El nido de amor

El hombre iba delante, abriendo las ventanas con aire descuidado. Y también ellas, las ventanas, correspondían con una pereza de madera vieja y artrósica, a la que le afectan mucho los cambios de estación. Cuando alguna de las contras se resistía, el hombre reaccionaba con gruñidos de malhumor de tal forma que su refunfuñar tenía una naturaleza semejante al chirriar de las bisagras.

Pero la luz, que de repente iluminaba la casa con la avidez de quien lleva años a la espera, obró el milagro de que la mujer propietaria, hasta entonces una sombra silenciosa, se volviese locuaz, como un sonámbulo que despierta. Y ahora recorría la estancia sacudiendo el polvo y los fantasmas con la urgencia excitada de quien reconstruye los fotogramas de una valiosa película deteriorada y olvidada.

En medio de esa alianza de luz y pasado, nosotros éramos seres extraños, ocupantes involuntarios de una nostalgia ajena. Luisa y yo ya habíamos compartido esa sensación con anterioridad, en nuestra obstinada y esperanzada ruta inmobiliaria Pareja joven busca nido de amor.

Algunos propietarios enseñaban su casa con la distante seguridad de quien ya había enconirado mejor cobijo, liberándose así de un territorio que ahora les resultaba inhóspito. Pero otras mostraban en sus rostros y en la manera de guiarnos una inquietud culpable, arrastrando en sus pies, por el pasillo, una pesada cadena de resistencias y censura. Entonces nos sentíamos profanadores, cómplices de un acto de traición.

La mujer repentinamente habladora llenaba la vieja casa de gente ausente, de laboriosos difuntos. Una abuela que bordaba en la galería, acompañada por la sinfonía de un canario enjaulado. La criada coja que barría la cocina y bailaba solitarios tangos con la escoba. Las niñas que se probaban los trajes de fiesta de su madre, adornados de brillantes abalorios, y coqueteaban con el espejo.

La mujer propietaria iba abriendo con emocionado temblor las puertas de aquellos desvencijados armarios como si fuesen páginas de una vieja enciclopedia escolar. Estaban vacíos. Solamente había, en uno de ellos, un lecho de papeles roídos. El nido abandonado de una rata. La mujer cerró con espanto la puerta y regresó a su silencio. El hombre aprovechó aquella pesarosa retirada de la dueña para informarnos con rutinaria frialdad de las características de la vivienda.

¡Ah, me olvidaba!, dijo con hastío. Arriba vive una inquilina. Muy vieja. Y además está muy enferma.

Y sentenció, con el gesto de quien decreta una máxima pena: No causará problemas.

Después de esto, nos pareció oír un adiós agónico y que un sonido de réquiem traspasaba el techo y una anciana ánima, junto con el viento, golpeaba con sus alas en el tejado.

Disciplinados, conteniendo nuestro asombro, tomamos nota de la superficie y dibujamos un sencillo plano. Luego intentamos apresurar la despedida.

Esperen. Nosotros también nos vamos, ordenó el hombre con la sequedad de quien lleva un uniforme bajo la piel.

Fuera, en la calle, la mujer miró con añoranza la fachada: ¡Siempre era la primera en recibir la luz del alba! Es la casa ideal para dos enamorados.

Creo que el hombre comprendió que no volveríamos. Miró para su frágil mujer con una extrañísima mezcla de odio y amparo. Y luego, como si viniese de firmar un bando de guerra, se dirigió a nosotros: ¡Tonterías! El amor no existe.

Seguiremos buscando.

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