La rosa de piedra

Chove en Santiago, meu doce amor…

De Seis poemas galegos,

de FEDERICO GARCÍA LORCA

Mireia tiene un tic. De repente, con el aspa de la mano, aparta el aire de los ojos.

En el pasillo del aeropuerto, los pasajeros que se cruzan podrían pensar que la chica de chaleco y bolsa de fotógrafo al hombro, con cierto peso, por la escora del cuerpo, sólo intenta despejar la mata de pelo rebelde que le estorba la vista. Pero el gesto es demasiado brusco, como si la mano no fuese aspa sino garra que araña con rabia el aire. Para apartar el cabello, bastaría un soplo acompañado de un leve meneo que, por otra parte, es lo que Mireia hacía con naturalidad antes de que el mundo se poblase de moscas y de ese olor espeso que se pega a la piel como grasa de una maquinaria barata. El olor de la muerte pobre.

Mireia tuvo conciencia de ese tic por vez primera ante un espejo en un hotel de Kigali. Anotaba impresiones en su diario. Sintió que su energía para escribir se iba extinguiendo como el grosor de la tinta hacia el final de la carga, cuando el plumín, al secarse, envidia la dureza de un cincel. Cada palabra requería el esfuerzo de un petroglifo. Escribió: Los niños ni siquiera tienen fuerza para pestañear. Y añadió: Ya no imploran, ni expresan nada, ni siquiera el pánico, pues las moscas les secaron las lágrimas y el brillo de los ojos. Entre cada cincelada, sobreponiéndose a su propia pesadez, la mano oscila ante la cara como una palma de mimbre trenzado.

Fue entonces cuando alzó la mirada hacia el espejo y vio el áura poblada de moscas.

Pero en aquella habitación de hotel, con las contras cerradas para que no entrase el mundo, no había moscas.

¿Por qué haces eso?, le preguntaría mucho después Bastían.

Bastían era ciego, pero sentía como vendaval próximo las aspas de un alma gemela y agitada.

Para espantar las moscas, dijo ella. Y era la primera vez que reconocía en voz alta la naturaleza de su tic.

Mireia, y estamos aún en el aeropuerto, se dejaba llevar por la cinta mecánica, somnolienta pero tensa como un topo que olfatease la repentina luz. Durante el largo viaje de vuelta, su cuerpo, rendido, se quejaba por estar atado con una amarra obstinada a aquella cabeza en vigilia que cuando cerraba los ojos, sólo conseguía ocultar en parte la cicatriz de la tierra rojiza con un gris de humo. El sueño soñaba una paz imposible de terciopelo negro. Ahora, en el travelling de la cinta mecánica, Mireia notó que una adición de gris plata despejaba el gris ahumado. Y a continuación, como un revelado de Polaroid, el tropel alegre y bullicioso de los colores publicitarios se apropió de su mirada. Hasta que el rostro se le cubrió otra vez de moscas y tuvo que espantarlas con el tic de su mano.

Hablando de colores, en el baño de la casa de Mireia había un frasco de sales que le dan al agua un tinte azul báltico. La bañera, desde dentro, es ahora como un mar azulísimo en calma. Ella está sumergida. Juega, como cuando era niña, a resistir.

Para llenar la casa de compañía puso una música querida, la que le esperaba con los brazos abiertos, con Nick Cave cantando Into my arms, oh Lord, pero, bajo el agua, es una voz de silabeo metálico la que la perturba.

Tenemos el archivo lleno de niños hambrientos con moscas en la cara. Ésta, ésta por lo menos es diferente. Un brazo que pide auxilio entre un montón de muertos. Ésta sí que es buena. La de dios. De puta madre. Como una bandera de carne.

La imagen se frota, azulada, con una contrapágina de Rolex de oro.

Mireia recuerda el día de aquella foto. Quería ir en ayuda de aquel brazo de mujer. De la bandera de aquel cuerpo agonizante. El oficial de los cascos azules la frenó. No estás aquí para eso. Recuerda también la frase del veterano: No se puede enfocar con los ojos llenos de lágrimas.

Y ella apretó los dientes para que no le temblase el pulso. Disparó.

Sí, es verdad, esta foto tiene alma, dijo como elogio su mejor amigo de la redacción.

Soy yo, brazo, cazadora furtiva de almas. Emerge sofocada. Dice: Mierda.

Duerme acurrucada sobre la colcha, sin deshacer la cama. Tiene puesto el chaleco por encima del pijama y cobija la cámara, la protege con la guarnición de sus brazos.

Suena el teléfono. Una voz en el contestador, con entonación segura, acostumbrada a colarse por las rendijas de las paredes.

Hola, soy Inma. Estilista de Vanguard. Me dijeron que hoy regresabas de África. Tengo una propuesta que hacerte. Algo especial, que te va a sorprender. La moda fotografiada por una reportera de guerra. Una mirada dura contra el glamour. Insulta al contestador, pero no me digas que no. Besos. Inma.

Mireia se agita en la cama. Dice: Mierda. Búscate otra basura para tus fotos de moda.

No te arrepentirás, dice ahora la voz de Inma. Están en O Cebreiro. Mireia ha aceptado el trabajo. Dos días encogida en su cama, aferrada a aquel brazo. Por fin, la voz que piensa por ella le dijo: Suelta ese brazo. Déjalo caer en paz. Vete a hacer un poco el tonto.

En el Cebreiro hay una iglesia austera, desadornada, con el formato elemental de una oración en la alta montaña. Dentro se conserva un cáliz, del que la leyenda local dice que es el santo Grial.

Es verdad, bisbisea Kiss, se parece al de la película de Indiana Jones.

Inma ignora el comentario.

El concepto… ¡Odio esa palabra! Pero el concepto, dice Inma, es que vivimos una nueva Edad Media. El estilo internacional sería el del peregrino. Una nueva espiritualidad que no renuncia a la belleza corporal. Los ejecutivos se vuelven locos con el peregrino pelma de Paulo Coelho. Mística materia… ¿Es mi móvil? ¡Ya empezamos! ¡Maldito cacharro!

Sí, sí, soy yo. Sí, sí, y sé que eres tú. Claro que estamos trabajando. Sí, todo bien. Espera, no se oye. Estoy en una iglesia. ¿Que quieres hablar? ¡Pero si ya estamos hablando!

Kiss, la modelo, es de una delgadez negligente. A veces, Inma la sujeta por el brazo como si temiese que se la lleve una ráfaga de viento. Con el pelo garçon, cultiva un aire adolescente aunque ya no lo es. Su forma de hablar parece carecer de raíz, como indiferente al significado de las palabras que dice. Pero cuando posa seria ante la cámara, sus facciones se endurecen como las de un soldado y su mirada transmite un pesar acuoso, quizá antiguo.

Mireia la está fotografiando en el escenario de las pallozas, las casas campesinas de la vieja Europa prerromana, que aún se conservan en esta aldea, para los peregrinos señal de que entraban en tierra gallega y se acercaban a la meta de Santiago. Entre la niebla, que avanza a ras del suelo como aliento de nieve, surge una figura con guadaña. Mireia parpadea conmocionada. La cámara de su mente dispara instantáneas de dolor, la memoria de la guerra. La figura se acerca. Es una campesina que sonríe. Mireia le pide que se deje retratar con Kiss. Dice: ¿Por qué no? Tiene las mejillas sonrosadas como una gracia.

Ahora, por favor, no sonría, solicita Mireia con una sonrisa profesional.

Para entretenerla, le hace alguna pregunta: ¿Y por aquí pasan muchos peregrinos extranjeros?

Pasan, pasan, dice la mujer. ¡Incluso vienen de Madrid!

Inma habla por teléfono. Si se viese a sí misma, probablemente se haría gracia, pues gesticula como quien interpreta un monólogo en lo alto de una montaña, peinada por el viento como una heroína romántica con teléfono inalámbrico.

¿Que tienes sentimientos encontrados? ¿Qué quieres decir con que tienes sentimientos encontrados? Todo el mundo tiene sentimientos encontrados. Todos los sentimientos son encontrados. Yo también tengo sentimientos encontrados. No, yo no he dicho que no esté segura. Eres tú quien ha dicho que… Lo siento, querido, te llamo más tarde, ¿vale? Es que tenemos que trabajar. Y va a llover. Sí, justo está empezando a llover. No, no necesito contar hasta diez. ¡Una, dos y tres! ¡Te quiero!

Si es mentira, adoro esa mentira.

Al cortar, Inma cierra los ojos y suspira. Paciencia. Te quiero.

Después mira hacia el cielo y se vuelve hacia sus compañeras: Está clareando. Tenemos que aprovechar el día. Seguro que hoy no llueve.

En la fachada de Platerías, en la más antigua puerta de la catedral, aquella cuyo tímpano representa las tentaciones de Cristo, este lugar está ocupado por el ciego Bastían. Ofrece la vieira, la concha de Venus y el más tradicional símbolo de la peregrinación.

¡Vendo vieiras, también vendo historias!, proclama Bastían.

Vieiras, cien pesetas. Cuentos, la voluntad. Se admiten escudos, coronas, marcos, liras y níqueles.

Bastían y Omar son amigos. De hecho, comparten casa con Manuel, el gaitero, con Mouzo, el escultor, y con Don Alvaro, un loro que habla francés. La vieja casa de Bastían, un piso con buhardilla de la Algalia, en la parte antigua, es como una balsa de náufragos. Fueron a parar allí, ayudándose los unos a los otros. Se reparten las habitaciones y en la sala hay una gotera que gotea todo el año, llueva o no, sobre un orinal de porcelana en el que vive un pez de colores llamado Joñas. El suelo de la sala está cubierto de manzanas. Bastían afirma que el aroma de las manzanas es también el del Antiguo Reino de los Sueños.

Mi madre comía muchas manzanas. Lo recuerdo bien, de cuando yo estaba dentro. Le gustaban mucho esas que llaman reinetas.

Omar había ido a buscar al ciego Bastián para protegerlo de la lluvia con una de sus alfombras. Al caminar juntos, es como si la alfombra tuviese alma con sus franjas de colores vivos y ondulantes.

Algún día, amigo Omar, le dice Bastián, alfombraremos todo Santiago.

Esa será demasiada alfombra, Bastián.

No seas incrédulo. Así hacían por la noche de Corpus en muchos lugares campesinos. Una gran alfombra con pétalos de rosas y hortensias que cubrían todas las calles. Y que después llevaba el viento. ¡Tú serás nuestro canciller de alfombreros, Ornar!

¿Es cierto eso que he oído, Bastían? Que el apóstol este que adoráis mató él solo treinta millones y 761.423 musulmanes.

No hagas caso, hombre. Son cosas del mar-keting. Hace siglos había mucha competencia. En realidad, el apóstol era palestino. O sea, antiimperailista. Cuando veas una farmacia, avisa.

Omar sabe que Bastían se guía por sus ocurrencias. Sus pasos siguen la grafía de un cuento.

He oído decir que hay unas aspirinas contra la saudade, le dice Bastían a la farmacéutica.

La mujer de la farmacia lo mira con asombro.

¿Contra la saudade?

Sí, lo he oído en la radio. Todo natural. Y llevan bicarbonato para los pedos saudosos.

La farmacéutica le sigue la broma: Tenemos unas cápsulas muy buenas para el estrés, la ansiedad, el vértigo y el insomnio. Pero para eso que usted dice…

¿Eso? ¿Le llama eso a la saudade? ¿No hay nada para la saudade? Ya ves, amigo Omar. ¡No hay nada para el mal más antiguo del ser humano! Bueno, pues entonces déme unos caramelos de miel para la garganta.

Calle arriba, jadeando, prosigue su discurso contra la saudade.

¡La saudade! Pereza, reuma, bronquitis de un pueblo anfibio. Teixeira [7] propuso convertirla en filosofía del «Estado Novo». ¡Qué tontería más tonta! Antonio Sergio le respondió que también los perros tienen saudade del hueso que no roen. Aunque peor que la saudade es su contraria, la euforia futurista.

¿Y la rabia?

La rabia no está mal. De vez en cuando.

Cuando llegan a la puerta de su humilde morada, los saluda la gaita de Manuel.

¿Escuchas? La Marcha do Antigo Reino. ¡Entramos en palacio, Omar!

En su habitación entreabierta, el escultor Mouzo le quita brillo con parsimonia a sus botas talladas en madera de boj. Lleva dos años trabajando. Son, dice, el recuerdo de los zapatos montañeses de su padre, que abrían caminos y senderos con pisar sólo una vez las aulagas y zarzas silvestres.

¡Hola, Joñas!, saluda Bastían al pez. Y luego al loro: ¡Bonsoir, Don Alvaro!

Je suis trés joli, mon ami!, dice el loro.

Eres feo y viejo como yo. ¡Que no te engañe la literatura! Le temps s'en va, Don Alvaro.

Cuando llueve, Santiago es una invención submarina. Como el mar no llega hasta aquí, pero sabe de su existencia, se alza en grandes vejigas nubosas que inundan la ciudad de piedra. Y por boca de los caballos de Platerías mana el agua.

Cuando está sola, Kiss contempla con horror los espejos. Revuelve su equipaje, busca en los lugares más insospechados y encuentra su droga: los bombones de chocolate. Se los come compulsivamente. Después se pesa en la báscula del baño. Luego llora.

Cuando está sola, Inma llama por teléfono y prosigue una disputa que parece eterna.

Nunca me he metido en tu trabajo, no sé por qué dices que te condiciono. ¿Que es mi personalidad la que te condiciona? ¿Qué estás diciendo? ¿Has esperado a que estuviese lejos para decirme que soy fría y calculadora? ¿Que yo acorto tu sentido de la mirada? Claro que soy calculadora. Déjame decirte que soy yo quien paga el alquiler, ventanas y luz incluidas. ¿Sabes lo que te digo? Que te des por aludido. ¡Vete al infierno!

Inma corta bruscamente. Contempla sus pies descalzos: Él dice que le he robado el alma. Eso ha sido siempre una declaración de amor, ¿o no?

Sesión de moda en el Mercado de la Piedra. Kiss se retrata en puestos de verdura y frutas, de quesos del país, de pescado.

Las caballas brillan como onzas de plata. Piezas de bravura amputadas al mar.

¡Cógelas con las manos!, pide Mireia.

Kiss hace un gesto de asco. ¿Con las manos?

¡Cógelas!, ordena Inma.

Mireia dispara y se enciende el flash. De repente, su mirada se distrae. Bastían, el ciego, huele una manzana y paga la mercancía con un poema.

De todos os amores o voso amor escollo: miñas donas giocondas… Le temps s'en va! Le temps s'en va!… [8]

¡Qué zalamero eres, Bastían!, dice la vendedora de fruta, halagada. ¡Puedes llevarte otra!

Y ahora se acerca a la pescantina. Coge con naturalidad la caballa y cierra los ojos al olería.

Do mellor do país,

branca camelia e flor de lis! [9]

Esa copla es repetida, Bastían, dice la vendedora.

Ei ti, raíña de Galicia, a que me matas, emigrante gioconda, vieira peregrina, rosa do mar, tenme da vida, amor, tenme da vida! [10]

Mireia lo observa fascinada. Se desentiende de Kiss y apunta con la cámara.

¡Alto!, dice muy serio Bastían, como si descubriese a Mireia con un radar de los sentidos. ¡Nada de fotos! ¡No dais nada a cambio, ladrones! ¡Sois unos ladrones!

La sesión de fotos transcurre ahora en un tejado de la catedral, sobre una cubierta de losas de piedra. Kiss extiende sus brazos. Justo a su lado, la campana de la Berenguela da las horas.

Conocí un tipo en Dublín, dice Kiss de repente, con una rara nostalgia. Era un cubano que se bajó del barco y ya no se volvió a subir. Muy sonriente, pero parecía que siempre tenía frío. ¡Llevaba gorro de lana y guantes en verano! Le pregunté qué hacía y señaló la torre de la catedral diciéndome: Toco las campanas de san Patricio. ¡Qué bonitas son las ciudades en las que aún se escuchan las campanas!

Sentada en el tejado, Inma marca con insistencia en el móvil un número de teléfono.

¡Qué raro! No da señal. Con irónico fastidio: ¡Y eso que estamos en el cielo!

Ahora van en un coche. Mireia conduce. Llueve, y a través del parabrisas el mundo es una acuarela gris que se desvanece y se reconstruye y se desvanece. De improviso, en aquel cuadro borroso entra un rostro que se vuelve ya congestionado por la intuición del dolor. Milésimas de segundo pintadas por un Francis Bacon. El golpe lanza el cuerpo contra el capó. Tras el rápido frenazo, resbala como un fardo hacia el suelo.

Sobre el pavimento húmedo yace Bastían. Desparramado, como destrozado blasón marino, su cargamento de vieiras.

Cuando camina por el pasillo del hospital, Mireia tiene la sensación de que regresa a la pesadilla. Teme que las puertas se abran y surjan las fotos de la matanza y el hambre, sobre todo las más terribles, las de aquellos niños que ya habían dejado de llorar, tan delgados que se les ve el día a través de las orejas y que viven en un deslugar, muertos todavía vivos, vivos ya muertos, transparentes a la luz como la película que los retrata. Por eso, la imagen de Bastían, vivo y despierto sobre la blanca cama hospitalaria, es un alivio, un conjuro.

Lo mira sin decir nada.

¿Hay alguien ahí?, pregunta él con cómico dolor, olisqueando el aire. Debería ser obligatorio llevar perfume. Así distinguiría a la gente que no habla. ¿No será usted la señorita Clair Matin?

Ya sabe quién soy, dice ella. Le he traído sus conchas. Y vengo a pedirle perdón.

¿Perdón? Pero si estoy muy contento. ¡Es la primera vez que me atropella un chica! Fíjese que la última vez fue un cura. ¡Qué desastre!, pero, ahora, ¡una mujer! ¡Una chica guapa!

No, no soy guapa, dice Mireia muy seria. Ni siquiera con aquellas bromas fue capaz de reírse.

Bueno, un ciego tiene sus derechos, ¿sabe?, y uno de ellos es ver lo que me da la gana.

Lo siento, de verdad, dice Mireia. Fue un despiste. Tenía como niebla en los ojos.

Deje que le cuente una cosa en agradecimiento por atropellarme de una manera… tan cariñosa. Es una historia que nadie conoce.

La gente piensa que la niebla viene de fuera. Que nace en el mar, o en los ríos, o que desciende del cielo como un cobertor. Pues de eso nada. La niebla de Santiago nace en el interior de la catedral. Hay una cofradía secreta, la de los Ti-raboleiros Neboentos, que por la noche, cuando cierran el templo, mecen el botafumeiro, el gigantesco inciensario. Y al amanecer, poco a poco, va saliendo la niebla como vaho vacuno. Sale por debajo de las puertas, por la boca o el culo de las gárgolas, por los ojos de las cerraduras, por las alcantarillas del Inferniño. Y envuelve la ciudad con la mejor seda de Galicia. Así es como nace la niebla.

Kiss se mira en el espejo. Tiene las ojeras de un insomnio interminable. Luego vomita la tristeza en el lavabo. Se viste y se pinta en memoria de la adolescente punkie que ya no es. Se lanza a la calle. Vaga por la Alameda y luego por el laberinto de piedra que es la ciudad vieja. Flaca y gorda, Compañera Sombra, alma esclava, qué más le da. Una música, que le suena a lamento y aullido, va tirando de ella.

Bajo el arco de la casa episcopal, el gaitero Manuel toca una música que huele a hoguera de algas sobre la nieve. El sombrero en el suelo, con unas monedas.

Kiss se sienta en la escalinata, abrazada a sus rodillas. La Compañera Sombra, su alma gemela, vuelve a su sitio.

Cuando acaba la música, Kiss dice en alto: ¡Tengo hambre!

¿Qué?

Que tengo hambre. ¿Me invitas a cenar?

Están en una taberna. Un plato de pulpo a la feria. Ella come y bebe como si fuese la primera vez después de muchos años.

Es horrible. ¿Cómo podéis comer esto?, dice ella, llevándoselo con repugnancia a la boca.

¿A que te gusta?, dice él.

Sí. ¡Qué extraño!

El pulpo es un animal futurista. Viene de otro planeta, ¿sabes?

Yo también, dice ella.

Ahora están sentados en la escalinata que une la Quintana dos Mortos y la Quintana dos Vivos.

¿Y de qué planeta vienes tú?, pregunta Manuel.

Creo que se llama Natal. Es de nieve y de candelas. Y desde la ventana se ve un reno.

¿Os coméis los renos?

Sí. En carne ahumada.

Van a ser las doce, dice él. En cierta ocasión, por la noche, tocó aquí una orquesta, una gran orquesta sinfónica. La gente se preguntaba qué pasaría cuando llegasen las doce y la campana de la Torre del Reloj comenzase a sonar.

¿Y qué pasó?

Unos segundos antes, el director dio una orden con la batuta y la orquesta calló la sinfonía de Beethoven. Y entonces se escucharon las doce campanadas de la Berenguela. Cuando acabaron, hubo una gran ovación.

Las campanas. Kiss apoya la cabeza en el hombro de Manuel y cierra los ojos.

De noche, en la soledad de su habitación, In-ma habla por teléfono.

Está bien, no tenemos que discutir. Somos civilizados. ¿Que por qué no quiero discutir? Que te den por el saco. Sí, puedes llevarte la música que quieras. No, no te trato como a un niño. Déjame a Cesária Évora, Paquita la del Barrio y Chávela Vargas. ¿Para qué? Para llorar por tí. No, no te estoy vacilando. ¿Tenemos que hablar? No. Ya no tenemos nada más que hablar. Estoy harta de hablar. Voy a dormir, dormir, dormir.

Llueve. Bajo una alfombra caminan Omar, Mireia y Bastían.

Bastían cojea.

Ciego y cojo, dice. ¡Milagros del apóstol! ¿No me negaréis que parezco un tipo interesante? ¡Lástima que ya no beba! ¡Ciego, cojo y borracho!

¿Bebías mucho?

¡Así me hice catedrático!

Luego, en voz baja, atrapada por un recuerdo: Bueno, tenía a Sil. Él me guiaba por la universidad de las tabernas.

¿Quién era Sil?, pregunta Mireia.

Un perro negro como un tizón, informa Ornar.

¡Sil era Sil!, exclama Bastían con sentida so- lemnidad. Cazaba mariposas de colores.

¿Cómo lo sabes?

Me las ponía en las manos.

En el silencio que se hizo, Mireia pudo ver al retriever dar un limpio salto en el aire y volver con un bocado de colores.

Cuando murió, dijo Bastían, no quise otro perro. Dejé de ir por las tabernas. ¡El Sil! Se fue, pero me dejó su olfato.

¿Para qué vamos a la catedral?, pregunta Omar.

Quiero que Mireia vea cómo sonríe la piedra. Porque la piedra está viva, Omar, la piedra está viva.

La piedra es piedra. Lo que pasa es que tú vendes muy bien historias. Deberías vender alfombras.

Es curiosa esta ciudad, continúa Bastían. Las ciudades nacen de ferias, de fortalezas, de pasos fronterizos, de asentamientos del poder y del comercio. Pero esta ciudad, esta ciudad nació de un cementerio. Floreció sobre la muerte. No me digáis que no es curioso. Se dice que Lutero dijo que todo era una leyenda y que en Santiago podía estar enterrado un perro.

Y Bastían añadió con sorna: ¡De ser, sería una vaca, digo yo!

Están en el Pórtico de la Gloria. Bastían explora con sus ojos ciegos, de grises y blancos nebulosos.

Ahí, señala, ahí está la sonrisa de la piedra. El gran enigma. Es Daniel, el profeta, la única estatua del románico con una sonrisa picara. Arriba, la orquesta de los ancianos del Apocalipsis. Por allí, a la derecha, hay un hombre que se está comiendo un cocodrilo. Y también el tentáculo de un pulpo. Abajo, la animalia del Infierno. En el centro, claro, el Creador. Y ahí, ahí está la sonrisa. ¿Sabes, Mireia, por qué sonríe? Sigúele la mirada. Fíjate enfrente. Hay una Salomé. Una hermosa mujer de pechos generosos que aún lo serían más, de no haberlos rebajado a cincel la censura. ¡Y ése es el gran enigma!

Es la primera vez en mucho tiempo que Mi-reia devuelve una sonrisa.

El Pórtico de la Gloria, esto sí que es una obra abierta. Todo el mundo tiene un lugar en ella. Una vez, cuenta Bastían, llegó un peregrino muy del norte, del país de los vikingos. Larga barba y curtido como cuero de buey por el duro camino. Se sentó allí en la base y ya no se movió. Un mendigo de piedra. Hasta que un día apareció un muchacho a caballo y con otro corcel de la brida. Fue junto a él y únicamente le dijo: ¡Ya puedes volver, papá! Y sin más la estatua se puso en pie y echó a andar tras su hijo.

Mirea y Bastían están sentados en un banco del mirador de la Ferradura. El crepúsculo, la caída del sol al oeste, tras el monte Pedroso, pinta la vieja Compostela de pan de oro y óleos carnales.

¿Ves ahora la rosa de piedra, la rosa que nace de la nada?

Pues no, ríe Mireia.

Deberías esperar. Hay que darle tiempo al tiempo, ese mago.

Ella le coge la mano y la entrelaza con sus dedos.

¡Ah, por fin, un braille de cariño!, exclama Bastían.

Ya estamos a punto de acabar, dice Mireia. La última sesión será en los acantilados de Fisterra.

¡ La Costa da Morte!, dice Bastían. Allí iban los peregrinos a recoger vieiras.

Inma está obsesionada con eso del Fin de la Tierra. Creo que no le van bien las cosas.

Te quiero pedir algo, dice de repente Bastían, muy serio. Llevadme con vosotras.

Y añade parpadeando: No seré un estorbo. ¡Me gustaría tanto ver el mar!

En el coche, mientras los demás charlan o cantan, Inma trata inútilmente de hablar por teléfono móvil.

¡Para ahí!, le pide Inma a Mireia, que conduce.

Hay una cabina a la orilla de una playa desierta. Quien la puso allí debió de pensar en las botellas arrojadas al mar con un mensaje.

¡Hola! ¿Eres tú? No, no me dieron el recado. No, no me pasa nada, es que estoy en una cabina y se está tragando las monedas. Junto al mar, una cabina en el mar. Te quería decir. Sí que somos dos idiotas. Pero tú eres mucho más idiota que yo. Me queda una moneda. La meto por un beso.

Mireia retrata a Kiss en los acantilados, junto a las cruces de piedra del cabo Roncudo, que recuerdan a los pescadores muertos.

De reojo, entre foto y foto, Mireia observa a Bastían. Parece hechizado por el mar. El viento lo peina. Aparta la nariz.

Mireia se concentra en las fotos. Cuando de nuevo vuelve la mirada hacia Bastían, éste bordea el acantilado y se pierde de vista.

La fotógrafa grita su nombre, y brinca por las rocas seguida de Kiss e Inma. Llegan a una gruta en la que el mar se agita y brama con furia. Pero no encuentran ni rastro del ciego.

Van al pueblo más próximo en busca de ayuda. En el muelle, Mireia cuenta con angustia lo ocurrido. Los pescadores primero la escuchan con atención pero luego se miran entre ellos e intercambian gestos de cómplice incredulidad.

¿Y dice usted que era ciego?

Sí, sí, ciego. Vende vieiras en Santiago.

Un viejo pescador murmura con ironía: ¡Todos los años el mismo cuento!

Y aquí se acaba la película.

La actriz que hacía de Mireia y el actor que hacía de Bastían se sientan ante el mar. Como en una función de despedida, la puesta de sol se esfuerza en no defraudar.

Si yo fuese fotógrafa, dice ella, nunca fotografiaría una puesta de sol.

Y entonces él, imitando el gesto de ojos de cuando era Bastían, le dice: ¿Por qué los que la podéis ver no aceptáis la belleza?

Y la actriz, que vuelve a ser Mireia: ¿Sabes por qué? Porque desconfían de la belleza. Porque conocen la terrible belleza que produce el odio.

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