– ¡Santiago! -Acierta Rubén a levantar la voz desde su sitio-. ¡Santiago!
– ¡Rubén! -responde el gigante valenciano enseguida-. ¿Qué tal van las cosas?
– Aquí seguimos, compañero. Con mucho frío y mucha hambre, pero todavía estamos por aquí.
– Oye, Rubén, ¿qué te dijeron los Krautz en la estación? ¿Sabes adónde nos llevan?
Rubén se queda callado un momento. Ahora no sabe qué decirle a su amigo y, lo que es peor, si le confiesa sus dudas o sus temores delante de todos -y de un extremo a otro del vagón no puede evitar que se enteren- aquello puede acabar con ellos, o lo que es peor, podrían sus compañeros incluso tomarla con él, pensar, y quizá con razón, que los había engañado, darse cuenta de que hay cosas que no les ha contado, no solo en la estación donde se ha detenido el tren y les entregaron aquel cubo que ahora han convertido en un retrete improvisado, sino desde que los hicieron formar antes de salir.
– En Sandbostel me dijeron que a España -se queda callado otro instante y ahonda en la mentira que sin embargo tiene algo de verdad. Piensa que, a lo mejor, el Kapo de Sandbostel fue tan cruel que quiso engañarlos, que por pura rabia no quiso decirles que de verdad iban a devolverlos a España-. Cuando había luz parecía que el tren iba al sur. Así que quizá vayamos por buen camino, y nuestro destino sea ese, los Pirineos.
– Entre Sandbostel y los Pirineos hay muchos sitios -dice una voz en la oscuridad.
– ¿Cuáles? -pregunta otro.
– Casi toda Alemania -responde el de antes-. Y Austria, y Suiza, y Francia.
– ¿ La Francia ocupada?
– ¿Qué te crees, que porque estemos en la Francia libre no van a poder detenernos?
– Siempre será mejor que España, digo yo.
Rubén no sabe adónde los llevan, pero está claro que no es a España, ni siquiera a la Francia libre. Ojalá. En Sandbostel ha escuchado historias de otros presos españoles. Le contaron que tres meses antes salió de Angulema un tren repleto de republicanos exiliados, hombres, mujeres y niños, con la misma promesa que les habían hecho a ellos, que los llevarían de vuelta a España, pero que después de dieciocho días de viaje se detuvieron en una estación de la que nadie pudo ver el nombre y obligaron a bajar del tren a los hombres y a todos los niños mayores de diez años y que ya nunca se supo más de ellos. Rubén piensa que a ellos muy bien puede sucederles lo mismo, que, en cualquier momento, lleguen a un sitio que, como le había avanzado el Kapo de Sandbostel, era lo más parecido al infierno que podrían imaginar, un lugar desconocido para ellos hasta entonces, en donde dejarían de ser personas, si es que no habían perdido ya su condición humana desde que los subieron a ese tren.
Animales es lo que son. De día se hace más evidente su tragedia. En algunos momentos se pueden ver los ojos abiertos de sus compañeros muertos, estatuas heladas que ni siquiera tienen espacio suficiente para poder descansar en paz.
– Seguimos hacia el sur. Dentro de tres días, cuatro como mucho, estaremos en España.
Rubén baja los ojos, como si así pudiera esconder la vergüenza de no decir lo que piensa o de no contar lo que sabe. No van a ir a España y, en el mejor de los casos, aunque el Kapo de Sandbostelles hubiera mentido y fuera verdad que los llevaban a España, tres o cuatro días es un tiempo demasiado generoso. Desde que empezó la guerra, viajar por Europa se ha convertido en una empresa complicada. Como respuesta a los raids sobre Inglaterra, la RAF realiza incursiones continuamente en el continente, y solo desde que han salido de Sandbostel el convoy se ha detenido dos veces durante horas además de en la estación donde les han entregado el cubo. Pensar que bastarían cuatro días para llegar desde Sandbostel a los Pirineos es aventurar demasiado. Rubén calcula que, si de verdad los llevan a España, el trayecto no será inferior a dos semanas, y que, dadas las condiciones tan precarias en las que viajan, tal vez ninguno de ellos llegará vivo a Hendaya.
Pero aunque el invierno esté a la vuelta de la esquina, peor que el frío, peor que el hambre, y, sobre todo, peor incluso que estar muerto es la sed. Tanta mala suerte tienen que no ha llovido ni ha nevado desde que salieron de Sandbostel, y no hay ni un pedazo de hielo que coger de un resquicio de los tablones para derretirlo aunque sea con las manos y llevárselo a la boca. O una tormenta que descargue sobre el convoy para que al menos los que están más cerca de las tablas puedan mojarse los labios. El cielo, el trozo de cielo que se ve, está despejado, un pedazo azul y frío en el que no parece que en las próximas horas vaya a haber nubes que descarguen agua para alivio de los presos.
A medida que pasan las horas, los hombres parece que estén como adormecidos. Apenas se escucha en el vagón algo más que un canturreo, muy bajito, alguna melodía que Rubén recuerda de cuando vivía en España. Casi todos ellos han sido detenidos o hechos prisioneros después de haber caído Francia y no se resignan a su destino. Sin embargo, todo lo que le ha sucedido desde que los hombres de la Gestapo vinieron a detenerlo para Rubén es como una obligación, una necesidad incluso que él mismo se había impuesto para aliviar la culpa por haberse marchado de España cuando tenía que haberse quedado, por no haberse alistado voluntario en primavera para combatir con los alemanes que estaban a punto de invadir Francia. Anna jamás lo habría entendido, y aunque en el fondo Rubén reconocía que no le faltaba razón al enfadarse con él por tener aquellos ideales tan absurdos -tal vez todos los ideales son absurdos, le había dicho él, por eso se llaman así, ideales- tan pasados de moda, como si fuera un caballero andante, esperaba que, al final, ella lo hubiera aceptado o se hubiese resignado.
Había pensado mucho en Anna desde que se lo llevaron.
En la prisión, en Francia, durante aquel trayecto hasta Sandbostel en el que parecía que los alemanes los iban a tratar a él y al resto de los presos como si fueran turistas, en las tres semanas que pasó ociosamente internado en el campo, y ahora, enclaustrado en el vagón de un convoy de prisioneros del que no sabe si saldrá con vida. Espera que esté bien, que haya seguido con su vida y con sus clases en la academia, que tenga el valor y la paciencia necesarios para esperarlo, si es que regresa alguna vez, si es que todo esto acaba. Esto tenía que pasar, antes o después, es una cuenta pendiente que Rubén tiene, como cumplir con una obligación que ha venido retrasando desde hace mucho tiempo. No sabe aún cuánto va a tener que sufrir, pero se lo toma como una especie de penitencia que se ha impuesto padecer para igualarse con el resto de sus compatriotas presos, un cursillo acelerado de sufrimiento.
Y tal vez esta sed sea lo peor que le ha sucedido desde que salió de París. Peor que el miedo apenas mal disimulado cuando la Gestapo se lo llevó de su casa, peor que la incertidumbre de los primeros días encarcelado o no saber adónde se los llevaban en aquel tren que salió desde París, peor que los primeros gritos de los Kapo en Sandbostel o recordar a Anna cada noche sin poder tocarla, temiendo olvidar a veces cuál era el olor de su piel. Peor que todo eso, peor incluso que el hambre que no deja de taladrarle el estómago, peor, lo peor de todo, mucho peor de lo que Rubén ha podido imaginarlo nunca, a pesar de que el invierno está a la vuelta de la esquina y hace mucho frío, es la sed. No quiere imaginar lo que tiene que ser ese viaje en verano, apenas unos meses antes. Desde que no está en Sevilla, ha aprendido una cosa que le resulta bastante curiosa, al menos él no se lo esperaba así. Hace mucho frío en Centroeuropa en invierno, pero en verano hay días en los que también hace mucho calor, incluso tanto como en el sur de España. A veces más. Aún tendrá que aprender Rubén lo que es pasar frío de verdad en invierno y calor repugnante en verano, pero, en el tren que lo lleva al infierno que aún no sabe ni siquiera cómo se llama, no quiere imaginar cuánto habrá sufrido esa gente a los que se llevaron en agosto de Angulema con un destino incierto, hacinados durante dieciocho días -dieciocho, ellos apenas llevan dos, y además es el final del otoño y viajan desde el norte-, atravesando Europa hasta llegar a un lugar desconocido. Solo hay una mujer que ha podido contar aquel viaje, porque a la vuelta los nazis la dejaron en Angulema temerosos de que tuviera una enfermedad contagiosa. El resto había seguido hasta España, pero aquellos hombres y niños que fueron obligados a bajar del tren nadie ha podido averiguar todavía dónde están. Piensa en ello Rubén y se angustia, no tanto por él como por Anna. N o quiere imaginarla esperando cada día su vuelta, consumida la salud por el insomnio y la incertidumbre, languideciendo cada día mientras no recibe ninguna noticia de él. Pero no tarda en volver a sentir la sequedad en la garganta, la lengua gorda, los labios agrietados.
Otros siete vagones con presos completan el convoy, y se pregunta si en todos ellos sucede lo mismo, si a ninguno de ellos les habrán dado agua o comida al salir de Sandbostel o alguna de las veces que el tren se ha detenido por culpa de los bombardeos. ¿Viajarán igual que ellos, hacinados en un vagón en el que ni siquiera estableciendo turnos de cinco minutos pueden sentarse? En el vagón de Rubén siguen las peleas. Cuando están de pie, los minutos se hacen eternos. Sin embargo, cuando les llega el turno de sentarse, para algunos el tiempo pasa enseguida, y luego ya no quieren levantarse, dicen a quienes controlan el tiempo que los han engañado, que no han mirado bien el reloj o que han hecho trampas cuando les ha llegado el turno a ellos. Los únicos que no protestan o no dicen nada son los que están muertos o los que como Rubén están tan cansados, tan hambrientos y tan sedientos que ni siquiera les quedan fuerzas para levantar la voz. La sed, la puta sed lo está matando. Ya no puede más. Ha visto amanecer dos días desde que los subieron al tren. Sin comer. Sin beber. Hace un rato se ha vuelto a mear encima y después de mojarse el pantalón ha pensado que incluso ha tenido suerte. Al menos no se ha cagado, eso sería una vergüenza para él, aunque alguno de sus compañeros lo haya hecho sin darle la mayor trascendencia. Pero él no, y lo mejor es no haber tenido que usar el cubo que le entregaron en la estación donde pararon. Sigue ahí, en un rincón, un excusado improvisado que muchos presos han utilizado, algunos entre risas, y Rubén los envidia por ser capaces de tener ganas de reír en una situación como esta.
Peor que estar prisionero es la vergüenza, no ya de sentirse como un animal, sino de comportarse como tal y además hacerlo con naturalidad porque uno ya ha asumido esa condición. Eso no será nada comparado con lo que aún le queda por hacer, pero aún no puede imaginarlo, todavía no puede saber Rubén cuántas cosas verá o qué cosas será capaz él mismo de hacer. En el tren que lo lleva al infierno todo es posible, piensa: la libertad al final del trayecto, volver a ver a Anna ya su familia, que la guerra termine pronto y a los alemanes los devuelvan a las fronteras del tratado de Versalles, que Franco deje el poder en España y que vuelva la República. Pero también son posibles las cosas malas, y le basta con pensar que esto puede ser el principio del infierno. Peor aún, que ni siquiera haya empezado el infierno.
Tres días y otras dos paradas en mitad de ningún sitio después, Rubén piensa que ya no va a poder resistirlo más. El tren sigue su trayecto cansino hacia el sur, y si el destino final resulta que es la frontera española, los Pirineos están todavía muy lejos. Lo peor es cuando el tren se detiene sin que nadie sepa por qué.
– Nos van a dejar aquí -dicen quienes ya no tienen fuerzas para luchar y piensan que tal vez lo mejor que les puede pasar ya es que los dejen morir en paz.
Hay algunos momentos de silencio, y entonces se escuchan los lamentos o los gritos de los otros vagones. La situación de todos parece ser la misma. Cuando el tren se detiene otra vez, Rubén está seguro de que todo el mundo cree que se trata de otra parada debido a un ataque aéreo inminente o quizá a un desperfecto de la vía por culpa de algún bombardeo anterior. Tanta sed tiene que le gustaría que el artillero de un bombardero inglés tuviera la suficiente puntería para acabar en un segundo con el vagón en el que viaja. Pero esta vez la puerta se abre y, aunque es de día, es como si otra vez los estuvieran apuntando con un foco enorme. Todos los presos que aún están vivos no pueden evitar cerrar los ojos, deslumbrados. Escucha voces en alemán, y perros que ladran, y pasos de gente en lo que parece ser otra estación. Ojalá, piensa Rubén, sea este el final de nuestro viaje y hayamos llegado a España o a Francia o a Suiza o a Austria, pero que sea este el final por fin.
Y de nuevo la misma pregunta. -Wer kann hier Deutsch sprechen?
Pero ahora no es el mismo Rubén, el que está abotargado dentro del vagón, que el Rubén que dos días atrás se acercó a la puerta que había descorrido para hablar con ellos. Da lo mismo. La pregunta se repite, y siente que de nuevo todos los ojos cansados se posan en él, que también abre los suyos y parpadea por la falta de costumbre de la luz, y después de un acceso de tos seca que le sobreviene es capaz de articular, con mucho esfuerzo y con un hilo de voz que él habla alemán.
– Kommt hier.' Scbnell! -le gritan desde el andén.
Sin dejar de apoyar la espalda en la pared se dirige a la voz que lo reclama, pero el espectáculo del interior del vagón iluminado por la luz del día es una secuencia de muerte y de sufrimiento que le gustaría haberse ahorrado. Hay cuerpos en el suelo que ya sabe, nada más verlos, que no se van a levantar nunca. Prisioneros que han sido pisoteados por sus compañeros cuando quizá estaban vivos todavía. Hombres que han perecido de pie y que si aún permanecen erguidos es por las apreturas del vagón que no les han permitido siquiera descansar ni estando muertos. Rubén también sabe que si él puede sostenerse en pie es porque, igual que esos desgraciados que no han podido aguantar el hambre y la sed y el frío, tampoco podría caer al suelo aunque quisiera. Fuera hay decenas de hombres que acarrean espuertas vacías. Los Kapo les ordenan que se dirijan a los vagones por grupos. Un poco más allá, al borde del andén, los SS miran la escena a distancia, como si les molestase mancharse las manos de sangre o, simplemente, de suciedad.
– Wie viele tot? -el alemán del Kapo le parece bastante rudimentario. Con un fuerte acento eslavo. Polaco tal vez. Cuántos muertos. Rubén se encoge de hombros, cómo va a saberlo, si ni siquiera sería capaz de asegurar que él mismo está vivo. Cuántos muertos. Ojalá lo supiera. Ojalá que no hubiera ninguno.
– Wie viele tot? -el Kapo repite la pregunta, más fuerte esta vez. No es más que otro preso, igual que él pero con ciertos privilegios. Rubén no tardará en comprobar que basta muy poco para que alguien que es torturado se convierta también en un torturador.
Vuelve a encogerse de hombros. -Ieh weiss es nieht.
El Kapo lo aparta de un manotazo y mete la cabeza en el vagón para comprobar él mismo cuántos muertos puede haber allí. El resto sucede tan rápido que a Rubén no le queda otra que asistir, alucinado, a lo que pasa por delante de sus ojos. Los que son presos como ellos pero llevan un traje a rayas y la cabeza rapada, a las órdenes del Kapo tiran de los cadáveres. Los compañeros de Rubén retroceden y él no quiere ni pensar lo que tiene que haber sido estar en el fondo del vagón mientras los otros los aplastaban contra las tablas.
Los cadáveres son amontonados en las espuertas. ¿Cuántos muertos? Demasiados. Algunos compañeros de Rubén aciertan a protestar cuando los presos de la estación tiran de ellos. Demostrar con contundencia que uno está vivo es la única forma de salvarse, de formar parte de la pila de cadáveres. El vagón se va aligerando poco a poco, y Rubén se agarra a una hendidura de las tablas para que la marea de cuerpos de la que los presos uniformados tira y sus propios compañeros empujan para ayudar a sacarlos de allí. Está asustado, y no va a ser esta sino la primera de las muchas veces en las que a partir de ahora va a temer por su vida. Miedo a caer desmayado y que lo confundan con uno de esos mal afortunados que se amontonan en las espuertas -ya se han llevado por lo menos seis repletas desde que empezó la operación-, miedo a ser sepultado en una montaña de hombres moribundos, a no poder respirar o gritar siquiera para pedir ayuda, advertir a los demás de que está vivo, porque está seguro Rubén de que más de uno de los que están en la pila de cuerpos aún está vivo. Le gustaría decírselo al Kapo, pero el miedo lo tiene paralizado. Piensa que si le dice algo o lo advierte también lo van a arrastrar, que a nadie le van a importar sus gritos o sus protestas, que les va a dar igual al final que esté vivo o que esté muerto, que solo será uno más de los cuerpos que se lleven de allí.
Cuando el vagón se despeja un poco y parece que ya no quedan más cadáveres piensa que han debido de sacar cuarenta o cincuenta compañeros al menos. Al otro extremo consigue ver a Santiago, medio desmadejado pero todavía de pie, y Rubén consigue acercarse a la puerta de nuevo, antes de que vuelvan a cerrarla.
– Oye, tú, el que habla alemán -le dice un compañero-. Pídele s agua. Que nos den agua por lo menos. Si no quieren darnos comida que no nos la den, pero pídeles agua, por tus muertos.
Rubén apoya la mano en la pared del vagón para acercarse a la puerta, renqueando. Los presos que transportan las espuertas arrojan el contenido en un camión aparcado un poco más allá. Esperaba que también los bajasen a ellos allí, pero parece que el viaje va a continuar, y antes de que cierren la puerta consigue ver el nombre de la estación: Dachau. No le suena de nada ese lugar. No tiene ni idea de dónde pueden estar.
El Kapo aún está en el andén, mirando el interior del vagón, por si queda dentro algún cadáver. Los SS siguen un poco más allá, mirando distraídamente el convoy, sujetando las ametralladoras sin mucho entusiasmo, como si no les importara o no les preocupase el hecho de tener que vigilarlos. En realidad, los presos no son más que una horda de hombres desvalidos que no podrían representar siquiera una amenaza ni aunque fueran armados.
– Wasser -acierta a pedir Rubén-. Wasset; bitte. Piensa que es un hilo de voz lo que le sale, que el Kapo que debe de ser polaco ni siquiera lo escucha.
– Wasset; bitte -dice, de nuevo, y piensa que tal vez el polaco lo ha escuchado pero no entiende sus palabras.
Pero Rubén insiste.
– Wasset; bitte. Agua, por favor.
Y es el otro el que ahora sonríe, como si de repente hubiera comprendido un idioma que no conocía o las dos palabras que repite Rubén no sean sino una iluminación.
Parece que se le hinchan las pupilas al Kapo eslavo. -Wasser -repite, mirando a Rubén, muy fijo, como si buscase algo dentro de sus ojos-. Wasset; natürlich.
Se ríe, y al hacerlo deja al descubierto una boca desdentada, el reflejo de en lo que Rubén podrá convertirse dentro de no mucho tiempo pero él todavía no lo sabe.
Se vuelve el Kapo, despacio, como si le pesara mostrarse desconsiderado al darle la espalda, y le dice algo a los otros presos y a los SS que holgazanean junto a los vagones. Rubén no ha podido entender lo que les ha dicho, pero al menos ha podido distinguir la palabra agua en la frase. Parece que van a atender su ruego.
– ¿Qué te han dicho? -le preguntan desde el interior del vagón.
Rubén se esfuerza en dar esperanza a sus compañeros. -Se lo he pedido. No sé. Parece que nos van a dar agua. Debe de ser mediodía, y hace un frío intenso con la puerta del vagón abierta, pero Rubén prefiere quedarse ahí para poder respirar aire fresco, aprovechar el mayor tiempo posible, aunque se congele, todo el aire puro que pueda antes de que vuelva a cerrarse la puerta y de nuevo el día se convierta en noche, la luz en tinieblas y el único olor sea el de los cadáveres que aún parece que siguen allí a pesar de que ya se los han llevado.
El camión ya está lleno. Han sacado prisioneros muertos desde todos los vagones que Rubén ha podido ver. De otros vagones también han salido presos y los han hecho formar en el andén sin dejar de gritarles o de darles golpes. Es como si a medida que el tren ha ido viajando hacia el sur el trato hacia ellos se hubiera ido endureciendo. Las palabras del Kapo de Sandbostel van adquiriendo poco a poco el rango de profecía. Tal vez aquello que habían padecido hasta ahora no fuera más que la antesala, el purgatorio en forma de vagón de ganado donde los habían confinado igual que a reses que se dejan transportar mansamente hasta el matadero. Se pregunta Rubén si alguno de sus compañeros mantiene alguna duda de la suerte que les espera.
Diez minutos después, los presos del traje de rayas acarrean algo que parece una serpiente enorme y desmadejada. El Kapo eslavo les da órdenes y los golpea con las porras mientras no deja de señalar el vagón de Rubén. Tiene la vista nublada, por el cansancio y por tantas horas de oscuridad, y no acierta a distinguir qué es lo que transportan. El Kapo se queda mirándolo, y él le sostiene los ojos sin saber muy bien por qué. Luego da una orden a alguien que está fuera del campo de visión de Rubén, y ahora lo mira otra vez, socarrón. Wasser, le escucha decir, o acaso ha leído la palabra en sus labios agrietados, y en ese momento la serpiente blanca y sucia que transportan los presos se hincha y emite un gorgoteo similar al estertor de un moribundo que precede a un enorme chorro de agua. Wasser, le parece escuchar decir Rubén, de nuevo, al Kapo eslavo cuya sonrisa parece habérsele apuntalado en la boca, como si el frío le hubiera congelado el gesto, los ojos abiertos. Parece que disfrute como un niño cuando el caño de agua a presión desestabiliza a Rubén y lo hace resbalar en el mugriento suelo del vagón. No es solo el Kapo, sino también los SS que vigilan distraídamente la escena desde la distancia los que se están riendo al ver a los españoles sin fuerza para aguantar el chorro de agua que sale de la manguera que sujetan los presos, que también se están riendo.
Pronto aprenderá Rubén que la crueldad es una cuestión de jerarquías, que incluso los presos veteranos también pueden sentirse superiores o hasta divertirse viendo cómo otros presos resbalan en el vagón por culpa de la presión del agua, abren la boca como peces moribundos varados en la orilla. Rubén teme que sus compañeros lo aplasten en su afán de poder capturar unas gotas de agua antes de que caiga al suelo, agua muy fría que también está mojando sus ropas y que en cuanto se vaya el sol se convertirá en un aliado mortal del aire helado.
Mientras trata de coger un poco de agua del suelo del vagón Rubén se pregunta a cuántos se habrá llevado el frío por delante cuando vuelva a ser de día. Tal vez mañana él sea uno de ellos.
Pese a ello, lo que más le importa ahora es la sed, igual que a sus compañeros. Y el Kapo eslavo lo sabe. Puede que él también haya llegado hasta aquí, en un tren, en las mismas condiciones en las que viajan el propio Rubén y sus compañeros. Seguro que por eso ahora se ríe, el mismo gesto congelado que está convencido de que ha seguido ahí todo el tiempo, cuando ordena a quien Rubén no puede ver que cierre el grifo, que la broma ha durado bastante, no vaya a ser que los españoles del vagón al final consigan saciar su sed porque han dejado el grifo abierto demasiado tiempo. Pero la manguera es vieja y la orden tal vez ha tardado demasiado tiempo en ser escuchada u obedecida y se desinfla poco a poco, muy despacio. De ella aún sigue saliendo un chorro considerable aunque sin fuerza por el que los presos se pelean para poder colocar la boca debajo. Los que no han podido aguantar la sed ni siquiera le han dejado opción de probar el agua que aún sale de la manguera, y al final Rubén piensa que, aunque sin haber calmado la sed ha tenido suerte, porque dos SS se han acercado hasta el vagón y la han emprendido a culatazos con los presos que se pelean por el chorro de agua cada vez más débil. A uno de ellos parece no importarle los golpes, porque sigue con la boca abierta, debajo del hilo de agua, como si lo único que existiera en el mundo fuesen él y ese caño insignificante que no tardará en secarse o desaparecer.