CAPITULO III El Consejo del Dragón

Desde la ventana de su habitación, Tenar había visto alejarse al barco que llevaba a Lebannen y a su hija hasta desaparecer en la noche. No había bajado al embarcadero con Tehanu. Había sido duro, muy duro negarse a ir con ella en aquel viaje. Tehanu se lo había suplicado, no solía pedir nunca nada. Nunca lloraba, no podía llorar, pero su respiración se había convertido en un sollozo: —¡Pero no puedo ir, no puedo ir sola! ¡Ven conmigo, madre!

—Mi amor, mi corazón, si pudiera evitarte este miedo que sientes, lo haría, pero ¿no ves que no puedo? He hecho todo lo que he podido por ti, mi llama de fuego, mi estrella. El Rey tiene razón, solamente tú, tú solamente puedes hacer esto.

—Pero si tú estuvieras allí conmigo, simplemente si yo supiera que tú estás allí…

—¿Qué podría hacer yo allí más que ser una carga? Debéis viajar de prisa, será un viaje muy duro. Yo solamente os retrasaría. Y podríais temer por mí. No me necesitáis. Yo no os sirvo para nada. Tienes que entender eso. Tienes que ir, Tehanu.

Y se había dado media vuelta, quedando así de espaldas a su hija, y había comenzado a escoger la ropa que Tehanu debía llevarse, las ropas que llevaba en su casa, no las ropas de lujo que llevaban allí, en el palacio: sus zapatos gruesos y sólidos, su capa buena. Si lloró mientras lo hacía, no dejó que su hija la viera.

Tehanu se había quedado como perpleja, paralizada por el miedo. Cuando Tenar le dio las ropas con las que debía cambiarse, ella obedeció. Cuando el teniente del Rey, Yenay, llamó a la puerta y preguntó si podía conducir a la señorita Tehanu hasta el embarcadero, ella se quedó mirándolo fijamente, como un animal estúpido.

—Ahora vete —dijo Tenar. La abrazó y posó su mano sobre la gran cicatriz que cubría la mitad de su rostro—. Eres tanto hija de Kalessin como mía.

La muchacha la abrazó con mucha fuerza durante un buen rato, se soltó, dio media vuelta sin decir una palabra, y siguió a Yenay hasta la puerta.

Tenar se quedó allí de pie, sintiendo el frío aire de la noche en donde había estado el calor del cuerpo y de los brazos de Tehanu.

Se acercó hasta la ventana. Las luces allí abajo en el muelle, los hombres que iban y venían, el chacoloteo de los cascos de los caballos que eran conducidos por las calles empinadas sobre el agua. En el paseo marítimo había un gran barco, un barco que ella conocía, el Delfín. Miró por la ventana y divisó a Tehanu en el muelle. La vio finalmente subir a bordo, llevando a un caballo que se había estado resistiendo, y advirtió que Lebannen subía detrás de ella. Vio cómo se soltaban las amarras, cómo se alejaba el barco con dóciles movimientos al compás de los golpes de remo, y vio la repentina caída y el florecimiento de las velas blancas en la oscuridad. La luz del farol de la popa temblaba en el agua oscura, se fue encogiendo lentamente hasta convertirse en una pequeña gota de claridad, y luego desapareció.

Tenar caminó de un lado a otro de la habitación doblando las ropas que había llevado Tehanu, la camisa y la sobrefalda de seda; levantó las finas sandalias y las colocó un rato contra una de sus mejillas antes de guardarlas.

Se quedó recostada en la cama, despierta, y vio repetirse en su mente una y otra vez la misma escena: un camino, y Tehanu caminando sola por él. Y un nudo, una red, una masa negra que se enroscaba y se retorcía descendiendo desde el cielo, tropeles de dragones, grandes lenguas de fuego que salían de sus fauces hacia ella, sus cabellos en llamas, sus ropas en llamas. «No», decía Tenar, «¡no! ¡No será así!». Intentaba alejar su mente de esa escena, hasta que volvía a verla, el camino, y Tehanu caminando sola por él, y el nudo negro y llamas en el cielo, acercándose cada vez más.

Cuando las primeras luces del día comenzaron a teñir la habitación de gris, por fin consiguió dormirse, exhausta. Soñó que estaba en la casa del Viejo Mago, en el Vertedero, su casa, y estaba más contenta por estar allí de lo que puede expresarse con palabras. Cogió la escoba que estaba detrás de la puerta para barrer el brillante suelo de roble, puesto que Ged había dejado que se acumulase mucho polvo durante su ausencia. Pero había una puerta en la parte de atrás de la casa que no había estado allí antes. Cuando la abrió encontró una pequeña habitación de techo bajo con paredes de piedras pintadas de blanco. Ged estaba agachado en la habitación, en cuclillas, con los brazos sobre las rodillas y las manos cayendo a los lados. La suya no era una cabeza de hombre sino que era pequeña, negra, y con pico, la cabeza de un buitre. Y dijo entonces con una voz débil y ronca: «Tenar, no tengo alas». Y cuando lo dijo, Tenar sintió que se encendía en ella tanta furia y tanto miedo que se despertó, jadeando, para ver la luz del sol en la alta pared de su habitación en el palacio y oír las dulces y claras trompetas que daban la cuarta hora de la mañana.

Le trajeron el desayuno. Comió un poco y habló con Baya, la anciana sirvienta a quien había escogido de todo el séquito de criadas y damas de honor que Lebannen le había ofrecido. Baya era una mujer inteligente y capaz, nacida en una aldea en el interior de Havnor, con quien Tenar se llevaba mejor que con muchas de las damas de la corte. Estas eran amables y respetuosas, pero no sabían qué hacer con ella, no sabían cómo hablarle a una mujer que era mitad sacerdotisa karga, mitad ama de casa en una granja en Gont. Vio que les resultaba más fácil ser buenas con Tehanu por su feroz timidez. Podían sentir pena por ella. Pero en cambio no podían sentir pena por Tenar.

Baya, sin embargo, sí podía, y así era, y aquella mañana le prodigó a Tenar atenciones. —El Rey la traerá de regreso, sana y salva —le decía—. ¿Por qué piensas que llevaría a la muchacha ante un peligro del que después no pudiera sacarla? ¡Eso nunca! ¡El no es así! —Era un consuelo falso, pero Baya creía en ello tan apasionadamente que Tenar tuvo que mostrarse de acuerdo con ella, lo cual constituía en sí mismo un pequeño consuelo.

Necesitaba hacer algo, ya que la ausencia de Tehanu lo invadía todo. Decidió ir a hablar con la princesa de los kargos, para ver si la muchacha estaba dispuesta a aprender una palabra de hárdico, o al menos a decirle a Tenar cuál era su nombre.

En las Tierras de Kargad la gente no tenía un nombre verdadero que mantenía en secreto, como los hablantes del hárdico. Al igual que los Nombres aquí, los nombres kargos a menudo tenían algún significado, Rosa, Aliso, Honor, Esperanza; o bien eran tradicionales, muchas veces el nombre de algún antepasado. La gente los decía abiertamente y se sentía orgullosa de la antigüedad de un nombre que pasaba de generación en generación. Ella había sido alejada de sus padres siendo muy pequeña y por lo tanto no sabía por qué la habían llamado Tenar, pero pensó que tal vez sería por alguna abuela o bisabuela. La habían despojado de ese nombre cuando fue reconocida como Arha, la Sin Nombre renacida, y lo había olvidado hasta que Ged volvió a dárselo. Para ella, como para él, era su nombre verdadero; pero no era una palabra del Habla Antigua; no le daba a nadie ninguna clase de poder sobre ella, y ella nunca lo había ocultado.

Ahora la desconcertaba el hecho de que la princesa ocultase el suyo. Las mujeres más cercanas la llamaban simplemente Princesa, o Dama, o Señorita; los embajadores habían hablado de ella como la Suprema Princesa, Hija de Thol, Dama de Hur-at-Hur, y cosas por el estilo. Si todo lo que esa pobre muchacha tenía eran títulos, ya era hora de que recibiera un nombre.

Tenar sabía que no era propio de un invitado del Rey caminar solo por las calles de Havnor, y sabía que Baya tenía cosas que hacer en palacio, de modo que le pidió a un sirviente que la acompañara. Se le ofreció un lacayo encantador, un muchacho, porque tenía solamente quince años, que cuidaba de ella en los cruces de las calles como si se tratara de una vieja renqueante. A Tenar le gustaba caminar por la ciudad. En el trayecto hacia la Casa del Río había descubierto, y también admitido, que era más fácil pasear sin Tehanu a su lado. La gente solía mirar a Tehanu y apartar la vista, y Tehanu solía caminar con un orgullo rígido y doloroso, odiando sus miradas a ella luego desviadas, y Tenar sufría con ella, y hasta quizás más que ella misma.

Ahora podía vagar y observar las demostraciones en la calle, los puestos del mercado, las diferentes caras y ropas provenientes de todo el Archipiélago, podía salir del camino directo y dejar que su acompañante le mostrara un callejón donde los puentes pintados que cruzaban de un tejado a otro formaban una especie de techo espacioso y abovedado muy alto, desde donde caían parras rojas florecientes que alegraban la vista, y la gente colocaba jaulas de pájaros en las ventanas en palos dorados entre las flores, de modo que todo parecía un jardín en medio del aire. «Oh, me gustaría que Tehanu pudiera ver esto», pensó. Pero no debía pensar en Tehanu, en dónde estaría.

La Casa del Río, como el Nuevo Palacio, había sido construida durante el reinado de la Reina Heru, cinco siglos atrás. Cuando Lebannen subió al trono, estaba totalmente en ruinas; él la había reconstruido con mucho cuidado, y ahora era un lugar lleno de encanto y de paz, con muy pocos muebles, con suelos oscuros, brillantes y sin alfombras. Había hileras de puertas-ventanas correderas que dejaban abierto todo un lado de uno de los salones, ofreciendo así una vista de los sauces y del río, y uno podía salir a unas profundas terrazas de madera que habían sido construidas sobre el agua. Las cortesanas le habían dicho a Tenar que aquél había sido el sitio preferido del Rey para escaparse y tener una noche de soledad o pasar una velada junto a una amante, lo cual le confería aún más trascendencia, insinuaban ellas, al hecho de que hubiese alojado allí a la princesa. Lo que Tenar sospechaba era que Lebannen no había querido tener a la princesa bajo su mismo techo y sencillamente le había destinado el único otro lugar posible para ella, pero tal vez las cortesanas tuvieran algo de razón.

Los guardias, con sus magníficos arreos, la reconocieron y la dejaron pasar, los lacayos anunciaron su presencia y se retiraron con su muchacho a cascar nueces y cotillear, la cual parecía la ocupación principal de los lacayos, y entonces aparecieron las damas de la princesa para darle la bienvenida, agradecidas de ver un rostro nuevo y pidiendo ansiosamente noticias frescas de la expedición del Rey para luchar contra los dragones. Después de relatarles todo lo que sabía, la condujeron hasta los apartamentos de la princesa.

En las dos visitas anteriores que había hecho, la habían dejado esperando un rato en una antesala, y luego las siervas la habían llevado a una habitación interior, la única habitación sombría de aquella casa espaciosa y bien ventilada, en donde la princesa había permanecido de pie, con su sombrero de ala redonda y con el velo rojo colgando hasta el suelo; parecía estar allí permanentemente, empotrada, como si se tratara de una chimenea de ladrillos, como había dicho la Dama lyesa.

Esta vez fue diferente. Tan pronto como llegó a la antesala pudo oír unos chillidos y el sonido de gente corriendo en distintas direcciones. La princesa irrumpió en la puerta y, con un grito salvaje, arrojó sus brazos alrededor de Tenar. Tenar era pequeña, y la princesa, una mujer joven, alta, enérgica y llena de emoción, le hizo perder el equilibrio, pero la sostuvo con sus fuertes brazos. —¡Oh, Dama Arha, Dama Arha, sálvame, sálvame! —gritaba al entrar.

—¡Princesa! ¿Qué sucede?

La princesa derramaba lágrimas de terror o de alivio o de ambas cosas al mismo tiempo, y todo lo que Tenar pudo entender de sus lamentos y sus súplicas fue un parloteo de dragones y sacrificio.

—No hay dragones cerca de Havnor —dijo reprobadoramente, liberándose de la muchacha—, y nadie está siendo sacrificado. ¿De qué trata todo esto? ¿Qué te han dicho?

—Las mujeres dijeron que los dragones estaban viniendo para aquí y que sacrificarían a la hija de un rey y no a una cabra, porque ellos son hechiceros, y yo tenía miedo. —La princesa se secó la cara, apretó las manos, y empezó a intentar superar el pánico en el que se había encontrado sumergida. Había sido un terror real, incontrolable, y Tenar sintió pena por ella. No dejó que se notara su compasión. La muchacha tenía que aprender a aferrarse a su dignidad.

—Tus mujeres son ignorantes y no saben suficiente hárdico como para entender lo que les dice la gente. Y tú no sabes nada de hárdico. Si así fuera sabrías que no hay nada que temer. ¿Tú ves a la gente de la casa corriendo de un lado para otro, llorando y gritando?

La princesa la miraba fijamente. No llevaba sombrero, ni velos, y sólo un ligero vestido, porque era un día muy caluroso. Era la primera vez que Tenar la veía como era y no como a una forma sombría a través de los velos rojos. A pesar de que los ojos de la princesa estaban hinchados a causa de las lágrimas y su rostro lleno de manchas, era magnífica: ojos y cabellos leonados, brazos redondos, pechos voluminosos y esbelta cintura, una mujer llena de belleza y de fuerza.

—Pero ninguna de esas personas va a ser sacrificada —dijo finalmente.

—Nadie va a ser sacrificado.

—Entonces ¿por qué vienen los dragones?

Tenar suspiró profundamente. —Princesa —dijo—, hay muchas cosas de las que hemos de hablar. Si me ves como a una amiga…

—Sí, así te veo —dijo la princesa. Dio un paso hacia adelante y apretó con fuerza el brazo derecho de Tenar—. Tú eres mi amiga, no tengo ningún otro amigo, derramaría mi sangre por ti.

Por ridículo que pareciera, Tenar sabía que era cierto.

Le devolvió el apretón a la muchacha lo mejor que pudo y dijo: —Tú eres mi amiga. Dime tu nombre.

Los ojos de la princesa se abrieron. Todavía había un poco de moco y de lágrimas en su labio superior. El labio inferior le temblaba. Entonces dijo, con un profundo suspiro:

—Seserakh.

—Seserakh: mi nombre no es Arha, sino Tenar.

—Tenar —dijo la muchacha, y le apretó aún más el brazo.

—Ahora bien —dijo Tenar, intentando recuperar el control de la situación—, he caminado mucho para llegar hasta aquí y tengo mucha sed. Por favor, sentémonos, y ¿puedo tomar un poco de agua? Después podremos hablar.

—Sí —dijo la princesa, y salió disparada de la habitación, como una leona al acecho.

Se oyeron gritos y chillidos en las habitaciones interiores, y más sonidos de corridas. Una de las siervas apareció, ajustándose el velo con manos temblorosas y farfullando algo en un dialecto tan cerrado que Tenar no podía entender lo que decía. —¡Habla en la lengua maldita! —gritó la princesa desde dentro.

La mujer chilló en un hárdico lamentable:

—¿Sentarse?, ¿beber?, ¿dama?

Se habían colocado dos sillas en el medio de la oscura y mal ventilada habitación, una frente a la otra. Seserakh se puso de pie junto a una de ellas.

—Me gustaría sentarme fuera, a la sombra, sobre el agua —dijo Tenar—. Si te apetece, princesa.

La princesa gritó, la mujer se escabulló, las sillas fueron llevadas hasta la amplia terraza. Se sentaron una junto a la otra.

—Así está mejor —dijo Tenar. Todavía le resultaba extraño estar hablando en kargo. No tenía ninguna clase de dificultad para hacerlo, pero sentía como si no fuera ella, como si fuera otra persona la que hablaba, un actor que disfrutaba de su rol.

—¿Te gusta el agua? —preguntó la princesa. Su rostro tenía una vez más su color habitual, un color crema intenso, y sus ojos, ya deshinchados, eran de un dorado azulado, o azules con motas doradas.

—Sí. ¿A ti no?

—La odio. Donde yo vivía no había agua.

—¿Un desierto? Yo también viví en un desierto. Hasta los dieciséis años. Después atravesé el mar y vine hacia el oeste. Me encanta el agua, el mar, los ríos.

—Oh, el mar —dijo Seserakh, encogiéndose y poniendo la cabeza entre las manos—. Oh, lo odio, lo odio. Vomité hasta el alma. Una y otra y otra vez. Durante días y días y días. No quiero ver el mar nunca más. —Le lanzó una mirada rápida al riachuelo que pasaba por debajo de ellas a través de las ramas de sauce, un riachuelo tranquilo y poco profundo—. Este río está bien —dijo con desconfianza.

Una mujer llevó una bandeja con una jarra y unas copas, y Tenar tomó un buen trago de agua fresca.

—Princesa —dijo—, tenemos mucho de qué hablar. Primero: los dragones todavía están muy lejos de aquí, en el Poniente. El Rey y mi hija han ido a hablar con ellos.

—¿A hablar con ellos?

—Sí. —Estuvo a punto de decir más, pero sólo dijo—: Ahora, por favor, hablame de los dragones en Hur-at-Hur.

A Tenar le habían dicho cuando era niña en Atuan que había dragones en Hur-at-Hur. Dragones en las montañas, bandoleros en los desiertos. Hur-at-Hur era pobre y estaba muy lejos, y de allí no llegaba nada bueno excepto ópalos y turquesas y troncos de cedro.

Seserakh lanzó un gran suspiro. Se le llenaron los ojos de lágrimas. —Pensar en mi casa me hace llorar —dijo, con una simpleza de sentimiento tan pura que a Tenar también se le empañó la mirada—. Allí los dragones viven en las montañas, que están a dos o tres días de viaje de Mesreth. En ellas no hay más que rocas y nadie molesta a los dragones y los dragones no molestan a nadie. Pero una vez al año bajan de las montañas, avanzando lentamente por un camino determinado. Es un sendero, de una tierra suave, que quedó así por arrastrar ellos sus vientres contra el suelo todos los años desde el comienzo de los tiempos. Se llama el Camino del Dragón. —Vio que Tenar escuchaba muy atentamente, y siguió hablando—. Cruzar el Camino del Dragón es algo tabú. Bajo ningún concepto se debe posar un pie sobre él. Hay que bordearlo, hacia el sur hasta el Lugar del Sacrificio. Comienzan a bajar arrastrándose a finales de la primavera. El cuarto día del quinto mes, ya todos han llegado al Lugar del Sacrificio. Ninguno de ellos llega tarde nunca. Y todos los habitantes de Mesreth y de las aldeas cercanas están allí esperándolos. Luego, cuando todos han bajado por el Camino del Dragón, los sacerdotes inician el sacrificio. Y eso es… ¿No tenéis vosotros el sacrificio de la primavera en Atuan?

Tenar negó con la cabeza.

—Bueno, por eso me asusté, ¿entiendes?, porque puede ser un sacrificio humano. Si las cosas no fueran bien, sacrificarían a la hija de un rey. De lo contrario, sería simplemente una muchacha cualquiera. Pero incluso eso hace mucho que no sucede. No lo hacen desde que yo era pequeña. Desde que mi padre derrocara a todos los demás reyes. Desde entonces, sólo han sacrificado a una cabra y a una oveja. Recogen la sangre en cuencos, arrojan la grasa en el fuego sagrado, y llaman a los dragones. Luego, todos los dragones vienen arrastrándose. Se beben la sangre y se comen el fuego. —Cerró los ojos un momento; Tenar hizo lo mismo—. Después vuelven a subir a las montañas, y nosotros regresamos a Mesreth.

—¿Los dragones son muy grandes?

Seserakh separó sus manos aproximadamente noventa centímetros. —A veces son más grandes —dijo.

—¿Y no pueden volar? ¿O hablar?

—Ah, no. Sus alas son sólo pequeñas aletas. Emiten una especie de silbido. Los animales no pueden hablar. Pero son sagrados. Son el símbolo de la vida, porque el fuego es la vida, y ellos comen y escupen fuego. Y son sagrados porque vienen al sacrificio de la primavera. Aunque no acudiera ninguna persona, los dragones acudirían y se reunirían en ese lugar. Nosotros vamos porque vienen los dragones. Los sacerdotes siempre hablan de eso antes del sacrificio.

Tenar tardó un rato en asimilar todo aquello. —Los dragones aquí en el Oeste —dijo—, son grandes. Inmensos. Y pueden volar. Son animales, pero pueden hablar. Y son sagrados. Y peligrosos.

—Bueno —dijo la princesa—, puede que los dragones sean animales, pero se parecen más a nosotros que los hechiceros-malditos.

Dijo «hechiceros-malditos» como una sola palabra y sin ningún énfasis en particular. Tenar recordó esa frase de su infancia. Significaba la Gente Oscura, la gente hárdica del Archipiélago.

—¿Y eso por qué?

—¡Porque los dragones vuelven a nacer! Como todos los animales. Como nosotros. —Seserakh miró a Tenar con sincera curiosidad—. Pensé que por haber sido una sacerdotisa en el Lugar Más Sagrado de las Tumbas sabrías mucho más acerca de todo esto que yo.

—Pero nosotros no tenemos dragones allí —dijo Tenar—. No aprendí absolutamente nada acerca de ellos. Por favor, amiga mía, cuéntame.

—Pues déjame ver si puedo contarte la historia. Es una historia de invernó. Supongo que aquí está bien contarla en verano. De todas maneras, aquí ya está todo mal. —Suspiró—. Bueno, al principio, ya sabes, cuando todo comenzó, éramos todos iguales, toda la gente y todos los animales, hacíamos las mismas cosas. Después aprendimos a morir. Y entonces aprendimos a renacer. Tal vez como una clase de ser, quizás como otra. Pero no importa demasiado, porque de todas maneras volverás a morir y volverás a nacer y lo serás todo tarde o temprano.

Tenar asintió con la cabeza. Hasta ahora, la historia le resultaba familiar.

—Pero las mejores cosas en las que renacer son gente y dragones, porque ésos son los seres sagrados. De modo que uno intenta no romper los tabúes, e intenta cumplir con los Preceptos, para tener más oportunidades de ser otra vez una persona, o en cualquier caso un dragón… Si los dragones aquí pueden hablar y son tan grandes, puedo entender por qué eso supondría una recompensa. Ser uno de nuestros dragones nunca pareció algo demasiado tentador.

"Pero la historia es acerca de los hechiceros-malditos que descubren el Vedurnan. Eso fue algo, no sé exactamente qué, que dijo alguna gente, y era que si aceptaban no morir nunca y no renacer nunca, podrían aprender hechicería. Y eso fue lo que escogieron, escogieron el Vedurnan. Y se fueron al oeste con él. El Vedurnan los hizo oscuros, y viven aquí. Toda esta gente, ellos eligieron el Vedurnan. Viven, y pueden practicar sus malditas hechicerías, pero no pueden morir. Sólo sus cuerpos mueren. El resto de ellos se queda en un lugar oscuro y nunca renace. Y parecen pájaros. Pero no pueden volar.

—Sí —suspiró Tenar.

Su mente estaba recordando la historia que la Mujer de Kemay le contara a Ogión: en el comienzo de todos los tiempos, el género humano y el de los dragones eran una sola cosa, pero los dragones escogieron el salvajismo y la libertad, y la humanidad escogió la riqueza y el poder. Una elección, una separación. ¿Era la misma historia?

Pero la imagen en el corazón de Tenar era la de Ged agachado en una habitación de piedra, su cabeza pequeña, negra, con pico…

—¿El Vedurnan no es ese anillo, verdad, ese anillo del que todos hablan, el que tendré que llevar?

—¿Anillo?

—El anillo de Urthakby.

—Erreth-Akbé. No. Ese anillo es el Anillo de la Paz. Y lo llevarás únicamente cuando seas la Reina del Rey Lebannen. Y serás una mujer afortunada de ser su Reina.

La expresión en el rostro de Seserakh era algo curioso. No era hosca ni cínica. Era desesperada, medio humorística, paciente, la expresión de una mujer décadas más vieja.

—No tiene nada que ver con la fortuna, querida amiga Tenar —dijo—. Tengo que casarme con él. Y cuando lo haga estaré perdida.

—¿Por qué estarás perdida si te casas con él?

—Si me caso con él tengo que darle mi nombre. Si él dice mi nombre, me roba el alma. Eso es lo que hacen los hechiceros-malditos. Por eso siempre ocultan sus nombres. Y si él me roba el alma, yo no podré morir. Tendré que vivir para siempre sin mi cuerpo, como un pájaro que no puede volar, y nunca podré renacer.

—¿Es por eso por lo que has ocultado tu nombre?

—Te lo he dado a ti, amiga mía.

—Me siento honrada por semejante obsequio —dijo Tenar enérgicamente—, pero aquí puedes decirle tu nombre a quien quieras. No pueden robarte el alma con él. Créeme, Seserakh. Y puedes confiar en el Rey. Él no… no te hará ningún daño.

La muchacha había percibido su vacilación. —Pero desearía poder hacerlo —dijo—. Tenar, amiga mía, sé lo que soy, aquí. En aquella gran ciudad, Awabath, en donde está mi padre, yo era una estúpida e ignorante mujer del desierto. Unafeyagat. Las mujeres de la ciudad se reían por lo bajo y se daban codazos unas a otras siempre que me veían, esas zorras con el rostro descubierto. Y aquí es peor aún. No puedo entender a nadie y ellos no pueden entenderme a mí, ¡y todo, todo es diferente! Ni siquiera sé lo que es la comida, es comida de hechicero, me marea. Ignoro cuáles son los tabúes, no hay sacerdotes para preguntarles, sólo hay mujeres hechiceras, todas negras y con el rostro descubierto. Y yo vi cómo me miraba él. ¿Sabes?, ¡se puede ver más allá del feyagl Vi su rostro. Es muy apuesto, parece un guerrero, pero es un hechicero negro y me odia. No me digas que no, porque yo sé que es así. Y creo que cuando sepa mi nombre enviará mi alma para siempre a ese lugar.

Después de un rato mirando fijamente las ramas de los sauces en movimiento sobre el agua que también se movía con delicadeza, sintiéndose triste y cansada, Tenar dijo:

—Lo que tienes que hacer, entonces, princesa, es aprender cómo hacer que él sea como tú. ¿Qué otra cosa puedes hacer?

Seserakh se encogió de hombros afligida.

—Ayudaría que entendieras lo que él dijo.

—Bagaba-bagaba. Todo suena así.

—Y nosotros les sonamos así a ellos. Vamos, princesa, ¿cómo quieres caerle bien si todo lo que tú puedes decirle a él es bagaba-bagaba? Mira. —Y levantó su mano, la señaló con la otra, y dijo la palabra primero en kargo, luego en hárdico.

Seserakh repitió ambas palabras con un tono obediente.

Después de aprender los nombres de algunas partes más del cuerpo comprendió de repente las potencialidades de la traducción. Se sentó más erguida. —¿Cómo dicen «rey» los hechiceros?

—Agni. Es una palabra del Habla Antigua. Eso me dijo mi esposo.

Mientras hablaba se dio cuenta de que era tonto sacar a relucir la existencia de una tercera lengua en aquel momento; pero eso no fue lo que le llamó la atención a la princesa.

—¿Tienes un esposo? —Seserakh la miraba fijamente con ojos luminosos, leoninos, y se rió en voz alta—. ¡Oh, qué maravilla! ¡Yo pensaba que eras una sacerdotisa! ¡Oh, por favor, amiga mía, hablame de él! ¿Es un guerrero? ¿Es apuesto? ¿Lo amas?


Después de que el Rey partiera en busca de los dragones, Aliso no tenía idea de qué hacer; se sentía terriblemente inútil por quedarse en el palacio comiendo la comida del Rey y sintiéndose culpable por el problema que había ocasionado su visita. No pudo sentarse en su habitación en todo el día, de manera que salió a caminar por las calles, pero el esplendor y la actividad de la ciudad le resultaban amedrentadores, y puesto que no tenía ni dinero ni propósito, todo lo que podía hacer era caminar hasta cansarse. Regresó al Palacio de Maharion preguntándose si los guardias de rostros severos lo dejarían volver a entrar. El momento más pacífico que consiguió fue en los jardines del palacio. Esperó poder encontrarse de nuevo allí con Rody, pero el muchacho no apareció, y tal vez eso estuviera bien. Aliso pensó que no debía hablar con la gente. Las manos que lo buscaban desde la muerte los buscarían también a ellos.

El tercer día después de la partida del Rey bajó para caminar entre los estanques del jardín. El día había sido muy caluroso; el atardecer era tranquilo y bochornoso. Llevó a Tirón con él y dejó al pequeño gato suelto para que acechara a los insectos debajo de los arbustos, mientras él se sentaba en un banco cerca del gran sauce y observaba la tenue luz verde plata de las gordas carpas en el agua. Se sentía solo y desanimado; sentía que sus defensas contra las voces y las manos extendidas que lo buscaban se estaban viniendo abajo. ¿De qué servía estar allí, después de todo? ¿Por qué no meterse en el sueño de una vez por todas, bajar aquella colina y acabar con todo? Nadie en el mundo lloraría por él, y su muerte les ahorraría a todos esa enfermedad que había traído consigo. Seguramente tenían ya bastante con luchar contra los dragones. Tal vez si fuera hasta allí podría ver a Lirio.

Si él estaba muerto, no podrían tocarse. Los magos dijeron que ni siquiera querrían hacerlo. Dijeron que los muertos olvidaban cómo era estar vivo. Pero Lirio había contactado con él. Al principio, durante un rato, tal vez recordarían la vida lo suficiente como para mirarse a los ojos, verse, aunque no se tocaran.

—Aliso.

Levantó la vista lentamente y vio a la mujer que estaba de pie cerca de él. La pequeña mujer gris, Tenar. Vio la preocupación en su rostro, pero no sabía por qué estaba preocupada. Entonces recordó que su hija, la muchacha quemada, se había marchado con el Rey. Tal vez había recibido malas noticias. Tal vez estuvieran todos muertos.

—¿Estás enfermo, Aliso? —preguntó.

Él negó con la cabeza. Le costaba hablar. Ahora comprendía lo fácil que sería, en esa otra tierra, no hablar. No encontrarse con las miradas de la gente. No ser molestado.

Ella se sentó en el banco a su lado.

—Pareces preocupado —le dijo.

El hizo un gesto impreciso.

—Estoy bien, no importa.

—Has estado en Gont. Con mi esposo Gavilán. ¿Cómo estaba? ¿Se cuidaba?

—Sí —dijo Aliso. Trató de responder más adecuadamente—. Fue el más amable de los anfitriones.

—Me alegra oír eso —dijo ella—. Me preocupo por él. Él mantiene la casa tan bien como yo, pero aun así, no me gustó dejarlo solo… Por favor, ¿podrías decirme qué estaba haciendo mientras tú estuviste allí?

Aliso le contó que Gavilán había recogido las ciruelas y las había llevado al mercado, que los dos habían arreglado la valla, que Gavilán le había ayudado a dormir.

Ella escuchaba atenta, seriamente, como si aquellas pequeñas cosas tuvieran tanta importancia como los extraños acontecimientos sobre los que habían hablado allí mismo hacía tres días: los muertos llamando a un hombre con vida, una muchacha que se convierte en dragón, los dragones incendiando las islas del Poniente.

Realmente él no sabía qué era lo que tenía más importancia después de todo, las grandes cosas extrañas o las pequeñas y más comunes.

—Me gustaría poder ir a casa —dijo la mujer.

—Yo podría desear lo mismo, pero sería en vano. Creo que nunca más regresaré a mi casa. —No supo por qué lo dijo, pero se escuchó a sí mismo decirlo y pensó que era cierto.

Ella lo miró un minuto con sus tranquilos ojos grises y no le hizo ninguna pregunta.

—Yo podría desear que mi hija regresara a casa conmigo —dijo—, pero sería en vano también. Sé que debe seguir adelante. No sé hacia dónde.

—¿Podrías decirme cuál es el don que ella tiene, qué clase de mujer es que el Rey envió por ella, y la llevó con él para encontrarse con los dragones?

—Oh, si yo supiera lo que ella es, te lo diría —dijo Tenar, su voz llena de pesar y de amor y de resentimiento—. No es mi hija de nacimiento, como tal vez ya te hayas imaginado. Vino a mí de pequeña, salvada del fuego, pero sólo apenas salvada, no completamente… Cuando Gavilán regresó a mí ella se convirtió en su hija también. Y nos salvó a ambos, a él y a mí, de una muerte cruel, invocando a un dragón, Kalessin, llamado el Mayor. Y ese dragón la llamó hija. Y así ella es la hija de muchos y de nadie, salvada de ningún dolor, pero sí salvada del fuego. Quién es en realidad, puede que yo nunca lo sepa. ¡Pero desearía que estuviera aquí conmigo, a salvo conmigo!

Aliso quería tranquilizarla, pero su propio corazón estaba demasiado deprimido.

—Hablame un poco más de tu esposa, Aliso —le pidió ella.

—No puedo —respondió él rompiendo por fin el silencio que se instalaba fácilmente entre ellos—. Si pudiera lo haría, Dama Tenar. Hay tanta pesadez en mí, y tanto pavor y tanto miedo esta noche. Intento pensar en Lirio, pero lo único que hay es ese desierto oscuro que baja y baja cada vez más, y no puedo verla en él. Todos los recuerdos que tenía de ella, que eran para mí como el agua y el aliento, se han ido a ese lugar seco. No me queda nada.

—Lo siento —susurró ella, y se quedaron allí sentados otra vez en silencio.

El crepúsculo era cada vez más intenso. No había viento, el clima era muy cálido. Las luces del palacio brillaban a través de los biombos grabados de las ventanas y del follaje inmóvil y colgante de los sauces.

—Algo está sucediendo —dijo Tenar—. Un gran cambio en el mundo. Tal vez no nos quede nada de lo que conocimos.

Aliso levantó la vista y miró el cielo cada vez más oscuro. Las torres del palacio se erguían claras contra aquel cielo, su mármol y su alabastro pálidos atrapaban toda la luz que quedaba en el oeste. Sus ojos buscaron la hoja de la espada montada en la punta de la torre más alta y la vio, apenas plateada.

—Mira —dijo. En la punta de la espada, como un diamante o una gota de agua, brillaba una estrella. Mientras la miraban, la estrella se alejó de la espada, alzándose sobre ella.

Hubo un alboroto, en el palacio o del otro lado de las paredes; voces; sonó una trompa, una llamada aguda, apremiante.

—Han regresado —dijo Tenar, y se puso de pie. La emoción había invadido el aire, y Aliso se puso también de pie. Tenar entró rápidamente en el palacio, desde donde podía verse el puerto. Pero antes de llevar a Tirón otra vez adentro, Aliso levantó la vista una vez más para mirar la espada, que ahora era apenas un atisbo de luz, y la estrella brillaba justo sobre ella.


Delfín entró navegando al puerto esa noche de verano sin viento, avanzando, apremiante, el viento de magia sacándole barriga a las velas. Nadie en el palacio había esperado que el Rey regresara tan pronto, pero no había nada fuera de lugar ni nada que quedara por preparar para su llegada. El muelle se llenó de cortesanos en el acto, soldados que no estaban de servicio, y gente de la ciudad preparada para darle la bienvenida, y los hacedores de canciones y los arpistas estaban esperando para oír cómo había luchado y vencido a los dragones y poder escribir luego baladas contando esa historia.

Se sintieron decepcionados: el Rey y el grupo de gente que había viajado con él fueron directamente hacia el palacio, y los guardias y los marineros del barco solamente dijeron:

—Subieron a las tierras que están sobre las Arenas del Onneva, y dos días después regresaron. El mago nos envió un pájaro mensajero, porque nosotros para ese entonces estábamos abajo, en las Entradas de la Bahía, puesto que íbamos a encontrarnos con ellos en el Puerto del Sur. Regresamos y allí estaban ellos, esperándonos en la desembocadura del río, todos sanos y salvos. Pero nosotros vimos el humo de unos bosques en llamas sobre las Montañas Faliern del Sur.

Tenar estaba entre la multitud en el muelle, y Tehanu fue directa hacia ella. Se abrazaron estrechamente. Pero mientras subían por las calles, entre las luces y las voces llenas de regocijo, Tenar seguía pensando: «Ha cambiado. Ella ha cambiado. Nunca regresará a casa».

Lebannen caminaba entre sus guardias. Cargado de tensión y de energía, se mostraba regio, belicoso, radiante. «Erreth-Akbé», gritaba la gente, al verle: «¡Hijo de Morred!». En las escalinatas del palacio dio media vuelta y quedó de cara a toda la gente. Tenía una voz potente para utilizarla cuando lo deseara, y ahora sonaba con fuerza, silenciando a la multitud. —¡Escuchad, gente de Havnor! La Mujer de Gont ha hablado por nosotros con uno de los dragones-jefe. Han prometido una tregua. Uno de ellos vendrá hasta nosotros. Un dragón vendrá hasta aquí, a la Ciudad de Havnor, al Palacio de Maharion. No para destruir, sino para hablar. Ha llegado la hora de que los hombres y los dragones se encuentren y hablen. De modo que os digo que cuando venga el dragón, no le temáis, no luchéis contra él, no huyáis de él, dadle la bienvenida con el Símbolo de la Paz. Saludadlo como saludaríais a un gran señor que viniese desde muy lejos en son de paz. Y no temáis. Porque estamos todos bien protegidos por la espada de Erreth-Akbé, por el Anillo de Elfarran, y por el Nombre de Morred. ¡Y por mi propio nombre os prometo que, mientras viva, defenderé a esta ciudad y a este reino!

Todos escucharon sumidos en un mar de silencio y sin aliento. Un estallido de vítores y gritos siguió a sus palabras cuando se dio la vuelta y entró al palacio a grandes zancadas. —Pensé que lo mejor sería advertirles —le dijo a Tehanu con su tranquila voz habitual, y ella asintió con la cabeza. Hablaba con ella como con un camarada, y ella se comportaba como tal. Tenar y los cortesanos que estaban más cerca de ellos notaron aquello.

El rey ordenó que su Consejo en pleno se reuniera por la mañana, a la cuarta hora, y luego todos se dispersaron, pero retuvo un momento a Tenar mientras Tehanu seguía avanzando. —Es ella quien nos protege —le dijo.

—¿Ella sola?

—No temas por ella. Es la hija del dragón, la hermana del dragón. Ella va donde nosotros no podemos ir. No temas por ella, Tenar.

Ella inclinó su cabeza para mostrar su aceptación. —Te agradezco que la hayas traído sana y salva de regreso conmigo —dijo—. Por un tiempo.

Estaban apartados de otra gente, en el corredor que llevaba a las estancias de la parte oeste del palacio. Tenar levantó la vista para mirar al Rey y le dijo: —He estado hablando de dragones con la princesa.

—La princesa —dijo él con la mirada vacía.

—Tiene un nombre. No puedo decírtelo a ti, porque ella cree que podrías utilizarlo para destruir su alma.

Lebannen frunció el ceño.

—En Hur-at-Hur hay dragones. Pequeños, dice ella, y sin alas, y no hablan. Pero son sagrados. Son el símbolo y la señal sagrados de la muerte y el renacimiento. La princesa me recordó que mi gente no va a donde va tu gente cuando muere. Esa tierra seca de la que habla Aliso no es adonde vamos nosotros. La princesa, y yo, y los dragones.

El rostro de Lebannen pasó de tener un semblante receloso a uno de intensa atención. —Las preguntas que Ged le hizo a Tehanu —dijo en voz muy baja—. ¿Son éstas las respuestas?

—Solamente sé lo que me dijo la princesa, o lo que me recordó. Hablaré con Tehanu acerca de estas cosas esta noche.

El Rey frunció el ceño, reflexionando; luego su rostro se despejó. Se inclinó y besó la mejilla de Tenar, dándole las buenas noches. Se alejó a zancadas y ella lo observó alejarse. Le derretía el corazón, la deslumbraba, pero Tenar no se dejó cegar. «Todavía le tiene miedo a la princesa», pensó.


La sala del trono era la sala más antigua del Palacio de Maharion. Había sido el salón de Genial Hijo-del-Mar, Príncipe de Ilien, quien se convirtió en Rey en Havnor y de cuyo linaje nació la Reina Heru y su hijo Maharion. La Gesta havnoriana dice:

Un centenar de guerreros, un centenar de mujeres

sentados en el gran salón de Gemal

Hijo-del-Mar a la mesa del Rey, hablando con cortesía,

apuestos y generosos, la nobleza de Havnor,

no hay guerreros más valientes, ni mujeres más bellas.

Alrededor de aquel salón, durante más de un siglo, los herederos de Gemal nunca habían construido un palacio más grande, hasta que finalmente Heru y Maharion habían edificado sobre él la Torre de Alabastro, la Torre de la Reina, la Torre de la Espada.

Todo eso seguía en pie; pero, a pesar de que la gente de Havnor había resuelto llamarle Nuevo Palacio durante todos aquellos largos siglos desde la muerte de Maharion, estaba viejo y casi en ruinas cuando Lebannen subió al trono.

Lo había reconstruido casi por completo, y muy suntuosamente. Los comerciantes de las Islas Interiores, en sus primeras alegrías por tener otra vez un Rey y leyes que protegieran sus negociaciones, habían fijado muy alto sus ingresos y le ofrecían incluso más dinero para todas aquellas tareas; durante los primeros años de su reinado, ni siquiera se quejaban de que el sistema tributario estuviera destruyendo sus negocios y condenara a sus hijos a la miseria. De este modo, él había podido construir otra vez el Nuevo Palacio, y lo había dejado espléndido. Pero hizo que la sala del trono, una vez reconstruido el techo de vigas, vueltas a enyesar las paredes de piedra, recolocados los cristales en las estrechas y altas ventanas, mantuviera su antigua austeridad.

A través de las breves y falsas dinastías y de los Años Oscuros de tiranos y usurpadores y señores piratas, a través de todos los insultos del tiempo y la ambición, el trono del reino había estado siempre en el extremo de aquella extensa sala: una silla de madera, con un alto respaldo, sobre una sencilla tarima. Una vez había sido recubierta de oro. Pero hacía mucho que esa cobertura había desaparecido; los pequeños clavos dorados habían dejado agujeros desgarrados en la madera de donde habían sido arrancados. Sus cojines y sus colgaduras de seda habían sido robados o destruidos por las polillas, los ratones y el moho. No había nada que demostrara que era el mismo trono, excepto el lugar en el que se encontraba y una talla poco profunda en el respaldo, una garza real volando con una ramita de serbal en el pico. Ése era el blasón de la Casa de Enlad.

Los reyes de esa casa habían ido de Enlad hasta Havnor hacía ochocientos años. Donde está el Gran Trono de Morred, decían, está el reino.

Lebannen había hecho que lo limpiaran, que repararan y cambiaran la madera que estaba ya pudriéndose, que lo lubricaran y lo bruñeran otra vez en un tono oscuro, pero que lo dejaran sin pintar, sin teñirlo de dorado, así desnudo. Algunas de las personas ricas que venían a admirar su carísimo palacio se quejaban de la sala del trono y del propio trono. «Parece un granero», decían, y: «¿Es el Gran Trono de Morred o la silla de un viejo granjero?».

A lo que algunos decían que el Rey había contestado: «¿Qué es un reino sin los graneros que lo alimentan y los granjeros para que cultiven el cereal?». Otros decían que había respondido: «¿Acaso es mi reino oropel de oro y terciopelo o bien se sostiene por la fuerza de la madera y la piedra?». Sin embargo, otros decían que no había dicho nada, excepto que le gustaba tal como estaba. Y, puesto que eran sus nalgas reales las que se sentaban sobre aquel trono sin cojines, sus críticos no lograron tener la última palabra en el asunto.

En ese salón severo y con altos techos de vigas, una mañana fresca con bruma de finales de verano, se presentó el Consejo del Rey: noventa y un hombres y mujeres; y hubieran sido cien si todos hubieran asistido. Todos habían sido elegidos por el Rey, algunos para representar a las grandes casas nobles y principescas de las Islas Interiores, quienes se habían comprometido a ser vasallos de la Corona; otros para que hablaran por los intereses de otras islas y partes del Archipiélago; otros más porque el Rey los había considerado o esperaba considerarlos consejeros de Estado útiles y dignos de confianza. Había comerciantes, navieros, y comisionados de Havnor y de las otras grandes ciudades portuarias del Mar de Ea y del Mar Interior, espléndidos en su consciente gravedad, con sus túnicas oscuras de pesadas sedas. Había representantes de los gremios de trabajadores y algunos negociantes flexibles y astutos. Destacaba entre ellos una mujer de ojos claros y manos fuertes, la jefa de los mineros de Osskil. Había magos de Roke, como Ónix, con mantos grises y varas de madera. También había un mago de Paln, llamado Maestro Seppel, que no llevaba vara y a quien la gente solía evitar, pese a que parecía bastante apacible. Había mujeres nobles, jóvenes y viejas, de los feudos y los principados del Reino, algunas vestidas con sedas de Lorbanery y perlas de las Islas de Arena, y dos isleñas, corpulentas, sencillas y solemnes, una de Iffish y otra de Korp, para hablar en favor de la gente del Confín del Levante. Había algunos poetas, algunos eruditos de los antiguos colegios de Ea y de las Enlades, y varios capitanes de tropas militares o de los barcos del Rey.

A cada uno de estos concejales lo había escogido él. Después de dos o tres años solía pedirles que volvieran a servirle o los enviaba de regreso a casa con agradecimientos y honores, y los reemplazaba por otros. Todas las leyes y los impuestos, todos los juicios llevados ante el trono, él los discutía con ellos, aceptando sus consejos. Entonces ellos votaban su propuesta, y se promulgaba únicamente con el consentimiento de la mayoría. Estaban los que decían que los miembros del Consejo no eran más que las mascotas y las marionetas del Rey, y de hecho puede que fuera así. Si argumentaba a favor de algo, generalmente se salía con la suya. Muchas veces no expresaba opinión alguna y dejaba que el Consejo tomara la decisión. Muchos concejales habían descubierto que si tenían datos suficientes para sostener su oposición y fabricar un buen argumento, podían persuadir a los demás y hasta convencer al Rey. De modo que los debates entre las varias divisiones y cuerpos especiales del Consejo eran a menudo disputados acaloradamente, e incluso estando en sesión completa el Rey había encontrado opositores en varias ocasiones, había discutido con ellos, y sin embargo había sacado la minoría de votos. Era un buen diplomático, pero un político mediocre.

Le parecía que su Consejo le era de mucha ayuda, y éste se había ganado el respeto de la gente de poder. La gente del pueblo no le prestaba mucha atención. Centraban sus esperanzas y atención en la persona del Rey. Había miles de gestas y de baladas que hablaban del hijo de Morred, el príncipe que viajó sobre el lomo de un dragón desde la muerte hasta las costas del día, el héroe de Sorra, esgrimidor de la Espada de Serriath, el Árbol Serbal, el Alto Fresno de Enlad, el bien amado Rey que gobernaba con el Símbolo de la Paz. Pero era difícil hacer canciones sobre concejales debatiendo los impuestos de los barcos.

De manera que nadie cantó sobre ellos, pero sí que entraron en fila y se sentaron en los bancos con cojines de cara al trono sin cojines del Rey. Volvieron a ponerse de pie cuando éste entró en la sala. Con él iba la Mujer de Gont, a quien muchos de ellos habían visto antes, de modo que su aspecto no provocó ningún revuelo, y con ellos un hombre menudo, vestido de negro deslustrado. «Parece un hechicero de aldea», le dijo un comerciante de Kamery a un carpintero de navío de Way, quien respondió: «Sin duda», con un tono resignado, indulgente. El Rey era también querido por muchos de los concejales, o al menos apreciado; después de todo había puesto poder en sus manos, y aunque no sintieran obligación alguna de estarle agradecido, respetaban sus decisiones.

La anciana Dama de Ea entró tarde y dándose prisa, y el Príncipe Sege, quien presidía el protocolo, le dijo al Consejo que tomara asiento. Todos se sentaron.

—Escuchad al Rey —dijo Sege, y ellos escucharon.

Les contó, y para muchos era la primera verdadera noticia que recibían sobre aquel asunto, acerca de los ataques de los dragones en el oeste de Havnor, y cómo había partido él con la Mujer de Gont, Tehanu, para hablar con ellos.

Los mantuvo en suspenso mientras habló de los antiguos ataques de parte de los dragones en las islas del Poniente, y les contó brevemente la historia de Ónix acerca de la muchacha que se convirtió en dragón en el Collado de Roke, y les recordó que Tehanu fue llamada hija por Tenar del Anillo, por el antiguo Archimago de Roke y por el dragón Kalessin, sobre cuyo lomo había llevado desde Selidor al mismísimo Rey.

Luego, finalmente, les contó lo que había ocurrido en el desfiladero de las Montañas de Faliern al amanecer tres días atrás. Terminó diciendo:

—Ese dragón llevó el mensaje de Tehanu a Orm Irian en Paln, quien luego deberá hacer un largo vuelo para llegar hasta aquí, trescientas millas o más. Pero los dragones son más rápidos que cualquier barco, incluso con viento de magia. Podemos recibir la visita de Orm en cualquier momento.

El Príncipe Sege hizo la primera pregunta, sabiendo que el Rey la recibiría bien: —¿Qué esperáis ganar, señor mío, al hablar con un dragón?

La respuesta fue inmediata: —Más de lo que podremos ganar nunca intentando luchar contra él. Resulta muy duro decirlo, pero es la verdad: contra el peligro de estas grandes criaturas, si de hecho resolvieran venir a destruirnos, no tenemos una verdadera defensa. Nuestros hombres sabios nos dicen que tal vez haya un lugar que pueda enfrentarse a ellos, la Isla de Roke. Y en Roke quizás haya sólo un hombre que podría enfrentarse a la ira de un dragón y no ser destruido. Por lo tanto, debemos intentar encontrar la causa de su furia y hacer las paces con ellos eliminándola.

—Son animales —dijo el antiguo Señor de Felkway—. Los hombres no pueden razonar con los animales, ni hacer las paces con ellos.

—¿No tenemos acaso la Espada de Erreth-Akbé, la que asesinó al Gran Dragón? —gritó un joven concejal.

Inmediatamente, otro le respondió: —¿Y quién asesinó a Erreth-Akbé?

El debate en el Consejo tendía a ser tumultuoso, a pesar de que el Príncipe Sege cumplía estrictamente con las reglas de protocolo, sin dejar que nadie interrumpiera a otro o hablara más de un turno de dos minutos marcado por el reloj de arena. Los parlanchines y los charlatanes eran interrumpidos por el estruendo provocado por el golpe de la vara de punta de plata del Príncipe y por su llamada para el siguiente orador. Así que hablaban y se gritaban mutuamente a un ritmo acelerado, y todas las cosas que tenían que ser dichas y muchas cosas que no necesitaban ser dichas eran dichas, y refutadas, y dichas otra vez. Mayoritariamente, argumentaban que debían iniciar una guerra, luchar contra los dragones, derrotarlos.

—Un grupo de arqueros en uno de los barcos de guerra del Rey podría derribarlos como a patos —gritó un comerciante vehemente de Wathort.

—¿Vamos a arrastrarnos frente a bestias sin inteligencia? ¿Acaso ya no quedan héroes entre nosotros? —preguntó la imperiosa Dama de Otokne.

A eso, Ónix dio una respuesta ácida: —¿Sin inteligencia? Hablan el Lenguaje de la Creación, sobre cuyo conocimiento se basa nuestro arte y nuestro poder. Son bestias tal como nosotros somos bestias. Los hombres son animales que hablan.

Un capitán de barco, un hombre viejo, con muchos viajes sobre sus espaldas, dijo: —¿Entonces no sois vosotros los magos quienes deberíais estar hablando con ellos? ¿Puesto que vosotros conocéis su lengua, y tal vez compartáis sus poderes? El Rey ha hablado de una joven muchacha sin educación que se convirtió en dragón. Pero los magos podéis adoptar esa forma por voluntad propia. ¿No podrían los Maestros de Roke hablar con los dragones o luchar contra ellos, si fuera necesario, de igual a igual?

El mago de Paln se puso de pie. Era un hombre de baja estatura, con una voz suave. —Adoptar la forma es convertirse en ese ser, capitán —dijo amablemente—. Un mago puede parecer un dragón, pero la verdadera Transformación es un arte muy peligroso. Especialmente ahora. Una pequeña transformación en medio de grandes cambios es como un suspiro contra el viento… Pero tenemos aquí entre nosotros a alguien que no necesita utilizar arte alguno, y aun así puede hablar de nuestra parte con los dragones mejor de lo que ningún hombre podría hacerlo. Si es que ella acepta hablar de nuestra parte.

Ante aquello, Tehanu se levantó de su banco al pie de la tarima. —Lo haré —dijo. Y volvió a sentarse.

Eso trajo un poco de paz a la discusión durante al menos un minuto, pero pronto estuvieron todos otra vez alterados.

El Rey escuchaba pero no hablaba. Quería conocer el temperamento de su gente.

Las dulces trompetas de plata en lo alto de la Torre de la Espada tocaron su melodía completa cuatro veces, marcando la sexta hora, el mediodía. El Rey se puso de pie, y el Príncipe Sege declaró un descanso que duraría hasta la primera hora de la tarde.

Un almuerzo de queso fresco y de frutas y verduras estivales fue dispuesto en un salón de la Torre de la Rema Heru. Allí Lebannen invitó a Tehanu y a Tenar, a Aliso, a Sege, y a Ónix; y Ónix, con el permiso del Rey, trajo con él al mago Seppel de Paln. Se sentaron y comieron todos juntos, hablando poco y en voz baja. Desde las ventanas podía verse todo el puerto y la orilla septentrional de la bahía, que se iba apagando hasta convertirse en una neblina azulina que podía ser tanto los restos de la niebla de la mañana como el humo de los incendios en los bosques al oeste de la isla.

Aliso seguía sorprendido por haber sido incluido entre los amigos íntimos del Rey e invitado a sus juntas. ¿Qué tenía que ver él con los dragones? No podía ni luchar ni hablar con ellos. La sola idea de tan poderosos seres le resultaba intensa y extraña. Por momentos, los alardes y los desafíos de los concejales le parecían ladridos de perros. Una vez había visto un perro joven en una playa ladrándole y ladrándole al océano, corriendo e intentando morder el oleaje, alejándose de las olas con la cola mojada entre las patas.

Pero estaba contento de estar con Tenar, quien le transmitía paz, y quien le agradaba por su bondad y su coraje, y descubrió entonces que también se sentía cómodo en presencia de Tehanu.

Su deformación hacía que pareciera que tenía dos rostros. Aliso no podía ver los dos al mismo tiempo, solamente uno o el otro. Pero se había acostumbrado a eso y no le inquietaba. La mitad del rostro de su madre había estado cubierta por una marca de nacimiento roja como el vino. El rostro de Tehanu le recordaba aquello.

Parecía menos inquieta y preocupada que antes. Se sentó tranquilamente, y un par de veces le habló a Aliso, que estaba sentado a su lado, con una tímida camaradería. Aliso sintió que, como él, ella estaba allí no por elección sino porque había renunciado a su elección, se había visto arrastrada a seguir un camino que no alcanzaba a comprender. Tal vez su camino y el de él fueran juntos, por un tiempo al menos. La idea lo llenó de coraje. Sabiendo únicamente que había algo que tenía que hacer, que algo había comenzado que debía ser terminado, sintió que fuera lo que fuese, sería mejor hacerlo con ella que sin ella. Tal vez ella se había sentido atraída por él por la misma soledad.

Pero su conversación no trataba sobre asuntos de tanta profundidad. —Mi padre te dio un gatito —le dijo mientras se alejaban de la mesa—. ¿Era uno de los de Tía Musgo?

Él asintió con la cabeza, y ella le preguntó:

—¿El gris?

—Sí.

—Ése fue el mejor gato de toda la carnada.

—Está cada vez más gorda, aquí.

Tehanu dudó un poco y luego dijo tímidamente: —Creo que es un macho.

Aliso se descubrió sonriendo. —Es un buen compañero. Un marinero lo llamó Tirón.

—Tirón —dijo ella, y pareció satisfecha.

—Tehanu —dijo el Rey. Se había sentado al lado de Tenar en el asiento que estaba junto a una de las ventanas—. No pedí tu opinión en la junta hoy para hablar de las preguntas que te formulara el Señor Gavilán. No era el momento. ¿Crees que éste es el lugar adecuado?

Aliso la observaba. Lo pensó antes de contestar. Le lanzó una mirada a su madre, quien no hizo ningún gesto en respuesta.

—Preferiría hablar contigo aquí —dijo con su voz ronca—. Y tal vez con la princesa de Hur-at-Hur.

Después de una breve pausa, el Rey dijo agradablemente:

—¿Le pido que venga, entonces?

—No, yo puedo ir a verla. Después. No tengo mucho que decir, en realidad. Mi padre preguntó: ¿Quién va a la tierra seca cuando muere? Y mi madre y yo hemos hablado acerca de eso. Y pensamos: la gente sí que va allí, pero ¿y las bestias? ¿Los pájaros vuelan hasta allí? ¿Hay árboles, crece la hierba? Aliso, tú lo has visto.

Tomado por sorpresa, sólo pudo decir: —Hay…, hay hierba, de este lado del muro, pero parece muerta. Aparte de eso, no sé.

Tehanu miró al Rey. —Tú has caminado por esa tierra, señor mío.

—Yo no vi ninguna bestia, ni ningún pájaro, ni nada que creciera.

Aliso volvió a hablar: —El Señor Gavilán dijo: polvo, roca.

—Creo que los únicos seres que van allí cuando mueren son los seres humanos —dijo Tehanu—. Pero no todos. —De nuevo miró a su madre, y esta vez ella no apartó la vista.

Tenar habló: —Los kargos son como los animales. —Su voz era seca y no revelaba sentimiento alguno—. Mueren para luego renacer.

—Eso es superstición —dijo Ónix—. Lo siento, Dama Tenar, pero usted misma… —Se calló.

—Ya no creo —dijo Tenar—, que soy o que fui, como me han dicho, Arha por siempre renacida, una sola alma reencarnada infinitamente y por lo tanto inmortal. Sí creo que cuando muera, como cualquier ser mortal, volveré a formar parte del más grande de los seres, que es el mundo. Como la hierba, los árboles, los animales. Los hombres son simplemente animales que hablan, señor, tal como dijo usted esta mañana.

—Pero nosotros podemos hablar el Lenguaje de la Creación —protestó el mago—. Aprendiendo las palabras con las que Segoy creó el mundo, el mismísimo lenguaje de la vida, enseñamos a nuestra alma a conquistar la muerte.

—Ese lugar en el que no hay más que polvo y sombras, ¿ésa es vuestra conquista? —Su voz no era seca ahora, y le brillaban los ojos.

Ónix se quedó indignado pero sin palabras.

El Rey intervino. —El Señor Gavilán hizo una segunda pregunta —dijo—. ¿Puede un dragón atravesar el muro de piedras? —Miró a Tehanu.

—La respuesta a esa pregunta está en la respuesta a la primera —dijo ella—, si los dragones son solamente animales que hablan, y los animales no van allí. ¿Ha visto un mago alguna vez un dragón allí? ¿O tú, mi señor? —Miró primero a Ónix, luego a Lebannen.

Ónix reflexionó sólo un momento antes de responder: —No.

El Rey parecía asombrado. —¿Cómo es que nunca pensé en eso? —dijo—. No, no vimos ninguno. Creo que no hay dragones allí.

—Señor —dijo Aliso, en voz más alta de la que nunca había utilizado en el palacio—, hay un dragón aquí. —Estaba de pie frente a la ventana, y lo señaló.

Todos se dieron la vuelta. En el cielo, sobre la Bahía de Havnor, vieron un dragón que venía volando desde el oeste. Sus largas alas de plumas, que batían lentamente, brillaban con un color dorado rojizo. Una voluta de humo se alzó detrás de él por un momento en el neblinoso aire estival.

—Y bien —dijo el Rey—, ¿qué habitación preparo para este invitado?

Habló como si le hiciera gracia, como atónito. Pero en el instante en que vio al dragón dar media vuelta y acercarse hacia la Torre de la Espada, atravesó corriendo el salón y bajó las escaleras, asustando y dejando atrás a los guardias en los vestíbulos y en las puertas, de modo que fue el primero en salir y quedarse solo en la terraza, bajo la torre blanca.

La terraza era el tejado de un salón de banquetes, una amplia extensión de mármol con una balaustrada baja, la Torre de la Espada se erguía directamente sobre ella y la Torre de la Reina estaba cerca. El dragón se había posado sobre el pavimento y estaba plegando sus alas con un estruendoso traqueteo metálico en el momento en que salió el Rey. En el lugar en el que había aterrizado, sus garras habían marcado unos surcos en el mármol.

La larga cabeza dorada se movía de un lado para otro. El dragón miró al Rey.

El Rey miró hacia abajo evitando su mirada. Pero se mantuvo erguido y habló claramente: —Orm Irian, sé bienvenido. Yo soy Lebannen.

—Agni Lebannen —dijo la intensa voz sibilante, saludándolo como Orm Embar lo había hecho mucho tiempo atrás, en lo más lejano del Poniente, antes de que fuera Rey.

Detrás de él, Ónix y Tehanu habían salido corriendo a la terraza junto con varios de los guardias. Uno de ellos había desenfundado su espada, y Lebannen vio, en una de las ventanas de la Torre de la Reina, a otro preparando un arco y una flecha y apuntando al pecho del dragón. —¡Dejad vuestras armas! —gritó con una voz que hizo resonar las torres, y el guardia obedeció con tanta prisa que casi dejó caer su espada, pero el arquero bajó su arco con desgana, le costaba dejar indefenso a su señor Rey.

—Medeu —susurró Tehanu, acercándose a Lebannen, su mirada fija y segura posada sobre el dragón. La enorme cabeza de la criatura volvió a moverse y sus inmensos ojos de ámbar en cuencas de arrugadas escamas brillantes lanzaron una mirada negra, sin parpadear.

El dragón habló.

Ónix, entendiendo lo que éste decía, le traducía en murmullos al Rey la conversación que mantenía con Tehanu:

—Hija de Kalessin, hermana mía —dijo el animal—. Tú no vuelas.

—No puedo cambiar, hermana —dijo Tehanu.

—¿Debería hacerlo yo?

—Por un rato, si quieres.

Entonces, los que estaban en la terraza y en las ventanas de las torres vieron la cosa más extraña que podrían ver nunca por mucho que vivieran en un mundo de magos y maravillas. Vieron al dragón, a la inmensa criatura, arrastrar y extender su vientre de escamas y su cola espinosa por casi toda la anchura de la terraza, y encabritar su cabeza de cuernos rojos a una altura que duplicaba la del Rey. Lo vieron bajar aquella enorme cabeza, y temblar de tal manera que sus alas hicieron un sonido parecido al de los címbalos, y no fue humo sino una especie de neblina lo que salió de las profundas ventanas de su nariz, empañando su forma, de manera que se volvió algo turbio e impreciso, como una leve niebla o un cristal empañado; y luego desapareció. El sol del mediodía pegaba fuerte en el blanco pavimento recientemente marcado. En el lugar no había ningún dragón. Había una mujer. Estaba de pie, a unos diez pasos de distancia de Tehanu y del Rey. Estaba justo donde debía haber estado el corazón del dragón.

Era joven, alta, y de complexión fuerte, morena, de cabellos oscuros, llevaba una camisa de campesina y unos pantalones, iba descalza. Estaba allí de pie, inmóvil, como desconcertada. Bajó la vista para mirarse el cuerpo. Levantó su mano y la miró: —¡Qué pequeña! —dijo, en el lenguaje de la calle, y se rió. Miró a Tehanu—. Es como ponerme los zapatos que llevaba cuando tenía cinco años —dijo.

Las dos mujeres se acercaron la una a la otra. Con cierta dignidad, como la de los guerreros armados saludándose o como la de dos barcos que se encuentran en el medio del mar, se abrazaron. Se cogieron una a la otra suavemente, pero durante algunos instantes. Se separaron, y ambas dieron media vuelta y quedaron de cara al Rey.

—Dama Irian —dijo él, e hizo una reverencia.

Ella pareció quedarse un poco perpleja, e hizo una especie de reverencia campestre. Cuando levantó la mirada, el Rey vio que sus ojos eran color ámbar. Inmediatamente apartó la mirada.

—No te haré daño con esta apariencia —dijo ella, con una amplia y blanca sonrisa—. Majestad —agregó incómodamente, intentando ser cortés.

El Rey hizo otra reverencia. Era él quien estaba perplejo ahora. Miró a Tehanu, y después a Tenar, que había salido a la terraza con Aliso. Nadie decía nada.

Los ojos de Irian se posaron sobre Ónix, que estaba de pie, con su capa gris, justo detrás del Rey, y su rostro se iluminó una vez más. —Señor —dijo—, ¿eres tú de la Isla de Roke? ¿Conoces al Señor Maestro de las Formas?

Ónix hizo una reverencia o asintió con la cabeza. El también le esquivaba la mirada.

—¿Está bien? ¿Sigue caminando entre sus árboles?

El mago hizo una nueva reverencia.

—¿Y el Portero, y el Maestro de Hierbas, y Kurremkarmerruk? Ellos me ofrecieron su amistad, me apoyaron. Si vuelves allí alguna vez, envíales mi amor y mi honor, por favor.

—Así lo haré —dijo el mago.

—Mi madre está aquí —le dijo Tehanu suavemente a Irian—. Tenar de Atuan.

—Tenar de Gont —dijo Lebannen, con cierto retintín en su voz.

Observando a Tenar con sincero asombro, Irían le preguntó: —¿Fuiste tú quien trajo el Anillo de la Runa desde la tierra de los Hombres Blancos, junto con el Archimago?

—Así es —dijo Tenar, mirando a Irían fijamente y con la misma franqueza.

Por encima de ellos, en el balcón que rodeaba la Torre de la Espada, cerca de su cúspide, hubo movimiento: los trompetistas habían salido a dar las horas, pero en ese momento los cuatro se habían reunido en el lado sur y miraban hacia abajo, a la terraza, buscando al dragón con sus miradas. Había rostros en todas las ventanas de las torres del palacio, y las voces llegaban desde las calles como una marea que se acerca.

—Cuando toquen la primera hora —dijo Lebannen—, el Consejo volverá a reunirse. Los concejales te habrán visto llegar, estimada dama, o habrán oído hablar de tu llegada. De modo que si te complace, pienso que lo mejor será que vayamos directamente a reunimos con ellos y dejar que te contemplen. Y si decides hablarles, prometo que te escucharán.

—Muy bien —dijo Irian. Por un instante hubo en ella una indiferencia poderosa, de reptil. Cuando se movió, eso pareció desaparecer, y parecía simplemente una mujer alta y joven que caminaba con bastante torpeza, y le decía a Tehanu, sonriente—: Me siento como si pudiera salir volando como una chispa, ¡no peso nada!

Las cuatro trompetas en lo alto de la torre sonaron hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, y hacia el sur, una tras otra, una frase del lamento que había escrito un Rey hacía quinientos años para la muerte de su amigo.

El rey recordó en ese momento y por un instante el rostro de aquel hombre, Erreth-Akbé, tal como había estado de pie en aquella playa de Selidor, con sus ojos oscuros, apesadumbrado, mortalmente herido, entre los huesos del dragón que lo había matado. A Lebannen le resultó extraño estar pensando en cosas tan lejanas en un momento semejante; y sin embargo no era extraño, puesto que los vivos y los muertos, los hombres y los dragones, estaban todos dirigiéndose juntos hacia un suceso que él no podía prever.

Se detuvo hasta que Irian y Tehanu se acercaron a él. Y cuando siguió caminando dentro del palacio con ellas dijo:

—Dama Irian, hay muchas cosas que te preguntaría, pero lo que teme mi gente y lo que el Consejo deseará saber es si tu gente tiene intenciones de declararnos la guerra, y por qué.

Ella asintió con la cabeza, una inclinación pesada, decisiva: —Les diré lo que sé.

Cuando llegaron a la entrada cubierta de cortinas detrás de la tarima, la sala del trono estaba en plena confusión, era un alboroto de voces, de modo que el estruendo de la vara del Príncipe Sege apenas se escuchaba al principio. Luego el silencio llegó de repente con ellos y todos se dieron vuelta para ver al Rey entrando con el dragón.

Lebannen no se sentó, sino que se quedó de pie ante el trono, e Irian se colocó a su izquierda.

—Escuchad al Rey —dijo Sege en ese silencio muerto.

El Rey dijo:

—¡Concejales! Éste es un día que será contado y cantado durante mucho tiempo. Las hijas de vuestros hijos y los hijos de vuestras hijas dirán: «¡Yo soy nieto de uno de los miembros del Consejo del Dragón!». Así que honrad a quien con su presencia nos honra a nosotros. Escuchad a Orm Irian.

Algunos de los que estuvieron en el Consejo del Dragón dijeron después que si la miraban fijamente parecía simplemente una mujer alta que estaba allí de pie, pero que si miraban a un lado lo que veían con el rabillo del ojo era un inmenso resplandor trémulo de un color dorado, como ahumado, que empequeñecía al Rey y al trono. Y muchos de ellos, sabiendo que un hombre no debe mirar los ojos de un dragón, miraron a un lado; pero también pudieron vislumbrar algo. Las mujeres la miraban, algunas pensaban que era poco atractiva, algunas que era hermosa, otras sintiendo pena por ella por tener que andar descalza por el palacio. Y algunos concejales, que no habían entendido bien, se preguntaban quién era aquella mujer, y cuándo llegaría el dragón.

Durante todo el tiempo que habló, perduró aquel completo silencio. A pesar de que su voz poseía la suavidad que tienen las voces de muchas mujeres, llenaba el inmenso salón con mucha facilidad. Hablaba lenta y formalmente, como si estuviera traduciendo en su mente las palabras originales del Habla Antigua.

—Mi nombre era Irían, de los Dominios de la Antigua Iría en Way. Ahora soy Orm Irían. Kalessin, el Mayor, me llama hija. Soy hermana de Orm Embar, a quien el Rey conoció, y nieta de Orm, quien mató al compañero del Rey Erreth-Akbé y fue asesinado por él. Estoy aquí porque mi hermana Tehanu me ha llamado.

"Cuando Orm Embar murió en Selidor, destruyendo el cuerpo mortal del mago Cob, Kalessin vino desde más allá del Oeste y llevó al Rey y al gran mago a Roke. Luego, al regresar al Paso del Dragón, el Mayor llamó a la gente del Oeste, a quienes Cob les había quitado el habla, y quienes aún estaban desconcertados. Kalessin les dijo: «Habéis permitido que el mal os convierta en mal. Habéis estado locos. Ahora estáis cuerdos otra vez, pero siempre y cuando los vientos soplen desde el Levante nunca podréis volver a ser lo que fuisteis, libres tanto del bien como del mal».

"Kalessin dijo: «Hace mucho tiempo hicimos una elección. Elegimos la libertad. Los hombres eligieron el yugo. Nosotros elegimos el fuego y el viento. Ellos eligieron el agua y la tierra. Nosotros elegimos el Oeste, y ellos el Este».

"Y también dijo: «Pero siempre, entre nosotros, algunos les envidian su riqueza, y siempre, entre ellos, algunos envidian nuestra libertad. Así fue cómo el mal entró en nosotros y volverá a entrar en nosotros, hasta que volvamos a elegir y ser libres para siempre. Yo me iré pronto más allá del Oeste para volar en el otro viento. Os enseñaré el camino hasta allí, u os esperaré, si vosotros queréis venir».

"Luego, algunos de los dragones le dijeron a Kalessin: «Unos hombres que nos tenían envidia hace mucho tiempo nos robaron la mitad de nuestro reino más allá del Oeste y crearon murallas de sortilegios para mantenernos alejados de allí. ¡Así que ahora nosotros vamos a llevarlos hasta la parte más lejana del Levante, y vamos a recuperar las islas! Los hombres y los dragones no pueden compartir el viento».

"Y entonces Kalessin les respondió: «Hubo una vez en que fuimos un mismo ser. Y como señal de eso, en cada generación de hombres, nacen uno o dos que también son dragones. Y en todas las generaciones de nuestro pueblo, más largas que las cortas vidas de los hombres, nace uno de nosotros que también es humano. De éstos, hay uno que ahora vive en las Islas Interiores. Y hay uno de ellos viviendo ahora allí y que es un dragón. Estos dos son los mensajeros, los que traen consigo la elección. Ya no nacerá nadie más como ellos, ni entre los nuestros ni entre los suyos. Porque el equilibrio cambia».

"Y Kalessin les dijo: «Elegid. Venid conmigo a volar por la parte lejana del mundo, en el otro viento. O quedaos y poneos el yugo del bien y del mal. O id disminuyendo hasta convertiros en bestias estúpidas». Y por último agregó: «La última en hacer la elección será Tehanu. Después de ella ya no habrá posibilidad de elegir. Ya no habrá manera de ir hacia el Oeste. Sólo estará el bosque, como siempre, en el centro».

Los miembros del Consejo del Rey se quedaron inmóviles como piedras, escuchando. Irían también estaba de pie sin moverse, con la mirada fija, como atravesándolos, mientras hablaba.

—Después de que pasaran algunos años, Kalessin voló más allá del Oeste. Algunos lo siguieron, otros no. Cuando yo llegué para unirme a mi gente, seguí a Kalessin. Pero yo voy para allá y regreso aquí, siempre y cuando los vientos me lleven.

"El carácter de mi gente es celoso e iracundo. Los que se quedaron aquí, en los vientos del mundo, comenzaron a volar en grupos o solos hasta las islas de los hombres, diciendo otra vez: «Nos robaron la mitad de nuestro reino. Ahora nosotros nos apoderaremos de todo el oeste de su reino, y los sacaremos de allí, para que ya no puedan traernos más su bien y su mal. No pondremos nuestros cuellos en su yugo».

"Pero no intentaron matar a los isleños, porque recordaban que estaban locos, cuando los dragones mataban a los dragones. Os odian, pero no intentarán mataros a menos que vosotros intentéis hacerlo.

"De modo que uno de estos grupos ha llegado ahora a esta isla, Havnor, a la que nosotros llamamos la Colina Fría. El dragón que iba al frente de todos ellos y habló con Tehanu, es mi hermano, Ammaud. Procuran conduciros hacia el este, pero Ammaud, como yo, promulga el deseo de Kalessin, buscando liberar a mi gente del yugo que lleváis vosotros. Si él y los hijos de Kalessin y yo podemos evitar que vuestra gente y la nuestra sufran daños, así lo haremos. Pero los dragones no tienen rey, y no obedecen a nadie, y volarán hacia donde les plazca. Durante un tiempo harán lo que mi hermano y yo les pedimos en nombre de Kalessin. Pero no por mucho tiempo. Y no le temen a nada en este mundo, excepto a vuestros sortilegios de muerte.

La última palabra resonó con fuerza en el gran salón en el silencio que siguió a la voz de Irian.

El Rey habló, dándole las gracias a Irian. Dijo: —Nos honras con tus sinceras palabras. Por mi nombre, nosotros también hablaremos con toda sinceridad. Te ruego que me digas, hija de Kalessin, quién me trajo a mi reino y qué es lo que dices que temen los dragones. Pensé que no le temían a nada dentro o fuera de este mundo.

—Les tenemos miedo a vuestros hechizos de inmortalidad —respondió con franqueza.

—¿De inmortalidad? —dudó Lebannen—. Yo no soy un mago. Maestro Ónix, habla por mí, si la hija de Kalessin lo permite.

Ónix se puso de pie. Irian lo miró con ojos fríos e imparciales, y asintió con la cabeza.

—Dama Irian —dijo el mago—, nosotros no hacemos hechizos de inmortalidad. Solamente el mago Cob buscó hacerse inmortal, pervirtiendo nuestro arte para conseguirlo. —Hablaba lentamente y con evidente cuidado, buscando las palabras adecuadas en su mente mientras hablaba—. Nuestro Archimago, junto con mi señor el Rey, y con la ayuda de Orm Embar, destruyeron a Cob y al mal que él había causado. Y el Archimago renunció a todo su poder para sanar el mundo, restableciendo el Equilibrio. Ningún otro mago en esta vida ha buscado… —Se detuvo en seco.

Irian lo miraba fijamente. El mago bajó la vista.

—El mago que yo destruí —dijo ella—, el Invocador de Roke, Thorion, ¿qué era lo que buscaba él?

Ónix, afligido, no dijo nada.

—Regresó de la muerte —dijo ella—. Pero no con vida, como lo hicieran el Archimago y el Rey. Estaba muerto, pero volvió a atravesar el muro utilizando sus artes, vuestras artes, ¡malditos hombres de Roke! ¿Cómo vamos a confiar en cualquier cosa que nos digáis? Vosotros habéis deshecho el equilibrio del mundo. ¿Podéis restablecerlo?

Ónix miró al Rey. Estaba evidentemente angustiado.

—Mi señor, no creo que éste sea el lugar para discutir estos temas, delante de todos los hombres, hasta que sepamos de qué estamos hablando, y qué debemos hacer…

—Roke guarda sus secretos —dijo Irian con tranquilo desdén.

—Pero en Roke… —dijo Tehanu, sin ponerse de pie; su débil voz se desvaneció. El Príncipe Sege y el Rey la miraron y le hicieron un gesto indicando que siguiera hablando.

Tehanu se puso de pie. Al principio dejó el lado izquierdo de su rostro de cara a los concejales, que estaban todos sentados inmóviles en sus bancos, como piedras con ojos.

—En Roke está el Bosquecillo Inmanente —dijo—. ¿No es eso a lo que se refiere Kalessin, al hablar del bosque que está en el centro? —Se dio la vuelta para mirar a Irian, la destrucción de su rostro quedó expuesta ante la gente; pero se había olvidado ya de ellos—. Tal vez necesitemos ir hasta allí —dijo—. Al centro de todas las cosas.

Irian sonrió: —Yo iré —dijo.

Ambas miraron al Rey.

—Antes de que os envíe a Roke, o de que vaya con vosotras —dijo lentamente—, tengo que saber lo que está en juego. Maestro Ónix, lamento que asuntos de tanta gravedad y tan arriesgados nos obliguen a debatir el rumbo a seguir tan abiertamente. Pero yo confío en que mis concejales me apoyarán mientras encuentro y mantengo ese rumbo. Lo que el Consejo necesita saber es que nuestras islas no deben temer ataque alguno de parte de la Gente del Oeste, que la tregua, al menos, sigue en pie.

—Sigue en pie —dijo Irian.

—¿Puedes decirnos por cuánto tiempo?

—¿Medio año? —ofreció ella, despreocupadamente, como si hubiera dicho «Un día o dos».

—Mantendremos la tregua durante medio año, albergando la esperanza de que lo que vendrá después será la paz. ¿Tengo razón al decir, Dama Irian, que, para tener paz con nosotros, vuestra gente quiere saber que lo que hagan nuestros magos con las… leyes de la vida y de la muerte no los pondrá a ellos en peligro?

—A todos nosotros en peligro —dijo Irían—. Sí.

Lebannen pensó en eso y luego dijo, con el más real, afable y cortés de los comportamientos: —Entonces creo que debo ir a Roke con vosotras. —Se dio media vuelta y quedó de cara a los bancos—. Concejales, con la tregua declarada, debemos buscar la paz. Yo iré a donde sea necesario para conseguirlo, puesto que gobierno con el Signo del Anillo de Elfarran. Si vosotros veis algún obstáculo para que yo haga este viaje, hablad aquí y ahora. Porque podría ser que el equilibrio de poder dentro del Archipiélago, así como el equilibrio de todo, sea el asunto en cuestión. Y si voy a Roke, tengo que ir ahora. Se acerca el otoño, y la travesía no es corta para llegar a la Isla de Roke.

Las piedras con ojos se quedaron allí sentadas durante un largo minuto, todas con la mirada fija, sin pronunciar ninguna ni una sola palabra. Luego, el Príncipe Sege dijo:

—Id, mi señor Rey, id con nuestra esperanza y nuestra confianza, y con el viento de magia en vuestras velas. —Hubo un leve murmullo de consentimiento de parte de los concejales: Sí, sí, oídlo.

Sege preguntó si había más preguntas para debatir; nadie dijo nada. Cerró la sesión.

Cuando dejaba la sala del trono con él, Lebannen dijo: —Gracias, Sege.

Y el viejo Príncipe le respondió: —Entre tú y el dragón, Lebannen, ¿qué podrían decir las pobres almas?

Загрузка...