Andrés Pérez Domínguez
El Violinista De Mauthausen

«Dejó su habitación, su casa segura, en la que había nacido, y probablemente al salir al portal lo estremeció el pensamiento de que no volvería, y cuando regresó, tres años más tarde, flaco como un espectro, sobrevivido del infierno, debió de sentir que en realidad estaba muerto, que era el fantasma de sí mismo el que volvía a la casa intocada, al portal idéntico, a la habitación ahora extraña en la que nada había cambiado durante su ausencia, en la que ningún cambio visible se habría producido si él hubiera muerto, si no hubiera escapado del lodazal de cadáveres del campo de exterminio».


Cuando Rubén castro llega a parís ya está muerto, pero aún no sabe que habrá de morir otra vez, y que la segunda muerte le causará tanto dolor como la primera, pero que, al contrario que aquella, en la que sentía que la vida se le escapaba despacio, como las gotas que se van evaporando de una botella vacía, esta vez será como un latigazo, una descarga eléctrica en forma de noticia que los viejos conocidos se resistirán al principio a darle, no tanto porque querrán ahorrarle nuevos sufrimientos sino porque quizá también a ellos también les disgustará hablar de Anna. Pero es otra muerte, al cabo, aunque distinta de aquella a la que lo habían sometido los guardias del campo durante cuatro años, cinco meses y seis días. Mil seiscientos dieciocho en total, porque el 44 había sido un año bisiesto, y Rubén había contado los días uno a uno con la obstinación de quien todavía es capaz de albergar alguna esperanza a pesar de tantas penas, a pesar del calor agobiante del verano y del frío insoportable del invierno, a pesar de las palizas y de los castigos, y de los compañeros que desaparecían como si alguien tachase los nombres de una lista o hiciera cruces sobre las caras de una fotografía colectiva. Muertos casi todos menos él Y unos cuantos, que también estaban muertos pero todavía eran capaces de mantenerse en pie cuando llegaron los soldados que los liberaron.

Sin embargo, París no parece haber cambiado, como si ni el tiempo ni la invasión ni la guerra pudieran alterar la ciudad, que presenta una imagen idéntica a la que recuerda de cuando llegó por primera vez, en la primavera de 1937, después de que los contactos de su familia consiguieran salvarlo de la cárcel, o algo peor, en España. La ciudad es la misma de siempre, piensa Rubén cuando vuelve. Un rictus inmutable, una sonrisa quizá, le gustaría pensar, que ni las guerras ni la ocupación han podido trastocar. Es igual que como la recuerda. Al final de la primavera de 1940 París había soportado con parsimonia al invicto ejército alemán desfilando por los Campos Elíseos. Inmutable. y para el invierno él ya no estaba allí, sino dando tumbos por el corazón de Europa junto a miles de prisioneros que eran trasladados de un campo a otro, como si fuera complicado encontrarles un acomodo definitivo.

A Rubén le hubiera gustado estar en París para ver entrar a los republicanos españoles del general Leclerc, aplaudir al ver arriarse las banderas con las cruces gamadas. Pero no pudo ser. Ni siquiera se enteró de que sucedió hasta mucho después: donde estaba entonces, las noticias nunca llegaban o arribaban demasiado tarde.

Apenas cinco meses han pasado desde que el campo ha sido liberado y ya está de nuevo en París. Ha venido sin prisas, desde la estación de metro de la plaza de la Bastilla, con la vieja maleta que apenas contiene nada, para adentrarse en el bulevar Beaumarchais, como si en realidad no tuviera ninguna gana de acabar su viaje o como si no confiase demasiado en las energías que le quedan para llegar a donde va si camina deprisa. Han pasado casi cinco años desde que se fue de París y el único contacto que ha podido mantener con Anna han sido tres cartas enviadas por él de no más de veinticinco palabras que nunca recibieron respuesta. Nunca supo si ella llegó a leer las misivas que entregó a la Cruz Roja. Cinco años es mucho tiempo. Demasiado. Ha estado fuera cinco veces más tiempo del que habían pasado juntos. Puede encontrarse cualquier cosa. Lo sabe. Puede incluso no encontrar nada.

Al cabo de un rato, vuelve despacio por el bulevar, atraviesa la plaza y emboca la rue Lappe. No pasa ningún coche, pero Rubén Castro mira con cuidado a un lado y a otro antes de cruzar. No es más que una estratagema absurda, casi un gesto pueril para espantar los minutos en vano, como si eso fuera posible. Cruza la calle y, antes de traspasar el umbral, se detiene un instante frente al escaparate de una panadería que le sirve como espejo. Se ha recuperado un poco durante las últimas semanas, pero aún pesa casi veinte kilos menos que cuando la Gestapo vino a buscarlo al piso de esta misma calle. Se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz, sus primeras gafas que no tienen los cristales rotos ni están torcidas, unas gafas gracias a las que el mundo que lo rodea ya no es una mancha borrosa y confusa, y piensa que si tiene que quitarse el sombrero para saludar a alguien dejará al descubierto unas entradas mucho más profundas de las que tenía antes de que lo obligasen a dejar París. El pelo que le queda se le ha vuelto gris, casi blanco ya a pesar de ser todavía un hombre joven, y ha perdido la espesura de antes. Le faltan varios dientes, y aunque las magras raciones de comida con las que lo mal alimentaban en el campo -sopa aguada dos veces al día, un trozo ridículo de algo que pretendía pasar por chorizo y un pedazo de pan duro por la noche- han quedado atrás, la piel aún se le pega a los pómulos con la misma insolencia pertinaz que a los que se van a morir. Pero, qué soy yo sino un moribundo, se pregunta, ajustándose el sombrero, dando un leve tirón al nudo de la corbata antes de atravesar la puerta del edificio donde había vivido con Anna. Qué soy yo sino un cadáver al que, por alguna razón, se le ha concedido una prórroga de vida cuyo merecimiento es imposible comprender, por más que he pensado en ello desde que los soldados del séptimo ejército norteamericano liberaron el campo.

En el zaguán se detiene. Cierra los ojos y aspira el aroma que ahora vuelve a ser familiar: la humedad, la madera vieja del pasamanos de las escaleras. Los desconchados de la pared se han hecho más grandes durante el tiempo que él ha estado ausente sin que nadie se haya preocupado de darle una mano de pintura. Él mismo se ofrecería, se dice, más para convencerse a sí mismo de que puede quedarse allí que porque de verdad esté dispuesto a ello o sepa cómo arreglar la pared. Pero ha aprendido a hacer muchas cosas desde que se lo llevaron, y por un momento le gusta imaginarse arreglando la entrada del bloque, ser otra vez un vecino más, un ciudadano anónimo que se ha integrado lo mejor que ha podido en una ciudad como París.

Es un edificio pequeño, un solo piso por planta, sin ascensor. Anna y él vivían en el tercero. Sube despacio. Esa escalera es el último tramo de un viaje de ida y vuelta que había empezado un lustro atrás. Entonces ella se había quedado en el piso, mirándolo preocupada después de que los hombres que habían venido a detenerlo le hubieran permitido al menos darle un abrazo para despedirse. Apenas se llevó nada personal con él, solo una foto de Anna y otra de su madre que siempre guardaba en la cartera, porque habría querido pensar que volvería al cabo de un rato. Volver y tumbarse en la cama junto a ella, descansar el resto del domingo para levantarse temprano el lunes y salir los dos para trabajar, él en el instituto donde enseñaba latín, y ella en la academia donde daba clases de alemán. Por curiosidad hacia un idioma extranjero, por interés académico o profesional, o quizá porque había muchos franceses que, a pesar de todo, pensaban que no sería mala idea ir familiarizándose con la lengua de Goethe, a Anna no le faltaba nunca el trabajo, porque en la academia no dejaban de matricularse alumnos.

Tal vez porque ella les habló en un perfecto alemán, los hombres de la Gestapo se mostraron amables con él. No les dieron explicaciones, pero tampoco se comportaron con brusquedad. Anna quiso acompañarlo, pero Rubén la detuvo con un gesto. Sabía también que no la dejarían, que la amabilidad desaparecería enseguida, como si no hubiera sido otra cosa que un espejismo, que acaso lo era, y que con malos modos el momento sería mucho más desagradable, que al final acabarían llevándoselo igualmente, tal vez también a ella si conseguía que aquellos hombres que habían venido a detenerlo se enfadasen. Pero si no ha hecho nada, protestó Anna, en alemán, y de los dos hombres que habían venido a detenerlo, el que estaba al mando la miró y sonrió como quien sonríe a un niño pequeño al que no necesita dar explicaciones porque no las va a comprender o, simplemente, porque no quiere. Fue ese el momento en que Rubén pensó que los modales de pronto se volverían bruscos y que tal vez se la llevarían a ella también, pero le cogió la cara a Anna, su mujer, porque llevaban casi un año viviendo juntos aunque todavía no se habían casado. Habían resuelto hacerlo cuando los alemanes se fueran de París. Entonces, tan ingenuos, todavía se atrevían a pensar que los mismos franceses no tardarían en echarlos.

Ella rindió la mejilla en su mano, le besó la palma. Volveré para cenar, le dijo Rubén, en español, no tanto porque fuera el idioma en el que se había expresado siempre, el idioma en el que se sentía más cómodo, sino porque pensaba que ninguno de los hombres de la Gestapo que esperaban para llevárselo, a pesar de la educación que aparentaban, no hubieran podido reprimir una carcajada al escucharlo decir aquellas palabras con la convicción de quien es capaz de adivinar el futuro.

Aún no sabía Rubén, pero lo comprendería más adelante, que había hombres que podían mostrarse muy educados y al mismo tiempo empuñar una pistola y ponértela en la sien y dispararte, ir a misa el domingo con la familia y el lunes por la mañana firmar la orden de gasear a toda una nueva remesa de prisioneros recién llegados, ponérsele los vellos de punta o saltárseles las lágrimas al escuchar a Mozart y luego dar una patada a un preso que ya no tiene fuerzas ni para andar y arrojarlo al fondo de la cantera desde la que ha estado todo el día acarreando piedras.

Pero cuando los hombres de la Gestapo se lo llevaron, eso aún no lo sabía Rubén Castro. Sonrió a Anna al retirar la palma de la mano de su mejilla y dibujó un amago de beso con los labios, un gesto que solo pudo ver ella, porque los hombres que habían venido a llevárselo le daban la espalda. Aquella fue la última vez que la vio. No sonrió Anna. No dijo nada. No hizo ningún aspaviento. Ningún gesto. Era rabia contenida lo que Rubén le adivinaba. Esperaba que no dijera nada, que fuera capaz de contenerse al menos para que al final los hombres de la Gestapo no decidieran llevársela también con ellos, porque una de las formas más perversas que tiene el mal de mostrarse -y Rubén lo aprenderá en los próximos años es mediante la arbitrariedad, la capacidad de decidir sobre los demás por puro capricho, como si los hombres que mandaban en el campo fueran una especie de dioses menores que podían mover unas figuras de barro a su antojo, cogerlas y apretarlas con las manos hasta deshacerlas en granos de arena si les apetecía.

No respiró tranquilo Rubén cuando la puerta del piso se cerró tras ellos ni cuando bajaron las escaleras. Ni siquiera en la calle estuvo seguro de que Anna no abriría la ventana y se pondría a gritar para insultarlos hasta que subieran para llevársela también. No fue hasta que el coche arrancó y dobló la esquina cuando pensó que ella se había librado de ser detenida. Sentado en la parte de atrás del Citroën negro de la Gestapo suspiró, cerró los ojos un instante, pero el alivio solo le duró el tiempo que tardó en volver a abrirlos y enseguida se transformó en miedo. El miedo era, después de todo, una sensación familiar: Rubén Castro nunca había sido un hombre valiente.

No es lo mismo que le afecta ahora, al subir las escaleras, pero también es miedo. Le tiemblan las piernas cuando llega al tercer piso. Se queda un instante muy largo anclado delante de la puerta, deja la maleta en el suelo, se asoma al rellano por si ve a algún vecino al que poder preguntar por Anna antes de llamar. Pero no hay nadie. El edificio parece una de esas mansiones de fantasmas de las novelas, un lugar abandonado en el que hace mucho que no vive nadie. De repente se le ocurre que la posibilidad de no encontrarse a nadie no es ni mucho menos remota. Rubén recuerda que, cuando vivía allí con Anna, pagaban el alquiler cada mes a un abogado que se rumoreaba que velaba por los intereses de una acaudalada familia judía. Si aquello era cierto, y no tenía por qué no serlo, no era imposible que el edificio hubiera sido confiscado durante la ocupación y que tal vez no quedase vivo ninguno de los miembros de la familia propietaria del inmueble. Cinco años en un campo de concentración no servían para alimentar el optimismo precisamente. Tal vez Anna se había marchado de allí poco después de que a él se lo llevaran.

Respira hondo, no obstante, antes de golpear la puerta con los nudillos. Cierra los ojos, los abre al cabo de un momento y se aparta del campo de visión de la mirilla. No quiere que Anna se asuste al verlo desde el otro lado, que decida no abrirle, incluso porque no lo reconozca y tenga miedo. Al contrario que él, ella siempre ha sido una mujer valiente y decidida, así es como la recuerda Rubén, pero ha pasado mucho tiempo y una guerra, y sacar conclusiones de antemano puede ser demasiado aventurado.

Nadie abre la puerta ni pregunta quién llama, y en el fondo Rubén siente cierto alivio de que sea así. Se le ocurre dejar una nota y avisar de su presencia, pero coge la maleta y baja las escaleras despacio. Antes de la guerra, en el segundo piso vivía un matrimonio con el que Anna y él nunca tuvieron mucha relación. En el primero vivía una mujer viuda con dos niños pequeños que siempre sonreían cuando se los encontraban por las escaleras, y en el bajo una mujer madura y soltera, la vecina con la que Rubén y Anna habían congeniado un poco más. Pero quizá en aquel edificio no quedase nadie ya, o eran otros inquilinos los que vivían allí, gente que se había mudado al bloque después de que la Gestapo se lo llevase a él. Si es así, piensa, la búsqueda de Anna va a resultar mucho más complicada.

Antes de que se lo llevaran los nazis Rubén y Anna tenían amigos en París. No será mala idea preguntarles a ellos. Aunque él hubiera preferido encontrarse con Anna antes de hablar con nadie, que fuera ella la que sacase sus propias conclusiones, que nadie le contase que un fantasma había regresado a París para buscarla. Desde la rue Lappe camina hasta la plaza de la Bastilla. Cruza en dirección al Sena y piensa de nuevo que la ciudad no ha cambiado durante el tiempo que él ha estado preso, que la mayor diferencia que encuentra es que ahora hay soldados por todas partes: soldados franceses, soldados ingleses, soldados norteamericanos. Ya no hay en la ciudad nazis con uniformes elegantes que pasean con una guía turística bajo el brazo, como si invadir Francia no hubiera sido más que una excursión dominical cuyo resultado final fuese poder visitar tranquilamente el Louvre o pasear por los Campos Elíseos. Ahora son hombres con uniformes caqui del ejército de los Estados Unidos de los que cuelgan condecoraciones conseguidas en la guerra reciente los que están sentados en las terrazas del bulevar Beaumarchais.

Aún no se ha hecho de noche cuando Rubén Castro llega al Louvre. Ha dado un rodeo después de atravesar el Sena, para no pasar por delante del Meurice. Está seguro de que el hotel ha vuelto a ser el de antes de la ocupación, pero pasar por delante de su fachada le hubiera traído demasiados recuerdos tristes porque había sido el cuartel general de la Gestapo durante la invasión nazi y fue allí el primer sitio a donde se lo llevaron cuando lo sacaron de su casa. Y ya tiene Rubén una colección demasiado extensa de imágenes dolorosas que prefiere olvidar y no quiere ver el hotel ahora, por muy hermosa que resulte la estampa sin las banderas con las esvásticas ondeando en la fachada. Da media vuelta sin cruzar la rue Rivoli y ahora apresura el paso. No quiere que oscurezca del todo. Más tarde o más temprano tendrá que buscar un lugar donde pasar la noche, pero quiere llegar a la academia antes de que cierren.

No ha perdido la ilusión de encontrarla todavía, a Anna, al salir del trabajo, abrazada a sus cuadernos y a sus libros, encaminándose al metro para volver a casa. Es muy difícil que cinco años después, si ella sigue en París, conserve las mismas rutinas de antes, pero mientras exista una posibilidad, por muy remota que sea, él no está dispuesto a desperdiciarla.

Tres paradas de metro después, se quita el sombrero al llamar a la puerta del piso donde por fortuna aún está la academia. Ya no enseñan alemán -quién va a querer aprender el idioma de un país derrotado que había ocupado Francia más de cuatro años-, pero Anna todavía puede trabajar allí. Su madre había nacido en Berlín y ella hablaba alemán perfectamente, pero también francés, español, y un poco de inglés, con lo que no era probable que le faltase el trabajo en la academia aunque el idioma alemán hubiera caído en desuso.

– Busco a Anna -le dice a la recepcionista-. Anna Cavour.

La recepcionista es joven. Cuando Rubén ha llegado, estaba pintándose los labios y no detiene el gesto hasta escuchar el nombre. Frunce el ceño.

– ¿Perdón?

– Anna, Anna Cavour -repite Rubén-. Trabaja… trabajaba aquí hace años. Llevo mucho tiempo fuera y estoy buscándola.

La joven enrosca el lápiz de labios y lo mira de arriba a abajo. Rubén se ajusta el nudo de la corbata, incómodo. Nadie con su aspecto de fantasma que se resiste a abandonar el mundo es agradable de ver, y quizá menos al caer la tarde, antes de salir del trabajo, cuando se tiene tan cerca la felicidad del resto del día sin hacer nada. La presencia de un recién liberado de un campo de exterminio resulta cuanto menos incómoda en una ciudad que, aunque ya casi ha pasado un año desde que se fueron los alemanes, aún no ha terminado de desperezarse, lentamente, aunque haya acabado la guerra. Pero él tiene que encontrar a Anna. Para eso ha recorrido mil quinientos kilómetros y se ha mantenido vivo todos estos años. Y Anna trabaja, o había trabajado, en esta academia.

– En el otoño de 1940 ella todavía trabajaba aquí -le explica Rubén-, ¿podría usted preguntarle a alguna compañera?

– Ese nombre no me suena de nada. Por lo menos, ahora no trabaja aquí. De eso estoy segura.

La joven suspira.

– El otoño del 40. Sí que hace tiempo. No sé si todavía queda por aquí alguien que lleve tanto tiempo. La academia cambió de dueño después de la ocupación y se renovó a buena parte del personal.

Habla sin mirarlo, mientras remueve unas fichas en un cajón.

– ¿Anna qué? ¿Cómo me dijo?

– Cavour -responde Rubén, procurando sonreír, sin abrir demasiado la boca para no enseñar los huecos de los dientes que le faltan.

– No, no me suena de nada.

Se levanta la muchacha esforzándose en mostrar una sonrisa apresurada y le pide a Rubén que espere un momento. Unos minutos después vuelve acompañada de una mujer mayor que ella pero todavía joven. A Rubén no le resulta familiar su cara y tiene la sensación de que la suya, después de quedárselo mirándolo un momento, tampoco.

– Hola -le dice, procurando ser amable para contrarrestar, si es que es posible, ese aire de fantasma obstinado que lo acompaña-. Mi nombre es Rubén. Rubén Castro.

Se esfuerza en no tenderle la mano para no ponerla en el compromiso de estrechársela. Desde que ha salido del campo se ha dado cuenta de que hay mucha gente que baja los ojos cuando se cruza con él por la calle o incluso cambia de acera. ¿Cómo va a pensar que esa mujer que lo mira desconcertada quiera estrecharle la mano? Pero enseguida se da cuenta Rubén de que el azoramiento se debe sobre todo al escuchar el nombre de Anna y no saber qué decirle a él.

– Anna Cavour. Claro que la recuerdo. Fuimos compañeras. Pero hace mucho tiempo que dejó de trabajar aquí. No he vuelto a saber de ella.

– ¿Sabe usted dónde vive? -Rubén se agarra a la última esperanza, una tabla a la que aferrar los dedos en la tormenta.

La mujer sacude la cabeza.

– Lo siento, pero es todo lo que puedo decirle. Hace mucho que no he vuelto a saber nada de Anna. ¿Es usted su marido?

Por el modo en que lo mira Rubén se da cuenta de que se compadece de él. Tal vez lo recuerda de antes de la guerra. A lo mejor lo había visto llegar alguna vez a la academia para buscar a Anna a la salida del trabajo.

Rubén miente con la cabeza. Nunca llegó a ser su marido, pero para él es como si lo hubiera sido siempre. Antes de que se lo llevaran vivían juntos, como un matrimonio, y si la guerra y la Gestapo no se hubieran cruzado en su vida ya se habrían casado, tal vez serían incluso padres de un par de críos.

– Llevo mucho tiempo fuera, añade, a modo de disculpa -viéndolo, no había que dar muchas explicaciones-. Vengo de la casa donde vivíamos antes de la guerra, pero no hay nadie.

– No sé qué decirle. Éramos compañeras, pero Anna dejó de trabajar aquí hace más de un año -bajó los ojos, como si lamentase lo que decía. En estos tiempos se hace difícil rebuscar en el pasado.

Rubén le da las gracias y se da media vuelta, despacio.

Todavía no ha salido cuando la recepcionista ha vuelto a destapar la barra de carmín para alegrarse los labios.

Los nazis ya no están en la ciudad, pero después de recorrer el camino inverso en metro, al salir siente que la fuerza negativa que lo repele del hotel Meurice se ha vuelto más intensa que antes incluso y no puede evitar una bola espesa en la garganta. Al otro lado de la calle, el edificio del museo del Louvre presenta el mismo aspecto majestuoso o imponente, como si por allí jamás hubiera pasado una larga guerra que había asolado Europa. Después de unos pocos minutos de paseo y de faros de coches que se cruzan con él sin importarle su vida llega a la Íle de la Cité. Desde el otro lado del río puede ver cómo algunos turistas se fotografían delante de la catedral de Notre Dame. Se detiene Rubén unos segundos. Sonríe a medias. A él también le gustaría ser uno de esos hombres despreocupados que hacen gestos delante de una cámara, agarrados del brazo de su esposa, con la catedral detrás para llevarse un recuerdo. Incluso se permite pensar, para darse ánimos, que tal vez él mismo, esa misma noche incluso, podría atravesar el puente con Anna para celebrar que había vuelto a la vida después de haber estado muerto. Pero no es más que una ilusión, y una de las cosas que ha aprendido es que las ilusiones no siempre se cumplen, o al menos no cuando hace falta o uno quiere, o acaso se cumplen cuando ya da lo mismo. Mas también ha aprendido que gracias a ilusionarse, siendo o no consciente de hacerlo en vano, se puede seguir vivo aunque solo sea por un día más, y luego otro, y otro, y así hasta llegar a esa tarde que de repente se había hecho de noche en París, a finales del verano de 1945, el primero de seis veranos -nueve, si contaba lo de España- sin guerra.

Con el entusiasmo fingido que resulta de convencerse en vano de que aún puede tener suerte, Rubén Castro vuelve a encaminarse sin mucha prisa hacia el edificio de la rue Lappe. Se dice que camina despacio porque anda escaso de energías, pero en el fondo sabe que el motivo principal de la lentitud de sus pasos es la incertidumbre o el miedo que anticipan el fracaso. Cinco años esperando el momento de regresar a París, cinco años en los que la muerte ha estado tan cerca que a veces pensar en sobrevivir no era sino una broma de mal gusto, y ahora, qué ironía, cuando los SS y las penalidades han quedado atrás, es cuando el miedo se ha apoderado de él sin que pueda hacer nada por sacárselo de encima.

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