CAPÍTULO V La unión

La última noche de travesía fue tranquila, cálida, sin estrellas. El Delfín se movía con un balanceo largo y relajado sobre el terso oleaje hacia el Sur. Resultaba fácil dormir, y la gente durmió, y durmiendo soñó.

Aliso soñó con un pequeño animal que se acercaba en la oscuridad y le tocaba la mano. No podía ver qué era, y cuando estiraba la mano para tocarlo, había desaparecido, lo había perdido. Sintió una vez más el pequeño hocico aterciopelado tocándole la mano. Comenzó a despertarse, y el sueño se le escurrió, pero el agudo dolor de la pérdida se había instalado en su corazón.

En la litera que estaba debajo de la suya, Seppel soñaba que estaba en su propia casa en Ferao, en Paln, leyendo un antiguo libro de saber popular de la Época Oscura, contento con su trabajo; pero era interrumpido. Alguien quería verle. «Será tan sólo un minuto», se decía, e iba a hablar con quien le llamaba. Era una mujer; sus cabellos eran oscuros con un destello rojizo, su rostro era hermoso y estaba lleno de preocupaciones. —Tienes que enviármelo a míle decía—. Me lo enviarás, ¿verdad?

Y él pensaba: «No sé a quién se refiere, pero tengo que simular que sí lo sé», y entonces le respondía: —Eso no será fácil, ¿lo sabes, verdad? —En ese momento la mujer llevó su mano hacia atrás y él vio que llevaba una piedra en ella, una piedra pesada. Asustado, pensó que tendría intenciones de arrojársela o de golpearle con ella, y alejándose de ella, despertó en la oscuridad del camarote. Permaneció allí recostado, escuchando la respiración de los demás durmientes y el susurro del mar junto a los flancos del barco.

En su litera del otro lado del pequeño camarote, Ónix yacía sobre sus espaldas con la mirada fija y perdida en la oscuridad; pensaba que sus ojos estaban abiertos, pensaba que estaba despierto, pero pensaba que muchas finas y pequeñas cuerdas habían sido atadas alrededor de sus brazos y de sus piernas y de sus manos y de su cabeza, y que todas esas cuerdas se perdían en la oscuridad, sobre la tierra y el mar, sobre la curva del mundo: y las cuerdas tiraban de él, lo arrastraban, de manera que él y el barco en el que se encontraba y todos sus pasajeros estaban siendo atraídos suavemente, suavemente hasta el lugar en el que el mar se secaba, en donde el barco se encallaría silenciosamente sobre arenas invisibles. Pero él no podía hablar ni hacer nada, porque las cuerdas lo ataban y no le dejaban abrir la mandíbula, ni los párpados.

Lebannen había bajado al camarote para dormir un rato, ya que quería estar fresco al amanecer, cuando probablemente divisaran la Isla de Roke desde el barco. Se durmió rápida y profundamente, y sus sueños pasaban velozmente y cambiaban: una alta colina verde sobre el mar, una mujer que sonreía y, levantando su mano, le demostraba que podía hacer salir el sol, un demandante en su corte de justicia en Havnor por quien supo, para su horror y vergüenza, que la mitad de la gente del Reino se estaba muriendo de hambre en habitaciones cerradas con llave debajo de las casas, un niño que le gritaba: «¡Ven a mí!», pero él no podía encontrarlo. Mientras dormía, su mano derecha sujetaba la roca en la pequeña bolsa de amuleto que llevaba colgada del cuello, y la apretaba con fuerza.

En el camarote de cubierta sobre aquellos soñadores, soñaban las mujeres. Seserakh subía caminando las montañas, las hermosas y queridas montañas desiertas de su tierra. Pero caminaba por el camino prohibido, el camino del dragón. Los pies humanos no deben caminar por ese camino, ni siquiera deben atravesarlo. Sentía la tierra de aquel camino suave y cálida debajo de las plantas de sus pies desnudos, y aunque sabía que no debía caminar por allí, seguía haciéndolo, hasta que miraba hacia arriba y veía que las montañas no eran las que ella conocía, sino que eran negras, unos precipicios dentados a los que nunca podría subir. Pero tenía que hacerlo, tenía que subir a ellos.

Irian volaba jubilosa en el viento de tormenta, pero la tormenta enviaba lazos de relámpagos sobre sus alas, tirándola cada vez más y más hacia abajo, hasta las nubes, y mientras era empujada cada vez más y más cerca vio que no eran nubes sino rocas negras, una cordillera de montañas negras y dentadas. Se daba cuenta de que llevaba las alas atadas a los costados con cuerdas de relámpagos, y entonces se caía.

Tehanu se arrastraba a través de un túnel en las profundidades de la tierra. No había aire suficiente para respirar, y el túnel se hacía cada vez más estrecho a medida que ella iba avanzando. No podía volver atrás. Pero las brillantes raíces de los árboles, creciendo hacia abajo a través de la tierra dentro de aquel túnel, le ofrecían a veces asimientos con los que podía ayudarse para avanzar en la oscuridad.

Tenar subía los escalones del Trono de la Sin Nombre en el Lugar Sagrado de Atuan. Ella era muy pequeña y los escalones eran muy altos, de modo que sólo podía subirlos haciendo mucho esfuerzo. Pero cuando llegaba al cuarto escalón no se detenía y se daba media vuelta, tal como la sacerdotisa le había dicho que tenía que hacer. Seguía adelante. Subía el siguiente escalón, y el siguiente, y el siguiente, pisando sobre una capa de polvo tan gruesa que había ocultado los escalones, y con los pies debía ir tanteando para pisar allí donde ningún otro pie se había posado. Iba de prisa, porque detrás del trono vacío Ged había dejado o perdido algo, algo de suma importancia para una miríada de personas, y ella tenía que encontrarlo. Sólo que no sabía lo que era. «Una piedra, una piedra», se decía a sí misma. Pero detrás del trono, cuando por fin lograba llegar hasta allí, no había nada más que polvo, excremento de lechuzas y polvo.

En el nicho de la casa del Viejo Mago, en el Vertedero de Gont, Ged soñaba que era Archimago. Estaba hablando con su amigo Thorion mientras caminaban por el corredor de las runas hacia el salón de reunión de los Maestros de la Escuela. «No tuve ninguna clase de poder, le decía honestamente a Thorion, durante años y años.» El Invocador sonreía y le decía: «Eso fue simplemente un sueño, ¿sabes?». Pero Ged estaba preocupado por las largas alas negras que iba arrastrando tras de sí a través del corredor; se encogía de hombros, intentando levantar las alas, pero éstas se arrastraban por el suelo como bolsas vacías. «¿Tú tienes alas?», le preguntaba a Thorion. «Oh, sí», le respondía con gran satisfacción, mostrándole cómo sus alas estaban bien atadas a su espalda y a sus piernas con muchas finas y pequeñas cuerdas. «Tengo un buen yugo.»

Entre los árboles del Bosquecillo Inmanente en la Isla de Roke, Azver, el Maestro de las Formas, dormía como solía hacerlo en verano, en un claro abierto cerca del extremo oriental del bosque, desde donde podía mirar hacia arriba y ver las estrellas a través de las hojas. Allí, su sueño era claro, transparente, su mente se movía de pensamientos a sueños, de sueños a pensamientos, guiada por los movimientos de las estrellas y de las hojas a medida que cambiaban de lugar en su baile. Pero esa noche no había estrellas, y las hojas pendían inmóviles. Miró hacia arriba al cielo sin luz y vio a través de las nubes. En lo alto de aquel cielo negro había estrellas: pequeñas, brillantes e inmóviles. No se desplazaban. Sabía que no habría amanecer. Entonces se incorporó, despierto, mirando fijamente la tenue v suave luz que siempre se filtraba entre los árboles del bosque. Su corazón latía lentamente y con fuerza.

En la Casa Grande, los jóvenes, durmiendo, daban vueltas en las camas y gritaban, soñando que debían ir a luchar contra un ejército en una llanura de polvo, pero los guerreros contra los que tenían que luchar eran hombres viejos, mujeres viejas, gente débil, enferma, niños que lloraban.

Los Maestros de Roke soñaban que había un barco navegando hacia ellos sobre el mar, un barco con una carga muy pesada, que avanzaba lentamente por el agua. Uno soñaba que el cargamento del barco eran rocas negras. Otro soñaba que llevaba fuego ardiente. Otro soñaba que su cargamento eran sueños.

Los siete maestros que dormían en la Casa Grande se despertaron, primero uno y después otro, cada uno en su celda de piedra, crearon una pequeña esfera de luz azulada, y se levantaron. Encontraron al Portero ya preparado y esperando en la puerta. —Vendrá el Rey —dijo con una sonrisa—, al amanecer.


—El Collado de Roke —dijo Tosía, mirando fijamente la lejana, imprecisa e inmóvil onda al sudoeste, sobre las olas iluminadas a media luz. Lebannen, de pie junto a él, no dijo nada. La cubierta de nubes se había dispersado, y el cielo arqueaba su bóveda pura e incolora sobre el gran círculo de las aguas.

El capitán del barco se unió a ellos. —Un buen amanecer —dijo, susurrando en el silencio.

El Levante se teñía lentamente de amarillo. Lebannen miró hacia la popa. Dos de las mujeres ya se habían levantado, estaban de pie junto a la barandilla, justo fuera de su camarote; mujeres altas, descalzas, silenciosas, mirando fijamente hacia el Este.

La cima de la redonda colina verde fue la primera en atrapar los rayos del sol. Ya era pleno día cuando entraron navegando entre los promontorios de la Bahía de Zuil. Todos los pasajeros del barco estaban en la cubierta, observando. Pero hablaban muy poco y en voz muy baja.

El viento fue amainando al entrar en el puerto. Todo estaba tan tranquilo que el agua reflejaba la pequeña ciudad que se erguía sobre la bahía y los muros de la Casa Grande que se elevaba sobre la ciudad. El barco se deslizaba avanzando cada vez más y más lentamente.

Lebannen miró al capitán del barco y a Ónix. El capitán asintió con la cabeza. El mago levantó las manos y las separó lentamente iniciando un sortilegio y murmurando una palabra.

El barco siguió deslizándose suavemente, sin aminorar la velocidad, hasta que se detuvo junto a la más extensa de las dársenas. Entonces habló el capitán, y la gran vela fue plegada mientras los hombres a bordo les arrojaban las cuerdas a los hombres que estaban en el muelle, gritando, y el silencio se rompió.

Había gente en el muelle que les daba la bienvenida, gente de la ciudad que se había reunido allí, y un grupo de jóvenes de la Escuela. Entre ellos había un hombre grande, de pecho amplio y piel oscura, que llevaba una vara pesada que competía con su propia estatura. —Bienvenido a Roke, Rey de las Tierras del Poniente —dijo, acercándose a medida que la pasarela se desplegaba y se aseguraba—. Y bienvenida sea toda vuestra compañía.

Los jóvenes que estaban con él y toda la gente de la ciudad les aclamaban y saludaban al Rey, y Lebannen les respondía alegremente mientras bajaba de la pasarela. Saludó al Maestro de Invocaciones, y hablaron un rato.

Los que observaban pudieron ver que, a pesar de las palabras de bienvenida, la mirada de ceño fruncido del Maestro de Invocaciones se dirigía una y otra vez hacia el barco, hacia las mujeres que estaban de pie junto a la barandilla, y pudieron ver también que sus respuestas no satisfacían al Rey.

Cuando Lebannen se alejó de él y regresó al barco, Irian se acercó para encontrarse con él. —Señor Rey —dijo—, puedes decirles a los Maestros que yo no quiero entrar en su casa… esta vez. No entraría en ella ni aunque me lo pidieran.

El rostro de Lebannen delataba una tremenda severidad. —Es el Maestro de las Formas quien te pide que acudas a él, al Bosquecillo —dijo.

Y al escuchar aquello, Irian rió, radiante. —Sabía que lo haría —dijo—. Y Tehanu vendrá conmigo.

—Y mi madre —susurró Tehanu.

El rey miró a Tenar; ella asintió con la cabeza.

—Que así sea, entonces —dijo él—. Y el resto de nosotros se alojará en la Casa Grande, a menos que cualquiera de nosotros prefiera otro lugar.

—Con tu permiso, señor mío —dijo Seppel—, yo también solicitaré la hospitalidad del Maestro de las Formas en el Bosquecillo.

—Seppel, eso no será necesario —dijo Ónix severamente—. Ven conmigo a mi casa.

El mago de Paln hizo un pequeño gesto apaciguador. —No es una crítica hacia tus amigos, amigo mío —dijo—. Pero toda mi vida he deseado caminar por el Bosquecillo Inmanente. Y me sentiría más cómodo allí.

—Puede que las puertas de la Casa Grande estén cerradas para mí, tal como lo estuvieron antes —dijo Aliso, inseguro; y ahora el rostro cetrino de Ónix estaba rojo de vergüenza.

La cabeza de la princesa, cubierta por un velo se había vuelto hacia uno y otro rostro mientras escuchaba atentamente, intentando comprender lo que se decía. En ese momento habló: —Por favor, mi Señor Rey, ¿poder estar con mi amiga Tenar? ¿Mi amiga Tehanu? ¿Y con Irian? ¿Y poder hablar con ese kargo?

Lebannen los miró a todos, volvió a lanzarle una mirada al Maestro de Invocaciones que estaba de pie, enorme al pie de la pasarela, y se rió. Habló desde la barandilla, con su voz clara y afable: —Mi gente ha estado encerrada en los camarotes del barco, Maestro de Invocaciones, y parece ser que desean sentir la hierba bajo sus pies y las hojas sobre sus cabezas. Si le rogamos todos al Maestro de las Formas que nos acoja, y si él accede, ¿podríais perdonarnos vosotros nuestro aparente desaire para con la hospitalidad de la Casa Grande al menos durante un tiempo?

Después de una pausa, el Invocador hizo una reverencia con la espalda rígida.

Un hombre corpulento y de baja estatura se había acercado a él en el muelle, y estaba mirando hacia arriba sonriendo a Lebannen. Levantó su vara de madera plateada.

—Su Majestad —dijo—, una vez te conduje por la Casa Grande, hace ya mucho tiempo, y te dije mentiras acerca de todo.

—¡Gamble! —exclamó Lebannen. Se encontraron a medio camino sobre la pasarela y se abrazaron y, hablando, bajaron hasta el muelle.

Ónix fue el primero en seguirlos; saludó al Invocador muy seriamente y con ceremonia, luego se dirigió al hombre llamado Gamble. —¿Tú eres Maestro de los Vientos ahora? —preguntó, y cuando Gamble se rió y dijo que sí, también lo abrazó a él, diciendo—: ¡Un Maestro hecho y derecho! —Apartando un poco a Gamble, habló con él, con entusiasmo y el ceño fruncido.

Lebannen levantó la vista y miró hacia el barco para indicarles a los demás que desembarcaran, y a medida que lo iban haciendo, uno por uno, él los presentaba a los dos Maestros de Roke, Brand el Invocador y Gamble el Maestro de los Vientos.

En muchas islas del Archipiélago la gente no juntaba las palmas de las manos en señal de saludo, como era costumbre en Enlad, sino que simplemente inclinaban la cabeza o ponían sus dos palmas abiertas delante del corazón, como haciendo una ofrenda. Cuando Irían y el Invocador se encontraron cara a cara, ninguno de los dos se saludó ni con la cabeza ni con un gesto. Se quedaron los dos inmóviles, con las manos a los costados.

La princesa hizo su profunda reverencia con la espalda muy recta. Tenar hizo el gesto convencional, y el Invocador le devolvió el mismo saludo.

—La Mujer de Gont, la hija del Archimago, Tehanu —dijo Lebannen. Tehanu inclinó la cabeza e hizo el gesto convencional. Pero el Maestro de Invocaciones la miró fijamente, ahogó un grito, y dio un paso hacia atrás, como si hubiera sido golpeado.

—Señorita Tehanu —dijo Gamble rápidamente, adelantándose entre ella y el Invocador—, te damos la bienvenida a Roke. Por el bien de tu padre, y el de tu madre, y por el tuyo. Espero que el viaje haya sido agradable.

Ella lo miró confundida, y se agachó, para esconder su rostro, más que para hacer una reverencia; pero logró susurrar alguna respuesta.

Lebannen, con el rostro como una máscara de bronce de tranquila compostura, dijo: —Sí, fue un buen viaje, Gamble, aunque el final todavía está en duda. ¿Caminamos ahora por la ciudad, Tenar, Tehanu, Princesa, Orm Irían? —Miró a cada una de ellas al hablarles, diciendo el último nombre con particular claridad.

Se puso en camino con Tenar, y los demás los siguieron. Mientras Seserakh bajaba por la pasarela, apartó con resolución los velos rojos de su rostro.

Gamble caminaba con Ónix, Aliso con Seppel. Tosía se quedó en el barco. El último en abandonar el muelle fue Brand el Invocador, caminando solo y con pesadez.


Tenar le había preguntado a Ged más de una vez acerca del Bosquecillo, deseando que él se lo describiese. —Parece un bosque de árboles común y corriente cuando lo ves por primera vez. No muy grande. Los campos suben directamente hacia él en el norte y en el este, y hay colinas hacia el sur y normalmente en el oeste… No parece gran cosa, pero llama tu atención. Y a veces, desde lo alto del Collado de Roke, puedes ver que es un gran bosque, que continúa y continúa. Intentas darte cuenta de dónde termina, pero no puedes. Se va perdiendo hacia el oeste… Y cuando caminas por él, parece otra vez un bosque común, aunque la gran mayoría de los árboles son de una especie que crece solamente allí. Son altos, con troncos marrones, parecidos a los robles, parecidos a los castaños. —¿Cómo se llaman? Ged rió. —Arhada, en el Habla Antigua. Árboles… Los árboles del Bosquecillo, en hárdico… Sus hojas no se caen todas en otoño, y hay algunas que caen en todas las estaciones, de manera que el follaje siempre está verde, y hay una luz dorada sobre él. Incluso en un día oscuro esos árboles parecen albergar en ellos la luz del sol. Y por las noches, nunca está del todo oscuro debajo de sus hojas. Hay una especie de luz tenue en ellas, como la luz de la luna o la de las estrellas. Allí crecen sauces, y robles, y abetos, y otras clases de árboles; pero a medida que uno se va adentrando en su espesura, hay cada vez más y más y solamente los árboles del Bosquecillo. Y las raíces de esos árboles descienden aún más profundo que la propia isla. Algunos son árboles inmensos, otros son esbeltos, pero no se ven muchos caídos, ni se ven muchos árboles nuevos. Viven durante mucho, mucho tiempo. —Su voz se había vuelto cada vez más suave, soñadora—. Puedes caminar y caminar bajo sus sombras, bajo su luz, y nunca llegar al final del bosque.

—¿Pero la isla de Roke es tan grande?

Él la miró tranquilamente, sonriendo. —Los bosques de aquí, en la Montaña de Gont, son ese bosque —dijo—. Todos los bosques son ese bosque.

Y ahora ella estaba viendo el Bosquecillo. Siguiendo a Lebannen, habían llegado a través de las sinuosas calles de Zuilburgo, convocando a una multitud de lugareños y de niños que salían a ver y a saludar a su Rey. Aquellos entusiastas seguidores fueron desapareciendo poco a poco a medida que los viajeros dejaban la ciudad, avanzando por un camino entre setos y granjas, un camino que desaparecía en un sendero que pasaba junto a la alta colina redonda, el Collado de Roke.

Ged le había hablado también acerca del Collado. Allí, le había dicho, toda magia es fuerte; allí todas las cosas adoptan su verdadera naturaleza.

—Allí —había dicho Ged—, se encuentran nuestra magia y los Antiguos Poderes de la Tierra, y son uno.

El viento soplaba en la hierba alta y medio seca de la colina. Un potro de burro galopaba a lo lejos con las patas rígidas, a través de un campo de rastrojos, dando golpes secos con la cola. Algunas vacas caminaban en lenta procesión a lo largo de una valla que atravesaba un pequeño riachuelo. Y más adelante había árboles, árboles oscuros, sombríos.

Siguieron a Lebannen a través de unos escalones para luego atravesar una valla sobre un paso elevado hacia una pradera iluminada por los rayos del sol, justo antes de que comenzara la arboleda. Había una pequeña casa decrépita cerca de aquel riachuelo. Irían se apartó del grupo, corrió atravesando la hierba hasta llegar a ella, y golpeó ligeramente el marco de la puerta como quien da unas palmaditas y saluda a un caballo o a un perro muy querido después de una larga ausencia.

—¡Querida casa! —dijo. Y volviéndose hacia los otros, sonriendo, agregó—: Yo vivía aquí, cuando era Dragón volador.

Miró a su alrededor, buscando los aleros del bosque, y luego corrió una vez más. —¡Azver! —gritó.

Un hombre había salido de entre las sombras de los árboles hacia la luz del sol. Sus cabellos brillaban bajo aquella luz como oro plateado. Se quedó inmóvil mientras Irian corría hacia él. Alzó sus manos hacia ella, y ella las cogió con las suyas. —No te quemaré, no te quemaré esta vez —repetía ella sin cesar, riendo y llorando, aunque sin lágrimas—. ¡No dejo pasar más a mis fuegos!

Se acercaron el uno al otro y permanecieron allí cara a cara, y él le dijo a ella: —Hija de Kalessim, bienvenida a casa.

—Mi hermana está aquí conmigo, Azver —dijo Irían.

Él volvió su rostro, un rostro duro y de piel clara, un rostro kargo, pudo ver claramente Tenar, y miró a Tehanu directo a los ojos. Se acercó a ella. Se dejó caer sobre las rodillas ante ella. —¡Rama Gondun! —dijo, y una vez más—: Hija de Kalessin.

Tehanu se quedó inmóvil durante algunos instantes. Lentamente, extendió su mano hacia él, su mano derecha, la mano quemada, la garra. Él la cogió, inclinó la cabeza y la besó.

—Mi honor es haber sido tu profeta, Mujer de Gont —dijo él, con una especie de exultante ternura. Luego, levantándose, finalmente se dirigió a Lebannen, hizo su reverencia, y dijo—: Mi Rey, bienvenido.

—¡Es un placer para mí volver a verte, Maestro de las Formas! Pero traigo a una multitud a invadir tu soledad.

—Mi soledad ya está atestada —dijo el Maestro de las Formas—. Puede que unas cuantas almas con vida mantengan el equilibrio.

Sus ojos, de un color entre gris azulado y verde claro, miraron a todos aquellos que había a su alrededor. De repente, sonrió, una sonrisa de gran calidez, sorprendente en su duro rostro. —Pero si hay aquí mujeres de mi pueblo —dijo en kargo, y se acercó a Tenar y a Seserakh, quienes estaban una junto a la otra.

—Yo soy Tenar de Atuan… de Gont —dijo—. Y aquí conmigo está la Suprema Princesa de las Tierras de Kargad.

El Maestro de las Formas hizo una reverencia. Seserakh hizo su reverencia rígida, pero sus palabras salieron disparadas, tumultuosas, en kargo: —¡Oh, Señor Sacerdote, me alegro de que estés aquí! Si no fuera por mi amiga Tenar me hubiese vuelto loca, pensando que ya no quedaba nadie en el mundo que pudiera hablar como un ser humano excepto las idiotas mujeres que enviaron conmigo desde Awabath, pero estoy aprendiendo a hablar como ellos, y estoy aprendiendo a tener coraje, Tenar es mi amiga y mi maestra, ¡pero anoche rompí un tabú! ¡Rompí un tabú! ¡Oh, Señor Sacerdote, por favor dime qué debo hacer para repararlo! ¡Caminé por el Camino del Dragón!

—Pero si estabas a bordo del barco, princesa —dijo Tenar.

—Soñé —dijo Seserakh, impaciente.

—Pero el Señor Maestro de las Formas no es un sacerdote sino un, un mago… —añadió Tenar.

—Princesa —dijo Azver, el Maestro de las Formas—, creo que todos estamos caminando por el Camino del Dragón. Y todos los tabúes bien pueden ser quebrantados o rotos. No solamente en sueños. Hablaremos de esto más tarde, debajo de los árboles. No temas. Pero déjame saludar a mis amigos, ¿puede ser?

Seserakh asintió con la cabeza regiamente, y él se volvió para saludar a Aliso y a Ónix.

La princesa lo observaba. —Es un guerrero —le dijo a Tenar en kargo, con satisfacción—. No es un sacerdote. Los sacerdotes no tienen amigos.

Todos avanzaron lentamente hasta quedar bajo las sombras de los árboles.

Tenar levantó la vista para mirar las arcadas y las ojivas de ramas, las capas y las galerías de hojas. Vio robles y un gran árbol hemmen, pero la gran mayoría eran los árboles del Bosquecillo. Sus hojas ovaladas se movían fácilmente en el aire, como las hojas de álamo alpino o de álamo temblón; algunas se habían puesto amarillas, y había algo así como una apariencia moteada de dorado y de marrón en el suelo junto a sus raíces, aunque el follaje bajo la luz de la mañana era del color verde del verano, lleno de sombras y de profunda luz.

El Maestro de las Formas los condujo por un sendero entre los árboles. A medida que iban avanzando, Tenar volvía a pensar una y otra vez en Ged, recordando su voz cuando le hablaba de aquel lugar. Se sintió más cerca de él que nunca desde que ella y Tehanu lo habían dejado en el patio de entrada de su casa, a comienzos del verano, y habían caminado hasta el puerto de Gont para subirse al barco del Rey e ir hasta Havnor. Sabía que Ged había vivido allí con el antiguo Maestro de las Formas, y que había caminado por allí con Azver. Sabía que el Bosquecillo era para él el lugar central y sagrado, el corazón de paz. Sintió que podría levantar la mirada y verlo al final de uno de aquellos claros moteados por el sol. Y pensar eso le alivió el corazón.

Porque los sueños que había tenido la noche anterior la habían dejado preocupada, y cuando Seserakh estalló con su sueño de romper el tabú, Tenar se había asustado mucho. Ella también había roto un tabú en su sueño, había cometido una trasgresión. Había subido los últimos tres escalones del Trono Vacío, los escalones prohibidos. El Lugar de las Tumbas en Atuan estaba muy lejos en tiempo y distancia, y tal vez el terremoto no había dejado ni trono ni escalones allí, en el templo en el que le habían quitado el nombre: pero los Antiguos Poderes de la Tierra estaban allí, y estaban aquí. No habían cambiado ni se habían movido. Eran el terremoto, y la tierra. Su justicia no era la justicia del hombre. Mientras caminaba junto a la colina redonda, el Collado de Roke, supo que estaba caminando por el lugar en el que se reunían todos los poderes.

Los había desafiado, hacía mucho tiempo, escapándose de las Tumbas, robando el tesoro, huyendo hacia poniente. Pero ellos estaban aquí. Debajo de sus pies. En las raíces de aquellos árboles, en las raíces de la colina.

De la misma manera, allí en el centro, en donde se reunían los poderes de la tierra, los poderes humanos también se habían reunido: un rey, una princesa, los Maestros de la magia. Y los dragones.

Y una sacerdotisa-ladrona convertida en campesina, y un hechicero de aldea con un corazón roto…

Buscó a Aliso con la mirada. Iba caminando junto a Tehanu. Estaban hablando muy suavemente. Tehanu hablaba de más buena gana con él que con nadie, incluyendo a Irian, y parecía estar cómoda cuando estaba con él. Tenar se puso muy contenta de verlos así, y siguió caminando debajo de los grandes árboles, dejando que su conciencia se escurriera en un medio trance de luz verde y hojas en movimiento. Lo lamentó cuando, después de haber caminado sólo un poco, el Maestro de las Formas se detuvo. Sentía que podría caminar para siempre por el Bosquecillo.

Se reunieron en el claro cubierto de hierba, abierto al cielo en el centro, donde las ramas no llegaban a unirse. Un afluente del Riacho de Zuil atravesaba con sus aguas uno de los lados del claro, había sauces y alisos creciendo a lo largo de su curso. No muy lejos del arroyuelo, había una casa baja y redonda construida de piedra y terrones herbosos, con un cobertizo más alto contra su pared, hecho de juncos y de alfombrillas de cañavera tejida. —Mi palacio de invierno, mi palacio de verano —dijo Azver.

Tanto Ónix como Lebannen se quedaron mirando fijamente y muy sorprendidos aquellas pequeñas estructuras, e Irian dijo: —¡Nunca supe que tenías una casa!

—No la tenía —dijo el Maestro de las Formas—. Pero los huesos se ponen viejos.

Con tan sólo un par de viajes al barco a buscar y cargar algunas cosas, la casa quedó en seguida equipada con camas para las mujeres y el cobertizo para los hombres. Casi todo el día unos muchachos estuvieron yendo y viniendo a la linde del Bosquecillo con abundantes provisiones provenientes de las cocinas de la Casa Grande. Y casi al atardecer, los Maestros de Roke acudieron en respuesta a la invitación del Maestro de las Formas para reunirse con la comitiva del Rey.

—¿Es aquí donde se reúnen para escoger al nuevo Archimago? —le preguntó Tenar a Ónix, porque Ged le había hablado de aquel claro secreto.

Ónix negó con la cabeza. —Creo que no —dijo—. El Rey seguramente lo sabe, puesto que estuvo allí la última vez que se reunieron. Pero tal vez únicamente el Maestro de las Formas pueda decírtelo. Porque las cosas cambian en este bosque, ¿sabes?, «no siempre está donde está». Ni los caminos que lo atraviesan son siempre los mismos, creo.

—Debería ser aterrador —dijo Tenar—, pero no siento miedo en absoluto.

Ónix sonrió. —Así es como es todo aquí —le dijo.

Ella observó a los maestros entrando en el claro, quien iba al frente era el inmenso Maestro de Invocaciones, parecido a un oso, y Gamble, el joven Maestro del Clima. Ónix le explicó quiénes eran los demás: el Transformador, el Maestro de Cantos, el Maestro de Hierbas, el Malabar: todos tenían los cabellos grises, el Transformador se veía frágil por la vejez, utilizaba su vara de mago como bastón para ayudarse a caminar. El Portero, con su rostro tranquilo y sus ojos como almendras, no parecía ni joven ni viejo. El Maestro de los Nombres, que venía último, parecía tener alrededor de cuarenta años. Su rostro se veía apacible y cercano. Él mismo se presentó al Rey, diciendo que se llamaba Kurremkarmerruk.

En ese momento, Irian exclamó, indignada: —¡Pero si no eres tú!

Él la miró y dijo sosegadamente: —Ése es el nombre del Maestro de los Nombres.

—Entonces ¿mi Kurremkarmerruk está muerto?

El mago asintió con la cabeza.

—¡Oh —gritó ella—, ésas sí son malas noticias! ¡Era mi amigo, cuando yo tenía muy pocos amigos aquí! —Se dio la vuelta para no mirar al Maestro de los Nombres, furiosa y con los ojos secos en su dolor. Había saludado con afecto al Maestro de Hierbas, y al Portero, pero a los otros no les habló.

Tenar vio que observaban a Irian por debajo de sus cejas grises, con miradas intranquilas.

Luego posaron sus miradas en Tehanu; y volvieron a apartar la vista: y lanzaron otra mirada, de soslayo. Y Tenar comenzó a preguntarse qué verían ellos cuando miraban a Tehanu y a Irian. Porque éstos eran hombres que miraban con ojos de mago.

De modo que se obligó a sí misma a perdonar al Maestro de Invocaciones por su grosería y por no haber ocultado su horror cuando vio por primera vez a Tehanu. Tal vez no había sido horror. Tal vez había sido sobrecogimiento.

Cuando ya todos habían sido presentados y estaban sentados en círculo, con cojines y asientos de tocones para quienes los necesitaban, la hierba como alfombra, y el cielo y las hojas por techo, el Maestro de las Formas dijo con su voz que aún conservaba algo del acento kargo: —Si a él le complace, mis compañeros Maestros, escucharemos al Rey.

Lebannen se puso de pie. Mientras hablaba, Tenar lo observaba con irreprimible orgullo. Era tan apuesto, ¡tan sabio en su juventud! Al principio no escuchó cada una de las palabras que decía, sólo el sentimiento y la pasión que contenían.

Les explicó a los Maestros, breve y claramente, todo el asunto que lo había llevado hasta Roke: los dragones y los sueños. Acabó diciendo:

—A nosotros nos parece que, noche tras noche, todas estas cosas se juntan, siempre con más certeza, para algún suceso, algún fin. Pensamos que aquí, en esta tierra, con vuestro conocimiento y vuestro poder para ayudarnos, puede que podamos prever y encontrarnos con ese suceso, sin dejar que abrume nuestro entendimiento. El más sabio de nuestros magos ha predicho: un gran cambio se cierne sobre nosotros. Debemos unirnos para descubrir cuál es ese cambio, cuáles son sus causas, cuál es el curso que seguirá, y cómo podemos tener la esperanza de poder evitar que sea un conflicto y que arruine la armonía y la paz, en la que se basa todo mi reinado.

Brand el Invocador se puso de pie para responderle. Después de algunas frases corteses y majestuosas, y de darle una especial bienvenida a la Suprema Princesa, dijo:

—Que los sueños de los hombres, y más que sus sueños, nos previenen de grandes cambios, es algo en lo que todos los Maestros y los magos de Roke estamos de acuerdo. Que hay una alteración de las sólidas fronteras entre la vida y la muerte, transgresiones de esas fronteras, y la amenaza de algo peor, también lo confirmamos. Pero que estas alteraciones puedan ser comprendidas y controladas por cualquiera que no sea un maestro del arte de la magia, eso lo dudamos. Y dudamos muy profundamente que se pueda confiar en que los dragones, cuyas vidas y muertes son completamente diferentes a las de los hombres, repriman su cólera y sus celos salvajes por el bien de la humanidad.

—Maestro de Invocaciones —dijo Lebannen, antes de que Irian pudiera hablar—, Orm Embar murió por mí en Selidor.

Kalessin me llevó hasta mi trono. Aquí en este círculo hay tres pueblos: los kargos, los hárdicos, y la Gente del Oeste.

—Hubo un tiempo en que fuimos todos un mismo pueblo —dijo el Maestro de los Nombres con su voz tranquila y monótona.

—Pero ahora no es así —respondió el Invocador, cada una de las palabras pesada y separada—. ¡No me malinterpretes porque digo una cruda realidad, mi Señor Rey! Honro la tregua que has prometido con los dragones. Cuando el peligro en el que estamos ahora haya pasado, Roke ayudará a Havnor a buscar una paz duradera con ellos. Pero los dragones no tienen nada que ver con esta crisis que se cierne sobre nosotros. Ni tampoco las gentes del Este, quienes renunciaron a sus almas inmortales cuando olvidaron el Lenguaje de la Creación.

—Es eyemra —dijo una voz suave y bisbiseante: Tehanu, poniéndose de pie.

El Maestro de Invocaciones la miró fijamente.

—Nuestra lengua —repitió en hárdico, devolviéndole aquella mirada fija y penetrante.

Irían rió. —Es eyemra —repitió.

—Vosotros no sois inmortales —le dijo Tenar al Maestro de Invocaciones. No había tenido intención alguna de hablar. No se puso de pie. Las palabras salieron de repente de su boca como el fuego de una roca que cae—. ¡Nosotros lo somos! Morimos para volver a unir el mundo imperecedero. Fuisteis vosotros quienes renunciasteis a la inmortalidad.

Después de esas palabras se quedaron todos inmóviles. El Maestro de las Formas había hecho un ligero movimiento con sus manos, un movimiento suave.

Su rostro revelaba preocupación, pero no parecía estar afectado, mientras estudiaba la forma de algunas ramitas y hojas que había dibujado sobre la hierba en la que se sentaba, justo delante de sus piernas cruzadas. Levantó la vista, miró a su alrededor, a cada uno de los presentes. —Creo que tendremos que ir allí muy pronto —dijo.

Después de otro silencio, Lebannen preguntó: —¿Ir adonde, mi señor?

—A la oscuridad —respondió el Maestro de las Formas.


Mientras Aliso estaba allí sentado, escuchándolos hablar, lentamente las voces se fueron haciendo cada vez más débiles, se fueron apagando, y los últimos cálidos rayos del sol de aquel atardecer de finales de verano se atenuaron hasta convertirse en oscuridad. No quedó allí nada más que los árboles: altas presencias invisibles entre la tierra invisible y el cielo. Los niños con vida más viejos de la tierra. Oh, Segoy, dijo en su corazón: hecho y hacedor, déjame acercarme a ti.

La oscuridad seguía y seguía, más allá de los árboles, más allá de todo.

Contra aquel vacío divisó la colma, la alta colma que había estado a su derecha mientras se alejaban de la ciudad, siempre cuesta arriba. Vio el polvo del camino, las piedras del sendero que pasaba junto a esa colina.

Entonces se apartó de ese sendero, abandonando a los demás, y subió la pendiente.

Las hierbas estaban altas. Los cálices de las flores marchitas se inclinaban entre ellos como chispas rojizas. Llegó a un sendero muy estrecho y subió por él la empinada ladera de la colina. Ahora soy yo, dijo en su corazón. Segoy, el mundo es hermoso. Déjame atravesarlo y llegar a ti.

Puedo hacer otra vez lo que tenía que hacer, pensaba mientras caminaba. Puedo enmendar lo que está roto. Puedo crear la unión otra vez.

Llegó a la cima de la colma. Allí, de pie bajo el sol y el viento, entre las hierbas que no dejaban de moverse, vio los campos a su derecha, los tejados del pequeño poblado y la gran casa, la bahía luminosa y el mar detrás de ella. Si se daba la vuelta vería detrás de él, en el Oeste, los árboles del interminable bosque, que se iban apagando y apagando cada vez más en distancias azules. Ante él, la pendiente de la colina se veía sombría y gris, bajando hasta el muro de piedras y la oscuridad detrás de ese muro, y las sombras amontonadas, gritando en el muro. Iré, les dijo. ¡Iré!

Sintió calidez sobre sus hombros y sus manos. El viento se agitaba entre las hojas sobre su cabeza. Oía voces, hablando, no llamándolo, ni gritando su nombre. Los ojos del Maestro de las Formas lo observaban desde el otro lado del círculo de hierba. El Maestro de Invocaciones también lo observaba. Miró hacia abajo, desconcertado. Intentó escuchar. Se concentró y escuchó.

Estaba hablando el Rey, utilizando toda su destreza y su fuerza para contener a aquellas mujeres y hombres feroces y tozudos que tenían, cada uno, que salirse con la suya.

—Permitidme que intente contaros, Maestros de Roke, lo que supe por la Suprema Princesa mientras navegábamos hacia aquí. Princesa, ¿puedo hablar por ti?

Sin velo alguno, Seserakh atravesó el círculo con la mirada para posar sus ojos sobre él, e hizo una reverencia como concediendo su permiso.

—Esta es su historia, entonces: en un tiempo muy remoto, los humanos y los dragones eran una misma especie, que hablaba una misma lengua. Sin embargo, como buscaban cosas diferentes, decidieron de mutuo acuerdo separarse, seguir caminos diferentes. Ese acuerdo recibió el nombre de Vedurnan.

La cabeza de Ónix se alzó, y los ojos oscuros y brillantes de Seppel se abrieron de par en par. —Verw nadan —susurró el mago de Paln.

—Los seres humanos fueron hacia el este, los dragones hacia el oeste. Los humanos renunciaron a su conocimiento del Lenguaje de la Creación, y a cambio recibieron todas las habilidades y las artes de las manos, y la propiedad de todas las cosas que pueden hacer las manos. Los dragones abandonaron todas esas cosas. Pero se quedaron con el Habla Antigua.

—Y con sus alas —dijo Irían.

—Y con sus alas —repitió Lebannen. Se había encontrado con la mirada de Azver—. Maestro de las Formas, tal vez puedas continuar tú con la historia mejor que yo.

—Los aldeanos de Gont y de Hur-at-Hur recuerdan lo que los hombres sabios de Roke y los sacerdotes de Karego olvidan —continuó Azver—. Sí, de niño me contaron esta historia, creo, o alguna otra muy parecida. Pero los dragones habían sido olvidados en aquella historia. Hablaba de cómo la Gente Oscura del Archipiélago rompía un juramento. Todos nosotros habíamos prometido renunciar a la magia y al lenguaje de la magia para hablar solamente nuestra lengua común. No pronunciaríamos nombres, ni urdiríamos sortilegios. Confiaríamos en Segoy, en los poderes de nuestra madre la Tierra, madre de los Dioses Guerreros. Pero la Gente Oscura rompió el convenio. Incluyeron al Lenguaje de la Creación en su arte, escribiéndolo en runas. Lo escribieron, lo enseñaron, lo utilizaron. Hicieron hechizos con él, con la destreza de sus manos, y con lenguas falsas que nombraban las palabras verdaderas. De modo que la gente de las Tierras de Kargad nunca más pudo confiar en ellos. Eso es lo que dice la historia.

En ese momento, Irian tomó la palabra: —Los hombres le temen a la muerte, los dragones no. Los hombres quieren poseer la vida, ser dueños de ella, como si se tratara de una joya en una caja. Aquellos antiguos magos ansiaban una vida eterna. Aprendieron a utilizar nombres verdaderos para evitar que los hombres murieran. Pero los que no pueden morir, nunca pueden renacer.

—El nombre y el dragón son uno —dijo Kurremkarmerruk, el Maestro de los Nombres—. Nosotros, los hombres, perdimos nuestros nombres en el verw nadan, pero aprendimos a recuperarlos. El nombre es el ser. ¿Por qué debería la muerte cambiar eso?

Miró al Invocador; pero Brand seguía sentado, pesado y adusto, escuchando, sin hablar.

—Sigue hablando de esto, Nombrador, por favor —le pidió el Rey.

—Digo que medio he aprendido, medio he adivinado, no de los cuentos de las aldeas sino de los libros más antiguos de la Torre Solitaria. Mil años antes de que existieran los primeros Reyes de Enlad, había hombres en Ea y Solea, los primeros y más grandiosos magos, los Hacedores de Runas. Fueron ellos quienes aprendieron a escribir el Lenguaje de la Creación. Hicieron las runas, las cuales los dragones nunca llegaron a aprender. Nos enseñaron a darle a cada alma su propio nombre: cuál es su verdad, su ser. Y con su poder les garantizaron a los que llevan su nombre verdadero, una vida más allá de la muerte del cuerpo.

—Vida inmortal. —La voz suave de Seppel tomó entonces la palabra. Hablaba sonriendo un poco—. En una gran tierra de ríos y montañas y hermosas ciudades, en donde no hay ni sufrimiento ni dolor, y en donde el ser perdura, sin alterarse, inmutable, para siempre… Ese es el sueño del antiguo Saber Popular de Paln.

—¿Dónde —preguntó el Maestro de Invocaciones—, dónde está esa tierra?

—En el otro viento —dijo Irían—. En el Oeste, más allá del Oeste. —Miró a todos los que estaban a su alrededor, despectiva, iracunda—. ¿Vosotros creéis que nosotros los dragones volamos solamente en los vientos de este mundo? ¿Creéis que nuestra libertad, por la que renunciamos a todas las posesiones, no es más grande que la de las estúpidas gaviotas? ¿Qué nuestro reino son sólo unas cuantas rocas junto a vuestras ricas islas? Vosotros sois dueños de la tierra, sois dueños del mar. Pero nosotros somos el fuego del sol, ¡nosotros volamos el viento! Vosotros queríais poseer tierras. Vosotros queríais cosas para hacer y quedaros con ellas. Y eso es lo que tenéis. Esa fue la división, el verw nadan. Pero no os contentasteis con vuestra parte del trato. Queríais no solamente vuestras cosas, sino también nuestra libertad. ¡Queríais el viento! Y con los sortilegios y los hechizos de aquellos que rompieron el juramento, nos robasteis la mitad de nuestro reino, lo rodeasteis de murallas alejándolo de la vida y de la luz, para poder vivir para siempre. ¡Sois unos ladrones, unos traidores!

—Hermana —dijo Tehanu—, éstos no son los hombres que nos robaron. Son los que pagan el precio.

Un silencio siguió a su voz áspera y susurrante.

—¿Cuál es el precio? —preguntó el Maestro de los Nombres.

Tehanu miró a Irían. Irían dudó, y luego respondió con una voz muy apagada: —La codicia apaga e/ sol. Éstas son las palabras de Kalessin.

Azver, el Maestro de las Formas, habló. Mientras lo hacía, miraba los corredores que se formaban entre los árboles a través del claro, como siguiendo los suaves movimientos de las hojas.

—Los antiguos vieron que el reino de los dragones no era solamente del cuerpo. Que podían volar… fuera del tiempo, por decirlo de alguna manera… Y envidiándoles esa libertad, siguieron el camino de los dragones hacia el Oeste, más allá del Oeste. Allí reclamaron parte de ese reino como propio. Un reino sin tiempo, en donde el ser perdura para siempre. Pero no en el cuerpo, como entre los dragones. Los hombres podían estar allí sólo en espíritu… De modo que construyeron un muro que ningún cuerpo con vida pudiera atravesar, ni el de un hombre ni el de un dragón. Y sus artes de nombramiento tendieron una gran red de hechizos sobre todas las tierras occidentales, de manera que cuando la gente de las islas muriera, pudieron ir al Oeste, más allá del Oeste y vivir allí en espíritu para siempre.

"Pero, como el muro fue construido y el hechizo urdido, el viento dejó de soplar del otro lado de ese muro. El mar se alejó. Los manantiales dejaron de ofrecer sus aguas. Las montañas del amanecer se convirtieron en las montañas de la noche. Los que morían llegaban a una tierra oscura, a una tierra seca.

—Yo he caminado por esa tierra —dijo Lebannen, en voz baja y sin intención de hablar—. No le tengo miedo a la muerte, pero a esa tierra sí.

Un silencio se instaló entre todos ellos.

—Cob, y Thorion —dijo el Maestro de Invocaciones con su voz dura y recia—, ellos intentaron derribar el muro. Traer la muerte nuevamente a la vida.

—A la vida no, maestro —dijo Seppel—. Pero aun así, al igual que los Hacedores de Runas, buscaban el ser incorpóreo, inmortal.

—Sin embargo, sus sortilegios alteraron aquel lugar —dijo el Maestro de Invocaciones, dándole vueltas al asunto—. Entonces los dragones comenzaron a recordar el antiguo mal… Y ahora las almas de los muertos quieren salir de detrás de ese muro, ansían volver a la vida.

Aliso se puso de pie. Dijo: —No es vida lo que ansían. Es la muerte. Ser otra vez uno con la tierra. Ansían unirse con ella.

Todos lo miraron, pero él apenas lo notaba; su conciencia estaba a medias con ellos, y a medias en la tierra seca. La hierba debajo de sus pies era verde y estaba iluminada por el sol, era sombría y estaba muerta. Las hojas de los árboles temblaban sobre él y el bajo muro de piedras estaba a una muy corta distancia de donde él se encontraba, bajando por la oscura colina. De todos ellos, solamente veía a Tehanu; no podía verla claramente, pero la reconocía, de pie entre él y el muro. Entonces le habló: —Ellos lo construyeron, pero no pueden derribarlo —le dijo—. ¿Me ayudarás, Tehanu?

—Te ayudaré, Hará —le respondió ella.

Una sombra pasó de prisa entre ellos, una gran fuerza oscura y voluminosa, que la ocultó a ella, y lo cogió a él, reteniéndolo; él luchó, jadeando, no lograba tomar aire para respirar, vio fuego rojo en la oscuridad, y no vio nada más.


Se encontraron a la luz de las estrellas en el borde del claro, el Rey de las tierras occidentales y el Maestro de Roke, los dos poderes de Terramar.

—¿Vivirá? —preguntó el Invocador.

—El curador dice que ahora no corre peligro —respondió Lebannen.

—Hice mal —dijo el Invocador—. Lo siento mucho.

—¿Por qué lo invocaste para que regresara? —le preguntó el Rey, no reprobándolo sino buscando una respuesta.

Después de un buen rato, el Invocador respondió, lúgubremente: —Porque tenía el poder para hacerlo.

Caminaron en silencio hasta llegar a un sendero abierto entre los grandes árboles. Hacia ambos lados se veía todo muy oscuro, pero la luz de las estrellas brillaba gris por donde caminaban.

—Me equivoqué. Pero no está bien querer morir —dijo el Invocador. La aspereza del Confín del Levante estaba en su voz. Hablaba en voz muy baja, casi suplicando—. Para los muy viejos, los muy enfermos, puede ser. Pero la vida es algo que se nos da. ¡Seguramente está mal no celebrar y atesorar ese gran obsequio!

—La muerte también es algo que se nos da —le respondió el Rey.


Aliso yacía recostado en un camastro sobre la hierba. Debería recostarse bajo las estrellas, había dicho el Maestro de las Formas, y el viejo Maestro de Hierbas había estado de acuerdo. Yacía dormido, y Tehanu estaba sentada inmóvil a su lado.

Tenar se había sentado en la puerta de la baja casa de piedra y la observaba. Las magníficas estrellas de finales del verano brillaban sobre el claro: la que estaba más alta de todas era la estrella llamada Tehanu, el Corazón del Cisne, el eje del cielo.

Seserakh salió silenciosamente de la casa y se sentó en el umbral de la puerta junto a ella. Se había quitado la corona que sostenía el velo, dejando suelta su masa de cabellos leonados.

—Oh, amiga mía —murmuró—, ¿qué será de nosotros? Los muertos vienen hacia aquí. ¿Los sientes? Como la marea que sube. Al otro lado de ese muro. Creo que nadie puede detenerlos. Todos los muertos, desde las tumbas de todas las islas del oeste, desde todos los siglos…

Tenar sentía los golpes, los gritos, en su cabeza y en su sangre. Ahora ella sabía, todos lo sabían, lo que Aliso había sabido antes. Pero se aferró a lo que le daba confianza, aunque la confianza se hubiese convertido en una mera esperanza. Dijo: —Son simplemente muertos, Seserakh. Nosotros construimos un muro falso. Tiene que ser derribado. Pero hay uno verdadero.

Tehanu se levantó y se acercó lentamente adonde estaban ellas. Se sentó en el umbral junto a ellas.

—Está bien, está durmiendo —susurró.

—¿Estuviste allí con él? —preguntó Tenar.

Tehanu asintió con la cabeza. —Estábamos en el muro.

—¿Qué fue lo que hizo el Maestro de Invocaciones?

—Lo invocó, lo trajo de regreso a la fuerza.

—De regreso a la vida.

—De regreso a la vida.

—No sé a qué debo tenerle más miedo —dijo Tenar—, si a la muerte o a la vida. Desearía poder acabar con el miedo.

El rostro de Seserakh, las ondulaciones de sus cálidos cabellos, cayeron sobre uno de los hombros de Tenar durante un momento en una suave caricia. —Eres valiente, valiente —murmuró—. ¡Pero, oh! ¡Yo le temo al mar!, ¡y le temo a la muerte!

Tehanu seguía sentada en silencio. En la tenue y suave luz que caía por entre los árboles, Tenar podía ver como la delgada mano de su hija yacía cruzada sobre la mano quemada y retorcida.

—Yo creo —dijo Tehanu con su voz suave y extraña—, que cuando muera, podré respirar otra vez el aire que me dio la vida. Podré devolverle al mundo todo lo que no hice. Todo lo que pude haber sido y no fui. Todas las elecciones que no hice. Todas las cosas que perdí y que dejé ir y que desperdicié. Podré devolvérselas al mundo. A las vidas que aún no han sido vividas. Ése será mi obsequio para el mundo que me dio la vida que sí viví, el amor que amé, el aire que respiré.

Levantó la vista para mirar las estrellas y suspiró.

—Pero aún falta mucho tiempo para eso —susurró. Luego miró a Tenar.

Seserakh acarició suavemente los cabellos de Tenar, se puso de pie, y entró silenciosamente en la casa.

—Creo, madre, que no faltará mucho para…

—Lo sé.

—No quiero dejarte.

—Tienes que dejarme.

—Lo sé.

Se quedaron sentadas bajo la brillante oscuridad del Bosquecillo, en silencio.

—Mira —murmuró Tehanu. Una estrella fugaz atravesó el cielo, una rápida estela de luz que se fue apagando lentamente.

Eran cinco los magos sentados bajo la luz de las estrellas. —Mirad —dijo uno, su mano seguía la estela de la estrella fugaz.

—El alma de un dragón que muere —dijo Azver, el Maestro de las Formas—. Eso es lo que dicen en Karego-At.

—¿Los dragones mueren? —preguntó Ónix, reflexionando—. No como nosotros, creo.

—Tampoco viven como vivimos nosotros. Se mueven entre los mundos. Eso es lo que dice Orm Irían. Del viento del mundo al otro viento.

—Es lo que nosotros procuramos hacer —dijo Seppel—. Y no lo logramos.

Gamble lo miró con cierta curiosidad. —¿Vosotros en Paln siempre habéis conocido esta historia, la que escuchamos nosotros hoy por primera vez, esta sabiduría popular que hemos aprendido hoy, la que habla de la separación entre el dragón y la humanidad, y de la creación de la tierra seca?

—No como la hemos escuchado hoy. A mí me enseñaron que el verw nadan fue el primer gran triunfo del arte de la magia. Y que el objetivo de la magia era vencer al tiempo y vivir para siempre… De ahí pues los males que ha causado el Saber Popular de Paln.

—Al menos vosotros conserváis a la matriz de conocimiento que nosotros despreciamos —dijo Ónix—. Como tu gente, Azver.

—Bueno, vosotros habéis tenido el sentido común de construir vuestra Casa Grande aquí —dijo el Maestro de las Formas, sonriendo.

—Pero la construimos mal —dijo Ónix—. Todo lo que construimos, lo construimos mal.

—Entonces debemos derribarlo —dijo Seppel.

—No —dijo Gamble—. Nosotros no somos dragones. Nosotros sí vivimos en casas. Tenemos que tener algunas paredes, al menos.

—Siempre y cuando el viento pueda entrar por las ventanas —dijo Azver.

—¿Y quién entrará por las puertas? —preguntó el Maestro Portero con su voz suave.

Hubo una pausa. Un grillo cantaba diligentemente en algún lugar del claro, se callaba, volvía a cantar.

—¿Dragones? —preguntó Azver.

El Maestro Portero negó con la cabeza. —Creo que tal vez la división que se acordó alguna vez, y luego fue traicionada, será finalmente completada. —Dijo—. Los dragones serán libres, y nos dejarán aquí con la elección que hagamos.

—El conocimiento del bien y del mal —dijo Ónix.

—El placer de hacer, de dar forma —dijo Seppel—. Nuestra maestría.

—Y nuestra codicia, nuestra debilidad, nuestro miedo —dijo Azver.

Al canto de aquel grillo le siguió el canto de otro grillo, uno que estaba más cerca del arroyo. Los dos grillos latían, se cruzaban, siguiendo un ritmo y saliéndose de él.

—Lo que yo temo —dijo Gamble—, a tal punto que temo decirlo, es esto: que cuando los dragones se vayan, nuestra maestría se irá con ellos. Nuestro arte. Nuestra magia.

El silencio de los demás mostró que también le temían a lo mismo. Pero, finalmente, el Portero habló, suavemente, aunque con cierta seguridad. —No, creo que no. Ellos son la Creación, sí. Pero nosotros aprendimos la Creación. La hicimos nuestra. No pueden quitárnosla. Para perderla debemos olvidarla, echarla.

—Como lo hizo mi pueblo —dijo Azver.

—Sin embargo, tu pueblo recordó lo que es la tierra, lo que es la vida eterna —dijo Seppel—. Mientras que nosotros lo olvidamos.

Otro largo silencio se instaló entre ellos.

—Podría estirar mi mano y tocar el muro —dijo Gamble en voz muy baja.

—Están cerca, están muy cerca —añadió Seppel.

—¿Cómo se supone que sabremos lo que tenemos que hacer? —preguntó Ónix.

Azver habló en el silencio que siguió a la pregunta. —Una vez, cuando mi señor el Archimago estuvo aquí conmigo, en el Bosquecillo, me dijo que había pasado su vida aprendiendo cómo escoger hacer lo que no tenía más opción que hacer.

—Ojalá estuviese aquí ahora —dijo Ónix.

—Ya ha dejado de hacer —murmuró el Portero, sonriendo.

—Pero nosotros no. Nos sentamos aquí a hablar, al borde del precipicio, todos lo sabemos. —Ónix miró a su alrededor todos los rostros iluminados por la luz de las estrellas—. ¿Qué quieren los muertos de nosotros?

—¿Qué quieren los dragones de nosotros? —preguntó Gamble—. Estas mujeres que son dragones, dragones que son mujeres, ¿por qué están aquí? ¿Podemos confiar en ellas?

—¿Acaso nos queda otra opción? —preguntó el Maestro Portero.

—Creo que no —dijo el Maestro de las Formas. Su voz tenía ahora una nota de dureza, como el filo de una espada—. Lo único que podemos hacer es seguirle.

—¿Seguir a los dragones? —preguntó Gamble.

Azver negó con la cabeza. —Seguir a Aliso.

—¡Pero él no es guía alguna, Maestro de las Formas! —exclamó Gamble—. ¿Un enmendador de aldea?

Ónix dijo: —Aliso tiene sabiduría, pero en sus manos, no en su cabeza. Sigue a su corazón. Desde luego que no busca ser nuestro guía.

—Sin embargo fue elegido entre todos nosotros.

—¿Quién lo eligió? —preguntó Seppel con voz suave.

El Maestro de las Formas le respondió: —Los muertos.

Seguían sentados en silencio. El canto de los grillos había cesado. Dos altas figuras se acercaban a ellos atravesando la hierba gris iluminada por las estrellas. —¿Podemos Brand y yo sentarnos aquí con vosotros un rato? —preguntó Lebannen—. Esta noche no hay sueño.


En el umbral de la casa, en el Vertedero, Ged estaba sentado mirando las estrellas sobre el mar. Se había ido a dormir hacía una hora o más, pero al cerrar los ojos había visto la ladera de la colina y oído las voces alzándose como una ola. Se levantó de inmediato y salió fuera, en donde podía ver moverse las estrellas.

Estaba cansado. Se le cerraban los ojos, y entonces aparecía allí, junto al muro de piedras, su corazón helado por el terror de quedarse allí para siempre, sin saber cómo regresar. Finalmente, impaciente y enfermo de miedo, volvió a levantarse, cogió un farol de la casa y lo encendió, y comenzó a caminar por el sendero que llevaba hacia la casa de Musgo. Musgo podía o no tener miedo; últimamente vivía bastante cerca del muro. Pero Brezo estaría llena de pánico, y Musgo no podría calmarla. Y puesto que algo había que hacer, y esta vez no era él quien podría hacerlo, al menos podría ir a consolar a la pobre medio-bruja. Podría decirle que solamente eran sueños.

Le costaba avanzar en la oscuridad, el farol proyectaba grandes sombras de pequeñas cosas en el sendero. Caminaba más lentamente de lo que le hubiera gustado, y a veces se tropezaba.

Vio una luz en la casa de la viuda, a pesar de lo tarde que era. Un niño se lamentaba, en la aldea. «Madre, madre, ¿por qué llora la gente? ¿Quiénes son los que lloran, madre?» Allí tampoco había sueño. Esa noche no había mucho sueño en ningún lugar de Terramar, pensó Ged. Sonrió un poco mientras pensaba aquello; porque siempre le había gustado esa pausa, esa pausa temerosa, el momento anterior al cambio de las cosas.


Aliso se despertó. Estaba acostado sobre la tierra y podía sentir su profundidad debajo de él. Sobre él ardían las brillantes estrellas, las estrellas del verano, moviéndose entre hoja y hoja con el soplo del viento, moviéndose de este a oeste con las vueltas del mundo. Las observó un rato antes de dejarlas ir.

Tehanu estaba esperándolo en la colina.

—¿Qué es lo que tenemos que hacer, Hará? —le preguntó ella.

—Tenemos que recomponer el mundo —respondió él. Sonrió, porque por fin su corazón se había iluminado—. Tenemos que derrumbar el muro.

—¿Y ellos pueden ayudarnos? —preguntó Tehanu, ya que los muertos estaban reunidos esperando, allí abajo, en la oscuridad, tan incontables como la hierba o la arena o las estrellas, ahora en silencio, una gran playa sombría de almas.

—No —respondió él—, pero tal vez otros sí puedan hacerlo. —Bajó por la ladera de la colina hasta llegar al muro. En ese punto, llegaba a una altura un poco superior a la de la cintura. Posó sus manos sobre una de las piedras de la hilera de albardillas e intentó moverla. Estaba sólidamente sujeta a las demás, o era más pesada de lo que suele ser una piedra; no podía levantarla, no podía hacer que se moviera en absoluto.

Tehanu se puso a su lado.

—Ayúdame —le pidió él.

Ella posó sus manos sobre la piedra, la mano humana y la garra quemada, apretándola tanto como podía, y dio un tirón hacia arriba al mismo tiempo que él. La piedra se movió un poco, luego un poco más.

—¡Empújala! —exclamó ella, y juntos la empujaron lentamente hasta quitarla de su sitio, haciéndola chirriar al rozarse con la piedra que tenía debajo, hasta que cayó al otro lado del muro con un golpe seco y pesado.

La siguiente piedra era más pequeña; juntos pudieron levantarla y quitarla también de su sitio. La dejaron caer sobre el polvo de este lado del muro.

En ese momento, un temblor sacudió la tierra que había debajo de sus pies. Otras piedras más pequeñas del muro sonaron al tocarse unas con otras. Y, con un largo suspiro, las multitudes de los muertos se acercaron a la pared de piedra.


El Maestro de las Formas se puso de pie de repente y se quedó escuchando con atención. Las hojas vociferaban por todo el claro, los árboles del Bosquecillo se inclinaban y temblaban como azotados por un gran viento, pero no había viento.

—Está cambiando ahora —dijo, y se alejó de ellos caminando lentamente, adentrándose en la oscuridad bajo los árboles.

El Maestro de Invocaciones, el Maestro Portero, y Seppel se pusieron de pie y lo siguieron, rápida y silenciosamente. Gamble y Ónix los siguieron más lentamente.

Lebannen también se puso de pie; dio unos cuantos pasos detrás de los demás, dudó, y se apresuró a atravesar el claro hasta llegar a la baja casa de piedra y de terrones herbosos. —Irían —dijo, agachando la cabeza en la puerta oscura—. Irían, ¿me llevarías contigo?

Ella salió de la casa; sonreía, y a su alrededor había una especie de luminosidad feroz. —Vamos, ven, ven rápido —dijo ella, y lo cogió de la mano. Su mano ardía como un carbón al fuego mientras lo alzaba y lo llevaba volando en el otro viento.

Después de un rato, Seserakh salió de la casa a la luz de las estrellas, y detrás de ella salió Tenar. Se detuvieron y miraron a su alrededor. Nada se movía; los árboles estaban inmóviles otra vez.

—Se han ido todos —susurró Seserakh—. Por el Camino del Dragón.

Dio un paso hacia delante, con la mirada fija en la oscuridad.

—¿Qué tenemos que hacer nosotras, Tenar?

—Tenemos que cuidar de la casa —respondió Tenar.

—¡Oh! —suspiró Seserakh, cayendo sobre sus rodillas. Había visto a Lebannen cerca de la puerta, tumbado y con la cara contra la hierba—. No está muerto, creo. ¡Oh, mi querido Señor Rey, no te vayas, no mueras!

—Está con ellos. Quédate aquí con él. Dale tu calor. Cuida la casa, Seserakh —dijo Tenar. Ella fue hasta donde estaba Aliso recostado, sus ojos ciegos de cara a las estrellas. Se sentó a su lado, posó su mano sobre la de él. Y esperó.


Aliso apenas podía mover la gran piedra sobre la que estaban sus manos, pero el Maestro de Invocaciones estaba a su lado, empujándola con su hombro, y en un momento dado exclamó: —¡Ahora! —Juntos la empujaron hasta que perdió el equilibrio y cayó con aquel mismo ruido seco, pesado y final, al otro lado del muro.

Ahora había otros allí con él y con Tehanu, arrancando las piedras, echándolas abajo junto al muro. Aliso vio por un instante sus propias manos proyectando sombras de un destello rojizo. Orm Irian, tal como él la había visto por primera vez, con la forma de un gran dragón, había dejado salir su aliento feroz mientras luchaba para mover un canto rodado de la hilera más baja de piedras, que estaba profundamente enclavado en la tierra. Sus garras sacaban chispas por los golpes que daban y su lomo de espinas se arqueó, y la roca por fin se liberó y salió rodando, abriendo así una inmensa brecha en esa parte del muro.

Hubo un tremendo aunque suave grito entre las sombras que se agolpaban del otro lado, como el sonido del mar en una orilla resonante. La oscuridad de sus sombras avanzó en masa hacia el muro. Pero Aliso miró hacia arriba y vio que ya no estaba oscuro. La luz se movía en aquel cielo en el que las estrellas nunca se habían movido, rápidas chispas de fuego a lo lejos, en el oscuro oeste.

—¡Kalessin!

Fue la voz de Tehanu. Él la miró. Tehanu miraba fijamente hacia arriba, hacia el oeste. No tenía ojos para la tierra.

Estiró sus brazos hacia el cielo. El fuego comenzó a recorrerle las manos, los brazos, los cabellos, el rostro y el cuerpo, incendiándose de repente y formando grandes alas sobre su cabeza; luego se alzó por los aires, una criatura toda de fuego, ardiendo, hermosa.

Gritó muy fuerte, un grito claro, sin palabras. Voló alto, la cabeza larga, rápida, subiendo hacia el cielo en donde la luz crecía cada vez más y un viento blanco había borrado las vacuas estrellas.

De entre la multitud de muertos, algunos por aquí y por allá, como ella, se elevaron vacilando como llamas hasta convertirse en dragones, y se montaron en el viento.

Muchos se acercaron caminando. No estaban presionando, ni gritando ahora, sino caminando con tranquila certeza hacia los trozos caídos del muro: enormes multitudes de hombres y mujeres, quienes al acercarse al muro roto no dudaban en atravesarlo y desaparecer: una nubecilla de polvo, un aliento que brilló un instante en la luz siempre centelleante.

Aliso los observaba. Todavía tenía en sus manos, olvidada, una de las piedras que había arrancado del muro para aflojar una roca más grande. Miraba cómo los muertos quedaban libres. Por fin la vio entre ellos. Entonces arrojó la piedra y dio unos pasos hacia adelante. —Lirio —dijo. Ella lo vio y sonrió y le tendió la mano. Él la cogió, y juntos caminaron bajo la luz del sol.


Lebannen estaba de pie junto al muro en ruinas y observaba el amanecer brillando en el este. Ahora había un Este, en donde no había habido dirección alguna, ni camino alguno que seguir. Había Este y Oeste, y había luz y movimiento. Hasta la tierra se movía, temblaba, estremeciéndose como un gran animal, de manera que el muro de piedras más allá de donde lo habían roto, se sacudía también y se desplomaba hasta convertirse en escombros. En las lejanas cimas negras de las montañas llamadas Dolor estalló un fuego que arde en el corazón del mundo, el fuego que alimenta a los dragones.

Miró el cielo sobre aquellas montañas y los vio, tal como Ged y él los habían visto una vez sobre el mar occidental, los dragones volando en el viento de la mañana.

Tres de ellos se acercaban dando vueltas hacia donde estaba él, entre los demás, cerca de la cima de la colina, sobre el muro en ruinas. A dos de ellos los conocía, Orm Irian y Kalessin. El tercero tenía una especie de armadura brillante, dorada, con alas de oro. Ése volaba más alto y no bajó para acercarse a ellos. Orm Irian jugaba con él en el aire y volaban los dos juntos, uno persiguiendo al otro cada vez a mayor altura, hasta que de repente los rayos más altos del sol naciente alcanzaron a Tehanu y ésta ardió como su nombre, como una estrella grande y brillante.

Kalessin describió otro círculo en el aire, voló bajo, y se posó inmenso entre las ruinas del muro.

—Agni Lebannen —le dijo el dragón al Rey.

—Mayor —dijo el Rey al dragón.

—Aissadan verw naáannan —dijo la voz inmensa y bisbiseante, como un mar de címbalos.

Junto a Lebannen, Brand, el Maestro de Invocaciones de Roke, estaba de pie, erguido y sólido. Repitió las palabras del dragón en el Lenguaje de la Creación, y luego las dijo en hárdico: —Lo que fue dividido está dividido.

El Maestro de las Formas estaba cerca de ellos, sus cabellos brillaban en la luz radiante. Dijo: —Lo que fue construido ha sido roto. Lo que fue roto se ha unido.

Luego miró hacia arriba, buscando algo en el cielo, buscaba al dragón dorado y al de color bronce; pero se habían alejado volando y ya casi no podía vérseles, giraban ahora formando espirales sobre la extensa y descendiente tierra, en donde vacías ciudades en sombras se iban apagando hasta desaparecer con la luz del día.

—Mayor —dijo, y la gran cabeza se movió lentamente hacia él.

—¿Volverá alguna vez por el camino que conduce al bosque? —preguntó Azver en la lengua de los dragones.

Los ojos de Kalessin, amarillos, largos e impenetrables, lo observaban. La enorme boca parecía, como las bocas de los lagartos, cerrada en una sonrisa. No habló.

Luego, arrastrando lenta y torpemente toda su extensión a lo largo del muro, de modo que las piedras que aún estaban allí se deslizaron y cayeron chirriando bajo su vientre de hierro, Kalessin se alejó de ellas, y de repente desplegó sus alas, se alejó de la colina y voló bajo sobre la tierra hacia las montañas, cuyas cimas brillaban ahora con humo y vapor blanco, fuego y luz de sol.

—Vamos, amigos —dijo Seppel con su suave voz—. Todavía no ha llegado nuestro momento de libertad.

La luz del sol brillaba en el cielo sobre las coronas de los árboles más altos, pero el claro todavía conservaba el frío gris del amanecer. Tenar estaba sentada con su mano posada sobre la mano de Aliso, su rostro inclinado hacia abajo. Miró el frío rocío sobre una brizna de hierba, cómo pendía en pequeñas y delicadas gotas a lo largo de la brizna, cada gota reflejaba todo el mundo.

Alguien dijo su nombre. No miró hacia arriba.

—Se ha ido —dijo.

El Maestro de las Formas se arrodilló junto a ella. Tocó el rostro de Aliso con un suave movimiento de la mano.

Se quedó un rato allí, arrodillado y en silencio. Luego le dijo a Tenar en su lengua: —Dama mía, pude ver a Tehanu. Vuela dorada en el otro viento.

Tenar levantó la vista para mirarlo. Su rostro estaba blanco y arrugado, pero había una sombra de esplendor en sus ojos.

Le costó hablar, pero finalmente preguntó, hablando seca y casi inaudiblemente: —¿Entera?

El Maestro de las Formas asintió con la cabeza.

Ella acarició la mano de Aliso, la mano del enmendador, esbelta, hábil. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Déjame estar un rato con él —dijo, y comenzó a llorar. Se tapó el rostro con las manos y lloró mucho, amargamente, en silencio.

Azver se acercó al pequeño grupo que había en la puerta de la casa. Ónix y Gamble estaban cerca del Maestro de Invocaciones, quien estaba de pie, pesado y ansioso, cerca de la princesa. Ella estaba agachada junto a Lebannen, con los brazos sobre él, protegiéndolo, desafiando a cualquier mago que quisiera tocarlo. Le brillaban los ojos. Tenía el pequeño puñal de acero de Lebannen desnudo en una de sus manos.

—Yo regresé con él —le dijo Brand a Azver—. Intenté quedarme con él. No estaba seguro de conocer el camino. Ella no deja que me acerque.

—Ganaídilo Azver, el título de Seserakh en kargo, princesa.

Sus ojos brillantes lo miraron. —¡Oh, que Atwah Wuluah sea agradecido y la Madre alabada para siempre! —gritó—. ¡Señor Azver! Haz que estos malditos hechiceros se vayan. ¡Mátalos! Han matado a mi Rey. —Le tendía el puñal, cogiéndolo por la delgada hoja de acero.

—No, princesa. Lebannen se fue con el dragón Irían. Pero este hechicero lo ha traído de regreso con nosotros. Déjame verlo. —Y se arrodilló y volvió el rostro de Lebannen un poco para poder observarlo mejor, y posó sus manos sobre el pecho del Rey—. Está frío —dijo—. El camino de regreso fue muy duro. Cógelo en tus brazos, princesa. Dale tu calor.

—Lo he intentado —dijo ella, mordiéndose el labio. Arrojó el puñal y se dobló sobre el hombre inconsciente—. ¡Oh, pobre Rey! —dijo suavemente en hárdico—. ¡Querido Rey, pobre Rey!

Azver se puso de pie y le dijo el Maestro de Invocaciones: —Creo que estará bien, Brand. Ahora ella es mucho más útil que nosotros.

El Invocador estiró una de sus grandes manos y cogió el brazo de Azver. —Ahora intenta tranquilizarte tú.

—El Portero —dijo Azver, palideciendo más que antes y mirando a su alrededor en el claro.

—Regresó con el hombre de Paln —dijo Brand—. Siéntate aquí.

Azver le obedeció, y se sentó en el tronco en el que se había sentado el viejo Transformador en el círculo la tarde anterior. Parecía que hubieran pasado mil años. Los ancianos habían regresado a la Escuela al anochecer… Y después había comenzado la larga noche, la noche que acercó tanto el muro de piedras que dormir era estar allí, y estar allí era terror, de modo que nadie había dormido. Nadie, tal vez, en todo Roke, en todas las islas… Solamente Aliso, que había ido a guiarlos… Azver se dio cuenta de que estaba dormitando y temblando.

Gamble trató de hacerlo entrar en la casa de invierno, pero Azver insistió en que debía estar cerca de la princesa para hacer de intérprete si lo necesitaba. Y cerca de Tenar, pensó sin decirlo, para protegerla. Para dejarla llorar. Pero Aliso ya había acabado de llorar. Le había pasado a ella su dolor. Se lo había pasado a todos. Su alegría…

El Maestro de Hierbas llegó desde la Escuela y se acercó a Azver, le puso una capa de invierno sobre los hombros. El Maestro de las Formas se sentó medio dormido, cansado y febril, haciendo caso omiso de los demás, vagamente irritado por la presencia de tanta gente en su dulce y silencioso claro, observando el sol deslizándose entre las hojas. Su vigilia fue recompensada cuando la princesa se le acercó, se arrodilló ante él mirando su rostro con solícito respeto, y le dijo: —Señor Azver, el Rey quiere hablar contigo.

Le ayudó a ponerse de pie, como si fuera un anciano. A él no le importó. —Gracias, gaínba —le dijo.

—No soy una reina —dijo ella con una risa.

—Lo serás —le respondió el Maestro de las Formas.

Era la marea fuerte de la luna llena, y el Delfín tenía que esperar a pasar entre los Promontorios Fortificados antes de lanzarse a toda velocidad. Tenar no desembarcó en el Puerto de Gont sino hasta después de media mañana, y luego tuvo que hacer la larga caminata cuesta arriba. Ya era casi el atardecer cuando atravesó Re Albi y cogió el sendero del acantilado que llevaba hasta la casa.

Ged estaba regando los repollos, que para entonces ya estaban bastante crecidos.

Se puso de pie y vio que ella se acercaba hacia él, con aquella mirada de halcón, el ceño fruncido. —Ah —dijo.

—Oh, querido —dijo ella. Se apresuró los últimos pasos mientras él se acercaba hacia ella.

Estaba cansada. Estaba muy contenta de poder sentarse con él con un vaso del buen vino tinto de Chispa y observar cómo el atardecer otoñal se teñía de dorado sobre todo el mar occidental.

—¿Cómo puedo hacer para contártelo todo? —preguntó ella.

—Cuéntalo de atrás para delante —respondió él.

—Está bien. Así lo haré. Querían que me quedara, pero yo dije que quería regresar a casa. Pero había una reunión del Consejo, el Consejo del Rey, ¿sabes?, para el compromiso. Habrá una gran boda y todo eso, por supuesto, pero no creo que yo tenga que ir. Porque fue entonces cuando realmente se casaron. Con el Anillo de Elfarran. Nuestro anillo.

El la miró y sonrió, la amplia y dulce sonrisa que, pensó ella, tal vez equivocadamente, tal vez con razón, nunca nadie excepto ella había visto dibujarse en su rostro.

—¿Y entonces? —preguntó él.

—Lebannen vino y se detuvo aquí, ¿ves?, a mi izquierda, y luego Seserakh vino y se detuvo aquí, a mi derecha. Delante del trono de Morred. Y yo alcé el Anillo. Como lo hice cuando lo llevamos a Havnor, ¿recuerdas?, ¿en Miralejos, a la luz del sol? Lebannen lo cogió, lo besó y me lo devolvió. Y yo lo coloqué en el brazo de ella, y el Anillo se deslizó hasta su mano, Seserakh no es una mujer pequeña. ¡Oh, tendrías que verla, Ged! ¡Qué bella es, qué leona! Lebannen ha encontrado a su media naranja. Y todos gritaban. Y hubo fiestas y ese tipo de cosas. Y entonces pude escabullirme.

—Sigue.

—¿De atrás para delante?

—De atrás para delante.

—Bueno. Antes de eso fue lo de Roke.

—Roke nunca es algo sencillo.

—No.

Bebieron el vino tinto en silencio.

—Hablame del Maestro de las Formas.

Ella sonrió. —Seserakh le llama el Guerrero. Dice que solamente un guerrero se enamoraría de un dragón.

—¿Quién lo siguió a la tierra seca… aquella noche?

—El siguió a Aliso.

—Ah —dijo Ged, con sorpresa y con cierta satisfacción.

—Al igual que otros de los Maestros. Y también Lebannen, Irían…

—Y Tehanu.

Silencio.

—Ella había salido de la casa, y cuando yo salí ya se había ido. —Un largo silencio—. Azver la vio. Al amanecer. En el otro viento.

Silencio.

—Todos se han ido. Ya no quedan dragones en Havnor ni en las islas del Poniente. Ónix dijo: tal como ese lugar de sombras y todas las sombras en él se unieron al mundo de la luz, del mismo modo ellos recuperaron su verdadero reino.

—Nosotros rompimos el mundo para hacerlo un todo —dijo Ged.

Después de un largo rato en silencio, Tenar dijo con una voz suave y fina: —El Maestro de las Formas cree que Irian acudirá al Bosquecillo si él la llama.

Ged no dijo nada, hasta que, después de un rato, exclamó: —Mira allí, Tenar.

Ella miró adonde él estaba mirando, el sombrío abismo de aire sobre el mar occidental.

—Si ella viene, vendrá por allí —dijo—. Y si no viene, está allí.

Tenar asintió con la cabeza.

—Lo sé. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lebannen me cantó una canción, en el barco, cuando viajábamos de regreso a Havnor. —No podía cantar; susurró las palabras—: Oh, mi alegría, ser libre…

El miró hacia otro lado, hacia los bosques, en la montaña, las alturas que se iban oscureciendo cada vez más.

—Cuéntame —dijo ella—, cuéntame lo que has hecho tú mientras yo no estaba.

—Cuidar de la casa.

—¿Has caminado por el bosque?

—Todavía no —respondió él.

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