civil estaba de mal humor y podía pagarlo con ellos.

Así eran las cosas. Entonces, una voz desde detrás de Tornell dijo:

– ¿Qué cojones pasa aquí, Martín?

Licerán y Juan Antonio se giraron y vieron a Fermín, el guardián al que todos apodaban el Poli bueno. Bajaba por la cuesta hacia ellos.

– Aquí, estos… señores… -dijo tras mirar al encargado de Banús-… que hay algo raro…

– Un momento, un momento -apuntó el guardián-. No me seas tiquismiquis que aquí, Licerán, es hombre de confianza de los señores Banús. ¿No lo sabías? A ver si te vas a meter en un lío, Martín, que te conozco. Es mejor no molestar a la gente importante. Aquí lo prioritario es que las obras sigan a buen ritmo. Yo respondo por él y por el preso. Usted, señor Licerán, acompañe a su hombre al barracón y encárguese de que se meta en la cama. Yo me entiendo con aquí, mi buen amigo Martín.

– Pero… -insistió Juan Antonio-… Es que hemos venido por…

– Déjame a mí el asunto, Tornell. No temas por tu amigo.

Aquello dejó de piedra al preso. ¿Cómo sabía lo de Berruezo? Él no estaba de guardia. Licerán y Tornell hicieron lo que decía Fermín que, pese a ser un simple guardián, parecía tener cierto ascendente sobre el cabo de la Guardia Civil.

Cuando el capataz le dejó en el barracón Juan Antonio se metió en la cama. No podía pegar ojo entre los sonidos de los hombres que duermen hacinados. Le venían a la cabeza imágenes que creía apartadas de su mente y veía en ellas a Colás. Tenía miedo por él. ¿Cómo había podido actuar así? Él solo, por una tontería, se había metido en un buen lío. Lamentó ser ateo pues de buena gana hubiera rezado por si aquello ayudaba. Las horas se hicieron eternas. Al fin, a las siete, apareció Fermín por el barracón. Le dio con el brazo para despertarle, porque se había quedado traspuesto, y con un gesto de la cabeza le animó a acompañarle al exterior. Hacía un frío de mil demonios. Tornell sólo tenía una chaqueta y, aunque se forraba el pecho con papel de periódico, sentía como si le taladraran mil agujas.

– Tranquilo, que esta misma mañana sale -dijo el guardián.

Tornell suspiró de alivio.

– ¿Le han pegado? -preguntó.

– No, está durmiendo la mona. Ha habido suerte. El cabo Martín es de mi pueblo y yo trapicheo un poco con los civiles, ya sabes, algo de tabaco, aceite…

Tornell se sorprendió mucho por aquello pues tenía al guardián por un hombre muy recto. Comprendió que el trapicheo era algo aceptado en aquel mundo. El mercado negro había hecho ricos a muchos en poco tiempo y en un país asediado por el hambre y el racionamiento era imposible poner freno a algo así.

– Yo me encargo del castigo -dijo el guardián-. Haré que le metan cinco domingos de trabajo, sin descanso.

– Muchas gracias, Fermín.

– Es mejor que una paliza o quién sabe, que lo hubieran mandado de nuevo a prisión. -Tornell le dio la mano, ni siquiera supo si llegó incluso a besársela. Así de agradecido estaba.

– Y ahora vete a dormir. Es domingo y podrás haraganear…

– Muchas gracias otra vez.

– No hay de qué -dijo.

Entonces, cuando se giraba para irse, Tornell acertó a decir:

– Fermín…

– ¿Sí?

– ¿Cómo es que usted?… ya sabe, siendo su compañero… tan… duro con nosotros… y usted, en cambio… es…

– ¿Quieres preguntarme por qué os trato bien?

El preso asintió. Fermín, entonces, encendió un pito con parsimonia. Había decidido quedarse un rato.

– ¿Quieres?

– Sí -contestó Tornell-. Me vendrá bien.

El guardián exhaló el humo con cierto placer y dijo:

– Yo era como mi compañero, Julián, al que llamáis el Amargao. No te preocupes, lo sé, hace tiempo que me enteré. Es mi trabajo saberlo todo. Esto es como un cuartel o un colegio, todo el mundo tiene su apodo. Yo fui como él, sí. Bueno, no. Era peor. Disfrutaba con mi trabajo. A veces uno se siente bien notando el miedo de los demás, pegando a gente que no puede defenderse… vengándote en ellos de los palos que da la vida… Es difícil de explicar pero se siente uno mejor, fuerte, poderoso… Un buen día, estaba yo por aquel entonces en la cárcel de Vitoria y la guerra aún no había acabado, aunque recuerdo que la victoria era inminente y el volumen de presos que iba llegando era brutal. Algo acojonante, oye. Vascos, muchos vascos, todos los que caían prisioneros… pues ya. sabes, los mandaban para arriba a ser juzgados. Cada noche me daban una lista de unos veinte tíos e íbamos a buscarlos. Nos acompañaban y pasaban la noche en la capilla con el cura, uno de Bilbao, con una boina enorme. Luego, al amanecer, se les fusilaba. Un buen día, no sé por qué exactamente, la lista de condenados a muerte fue muy corta: cinco hombres. Paso a por ellos, los nombro, se despiden de los otros presos (yo esto lo hacía como el que oye llover, sin un atisbo de sentimentalismo) y ¡hala!, allá que nos vamos para la capilla. Cuando llego, toco a la puerta y sale el cura. Le doy la lista, mira tras de mí y ve sólo a cinco presos… y con cara de pena me dice: ¿tan pocos?

Entonces se hizo un silencio. Tornell notó que Fermín quedaba muy serio, como pensativo. Revivía aquella escena como si estuviera volviendo a producirse.

– Se me encendió una bombilla, Tornell, una bombilla. ¿Te das cuenta? ¿A qué extremo habíamos llegado que un cura se lamentaba de que ese día se fusilara a tan poca gente? ¡Dios, era un cura! Debía velar porque no nos matáramos entre nosotros… Joder… Cuando vi la cara del cura y oí aquel maldito comentario que hizo, supe que habíamos perdido el norte, el buen camino. ¿En qué nos habíamos convertido? Y es por eso que os trato bien…

Y dicho esto, sin dar más explicaciones, se giró y se fue cuesta arriba hacia su casa sin siquiera despedirse. Tornell sintió que se le ponían los pelos de punta y optó por ir a dormir un poco.

Capítulo 11. Tabaco

Después de los acontecimientos de aquella noche Tornell pasó casi todo el domingo durmiendo. Fue a misa, eso sí, por el ticket. Comió bien y volvió a descansar. Estaba más tranquilo. Cuando quedó a solas en el barracón, aprovechó para hacer anotaciones en su diario. Colás apareció por allí a eso de las ocho de la noche. Tornell dio las gracias de nuevo al señor Licerán y al Poli bueno, Fermín. Nada más verle, le dijo a Colás que se merecería trabajar no cinco sino mil domingos, por idiota. No le habían pegado. Entonces, tras sermonearle como si siguiera siendo su subordinado, se abrazó a él y rompió a llorar. No sabía muy bien qué le pasaba pero no pudo evitarlo. Se sintió como un niño, invadido por la emoción, y se deshizo en un mar de lágrimas. Le molestó mucho que, casualidades de la vida, en aquel momento pasara por allí Roberto Alemán, el Loco, el del incidente de las piedras. Aquel desequilibrado se quedó mirándole con curiosidad, con ojos escrutadores. Luego siguió su camino. Estaba chiflado. Tornell sabía cómo las gastaban aquel tipo de fanfarrones que no perdonaban la debilidad. Y mientras tanto él, allí, llorando como una colegiala. No quiso pensar más en aquello. Lo importante era que Colás estaba bien. Entonces, sin poder evitarlo, su mente volvió a Alemán. ¿Qué le ocurrió tras escapar de la checa?

Roberto Alemán continuó con sus pesquisas pero, de momento, no avanzaba demasiado. Comenzaba a sospechar que aquellos que distraían las mercancías conocían de la naturaleza de su misión allí. Desde su llegada había acudido un par de veces a la oficina a comprobar discretamente los estadillos: primero sobornó a un administrativo del campo, Paco López Mengual, un buen tipo. Gracias a él pudo comprobar -siempre eligiendo una o dos mercancías al azar- las cantidades entrantes y luego las que quedaban en el almacén y éstas coincidían plenamente.

Además, su ordenanza, Venancio, le ayudó encargándose de vigilar, discretamente, la llegada de los camiones y su descarga. Por extraño que pareciera no había visto nada raro. Alemán había hecho averiguaciones telefoneando a la ICCP. Logró hablar con un viejo compañero de la Academia de Alféreces Provisionales, José Antonio Jamalar, que le había contado que era práctica habitual distraer las mercancías cuando llegaban a los campos. De manera que el estadillo que se llevaba a modo de inventario y el menú diario que se registraba en la oficina no coincidían con lo que de verdad se servía a los presos en los campos. Siendo práctica habitual el desvío de alimentos para el mercado negro resultaba muy extraño que el menú coincidiera con el de la oficina. Además, Venancio había hablado con unos presos que decían que el rancho había mejorado ostensiblemente en los últimos días. Todo aquello apuntaba en una dirección: los implicados en el estraperlo sabían de la naturaleza de su misión, estaban sobre aviso y le sería muy difícil descubrirles. No estaban robando ni un gramo de harina y así seguirían mientras él se hallara en el campo.

A Alemán, por otra parte, le llamó la atención encontrarse una mañana por allí a Millán Astray que, siguiendo su línea de comportamiento habitual, soltó una soflama insufrible a los penados. Roberto sabía que estaba totalmente ido y aquello le animó, la verdad, pues era agradable comprobar que había alguien peor que él. Las mutilaciones asustaban a la gente y Millán Astray sabía jugar con aquel detalle y sacarle partido. Cuando lo vio le saludó muy afectuosamente porque sabía que la gente creía a Alemán tan loco como él. Los presos aguantaron estoicamente su arenga patriótica porque sabían que, al acabar, siempre tenía el detalle de repartir tabaco a espuertas. Charló con aquel loco durante algo más de diez minutos y se alegró al saberse fuera del acceso a los círculos de poder. Todos aquellos tipos estaban para encerrarlos en un manicomio y tirar la llave. El director del campo era otra cosa. A Alemán no le gustaba y era su máximo sospechoso. Pudo averiguar en administración que tenía deudas -quizá era su hombre-. Su mujer era una mandona, una bruja horrible a la que odiaban los presos. Había convencido al marido, un pusilánime, para que los penados llevaran unos botones o chapas de identificación: blancos si cumplían treinta años de pena y dorados si habían tenido condena a muerte. A los capataces -que eran quienes manejaban aquello de verdad- no les agradaba la medida y habían llegado a enfrentarse al marido. En cualquier caso, aquella mujer antipática y mal encarada se creía una réplica de la mujer de Franco y eran frecuentes sus viajes a Madrid para malgastar en ropa y collares. Los capataces, fieles a sus respectivas empresas, no eran partidarios de que se maltratara a los presos. Sabían que un obrero contento rinde más; además, los penados convivían con obreros libres que eran quienes tenían acceso a los explosivos y a las tareas de más responsabilidad. Críspula se llamaba aquella beata a la que Roberto decidió no perder de vista. Otro posible sospechoso para Alemán era el capitán de la Guardia Civil. Nadie comprendía para qué era necesaria la presencia de un oficial allí para tan poco destacamento por lo que se rumoreaba que era un enchufado. Otros decían que estaba allí castigado, para purgar un asunto de faldas con la hija de un general a la que había arrastrado al mal camino. Se decía que era un hombre vicioso, de origen aristocrático, un tipo decadente que nunca subía al destacamento donde un sargento se hacía cargo de todo. Alemán averiguó que el capitán era morfinómano. Se llamaba Trujillo, capitán Trujillo, y al parecer se había aficionado a aquella droga durante la guerra, como tantos otros. Eso le hacía vulnerable y un posible sospechoso pero apenas acudía al destacamento desde su casa en El Escorial por lo que no debía estar al tanto de los tejemanejes del campo. ¿Cómo podría controlar el desvío de alimentos desde el pueblo? Alemán llegó a la conclusión de que debía entrevistarse con él.

El sabueso que Falange había colocado tras sus pasos continuaba siguiéndole. Aquel Baldomero Sáez era un tipo brutal que disfrutaba propasándose con los presos. Alemán reparó en que a él, sorprendentemente, aquellos pobres prisioneros comenzaban a darle pena. Igual se estaba haciendo blando. ¿Por qué le seguía Sáez? Necesitaba información sobre el falangista, pero ¿dónde podría obtenerla?

A mitad de semana ocurrió algo que vino a preocupar sobremanera a Juan Antonio Tornell. Algunos hombres jugaban a los bolos al acabar la jornada. Lo hacían junto a los barracones, pese al frío, y los demás pululaban por los alrededores echando un cigarro o charlando antes de que llegara la hora de la cena. Fermín, el Poli bueno, les vigilaba siguiendo las incidencias del juego mientras dejaba pasar los minutos hasta que llegara la hora de retirarse a su pequeña vivienda. Entonces apareció por allí Alemán. A Tornell le daba grima. Todos le tenían miedo y él temía que algún día supiera que una vez, aquel despojo humano que tenía delante, un prisionero, había sido el encargado de esclarecer los detalles de su fuga. Curiosamente, el militar se dirigió hacia él y le arrojó, sin más, un cartón de tabaco.

– Toma -dijo por toda presentación.

Tornell y Colás, que charlaban tranquilamente, se levantaron de golpe para cuadrarse.

– Sentaos, sentaos -dijo Alemán-. Descansad.

Hubo un silencio embarazoso. Todos los presos miraron hacia el lugar donde se encontraban. Incluso los que jugaban a bolos interrumpieron la partida.

– Perdone, señor, no entiendo -repuso Tornell tímidamente.

– Son para ti. Te lo mereces -dijo el capitán.

– Pero esto… señor, esto es mucho. Es un tesoro -farfulló el preso totalmente avergonzado.

– Bah, una nadería, tengo un montón. Estuve en aduanas.

Tornell no sabía qué hacer. Todos le miraban como acusándole pero no podía rechazar aquello. Hubiera sido considerado como una afrenta por aquel loco y no quería agraviarle. Su reacción podía ser imprevisible al tratarse de un demente. Colás, discretamente, se hizo a un lado. Tornell, con el cartón de tabaco en la mano, hizo un aparte con el oficial.

– Señor, usted disculpe -le dije-. Le agradezco mucho este detalle, pero no sé por qué merezco esto.

– El otro día te vi. Llorabas.

Juan Antonio sintió una punzada de rabia. No le agradaba que uno de sus carceleros le hubiera visto llorar. Había jurado no darles el gusto de verle vencido, humillado. Además, aquel tipo era un chalado. ¿A qué venía aquello?

– No, no te preocupes -continuó diciendo el Loco-. Sé lo que pasó con tu compañero, me han contado que violaste el toque de queda para intentar socorrerle. Ese Colás y tú tenéis valor. Os apoyáis en la desdicha, en los momentos más difíciles, como hacen los buenos soldados y los hombres valientes. Compártelo con él si quieres. Te honra haber llorado por ver sano y salvo a un amigo, eres un buen tipo Tornell. Es un presente de soldado a soldado. -Volvió a hacerse el silencio entre ellos.

Alemán miró alrededor y reparó en que todos les observaban.

– ¡Cada uno a lo suyo! -gritó entonces el oficial mirándoles con mala cara. Los presos volvieron, sumisos, a sus actividades. Alemán tomó a Tornell del hombro y lo apartó para que se sentara junto a él en una enorme piedra.

– No te preocupes, hombre, no pasa nada. Toma asiento, no muerdo -dijo como invitándole a charlar.

Juan Antonio hizo lo que el oficial le decía y tomó la palabra:

– Señor, no se lo tome a mal. Le agradezco mucho el gesto, pero es que mis compañeros pueden pensar que… que soy…

– ¿Que eres un chivato?

– Sí, más o menos.

Alemán estalló en una violenta carcajada.

– ¡Qué coño! -dijo-. Tú eres un tipo valiente, con más cojones que todos esos piltrafas. No temas. Lo saben. Y te respetan por ello. Además, he leído tu expediente.

– Si no le importa, me gustaría repartirlo. El tabaco, digo.

– Sí, sí, buena idea, así limarás asperezas. Lo entiendo, lo entiendo…

Quedaron en silencio de nuevo.

– ¿Sabes? Tú y yo somos oficiales. Luchamos en bandos distintos y uno ganó, sí, pero debemos ayudarnos, ¿no? -dijo de pronto el Loco.

Tornell asintió. Aquel tipo le ponía nervioso. Estaba para encerrarlo en un psiquiátrico.

– No debes tenerme miedo -continuó-. Sé que se cuentan cosas sobre mí. No hagas caso, la mayor parte de ellas son falsas.

– Pero dicen que usted escapó de la checa de Fomento.

– Sí, ¿ves? Y eso sí que es verdad. Aún no me explico cómo pude hacerlo. Salí de allí hecho una bestia, un animal peligroso. No negaré que he sido un buen soldado, ya sabes, matar es nuestro trabajo. Pero se dicen muchas mentiras, en mi vida he dado el tiro de gracia a un tío. Lo mío fue siempre el frente. Salvo…

– ¿Sí?

– Salvo al acabar la guerra. Había jurado vengar la muerte de mis padres y de mi hermana. Murieron en aquella checa. -Tornell puso cara de pena y disimuló como si no lo supiera-.Yo me había propuesto cazar a todos los chequistas que pudiera. La mayoría logró escapar al extranjero. Pero di cuenta de los que quedaron aquí. Varios. El último, Felipe Sandoval.

– El doctor Muñiz.

– Se hizo famoso, ¿eh? Menudo hijoputa. Todo el mundo en España llegó a conocer a ese carnicero.

– No, no, yo lo conocí personalmente.

– ¡Cómo!

Tornell notó que el otro le miraba con desconfianza.

– Sí, de mis tiempos de policía. Sandoval era un delincuente. Era de Madrid, sí, pero cometió muchos delitos mientras vivía en Barcelona.

– Por un momento pensé que igual habías sido anarquista pero, claro, tú fuiste policía. ¿Cómo ibas a andar enredado con la CNT?

– Y de los buenos -dijo Tornell con cara de pena-. Me gustaba mi trabajo y no se me daba mal, la verdad. Recuerdo a Sandoval. Un ladronzuelo. Había salido por piernas de París, donde desplumó a una doméstica. Lo detuvimos varias veces. Allí, en Barcelona, fue donde los carceleros le deformaron la cara de una paliza. El tipo había intentado fugarse en un motín muy violento y lo cazaron. Le dieron lo que no está en los escritos. Luego se hizo anarquista. Lo demás, ya lo sabrá usted.

– Sí. Lo sé.

– Me lo encontré en Madrid, cuando la guerra. Iba armado y acompañado por tipos violentos como él. Me miró mal, me recordaba. Sentí miedo, la verdad, era evidente que estaba aprovechando para igualar cuentas con aquellos que le habían afrentado en el pasado. ¿Cayó prisionero?

– ¿Cómo?

– Sí, Sandoval. ¿Fue hecho prisionero?

– Intentó escapar por Alicante pero, como ya sabrás, los barcos no llegaron a tiempo.

– Lo sé.

– Alguien lo identificó y lo mandaron para Madrid en la Expedición de los 101.

– ¿Los 101?

– Sí, los más buscados: periodistas, diputados, alcaldes, pistoleros, criminales… no creas, el tipo cantó de lo lindo. Está todo en la «Causa General». Me avisaron. Cuando llegué estaba ido, entre la tortura y las amenazas de sus compañeros había terminado por romperse. Todos sabían que había confesado y delatado a sus camaradas. Le animaban a matarse desde sus celdas y no le dejaban dormir, los carceleros lo escuchaban todo.

Hubo un nuevo silencio.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Juan Antonio arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.

Alemán lo miró fijamente a la cara.

– Lo tiré por la ventana -dijo sin atisbo de emoción.

– Vaya.

– Luego dijeron que se había suicidado. Quizá no debí hacerlo. No creas, Tornell, es la única vez en mi vida que he matado a un hombre desarmado, lo juro. Pero no me arrepiento. Había leído su declaración y sabía que era carne de cañón. Undesgraciao sin padre que había crecido en la barriada de las Injurias. Un crío que se había criado delinquiendo y malviviendo de la caridad de los hospicios. Lo sé. Sé que un tipo así no tiene oportunidad en la vida. Pero yo quería hablar con él, echármelo a la cara y preguntarle qué culpa tenían mi hermana y mis padres de aquello, de que su vida hubiera sido así. Y yo mismo. ¿Qué le habíamos hecho?

Alemán volvió a quedar en silencio. Roberto siguió hablando:

– Pero no. Lo vi y no pude contenerme. Lo enganché del pescuezo y lo levanté en peso. Ya no parecía tan valiente, ¿sabes? Lo arrojé al vacío, sí. De pocas me cuesta un disgusto. Me salvó el que ya hubiera cantado de pleno.

Tornell miró al capitán a la cara, parecía hacer un gran esfuerzo por recordar, como si se hallara lejos de allí.

– ¿Sabe? Siempre he pensado que gente así, como Sandoval, son los que nos hicieron perder la guerra. Los sádicos, los torturadores se crecen en ocasiones como aquélla. El caos y la desorganización nos perjudicaron, pero la gente como el doctor Muñiz nos hizo perder muchas adhesiones, sobre todo entre las clases medias.

– No tengas duda, Tornell, no tengas duda. Yo mismo no tenía filiación política alguna y mira… Pero los verdaderos culpables son los que estuvieron de acuerdo en utilizar a carniceros así para lograr sus fines.

– Quizá. Nunca estuve de acuerdo con lo que ocurría en las checas, Alemán.

Roberto asintió con la mirada perdida. Entonces habló:

– Eso, viniendo de un rojo tiene un gran valor para mí, Tornell. Y no creas, que los míos también hicieron cosas… podría contarte cosas que vi, barrabasadas cometidas por los moros que asustarían al más templado. La guerra, amigo, la guerra. Y se siguen haciendo barbaridades, créeme.

Volvieron a quedar en silencio.

– Disfruta del tabaco y descansa. Eres un buen hombre, Juan Antonio -dijo Alemán levantándose y dando por terminada la conversación.

Cuando Tornell quedó a solas reparó, con sorpresa, en que había sido agradable charlar con aquel tipo. Sintió, una vez más, lo sucedido en la checa y comprendió por qué la guerra creaba monstruos como aquél. Lo que más le preocupaba era que, por un momento, había estado a punto de contarle lo de la investigación que él mismo había llevado a cabo. Lo tomaría por uno de sus captores. Se mentalizó para no meter la pata y no comentar el asunto con nadie, ni siquiera con Colás.

Capítulo 12. Toté

Aquella mañana Tornell esperó ansioso el autobús de la Tabanera que llegaba desde Madrid por Guadarrama tras pasar por El Escorial. Había oído misa para que le sellaran el ticket y se había bajado a esperar la tartana. Los presos que iban a tener visita aguardaban impacientes. Él el que más. Temía que hubiera algún imprevisto y que Toté tampoco pudiera ir esta vez. Cuando vio llegar el autobús sintió que se le saltaba el corazón. Ella bajó la primera: guapa, alta, siempre tan distinguida, incluso en un lugar como aquél. Tornell corrió hacia ella y se fundieron en un abrazo. No podían dejar de llorar. Ninguno de los dos.

Ella, tras unas lágrimas iniciales, se separó, y tras echarle un vistazo dijo:

– ¡Estás en los huesos! ¿Qué te han hecho?

Juan Antonio le chistó para que no hablara en esos términos.

– ¡Qué dices! -contestó sonriendo-. Ahora estoy hecho un Tarzán. Si me hubieras visto al llegar aquí…

Volvieron a abrazarse y se besaron profunda y lentamente.

El cura andaba por allí, como siempre, para evitar que los presos y sus mujeres sobrepasaran el decoro con sus muestras de cariño, por lo que Tornell la tomó del brazo y se perdieron monte arriba. Como hacían los demás. Allí, bajo un enorme pino, sin apenas haber hablado hicieron el amor. Dos veces. Hacía seis años, quizá más, que Juan Antonio no sabía lo que era estar cerca de una mujer, de su mujer. Era maravilloso estar allí, como en un sueño, tocarla, olería. Su piel era tan suave… En aquellos momentos, ésa era la única realidad y Cuelgamuros parecía una mala pesadilla de la que acababa de despertar. No podía evitar el recuerdo de lo que había pasado en los campos de concentración en los que había malvivido. Recordaba el frío de Teruel, cuando cayó prisionero, herido en la pierna y tratado como un perro. No le avergonzaba recordar que les había contado todo lo que sabía sobre las posiciones del ejército de Saravia. Además, acababan de llegar a la zona y tampoco era gran cosa. No quiso darles la oportunidad de que le hurgaran en la herida para hacerle hablar. Había sido hecho prisionero por el plan de un niñato analfabeto, aquella idea peregrina de los perros y la dinamita y estaba enfadado por ello. Aquel sistema no merecía que se resistiera y sufriera tortura por continuar con el delirio, el desorden que les llevaba de cabeza al caos. Sólo pensaba en su mujer, en sobrevivir. Fue un cobarde quizá. Pero no es fácil pasar por una situación así. Herido, prisionero, a veinte grados bajo cero. Logró sobrevivir gracias a unos ajos que llevaba en el bolsillo. Tres cabezas. Los comía crudos porque sabía que eran buenos para la circulación y para las infecciones. Pasaron seis largos días hasta que le evacuaron a un hospital. Todo eso y más se agolpaba en su mente junto a Toté, convirtiéndose a sus ojos, en alguien más callado y extraño.

– ¿Dónde estás, Juan? -le dijo ella acariciándole la cara.

Tumbados en una manta de cuadros, bajo un enorme pino, notaba que ella le miraba con pena, horrorizada por el aspecto que el hambre y las privaciones habían terminado por darle. No le gustaba que su mujer le viera así. Se pusieron al día: no, no estaba con nadie, le había esperado. Siempre había sabido que estaba vivo o por lo menos había querido creerlo. Supo que había sido hecho prisionero por una carta de su comandante. Temió lo peor, sí, pero al acabar la guerra se sintió aliviada porque al menos pudo saber que estaba vivo, que no lo habían fusilado. La Cruz Roja la había ayudado a saber dónde se hallaba. Ella volvió a llorar cuando le contó que su padre y su madre habían logrado escapar por la frontera con Francia al acabar la guerra, como tantos y tantos catalanes. Estaban muertos. Su padre, Hereu, no pudo reponerse de aquel camino a pie y falleció en un campo de prisioneros en Francia. Enriqueta, la madre, le siguió un año después. Hasta ahora no habían podido hablar de ello. Y ella, en sus últimas cartas, se lo había ocultado. Decidieron comer bajo aquel pino, «la suite nupcial», como lo bautizó ella. Hacía frío pero había salido el sol y calentaba el cuerpo. Toté dispuso un mantel de cuadros que sacó de una cesta. Allí había un poco de queso, vino y ¡una tortilla de patatas! Se sintió el hombre más feliz del mundo. Más tarde bajaron al campo, donde Juan Antonio cambió el ticket por algo de tabaco y aprovechó para presentar a Toté a los compañeros. Todos quedaron con la boca abierta. Se la comían con los ojos. Se sintió orgulloso de ella.

Tornell reparó en que Toté se esforzaba por agradar. Estuvo muy simpática con unos y con otros, sí, pero él sabía, se le hacía evidente, que estaba horrorizada al ver cómo habían terminado aquellos hombres, valientes defensores de la República en otro tiempo. Todos habían sido soldados, hombres valerosos; él mismo lo fue y ahora se hallaban reducidos a aquella mísera condición de esclavos de los vencedores. Trabajando hasta matarse por conseguir unas monedas y soñando con el día de la libertad. Ya no fantaseaban con salvar al mundo, con eliminar a los capitalistas o acabar con el hambre, no. Todo había terminado. Ella había intentado disimular el horror que le producía verle así, verlos de aquella forma, pero Tornell sabía lo que pensaba. No dejó de decirle que estaba distinto, que había cambiado. ¿Cómo no iba a ser una persona distinta después de haber vivido un infierno? Toté intentaba disimular pero de vez en cuando se le escapaba un «qué flaco estás». Tornell no pudo ni quiso contarle que aquello, comparado con los demás lugares en que había estado, era casi un paraíso. Resultaría increíble para alguien de fuera. Luego dieron un paseo. Ella se sorprendió al ver que había familias de presos viviendo en aquellas chabolas. Dijo incluso que quería dejar el trabajo y vivir allí con él.

– ¡Ni en broma! -contestó él dando por cerrado el asunto.

No quería que su mujer viviera de aquella manera por su culpa. Ella era de buena familia, había crecido en un buen ambiente y estudiado en buenos colegios. No deseaba que terminara malviviendo así, como un animal. Allí hacía mucho frío y en las chabolas apenas podía uno entrar en calor.

– ¡Y tú eres hijo de notario! -le reprochó ella intentando imponerse.

Tornell no recordaba lo guapa que se ponía cuando se enfadaba. Siempre tuvo un algo de lo que carecían las demás; no sólo su belleza sino quizá un aire de distinción que la hacía parecer por encima de las otras, un no sé qué casi aristocrático que le llevaba a pensar que en otra época tal vez hubiera sido duquesa o la esposa de un príncipe. Incluso en los días de la revolución la gente le cedía el paso, le cedían el asiento en el tranvía. Parecía estar por encima del mundo pese a que era una joven sencilla que prefería ver las cosas buenas de los demás en lugar de centrarse en los aspectos más mezquinos de la política. Quizá sólo lo pensaba él y ella era una de tantas, pero la amaba. Tornell supo convencerla para que siguiera con su trabajo y aguantara. Aunque sólo pudieran verse una vez cada tres semanas o incluso, una al mes, aquello era soportable. Él lo podía aguantar. Ahora que la había visto lo sabía. O eso le dijo. La animó diciéndole que ni siquiera tendrían que esperar ocho años. De vez en cuando había indultos. Quizá en cinco o a lo sumo seis años saldría de allí. Entonces se irían al extranjero. En España no podría volver a ser policía y no sabía hacer otra cosa. Una nueva vida en otro lugar. Lejos de aquel país cainita y maldito. Lejos de toda aquella gente, de vencedores y vencidos. Ella, ilusionada y crédula, se convenció sin sospechar que él le estaba mintiendo. No habría otra vida lejos de allí, en otro lugar, pero sólo Tornell lo sabía. Se maldijo por haberle mentido de aquella manera.

Estuvieron ojeando la prensa, las carteleras de cine. Tenían muy buena pinta y fantasearon con la posibilidad de ir juntos a ver una buena película. Tornell no recordaba la última vez que había estado en un cine. Venían anuncios muy grandes, con carteles muy bonitos:Sólo los ángeles tienen alas, con Cary Grant y Rita Hayworth. ¡Qué envidia! Poder salir, de allí, juntos, ser libres…

Cuando se despidieron, ella le abrazó y se echó a llorar. Le quedaba un viaje de vuelta larguísimo por delante y no quería separarse de él. A Tornell se le hizo un nudo en la garganta. Apenas si podía hablar. Cuando vio el autobús alejarse y a ella agitando la mano en la parte de atrás, no pudo reprimir el llanto. Una vez más, el que fuera curtido policía, se deshizo en lágrimas. Y ocurrió por dos motivos: porque no quería que se fuera y porque le había mentido. ¿Merecía ella algo así? ¿Acaso era tan importante su venganza?

En aquel momento, de nuevo, pasó junto a él el Loco Alemán. Iba del brazo de una chica joven, atractiva, que al parecer había subido a verle en un coche negro que llevaba el estandarte de un general. Aquel tipo volvió a mirarle fijamente, de forma extraña, como cuando le vio llorar abrazado a Colás. Tornell se sintió incómodo pues sintió que el otro no le perdía de vista, le miraba y le miraba. Siguió haciéndolo de modo insistente mientras que caminaba cuesta abajo sin soltar el brazo de la mujer. Y él llorando como un idiota. ¿Cómo había podido permitir que aquel hombre, un enemigo a fin de cuentas, le viera así? Sintió rabia. Impotencia. Y vergüenza.

Al menos el crío de la FUE, Carlitos, se adaptaba. Había tenido mucha suerte y hacía dos días que había sido trasladado a la oficina de San Román a hacer de oficinista porque era universitario y su familia parecía tener cierta mano. Lo cambiaron a otro barracón y Tornell lo veía mucho menos. Carlitos parecía triste por el cambio, así que Juan Antonio intentó animarlo contándole que el Rata era de Don Benito como él. Pensó que al chaval le vendría bien hablar con un paisano. Aquello puso muy contento al crío pero le desanimó saber que, de momento, no podrían conocerse porque David el Rata llevaba más de veinte días desbrozando un cortafuegos con un pelotón cerca de Guadarrama y no habían coincidido aún. Esperaba que el contacto con el Rata le hiciera sentirse mejor. Cuando uno está encerrado esas pequeñas minucias son las que te hacen soportable la vida; lo sabía por experiencia. La vuelta de David era inminente, así se lo había hecho saber el señor Licerán, por lo que Tornell se tranquilizó al respecto.

Apenas habían pasado dos días de la visita de Toté y la añoraba más que nunca. Además, le había ocurrido algo raro. Higinio, el hombre al mando de los comunistas, el preso de confianza, se le acercó a la hora de comer y le dijo de pronto:

– ¿Podemos contar con tu ayuda?

– ¿Conmigo? Pues claro, ya lo sabes. Para eso estoy aquí. ¿En qué más os puedo ayudar?

– Algunas cosillas podrás hacer en tu nuevo puesto.

– Bastante hago ya, ¿no? Además, ¿de qué puesto hablas?

Entonces, Higinio le soltó la noticia.

– Te van a dar el puesto de cartero, el lunes.

Tornell se quedó paralizado, sorprendido. Con la boca abierta.

– Pero… -acertó a decir-… ¿de qué hablas? ¿Cómo lo sabéis?

– Es obligación del Partido saberlo todo, ¿contamos contigo? Podrás subir y bajar del pueblo e igual te pedimos algún favor.

– Si no es cosa de riesgo, sí. Tengo mis prioridades.

– Sí, sí, está claro.

– ¿Cartero?

– Sí, sí, cartero. Ya te iré avisando entonces, no temas. Serán cosas sencillas…

Y se fue dejándole intrigado.

Tornell hizo sus indagaciones y supo que, en efecto, el tipo que hacía de cartero, uno de Construcciones San Román, salía libre el lunes.

Pero ¿por qué él? Llevaba poco tiempo allí y aquel puesto era un chollo, sólo para enchufados. ¿Por qué se lo daban a un preso tan nuevo?

No quería hacerse ilusiones, pero pasar de picar piedra a ser cartero sería dar un paso de gigante, una mejora increíble en sus condiciones de vida. No quería ni imaginarlo. Un puesto tan bueno y con tanta libertad le permitiría ir de un lado a otro libremente. Fantástico. Pero no, no podía ser cierto.

Tornell no podía sospechar el motivo por el que iba a ser designado cartero. Si es que aquello iba a ocurrir, claro estaba. Higinio, el jefe de los comunistas lo sabía todo y si decía que así iba a ocurrir, sus razones tendría, por improbable que pudiera parecer. En cualquier caso decidió no pensar en ello. No era bueno hacerse ilusiones en balde.

Capítulo 13. Cartero

Roberto Alemán sufría un supuesto desorden que los médicos que le habían tratado definían como fatiga de campaña. Un ser perdido, sin motivos para vivir y que añoraba el frente, ése era él.

El mismo notaba que tras sufrir su «crisis», al acabar la guerra, se sentía a veces bien, a veces mal. En ocasiones se notaba agresivo, con ganas de gresca, de haría y llevarse por delante a quien hiciera falta con el oscuro propósito de morir más bien pronto que tarde. Otras, las menos, se sentía invadido por una gran melancolía y se perdía por los montes, quedaba alelado, como ido, y apenas si se enteraba del paso del tiempo volviendo a su cuarto sin saber dónde había estado ni qué había estado haciendo. En momentos así sentía miedo de sí mismo, de lo que podía hacer en situaciones como aquélla. Se sabía loco. Algo así le había ocurrido el día en que se encontró por primera vez con Tornell. En aquel momento se hallaba en el punto álgido de uno de aquellos ciclos, uno de esos momentos en que volvía a ser el de la guerra, el oficial bronco, agresivo y audaz, suicida podía decirse, que no dejaba rojo vivo a su paso. En aquellos momentos le salía el odio que llevaba dentro, todo era negro y se sentía poseído de nuevo por aquella fuerza oscura que le había permitido -pese a hallarse malherido- salir por la puerta principal de la mismísima checa de Fomento dejando tras de sí un par de fiambres. Él sabía perfectamente, desde que había salido de la academia como alférez provisional, que la gente exageraba la historia y no se molestaba en desmentir que no era cierto. Que no, que no había matado a quince hombres con una cuchilla de afeitar o que era falso aquello de que había castrado a un comisario político con una bayoneta robada a un miliciano… En fin, se decían muchas cosas y todas eran puras exageraciones, desvaríos que surgen de llevar y traer chismes. A él le beneficiaba, porque gracias a aquellos embustes sus hombres se sabían seguros a su lado, creían que les mantendría vivos, que les protegería del enemigo sacándolos de aquella pesadilla. Le temían, sí, pero preferían estar junto a él que enfrente. Ganó muchas medallas en la guerra y las tiraba al fondo de su arcón.

No las valoraba como los demás. No le importaba. El sólo quería matar rojos, vengarse.

La primera vez que había visto a Tornell éste estaba tumbado, descansando con otros presos. Buscó simplemente una excusa para castigarle haciéndole cargar unas piedras, pero aquel amigo suyo, Berruezo, había salido en su ayuda. Ambos se defendieron mutuamente y Tornell, un desecho humano, físicamente deteriorado, tuvo agallas como para mantenerle la mirada. A él, un oficial del ejército español, un curtido soldado que podía aliviarle el sufrimiento sin pensarlo ni un momento. Se ofreció a hacer el trabajo de su amigo. Con valentía. Aquello hizo saltar un resorte en la mente del oficial. Entonces apareció el otro estado de Alemán, la languidez, la desgana y se retiró dignamente. Por eso les pagó unos aguardientes como muestra de respeto, porque admiraba a los hombres valientes. Unos días más tarde, cuando el amigo de Tornell se había metido en un lío por llegar tarde a la retreta, Alemán los vio abrazados. Tornell lloraba como un niño. Sintió que se estremecía al ver cómo los hombres se apoyaban a veces en la adversidad. No temían mostrar sus sentimientos unidos como estaban por el infortunio. Sintió envidia. Envidia, sí. Envidia porque él no podía llorar. Quizá era eso, un monstruo insensible, una especie de «no humano». A veces pensaba en sus padres fusilados porque su hijo era falangista y porque eran religiosos, fusilados porque su hijo de la UGT había fallecido poco antes de la guerra y no estaba allí para salvarlos. Pensaba en su hermana, tan joven, hermosa y llena de vida. Era casi una cría, inocente, pura. Pensaba en él mismo, en la checa de Fomento, en la celda del palmo de agua, la de los relojes, la de los ladrillos de canto en el suelo… pensaba en su fuga, en cómo había pasado al otro lado, arrastrándose bajo las alambradas, sin poder casi caminar, el cuerpo lacerado… su prima fusilada por esconderle… Lo hacía a propósito, lo revivía para ver si era capaz de sentir como lo hacen las personas normales. Pero era inútil, no podía llorar. Todo aquello anidaba en su interior como un terrible cáncer, como un monstruo que amenazaba con devorarle. Crecía y crecía como algo oscuro y negro que le dominaba empujándole a buscar la muerte cuanto antes. Pero ya no estaban en guerra. ¿Qué sentido tenían las cosas? Aquel tipo, Tornell, había despertado su curiosidad y por eso había repasado su ficha. Había sido un policía brillantísimo, hombre de orden, un buen oficial que había caído preso en Teruel y que acumulaba sufrimientos en los peores campos y prisiones de España. Un tipo con menos motivos para vivir si cabía que él mismo. Y allí seguía, luchando. Había pasado por cosas que Alemán ni imaginaba y pese a eso, Tornell era humano aún.

Un día, a la hora de la comida, lo había visto leyendo cartas a sus compañeros analfabetos que hacían cola para que él pudiera transmitirles las noticias de casa. Decididamente era un buen tipo. Luego supo, de casualidad, en una visita a la oficina, que el puesto de cartero quedaba libre. Al momento habló de Tornell al director y éste, que quería estar a buenas con él por el asunto de las inspecciones, no tuvo ninguna duda. Cuando nombraron cartero a Tornell se sintió bien. Aquello era algo nuevo para él, hacer el bien, contribuir, hacer algo por los demás en lugar de matar gente. Sumar en vez de restar. Y comprobó que aquello le ayudaba. Aquello y Pacita.

Justo unos días antes, el domingo, la joven había acudido a verle. Alemán se quedó de piedra al verla aparecer por Cuelgamuros. Había acudido en el coche oficial de su padre, así que Roberto supuso que su general estaba al tanto de la visita y la aprobaba. Estaba guapísima y le agradó que fuese tan decidida. Y eso que era una cría. Había ido a verle porque le apetecía, sin ocultar que él le importaba. Increíble, ¿no? Quizá era demasiado joven pero, sin saber por qué había comenzado a llegarle muy hondo. Comieron en el pueblo: paella. Roberto la engulló como si se la quitaran, otro síntoma extraño pues hacía tiempo que no disfrutaba tanto de la comida. Ella le miraba desde el fondo de sus profundos ojos marrones, almendrados como los de una mora y le hacía estremecer. Pasaron el resto de la tarde paseando y charlando. Comprobó, no sin cierto reparo, que ella le hacía reír. Justo antes de la despedida, la había acompañado al coche. Fue entonces cuando había visto a Tornell, que acababa de despedirse de su mujer, muy hermosa, por cierto, distinguida, alta, parecía de buena cuna, seguro.

Otra vez lloraba. Entre Pacita y Tornell, le hicieron sentir algo raro. Como si su cuerpo fuera a explotar liberando toda aquella porquería que había acumulado durante años. Ella se fue y se quedó viendo alejarse el coche, como un tonto, mientras agitaba la mano ensimismado. Pacita era una mujer exuberante y una cría a la vez. Era alegre, le hacía feliz, y además, le excitaba. Deseó con todas sus fuerzas que volviera otro domingo. No. Mejor, él bajaría a Madrid. ¿Le agradaría aquello a su jefe? Sintió como miedo. Miedo ¡Él! Algo se rompió en su interior y notó que una sola lágrima rodaba por su mejilla. Percibió que aquello era el comienzo de algo y supo que en cuanto terminara con aquel trabajo iba a dejar el ejército. La única forma de arreglarse la cabeza era aprender a llevarlo a cabo él mismo y eso podía arreglarse. Sabía cómo hacerlo.

Baldomero Sáez llegó a su vivienda algo cansado. Le faltaba el aire después de subir aquella maldita pendiente y caminaba con cierta dificultad porque había bebido demasiado. Odiaba aquellas cuestas de Cuelgamuros. Moverse en el campo, con ese frío y a tanta altura le resultaba agotador. Abrió la puerta y, tras entrar, se dejó caer boca arriba en su cama. No reparó en que alguien, sentado en el butacón, había encendido la chimenea.

– Siempre alerta, ¿eh? -dijo una voz autoritaria y conocida que hizo que el falangista se levantara de pronto, de un salto.

– ¡Arriba España, camarada Redondo! -exclamó Sáez cuadrándose brazo en alto mientras daba un sonoro taconazo con sus botas altas.

El otro, apenas una figura perfilada en la penumbra, se le acercó lentamente.

– Te preguntas qué hago aquí, ¿verdad?

– Más bien sí -dijo Baldomero sudando de miedo. Sudaba constantemente, en exceso, aunque hiciera frío. Quizá era debido al sobrepeso que siempre le había acompañado y que había hecho de él un niño infeliz y un adolescente rechazado. Hasta que ingresó en Falange, claro.

– He entrado discretamente en el campo gracias a un amigo -dijo el secretario general- porque he juzgado necesario venir a verte. Descansa. Toma asiento, camarada.

Baldomero Sáez no sabía qué estaba pasando pero aquella visita inesperada no parecía depararle nada bueno. Redondo se le acercó y le arrojó un papel.

– ¿Sabes qué es esto?

Sáez echó un vistazo y dijo:

– Claro, una carta. Yo mismo te la envié anteayer.

– ¿Y?

– No te entiendo, camarada.

– ¿No tienes nada que decir al respecto? ¿Crees que todo está bien?

Baldomero Sáez quedó en silencio. Nunca fue demasiado despierto y no tenía ni idea de qué iba aquello. Lo suyo era cumplir órdenes. Un falangista rechazado en su llamada a filas que no podía luchar como soldado por su asma, un gordo, un segundón que se había hecho un hueco dirigiendo pelotones de fusilamiento y dando tiros de gracia, eso era él. Un tonto útil.

– Léela. En voz alta -ordenó su jefe.

Sáez, con voz trémula, comenzó a leer la carta:

– Cuelgamuros 6 de diciembre de 1943…

– Sigue, camarada, sigue.

Baldomero Sáez obedeció:

– … Al camarada Fernando de Redondo, secretario general del Movimiento:

»Por la presente me complace comunicarte que hay noticias con respecto al capitán que envió aquí la ICCP. No temas, ni la Inteligencia Militar, ni la propia ICCP están interesadas en nuestro asunto. Al menos para algo que nos concierna. Alemán no está aquí por nosotros. Simplemente está loco y lo han enviado a Cuelgamuros para justificarle el sueldo. No me cabe duda. Es íntimo de Francisco Enríquez y eso explica que le hayan ahorrado el deshonor de una licencia por enfermedad. Ya sabes lo que se rumorea sobre su actuación en la guerra: sufrió mucho y aquello provocó que perdiera la cabeza. Se supone que está aquí para investigar si se desvían alimentos al mercado negro. El director, un buen amigo y mejor español, cree que más que nada es para tenerlo entretenido.

No tenemos por qué temer. Se hace evidente que no está aquí para investigar nada relativo a nuestro negocio. Por lo demás, todo marcha como habíamos pensado, lo he confirmado, nuestro hombre viene mucho por aquí. Arriba España, camarada.

– ¿Y?

– No sé. ¿Qué he hecho mal? -dijo Sáez quien, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró con que Redondo le agarraba por el cuello con una mano mientras que con la otra, le arrebataba la carta y tras arrugarla, se la metía en la boca de un empujón. No pudo reaccionar. Se ahogaba.

– ¡Idiota! ¡Eres un idiota! -gritaba el secretario general totalmente fuera de sí-. ¿Qué cojones creías estar haciendo?

Sáez apenas si podía respirar. Mucho menos decir algo. Si su jefe no le soltaba iba a ahogarse allí mismo. Se mareaba. Comenzó a percibir que todo estaba borroso. Al fin, Redondo, más fuerte, alto, bien parecido y peinado hacia atrás, se separó de su presa con hastío.

– ¡«Nuestro negocio»! ¡«Nuestro asunto»! Pero ¿te diste un golpe en la cabeza de pequeño? ¿Acaso te caíste de la cuna? ¡Lerdo! ¡Inútil! No vuelvas a hacer alusiones a nuestro asunto por escrito. ¿Quieres que nos descubran? Aquí, en la secretaría, en los ministerios, hasta las paredes tienen ojos. Están por todas partes, en el Movimiento apenas quedan camaradas de los primeros días. Hay que tener cuidado y tú… ¡tú!…

– ¡Entendido, entendido! -dijo Sáez alzando las manos para calmar a su jefe a la vez que recuperaba el resuello a duras penas.

– Cualquier comunicación que me hagas, la envías a través de mi secretario, él la leerá y me transmitirá la información de forma oral. Escríbele a su casa. Y nada de fallos. Cualquier error nos puede costar la vida.

– Descuida, camarada.

– No olvides por qué estás aquí.

– Lo sé, lo sé, haremos justicia a José Antonio, a Hedilla y a los compañeros encarcelados.

– Como debe ser. No quiero más fallos o lo pagarás caro -sentenció Redondo saliendo del cuarto sin cerrar la puerta.

Baldomero Sáez quedó de pie, percibiendo el aire frío que entraba en la estancia. Notaba que el corazón le latía desbocado. Debía tener cuidado. No quería defraudar.

El rumor era totalmente cierto. ¡Tornell fue nombrado cartero!

No sabía muy bien por qué habían pensado en él, quizá era porque solía leer sus cartas a los compañeros analfabetos -que eran legión- y aquellas cosas, allí, terminaban por saberse. Siempre había pensado que hacer el bien provocaba que se te devolviera todo lo que dabas y aquél era un buen ejemplo. Obtener un puesto como ése suponía una mejora tremenda. Había que caminar hasta el pueblo y volver: una paliza, porque además luego tendría que recorrer la distancia entre los tres destacamentos, repartir el correo y leer cartas a la mitad de los presos. Pero no tenía comparación alguna con picar piedra. No pudo evitar sentirse ilusionado ante aquella perspectiva: todo el día vagando por ahí solo, sin órdenes, al aire libre. Pudo hablar con el cartero saliente, Genaro, que le confirmó que aquel destino era un chollo y que se ganaba mucho dinero con las propinas de guardianes, capataces y «civiles». Lo del dinero no le importaba. Pero lo demás sí. A pesar de la buena noticia, no todo iba a ser un cuento de hadas. Ocurrió algo que le hizo sentirse preocupado. Fue en administración. Tenía que presentarse allí para hacerse cargo de su nuevo cometido y así lo hizo. Al llegar se topó con un administrativo civil, un mecanógrafo.

Nada más entrar le dijo con toda familiaridad:

– Hola, Tornell.

– Hola -contestó él. Le parecía normal que supiera su nombre pues debía de estar al tanto del cambio de cartero y de su nombramiento.

Entonces, sonriendo, el otro insistió:

– Vaya. ¿No me recuerda?

Al ver que le trataba de usted, Tornell comenzó a alarmarse. Dio un paso atrás.

– No. ¿Debería?

– Usted me metió en la cárcel.

Se quedó de piedra. «Adiós al puesto», pensó para sí.

– No, no tema, hombre -apuntó el mecanógrafo, conciliador-. No soy el mismo, no le guardo rencor. Además, soy un simple oficinista.

Tornell intentó hacer memoria a toda prisa.

– Cebrián, tú eres Cebrián… -dijo señalándole con el dedo como el que hace memoria sobre algo.

– Sí, señor, el mismo que viste y calza -contestó el oficinista sonriendo.

– La estafa al banco de Martorell.

– En efecto. Usted me cazó como a un ratón.

– Lo siento… -Tornell intentaba farfullar una excusa pues se veía malparado.

– Don Juan Antonio, no importa. Yo me aficioné a la buena vida y me lo gastaba todo en el casino y mujerzuelas, si no hubiera sido usted, habría sido otro. Prefiero poder contar que me cazó uno bueno.

– Cuatro años y un día.

– En efecto. Tiene usted buena memoria. Así fue, en la Modelo. Mi mujer me dejó. Cuando estalló la guerra abrieron las cárceles y me la encontré liada con uno de la CNT. Yo había descubierto a Dios en la prisión y no me agradaba el cariz que tomaban las cosas, ya sabe, la manera en que la República perseguía a la verdadera religión. Me pasé a los nacionales y luché. Sargento.

– ¿Qué fue de ella? ¿De su mujer?

– ¿Te parece si nos tuteamos?

– Sí, Cebrián, claro -repuso Tornell sin saber si hacía lo correcto.

– Lo último que sé es que pasó a Francia, con su miliciano. No se lo reprocho, le di mala vida. Pero ahora soy otro hombre, pertenezco a la Obra de Dios.

– ¿Cómo?

– Sí, una agrupación católica guiada por un hombre clarividente, con una visión nueva, renovadora, Escrivá de Balaguer, el Opus Dei. ¿No has oído hablar de nosotros?

Tornell negó con la cabeza.

– Claro, somos pocos, pero iremos creciendo. La religión es la respuesta, Tornell. Y todo te lo debo a ti.

– ¿Tú eres el responsable de mi nombramiento? -acertó a decir el nuevo cartero.

– ¡No, hombre no! -dijo Cebrián entre risas-. Ni sabía que estabas aquí. ¡Juan Antonio Tornell! El director te espera, pasa a verle.

Al girarse para entrar en el despacho, Tornell comprobó que aquel tipo, Alemán, estaba sentado detrás de él, leyendo el Arriba pero observándole con disimulo por encima del periódico. ¡Lo que le faltaba! Parecía que le siguiera a todas partes. ¿Estaría volviéndose loco?

Tras la conversación con el director salió del despacho exultante. Comprobó con alivio que Alemán se había marchado y se encaminó hacia el tajo para dar por finiquitada aquella etapa de su vida en el campo. Fue entonces cuando se cruzó con Carlitos que volvía muy apresurado a la oficina tras hacer no sé qué recado. Sin aflojar el paso, Juan Antonio le preguntó si había conocido ya a su paisano el Rata, y éste le contestó algo que le sonó enigmático: «Ya te contaré». Parecía contento, más animado, tenía hasta buena cara y total, le quedaban cuatro días allí. Se alegró por el chaval. Cuando se incorporó al trabajo, muy feliz, en la que debía ser su última jornada en Carretera, comprobó algo que le llamó la atención: aquellos malnacidos ocultaban al pueblo que allí trabajan presos de conciencia. Fue de casualidad. Había dos piedras enormes que reventar y justo cuando iban a hacer la «pegada» apareció el señor Licerán acompañado por un tipo espigado y muy serio. Al parecer era un inspector de explosivos. En un momento, justo antes de una explosión, el inspector, haciendo un aparte, le preguntó:

– Ese ayudante del barrenero es bueno. ¿De qué empresa es?

Se refería a Bernardo, uno de Torre Pacheco. La dinamita sólo la podían manejar obreros libres, pero en aquel caso, el ayudante sabía más que el oficial, Jesús, un tipo de Consuegra. Tornell, mirando al inspector como si fuera tonto, le contestó con toda naturalidad:

– De ninguna, es un preso.

– ¡Cómo! ¡Un preso!

– Claro, todos nosotros lo somos.

– No puede ser… ¿presos?

– ¿No lo sabía? Excepto el oficial, los demás somos penados del ejército republicano.

– Pues no -contestó el inspector-. No tenía noticia, la verdad.

Y poco a poco se alejó por no hablar del tema. Tornell reparó con rabia en que la España de Franco no sabía que el que debía ser gran monumento a la reconciliación se estaba erigiendo sobre el sudor y las lágrimas de los de un solo bando. Miserables. La gente de la calle sabía que había mano de obra reclusa reconstruyendo el país pues veía los Batallones de Castigo trabajando en puentes, vías y carreteras. Pero se hacía evidente que las autoridades habían optado por ocultar que, precisamente allí, trabajaban los vencidos.

Capítulo 14. El incidente

Los días seguían cayendo y Alemán no hacía avances. Para colmo, al fin de semana siguiente no hubo novedades con respecto a Pacita. Hubiera sido demasiado hermoso que la joven hubiera acudido a verle otra vez, aunque habría mostrado quizá demasiado interés por su parte tratándose de una joven decente, y él no sabía muy bien cómo actuar al respecto. No se hallaba demasiado versado en asuntos amatorios. Había perdido la costumbre. Quizá ella esperaba un movimiento por su parte, una muestra de interés. Era lo lógico. ¿Debía bajar a Madrid al domingo siguiente? ¿Le invitarían a comer si aparecía sin previo aviso en la casa de Enríquez? ¿Qué pensaría su general del asunto? Alemán se sentía ridículo al comprobar que él, aquel tipo bragado que comía rojos en la guerra, se convertía en un mar de dudas por una cría de veinte años. Pero no, definitivamente no podía quitársela de la cabeza. Tan hermosa, tan inconsciente y con aquellas ganas de vivir que tanto se contagiaban… Aquella mujer hacía que sintiera algo vivo en su interior, como si no estuviera muerto en vida. Así lo había creído desde los primeros días de la guerra. Roberto se había cruzado varias veces con Tornell y éste le miraba esquinado, por lo de las piedras o lo del tabaco, quién sabía. Sentía curiosidad por aquel hombre sin saber por qué.

Con respecto al estraperlo ni rastro. Todo cuadraba. Era obvio que sabían para qué le habían enviado allí. Don Adolfo, el director, era su principal sospechoso. Seguro que actuaba en connivencia con el capitán de la Guardia Civil, el morfinómano, y quizá alguno de los capataces de las empresas. Todos tenían necesidades y todos salían ganando. Se consoló pensando que, al menos, mientras él estuviera allí no podrían seguir con sus tejemanejes. Reparó en que lo mejor sería sugerir a Enríquez que colocara allí a un inspector de su absoluta confianza, alguien de la ICCP que pudiera asegurar el buen funcionamiento del campo como estaba haciendo él desde su llegada. Él no, claro, pues comenzaba a saber lo que iba a hacer con su vida y para ello, quería salir de allí.

El falangista, Baldomero Sáez, le observaba y le seguía de cerca pero con cierta discreción. Conocía el oficio. No le llegaba ningún informe sobre él de su jefe, de Enríquez, y estaba a oscuras con respecto a aquel tipo. ¿Qué hacía allí? ¿Cuál era su función exacta? Cada vez le gustaba menos aquello. No iba a poder sacar nada en claro, eso parecía evidente. Sólo quedaba redactar un informe y volver a comenzar con su vida. ¿Estaría Pacita dispuesta a ayudarle?

En medio de aquellas indecisiones que le acosaban hizo algo raro. Aquel lugar ejercía una extraña influencia sobre él, quizá algo cambiaba lentamente en su interior. Puede que fuera el aburrimiento el que provocó que actuara así. Tal vez sólo fue cosa de su mente de loco o imbécil; pero hizo algo que, semanas antes, le hubiera parecido improbable: tuvo un duro enfrentamiento con el falangista. Y además, delante de todo el mundo. ¿Qué le estaba pasando? Era de locos. Alemán bajaba del monte y pasó junto a las obras de la cripta. Estaban de pegada, así que todos los obreros habían salido de la cueva. Una gran explosión expulsó humo y polvo a espuertas desde el interior de la montaña.

– ¡Vamos! -dijo un capataz.

Entonces los hombres se pusieron unas máscaras que llevaban con trapos humedecidos en el interior y entraron en mitad de aquella neblina armados con martillos y cinceles. Alemán pensó que poco iban a ver allí dentro, pero por lo que se deducía había prisa por avanzar en la obra. Entonces salió un tipo tosiendo del interior de la horrible cueva y arrojó la máscara al suelo. Apoyó las manos en la cara superior de los muslos y, agachándose, siguió con un horrible ataque de tos como si se ahogara. Un crío, el hijo de un preso que trajinaba siempre por allí y que incluso dormía con el padre en el barracón, se le acercó con un poco de agua. El pobre hombre escupió sangre. Estaba sentenciado, pues todos sabían lo que aquello significaba. Un guardia civil, arrebujado bajo su inmenso capote y con el fusil de cerrojo al hombro, ladeó la cabeza susurrando a Alemán:

– Silicosis. Hay muchos así.

En ese momento, salido de no se sabía dónde, apareció Baldomero Sáez, y acercándose a toda prisa al pobre preso, le atizó con la fusta en las costillas. El hombre se derrumbó como un fardo.

– ¡Arriba, gandul! -gritó el falangista-. ¡A trabajar!

A Alemán no le gustaba aquel tipo rechoncho y rubio como el trigo. Parecía más un nazi que un recio castellano. Demasiado amigo de la buena mesa para ser un buen soldado. El crío, muy valiente, miró a la cara al falangista y gritó:

– ¡Déjele! ¡Se ahoga! -A la vez que se interponía entre el agresor y el preso que luchaba a duras penas por respirar.

En aquel momento, Alemán reparó en que un hombre muy delgado y moreno de piel tiraba su pico y corría hacia allí muy alarmado. Sin duda era el padre del crío. Aquello se ponía feo. Baldomero Sáez, sin dudarlo, cruzó la cara al niño con un solo golpe de su vara haciéndole caer al piso de tierra. Roberto pensó que un tipo que pegaba así a un niño tan valiente no era sino un miserable. Sintió que la indignación crecía en su interior. No supo muy bien por qué -obviamente ni lo pensó- pero actuó siguiendo un impulso primario. El que todos los hombres deben tener al ver una injusticia así. En un momento, sin quererlo, se vio a sí mismo bajando por el terraplén. El padre intentaba levantar al niño, cuya cara sangraba profusamente, y el falangista se fue a por él. Parecía borracho y buscaba gresca. Decididamente no había tenido suficiente y su rostro, colorado por el esfuerzo, hervía de indignación.

– ¿Quién te ha dicho que abandones el trabajo, so mierda? -exclamó a voz en grito.

Alemán, sin dejar de correr, vio a don Benito Rabal aparecer por allí. Iba hacia el falangista, que descargó un nuevo golpe, esta vez sobre el padre del chaval. Entonces, alguien sujetó el brazo de Sáez antes de que golpeara a su nueva víctima. Fue Alemán.

– Basta -dijo susurrando por no llamar mucho la atención.

– ¡No te metas! -gritó Sáez.

El capataz ya se había situado entre los dos hombres y los tres presos que yacían en el suelo.

– ¡Llevadlo a la enfermería! -gritó Alemán sin soltar la muñeca de aquel miserable que intentaba bajar el brazo sin poder doblegarle-. ¡Y al crío! ¡Rápido! Don Benito, que le acompañe su padre.

– ¿Qué hostias estás haciendo? -dijo Sáez, colorado por el esfuerzo. No salía de su asombro.

Roberto, sin inmutarse, le susurró al oído:

– Si sigues haciendo fuerza, te vas a cagar. Y no nos interesa que hagas el ridículo, ¿verdad?

El falangista sacó un zarpazo para golpearle con la zurda y Alemán, más rápido, le agarró el otro antebrazo. Vio de reojo que el guardia civil corría hacia ellos.

El falangista intentó bajar los brazos, vencer a su oponente ante aquellos presos, pero Alemán, más decidido, empujó con fuerza hacia arriba. Era más grande, más fuerte y tenía la razón. Fue empujándole poco a poco, hasta que Sáez se trastabilló hacia atrás sin llegar a caer. Su fusta quedó en la mano izquierda de Alemán que, en la derecha, conservaba la suya. Entonces, Roberto se acercó a él muy despacio, con parsimonia. Dejándole que pensara, que se diera cuenta de que estaba en desventaja. Vio el miedo reflejado en su cara. Era un cobarde que en su vida había peleado con alguien en condiciones de igualdad. El rostro del falangista quedó demudado cuando Alemán, cuidando que nadie más le escuchara, le volvió a susurrar al oído:

– Vete de aquí o te arranco el corazón, hijo de puta.

El guardia civil llegó a su altura cuando Sáez ya se había girado para salir de allí a paso vivo.

– ¡Informaré de esto a la superioridad! -gritó muy indignado el falangista. Entonces, los presos, que habían parado en el tajo, comenzaron a aplaudir.

Alemán, por un momento, se arrepintió de lo que había hecho. ¡Le aplaudían a él! ¡Los rojos! Fue en aquel momento cuando vio a Tornell, parado, con su zurrón colgado del hombro. Estaba mirándole desde lo alto con la boca abierta. Parecía sonreírle. Tiró la fusta del falangista y salió de allí maldiciendo.

– ¡Al trabajo! -escuchó gritar al civil, que pegó un tiro al aire para imponerse. Enseguida, el ruido de los picos impactando en la piedra se reanudó.

Roberto sintió miedo. ¿Qué le estaba pasando?

Por la tarde, Alemán intentó a toda costa no pensar en el incidente con el falangista. Dio un largo paseo para relajarse. Además, allí arriba, en aquellos parajes que invitaban a la reflexión, llegó a la conclusión de que no le daba miedo aquel idiota de Baldomero Sáez. ¿Qué iba a temer? Él era un héroe de guerra. Reparó en que los presos, lejos de bajar la mirada cuando pasaba junto a ellos, le sonreían al pasar. Era obvio que se había corrido la voz. Le sonreían… ¡A él! Y lo peor, le gustaba. Se sentía bien. ¿Se había vuelto loco del todo? Él, que había participado en tantos combates, que había matado a tantos y tantos hombres. Muchos de ellos compañeros de aquellos mismos prisioneros. El, que había tomado solo un búnker junto a Gandesa; él, Roberto Alemán, que tenía una medalla por reventar un tanque subiéndose al mismo en marcha; él, que había escapado de la checa de Fomento, que se había pasado por la Ciudad Universitaria despachando a un centinela con una navaja añosa y oxidada que apenas cortaba… Alemán, el matarrojos, se había jugado una sanción enfrentándose a un tipo de falange por un preso republicano. ¿Quién entendía aquello? El hombre, que tenía silicosis, volvió al trabajo al día siguiente y el padre del chiquillo, Casiano, también. Necesitaba el dinero para dar de comer al crío, Raúl, al que, por cierto, le iba a quedar una enorme cicatriz en la cara. Casiano tuvo el detalle de acudir a verle antes del toque de silencio aquella misma noche. Se quitó la boina al entrar en la cantina donde Roberto apuraba una copa de coñac que necesitaba más que nunca. Con la cabeza baja, sin mirarle a los ojos y con la boina en la mano, dijo como con miedo:

– Muchas gracias, señor. Por lo de mi hijo, es un crío…

– Siéntese -ordenó Alemán-. ¡Pascual! Dos copas más por aquí…

– Pero… -musitó él.

– Es una orden -dijo el capitán sin dejar lugar a la duda.

Les sirvieron las copas y Alemán alzó la suya.

– Por el crío, que tiene un par de cojones.

Casiano asintió con una tímida sonrisa de orgullo.

– Quiero darle las gracias. Por lo que ha hecho -dijo-. Quiero que sepa… que todos los compañeros le están muy agradecidos…

– Prueba el coñac -insistió Alemán.

El preso se atizó un buen trago y apuró la copa. Resopló Y dijo:

– A su salud, don Roberto.

Entonces se dio cuenta de lo que había dicho, «salud», y se puso blanco de miedo.

– Yo… Don Roberto… No quería…

– Tranquilo -contestó Alemán sonriendo-. Es una forma de hablar, una forma de brindar, no temas. No hay nada de eso ya. Vete a descansar.

Casiano se levantó y comenzó a alejarse haciendo reverencias.

– Una cosa -apuntó Alemán.

– ¿Sí? -dijo él.

– Si ese hijo de puta se vuelve a acercar al crío mándame aviso de inmediato.

– Muchas gracias, señor, muchas gracias -dijo el preso antes de salir a la fría noche abrochándose su raída chaqueta de pana.

Roberto sintió un calorcillo en el estómago y quizá en el lugar en que un día tuvo corazón. Y no era por el coñac.

Al día siguiente ocurrió algo extraordinario. Uno de esos sucesos que nadie espera y que cambia el devenir de las cosas de manera determinante sin que nadie pueda prevenirlo, como si Dios jugara con las vidas de los implicados. Debían de ser así como las nueve o nueve y media cuando Alemán acudió a la oficina porque el director le había mandado llamar. Roberto supuso, no sin cierta preocupación, que por el incidente de Baldomero Sáez. Al entrar, saludó al administrativo, Cebrián, un tipo raro que parecía excesivamente obsesionado con la religión.

El director estaba ocupado charlando con unos proveedores y Alemán aprovechó para departir un rato con el mecanógrafo mientras esperaba. Por si averiguaba algo. Entonces llegó Tornell con el correo. Tenía realmente buen aspecto. El preso miró al capitán de forma aviesa, como casi siempre, pese a que éste le había regalado el tabaco, y habían charlado como si fueran camaradas aquella tarde junto al barracón. En el momento en que el cartero entregaba las cartas a Cebrián entró otro preso, jadeante. Parecía muy alarmado y hablaba a voz en grito:

– ¡Rápido, rápido!¡Sá matao!

Los tres le miraron como si estuviera loco.

– Sí -insistió haciendo aspavientos con las manos-. Está arriba, más allá del risco. Me mandan «los civiles», que lleven una camilla para bajar el cuerpo.

– ¿El cuerpo? -preguntó Alemán.

– Sí,sá matao. Dicen que suban una camilla.

– Pero… ¿quién? -dijo Tornell.

– Un preso.

– ¿Quién? -insistió el cartero.

– No sé,tié toda la cara llena de sangre.

Alemán, acostumbrado a tomar decisiones, evaluó la situación y ordenó al instante:

– Cebrián, avisa al director. Vosotros dos, id donde el médico y que os deje las parihuelas. Os espero arriba.

– Y dicho esto salió a paso rápido de allí y reclutó a dos presos que parecieron contentos de dejar el pico por un rato. Hacía un día magnífico, con un sol radiante, pero frío, muy frío.

Cuando llegó al lugar del suceso, Alemán se encontró con un guardia civil en las alturas que esperaba junto a un cuerpo, bajo unas rocas. Al fondo, el otro miembro de la pareja vigilaba desde lo más alto.

– Sus órdenes -dijo el civil saludando como un militar.

Los dos presos que acompañaban a Alemán quedaron en segundo plano tras dar un paso atrás.

– ¿Qué tenemos aquí? -repuso Roberto.

– Creo que debía de intentar escapar, corría ladera abajo y cayó desde esas rocas. Se descalabró -contestó el guardia civil sin dejar de fumar.

Alemán se acercó y, en efecto, comprobó que el preso presentaba un fuerte golpe en la nuca por el que debía de haber sangrado bastante.

– Quizá caminaba hacia atrás y cayó -dijo el «civil».

El cuerpo tenía el rostro y el pelo lleno de sangre seca, Alemán no lo había visto antes. Entonces llegó Tornell con el otro preso. Traían las parihuelas para trasladar el cuerpo.

– ¡Carlitos! -exclamó acercándose al cuerpo y cayendo de rodillas junto al muerto.

Parecía muy afectado.

– ¿Lo conocías, Tornell? -preguntó Alemán sin poder reprimir su curiosidad.

El nuevo cartero asintió agachándose junto al cuerpo. Le tomó el pulso y maldijo por lo bajo.

– Te he hecho una pregunta.

– ¡Y yo le he dicho que sí! -exclamó el preso. Entonces, reparando en lo que había hecho, levantar ligeramente la voz a uno de los amos, se pasó la mano por la cabeza, casi rapada, y añadió-: Perdone, señor. Es un golpe para mí… ¡era apenas un crío!

– Nada, nada, lo conocías mucho, claro. -Alemán quitó importancia al asunto-. No tengas cuidado.

– Sí, bueno… algo. Se llamaba Carlos Abenza -dijo Tornell muy cabizbajo, tanto que parecía un hombre hundido-. Era de la FUE, tenía muy poca condena. ¿Qué ha pasado? -se dirigía al guardia civil, que le contestó de inmediato:

– Iba a huir, por lo que se ve, y se despeñó.

– ¿Se despeñó?

– Sí, desde ahí arriba.

Tornell miró las rocas a cuyo pie se situaba el preso en posición antinatural.

– No es mucha caída, a lo sumo un par de metros.

– Estaría a oscuras.

– Sí, claro -dijo el cartero poniendo cara de pensárselo.

Entonces agachó la cabeza de nuevo y cerró los ojos del finado. Ladeaba la cabeza como negando la realidad. Alemán pensó que iba a echarse a llorar, pues parecía muy impresionado. De repente, movido como por un resorte, se levantó y comenzó a caminar alrededor. Miraba hacia el suelo. Parecía como si buscara algo. Como un sabueso que sigue un rastro. Se acercó de nuevo al cuerpo y le miró las piernas, los brazos. Le alzó la camisa, revisó concienzudamente el tronco y tras girarlo, la espalda. La pierna derecha estaba doblada de una forma horrible, había en ella una fractura por la que asomaba un hueso.

– Bueno, vamos -dijo Alemán-. Cargad el cuerpo.

– Tenemos que esperar a que suba el director, es quien manda aquí -dijo el guardia civil.

– ¿Y qué más da? -respondió Roberto.

Aquello comenzaba a molestarle.

– Perdone, mi capitán, pero es la máxima autoridad en el campo y yo, hasta que él no vea el cuerpo, no lo muevo.

El capitán arqueó las cejas como dejándolo por imposible. Decidió bajar a tomar un café hasta la cantina, pero entonces reparó en que el extraño comportamiento de Tornell iba a más. Volvía a inspeccionar el golpe en la nuca, la herida. Minuciosamente pero de forma algo obsesiva.

– ¿Y cómo se golpeó en la nuca? -repreguntó el antiguo policía.

– Igual se giró para ver si le seguían y perdió pie cayendo de espaldas -insistió el guardia civil, que lo tenía claro desde el principio.

– Sí, claro. Es lo lógico.

Entonces, Tornell, cambió de tema de forma abrupta.

– ¿Ha helado esta noche?

– No -contestó el guardia encendiendo otro pito a la vez que ofrecía tabaco a todos los presentes, incluidos los presos.

– Yo juraría que sí -insistió Tornell-. He pasado un frío… Tienen ustedes termómetro en el destacamento, ¿no?

– No, hombre, no, al subir a primera hora he visto que los charcos no se habían congelado.

– Sería usted un buen inspector de policía -dijo al guardia y se levantó de nuevo para husmear.

Subió de un salto hacia las rocas desde donde había caído aquel desgraciado y se movió por el monte. Iba oteando aquí y allá. De pronto, algo llamó su atención y se puso en cuclillas por un momento. Emitió un gruñido que a Alemán le sonó a satisfacción.

– No te me despistes por ahí arriba, Tornell. No quisiera sacar el fusco y darte un tientazo -dijo uno de los guardias.

– Tranquilo, jefe. Una muerte es suficiente por un día. Yo saldré de aquí por la puerta grande el día que me toque -contestó el cartero que comenzaba a intrigar a Alemán con su forma de proceder.

En ese momento llegó el director acompañado del médico. Mientras echaba un vistazo e indicaba a Tornell y a los otros que subieran al pobre desgraciado a las parihuelas, Alemán subió hasta donde había estado husmeando aquel sabueso. Se agachó y vio unas colillas en aquel lugar. ¿Era eso lo que tanto le había interesado?

Capítulo 15. Un asesinato

Después de comer, Alemán durmió la siesta con cierto desasosiego. No se quitaba de la cabeza lo del pobre desgraciado aquel y, sobre todo, el extraño comportamiento de Tornell. ¿Qué había visto en el lugar de los hechos? ¿Por qué se había comportado así? Decidió esperar a que los presos acabaran su jornada y entonces se acercó a la cantina. En la puerta, Tornell leía las cartas a una legión de analfabetos que esperaban haciendo cola para recibir noticias de sus familias.

– Tengo que hablar contigo -le dijo de golpe.

– Buenas noches -contestó él, haciéndole ver que no había sido muy cortés. Tenía la extraña habilidad de hacerle quedar siempre mal.

– Sí, sí… Buenas noches… -apuntó Alemán algo azorado.

Tornell miró la cola y se encogió de hombros como pidiendo excusas. No podía abandonar aquella tarea, parecía obvio.

– Haz tu trabajo, tranquilo. Cuando toquen a silencio te pasas por mi casa. Descuida, avisaré a los guardias. ¿Entendido? -Tornell asintió mirando al capitán con cierta extrañeza.

De cualquier modo no podía negarse. Era una orden y en los campos de Franco no se desobedecía a los ganadores. Alemán pasó entonces a la cantina y se atizó un par de copas de coñac antes de cenar. Fue al comedor, comió algo con desgana y se fue a casa. Una vez en su humilde morada se sentó en una pequeña butaca junto a la estufa de leña que Venancio había cargado abundantemente y, mientras su ordenanza se echaba en su jergón, se dispuso a leer un rato. Era tarde cuando llamaron a la puerta.

Tornell.

– Adelante -dijo invitándole a entrar.

– Usted dirá…

– Siéntate -ordenó Alemán señalando una silla de esparto en la que, hasta aquel momento, apoyaba sus pies-. ¿Hace un coñac?

El preso miró a su alrededor sin saber qué decir, parecía tener miedo. Venancio roncaba como un bendito. Siempre había tenido esa extraña habilidad, típica en los seres primarios, para hacer lo que tocaba en cada caso: si luchar, luchar; si dormir, dormir y comer cuando era el momento o se podía. No se complicaba la vida, y así le iba bien. Trabajaba mucho, con denuedo y cuidaba de Alemán como una madre.

– Me lo tomaré como un sí -dijo Alemán disponiéndose a hacer los honores con el coñac.

Tras servir las copas hizo brindar al preso.

– Por la libertad, Tornell, que te llegará.

– Sí, sí… -dijo el otro mirando hacia los lados con desconfianza, como si aquello fuera una trampa.

– Te preguntarás por qué te he hecho venir…

– Pues la verdad, sí.

Alemán hizo una pausa para encender un cigarro.

– ¿Quieres?

Tornell asintió. Cualquiera diría que eran dos amigos charlando frente a dos copas de coñac, fumando como si tal cosa. El preso se sintió extraño y nervioso, muy nervioso.

– Esta mañana, cuando lo del finado,…

– Carlitos. ¿Sí?

– Te he visto comportarte de una forma un poco extraña.

– No.

– Sí, Tornell. Parecías un perro olfateando aquí y allá, un sabueso.

El antiguo policía miró al interior de la copa de coñac mientras hacía girar el líquido en su interior.

– No era nada, mi capitán. Tonterías.

– Tonterías de policía.

El preso sonrió asintiendo con la cabeza.

– Supongo que uno nunca deja de ser lo que es -dijo con aire pensativo.

– ¿Perdón?

– Sí, que un cura siempre analizará cualquier problema como un cura, un médico como tal o un policía como un sabueso, aunque hayan dejado de serlo.

– Sí, eso que dices tiene sentido.

Los dos quedaron en silencio. Bebieron al unísono.

– Se agradece este coñac -dijo Tornell.

– ¿Qué viste? Arriba, digo.

El preso volvió a ladear la cabeza.

– Que conste que usted ha preguntado.

– Sí, claro. Dime.

– Lo mataron.

– ¿Cómo?

– Carlitos Abenza fue asesinado.

– ¡Qué tontería! Huyó y se descalabró.

Tornell, asintió y se levantó para irse.

– ¿Ve?, se lo dije. Con su permiso…

– Espera, Tornell, siéntate. Cuéntame más. Has conseguido intrigarme.

El policía sonrió y tomó asiento.

– ¿Estuvo presente en el último recuento? -preguntó.

– ¿Eso qué tiene que ver?

– Se supone que se fugó, ¿no? Además, el rigor mortis…

– ¿Sí?

– Veamos, el rigor mortis se produce entre la muerte y hasta veinticuatro horas después. Manifiesto, manifiesto… se hace sobre las seis horas. ¿De acuerdo? Progresa en dirección distal, hacia las piernas y es un parámetro algo subjetivo, depende de la experiencia del observador.

– Llegué a hacer dos años de medicina, ¿sabes? Bueno, la verdad es que apenas si aprobé dos asignaturas y además, comienzo a perderme. ¿Qué me estás diciendo, Tornell?

– Bien, entonces sabe usted que un observador experimentado, un forense, a veces un juez o un buen policía puede datar la hora del deceso si se llega a tiempo. La temperatura acelera el proceso…

– ¿Por eso preguntaste al civil si había helado?

– Exacto, si hubiera helado, el rigor mortis se hubiera ralentizado mucho.

– Entonces, tú sabes a qué hora murió Abenza…

– Sí, calculo que entre ocho y doce horas antes de que examináramos el cuerpo. Debió faltar al último recuento de la noche.

– Ya… pero… eso no demuestra que nadie lo matara.

El preso sonrió de nuevo incorporándose hacia delante en su silla. Parecía disfrutar.

– Carlitos, según se supone, cayó de espaldas. Pero lo que tenía en el occipital, el golpe, fue realizado con un objeto romo. La piel se rasgó, sí, y hubo hemorragia. Veamos: uno, no había ninguna piedra manchada de sangre alrededor del cuerpo; dos, tenía la cara llena de sangre, el cuerpo había estado boca abajo bastante tiempo. ¿Lo encontraron los civiles boca arriba?

– No lo sé.

– Pregunte. Es importante saberlo. Si estaba boca arriba cuando lo hallaron (nosotros lo vimos así) quiere decir que el cadáver fue movido después del deceso. Bueno, ¡qué carajo! Fue movido. Las heridas de la caída, las erosiones, la fractura abierta son post mórtem.

– ¿Cómo lo sabes?

– No sangraron.

– Claro, claro, qué idiota. Es evidente. Entonces…

– A Carlitos le sacudieron con una piedra en la nuca, arriba, sobre las rocas. Fue alguien que le estuvo esperando, hay colillas acumuladas. Pongamos que con ese frío un cigarrillo dure tres minutos. Había diez colillas. El asesino le esperó durante más de media hora.

– ¿El asesino? Pudo fumar él, Carlitos, esperando a algo o a alguien.

– No fumaba.

– Vaya.

Tornell, lanzado, siguió a lo suyo.

– … ese tipo golpeó a Carlitos, que cayó desnucado, boca abajo, la sangre se deslizó por su cuero cabelludo y su cara. Murió al instante. El asesino se lo pensó. Un asesinato. Bien podían investigar… era mejor simular un accidente, una fuga. Tenía tiempo, así que volvió varias horas más tarde, tomó el cuerpo y lo lanzó de espaldas desde las rocas. Así de sencillo.

– Ya, pero ¿cómo sabes que eso fue así? ¿Dónde lo mató?

– Arriba, hay un charco de sangre.

Alemán quedó pensativo. Aquel tipo sabía lo que se hacía. Sirvió más coñac.

– Gracias -dijo el preso paladeándolo con deleite.

– Tiene sentido eso que dices… sí, pero… me gustaría verlo.

– La piedra debe de estar arriba. Me refiero a la empleada en el crimen. Si usted quiere subimos mañana y la buscamos, le enseñaré las colillas.

– ¿Se puede saber algo por la marca de tabaco?

– Corriente, lía sus propios cigarrillos.

– Vaya.

– Antes de la comida podré tener un hueco. Si usted quiere, subimos.

– Sí -repuso Alemán.

– ¿Tiene muchas cosas que hacer por la mañana?

– Absolutamente nada -contestó algo descorazonado por el escaso avance de sus pesquisas con respecto al estraperlo.

– Hable usted con los «civiles», averigüe en qué posición hallaron el cuerpo y, si puede, revise el recuento. Nos ayudará a hacernos una idea de cómo ocurrió todo.

– Sí, eso haré.

Entonces, el preso se levantó para irse dando aquella conversación por terminada.

– Mañana hay que madrugar -dijo por toda explicación.

Antes de que saliera, Alemán afirmó:

– Eres bueno, Tornell, en lo tuyo.

El policía sonrió.

Al día siguiente, a primera hora, Alemán decidió acudir donde el médico. Lo halló leyendo un antiguo tratado de anatomía sentado a la mesa del consultorio.

– ¿Aprendiendo?

– Aquí tiene uno que saber de todo -contestó el doctor con aire resignado a la vez que cerraba el voluminoso ejemplar-. ¿Quiere un café?

– No le diré que no -repuso el capitán frotándose las manos tras quitarse los guantes-. Hace una mañana fría de las de verdad. -Pensó que si él, que iba bien pertrechado con botas, amplio capote y varias capas de ropa tenía frío, ¿cómo se sentirían los presos que apenas se cubrían con una camisa y una chaqueta raída? La mayoría se forraba el cuerpo literalmente con papel de periódico a modo de ropa interior. Una pena.

– Usted dirá, mi capitán -apuntó el médico, don Ángel Lausín, tendiéndole una taza en la que Alemán notó de inmediato la mezcla de los aromas del café y la achicoria. Aun así sabía bien y era algo caliente que llevarse al cuerpo.

Echó un vistazo alrededor.

– No tiene usted el consultorio mal dotado.

– No -dijo-. No me puedo quejar, don Pedro Muguruza me sacó de la cárcel y me colocó aquí. Tengo mucho trabajo pero al menos me dedico a lo mío, a mi pasión: la medicina.

– ¿Fue usted oficial en el bando rojo?

– Qué va. El comienzo de la guerra me pilló en Madrid e hice lo único que sé, trabajar de médico. No crea, que tuve que hacer de todo: traumatología, pediatría, cirugía de campaña… en fin, una carnicería. Al acabar la guerra me metieron preso y aquí me tiene usted, intentando redimir pena.

– Ya.

Quedaron en silencio durante unos segundos.

– Se preguntará usted por el motivo de mi visita.

– Pues sí, parece usted sano.

– No se fíe de las apariencias -dijo Roberto Alemán señalándose la cabeza.

Don Ángel sonrió.

– Sí, todos llevamos mucho pasado con esta maldita guerra. ¿Es verdad lo que se dice de usted por ahí?

– ¿Qué se dice? -repuso divertido Alemán, que comenzaba a acostumbrarse a aquello, lo del matahombres, el monstruo que devoraba niños recién nacidos delante incluso de sus madres.

– Ya sabe usted, mi capitán, lo de la checa de Fomento.

– En parte… sí -contestó sonriendo.

– Pero ¿escapó usted de allí?

– Sí, escapé, pero se exagera mucho, no me comí el hígado de una miliciana ni maté a treinta hombres. Supongo que, al igual que usted, elegí bando por el destino. Nunca me metí en política. Yo estudiaba Medicina…

– ¡Vaya!

– Sí, hice hasta segundo, hasta que la guerra me arrolló como un tren descarrilado… bueno, a mí y a mi familia, claro. Más que estudiar, digamos que perseguía chicas y me iba de farra. Tenía demasiadas asignaturas pendientes. Pero no estoy aquí para hablar de aquello. Es agua pasada.

– Usted dirá -dijo el médico cambiando de tema.

Era hombre de mundo y había notado que aquella conversación no era del agrado de su interlocutor.

– El preso de ayer, Abenza.

– El muerto.

– Exacto. ¿Vio usted algo raro?

– ¿Algo raro? No le entiendo.

– Sí, en el cuerpo. ¿Hizo usted la autopsia?

– Es un preso, mi capitán…

– ¿Y?

– Pues que no es mi cometido. Estuvo aquí, sí, en esa camilla, pero no lo miré mucho; tenía trabajo. A mediodía vino el juez y ordenó su traslado al Escorial, donde se les hace la autopsia.

– Entonces tendré que bajar al pueblo.

– Yo no perdería el tiempo.

– ¿Cómo?

– Es un preso, mi capitán, digamos que… no son muy minuciosos con estos asuntos.

– Ya. No habrá autopsia.

– Me temo que no.

De nuevo quedaron en silencio. Alemán no sabía muy bien cómo atacar aquel asunto. El médico, muy amable, sacó tabaco y le invitó a fumar. Don Ángel encendió su cigarrillo con deleite y dijo:

– ¿Me permite hacerle una pregunta?

– Claro -repuso Alemán.

– ¿Qué interés tiene usted en el cuerpo de ese joven? Se fugó y cayó por la ladera desnucándose.

– Sí, eso dicen.

El médico le miró con curiosidad desde lo más profundo de sus ojos, que le estudiaban escrutadores. Alemán pudo leer la sorpresa en su rostro, era evidente lo que estaba pensando: ¿qué hacía el «mayor asesino de rojos después de Franco» interesándose por el destino de un pobre desgraciado, un preso político? Él mismo no sabía muy bien qué diablos estaba haciendo. Apenas unas horas antes se había enfrentado con un falangista destacado por defender a un preso republicano. Y ahora, aquello… ¿Qué le estaba pasando? De pronto, el médico le dijo de sopetón:

– ¿Pretende usted insinuar algo, mi capitán?

– Lo mataron -contestó Alemán muy resuelto.

El médico le miró sonriendo.

– ¿Quiere un poco de coñac? -dijo de sopetón.

– Sí, claro.

Se levantó y tras encaminarse hasta un armario repleto de medicinas volvió con un par de copas y una botella. Hizo los honores.

– Y eso…

– ¿Sí? -repuso Alemán.

– … ¿eso qué importa? Un preso que se fuga y muere. ¿Tiene usted idea de cuánta gente ha muerto ya?

– Un millón, lo sé.

– Sí, pero me refiero a después de la guerra, aquí mismo. En los campos de clasificación, ya sabe usted, al acabar la guerra se ajustaron cuentas. Hace años que perdí la cuenta de la gente que he visto morir. Han sido ustedes muy eficaces al respecto -dijo el médico con un tono más irónico del que podía permitirse en su situación.

– ¿Aquí ha muerto gente?

– Sí, es raro el día en que no hay un accidente. No, no me refiero a fusilamientos ni sacas. Eso, afortunadamente, queda lejos. Cuando llegaron aquí los primeros presos ya había pasado lo peor. Ya sabe, después de la guerra se pasó factura a mucha gente. No, no. Es otra cosa. Se trabaja muy deprisa y las prisas no son buenas cuando se lucha con una montaña como ésa.

– ¿Cuántos? Muertos, digo.

– ¿Aquí? ¿En accidente? Calculo que unos catorce. Pero no crea, hay fracturas abiertas, gente con miembros aplastados… aquí he hecho de todo. He atendido hasta partos en las chabolas donde malviven los familiares de los presos. Recuerdo a una cría de apenas dieciséis años, a la que atendí como pude con el frío, la oscuridad y sin antibióticos, no me explico cómo pudieron sobrevivir ella y la criatura.

– Don Ángel.

– Dígame.

– Divaga usted, se me va por las ramas. Yo le he hablado de algo concreto, ¿mataron a ese crío? Carlitos Abenza.

– ¿Y eso a quién le importa?

– A mí. -Se escuchó decir a sí mismo.

Quizá estaba ya inmerso definitivamente en la locura. Pero le parecía natural actuar así.

– ¿Por qué?

– No sé -dijo Roberto negando con la cabeza.

– No -insistió-. Diga, diga, ¿por qué había de importarle?

– No lo sé. No sabría decirle. Si le soy sincero, no tengo muy claro por qué estoy aquí -repuso el capitán mirándose las manos.

– Verá… capitán…

– Llámeme Alemán, o Roberto si prefiere.

– Don Roberto… usted sabe que aquí todos hemos pasado mucho.

– Es la guerra, nosotros también.

– Sí, pero ustedes ganaron. La mayoría de los hombres que trabajan aquí han vivido en los peores campos. Ahora, aquí, no es que estén en el paraíso, pero… ven el final del túnel. Muchos se están dejando la vida en horas extraordinarias para salir cuanto antes y lo van a conseguir. Yo mismo fui depurado. Ahora viven aquí conmigo mi mujer y mi hijo de nueve años. Es posible que dentro de poco me dejen concursar por una plaza y tengo una de las antigüedades más elevadas de España. Es muy probable que consiga una plaza en el mismo Madrid. ¿Se hace usted una idea de lo que podría perder por meterme en asuntos de esta índole? Me he matado literalmente a trabajar aquí, por los presos, soy un hombre de ciencia, práctico, intento ayudar a los vivos y mirar hacia delante.

Aquí se hace medicina veinticuatro horas al día. Estoy harto de ir de uno a otro destacamento a las tres de la mañana para atender a los enfermos, con la nieve, el frío, los guardias…

– ¿Qué quiere decirme don Ángel, qué vio usted?

El médico quedó en silencio, como luchando consigo mismo. Se resistía a decir lo que pensaba y era normal. Entonces pareció rendirse.

– Las heridas de las piernas, la fractura abierta, las laceraciones que sufrió en la caída: eran post mórtem.

– ¡Lo sabía! -exclamó Alemán.

– ¿Y usted? ¿Qué ha averiguado?

Él le contó lo de la sangre en la cara, el golpe en la nuca, el charco de sangre…

– Vaya, se nota que estudió usted dos cursos de Medicina.

– No, no. No se equivoque. No recuerdo nada de aquello. Lo mío en estos últimos años fue lo más lejano que se puede imaginar al ejercicio de la medicina, aprendí cómo matar gente, piezas de artillería, cotas, tanques, eso es lo mío.

– ¿…entonces?

– Un preso, Tornell. Me abrió los ojos. Fue policía.

– Sí, y he oído que de los buenos. Pero, dígame, don Roberto, supongamos que lo mataron… ¿y qué? A buen seguro fue un guardia civil o un guardián borracho. No es la primera vez que alguien se propasa con un preso por desahogarse. Igual lo sorprendieron intentando huir y le dieron una buena. No se puede hacer nada. Un preso. ¿Qué conseguiría usted?

Alemán quedó pensativo, mirándose las botas llenas de barro. Levantó la mirada y comprobó que Lausín le observaba con una mezcla de ternura y algo que quizá se parecía a la admiración. Aquello le hizo sentirse bien, como cuando había defendido a aquellos presos del falangista.

– No lo sé, don Ángel, no lo sé. Pero voy a hablar con los dos guardias civiles que lo hallaron, necesito saber si estaba boca arriba o boca abajo.

– Sea prudente.

De pronto, escucharon voces y dos presos aparecieron en la puerta llevando en volandas a un tercero que se había reventado un dedo con el martillo.

– Pónganlo aquí -dijo el médico señalando una camilla para dirigirse de inmediato a lavarse las manos.

Alemán supo al instante que sobraba.

– Don Ángel, no tema, que esta conversación queda entre nosotros -dijo antes de salir.

Le pareció que aquel tipo le miraba con buenos ojos por sus desvelos en aclarar la muerte de un preso y aquello le hizo sentirse bien.

Capítulo 16. Humphrey Bogart

El domingo, en ausencia de Toté, se le hacía a Tornell largo y tedioso como una condena. Su nuevo compañero de correrías, el capitán Alemán, se había ido a Madrid a ver a una joven, la hija de su general, y a comentar con éste las últimas novedades que se habían producido en el campo, por lo que Tornell dispuso de unas horas para reflexionar, alejado del resto de sus compañeros, algo taciturno quizá. Era por la muerte de Abenza, el pobre Carlitos. Decían que el crío había intentado fugarse despeñándose por aquellos parajes aislados y abruptos, pero Tornell no lo creía así. Supo desde el primer momento que lo habían matado de un certero golpe en la nuca y que el cadáver había sido cambiado de lugar. Y Alemán lo había notado. Había sido un imprudente. Un idiota. Los viejos hábitos. No había podido evitarlo y se había movido por la escena del crimen como si fuera un policía. Reparó en que nunca se puede dejar atrás lo que realmente se es. Alemán no era tonto y ahora sabía lo mismo que él. Tras pensarlo detenidamente llegó a la conclusión de que había actuado así corno una forma de superar el golpe. Si su mente se ocupaba en ver aquello como un caso policial no sufriría el duro mazazo que le propinaba la realidad: Carlitos había muerto y era un crío. Era de buena familia, con influencias, un chaval que estudiaba en Madrid y estaba jugando a la política. Tenía toda una vida por delante. Quizá él era tan sólo un tipo desencantado que había perdido una guerra. Cuando uno está prisionero pierde la ilusión, las ganas de luchar y se convierte en un ser sumiso, un cordero que anhela volver con los suyos y vivir una vida normal, lejos de la política. Les habían vencido. Todo estaba perdido. Por desgracia, allí en Cuelgamuros, en Miranda, en las cárceles y batallones de trabajadores, eran muchos los que comenzaban a pensar que para qué había servido tanto sufrimiento, tanto luchar, tanta guerra y tanta sangre, ¿para qué sufrían ahora? Si la guerra se hubiera ganado a buen seguro que las cosas serían de otra manera. A veces se lo imaginaba como en un cuento de hadas y se le saltaban las lágrimas. Los fascistas ganaron, sí, y la mayor parte de los gerifaltes de la República habían podido escapar a tiempo. Como siempre. ¿Quién quedaba allí? Los restos del naufragio, ellos. Sí, eso eran. Los mismos que habían muerto a miles en la guerra, la gente de la calle, los pobres, la gente del pueblo. Sí, era verdad, se les dio una oportunidad de luchar por algo mejor, por ser los dueños de su propio destino, pero, a la hora de la verdad, siempre existió una élite, una clase dirigente que, como siempre, se puso a salvo a tiempo llevándose unos buenos dineros. Es la historia de la humanidad, quítate tú que me ponga yo. Pero las ideas… las ideas no eran malas. Eran buenas. ¡Qué coño! Lo seguían siendo. Aunque él se sintiera viejo y cansado. Sin apenas fuerzas para creer aunque sí para vengarse. Cómo los odiaba.

Algunos, los menos, seguían creyendo y venían y le contaban que los dirigentes de la República seguían reuniéndose en el extranjero. Caraduras. Y los presos en Cuelgamuros, penando por ellos. Sentía que se le llevaba la rabia. Los dirigentes en el extranjero, con dinero, reuniéndose en los cafés hablando de cosas imposibles, celebrando consejos de ministros de un gobierno sin país que gobernar. Bla, bla, bla… eso eran. Fantoches, cantamañanas y charlatanes de feria. Recordaba cómo iban a arengarles en el frente. Recordaba a la Pasionaria subida en un camión diciéndoles que debían dar hasta la última gota de su sangre por la República. Pero eso sí, el morro del vehículo quedaba bien enfilado hacia la retaguardia. De pronto: uno, dos, tres pepinazos. La artillería enemiga batía sus posiciones. Venía una ofensiva. A la cuarta explosión, el camión había salido a toda prisa de allí con su escolta motorizada. Lejos del peligro. Y los pobres soldados a esconderse en las trincheras como ratas. Así eran y así han sido siempre los políticos. Y encima seguían peleándose entre ellos por una comisión, por un término en un manifiesto… cabrones. Aquello fue lo que les había hundido, aquello no era una República ni un ejército, era una jaula de grillos. Por eso habían perdido aun teniendo la razón. Por eso estaban presos allí.

Y mientras, la gente de a pie se pudría en los campos en Francia, en Alemania o en España. Carlitos creía en aquella filfa. Era un crédulo de los que pensaban que las cosas podrían dar un vuelco; que la gente se alzaría en armas contra Franco.

Inocente. Estaba allí jugando a hacerse mayor, en prisión pero protegido desde lejos por su familia, no como miles de presos que habían sufrido lo indecible dejados de la mano de Dios. Sentía que se le partía el alma por la muerte del crío, le caía bien, le gustaba. Le recordaba lo que él mismo fue, lo que había sido. El chaval aún tenía la fe de los primeros días. La que él había perdido sabiendo que ya no había futuro ni posibilidad de victoria. Ya no cambiarían el mundo. Veía clarísimo que lo habían matado. ¿Por qué iba a querer escaparse si tenía una condena tan corta? Ahora estaba en un buen destino, una oficina. Era cosa de tener un poco de paciencia. No lo entendía. Roberto Alemán le había visto sospechar y le había interrogado al respecto. Él, como un idiota, había dicho lo que pensaba. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque esperaba que no diera importancia al asunto. Sí, lo más probable era que se hubiera reído de él. ¿Qué más daba un preso muerto más o menos? Había visto morir a los hombres por docenas en Miranda de Ebro, Albatera o los Almendros… Sabía perfectamente cómo pensaba aquella gente, los fascistas. Un preso era un no humano, un ser vivo con los mismos derechos que las bestias. Se cuidaba más a una buena muía que a un enemigo vencido y desarmado. Pero no. Sorprendentemente, Alemán se había interesado por el asunto desde el primer momento y aquello le asustaba aún más. Aquel tipo comenzaba a convertirse en una caja de sorpresas. Primero había hado una buena defendiendo a un preso de un falangista y ahora se interesaba por la muerte de Carlitos. Parecía que iba a seguir los consejos que Tornell le había dado para iniciar una investigación. El encuentro que habían tenido en la casita del oficial había sido agradable. Curioso. Un matarrojos como aquél y él, un insobornable oficial de la República, charlando en torno a unas copas de coñac. Como dos soldados. Era la segunda vez que pasaba.

Pensó que aquello no sería sino el capricho pasajero de un tipo que se aburría y que al día siguiente se olvidaría del asunto. Pero el muy excéntrico volvió a sorprenderle. Cuando Tornell pudo al fin acercarse a verle, como habían quedado, comprobó con desasosiego que no sólo le esperaba, sino que había realizado diligentemente las gestiones que él le había sugerido. Era viernes.

– Ven, Tornell, vamos arriba -dijo a modo de saludo Alemán.

Tornell le siguió sin dejar su cartera.

– He hablado con el médico -dijo el capitán sin parar de caminar, como el que sabe adónde va-. Coincide contigo. Inicialmente no quiso decirlo, no debe meterse en líos, pero luego reconoció que había reparado en que las heridas de las piernas eran post mórtem.

El policía asintió sonriendo.

– Es un buen hombre. El médico, digo -apuntó Alemán.

– Sí -repuso Tornell-. Ha hecho mucho por los presos. Esto no es precisamente un hotelito.

– Lo sé -dijo algo circunspecto el militar.

– La gente que trabaja en la cripta acabará mal. Ya hay casos de silicosis.

– Pero… ¿no trabajan con máscaras?

– Sí, pero me dicen que llevan como una esponja que se humedece y ésta, se colapsa por los pequeños fragmentos de granito que flotan en el ambiente. Así que se la tienen que quitar para respirar mejor. Me contó un capataz que lo lógico sería dejar pasar un buen rato tras la pegada, para que el polvo dentro de la gruta se asentara o bien hacer la pegada justo al terminar la jornada, así al llegar al día siguiente a trabajar no habría problema.

– ¿Y por qué no lo hacen?

Tornell se paró de repente.

– Mi capitán…

– Llámame Roberto.

– … mire, Roberto…

– ¿Sí?

– No quisiera buscarme problemas.

– Soy una tumba Tornell, de oficial a oficial.

– Hay prisa, Roberto. Ya se sabe, el Caudillo quiere esto acabado a la mayor brevedad posible.

– Pero, esos hombres podrían pedir otro destino dentro del campo, ¿no?

– Quizá, pero les interesa trabajar allí por el sueldo, muchos tienen cinco o seis hijos, sus mujeres son «esposa de rojo», parias, necesitan el dinero y por eso ellos se matan poco a poco, respirando ese polvo de granito que se incrusta en los pulmones y mata, lentamente, pero mata.

– Joder.

– Además reducen más pena. Creen que así saldrán de aquí antes, pero un compañero me ha dicho que en tres años de picar en la cripta has firmado tu sentencia de muerte.

Alemán quedó en silencio durante el resto del camino. Parecía pensar.

En cuanto llegaron al lugar en que se había hallado el cuerpo de Carlitos, Tornell echó un vistazo a la sangre seca poniéndose en cuclillas.

– He hablado con los guardias civiles que hallaron el cuerpo, tal como me sugeriste -dijo Alemán.

– Vaya, se lo ha tomado usted en serio -contestó el preso.

El otro le miró sonriendo.

– Hallaron el cadáver boca arriba, como lo vimos nosotros. O sea, que la sangre seca que le cubría la cara, teniendo en cuenta que tenía una herida en la nuca, no pudo subir en contra de la gravedad. El cuerpo estuvo antes boca abajo un rato. Tenías razón.

– Subamos -repuso Tornell.

Los dos hombres llegaron dando amplias zancadas al promontorio desde el que se suponía había caído el pobre chaval. Allí estaba el charco de sangre que marcaba el lugar donde le habían golpeado por primera vez. Las colillas que habían hecho sospechar al policía que alguien había esperado a la víctima durante un buen rato, estaban esparcidas por aquí y por allá. El viento había sido fuerte la noche anterior.

– Busquemos -dijo Tornell.

– ¿Qué?

– ¿Cómo?

– Sí, Tornell, te pregunto qué buscamos exactamente…

– No sé, una piedra, un objeto romo. Algo que esté manchado de sangre.

Se repartieron el terreno y fueron ojeando con minuciosidad palmo a palmo. Apenas habrían pasado unos diez minutos cuando Alemán le llamó:

– Tornell.

Éste levantó la vista y comprobó que el oficial tenía una piedra en la mano. Estaba manchada de sangre. Se la dio y la inspeccionó en detalle. Era el arma. Tenía pequeños fragmentos de piel, minúsculos coágulos e incluso algo de pelo.

– ¿Alguna duda? -dijo el policía muy ufano.

– Lo mataron, está claro. Ahora sí que está clarísimo. ¿Hace un pito?

– Hace.

Ambos se sentaron sobre una inmensa piedra, en la ladera. Al fondo, la vaguada les mostraba unos pinos centenarios que se movían bajo una tenue brisa.

– ¿Quién lo haría? -preguntó de sopetón Alemán.

– Sinceramente, mi capitán…

– Alemán, ¡coño!, o si lo prefieres Roberto, ¡somos oficiales, hostias!

– … no Roberto, usted es un oficial y yo soy una mierda, un preso.

– ¡Paparruchas! Eres un policía cojonudo, Tornell, ¡cojonudo!

– Eso era antes.

Se hizo el silencio de nuevo. El viento de la montaña comenzó a hacer sentir su aullido.

– Creo, Roberto, que con esto no vamos a ninguna parte. Es evidente que lo mataron. O eso creemos nosotros. Pero ¿y si fue un guardia? ¿Qué íbamos a hacer?

Quedaron en silencio otra vez. Era obvio que ambos pensaban al unísono en el asunto.

– Pues no lo sé, la verdad. Pero eso es dar por sentado que el verdugo es de los nuestros. ¿No podría ser un preso?

– No creo.

– Ya se verá, Tornell. Primero habrá que averiguar quién lo mató. ¿Estás seguro de que no querría escapar?

– No, eso es seguro. No necesitaba escapar, tenía poca pena, estaba en oficinas… sólo hay una cosa que…

– ¿Sí?

– … que me hace dudar.

– ¿Qué?

– El rigor mortis. Debía de llevar muerto lo menos ocho o diez horas. Más quizá. ¿Habló con el encargado del recuento?

– No. Es un comunista. Un tal Higinio.

– Lo conozco, sí.

– Ahora, al bajar, charlaremos con él -apuntó Alemán.

– No me cuadra. Debía de llevar muerto más de ocho horas, y el recuento es a las doce de la noche. Si se presentó al recuento confieso que no me salen las cuentas.

Volvieron a quedar en silencio. Un buen rato.

Alemán encendió otro cigarro.

– Tornell.

– ¿Sí?

Alemán se tomó su tiempo, aspirando el humo del cigarrillo con fruición.

– Tú… lloras.

– ¿Cómo? -El preso no entendía qué quería decir.

– Sí, te he visto un par de veces, llorando, ya sabes.

Decididamente aquel tipo se había vuelto loco, pensó Tornell.

– No entiendo, Roberto, ¿podría usted aclararme…?

– Sí, cojones, y tutéame. -El capitán comenzaba a enfadarse, a perder la paciencia-. Te he visto llorando un par de veces, como una criatura.

Al preso le vino a la cabeza el incidente de su buen amigo Berruezo. El día en que había estado detenido en el cuartelillo y cómo el señor Licerán le había ayudado a sacarlo de allí. Cuando su amigo volvió se habían abrazado llorando.

Recordó también el día en que Alemán le había visto llorando tras despedirse de Toté. Cuando el autobús le dejaba solo. Sonrió. Aquel cabestro debía de considerarlo una muestra de debilidad. No en vano era un fascista.

– Sí -dijo-.Ahora recuerdo, sí.

Un nuevo silencio. Tornell no sabía qué decir.

– Y… ¿cómo lo haces?

Loco. Estaba loco. Debía andarse con tiento. ¿Qué significaba aquella pregunta?

– Roberto, no te entiendo.

– Sí, habrás visto muchas cosas.

– Como todos.

– Y padecido lo indecible.

– En efecto, llegué aquí pareciendo un cadáver. Dos veces me dieron por muerto en los campos.

– ¿Y aún puedes llorar?

Tornell se calló al momento y Alemán intuyó que el preso no se atrevía a decir algo.

– Tornell, sé sincero, dime lo que piensas.

– ¿De veras?

– Pues claro.

– ¿No te enfadarás?

– Tienes mi palabra.

Alargó la mano haciendo ver al oficial que quería fumar otro cigarrillo. Los suyos eran de los buenos. Tomó la palabra con aire resuelto:

– Como dices tú, Alemán, he pasado mucho, sí. Desde que caí prisionero no hay enfermedad infecciosa que no haya sufrido, ya sabes, por el hacinamiento, la desnutrición… -El militar asentía-…Varias veces intenté dejarme morir. No sé ni cómo estoy aquí. Un buen día, el señor Licerán me sacó del infierno y me trajo a trabajar con él. Comienzo a ver la salida de un largo túnel. Como si hubiera estado muerto durante seis años que recuerdo así, como en una pesadilla.

»Puedo llorar, sí. Hasta que llegué aquí no lo había hecho. Desde el día en que caí prisionero. Supongo que mi cuerpo, mi mente, no podían permitírselo.

– Curioso eso que dices.

– Pero cierto. Pensaba que ya no podría hacerlo, llorar, pero he comprobado que tras perderlo todo, la dignidad, después de pelearme a muerte con compañeros famélicos por un chusco de pan duro como la piedra, de comportarme como un animal humillado, una bestia, hay algo que al menos, no me lograron quitar…

– ¿Sí?

– …soy una persona, un ser humano, siento. A veces alegría, pocas, la verdad; otras… pena, tristeza, miedo. Pero soy alguien, estoy vivo y recuerdo, aún tengo sentimientos, no soy un animal.

Alemán asintió, su rostro había adoptado un rictus de seriedad, entre afectado y grave.

– Lo eres, Tornell, eres un hombre, un gran hombre. No como yo.

El policía lo miró como asombrado.

– ¿Tú no eres un hombre?

– No, soy un monstruo.

Se miraron a los ojos y Tornell le sonrió. Era ridículo, él era un prisionero, nadie, un paria. Aquel tipo era un matarrojos, ¡un capitán fascista! Un hombre bien comido, bien servido, con un futuro. Recio, alto robusto y sano, y Tornell… una especie de piltrafa humana. Y pese a todo aquello parecía que él, el preso, fuera el afortunado. Aquello era de locos. ¿Hasta dónde pretendían llegar sus torturadores? Alemán tomó la palabra de nuevo.

– Quiero decirte una cosa, Tornell.

– Tú dirás.

Entonces lo soltó. Así, como si fuera una bomba.

– Yo te conseguí el puesto de cartero.

Tornell se sintió confuso, la verdad, el Loco le había favorecido con un puesto que suponía una serie de privilegios que ya querría para sí el preso más afortunado. Le había regalado tabaco y le hablaba como si fuera, un amigo de toda la vida. No podía ser. Un tipo despreciable, un asesino de soldados republicanos como nadie había conocido. Bien era cierto que en los últimos tiempos parecía haber dado muestras de cierta piedad para con los presos -sólo había que recordar el incidente con el falangista-, pero aquello era demasiado para él. Su mente no podía procesar aquello, ¿por qué a él?

– Supongo que te preguntarás por qué te ayudé, precisamente a ti.

Aquel tipo, decididamente, le leía el pensamiento.

– Sí, bueno… -dijo rascándose la cabeza rapada al uno. Hacía tiempo ya que había perdido el control de aquella situación.

– Enséñame a llorar.

Capítulo 17. Un avispero

Ya no había duda. En aquel momento Tornell tuvo la certeza de que se las veía con un loco. Ahora lo tenía claro, el enfrentamiento con el falangista, su recomendación como cartero, la obsesión que Alemán comenzaba a mostrar por investigar la muerte de Carlitos… Todo formaba parte de un proceso, de una evidencia: la mente de aquel hombre había dicho basta. Quizá los remordimientos por los crímenes cometidos le habían empujado a sentirse identificado en exceso con sus enemigos, ahora presos. A veces ocurre, raras, entre el verdugo y la víctima. La segunda termina sintiendo una especie de atracción sumisa por el primero y el primero una suerte de identificación con el segundo. Tornell lo había comprobado personalmente en algunos casos que investigó cuando era policía: la víctima y el verdugo. Todos locos, claro, como cabras. El capitán, Roberto Alemán, se había vuelto majareta y aquello sólo iba a provocar desgracias, Y él estaba en medio. Conocía a los fascistas y no les gustaban en absoluto las muestras de debilidad, de humanidad, en sus cuadros dirigentes. Aquel tipo estaba acabado. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– No le entiendo -farfulló pensando en cómo salir con bien de aquel lío.

– Soy un mezquino, Tornell. Decidí ayudarte no porque me parecieras un buen tipo, valiente, amigo de tus amigos, no. Lo hice porque te vi llorar y pensé que a lo mejor podías ayudarme.

El policía se ratificó: loco, estaba loco. De camisa de fuerza, no había duda.

– Pero… mi capitán.

– Roberto.

– Roberto. No se puede enseñar a llorar a nadie.

– Lo sé, lo sé, Tornell. Pero es que esta maldita guerra nos ha hecho a todos insensibles. Yo, como tú, pasé por un infierno. Salí de él convertido en una suerte de ángel vengador, una bestia sedienta de sangre que quería morir llevándose por delante a todos los enemigos posibles. Sorprendentemente, aquello me mantuvo vivo y ahora pienso… ¿para qué? Me siento como hinchado por dentro, Tornell, como si miles de gusanos me devoraran en vida, lleno de mierda. Y no puedo olvidar. Sé que si, como tú, pudiera llorar, quizá lo arrojaría todo, el miedo, la pena, este odio…

– Lo entiendo, lo entiendo -dijo Tornell alzando la mano.

– Tú lo has hecho.

– Sí, pero no sé cómo.

Volvieron a quedar en silencio.

– ¿Es verdad lo que se cuenta sobre usted?

– Vuelves a hablarme de usted. ¿Qué te parece si me tuteas, Tornell?

– Podrían hasta fusilarme.

– Al menos cuando estemos a solas, insisto. No sé, como si fuéramos amigos.

A Tornell ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de ser amigo de un fascista. A pesar de que sabía que debía dejar pasar aquel asunto, le pudo la curiosidad y se escuchó a mí mismo repreguntando:

– ¿Es verdad lo que se cuenta de ti por ahí?

– ¿El qué?

– Lo de la checa de Fomento.

– No. Bueno, en parte sí. Se exagera.

– Pero escapaste de allí cargándote a varios milicianos.

– Sí, a dos.

– Vaya -repuso haciéndose el sorprendido-. Había oído hablar de diez o doce.

– A uno lo maté con una pluma, increíble, ¿verdad? Al segundo con la pistola que le robé al primero. Resulta curioso hasta dónde es capaz de llegar un ser humano empujado por la desesperación, cuando está al límite de sus fuerzas pero ve venir a la parca…

– ¿Tan mal estabas?

– Si quieres que te sea sincero, ni siquiera recuerdo bien lo ocurrido. Sólo sé que flotaba como en una nube; eso sí, ya no sentía dolor.

– Entonces… ¿te torturaron?

Asintió.

– Me llevaron a un despacho -añadió con la cara del que recuerda sucesos desagradables del pasado-, con un mandamás. No sé muy bien por qué pero intuí que me iban a «dar el paseo» y algo en mi interior me hizo actuar, ya sabes, como un animal herido. Algo mecánico, instintivo. Ese algo se apoderó de mí, Tornell, y así sigo. Sea lo que fuere, esa maldita fuerza se mantuvo viva en mí durante este tiempo y terminó por convertirme en una suerte de depredador, una fiera sedienta de sangre.

– La guerra es así, por desgracia. O matas o mueres.

– Te digo que no. Lo mío es… anormal.

– No son muchos los que pueden contar que salieron de una checa por su propio pie, y menos de la de Fomento.

– Sí, eso es cierto.

– Yo conocí un caso… un chico que sirvió conmigo en los primeros días de la guerra. Era socialista. Le escribieron de Madrid, alguien de su familia. Decían que habían detenido a un tío suyo al que al parecer quería mucho; iba a misa y creo que había tenido alguna relación con la CEDA. Fuentes, se llamaba el chaval. Era teniente. Ni corto ni perezoso se fue para Madrid pues era hombre de estudios, abogado. Sé que su idea era acudir directamente a la checa, a fiar a su tío.

– ¿Y?

– No volvió jamás.

Alemán sonrió con amargura como si supiera demasiado bien de qué se estaba hablando allí. Entonces, más por disimular que por otra cosa, Tornell volvió a preguntar:

– ¿Por qué te detuvieron? ¿Eras cedista? ¿De Falange? -De sobra sabía que no.

– Quiá -repuso esbozando una sonrisa que al policía le pareció trágica-. Estudiaba segundo de Medicina. Medicina. Bueno, en realidad… primero y medio. Sólo me preocupaban las chicas y terminar mis estudios para ganar dinero. Tenía un hermano falangista que había logrado escapar tras matar a un crío que vendíaEl Socialista y estaba oculto en algún lugar de Madrid. Fueron a por mis padres que iban habitualmente a misa. Los detuvieron, a ellos y a mi hermana. No quiero pensar lo que pasaría la pobre. Cuando estaba detenido en la checa escuché los gritos de unas monjas, Tornell, las violaron. Al principio no podía soportarlo, luego llegué a acostumbrarme a dormir con aquel maldito ruido de fondo. Después de detener a mi familia, de la que nunca más se supo, me detuvieron a mí. Cometí el error de ir a preguntar por ellos.

– ¿Y tu hermano, el falangista?

– Pues como te digo, estaba oculto, pero no sabíamos dónde. Sé que lo descubrieron unos días antes de caer Madrid. Lo fusilaron. Por unos días, ya ves. Todos muertos: mis padres, mi hermana y mi hermano. ¿Sabes?, lo más irónico es que tenía otro hermano que era de la UGT y que podría habernos ayudado, pero se mató dos semanas antes de comenzar la guerra en un accidente de coche.

– Tuviste mala suerte -dijo Tornell pensando en que, por alguna maldita razón, se sentía como si debiera algo a aquel tipo.

Por lo que había pasado y porque él había seguido su caso de cerca. Al menos había logrado sobrevivir. Era absurdo. Él estaba preso y el otro había ganado una guerra pero había algo que le empujaba a seguir hablando con él, a preguntarle. Quizá no lo veía sólo como al «Loco» y reparó en que había mucha gente que en la guerra había pasado por experiencias similares. Quizá las cosas no eran blancas o negras, sino que dependían de los motivos que habían empujado a matar a cada uno. -Sí.

– Y cuando saliste… cuando llegaste al lado nacional… ¿qué pasó?

– Me recuperé muy rápido. Tenía algo que hacer.

– Matar rojos.

– En efecto. A mí nunca me había interesado la política, pero aquello era algo animal, instintivo… la venganza, ya sabes, me veía como una especie de justiciero.

– ¿Has matado a muchos hombres?

Alemán sonrió.

– Tú lo sabes, Tornell. Has sido oficial. El oficio de militar durante una guerra es más fácil de lo que podemos pensar: matar y no dejarse matar. Tú mismo lo has dicho. Nunca imaginé que pudiera ser tan bueno en algo así, te lo juro.

– Y estás cansado, claro.

Parecía apesadumbrado, quizá arrepentido.

– ¿Piensas en ello a menudo? -preguntó Alemán de pronto, sorprendiendo al policía por el cambio de tema.

– ¿En qué? -repuso Tornell.

– Sí, ya sabes, en la guerra, en los muertos, el sufrimiento, en lo que debiste de pasar en los campos…

– Sí, pienso en ello a menudo, claro.

– ¿Por eso puedes llorar?

El preso sonrió.

– No, no tiene nada que ver. Las veces en que me viste hacerlo lo hacía por otras personas.

– Por otras personas, claro. Yo me siento bien cuando hago cosas por otras personas.

– Sí, en efecto.

– Pero tú, recuerdas…

– ¿Cómo no iba a hacerlo? -dijo subiendo el tono de voz, quizá demasiado-. He visto morir a muchos compañeros. No te haces una idea.

– Caíste prisionero en Teruel, ¿no?

– Sí, en una locura de operación para tomar un ridículo búnker que nos cerraba el paso. En mi unidad se tomaban las decisiones de manera asamblearia.

– ¡No jodas!

– Sí, así era. En lugar de realizar un ataque ortodoxo, seguimos el plan de un fulano que creo era carnicero o algo así, o tornero, quién sabe: lanzar perros con dinamita hacia el búnker…

– ¡No puede ser!

– … como lo oyes. Algo salió mal, claro. Los perros corrieron hacia nosotros. Imagínate, ¡bombas con patas! El fuego cruzado hizo el resto. Recuerdo una luz, una ignición. Todo quedó en silencio. Cuando pude ver algo estaba rodeado de cuerpos mutilados. Me hirieron en una pierna. Si no es por mi sargento me desangro.

– Tu amigo ese que quiso compartir tu castigo el día en que te conocí.

– El mismo que viste y calza, Berruezo. Caímos prisioneros. La temperatura era inferior a veinte bajo cero. Los nacionales iban a perder Teruel. Nos evacuaron a un pueblucho, no recuerdo cuál. Tardaron varios días en llevarme a un hospital. Sobreviví por unas cabezas de ajo que llevaba en el bolsillo y porque Berruezo me cuidó. Luego no volví a verlo hasta llegar aquí. Si quieres que te sea sincero, no me explico cómo sigo vivo. No entiendo cómo no se me gangrenó la pierna.

– Luego, te llevaron a un campo.

– Sí, claro, en cuanto me dieron el alta. Estuve en varios. Quizá uno de los peores, Miranda del Ebro, un lugar horrible. Miles de tíos hacinados, casi sin comida; la higiene, inexistente. Nos comían los piojos y las enfermedades nos diezmaban como si fuésemos ganado. Hacía mucho frío por la noche y sólo teníamos una pequeña manta, bueno, un cuarto si acaso. Si te cubrías el torso, las piernas quedaban al descubierto o al revés. Había que hacer cola para beber un vaso de agua. El hambre es mala, Roberto, pero no te imaginas lo que es la sed. Es peor, matarías a tu padre por un trago de agua. La cola a veces duraba un día. Un día al sol para beber un vaso de agua, ojo.

– Nadie debería hacer un día de cola por un vaso de agua.

– ¿Verdad? A eso me refería cuando hablaba de perder la dignidad. Pero aquello, por extraño que parezca, era mejor que Albatera, allí sí que supe lo que era la sed. Y cosas peores… pero, en Miranda, cuando estabas en la cola esperando durante horas y horas, pasaban junto a nosotros los guardias y nos golpeaban, «no os agolpéis, no os agolpéis», decían los muy hijos de puta. Los malditos cabos de varas nos curtían de lo lindo.

– ¿Cabos de varas?

– Sí, presos que vigilaban a otros presos. Llevaban unos blusones largos y anchos para distinguirse de los demás, eran los peores. En aquellos días todos perdimos la dignidad, pero ellos fueron lo más tirado. Traidores. Aun así las delaciones estaban a la orden del día. Todo el mundo las temía. Había comisarios políticos que habían conseguido hacerse pasar por simples quintos, pero a veces algún que otro preso los reconocía y los delataba por un mísero chusco de pan. Una vida por un pequeño trozo de pan podrido y seco. Aquello acentuaba la sensación de derrota, de desesperanza, ¿sabes? Es muy duro perder una guerra.

– Tienes toda la razón, Tornell, ningún soldado merece ese trato. Vi a hombres valientes luchando en tu bando.

Volvieron a quedar en silencio, mirando al infinito. El paisaje era hermoso en un día despejado como aquél. Alemán tomó la palabra de nuevo.

– ¿Sabes? No dejo de pensar en lo absurdo que fue todo aquello, me refiero a la guerra. Intento recordar en qué momento se fue todo al garete, pero no logro explicármelo. ¿Cómo puede volverse loco un país entero?

– No lo sé, Roberto, yo también me lo he preguntado a veces.

– La hija de mi general…

– ¿La chica que te acompañaba el otro día?

– Sí.

– Guapa. Un bombón… si se me permite decirlo.

– Pues claro, ¡coño! Es joven, hermosa, muy graciosa, llena de ganas de vivir… me ha hecho pensar Tornell, pensar. Me he sentido como un viejo verde y a la vez, me he visto… no sé… rejuvenecer. En lugar de perseguir a mujeres como ella, de ir al cine, al teatro… En lugar de trabajar, de amar, de casarse o tener hijos, la gente de este maldito país ha estado empeñada en matarse. ¿Te das cuenta de lo absurdo que es si lo intentas ver desde fuera? ¿Por qué no sentarse en un café a ver pasar mujeres hermosas en vez de matarse? En lugar de vivir nos hemos dedicado a sembrar las cunetas de cadáveres y ¿sabes? Ahora lo sé Tornell, lo sé. La vida se va… se va… Y nosotros, la desperdiciamos.

– …Sí -acertó a decir el preso dándole la razón-. La vida se va.

Tornell reparó en que aquel loco estaba en lo cierto. Quizá lo había juzgado mal.

– La vida se va. ¿Te das cuenta? -repitió.

– Dímelo a mí, que llevo seis años preso.

Los dos estallaron en una carcajada pese a lo trágico del asunto. El comentario de Tornell además de acertado, había puesto el dedo en la llaga. No había comparación entre los dos. Alemán se golpeó la frente y exclamó:

– Claro, ¡qué idiota! Debes de pensar que soy un memo. Un carcelero quejándose a un hombre al que tiene privado de libertad. Te pido disculpas, amigo. Mil disculpas. Soy un idiota, un idiota.

¿Había dicho «amigo»?

– Déjalo -apuntó Tornell-.Todos hemos pasado lo nuestro, sólo que tú tuviste la suerte de estar en el bando que ganó.

Silencio.

– Vamos abajo -dijo entonces el capitán cambiando de tema otra vez-. Quiero hablar con el tipo ese que hizo el recuento.

– Vamos entonces -contestó Tornell pensando que aquella conversación había sido agradable. ¡Qué extraña le parecía a veces la vida!

Después de aquella charla en las alturas, los dos hombres bajaron del peñasco desde el que supuestamente había caído aquel pobre desgraciado de Abenza y se encaminaron a hablar con el responsable del recuento, Higinio. Alemán reparó en que aquel tipo debió de estar algo pasado de peso antes de la condena, por la flacidez de los pliegues que mostraba su piel. Sabía que el fulano era comunista pues había ojeado su expediente previamente. Pareció alegrarse de que la visita de Tornell y Alemán le permitiera «echar un vale» y descansar por un rato del duro trabajo. El policía había sugerido a Alemán que le dejara llevar la voz cantante, así que el militar le dejó tomar la palabra y se dispuso a disfrutar viendo trabajar a un policía de verdad, como en las películas americanas.

– Higinio, tú hiciste el recuento en la noche que escapó Abenza.

– Lo hago todas las noches. Ah, y todas las mañanas.

– ¿Estaba todo el mundo?

El rostro del interrogado tomó, de pronto, una cierta tonalidad pálida; parecía afectado. Tornell sonrió levemente, como satisfecho. Higinio, que se tomó su tiempo, repuso:

– Consultad el libro.

– Lo hemos hecho, no faltaba nadie por la noche -afirmó Tornell.

– Pues entonces… -dijo el comunista tirando el cigarro para agacharse a tomar de nuevo su pico. Parecía dar por terminada la charla.

– Un momento -ordenó Tornell-. No he terminado.

El responsable del recuento se giró mirándole con mala cara.

– ¿Estás seguro de que por la noche no faltó nadie? ¿Estaba todo el mundo? ¿El propio Carlitos? Según mis cálculos a esa hora ya estaba muerto.

– ¡Qué tontería! Pues claro que estaba en el recuento. ¿De dónde cojones te sacas que a esa hora estaba muerto? Yo lo vi con estos ojitos que han de comerse los gusanos. Con su permiso, capitán Alemán…

El comunista ya se daba la vuelta pero Tornell insistió:

– ¿Sabes lo que es el rigor mortis?

Esta vez el comunista ni se paró y sin girarse espetó:

– Claro.

– Pues según la ciencia, amigo mío, Carlitos estaba muerto en el momento del recuento de la noche. Y según el libro, reparasteis en que no estaba en el recuento de la mañana.

Higinio se giró de golpe. Su mirada parecía inyectada de odio:

– No sabes lo que estás haciendo, Tornell. ¿Quieres que te recuerde determinadas cosas?

Alemán dio al momento un paso al frente a la vez que alzaba su vara contra aquel impertinente pero Juan Antonio le puso la mano en el pecho para frenarle.

Este, sin apartar la mirada del comunista, dijo:

– ¿Me estás amenazando, Higinio? ¿A mí?

– Tú sabes quién soy.

– Y tú sabes quién soy yo…

Alemán no terminó de entender bien aquel diálogo pero le pareció obvio que, de alguna manera, los dos presos jugaban a medir sus fuerzas, su influencia dentro del campo. Aquél era un mundo pequeño pero equilibrado y a su manera, compiejo. Una red invisible de favores mantenía unidos a unos y a otros. Y no sólo a los presos. Descubrirla era la forma de averiguar quién robaba los alimentos. Entonces, por un breve instante, recordó que aquélla era su verdadera misión allí y no perseguir a supuestos asesinos que cometían crímenes que no interesaban a nadie. ¿Estaría cometiendo un error?

– Vale, vale. Quedamos como buenos amigos -dijo Higinio echándose hacia atrás a la vez que mostraba una sonrisa servil y a todas luces falsa-. No hay problema amigo, no hay problema.

Y volvió al trabajo.

– Vamos a la cantina, allí me explicarás -dijo Alemán.

Una vez bajo aquel chamizo que hacía las veces de bar y sentados ante sendos vermuts, Alemán interrogó al detective con respecto a la entrevista con Higinio.

– Tornell, ¿me explicarás qué acabo de ver?

– Cosas de presos.

– Él tiene, a su manera, influencia. ¿No?

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Por los recuentos?

– No.

– Tú dirás.

– No es relevante para el caso que nos ocupa.

– No es relevante, dices…

– En efecto.

– Podría obligarte a decírmelo.

– No, no podrías.

Alemán notó que, al fin, el preso le tuteaba como él quería que hiciera. Se había acostumbrado a hacerlo en apenas una mañana. Al menos, cuando estaban a solas. Y además, se le enfrentaba en algo. Bien. Tornell observó al militar demasiado pensativo y tomó de nuevo la palabra.

– Mira, Alemán, ¿de verdad quieres seguir con esto?

– ¿Con qué?

– Joder, con la investigación de la muerte de Carlitos. ¿Eres sincero al respecto?

– Pues claro.

– Entonces debes fiarte de mí. Yo soy el policía, ¿recuerdas?

– Sí, claro. Como Humphrey Bogart -dijo Alemán comprendiendo que, de momento, le interesaba recular. Ya averiguaría más al respecto.

Tornell volvió a tomar la palabra.

– Ese tipo sabe algo. Falseó el recuento nocturno.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Viste su cara?

– Sí, es cierto, parecía nervioso.

– Mira, Roberto -aclaró-. Es una situación compleja. Higinio tiene influencia en el campo, sí. No quiero que esta investigación perjudique a nadie. Si fuésemos sutiles… No sé, quizá la simple evidencia de que puede perder sus privilegios le haría contarnos por qué falseó el recuento. Sabiendo eso, sabremos quién es quién en este asunto.

– Sé cómo hacerlo -dijo-.Vamos.

– Ahora no puedo, Alemán. Tengo que leer las cartas a mis compañeros analfabetos. Me esperan.

– Sí, claro. Mañana por la mañana, a la misma hora que hoy.

Capítulo 18. Ridículo

Baldomero Sáez respiró aliviado al comprobar que aquel capitán que había enviado la ICCP no estaba interesado en su «asunto» y que, además, había perdido la cabeza. Lo pudo comprobar de primera mano, en el despacho del director, con quien estaba tomando un café pues habían hecho muy buenas migas. De pronto, se presentó allí Alemán acompañado por un preso, Tornell, el cartero, que según se decía había sido policía de brillante hoja de servicios antes de la guerra. El capitán Alemán le miró con mala cara y dijo al director que necesitaba hablar con él a solas «urgentemente». El director, don Adolfo, echó un vistazo a Sáez y dijo que allí todos estaban en el mismo barco y que se le escapaba qué asunto no podía ser expuesto en presencia de un representante de Falange Española pero sí delante de un simple preso, por ende, un rojo. Ante esta tesitura, al capitán sólo le cabían dos opciones: retirarse por donde había venido o bien exponer el asunto en presencia del falangista. Pese a que no le agradaba -evidentemente- que Sáez fuera partícipe de aquello, actuó como cabía esperar, como un lunático al que obsesiona una nadería y que no se arredra ante nada y ante nadie para sacar a colación el objeto de su neurosis.

– Se ha producido un asesinato en este campo -dijo de pronto.

El director quedó, como Sáez, con la boca abierta.

– ¿Cómo? -repuso don Adolfo.

– Sí, Carlos Abenza, el preso que creíamos murió en un intento de fuga, fue asesinado.

Tanto el director como el orondo falangista soltaron una carcajada al unísono.

– Alemán, se despeñó -dijo el rector del establecimiento con aire de resignación ante aquella nueva ocurrencia de aquel excéntrico, que insistió:

– Aquí, Tornell, es un policía de relumbrón y cree que fue asesinado. Tenemos el arma del crimen. -Y dicho esto sacó una piedra manchada de sangre que mostró eufórico.

Sáez no lo podía creer, era un regalo del cielo que aquel enemigo que le había afrentado públicamente por defender a un preso rojo se le pusiera tan en bandeja. El director ladeó la cabeza:

– Querido Roberto, me temía muy mucho que esto podía ocurrirle, no es la primera vez que da usted muestras de inestabilidad. He leído su expediente y en él consta que usted, durante una crisis…

– ¡Me cago yo en la puta crisis! -gritó el capitán totalmente fuera de sí.

– Usted, salga -ordenó don Adolfo al preso de inmediato.

Tornell hizo lo que se le decía mansamente. Una vez a solas, el director intentó reconducir la actitud de Alemán.

– Mire, Roberto, cálmese, no quiero tener que informar de esto, estos desplantes no pueden sino crearle…

– Abenza no se presentó al recuento de la noche.

Sáez comenzaba a disfrutar con aquello, el muy lunático de Alemán insistía interrumpiendo al director. Quería ver cómo acababa aquello. La cosa se ponía interesante por momentos. Don Adolfo se levantó con mucha parsimonia y, tras dirigirse al archivador, extrajo una carpeta. Volvió a su mesa y, tomó asiento.

Alemán no había consentido en hacerlo desde su entrada. Sáez permanecía expectante, sentado en el cómodo sofá de las visitas y presto a disfrutar de aquel magnífico espectáculo que se le brindaba.

– Da la casualidad, Alemán, de que soy hombre metódico, mi esposa me dice que minucioso en exceso y que tomo nota de todo. El expediente relativo al intento de fuga de Abenza ha sido debidamente cumplimentado y sepa usted que, como siempre hacemos, repasamos el último recuento antes de la fuga. A medianoche el preso estaba, fue en el de la mañana cuando se notó su ausencia. Es por eso que los «civiles» echaron un vistazo al monte.

– Ese tipo miente. Me refiero a Higinio, el responsable -dijo Alemán-.Además, es un simple preso.

– ¿Como su policía, quizá?

«En el blanco», pensó Sáez. Había que reconocer que don Adolfo se estaba mostrando como un funcionario diligente. Tomó nota de que podía ser un tipo interesante para la causa de cara al futuro.

– Sólo necesito una cosa, don Adolfo -dijo aquel loco-.

Llame usted a Higinio e insinúe que si no dice la verdad, se le retirarán sus privilegios. Sólo eso. Le aseguro que miente. Como un bellaco.

El director puso cara de pensárselo.

– ¿Y qué más da? -dijo.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre de Dios. ¿Qué más da si alguien despachó al preso?

– Es un asesinato.

El director puso los ojos en blanco y comenzó a reírse.

– ¡Un asesinato! ¡Ay que me parto! ¿Se hace usted una idea de la de presos que mueren a diario en los campos? ¡Un asesinato, dice!

– Sólo le pido eso, don Adolfo. No es mucho. Llámelo y dígale que si no colabora le retirará sus privilegios. Sólo eso. No le molestaré más, palabra. No pierde usted nada. Aunque fuera una locura mía, ¿qué pierde usted por hacerme el favor?

Don Adolfo cerró la carpeta.

– Hecho -dijo, seguramente para quitarse de encima a aquel desequilibrado-.Ahora tengo que ausentarme. Me voy con mi señora al pueblo. Pero cuente usted con que el lunes le haré la gestión, ¿de acuerdo?

– Gracias, señor.

– Pero… una cosa.

– ¿Sí?

– Sólo haré lo que usted me ha pedido. Le insinuaré la posibilidad de que puede perder sus privilegios si no dice lo que «usted dice que sabe». Es un buen preso y no voy a defenestrarlo por una tontería.

– Será suficiente, verá usted como canta. Hasta luego, que tengan ustedes buenos días.

Y una vez dicho esto salió de allí a toda prisa. Don Adolfo miró al falangista e hizo un gesto inequívoco acercándose el dedo índice a la sien para, a continuación, hacerlo girar.

– ¿Qué es eso de «la crisis»? -preguntó Sáez.

– No me sea cotilla, hombre. Todos tenemos nuestros fantasmas y este hombre es un héroe de guerra. Y ahora, si me permite, tengo que redactar un informe referente a esta entrevista para la superioridad. Este hombre se merece un retiro. Y definitivo.

Después de tan esclarecedora entrevista, Sáez decidió callar discretamente y dejar solo al funcionario. No le interesaba que pensara que era un pesado o, a lo peor, un correveidile. Salió de allí y se fue directo a ver al preso en cuestión.

Cuando le contó al tal Higinio que Alemán había solicitado que se le retiraran sus privilegios si no decía «lo que supuestamente sabía» el pobre hombre se puso blanco. Higinio le dijo que aquel tipo estaba loco y que la había tomado con él. Aquello reafirmaba que Alemán había hecho crisis y que no estaba allí para investigar nada relativo al negocio que llevaba entre manos con Redondo y otros camaradas. La operación seguiría su curso. Antes de despedirse del preso le confesó que el director no tenía intención alguna de quitarle sus privilegios. Para que estuviera tranquilo.

El domingo por la mañana, a eso de la una, Roberto Alemán se presentó en el domicilio de su general con el anhelado propósito de que le invitaran a comer y poder ver a Pacita. La había echado de menos y estaba deseando charlar con ella.

¿No serían todo imaginaciones suyas? En el fondo se sentía como un viejo verde, pero pensó que se merecía olvidar las penas y pasar un rato agradable. ¿Qué había de malo en que pudiera verla un rato, oler su perfume y escuchar su risa?

Aunque sólo fuera eso. Ya tendría tiempo de afrontar la semana que le esperaba, investigación incluida. Tuvo suerte porque, aunque era previsible que su anfitrión tuviera algún compromiso u acto oficial, se hallaba en casa. La fámula, nada más abrirle la puerta, le acompañó a su despacho diligentemente. Enríquez se levantó al verle entrar y se dirigió hacia él con los brazos abiertos.

– ¡Qué casualidad! Precisamente iba a mandarte llamar. Siéntate, siéntate. Milagros, trae un par de vermuts y el sifón. Roberto, te quedas a comer.

Alemán sonrió. Su jefe estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.

– Pacita y Delfina están en misa. Ahora llegan. Los domingos, paella.

– ¿No vas a misa, mi general?

– Papeleo.

– ¿Por qué ibas a mandarme llamar?

Entró la criada con las bebidas. Hubo un receso. Una vez a solas, el general, dijo:

– Brindemos.

Entrechocaron los vasos.

– Esto me recuerda el frente. Qué frío pasamos, ¿verdad? -dijo.

Alemán asintió. Enríquez continuó hablando:

– Allí las cosas eran más fáciles: la camaradería, el olor a pólvora, la tropa. Se sabía dónde estaba el enemigo, enfrente. Y ahora mira… Ministerios, comisiones, corruptelas, chupatintas…

– Sí, debo reconocer que en la guerra las cosas son blancas o negras. Todo es más sencillo. No termino de entender, mi general, cómo te metes en estos líos, la política, todo eso… es un mundo difícil.

– En efecto, Roberto, sobre todo para un soldado.

– Exacto, pero ¿qué querías decirme? Suéltalo, jefe, te conozco.

– ¿Qué hostias has hecho? A estas horas todo el que es alguien tiene una copia del memorando ese que ha escrito esa maldita rata del director de Cuelgamuros.

– ¿Qué memorando?

– El de tu conversación con él, fue ayer, ¿recuerdas?

– Vaya, qué diligente.

– ¿Qué cojones es eso de un asesinato?

– Han matado a un hombre.

– ¡Un preso, rediós! -exclamó dando un puñetazo en la mesa.

Alemán bajó la cabeza, obediente, se contenía.

– Perdona, hijo. La culpa es mía. No debía haberte enviado allí. ¿Has recaído?

– No exactamente, mi general.

– ¿Entonces?

– ¿Qué quiere usted saber?

– ¡No me vengas con memeces,cago'n Dios. ¡Apéame ese usted de inmediato!

– Con su permiso, mi general, usted me acusa…

– ¡Firmes!

Roberto se levantó dando un salto y se puso firme. El general se incorporó y fue hacia él. Por un momento Alemán pensó que iba a atizarle un guantazo. Entonces, con las manos a la espalda, se le acercó al oído y dijo:

– Eres como un hijo para mí y lo sabes, déjate ya esa mierda de ponerte tiquismiquis conmigo. ¿Entendido?

– ¡Sí, señor!

Entonces le abrazó. Era más bajo que Alemán y su rostro chocó cómicamente contra el pecho del joven.

– Ahora, dime, es importante: ¿has recaído?

– No, Paco, joder, no. Sólo es que… pienso… veo a los presos y…

– ¿Y?

– Me pregunto si no fue todo un error, ya sabes, la guerra… esos hombres sufren, son rojos sí, pero perdieron y tienen familias, vidas, muchos tienen a sus hijos allí con ellos, en chabolas… Los estamos explotando, tú lo sabes…

Enríquez sonrió con malicia.

– Vaya, parece que después de todo, eres humano, ¿no?

Hasta aquel momento Alemán no había reparado en ello. Se conmovía. Se sintió bien por un momento. ¡Tenía sentimientos!

– Te relevo.

– ¿Cómo?

– Que dejas Cuelgamuros. Y el ejército. He recibido órdenes de arriba. Te pasan a la reserva, con toda la paga, claro. A vivir del cuento.

– Pero yo…

– Ni una palabra. ¿Has averiguado algo? ¿Recuerdas para qué te envié allí?

Asintió.

– Lo recuerdo, Paco, pero ellos, los del trapicheo, sabían que iba para allá. En mi estancia en Cuelgamuros quien fuera que vende las provisiones no ha hecho ni un solo movimiento.

– Te has puesto en manos del director con esa tontería del asesinato. Se ha deshecho de ti de un plumazo y ahora continuará con sus sucios asuntos.

Roberto sonrió. Era evidente que Enríquez tenía razón. Aquel tipejo, el director, se había zafado de él dejando que se autodestruyera.

– Jaque mate -dijo el general-. Mala suerte.

– Si quieres que te diga la verdad, había pensado en licenciarme tras este servicio.

– Pues se te han adelantado.

– Sí, es cierto.

Quedaron en silencio de nuevo y Enríquez sirvió dos nuevos vasos de vermut.

– ¿Y qué has pensado hacer? ¿Vas a viajar?

– No.

– Vaya, ¿lo tienes pensado? ¿Te meterás en política?

– Sabes que no valgo para eso ni me gusta.

El general sonrió pícaramente.

– ¿Formar una familia, quizá?

El capitán Alemán arqueó las cejas.

– ¿Has pensado en buscar una mujer, Roberto? -insistió.

No se atrevió a decir nada de Pacita. ¿Cómo iba a permitir que su hija se casara con un loco como él?

– Mi mujer me está volviendo majara, ¿sabes? -dijo de pronto.

– ¿Cómo?

– Sí, coño, parece que no tengas mundo. ¿Has pensado en Pacita?

– ¿Pensar?

– Joder, Roberto, tú eres un hombre, ella… una mujer. ¿Entiendes, tonto?

– ¿La verdad?

– ¡La verdad, hostias! Somos compañeros de trinchera.

– Continuamente.

Entonces, el general Enríquez le miró muy satisfecho y abrió los brazos para volver a abrazarle. Al fondo, dos voces femeninas eran la prueba de que Pacita y su madre habían vuelto a casa.

Capítulo 19. Casablanca

No sé qué pretendes pero estás cometiendo un gran error.

Aquella voz hizo a Tornell volver desde su plácido sopor. Alguien se había interpuesto entre él y aquel solecito reparador, estropeándole la siesta bajo aquel añoso pino.

– Vaya, buenas, Higinio, gracias por despertarme. El domingo es el único día en que uno puede descansar, pero para eso están los amigos, ¿no?

– Déjate de idioteces e ironías conmigo. ¿Por qué me has echado encima a ese fascista?

– Te lo has echado tú solo. Falseaste el recuento.

Tornell reparó en que Higinio tenía cara de pocos amigos. Pensó que, en sus circunstancias, no era buen negocio llamar la atención.

– Métete en tus asuntos. Todos los policías sois iguales. Aunque os intentéis disfrazar de militantes de izquierda en el fondo no sois más que unos reaccionarios, unos represores.

Higinio insistía. Tornell suspiró incorporándose con fastidio.

– Mira, Higinio, cabe la posibilidad de que fuera el propio Carlitos quien te pidiera que falsearas el recuento para poder acudir a la cita que tenía con la persona que le mató pero ¿no te has parado a pensar que si fue otro el que te pidió que falsearas la lista, ése podría ser el asesino?

El jefe de los comunistas en el campo alzó los hombros como demostrando que aquello le daba igual.

– ¿Es un asunto del Partido o tuyo?

Higinio rehuyó la mirada del antiguo policía.

– Vaya… tuyo. No podía imaginarme que fueras tan irresponsable. Estás poniendo muchas cosas en peligro, amigo. ¿No ves que si te detienen y te interrogan caerá mucha gente tras de ti? Te sacarán los nombres de todos los militantes del campo.

– A mí no me van a sacar nada.

– Ya, sí, es cierto. El director va a echarte un órdago. Hará como que te pueden quitar los privilegios pero no lo hará. Le importa un bledo la muerte de un preso.

– Lo sé. Estoy tranquilo al respecto.

– Vaya, lo sabes todo.

– Es mi obligación saber lo que se cuece aquí, camarada.

– No me llames así, Higinio.

Quedaron en silencio, por un momento. Mirándose a los ojos.

– Quítame a ese oficial de encima.

– No puedo, Higinio, simplemente dime quién te pidió que falsearas el recuento. Esa persona quiso ganar un tiempo precioso. Es el asesino.

– No hay nada de eso.

– ¿Qué te pagó? Me parece inmoral que tengas tus tejemanejes personales y que eso pueda perjudicar a más gente. Dímelo.

– No. No vayas por ahí, has sido un irresponsable poniéndome a los pies de ese capitán, ese amigo tuyo…

– ¡No es mi amigo!

– Ya, sí… que sepas que esto te va a costar caro.

Tornell miró a otro lado, sentado en el suelo, como demostrando al otro que no le temía.

– No se te ocurra volver a amenazarme -dijo reparando en que Higinio caminaba ya ladera abajo.

Lamentó profundamente que las cosas se estuvieran desarrollando de aquella manera. ¿Qué más daba aquel asunto de Carlitos? Estaba muerto y punto. Alemán, que no era precisamente un tipo equilibrado, le había metido en aquel embrollo. Ahora Higinio y su gente irían a por él. No le interesaba estar a malas con ellos ni con nadie en el campo.

La comida en casa del general Enríquez fue agradable y el ambiente, muy distendido. Roberto no acertaba a comprender que el general y su esposa le consideraran un buen partido para su hija cuando, poco más o menos, iban a licenciarle por loco. Pero, en fin, así era la vida y mejor no plantearse mucho aquel tipo de cosas. La verdad era que él mismo se había sorprendido por su reacción al conocer la noticia de su cese. Podía decirse que iba a ser «licenciado con deshonor» pero no se lo había tomado a mal, al contrario. Le agradaba la idea de dejar el ejército. Se había dado cuenta de que estaba cansado de aquello, de la milicia. Además, tenía un proyecto vital. Por primera vez en mucho tiempo sabía lo que quería y eso era, en realidad, más que un motivo para vivir. Después de la sobremesa, Pacita dijo que por qué no la acompañaba al cine y sus padres animaron a Alemán a hacerlo ¡sin carabina! No se le escapó el detalle.

Le hacían un gran honor depositando tanta confianza en él. Quizá todos aquellos pormenores contribuyeron a que Roberto no se tomara demasiado a mal su relevo y lo que era peor, no poder aclarar quién había asesinado a Carlitos Abenza. Lo sintió por Tornell, al que había metido en aquel asunto. Pero ¿qué más daba? La vida comenzaba de nuevo para él y llevaba a una mujer joven del brazo. Tenía por delante un cómodo futuro, una buena paga íntegra asegurada y la posibilidad de dedicarse a lo que quisiera. Estaba en el bando de los vencedores, era un héroe de guerra y tenía el viento a favor. Tenía la sensación de que incluso se le perdonaba lo de su licencia por enfermedad por el hecho de haberse comportado heroicamente en dos guerras. ¿Qué más se podía pedir?

Acudieron al Real Cinema y vieronCasablanca. Alemán se acordó de Tornell, al que comparaba con Humphrey Bogart. Su mente iba y venía a otros asuntos muy distintos a los del filme. Tampoco es que pudiera centrarse sólo en el caso, la verdad, pensaba en otra cosa: su mente no era sino un atribulado caos de proyectos, sospechas y recuerdos. De un lado Pacita. ¡Qué bien olía! Resuelta, hermosa, se lo comía con los ojos. De otro, Abenza, ¿quién lo había asesinado? Sentía un impulso irrefrenable que le inducía a querer averiguarlo. Ya no podría hacerlo. Por no hablar del director, que le daba tirria; era evidente que debía de estar implicado en el asunto del mercado negro y por ello había aprovechado la primera oportunidad para desacreditarle, para quitarse de encima al sabueso que le habían enviado. Obviamente había sido tan ingenuo como para ponérselo demasiado fácil, y cada uno jugaba las cartas que le había deparado la fortuna. Tampoco podía reprochárselo. No lo consideraba algo personal. Las cosas ya no eran como en la guerra. Ahora los enemigos surgían de entre las propias filas. Enríquez tenía razón al respecto. Pensó de nuevo en Tornell. Parecía remiso a meterse en aquel jaleo pero Alemán le había convencido para hacerlo. Y ahora se retiraba haciendo mutis por el foro… ¿Cómo se lo tomaría? Pues bien, ¡qué demonios! Era cartero. Un chollo. Además, Roberto hablaría en su favor para que su general pudiera favorecerle a la mínima de cambio. Se lo merecía. No podría volver a ser policía, pero seguro que habría alguna forma de aprovechar su talento.

Roberto y Pacita salieron del cine y casi era de noche, las cinco y media. Invierno en Madrid. El aire traía un cierto aroma de tristeza, como suele ocurrir en las tardes de domingo. Pese a ello ninguno de los dos tenía demasiada prisa por volver así que dieron un paseo por el Retiro. Caminaron cogidos de la mano, como dos enamorados, como si fuera lo más natural del mundo, y tomaron asiento en un banco aislado bajo un enorme árbol en un camino apartado desde el que se veía el estanque. Hacía frío.

Alemán pensó en cómo aullaría el viento en aquel mismo momento allí arriba, en Cuelgamuros. Pacita se apretó contra él. No había duda de que no era una mojigata. Además, no se molestaba en disimular su interés por Roberto y aquello, decididamente, a él le gustaba.

– ¿En qué piensas? -preguntó mirando a Alemán con malicia en los ojos.

– En que me gustas, Paz -se escuchó decir a sí mismo. Parecía un idiota.

Entonces ella le besó y él le devolvió el beso. Un beso profundo y cálido. Sintió cómo ella se estremecía y continuó haciéndolo. Percibió algo difícil de explicar, ¿acaso era eso lo que estaba buscando? Se sintió excitado de verdad. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba siquiera en mujeres? Su mano izquierda se dirigió hacia uno de sus pechos de forma instintiva, natural. Lo apretó mientras le mordisqueaba el labio inferior. Pacita jadeaba. Entonces, violentamente, ella le dio un empujón y se levantó de golpe.

Roberto quedó paralizado. ¿Qué había hecho? No podía tratar a la hija del general Enríquez como a una fresca. ¿Qué pensaría él si se enterara de aquello? Paz, que había provocado aquello intencionadamente, pensó que los hombres eran tontos, tontos de remate. Cuando una mujer cae en sus brazos suelen creer que la han conquistado, que han conseguido seducirla con sus artes donjuanescas. ¡Ingenuos! Paz sabía, desde siempre, que cuando un hombre inicia algo con una mujer, sea duradero, serio o una simple aventura, es porque ella ha querido. Ella los ha elegido y ha decidido de antemano cómo, cuándo y dónde deberían ocurrir las cosas. Fue quizá por eso que Roberto se sintió muy azorado y culpable cuando ella se lo quitó de encima en el Retiro. Se había propasado, sí. Pero ella no había actuado así -como pensaba él- porque un hombre maduro, experto, le hubiera ofendido con su comportamiento, no. Y no es que ella fuera experta en aquellas artes ni mucho menos. Era la primera vez que la besaban. No. Puso fin a aquello porque sintió, por un momento, que se perdía. ¿Cómo iba una chica decente, la hija de un general para más señas, a comportarse así en un parque público? Había sentido miedo de sí misma. Y supo que quería estar con Roberto cuanto antes. Lo había urdido todo pacientemente: convencer a sus padres, ir a visitarlo a las obras del Valle de los Caídos, hacer ver a su padre la conveniencia de que el pobre Roberto pasara a la reserva… Al parecer, él solito había metido la pata y se había colocado en una situación harto difícil. El ejército ya no lo necesitaba y se lo entregaba confuso y manso como un corderito.

Por eso, aunque ella misma había propuesto ir al Retiro y tomar asiento en aquel lugar apartado, para que se comportara como un hombre con una mujer, sintió que la cosa se le iba de las manos. Roberto Alemán le gustaba más, mucho más de lo que había pensado nunca. Paz, pese a sus circunstancias -hija de militar y miembro destacado del Régimen- era de mentalidad avanzada, pero allí, solos, sintió que iba a la perdición, al escándalo. Cuando la chica se levantó, él se puso en pie, algo agachado, para disculparse pues era bastante más alto que ella. Su flequillo negro, despeinado, caía sobre su frente y pedía disculpas jurando que la respetaba y que aquello no volvería a ocurrir. ¡Paz pensó que estaba para comérselo…! Le dijo, demasiado a la carrera, entre tartamudeos y toses nerviosas que sus intenciones eran honestas y que quería ¡casarse con ella!

– Es la declaración de amor más rara que he visto en mi vida -dijo ella haciéndose la dura.

– Sí, tienes razón, todo lo estropeo.

Se le escapaba… Cuidado.

– No, no, he dicho rara. No he dicho que me desagradara, Roberto. No te he empujado así por ti sino por mí. Temía no poder controlarme.

Él la miró muy sorprendido.

– Eso… ¿es un sí?

– Claro, tonto -contestó ella.

Entonces la tomó en sus brazos, ahora de pie, y volvieron a besarse apasionadamente. Cuando ella sintió que se iba a desmayar el muy idiota la soltó.

Era tarde. Decidieron volver dando un paseo. Cogidos de la mano como dos tórtolos. Él le pidió permiso para hablar con su padre y Paz repuso que sí, que cuanto antes. Roberto dijo que lo haría al día siguiente, pues tenía que subir a Cuelgamuros a despedirse, a recoger sus cosas y a dejar libre a su fiel ordenanza, al que Enríquez ya había buscado acomodo en las oficinas de la ICCP.

Roberto habló mucho durante el camino, con entusiasmo, parecía otro. Le confesó las cosas que comenzaba a sentir, «como si hubiera vuelto a vivir». Al igual que le ocurría a un preso, Tornell, que le ayudaba en la investigación y con el que empezaba a hacer amistad. Al parecer había sido oficial de la República y brilló como policía antes de la guerra. Le habló tanto de él que llegó a sentir celos. Aquel hombre, como él, había padecido mucho, mucho. Alemán relató a la chica algunas de las cosas que le había contado sobre los campos de concentración y ella sintió que su mundo se hundía. ¿Acaso no les decían que el Movimiento trataba con equidad a los descarriados? ¿No eran ellos los buenos? ¿Qué falta de piedad era aquélla? Cuando se despedían en la puerta de casa ella se atrevió a preguntarle:

– Hay una sola cosa que quiero saber, Roberto.

– Dime -repuso él poniéndose muy serio.

El coche le esperaba con el motor en marcha mientras el chófer miraba a unas criadas que parloteaban en la acera de en frente.

– ¿Qué es eso de «tu crisis»?

Él sonrió con amargura.

– ¿Tu padre no te ha contado?

– No, nunca quiso hacerlo.

Suspiró como si se le hiciera difícil hablar de ello.

– Tú sabes que cuando acabó la guerra me fui voluntario a cazar maquis por la sierra, a León. Luego, a la División Azul.

– Sí, claro, lo sé.

– Para mí la guerra no había terminado. Estaba todo aquí dentro, Paz -dijo señalándose la cabeza- y por eso iba a los destinos más arriesgados, las más difíciles misiones. Ahora sé que lo que buscaba era hacerme matar. En Rusia caí herido y me repatriaron. Se rumoreaba que la División Azul iba a volver a casa, que a Franco no le convenía seguir tan alineado con el Eje. Ahí supe que todo había acabado para mí. Habíamos ganado la guerra, ya no luchábamos en ningún sitio y no podría seguir enfrentándome con aquellos rojos a los que tanto odiaba.

– ¿Odiabas?

– Odiaba, sí.

– Eso es bueno, Roberto.

– Espero que lo sea. El caso es que en aquel momento me sentí vacío, comprendí que lo que había estado haciendo no era sino buscar la muerte, quizá porque me sentía culpable por haber sobrevivido, mientras que ellos… mi familia… no. Y encima, a cada intento, ganaba una medalla.

– ¿Cuántas tienes?

– No sé, la verdad es que llegó un momento en que perdí la cuenta. Comprendí lo que me sucedía. No podía soportarlo. Vivir era para mí un castigo… toda mi familia había muerto, dos hermanos idealistas, uno de cada bando, mis padres, mi hermana… todos eran mejores que yo… yo era un tipo alocado, feliz y que no merecía ser el elegido, el superviviente. Por eso arriesgaba mi vida, me sentía culpable de seguir vivo. Entonces sufrí «mi crisis». Recuerdo las cosas como en un sueño, como el día en que escapé de la checa de Fomento, aquel día en que comencé una vida horrible y triste. Sé que me metí en la bañera, llena de agua caliente y me corté las venas. Mira. -Entonces le enseñó las cicatrices que tan bien ocultaban los puños del abrigo y la guerrera.

– Jesús, María y José… -dijo ella santiguándose.

– Mi ordenanza me encontró a tiempo. Le debo la vida. Me llevaron a una casa de reposo donde estuve en tratamiento… ¿por qué me miras así?

Silencio.

– Si rompes el compromiso lo entenderé -dijo él mirando al suelo.

– Júrame que nunca vas a volver a hacer eso.

– Lo juro.

Volvieron a besarse y un cura que pasaba les recriminó mientras que Roberto le gritaba:

– ¡Usted a sus rosarios, padre!

No pudieron evitar reírse de aquello.

– Pensaba que después de contarte esto perderías el interés.

– Tengo más que antes -contestó ella muy resuelta-. Desde los quince años. Cuando venías a casa acompañando a mi padre. Ahí decidí que eras mío.

Sonrió.

– Hace días llegué a una conclusión allí arriba, en Cuelgamuros. Sé cómo arreglar esta cabeza mía.

– ¿Cómo?

– Aprendiendo cómo funciona. He decidido retomar mis estudios y estudiar Psiquiatría. Podré ayudar a mucha gente, Pacita.

La besó de nuevo.

– Es una gran idea, Roberto. Llévala a cabo. Te ayudaré, lo prometo -dijo ella-. Pero ahora es tarde, mañana hablaremos con más calma.

Y lo dejó allí, mirándola marchar como un tonto mientras ella sentía que iba a estallarle el corazón de alegría.

Capítulo 20. Higinio

Aquella noche Alemán no pudo dormir: se sentía feliz ante el cariz que habían tomado los acontecimientos e incluso no le desagradaba la posibilidad de licenciarse de aquella manera, con la paga íntegra. Podía casarse e incluso dedicarse a estudiar. Psiquiatría. Podría ayudarse a sí mismo y a los demás. Aquél era un país lleno de gente traumatizada por la guerra, como él, como Tornell, como tantos. Tenía una vida por delante, algo que hacer. Pacita parecía estar loca por él y su general y su esposa le querían como a un hijo. ¿Qué más se podía pedir? Sólo había dos cosas que bullían en su mente y que no le daban tregua: una, el orgullo; no había podido averiguar quién robaba las provisiones y lo peor, ¿quién había asesinado a Abenza? No quería dejar ambos trabajos sin concluir pero las circunstancias mandaban. Había cometido el error de quedar como un loco ante el director y estaba fuera de ambos casos. La segunda duda que le acosaba estaba referida a Tornell.

Él lo había metido en aquel negocio pese a que el preso no quería saber nada del asunto. Alemán le había hecho volver a sentirse policía, le había pedido ayuda y ahora, se veía obligado a alejarse de allí. ¿Cómo se lo tomaría? Decidió acudir a verle nada más levantarse. Le ayudaría, intentaría echarle una mano, un mejor destino, quizá en la oficina de la ICCP y a ser posible, en cuanto hubiera ocasión, el indulto. Le ayudaría, sí. El sueño le venció, al fin, a eso de las seis. Por ese motivo despertó algo más tarde de lo normal. Se vistió a toda prisa y llegó tarde para poder hablar con Tornell. Lo alcanzó a las ocho y media, cuando el cartero salía ya camino del pueblo a por el correo.

– Tengo que hablar contigo -le dijo sin saludar siquiera.

– Ahora no puedo, voy tarde.

– Me relevan, el director ha enviado un informe sobre mí y…

– No me sorprende -dijo el preso.

– No, no, espera, tenemos que hablar.

– A eso de las once y media estaré de vuelta. Luego me cuentas.

– De acuerdo, te espero y luego hablamos. Tengo que despedirme de esa rata del director.

Entonces, el policía se paró y le dijo:

– ¿Sabes?, esta mañana, el crío al que ayudaste, Raúl, al que cruzó la cara ese falangista, me ha dicho una cosa rara. «Quiero hablar con usted», me ha comentado cuando me lo he cruzado camino del tajo. «Es importante», me ha gritado cuando se alejaba junto a su padre y los otros presos. ¿Será algo relacionado con el caso?

– Han cerrado el caso, Tornell, de un plumazo. Por mi culpa. La muerte de un preso no importa a nadie, tenías razón.

– Ya.

Parecía decepcionado.

– No te preocupes, ahora hablamos, cuando vuelvas. Ve, ve -repuso Alemán sintiéndose culpable.

¿Quién le mandaba meterse en aquellos líos? Se sentó en unas rocas a fumar un cigarrillo y lo vio alejarse. Se sintió impotente y maldijo por lo bajo. Quería ayudar a aquel hombre. Mejor dicho, tenía que ayudarle; pero no sabía si podría hacerlo. Al menos le quedaba el consuelo de haberle conseguido el puesto de cartero. Aquello era mejor que picar piedra, sin duda. De hecho, Tornell había mejorado, se le veía más repuesto y comenzaba a ser otro. Quiso consolarse pensando que en parte era por él. Era curioso, pero cuando estaba con Juan Antonio se sentía cómodo, como si fuera un amigo de toda la vida, algo raro en un tarado poco sociable como Alemán. Así funcionaban las cosas en aquellos días locos y extraños. Todo un misterio. Pensaba y pensaba sin explicarse por qué de pronto sentimos una gran simpatía hacia alguien a quien acabamos de conocer, mientras que apenas establecemos lazos con otras personas que conocemos de toda la vida. ¿Por qué dos personas se hacen, en un momento, amigos? ¿Por qué surgen ciertas corrientes afectivas entre individuos que apenas se acaban de conocer? Quizá a Tornell no le ocurría lo mismo, claro, pues reparó en que él no era más que un carcelero pero se sentía obligado a ayudarle. Se lo merecía. Se conjuró para convencer a su futuro suegro para que lo sacara de allí a trabajar en la ICCP. Él podía hacerlo. Sí. Aquello le tranquilizó un tanto.

Pasó la mañana despidiéndose del director, que parecía burlarse de él con su sonrisa de hiena mientras fingía amabilidad. También dijo adiós al señor Licerán, al médico y a los demás. Hizo el equipaje con su ordenanza. A Venancio no le hizo gracia la idea de que su jefe dejara el ejército, pero Alemán le aseguró que seguirían viéndose a menudo y que el general Enríquez se encargaría de él. Cuando quiso darse cuenta eran casi las once y media. Bajó a paso vivo a la cantina y una vez allí preguntó a Solomando:

– ¿Ha vuelto Tornell?

El tipo estaba gordo hasta decir basta.

– Sí, ha subido al barracón a coger no sé qué, se ha dejado aquí la cartera con el correo, ahora vuelve -contestó.

Alemán decidió acudir a buscarle pues tenía prisa y los malos tragos cuanto antes se pasen, mejor. Al llegar vio a un preso tumbado que se levantó intentando cuadrarse pese a que llevaba un aparatoso vendaje en la pierna.

– Estoy aquí porque me he accidentado -dijo para justificarse.

Era obvio que el uniforme de Alemán le daba miedo. Roberto se alegró de que aquello fuera a acabar. El ejército iba a ser para él cosa del pasado.

– Túmbate y descansa, ¡joder! Estás herido.

– Sí, sí, perdone.

– ¿Ha estado aquí Tornell?

– Sí, le he dado un recado: Higinio quería verle en su barracón. Me ha dicho que era urgente, así que, en cuanto se lo he dicho, ha salido para allá rápidamente.

Alemán pensó que si Higinio había pedido una entrevista a Tornell, era porque quería cantar, así que salió hacia allá a toda prisa. Le invadía la curiosidad. Al fin sabrían el motivo por el que había falseado el recuento. ¿Hallarían al culpable? Cuando llegó al barracón, nada más entrar, sintió un viejo olor que conocía demasiado bien: un aroma dulzón, el de la sangre. Entró con precaución y vio a Tornell tumbado sobre el piso junto a un enorme charco de sangre. Estaba al lado de un camastro en el que yacía Higinio con una aparatosa herida que le cruzaba el gaznate de parte a parte. Estaba muerto. Un fragmento de lengua, y una masa informe de ligamentos y venas asomaban por la aparatosa herida. Pese a que su instinto se lo sugería, cometió el error de acercarse primero a socorrer a Tornell, temía por su vida. Al instante supo que el asesino estaba tras él, lo presintió, debía haberle escuchado llegar. Un golpe brutal en la cabeza le hizo tambalearse. Le había sorprendido por la espalda. Maldición. Todo se puso negro.

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