RUBÉN

Con los rusos pasa lo mismo que con los judíos, Anna. han sido hechos prisioneros en el Frente del Este, y en lugar de ser enviados a otros campos donde solo hay prisioneros de guerra los mandan aquí, a un campo de exterminio, y he visto llegar remesas de cientos de prisioneros rusos que no han conseguido sobrevivir más de dos o tres semanas. Los nazis, por alguna razón, consideran a los judíos y a los rusos inferiores a nosotros, y les encargan las peores tareas del campo. La cantera es lo peor. De todos los trabajos que pueden adjudicarte en el campo el más duro es la cantera. Fuera de los muros hay un enorme agujero, en la falda de una colina, como el bocado de un gigante. Una pared enorme de la que se extraen -extraemos- bloques de piedra. Yo llevaba alrededor de un año en Mauthausen cuando cometí la estupidez de presentarme voluntario para trabajar allí. Ni siquiera la sonrisa atravesada del Kapo cuando se lo sugerí me disuadió de ello. La primavera estaba muy avanzada, hacía buen tiempo, y quería estar al aire libre, pensaba incluso que el trabajo duro me ayudaría a que las horas pasasen más rápido. Ya había perdido mucho peso, pero todavía me encontraba con fuerzas. Mis compañeros me dijeron que estaba loco, pero me daba igual. Nunca pensé que podría ser tan duro. Por fortuna solo estuve tres días, y luego me destinaron a otro comando que se encargaba de talar árboles en el bosque. No es que uno pueda elegir los trabajos a los que va a ser destinado, que va, ya te puedes imaginar que esto es imposible, que aquí dentro cualquier preso es más insignificante incluso que un insecto, y las otras veces que he tenido que trabajar en la cantera ha sido porque me lo han impuesto, y no porque yo haya cometido la estupidez de presentarme voluntario. En invierno sopla el viento con tanta fuerza en la cantera que a veces parece imposible mantenerse en pie, las manos y los pies congelados, deseando uno pasar junto a la fragua donde se fabrican las herramientas con cualquier excusa para calentar la ropa húmeda, aunque solo sea un segundo, aun a riesgo de ser reprendido o castigado por los Kapo. En verano sucede justo lo contrario. Hace tanto calor ahí abajo, que si te quitas la camisa te achicharras, y acabas mudando el pellejo por culpa de las quemaduras como si fueras una serpiente. La verdad, Anna, es que no puedo decirte cuándo es peor trabajar ahí, si en verano o en invierno, pero sí que, sea en la estación que sea, allí abajo es donde he visto las cosas más terribles que uno pueda imaginar. Si Mauthausen es el infierno, la cantera es el infierno del infierno. Cientos de hombres famélicos picando piedras en la ladera de la colina y otros tantos desgraciados esforzándose por mantener un equilibrio precario al subir los ciento ochenta y seis escalones que separan el fondo de la cantera de la parte más alta de la colina, del sendero que lleva de vuelta a los muros del campo. La última vez que los subí con una piedra a la espalda que debía de pesar casi tanto como yo o tal vez más, fue cuando estuve a punto de sale tar al vacío, como un paracaidista, y caer a plomo en el fondo de la cantera, en el estanque donde se drena la piedra y que estaba lleno de cadáveres ya a esa hora de la mañana. Sí, fue entonces cuando escuché el violín al otro lado del muro. Estoy seguro de que no podía ser otro sino él. Uno de los músicos que habían venido para la fiesta de cumpleaños del hijo de un amigo de Frank Ziereis, el jefe del campo. Al menos esta vez se iba a celebrar el cumpleaños de un niño con música, mi vida, de una forma que podíamos llamar más o menos civilizada. Yo no lo he podido ver, pero me han contado que Obermayer, el lugarteniente de Frank Ziereis, un día trajo a su hijo pequeño al campo para celebrar su cumpleaños, y el regalo consistió en dejar al crío que utilizase su Luger para practicar el tiro al blanco con cualquier preso que estuviera atravesando en ese momento la Appelplatz. Resulta difícil de creer, ¿verdad? Pues así es como fue.

El día que estuve a punto de tirarme cantera abajo, era la quinta o la sexta vez que me habían obligado a formar parte del comando de trabajo que tenía que estar todo el día acarreando bloques. Tres, cuatro veces al día como mucho eran las que uno podía realizar ese recorrido, cuatro o cinco, si acaso, los menos débiles o a los que quizá ya no les importaba estar vivos o muertos, o acaso ya lo único que buscaban era una forma rápida de acabar con todo.

Un día antes había conocido a un violinista y no era capaz de saber que aquello me iba a salvar la vida. La última vez que me habían asignado trabajar en el comando de la cantera Santiago había venido conmigo. Me extrañó mucho que se hubiera presentado voluntario, pero llega un momento, cuando llevas tanto tiempo preso aquí dentro, en el que dejas de hacerte preguntas, y lo único que te preocupa es resistir, aguantar con vida aunque solo sea un día más. Los compañeros republicanos que estaban trabajando en puestos clave del campo, como en las oficinas, procuraban hacer lo que podían para que sus compatriotas no tuviéramos que trabajar en la cantera, pero no siempre era posible. Ya, ya sé que evitar que unos trabajasen en la cantera suponía también, irremediablemente, que otros pudieran ser condenados al cabo de pocos días a una muerte casi segura. Es triste, ya sé que sí, pero también tengo que decirte que en el campo hay que tomar estas decisiones, darle a uno una ración de comida extra y dejar que otro compañero que no tenga salvación se muera de hambre. Y no es fácil para quien con solo poner o quitar el nombre de una lista puede decidir sobre la vida de sus compañeros. No me gustaría a mí estar entre quienes tienen que tomar una decisión así, sabes que no. Pero la asignación a un trabajo es como los dados que ruedan sobre un tapete verde en un casino, como la bola que se detiene caprichosamente en la ruleta. Y alguna vez toca. Ninguno de los que ya llevábamos recluidos una larga temporada en Mauthausen nos hubiéramos presentado voluntarios para trabajar en la cantera. Por eso me extrañó mucho cuando vi a Santiago en la fila y me dije que se había presentado voluntario. Mi amigo, probablemente había sido uno de los republicanos españoles que más veces había subido los ciento ochenta y seis escalones. Y aunque, como todos, había perdido mucho peso desde que llegamos a Mauthausen, era imposible no reconocerlo en la fila, un gigantón todavía fuerte a pesar del trabajo duro, la mala alimentación y las duras condiciones de vida de Mauthausen.

Santiago no estaba en el mismo barracón que yo, y no nos podíamos ver tanto como nos gustaría, pero a pesar de ello compartíamos más de algún rato mientras masticábamos despacio un trozo de pan seco, sentados los dos buscando el consuelo del frío sol del invierno austriaco, como si ese trozo de pan fuera lo más exquisito que hubiéramos probado jamás. Algunas veces nos reuníamos un grupo de presos a la hora de comer, y nos imaginábamos que estábamos en un restaurante de postín, que el camarero venía a ofrecernos la carta, y que teníamos para gastar todo el dinero que quisiéramos. El pan, ese mendrugo asqueroso y duro que nos dan y nos sabe tan rico, no es ese pan que sospecho que está hecho con serrín en lugar de con harina, sino un cruasán, o un bollo caliente igual que los que tomábamos los domingos en el barrio Latino, qué rico, igual que el pan con el que me tomaba las tostadas con aceite cuando era un niño. Cierro los ojos y el aceite se me derrite entre los dedos, siento que me chorrea, incluso aparto la pierna para que no me manche el pantalón y me vea un SS y me castigue. Ya sabes lo de esta gente y la limpieza, Anna: nos matan de hambre pero nos rapan la cabeza y nos fumigan todos los sábados y nos obligan a tener el suelo del barracón tan limpio como si pudiéramos comer en él. Nos arrastramos por el barro, pero tenemos que preocuparnos de que nuestro uniforme esté absolutamente limpio cuando nos pasan revista. No te puedes imaginar lo que les ha ocurrido a algunos presos por tener el traje manchado al final del día. El mío tiene un agujero de bala a la altura del pecho desde que me lo entregaron, el agujero de una bala que mató al desgraciado que llevaba este traje antes. Pero el orificio de un tiro junto a la solapa no les importa a los SS, a ellos lo que les preocupa de una forma patológica es la limpieza, por eso aparto la pierna cuando chorrean el aceite y el azúcar, cierro los ojos al sol y estoy en el patio de mi casa de Sevilla comiéndome la tostada que me ha preparado Enriqueta al volver del colegio para merendar. Ahora el pan es exquisito, y el minúsculo trozo de algo renegrido que se puede parecer a un trozo de chorizo si uno hace un gran esfuerzo de imaginación, no es eso sino un filete, o un cochinillo entero. La sopa aguada a la que algunas veces hemos echado gusanos para darle sabor es un consomé, a veces chocolate caliente, el mismo chocolate caliente que tomaba de niño en los puestos de la feria con mi padre. Puede parecerte una tontería, pero pensar estas cosas nos hace la vida más llevadera. Cuando llega la hora de volver al tajo tenemos la misma hambre y la misma miseria de antes, pero al menos por un rato es como si no hubiéramos estado en el campo, como si estos muros y estas alambradas electrificadas no existieran, como si estar aquí no fuera más que una pesadilla de la que acabamos de despertar. Después, todo vuelve a ser igual, pero no puedes imaginarte cuánto alivio, mi vida.

Pero ver a Santiago en el comando que iba a trabajar a la cantera me preocupó, y me preocupó mucho más, como te digo, cuando me contó que se había presentado voluntario. Se encogió de hombros. Me gusta cambiar de rutina, añadió, como si fuera posible que yo me lo creyese. Si uno no cambia de rutina la vida es mucho más aburrida. Estoy harto de cortar árboles en el bosque. Mejor la cantera, Rubén, que me estoy oxidando. Necesito un poco de trabajo duro. Me quedé mirándolo, interrogativo, esperando que me diese una respuesta convincente, que me dijera la verdad, pero Santiago siguió con la mirada al frente, ya estábamos llegando a la escalera. Aquel día fue uno de los que hacía más calor de todo el verano. Desde el puesto que me habían asignado, de ayudante del oficial de la fragua, donde el calor era aún más insoportable, podía ver a Santiago, que ya había subido dos veces esa mañana los ciento ochenta y seis escalones de la cantera con una piedra cargada a su espalda.

En el fondo de la cantera había que tener mucho cuidado. Los SS nos vigilaban constantemente, y había una línea marcada en el suelo que no debíamos traspasar bajo ningún concepto. Si te distraías, si te mareabas o si dabas un traspiés y caías rodando hasta el otro lado, si por un momento estabas desorientado y traspasabas esa raya blanca pintada en el suelo cualquiera de los guardias tenía la excusa perfecta para dispararte, el motivo para acabar con un prisionero y quizá por ello recibir una gratificación. Muchas veces los guardias, tan cínicos, tiraban una colilla al otro lado de la línea, distraídamente, y luego esperaban a que algún preso incauto aprovechase el momento de despiste de un Kapo para recogerla y fumarse a escondidas el resto del cigarrillo en el barracón, antes de dormir. Tiraban la colilla y te llamaban, tan cínicos te indicaban con la mano que te acercases, que fueras a recogerla, que no te iba a pasar nada. Son historias que te cuentan, como tantas que escuchas en el campo, un preso que se lo ha contado a otro preso que se lo ha escuchado decir a otro en la cola de la comida, y a pesar de todo el horror que has visto ya, crees que la versión que ha llegado a ti puede haber sido exagerada por las sucesivas fases que ha tenido que pasar. Pero en el fondo esperas, no sé, será porque a lo mejor no has dejado de ser un ingenuo o un idealista, que no sea verdad, y te crees otras formas de tortura, pero no esa.

Llevaba todo el día pendiente de Santiago. Desde la falda de la cantera, el corpachón enorme sobresalía al menos una cuarta por encima de casi todos los demás. Si hubiera sido rubio en lugar de moreno, mi amigo Santiago habría podido pasar por un alemán como los soldados que nos custodiaban, y no por uno de sus compatriotas, mucho más bajitos la mayoría. Yo lo miraba cuando podía, y aprovechaba que desviaba la vista cuando estaba quemando las punteras de los escoplos en la fragua -si no tenías cuidado podías quedarte ciego- y estaba allí, esperando su turno para subir la escalera de la muerte, como ya habíamos bautizado a esos casi doscientos peldaños desiguales que estaban marcados por la sangre de cada uno de los prisioneros. Una vez que había llegado a la escalera, ya no me resultaba tan fácil distinguirlo de los demás. En el momento de subir las piedras se establecía una formación perfecta, como en un ejército, cinco hombres por peldaño que procuraban estar coordinados, por la cuenta que les traía, hasta llegar arriba. Raro era el día en que uno trabajaba en la cantera y no veía caer a un preso por la ladera. Paracaidistas, los llamábamos. Unas veces eran ellos los que no aguantaban más y acababan lanzándose desde el lugar más alto que podían, ayudados por el lastre del bloque de piedra, como yo mismo iba a estar a punto de hacer la siguiente vez que me llevaran a trabajar en la cantera, Anna, pero todavía no lo sabía, cómo podría, que intentaría lanzarme al vacío y que la música de un violín me convencería de que si resistía aún tendría una oportunidad de seguir luchando, de salir vivo de aquí. Aquel día, por tres veces localicé a Santiago de nuevo en la ladera de la colina después de haberlo visto aguardar su turno al pie de la escaleras, y cuando lo veía sentía un gran alivio, para qué te vaya mentir, porque hacía tiempo que mi amigo ya no era el mismo, eso nos pasaba a todos a veces, que en algún momento decíamos hasta aquí hemos llegado, y entonces ya nada nos importaba, mi vida, y nuestro único deseo era terminar con todo de una vez, por la vía rápida. Eso era lo que llevaba viendo en los ojos de Santiago desde hacía unos días o unas semanas, esa expresión ausente, como de mirar sin ver, la mirada de a quien ya le da todo igual y hasta es capaz de emprenderla a puñetazos con un SS para que lo maten a golpes o de tirarse a la alambrada para morir chisporroteando, el cuerpo humeante desmadejado en los cables eléctricos, su cadáver a la vista de todos, podían dejarlo allí varios días, para que nos sirviera como ejemplo, igual que cuando un preso se fugaba y lo capturaban. Luego lo ahorcaban en la Appelplatz, y nos obligaban a pasar uno a uno por debajo y a levantar la cabeza para que nos diéramos cuenta de que el único futuro posible que nos esperaba si nos fugábamos del campo era una soga al cuello y un taburete bajo los pies.

Sin embargo, cuando Santiago se acercó a la fragua a la hora de comer, pensé que solo se trataba de un producto de mi imaginación, que todo había estado en mi cabeza, porque ahora no veía ni en los ojos ni en su cara más que el cansancio acumulado o el hastío crónico que teníamos todos, como yo mismo, que, aunque no podía verme en ningún espejo, estaba convencido de que mis ojos y mi rostro deberían parecerle a Santiago lo mismo que a mí me parecían los suyos. Peor incluso, después de toda la mañana de verano soportando el calor de la fragua, la piel ardiendo, los ojos semientornados todo el tiempo porque me daba miedo quedarme ciego. Pensaba que algún día saldría de Mauthausen y no podría volver a ver tu cara y enseguida cerraba los ojos. Hubiera preferido que me matasen.

Nos sentamos los dos a masticar el mendrugo. No había un solo lugar en la cantera donde uno pudiese resguardarse del sol a mediodía. Era jueves, y los jueves nos daban también una patata para comer. Yo la partía en trozos pequeños, y me los metía en la boca y en lugar de masticarlos los dejaba que se me deshicieran poco a poco con la saliva, los ojos cerrados, y luego la cáscara, que había separado con las manos con mucho cuidado, me la colocaba en las encías, como si fuera un postre exquisito, la arenilla que se me disolvía en la boca. A veces, con suerte, conseguía que siguiera ahí, durante una parte de la tarde, una pequeña venganza, una pequeña porción de placer que me regalaba. Sobrevivir no es más que el resultado de pequeñas victorias como esta, cosas que desde fuera pueden parecer absurdas o insignificantes, y en realidad lo son, regalos inesperados, la jactancia íntima por tener la cáscara de una patata en las encías sin que ninguno de nuestros guardianes se diera cuenta. Es una tarta, murmuró Santiago. Un trozo grande de tarta. De chocolate, le contesté, sin abrir los ojos. Qué rica. Sí, pero a mí me ha gustado más la horchata. ¿Sí? Sí, la horchata, qué fresquita estaba. Pues a mí me ha sentado mejor el café, hoy estaba como a mí me gusta, con mucha azúcar. ¿Y ahora? ¿Ahora qué? Pues bueno, ahora a dormir la siesta un rato. Luego, ya veremos. Yo me iré al río a nadar un rato después de dormir, pero primero me vaya fumar un veguero de esos que mi padre guarda en el despacho, en el primer cajón de su escritorio. Se los hacen traer discretamente desde La Habana. ¿Te apetece uno, Santiago? ¿Un purito? Mira cómo huele, y un coñac en una de esas copas panzudas que cuando uno remueve el licor dentro y la mira al trasluz es igual que un atardecer de verano. ¿Un atardecer de verano? Rubén, tú eres un poeta, chico. Deberías dedicarte a eso. ¿A qué? A escribir poemas. Ya me gustaría. Bueno, ¿qué? ¿Te apetece un puro? Santiago chasqueó la lengua. No, la verdad es que no, prefiero un pitillo.

No abrí los ojos inmediatamente, Anna, aún faltaban por lo menos diez minutos para que tuviéramos que volver al tajo. Ninguno teníamos reloj, pero habíamos desarrollado una capacidad especial para medir el tiempo, sobre todo el tiempo de descanso, el que más valorábamos, el que más rápido se nos pasaba, aunque estuviéramos en el fondo de una cantera sin ninguna sombra bajo la que resguardarnos. Por eso yo quería aprovechar los últimos momentos que me quedaban antes de ir a trabajar, disfrutar del sabor de la piel de la patata en mis dientes con los ojos cerrados antes de que sonase la campana y tuviera que volver a la fragua. Me sabe mejor después de comer. Pero sonreí, sin mucho entusiasmo, tal vez porque estaba un poco cansado del juego y prefería quedarme como adormecido antes de regresar a la tarea de poner punteros al rojo vivo.

Santiago se había levantado. Supuse que para desperezarse o para estirar la espalda dolorida. Bueno, vale, le dije. Fúmate lo que quieras. Pero que sepas que despreciar un Montecristo es un pecado. Casi un sacrilegio. Me quedé esperando su respuesta. ¿Santiago? Pero nada. Silencio. ¿Santiago? ¿Qué? ¿No te animas a fumarte un puro conmigo antes de volver al trabajo? ¿Santiago? Abrí los ojos despacio, la vista nublada al principio por haberlos tenido cerrados tanto rato y también por el cansancio acumulado. Santiago no estaba a mi lado. Por un momento pensé, o quise pensar, que la campana había sonado, que él había vuelto a su trabajo y que yo me había quedado dormido. Pero no. Si me hubiera quedado dormido después de que la campana nos hubiera avisado a todos de que teníamos que volver al trabajo ya me habrían molido a palos, podrían haberme matado incluso. Santiago estaba de pie, y eso quería decir que no me había equivocado antes, que no me había quedado dormido. Pero al volver la cabeza para decirle donde estaba me di cuenta de que se había alejado. Nada grave, desde luego, si no fuera porque se había acercado a la línea que a ninguno de los presos nos estaba permitido traspasar. Me levanté enseguida. Pensé que Santiago iba a cometer una locura. Santiago era un blanco fácil. Tan grandullón, hasta el tirador más torpe hubiera sido capaz de alcanzarle en el pecho. Santiago, murmuré, pero él no podía enterarse de que lo llamaba porque ya estaba demasiado lejos de mí. Desde el otro lado, en lo alto, en la garita, uno de los centinelas ya se había dado cuenta también de que estaba demasiado cerca de la línea y no le quitaba ojo de encima, y ya sabía yo, y seguro que Santiago también, que no dejaría de mirarlo hasta que retrocediera. Solo estaba a tres o cuatro pasos de la raya. Dos o tres si eran los pasos de Santiago. Me acerqué despacio hasta donde estaba el valenciano para decirle que los puros seguían allí, en el despacho de mi padre, esperando a que nos los fumásemos, que aún tendríamos tiempo de disfrutar de un buen Montecristo si nos dábamos prisa antes de volver al trabajo. Aunque estaba de espaldas podía ver lo que estaba haciendo. Se había llevado la mano a la boca, los dedos índice y corazón estirados que viajaban a los labios y volvían a alejarse, lentamente, como si disfrutase de un cigarrillo. Repitió el gesto, sin prisas, sin dejar de mirar al centinela que no le quitaba ojo desde el otro lado, encima de la torreta desde la que vigilaba la porción de la cantera que le correspondía. Cuando llegué al lado de mi amigo la situación no había cambiado. Seguía con el mismo teatro, y al estar tan cerca pude ver que también hacía un círculo con los labios y fingía que soltaba el humo demoradamente, después de retenerlo durante unos segundos en los pulmones, apurando el sabor de la última calada. También me dio miedo, una mezcla de miedo y de vértigo, como si estuviera acarreando una piedra y me hubiera tocado subir la escalera en el lado que estaba más cerca de la ladera, porque nunca había estado tan cerca de la línea blanca que marcaba la frontera que ninguno de los presos debíamos traspasar si no queríamos ser tiroteados. Miedo y vértigo y preocupación. Sentía que en cualquier momento podía resbalarme y caer al otro lado. Ya me veía levantando las manos, como si fuera un soldado que se rindiese después de haber disparado el último cartucho, o un preso flaco que suplicaba que no lo mataran, que si había llegado hasta allí había sido por error, porque me había resbalado o porque me había quedado traspuesto después de comer. Pero mi papel en la escena no era sino el de un mero testigo. Eran Santiago y el centinela los que se miraban fijamente, ajenos los dos a todo, como si lo que les rodeaba, yo también, de repente hubiera desparecido. Santiago, anda, vámonos, que la campana está a punto de sonar. Pero mi amigo volvió a hacer el gesto de llevarse el cigarrillo imaginario a la boca, y me pareció que el guardia, desde lo alto, sonreía. El soldado se llevó la mano al bolsillo, sacó un paquete de tabaco, y con una mano, muy despacio, sacó un cigarrillo y lo encendió, como si quisiera dar envidia a Santiago, que, sin dejar de mirarlo, seguía con la pantomima de llevar los dedos a los labios de cuando en cuando, de exhalar el aire lentamente, como si de verdad estuviera fumando. El guardia no llegó a darle más de dos o tres caladas al pitillo, y luego lo lanzó hacia donde estábamos nosotros. Cuando cayó al suelo, cinco o seis metros al otro lado de la línea que marcaba la zona prohibida, aún seguía encendido. Vámonos, Santiago. La campana está a punto de sonar, insistí. El centinela tenía el mentón levantado, el casco ligeramente subido, el barboquejo suelto a la altura de la barbilla, y mi amigo no dejaba de mirarlo. Me pareció incluso que le sonreía. Santiago, repetí, pero ya era inútil, sabía que por mucho que le dijese no había nada que yo pudiera hacer. Santiago, dije, de nuevo, por si acaso había alguna esperanza. Me puso la mano en el hombro, la misma manaza de gigante que me había protegido en el tren cuando nos trajeron a Mauthausen. Prefiero un pitillo, amigo mío. Sonrió Santiago, mirándome a los ojos. Estuve a punto de decirle que de acuerdo, que en el escritorio del despacho de mi padre también había cigarrillos además de los puros habanos. Buen tabaco rubio. Pero Santiago sonrió un poco más, aunque a mí lo que me pareció en ese momento era que el gesto se le había puesto triste de pronto, o era que llevaba así todo el día, muchos días, y yo no había sido capaz de darme cuenta. Negó brevemente con la cabeza, apretó un poco la tenaza en mi hombro, con afecto, y dio un paso al frente. Cuando estiré el brazo ya había traspasado la línea, el límite que nos estaba permitido pisar a los presos. Santiago, quise decir, pero apenas me escuché un hilo débil de voz. Santiago. Erguido cuan largo era, de espaldas a mí, se agachó para recoger la colilla y ya le había dado una calada cuando el guardia lo apuntaba con el fusil desde la garita. Tal vez podría haber dado dos pasos, y a lo mejor el centinela se hubiera conformado con asustarlo dando un tiro al aire, o disparando cerca de sus pies, pero Santiago había dado una larga calada al pitillo y se había guardado el humo dentro de los pulmones, para disfrutarlo, al menos a mí no me parecía que lo hubiera soltado. No me costaba imaginar su rostro, los ojos cerrados, saboreando el momento antes de que el guardia le reventase el pecho o la cabeza de un balazo. Al cabo, soltó el humo despacio, como una chimenea, sin volverse, y volvió a dar una calada. Si el guardia aún no había disparado era quizá, pensé, porque quería darle una última oportunidad de volver a donde le correspondía, pero el valenciano seguía allí, como si la línea no existiera, como si en lugar de ser un preso de un campo de concentración nazi fuera un trabajador cualquiera que disfruta de un rato de descanso antes de volver al tajo en el campo o en la fábrica. Pudo darle otras dos o tres caladas al pitillo, y cuando sonó la campana pensé, de verdad te lo digo, que aún podría salvarse, que el guardia le daría la oportunidad de volver a mi lado, pero no pude contener.un respingo, Anna, los hombros se me levantaron y apenas pude sofocar un grito, porque en el mismo momento que sonó la campana para avisarnos de que habíamos de volver a trabajar Santiago cayó de espaldas, un agujero de bala en la frente del que ni siquiera salía sangre, los brazos estirados, igual que un Cristo crucificado en el fondo de la cantera, los ojos abiertos y la colilla suspendida en la boca. Con el ruido de la campana nadie había escuchado el disparo, y ninguno de los presos hubiera podido hacer nada aunque lo hubiera escuchado, pero, en aquel momento, a menos de un metro de la línea, fue la vez que me sentí más solo de todo el tiempo que he estado preso en Mauthausen. Santiago muerto mientras el mundo seguía girando, los presos que trabajaban en la cantera a lo suyo, igual que cuando alguno se tiraba desde lo alto o eran los SS quienes lo habían empujado por pura diversión. Pero ahora se trataba de mi amigo, Anna. Era Santiago el que estaba muerto y a mí no me cabía en la cabeza que todo pudiera seguir igual.

Se me ocurrió traspasar también la línea para arrastrar el cadáver hacia este lado, pero no tuve valor. El guardia que había matado a Santiago me estaba mirando, se había llevado la mano al paquete de tabaco y lo levantaba, con cinismo, ofreciéndomelo. Bastaba con que cruzase la raya para que también me disparase, y aunque podría decirte que lo habría hecho si un compañero que se dio cuenta de lo que pasaba no me hubiera cogido del brazo y me hubiera obligado a acompañarlo de vuelta a la fragua, te mentiría. Allí, al otro lado de la línea, a pesar del calor que hacía, el Rubén Castro que tú creías conocer tan bien no estaba sino tiritando de miedo, las piernas paralizadas, como si me hubieran clavado los pies en el suelo y ni un carro tirando de mí hubiera sido capaz de moverme.

No volví a ver el cuerpo de Santiago, aunque no tardé mucho en enterarme de por qué lo hizo. Se lo llevarían junto a otros desgraciados que no habían tenido la suerte de sobrevivir ese día. Al final mi amigo fue uno de esos que salió del campo por las chimeneas del horno crematorio, y yo, quién me lo iba a decir a mí, tres años después de llegar a este infierno todavía sigo vivo. No sé por qué, pero aquí estoy. Y cada día que veo amanecer me digo que hoy también vaya sobrevivir, maldita sea, que vaya sobrevivir y vaya salir de aquí para volver a París y buscarte, para que entre los dos podamos recuperar todos estos años de felicidad que nos han robado estos malnacidos.

Загрузка...