Ursula K. Le Guin En el otro viento

Más al oeste que el Oeste

más allá de la tierra

mi gente está danzando

en el otro viento.

La canción de la mujer de Kemay

CAPÍTULO I Enmendando el cántaro verde

Largas y blancas velas como alas de cisne llevaban al barco Vuelalejos a través del aire estival de la bahía desde los Promontorios Fortificados hacia el Puerto de Gont. Se deslizaba sobre las tranquilas aguas del embarcadero, criatura del viento tan segura y graciosa que un par de pescadores cerca del viejo muelle le dieron la bienvenida con entusiasmo, agitando los brazos para saludar a los tripulantes y al único pasajero de pie en la proa.

Era un hombre delgado con un paquetito y una vieja capa negra, probablemente un hechicero o un pequeño comerciante, nadie importante. Los dos pescadores observaron el bullicio en el muelle y en la cubierta del barco mientras todos se preparaban para descargar la mercancía, y únicamente echaron un vistazo al pasajero con un poco de curiosidad cuando, al dejar el barco, uno de los marineros hizo un gesto a sus espaldas, el pulgar y el meñique de la mano izquierda apuntando hacia él: «¡Y no regreses nunca!».

El hombre dudó unos instantes en el paseo marítimo del malecón, se cargó el paquete al hombro, y partió rumbo a las calles del Puerto de Gont. Eran calles muy animadas, y en seguida se metió en el Mercado de Pescados, repleto de vendedores ambulantes y regateros, las piedras del empedrado brillantes, llenas de balanzas de pescado y salmuera. Si tenía pensado algún camino a seguir, pronto lo perdió entre carros y casetas y muchedumbres y las frías miradas fijas de los peces muertos.

Una mujer alta y anciana giró sobre sus talones frente a la caseta en la que había estado insultando la frescura del arenque y la veracidad de la pescadera. Al ver que ella lo miraba con furia, el extraño dijo imprudentemente: —¿Tendría usted la amabilidad de indicarme el camino que debo tomar para ir a Re Albi?

—Vaya, hombre, y empiece por ahogarse en excremento de cerdo —dijo la alta mujer y se alejó dando zancadas, dejando al extraño extenuado y abatido.

Pero la pescadera, al ver una oportunidad para aprovechar su superioridad, dijo gritando: —¿Re Albi, ha dicho? ¿Pregunta sobre Re Albi, hombre? ¡Hable más alto, pues! La casa del Viejo Mago, eso debe de ser lo que usted busca en Re Albi. Sí, debe de ser eso. Entonces salga por allí, por esa esquina, y suba por la calle Elvers, allí, ¿lo ve? Hasta llegar a la torre…

Una vez estuvo fuera del mercado, las anchas calles lo condujeron cuesta arriba y más allá de la torre de vigilancia hasta una de las puertas de la ciudad. La guardaban dos dragones de piedra de tamaño natural, con dientes grandes como su antebrazo, los ojos de piedra brillando ciegamente sobre la ciudad y la bahía. Un guardia holgazán le dijo que simplemente tenía que girar a la izquierda al principio del camino y estaría ya en Re Albi. —Y siga avanzando a través de la aldea hasta llegar a la casa del Viejo Mago —añadió.

De modo que subió con dificultad, por el camino bastante empinado, mirando hacia arriba a medida que avanzaba por las cuestas más empinadas y llegaba a la cima más alejada de la Montaña de Gont, que sobresalía de su isla como de una nube.

Era un largo camino y un día muy caluroso. No tardó en quitarse la capa negra y siguió con la cabeza descubierta y en mangas de camisa, pero no había pensado en buscar agua o comprar comida en la ciudad, o acaso se había sentido demasiado cohibido como para hacerlo, puesto que no era un hombre familiarizado con las ciudades ni alguien que se sintiera cómodo en presencia de extraños.

Después de varias largas millas alcanzó una carreta que llevaba viendo desde hacía mucho rato allá en lo alto del polvoriento camino, como una mancha negra en una bruma blanca de polvo. Crujía y chirriaba a medida que avanzaba, manteniendo el paso de un par de pequeños bueyes que parecían tan viejos, arrugados y poco prometedores como un par de tortugas. Saludó al carretero, quien se parecía mucho a los bueyes. El carretero no dijo nada, pero parpadeó.

—¿Encontraré agua subiendo por este camino? —preguntó el extraño.

El carretero sacudió lentamente la cabeza. Después de un largo rato dijo: —No. —Y un poco después agregó—: No hay.

Todos siguieron caminando con paso cansino. Desanimado, al extraño le resultaba muy difícil ir más rápido que los bueyes, con lo que iba avanzando una milla por hora, más o menos.

Se dio cuenta de que el carretero le estaba alcanzando algo sin pronunciar una palabra: era una gran jarra de arcilla envuelta en mimbre. La tomó, y al encontrarla muy pesada, bebió agua hasta hartarse, dejándola apenas más liviana cuando se la devolvió al anciano junto con su agradecimiento.

—Sube —dijo el carretero después de un rato.

—Gracias. Caminaré. ¿Cuánto falta para llegar a Re Albi?

Las ruedas chirriaban. Los bueyes lanzaban profundos suspiros, primero uno, luego el otro. Sus pieles polvorientas emanaban un aroma dulce bajo los ardientes rayos del sol.

—Diez millas —dijo el carretero. Pensó, y luego rectificó—: O doce. —Después de un rato agregó—: No menos.

—Entonces será mejor que camine —dijo el extraño.

Vigorizado por el agua, pudo adelantarse a los bueyes, y cuando ellos y la carreta y el carretero habían quedado ya a una distancia considerable, oyó otra vez la voz del carretero: —Rumbo a la casa del Viejo Mago —dijo. Si era una pregunta, parecía no necesitar respuesta. El viajero siguió caminando.

Cuando comenzó a subir por aquel camino, todavía tenía sobre sí la inmensa sombra de la montaña, pero cuando giró hacia la izquierda rumbo a la pequeña aldea que creyó era Re Albi, el sol ardía en el cielo de Poniente y debajo de él se extendía el mar, blanco como el acero.

Había varias casas pequeñas dispersas, una pequeña y polvorienta plaza, una fuente con un fino chorro de agua cayendo de ella. Se acercó hasta allí, bebió de sus manos una y otra vez, puso la cabeza debajo del chorro, se frotó los cabellos con agua fría y dejó que ésta cayera por sus brazos; luego se sentó un rato sobre el borde de piedra de la fuente, mientras era observado en atento silencio por una niña y dos niños mugrientos.

—No es el herrero —dijo uno de los niños.

El viajero se peinó los cabellos húmedos hacia atrás con los dedos.

—Irá de camino a la casa del Viejo Mago —dijo la niña—. Tonto.

—¡Aaaahhhhh! —dijo el niño, dibujando una horrible mueca hacia un lado, y tirando de la niña con una mano mientras arañaba el aire con la otra.

—Ya verás, Stony —dijo el otro niño.

—Puedo llevarte hasta allí —le dijo la niña al viajero.

—Gracias —contestó él, y se puso de pie fatigosamente.

—No tiene vara, ¿lo ves? —dijo uno de los niños.

—Nunca dije que tuviera una —respondió el otro—.

Ambos lo observaban con ojos adustos mientras el extraño seguía a la niña hasta salir de la aldea por un sendero que iba hacia el norte a través de pasajes rocosos que caían en abruptas pendientes hacia la izquierda.

El sol brillaba intensamente sobre el mar. Su luz deslumbraba al viajero, y el alto horizonte y el vuelo del viento le mareaban. La niña era una pequeña sombra saltarina delante de él. El viajero se detuvo.

—Vamos —dijo la niña, pero ella también se detuvo. Él se acercó a ella en el sendero—. Allí está —dijo la niña.

El viajero vio una casa de madera cerca del borde del acantilado, todavía bastante lejos.

—No tengo miedo —dijo la niña—. A menudo le voy a recoger huevos que el padre de Stony lleva al mercado. Una vez me dio melocotones. La vieja. Stony dice que los robé pero nunca hice algo así. Vamos, acércate. La vieja no está allí ahora. Ninguno de ellos está allí.

Se quedó de pie sin moverse, señalando la casa.

—¿Ninguno de ellos?

—Bueno, el viejo sí. Se llama Viejo Halcón.

El viajero siguió adelante. La niña se quedó allí de pie observándolo hasta que él llegó a la casa, giró en una esquina y lo perdió de vista. Dos cabras miraban fijamente al extraño desde un terreno bien cercado. Un grupo de gallinas y polluelos ya crecidos picoteaban y conversaban suavemente entre las altas hierbas bajo árboles de melocotones y de ciruelas. Había un hombre encaramado a una pequeña escalera apoyada contra el tronco de uno de los árboles; tenía la cabeza entre las hojas, y el viajero podía ver solamente sus largas piernas desnudas.

—Hola —dijo el viajero, y después de un rato lo repitió, un poco más fuerte.

Las hojas se agitaron y el hombre bajó rápidamente de la escalera. Tenía una mano llena de ciruelas, y, tras el último peldaño, ahuyentó a un par de abejas que se habían acercado atraídas por el zumo. Se acercó; era un hombrecillo de baja estatura, con la espalda recta, cabellos grises peinados hacia atrás encuadrando un rostro atractivo y marcado por el paso del tiempo. Parecía tener unos setenta años. Viejas cicatrices, cuatro costuras blancas, atravesaban un lado de su rostro bajando desde el pómulo izquierdo hasta la mandíbula. Su mirada era clara, directa, intensa. —Están maduras —dijo—, aunque mañana estarán aún mejor. —Tendió su mano llena de pequeñas ciruelas amarillas.

—Señor Gavilán —dijo el extraño con voz ronca—. Archimago…

El anciano hizo una breve inclinación de cabeza a modo de reconocimiento. —Ven a la sombra —le invitó.

El extraño lo siguió, e hizo lo que se le indicaba: se sentó sobre un banco de madera a la sombra de un árbol nudoso que había cerca de la casa; aceptó las ciruelas, que habían sido enjuagadas y servidas en una cesta de mimbre; comió una, luego otra, luego una tercera. Cuando el anciano se lo preguntó, admitió que no había comido nada en todo el día. Se quedó sentado mientras el dueño de la casa entraba en ella y salía al poco rato con pan, queso y cebolla; mientras comía, bebía del tazón de agua que su anfitrión le ofreció. Éste comía ciruelas para hacerle compañía.

—Pareces cansado. ¿Desde dónde has venido?

—Desde Roke.

La expresión en el rostro del anciano era difícil de leer. Simplemente dijo: —Nunca lo hubiera dicho.

—Soy de Taon, señor. Fui de Taon hasta Roke. Y allí el señor Maestro de las Formas me dijo que viniera hasta aquí. Que acudiera a usted.

—¿Por qué?

Fue una mirada formidable.

—Porque tú atravesaste la Tierra Oscura y regresaste con vida… —La voz ronca del extraño se fue desvaneciendo.

El anciano terminó la frase: —Y llegaste a las lejanas costas del día. Sí. Pero eso fue dicho como augurio antes de la llegada de nuestro rey, Lebannen.

—Tú estabas con él, señor.

—Así es. Y él ganó su reino allí. Pero yo en cambio dejé el mío allí. De modo que no me llames con ningún título. Halcón, o Gavilán, como más te guste. ¿Cómo deberé llamarte y o a ti?

El hombre murmuró su Nombre: —Aliso.

Estaba claro que la comida y la bebida, y la sombra y el hecho de sentarse lo habían relajado, pero todavía se veía exhausto. Había en él una fatigosa tristeza; una que le teñía todo el rostro.

El anciano le había hablado con una nota de dureza en la voz, pero ésta había desaparecido cuando le dijo: —Pospongamos un rato la charla. Has navegado casi mil millas y has caminado otras quince cuesta arriba. Y yo tengo que echar agua a las habichuelas y a la lechuga y a todo, puesto que mi esposa y mi hija me han dejado a cargo del jardín. Así que descansa un rato. Podremos hablar con el frescor del anochecer. O con el de la mañana. Pocas veces hay tanta prisa como yo solía pensar que había.

Cuando regresó media hora más tarde, su invitado estaba totalmente tendido sobre su espalda en la fresca hierba debajo de los árboles de melocotones.

El hombre que había sido Archimago de Terramar se detuvo con un cubo en una mano y un azadón en la otra y observó al extraño dormido.

—Aliso —dijo en voz baja—. ¿Cuál es el problema que traes contigo, Aliso?

Le pareció que si quería conocer el nombre verdadero de aquel hombre lo sabría simplemente pensando, concentrándose en ello, como podría haberlo hecho cuando era mago.

Pero no lo sabía, y el mero hecho de pensar no le daría la respuesta que buscaba; tampoco era un mago.

No sabía nada acerca de este Aliso y debía esperar a que él se lo contara. —Nunca compliques los problemas —se dijo, y se fue a echar agua a las habichuelas.


Tan pronto como la luz del sol fue bloqueada por un bajo muro de rocas que bajaba desde la cima del acantilado cerca de la casa, el frío de la sombra despertó al hombre. Se incorporó con un escalofrío, luego se puso de pie, un poco agarrotado y desconcertado, con trozos de hierba en los cabellos. Al ver a su anfitrión llenando cubos en el pozo y arrastrándolos con dificultad hasta el jardín, se acercó para ayudarle.

—Bastará con tres o cuatro más —dijo el ex Archimago, distribuyendo el agua entre las raíces de una hilera de jóvenes repollos. El aroma que desprendía la tierra húmeda era agradable en el aire seco y cálido. La luz de poniente llegaba dorada y rota sobre la tierra.

Se sentaron sobre un largo banco junto a la puerta de la casa para ver la puesta de sol. Gavilán había traído una botella y dos tazones gruesos y achaparrados de cristal verdoso. —Es el vino del hijo de mi esposa —dijo—. De la Granja de Roble, en el Valle Septentrional. Un buen año, siete años atrás. —Era un vino tinto, fuerte, que en seguida hizo entrar a Aliso en calor. El sol se puso en una tranquila claridad. El viento amainó. Los pájaros que estaban en las ramas de los árboles del huerto cantaron los últimos comentarios del día.

Aliso se había quedado pasmado al saber por boca del Maestro de las Formas de Roke que el Archimago Gavilán, ese hombre de leyenda, que había traído al Rey de regreso a su hogar desde el reino de la muerte y después se había alejado volando sobre el lomo de un dragón, todavía seguía con vida. —Sigue con vida —dijo el Maestro de las Formas—, y vive en su isla natal, Gont. Te digo lo que no muchos saben —había añadido—, porque creo que necesitas saberlo. Y creo que sabrás guardar su secreto.

—¡Pero entonces todavía es Archimago! —había exclamado Aliso, con una especie de regocijo: porque para todos los hombres del arte había sido un misterio y una preocupación el hecho de que los hombres sabios de la Isla de Roke, la escuela y el centro de la magia en el Archipiélago, no hubieran nombrado a un Archimago para que reemplazara a Gavilán en todos los años del reinado del Rey Lebannen.

—No —había dicho el Maestro de las Formas—. Él ni siquiera es ya un mago.

El Maestro de las Formas le había contado un poco la historia de cómo Gavilán había perdido su poder, y por qué; y Aliso había tenido tiempo para meditar al respecto. Pero aun así, al estar allí, en presencia de aquel hombre que había hablado con dragones, y había traído de regreso al Rey de Erreth-Akbé, y había atravesado el reino de los muertos, y había gobernado el Archipiélago antes que el Rey, todas aquellas historias y canciones estaban presentes en su mente. A pesar de verlo viejo, contento con su jardín, sin ninguna clase de poder en él o a su alrededor más que el de una alma formada por una larga vida de pensamientos y acciones, seguía viendo a un gran mago. Y por lo tanto le perturbaba terriblemente que Gavilán tuviera una esposa.

Una esposa, una hija, un hijastro… Los magos no tenían familia. Un hechicero común y corriente como Aliso podía casarse o no, pero los hombres de verdadero poder eran célibes. Aliso podía imaginarse a aquel hombre sobre el lomo de un dragón, eso era bastante fácil, pero pensar en él como esposo y padre era otra cuestión. No podía concebirlo. Lo intentó. Le preguntó: —Tu… esposa… ¿Está ella entonces con su hijo?

Gavilán regresó desde muy lejos. Sus ojos habían estado en los golfos del Oeste. —No —dijo—. Está en Havnor. Con el Rey.

Después de un rato, regresando ya por completo, agregó:

—Fue hasta allí con nuestra hija justo después de la Larga Danza. Lebannen mandó buscarlas, para pedirles consejo. Tal vez con respecto al mismo tema que te trae hasta aquí. Ya veremos… Pero la verdad es que esta noche estoy cansado, y no muy dispuesto a sopesar cuestiones importantes. Y tú también pareces estar cansado. Así que quizás te apetezca un tazón de sopa, y otro vaso de vino, y dormir un poco. Ya hablaremos por la mañana.

—Con mucho gusto, señor —dijo Aliso—, excepto lo de dormir. Eso es lo que temo.

Al anciano le llevó un rato asimilar aquello, pero luego dijo: —¿Temes dormir?

—Les temo a los sueños.

—Ah. —Una mirada profunda desde aquellos ojos oscuros bajo unas cejas enmarañadas y medio grises—. Creo que te has echado una buena siesta allí en la hierba.

—El sueño más dulce que he tenido desde que abandoné la Isla de Roke. Estoy muy agradecido por esa ayuda, señor. Tal vez vuelva a ser así esta noche. Pero si no lo es, lucho con mi sueño, y grito, y me despierto, y soy una carga para cualquiera que se encuentre cerca de mí. Dormiré fuera, si me lo permites.

Gavilán asintió con la cabeza.

—Será una noche muy agradable —dijo.

Era en efecto una noche agradable, fresca, una leve brisa del mar desde el Sur, las estrellas del verano iluminando todo el cielo excepto donde se cierne la oscura cima de la montaña. Aliso acomodó el camastro y la piel de carnero que le diera su anfitrión sobre la hierba en la que había dormido antes.

Gavilán se acostó en el pequeño nicho que había en el extremo oeste de la casa. Había dormido allí de niño, cuando la casa pertenecía a Ogión y él era su aprendiz de hechicería. Tehanu había dormido allí durante los últimos quince años, puesto que había sido su hija. Ahora que ella y Tenar no estaban, cuando se acostaba en la cama de él y de Tenar en el oscuro rincón de la única habitación, sentía su propia soledad, así que había retomado la costumbre de dormir en el nicho. Le gustaba esa estrecha cama que salía del grueso muro de madera de la casa, justo debajo de la ventana. Dormía bien allí. Pero aquella noche no fue así.

Antes de medianoche, al ser despertado por un grito, voces fuera de la casa, se levantó de un brinco y fue hasta la puerta. Era Aliso luchando con sus pesadillas, entre soñolientas protestas que llegaban desde el gallinero. Aliso chillaba con la voz velada de los sueños y luego se despertó, incorporándose presa del pánico y de la angustia. Le pidió perdón a su anfitrión y le dijo que se quedaría un rato despierto bajo las estrellas. Gavilán regresó a la cama. No fue Aliso quien volvió a despertarlo, sino que esta vez fue él quien tuvo un mal sueño.

Estaba de pie junto a un muro de piedras cerca de la cima de una extensa ladera de hierbas secas y grises que descendía y se iba perdiendo en sombras hasta la oscuridad. Sabía que había estado allí antes, que había estado allí de pie, pero no sabía cuándo, ni qué lugar era aquél. Había alguien de pie al otro lado del muro, en el lado que bajaba la ladera, no muy lejos de allí. No podía divisar el rostro, sólo que se trataba de un hombre alto, con una capa. Sabía que lo conocía. El hombre le habló, utilizando su verdadero nombre. Le dijo: —Pronto estarás aquí, Ged.

Con un frío que le calaba hasta los huesos, se incorporó, mirando fijamente para ver el espacio de la casa que lo rodeaba, para cubrirse con la realidad de ese espacio como con una manta. Miró las estrellas a través de la ventana, y fue entonces cuando el frío llegó hasta su corazón. No eran las estrellas del verano, tan queridas, familiares, la Carreta, el Halcón, los Bailarines, el Corazón del Cisne. Eran otras, las pequeñas estrellas inmóviles de la tierra seca, que nunca salen ni se ponen. Hubo una vez en que conoció sus nombres, cuando conocía los nombres de las cosas.

—¡Fuera! —dijo casi gritando, e hizo el gesto para alejar a la desgracia que había aprendido cuando tenía diez años. Su mirada fue hasta la puerta abierta de la casa, hacia el rincón detrás de la puerta, en donde le pareció ver que la oscuridad tomaba forma, coagulándose y elevándose.

Pero su gesto, a pesar de no tener poder alguno, lo despertó. Las sombras detrás de la puerta eran simplemente sombras. Las estrellas del otro lado de la ventana eran las estrellas de Terramar, que palidecían ahora con el primer resplandor del amanecer.

Se sentó sosteniendo la piel de carnero alrededor de los hombros, observando aquellas estrellas que se iban apagando a medida que caían hacia poniente, observando la creciente claridad, los colores de la luz, el juego y el cambio del próximo día. Había pesar en su interior, no sabía por qué, una pena y un anhelo por algo querido y perdido, perdido para siempre. Estaba acostumbrado a eso; había querido muchas cosas, y había perdido muchas; pero su tristeza era tan grande que no parecía suya. Sentía una tristeza en el mismísimo corazón de las cosas, un pesar incluso con la llegada de la luz. Aquel pesar se le había aferrado desde el sueño, y todavía estaba con él cuando despertó.

Encendió un pequeño fuego en la gran chimenea y fue hasta los melocotoneros y hasta el gallinero para coger el desayuno. Aliso llegó por el sendero que iba hacia el norte a lo largo de la cima del acantilado; había salido a dar un paseo con las primeras luces del día, dijo. Parecía agotado, y Gavilán se quedó impresionado una vez más ante la tristeza de su rostro, que hacía eco del profundo pesar que siguiera a su propio sueño.

Tomaron un tazón de gachas de cebada tibia, tal como solían hacer los campesinos de Gont cada mañana, un huevo pasado por agua, un melocotón; comieron junto a la chimenea, puesto que el aire matutino a la sombra de la montaña era demasiado frío como para quedarse sentados afuera. Gavilán se ocupó de los animales: alimentó a las gallinas, les tiró granos para que comieran a las palomas, dejó entrar a las cabras en el pasturaje. Cuando regresó se sentaron una vez más en el banco que estaba en el patio de entrada a la casa. El sol todavía no estaba sobre la montaña, pero el aire era cada vez más seco y cálido.

—Ahora sí, cuéntame qué te trae por aquí, Aliso. Pero puesto que vienes desde Roke, primero dime si todo esta bien en la Casa Grande.

—No he entrado en ella, señor.

—Ah. —Tono de voz inexpresivo, mirada inexpresiva—. ¿Se encuentra bien el Maestro de las Formas?

—Él mismo me dijo: «Dale todo mi amor y mi honra a mi señor, y dile que me gustaría que camináramos juntos por el Bosquecillo como solíamos hacerlo».

Gavilán sonrió con un poco de tristeza. Después de un rato dijo: —Pues bien. Pero te envió a mí con algo más que decir aparte de eso, supongo.

—Intentaré ser breve.

—Hombre, tenemos todo el día por delante. Y a mí me gusta oír las historias desde el principio.

De modo que Aliso le contó su historia desde el principio.

Era el hijo de una bruja, nacido en el pueblo de Elini en Taon, la Isla de los Arpistas.

Taon está en el extremo austral del Mar de Ea, no muy lejos de donde yacía Solea antes de que el mar la sumergiera. Ese era el antiguo corazón de Terramar. Todas aquellas islas tenían Estados y ciudades, reyes y magos, cuando Havnor era una tierra de tribus enfrentadas y Gont una jungla gobernada por osos. La gente nacida en Ea o en Ebéa, en Enlad o en Taon, pensaba que podía ser hija de un acequiador o hijo de una bruja, se consideran a sí mismos descendientes de los Antiguos Magos, compartiendo el linaje de guerreros que murieron en los años oscuros por la Reina Elfarran. Por lo tanto, suelen tener excelentes modales, aunque a veces también un modo excesivamente altanero, y una disposición de ánimo y discurso bastante imprevisible, cierta tendencia a elevarse por sobre los meros hechos y palabras; palabras y hechos en que aquellos que ocupan gran parte de sus mentes con asuntos de comercio no confían demasiado. «Cometas sin hilo», dicen los hombres ricos de Havnor al referirse a esta gente. Pero no lo dicen nunca al alcance del oído del Rey Lebannen de la Casa de Enlad.

Las mejores arpas de Terramar se fabrican en Taon, donde también hay escuelas de música, y muchos intérpretes famosos de los Cantares y las Gestas nacieron o aprendieron su arte allí. Elmi, sin embargo, no es más que un pueblo de mercado en las colinas, sin música a su alrededor, decía Aliso; y su madre era una pobre mujer, aunque no fuera, tal como él dijo, pobre de hambre. Tenía una marca de nacimiento, una mancha roja desde la ceja y oreja derechas que bajaba claramente hasta su hombro. Muchas mujeres y hombres con semejante señal o diferencia en su persona se convierten forzosamente en brujas o en hechiceros, «marcados para eso», dice la gente. Zarzamora aprendió hechizos y podía llevar a cabo la clase más común y usual de brujería; no tenía un verdadero don para ello, pero sí una manera particular de hacerlo que era casi tan buena como el propio don. Se ganaba la vida, y educó a su hijo lo mejor que pudo, y ahorró lo suficiente como para lograr que fuera aprendiz del hechicero que le diera su nombre verdadero.

Aliso no dijo nada acerca de su padre. No sabía nada. Zarzamora nunca había hablado de él. Aunque casi nunca eran célibes, las brujas raras veces estaban en compañía de un hombre durante más de una o dos noches, y era algo muy poco frecuente que una bruja se casara. Era mucho más frecuente que dos de ellas compartieran sus vidas; a eso se le llamaba matrimonio de brujas o voto femenino. El hijo de una bruja, por lo tanto, tenía una o dos madres, no tenía padre. Pero Aliso no dijo nada acerca de ese tema, y Gavilán no preguntó nada al respecto; sí preguntó acerca de la formación de Aliso.

El hechicero Alcatraz le había enseñado a Aliso las pocas palabras que conocía de la Lengua Verdadera, y algunos hechizos de descubrimiento e ilusión, para los cuales Aliso había demostrado no tener talento alguno, según él mismo confesó. Sin embargo, Alcatraz se interesó bastante por el muchacho y logró descubrir su auténtico don. Aliso era un enmendador. Podía volver a unir, a juntar. Podía formar un todo. Una herramienta rota, la hoja de un cuchillo o un eje partido en dos, un cuenco de cerámica hecho añicos: podía volver a reunir todos y cada uno de los fragmentos sin juntura ni costura ni defecto. De modo que su maestro lo envió en busca de diferentes hechizos de enmienda, los cuales encontró principalmente entre brujas de la isla, y trabajó con ellos y sin la ayuda de nadie para aprender a enmendar.

—Ésa es una clase de curación —dijo Gavilán—. No es un don de poca importancia, ni un arte fácil de realizar.

—Para mí era un placer —dijo Aliso, con la sombra de una sonrisa en el rostro—. Entrenarse en los hechizos, y a veces descubrir cómo utilizar una de las Palabras Verdaderas en el trabajo… Volver a unir un barril que se ha secado, las duelas sueltas de sus aros, eso es un verdadero placer: ver cómo se construye de nuevo, una sinuosidad en la curva adecuada, y allí está, listo sobre su fondo para volver a llenarlo de vino… Había un arpista de Meoni, un gran arpista, ah, tocaba como una tormenta en lo alto de las colinas, como una tempestad en el mar. Tocaba con fuerza las cuerdas del arpa, las hacía vibrar y tiraba de ellas con la pasión de su arte, de modo que solían romperse justo en el punto más álgido de la música. Así que me contrató para que estuviera cerca de él cuando tocaba, y cuando rompía una cuerda yo la enmendaba de inmediato, en el lapso de tiempo que ocupaba esa mismísima nota, y él seguía tocando.

Gavilán asentía con la cabeza con la calidez de un colega profesional en una conversación de trabajo. —¿Has enmendado algo de cristal? —preguntó.

—Sí, lo he hecho, pero es un trabajo peliagudo y requiere mucho tiempo —respondió Aliso—, por todos los pequeñísimos trocitos en los que se convierte el cristal al romperse.

—Pero un gran agujero en el talón de un calcetín puede ser peor —dijo Gavilán, y hablaron acerca de enmiendas durante un rato más, antes de que Aliso retomara su historia.

Así pues se había convertido en un enmendador, en un hechicero con una práctica modesta y una reputación local por su don. Cuando tenía aproximadamente treinta años, fue a la ciudad principal de la isla, Meoni, con el arpista, quien tenía que tocar allí en una boda. Una mujer lo buscó en las habitaciones que ocupaba con el arpista, una mujer joven que no había sido preparada como bruja, pero que tenía un don, decía ella, el mismo que él, y quería que él la preparase. De hecho resultó que su don era mayor que el de él. Aunque no conocía ni una sola palabra del Habla Antigua, podía volver a unir todos los trozos de un jarrón hecho pedazos y enmendar una soga deshilachada únicamente con los movimientos de sus manos y una canción sin letra que cantaba en voz baja; también había curado extremidades rotas de animales y de gente, lo cual Aliso nunca se había atrevido a hacer.

Así que más que él enseñarle a ella, unieron sus destrezas y se enseñaron más el uno al otro de lo que ninguno había sabido nunca. Ella regresó a Elini y vivió con Zarzamora, la madre de Aliso, quien le enseñó a realizar varias apariciones y efectos y formas de impresionar a los clientes, de mucha utilidad a falta de verdaderos conocimientos. Su nombre era Lirio, y Lirio y Aliso trabajaban juntos allí y en los pueblos cercanos de la colina, a medida que su reputación iba creciendo.

—Y me enamoré de ella —dijo Aliso.

Su voz había cambiado cuando empezó a hablar de ella, había perdido su vacilación, sonaba cada vez más apremiante y musical.

—Tenía los cabellos oscuros, pero con un destello de oro rojo —dijo.

No había habido manera en que él pudiera ocultar el amor que sentía por ella, y ella había sido consciente de ese amor y le había correspondido. Fuera una bruja o no, aseguraba que no le importaba; decía que los dos habían nacido para estar juntos, en su trabajo y en su vida; ella le amaba e iba a casarse con él.

De modo que se casaron, y vivieron con inmensa felicidad durante un año, y la mitad de un segundo año.

—No había habido absolutamente ningún problema hasta que llegó el momento en que la criatura tenía que nacer —dijo Aliso—. Pero entonces ya era tarde, y luego muy tarde. Las comadronas intentaron provocar el nacimiento con hierbas medicinales y con hechizos, pero era como si el niño no permitiera que ella lo pariera. No quería ser separado de ella. No quería nacer. Y no nació. Se la llevó con él. —Después de un rato, agregó—: Eramos muy felices.

—Ya veo.

—Y mi pesar fue tan grande como esa felicidad.

El anciano asintió con la cabeza.

—Pude soportarlo —dijo Aliso—. Ya sabes cómo es. No veía que hubiera muchas razones para seguir viviendo, pero pude soportarlo.

—Sí.

—Pero en el invierno, dos meses después de su muerte, tuve un sueño. Ella estaba en el sueño.


—Cuéntamelo.

—Yo estaba de pie en la ladera de una colina. A lo largo de la cima de esa colina y bajando por la pendiente había un muro, bajo, como un muro que separa pasturajes de corderos. Ella estaba de pie del otro lado del muro, en la ladera que iba cuesta abajo. Allí todo era más oscuro.

Gavilán asintió una vez con la cabeza. Su rostro se había puesto tan duro como una roca.

—Me llamaba. Oí su voz diciendo mi nombre, y fui hasta ella. Sabía que estaba muerta, lo sabía en el sueño, pero me alegró ir. No podía verla claramente, y fui hasta ella para verla bien, para estar con ella. Y me tendió la mano a través del muro. Estaba justo a la altura de mi corazón. Había pensado que tal vez tendría con ella a la criatura, pero no era sí. Tendía las manos hacia mí, y entonces yo tendí las mías hacia ella, y nos cogimos las manos.

—¿Os tocasteis?

—Yo quería ir hacia ella, pero no podía atravesar el muro. Mis piernas no querían moverse. Intenté atraerla hacia mí, y ella quería venir, parecía que podía hacerlo, pero el muro estaba allí entre nosotros. No podíamos traspasarlo. Así que se inclinó hacia mí y me besó en la boca y pronunció mi nombre. Luego me dijo: «¡Libérame!».

"Pensé que si la llamaba por su verdadero nombre tal vez podría liberarla, llevarla al otro lado de aquel muro, y le dije: « ¡Ven conmigo, Mevre!», pero ella me respondió: «Ese no es mi nombre, Hará, ése ya no es mi nombre». Y soltó mis manos, aunque yo intenté retenerla. Entonces gritó: «¡Libérame, Hará!». Pero iba hundiéndose en la oscuridad. Todo era oscuridad en aquella ladera cuesta abajo detrás del muro. La llamé por su nombre y por su nombre verdadero y por todos los dulces nombres por los que solía llamarla, pero igualmente se alejó de mí. En ese momento me desperté.

Gavilán se quedó un buen rato con la mirada fija y atenta en su visita. —Me has dado tu nombre, Hará —le dijo.

Aliso parecía un poco aturdido, soltó un par de largos suspiros, pero levantó la vista con un coraje desolador. —¿En quién podría confiar más para hacerlo? —dijo.

Gavilán se lo agradeció seriamente.

—Intentaré merecer tu confianza —le respondió—. Dime una cosa, ¿sabes qué es ese lugar, ese muro?

—En aquel entonces no lo sabía. Ahora sé que tú lo has atravesado.

—Sí. Yo he estado en esa colina. Y he atravesado el muro, con el poder y el arte que poseía. Y he descendido a las ciudades de los muertos, y he hablado con hombres que había conocido en vida, y algunas veces me contestaron. Pero, Hará, tú eres el primer hombre que conozco o del que oigo hablar, de entre todos los grandes magos de la tradición popular de Roke o de Paln o de las Enlades, que ha tocado alguna vez, que ha besado alguna vez a su amada a través del muro.

Aliso estaba sentado con la cabeza inclinada y las manos apretadas.

—¿Puedes decirme cómo fue tocarla? ¿Tenía las manos tibias? ¿Era sólo aire frío y sombras, o era una mujer con vida? Perdona mis preguntas.

—Me gustaría poder responder a ellas, señor. En Roke, el Maestro de Invocaciones me preguntó lo mismo. Pero no puedo contestar con certeza. La añoraba tanto tanto, deseaba tanto… Puede que deseara que fuera tal como era en vida. Aunque no lo sé. En los sueños no todas las cosas son claras.

—En sueños no. Pero nunca he oído hablar de ningún hombre que llegara hasta el muro en sueños. Es un sitio al que un hechicero puede intentar llegar, si es que debe hacerlo, si ha aprendido la manera de hacerlo y tiene el poder necesario. Pero sin el conocimiento y el poder, únicamente los muertos pueden…

Y dejó de hablar de golpe, recordando el sueño que él mismo había tenido la noche anterior.

—Pensé que era simplemente un sueño —dijo Aliso—. Me preocupaba, pero lo apreciaba. Pensar en él era como un tormento en mi corazón, y sin embargo me aferraba a ese dolor, lo mantenía muy cerca de mí. Lo deseaba. Esperaba volver a soñar.

—¿En serio?

—Sí. Y volví a soñar.

Parecía un ciego en medio del abismo azul de aire y océano que se extendía al oeste de donde estaban sentados. Imprecisas y tenues, al otro lado de las tranquilas aguas del mar se alzaban las colinas de Kameber iluminadas por los rayos del sol. Por detrás de ellas, el sol dejaba escapar su luminosidad sobre el lomo septentrional de la montaña.

—Sucedió nueve días después de ese primer sueño. Estaba en ese mismo lugar, pero en lo alto de la colina. Veía el muro debajo de mí a través de la pendiente. Y corrí cuesta abajo, gritando su nombre, seguro de poder verla. Había alguien allí. Pero cuando me acerqué, me di cuenta de que no era Lirio. Era un hombre, y estaba agachado junto al muro, como si estuviera reparándolo. Entonces le dije: «¿Dónde está, dónde está Lirio?». No me contestó, ni siquiera levantó la vista. Pude ver lo que estaba haciendo. No estaba trabajando para arreglar el muro sino para destruirlo, metiendo sus dedos por debajo de una gran piedra. La piedra no se movía, y entonces me dijo: «¡Ayúdame, Hará!». En ese momento me di cuenta de que era mi maestro, Alcatraz, quien me dio mi nombre verdadero. Hace cinco años que está muerto. Seguía empujando y metiendo los dedos por debajo de aquella piedra, y volvió a decir mi nombre: «Ayúdame, libérame». Y luego se puso de pie y tendió la mano para tocarme a través del muro, al igual que lo había hecho ella, y cogió mi mano. Pero su mano estaba ardiendo, con fuego o con frío, no lo sé, pero su tacto me quemó tanto que aparté mi mano, y el dolor y el miedo que me provocó me despertaron de aquel sueño.

Tenía la mano tendida mientras hablaba, revelando una oscuridad en el dorso y en la palma que parecían una antigua magulladura.

—He aprendido a no dejar que me toquen —dijo en voz baja.

Ged miró la boca de Aliso. Había algo de oscuridad también en sus labios.

—Hará, has estado en peligro mortal —dijo, siempre suavemente.

—Y aún hay más.

Forzando su voz contra el silencio, Aliso siguió con su historia.

La noche siguiente, cuando se durmió una vez más, se descubrió en aquella sombría colina y vio cómo el muro descendía desde la cima y a través de la pendiente. Comenzó a bajar para llegar hasta él, esperando poder encontrar allí a su esposa.

—No me importaba si ella no podía cruzarlo, si yo no podía, con tal de poder verla y hablar con ella —dijo.

Pero si es que ella estaba allí, él nunca pudo verla entre todos los otros: puesto que a medida que se iba acercando al muro comenzó a ver una multitud de gente borrosa del otro lado, algunos claros y otros sombríos, algunos que él parecía conocer y otros que no conocía, y todos tendían sus manos hacia él a medida que se acercaba y lo llamaban por su nombre: «¡Hará, deja que vayamos contigo! ¡Hará, libéranos!».

—Oír el verdadero nombre de uno en boca de extraños es algo terrible —dijo Aliso—, y ser nombrado por los muertos es algo terrible.

Intentó dar media vuelta y volver a subir la cuesta de la colina para alejarse del muro, pero sus piernas tenían la espantosa debilidad del sueño y no querían llevarlo a ninguna parte. Cayó de rodillas para evitar seguir acercándose al muro, y gritó pidiendo ayuda, aunque no había nadie que pudiera ayudarle; y entonces se despertó invadido por el terror.

Desde entonces, cada noche que duerme profundamente, se encuentra de pie sobre aquella colina en la hierba seca y gris por encima del muro, y los muertos se amontonan en sombras debajo de él, implorándole y gritándole, diciendo su nombre.

—Me despierto —dijo— y estoy en mi habitación. No estoy allí, en esa colina. Pero sé que ellos sí están allí. Y tengo que dormir. A menudo procuro despertarme, y dormir durante el día, cuando puedo, pero finalmente tengo que dormir. Y entonces allí estoy, y ellos están allí. Y no puedo subir la pendiente de la colilla. Si me muevo siempre es cuesta abajo, hacia donde está el muro. A veces puedo darles la espalda, pero entonces creo oír la voz de Lirio entre las demás, diciendo mi nombre. Y me doy la vuelta para buscarla. Y ellos se acercan a mí.

Bajó la vista para mirarse las manos, apretadas una contra la otra.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó.

Gavilán no dijo nada.

Después de un largo rato, Aliso prosiguió: —El arpista del que te hablé era un muy buen amigo mío. Después de un tiempo advirtió que algo andaba mal, y cuando le dije que no podía dormir por miedo a mis sueños con los muertos, me alentó para que cogiera un pasaje de barco hasta Ea, para hablar con un hechicero gris que vive allí. —Se refería a un hombre que había sido entrenado en la Escuela de Roke—. Tan pronto como ese hechicero escuchó la historia de mis sueños, dijo que debía dirigirme inmediatamente a Roke.

—¿Cómo se llama?

—Berilo. Trabaja para el Príncipe de Ea, que es el Señor de la Isla de Taon.

El anciano asintió con la cabeza.

—Él no podía ayudarme, según dijo, pero su palabra fue tan valiosa como lo fue el oro para el dueño del barco. Así que una vez más viajé sobre las aguas. Ese fue un largo viaje, recorriendo la costa de Havnor y bajando al Mar Interior. Pensé que tal vez estando en el agua, lejos de Taon, cada vez más lejos, podría dejar mi sueño atrás. El mago de Ea llamó a ese lugar en mi sueño la tierra seca, y yo pensé que tal vez estaría alejándome de ella, puesto que viajaba por el mar. Pero cada noche me encontraba allí en la colina. Y más de una vez cada noche, a medida que fue pasando el tiempo. Dos o tres veces, o cada vez que mis ojos se cierran, estoy en la colina, y el muro debajo de mí, y las voces que me llaman. Así que soy como un hombre enloquecido por el dolor de una herida que puede encontrar paz únicamente en el sueño, pero el sueño es mi tormento, con el dolor y la angustia de los miserables muertos amontonándose junto al muro, y el miedo que siento hacia ellos.

Los marineros pronto comenzaron a rehuirle, decía Aliso, por las noches porque gritaba y los despertaba con sus espantosos alaridos, y durante el día porque pensaban que le habían echado una maldición o un gebbeth.

—¿Y no te sentiste aliviado para nada en Roke?

—En el Bosquecillo —dijo Aliso, y su rostro cambió por completo cuando pronunció la palabra.

El rostro de Gavilán tuvo por un instante el mismo aspecto.

—El Maestro de las Formas me llevó allí, bajo aquellos árboles, y pude dormir. Incluso por las noches podía dormir. Durante el día, si el sol está sobre mí, como estuvo ayer por la tarde aquí, si la calidez del sol está sobre mí y el rojo del sol brilla a través de mis párpados, no temo soñar. Pero en el Bosquecillo no había miedo para nada, y pude volver a amar la noche.

—Cuéntame cómo fue cuando llegaste a Roke.

A pesar del cansancio, la angustia y el sobrecogimiento, Aliso tenía la facilidad de palabra propia de la gente de su isla; y lo que excluyó de su relato por miedo a alargar demasiado la historia o a contarle al Archimago algo que ya sabía, bien pudo imaginárselo su oyente, recordando su primer viaje a la Isla de los Sabios siendo un muchacho de tan sólo quince años.

Cuando Aliso abandonó el barco en el muelle de Zuilburgo, uno de los marineros había dibujado la runa de la Puerta Cerrada en la parte superior de la pasarela para evitar que él volviera a subir a bordo de aquel barco. Aliso lo notó, pero pensó que el marinero tenía una buena razón para hacerlo. Se sintió aciago; sintió que llevaba la oscuridad impregnada en su cuerpo. Eso hizo que se volviera más tímido de lo que lo hubiera sido en otra oportunidad en una ciudad desconocida. Y Zuilburgo era una ciudad muy extraña.

—Las calles te conducen por el camino equivocado —dijo Gavilán.

—¡Sí, señor, eso es lo que hacen! Lo siento, mis palabras obedecen a mi corazón, y no a ti…

—No tiene importancia. Una vez me acostumbré a ello. —Puedo volver a ser Señor Cabrero, si eso aligera tus palabras. Vamos, sigue.


Dirigido erradamente por aquellos a quienes preguntaba, o entendiendo mal las indicaciones, Aliso vagó por el pequeño laberinto montañoso de Zuilburgo sin perder nunca de vista la Escuela pero sin poder llegar nunca a ella, hasta que, ya desesperado, encontró una sencilla puerta en una pared desnuda en una tranquila plaza. Después de mirarla fijamente durante un buen rato se dio cuenta de que aquella pared era la que había estado buscando. Golpeó la puerta, y un hombre de rostro apacible y ojos silenciosos la abrió.

Aliso estaba preparado para decir que había sido enviado por el hechicero Berilo de Ea con un mensaje para el Maestro de Invocaciones, pero no tuvo la oportunidad de hablar. El Portero lo miró fijamente durante unos instantes y le dijo suavemente: —No puedes traerlos a esta casa, amigo.

Aliso no preguntó a quiénes no podía llevar consigo. Lo sabía. Apenas había podido dormir las últimas noches, aprovechando atisbos de sueño y despertando lleno de terror, durmiendo a la luz del día, viendo la hierba seca descendiendo por la pendiente a través de la cubierta del barco iluminada por el sol, el muro de piedras atravesando las olas del mar. Y, al despertar, el sueño estaba en él, con él, alrededor de él, velado, y él podía oír, siempre, vagamente, a través de todos los ruidos del viento y del mar, las voces que gritaban su nombre. Ahora no sabía si estaba despierto o dormido. Se estaba volviendo loco de dolor y de miedo y de cansancio.

—Déjalos a ellos fuera —dijo Aliso—, y déjame entrar a mí, ¡por favor, déjame entrar!

—Espera aquí —dijo el hombre, tan suavemente como antes—. Allí hay un banco —dijo señalando. Y cerró la puerta.

Aliso fue y se sentó en el banco de piedra. Recordaba eso, y recordaba a algunos muchachos de unos quince años que lo miraban con curiosidad al pasar y entrar por esa puerta, pero lo que sucedió un rato después únicamente podía rememorarlo a trozos.

El Portero regresó con un hombre joven con la vara y la túnica de un mago de Roke. Luego Aliso recuerda haber estado en una habitación, la cual dio por supuesto que pertenecía a una pensión. Allí fue a verlo el Maestro de Invocaciones e intentó hablar con él. Pero para entonces Aliso ya no estaba en condiciones de hablar. Entre el sueño y la vigilia, entre la habitación iluminada por los rayos del sol y la sombría colina gris, entre la voz del Invocador hablándole y las voces llamándole desde el otro lado del muro, no podía pensar y no podía moverse en el mundo de los vivos. En cambio, en el mundo sombrío desde donde llamaban las voces, imaginó que sería más fácil seguir caminando hasta llegar al muro y dejar que las manos extendidas lo cogieran y se lo llevaran. Si era uno de ellos lo dejarían en paz, pensó él.

Luego, según recordaba, la habitación iluminada por el sol había desaparecido por completo, y estaba en la colina gris. Pero junto a él estaba el Invocador de Roke: un hombre grande, de hombros anchos y piel oscura, con una gran vara de madera de tejo que brillaba con luz trémula en aquel lugar sombrío.

Las voces habían dejado de gritar su nombre. La gente, las figuras amontonadas junto al muro, había desaparecido. Podía oír un susurro distante y una especie de sollozo que, a medida que fueron avanzando cuesta abajo hacia la oscuridad, se fue desvaneciendo.

El Invocador se acercó al muro y posó sus manos sobre él.

Las piedras habían sido aflojadas en algunos sitios. Unas cuantas se habían caído y yacían sobre la hierba seca. Aliso sintió que debía recogerlas y ponerlas en su sitio, que debía recomponer el muro, pero no lo hizo.

El Invocador se volvió hacia él y le preguntó: —¿Quién te trajo hasta aquí?

—Mi esposa, Mevre.

—Invócala para que venga.

Aliso se quedó mudo. Finalmente abrió la boca, pero no fue el nombre verdadero de su esposa el que pronunció, sino su Nombre, el nombre por el que la había llamado en vida. Lo dijo en voz alta: —Lirio… —El sonido de aquella palabra no era como una flor blanca, sino como un guijarro que cae al suelo.

No hubo sonido alguno. Las estrellas brillaban pequeñas y firmes en el cielo negro. Aliso nunca antes había levantado la vista para mirar el cielo en aquel lugar. No reconoció las estrellas.

—¡Mevre! —dijo el Invocador, y su voz profunda pronunció algunas palabras en el Habla Antigua.

Aliso sintió que se quedaba sin aliento y apenas pudo mantenerse en pie. Pero nada se movió en la extensa pendiente que descendía hacia la informe oscuridad.

Entonces notó que algo se movía, algo que tenía un poco de claridad, algo que subía por la colina, y se acercaba lentamente. Aliso sacudió la cabeza lleno de miedo y de anhelo, y susurró: —Oh, mi amor.

Pero a medida que se acercaba, observó que la figura era demasiado pequeña para ser Lirio. Era una criatura de doce años aproximadamente, no pudo averiguar si se trataba de un niño o de una niña, pero hizo caso omiso tanto de Aliso como del Invocador, y sin mirar al otro lado del muro se sentó justo debajo de él. Cuando Aliso se acercó y miró hacia abajo vio que el niño o la niña estaba forcejeando con las piedras, intentando aflojar una, luego otra.

El Invocador susurraba en el Habla Antigua. La criatura alzó la vista una vez con un aire de indiferencia, y siguió tirando de las piedras con sus delgados dedos, que no parecían tener nada de fuerza.

Todo aquello era tan espantoso para Aliso que la cabeza comenzó a darle vueltas; intentó alejarse, y más allá de eso no pudo recordar nada hasta que despertó en aquella habitación soleada, recostado en una cama, débil y enfermo y con frío.

Hubo gente que cuidó de él: la mujer distante y sonriente que llevaba la pensión, y un anciano corpulento y de piel marrón que vino con el Portero. Aliso supuso que sería un hechicero-médico. Sólo después de haberlo visto con su vara de madera de olivo entendió que se trataba del Maestro de Hierbas, el maestro de la curación de la Escuela de Roke.

Su presencia le llevó consuelo, y logró hacer que Aliso se durmiera. Preparó un té e hizo que Aliso se lo bebiera, y prendió un manojo de hierba que se consumió lentamente despidiendo un aroma parecido al de la tierra oscura debajo de los bosques de pinos y, sentado junto a él, comenzó a cantar una gesta larga y delicada. —Pero no debo dormir —protestó Aliso, sintiendo cómo el sueño entraba en él como una gran marea oscura. El sanador posó su mano tibia sobre la mano de Aliso. Entonces éste se sintió invadido por una paz, y se deslizó en el sueño sin miedo. Siempre que la mano del sanador estaba sobre la suya, o sobre su hombro, lo mantenía alejado de la oscura colina y del muro de piedras.

Se despertaba para comer un poco, y en seguida el Maestro de Hierbas reaparecía con aquel té tibio e insípido y con el humo con olor a tierra y con aquel canto monótono y el tacto de su mano; y Aliso podía volver a descansar.

El sanador tenía muchas tareas que cumplir en la Escuela, así que sólo le era posible acompañarlo durante algunas horas de la noche. Aliso consiguió reposar lo suficiente durante tres noches para volver a comer y a caminar un poco por la ciudad durante el día, y a pensar y hablar coherentemente. La cuarta mañana los tres maestros, el Maestro de Hierbas, el Portero, y el Invocador, fueron a su habitación.

Aliso le hizo una reverencia al Invocador con el corazón lleno de pavor, casi desconfianza. El Maestro de Hierbas también era un gran mago, pero su arte no era tan diferente del de Aliso, así que tenían una especie de comprensión mutua; y también pesaba la inmensa bondad de su mano. El Invocador, sin embargo, no trataba con cosas físicas sino con el espíritu, con las mentes y los deseos de los hombres, con fantasmas, con significados. Su arte era arcano, peligroso, lleno de riesgos y amenazas. Y él había estado allí, junto a Aliso, no en el cuerpo, en la frontera, en el muro. Con él la oscuridad y el miedo regresaban.

Al principio ninguno de los tres magos dijo nada. Si había algo que tenían en común era una gran capacidad para permanecer en silencio.

De modo que fue Aliso quien habló, intentando poner en palabras lo que había en su corazón, porque nada más resultaría.

—Si he hecho algún mal y por ello he llegado a ese lugar, o por ello ha traído a mi esposa hasta mí en ese lugar, o a las otras almas, si puedo enmendar o deshacer lo que hice, lo haré. Pero no sé qué es lo que he hecho.

—O lo que eres —dijo el Invocador.

Aliso se quedó sin palabras.

—No muchos de nosotros sabemos quién o qué somos —dijo el Portero—. Sólo podemos vislumbrarlo.

—Cuéntanos cómo llegaste por primera vez al muro de piedras —dijo el Invocador.

Y Aliso les contó.

Los magos escucharon en silencio y no dijeron nada durante un buen rato después de que Aliso hubiera terminado. Luego el Invocador le preguntó: —¿Has pensado en lo que significa atravesar ese muro?

—Sé que no podría regresar.

—Únicamente los magos pueden atravesar ese muro en vida, y solamente en caso de extrema necesidad. El Maestro de Hierbas puede llegar con un enfermo hasta ese muro, pero si el enfermo lo atraviesa, él no lo sigue.

El Invocador era tan alto y corpulento y oscuro que, mirándolo, Aliso pensó en un oso.

—Mi arte de invocar nos permite llamar a los muertos para que acudan a este lado del muro durante un tiempo muy breve, un instante, si resulta preciso hacerlo. Yo mismo cuestiono si existe alguna necesidad que justifique semejante violación de la norma y el equilibrio del mundo. Nunca he llevado a cabo ese sortilegio. Así como tampoco he atravesado nunca ese muro. El Archimago lo hizo, y el Rey con él, para sanar la herida que le había infligido al mundo el hechicero llamado Cob.

—Y al ver que el Archimago no regresaba, Thorion, que era en aquel entonces nuestro Maestro de Invocaciones, bajó a la tierra seca para buscarlo —dijo el Maestro de Hierbas—. Y regresó, pero cambiado.

—No hay necesidad de hablar de eso —dijo el hombre corpulento.

—Tal vez sí la haya —dijo el Maestro de Hierbas—. Tal vez Aliso necesita saberlo. Thorion confiaba demasiado en su fuerza, creo yo. Se quedó allí demasiado tiempo. Pensó que podría invocarse a sí mismo de regreso al mundo de los vivos, pero lo que regresó fue solamente su arte, su poder, su ambición, el deseo de vivir que no da vida. Sin embargo, confiamos en él, porque le habíamos querido. Y entonces nos devoró. Hasta que Irian lo destruyó.

Lejos de Roke, en la Isla de Gont, el oyente de Aliso le interrumpió. —¿Qué nombre has dicho? —preguntó Gavilán.

—Irian —dijo Aliso.

—¿Conoces ese nombre?

—No, señor.

—Yo tampoco. —Tras una pausa, Gavilán prosiguió lentamente, como contra su voluntad—. Pero yo vi a Thonon, allí. En la tierra seca, donde se había arriesgado a ir a buscarme. Me dio mucha pena verlo allí. Le dije que era posible que pudiera atravesar de nuevo el muro. —Su rostro se oscureció y adquirió una expresión adusta—. No fueron aquéllas buenas palabras. Ninguna palabra es buena entre los vivos y los muertos. Pero yo también le había querido.

Permanecieron sentados en silencio. Gavilán se puso de pie abruptamente para estirar los brazos y se frotó los muslos. Los dos caminaron un poco. Aliso bebió un poco de agua del pozo. Gavilán fue en busca de una pala de jardín y un nuevo mango que encajara bien en ella, y se puso a trabajar alisando el mango de roble y afilando el extremo que debía ajustarse en el encaje.

—Sigue, Aliso —le dijo, y Aliso siguió con su historia.

Los dos maestros se habían quedado un rato en silencio después de que el Maestro de Hierbas hablara de Thorion. Aliso se armó de coraje para preguntarles acerca de un tema que últimamente había estado rondando bastante por su cabeza: cómo llegaban los que morían hasta aquel muro, y cómo llegaban los magos.

El Invocador le respondió inmediatamente: —Es un viaje del espíritu.

El viejo sanador se mostraba más inseguro. —No es con el cuerpo con lo que cruzamos el muro, puesto que el cuerpo de alguien que muere se queda aquí. Y si un mago va hasta allí en un acto de clarividencia, su cuerpo dormido aún está aquí, con vida. Y entonces llamamos a ese viajero…, llamamos a eso que hace el viaje desde el cuerpo, el alma, el espíritu.

—Pero mi esposa me cogió la mano —dijo Aliso. No pudo decirles esa vez que le había dado un beso en la boca—. Sentí su tacto.

—Eso fue lo que te pareció a ti —dijo el Invocador.

—Si se hubieran tocado físicamente, si se creó allí algún tipo de enlace —le dijo el Maestro de Hierbas al Invocador—, ¿puede ser ésa la razón por la que el resto de los muertos puede acudir a él, llamarlo, y hasta tocarlo?

—Por eso debe resistirse a ellos —dijo el Invocador, lanzándole una mirada a Aliso. Sus ojos eran pequeños, fogosos.

Aliso sintió aquello como una acusación, y no le pareció justo. Entonces respondió: —Intento resistirme, señor. Lo he intentado. Pero son tantos, y ella está con ellos, y están sufriendo, me están implorando.

—No pueden estar sufriendo —dijo el Invocador—. La muerte acaba con todo sufrimiento.

—Tal vez la sombra del dolor sea dolor —dijo el Maestro de Hierbas—. En esa tierra hay montañas, y se llaman Dolor.

El Portero apenas había hablado hasta entonces. Dijo con su voz tranquila y relajada: —Aliso es un enmendador, no un rompedor. No creo que pueda romper el enlace que se ha creado.

—Si lo ha creado, puede destruirlo —dijo el Invocador.

—¿El lo ha hecho?

—No tengo esa clase de arte, señor —dijo Aliso, tan atemorizado por lo que estaban diciendo que habló casi con furia.

—Entonces yo deberé bajar y mezclarme con ellos —dijo el Invocador.

—No, amigo mío —dijo el Portero, y el viejo Maestro de Hierbas añadió—: Tú, el último de todos nosotros.

—Pero éste es mi arte.

—Y el nuestro.

—¿Quién, entonces?

El Portero dijo: —Parece que Aliso es nuestro guía. Habiendo acudido a nosotros en busca de ayuda, tal vez él pueda ayudarnos. Viajemos todos con él en su visión hasta el muro, aunque sin atravesarlo.

Así que esa misma noche, cuando tarde y lleno de miedo Aliso dejó que el sueño se apoderara de él, y se encontró una vez más allí, en la colina gris; los demás estaban con él: el Maestro de Hierbas, una presencia cálida en medio de todo aquel frío; el Portero, esquivo y plateado como la luz de las estrellas; y el enorme Invocador, el oso, una fuerza oscura.

En esa ocasión estaban de pie no donde la colina desciende hacia la oscuridad, sino en la pendiente cercana, mirando la cima desde abajo. El muro en esta parte atravesaba la cima de la colina y era bajo, quedaba un poco por encima de la altura de la rodilla. Sobre él el cielo, con sus escasas estrellas pequeñas, era completamente negro.

Nada se movía.

Sería difícil caminar cuesta arriba hasta el muro, pensó Aliso. Antes, el muro siempre había estado debajo de él.

Pero si pudiera acercarse hasta él tal vez podría ver allí a Lirio, al igual que había sucedido la primera vez. Igual podría cogerla de la mano, y los magos harían que regresara con él al mundo de los vivos. O quizás él podría pasar al otro lado del muro en la parte en que era más bajo y podría ir a buscarla.

Comenzó a subir la ladera de la colina. Era fácil, no había ningún problema, ya casi estaba a punto de llegar.

—¡Hará!

La voz profunda del Invocador lo hizo regresar como si le hubiera echado una soga al cuello, como si le hubiera dado un tirón con una correa. Aliso tropezó, se tambaleó hacia adelante un paso más, casi estaba en el muro, se dejó caer de rodillas y estiró los brazos para tocar el muro con las manos. Estaba gritando: «¡Salvadme!», pero ¿a quién le gritaba? ¿A los magos, o a las sombras del otro lado del muro?

Entonces sintió unas manos sobre los hombros, manos con vida, fuertes y tibias, y estaba en su habitación, con las manos del sanador sobre sus hombros, y la blanca luz fatua brillando a su alrededor. Y había cuatro hombres en la habitación con él, no tres.

El viejo Maestro de Hierbas se sentó sobre la cama con él y lo tranquilizó un rato, puesto que estaba temblando, estremeciéndose, sollozando. —No puedo hacerlo —repetía sin cesar, pero todavía no sabía si les estaba hablando a los magos o a los muertos.

Cuando el miedo y el dolor comenzaron a atenuarse, se sintió tan exhausto que creyó que no podría soportarlo, y miró casi sin interés al hombre que había entrado en la habitación. Tenía los ojos del color del hielo, su piel y sus cabellos eran blancos. Alguien del lejano Norte, de Enwas o de Bereswek, pensó Aliso.

Ese hombre les dijo entonces a los magos: —¿Qué estáis haciendo, amigos míos?

—Arriesgarnos, Azver —dijo el viejo Maestro de Hierbas.

—Hay problemas en la frontera, Maestro de las Formas —respondió el Invocador. Aliso pudo sentir el respeto que le tenían a aquel hombre, el alivio que sentían por tenerlo allí, cuando le explicaron brevemente cuál era el problema.

—Si él quisiera venir conmigo, ¿le dejaríais ir? —preguntó el Maestro de las Formas cuando acabaron el relato, y luego le dijo a Aliso—: En el Bosquecillo Inmanente no tendrás miedo a tus sueños. Y así nosotros no tendremos miedo a tus sueños.

Todos dieron su consentimiento. El Maestro de las Formas asintió con la cabeza y desapareció. No estaba allí.

No había estado allí; había sido un envío, una imagen. Era la primera vez que Aliso veía manifestarse los grandes poderes de aquellos maestros, y se hubiera sentido acobardado de no haber estado ya más allá del asombro y el miedo.

Siguió al Portero adentrándose en la noche, a través de las calles, alejándose de las paredes de la Escuela, a través de campos debajo de una alta y redonda colina, y un largo riachuelo que cantaba la música de sus aguas suavemente en la oscuridad de sus orillas. Delante de ellos se alzaba una espesa arboleda, los árboles coronados por las luces grises de las estrellas.

El Maestro de las Formas se acercó por el sendero para reunirse con ellos, con el mismo aspecto que había tenido en la habitación. Él y el Portero hablaron un minuto, y luego Aliso siguió al Maestro de las Formas hasta adentrarse en el Bosquecillo.

—Los árboles son oscuros —le dijo Aliso a Gavilán—, pero debajo de ellos no está oscuro. Hay una luz allí… una iluminación.

Su oyente asentía con la cabeza, sonriendo un poco.

—Tan pronto como entré allí, supe que podría dormir. Sentí como si hubiera estado dormido todo el tiempo, en un sueño perverso, y en aquel momento, allí, estuviera despierto: de modo que realmente podría dormir. El Maestro de Formas me llevó entonces a un lugar, entre las raíces de un árbol inmenso, todo se veía tan suave con las hojas caídas del árbol, y me dijo que podía recostarme allí. Y así lo hice, y dormí. No puedo describir lo agradable que fue aquello.


El sol del mediodía caía cada vez con más fuerza; se metieron en la casa, y el anfitrión llevó pan y queso y un poco de carne seca. Aliso miraba a su alrededor mientras comían. La casa tenía únicamente aquella amplia habitación con su pequeño nicho en el lado oeste, pero era espaciosa, oscura y estaba bien ventilada; había sido construida sólidamente, con anchos tablones y vigas, tenía el suelo reluciente y una gran chimenea de piedra.

—Ésta es una casa muy noble —dijo Aliso.

—Y muy vieja. La llaman la casa del Viejo Mago. No por mí, ni por mi maestro Aihal, quien también vivió aquí, sino por su maestro Heleth, quien, junto con él, inmovilizó el gran terremoto. Es una buena casa.

Aliso durmió un poco otra vez debajo de los árboles con el sol brillando sobre él a través de las hojas danzarinas. Su anfitrión también descansó, pero no mucho; cuando Aliso se despertó, debajo del árbol había una cesta bastante grande llena de las pequeñas ciruelas doradas, y Gavilán estaba arriba, en los pasturajes de las cabras, arreglando una valla. Aliso se acercó para ayudarle, pero el trabajo ya estaba hecho. Las cabras, sin embargo, hacía mucho que se habían ido.

—Ninguna de ellas tiene leche —se quejó Gavilán mientras regresaban a la casa—. No tienen nada que hacer aparte de encontrar nuevas maneras de atravesar esa valla. Las mantengo por exasperación… El primer hechizo que aprendí fue para llamar cabras que andan vagando. Me lo enseñó mi tía. Ahora me sirve tan poco como cantarles una canción de amor. Será mejor que vaya a ver si se han metido en el huerto del viudo. No eres la clase de hechicero que puede encantar a una cabra para que se acerque, ¿verdad?

Las dos pequeñas cabras marrones habían de hecho invadido una parcela de repollos en las afueras de la aldea. Aliso repitió el sortilegio que Gavilán le enseñaba:

¡Noth hierth malk man,

hiolk han merth han!

Las cabras lo miraron fijamente con abierto desdén y se alejaron un poco. Un par de gritos y un palo las alejaron por completo de los repollos y las encaminaron hacia el sendero; allí Gavilán sacó algunas ciruelas de uno de sus bolsillos. Haciéndoles promesas, ofrecimientos, y halagándolas, condujo lentamente a los animales de regreso a su pasturaje.

—Son criaturas extrañas —dijo, echándole la tranca a la verja—. Nunca sabes a qué atenerte con una cabra.

Aliso pensó que él nunca sabía a qué atenerse con su anfitrión, pero no lo dijo.

Cuando estuvieron sentados una vez más a la sombra, Gavilán dijo: —El Maestro de las Formas no es del norte, es un kargo. Como mi esposa. Era un guerrero de Karego-At. El único hombre que conozco procedente de esas tierras y que acabara en Roke. Los kargos no tienen hechiceros. Desconfían de toda clase de magia. Pero han sabido conservar mejor que nosotros los conocimientos de los Poderes Antiguos de la Tierra. Este hombre, Azver, cuando era joven, oyó una historia acerca del Bosquecillo Inmanente, y se le metió en la cabeza que el centro de todos los poderes de la tierra debía estar allí. De modo que dejó atrás a sus dioses y su lengua materna y emprendió su camino hacia Roke. Se detuvo en nuestra puerta y dijo: «¡Enseñadme a vivir en ese bosque!». Y así lo hicimos, hasta que él comenzó a enseñarnos a nosotros… Y se convirtió en nuestro Maestro de las Formas. No es un hombre amable, pero se puede confiar en él.

—Nunca pude tenerle miedo —dijo Aliso—. Era fácil estar en su compañía. Solía llevarme con él por el interior del bosque.

Se quedaron los dos en silencio, los dos pensando en los claros y en los pasillos que formaban los árboles de aquel bosque, en la luz del sol y en la de las estrellas brillando en sus hojas.

—Es el corazón del mundo —afirmó Aliso.

Gavilán levantó la vista hacia el este y miró las cuestas de la Montaña de Gont, oscurecida por sus propios árboles.

—Iré caminando hasta allí —aseguró—, hasta el bosque, cuando llegue el otoño. —Después de un rato dijo—: Dime qué consejo te dio el Maestro de las Formas, y por qué te envió a verme aquí.

—Dijo, mi señor, que tú sabías más de… de la tierra seca que cualquier otro hombre con vida, y que entonces tal vez podrías entender lo que significa el hecho de que las almas que habitan ese lugar acuden a mí como lo hacen, suplicándome que las libere.

—¿Dijo él por qué piensa que puede suceder eso?

—Sí. Dijo que quizás mi esposa y yo no supimos cómo separarnos, sólo cómo unirnos. Que no fue algo que hiciera yo, sino que tal vez fue algo que hicimos los dos, porque tiramos el uno del otro, como gotas de mercurio. Pero el Maestro de Invocaciones no estuvo de acuerdo con eso. Dijo que únicamente un gran poder de magia podía transgredir el orden del mundo. Ya que mi antiguo maestro Alcatraz también me tocó a través del muro, el Invocador dijo que tal vez fuera un poder mágico de Alcatraz que hubiera permanecido oculto o disfrazado en vida, pero que se revelase ahora.

Gavilán pensó unos instantes. —Cuando yo vivía en Roke —dijo—, puede que lo hubiera visto del mismo modo que el Invocador. No conocía otro poder allí más fuerte que lo que llamamos magia. Ni siquiera los Antiguos Poderes de la Tierra, pensaba yo… Si el Invocador que tú has conocido es el hombre que yo pienso, llegó a Roke cuando era sólo un niño. Mi viejo amigo Vetch de Iffish lo envió para que estudiara con nosotros. Y nunca más se fue. Esa es una diferencia entre él y Azver, el Maestro de las Formas. Azver vivió hasta ser adulto como el hijo de un guerrero, él mismo fue un guerrero, vivió entre hombres y mujeres, en el meollo mismo de la vida. Hay asuntos que las paredes de la Escuela dejan fuera, y él los ha vivido en carne propia. Sabe que los hombres y las mujeres aman, hacen el amor, se casan… Después de estos quince años al otro lado de esas paredes, me inclino a pensar que puede que Azver esté yendo por el buen camino. El lazo que existe entre tú y tu esposa es más poderoso que la división entre la vida y la muerte.

Aliso dudó. —Pensé que podría ser eso. Pero me resulta… vergonzoso pensarlo. Nos amamos el uno al otro, más de lo que puedo expresar con palabras, pero ¿fue acaso nuestro amor mayor que cualquier otro que haya existido antes? ¿Fue acaso mayor que el de Morred y Elfarran?

—Tal vez no menor.

—¿Cómo puede ser?

Gavilán lo miró como si reconociera algo, y le respondió con tanto cuidado que Aliso no pudo menos que sentirse honrado. —Bueno —dijo lentamente—, a veces hay grandes pasiones que acaban mal o con la muerte en su punto más álgido. Y puesto que terminan en la plenitud de su belleza, es el tema sobre el que cantan los arpistas y con el que crean historias los poetas: el amor que se escapa a los años. Ése fue el amor del Joven Rey y Elfarran. Ese fue tu amor, Hará. No fue mayor que el de Morred, pero ¿fue acaso el suyo mayor que el tuyo?

Aliso no dijo nada. Reflexionó.

—No hay nada más grande o más pequeño en algo absoluto —dijo Gavilán—. Todo o absolutamente nada, dice el verdadero amante, y ésa es la verdad. Mi amor nunca morirá, dice. Asegura eternidad. Y tiene toda la razón. ¿Cómo puede morir cuando es la vida misma? ¿Qué conocemos de la eternidad más que el atisbo que podemos vislumbrar de ella cuando formamos parte de ese lazo?

Habló suavemente pero con fuego y energía; luego se echó hacia atrás, y después de un momento dijo, con una media sonrisa dibujada sobre el rostro:

—Cualquier palurdo canta eso, cualquier muchacha que sueña con el amor lo sabe. Pero no es algo con lo que los Maestros de Roke estén familiarizados. Tal vez el Maestro de las Formas lo haya aprendido en su juventud. Yo lo aprendí más tarde. Muy tarde. Aunque no demasiado tarde. —Miró a Aliso, con el fuego aún encendido en sus ojos, desafiante—. Y tú lo tuviste —le dijo.

—Así es. —Aliso soltó un largo suspiro. Al poco rato dijo—: Tal vez estén allí juntos, en la tierra oscura. Morred y Elfarran.

—No —dijo Gavilán con sombría seguridad.

—Pero si el lazo es verdadero, ¿qué puede romperlo?

—Allí no hay amantes.

—Pero ¿entonces qué son, qué hacen, allí en esa tierra?

Tú has estado allí, has atravesado el muro. Has caminado y hablado con ellos. ¡Dímelo!

—Lo haré. —Pero Gavilán no dijo nada más durante un buen rato—. No me gusta pensar en ello —dijo. Se frotó la cabeza y frunció el ceño—. Tú has… tú has visto esas estrellas. Estrellas pequeñas, miserables, que nunca se mueven. No hay luna. No hay amanecer… Hay caminos, si bajas la pendiente de la colina. Caminos y ciudades. En la colina hay hierba, hierba muerta, pero más abajo solamente hay polvo y rocas. Allí nada crece. Son ciudades oscuras. Las multitudes de los muertos están de pie en las calles, o caminan por los caminos sin rumbo fijo. No hablan. No se tocan. Nunca se tocan. —Su voz era grave y seca—. Allí Morred podría pasar caminando junto a Elfarran y ni siquiera se daría la vuelta para mirarla, y ella tampoco lo vería… Allí no hay reencuentro alguno, Hará. No hay lazo. Allí la madre no tiene en brazos a su niño.

—Pero mi esposa acudió a mí —dijo Aliso—, pronunció mi nombre, ¡y me besó en la boca!

—Sí. Y puesto que tu amor no fue más grande que el resto de los amores mortales, y debido a que tú y ella no sois hechiceros poderosos, cuyos poderes puedan cambiar las leyes de la vida y la muerte, aquí hay algo más. Algo está sucediendo, algo está cambiando. A pesar de que pasa a través de ti y te pasa a ti, tú eres su instrumento y no su causa.

Gavilán se puso de pie y avanzó dando zancadas hasta llegar al comienzo del sendero que rodeaba el acantilado, luego regresó hasta donde estaba Aliso; estaba tenso, casi temblando con una energía impaciente, como un halcón a punto de lanzarse sobre su presa.

—¿No te dijo tu esposa, cuando la llamaste por su nombre verdadero, «Ése ya no es mi nombre…»?

—Sí —suspiró Aliso.

—Pero ¿cómo puede ser eso? Los que tenemos nombres verdaderos los mantenemos cuando morimos, ¿no es acaso nuestro Nombre el que se olvida?… Puedo decirte que éste es un misterio para los eruditos, pero, según lo entendemos nosotros, un nombre verdadero es una palabra en la Lengua Verdadera. Por eso, únicamente alguien que posea el don puede conocer el nombre de un niño y dárselo. Y el nombre compromete a ese ser, vivo o muerto. Todo el arte del Invocador se construye sobre eso… Sin embargo, cuando el Maestro invocó a tu esposa para que acudiera a él utilizando su nombre verdadero, ella no lo hizo. Tú la llamaste por su Nombre, Lirio, y ella acudió a ti. ¿Acudió a ti como a alguien que verdaderamente la conoce?

Miró fija y atentamente a Aliso, como quien ve más que el hombre que está sentado a su lado. Después de un buen rato prosiguió: —Cuando murió mi maestro, Ahila, mi esposa estaba aquí con él; y mientras se estaba muriendo le dijo: «Ha cambiado, todo ha cambiado». Estaba mirando a través de ese muro. Desde qué lado, no lo sé.

"Y desde aquella vez, realmente ha habido cambios, un rey en el trono de Morred, y ningún Archimago en Roke. Pero más que eso, mucho más. Vi a una niña invocando al dragón Kalessin, el Mayor: y Kalessin acudió a ella, llamándola hija, como yo. ¿Qué significa eso? ¿Qué significa el hecho de que se hayan visto dragones sobrevolando las islas del Poniente? El Rey mandó buscarnos, envió un barco al Puerto de Gont, pidiéndole a mi hija Tehanu que acudiera a él y le diera consejos en lo que respecta a dragones. La gente teme que el antiguo convenio se rompa, que los dragones vengan a quemar los campos y las ciudades como lo hicieron antes de que Erreth-Akbé luchara contra Orm Embar. Y ahora, en la frontera entre la vida y la muerte, un alma rechaza el lazo de su nombre… No lo comprendo. Lo único que sé es que está cambiando. Todo está cambiando.

No había miedo en su voz, tan sólo una feroz exultación.

Aliso no podía compartir ese sentimiento. Había perdido demasiado y estaba demasiado agotado por su lucha contra fuerzas que no podía controlar ni comprender. Pero su corazón reaccionó ante semejante heroísmo.

—Puede que cambie para bien, señor —dijo.

—Que así sea —dijo el anciano—. Pero cambiar sí tiene que hacerlo.

Cuando el calor del día se iba apagando, Gavilán dijo que tenía que ir caminando hasta la aldea. Llevaba una cesta de ciruelas con una cesta de huevos dentro de la primera.

Aliso caminó con él y conversaron. Cuando Aliso comprendió que Gavilán trocaba frutas y huevos y los demás productos de la pequeña granja por harina de cebada y de trigo, que la madera que quemaba era recogida pacientemente en el bosque, que la escasez de leche de sus cabras significaba que debería hacer durar más tiempo el queso del año anterior, Aliso se quedó muy sorprendido: ¿cómo podía ser que el Archimago de Terramar viviera al día? ¿Acaso su propia gente no lo veneraba?

Cuando fue con él hasta la aldea, vio mujeres que cerraban sus puertas al ver acercarse al anciano. El vendedor que cogió sus huevos y su fruta hizo la cuenta en su tabla de madera sin pronunciar una sola palabra, con el rostro hosco y bajando la mirada. Gavilán le dijo amablemente: —Bueno, que tengas un buen día, Iddi. —Pero no recibió respuesta alguna.

—Señor —preguntó Aliso en el camino de regreso casa—, ¿saben ellos quién eres?

—No —respondió el antiguo Archimago, con una mirada seca y de soslayo—. Y sí.

—Pero… —Aliso no sabía cómo expresar su indignación.

—Saben que no tengo ningún poder para la magia, pero hay algo de mí que les resulta extraño. Saben que vivo con una extranjera, una mujer karga. Saben que la niña a la que llamamos nuestra hija es algo así como una bruja, pero aún peor, porque su rostro y una de sus manos fue quemada por el fuego, y porque ella misma fue quien quemó al Señor de Re Albi, o lo empujó y lo tiró por el acantilado, o lo mató con el ojo malvado, sus historias van variando. Sin embargo, adoran la casa en la que vivimos, porque fue la casa de Aihal y de Heleth, y los magos muertos son buenos magos… Tú eres un hombre de ciudad, Aliso, de una isla del reino de Morred. Una aldea en Gont es otra cosa.

—Pero ¿por qué te quedas aquí, señor? Seguramente el Rey te honraría mejor…

—No quiero que me honren —dijo el anciano, con una violencia que enmudeció a Aliso por completo.

Siguieron caminando. Cuando llegaron a la casa construida justo en el borde del acantilado volvió a hablar: —Éste es mi hogar —dijo.

Bebieron un vaso de vino tinto con la cena, y volvieron a sentarse en el banco de fuera para ver la puesta de sol. No hablaron mucho. El miedo de la noche, del sueño, estaba comenzando a apoderarse de Aliso.

—Yo no soy un sanador —le dijo su anfitrión—, pero tal vez pueda hacer lo mismo que el Maestro de Hierbas para que puedas dormir.

Aliso meditó la propuesta.

—Lo he estado pensando, y me parece que tal vez no fuera un hechizo lo que te mantuvo alejado de aquella colina, sino simplemente el tacto de una mano con vida. Si quieres, podemos intentarlo.

Aliso protestó, pero Gavilán le dijo: —De cualquier manera paso en vela la mitad de casi todas las noches. —Y así fue como el invitado se acostó aquella noche en la cama baja, en aquel rincón oscuro de la gran habitación, y el anfitrión se quedó sentado a su lado, mirando el fuego y dormitando.

También miraba a Aliso, y finalmente lo vio quedarse dormido; no mucho tiempo después de eso lo vio sobresaltarse y temblar en sueños. Alargó su mano y la posó sobre el hombro de Aliso mientras él yacía algo alejado. El hombre dormido se movió un poco, suspiró, se relajó, y siguió durmiendo.

Gavilán se sintió muy contento de poder hacer aquello. Tan bueno como un mago, se dijo no sin un leve sarcasmo.

No tenía sueño; todavía podía sentir la tensión recorriéndole todo el cuerpo. Pensó en todo lo que Aliso le había contado hasta entonces, y en lo que habían hablado esa misma tarde. Vio a Aliso de pie en el sendero junto a la parcela de repollos diciendo el sortilegio para llamar a las cabras, y la altiva indiferencia de éstas ante aquellas palabras carentes de poder. Recordó como él mismo solía utilizar el nombre del gavilán, el halcón de pantano, el águila gris, llamándolos para que bajaran desde el cielo hasta él con un aleteo de alas para coger su brazo con garras de hierro y mirarlo con furia, los ojos llenos de ira, ojos dorados… Eso ya no existía. Podía alardear, llamando a esta casa su hogar, pero no tenía alas.

Pero Tehanu sí. Las alas del dragón estaban para que ella volara sobre ellas.

El fuego se había extinguido. Estiró bien la piel de cordero sobre su cuerpo, apoyando la cabeza contra la pared, sin mover la mano del hombro inerte y tibio de Aliso. Aquel hombre le caía bien, y sentía pena por él.

Debía acordarse de pedirle que arreglara el cántaro verde mañana.

La hierba que crecía pegada al muro era corta, seca, muerta. Allí el viento no soplaba para moverla o hacerla crujir.

Se despertó sobresaltado, casi saltando de la silla y, después de unos instantes de desconcierto, puso otra vez su mano sobre el hombro de Aliso, cogiéndolo un poco, y susurró: —¡Hará! Ven hacia aquí, Hará. —Aliso se estremeció, luego se relajó. Volvió a suspirar, se dio la vuelta más hacia su lado y se quedó quieto.

Gavilán seguía sentado con la mano sobre el hombro del hombre dormido. ¿Cómo había podido llegar él hasta allí, hasta el muro de piedras? Ya no tenía el poder necesario para ir hasta allí. No tenía modo alguno de encontrar el camino. Como la noche anterior, el sueño o la visión de Aliso, el alma viajera de Aliso lo había arrastrado con ella hasta el límite de la tierra oscura.

Ahora estaba completamente despierto. Seguía sentado con la mirada fija en el rincón grisáceo de la ventana que daba al oeste, lleno de estrellas.

La hierba bajo el muro… No crecía más abajo de donde la colina se nivelaba en la tierra seca, sombría. Le había dicho a Aliso que allí abajo había solamente polvo, solamente rocas. Lechos de arroyos muertos en los que nunca corría el agua. Nada con vida. Ni un pájaro, ni un ratón de campo asustado, ni el brillo ni el zumbido de pequeños insectos, las criaturas del sol. Solamente los muertos, con sus ojos vacíos y sus rostros silenciosos.

Pero ¿acaso los pájaros no morían?


Un ratón, un mosquito, una cabra, una cabra blanca y marrón, con hábiles pezuñas, de ojos color ámbar, una cabra desvergonzada, Sippy, la que había sido la mascota de Tehanu, y la que había muerto el invierno pasado ya entrada en años, ¿dónde estaba Sippy?

No estaba en la tierra seca, en la tierra oscura. Estaba muerta, pero no estaba allí. Estaba en el lugar al que pertenecía, en la tierra. En la tierra, en la luz, en el viento, el salto de agua que cae de la roca, el ojo amarillo del sol.

Entonces por qué, entonces por qué…

Observó a Aliso recomponer el cántaro. De panza prominente y color verde jade, había sido el favorito de Tenar; lo había traído con ella desde la Granja de Roble, hacía ya muchos años. Se le había resbalado de las manos el otro día, mientras lo cogía del estante. Había recogido los dos pedazos más grandes y los trozos más pequeños con cierto conocimiento de cómo pegarlos unos con otros, al menos para que sirviera de adorno, aunque no pudiera volver a utilizarse nunca más. Cada vez que veía los trozos, que había colocado en una cesta, su torpeza le dejaba indignado.

Ahora, fascinado, observaba las manos de Aliso. Delgadas, fuertes, habilidosas, pacientes, daban forma al cántaro, acariciando y acomodando y encajando las piezas de cerámica, instando y acariciando, los dedos pulgares engatusando y guiando a los trozos pequeños hasta ponerlos en su sitio, uniendo unos con otros una vez más, tranquilizándolos. Mientras trabajaba murmuraba una canción monótona y compuesta por sólo dos palabras. Eran palabras del Habla Antigua. Ged sabía que ignoraba su significado. El rostro de Aliso tenía una expresión serena, toda la tensión y el pesar habían desaparecido: un rostro tan completamente absorto en el tiempo y en la tarea que a través de él brillaba una calma sin tiempo.

Sus manos se separaron del cántaro, abriéndose desde él como los pétalos de una flor que florece. Allí estaba, sobre la mesa de roble, entero.

Lo miró con silencioso placer.

Cuando Ged le dio las gracias, Aliso le respondió: —No ha sido nada. Las roturas estaban muy limpias. Es una pieza muy buena, y está hecha con buena arcilla. Lo que más cuesta enmendar es el trabajo hecho mal y de prisa.

—Quería preguntarte cómo dormiste anoche —dijo Ged.

Aliso se había despertado con las primeras luces de la mañana y se había levantado de la cama para que su anfitrión pudiera acostarse en ella y dormir profundamente hasta bien entrado el día; pero estaba claro que el acuerdo no duraría mucho.

—Ven conmigo —dijo el anciano.

Emprendieron el camino tierra adentro por un sendero que bordeaba el pasturaje de las cabras y serpenteaba entre lomas, campos pequeños a medio cuidar, y entradas al bosque. Para Aliso, Gont era un lugar de aspecto salvaje; desigual y fortuita, la escabrosa montaña siempre con el ceño fruncido y amenazándolo todo desde allí arriba.

—He estado pensando —dijo Gavilán mientras caminaban—, que si yo he podido ayudarte al igual que lo hizo el Maestro de Hierbas, manteniéndote alejado de la colma del muro simplemente posando mi mano sobre tu hombro, puede que haya otros que puedan ayudarte. Si no tienes nada contra los animales.

—¿Los animales?

—Verás —comenzó Gavilán, pero no dijo mucho más, interrumpido por una extraña criatura saltarina que bajaba Por el sendero hacia donde ellos se encontraban.

Iba envuelta en faldas y chales, pieles que sobresalían en todas las direcciones desde su cabeza, y llevaba unas botas altas de cuero. —¡Oh, Mastro, oh, Mastro! —gritaba.

—Hola, Brezo. Tranquila —dijo Gavilán.

La mujer se detuvo, sacudiendo su cuerpo, las pieles de su cabeza agitándose al viento, una gran sonrisa en el rostro.

—¡Lo sabía ella que vendrías tú por allí! —vociferó—. Hizo ese pico del halcón con los dedos así, lo ves, así lo hizo, ¡y me dijo vete, vete, con su mano! ¡Lo sabía ella que vendrías tú por allí!

—Y así lo haré.

—¿Para vernos a nosotras?

—Para verte a ti. Brezo, éste es el Maestro Aliso.

—Mastroliso —susurró, callándose de repente al incluir a Aliso en su conciencia. Se encogió, como metiéndose dentro de sí misma, bajó la vista para mirarse los pies.

No eran unas botas de cuero lo que llevaba. Sus piernas desnudas estaban cubiertas desde la rodilla hacia abajo con un lodo suave, marrón, muerto. Sus faldas caían unas sobre otras, recogidas en la cintura.

—Has estado cazando ranas, ¿no es cierto, Brezo?

La mujer asintió distraídamente con la cabeza.

—Iré a decírselo a Tía —dijo, comenzando con un susurro y acabando con un chillido, y salió disparada por donde había venido.

—Tiene un buen corazón —dijo Gavilán—. Solía ayudar a mi esposa. Ahora vive con nuestra bruja y la ayuda. No creo que tengas ningún problema en entrar en casa de una bruja, ¿verdad?

—No, en absoluto, señor.

—Muchos sí lo tienen. Nobles y gente normal, magos y hechiceros.

—Mi esposa Lirio era una bruja.

Gavilán asintió con la cabeza y caminó en silencio durante un rato. —¿Cómo descubrió ella su don, Aliso?

—Nació con ella. De niña podía hacer que una rama rota volviera a crecer en el árbol, y otros niños le llevaban sus juguetes rotos para que ella los arreglara. Pero cuando su padre la veía hacer esa clase de cosas, solía pegarle en las manos. Su familia era una familia importante en su ciudad. Eran gente respetable —dijo Aliso con su voz suave, sosegada—. No querían que frecuentara a brujas, pues eso evitaría que se casara con un hombre respetable. Así que siguió estudiando todo por su cuenta. Y las brujas de su ciudad no querían tener ninguna clase de contacto con ella, ni siquiera cuando acudió a ellas para que le enseñaran, porque temían mucho a su padre. Entonces llegó un hombre rico y pidió su mano, porque era hermosa, como ya he dicho antes, señor. Más hermosa de lo que podría yo expresar. Y su padre le dijo que debía casarse. Esa noche se escapó de su casa. Desde entonces vivió sola, vagando, durante algunos años. Alguna que otra bruja la acogió en alguna ocasión pero ella se mantenía gracias a su don.

—Taon no es una isla muy grande.

—Su padre no quiso buscarla. Dijo que ninguna bruja gitana sería su hija.

Una vez más, Gavilán asintió con la cabeza. —Y fue entonces cuando ella oyó hablar de ti y te buscó.

—Sí. Pero ella me enseñó más a mí de lo que yo hubiera podido enseñarle a ella —dijo Aliso honestamente—. Tenía un gran don.

—No lo dudo.

Habían llegado a una pequeña casa o a una gran cabaña, abandonada en un pequeño valle, con un avellano y trozos de escoba de bruja desparramados por todos lados; había una cabra en el tejado, y una bandada de gallinas blancas con motas negras cacareando por aquí y por allá, y una pequeña y perezosa perra pastora sentada muy erguida a punto de ladrar; lo pensó mejor y movió la cola.

Gavilán se acercó hasta la baja puerta de entrada de la casa, agachándose para mirar en su interior. —¡Estás aquí, Tía! —dijo—. Te he traído una visita. Aliso, un hechicero de la Isla de Taon. Su arte es el de enmendar, y es un maestro, te lo aseguro, puesto que acabo de verlo arreglar el cántaro verde de Tenar, ya sabes cuál es, el que yo, como un tonto viejo y torpe, dejé caer al suelo y rompí en mil pedazos el otro día.

Entró en la cabaña, y Aliso lo siguió. Una anciana estaba sentada en una silla con cojines cerca de la puerta, desde donde podía ver la luz del sol. De su cabellera rala y con mechones blancos sobresalían plumas. Tenía una gallina moteada sobre el regazo. Sonrió a Gavilán con encantadora dulzura e inclinó cortésmente la cabeza para saludar al visitante. La gallina se despertó, cacareó, y se fue.

—Ésta es Musgo —dijo Gavilán—, una bruja poseedora de muchas destrezas, de las cuales la más grande es la amabilidad.

Así, pensó Aliso, el Archimago de Roke podría haber presentado un gran hechicero a una gran dama. Hizo una reverencia. La anciana agachó la cabeza y se rió un poco.

Describió un movimiento circular con su mano izquierda, formulándole una pregunta con la mirada a Gavilán.

—¿Tenar? ¿Tehanu? —dijo él—. Todavía están en Havnor, con el Rey, hasta donde yo sé. Lo estarán pasando muy bien por allí, con todo el encanto de la ciudad y de los palacios.

—Confeccioné unas coronas para nosotros —gritó entonces Brezo, dirigiéndose a saltos hacia el oscuro y oloroso revoltijo que podía vislumbrarse hacia el interior de la casa—. Como reyes y reinas. ¿Lo veis? —Se arregló las plumas de polluelo que le salían de entre los gruesos cabellos en todas las direcciones. Tía Musgo, consciente de su propio y singular tocado, se ahuecó sin éxito las plumas con la mano izquierda e hizo una mueca.

—Las coronas son pesadas —dijo Gavilán. Con mucho cuidado cogió las plumas que volaban por los aires.

—¿Quién es la reina, Mastro? —gritó Brezo—. ¿Quién es la reina? Bannen es el rey, ¿quién es la reina?

—El Rey Lebannen no tiene reina, Brezo.

—¿Por qué? Debería de tener una. ¿Por qué no?

—Tal vez la esté buscando.

—¡Se casará con Tehanu! —chilló la mujer con alegría—. ¡Se casará con ella!

Aliso vio cómo el rostro de Gavilán cambiaba, se cerraba, se convertía en roca. Solamente dijo:

—Lo dudo. —Miró las plumas que había cogido del cabello de Musgo y las acarició suavemente—. He acudido a ti para pedirte un favor, como siempre, Tía Musgo —dijo.

Ella alargó su mano y cogió la de él con tanta ternura que Aliso se sintió conmovido hasta lo más profundo de su corazón.

—Quiero pedirte prestado uno de tus cachorros.

Musgo comenzó a mostrarse triste. Brezo, que estaba junto a ella con la mirada perdida, lo pensó un minuto y luego gritó: —¡Los cachorros! ¡Tía Musgo, los cachorros! ¡Pero si ya no queda ninguno!

La anciana asintió con la cabeza, parecía desolada, acariciando la mano oscura de Gavilán.

—¿Alguien quiso quedárselos?

—El más grande salió y quizás se metió en el bosque y alguna criatura lo mató allí, porque nunca regresó, y luego el viejo Pasado, vino y dijo que necesitaba perros pastores y se llevó a los dos y los entrenó y Tía se los dio porque perseguían a los polluelos nuevos, Copos de Nieve salió del cascarón y se comió casa y todo, y así, entonces.

—Bueno, puede que Paseador tenga allí un buen trabajo que hacer, entrenándolos —dijo Gavilán con una sonrisa—. Me alegro de que los tenga él, pero lamento que ya no estén aquí, puesto que quería pedirte uno prestado por una o dos noches. Dormían en tu cama, ¿verdad, Musgo?

La anciana asintió con la cabeza, seguía triste. Después, alegrándose un poco, miró hacia arriba con la cabeza ladeada y maulló.

Gavilán parpadeó, pero Brezo comprendió. —¡Ah! ¡Los gatitos! —gritó—. Pequeña, Gris tuvo cuatro, y Viejo Negro mató uno antes de que pudiéramos impedírselo, pero aún quedan dos o tres por alguna parte, duermen con Tía y con Biddy casi todas las noches ahora que los cachorros ya no están. ¡Gatito!, ¡gatito!, ¡gatito!, ¿dónde estás, gatito? —Y después de un buen rato de alboroto y de movimiento y de agudos maullidos en el oscuro interior de la casa, volvió a aparecer con un gatito gris que se aferraba a su mano chillando y con fuerza—. ¡Aquí hay uno! —gritó, y se lo lanzó a Gavilán. Éste lo cogió con torpeza. Instantáneamente el gatito le mordió.

—Bueno, bueno, ya está bien —le dijo—. Tranquilo, tranquilo.

Un pequeño maullido salió de la boca de aquel animalillo, e intentó morderle otra vez. Musgo hizo un gesto, y Gavilán puso a la pequeña criatura sobre el regazo de la anciana. Ésta lo acarició con su mano lenta y pesada. El animal en seguida se recostó, se estiró, la miró, y comenzó a ronronear.

—¿Puedo pedírtelo prestado durante un tiempo?


La vieja bruja levantó la mano del lomo del gatito con un gesto digno de la realeza que decía claramente: es tuyo y con mucho gusto.

—El Maestro Aliso está teniendo unos sueños un tanto perturbadores, ¿sabes?, y pensé que tal vez el hecho de tener un animal con él durante las noches podría ayudar a atenuar la molestia.

Musgo asintió seriamente con la cabeza y, levantando la vista para mirar a Aliso, deslizó la mano por debajo del gatito y lo alzó para entregárselo. Aliso lo cogió con mucho tiento. No maulló ni mordió. Le trepó por los brazos y se le aferró al cuello por debajo de los cabellos, los cuales llevaba ligeramente recogidos en la nuca.

Mientras caminaban de regreso hacia la casa del Viejo Mago, el gatito se metió dentro de la camisa de Aliso; Gavilán le explicó: —Una vez, cuando empezaba a practicar el arte de la magia, me pidieron que curara a un niño que tenía la fiebre roja. Sabía que el pequeño se estaba muriendo, pero fui incapaz de dejarlo ir. Intenté seguirlo para traerlo de regreso. A través del muro de piedra… Y entonces, dentro de mi cuerpo, me caí junto a la cama del niño y yo mismo me quedé allí tendido sobre el suelo como un muerto. Había una bruja allí que adivinó cuál era el problema, e hizo que me llevaran hasta mi casa y que me acostaran en mi cama. En mi casa había un animal que se había hecho amigo mío cuando yo era tan sólo un niño en Roke, una criatura salvaje que se acercó a mí por su propia voluntad y se quedó conmigo. Un otak. ¿Los conoces? Creo que no hay ninguno en el Norte.

Aliso dudó. Luego dijo: —Sé de ellos sólo por la Gesta que habla de cómo…, de cómo el mago llegó a la Corte de Terrenon en Osskil. Y el otak intentó advertirle de un gebbeth que caminaba con él. Y el mago pudo liberarse del gebbeth, pero el pequeño animal fue atrapado y asesinado.

Gavilán siguió caminando sin hablar durante un buen rato.

—Sí —dijo—. Pues bien, mi otak también me salvó la vida cuando quedé atrapado por mi propia locura del lado equivocado del muro, mi cuerpo yacía aquí y mi alma se extraviaba por allí. El otak se acercó a mí y me limpió, como se limpian entre ellos y a sus crías, como lo hacen los gatos, con una lengua seca, pacientemente, tocándome y trayéndome de regreso con su tacto, trayéndome de regreso a mi propio cuerpo. Y el obsequio que me dio el animal no fue sólo la vida sino un conocimiento más grande del que nunca hubiera aprendido en Roke… Pero ya ves, olvido todo lo que aprendo.

"Un conocimiento, digo yo, pero es más bien un misterio. ¿Cuál es la diferencia entre nosotros y los animales? ¿El habla? Todos los animales tienen un modo de hablar, de decir ven y ten cuidado y muchas cosas más; pero no pueden contar historias, y no pueden decir mentiras. Mientras que nosotros sí podemos…

"Pero los dragones hablan: hablan la Lengua Verdadera, el lenguaje de la Creación, en el que no hay mentiras, en el que contar la historia ¡es hacerla realidad! Y sin embargo llamamos a los dragones animales…

"Entonces tal vez la diferencia no sea el lenguaje. Tal vez sea esto: los animales no hacen ni el bien ni el mal. Hacen lo que tienen que hacer. La gente puede decir que lo que hacen es perjudicial o provechoso, pero el bien y el mal nos pertenecen a nosotros, que elegimos hacer lo que hacemos. Los dragones son peligrosos, sí. Pueden hacer daño, sí. Pero no son malos. Están por debajo de nuestra moralidad, por decirlo de algún modo, como cualquier animal. O más allá de ella. No tienen nada que ver con ella.

"Nosotros tenemos que elegir una y otra vez. Los animales únicamente necesitan ser y hacer. Nosotros estamos sojuzgados, ellos son libres. De modo que estar con un animal es conocer un poco de libertad…

"Anoche estuve pensando que las brujas a menudo tienen un compañero, un familiar. Mi tía tenía un viejo perro que nunca ladraba. Le llamaba Gobefore. Y el Archimago Nemmerle, cuando llegué por primera vez a la Isla de Roke, tenía un cuervo que iba con él a todas partes. Y me acordé de una mujer joven que conocí una vez que llevaba una pequeña lagartija de dragón, un harekki, a modo de brazalete. Y entonces finalmente pensé en mi otak. Y luego pensé: si lo que Aliso necesita para quedarse de este lado del muro es el calor del tacto de un cuerpo, ¿por qué no el de un animal? Puesto que ellos ven la vida, no la muerte. Tal vez un perro o un gato sea tan bueno como un Maestro de Roke.

Y así resultó ser. El gatito, por lo visto muy feliz de estar lejos de aquella casa llena de perros y de gatos machos y de gallos y con la imprevisible Brezo, intentaba con esmero demostrar que era un gato fiable y diligente, patrullando la casa en busca de ratones, montado sobre el hombro de Aliso debajo de sus cabellos cuando se le permitía hacerlo, y acomodándose para dormir ronroneando debajo de su barbilla tan pronto corno éste se recostaba. Aliso dormía toda la noche sin tener ningún sueño que luego pudiera recordar, y se despertaba para encontrar al gatito sentado en su pecho, limpiándose las orejas con un aire de silenciosa virtud.

Sin embargo, cuando Gavilán intentó determinar su sexo, rugió y luchó por evitarlo. —Está bien —dijo, quitando rápidamente su mano para mantenerla fuera de peligro—. Como quieras. Puede ser un macho o una hembra, Aliso, de eso estoy seguro.

—De todos modos no le pondré ningún nombre —dijo Aliso—. Los gatitos se apagan como las llamas de las velas. Si le pones nombre a alguno, lloras más por él.

Ese día, Aliso sugirió que fueran a arreglar la valla y así lo hicieron, caminando junto a la valla del pasturaje de las cabras, Gavilán por dentro y Aliso por fuera. Cuando uno de los dos encontraba un lugar en el que las empalizadas parecían estar empezando a pudrirse o donde los listones atados estaban cediendo en sus uniones, Aliso pasaba las manos una y otra vez por la madera, apretando con los dedos pulgares y dando tirones y alisando y fortaleciendo, un canto apenas articulado y casi inaudible en el pecho y en la garganta, el rostro relajado y concentrado.

Una vez Gavilán, observándolo, murmuró: —¡Y yo que solía darlo todo por sentado!

Aliso, perdido en su trabajo, no le preguntó qué quería decir con eso.

—Ya está —dijo—, así estará bien. —Y siguieron avanzando, seguidos de cerca por las dos cabras curiosas, que embestían y empujaban las partes recompuestas de la valla como para ponerlas a prueba.

—He estado pensando —dijo Gavilán— que tal vez harías bien en ir a Havnor.

Aliso lo miró alarmado. —Ah —dijo—. Pensé que tal vez, ya que ahora he encontrado una manera de mantenerme alejado de… ese lugar… podría regresar a casa, a Taon. —Iba perdiendo la confianza en aquellas palabras a medida que las iba pronunciando.

—Podrías hacerlo, pero no creo que fuera algo muy prudente.

Aliso dijo con desgana: —Es mucho pedirle a un gatito, que defienda a un hombre contra los ejércitos de los muertos.

—Es cierto.

—Pero, yo… ¿qué haría yo en Havnor? —Y, con repentina esperanza, agregó—: ¿Vendrías tú conmigo?

Gavilán negó con la cabeza una vez. —Yo me quedo aquí.

—El Señor Maestro de las Formas…

—Te envió a mí. Y yo te envío a aquellos que deben escuchar tu historia y descubrir qué significa… Escúchame, Aliso, en su corazón, el Maestro de las Formas cree que todavía soy lo que una vez fui. Él cree que yo simplemente me estoy escondiendo aquí, en los bosques de Gont, y que apareceré cuando la necesidad sea muy grande. —El anciano bajó la mirada y vio sus ropas sudadas y remendadas y sus zapatos cubiertos de polvo, y se rió—. En todo mi esplendor —añadió.

—Beeeee —dijo la cabra marrón que estaba detrás de él.

—Pero de todos modos, Aliso, hizo bien en enviarte aquí, puesto que ella hubiera estado aquí de no haberse ido a Havnor.

—¿La Señora Tenar?

—Hama Gongun. Así la llamó el Maestro de las Formas —dijo Gavilán, mirando a Aliso a través de la valla, los ojos-insondables—. Una mujer en Gont. La mujer de Gont. Tehanu.

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