ANNA

Cuando faltaban dos semanas para que comenzasen las navidades, le había pedido unas vacaciones a la directora de la academia. Su jefa no le puso pegas. Entendía que los últimos meses habían sido muy duros para ella. Madame Froissard le correspondió con un gesto desacostumbradamente cariñoso. Había llegado a conocer a Rubén y sabía que Anna no tenía ninguna familia: sus padres habían muerto, y no tenía ni hermanos. No era extraño que quisiera viajar a España esos días para estar con la familia de su prometido, a quienes todavía no conocía, según Anna le había contado. Habían pasado más de tres años desde que Rubén abandonó España y desde entonces no había podido regresar, ni tampoco su familia había podido visitarlo en París. Madame Froissard se mostró comprensiva, pues, con la situación. Le deseó suerte y le dio un beso su último día de trabajo antes de entregarle un sobre con el salario completo de diciembre a pesar de que solo había trabajado dos semanas.

En el mismo tren que viajaba a los Pirineos, pero en un vagón de primera clase, también iba sentado Robert Bishop. Sin embargo, Anna no se encontró con él en ningún momento del trayecto. Todavía no había sido adiestrada en su desempeño como agente, y aunque después de regresar de aquellas vacaciones forzadas nunca vería las cosas del mismo modo, ya era del todo consciente de que habría sido demasiado arriesgado que alguien la hubiera visto sentada junto a Robert Bishop en el tren. Antes de que su entrenamiento intensivo comenzase, Anna había empezado a actuar como una espía, o es que el periodo de entrenamiento había empezado ya, pero ella todavía no lo sabía.

Tuvieron que atravesar la frontera y llegar hasta San Sebastián para que Robert Bishop y ella se sentasen juntos en un café, desde cuya terraza se podía ver la cúpula del hotel María Cristina, al otro lado de la ría, y un buen trozo de playa y de mar, y pudieran hablar cara a cara, sin preocuparse de que alguien de la Gestapo o de la Abwher estuviese pendiente de su conversación. Pero Robert Bishop no estaba nunca relajado.

Cuando llegó al café, ella ya estaba esperándolo.

Anna se había alojado en el hotel de Londres, un lujo que ella no se podía permitir, pero tal vez sí el servicio secreto británico o norteamericano, todavía no estaba segura de para quién trabajaba Robert Bishop. El billete desde París no lo había comprado en primera clase por si alguien la vigilaba y sabía que ella no podía afrontar un dispendio semejante, pero ahora disfrutaba de una habitación con vistas al Cantábrico revuelto de diciembre y a la isla de Santa Clara.

Había paseado toda la mañana por la ciudad, hasta llegar diez minutos antes de la hora convenida a su cita con Bishop. Aunque lo había vuelto a ver en otras cinco ocasiones, desde aquel día que se presentó en su casa, el agente norteamericano -Anna ya nunca había vuelto a pensar en Bishop como en un periodista, de hecho, cuando recordaba el día que habló con él por primera vez terminaba concluyendo que ni siquiera entonces se creyó que fuera periodista- seguía siendo para ella tan oscuro como el mayor de los enigmas.

Desde que estuvo en su piso la primera vez, pasaron otras tres semanas hasta que volvieron a encontrarse y, durante aquel tiempo no pasó un solo día sin que Anna mirase demasiadas veces a un lado y a otro, se parase en mitad de la calle o fingiese arreglarse el pelo en un escaparate por si pillaba desprevenido a Bishop mientras la estaba siguiendo. Pero lo que había pasado cuando el norteamericano se fue de su casa y ella se asomó a la ventana no era sino la confirmación de lo que había pensado: o era un fantasma o no resultaba posible averiguar si estaba cerca, si él no quería que su presencia fuera evidente.

Fuera a encontrarse de nuevo con él o no, Anna había hecho caso a su consejo de no volver a acudir a su cita diaria frente al cuartel general de la Gestapo. Los dos primeros días se sintió extraña sin hacerlo, como quien deja un hábito en el que se ha instalado cómodamente, casi sin darse cuenta, y ahora hubiera llegado el momento de abandonarlo. Procuró concentrarse en sus clases de alemán, en pensar que cada día que consiguiese arrancar al calendario era un día menos que le faltaba para ver a Rubén, o para que al menos Bishop le pudiera traer alguna noticia concreta sobre él.

La segunda vez que el americano vino a verla fue tan sorpresiva o tan inesperada como la primera. Era de noche. Anna ya había cenado y estaba a punto de acostarse. Como cada día, se había asomado a la ventana, por si él venía a hablar con ella, que estuviera allí para hacerse el encontradizo, avisarla de que bajase a la calle y se entrevistasen tal vez en un parque o en un café apartado, a salvo de las miradas de gente que estuviese atenta a cualquier cosa que pudieran contarse. Le había costado despojarse de la costumbre peligrosa de acudir cada día a la puerta del hotel Meurice, pero a cambio había adquirido otro hábito que a la larga podía ser no menos perjudicial para su salud, o al menos para su estabilidad mental, porque estaba quebrantando su ánimo. De tanto esperar a que el supuesto periodista norteamericano apareciese de nuevo, a veces Anna sentía que se le estaban rompiendo los nervios. Pero menos mal que últimamente le costaba mucho conciliar un sueño digno de ser llamado así. De otra forma, pensó, justo después de haberse metido en la cama, no se habría enterado de que unos nudillos golpeaban suavemente la puerta de su casa.

Se puso una bata y abrió sin preguntar quién era. Estaba segura de que se trataba de él, y que algún vecino lo viese en la escalera del edificio no le parecía la mejor idea. Habían pasado dos meses ya desde que se llevaron a Rubén, y lo que menos le apetecía era que la gente con la que se tenía que cruzar cada día por las escaleras la mirase con una mezcla de estupor y rencor porque le había faltado tiempo para encontrar un amante que había reemplazado a su novio, el exiliado español, con lo bueno que era.

Robert Bishop cruzó el umbral inmediatamente, sin decir una palabra, y Anna estuvo segura de que pensaba exactamente lo mismo que ella.

– No sé si debo encender la luz.

Ya se habían sentado los dos en el pequeño salón.

– Da lo mismo -respondió Bishop-. Que nos vean juntos aquí no es demasiado grave, todavía. Al fin y al cabo usted no deja de ser una mujer soltera a la que visita un amigo.

La frase podía haberla ofendido, no estaba segura de si más la primera parte que la segunda, pero al final no podía sino reconocer que no le faltaba cierta lógica. Aún no la había terminado de asimilar cuando él se lo aclaró.

– No se ofenda, mademoiselle Cavour, pero que nos veamos en su casa, por ahora, puede que sea la mejor de las opciones. He preferido venir tarde para no encontrarme con alguno de sus vecinos y que cuando usted los viera no tuviese que enredarse en explicaciones engorrosas o sonrojarse. Este es un edificio pequeño, seguramente dado al cotilleo y a las murmuraciones. Pero tiene la ventaja de que tanto madame Lusignon como el matrimonio Picard, con sus dos preciosos gemelos, son ciudadanos franceses sin relación con los alemanes, y tampoco son judíos o tienen ideas políticas por las que la Gestapo considere que han de estar vigilados. Y tampoco son patriotas que se están organizando para luchar contra los nazis mientras llega el día en que París sea liberada.

Anna dejó escapar el aire por la nariz. Lenta, pesadamente.

– Ya veo que está usted muy bien informado.

Bishop se inclinó en la silla, acercando su cabeza a la de ella.

– La información, mademoiselle, ya se lo dije, forma parte esencial de mi trabajo.

Hablaba en susurros, como si le confesase un secreto.

Anna le preguntó si le podía ofrecer algo de beber o de comer, pero el norteamericano declinó amablemente la invitación.

– ¿Ha tomado usted alguna decisión?

A Robert Bishop parecía gustarle ir al grano.

– ¿Me ha traído usted noticias de Rubén?

El supuesto periodista sacó un pequeño sobre de su chaqueta, sin ninguna parsimonia.

– Lo único que sabemos es que se encuentra en un campo de prisioneros en el norte de Alemania, un lugar llamado Sandbostel. Parece ser que es uno de los lugares donde han mandado a los presos políticos, entre ellos los republicanos españoles exiliados en Francia, a los que han sido detenidos, como Rubén, o a los que fueron hechos prisioneros en Dunkerque.

– ¿Pueden ustedes sacarlo de allí?

Bishop sacudió la cabeza sin dudar siquiera.

– Ahora mismo es imposible pensar en algo así. Los alemanes son los dueños de Europa.

– No veo entonces cómo pueden ustedes ayudarlo. Tendrá usted claro que el único motivo para que yo colabore es para que lo saquen de donde está.

Bishop asintió, como si le diera la razón a una colegiala. -La única forma que tenemos de ayudar, no solo a Rubén, sino a todos los que están presos con él, a la gente de este país ocupado por los alemanes, es contribuyendo cada uno, en la medida que podamos, a ganar esta guerra.

– No veo qué puedo hacer yo por usted, por ustedes. Ni siquiera sé quiénes son. No soy más que una mujer sola en un país ocupado.

Anna vio a Bishop apuntar ese gesto, idéntico al del día que habló con él por primera vez, en ese mismo salón, pero a la luz del día, lo más parecido que el americano podía articular -aún no lo conocía apenas, pero, por alguna razón, eso ya lo tenía muy claro-, a una sonrisa.

– Eso no se sabe, mademoiselle. Tal vez dentro de unos meses yo ya no pueda moverme por París con la misma libertad con la que me muevo ahora. En cuanto los Estados Unidos se decidan a entrar en esta guerra, yo me convertiré en ciudadano de un país enemigo y tendré que marcharme.

– ¿Llegará Estados Unidos a involucrarse en la guerra? En la pregunta de Anna había un brote de esperanza. Era un secreto a voces que sería la entrada de Estados Unidos en la guerra la mejor ventaja que podrían tener los ingleses y la Francia ocupada para devolver a los alemanes a las fronteras del tratado de Versalles. Pero a muchos, sin embargo, aquella idea se le antojaba una utopía. Y Anna, que había perdido la noción de muchas cosas desde que se llevaron a Rubén, no sabía con qué carta quedarse.

– Al final, los Estados Unidos entrarán en esta maldita guerra. No le quepa duda de ello, mademoiselle. Solo es cuestión de tiempo.

– Ojalá -dijo Anna, mirando de pronto por la ventana, como si pudiese atisbar un rayo de esperanza en la niebla que se había apoderado de París esa noche. El otoño llegaba a su fin y hacía mucho frío. Se arrebujó con la bata y no miró a Bishop todavía. Los faros de un coche alumbraron la ventana y, durante un segundo, proyectó un haz luminoso sobre la pared, como si el comedor de su casa fuese una sala de cine.

Por un momento contuvo la respiración. A Rubén lo habían detenido de día, y no podía decir que los hombres que habían venido a buscarlo no hubieran sido correctos, incluso tenía que admitir, por mucha rabia que sintiese al hacerlo, que habían sido amables. Pero también había escuchado muchas historias desde que los alemanes se habían instalado en París. En voz baja la gente contaba que había coches que de noche frenaban en la calle, delante de la puerta de un edificio cualquiera donde vivían unas cuantas familias normales y corrientes. Enseguida se escuchaba el sonido premonitorio de las botas militares sobre el asfalto, los puños que golpeaban una puerta con la firmeza de quien sabe que al hacerlo conseguirá asustar más todavía a quien vive en el edificio, alguien que tal vez se acurruca bajo las sábanas como un conejo o que, al escuchar los golpes, se pone delante de su mujer y sus hijos, y todos en silencio miran la puerta del piso, la ven temblar y acaso incluso saben que los que llaman no se lo van a pensar dos veces antes de derribarla a patadas. Luego se llevaban a alguien. Las historias siempre terminaban de la misma forma. A lo mejor había algún disparo o a quien hubieran venido a buscar lo bajaban a empujones por las escaleras y lo metían en un coche. Botas militares otra vez, los neumáticos de un automóvil que chirrían al arrancar en la oscuridad. Siempre de noche. De noche daba más miedo.

Hasta que no escuchó el motor del coche perderse al final de la calle, no soltó Anna el aire. Con el rabillo del ojo le pareció que Bishop tampoco se sintió del todo tranquilo hasta que también dejó de escucharlo al final de la calle y estar seguro de que no se había detenido en la puerta del edificio.

Pero pensar que Bishop se había puesto nervioso tal vez era aventurar demasiado. Aún no lo sabía con certeza -no en vano era la segunda vez que se habían visto- pero ya intuía que aquel hombre que se había vuelto a sentar en la misma silla en la que siempre se sentaba Rubén sabía disimular muy bien sus emociones. O es que acaso no las tenía.

Apenas ha pasado un mes desde aquella noche en la que al final le dijo a Robert Bishop que sí, que trabajaría para él y para sus jefes, quienquiera que sus jefes fuesen, si con ello podría contribuir, de alguna manera, a la derrota de los nazis, que los alemanes se fuesen de París y ya nunca más volvieran, que Rubén regresase sano y salvo de dondequiera que estuviese. El americano asintió en su casa aquella noche. El gesto grave, los ojos clavados en ella, como si quisiera asegurarse de que no había dudas en cuanto a lo que le iba a decir.

– Puede llegar a ser peligroso -le advirtió, hizo una pausa, sin dejar de mirarla, los ojos azules del falso periodista ahora se le antojaban fuego helado-. Muy peligroso.

Después de haberse encontrado en París con él varias veces de una forma más o menos clandestina, Anna había pensado mucho en aquella advertencia. Europa estaba en guerra, la mitad de Francia ocupada por un ejército extranjero, y ella trabajaba para unas personas que no conocía y cuyo único nexo era Robert Bishop. Gente que, por supuesto, era enemiga de los nazis. Pero, en todo el tiempo que había pasado desde que ella le había dicho que sí al americano, aún no había sentido la cercanía del peligro, la sequedad en la boca por el miedo de estar haciendo algo prohibido y peligroso.

Tal vez porque era demasiado poco tiempo quizá para que le pudiera haber pasado algo malo, pero también era cierto que Robert Bishop no le había pedido todavía su participación en ninguna acción concreta. Hasta ahora era como una agente a la que aún no le habían adjudicado un destino, pero le inquietaba hacer cosas sin saber el motivo, era como montarse en un tren cuyo destino desconocía, pero, en otra de las reuniones que tuvieron, Bishop le advirtió que no debía hacer preguntas. Jamás.

Y ahora, después de haber cruzado la frontera española, cuando lo ve llegar, tiene la sensación de que va a encontrarse con alguien diferente. No es que ahora su jefe haya aparecido sonriendo, ni mucho menos, pero tal vez porque París queda lejos, Anna tiene la sensación de que está un poco más relajado. Pero esa impresión apenas le dura un instante, y enseguida piensa que se debe a su propia convicción de que es imposible que una persona no pueda sonreír jamás o mostrarse relajada alguna vez.

No están en París, y aunque también hay nazis en San Sebastián, no puede ser tan peligroso como allí. Además, faltan menos de dos semanas para la Navidad. Es ella la que debería estar más triste porque no ha vuelto Rubén. Una sombra inoportuna de la que no puede desprenderse le nubla el ánimo al acordarse de él -dónde estará, cómo se encontrará, cuánto frío o cuántas penalidades estará pasando-, sin embargo, es Robert Bishop el que muestra el mismo gesto amargo de siempre, el ceño fruncido, mirando con disimulo que ya no puede fingir delante de ella cada pocos segundos a un lado y a otro, catalogando sin poder remediarlo a cada una de las personas que disfruta del sol del invierno en la terraza del café.

– En cualquier lado puede haber alguien escuchando.

Nunca hay que bajar la guardia. Pero ya lo irás aprendiendo todo, poco a poco y a su debido tiempo.

Cada una de las veces que se han encontrado en París le ha sugerido algún detalle del que ella no estaba al tanto: cómo dar el esquinazo a alguien que la está siguiendo, cómo ir detrás de una persona sin que esta se dé cuenta de que va tras sus pasos.

– Durante las dos semanas que pasarás en Londres lo aprenderás todo correctamente.

Anna no tenía que reincorporarse en la academia hasta la primera semana de enero. Aún faltaba casi un mes. Aparte de los quince días de entrenamiento que iba a recibir, le sobraba una semana larga para incorporarse al trabajo. Pero Bishop le va a resolver la incógnita enseguida. Se ha pedido un café y ha removido el azúcar, pero antes de darle siquiera un sorbo, como si no procediera hacerlo hasta resolver primero el asunto para el que se había citado con Anna, con los ojos señala el periódico que ha dejado doblado sobre la mesa.

– Ahí dentro tienes un billete de tren para Madrid y una reserva en un hotel modesto, pero limpio, de la ciudad. Y también otro para Sevilla.

– ¿Sevilla?

Bishop asiente. Ya ha probado el primer sorbo de la taza, un pequeño placer que se concede después de cumplir la obligación de decirle que tiene que viajar a Sevilla. Anna ya sabe para qué, pero piensa que mientras no se lo diga abiertamente, tal vez haya una posibilidad, por muy pequeña que sea, de que esté equivocada, de que el motivo por el que Bishop quiere que viaje a Sevilla es muy distinto a aquello que está imaginando. Pero no es tan ingenua como para creérselo además de desearlo. No es necesario que haya recibido ya el periodo de instrucción en Londres como para no pensar que va a poder eludir ir a Sevilla. Una coartada ha de ser creíble. Cuanto más, mejor. Es otra de las cosas que ha escuchado decir a Bishop cuando se han reunido en París. Y ella ya había pedido tres semanas de vacaciones en la academia con el único pretexto de viajar a España para visitar a la familia de Rubén durante las Navidades.

– Supongo que no me queda otro remedio que ir a conocer a la familia de Rubén.

– Es lo lógico, dadas las circunstancias. Las Navidades están a la vuelta de la esquina.

– Pero las relaciones entre Rubén y los suyos no eran todo lo buenas que cabría esperar. No estoy segura de que vaya a ser bien recibida.

Robert Bishop baja la cabeza un momento, se gira un poco, como si quisiera recrearse en la playa que parece que está tan cerca que podría incluso tocarla con la punta de los dedos si estirase el brazo un poco. Pero ella sabe que aprovecha el gesto para hacer un barrido visual y comprobar cuántas de las personas que estaban sentadas en la terraza cuando él llegó se han marchado ya o quiénes a los que no había visto antes se han sentado. Anna está segura de que ha contado a todos y cada uno de los que están en el restaurante. Es imposible. Bishop nunca se relajará. Forma parte de su naturaleza.

– Nadie dijo nunca que este trabajo fuese sencillo -le escucha decir Anna-. Quiero que vayas a Sevilla a visitar a la familia de Rubén. Hazte visible. Sal a la calle con ellos.

– No sé si querrán recibirme siquiera. Rubén no tenía ningún contacto con ellos desde que se marchó a París. Su padre no le perdonó su militancia comunista.

Ya no sigue hablando. El resto se lo calla. Lo demás prefiere guardárselo para sí. Tal vez lo mejor para Rubén hubiera sido hacer caso a su padre, tragarse sus ideas y haberse quedado en España, dar clases de latín en un instituto de Sevilla, una vida tranquila, sin sobresaltos, administrar el patrimonio familiar si él quería. Una vida regalada hubiera tenido si no hubiera sido tan cabezota, sin riesgos, un hijo ejemplar, como sus hermanas, y no la oveja negra de la familia.

Robert Bishop vuelve a mirarla con ese gesto condescendiente que le molesta tanto.

– Lo sabernos todo sobre la familia de Rubén. Por eso es importante que te dejes ver con ellos. Desde Sevilla tendrás que ir a recibir dos semanas de instrucción en Inglaterra, la verdadera finalidad de este viaje, pero la coartada para salir de F rancia ha sido venir a Sevilla para visitar a la familia de Rubén, y eso es lo que vas a hacer.

Pero Anna no ha escuchado a Robert Bishop decir la última frase. Sigue pensando en que tal vez lo mejor que podría haber hecho Rubén en su vida fuese haber hecho caso a su padre, no haber salido de Sevilla. Pero, también, si no se hubiera marchado a París no la habría conocido a ella, aunque tampoco se lo habría llevado la Gestapo.

– ¿Me has entendido, Anna? ¿Te has enterado de lo que te he dicho?

Ella asiente, aunque todavía su cabeza está muy lejos de allí.

– Iré -dice, por fin, mirando a Bishop, antes de coger el periódico y levantarse-. No te preocupes que haré lo que me pides.

Se aleja del café sin mirar atrás. Carnina despacio Anna. Unos pocos minutos después se detiene a mirar la playa Zurriola, al otro lado de la ría. Es diciembre y apenas hay nadie, pero a ella le gustaría poder pasear cada día por ese lugar, los pies descalzos sobre la arena, si viviera en una ciudad como esta.

Abre el periódico por primera vez desde que sale de la terraza. El billete de tren es para dentro de cuatro horas. Le hubiera gustado quedarse más tiempo en San Sebastián, aunque hubiera sido un solo día. Tal vez volver hasta allí esa misma tarde y subir al monte Igueldo para ver la puesta de sol desde la cima. Pero tiene que coger un tren para hacer algo que le desagrada bastante. Y está segura de que esto en lo que se ha metido no ha hecho más que empezar. Visitar a los padres de Rubén es solo una de las muchas cosas incómodas que va a tener que hacer.

Esa mañana, cuando se vuelve y mira cómo el cielo se ensombrece tras la cima del monte Igueldo, Anna no puede imaginar todavía cómo va a ser capaz, de cuántas más cosas terribles le habrá de pedir Bishop porque es su obligación y porque se ha comprometido, y, lo que es peor, algo que no puede saber todavía, es que al final las llevará a cabo todas, punto por punto, a veces sin protestar siquiera.

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