Don Ángel Lausín volvía de hacer una cura junto a la cripta a un obrero que se había enganchado un pulgar con un clavo cuando se vio abordado por un guardia civil que, a la carrera, le espetó:
– ¡Venga, venga, don Ángel! ¡Ha habido una desgracia!
El médico le siguió inmediatamente a todo lo que daban sus piernas, no en vano había comenzado a nevar y el piso estaba resbaladizo. Por el camino, aquel hombre le dijo que se habían producido disparos y le mencionó algo acerca de «varios heridos» que don Ángel no terminó de entender bien. Al fin llegaron a la puerta de uno de los barracones de San Román, donde varios presos y guardianes se agolpaban junto al cuerpo inerte del capitán Alemán. El médico se temió lo peor. De inmediato, y tras apartar de allí a todos los curiosos dejando espacio al herido, comprobó que tenía pulso. Estaba inconsciente y tenía la pistola en la mano. Ésta olía a pólvora.
– He venido corriendo alertado por los disparos -le dijo uno de los guardianes.
El herido tenía una fuerte conmoción, pero al menos respiraba.
– Un pañuelo -dijo el galeno a uno de los guardias-. Póngale nieve dentro y colóquenselo en la nuca. Tiene un fuerte hematoma. ¿Y los otros heridos?
– Por aquí, doctor -le indicó otro de los guardias civiles.
Dentro del barracón se encontró con dos presos que sujetaban la cabeza de Juan Antonio Tornell y presionaban con un trapo una herida situada en la zona temporal de la que manaba sangre en abundancia. El médico comprobó que también tenía pulso y dispuso que trajeran un camión para evacuar a los dos heridos al hospital con la mayor rapidez posible. Le hizo un vendaje compresivo al preso para asegurar que no se desangrara y deseó que saliera adelante.
El tercer hombre no necesitaba su ayuda. Era Higinio, un preso de confianza, el mandamás del Partido Comunista en el campo y yacía degollado brutalmente sobre su catre. ¿Qué había pasado allí? Al momento llegó el director. Parecía consternado. Subieron a los dos heridos al camión y fueron evacuados. El amo de aquella prisión, don Adolfo, un tipo demasiado religioso para el gusto de don Ángel y que vivía dominado por su desagradable esposa, se empeñó en que permaneciera allí hasta que llegara el juez. Parecía obstinarse en sacar sus propias conclusiones: según él, Tornell había matado a Higinio y al verse sorprendido por el capitán Alemán se había abalanzado sobre el brillante oficial, que se había defendido con valor reventándole la cabeza. Su teoría hacía aguas por todas partes, pues a aquellas alturas era evidente que Alemán había hecho fuego al aire con su arma reglamentaria y Tornell había recibido un buen golpe pero no quiso contradecir al rector del campo pues era un tipo ruin y vengativo.
El repentino ingreso de dos varones en estado inconsciente, un capitán del Ejército y un preso del destacamento del Valle de los Caídos, causó cierta consternación en el servicio de urgencias del hospital de San Juan de Dios. El capitán fue atendido de inmediato y tras la aplicación de éter recuperó el conocimiento en un gran estado de nerviosismo preguntando: «¿Dónde está Tornell?, ¿dónde está Tornell?». No decía otra cosa y repetía una y otra vez aquella frase en un claro desvarío, por lo que el médico al cargo decidió que se le inyectara pentotal a efecto de sedación. La exploración radiológica que se le realizó demostró que no existía fractura alguna, sólo un gran hematoma que afectaba a la zona cervical, por lo que se decidió administrarle analgésicos por vía intravenosa y hielo para reducir la inflamación. Debía permanecer en observación por si acaso. En apenas dos horas el paciente recuperó la conciencia y tras preguntar por el preso se tranquilizó al saber que éste estaba vivo. Las enfermeras no quisieron hacerle saber que Tornell estaba bastante grave pues presentaba una herida en la zona parietal con abundante pérdida de sangre. No había fractura ósea pero sí sufría importante traumatismo craneoencefálico que le hacía permanecer inconsciente. Era necesario esperar unas horas para vigilar la evolución del herido pues los médicos no sabían si había sufrido algún tipo de lesión interna más grave. No descartaban la posible existencia de coágulos en el interior del cráneo. La fuerza pública se presentó en la habitación del preso para que quedara vigilado pues parecía ser responsable del asesinato de otro preso y de la agresión al capitán.
Cuando Roberto Alemán despertó seguía preguntando constantemente por Tornell. El hecho de que llamara al preso «mi amigo» provocó ciertas suspicacias entre el personal médico y los guardias civiles que pululaban por allí. Enseguida consiguieron calmarle entre todos, aunque no le dijeron toda la verdad y aquella primera noche pudo incluso tomar un caldito que le sentó bastante bien. En todo momento estuvo acompañado por Pacita, por su general y la esposa de éste, que se tranquilizaron al ver que la vida del capitán no corría peligro. Aquella noche, sorprendentemente, el herido durmió bien. Más tarde, Alemán sospechó que lo habían sedado a fondo. Cuando despertó al día siguiente, tras el desayuno, tuvo una visita inesperada. La policía fue a tomarle declaración. Eran dos tipos que vestían gabardinas grises, como en las películas americanas. Afortunadamente su general apareció por allí de inmediato e insistió en estar presente. El policía que llevaba la voz cantante era un inspector de apellido Rodero; Muy serio y con un bigotillo que le daba un aire algo siniestro. Sus ojos eran muy negros, brillantes y huidizos.
– Bien -dijo abriendo el bloc de notas-. Será usted tan amable de contarme cómo le atacó aquel cabestro que yace en la habitación de al lado.
– Tornell no me atacó.
– ¿Cómo?
– Que él no fue, hay un asesino suelto por el campo. Notó al instante que los policías se miraban entre sí como riéndose y pudo percibir que aquello no gustaba a su general.
– Miren -dijo él intentando demostrar que regía y que no estaba afectado por la conmoción-.Tenía que hablar con Tornell antes de irme. Dejo el ejército y quería comunicárselo. El es el cartero del campo, así que esperé a que volviera del pueblo. Hemos estado haciendo averiguaciones conjuntamente con respecto a la fuga de un penado que acabó en muerte. Nosotros sospechamos que alguien lo mató.
– Lo sabemos, hemos leído el informe del director del campo.
– Vaya, sí que saben ustedes cosas… -La policía no es tonta -dijo Rodero sonriendo-. Siga.
– Llegué a su pabellón, me dijeron que no estaba allí y un preso me contó que el tal Higinio le había mandado llamar. -¿Higinio?
– Sí, un preso de confianza que hacía el recuento. Sospechábamos que había falsificado sus notas el día en que ese preso, Abenza, se fugó. Según decía Tornell, el rigor mortis demostraba que se había fugado por la noche, no después de las seis de la mañana…
– Un momento, ¿ha dicho Tornell? -preguntó Rodero.
– Sí, Tornell, era policía.
– ¿Juan Antonio Tornell?
– Sí, ése.
Rodero se levantó el sombrero y se rascó la frente; era calvo como una bola de billar.
– Lo recuerdo de antes de la guerra. Ejercía en Barcelona. Era bueno.
Alemán miró a su general arqueando las cejas, como mostrando que tenía razón desde el principio.
– Siga contando, ¿qué pasó?
– Llegué al barracón y vi a Tornell tirado sobre un charco de sangre. Junto a él, Higinio yacía degollado. Sentí una presencia detrás de mí. Me golpearon. Debí de perder el conocimiento, pero por muy poco tiempo porque enseguida abrí los ojos e intenté levantarme. El agresor debió de asustarse pues escuché pasos a la carrera. Entendí, medio mareado como estaba, que mi atacante escapaba. Salí al exterior con el arma en la mano, todo me daba vueltas y disparé al aire. Entonces volví a desmayarme.
– Ha tenido usted suerte.
– Supongo que sí. Tornell se llevó la peor parte.
– No se torture, de no haber llegado usted a tiempo quizá ese tipo le hubiera degollado. Hemos estado en El Escorial e hizo un buen trabajo. Zurdo. Un tajo limpio. Ése no es novato.
– Tornell dijo que el tipo que mató a Abenza era zurdo. Lo hizo con una piedra.
Notó que Rodero tomaba nota, muy interesado. El general Enríquez tomó la palabra:
– Entonces… ¿piensan ustedes que hay caso?
– Hombre, pues claro -dijo el compañero de Rodero.
Alemán sonrió.
– ¿Quién está investigando el asunto ahora? -se atrevió a preguntar el herido.
– Lo lleva el director del campo, no es jurisdicción nuestra pero tenemos que hacer atestados de cualquier ingreso por heridas de bala, arma blanca o posible agresión en los hospitales de Madrid. Muchas gracias, remitiremos su declaración a la ICCP.
– Ahí la tienen ustedes -dijo señalando al general Enríquez.
– Mañana tendrá usted el informe, mi general.
– Muchas gracias. Hablaré con su comisario. Han sido ustedes muy amables.
– Podrían quitarle la vigilancia a Tornell, ¿no? -sugirió Alemán.
– Sí, supongo que sí, pero no deja de ser un preso, podría escapar.
Roberto se dio cuenta entonces de que había dicho una tontería. El general salió a despedir a los policías al pasillo. Entonces, Alemán reparó en el daño que el director podía estar haciendo a la investigación del caso.
Cuando Enríquez entró de nuevo le dijo:
– Mi general, quiero ver a Tornell.
– Descansa, hijo.
– Quiero verle.
El bueno de Paco Enríquez cedió y le ayudó a levantarse. Fueron juntos hasta la habitación contigua. Una monja velaba al ex policía, que parecía más flaco que nunca. Llevaba la cabeza vendada y respiraba con dificultad.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó Roberto.
– Sólo Dios lo sabe -dijo la monja alarmándole más aún.
Le impresionó verlo así. Un tipo que había sobrevivido al infierno y que ahora se hallaba a un paso de la muerte por su culpa. Tenía que hacer algo.
– Vamos fuera -dijo Enríquez.
– Paseemos por el pasillo. Quiero estirar las piernas -sugirió Roberto.
Comenzaron a caminar el uno al lado del otro. Resultaba ridículo ver a un tipo tan grande como Alemán apoyado en su general, tan enérgico y tan menudo a la vez. Poco a poco, el más joven sintió que se le pasaba el mareo.
– Suegro, quiero volver al Valle -dijo-.Tengo que cazar a ese hijo de puta.
Con el paso de los años, Roberto acabó por darse cuenta de que nunca pidió la mano de Pacita. Había quedado con ella en hacerlo el lunes pero no había podido porque estaba empeñado en conseguir que un psicópata le abriera la cabeza. Aquello fue lo más parecido a una pedida de mano que Francisco Enríquez escuchó nunca de su protegido.
– Déjalo estar, hijo.
– Tornell y yo teníamos razón. Hay un asesino en el campo.
– Puede ser, puede ser…
– Se lo debo.
– ¡Es un preso, Roberto!
– Yo lo metí en esto.
Hubo un tenso silencio. Habían llegado al final del pasillo y dieron la vuelta para continuar caminando en la otra dirección.
– ¿Se va a curar? -preguntó Alemán.
– Sabes que los médicos no tienen ni idea de cómo funciona el cerebro. Hay tipos que se abren la cabeza y ahí están, tan campantes; otros se dan un golpecito con un bordillo y se mueren. No parecen optimistas. Y ya sabes que no suelen pillarse los dedos.
– Quiero volver. Ese mierda del director me las va a pagar.
Enríquez se paró.
– Quince días.
– ¿Cómo?
– Que tienes quince días.
– Un mes.
El general se lo pensó.
– ¿Un mes?
– Sí, lo prometo.
– ¿Y luego te licencias?
– Un mes y seré de Pacita y sólo de Pacita.
– ¿Cuándo quieres empezar?
– Mañana por la mañana.
– Deberías guardar reposo.
– El director lo habrá estropeado todo. Cuanto antes llegue allí, mejor, más pruebas podré recuperar.
Enríquez se paró y miró a Roberto fijamente.
– Sea, pero no le toques las pelotas a nadie importante.
– Hecho.
– Y me mantendrás informado de todo.
– Lo juro.
– Mañana por la mañana mi secretario te entregará un nombramiento plenipotenciario.
Cuando el director de la prisión vio el documento que nombraba investigador plenipotenciario a Roberto Alemán, tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder controlarse. Era un duro golpe para un tipo como aquél:
– A sus órdenes -dijo-. Aquí sólo queremos que se sepa la verdad.
– En eso estamos de acuerdo -repuso Roberto que portaba un documento que le situaba, mientras durara la investigación, por encima del tipo que tenía delante.
Como era evidente que no se profesaban ningún afecto, cada uno siguió su camino. El director hacia su despacho y Alemán hacia su pequeña casita en la que aún debía de esperarle su ordenanza. Cuando iba de camino, se cruzó con Venancio que bajaba con su petate liado pues le habían ordenado presentarse de inmediato a las órdenes del general Enríquez. No parecía contento con aquello pero un soldado nunca desobedece una orden y Alemán se licenciaría en breve, así que no iba a ser necesario en Cuelgamuros. Roberto le dio un gran abrazo pese a que aquello no era, ni mucho menos, una despedida. En cuanto se licenciara iba a casarse con Pacita y él y el bueno de Venancio seguirían viéndose a menudo. No podía olvidar que aquel tipo recio de Puente Tocinos no sólo le había salvado la vida durante «su crisis», sino que había cuidado de él como una madre en todos los frentes en que habían luchado. Le dijo que la chimenea estaba encendida y la casa perfectamente lista para que volviera a habitarla. No se había enfriado en aquellos dos días escasos en que el capitán se había ausentado porque él había seguido encargándose de la vivienda. Sin poder quitarse a Tornell de la cabeza, Alemán se encaminó hacia su residencia. Juan Antonio estaba grave. ¿Cómo iba a localizar a su mujer? Lo único que sabía era que vivía en Barcelona. Nada más. Quizá Berruezo o alguno de sus compañeros de barracón podrían indicarle sus señas. ¿Qué ocurriría si la pobre mujer se presentaba allí un domingo de aquéllos y comprobaba que su marido estaba al borde de la muerte en un hospital? Tomó buena nota de ello para ordenar que le avisaran en cuanto apareciera. Fue entonces cuando llegó a la casita y se quedó de piedra. En el breve lapso de tiempo transcurrido entre que Venancio dejara la pequeña vivienda y su llegada había ocurrido algo: había una nota en la puerta, clavada con una chincheta. Rezaba: para el capitán Alemán. Estaba escrita con mala letra, como la de los que han abandonado el analfabetismo de muy mayores y escriben como niños.
La leyó impaciente.
El asesino de Higinio es el camarada Antonio Perales, responsable de la CNT en el campo.
Un amigo.
Salió corriendo hacia el despacho del director y dispuso de inmediato que avisaran al tal Perales. Lo trajeron dos guardias civiles sin que supiera por qué había sido detenido. A Alemán le pareció un tipo de mirada despierta, algo aviesa, de rasgos fuertes y no demasiado mal nutrido pese a las circunstancias. Los civiles les dejaron a solas: al preso, al director y a Alemán. Este último le lanzó la nota.
– ¿Qué tienes que decir?
Él la miró como el que mira la luna y repuso:
– No sé, soy analfabeto.
El director y Alemán se miraron.
– A otro perro con ese hueso, pero te facilitaré las cosas -apuntó Alemán-. Dice que tú mataste a Higinio y que eres el jefe de la CNT aquí.
El hombre se puso pálido. Por un momento pareció incluso que fuera a desmayarse. A Roberto le hubiera gustado tener a Tornell allí para que pudiera indicarle si el tipo era o no culpable. Al menos se hacía evidente que aquel preso estaba nervioso, muy nervioso.
– Te han hecho una pregunta, piltrafa, ¡contesta! -exclamó el director de muy malos modos.
Perales se pasó la mano por la frente y suspiró. Titubeando acertó a decir:
– ¿Podrían… darme un vaso de agua?
El director se levantó de su mesa y se acercó a él. Roberto Alemán permanecía expectante mirando desde el sillón de invitados de don Adolfo. Una vez situado a la altura del preso, aquella comadreja del director le propinó tal bofetón que éste retrocedió más de dos pasos por el impacto.
– Eso para que sepas a qué estás jugando -dijo el director-. Esas confianzas…
Entonces levantó el teléfono.
– Con el cuartelillo -dijo a la telefonista.
– ¡No, no! ¡Me queda un mes de pena, por Dios!
Otra hostia. Alemán estuvo a punto de levantarse e intervenir pero algo le impulsó a no meterse.
– A Dios ni lo mientes, rojo -dijo el director que volvió a su llamada indicando que subiera el sargento para hacerse cargo de un preso y que avisaran al capitán al pueblo para que fuera a Cuelgamuros pues «se había cazado al asesino».
Mientras don Adolfo hablaba, Roberto leyó el pánico en el rostro del preso que negaba con la cabeza sujetándose la misma con ambas manos. Cuando el director colgó, Alemán aprovechó para intervenir.
– Un momento. Quiero hablar con el preso a solas.
– ¿Está usted loco? Este desgraciado es un asesino…
– Hay dos guardias civiles junto a la puerta. Hágame usted el favor de dejarnos. Comprendo que éste es su despacho pero tengo que hablar con él.
El director le miró con extrañeza pero Alemán agitó en su mano el papel que le había expedido su futuro suegro. Salió como una fiera del despacho. Entonces, Roberto hizo algo que había visto en las películas americanas de detectives. Pensó que Tornell, de encontrarse allí, lo habría aprobado. Era aquello de… «policía bueno, policía malo». No se había inmiscuido durante la actuación del director a propósito porque aquello le colocaba en inmejorable posición para ganarse la confianza de aquel desgraciado. Curiosamente, en ningún momento su mente lo había visto como un asesino. Con parsimonia, lentamente, colocó una silla frente al sillón y, muy serio, lo más que pudo, le dijo con voz queda:
– Tome asiento, por favor.
Entonces se encaminó hacia la mesa de don Adolfo y tomando una jarra llenó un vaso de agua. Se lo dio.
– Beba -ordenó sin dejar lugar a dudas.
Perales lo hizo con ansia. Olía a pavor. Alemán lo había visto ya, mejor dicho, percibido. En hombres que instantes antes de ver venir la muerte sudaban el miedo. Luego vomitaban o perdían el control de los esfínteres. No era algo nuevo para él. Se sentó frente a él intentando parecer cercano pero poderoso a la vez. Estaba en manos de sus captores. Alemán se aseguró de que sus rodillas casi se tocaran.
– Ya has visto lo que hay, Perales. En cuanto salgas de aquí con el sargento esto es lo mejor que vas a experimentar. Te esperan un rosario de hostias, palizas y torturas hasta que cantes. Es obvio que tienes algo que contarme.
– Yo… No sé de dónde viene todo esto, bueno yo… sí, claro.
– Cuenta, cuenta.
Se pasó la mano por el cráneo. Parecía un hombre desesperado.
– ¡Sí, ya sé! -exclamó-. Han sido los comunistas, ese maldito Higinio.
– Higinio era comunista…
Asintió.
– ¿Y?
– Esto no me conviene.
Alemán hizo una nueva pausa intentando pensar mientras observaba su rostro lo mejor que podía.
– Mira, Perales, puedes contármelo a mí, aquí y ahora, o bien esperar y que te lo saquen esos bestias en el destacamento de la Guardia Civil.
– ¿Y qué? -repuso algo agresivo-. Además, usted no es mejor que ellos.
Roberto se levantó de inmediato. No podía perder el control de la situación.
– Sí -le dijo levantándose para abandonar la habitación-. Tienes razón, yo soy, he sido quizá mil veces más brutal que ellos. No me siento orgulloso de ello. Tampoco es que me arrepienta. No sé, actué impulsado por los acontecimientos. Si no hubieran matado a mi familia no estaría aquí, no te quepa duda. Luego perdí la cabeza, me movía el odio. Ahora intento reparar el mal que hice… como tantos otros. Quizá en estos días actuaría de otra manera, si tú quisieras, claro; pero… ¿quién sabe?
– Espere -dijo el preso cuando el oficial ya había llegado a la puerta y giraba el picaporte.
– ¿Sí?
– Usted no lo entiende.
Alemán soltó la manija y volvió sobre sus propios pasos.
– No entiendo, ¿el qué?
– No puedo hablar, soy inocente, han intentado hacerme pagar, probablemente los comunistas… pero si hablo… será peor para mí.
– ¿Peor que te fusilen por asesinato? Tú no conoces a mi gente. Mira, alguien ha matado a dos presos y atacado a un tercero y a un oficial. ¿Te das cuenta? Alguien ha atacado a un oficial, a mí, dentro de las instalaciones del campo. Aquí se va a liar una tremenda. Querrán solventar rápido la papeleta. Tienen un sospechoso, ¡tú! ¿Sabes cómo funciona esto? Se lleva al tipo al cuartelillo, se le ahostia, confiesa y asunto cerrado. ¡Y a otra cosa, mariposa! Estás de mierda hasta el cuello.
– Me quedaba muy poca condena…
– ¿Y?
– Ese Higinio era el jefe de los comunistas.
– Cuéntame algo que no sepa. Te repites.
– Usted sabe que esos malditos hijos de Stalin nunca han podido vernos.
– ¿A quiénes?
– …a los anarquistas…
– Y tú eres quien está al mando.
– En efecto.
Aquella confesión era motivo más que suficiente para que aquel tipo no volviera a ver la luz del sol. Eso con suerte. Alemán resopló.
– Estás en un buen lío.
– Ya se lo decía.
– E insinúas que eres inocente y que te han querido colgar el muerto.
– Lo afirmo.
– Ya. ¿Y cuál era el problema exactamente entre vosotros?
– Los comunistas han sido siempre gente muy organizada. El mismo Higinio era preso de confianza. Tienen un tío en la oficina que hace los recados. Supo que dos de los nuestros…
– ¿Sí?
– No debo.
– ¡Sigue, cojones! Te estoy intentando salvar la vida Perales. A no ser que, claro, seas de verdad el asesino.
– Sí, sí… Hay dos de los nuestros a los que les han reabierto una causa por unas monjas asesinadas en Logroño. En dos semanas o así los trasladan y de ésa ya no salen. Van al paredón. -Entonces se pasó el dedo pulgar por el cuello de forma muy explícita.
– Ya, ¿y?
– No puedo decir más.
Alemán se quedó mirándolo.
– Te quedaba poco.
– Sí.
– Si he entendido bien, dices que alguien escribió esa nota para inculparte en la muerte de Higinio por el asunto de esos dos camaradas tuyos de la CNT.
– Sí, así es.
– Pero ¿por qué? ¿Qué pasa con esos dos?
– No puedo hablar más.
– Y ese tipo, el comunista que os dio el soplo de que los iban a trasladar, ¿cómo se llama?
– No se lo puedo decir.
– Idiota, lo averiguaré con sólo ir a la oficina.
– Basilio. Un tipo singular.
– Iré a la oficina. A ver qué puedo hacer.
– Nada. Se lo digo de antemano. Estoysentenciao.
Salió de allí con la certeza de que Perales tenía razón. No podía hablar. Asuntos entre presos, riñas entre facciones, las viejas rivalidades que hundieron a la República. No aprendían.
Le parecía curioso pero reparó en que en ningún momento se le había pasado por la cabeza que fuera el asesino, ¿por qué?
¿Instinto? No lo sabía.
Cuando llegó a la oficina se encontró con un tipo con pinta de sacristán que le preguntó por Tornell. Todo el mundo sabía en el campo que habían estado realizando pesquisas juntos. Le dio las malas noticias.
– Vaya. Él me metió en la cárcel, ¿sabe?
– Pues no parece usted alegrarse de lo ocurrido…
– No me entiende, mi capitán. Yo le admiro. Tornell puso fin a una vida de vicio, el juego, las mujeres, las deudas, las estafas… Gracias a él me convertí en un hombre nuevo. Pertenezco al Opus Dei. ¿Ha oído hablar de nosotros?
– Pues la verdad, muy poco.
Aquel pesado le soltó unos folletos. Hizo como que los leería luego.
– Tú eres…
– Cebrián, para servirle a usted y a España.
– Ya, sí. Bueno, quería verte por un asunto. Aquí os echa una mano un preso, un tal… Basilio.
– Sí, era comunista. Tiene una historia única. Un tipo con suerte. Debería dar gracias al Altísimo.
– Querría hablar con él.
– Sí, claro, espere cinco minutos. Está al llegar.
Alemán tomó asiento e hizo como que leía los folletos. Le parecieron aburridos hasta hartar. No se le iba de la cabeza la situación de Tornell. Él lo había metido en aquel lío y podía costarle la vida. Entonces entró un preso esmirriado, poca cosa.
– ¿Basilio? -preguntó Alemán. Él se cuadró marcialmente-. Vamos fuera, quiero hablar contigo.
Salieron al exterior, era una mañana despejada y el sol fundía la nieve acumulando tal cantidad de barro que hacía intransitable aquel paraje.
– Tengo que charlar contigo sobre un asunto importante.
– Usted manda -dijo estrujando su raída gorra con las manos.
– Se trata de Perales.
Comprobó al instante que su cara comenzaba a ponerse pálida.
– Ha sido detenido -dijo el oficial.
– ¡Ah! No lo sabía.
Le pareció obvio que el preso mentía. A aquellas alturas todo el mundo en el campo debía saber que Perales estaba en el calabozo.
– Está en un buen lío. No sé si sabes que han aparecido evidencias que lo relacionan con el asesinato de Higinio.
– ¿Cómo?
– Como lo oyes. Hemos encontrado una nota en la que se afirma que Perales asesinó a Higinio.
– Pero ¿cómo iba Perales a hacer algo así?
– Por eso quiero hablar contigo. Tengo entendido que tú disponías de cierta información digamos… sensible.
– No entiendo lo que me dice.
– Sí, por tu trabajo en la oficina. Me dicen que proporcionaste cierta información… eres comunista.
– Yo le aseguro a usted… que yo no…
– No te esfuerces -dijo Alemán alzando la mano-. Sé de buena tinta que trabajas para los comunistas. Me dicen que proporcionaste una información que pudo enfrentar a Higinio con los anarquistas. ¿Es cierto?
– No puedo decirle…
– ¿Quieres ir al cuartelillo como Perales?
– No, espere.
– Mira, Basilio, Perales está metido en un buen lío, Higinio está muerto y hay alguien que está asesinando presos. No me preguntes por qué pero no creo que Perales sea el asesino. Me inclino a pensar que colocaron esa nota en mi puerta para hacerme sospechar de él.
– Sí, creo que va usted encaminado.
– Si crees que estoy en lo cierto deberías ayudarme. ¿Qué es lo que contaste a los comunistas?
– No puedo decirle… si yo se lo contara quizá perdería mi puesto en la oficina. Podría incluso volver a prisión.
– No tienes opción, Basilio. Si no me lo cuentas te mando al cuartelillo, en cambio, si me lo dices, te aseguro que seré discreto. Tú eliges.
El preso quedó mirando hacia el suelo, jugueteando con la nieve con la punta de su alpargata.
– ¿Me da usted su palabra de que no dirá nada?
– Cuenta con ello.
– ¿Nadie sabrá que yo se lo he contado?
– Te he dicho que tienes mi palabra, joder. Soy un oficial del ejército español. ¿Qué más necesitas?
– Supongo que no puedo pedir mucho más. Usted gana.
Verá, mi puesto en la oficina me permite enterarme de ciertas cosas… eso me convierte en un hombre valioso. No le ocultaré que durante la guerra milité en el Partido Comunista. Cuando me entero de algo útil procuro decírselo, ya sabe usted, al Partido.
– ¿Y?
– Supe que había un par de compañeros de la CNT que estaban en un apuro. Se les iba a reabrir una causa pendiente. Alguien había dado el chivatazo y les había identificado. Parece ser que los buscaban en Logroño en relación con la muerte y violación de unas monjas. Yo se lo conté a Higinio, como por otra parte debía hacer. Pero la situación de estos camaradas era difícil. Eran anarquistas. Así que lo comenté también con Perales, que era su jefe directo.
– Y a Higinio no le hizo gracia.
– En efecto, surgieron ciertas tensiones.
– ¿E Higinio se enfadó con Perales en lugar de hacerlo contigo?
– Sí, así fue. En parte, claro.
– No lo veo claro.
– No sabe usted cómo son las cosas entre republicanos. Hay que respetar el escalafón y sobre todo tener claro a qué grupo pertenece uno.
– ¿Y por eso se enfadaron, dices?
– Hubo cierto revuelo, sí. Éste es un mundo complejo, me refiero al campo. El equilibrio que lo mantiene es ciertamente delicado.
Alemán presintió que Basilio le ocultaba algo. No terminaba de ver claro por qué aquello había provocado un enfrentamiento entre comunistas y anarquistas. A fin de cuentas no había sacado nada en claro de su conversación con él. Los presos eran muy reservados porque asuntos como aquél podían depararles muchos problemas. Todos deseaban salir de allí cuanto antes. Estar en el Valle de los Caídos, aunque resulte difícil de creer, no dejaba de ser un privilegio; pese al duro trabajo y a las condiciones infrahumanas los presos sabían que acortarían sensiblemente sus penas permaneciendo allí.
Cualquier infracción contra el reglamento sería duramente castigada y reportaría la pérdida de privilegios o la vuelta a un campo de concentración, que era algo mucho peor. Si se descubría que los presos estaban organizados podía costarles caro. Roberto miró su reloj. Pretendía acercarse al hospital. Estaba preocupado por Tornell, así que decidió dar por terminada la entrevista.
– Puedes irte -dijo-.Volveremos a vernos.
Llamó rápidamente a su coche. Quería llegar cuanto antes.
Roberto pasó el resto de la tarde en el hospital. Permanecía en vilo porque Tornell no parecía mejorar. Tampoco empeoraba. Se sentía fatal. ¿Qué pensaría su mujer de él? Porque él, Roberto Alemán, y sólo él, había llevado a Juan Antonio a aquella situación. Él le había hecho implicarse en la investigación y ahora yacía postrado a un paso de la muerte por su culpa. A pesar de lo que sentía por Pacita, de que comenzaba a mirar hacia el futuro, se hubiera cambiado por Tornell. De veras. Se sentía abrumado por la culpa. Todo lo estropeaba, todo. Incluso cuando pretendía ayudar a alguien. Lo suyo era matar gente. Sólo eso. Aproximadamente a las nueve de la noche salió a comer un bocadillo. No tenía hambre, la verdad, pero pensó que debía ayudarse a sí mismo para poder acometer aquella tarea que le ocupaba. Cuando volvió a la habitación de Tornell debían de ser las diez de la noche. Se sentó junto a su cama. Respiraba profundamente. Permaneció con los ojos abiertos, sin poder dormir, mirando al frente durante mucho tiempo. No supo cuánto estuvo así, pero al final le venció el sueño. Durmió de forma muy agitada, incómodo, revolviéndose en la incómoda butaca. Tuvo pesadillas. Puede que soñara algo sobre la guerra o quizá sobre la checa de Fomento. De pronto, a eso de las dos de la madrugada, un ruido le hizo despertar sobresaltado. ¿Era una voz? Sí, era una voz. Dio un salto en la silla.
– ¿Estáis ahí?
Era Tornell. Había hablado.
Se acercó a él y le tomó la mano.
Tenía los ojos abiertos. A pesar del nerviosismo acertó a encender la luz de la pequeña lamparita. Comprobó que le miraba con sorpresa. Era obvio que no sabía dónde se encontraba.
– Murillo ha disparado, ¡ha disparado! -dijo el preso con mirada de loco, muy sobresaltado.
– ¿Qué dices? -logró preguntar Alemán recomponiéndose un tanto.
Entonces, Tornell le miró como ido. El militar llegó a temer que el preso hubiera perdido la razón.
– Tornell. Soy yo, Alemán. Roberto Alemán, el capitán, del Valle de los Caídos, ¿me recuerdas?
El herido le miró de nuevo con los ojos muy abiertos, como un niño. Alemán sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Aquel pobre hombre había perdido la cabeza por su culpa.
– Sí, claro, lo recuerdo. Alemán. ¿Cómo estás, amigo?
– ¿Sabes quién soy? -dijo Roberto. Le pareció entender que le había llamado amigo.
– ¡Claro! Eres Alemán.
– Sí, eso es, el capitán Alemán. ¿Estás bien?
– Te digo que sí, amigo.
¿Le había llamado amigo por segunda vez? Notó que se le ponía la piel de gallina.
– Te habían dado fuerte. Temíamos por tu vida.
– ¿Cómo van nuestras pesquisas?
En ese preciso momento comprendió que Juan Antonio Tornell había vuelto a la vida. ¡Lo recordaba todo! Le tomó las manos. ¿Le había llamado amigo?
– Bien, amigo, bien. ¡Estás bien! ¡Estás bien! -exclamó Roberto emocionado.
Al momento sintió una sensación extraña, atávica, que le retrotraía a su niñez.
Notó una extraña sacudida. Parecía como si sus mejillas estuvieran mojadas. Hipaba. Levantó su mano derecha, y con cuidado, se tocó la cara.
Estaba llorando.
Tornell, algo desorientado, no entendía lo que estaba pasando. Le miraba con perplejidad, como esperando que le diera una explicación.
Roberto, por su parte, había perdido cualquier posibilidad de controlarse y no podía dejar de llorar. Por primera vez en muchos años sintió como que se rompía por dentro. Todo el dolor que había ido acumulando salía de golpe gracias a Tornell. Estaba vivo, parecía regir. Se sentía aliviado, mal y bien a la vez. Como si estuviera realizando una suerte de catarsis, mágica, que le hacía sacar todo lo que había llevado dentro. Intentó calmarse y, medio balbuceando por la emoción, pudo explicar a Tornell que el asesino les había atacado.
– Pero ¿por qué lloras?
– No es nada, no es nada -acertó a decir-. Sólo es que… pensábamos que te habías ido.
– ¿Yo?
– Sí, aquel tipo te dio fuerte.
– Sí, lo recuerdo a medias, como entre sueños… fui a ver a Higinio. No recuerdo del todo bien, me duele la cabeza.
– Descansa, descansa. Tienes que ponerte bien. Poco a poco irás recordando, seguro.
Entonces tocó el timbre y llamó a la enfermera. Esta avisó al médico, que se presentó al momento. Procedieron a examinar a Juan Antonio. Parecía encontrarse bastante bien. «¿Cuándo van a darme algo de comer?», preguntaba sin cesar. El médico dijo que aquello era buena señal. Así que cuando terminaron el reconocimiento, le llevaron una taza de caldo que sentó muy bien al convaleciente.
– Te han recomendado que descanses. Vamos a dormir un rato -dijo Roberto.
Apagó la luz y Tornell se recostó. Alemán se sentó junto a él, en la butaca.
– ¿Sabes? Cuando desperté hace un rato… -dijo de repente el preso- creí que estaba en otro lugar, en Albatera. Era horrible, todo parecía ocurrir de nuevo…
– ¿El qué?
– … sí, cuando estaba allí… presencié algo terrible. Era verano, hacía un calor horrible. De pronto, una tarde, el cielo se cubrió. La sensación de ahogo era insoportable, la humedad, el bochorno… dormíamos arracimados al aire libre.
«Recuerdo aquella noche de forma nítida. Comenzó a llover. Nos mojábamos, estábamos empapados. De repente, un oficial, Murillo, salió de su casamata y… se dirigió hacia una ametralladora. Se sentó delante de ella, con calma, y la dirigió hacia donde nosotros nos encontrábamos. Yo lo veía perfectamente pero… pero nunca pensé que fuera capaz. Parecía que sólo quería jugar con nosotros un rato, asustarnos, lo hacía a menudo. Estaba borracho, como siempre. Entonces quitó el seguro y sin previo aviso hizo fuego. Algunos se habían levantado y rodaron sobre mí. Como fichas de dominó, ¿sabes? Murieron quince. Aún recuerdo los gritos.
Alemán no podía creer lo que escuchaba.
– Pero… ¿por qué lo hizo? -acertó a preguntar.
– ¿Qué más da? Podía hacer con nosotros lo que quisiera, estaba borracho.
– Habría una investigación, claro.
– Sí, la hubo. ¿Y sabes lo que declaró?
– No.
– Que quería probar el arma. Dijo que quería asegurarse de que no estaba encasquillada.
– ¡Jesús! Debes estar tranquilo, Tornell, aquí estás a salvo, de veras.
Quedaron en silencio durante un momento y, la verdad, Roberto no supo qué decir. Resultaba difícil explicar que alguien pudiera comportarse de esa forma, y menos alguien de su bando. Estaba tratando de buscar una explicación a aquello, intentando decir algo que pudiera aclarar aquel tipo de comportamiento mezquino e inhumano, cuando escuchó que Tornell roncaba. Suspiró de alivio. Sintió que, por segunda vez en aquella noche, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Juan Antonio no merecía tantos sufrimientos como había pasado. Era un gran hombre, una buena persona. Comprendió que llevaba años intentando sentir algo, llorar, pero para ello miraba hacia dentro. Él estaba muerto por dentro y no sentía. En cuanto había ayudado a alguien había comenzado a sentir, como una persona. Después de mucho tiempo rezó dando gracias al cielo.
Al día siguiente Tornell despertó de un humor excelente. A pesar de lo aparatoso de su vendaje parecía no encontrarse demasiado mal. Incluso se levantó y dio un paseo por el pasillo acompañado por Alemán. Éste le contó lo que había sucedido y el preso se opuso radicalmente a que avisara a Toté. Temía que la pobre se llevara un susto de muerte, así que dijo que prefería aguardar un par de semanas para encontrarse mejor cuando ella lo viera. Enseguida demostró que su mente se hallaba en perfecto estado pues escuchaba atentamente todo lo que Roberto le contaba con relación al caso e incluso iba haciendo preguntas sobre la marcha.
Cuando Alemán le contó lo de la nota que señalaba hacia Perales sentenció de inmediato:
– Ese tipo es inocente.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé, son muchos años de oficio.
– ¿Recuerdas lo que sucedió en el barracón?
– Sí, comienzo a hacerlo. Recuerdo que cuando llegué del pueblo me dijeron que Higinio quería verme en su barracón. Al llegar me lo encontré tumbado en su camastro. Estaba muerto. A pesar de ello me acerqué a él, no sé, por si tenía algo de pulso. Entonces intuí que algo iba mal. El asesino estaba allí. Cuando quise darme cuenta sentí un tremendo golpe en la cabeza y ya no recuerdo más.
Alemán continuó dándole detalles sobre el caso. Le contó sus conversaciones con Perales y Basilio.
– Ese asunto de los dos anarquistas tiene su miga -le dijo al instante el policía.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que está muy claro. Ese tipo, Basilio, fue a los anarquistas con el cuento de que dos de sus hombres iban a ser reclamados por la justicia. ¿Imaginas por qué se enfadó Higinio?
– No tengo ni idea.
– Pues está muy claro. Se nota que no piensas como un preso. ¿Por qué fue Basilio a contarles el asunto a los anarquistas? Pues es muy sencillo: esos dos tipos iban a ser trasladados en cuestión de semanas, quizá días. Basilio se lo dijo para que pudieran escapar.
– ¡Cómo!
– Como lo oyes. Por eso Higinio se enfadó. A buen seguro que esa información podría provocar que los anarquistas organizaran una fuga.
– ¿Y eso a Higinio qué más le daba?
– No lo sé, pero a lo mejor que se produjera una fuga no venía bien a los comunistas por algún motivo.
– Es una explicación un poco enrevesada. Quizá sólo es cuestión de rivalidad entre dos grupos dentro del campo.
En ese momento y como si las circunstancias quisieran dar la razón a Tornell entró la enfermera.
– Una llamada para el capitán Alemán.
Salió de la habitación y se encaminó hacia el puesto de control de las enfermeras.
Tomó el teléfono y escuchó cómo, al otro lado de la línea telefónica, alguien decía:
– Soy don Adolfo, el director.
– Aquí Alemán, usted dirá.
– Anoche se produjo una fuga.
– Déjeme adivinar, ¿fueron dos anarquistas? -repuso al instante.
La voz del director, sorprendida, sonó metálica en el auricular del teléfono.
– ¿Cómo lo sabe?
– Cosas de detectives. Se refiere usted a dos tipos que iban a ser reclamados desde Logroño, ¿verdad?
– Sí… pero… ¿cómo puede usted saber?…
– No se preocupe, cosas mías. Estamos llevando a cabo una investigación, ¿recuerda? Esta misma tarde estaré allí. -Colgó.
Juan Antonio Tornell le había dejado de piedra. Sabía leer en los hechos, en las personas, como si fueran un libro abierto. En cuanto volvió a la habitación y le comunicó la noticia, Tornell esbozó una enorme sonrisa de satisfacción.
– ¿Qué te decía?
– Sí, debo reconocer que en lo tuyo eres único, Humphrey Bogart. Esta tarde voy a subir al Valle de los Caídos, ¿alguna sugerencia? Me gustaría que me orientaras un poco.
– Pues ahora que lo dices, sí que tenía algo que sugerirte…
– Tú dirás.
– Con respecto a la nota, pienso que deberías hacer que todos los habitantes del campo escribieran una anotación similar.
– Sí, lo he pensado. Pero…
– ¿Sí?
– Has dicho todos los habitantes del campo, y no creo que pueda hacer firmar a los guardias civiles, a los guardianes y al personal. Se armaría una buena.
– ¿Sólo los presos entonces?
– De momento habrá que hacerlo así. Bastantes problemas tenemos.
– Eso puede serte útil en el caso de que el asesino fuera un preso. Cosa que juzgo harto improbable.
– Sí, ya lo sé. Pero habrá que empezar por algún sitio, ¿no? Supongo que tendrás más indicaciones que hacer. No soy detective y ando un poco perdido.
– Claro, claro, sí. En primer lugar deberías echar un vistazo a las pertenencias de Higinio…
– Sí, lo haré.
– … luego, deberías plantearte volver a hablar con Basilio y con Perales. Debes investigar el asunto de la fuga de los dos anarquistas. Quizá Higinio quiso abortarla y ésa fue la causa de su muerte.
– En ese caso, Perales sería nuestro máximo sospechoso, ¿no?
– Sí, por supuesto. Pero entonces no quedaría claro el asesinato de Abenza.
– Quizá vio o dijo algo que no debía.
– Sí, puede ser… -apuntó Tornell poniendo cara de pensárselo.
Cuando llegó a Cuelgamuros, Alemán se dispuso a tomar medidas para recuperar el tiempo perdido en la investigación. Supo por el guardia civil que le abrió la barrera de la entrada que, en efecto, tras el recuento de la noche, los dos presos anarquistas que iban a ser trasladados se habían fugado. Al parecer ya estaban cursadas las órdenes de búsqueda y captura y se había mandado aviso a los cuarteles y estaciones ferroviarias cercanas, por lo que pensaban que la captura de los fugados sería inminente. Lo primero que hizo tras llegar a su casa fue acercarse a la oficina para interesarse por los objetos personales de Higinio, tal y como había sugerido Tornell. El director había salido. Allí le dijeron que se guardaban en un almacén situado junto a los barracones, así que se encaminó hacia allí para ver qué sacaba en claro. Cuando el encargado le abrió la pequeña casamata sintió que le invadía la curiosidad al comprobar que Higinio guardaba sus objetos personales en una pequeña caja de madera con un candado. Decidió dirigirse a su pequeña casita para inspeccionar el contenido de la misma pero antes se acercó a ver al director para darle las órdenes pertinentes y que todos los presos escribieran de su puño y letra el mismo texto hallado en la nota que acusaba a Perales. El hombre pareció contrariado porque estaba convencido de que el verdadero culpable era el anarquista. Aunque Alemán había dado órdenes precisas al respecto, decidió que más tarde daría una vuelta por el destacamento de la Guardia Civil, para asegurarse de que Perales se hallaba bien y no había sido maltratado. El director le hizo saber que llevaría tiempo hacer que todos los presos escribieran la nota. Además, muchos de ellos eran analfabetos. Así que, armado de paciencia, Alemán llegó a su casa y colocó la caja sobre la mesa que había en el pequeño salón. Se quedó mirándola durante un rato, quieto, de pie, con las manos en jarras. Al fin se decidió y tomó asiento frente a ella. No le costó mucho romper el candado y no tardó casi nada en abrirla; apenas contenía algunas viejas fotos, unos gemelos oxidados -probablemente heredados- y, sorprendentemente, dos ampollas de cristal. Alemán quedó boquiabierto, mirándolas al trasluz, pensativo, tras reparar en que llevaban impresa una leyenda en pequeñas letras blancas: Ejército de Tierra, morfina.
Aquello suponía un gran descubrimiento. La morfina era cara, ¿cómo era posible que un simple preso tuviera dos ampollas de algo así? ¿Era Higinio un adicto? ¿Traficaba con droga? Descartó esta última posibilidad porque los penados apenas si tenían para comer, ¿cómo iba alguno de ellos a tener suficiente dinero para traficar? Inmediatamente pensó en el capitán de la Guardia Civil, el que nunca subía desde el pueblo: era morfinómano. En aquel momento tuvo que reconocer que aquel caso era mucho más complejo de lo que parecía en un principio: era evidente -como decía Tornell- que Carlitos Abenza había sido asesinado. ¿Qué relación tenía aquello con la muerte de Higinio? Era lógico suponer que el asesino debía de ser el mismo. Hubiera sido mucha casualidad que dos asesinos operaran al mismo tiempo en un lugar tan pequeño. El asunto de la fuga arrojaba cierta luz, al menos de cara a las posibles motivaciones que podrían haber llevado a Perales a matar a Higinio. ¿No sería cierto el contenido de la misteriosa nota? Después de su conversación con Basilio, el de la oficina, y tras los últimos acontecimientos, se hacía evidente que debían de haberse producido ciertas tensiones entre comunistas y anarquistas. Al saber que dos de sus miembros iban a ser trasladados y, seguramente condenados a muerte, los anarquistas debieron de ponerse manos a la obra para preparar la fuga. Por algún motivo -que a él se le escapaba- a los comunistas no les convenía que dicha fuga se llevara a cabo, pero… ¿por qué? Decidió que tenía que volver a hablar con Basilio y luego hacer una visita al destacamento. Ya no veía tan clara la inocencia de Perales pero seguía temiendo por él, aunque, si era un asesino ¿qué más le daba a él que lo curtieran?
Apenas unas horas tardó Enríquez en reaccionar ante la fuga de los dos anarquistas: la noticia del cese del director del campo corrió como la pólvora y Alemán tuvo que reconocer que la satisfacción le invadía. No soportaba a aquel tipejo. Se enteró de ello cuando iba camino de las obras de la cripta pues quería hablar con Fermín, el Poli bueno, como le llamaba Tornell.
Disfrutó del momento, de aquella fantástica sensación de triunfo: don Adolfo era un ser mezquino, probablemente el responsable del desvío de alimentos hacia el mercado negro y se alegró de que ya no tuviera influencia sobre aquel campo. De pronto, se encontró con Basilio, que volvía de hacer un recado apretando el paso.
– ¡Basilio!
El preso le miró con cara de desesperación, como el que se ve descubierto y dijo:
– Capitán, quería verle. Estoy metido en un buen lío.
– ¿Lo dices por lo de la fuga?
– Sí, claro. Ahora se sabrá que yo pasé la información a los anarquistas. Todas las sospechas apuntarán a Perales porque averiguarán que Higinio y él andaban a la greña por lo de la fuga… le van a dar más que a una estera… y él confesará quién les dio el soplo.
– Tranquilo, tranquilo. No vayas tan rápido.
– Usted no sabe… con el trabajo que me costó llegar aquí, salvé la vida de milagro… yo, estoy perdido.
Se puso a sollozar. Alemán lo apartó del camino discretamente y tomaron asiento en una de aquellas enormes rocas que tanto abundaban en Cuelgamuros.
– Tranquilízate, hombre. Piensa, piensa. ¿Por qué iba a salpicarte esto?
– ¿No lo entiende? Estoy metido en un buen lío. Ya se lo he explicado. Ahora, con el asunto de la fuga, las cosas se han puesto muy serias. ¡Han cesado al director! Hasta ahora el asunto no les preocupaba demasiado, ¿qué más les daba un preso muerto o incluso dos? Le enviaron a usted a investigar porque alguien agredió a un capitán del ejército. Los dos muertos eran presos, ¿no lo entiende? Un preso no vale nada, menos que un perro. Pero ahora la cosa se complica, ha habido una fuga. Van a curtir a Perales, cantará: sabrán que yo fui con el cuento a los anarquistas, ellos sabían gracias a mí que esos dos presos iban a ser depurados… es cuestión de tiempo. Sabrán que Higinio y Perales discutieron por el asunto de la fuga. Perales es hombre muerto pero yo estoy perdido por filtrar información de la oficina.
– Tranquilo, veamos… ¿con quién has hablado de esto?
– Bufflf.
– Me refiero al personal del campo, guardianes, guardias civiles…
– No, no, de ésos ninguno. Pero a estas alturas todo el mundo lo sabe, me refiero a los presos.
– Entonces, bajo mi punto de vista, debes estar tranquilo. Sólo me lo has dicho a mí, o sea que lo sabemos Tornell y yo. No tienes nada que temer.
– ¡Claro que tengo que temer! ¿No se da cuenta? Es cuestión de horas que Perales cante.
– Perales es inocente.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé y punto. Además, Tornell piensa lo mismo.
– Da igual que sea culpable o no, a la primera hostia cantará. Estoy perdido, salvé la vida de milagro y… ahora, me veo de nuevo perdido. ¿Cuántas veces puede tocarle la lotería a un hombre?
– No sé… quizá… ¿una?
– Exacto. Y a mí ya me tocó.
– No te entiendo -dijo Alemán.
– Sí, hombre, ¿acaso no conoce mi historia? Es famosa en todo el campo.
– No, ¿debería conocerla?
– Yo estuve en Mauthausen.
– Vaya.
– Escapé de milagro. Cuando acabó la guerra yo estaba en Cataluña, con mi hermano. Salimos por piernas. Fue horrible. Recuerdo aquella maldita carretera, camino de Francia, atestada de perdedores, de gente que no podía caminar. Un camino repleto de heridos, ancianos, niños y gente que arrastraba sus pocas pertenencias en un último y desesperado intento de llevar consigo algo que les perteneciera a una vida incierta. Los aviones nacionales pasaban y nos hostigaban continuamente, nos ametrallaban dejando tras de sí un reguero de muertos y heridos. Cuando llegamos a Francia la cosa fue aún peor, nos hacinaron en un campo de concentración junto al mar, en la playa y nos trataron como a animales. Aquellos guardias sudaneses, negros como el tizón, nos hicieron la vida imposible. Allí enfermó mi hermano, Sebastián, pero logramos salir gracias a un conocido que nos avaló y nos dio trabajo. Parecía que podíamos empezar una nueva vida pero las cosas volvieron a torcerse: los alemanes invadieron Francia. No tardaron mucho en venir a por nosotros. Las autoridades del nuevo estado español les proporcionaron listas de republicanos exiliados en Francia. Nos enviaron a Mauthausen. Aquél era un lugar horrible, trabajábamos horas y horas en una cantera desde la que teníamos que subir enormes bloques de piedra a través de unas escaleras empinadas, irregulares. Eran muchos los que caían desde allí. No sabe usted cómo son esos alemanes, son bestias despiadadas. Tenían calculado milimétricamente cuánto duraba un preso. La falta de alimento y el trabajo iba deteriorando lentamente los organismos. Vi cómo mi hermano se consumía más rápidamente que yo porque había ingresado enfermo. ¿Sabe? Hay una cosa que no se me va de la memoria: cuando mi hermano estaba ya muy mal y apenas se podía mover, ocurrió algo. Entre todos lo llevábamos en volandas al trabajo e intentábamos disimular para que los guardias no notaran que apenas si se aguantaba de pie. Yo sabía que era cuestión de tiempo, de días. Cuando un preso ya no servía para el trabajo lo ejecutaban directamente. Recuerdo que por aquellas fechas recibimos una visita ilustre, Himmler vino al campo.
»Estaba revisando la cantera rodeado de prebostes cuando sacó un reloj de bolsillo y pareció contrariarse porque éste no funcionaba. Uno de los guardianes le indicó que Joaquín, uno de los presos, muy amigo por cierto de mi hermano, era relojero. Le hicieron dar un paso al frente. «¿Sabrías arreglar esto?», dijo Himmler tendiéndole el viejo reloj que al parecer fue de su padre. «¡Claro!», exclamó el bueno de Joaquín. El nazi lo miró con cara de pocos amigos y con una sonrisa irónica en los labios sentenció: «Mira, españolito, te diré lo que haremos: si arreglas el reloj tendrás una ración extra de comida. Pero si fallas, si no eres capaz de hacerlo, te pegaré un tiro aquí mismo. ¿Qué dices?».
– Y tu amigo… -dijo Alemán.
– Aceptó el reto. Con un par de huevos y sin dejar de mirar a los ojos a aquel tipejo miserable. Himmler le dio veinte minutos. Joaquín era un relojero extraordinario, de eso no cabía duda, a pesar de la desnutrición, de los nervios, no le tembló el pulso.
– ¿Y lo arregló?
– Sí, señor. En apenas diez minutos.
– ¡Qué par de huevos! ¿Y qué dijo el nazi?
– Ordenó que le dieran una ración extra de comida. Aquello era un auténtico tesoro en aquel campo. ¿Y sabe lo que hizo con ella?
Alemán ladeó la cabeza a la vez que observaba cómo una lágrima rodaba por el rostro de Basilio.
– Se la dio a mi hermano. Fíjese qué cosa. Aquel tipo se había jugado la vida por arreglar un maldito reloj, se había enfrentado al mismísimo Himmler demostrándole que tenía dignidad, más que él, y que no temía a la muerte, y tras ganar una ración extra de comida se la regalaba a un compañero que estaba sentenciado a muerte por la enfermedad.
Alemán sintió que se le partía el alma al escuchar aquella historia. Tenía un nudo en la garganta. Basilio continuó hablando:
– Mi hermano murió la semana siguiente. Cuando esos hijos de puta lo metieron en la cámara de gas aún se movía un poco. [4]
Roberto quedó en silencio mirando a Basilio. Realmente no sabía qué decir. Algo parecido le había ocurrido cuando escuchó la historia del ametrallamiento en Albatera. Entonces, buscando algo que añadir, preguntó:
– ¿Y cómo llegaste hasta aquí?
– Un gran golpe de suerte. ¿Recuerda que le dije que la lotería sólo toca una vez en la vida?
– Sí, claro.
– Pues eso… que me tocó la lotería. Las autoridades españolas mandaron aviso para que extraditaran a un preso que al parecer había sido un pájaro de cuidado, un tal Basilio Calleja López. Durante la guerra civil se había comportado de manera bastante sanguinaria. Yo, curiosamente, me llamo Basilio Callejo López.
La casualidad quiso que el auténtico Basilio Calleja hubiera fallecido en el campo seis meses antes. Los alemanes se confundieron, simplemente fue eso. Puede decirse que gracias a una letra pude salir de allí. Cuando llegué a España aclaré el malentendido. Me juzgaron por lo mío: haber sido de la UGT y soldado de reemplazo de la República, veinte años. Me quedan cinco, con la reducción de pena pronto estaré en casa. Tuve la suerte de volver a nacer, pero ahora me temo que voy a terminar fusilado. ¡Qué ironía!
La historia de aquel hombre dejó conmocionado a Alemán. ¿Cómo podía salvarlo? Sólo tenía una oportunidad: que Perales fuera inocente y que, además, no cantara. Basilio no había cometido un delito demasiado grave, simplemente había filtrado cierta información. Si no llegaba a saberse no tendría problemas con las autoridades. Aunque aquella confidencia había provocado la fuga de dos presos de la CNT. Como mínimo podía caerle perpetua. Si se sabía, claro estaba. Se despidió de él entre buenas palabras y mejores deseos, prometiéndole que haría todo lo posible por ayudarle y caminó cuesta abajo con las manos en los bolsillos, abandonándose a sus propios pensamientos. Intentó pensar como lo haría Tornell, ¿cómo actuaría un policía de los de toda la vida? Pensó en las películas norteamericanas, ¿qué era lo primero que se hacía en las investigaciones? Sí, claro, era eso. ¿Cómo no había reparado en ello? Se dirigió de inmediato hacia la oficina y consultó el cuadro de guardias: sólo tuvo que mirar qué guardián vigilaba a los hombres que construían el camino en el día del asesinato. Era sencillo. El asesino había actuado a eso de las once y media de la mañana. Por lo tanto, quizá el guardián a cargo podía declarar que Perales estaba en el tajo en aquel momento. Comprobó que su hombre era un guardián al que los presos llamaban el Amargao, así que tras preguntar por él se encaminó hacia la cantina. Allí lo encontró bebiendo aguardiente con el falangista, Baldomero Sáez, que al verle entrar dijo con retintín:
– Vaya, estará usted contento, ¿no?
– No sé por qué habría de estarlo.
– Sí, claro. Han cesado a don Adolfo, un español ejemplar. Y encima se han fugado dos presos.
Alemán observó de reojo que el guardián le reía la gracia.
– Intentaré hacer como que no he escuchado lo que acaba de decir. Lo digo por su bien.
Baldomero Sáez pareció encajar el golpe y bajó la mirada. Entonces, dirigiéndose al guardián, Roberto apuntó con autoridad:
– Quería hablar con usted.
– Usted dirá.
Observó que tenía los ojos enrojecidos por el alcohol. Aquel tipo era un mal bicho.
– El día del asesinato, por la mañana, estaba usted vigilando a los presos que construyen el camino, ¿verdad?
– Sí, así fue. ¿Por qué?
– Se trata de Perales. ¿Se fijó usted si estaba trabajando allí esa mañana?
Puso cara de pensárselo y contestó:
– Creo que no. Que lo fusilen.
Roberto, muy tranquilo, añadió:
– Entonces, si reviso los recuentos y veo que está inscrito en los mismos, vamos, que trabajó ese día, podría llegar a la conclusión de que usted ha engañado a un inspector de la ICCP con plenos poderes. No le arriendo la ganancia.
El Amargao dio un respingo en su silla. Apenas sabía qué decir. Se le leía el miedo en el rostro.
– ¿Y bien? -insistió Alemán.
– No le entiendo -dijo aquel miserable, que no sabía cómo rectificar.
– Sí, hombre, que sí voy a revisar los recuentos. Se cuenta a los presos varias veces al día. Podía haberlo hecho antes de venir aquí, pero no caí. Pensé que era mejor la palabra de un guardián de la ICCP, por ahora, claro.
– Perdone, perdone… Don Roberto. Creo que me había confundido de preso. Perales sí estaba. Mire los recuentos, no hay duda.
– ¿Seguro?
– Sí, no recuerdo que haya faltado al trabajo en los últimos tiempos.
Roberto dio una palmada de satisfacción.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Baldomero Sáez vivamente interesado.
– Pues ocurre, querido amigo, que Perales es inocente, porque si estuvo toda la mañana trabajando no pudo cometer el crimen ni pudo atacarme a mí. Es inocente, queda claro.
– Le veo muy interesado en salvar a los presos de la justicia -dijo el falangista.
– No, no lo entiende. Sólo quiero que se haga justicia, que es distinto.
El falangista emitió un bufido.
– Pero ¿no lo ve? -añadió-. ¿Por qué cree que le están dejando investigar? ¿Por unos rojos muertos? ¡No sea ingenuo, hombre de Dios! Está usted investigando este caso porque le agredieron, porque es usted un oficial del ejército español, porque se han fugado dos presos. No se equivoque.
El capitán quedó mirándole con cara de pocos amigos y apuntó:
– Sea como fuere, querido camarada Sáez, tengo plenos poderes para llevar a cabo esta investigación. Y usted -dijo señalando al guardián-, preséntese de inmediato en el destacamento de la Guardia Civil para que le tomen declaración. Es una orden. -Y dicho esto salió de allí muy orgulloso.
Cuando llegó al destacamento de la Guardia Civil se encontró con que el capitán había subido desde el pueblo. Parecía molesto por haber tenido que desplazarse hasta allí. Era un tipo delgado, más bien alto, con un fino bigotillo y cierto aire aristocrático, casi decadente. Estaba muy delgado; era evidente que la droga le consumía. Lucía unas espesas ojeras, unas inmensas bolsas bajo los ojos y se le marcaban los dientes debido a la desnutrición, como si fuera un preso. Alemán había conocido muchos adictos como él en el frente. Soldados que tras consumir morfina por una herida grave habían terminado por convertirse en esclavos de aquella maldita droga.
– El capitán Trujillo, supongo.
– El mismo que viste y calza. Supongo que es usted el capitán Alemán.
– En efecto, en efecto.
– ¿Ha avanzado usted en sus investigaciones?
– Pues me temo muy mucho que sí.
– Vaya, al final va a resultar usted un tipo eficiente.
– Se hace lo que se puede. De hecho, venía a poner en libertad al preso.
– ¿A ese tal… Perales?
– Sí, señor, a ése. Ha resultado ser inocente.
– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, si puede saberse?
– Pues ha sido mucho más sencillo de lo que pensaba, la verdad. El asunto es muy simple: el ataque se produjo a eso de las once y media, y resulta que uno de los guardianes certifica que Perales estuvo trabajando en las obras del camino durante toda la mañana. Por tanto, no pudo ser él. Punto.
– Ya. ¿Y tiene usted algún otro sospechoso si puede saberse? -No parecía que aquello le gustara mucho.
– Pues no, la verdad. Pero han aparecido nuevas evidencias que espero podrán aclarar las cosas.
– ¿Nuevas evidencias?
– Sí, curiosamente acabo de ojear las pertenencias de Higinio, el comunista, ¿y a que no sabe usted qué he encontrado entre ellas?
El capitán de la Benemérita le miró con cara de pocos amigos.
– Pues no, no lo sé.
– Dos ampollas de morfina.
Notó que aquel tipo le miraba con rencor, ahora sí. Estaba claro que no era trigo limpio. La referencia a la morfina había hecho que su cara se transformara en una máscara de odio. Decidió seguir con aquel ataque.
– ¿Y no le parece a usted raro que un preso tuviera en su poder algo tan caro? Me temo que es posible que hayamos descubierto una red de tráfico de estupefacientes dentro del campo.
– ¡No diga usted tonterías! El culpable es Perales. ¿Acaso no recuerda usted la nota?
– Esa nota es falsa. Le he dicho que hay un funcionario público que vio a Perales trabajando toda la mañana. He ordenado que todos los presos escriban esas mismas palabras. Comparando la caligrafía sabremos quién fue el culpable. He venido a poner en libertad al preso.
– ¡No puede ser!
– Como lo oye. Tengo plenos poderes para actuar en este asunto.
El capitán le miró de nuevo con mala cara. Parecía a punto de estallar.
Entonces se dirigió a un sargento que tomaba notas en una mesa y ordenó:
– ¡No vuelvan a llamarme para tonterías como ésta!
Y salió de allí a toda prisa. Alemán suspiró de alivio. Trujillo no parecía amante de los problemas y, como todos los drogadictos, optaba por la solución más fácil. En este caso, la huida. De inmediato ordenó al sargento que liberara al preso. Le impresionó ver a Perales, tenía un ojo morado y la cara hinchada. A pesar de que había dado órdenes explícitas de que no se maltratara al preso era obvio que se habían divertido con él.
– ¿Estás bien?
– Sí, más o menos -dijo él.
– Vamos, te acompaño. Eres libre.
– ¿Cómo?
– Lo que has oído. Estuviste trabajando durante toda la mañana de autos, ¿recuerdas? Hay un guardia que da fe de ello. Tú no pudiste ser el asesino.
Salieron de allí lo más rápido que pudieron. Perales se apoyaba a duras penas en Alemán, que mandó avisar a Basilio y ordenó que el preso descansara durante una semana. Se sintió satisfecho por las cosas que había averiguado, así que decidió pasar por el hospital a ver a Tornell. Seguro que se sentiría orgulloso de él.
Le costó trabajo poder salir de allí porque Basilio y Perales, entre parabienes, no le dejaban irse. Le juraron agradecimiento eterno. Él les dijo que fueran cautos porque la investigación referente a la fuga seguiría su curso y habían logrado ganar un tiempo valiosísimo. Cuando caminaba cuesta abajo comprobó que eran muchos los presos que le miraban con admiración. No estaba muy seguro de que aquello pudiera convenirle.
Cuando Roberto llegó al hospital, Tornell recibía la visita del médico. Un tal Andrade, camisa vieja para más señas, que al ver entrar al capitán Alemán se cuadró diciendo: -¡Arriba España, camarada!
– Sí, sí. Buenas tardes -repuso Alemán, que parecía cansado de veras.
– Precisamente, hablaba aquí con el enfermo… -Usted dirá.
– Pues eso, que mañana mismo le damos el alta.
– ¿Ya?
– Sí, claro. Ya está en condiciones de incorporarse a su trabajo.
– Hombre, unos días más de descanso no le vendrían mal. Aquí la comida es mucho mejor -insistió Alemán.
– No, no. Si yo me encuentro bien -terció el enfermo para evitar problemas.
– Sí, se encuentra perfectamente, ¿verdad? -dijo el médico.
– Pero, hombre… Tornell ha sufrido un ataque brutal, no le vendría mal reponerse un poco antes de volver al campo.
– Este hombre está perfectamente. Ya se lo he dicho.
– Debo insistir.
– Es un preso -sentenció el médico.
– Así que, ¿se trata de eso? Si Tornell fuera uno de nosotros seguro que le dejarían ustedes aquí un par de semanas.
– Necesitamos la cama.
– Sí, para uno de los nuestros -dijo Alemán mirando el yugo y las flechas que lucía el médico en la pechera de su bata.
– En efecto, así debe ser. No querrá que sigamos perdiendo el tiempo con este… este rojo.
– La gente como usted me pone enfermo -repuso Alemán dando un paso al frente.
El médico pareció asustarse. No era hombre de acción y su oponente sí. Quedaron mirándose a la cara, fijamente. Demasiado cerca el uno del otro. Tornell llegó a temer que su nuevo amigo fuera a arrear un mamporro al doctor pero éste se mantuvo en sus trece.
– Lo dicho, mañana por la mañana se va de aquí.
Y salió de la habitación.
– Vaya, amigo. Lo siento mucho. A veces me avergüenzo de mi propia gente -se excusó Roberto.
– No te preocupes, me encuentro perfectamente. Además, estoy deseando volver al campo y retomar nuestra investigación. ¿Has averiguado algo nuevo?
– Pues sí, la verdad -dijo Alemán-. El caso es que venía muy orgulloso de mis avances pero este petimetre me ha puesto de mal humor.
– No dejes que nos amargue la fiesta y cuéntame.
– Ha habido novedades en Cuelgamuros. Creo haber demostrado que Perales era inocente.
– ¿Y eso?
– Pues, que hablé con el guardián ese al que llamas el Amargao…
– ¿Y?
– Muy sencillo, en el momento en que el asesino nos atacó, Perales estaba trabajando delante mismo de sus narices.
– ¡Perfecto! ¿Ves? No es tan difícil.
– Sí, para un policía como tú quizá no. Pero fíjate, una tontería como ésa… y al principio ni se me había ocurrido.
– Claro, el trabajo policial lleva sus pautas, aunque supongo que después de muchos años de oficio sigue uno los pasos correctos de forma automática.
– Lo primero es comprobar las coartadas de los implicados. ¡Qué razón tienes! ¿Ves? Ya hablo como si fuera un policía. -Y dicho esto Alemán estalló en una ruidosa carcajada.
– ¿Y has averiguado algo más si puede saberse, colega? -contestó Tornell con cierto retintín.
– Pues sí -repuso con una amplia sonrisa de satisfacción en los labios-. Al demostrar que Perales era inocente he logrado evitar que cantara con respecto a que Basilio se había ido de la lengua en el asunto de los anarquistas. Es un buen tipo, me ha contado su historia.
– ¿Lo de Mauthausen?
– Sí, espeluznante.
– Tuvo suerte, mucha suerte.
– Dice que le tocó la lotería y no podría contradecirlo.
Al menos de momento he ganado tiempo, aunque hay algo que sí me gustaría saber…
– ¿Sí?
– No termino de ver claro por qué el asunto enfrentó a los anarquistas y a los comunistas. En principio, a Higinio no debería haberle importado que los dos anarquistas que iban a ser procesados supieran de su futuro destino, para poder escapar a tiempo. A no ser que…
– Que a los comunistas no les conviniera el asunto de la fuga -dijo Tornell.
– ¡Exacto! -exclamó él.
– ¿Y por qué?
– Pues sólo se me ocurre una cosa, ellos también preparaban una fuga.
– Tiene sentido eso que dices -dijo Tornell suspirando de alivio.
En ese momento comprendió que debía ser cauto. Era consciente de que se encontraba en el lugar adecuado y en el momento preciso. Debía andarse con tiento. Al menos podría dirigir la investigación hacia direcciones menos peligrosas en caso de que ésta tomara un rumbo que pudiera perjudicarle.
– Sí, creo que lo más probable es que prepararan una fuga. Por cierto, han cesado al director -dijo Roberto.
Tornell sonrió.
– Estarás contento, ¿no? -añadió Alemán.
– Pues la verdad, sí. Pero sobre todo me alegro por perder de vista a su mujer, era una arpía. Ella era la responsable de que los presos nos viéramos obligados a llevar esos asquerosos botoncitos de colores mostrando qué pena cumplía cada uno, ya sabes, si pena de muerte, cadena perpetua… me consta que es un mezquino, pero su mujer le hacía ser mucho peor. Aunque ahora habrá que esperar a ver qué viene, me temo que como siempre el refranero tendrá razón: «Otro vendrá que bueno me hará».
Alemán asintió dándole la razón.
El coche se acercaba al campo, entre pinos, y Tornell miraba por la ventanilla pensando que a veces las personas cambian -pocas- y Alemán parecía una de ellas. Había cambiado la percepción que tenía de él, nada tenía que ver la imagen que había percibido en el día en que lo conoció, un chulo, un prepotente, y la que le habían deparado las últimas jornadas. Tenía que reconocer que o bien Alemán había evolucionado o él era otra persona y lo veía con buenos ojos. Quizá un poco de cada. Había permanecido junto a su cama en aquellos días de convalecencia en el hospital y le constaba por las monjas y enfermeras que había cuidado de que no le faltara de nada. Recordaba que al despertar, por un momento, tuvo la sensación, entre sueños, de que el capitán lloraba, pero no estaba seguro de aquello ni de nada. En cualquier caso no parecía la misma persona. Era un compañero solícito, un amigo que ayudaba a un convaleciente con tanto cariño que se le antojaba imposible que pudiera ser la misma persona que mataba rojos como si no costara. Nada más llegar al campo, Tornell se encaminó hacia su barracón donde pudo descansar un rato. Aún estaba mareado. Al momento, Alemán volvió a verle. Iba con el señor Licerán que, al parecer, se había encargado de hacer que todos los presos escribieran de su puño y letra el texto de la fatídica nota que delataba a Perales. No hubo suerte. No había caligrafía de preso alguno en Cuelgamuros que coincidiera con la de la nota. Eso abría una nueva posibilidad: que el asesino no fuera un penado, cosa que por otra parte, parecía lo más probable a ojos de Tornell. Licerán llevaba también un plato de sopa caliente preparado por su mujer para el convaleciente que tras ponerse al día pudo dormir otro rato. A la hora de comer subieron a verle algunos de los compañeros, brevemente, pues la pausa en el tajo era muy corta. Se alegró mucho de ver a Berruezo, su sargento en la guerra y su amigo. El hombre que consiguió que le trasladaran a Cuelgamuros librándole de una muerte segura y deparándole una ocasión única para cambiar las cosas. Una vez más lloraron al verse y se abrazaron como si no se hubieran visto en años. Tornell percibió cómo Alemán, discretamente, se hacía a un lado y se sonaba como si estuviera constipado. Mientras tanto, Berruezo le puso brevemente al día de todo lo que se decía por el campo. El ambiente parecía tenso. Alguien estaba matando presos, un tipo que había cometido el error de atacar a un capitán del ejército y aquello iba a provocar que los perros guardianes tiraran de la manta. Ni que decir tenía que eso no era bueno para nadie allí. Roberto le había contado lo de las ampollas de morfina durante el trayecto en coche, aspecto que daba un impresionante giro a la investigación. Aquello ya no era un simple asunto de presos. Cuando, al fin, pudieron hablar, Tornell le preguntó al capitán Alemán:
– ¿Y cómo no me lo contaste anoche? Lo de las ampollas, digo.
– Quería darte una buena sorpresa de bienvenida -contestó Roberto sonriente.
Entre los dos volvieron a inspeccionar el contenido de las pertenencias de Higinio. Nada que resaltar salvo las ampollas, claro. Eran del Ejército de Tierra.
– Me parece mucha casualidad que el capitán al mando del destacamento de la Guardia Civil sea morfinómano y que un simple preso poseyera un tesoro como éste -dijo Alemán mirando las ampollas al trasluz-. ¿Qué opinas?
– Pues opino que no creo en casualidades, amigo -dijo Tornell.
Gregorio Cortés pasó la guerra sirviendo como cabo sanitario, sin más implicación política que la de salvar vidas. Cuando el conflicto acabó se vio, como tantos, en un campo de concentración donde pensó que se moría.
No fue así. Tuvo suerte. Después de un año de cautiverio en diversas prisiones tuvo la fortuna de caer en gracia a un sargento de la Guardia Civil al que curó un uñero que le llevaba a maltraer. Aquél fue el factor detonante que mejoró su existencia pues cuando el agente fue trasladado a Canarias lo recomendó para ser destinado a las obras del Valle de los Caídos donde trabajaba con denuedo, echando demasiadas horas pero con la satisfacción de saber que salvaba muchas vidas, como hacía también el médico, don Ángel. Allí, igual le tocaba ayudar en una operación que aguantar media madrugada a la intemperie porque tenía que poner unas inyecciones y la distancia entre los asentamientos era enorme. Se encargaba del almacenaje de las medicinas y el material fungible en la enfermería, por lo que no le sorprendió que el capitán Alemán y Tornell le preguntaran por unas ampollas de morfina. Allí se sabía todo. A aquellas alturas todo el mundo rumoreaba que un tal Abenza había sido liquidado y que Higinio, el hombre al mando del PCE, había sido degollado en su mismo catre. Alemán y Tornell traían dos ampollas de morfina. Se las mostraron.
– ¿Son tuyas? -preguntó el militar.
– No, hombre -repuso Cortés-. Aquí guardamos ese tipo de material bajo llave.
– ¿Dónde? -insistió Tornell.
– En ese armario para productos químicos -contestó él sin ponerse nervioso.
– Ábrelo, por favor -ordenó el capitán no dejando lugar a duda alguna.
– Le advierto que está todo.
– Haz lo que te digo, es una comprobación de rutina -insistió él.
Cortés sacó las llaves de su batín e hizo lo que se le decía. Además, le seducía la idea de dar una lección a aquel estirado que, aunque había ayudado a algunos presos en el campo, no dejaba de ser un fascista. Hizo girar la llave, apartó un par de frascos y tomó la caja de la morfina. La abrió y se quedó mudo.
– Faltan ampollas, ¿verdad? -dijo Tornell.
– Sí, faltan cuatro -repuso Cortés muy apurado.
Los dos recién llegados se miraron.
– ¿Hay alguna forma de saber quién se las llevó? -preguntó el capitán.
– Pues la verdad… no creo -contestó el enfermero-. Que yo sepa, este armario ha estado siempre cerrado con llave.
– ¿Ha entrado aquí algún preso mientras tú no estabas?
– No, seguro, el consultorio permanece siempre cerrado con llave. Lo abro yo cuando empiezo el turno.
– Ya -insistió el antiguo policía-. ¿Y en algún momento recuerdas haber salido de aquí dejando a algún preso en la camilla? No sé, ¿alguna urgencia?
Cortés hizo memoria.
– Pues así de primeras… no sé… quizá… hay muchos accidentes aquí. Una vez estaba atendiendo a un preso… una astilla en la nalga… me llamaron del destacamento por un guardia civil que se había trastornado… y el preso quedó ahí boca abajo, sobre la camilla. Volví en apenas diez minutos.
– ¿Estaba solo? Me refiero al preso.
– En el consultorio sí, pero a la puerta había alguno esperando. Ya sabe, inyecciones, curas…
– Los nombres -ordenó el capitán.
Hizo memoria de nuevo.
– Pues el de la astilla era uno que llaman el Julián.
– ¿Y los de fuera?
– Buff, no sabría decirle. Quizá… me parece que uno de ellos era un tal Dimas, de Plasencia, fue maestro y trabaja en la cripta.
Tornell volvió a tomar la palabra.
– Sí, lo conozco, «el Risas». Cuando volviste, ¿estaba el armario cerrado? ¿Pudo alguien abrirlo?
– Sí, la puerta estaba cerrada. Si alguien lo hubiera abierto me habría dado cuenta. No creo que haya tiempo material para hacer tal cosa, abrirlo, tomar las ampollas y cerrar como si nada en diez minutos. A no ser que…
– Que se sea cerrajero, Tornell -dijo el capitán-. Hay que mirar en las fichas de los presos. Alguno que haya trabajado como cerrajero.
– O con antecedentes por robo, con capacidad para abrir cerraduras y cajas fuertes -repuso Juan Antonio.
Salieron de allí a toda prisa dando las gracias al enfermero, que suspiró de alivio.
Después de salir de la enfermería se dirigieron hacia la oficina para comenzar a ojear las fichas de todos los penados. Buscaban cerrajeros o delincuentes especializados en robos, en asaltos a viviendas y cajas fuertes. Alemán ordenó que les llevaran algo de cena y mucho, mucho café. Entonces, dijo a Tornell:
– Conoces a uno de los tipos que esperaban fuera cuando el enfermero sospecha que pudieron robarle las ampollas y a otro que estaba siendo atendido en ese mismo momento.
– Sí, el Julián, un tarado, y el Risas.
– Sí, el Risas, me ha llamado la atención el apodo.
– Si supieras el porqué te sorprenderías más.
– ¿Y eso?
– Porque, querido amigo, Dimas el Risas, natural de Plasencia fue fusilado por hacerse el gracioso.
– ¿Cómo?
– Sí, por cierto, creo que él no pudo robar nada, fue maestro y es un pedazo de pan. No lo veo reventando cerraduras…
– Lo del apodo, Juan Antonio.
– Sí, sí -dijo Tornell riendo-. Al acabar la guerra lo detuvieron y estaba en una cárcel en un pueblecito de Tarragona. Él y trescientos tíos más. Según cuenta, cada noche se presentaban los legionarios comandados por un sargento con muy mala hostia y se llevaban a diez o doce que no volvían.
– Jesús…
– El caso es que una noche nombran a unos tíos y uno de ellos no sale. Lo vuelven a nombrar y el tipo se pone chulo y dice que no, que no se va. Entonces los presos comienzan a ponerse levantiscos, que si de allí no sale nadie, vivas a la República y los legionarios ven que la cosa se va de madre. El jefe, el de la mala leche, saca la pistola y la amartilla apuntando a un preso. Todos reculan y entre cuatro legionarios se llevan al agitador dándole empellones. Entonces, el sargento, un chusquero de los que meten miedo, suelta una arenga, cuatro vivas a España, a la Legión y dice que al que se pase de listo, lo fusila. Todos los presos se asustan y la cosa parece calmarse. En ese momento, según cuenta Dimas, el sargento hace ademán de girarse para salir de la celda a la vez que con un movimiento brusco, destilando chulería, introduce la pistola en la funda, con tan mala fortuna que se pega un tiro en el pie.
– ¿Qué?
– Sí, claro, al hacer el ademán un poco brusco de guardar la pistola se ve que se disparó.
– ¡Qué me dices! -exclamó Alemán sin poder evitar reírse-. Pero ¡menudo inútil!
– El tío se desploma dando alaridos y lo sacan de allí entre cuatro presos como si fuera un torero al que ha cogido el toro. Según parece sangraba como un cerdo. Entonces, Dimas, no sabe si por la tensión de tantas y tantas noches esperando que fuera la última, por el miedo pasado, o por el nerviosismo, comienza a carcajearse sin poder parar. Dice que no se le iba de la cabeza la cara del tipo cuando se dio el tiro él solo, con los ojos muy abiertos, como de sorpresa, las cejas levantadas y cara de susto. Los tres legionarios que seguían en la celda comienzan a alarmarse porque aquello se les iba de madre. «Cállate, Dimas, que te fusilan», le decían sus compañeros, pero el Risas no podía parar. Total, que un cabo, dice «a ese de la risa, fusiládmelo a la de ya». Y se lo llevan.
– ¿Y él qué hizo?
– Pues nada, no podía parar de reír. Llorando de la risa y lo iban a matar. Increíble. Lo sacan fuera y se lo entregan a los miembros de un pelotón, que al parecer se habían bebido media bodega del alcalde que era de la UGT. De camino al cementerio dice Dimas que el panorama era tremendo: él por delante doblado de la risa y los cuatro legionarios y un cabo detrás de él agarrándose los unos a los otros. Llegan a la tapia del cementerio y cuando el cabo dice «¡Apunten!» un legionario contesta: «Pero a éste, ¿qué le pasa? No he visto una cosa así en mi vida». El cabo grita «¡Fuego» y entre que Dimas se encorva por una nueva carcajada, la oscuridad y la borrachera de los tiradores, las balas le pasan por encima. Excepto una que le da en el brazo y le empuja hacia atrás tirándole al suelo. Él se queda muy quieto en la oscuridad y el cabo que se acerca a darle el tiro de gracia lo da por muerto y harto de aquello se va. Pasa un rato, se levanta, se hace un torniquete y echa a andar.
– ¿Y qué pasó después?
– Que lo cogieron ya en Benasque a punto de pasar a Francia.
– Por qué poco.
– ¿Entiendes ahora lo de Dimas el Risas?
– Claro, claro, lo de ese tipo es increíble. Y dices que no crees que robara la morfina.
– No, he trabajado con él. Es un maestro, Alemán, no se puede decir que sea precisamente hábil con las manos. Y ahora, repasemos las fichas. ¿Te parece?
– Me parece.
Pese al café, Tornell se quedó dormido enseguida. Alemán lo cogió en brazos y lo acomodó en el sofá del cesado director. Apenas pesaba como un niño. Estaba demasiado flaco y respiraba con dificultad. Siguió repasando fichas y encontró cuatro posibles sospechosos, dos que fueron cerrajeros y dos ladrones de poca monta. Uno de ellos, el tipo de la astilla en la nalga, el Julián. ¿Casualidad? A eso de las cuatro le venció el sueño.
Era ya de día cuando Alemán despertó sobresaltado al notar que le zarandeaban. Vio a Tornell.
– ¡Despierta, Alemán, despierta! -decía muy excitado el preso.
– ¿Qué pasa? -acertó apenas a balbucear medio dormido como estaba.
– ¡El crío! ¿Recuerdas? ¡El crío!
– ¿Qué crío? No te entiendo.
– ¡Sí, coño! Acabo de recordarlo: el crío, Raúl.
El militar puso cara de no entender y él insistió:
– Sí, el día que me… nos atacaron, ¿recuerdas? Te dije que el crío, aquel al que defendiste del falangista, el hijo de Casiano…
– Raúl.
– Sí, ése, Raúl. ¿Te acuerdas? Ese día me dijo que tenía que hablar conmigo, que era importante.
– ¡Claro, sí! Ahora recuerdo.
– Estaba durmiendo y me he despertado de pronto. Ha sido como un fogonazo. Lo he recordado de golpe. Quiero hablar con él. Quizá mi cabeza, poco a poco, comienza a funcionar. Creo que debieron darme fuerte.
– Sí, amigo, sí.
– ¿Vamos a verlo?
– Sí, tomamos un café y vamos.
Pasaron por la cantina y tras tomar sendos cafés servidos con desgana por Solomando se encaminaron hacia las obras de la cripta. Allí, al fondo, en la explanada, vieron al crío que portaba un botijo ofreciendo agua a los trabajadores. Les saludó con la mano y se dirigieron hacia él.
¿Qué tendría que decirles? Entonces se escuchó un grito.
– ¡Cuidado! -exclamó alguien.
Alemán se giró justo a tiempo para ver que una mole se les venía encima. Apenas si logró agarrar a Tornell de la manga de la chaqueta y, tirando con fuerza, lanzarse al suelo esquivando una piedra inmensa que había rodado desde las alturas. Pasó junto a ellos levantando una enorme polvareda de color rojizo. El impacto fue brutal. Un gran estruendo les hizo saber que había chocado con algo o, a lo peor, con alguien.
Cuando Roberto logró levantarse, con la garganta reseca por la polvareda, se cercioró de que Tornell estaba bien y comprobó de inmediato la magnitud de la tragedia: una enorme piedra había arrollado a tres hombres dejando sus cuerpos como guiñapos, tirados aquí y allá. Raúl, el crío, era el cuarto. Al ser más pequeño había quedado aplastado contra otra roca mayor. La gente iba y venía con estupor, algunos se mesaban los escasos cabellos, otros gritaban e incluso varios lloraban medio histéricos. Se avisó al médico y al enfermero pero nada se pudo hacer. Una desgracia. Entonces salió de la cueva el padre del crío, Casiano. Alguien le había avisado. Tenía los ojos fuera de sus órbitas, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Corrió hacia donde se hallaba el pequeño cuerpo, llorando y gritando. No pudo siquiera cogerlo en brazos, pues estaba aprisionado entre la roca que había rodado y otra de mayor tamaño contra la que había quedado aplastado. Entonces levantó la mirada y vio al falangista, Baldomero Sáez, que bajaba caminando por la cuesta ajeno a aquel drama.
Casiano, después de una vida de sufrimiento, de haber perdido a su familia, de la guerra, del presidio, estalló como una bomba de relojería. Salió corriendo hacia el falangista gritando:
– ¡Tú! ¡Tú! ¡Hijo de puta!
Justo cuando llegó junto a su víctima y le agarró por el cuello, sonó un disparo.
Casiano cayó muerto al instante. Un guardia civil había hecho fuego contra el preso segando su vida en una milésima de segundo.
Después de presenciar aquella tragedia, Tornell y Alemán quedaron un tanto desorientados. Habían muerto los últimos miembros de una familia: uno asesinado vilmente por uno de los carceleros y el otro, la criatura, aplastado por una piedra enorme que había caído inexplicablemente. Tres hombres más habían resultado heridos. Uno de ellos tenía la cabeza machacada, por lo que se temía que no pasara de aquella noche. Otro, un tipo de Burgos, iba a perder una pierna. Nadie se preocupó de aquello pues allí los accidentes estaban a la orden del día pero Tornell sospechó que aquello era un asesinato. Alemán y él habían subido al lugar desde el que se había desprendido la inmensa piedra. El señor Licerán -que de obras sabía un rato- les aseguró que él mismo se había encargado de que aquella mole fuera asegurada con piedras de menor tamaño. El pobre hombre no se explicaba que pudieran ceder. Tornell lo vio claro desde el primer momento: era un atentado. Otra vez, tras el lugar en que se hallaba la piedra, encontró varias colillas. ¿Casualidad? ¿No habría alguien esperando a que se le ofreciera la oportunidad de atacar al crío? Roberto pensaba que no, que la piedra iba dirigida contra ellos dos porque se estaban acercando al asesino. Tampoco era descabellado. Debían ser cautos. Tornell no pudo evitar sentirse frustrado. El crío quería hablar con él sobre algo. ¿Había muerto por eso? Comenzaba a albergar serias dudas sobre si estaba haciendo lo correcto. ¿No debería abandonar aquella investigación de una vez? Quizá debía centrarse en cumplir su pena, ver pasar los días y eludir complicaciones hasta que llegara su momento. El afán de venganza nunca deparó nada bueno. En cualquier caso, después de aquel incidente, Alemán y Tornell comenzaron a perderse en esa extraña sensación de irrealidad que se produce cuando sientes que te superan los acontecimientos. A pesar de que los hechos comenzaban a darles la razón y de que habían encontrado una buena pista con el asunto de la morfina, tenían la sensación de que aquello se complicaba por momentos. Sentados en la pequeña salita de la casa del militar, frente a sendas copas de coñac, intentaron aclarar su situación en aquel caso.
– Veamos -dijo el preso tomando su copa a la vez que miraba hacia su interior y contemplaba cómo aquel líquido ambarino se movía a merced de lo que decidiera su mano-. Está claro que alguien mató a Abenza. No pudo asistir al recuento de las doce y se notó su ausencia en el de las seis de la mañana. Eso quiere decir que alguien…
– Falsificó el recuento. Y tuvo que ser Higinio.
– Y luego, alguien lo mata.
– ¿Casualidad?
– No, claro. El asesino es alguien listo y despiadado. Sabía que Higinio podía identificarle. Y tras matarlo deja una nota inculpando al responsable de la CNT que, curiosamente, había tenido sus más y sus menos con Higinio.
– Un señuelo -apuntó el capitán.
– Correcto, Alemán, correcto -repuso Tornell señalándole con un dedo.
Roberto sacó un par de cigarrillos y fumaron con delectación. El fuego ardía, acogedor, en la chimenea. Fuera, el viento aullaba como mil perros rabiosos. Se estaba bien allí dentro, a salvo. Tornell continuó a lo suyo.
– Alguien colocó el anónimo para que Perales cargara con la culpa. Lo más normal habría sido que lo hubieran corrido a hostias en el cuartelillo y que hubiera confesado lo que le quisieran hacerle firmar.
– Sí, no hay duda. El asesino mató a Higinio porque éste le conocía. Le había ayudado a ocultar que Abenza no estaba en el recuento para darle tiempo a cometer el crimen y muy probablemente incluso conseguir una coartada.
– Le sobornaría, claro -apuntó Tornell.
– La morfina.
– Puede ser.
– ¿Y la nota? No deja de ser una pista -dijo Alemán.
– No coincide con la caligrafía de ningún preso -señaló Tornell.
– ¿Quizá un guardia, un capataz, un empleado de las constructoras?
– ¿Podrías comprobarlo?
– Si les hago escribir para comparar las escrituras se lo tomarán a mal. Esto puede levantar ampollas.
– ¿Y un impreso?
– No te sigo, Tornell.
– Sí, hombre, preparamos un documento con cuatro preguntas sobre la investigación. Nada comprometedor, vaguedades del tipo «¿Tuvo usted trato con Abenza?» Cosas así. Con la excusa de que no te da tiempo a hablar con todos los guardias y empleados del campo. Así tendremos una muestra de la escritura de todos ellos y las podremos comparar con la de la nota.
– ¡Eres un monstruo, amigo! Sí, señor, ¡un impreso! Tú sí que sabes.
Tornell se señaló la sien con el índice por toda respuesta. Quedaron pensativos por un momento, mirándose el uno al otro.
– Ojalá que hubiera contado con alguien como tú a mi lado durante la guerra -dijo Roberto.
El preso sonrió. Entonces, lentamente y tras estirar el brazo con la copa en la mano demandando más coñac dijo:
– No me veo en tu bando.
– Ni yo en el tuyo.
El olor del coñac, reparador, inundó el cuarto de nuevo.
– ¿Cómo lo llevabas?
– ¿El qué? -preguntó el militar.
– Sí, ya sabes, el Movimiento, el Imperio, todas esas tonterías… claro, tú no creías en ellas.
– Yo no creía en nada. ¿Recuerdas? Nunca me metí en política, nunca. Sólo quería matar.
– Quiero decir… ¿hay algo que no te convenciera de tu bando? ¿Comulgas totalmente con el ideario de… Franco?
– Los curas.
– ¿Cómo?
– Los curas me sacan de quicio. Tanta misa y tanta monserga.
Tornell parecía sorprendido.
– Pero… -balbuceó-… ¿tú no eres creyente?
– Mis padres y mi hermana, sí, mucho. Yo, si quieres que te sea sincero, ni siquiera pensaba mucho en ello, ni en política tampoco. Siempre fui hombre más de ciencias que de letras. La verdad es que tengo la sensación de que todo eso de la religión, ya sabes, Dios y esas cosas, no es más que una invención de los hombres para no sentirse solos.
Silencio.
– ¿Y tú? -preguntó Alemán.
– Ateo.
Estallaron en una carcajada. Roberto volvió a tomar la palabra.
– ¿Y tú, amigo? Ya que nos hacemos confesiones, ¿hay algo que no pudieras soportar de tu bando, Tornell?
– El desorden -dijo sin pensar-. Nos llevó a la maldita debacle.
– No te falta razón.
– Los anarquistas… en fin, aquello parecía una verbena. Creo que había que ganar primero la guerra y luego hacer la revolución, no lo contrario, que es lo que proponían ellos.
– Eso que dices es más bien de orientación comunista, ¿no?
Por un momento, Alemán vio la sombra de la duda asomarse a su rostro. Le pareció que Tornell, incluso, llegaba a ponerse nervioso.
– Nunca milité en ningún partido -dijo Tornell-. ¿Y tú?
– No, yo tampoco, ya te lo dije. Quería matar rojos. Ni siquiera me tomaba los permisos que me daban cuando ganaba alguna condecoración. Apenas si abandoné el frente pese a los ruegos y las órdenes de mis superiores.
El preso le miró como con una mezcla de lástima y respeto.
– ¿No será que querías hacerte matar?
– Me lees el pensamiento pero no creas. Lo supe hace poco. Cuando llegué aquí.
Volvieron a quedar en silencio, paladeando el coñac. Aquel ambiente animó al capitán a hacer una confesión:
– ¿Sabes? Cuando acabé la guerra intenté quitarme la vida. Me corté las venas.
– Vaya.
– No, no temas, creo que lo he superado. No recuerdo bien cómo ocurrió, lo tengo todo como en una nube. Actué de forma mecánica, instintiva. Mi ordenanza me salvó la vida.
Se hizo un incómodo silencio entre los dos. Otra vez. Se miraron a los ojos.
Entonces Tornell dijo sin pensar:
– ¿Sabes? Yo te conocí.
– ¿Cómo?
– No, no. No te conocí directamente. Fue en noviembre del treinta y seis. Como había sido policía me destinaron a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. -Alemán puso cara de pocos amigos-. No te preocupes, no hice nada de lo que deba arrepentirme. El gobierno quería poner orden, terminar con los «paseos» y sobre todo, con las checas…
Alemán se incorporó un poco en su sillón. Estaba alerta. Tornell continuó hablando.
– … yo iba y venía, arreglaba entuertos, polémicas entre comités, en fin… Una misión imposible… Recuerdo que estaba en Madrid y me llamaron para que esclareciera un suceso: un preso se había escapado de la checa de Fomento llevándose por delante a dos guardias. Querían depurar responsabilidades por si había que fusilar a algún negligente.
– Vaya.
– Sí, accedí a tus declaraciones e interrogué al personal de la checa. Emití un informe, los responsables de tu fuga estaban muertos.
– ¿Tenías que buscarme a mí?
– Si hubiera sido posible, sí. Pero la ofensiva sobre Madrid era inminente y tu prima declaró que te habías pasado. Sinceramente, no creí que pudieras lograrlo, supuse que habrías quedado en tierra de nadie, malherido…
– Pues lo conseguí.
– Lo sé.
De nuevo ese silencio incómodo.
– Y me alegro de que lo consiguieras -añadió el preso.
Alemán miraba al suelo, como bloqueado. Tenía los ojos enrojecidos, se le saltaban las lágrimas.
– Siento lo que te pasó, Roberto. Quería decírtelo desde que te conocí, pero no tuve huevos.
– ¿Por qué?
– Por si me tomabas por uno de ellos. Por un chequista.
– Tú nunca has sido así.
– Sí, lo sé, pero tú no me conocías… Lo siento, amigo. Quiero que sepas que entiendo que salieras de allí hecho una bestia. Tú no eras un verdugo, eras una víctima.
– Que se convirtió en verdugo.
– Sí, Roberto, para no volver a pasar por aquello.
Alemán quedó mirando al frente con los ojos abiertos, como el que ve una gran verdad. Entonces, de pronto, se levantó. Tornell empezó a alarmarse. El capitán hincó una rodilla y, tras situarse frente a él, le dio un fuerte abrazo.
– Gracias, Juan Antonio, gracias.
Sin separarse de aquel mastodonte que le apretaba contra sí, el preso acertó a decir:
– Gracias… ¿por qué?
– Por ayudarme a comprender lo que pasa dentro de mi maldita cabeza.
Volvieron a sentarse como antes. De nuevo ese inquietante silencio. Alemán, cambiando de tercio, como solía hacer, preguntó de golpe:
– ¿Sabes, Roberto? A veces me pregunto por qué sentimos simpatía por determinadas personas, por qué elegimos a nuestros amigos.
– ¿Y?
– Cuando llegaste aquí, todos te vimos como un tipo peligroso, un loco. Pero yo, en el fondo, sabía lo que te había ocurrido y pensaba que eras, como todos nosotros, una víctima.
– Quizá, pero mírate, yo estoy solo. Me maldigo por haber sobrevivido a mi familia, gente mejor que yo, pero tú, tus amigos, habéis perdido una guerra. Sé que debe de ser muy duro, amigo. Tornell, tú también lo debes de haber pasado mal.
El preso sonrió con amargura.
– Y que lo digas.
– Lo siento, de verdad -prosiguió el capitán-. De veras.
– Lo sé.
– Si alguna vez quieres hablar de ello… -dijo Alemán llenando las copas de nuevo-…ya sabes… sin ningún problema…
– Necesitaría toda una vida para contarte lo que vi -dijo Tornell.
Alemán debió de poner cara de no entender, porque, de inmediato, Juan Antonio aclaró:
– Te pondré un ejemplo: Albatera, el muro de las lamentaciones…
– ¿Cómo?
– Sí, Roberto, sí. Te pregunto que si sabes qué era el muro de las lamentaciones.
– ¿Donde fusilaban a la gente?
– Quiá.
Alemán ladeó la cabeza mostrando que no entendía. Tornell siguió hablando:
– ¿Sabes? Nos alimentaban con latas de sardinas requisadas al ejército de la República. Obviamente se habían echado a perder por el paso del tiempo, el aceite estaba rancio. Eso y una minúscula rebanada de pan, duro y lleno de gorgojos, putrefacto. Esa era nuestra dieta. Una vez al día. Y sin agua, recuerdo que para conseguir un vaso había que hacer una cola de un día.
– Y aquello daba sed.
– Exacto, amigo. Aquello provocaba que todos los presos padecieran de un estreñimiento atroz. Las barrigas se hinchaban. Las letrinas, por otra parte, no eran más que un inmenso agujero en el suelo lleno de mierda junto a un muro. Cuando los presos acudían allí no podían siquiera hacer sus necesidades. Teníamos que utilizar la llave de las latas de sardinas para conseguir eliminar algo parecido a la mierda de cabra. Unas bolas pequeñas y duras. La gente acababa desarrollando forúnculos por aquello, pero había que eliminar los residuos del cuerpo como fuera, claro. Muchos sufrían hemorragias tras usar la llave y se desmayaban allí mismo, sobre las heces. Los aullidos de dolor de los hombres cuando intentaban defecar eran horribles.
– El muro de las lamentaciones.
Tornell asintió.
– ¿Y tú pasaste por eso?
– Y por más -dijo-. ¿De verdad quieres que te cuente más?
– Siempre que quieras hacerlo, sí.
A Tornell le pareció ver que su amigo se emocionaba de nuevo. Quizá la salida de su letargo emocional le estaba convirtiendo en alguien demasiado vulnerable.
Pensó que, por aquel momento, era suficiente. Hay ocasiones en las que el silencio es lo mejor. Mejor que dejar aflorar esos recuerdos que, a veces, te devoran el corazón y la mente.
Roberto Alemán, aprovechando su nombramiento plenipotenciario, liberó a Tornell de cualquier trabajo incluso cuando estuviera ya plenamente recuperado. Insistió en que debía dedicarse sólo a la investigación. Después del mazazo que había supuesto la muerte del bueno de Casiano y su hijo, los dos amigos retomaron el asunto si cabe con más ímpetu. ¿Qué tendría que decirles el niño? Tornell repasaba el caso y se volcó, ahora que podía, en su diario. Aparte de reflexiones recogía en él aquellos aspectos de la investigación que no debían quedar en el aire. Por ejemplo, le parecía evidente que las dos ampollas de morfina que habían encontrado en la caja de Higinio no eran sino el pago que el verdadero asesino había realizado para que el comunista hiciera la vista gorda ante la ausencia de Carlitos Abenza. Sin embargo, ¿por qué se ausentó el chaval del recuento? Le parecía que la respuesta era clara: a aquellas horas debía de estar muerto. El asesino era listo, muy listo. Sabían que Abenza había asistido a la cena, luego el asesino se citó con él en las alturas entre dicha hora y las doce, lo mató y pidió a Higinio que falseara el recuento simulando que el chaval había huido y que necesitaba unas horas de margen para escapar. Hasta ahí, Tornell pensaba que su razonamiento no presentaba fisuras, se sostenía. Se imaginaba que Higinio, al ver que el chaval había muerto y que Alemán y él investigaban su asesinato debió de ponerse nervioso. Era probable que incluso hablara con el asesino y éste, al ver que podía ser descubierto, lo eliminara de un plumazo. Era un tipo atrevido, casi se diría que demasiado inconsciente, pues le atacó en el barracón y no dudó en hacer lo mismo con Tornell cuando a punto estuvo de verse descubierto. ¡Llegó incluso a agredir a un capitán! Tornell no quiso preocupar a Alemán, pero creía que éste tenía razón, a aquellas alturas pensaba que la piedra que había triturado a Raúl y a otros tres hombres, iba destinada contra ellos dos. Ahora lo veía claro. ¿Por qué aceptó Higinio las ampollas? ¿Por qué asesinó alguien a Carlitos? ¿Qué había hecho el pobre chaval? Quizá había visto algo relacionado con el tráfico de morfina en el campo, pero resultaba inverosímil que alguien dentro de la prisión, un preso, pudiera costearse algo tan, tan carísimo. Si alguien traficaba con morfina no podía ser un preso, no, imposible. Debían buscar entre los carceleros. Estaba claro. Otra posibilidad era que algunos presos hicieran de correo para alguien más importante. Un oficial o algún guardia. Quizá el capitán de la Guardia Civil podría arrojar algo de luz al respecto.
Tornell se encontraba mal por varios motivos. Después de repasar las fichas de los presos y teniendo en cuenta quién había pasado por la enfermería aquel día en que el practicante se ausentara por unos minutos, todo apuntaba en una dirección de cara a identificar al ladrón de las ampollas. Tenía un candidato claro. Pero no quería reconocerlo. Intuía que Alemán sospechaba lo mismo, aunque no había dicho nada. El Julián era el único que, después de pasar por la enfermería, tenía un historial de robos de cajas fuertes y domicilios que le hacían sospechoso. Era perfectamente capaz de abrir ese armarito y llevarse las ampollas. Tornell no quería presionarle, y mucho menos que fuera detenido o maltratado; bastante debía de haber pasado el pobre con aquellos experimentos de Vallejo-Nájera. Sabía que, tarde o temprano, aquella cuestión se interpondría entre Alemán y él, y no sabía cómo resolverlo. Además, Roberto le trataba muy bien, siempre lo había hecho. Le llamaba cariñosamente «el baturro», por el vendaje que llevaba en la cabeza, y se encargaba solícitamente de que descansara, durmiera las horas necesarias y que no le faltara de nada. Aquello le hacía sentirse más culpable aún y así lo anotó en su diario. Alemán se estaba curando pero él seguía enfermo de odio. Claro, para el capitán era más fácil; habían ganado la guerra y tenía un futuro, pero él, no. Él sólo ansiaba vengarse como juró en Miranda, Albatera, los Almendros y tantos y tantos campos en los que le redujeron a la condición de subhumano. Al menos, Alemán, por su parte, había conseguido la escritura de todos los empleados del campo así como de guardianes, «civiles» y demás, con el subterfugio de la encuesta. Tornell pensó en dedicar el día siguiente a examinar dichos cuestionarios para comparar los distintos tipos de letra con la de la nota acusadora. Esperaba que aquella gestión les deparara el éxito. La próxima visita de Toté se aproximaba y no sabía qué iba a pensar ella cuando viera el aparatoso vendaje que llevaba. Se sintió también mal por ella. La estaba engañando tras hacerle creer que había un futuro para ellos, al igual que a Alemán. Por otra parte se había presentado el nuevo director, un «misicas», un meapilas. Era soltero y, según decían, muy pío. No le daba buena espina. Por cierto, se rumoreaba que Franco iba a asistir a una misa allí en la cripta, en la mañana del día de Navidad. Interesante. Al menos todo iba como habían pensado. Hacía mucho frío, era diciembre y se acercaba la Navidad.
El sábado 14, a la tarde, Tornell y el señor Licerán terminaron de repasar la escritura de los empleados y guardias del campo: ninguna coincidía con la de la nota. ¿La habría escrito de verdad el asesino? A pesar de que aquel crimen era la principal preocupación de Alemán, había varias dudas que asaeteaban su mente, aunque la principal era: ¿por qué el asesino había intentado desviar la culpa hacia los anarquistas? Y sobre todo… ¿por qué a los comunistas les incomodaba tanto la fuga de éstos? Algo preparaban, ¿una fuga masiva? Debía de tratarse de algo grande. No se le escapaba que Tornell cambiaba de tema cuando le hablaba de eso y decía que nada tenía que ver con la investigación. Entonces, en su mente se encendió una luz. No, era una idiotez. Un momento, un momento. Sí, era posible. Franco iba a menudo a las obras. ¿Estarían preparando un atentado? ¡Qué tontería! Era una locura. Estaba perdiendo la cabeza, jugar a detectives no era lo suyo. Todo aquello lo pensaba repantigado en su sillón, en su saloncito, con las piernas en alto y despachando una buena copa de coñac. Solo. Tornell estaba muy raro, demasiado, aunque en aquel momento pensó que bien podía ser porque el asesino no se encontrara entre los custodios de los presos quitándole la razón, quizá porque al día siguiente llegaba su mujer o también porque las entrevistas con los posibles ladrones de la morfina le habían dejado en una situación difícil que había generado tensiones entre ellos. Se veía venir, y así ocurrió.
El policía no le ocultó la verdad cuando fue a su casa para contarle que había charlado con los cuatro posibles candidatos y que no había visto nada raro en tres de ellos. Pero con el cuarto habían surgido verdaderas sospechas. Era el Julián, al parecer uno de los miembros de su círculo más o menos habitual. Según le contó era íntimo, uña y carne, de un tipo al que apodaban David el Rata, que a su vez tenía mucha relación con Berruezo, el gran amigo de Tornell que había conseguido que le llevaran a Cuelgamuros.
Alemán recordó que el Julián era aquel tipo que estaba siendo atendido por una astilla en la nalga aquel día en que el enfermero le dejó a solas en el consultorio. Había sido ratero, sabía abrir cajas fuertes y había estado a solas con el armario de la morfina durante, al menos, diez minutos. Tornell, que leía en la gente como en un libro abierto, relató a Roberto que cuando le había sacado el tema, el sospechoso se había quedado parado, el rostro demudado, los labios morados. Por un momento pensó que el tipo iba a desmayarse, aunque de inmediato se recompuso. Era él, no había duda. Intentó presionarle pero el otro se cerró en banda. ¿Por qué había robado la morfina? O mejor dicho, ¿para quién? ¿Traficaba con ella? Tornell intentó convencerle de que hablara, pues estaba en una situación difícil. El otro, al parecer, lo negaba todo. El policía le hizo ver que si había robado la morfina para el asesino, si conocía su identidad, estaba en verdadero peligro. Pero según le contó a Roberto, el Julián se había reído de aquello. ¿Por qué no sentía miedo? ¿No había visto lo que ocurría a los que se habían cruzado en el camino de aquel loco? ¿Acaso no sería él el tipo que iba matando presos? Alemán lo vio claro y le dijo a Tornell que debían actuar rápidamente.
– Tenemos que detenerlo. No hay tiempo que perder. Por primera vez tenemos algo a que agarrarnos: un hombre que conoce al asesino y que ¡está vivo para contarlo! ¿Te das cuenta? -se escuchó decir a sí mismo-. Tenemos que mandarlo detener y hacerle cantar.
– No, no. Es mi amigo. De ninguna de las maneras -dijo Tornell negándose en redondo a aquello.
Discutieron.
– Hay que detenerlo, llevarlo al cuartelillo y que le saquen el nombre del asesino a hostia limpia. Igual hasta es él.
– ¿Estás loco? Nosotros no actuamos así, Roberto. Creía que éramos amigos.
– Y lo somos, Juan Antonio, y lo somos, pero no podemos dejar que ese tipo siga matando gente. Es cuestión de tiempo, en cuanto el asesino sepa que has hablado con el Julián, éste será hombre muerto.
– No.
– Los «civiles», Tornell. Se lo sacarán.
– No, Roberto, no. Por favor. ¿De qué sirven las cosas que te conté? ¿Vas a incurrir en la misma brutalidad que esa gentuza? Pensé que habías cambiado.
– Éste no es un asunto político, Tornell, es policial; hablamos de una bestia. ¿Cuántos hombres más pueden morir?
Quedaron mirando hacia otro lado, los dos. Era la primera vez que discutían.
– Mira, Alemán. No quiero que detengan al Julián. Estuvo preso en San Pedro de Cardeña e hicieron experimentos con él.
– ¿Cómo?
– Sí, en San Pedro de Cardeña, un psiquiatra hizo experimentos con los prisioneros de las Brigadas Internacionales para investigar el biopsiquismo de la patología marxista.
– No entiendo nada de lo que me estás contando.
– Sí, hombre, sí, Vallejo-Nájera. Mira, los brigadistas no eran nadie, no existían.
– ¿Por qué?
– Porque en cuanto entraban en territorio de la República se les retiraba el pasaporte.
– Para que no pudieran volverse atrás.
– Más o menos. Al acabar la guerra, todos los prisioneros extranjeros estaban indefensos. No eran nadie, no tenían papeles, no existían…
– Joder.
– Por eso los utilizaron en las investigaciones. Ese tipo, el psiquiatra, quería demostrar que el marxismo tenía una base patológica, que era algo típico de mentes enfermas, seres inferiores, subnormales.
– La Virgen, cuánto loco.
– Hacían experimentos, no sabemos cuáles. El Julián no se acuerda, pero quedó tarado. A los rusos, sobre todo, les medían la cabeza, a los siberianos, que tenían rasgos mongoloides, les hacían fotos para demostrar que sus cráneos eran anómalos.
– La frenología pasó de moda ya en el siglo XIX. Además, tu amigo no era extranjero.
– No, pero sospechamos que era un poco… retardado.
– Por eso experimentaron con él. ¿Y qué le hacían?
– No lo sabemos. Ni siquiera él lo recuerda, Alemán. Su mente lo borró todo hace tiempo.
– ¿Te das cuenta que bien podrías estar hablando de un loco? Quizá sea el asesino.
– No, no.
– Además, suponiendo que no lo sea, si robó las ampollas para el asesino, éste lo despachará.
– Un momento, Roberto, un momento. No está tan claro. Hemos supuesto que Higinio tenía las ampollas porque se las dio el asesino en pago a su silencio, pero ¿y si las tenía para traficar? ¿Y se las consiguió el Julián?
– Tú dices que no crees en casualidades y yo, tampoco.
– Mira… estoy cansado -dijo el policía-. Mañana viene Toté. Dame dos días, sólo eso. Si el lunes no he conseguido hacerle hablar lo detienes. Esta noche volveré a hablar con él y con su amigo, el Rata, es un tipo listo y seguro que lo convence.
– Hecho -dijo Alemán dando su brazo a torcer. Estaba enfadado, Tornell se equivocaba pero él sólo era un aficionado-. Se hará como dices.
El domingo por la mañana el Julián apareció muerto.
Lo encontraron cerca del Risco de la Nava. Junto a él había una jeringuilla usada y dos ampollas de morfina. Se sospechaba que el reo había participado en el robo de cuatro ampollas de la enfermería, dos de las cuales fueron halladas en la caja del preso Higinio Gutiérrez, asesinado en su barracón, por lo que tanto el director como el médico llegaron a la conclusión de que Julián Domínguez había muerto por sobredosis tras inyectarse el contenido de los dos viales. Don Ángel Lausín dijo no descartar el suicidio. El médico mostró a Alemán las señales de múltiples pinchazos que presentaba el cuerpo, por lo que supuso que era un adicto.
Roberto quedó en cuclillas mirando el horizonte desde las alturas. Llevaba razón y ahora aquel pobre desgraciado estaba muerto. Quizá era el asesino que buscaban y se había suicidado de verdad al ver que el cerco se estrechaba. El nuevo director, un imbécil, sugirió incluso que cerraran el caso. Quitando los guardias civiles que habían hallado el cuerpo, el director y el médico, nadie más sabía nada de aquello. Alemán dio órdenes expresas de que no se dijera nada a Tornell que, además, andaba por ahí con su mujer. Era la hora de comer y pensó que no le vendría mal reponer fuerzas y echar una siesta. Le hubiera gustado saludar a Toté, conocerla, hacerle saber la admiración y el cariño que sentía por su marido que, dicho sea de paso, le parecía un hombre notable, pero se entretuvo esperando que bajaran el cuerpo directamente al Escorial y que el forense le echara un vistazo. Sobredosis, confirmó. Tenía claras marcas de aguja en el brazo izquierdo y unas diez o doce entre los dedos de los pies. A pesar de que coincidió en que aquel tipo debía de ser un adicto, el forense le dijo que era raro, le parecía extraño que un preso pudiera costearse algo que, en el mercado negro, alcanzaría precios astronómicos. Lo habían matado, pensó Alemán para sí.
Una vez más se sintió impotente porque todas las muertes que le rodeaban, excepto la de Higinio, parecían accidentales. Algo que, en aquel lugar, no suponía nada extraordinario. Aquello se complicaba, y mucho. No se veía con ánimo de volver al Valle de los Caídos. Él tenía razón y Tornell, no. ¿Cómo iba a decírselo? Era obvio que su nuevo amigo se había equivocado; el Julián estaba muerto en gran parte por su culpa. Los presos no se habían enterado, así que nadie se lo podía decir salvo los guardianes que estaban sobre aviso. De momento, claro. Porque en aquel campo todo terminaba sabiéndose tarde o temprano. Si hubieran detenido al Julián, como él pretendía, en aquel momento estaría vivo. O habría confesado ser el asesino. Bien es cierto que le habría caído algún guantazo que otro, sí, pero no le cabía duda de que hubiera cantado, entre el miedo a los guardias civiles, al asesino -si es que no era él mismo- y a la posibilidad de tener que volver a un campo de concentración.
Habló por teléfono con el nuevo director desde El Escorial, desde el despacho del forense. Tampoco le gustaba aquel tipo con pinta de seminarista, Ildefonso, delgado, alto, con un sempiterno suéter color lila con un enorme cuello de camisa que asomaba bajo el mismo como los dos colmillos de un vampiro. Era un curilla. De inmediato dijo que dispondría misas por el alma del difunto. Insinuó que eso le había sucedido por no haber acudido a misa a primera hora; pensaba que el Julián era el asesino y volvía a insistir en que cerraran el caso.
Alemán estaba furioso, aunque quizá aquel imbécil hasta tenía razón, así que avisó al chófer y se fue a Madrid. Pasó la tarde con Pacita sin poder quitarse el asunto de la cabeza tras enviar al chófer de vuelta. La única prueba que les permitía seguir el husmillo era la morfina, el único testigo era el Julián y ahora estaba muerto. Siempre ocurría lo mismo, cada vez que se acercaban, cuando hallaban algún posible testigo que pudiera ayudarlos, éste acababa fiambre. Aquello parecía una novela de aquellas que vendían en los quioscos, de asesinatos, a las que su hermano el de la UGT era tan aficionado. Nunca le gustaron; era desesperante que siempre que se acercaba uno a la resolución del caso ocurriera algo que impedía al lector saber lo que realmente estaba pasando. Suponía que eran trucos de escritor de folletines, pero le ponía nervioso. Era todo tan previsible…
En aquel caso la realidad era mil veces más compleja que el más enrevesado de los vodeviles. El asesino se movía rápidamente, de aquello no había duda.
No quería ver a Tornell, discutir, decirle «ya te lo dije». Su amigo había perdido la objetividad por ser, precisamente, un prisionero. Él no se daba cuenta pero Alemán sí, y su tozudez le había costado la vida a un hombre. Supuso que se sentiría culpable cuando supiera la noticia. Volvió en el coche de su general acompañado por su novia. Se despidieron entre arrumacos y vio el auto alejarse diciendo adiós con la mano. Al menos tenía a Pacita. Convino que Tornell lo tenía mucho peor. Sí, estaba su mujer, Toté, pero las cosas no debían de ser sencillas para él. A fin de cuentas era un preso, le parecía evidente que desde el principio había creído en que el asesino era un guardián o un guardia civil, hipótesis que a Alemán no le parecía descabellada, la verdad. Pero los hechos apuntaban cada vez más en el otro sentido, así que era de esperar que Tornell no estuviera, precisamente, contento. Además, en cuanto supiera lo del Julián, si es que no lo sabía ya, se sentiría responsable de su muerte. Cuando se disponía a subir hacia su casa, el guardia civil que vigilaba la entrada le dijo:
– Ay, el amor… el amor.
El, muy atento, le saludó con la cabeza. Era evidente que le había visto despedirse de Pacita.
– Usted perdone -dijo-. Espero que no nos hayamos comportado de forma incorrecta.
– ¡Qué va! Descuide, descuide -contestó el guardia ofreciéndole un pito-. Si es lo mejor que hay, ya sabe usted: las mujeres. Además, no es usted el único. Ya se sabe, la juventud. Muchas noches veo acudir al pueblo al falangista ese, al pez gordo. -Se refería obviamente a Baldomero Sáez, que desde la muerte de Casiano y su hijo se había mantenido en un discreto segundo plano-. Dicen mis compañeros que debe de tener alguna querida allí abajo, no falla, casi todas las noches baja al pueblo.
Aquello llamó su atención. Si tenía una mujer en El Escorial, ¿por qué bajaba después del toque de silencio? Era soltero, bien podía hacerlo a la tarde o, simplemente, tras la cena. ¿Por qué se ocultaba?
– Pero ¿vuelve a dormir? -preguntó el capitán.
– Sí, claro, sí. Cuando lo veo bajar, allá al fondo, se escucha un coche. Luego a eso de las dos horas o así suele volver.
– ¿Una mujer que conduce? -preguntó extrañado.
– Igual tiene algún taxi que le espera -repuso el otro.
Alemán apagó su cigarrillo y le dio las buenas noches. Aquella información podía ser valiosa. ¿Por qué se comportaba así el falangista? Sin duda, se beneficiaba a una casada. Como mínimo. Cualquier detalle que pudiera perjudicar a ese malnacido podía serle útil.
Tornell supo lo del Julián el mismo domingo por la noche, en su barracón. Se lo contó el Rata, que se pasó por allí justo antes del toque de queda. Se enteraba de todo y era amigo suyo, así que fue a contárselo al antiguo policía. La mala noticia terminó por desmoralizarle, hizo crisis. Además, había ido de visita Toté y, curiosamente, aquello le había hecho sentir peor. Estaba guapísima. Ella le había dicho que le veía más repuesto, aunque, de inicio, se asustó al ver su aparatoso vendaje. Le mintió diciéndole que había sido un accidente tras resbalarse en un terraplén. Después de hacer el amor bajo el mismo árbol que la otra vez se había sentido completo. Y culpable. Ella se había sorprendido al ver cómo le saludaban los guardias civiles y los otros presos. Podía sentirse orgulloso de haberse adaptado bastante bien a aquello. Toté parecía feliz al ver que las cosas no le iban mal; al menos, en cuanto a su puesto de cartero y a su amistad con Roberto. Ella apuntó que, a buen seguro, Alemán podría interceder por él haciendo que saliera pronto de allí. No se atrevió a contradecirla. Si supiera…
Cada día se sentía peor anímicamente y su esperanza de cazar a aquel maldito asesino iba desapareciendo. Tomó su diario aprovechando que todos sus compañeros dormían y volcó en él sus reflexiones: el Julián había muerto por su culpa. Alemán tenía razón, quizá hubiera sido mejor detenerlo y hacerle contar la verdad. A aquellas alturas estaría vivo. Toté creía que poco a poco se acercaba el fin de aquel calvario y él la engañaba. No le había contado nada de la investigación, ni siquiera conocía la existencia de los asesinatos; además, ¿qué más daba? Él nunca saldría de Cuelgamuros, estaba decidido. Bueno, sí, con los pies por delante y pasando a la historia.
Tornell no dio señales de vida ni al día siguiente ni en los posteriores. El señor Licerán había contado a Alemán que se le había presentado solicitando volver al trabajo y no precisamente como cartero. Decía que ya estaba recuperado y que no quería seguir ocioso. Roberto no tenía muy claro qué le ocurría. Bueno, sí.
Debía sentirse culpable por la muerte del Julián, que a aquellas alturas ya era vox pópuli en el campo, y supuso que no querría encontrarse con él por si le echaba en cara su error. Se sintió culpable por no haberle dado la noticia personalmente pero no podía imaginar que en el campo las noticias circularan a tal velocidad. Probablemente no había acudido a verle por orgullo. El maldito orgullo. No quería verle y quizá él tampoco. Tornell se había equivocado y los dos lo sabían.
Parecía como si su relación se hubiera enfriado; debían hablar, sí, pero no estaba seguro de querer dar el primer paso.
El caso había llegado a una vía muerta y Alemán comenzaba a plantearse la posibilidad de largarse de allí en aquel mismo momento, retomar sus estudios, casarse. Aquello le superaba. No creía que el asesino volviera a actuar; ahora estaba a salvo. Eso si no era el Julián. De seguir vivo, el asesino debía de estar tranquilo: había eliminado a Higinio, que le ayudó falsificando el recuento; al crío, Raúl, que de alguna manera sabía algo y al Julián, que por algún motivo le había proporcionado la morfina para sobornar a Higinio. Del caso que le había llevado a Cuelgamuros, del asunto de los suministros, no se sabía nada; las cuentas estaban claras y todo iba en orden. El director, probablemente el culpable, había sido cesado. Luego, ¿qué hacía allí todavía? ¿Para qué alargar su estancia en aquel lugar? Entonces ocurrieron dos cosas raras. Muy raras.
La primera estaba relacionada con Tornell. En un momento dado pensó que no merecía la pena seguir distanciados, que debía dar el primer paso y tragarse el orgullo. Bien era cierto que Tornell debía haber acudido a verle para decirle: «Tenías razón». Pero no lo había hecho. Probablemente estaba hundido porque el Julián había muerto por su culpa. Bastante castigo era aquél.
Decidió hablar con él y fue a buscarlo en la pausa de la comida. No estaba con su gente, así que volvió a su casita, a leer. Al final de la tarde, el antiguo policía se presentó.
– He ido a buscarte -le dijo Alemán.
– Sí, estaba ayudando a mi sustituto a leer las cartas a los demás presos.
– Vas a volver al puesto de cartero. No tenías que haberlo dejado.
El preso negó con la cabeza.
– Tornell, escucha. Es un buen destino, no te castiga, te permite recuperarte, vivir. Bastante pasaste ya por todos esos campos de concentración. Ten cabeza, hombre.
– No me lo merezco -dijo-. Soy un inútil.
– No, no. No digas eso. Fuiste un gran policía, eres un gran policía. Eras un gran oficial, lo sé. Tienes una mujer, un futuro, saldrás de aquí, yo me encargaré de que sea pronto… hazme caso. Déjame ayudarte.
– No me lo merezco. Está muerto. Por mi culpa. Tú tenías razón.
– No, amigo, no. Hiciste lo correcto, no querías que lo curtieran.
– Tú lo dijiste, había que sacarle la información para salvarle la vida. A la primera hostia habría cantado, lo sé. ¿O acaso te crees que cuando yo era policía me comportaba como una hermanita de la caridad?
– ¿No has pensado en que igual era el asesino?
– Estoy seguro. El Julián no era el asesino -dijo muy seguro de sí mismo.
Quedaron en silencio.
– Mira… No es una opción. Tienes que volver a tu puesto de cartero, lo hacías bien. Leías las cartas. Ayudabas a la gente. No te voy a permitir otra cosa.
– Desde que se inició este asunto no ha hecho más que morir gente y no he podido evitarlo. ¿Cartero? No me lo merezco.
– ¡Nadie se lo merece más que tú! -gritó Alemán fuera de sí.
Tornell sabía cómo sacarle de quicio. ¿Por qué no se dejaba ayudar? No sabía por qué, pero aquel hombre era importante. No podía entrever que, en el fondo, ayudándole, veía la posibilidad de redimirse.
– Bien, bien, no quiero imponerte nada. Piénsatelo, ¿de acuerdo? -se escuchó decir a sí mismo. Pensó que era mejor adoptar un tono más conciliador.
Entonces el rostro de Tornell cambió, se relajó. Incluso pareció que sonreía. Alemán comprendió que había hecho bien en no obligarle a aceptar su decisión. Esperaría.
– Vete a descansar. Si vuelves al tajo te hará falta.
– Gracias -dijo saliendo de allí con paso cansino. Parecía que la compañía del capitán ya no le agradaba.
Roberto se sentó a mirar el fuego. Tornell estaba muy raro. ¿Qué les estaba pasando? ¿Por qué no podía ser Tornell un compañero más y no un preso? La idea de dejar Cuelgamuros y que él quedara allí se le hacía desagradable. Ni siquiera habían hablado de continuar la investigación de aquel caso, aquellas pesquisas llevadas a cabo por dos locos que iban contra todo. Aquello les había unido con un vínculo inexistente, pero fuerte. Tornell no quería reconocerlo pero Alemán lo sabía, era su amigo y le apreciaba. Tanto como Roberto al preso. Para el militar era más fácil, claro: él era uno de los verdugos y Juan Antonio, un penado. Intentó ponerse en su lugar, ¿cómo podría su mente albergar cualquier sentimiento positivo hacia uno de aquellos salvajes que durante años le habían reducido a la condición de un ser infrahumano, un prisionero? Se sintió mal, despreciable. Salió de allí dando un portazo. Se ahogaba. Tenía algo que hacer.
Pasó por donde la casamata de Solomando y se atizó un par de coñacs. Pertrechado con un buen capote salió de nuevo al exterior. Hacía un frío horrible. Saludó al centinela y se apostó bajo unos pinos. No tuvo que esperar mucho. A eso de las doce y media vio una figura rechoncha que bajaba caminando tras salir del campo. Era Baldomero Sáez. Dejó que pasara junto a él, le dio ventaja y le siguió.
Después de bajar un par de cientos de metros, el falangista se paró y encendió un cigarrillo. El pequeño botón incandescente destacaba en mitad de aquella inmensa oscuridad. Pasó un rato, quizá quince minutos. Entonces comenzó a oírse un rum rum, un ruido sordo, grave, como si un gran gato ronroneara haciéndose audible bajo el sempiterno viento que aullaba en aquellos parajes. Una luz. Era un coche. Se fue acercando. Cuando llegó a la altura de Sáez se detuvo. En su interior se encendió una pequeña lucecita. Vio dos camisas azules y un tipo uniformado. Llevaba varias estrellas en los galones, aunque no pudo ver bien su graduación. El falangista, rechoncho y de lentos movimientos, subió al coche y desaparecieron. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué se reunía Sáez de esa forma, en secreto, con militares y falangistas? ¿Qué era aquello? ¿Conspiraban o sólo se iban de putas? La situación en Cuelgamuros había terminado por convertirse en un rompecabezas imposible de resolver. Alguien había matado a Abenza. Higinio había ayudado al asesino a falsificar el recuento y había terminado siendo asesinado por ello. El crío, que parecía saber algo, había fallecido en un accidente y el Julián, que probablemente había robado las ampollas con que el asesino había sobornado a Higinio, había aparecido tieso por una sobredosis de morfina. Todo eran accidentes, desgracias, demasiadas para ser fruto de la coincidencia.
El asesino había intentado desviar su atención incriminando al jefe de los anarquistas, Perales, con una nota falsa. Era listo. Se habían producido tensiones entre anarquistas y comunistas por el asunto de la fuga de los dos presos de los que, de momento, nada se sabía. ¿Por qué no querían los comunistas que los anarquistas llevaran a cabo la fuga? ¿Preparaban ellos otra?
¿Por qué estaba Tornell tan raro? ¿Era sólo por la muerte del Julián? ¿No sería éste un simple adicto, metido en una trama de tráfico de morfina para asegurarse el suministro, que había terminado matando a los demás al verse descubierto? Tornell se quitaba de en medio y él había perdido todo control sobre el asunto. Aquello era demasiado complejo, su mente no entendía, estaba perdido. Decidió volver a casa y se fue a la cama. Pasó una mala noche, agitada. Despertó pronto y se fue al comedor a desayunar. Cuando salía se encontró con el señor Licerán.
– ¿Consiguió hablar usted con Tornell? ¿Han arreglado las cosas?
– Sí -dijo-. Anoche hablamos. Había intentado hacerlo a mediodía pero no pude encontrarlo y…
– Sí, estuvo comiendo con un amigo suyo del frente, en el depósito de explosivos.
– ¿Cómo? -preguntó al recordar que su amigo le había dicho que había estado leyendo cartas a los presos. Había mentido.
– Sí, sí, a la hora de la comida lo vi comiendo donde el depósito. Me pareció raro verle por allí y le pregunté. Me dijo que había ido a ver a un viejo amigo.
– Berruezo.
– No, no, ése trabaja con nosotros. Era otro.
– Ya.
– Bueno, pero lo importante es que ustedes se hayan arreglado.
– Sí, claro, no se preocupe -se escuchó responder quitando importancia al asunto.
Lo vio alejarse y quedó pensativo. ¿Por qué le había mentido Tornell?
¿Qué se le había perdido donde los explosivos? ¿Había encontrado alguna nueva pista y no le había dicho nada? Pensó que, a aquella hora, los presos ya estaban en el tajo y tomó una de sus típicas decisiones, impulsiva, inconsciente. Se encaminó al barracón de Tornell. Estaba vacío. Fue directo al camastro de su amigo. Se tumbó y miró debajo. Quizá actuaba así por instinto, porque ni siquiera sentía remordimientos por violar su intimidad. Levantó el colchón -si es que a aquello se le podía llamar así- y lo echó a un lado. Nada. Apartó el catre de una patada, enfadado, harto, fuera de sí, y entonces lo vio: un tablón raro, una interrupción en el color de la madera que, normalmente, quedaba oculto por el lecho. Quitó la tabla rápidamente; dentro, un diario. Bueno, mejor, una libreta que hacía las veces de diario. Lo abrió. Rezaba: «Cuelgamuros, 10 de octubre de 1943. He vuelto a la vida. Después de tanto tiempo mi cuerpo comienza a reaccionar, a recuperar el tiempo perdido y a sobreponerse al castigo…». Más tarde supo que había hecho bien en leerlo.
Tornell estaba de muy mal humor y sabía por qué. Hacía un frío de mil demonios y Toté no podría ir a verle de nuevo hasta después de Navidad, que era tanto como decir que no volvería a verla. Al menos si las cosas transcurrían como él esperaba. Para colmo se había distanciado de Roberto, a propósito, y eso le molestaba. Sabía que Roberto se había comportado como un animal durante la guerra, que había matado a mucha gente, republicanos como él… pero, a diferencia de otros sabía que lo había hecho en combate. Era consciente de que, a veces, en la vida, cuando todo sale mal, comienza a experimentarse la sensación de que todo está negro, de que no hay futuro alguno y eso hace que te hundas. Algo así le estaba ocurriendo a él. Quizá era porque veía cerca el objetivo que le había permitido sobrevivir en los campos: «un día menos para lograrlo», se decía cuando se sentía morir por esas prisiones de Dios. Quizá. ¿Por qué se había metido en aquella investigación? Las pesquisas, las preguntas y la sempiterna presencia de Alemán no eran sino obstáculos para su verdadero objetivo. ¿Por qué había cometido ese error?
No había vuelto a hablar con Alemán. Le evitaba. Desde la muerte del Julián no había sabido por dónde seguir con el caso. Había hecho algunas preguntas sobre el asunto de la morfina más que nada pero nadie estaba al tanto. El asesino se había salido con la suya. Le parecía evidente que era alguien importante, con mando, porque si no… ¿cómo iba a ser tan atrevido? Aunque, ¿por qué iba alguien importante a tomarse tantas molestias en acabar con varios presos si podría enviarlos a morir a un campo o a una cárcel? O simplemente hacerlos fusilar por cualquier excusa… No, no tenía sentido.
Franco llegaría el día 25 a una misa en la cripta. En aquella cueva que, de momento, no era más que un agujero arrancado al granito. Vendrían muchos prebostes con él. Maldición. Roberto le había ayudado cuando no tenía por qué hacerlo. Era la única persona que le había apoyado -al menos de entre sus captores- desde aquel desgraciado día en que cayó prisionero. La única persona del otro bando que le había tratado con humanidad. ¡Porque quería que le enseñara a llorar! Qué cosas… Era como un niño grande. Un idiota. Estaba loco, como una cabra. Era evidente que su paso por la checa de Fomento le había dejado tarado, aunque, en las últimas semanas había cambiado, sí. Se había portado bien con él, como un hermano. ¿Por qué? No lo sabía. Pero no le gustaba; ahora se sentía en deuda con él y eso no era bueno. ¿Qué pasaría con Alemán cuando todo acabara? Cuando su asunto hiciera crisis. Nada bueno. Sabía que Alemán se había conducido como una bestia en la guerra, pero ahora conocía su historia como él era consciente de la suya. Él le entendía y Alemán le entendía a él. A buenas horas. Quizá, si le hubiera conocido antes las cosas habrían sido distintas. Alemán era un joven que no se metía en política y que acabó en una checa. Terminó luchando en el bando nacional porque mataron a su familia, a todos. Estaba enfermo de odio. Quería morir.
Ahora estaba ilusionado y se alegraba por él. Se iba a casar y retomaría sus estudios. Aunque sonara raro, aunque fuera difícil de comprender, ayudando a otros se había salvado para convertirse -quizá lo era antes- en una buena persona. Por eso le apreciaba, le estimaba, y era por eso que se sentía mal, como un traidor, un mierda. Él era, en el fondo, como Roberto; pero Alemán hacía progresos, se curaba. Juan Antonio seguía enfermo de odio, los odiaba a todos, por lo que le hicieron, por lo que vio en los campos. Le parecía curioso que Alemán se creyera enfermo, cuando estaba, sin darse cuenta, dejando de odiar y él, en cambio, no podía olvidar lo que le habían hecho. Nunca. Sabía que odiaba y mucho, pero con razón. Y para terminar de complicar las cosas, todo había cambiado. Era consciente de que ahora se abría ante él la posibilidad de una nueva vida. Reduciendo pena con el invento de ese maldito jesuita, Pérez del Pulgar, sabía que saldría de allí a lo sumo en cinco años. Alemán quería ayudarle, era probable que lograra sacarle incluso antes y Toté le esperaba, aunque… no podía… no. Resultaría más fácil aceptar aquella oportunidad, salir de allí y empezar una nueva vida. Pero se había comprometido. Había dado su palabra y no quería incumplirla. ¿Cómo iba a imaginar en la profundidad de aquella celda que las cosas iban a cambiar así?
Por eso hacía días que no hablaba con Alemán. Por eso le evitaba, porque se sentía mal al saber cómo le iba a pagar lo mucho que había intentado ayudarle. ¿Cómo podía tener un amigo fascista? No. Él no era un fascista ni nunca lo había sido, se decía a sí mismo. Era un hombre al que arrolló un tren, como a él, como a todos, esa maldita guerra que cada vez se le mostraba más claramente como un gran error. ¿No hay acaso otras maneras de arreglar las cosas que matarse?
No podía tomar lo que Alemán le ofrecía, no podía, no. Era imposible. Siempre fue un tipo tozudo. Le costaba mucho trabajo replantearse las decisiones importantes una vez tomadas. No podía, simplemente, olvidar y seguir hacia delante. ¿Qué le pasaría a Alemán cuando todo se supiera? Lo fusilarían. Peor, primero lo torturarían para ver qué sabía. No quiso pensar en ello, como le decían en la Casa, no se puede hacer una tortilla sin romper unos huevos.
Corría el día 20, más o menos, con la Navidad llamando a la puerta, cuando comenzaron a aclararse las cosas. En primer lugar, Alemán, en uno de sus arrebatos fue a ver a Tornell y lo sacó del trabajo. No le dio opción y le obligó a que le acompañara a tomar un café. Reparó en que el preso no parecía contento. Estaba demasiado taciturno. La sensación de que le ocultaba algo crecía y crecía en su interior, aunque él tampoco estaba libre de pecado, había violado su intimidad y, gracias a ello, comenzaba a intuir lo que estaba pasando. Su diario no era explícito pero mostraba que ocultaba algo. Había ciertos comentarios que Alemán veía inquietantes.
– No puedes seguir así -le dijo.
– Seguir… ¿cómo?
– Así, evitándome. ¿Qué piensas hacer?
– ¿Hacer?
– Sí, joder, con lo del puesto de cartero, con la investigación… ya sabes.
– No quiero que maten a más gente por mi culpa.
– Bien.
– ¿No vas a decir que no es por mi culpa?
– Pues no, es algo demasiado obvio. Tuvimos opiniones distintas, sí; hicimos lo que tú querías, sí; te equivocaste, sí. ¿Y por eso vamos a dejar que un asesino se vaya de rositas?
Tornell le miró como sorprendido. El viento volvía a aullar pese a que la mañana era soleada.
– No. Bueno… no sé. No tenemos nada a lo que agarrarnos. El asunto de la morfina está en vía muerta. Todos los que podían decir algo sobre el asunto han sido asesinados o, si lo prefieres, han muerto accidentalmente que es peor. Debemos dejarlo. Sinceramente, no veo el camino.
– Ni yo.
Silencio.
– Quiero cazar a ese hijo de puta -dijo Alemán muy serio-. Yo no me rindo.
– ¿Y qué más da? ¿Qué te importa? Tú sólo eres un…
– Sí, dilo, un fascista.
– No, no. -Tornell se echaba atrás, estaba claro que se arrepentía de haber estado a punto de decir algo así-. Tú nunca has sido eso. Eras un soldado, una persona traumatizada, sólo eso. Eres una buena persona, Alemán. Has cambiado.
– Estoy aquí, permanezco aquí, por este asunto. Si tú no me ayudas no sabré seguir adelante. Necesito saber si vas a hacerlo, si continúas, porque de no ser así lío el petate y me largo. Pacita me espera.
– Sí, claro… -dijo Tornell pensativo.
Roberto miró hacia el fondo, hacia los montes. Estaba cansado de aquello. Quería salir de allí y empezar una nueva vida, se lo merecía.
– No es que no quiera ayudarte, Roberto. Sabes que quiero cazarlo tanto o más que tú, es sólo que no sé por dónde seguir. Hace muchos años que no trabajo como policía. Lo del Julián me ha afectado, pero debo reconocer que esperaba identificar la escritura de alguno de nuestros carceleros. Estaba convencido de que el asesino era uno de los tuyos y al ver que no obteníamos resultados… eso me ha desmoralizado, tenía que ser uno de vosotros… No me cuadra, no. Al menos sabemos que no volverá a matar.
– ¿Cómo lo sabes?
– Tú piensas como yo. Lo sé. Es un tipo listo y ha cortado todos los nexos que podían unirle a nosotros. Permanecerá quieto, oculto, en la seguridad del anonimato.
Alemán asintió.
– Porque el muy cabrón -continuó diciendo Juan Antonio- es listo, muy listo…
De pronto, como movido por un resorte, el policía se levantó de un salto.
– ¿Dónde están las cosas de Higinio?
– ¿Cómo?
– Sí, joder, su caja, donde estaban las ampollas. ¿No tenía alguna carta?
Parecía haber visto algo muy claro, tenía los ojos muy abiertos, como el que descubre una gran verdad.
– En mi casa -repuso el militar.
– Vamos -dijo-. Rápido.
Llegaron a casa de Alemán donde Tornell se dirigió directamente a por la caja de los efectos personales de Higinio, el comunista.
Escarbó en ella y sacó un papel. Era una carta que Higinio había dejado a medias, para su madre.
– ¿Tienes la nota? ¿La que inculpaba a Perales?
– Sí, claro -contestó Roberto sacándola de una carpeta que había sobre la mesa.
Tornell tomó los dos papeles y los miró a la vez.
– ¡Hijo de puta! -exclamó.
– ¿Cómo?
– Es un pedazo de hijo de puta. Es listo, muy listo. Mira. -Y le entregó ambas esquelas.
Tras examinarlas Roberto afirmó:
– La misma letra.
– Sí. ¿Y qué te dice eso?
– ¿Que Higinio era el asesino?
Tornell estalló en una violenta carcajada.
– No, no -dijo entre risas-. Después de morir Higinio ha habido más muertes, ¿recuerdas? No. No es eso. El asesino obligó a Higinio a escribir la nota. Así no podríamos identificar su letra.
– ¿Y cómo consintió el otro en hacerlo? Una esquela en que acusaba al jefe de la CNT de su propia muerte…
– El asesino lo amedrentó. Es un hombre terrible, un tipo inteligente con una gran determinación y muy, muy cruel.
– Claro, qué listo.
Tornell volvía a ser el mismo. Se había apuntado un tanto identificando la caligrafía de la nota que acusaba a Perales. Pareció que su ánimo cambiaba. Aquello no les permitía avanzar nada, sólo saber que el asesino era aún más inteligente de lo que pensaban, pero su moral pareció recuperarse. El asesino había utilizado a Higinio para escribir aquella nota; era maquiavélico, el hombre al que buscaban parecía inteligente, un rival de altura. Probablemente alguien con mucha autoridad en el campo, suficiente como para hacer que un hombre escribiera una nota acusando a un inocente de su propia muerte. Alemán miró a su amigo sonriendo.
– ¿Qué me dices? ¿Seguimos?
– ¿Cómo? -dijo saliendo de sus pensamientos.
– Sí, Juan Antonio, el caso, que si seguimos con el caso.
– Nunca lo hemos dejado. Y ahora, me voy al tajo. Déjame tiempo para pensar.
Roberto quedó pensativo por un rato. Había algunas anotaciones en el diario de Tornell que parecían, cuando menos, raras. Alusiones a «vengarse», «un objetivo» y a que no habría una nueva vida con Toté. Por no hablar del asunto aquel de su mentira cuando había acudido donde los explosivos. ¿Qué hacía allí?
Decidió avisar a su fiel Venancio, para que lo siguiera como si fuera su sombra y curarse en salud.
Aquella misma noche, Alemán se dispuso a llevar a cabo su plan. Salió del campamento embutido en una costosa cazadora de aviador, un capricho de otros tiempos que supo le iba a ser útil. El viento le acuchillaba la cara. Había conseguido que su general le enviara una motocicleta que había apostado bajo el bosquecillo, desde donde debía ver pasar a Baldomero Sáez.
Tuvo suerte, porque a la una y media el falangista pasó por allí con su característico trote cochinero. Llegó el coche. El mismo ritual del otro día. Subió. En cuanto el vehículo arrancó y se alejó un poco, Alemán puso en marcha la moto y les siguió con la luz apagada. Así llegaron al Escorial. No se percataron de que les seguía. Pararon en una calle que, según creía, llamaban de la Iglesia. Había un bar que permanecía abierto. Vio muchos coches aparcados en la puerta. Demasiados. Más de cinco, quizá seis o siete. Había gente junto a los vehículos, como de guardia. Todos con camisa azul. Pasó de largo disimuladamente y volvió a Cuelgamuros. Allí se cocía algo gordo. No había duda. Entró en el campo y se fue directo a la vivienda del falangista. Dio una vuelta alrededor. No sabía qué hacer. Vio un pájaro muerto a unos pasos. Un momento. Una idea. Cogió una piedra, la envolvió con su pañuelo, miró alrededor para asegurarse de que no había nadie y rompió un pequeño cristal de la ventana de la cocina. Metió la mano e hizo girar el picaporte. Abierta.
Cogió el pájaro y entró de un salto. Encendió la luz, no tenía miedo. Todo el mundo dormía y si pasaba la patrulla podrían pensar que era el propio Baldomero quien se hallaba dentro. Escarbó en los cajones de una cómoda que había junto a su escritorio. Nada. Abrió el cajón del mismo. Miró varias cartas, nada útil. Debajo de las mismas había una nota, decía:
Estimado Baldomero:
Te recuerdo que no vuelvas a nombrar «nuestro proyecto» en ninguna carta ni documento oficial ni privado, por muy secreta que sea dicha comunicación. Has vuelto a hacerlo en una carta a mi secretario y te avisé una vez al respecto. No habrá una tercera negligencia. Han llegado las velas de cumpleaños. Recógelas en el pueblo en el bar de siempre. Aquí hasta las paredes tiene oídos ¡y ojos! Destruye esta nota nada más leerla.
Camarada REDONDO
¿Qué quería decir aquello? ¿Qué estaban preparando aquellos falangistas? ¿Qué era «nuestro proyecto»? Dejó la nota donde estaba y apagó la luz.
Volvió a la cocina y dejó el pájaro en el suelo, justo delante de la ventana. Parecería que se había empotrado contra el cristal, rompiéndolo. La cerró y se fue hacia la puerta principal. Salió y se giró para cerrarla lentamente, sin hacer ruido. Empezaba a sentirse nervioso, el corazón le latía desbocado en las sienes. Entonces notó algo frío en la nuca. Era suficientemente veterano como para saber que se trataba del ánima de un arma.
– No se mueva -dijo una voz tras él.
Había tres figuras que le acechaban. Aquello comenzaba a escapársele de las manos, de veras.
Roberto Alemán no comprendía qué estaba pasando. El Poli bueno, Fermín, y dos individuos más lo habían llevado a su casita para atarle a una silla. ¿Qué ocurría? Llegó a pensar que igual era el asesino y le pegaban un tiro por meterse en un asunto que se le había ido de las manos hacía mucho tiempo. ¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran aquellos tipos?
– Tranquilo, Alemán, soy agente del SIAEM -dijo Fermín, que apenas había abierto la boca desde que le habían detenido.
– ¿Cómo? -exclamó Roberto con los ojos fuera de las órbitas.
– Sí, mi capitán, el SIAEM, el Servicio de Inteligencia del Alto Est…
– Sé, lo que es el SIAEM, joder. Pero ¿tú… Fermín…?
El guardián asintió.
– Soy sargento del Ejército de Tierra. Desde siempre he trabajado en esto, en prisiones. Desde los primeros días de la guerra comprendimos que podíamos sacar más información de los presos desde dentro. He sido de todo, preso, carcelero… ¡incluso cura!
Alemán no salía de su asombro.
– Pero, ellos, los presos, te creen un vigilante más, te llaman el Poli bueno, o algo así.
Fermín sonrió satisfecho.
– Éstos son mis compañeros. Padilla y Gironés.
Alemán negó con la cabeza como el que no entiende.
– Vale, vale -dijo-. Pero… ¿qué hago yo aquí?
– Casi da usted al traste con la Operación Brutus.
– Operación ¿qué?
– Brutus. Participó en la muerte de César, ¿recuerda?
– Tiene algo que ver con los asesinatos, claro.
– En absoluto. De eso no sabemos nada. Ni nos incumbe. Cuatro presos muertos no son algo que nos interese. Estamos aquí por otro motivo. Me infiltraron este verano porque nos llegó un rumor…
– ¿Alguna fuga?
Fermín volvió a sonreír, esta vez, con aire condescendiente.
– No -aclaró-. Eso son minucias para el SIAEM. Nos llegó un rumor, fiable, bueno, digamos que… material de primera clase.
– ¿Sí?
– Esto es absolutamente confidencial.
– Me hago cargo, Fermín.
– Es usted militar, un hombre de ley, y me consta que no está metido en este asunto. Tengo su palabra.
– La tiene.
– Sabe usted que Franco viene mucho por aquí, y en ocasiones incluso con poca o muy poca escolta. Le gusta aparecer así, de pronto, sin avisar.
– ¿Y?
– Que quieren atentar contra la vida del Generalísimo.
En aquel momento, Alemán lo vio todo claro. Como el agua. Ya lo había pensado antes en una ocasión al menos. Estaba claro, sí, clarísimo. Ya sabía por qué habían surgido las tensiones entre cenetistas y comunistas cuando dos miembros de la CNT planeaban su fuga. Era evidente a la luz de aquellos acontecimientos. En aquel momento no entendió por qué el Partido Comunista se había opuesto a aquella fuga, pensó que quizá ellos también preparaban una huida colectiva, pero no; aparte de los dos fugados de la CNT no se había producido ningún intento. No, no era eso. Ahora lo sabía.
Estaban preparando algo y la fuga de dos presos podía dar al traste con sus planes. Podía provocar que las autoridades interrogaran a presos o llevaran a cabo registros y aquello, decididamente, no les convenía. El fallecido Higinio y su gente estaban preparando ¡un atentado contra Franco!
– Claro -se escuchó decir-. Ahora está claro. Los comunistas.
– ¿Qué dice? -repuso Fermín mirándole como si fuera tonto.
– Sí, que los comunistas preparan un atentado.
– ¡No, hombre, no! ¿Qué comunistas? Si apenas se tienen en pie. No diga tonterías, hombre de Dios. No, no, es un golpe desde dentro. Hay un sector de Falange que pretende eliminar al Caudillo, no le perdonan la unificación con el Requeté, piensan que Franco se apropió del legado de José Antonio y quieren recuperar el verdadero espíritu de Falange. La llegada de Baldomero Sáez aquí nos lo corroboró. Estuvo espiándole, ¿sabe? Creíamos que le habían enviado a usted aquí para investigar el atentado. Son muy cautos.
Roberto se quedó de piedra. ¿Cuántas sorpresas más le quedaban por descubrir?
– ¿Y cuándo…? -acertó a preguntar:
– El día 25, durante la misa, tienen armas. En casa de Sáez, bajo una madera que se levanta, a la derecha de la chimenea, hay tres pistolas, tres Luger. Creemos que serán tres tiradores, les vamos a pillar con las manos en la masa. Por eso, es fundamental que se haga usted a un lado. ¿Qué hacía en casa de Sáez?
– Sospeché -aclaró-. Salía del campo de noche y me pareció raro. Le seguí y vi que se reunía con un montón de gente importante en el pueblo: militares y sobre todo, falangistas. Gente con chófer.
– Bien hecho, pero lo sabemos. Es asunto nuestro. No diga nada. ¿Entendido? Hoy es domingo, el viernes, durante la misa, serán nuestros. Hágase un favor y disimule, disimule. Ah, y deje tranquilo a Baldomero Sáez, no interfiera.
Roberto asintió con la cabeza y dieron por terminada la reunión. Al menos se sintió bien al saber que Baldomero Sáez iba a pagar. Se sentía como un tonto, como el marido que resulta ser el último en enterarse de una infidelidad. Haría bien en licenciarse y dedicarse a estudiar. Aunque, por otra parte, no se le iba de la cabeza el asunto de los comunistas: de rebote, sí, pero él había llegado a sacar una conclusión que no le parecía en nada errónea. La preparación de un atentado explicaba perfectamente las tensiones entre anarquistas y comunistas que tanto le habían intrigado. Entonces reparó en que Tornell no había querido aclararle aquel asunto cuando había preguntado por él. Decía que no tenía importancia. ¿Qué hacía donde los explosivos? ¿Por qué aquellas extrañas frases referentes a la venganza que aparecían en su diario?
Alemán pasó los días siguientes sin saber muy bien a qué atenerse. De un lado, estaba el asunto del asesino. Tornell parecía haberse animado pero por lo que parecía, no hacía avances. De otro, el atentado de los falangistas. Quería ver en qué acababa aquello. Ver caer a Baldomero Sáez, cómo se hundía en el fango. Como mínimo le esperaban muchos años de cárcel por delante, quizá la pena de muerte. Su mente trabajaba, aunque estaba confusa: el diario de Tornell -una traición por su parte-, el asunto de las tensiones surgidas entre comunistas y anarquistas a raíz del asunto de la fuga… y el diario… no quería verlo, era duro de reconocer, pero aquello apuntaba en una sola dirección.
El día 23, miércoles, se supo que los dos anarquistas fugados habían caído, al fin, en un piso franco de Burgos. De aquélla que los fusilaban, seguro. ¿Qué podrían contar? Pensó que habría detenciones en el campo, Perales, el jefe de los anarquistas, Basilio, el huido de Mauthausen… Quizá más.
Decidió esperar, mantenerse expectante y vigilar. Muy atentamente. Venancio seguía con discreción a Tornell, vigilándolo disimuladamente. Roberto comenzó a atar cabos. Faltaban dos días para «el gran acontecimiento» y decidió aguardar para ver caer a Sáez. Por otra parte, el asesino se les había escapado y Tornell volvía a parecer cada vez más distante. Los días de Alemán allí estaban contados. Después del 25 abandonaría el campo, el ejército y se casaría. Estaba decidido. Haría lo posible por ayudar a Tornell, sacarlo de allí, llevarlo a un lugar mejor. Enríquez les haría el favor. Pero entonces todo se precipitó.
Todo comenzó a complicarse el día 24 por la mañana. Aquélla era una jornada especial, Nochebuena, y todos se sentían imbuidos por la bondad, la ilusión y, por qué no decirlo, las mejoras en las comidas y los días de descanso que deparaba la Navidad. Cebrián, el administrativo del Opus, recibió una orden del nuevo director, que avisara a Juan Antonio Tornell para no sé qué asunto de unos papeles. Envió a un preso para hacerle llegar el mensaje y en apenas un cuarto de hora se presentó en las oficinas. Cebrián autorizó al recién llegado a entrar en el despacho del director tal como éste había ordenado. Tras cerrarse la puerta, le pareció que el rector del campo levantaba la voz. Al rato se asomó y le ordenó que avisara al capitán Alemán. Este no tardó en llegar. Entró en el despacho y de inmediato también se le escuchó gritar. No es que Cebrián fuera un cotilla, pero la potente voz del capitán le puso sobre la pista del asunto, estaban ordenando al preso que retomara su puesto de cartero y éste se negaba rotundamente. Al parecer, don Roberto dejaba el campo y quería que su amigo quedara en un puesto relativamente cómodo allí. Al final le dijeron que era una orden y que no tenía otra posibilidad. Entonces, se abrió la puerta y vio que Tornell salía con aire malhumorado. Al fondo, tras la puerta entreabierta, se adivinaba al capitán y al director charlando amigablemente mientras asentían. Cebrián, refugiado en la religión, admiraba a Tornell pues gracias a él había hallado el buen camino. Se sintió obligado a decirle algo.
– Don Juan Antonio…
– Apéeme el don, Cebrián.
Cebrián, aunque el otro ya le había insistido en encuentros anteriores, no podía tutearle.
– … es usted un gran hombre, no se castigue. Siga de cartero, todos le respetan, usted les lee las cartas, hace bien su trabajo y es menos duro que trabajar en el tajo. Es por su bien.
– No me lo merezco.
– ¿Cómo que no se lo merece? Ha ayudado usted a mucha gente, cuando era policía y ahora. Míreme usted a mí. Gracias a usted soy un hombre nuevo.
– Le detuve, Cebrián, ¿recuerda?
– Sí, de acuerdo, pero me lo merecía. Yo era un estafador, un mentiroso y ahora… he descubierto a Dios y a la Obra. Y todo gracias a usted.
– No termino de verlo claro. Fue usted a la cárcel por mi culpa. ¿Qué bien le hice con eso?
– No, no. El culpable era yo.
– Sí, de acuerdo, pero fue a la cárcel al fin y al cabo.
– Reconozco, don Juan Antonio, que fue duro al principio, pero luego hallé el camino. A veces hay que caer hasta lo más bajo, convivir con escoria, con los peores criminales para luego ascender de nuevo y retomar el vuelo.
– Usted mismo lo dice, convivió con los peores criminales por mi culpa.
Cebrián sonrió al recordar.
– Sí -aceptó-. Ya le digo que no fue fácil, sobre todo en mis primeros tiempos en la Modelo. Recuerdo que me pusieron de compañero a un tipo insufrible. Venía del penal del Puerto de Santa María. Le odiaba no sabe usted cómo.
– ¿A quién, a mí?
– Sí, usted le cazó como a un ratón: Huberto Rullán, alias Paco el Cristo, había presos que le conocían como el Rasputín.
– ¡Vaya! ¡Qué casualidades! Sí, sí, yo lo detuve, el famoso degollador del puerto. Un mal bicho. ¡Menudo caso! Un tipo peligrosísimo.
– ¡Y listo! Muy listo. Vivía sólo para vengarse de usted. Era insoportable, por las noches, me refiero. No se hace usted una idea. ¡Qué cerdo! No he visto cosa igual. Un tipo apestoso. Gordo, gordo. Con ese pelo largo y esa barba que le llegaba al pecho. Un nido de piojos. Por la noche no había quien durmiera, tenía una rata en una caja a la que cuidaba como si fuera una mascota, ¡qué digo mascota! Como a un hijo. El animal se pasaba todas las noches haciendo ruidos, roía, se movía, era insoportable, además de poco higiénico, claro.
Tornell quedó paralizado frente a Cebrián, como pasmado, mirándole con la boca abierta. Al fin habló:
– Repita eso, Cebrián -dijo señalándole con el dedo. Parecía como ido.
– ¿El qué?
– Repita, repita.
– Pero… ¿qué?
– Eso que ha contado, lo de la mascota.
– Que era un tío asqueroso, un marrano. Insoportable. Tenía una rata en una caja y era repugnante, enfermizo. Yo me lo tomaba como un sacrificio que ofrecer al Señor. Nadie quería dormir con él.
– ¿Se da cuenta? ¡Tenía una rata! ¡Una rata como mascota! ¡El degollador del puerto!
– Sí, eso he dicho -repuso Cebrián.
Entonces, Tornell quedó de nuevo mirando al infinito, como el que piensa en algo importante, como si estuviera haciendo una suma compleja. Parecía pensar.
– Lo tenemos… lo tenemos -farfullaba como un loco-. Es fácil, pero claro, hay que hacerlo bien.
Salió corriendo hacia el despacho.
– ¡Alemán! ¡Alemán! -gritaba fuera de sí-. ¡Ven aquí, ven!
El capitán y el director se personaron en la oficina. Lo miraban como si hubiera perdido definitivamente la cabeza. Tornell se puso blanco como la cera. Sufría una gran impresión, de eso no había duda. Por un momento hizo ademán incluso de desplomarse. Era presa de una gran agitación.
– ¡Agua, rápido! -dijo el capitán Alemán.
Le dieron un vaso de agua y pareció recuperarse. Entonces miró hacia Cebrián.
– Repita eso -le dijo de nuevo.
O estaba loco o era un pesado.
– ¿El qué? -Su caridad cristiana comenzaba a agotarse.
– Lo que me ha contado de su celda, de Paco el Cristo, el degollador del puerto…
– ¿Cómo? -dijo Alemán.
– Espera -repuso Tornell alzando la mano derecha-. Siga Cebrián.
– …yo… pues eso, decía que… Que era insoportable dormir con él, porque tenía una mascota, una rata que se pasaba la noche royendo cosas, moviéndose, se comía hasta la caja.
– Voilà!-gritó el antiguo policía.
– No sé qué me dices, Tornell -contestó Alemán.
– Tenemos al asesino. ¡Lo tenemos! Lo conozco. Sé quién es. Debió de cambiar de identidad durante la guerra. Claro, al principio de la misma abrimos las cárceles y salieron los presos políticos y los otros, los comunes. Ahí volvió a la calle. Con un nombre nuevo, claro.
– Pero ¿quién? -preguntó el capitán, que comenzaba a enfadarse.
– Lo veo claro, era de Don Benito. ¡Don Benito! Por eso lo mató. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Cuando se produjo el desenlace, Tornell se comportó como un auténtico loco, pero un loco que sabía lo que se hacía. Alemán, pese a que tenía sus dudas, hizo lo que su amigo ordenaba, por lo que, siguiendo sus instrucciones, fue a buscar a dos guardias civiles y se dirigió hacia la cripta. Mientras tanto, el policía dijo que volvería en un momento pues tenía que ir a «hacer unas preguntas». Tornell insistió mucho en que Alemán llevara su arma, ya que el asesino, como sabían, era un tipo muy peligroso. Roberto llegó con los «civiles» a la explanada frente a la cripta donde se había citado con su amigo el policía. Dio órdenes expresas de que se le obedeciera en todo, aunque hubo un momento en que su comportamiento llegó a parecerle el de un auténtico lunático. Pensó que incluso podía haber perdido la cabeza. Al fin apareció por allí, muy alterado:
– Vamos -dijo echando a caminar muy resuelto-.Ya lo he localizado. Está aliviándose.
Y les guió hacia unos pinos inmensos dando un enorme rodeo.
– No hagan ruido -insistió-, y al menor movimiento, le disparan.
Llegaron bajo aquellos árboles donde tres presos, bastante separados, hacían sus necesidades en cuclillas. Hedía. Uno de ellos terminó, y tras limpiarse con una piedra, se levantó y se fue. Quedaban dos.
Tornell señaló a uno de ellos, el de la izquierda. Pese a estar acuclillado se adivinaba que era hombre de gran altura. Su cráneo rapado mostraba una pequeña cicatriz en la coronilla, como de una pedrada. Estaba muy delgado, como todos los penados. Juan Antonio hizo una señal explícita para que le apuntaran con las armas y le pidió las esposas a uno de los guardias. Lo hizo por gestos, sin hablar para no levantar la presa. Se movía con muchísima cautela. Era evidente que sabía desde el principio lo que iba a hacer, no en vano aquél era su trabajo. Se acercó sin hacer ruido. Cuando el sospechoso echó una mano hacia atrás para limpiarse con un canto, Tornell, rápido como un rayo, se la esposó.
– Pero… ¿qué…? -dijo el otro a la vez que se giraba.
Tornell ya le había esposado la otra mano y, aprovechando que estaba medio agachado, le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás de forma cómica dejándolo sin sentido.
– ¡Huberto Rullán, quedas detenido por asesinato! -exclamó triunfal el antiguo policía.
Cuando David el Rata volvió en sí ya lo tenían esposado a una silla. Apenas si podía moverse. Los miró a todos con un odio asesino. Sobre todo a Tornell.
– ¡Tú! -exclamó amenazante nada más verle. Tenía la nariz rota por la patada, así que Alemán le soltó un guantazo que le hizo caer hacia atrás con silla y todo. Gritó de dolor.
– ¡Tonterías las justas! -le gritó.
No quería olvidar que aquel degenerado había matado a tres hombres y a un niño. Le daba asco. A Alemán y Tornell les acompañaban el director de la prisión, el general Enríquez, el capitán morfinómano y dos números de la Guardia Civil. Los agentes levantaron al preso a duras penas. Lloraba.
– Estás acabado -dijo Alemán-.Te fusilan. Pronto. Confiesa.
Aquel tipo miró de nuevo a Roberto con el rostro lleno de odio, por lo que éste dio un paso hacia él. Entonces, el reo bajó la vista y el capitán se contuvo.
– Eres un maldito asesino -le increpó.
Pensaba en los presos que aquella bestia había eliminado y le costaba contenerse.
Su suegro, algo confuso, tomó la palabra:
– ¿Podría alguien contarme de qué estamos hablando?
Alemán miró a Tornell, como pidiéndole que les contara.
Este dio un paso al frente y dijo:
– Este pájaro es Huberto Rullán, conocido en los ambiente más sórdidos de Barcelona como Paco el Cristo o Rasputín. Su detención me hizo famoso. Mataba prostitutas y logró atemorizar a la ciudad entera. La prensa llegó a bautizarlo como el degollador del puerto. Lo cacé con un señuelo.
– ¡Cobarde! ¡Miserable! -exclamó aquel tipo, flaco, demacrado, con la cara arrugada por el rencor.
Uno de los guardias civiles le dio un culatazo en las costillas que le dejó sin resuello y tuvo que callarse. Alemán se acercó a él y le dijo en voz baja:
– Si vuelves a interrumpir o no colaboras, te entrego de inmediato a la Guardia Civil, salgo del cuartelillo y te aseguro que te harán arrepentirte de haber nacido, ¿entendido? Estás perdido y lo sabes, te acabarán fusilando por esto, así que ahórrate al menos sufrimientos y canta.
El asesino asintió. No tenía opción.
– ¿Qué? -gritó el capitán.
– Sí, señor -musitó aquella bestia bajando de nuevo la vista al ver que uno de los guardias civiles levantaba el fusco mostrándole de nuevo la culata.
Alemán miró a Tornell como cediéndole el testigo.
– Le cayó perpetua por aquello -dijo el policía.
– Pero… -apuntó Enríquez-… No entiendo, si le cayó la perpetua, ¿qué hace aquí?
Tornell señaló al reo para que hablara.
– La guerra -aclaró Rullán-. Cuando estalló, en el lado republicano se abrieron las cárceles y salí libre. Me sumé a un grupo de anarquistas, los capacuras, y tras dar su merecido a algunos señoritos me fui p'al frente de Aragón.
– Sigue -ordenó Alemán.
– Allí me fue bien. Sé matar y aquello era una guerra. He luchado en Belchite, en Madrid, en la batalla del Ebro… Fue la última en que participé. Cuando vi que nos copaban comprendí que caía prisionero y que mi pasado me podía traer problemas, así que le quité los documentos a un muerto, un compañero, y me hice pasar por él: David Contreras, de Don Benito. Una nueva identidad con la que sobrevivir. Mi idea era salir de España el día en que quedara libre.
– Por eso murió Carlitos. Era de Don Benito -dijo Tornell.
El reo asintió y el antiguo policía siguió hablando.
– Carlitos era de Don Benito y el crío andaba deprimido. Yo le dije que aquí, el supuesto David, era de su mismo pueblo. Pensé que cuando hablara con alguien de su localidad se sentiría mejor, más animado. Tardó varios días en poder verlo, porque el Rata estaba en un pelotón desbrozando cortafuegos fuera del campo, pero al final se vieron, ¿verdad?
El preso volvió a asentir, esta vez, con los ojos cerrados. Tornell continuó hablando:
– Yo le dije al crío, «¿has hablado con el Rata?» y me contestó, «sí, ya te contaré», lo dijo así, con retintín. Supongo que el pobre crío descubrió que no eras de su pueblo. ¿No es así?
– Sí -dijo Rullán-. En cuanto hablamos me preguntó, intenté escabullirme pero enseguida notó que yo no era de allí. Que mentía. No conocía ninguna de las familias ni los lugares de los que él me hablaba. Supe que estaba en peligro. Tornell estaba aquí. Él me metió en la cárcel. Cuando lo vi llegar me supe descubierto, pero no, milagrosamente no me reconoció, yo tenía un nombre falso y estaba irreconocible. De tener el pelo y barba muy largos y pesar más de cien kilos había pasado a ser un fantasma delgado, raquítico, con el cráneo rapado. Tuve suerte de que Tornell no pudiera recordar quién era por mi aspecto actual, pero llegó a decirme que le sonaba mi cara. Por un momento me asustó. Entonces apareció ese maldito entrometido, ese crío, Abenza. Supe que estaba en peligro. Tornell es muy listo y si el crío le iba con el cuento estaba perdido. Si averiguaban quién era de verdad era hombre muerto. Tuve que matarlo.
El antiguo policía tomó de nuevo la palabra:
– Sobornó a Higinio con dos ampollas de morfina que le consiguió el Julián para que falsificara el recuento y simuló una fuga.
– Sí, le dije a Higinio que estaba ayudando al chaval a escapar. Que necesitaba unas horas de margen. Pero luego, usted… tú, maldito… -Alemán hizo ademán de acercarse y suavizó el tono-… comenzaste a investigar con el capitán, y claro, todo el mundo comenzó a murmurar que aquello era un asesinato.
»Higinio vino a verme, me hizo muchas preguntas. Entonces ustedes le presionaron y me dijo que iba a cantar. Lo cité en el barracón y lo liquidé. En ese momento llegó Tornell, le ataqué y no me vería así si no llega a ser porque llegó el capitán. Casi me da un tiro porque lo intenté descalabrar. Apenas pudo verme. La cosa se puso fea. Todo se me complicaba, nunca fue mi intención matar a nadie. Ahora había atacado a un oficial. Yo había obligado a Higinio a firmar una nota acusando al jefe de los anarquistas. Intenté desviar la atención por esa vía, además, no había sobornado a Higinio con ningún frasco de morfina, listillos. Falsificó el recuento por una simple hogaza de pan. El Julián, mi amigo, había robado unas ampollas de morfina y le pedí dos. Las puse en la caja de Higinio para despistar, así pensarían que el asesino estaba implicado en algún tejemaneje de drogas, supe que pensarían incluso en… -Levantó la vista hacia el capitán de la Guardia Civil pero no se atrevió a decir que era morfinómano.
– Entonces nosotros fuimos a por el Julián -dijo Alemán-.Y le presionamos.
– Sentí tener que matarle. Era un amigo… un alma Cándida… pero… comenzó a hacerme preguntas también. Me hubiera delatado. Era o él o yo -repuso con una frialdad inquietante-. ¿Cómo me descubriste, Tornell? Necesito saberlo.
Tornell hizo una pausa antes de hablar, tomó aire y dijo:
– Fue muy fácil, pero debido a una casualidad. Te llamaban David el Rata porque era insoportable convivir contigo por esa mascota que te gusta cuidar. El oficinista, Cebrián, me dijo que compartió celda en la Modelo con Rullán y que era insoportable estar junto a él, apenas podía dormir por los ruidos que hacía un roedor que guardaba en una caja, una rata asquerosa. Enseguida hice la conexión. Se suponía que David el Rata era de Don Benito. Rullán de Barcelona. Pensé en ti, con muchos kilos más. Recordé la herida de Higinio, la del cuello, un trabajo similar a algo que había visto antes, un zurdo, el degollador del puerto. Ahora estabas más flaco, claro, sin barba, pero los ojos… Tu cara me había resultado familiar cuando llegué, lógicamente estabas muy cambiado por el hambre. Todo encajaba. Pero… ¿Por qué mastate al crío? A Raúl.
– Me escuchó hablando con Higinio, estábamos en plena discusión, «voy a contarlo todo», me gritaba cuando ese niñato pasaba junto a nosotros. Se paró y nos miró, lo había escuchado, claro.
– Has matado a gente inocente -dijo Alemán.
Rullán, esposado, se pasó las manos por el cráneo rapado.
– Que le lleven al juzgado -dijo el general Enríquez-. Quiero cuatro tíos con él, constantemente. Irá siempre esposado de manos y pies, incluso dentro de la celda. Hasta que lo fusilen.
Alemán observó que Huberto Rullán hipaba como un niño. Juan Antonio y él se abrazaron. Al fin. Misión cumplida.
Todo terminó el día de Nochebuena, tras el éxito que habían obtenido los dos amigos deteniendo al asesino. Alemán llegó al barracón de los presos justo cuando todos salían para la Misa de Gallo. Una misa de obligada asistencia para que los presos tuvieran derecho a una buena comida al día siguiente, Navidad. Entró y sorprendió a Tornell a solas, escribiendo en su diario. Al verle entrar se sobresaltó y lo cerró de golpe. Alemán le arrojó una pequeña maleta de cartón y el preso le miró perplejo.
– ¿Qué es esto?
– Empaqueta lo que puedas. Te vas.
– ¿Me voy? ¿Adónde?
– Te vas de aquí, sales de España.
– ¿Cómo?
– No hay tiempo, escucha -dijo-. Lo tengo todo preparado. Venancio te espera en mi coche. Te llevará a la frontera con Portugal.
– Pero…
– No te preocupes -repuso el capitán tendiéndole un pasaporte que abrió al instante. Era importante hacerlo todo muy rápido, que el preso no pensara.
– Es tuyo.
– Sí, pero lleva tu foto, la tomé de tu ficha. Ahí tienes dinero y un pasaje para un barco que sale de Lisboa hacia Nueva York mañana a la noche.
– Roberto…
– No hay tiempo, empaqueta tus cosas. Aprovecharemos que todos están en la Misa de Gallo. Date prisa. Tienes que presentarte en la misma. Yo te llamaré discretamente. Está todo listo. Si te preguntan por qué sales de la misa di que tienes un apretón. Ahora, deja la maleta aquí, bajo el catre.
Esperó a que Tornell guardara sus escasas pertenencias en la maleta y se hizo el despistado cuando le vio coger algo de debajo de la almohada. Salieron.
– Ve a la misa. Yo voy a por Venancio.
– Pero… no entiendo, esto…
– ¡Ve! Ya te estarán echando de menos. ¡Corre!
Alemán no le dio opción a que pensara ni a que valorara los riesgos. Si quería que la fuga de su amigo tuviera éxito había de hacerse así, nadie debía saber nada, sólo él mismo y hasta el último momento. Avisó a su antiguo ordenanza y colocaron el coche junto a su casita. Entonces acudió a por Tornell donde se celebraba la misa y le avisó discretamente pero asegurándose de que les veían.
– Vamos, el tiempo apremia -le dijo echando a andar.
– Pero, Roberto, no entiendo…
– No hay nada que entender. Lo tengo todo pensado.
Entraron en el barracón.
– La maleta -le ordenó.
El preso se agachó a cogerla, y disimuladamente, deslizó algo bajo el catre.
– Vamos, rápido -le apremió Alemán.
– Roberto, ¿qué hacemos? ¿Te has vuelto loco? No entiendo…
– Sígueme.
Llegaron a casa de Alemán. Entraron. Venancio esperaba fuera con el coche en marcha. Roberto sabía que tenía que actuar rápido, no dejarle tiempo para pensar. Tomó un cenicero de la mesa y le dijo:
– Dame en la cabeza.
– ¿Cómo?
– No entiendes. Me golpearás, robarás mi pasaporte y te fugarás campo a través.
– Pero ¿el coche?
– Saldrás de aquí en el coche, en el maletero. Pero ellos pensarán que vas por esos montes de Dios, andando. Mañana a estas horas estarás en Portugal. Cuando llegues a Nueva York di que eres un refugiado político republicano, no habrá problema.
Tornell se quedó quieto, mirándole. De nuevo. No podía esperar algo así: la libertad en un momento, ni el mejor de sus sueños.
– Roberto…
Alemán le dio la espalda.
– Dale.
Nada.
– ¡Dale, hostias! ¡Fuerte!
Un golpe. Sintió un dolor insoportable.
– ¡Más fuerte, joder!
Sintió un nuevo impacto en la cabeza y quedó algo aturdido.
– ¿Hay sangre? -preguntó.
– Sí.
– Perfecto. -Alemán notó que el cuello cabelludo se le humedecía-. Mañana por la mañana saldré así de mi casa. Diré que vinimos aquí a hablar de un asunto relacionado con el caso y que me atacaste dejándome inconsciente toda la noche. Ganarás unas horas cruciales para escapar; además, ya te he dicho que creerán que vas a pie y te buscarán por aquí, campo a través.
Juan Antonio Tornell le miraba con la boca abierta. No podía creer lo que estaba pasando. Alemán se había vuelto loco. Sonó un claxon.
Roberto le abrazó y le obligó, entre empujones, a salir rápidamente. Sin más explicaciones. Venancio mantenía abierto el maletero y lo cerró en cuanto Tornell estuvo dentro. Nadie les vio. El coche arrancó rápidamente sin que el pobre Tornell tuviera una idea exacta de qué le estaba ocurriendo.
Alemán reparó en que no tenía tiempo, no había podido despedirse como Dios manda pero ya pensaría luego en aquello. Se sujetó un pañuelo junto a la herida y salió a toda prisa. Todo el mundo estaba en misa, en el pabellón que hacía las veces de comedor. Corrió hacia la cripta. Al día siguiente llegaba el Caudillo. Se paró justo en la entrada. Llevaba una pequeña pala y una linterna. La tierra estaba removida, justo en el suelo, junto a la pared. Tenía que darse prisa, mucha prisa. Al fin halló lo que buscaba, a no demasiada profundidad: una bomba de relojería. Un buen trabajo.
– Maldito hijo de puta -murmuró para sí sonriendo.
El reloj marcaba las nueve y cuarto. La misa del Caudillo era a las nueve de la mañana. Menuda carnicería pretendía provocar. Volando la entrada y con la cantidad de dinamita que había allí, era difícil que nadie saliera con vida. La muerte del Caudillo en la misa del día 25, ¡qué golpe!
Un momento.
Alguien había cortado los cables.
Aquella bomba no podía estallar.
¡Habían cortado los cables!
Un presentimiento le inundó haciéndole sentir una gran alegría. ¿Era posible?
Suspiró aliviado y tras sustraer un barreno, volvió a enterrar aquello.
Corrió hasta la casa del falangista, Baldomero Sáez. Había un cartón en lugar del cristal que él mismo había roto días atrás. Aprovechó el hueco para meter la mano y hacer girar el picaporte. Entró y fue directo hasta la chimenea. Justo a la derecha, en el lugar exacto que le había dicho Fermín. Levantó la alfombra. La tabla suelta.
La sacó de su sitio: un compartimiento, sin armas, con bastante dinero en efectivo. Rápido, rápido. Hizo su trabajo y salió de allí.
Al barracón de Tornell. Rápido, rápido. Quería comprobar una última cosa. No le quedaba tiempo, tenía que encerrarse en casa antes de que todos salieran de la Misa de Gallo, al menos hasta el día siguiente, para dar tiempo suficiente a Tornell. Cuando llegó junto al catre de su amigo sintió que las sienes le iban a estallar.
Sobre la cama, su diario, se lo quedó.
Tenía que comprobar un pequeño detalle, sólo uno, pero era muy importante para él. Se tiró al suelo y echó un vistazo pues quería saber qué había escondido. Allí, de cualquier manera, bajo la cama, había unos alicates.
Unos alicates.
Había cortado los cables de su propia bomba.
– El muy cabrón… -dijo hablando solo.
Su amigo había renunciado a matar a Franco. Y lo había hecho por él.
Don José Manuel Fernández Luna, comandante en jefe del SIAEM, se apuntó un valioso tanto con el Caudillo al abortar el intento de magnicidio gracias a la brillante y exitosa Operación Brutus. El caso había quedado resuelto y los responsables se encontraban a disposición de la justicia. Todos los participantes en la operación iban a ser ascendidos. Como habían averiguado previamente, los sediciosos se proponían atentar contra la figura del Jefe de Estado durante la celebración de la Eucaristía que, a petición del Caudillo, iba a celebrarse durante el día de Navidad y a primera hora de la mañana en la cueva donde se ubicaría en un futuro el mausoleo del llamado Valle de los Caídos. A tal efecto, dispusieron sus efectivos en torno a los que sospechaban iban a ser los tres tiradores que debían llevar a cabo el cobarde atentado. Justo en el momento de la consagración, aprovechando que el Generalísimo se hallaba de rodillas y situado en el altar justo delante de todos los asistentes, uno de ellos, Eleuterio Fernández Vilches, falangista, estudiante de Derecho de diecinueve años, profirió el grito de: «¡Franco, traidor!».
Pensando que aquélla debía de ser la consigna elegida por los conspiradores para iniciar los disparos, siete hombres se lanzaron sobre el susodicho, que fue reducido sin problemas. Era un joven escuchimizado y enfermizo que había intentado sin éxito sacar una pistola de su guerrera. Los otros dos conspiradores, Baldomero Sáez, falangista, destinado en Cuelgamuros y José Antonio Ruipérez, teniente del ejército y miembro también de Falange, fueron reducidos con discreción, pues ni siquiera habían hecho intento de sacar las armas. Era probable que confiaran en que el otro, más joven e ingenuo, llevara a cabo el magnicidio cargando con toda la culpa. De inmediato se procedió a interrogar a los implicados -según procedimiento habitual- y todo fue aclarado. La participación del estudiante, así como su confesión manuscrita, habían quedado suficientemente probadas, pero la participación de los otros dos no quedaba clara, pues sólo se podía demostrar que llevaban armas y no si tenían intención de usarlas. Afortunadamente, habían recibido una nota anónima que les indicaba que excavaran en el suelo, justo en la entrada de la cripta y que registraran la casa de Baldomero Sáez. Allí, en la cueva, hallaron una bomba de relojería programada para explotar a las 9.15 de la mañana, o sea, en plena misa. Afortunadamente los cables -quizá mordidos por los roedores, quizá mal soldados por la impericia de los confabulados- estaban sueltos y el artefacto no pudo hacer explosión. De inmediato se registró de nuevo el domicilio de Baldomero Sáez y, en un compartimiento secreto sito en el suelo de madera, se halló una abundante suma dinero en efectivo y un barreno, cuya numeración coincidía con la serie de los empleados en la bomba.
Cuando se le informó del descubrimiento, Baldomero negó, porfió y acusó a los investigadores de haber colocado el explosivo ellos mismos, pero una vez pasada aquella fase inicial y, muerto de miedo, confesó su participación en el complot. Aunque, eso sí, negaba lo de la bomba, que achacaba a una trampa de sus propios compañeros.
Enfadado con ellos y tras sentirse abandonado delató a todos los participantes, que eran: el propio José Antonio Ruipérez; don Jorge Magano Sáez, comandante de aviación; Lucio Bartolomé, falangista de la centuria Enrique Barco; Laura Alonso, de la Secretaría General de la Sección Femenina; Juan Ramón Gálvez, general de Brigada; Fernando de Redondo de la Secretaría General del Movimiento, y Jesús Callejo Rodríguez, capitán de infantería. Se procedió a llevar a cabo su inmediata detención para ser debidamente interrogados. Otro de los implicados, un fanático falangista de Valladolid, Martín Expósito, se les escapó por muy poco ayudado por un cura amigo suyo, Carlos Canales, que tenía contactos en Sudamérica. El agente del SIAEM Fermín Márquez, alias agente «Patrick Ericsson», infiltrado en el campo durante meses, fue ascendido a teniente y brillantemente condecorado.
TELEGRAMA ENVIADO DESDE NUEVA YORK
Y RECIBIDO POR DON ROBERTO ALEMÁN EL
15 DE ENERO DE 1944
CARTA ENTREGADA EN MANO
A DON ROBERTO ALEMÁN
EL 7 DE OCTUBRE DE 1947
POR DON GILBERTO ASUNCIÓN
Estimado Roberto:
Sé que he tardado mucho tiempo en ponerme en contacto contigo pero sólo quiero que sepas que no fue por desagradecimiento sino todo lo contrario. No quería comprometerte. Espero que recibieras el telegrama en clave que te envié pero no se me ocurrió otra forma de hacerlo pues no me atrevía a ponerme en contacto contigo por temor a perjudicarte. Me imagino que tras mi fuga se produciría la subsiguiente investigación, y aunque sé que estás bien situado, nada me desagradaría más que saber que habías tenido que pagar un alto precio por ayudarme.
Desde que llegué a este país no pasa un día sin que me acuerde de ti y sin que me invada la zozobra por saber si saliste con bien de todo aquello. Ahora sé que sí. Nunca he tenido ni tendré posibilidad de pagar todo lo que hiciste por mí, amigo, y quiero que sepas que siempre, siempre, te estaré agradecido por todo aquello. Me ha costado mucho tiempo hallar a alguien de confianza y que además pueda permitirse el lujo de entrar y salir de España con facilidad. Aquí, los exiliados mantenemos cierto contacto, a veces cenamos o comemos juntos y fue en una de estas reuniones donde conocí a Gilberto. Es un empresario de éxito, que se relaciona bien con el Movimiento pero que, aunque no se significó durante la guerra pues no le agradaban los desórdenes, simpatiza en secreto con la causa de la República. Entablamos una gran amistad y ahora espero te haga llegar esta carta.
La noche en que me comunicaste que me iba, estaba preparando algo. Ahora te lo puedo decir: desde siempre trabajé para el Partido Comunista. Nunca milité. Decidimos hacerlo así desde el principio para que pudiera tener una verdadera piel de espía pues, además, era policía. Ni siquiera durante la guerra me inscribí oficialmente en el Partido aunque siempre desarrollé labores de inteligencia para el mismo. Yo no era el único caso, ya en la década de los treinta el Partido creyó necesario desarrollar una suerte de servicio de inteligencia integrado por gente fiel que fuera infiltrándose en distintos estamentos de la sociedad. Nunca asistíamos a reuniones ni manifestaciones y no podíamos pertenecer a célula alguna. Una idea fantástica. Cuando comencé a trabajar como policía -una sugerencia de mis superiores- comprobé que aquello me gustaba y que, encima, no se me daba mal, por lo que cumplí con mi doble función a la perfección. Luego llegó la guerra y las cosas cambiaron. Caí prisionero, y como sabes, pasé las de Caín. Cuando ya me dejaba morir, abandonado a cualquier atisbo de esperanza, recibí una gran noticia en la prisión: Berruezo, mi compañero de fatigas, me había localizado e iba a hacer lo posible para que un capataz amigo suyo me reclamara para las obras de Cuelgamuros. Yo -ahora lo sabes- durante la guerra me especialicé en el uso de explosivos. El Partido quería matar a Franco y me necesitaban para preparar una bomba. No sé bien cómo me habían localizado por esos campos de concentración en los que malviví pero me llamaban a la acción. Yo era un muerto en vida, pero al tener un objetivo mi perspectiva cambió. Me juramenté para aguantar vivo al precio que fuera y cumplir mi misión aunque me ejecutaran después de conseguir acabar con el Caudillo. Total, ya estaba muerto, ¿qué más me daba aguantar unos meses más y eliminar a ese gusano de esta tierra? Tardaron casi un año en lograr llevarme allí. Lo demás, ya lo sabes, llegué al campo y cumplí mi misión, sobrevivir. Luego fui preparando el golpe. Era fácil, Franco iba mucho por allí y se trabajaba mucho con explosivos. Resultaba relativamente sencillo distraer un barreno por aquí y otro por allá. Tuve cierto contacto con Higinio, que tenía orden -él y otros compañeros del Partido que penaban allí- de suministrarme el material necesario. La operación se supervisaba desde Toulouse. Había que enterrar la bomba a la entrada de la cripta aprovechando las polvaredas que surgían tras «las pegadas», en esos momentos en que ni siquiera los guardias entraban allí, sólo presos, aunque aquello provocara que se los comiera la silicosis. Entonces te conocí a ti y vi tu catarsis. Yo estaba tan lleno de odio como tú, pero comprobé con asombro cómo alguien puede redimirse, volver a la vida tras haber hecho el mal, tras haber sufrido tanto y tanto a manos de otros… fue una valiosa lección. Vi que te conmovías con el relato de mis penurias en aquellos malditos campos y descubrí que un monstruo, un fascista, se portaba bien conmigo. Nos metimos juntos en la resolución de aquel caso de rebote, como quien no quiere la cosa, y algo grande surgió entre nosotros: una gran amistad.
Sentí lo que te hicieron a ti y a tu familia en la checa de Fomento y comprendí que, de haber ganado la guerra, también habríamos fusilado y encarcelado a la gente a millares. No somos tan diferentes. Todos somos monstruos y todos podemos ser bellísimas personas. Así es el ser humano y así son las guerras. El 25 de diciembre de 1943, Franco iba a asistir a una misa en la cripta. Era el momento y lo preparamos todo. Por eso Higinio y los anarquistas tuvieron sus tensiones. Cuando supimos que preparaban una fuga hubo problemas, porque llevábamos meses preparando la bomba a la espera del momento adecuado y un registro, unos interrogatorios, las detenciones, podían dar al traste con el plan. El caso es que el destino quiso que el día 24 resolviéramos nuestro caso, amigo. Te comportaste como un gran detective e incluso me salvaste la vida cuando ese bastardo de Rullán me atacó aquel día en el barracón. Te estaba agradecido y resolver el caso era la forma de demostrarlo. Al día siguiente iba a estallar la bomba eliminando a Franco y, muy posiblemente, a una buena parte del Alto Mando franquista.
Sabía que aquello tiraba por tierra cualquier posibilidad de que rehiciera mi vida con Toté, de que pudiera salir de allí. Me daba igual. Lo tenía decidido desde antes y mi nueva situación personal no iba a cambiar nada. Y no, no pienses que lo hacía por disciplina, por fidelidad al Partido o por idealismo -a estas alturas ya no creo en nada-, sino porque quería vengarme y llevarme por delante al tipo que tanto daño nos había hecho. Sabía que yo, el asesino, era hombre muerto. En cuanto muriera el dictador comenzarían los interrogatorios y me cazarían como a un conejo. Me daba igual. Había llegado allí con una misión e iba a cumplirla. Entonces, aquella noche, cuando ya tenía enterrada la bomba, apareciste tú y me dijiste que me iba. La cabeza me iba a estallar. La bomba estaba colocada y preparada para explotar a las nueve y cuarto del día siguiente. Si el artefacto estallaba y yo conseguía fugarme como tú me planteabas, habría cumplido mi misión con más éxito del que nunca había soñado.
Pero pensé en algo… Si la bomba estallaba y yo escapaba casi en el mismo momento no tardarían en atar cabos, no se pararían ante nada, te descubrirían, te torturarían. Probablemente el propio Venancio se vería obligado a confesar que la noche anterior había ayudado a escapar a un preso. El asunto era grave, un atentado contra el dictador. Eras hombre muerto. Entonces, no sé bien por qué, tomé los alicates con disimulo y mientras preparabas el coche pasé por la cripta y corté los cables de la bomba.
Corté los cables, sí.
Espero que nadie lo sepa nunca. Me avergüenza decirlo pero yo, que pude matar a Franco, dejé de hacerlo por un amigo. ¡Qué idiota! ¿No?
Yo pude matar a Franco.
¿Podía condenar al hombre, a un amigo, que me estaba dando la posibilidad de escapar del infierno y empezar una nueva vida? Estaba en mi mano que murierais los dos o vivierais ambos. Sopesé las dos vidas, la suya, la tuya. La vida de Franco y la vida de Alemán.
¿Cuál valía más para mí?
No había duda.
¿Y quieres saber algo, amigo?
No me arrepiento.
PD: Escríbeme y hazme saber cómo estás. Dale la carta a Gilberto.
PDII: Toté trabaja en una oficina y yo en un café. Tengo un hijo, se llama Roberto.
Recibe un abrazo de tu amigo, Juan Antonio Tornell
TELEGRAMA ENVIADO DESDE MADRID Y RECIBIDO
POR DON JUAN ANTONIO TORNELL EN NUEVA YORK
EL 10 DE OCTUBRE DE 1947