Una última atención necesitan aún las colmenas: la recogida de los enjambres que huyen cuando enjambran.
Esto requiere un cierto cuidado para no perderlos, ya que los enjambres pertenecen a quien los encuentra primero.
«Etnografía», XAQUÍN LORENZO,
de la Historia de Caliza
Aquella primavera había llegado adelantada y espléndida.
A la hora del café, por la ventana que daba a la huerta, Chemín contempló la fiesta de pájaros en el viejo manzano en flor. Durante el hosco silencio del invierno sólo acudía allí el petirrojo, picoteando como un niño minero sus sienes plateadas por el musgo, brincando por las ramas desnudas con su saquito de aire alegre y colorado. A veces también acudía el mirlo. Posaba su melancolía crepuscular, devolviéndole de reojo su mirada al hombre, y después huía de repente, desplegando las alas en un pentagrama oscuro.
También en el comedor había fiesta. Todos los años en esta fecha, el tercer domingo de marzo, celebraban el día de san José en la casa paterna de los Chemín. De hecho, habían sido las canciones de hijos y nietos las que guiaron su vista hacia el viejo manzano, desde su puesto en la cabecera de la mesa.
La brisa de media tarde abanicaba perezosamente los brazos artrósicos del frutal, que sostenían en vals el inquieto galanteo de los pájaros. Pero en la punta de las ramas los penachos de flor blanca temblaban como organdí de novia. Allí rondaban las abejas.
Papá, te toca, dijo Pepe, el hijo mayor. Era un buen guitarrista. Cuando estaban de moda los Beatles, él había sido de los primeros en toda la comarca en dejarse el pelo largo, y usaba unos horribles pantalones color butano, muy ceñidos y de pata acampanada. Había dado mucho que hablar a la vecindad y le pusieron de apodo O'YeYé. A él le llegó algún chisme cuando estaba de emigrante en Suiza. Vi a tu Pepe en la feria de Baio, le había comentado uno de la zona de Tines, recién emigrado. Y añadió masticando la sorna: por detrás pensé que era Marujita Díaz. De noche, con la rabia, Chemín pensó escribir una carta ordenándole a su hijo que fuese al barbero. Rumiaba las frases para meterlo en cintura y recriminarle a la madre su tolerancia, pero le dejaban en la boca un sabor agrio, de achicoria. Imaginó a Pilar, su mujer, abriendo el sobre con sus dedos rosados, pues siempre los lavaba cuando la sorprendía el correo. Leyó con los ojos aguados de Pilar la carta reprobatoria que le rondaba por el magín y fue entonces cuando le pareció una tontería, una bofetada borracha en plena noche.
Venga, papá, canta Meus amores. Sí, sí, que cante el abuelo.
Se preguntó si aquellas abejas que sorbían el néctar de las flores blancas del manzano eran de sus colmenas o si venían de la huerta de Gan-dón. Le gustaba el café caliente y muy dulce, pero la taza se le había ido enfriando entre las manos, distraído con la pantalla de la ventana.
¡Meus amores! Aquella balada se la había enseñado un compañero de barracón en Suiza. No tenía mucha memoria para las canciones, pero aquélla le había quedado prendida como una costura de la piel. Le salía de dentro a modo de oración, como himno patriótico de las visceras, fecundado por la cena de patatas renegridas del barracón de emigrantes. Todos los años, desde que había regresado de Suiza y celebraban juntos san José, él cantaba Meus amores. Ya era un patriarca, el más viejo de los Chemín. Aquella balada brotaba como un manto de niebla que les unía a todos, también a los que se habían ido, en un más allá intemporal.
Dous amores a vida gardarme fan: a patria e o que adoro no meu fogar, a familia e a térra onde nacín. Sen eses dous amores non sei vivir [2]
Mediada la canción, notó el pecho sin aire como el fuelle hinchado de una gaita. No me encuentro muy bien, dijo por fin. Sabía que aquella reacción iba a ensombrecer la fiesta, como si alguien tirase del mantel y destrozase la vajilla de Sargadelos que Pilar guardaba como un ajuar.
Creo que me voy a echar un poco en la cama.
Era más de lo que podía decir. Tenía la boca seca y culpó de ello al café frío y amargo. Algo, una angustia forastera, le oprimía el pecho, clavándole las tenazas de las costillas en los pulmones. Pero, además, el enjambre de abejas le bullía en la cabeza con un zumbido hiriente, insufrible.
Pepe entendió. Su buen hijo, O'YeYé, con canas en la pelambrera rizada, rasgueó la guitarra y empezó a cantar una de las suyas, Don't let me down!, en un gracioso criollo de gallego e inglés, atrayendo la atención de los más jóvenes. Sólo Pilar le miró de frente, desde el quicio de la puerta, ella, la incansable vigía, con una bandeja de dulces en la mano.
Antes de bajar la persiana, en su dormitorio, volvió a mirar el manzano, aquel imán en flor. Luego reparó en la huerta vecina, la de Gandón. Como siempre, sólo era visible una parte mínima de aquel mundo secreto y eternamente som-brizo, oculto por un tupido seto de mirto y laurel. Solamente había un trecho en el que el muro vegetal descorría la cortina, y era en un lado en el que el saúco todavía invernaba escuálido, seguramente ensimismado en su médula blanca. Por aquellas rendijas Chemín podía entrever las corchas del colmenar abandonado.
Él y Gandón habían sido muy amigos en la infancia. Recordaba, por ejemplo, que juntos pescaban con caña los lagartos amales que amenazaban las colmenas. Era un arte difícil. Había que cebar el anzuelo con saltamontes y estar muy escondidos. Él sostenía la caña y Gandón, del lado contrario, le hacía una señal cuando el lagarto iba a picar. Las abejas estaban preparadas para luchar contra un invasor, lo mataban y embalsamaban para que no se pudriese dentro de la. colmena, pero aquel verano los lagartos parecían multiplicarse como un ejército glotón. Llegaron a atrapar dos docenas. Les pasaron un alambre por los ojos y se los llevaron colgando con el orgullo de quien ostenta un precioso trofeo. La piel del arnal parece una tira arrancada del arco iris.
Las familias de Chemín y Gandón no se hablaban, pero a ellos, mientras fueron niños, era algo que no los implicaba. Sólo había una cierta cautela al entrar en la casa del otro. Una vez, cuando los adultos estaban de faena, había jugado con Gandón en aquella huerta umbría. En un rincón estaban, amontonadas, viejas corchas que habían servido de colmenas. Mi padre dice que no tenemos buena mano con las abejas, explicó Gandón. Se murieron todas de un mal de aire.
Un día él y Gandón dejaron de hablarse. Nadie se lo ordenó explícitamente, pero fue como si ambos escuchasen a un tiempo un mandato ineludible surgido de las visceras más recónditas de sus respectivas casas. Fue tras la confirmación, cuando el auxiliar del obispo vino a la parroquia y les impuso una cruz de ceniza en la frente. Al regresar de la iglesia ya no se hablaron y por el camino fueron distanciándose a propósito.
Chemín, ahora tumbado en el lecho, se llevó la mano a la frente e hizo la señal de la cruz. La cruz no tenía nada que ver en el pleito entre los Chemín y los Gandón. Sólo era la forma que tenía el recuerdo. El silencio entre él y Gandón, la conciencia de implicarse en un resentimiento heredado, cobró cuerpo cuando el hombre empezó a apropiarse del niño. El día de la confirmación les pusieron por vez primera pantalón largo. Y dejaron de hablarse justo cuando les cambiaba la voz y de la garganta les salían gallos que no dominaban. Poco después notarían con cierta sorpresa que ya se les permitían las blasfemias en público.
Aquellos dos niños que un día habían sido amigos desaparecieron por el desagüe de la memoria, que tanto sirve para recordar como para olvidar. Para Chemín el viejo, tumbado en el lecho, de aquel tiempo sólo quedaba, como imagen congelada, el brillo húmedo del arco iris en la piel de los amales.
Había seguido viendo a Gandón, claro, con mucha frecuencia. El hombre que le había crecido dentro tenía una mirada que a él le parecía dura y sombría, como la huerta en la que el otro se adentraba nada más traspasar la verja. Más tarde, Gandón empezó a trabajar de peón en las obras de una lejana carretera. Sólo lo veía los domingos, y le pareció un tipo extraño, un forastero al que nunca hubiese tratado. Cuando se cruzaban, se apartaban el uno del otro como si también quisiesen evitar el contacto entre sus sombras.
Recostado en el lecho, Chemín volvió a ver a los dos niños. Estaban a la puerta del cielo, ante san Pedro. Éste, como un meticuloso guardia de aduanas, les contaba los lagartos amales uno por uno. Parecía que no le cuadraban los números. Finalmente, miró a los niños con altiva mirada de funcionario y les dijo:
– ¡Son pocos lagartos! Bajad y traed más.
Y los niños echaron a andar cabizbajos por un sendero descendiente, tropezando con los zuecos en los guijarros, y con el peso abrasador de la losa solar en sus espaldas.
¿Vamos a pescar truchas a mano?, dijo el pequeño Chemín. A lo mejor, una trucha vale en el cielo lo que tres lagartos.
Pero el pequeño Gandón no le respondió. De repente, había crecido. Era un hombre rudo y silencioso, sumido en sí mismo. Sus brazos y su rostro tenían el barniz resinoso de la intemperie. Al llegar al crucero, escupió en el suelo y tomó el camino contrario sin despedirse.
Adiós, Gandón, dijo con pena Chemín.
Cuando emigró a Suiza, su primer empleo fue en la construcción de un túnel en el Ticino. Eran por lo menos trescientos obreros horadando el vientre de la montaña. Chemín tenía de jefe un capataz italiano muy llevadero. Cuando se acercaba un ingeniero, les gritaba con energía «¡Lavorare, lavorare!». Cuando marchaba, guiñaba un ojo y decía con una sonrisa picara «¡Piano, piano!». Una mañana llegó un nuevo grupo de obreros y Chemín se dio cuenta, por la forma de hablar, que la mayoría eran gallegos. Entre ellos, como una feliz aparición, descubrió a Gandón. Fue hacia él y lo saludó con alegría. El vecino pareció dudar, pero luego torció la mirada como quien muestra desprecio a un delator y siguió los pasos de su grupo. Durante meses se cruzaban y se repelían instintivamente. Hasta que un día Chemín se dio cuenta de la ausencia de Gandón, como si dejase de sentir el olor otoñal de un borrajo. Hacía un frío de mucho bajo cero. En la boca del túnel, el lienzo de la nieve flameaba como un sudario. Preguntó por él y un conocido de Camarinas le informó de que lo habían bajado a un hospital. Que le habían reventado las muelas al beber el agua helada de un manantial. Bebe leche, Gandón. Pero no. Sólo bebía agua. Le tengo alergia a la leche, decía. Tampoco probaba el queso ni la mantequilla. Ésa era la base de la dieta en el comedor de la empresa. Pasaba hambre, dijo el de Camarinas. Cagaba blanco como las gaviotas. No creo que vuelva.
En la huerta de Chemín había también un nogal. Su padre le había contado que cada año crecía la altura de un hombre, pero que no daba Eruto. Comenzó a dar nueces cuando él nació.
Un día supo, de forma indirecta, por una conversación de vecinos, que aquel nogal había sido la causa de la discordia entre los Chemín y los Gandón. En realidad, él mismo era parte fundamental de la historia.
El padre de Chemín se había casado de viejo con una muchacha muy hermosa. María da Gracia, su madre, era hija de soltera, había trabajado desde niña de criada, pero no por eso tenía pocos pretendientes. Ella misma era la mejor dote que un labrador podía desear. En la folia del maíz cantaba tangos y boleros y la gente arrancaba al compás las rugosas y ásperas hojas de las mazorcas como si fuesen pétalos del Corpus. Cuando el viejo Chemín y María da Gracia se casaron, los mozos más resentidos no dejaron de cantar coplas y agitar cencerros y latas toda la noche ante la casa.
Ya habían pasado tres años y María da Gracia no tenía descendencia. Eran un buen tema de comentario para los más chismosos, pero la pareja se mostraba siempre feliz como las tórtolas en primavera, Fue entonces cuándo sucedió el caso del nogal. El árbol crecía con el ímpetu de un sauce en la ribera, pero sin dar un solo fruto. Alguien le dijo a Chemín que lo que tenía que hacer era varearlo. Azotar las ramas con una vara antes de que brotasen las hojas. Golpearlo sin romperlo. El árbol, por decirlo así, entendería el mensaje. Y eso fue lo que hizo aquel día de sol primerizo en el que todo parecía estar al acecho. Con la camisa blanca y el chaleco negro, a la vuelta de misa, sacudió el nogal. Notó las gotas de sudor en la frente y, por la huerta vecina, pasó a su altura el viejo Gandón. Y dijo en voz alta: Así tenías que hacer con tu mujer, Chemín, sacudirla bien sacudida. ¡A ver si da nueces! Gandón tenía cinco hijos.
El viejo Chemín no respondió. Apoyó la vara en el tronco del nogal, entró en casa y bebió un cazo de agua del cubo de roble herrado. Después le dijo a María da Gracia: No me preguntes por qué, no te lo puedo decir, pero por favor, nunca más les dirijas la palabra a los Gandón. María da Gracia entendió. El suyo era un hombre noble. Le atraía ese su señorío natural.
Un año después, nacía el pequeño Chemín. Todo esto refrescaba en su memoria cuando ocurrió lo del enjambre. Pero esta vez el recuerdo había retornado con un odio que él nunca había sentido. Era una hiedra que le ahogaba el pecho, que se ceñía a la nuez de su garganta y le transformaba el habla en un sonido ronco, en monosílabos duros que caían como pedradas en el estanque siempre tranquilo que rodeaba a Pilar. Ella notó enseguida aquel cambio de carácter pero lo atribuyó al tiempo, a aquella primavera enloquecida con noches de luna tan luminosas como un día amarillo, que hacían cantar a los gallos por la noche y traían exhaustos los cultivos con un insomnio febril.
Chemín no le había contado a nadie, ni a ella, lo que había sucedido con el enjambre.
El fin de semana anterior había notado mucha inquietud en una de las colmenas. Era un enjambre muy bueno. Daba una miel oscura, con sabor a romero, porque él era capaz de distinguir los matices misteriosos de la dulzura, las dosis de bosque y flor que había en una cuchara-dita. Las colmenas siempre habían sido una parte destacada de la hacienda familiar. Eran como una vacuna secreta a la que se le atribuía la longevidad del clan. Enterró a su padre a los noventa años, y no lo había matado la enfermedad sino la pena por la pérdida de María da Gracia. Si ella viviese, murmuraba, yo no moriría nunca. Pero a ella la había matado, un día de feria, aquel maldito coche conducido por un borracho.
Todo el domingo lo pasó al acecho porque el enjambre había empezado a barbear. Las abejas se arremolinaban en la piquera de la colmena. Debe de haber una nueva reina, pensó, y la vieja no tardará en marchar con todo su séquito de obreras.
Durante mucho tiempo, le había contado su padre, no se sabía cómo nacían las abejas. ¿Sabes por qué? Porque pensaban que la reina tenía que ser un rey. No les cabía otra cosa en la cabeza, ni siquiera a los más sabios. Escribían tonterías como que los enjambres nacían de los vientres de los bueyes muertos. Hasta que los sabios cayeron de la burra. Y hay otra cosa muy curiosa que debes conocer, dijo su padre bajando la voz en confidencia. La reina no nace reina. Las obreras eligen una larva y la alimentan con jalea real unos días más que al resto. En realidad, cualquiera de las abejas podría ser una reina. ¿Y a los zánganos? ¿Por qué matan a todos los zánganos?, preguntó el niño. Porque son unos vagos, como los chupatintas de la ciudad, dijo riendo el viejo Chemín.
El domingo casi no pudo dormir. En sus sueños, la bola del enjambre salía volando a media altura como un globo y él, como en una inquietante película cómica de Charlot, braceaba y braceaba intentando hacerse con él. Se levantó temprano con esa inquietud y después de mojarse la cara con agua fría se dirigió hacia la colmena. En efecto, las abejas apiñadas formaban una gran madeja a punto de desprenderse. Fue corriendo a coger un cesto y justo cuando lo tenía al alcance de la mano vio como el enjambre despegaba en un vuelo compacto y deshilacliado a un tiempo. Fue a parar a la primera rama que encontró en su camino, la más baja del nogal. Chemín se acercó muy lentamente, pero su corazón latía como la muela de un molino. No era miedo. El sabía que las abejas, cuando vuelan en enjambre, van cargadas con tanta miel que no pueden picar. Fue levantando el cesto y a medio camino pudo ver cómo la bola despegaba de la rama y retomaba el vuelo. Esos segundos que quedó pasmado, sin reaccionar, fueron definitivos. El enjambre salvó el seto y se fue a posar en uno de los árboles de la huerta sombría de los Gandón. Y entonces apareció él, como un cazador al acecho. El hombre silencioso se quitó el chaquetón de cuero de becerro, envolvió el enjambre como si atrapase un sueño alado en el aire y se fue hacia las viejas colmenas vacías.
Chemín dormía despierto. Desde la planta baja llegaba el sonido de las canciones. Que o mar tamén ten mulleres, que o mar tamén ten amores, está casado coa area, dalle bicos cantos quere. [3] Este mediodía había ido andando al pueblo. Quería espantar aquel pensamiento que le perforaba la cabeza con un zumbido terco e hiriente. Siempre había sido un hombre sensato. Razonó por el camino. Gandón había actuado de acuerdo con una ley no escrita. Podría haber sido cualquier otro. Un enjambre que abandona la colmena pertenece a quien lo atrapa. No era un robo. Pero el zumbido insistía e insistía, traspasándole la cabeza de sien a sien. No podía evitar considerarlo un acto de hostilidad. Un desafío de guerra. ¿Qué sabía Gandón de abejas? Su familia no había sido capaz de mantener aquellas colmenas. La peste, el mal de aire, qué demonios, lo tenían ellos dentro del alma. Al pensar en la miel del enjambre cautivo, Chemín notó en los labios un sabor hasta entonces desconocido. Una miel amarga.
Iba a la búsqueda de viejos amigos con los que charlar y distraer el zumbido que le atormentaba. Pero al llegar a la taberna Lausanne buscó una mesa en el rincón y apartó la mirada del bullicio. Con cartas invisibles jugaba un solitario sobre el mármol de la mesa. ¿Qué habría pasado en aquel instante por la cabeza de la vieja reina? ¿Por qué el enjambre abandonó la rama del nogal, aquel nogal que se había plagado de nueces cuando él nació? Un minuto antes todo tenía sentido. Miró el reloj. Se había hecho tarde. Ya estarían llegando los invitados. Si pudiese, se perdería en el monte hasta la noche. Pensaba en su propia fiesta como en la de un extraño. Al levantarse, se dio cuenta de que había bebido más de la cuenta. El zumbido chispeó como una lámpara floja. Se le había extendido por todo el cuerpo a la manera de un dolor antiguo. Cuando se acercó a la barra para pagar, el tabernero, emigrante también en su época, le dijo que no debía nada. Lo tuyo está Okey, Chemín. Entonces ¿invita la casa? Gandón. Lo tuyo lo ha pagado Gandón. Le advertí que eran cuatro vasos. Pero él respondió que daba igual, que cobrase todo. Que un día era un día.
En vez de ir por la carretera, Chemín se echó a andar por un atajo que llevaba a la aldea atravesando el bosque y los prados. La frescura de la arboleda le alivió el zumbido, pero después, en los herbales, un sol impropio de aquel tiempo, navajero, le removió como tizón el enjambre. Hizo visera con la mano y miró hacia la aldea. Esa distancia entre aldea y pueblo había ido cambiando a lo largo de su vida. De pequeño le parecía un atlas. Después se fue acortando hasta convertirse en un tiro de piedra. Ahora volvía a las dimensiones de su infancia, pero de otra forma, como si los guijarros fuesen pedazos de hueso.
En medio del camino, más tirado que recostado, un bulto jadeante, se encontró a Gandón. Se cruzaron las miradas. La del hombre acostado, con la cabeza apoyada en el ribazo, era una mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso. Tenía una mano en el pecho, a la altura del corazón, y se frotaba como un alfarero la masa de arcilla.
Es el vino, murmuró Gandón, le echan mucha química.
El gesto de su cara era una mezcla de ironía y dolor.
Sin decir palabra, Chemín le ayudó a levantarse, pero cuando el otro intentó sacudirse el polvo de la chaqueta, volvió a derrumbarse. Chemín lo agarró con un gran esfuerzo por la cintura, pasó el brazo de Gandón por encima de su hombro y echaron a andar casi a rastras. Pegados uno al otro, sudorosos, parecían respirar por el mismo fuelle con un silbido quejoso.
Cuando llegaron a la verja de la huerta de Gandón, éste hizo gesto de valerse por sí mismo. Permanecieron allí apoyados, cogiendo aire. Por fin, en silencio, Chemín siguió su camino.
Tienes que enseñarme a criar las abejas, murmuró Gandón.
Chemín no dijo nada.
Cuando llegó a casa, sus nietos corrieron a darle un beso y él les puso la mejilla con una mansedumbre inexpresiva, con la mirada en otra parte. Buscó su silla en la cabecera de la mesa y se dejó caer en silencio.
Ahora, en cama, en una vigilia de brumas, trata de reconducir el sueño.
Los dos niños bajan del cielo por un sendero, haciendo chocar los zuecos en los guijarros a propósito. Vamos a hacer una cosa, dice de repente el pequeño Chemín. Te doy mis lagartos, y así tú puedes entrar en el cielo. ¿Y tú?, pregunta el pequeño Gandón. Yo voy a pescar truchas a mano. Cuando tenga una, se la iré a llevar al santo de la puerta. Pero ahora ve tú delante.
¿Y tu amigo? ¿Por qué no ha vuelto tu amigo?, preguntó el santo Pedro tras recontar los amales.
Dijo que prefería ir a pescar truchas, explicó con inocencia el pequeño Gandón.
Así que ha ido a pescar truchas, ¿eh?, dijo enigmático el aduanero.
En cama, Chemín escuchó por fin la campana. Muy despacio, con el acento de un cantor ciego, la campana de la parroquia decía Gan dón, Gan dón.
Su hijo, su querido Yeyé, abrió la puerta de la habitación y le dijo en la penumbra: ¿Sabes, papá? Dicen que Gandón ha muerto.
Él abrió mucho los ojos para abrazar a su hijo con la mirada. Escuchaba su voz cada vez más lejos, por más que él se le acercaba y lo llamaba a gritos.
¡Papá! ¡Papá! ¿Qué tienes, papá? ¡Por Dios, papá!
Volaba, volaba envuelto en el terciopelo del enjambre. ¿Por qué dejaban la colmena? ¿Por qué las abejas no se quedaban en la rama del nogal? Quiso preguntar algo más, pero la vieja reina estaba sorda.