CAPÍTULO II Palacios

Cuando Aliso bajó hasta el muelle, el Vuelalejos aún estaba allí, embarcando un cargamento de maderas; pero él sabía que ya no era bien recibido en ese barco. Fue hasta un pequeño barco de cabotaje de aspecto abandonado que estaba amarrado junto a él, el Bella Rosa.

Gavilán le había dado una carta de paso firmada por el Rey y sellada con la Runa de la Paz. —La envió para que yo la utilizara si cambiaba de parecer —le había dicho el anciano con un resoplido—. Te servirá a ti.

El dueño del barco, después de llamar a su contador para que se la leyera, se mostró bastante respetuoso con Aliso y se disculpó por la estrechez del casco de la nave y por la larga duración de la travesía. El Bella Rosa iría a Havnor, con toda seguridad, pero era un barco de cabotaje, que comerciaba con pequeña mercancía de puerto en puerto, y podía ser que le llevara un mes recorrer todos los puertos de la costa sudeste de la Gran Isla hasta llegar a la Ciudad del Rey.

Por él ya estaba bien, dijo Aliso. Porque si le temía al viaje, más aún le temía a su final.

De luna nueva a media luna, la travesía marítima fue un tiempo de paz para él. El gatito gris era un buen viajero, ocupado todo el día con los ratones del barco pero acurrucándose fielmente por las noches debajo de su barbilla o al alcance de su mano; y para su incesante asombro, ese pequeño trozo de vida cálida lo mantenía alejado del muro de piedras y de las voces que lo llamaban desde el otro lado. No completamente. No tanto como para que pudiera olvidarse de todo aquello por completo. Seguían allí, justo detrás del velo del sueño en la oscuridad, justo a través de la claridad del día. Durmiendo fuera en la cubierta, durante aquellas cálidas noches, abría a menudo los ojos para ver como las estrellas se movían, balanceándose al compás del barco amarrado, dibujando sus trayectos por todo el cielo hacia poniente. Seguía siendo un hombre atormentado. Pero durante medio mes estival, a lo largo de las costas de Kameber y Barnish y de la Gran Isla, pudo darles la espalda a sus fantasmas.

Durante días el gatito estuvo persiguiendo a una rata joven que era casi tan grande como él. Al verlo orgullosa y laboriosamente tirando del cadáver a través de la cubierta, uno de los marineros lo llamó Tirón. Y Aliso aceptó ese nombre.

Navegaron bajando por los Estrechos de Ebavnor y entraron por los pórticos de la Bahía de Havnor. Más allá de las aguas iluminadas por los rayos del sol, comenzaron a erguirse, poco a poco y por detrás de la neblina en la distancia, las torres blancas de la ciudad del centro del mundo. Aliso permaneció de pie en la proa mientras entraban a la bahía y al mirar hacia arriba vio en la cúspide de la torre más alta un destello de luz plateada, la Espada de Erreth-Akbé.

En ese momento, deseó poder quedarse a bordo y navegar y navegar v no desembarcar nunca en la gran ciudad, entre tanta gente importante, con una carta para el Rey. Sabía que no era un mensajero muy convincente. ¿Cómo era que había terminado con semejante responsabilidad sobre sus espaldas? ¿Cómo podía ser que se le pidiera a un hechicero de aldea que no sabía nada de asuntos de tanta importancia ni de artes profundas, que hiciera esos viajes de tierra en tierra, de mago a monarca, de los vivos a los muertos?

Le había dicho algo parecido a Gavilán:

—Todo esto me supera —le dijo.

El anciano lo miró durante un rato y luego, llamándolo por su nombre verdadero, le dijo:

—El mundo es inmenso y extraño, Hará, pero no más inmenso ni más extraño que nuestras mentes. A veces piensa en eso.

Detrás de la ciudad, el cielo se oscurecía con una tormenta que se acercaba desde el interior de la isla. Las torres ardían de blanco contra un fondo negro-morado, y las gaviotas remontaban el vuelo como chispas de fuego volando sin rumbo sobre ellas.

Se lanzaron las amarras del Bella Rosa, se sacó la pasarela. Esta vez los marineros le desearon buena suerte mientras se echaba su bolsa al hombro. Cogió la cesta cubierta en la que Tirón se agazapaba pacientemente, y desembarcó.

Las calles eran muchas y estaban repletas de gente, pero el camino hasta el palacio estaba claro, y no tenía idea de qué hacer excepto ir hasta allí y decir que traía una carta para el Rey de parte del Archimago Gavilán.

Y eso fue lo que hizo, muchas veces.

De un guardia al siguiente, de un oficial al siguiente, de las amplias escalinatas exteriores del palacio a elevadas antesalas, escaleras con barandillas doradas, oficinas internas con paredes llenas de tapices, sobre suelos de baldosas y de mármol y de roble, bajo techos artesonados, techos de vigas abovedados, pintados, fue repitiendo su cantinela:

—Vengo de parte de Gavilán, el antiguo Archimago, con una carta para el Rey. —No quería entregar su carta. Una comitiva, una multitud de guardias y ujieres y oficiales recelosos, semiciviles, condescendientes y contemporizadores, se iba reuniendo a su alrededor y haciéndose cada vez más densa, siguiéndolo y entorpeciendo su lento camino dentro del palacio.

De repente todos desaparecieron. Se abrió una puerta. Se cerró detrás de él.

Se vio solo en una habitación muy silenciosa. Había una gran ventana desde la que podían verse los tejados del noroeste. Los grandes nubarrones de la tormenta se habían despejado y la cima gris e inmensa del Monte de Onn se cernía sobre lejanas colinas.

Se abrió otra puerta. Por ella entró un hombre, vestido de negro, aproximadamente de la misma edad de Aliso, que se movía con rapidez, con un rostro agradable pero firme, terso como el bronce. Se dirigió directamente hacia donde estaba Aliso: —Maestro Aliso, yo soy Lebannen.

Alargó su mano derecha para tocar la mano de Aliso, palma contra palma, como era costumbre en Ea y en las Enlades. Aliso respondió automáticamente ante aquel gesto familiar. Después pensó que quizás tendría que arrodillarse, o al menos hacer una reverencia, pero el momento de hacer eso parecía haber pasado. Se quedó mudo.

—¿Vienes de parte de mi Señor Gavilán? ¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

—Sí, señor. Os envía… —Aliso buscó rápidamente la carta a tientas en su chaqueta. Había pensado entregársela al Rey de rodillas cuando al fin lo llevaran hasta el salón del trono en donde éste estaría sentado sobre su trono— …esta carta, señor.

Los ojos que lo observaban eran despiertos, afables, tan implacables como los de Gavilán, pero revelaban más de la mente que había detrás de ellos. Cuando el Rey cogió la carta que Aliso le ofrecía, su cortesía fue perfecta. —El portador de cualquier palabra que venga de él se ha ganado de corazón mi agradecimiento y mi bienvenida. ¿Me disculpas?

Aliso finalmente consiguió hacer una reverencia. El Rey fue hasta la ventana para leer la carta.

La leyó por lo menos dos veces, luego volvió a doblarla. Su rostro seguía tan impasible como antes. Fue hasta la puerta y habló con alguien que había allí fuera, luego regresó a donde estaba Aliso. —Por favor —dijo—, toma asiento conmigo. Nos traerán algo para comer. Sé que has estado toda la tarde dando vueltas por el palacio. Si el encargado de la puerta hubiera tenido el buen juicio de avisarme, podría haberte ahorrado horas de subir paredes y atravesar los fosos que ponen a mi alrededor… ¿Has estado entonces con mi Señor Gavilán? ¿En su casa al borde del acantilado?

—Sí.

—Te envidio. Yo nunca he estado allí. No lo he vuelto a ver desde que nos separamos en Roke, hace ya más de la mitad de mi vida. No quiso dejarme que fuera a verlo a Gont. Y él no quiso venir a mi coronación. —Lebannen sonrió como si nada de lo que decía tuviera importancia—. El me dio mi reino —dijo.

Sentándose, le hizo un gesto a Aliso con la cabeza, indicándole que cogiese la silla que estaba frente a él al otro lado de la pequeña mesa. Aliso miró la tabla de la mesa, las incrustaciones en forma de espirales con dibujos de marfil y de plata, hojas y flores del árbol amargo enroscadas alrededor de finas espadas.

—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó el Rey, y entabló otra conversación trivial mientras les servían platos de carne fría y trucha ahumada y lechugas y queso. Le dio a Aliso un ejemplo de bienvenida comiendo con mucho apetito; y sirvió el vino, del color del más claro de los topacios, en copas de cristal. Alzó su copa—. Por mi señor y querido amigo —dijo.

Aliso murmuró: —Por él. —Y bebió.

El Rey habló de Taon, en donde había estado de visita hacía algunos años. Aliso recordaba la emoción de toda la isla cuando el Rey estuvo en Meoni. Y habló también de algunos músicos de Taon que estaban ahora en la ciudad, arpistas y cantantes que hacían música para la corte; podía ser que Aliso conociera a algunos de ellos; y de hecho los nombres que le dijo le resultaron familiares. Era un experto en hacer sentir cómodos a sus invitados, y la comida y el vino eran también una ayuda considerable.

Cuando terminaron de comer, el Rey sirvió otra copa de vino y dijo: —La carta habla más que nada de ti, ¿lo sabías? —El tono de su voz no había cambiado demasiado respecto al que había utilizado en la conversación banal anterior, y Aliso se sintió aturdido por un instante.

—No —respondió.

—¿Tienes idea de lo que dice?

—Tal vez hable de lo que sueño —dijo Aliso, hablando en voz baja, mirando hacia el suelo.

El Rey lo examinó unos instantes. No había nada ofensivo en su mirada, pero lo miraba más abiertamente de lo que hubiesen hecho muchos hombres. Luego cogió la carta y se la entregó a Aliso.

—Señor, leo muy poco.

Lebannen no se sorprendió, algunos hechiceros podían leer, otros no, pero quedó clarísimo que lamentó dejar a su invitado en desventaja. La piel de bronce dorado de su rostro se puso ligeramente roja. Y dijo: —Lo siento, Aliso. ¿Puedo leerte lo que dice?

—Por favor, señor —le respondió él. La vergüenza del Rey hizo que por un momento sintiera la igualdad entre ellos, y por primera vez habló con naturalidad y cordialidad.

Lebannen echó un vistazo al saludo y a las primeras líneas de la carta y luego leyó en voz alta:

—«Aliso de Taon, quien te lleva esta carta, es llamado en sueños y en contra de su propia voluntad, desde esa tierra que tú y yo atravesamos una vez juntos. Te hablará de sufrimiento en donde el sufrimiento es pasado y de cambio en donde nada cambia. Cerramos la puerta que Cob abrió. Ahora tal vez el propio muro tenga que caer. Ha estado en Roke. Sólo Azver le escuchó. Mi señor el Rey le escuchará y actuará como lo dicte la sabiduría y lo requiera la necesidad. Aliso lleva consigo mi honor y mi obediencia de toda la vida a mi señor el Rey. También mi honor y mi estima de toda la vida para mi querida Tenar. También un mensaje hablado de mi parte para mi adorada hija Tehanu.» Y la firma con la Runa de la Garra. —Lebannen levantó la vista de la carta, miró a Aliso a los ojos y le sostuvo la mirada—. Cuéntame cuál es tu sueño —le pidió.

Así que una vez más Aliso contó su historia.

La contó brevemente y no muy bien. Aunque había estado al cuidado de Gavilán, el antiguo Archimago se vestía, parecía y vivía como un viejo aldeano o granjero, un hombre de la misma clase y reputación que Aliso, y esa simplicidad había vencido toda timidez superficial. Pero por muy amable y cortés que pudiera ser el Rey, parecía el Rey, se comportaba como el Rey, era el Rey, y para Aliso esa distancia era insuperable. Se apresuró a contar la historia con la mayor rapidez y lo mejor que pudo, y al terminar se sintió aliviado.

Lebannen le hizo algunas preguntas. Lirio y luego Alcatraz habían tocado ambos una vez a Aliso, ¿y desde entonces nunca más? ¿Y el tacto de Alcatraz le había quemado la mano?

Aliso mostró su mano. Las marcas eran casi invisibles por debajo del bronceado de casi un mes bajo los rayos del sol.

—Creo que la gente del muro me tocaría si me acercara a ellos —dijo.

—Pero ¿te mantienes alejado de ellos?

—Así lo he hecho, sí.

—¿Y no son personas que hayas conocido?

—A veces creo que conozco a uno u otro.

—Pero ¿nunca ves a tu esposa?

—Hay tantos, señor. A veces pienso que ella está allí. Pero no puedo verla.

Hablar acerca de todo aquello hacía que lo sintiera cerca, demasiado cerca. Notó cómo el miedo brotaba en él una vez más. Pensó que las paredes de aquel salón podían desaparecer y el cielo del atardecer y la cumbre flotante de la montaña esfumarse como una cortina que se aparta, para dejarlo de pie en donde siempre estaba, en una colina oscura junto a un muro de piedras.

—Aliso.

Levantó la mirada, temblando, la cabeza le daba vueltas. El salón parecía luminoso, el rostro del Rey, fuerte y vivo.

—¿Te quedarás aquí, en palacio?

Era una invitación, pero Aliso solamente pudo asentir con la cabeza, aceptándola como una orden.

—Bien. Haré lo necesario para que entregues el mensaje que traes para Tehanu mañana. Y sé que la Dama Blanca deseará hablar contigo.

Aliso hizo una reverencia. Lebannen dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—Señor…

Lebannen se volvió.

—¿Puedo tener a mi gato conmigo?

Ni un atisbo de sonrisa, ni una burla:

—Por supuesto.

—Señor, ¡lamento de todo corazón traer noticias que os molesten!

—Cualquier palabra de parte del hombre que te ha enviado es una bendición para mí y para su portador. Y prefiero tener malas noticias de un hombre honesto que mentiras de un adulador —dijo Lebannen, y Aliso, al percibir en aquellas palabras el verdadero acento de sus islas natales, se sintió un poco más animado.

El Rey salió del salón, y en seguida un hombre asomó la cabeza por la puerta por la que había entrado Aliso.

—Os llevaré hasta vuestra habitación, si sois tan amable de seguirme, señor —le dijo. Era solemne, mayor, e iba bien vestido, y Aliso lo siguió sin tener idea de si se trataba de un noble o de un sirviente, y por lo tanto no se atrevió a preguntarle nada acerca de Tirón. En el salón anterior a aquel en el que había conocido al Rey, los oficiales, los guardias y los ujieres habían insistido mucho en que dejara su cesta con ellos. Ya había sido observada con sospecha e inspeccionada con desaprobación por diez o quince oficiales. Había explicado diez o quince veces que llevaba al gato con él porque no tenía ningún sitio en la ciudad donde dejarlo. La antesala en la que se había visto obligado a dejar la cesta con el gatito estaba ya bastante lejos de donde se encontraba ahora, y no había visto la cesta allí cuando la atravesaron, y ahora nunca la encontraría. Quedaba a más de medio palacio de distancia, corredores, vestíbulos, pasillos, puertas…

Su guía hizo una reverencia y lo dejó en una habitación pequeña y hermosa, con las paredes llenas de tapices, el suelo lleno de alfombras, una silla de asiento bordado, una ventana que daba al puerto, una mesa sobre la que había un cuenco con frutas de verano y un cántaro con agua. Y la cesta del gatito.

La abrió. Tirón salió de ella con mucha calma, indicando su familiaridad con los palacios. Se estiró, olfateó los dedos de Aliso a modo de saludo, y recorrió la habitación examinándolo todo. Descubrió un nicho detrás de una cortina con una cama en él y saltó para subirse a ella. Alguien golpeó la puerta con discreción. Un joven entró con una caja de madera larga, plana, pesada y sin tapa. El hombre le hizo una reverencia a Aliso, murmurando: —Arena, señor. —Colocó la caja en el rincón más alejado del nicho, hizo otra reverencia y se fue.

—Bueno —dijo Aliso, sentándose sobre la cama. No tenía la costumbre de hablarle al gatito. Su relación era de silencio, tacto y confianza. Pero tenía que hablar con alguien—. Hoy he conocido al Rey —dijo.


El Rey tenía demasiada gente con la que hablar antes de poder sentarse en su cama. Los más importantes entre esa gente eran los emisarios del Supremo Rey de los kargos. Estaban a punto ya de marcharse, habiendo cumplido con su misión en Havnor, para su propia satisfacción aunque no para la de Lebannen.

Éste había estado esperando la visita de aquellos embajadores como la culminación de años de pacientes propuestas, invitaciones y negociaciones. Durante los diez primeros años de su reinado no había podido lograr absolutamente nada con los kargos. El Dios-Rey en Awabath rechazaba sus ofrecimientos para hacer tratados y comerciar y mandaba a los enviados del Rey Lebannen de regreso sin siquiera haber sido escuchados, declarando que los dioses no hablaban con viles mortales, y aún menos con detestables hechiceros. Pero las proclamaciones de imperio universal divino del Dios-Rey no seguían su lógica si se pensaba en las flotas amenazadas por una miríada de barcos que llevaban guerreros adornados con plumas para invadir el poniente carente de Dios. Incluso los asaltos de los piratas que habían atormentado a las islas más orientales del Archipiélago durante tanto tiempo, habían cesado. Los piratas se habían convertido en contrabandistas, buscaban cambiar todos los productos no autorizados que pudieran sacar de Karego-At por hierro y acero y bronce del Archipiélago, puesto que las tierras kargas tenían muy pocas minas y metales.

Fue con estos comerciantes ilícitos con quienes llegaron las primeras noticias de ascenso del Supremo Rey.

En Hur-at-Hur, la enorme y pobre isla más oriental de las Tierras de Kargad, un señor de la guerra, Thol, que aseguraba ser descendiente de Thoreg de Hupun y del Dios Wuluah, se había nombrado a sí mismo Supremo Rey de esa tierra. Después había conquistado Atnini, y luego, con una flota y un ejército invasor proveniente tanto de Hur-at-Hur como de Atnini, había logrado dominar la rica isla central, Karego-At. Mientras sus guerreros luchaban para abrirse camino hasta Awabath, la capital, la gente de la ciudad se sublevaba contra la tiranía del Dios-Rey. Mataron a los sumos sacerdotes, sacaron a los burócratas de los templos, abrieron las puertas de par en par, y dieron la bienvenida al Rey Thol al trono de Thoreg con pancartas y bailando en las calles.

El Dios-Rey huyó con algunos de sus guardias y hierofantes al Lugar de las Tumbas de Atuan. Allí, en el desierto, en su templo junto a las ruinas destrozadas por el terremoto del santuario de los Sin Nombre, uno de sus eunucos-sacerdotes le cortó la garganta al Dios-Rey.

Thol se nombró a sí mismo Supremo Rey de las Cuatro Tierras de Kargad. En cuanto Lebannen se enteró de aquella noticia, envió embajadores para que recibieran a su hermano rey y le garantizaran el amistoso mandato del Archipiélago.

Desde entonces habían transcurrido cinco años de difícil y agotadora diplomacia. Thol era un hombre violento en un trono amenazado. En las ruinas de la teocracia, todo control en su reinado era arriesgado, toda autoridad cuestionable. Reyes menores se proclamaban a sí mismos constantemente y tenían que ser comprados o golpeados hasta que decidieran obedecer al Supremo Rey. Surgían sectarios de santuarios y cavernas gritando «¡Maldito sea el poderoso!» y prediciendo terremotos, mareas peligrosas, pestes para los deicidas. Gobernando un imperio agitado y dividido, Thol apenas podía confiar en los habitantes poderosos y ricos del Archipiélago.

Para él no significaba nada que su Rey hablara de amistad, agitando el Anillo de la Paz. ¿Acaso no habían tenido los kargos el control de ese anillo alguna vez? Había sido fabricado en tiempos remotos en el Oeste, pero hacía mucho tiempo, el Rey Thoreg de Hupun lo había aceptado como regalo del héroe Erreth-Akbé, como símbolo de concordia entre tierras kargas y hárdicas. Había desaparecido, y había habido guerra, no concordia. Pero luego el Mago-Halcón había encontrado el anillo y había vuelto a robarlo, junto con la Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y había llevado a ambos a Havnor. Allí había acabado la confianza en los habitantes del Archipiélago.

A través de sus emisarios, Lebannen explicó paciente y amablemente que el Anillo de la Paz había sido en un comienzo un regalo que Morred le había hecho a Elfarran, un precioso recuerdo del Rey y la Reina más queridos del Archipiélago. Así como también un objeto muy sagrado, puesto que en él estaba la Runa de la Unión, un poderoso sortilegio de protección. Casi cuatro siglos atrás, Erreth-Akbé la había llevado a las Tierras de Kargad como promesa de paz inquebrantable. Pero los sacerdotes de Awabath habían roto aquella promesa, y habían roto el Anillo. Ahora hacía ya unos cuarenta años que Gavilán de Roke y Tenar de Atuan habían vuelto a unir el Anillo. ¿Qué había pasado entonces con la paz?

Ésa había sido la esencia de sus mensajes para el Rey Thol.

Y hacía un mes, justo después de la Larga Danza del verano, una flota de barcos había llegado navegando directamente por el Pasaje de Felkway, subiendo por los Estrechos de Ebavnor, y entre los pórticos de la Bahía de Havnor: largos barcos rojos con velas rojas, cargados de guerreros adornados con plumas, emisarios con espléndidas túnicas, y algunas mujeres con velo.

—Dejad que la hija de Thol el Supremo Rey, que se sienta en el Trono de Thoreg y cuyo ancestro era Wuluah, lleve el Anillo de la Paz en su brazo, al igual que lo llevara la Reina Elfarran de Solea, y éste será el símbolo de paz eterna entre las Islas Occidentales y las Orientales.

Ése fue el mensaje que le envió el Supremo Rey a Lebannen. Fue escrito en grandes runas hárdicas sobre un rollo de pergamino, pero antes de entregárselo al Rey Lebannen, el embajador de Thol lo leyó en voz alta, en público, en la recepción de los emisarios en Havnor, con toda la corte allí para honrar a los enviados kargos. Tal vez fuera porque el embajador en realidad no sabía leer hárdico y por lo tanto pronunciara las palabras de memoria, lentamente y en voz alta, pero el caso es que éstas sonaron como si se tratara de un ultimátum.

La princesa no dijo nada. Estaba de pie, en medio de las diez doncellas o muchachas esclavas que la habían acompañado a Havnor y del tropel de muchachas cortesanas que habían sido asignadas precipitadamente para cuidarla y honrarla. La princesa llevaba un velo, de pies a cabeza, como era, según parece, la costumbre de mujeres de buena familia en Hur-at-Hur. Los velos, rojos con líneas de bordados de oro, caían rectos desde un sombrero de ala plana o de un tocado, de modo que la princesa parecía ser una columna o un pilar rojo, cilíndrico, anodino, inmóvil, silencioso.

—El Supremo Rey Thol nos complace con su honra —dijo Lebannen con su voz clara y tranquila; y luego hizo una pausa. La corte y los emisarios esperaron—. Eres bienvenida aquí, princesa —le dijo a la figura cubierta por el velo. Ésta ni se movió—. Dejad que la princesa se aloje en la Casa del Río, y que todo sea como ella lo desee —añadió Lebannen.

La Casa del Río era un hermoso pequeño palacio en el extremo septentrional de la ciudad, encajado en la antigua muralla de la ciudad, con terrazas que sobresalían construidas sobre el pequeño Río Serenen. Lo había hecho edificar la Reina Heru, y solía llamársele la Casa de la Reina. Cuando Lebannen subió al trono había hecho que lo rehabilitaran y volvieran a amueblarlo, junto con el Palacio de Maharion, llamado el Nuevo Palacio, en el que se reunía con la corte. Utilizaba la Casa del Río solamente para las festividades del verano y a veces como refugio para sí mismo durante unos pocos días.

Sus cortesanos comenzaron a murmurar. ¿La Casa de la Reina?

Después de las formalidades necesarias con los emisarios kargos, Lebannen abandonó el salón de audiencias. Fue hasta su vestidor, en donde podía estar tan solo como puede estarlo un rey, con su viejo sirviente, Roble, a quien conocía de toda la vida.

Estiró el pergamino dorado sobre una mesa. —Es como el queso en una trampa para ratas —dijo. Estaba temblando. Desenfundó rápidamente el puñal que llevaba siempre con él y lo clavó sobre el mensaje del Supremo Rey—. Una buena emboscada —dijo—. El Anillo en su brazo y el collar alrededor de mi cuello.

Roble lo miraba fijamente y totalmente consternado. El Príncipe Arren de Enlad nunca se había enfadado. Cuando era niño podía ser que llorara un momento, tan sólo un sollozo, pero eso era todo. Estaba demasiado bien entrenado, demasiado bien disciplinado como para dejar que la furia saliera fuera. Y como Rey, un rey que se había ganado su reinado atravesando la tierra de los muertos, podía ser severo, pero siempre, pensaba Roble, demasiado orgulloso, demasiado fuerte como para dejar que la furia se desatara.

—¡No me utilizarán! —dijo Lebannen, apuñalando el pergamino una vez más, con el rostro tan negro y ciego de ira que el anciano se alejó de él sintiendo verdadero terror.

Lebannen lo vio. Siempre veía a la gente que tenía alrededor.

Volvió a meter el puñal en su vaina. Dijo con una voz más tranquila: —Roble, por mi nombre, destruiré a Thol y a su reino antes que permitir que me utilice como escabel para su trono. —Luego dio un largo suspiro y se sentó para dejar que Roble levantara la capa, pesada por el oro de los bordados, y la colocara sobre sus hombros.

Roble nunca dijo una palabra de aquella escena a nadie, pero sí que hubo, por supuesto, especulaciones inmediatas y continuas acerca de la princesa de los kargos y de lo que el Rey haría con ella, o más bien qué había hecho ya.

No había dicho que aceptara la oferta de tener a la princesa por prometida. Puesto que todo indicaba que se la habían ofrecido como prometida: el lenguaje que hablaba del Anillo de Elfarran apenas disimulaba la oferta, o el trato, o la amenaza. Pero él tampoco la había rechazado. Su respuesta (analizada infinidad de veces) había sido decir que era bienvenida, que todo debía ser como ella lo desease, y que debía vivir en la Casa del Río: la Casa de la Reina. Con toda seguridad eso era algo muy significativo, ¿verdad? Pero, por otro lado, ¿por qué no en el Nuevo Palacio? ¿Por qué enviarla al otro lado de la ciudad?

Desde la coronación de Lebannen, las damas de casas nobles y las princesas de los antiguos linajes reales de En-lad, Ea y Shelieth, habían ido a visitar o a quedarse en la corte. Todas habían sido recibidas como miembros de la realeza, y el Rey había bailado en sus bodas puesto que, una por una, se habían decidido por hombres nobles o ricos plebeyos. Era bien sabido que disfrutaba de la compañía de las mujeres así como de su opinión, que flirtearía gustosamente con una hermosa muchacha e invitaría a una mujer inteligente a que le diera su opinión, a que le tomara el pelo, o a que lo consolara. Pero no había muchacha o mujer que se acercara nunca a una sombra de posibilidad de casarse con él. Y ninguna había sido alojada nunca en la Casa del Río.

«El Rey debe tener una Reina», le decían sus asesores con bastante asiduidad.

«Realmente debes casarte, Arren», le había dicho su madre la última vez que la viera con vida.

«¿El heredero de Morred no tendrá heredero?», se preguntaba la gente de la ciudad.

A todos les había dicho él: «Dadme tiempo. Tengo que reconstruir las ruinas de un reino. Dejadme construir una casa digna de una reina y un reino que mi hijo pueda gobernar». Y puesto que era bien querido y confiado, y aún un hombre joven y, a pesar de su sobriedad, encantador y persuasivo, había escapado a todas las prometedoras doncellas. Hasta entonces.

¿Qué había debajo de aquellos rígidos velos rojos?

¿Quién vivía dentro de aquella tienda tan poco reveladora? Las damas que habían sido escogidas como séquito de la princesa fueron asediadas a preguntas. ¿Era hermosa? ¿Fea? ¿Era cierto que era alta y delgada, baja y musculosa, blanca como la leche, que tenía marcas de viruela, un solo ojo, cabellos amarillos, cabellos negros, cuarenta y cinco años, que era una cretina que decía tonterías, o poseedora de una belleza radiante?

Poco a poco los rumores comenzaron a adquirir un color. Era joven, aunque no una niña; no tenía los cabellos ni amarillos ni negros; era bastante hermosa, decían algunas de las damas; ordinaria, decían otras. No hablaba ni una palabra de hárdico, decían todas, y no quería aprender. Se escondía entre sus mujeres, y cuando se veía obligada a abandonar su habitación, se ocultaba en sus velos rojos. El Rey le había hecho una visita de cortesía. Ella no había hecho una reverencia para saludarlo, ni le había hablado, ni había hecho ningún gesto, simplemente se había quedado allí de pie, contaba la anciana Dama lyesa llena de irritación: «Como una chimenea de ladrillos».

Él le habló a través de hombres que habían sido sus emisarios en las Tierras de Kargad y a través del embajador kargo, que hablaba hárdico bastante bien. Le costó bastante trabajo, pero finalmente logró transmitir sus saludos y emitir sus preguntas con respecto a sus deseos. Los traductores hablaron con las mujeres de la princesa, cuyos velos eran más cortos y un poco menos impenetrables. Las mujeres se reunieron alrededor del rojo pilar inmóvil y hablaron entre dientes y mascullaron y regresaron a los traductores, y los traductores informaron al Rey de que la princesa estaba contenta y no necesitaba nada.

Hacía ya medio mes que estaba allí cuando Tenar y Tehanu llegaron de Gont. Lebannen había enviado un barco y un mensaje rogándoles que acudieran a Havnor, poco antes de que la flota karga trajera a la princesa, y por razones que no tenían nada que ver con ella o con el Rey Thol. Pero la primera vez que se quedó sola con Tenar, explotó: —¿Qué voy a hacer con ella? ¿Qué puedo hacer?

—Cuéntame —dijo Tenar, y parecía bastante asombrada.

Lebannen había pasado solamente un rato en compañía de Tenar, a pesar de que se habían escrito algunas cartas los últimos años; todavía no se había acostumbrado a sus cabellos grises, y parecía más pequeña de lo que él la recordaba; pero con ella sintió inmediatamente, tal como lo había sentido quince años atrás, que podía decirle cualquier cosa y ella lo comprendería.

—Durante cinco años he conseguido comerciar con los kargos y he intentado mantener una buena relación con Thol, porque es un señor de la guerra y porque no quiero que mi reino sea saqueado, como lo fue el reino de Maharion, entre los dragones del Oeste y los señores de la guerra en el Este. Y porque gobierno con el Símbolo de la Paz. Y todo iba bastante bien, hasta ahora. Hasta que él envía a su muchacha en el momento menos pensado, diciendo: si quieres paz, dale el Anillo de Elfarran. ¡Tenar! ¡Es tuyo y de Ged!

Tenar pensó un buen rato. —Es su hija, después de todo.

—¿Qué es una hija para un rey bárbaro? Bienes. Una pieza para negociar, algo con lo que ganar ventaja. ¡Tú lo sabes! ¡Tú naciste allí!

No era propio de él hablar de esa manera, y él mismo se dio cuenta. De repente se arrodilló, cogiéndole la mano y poniéndola sobre sus ojos para demostrar su arrepentimiento.

—Tenar, lo siento. Todo este asunto me altera más allá de toda razón. No veo qué es lo que puedo hacer.

—Bueno, mientras no hagas nada, tienes libertad de movimiento… Tal vez la princesa tenga también una opinión propia.

—¿Cómo podría ser eso? ¿Oculta en ese saco rojo? No quiere hablar, no quiere ver, bien podría ser el palo de una tienda. —Intentó reírse. Lo asustó su propio resentimiento incontrolable e intentó excusarlo—. Esto comenzó justo cuando recibí noticias inquietantes del Oeste. Fue por eso por lo que os pedí a ti y a Tehanu que vinierais. No para molestaros con esta tontería.

—No es una tontería —dijo Tenar, pero él desechó el asunto, quitándole importancia, y comenzó a hablar de dragones.

Puesto que las noticias del Oeste habían sido verdaderamente inquietantes, había logrado no pensar para nada en la princesa, durante gran parte del tiempo. Era consciente de que no era su costumbre manejar los asuntos de Estado ignorándolos. Cuando se es manipulado, uno manipula a otros. Varios días después de aquella conversación, le pidió a Tenar que visitara a la princesa, y que intentase hablar con ella. Después de todo, dijo, hablaban el mismo idioma.

—Es probable —dijo Tenar—. Nunca conocí a nadie de Hur-at-Hur. En Atuan los llamábamos bárbaros.

Había sido reprendido. Pero por supuesto ella hizo lo que él le pidió. Al poco tiempo Tenar informó de que ella y la princesa hablaban el mismo idioma, o casi el mismo, y la princesa no sabía que hubiera otras lenguas. Pensaba que toda la gente de Havnor, los cortesanos y las damas, eran malévolos lunáticos, que se burlaban de ella parloteando y cotorreando como animales sin habla humana. Hasta donde había entendido Tenar, la princesa había crecido en el desierto, en los primeros dominios del Rey Thol en Hur-at-Hur, y había estado sólo muy brevemente en la corte imperial en Awabath antes de ser enviada a Havnor.

—Tiene miedo —dijo Tenar.

—Entonces se esconde en su tienda. ¿Qué cree que soy?

—¿Cómo puede saber lo que eres?

Lebannen frunció el ceño. —¿Cuántos años tiene?

—Es joven. Pero ya es una mujer.

—No puedo casarme con ella —dijo él, con repentina determinación—. La enviaré de regreso a su tierra.

—Una prometida rechazada es una mujer deshonrada. Si la envías de regreso, puede que Thol la mate para mantener la deshonra alejada de su hogar. Seguramente considerará que pretendes deshonrarlo a él.

Una vez más la ira invadió todo su rostro.

Tenar se le anticipó. —Costumbres bárbaras —dijo severamente.

Lebannen recorrió el salón de una punta a la otra dando zancadas. —Muy bien. Pero no consideraré a esta muchacha reina del Reino de Morred. ¿Puede enseñársele a hablar hárdico? ¿Algunas palabras, por lo menos? ¿Es capaz de aprender? Le diré a Thol que un rey hárdico no puede casarse con una mujer que no habla la lengua del Reino. No me importa si no le gusta, necesita una bofetada. Y me hará ganar tiempo.

—¿Y le pedirás que aprenda hárdico?

—¿Cómo puedo pedirle algo si cree que todo es un galimatías? ¿De qué puede servir que yo hable con ella? Pensé que tal vez tú podrías hacerlo, Tenar… Tienes que darte cuenta de que esto es una imposición, el hecho de utilizar a esta muchacha para que Thol sea mi igual, ¡utilizar el Anillo, el Anillo que vosotros nos trajisteis, como trampa! Creo que ni siquiera puedo perdonarlo. Estoy dispuesto a contemporizar, a retrasarme, para mantener la paz. Nada más. Hasta ese engaño es repugnante. Dile a la muchacha lo mejor que se te ocurra. No quiero tener nada que ver con ella.

Y salió del salón con ira, la cual se fue enfriando lentamente hasta convertirse en un sentimiento de inseguridad muy parecido a la vergüenza.

Cuando los emisarios kargos anunciaron que pronto se marcharían, Lebannen preparó un mensaje cuidadosamente redactado para el Rey Thol. Expresó su agradecimiento por el honor de contar con la presencia de la princesa en Havnor y por el placer que él y su corte tendrían al iniciarla en los modales, las costumbres y la lengua de su reino. No dijo absolutamente nada acerca del Anillo, acerca de casarse con ella, o de no hacerlo.

Fue la tarde posterior a su conversación con el hechicero de Taon, perturbado por sus sueños, cuando se reunió por última vez con los kargos y les entregó su carta para el Supremo Rey. Primero la leyó en voz alta, al igual que el embajador había leído en voz alta la carta que Thol le enviara a él.

El embajador escuchó con satisfacción. —El Supremo Rey estará encantado —dijo.

Durante todo el tiempo que estuvo diciendo frases amables y exponiendo los regalos que le enviaría a Thol, Lebannen se rompía la cabeza tratando de comprender la relajada aceptación de su evasiva. Todos sus pensamientos llegaban a una misma conclusión: Sabe que no puedo deshacerme de ella. A lo que su mente dio una respuesta apasionada y silenciosa: Nunca.

Preguntó si el embajador pasaría por la Casa del Río para decirle adiós a la princesa. El embajador lo miró con la mirada vacía, como si se le hubiera preguntado si iba a despedirse de un paquete que había entregado. Lebannen sintió cómo la furia se encendía en su corazón una vez más. Notó que el rostro del embajador cambiaba un poco, adoptando una mirada recelosa, apaciguadora. Sonrió y les deseó a los emisarios que tuvieran buen viento en su viaje de regreso a las Tierras de Kargad. Se retiró de la cámara de audiencias y se dirigió a su habitación.

Gran parte de sus actos estaban enmarcados por ritos y ceremonias, y como Rey tenía que estar en público casi todo el tiempo; pero debido a que había subido a un trono que había estado vacío durante siglos, un palacio en el que no había protocolos, había podido hacer que algunas cosas fueran como él quería. Había mantenido las ceremonias fuera de su dormitorio. Las noches eran suyas. Le decía buenas noches a Roble, quien dormía en la antesala, y cerraba la puerta. Se sentaba en su cama. Se sentía cansado y furioso v extrañamente desolado.

Alrededor del cuello siempre llevaba una delgada cadena de oro con una pequeña bolsa de tela asimismo de oro. En la bolsa había un guijarro: un trozo de piedra negra, con los bordes ásperos. La sacó de su bolsa y la tuvo en sus manos mientras pensaba, allí sentado sobre su cama.

Intentó alejar su mente de toda aquella estupidez de la muchacha karga y pensó en el hechicero Aliso y sus sueños. Pero todo lo que entró en su mente fue una dolorosa envidia hacia Aliso por haber desembarcado en Gont, haber hablado con Ged, haberse quedado con él.

Ésa era la razón por la que se sentía desolado. El hombre al que llamaba su señor, el hombre al que había querido por encima de todos los demás, no dejaba que él se acercase, no quería acercarse a él.

¿Acaso creía Ged que por haber perdido su poder de magia, Lebannen pensaría que valía menos?

Dado el poder que ese poder tenía sobre las mentes y los corazones de las personas, no era un pensamiento inverosímil. Pero seguramente Ged lo conocía mejor, o al menos tenía una mejor opinión de él. ¿Sería eso entonces, que habiendo sido verdaderamente el señor y el guía de Lebannen, Ged no podía soportar ser su súbdito? Es cierto que eso podía ser muy duro de soportar para un hombre viejo: el rotundo e irrevocable revés de su condición.

Pero Lebannen recordaba claramente cómo Ged se había arrodillado ante él, en el Collado de Roke, a la sombra del dragón y bajo la mirada de los maestros cuyo maestro había sido Ged. Se había puesto de pie y había besado a Lebannen, diciéndole que gobernara bien, llamándolo mi señor y querido compañero.

—El me dio mi Reino —le había dicho Lebannen a Aliso. Ése había sido el momento en que se lo había dado. Completa y libremente.

Y ésa era la razón por la que Ged no quería ir a Havnor, la razón por la que no quería que Lebannen se acercara a él en busca de consejo. Había entregado el poder, completa y libremente. No osaría entrometerse, o proyectar su sombra sobre la luz de Lebannen.

—Ha terminado su tarea —había dicho el Maestro Portero.

Pero la historia de Aliso había llevado a Ged a enviar al hombre hasta allí, con Lebannen, pidiéndole que actuara según la necesidad lo requiriera.

Ciertamente, la historia de Aliso era extraña; y el hecho de que Ged dijera que tal vez el muro fuera a caerse era aún más extraño. ¿Qué podía significar eso? ¿Y por qué debían los sueños de un hombre cargar con tanto peso?

Él mismo había soñado con los bordes de la tierra seca, hacía ya mucho tiempo, cuando él y Ged el Archimago estaban viajando juntos, antes de llegar por primera vez a Selidor.

Y en aquélla, la más occidental de todas las islas, había seguido a Ged hasta adentrarse en la tierra seca. Del otro lado del muro de piedras. Bajando hasta ciudades sombrías, en donde las sombras de los muertos estaban de pie junto a las puertas de las casas o caminaban sin rumbo ni propósito por calles iluminadas únicamente por las estrellas inmóviles. Había caminado con Ged a través de todo aquel país, había recorrido un camino tedioso hasta llegar a un oscuro valle de polvo y piedras al pie de las montañas cuyo único nombre era Dolor.

Abrió la palma de su mano, bajó la vista para mirar la pequeña piedra que tenía en ella, y volvió a cerrar la mano.

Desde el valle del río seco, después de haber hecho lo que habían ido a hacer, habían subido a las montañas, porque no había manera de regresar. Habían subido por el camino prohibido para los muertos, escalando, trepando por rocas que les cortaban y les quemaban las manos, hasta que Ged ya no pudo avanzar más. Lebannen había cargado con él hasta donde había podido, luego había seguido andando a gatas con él a cuestas hasta el fin de la oscuridad, el irremediable precipicio de la noche. Y entonces había vuelto, con él, a la luz del sol, y al sonido del mar rompiendo sus olas en las costas de la vida.

Hacía mucho que no pensaba tan vividamente en aquel terrible viaje. Pero el pequeño trozo de piedra negra proveniente de aquellas montañas estaba siempre sobre su corazón.

Y ahora le parecía que el recuerdo de aquella tierra, su oscuridad, el polvo, estaba siempre en su mente, justo debajo de los diversos juegos y movimientos brillantes de los días, aunque él siempre intentaba desechar ese pensamiento. Desechaba ese pensamiento porque no podía soportar saber que al final allí sería donde finalmente volvería: volvería solo, sin compañía alguna, y para siempre. Para yacer allí con los ojos vacíos, sin habla, en las sombras de una ciudad de sombras. Para no ver nunca más la luz del sol, ni beber agua, ni tocar una mano con vida.

Se levantó de repente, sacudiéndose aquellos pensamientos morbosos. Guardó una vez más la piedra en su pequeña bolsa, se preparó para meterse en la cama, apagó la lámpara, y se acostó. En seguida la vio otra vez: la sombría tierra gris de polvo y de roca. Se extendía hacia arriba para terminar a lo lejos en picos negros y afilados, pero allí comenzaba a descender, hacia la derecha, en una completa oscuridad. —¿Qué hay por allí? —le había preguntado a Ged mientras caminaban y caminaban. Su compañero le había dicho que no lo sabía, que tal vez por allí no hubiera fin.

Lebannen se incorporó, enfurecido y alarmado por el despiadado significado de sus pensamientos. Sus ojos buscaron la ventana. Daba hacia el norte. Le gustaba la vista que había desde Havnor más allá de las colinas hasta la inmensa Montaña de Onn, coronada de gris. Más hacia el norte aún, inadvertido desde allí, más allá de todo el ancho de la Gran Isla y del Mar de Ea, estaba Enlad, su hogar.

Recostado en la cama podía ver solamente el cielo, un despejado cielo de noche estival, el Corazón del Cisne allá en lo alto, entre estrellas menores. Su reino. El reino de la luz, la vida, en donde las estrellas florecían como flores blancas en el este y volcaban su luminosidad en el oeste. No pensaría en ese otro reino en el que las estrellas permanecían inmóviles, en donde no había poder alguno en la mano de un hombre, ni un camino adecuado que seguir porque ningún camino llevaba a ninguna parte.

Acostado mirando las estrellas, alejó deliberadamente su mente de aquellos recuerdos y del recuerdo de Ged. Pensó en Tenar: el sonido de su voz, el tacto de su mano. Las cortesanas eran ceremoniosas, prudentes de cómo y cuando tocaban al Rey. Ella no. Ella posaba la mano sobre la de él, riendo. Era más audaz con él de lo que lo había sido su madre.

Rosa, la princesa de la Casa de Enlad, había muerto de una fiebre hacía dos años, mientras él estaba a bordo de un barco viajando para hacerle una visita real a Berila en Enlad y a las islas al sur de esa ciudad. No supo de su muerte sino hasta después de regresar a una ciudad y a una casa que estaban de luto.

Su madre estaba ahora allí en el país de la oscuridad, el país seco. Si él iba allí también y se la cruzaba en una de sus calles, ella ni siquiera lo miraría. Tampoco le hablaría.

Apretó las manos. Reacomodó los almohadones de su cama, intentó ponerse cómodo, intentó alejar su mente de allí, intentó pensar en cosas que le evitaran regresar allí. Pensar en su madre viva, en su voz, en sus ojos oscuros debajo de oscuras cejas arqueadas, en sus delicadas manos.

O pensar en Tenar. Sabía que le había pedido a Tenar que fuera a Havnor no solamente para que lo aconsejara sino porque era la madre que le quedaba. Quería ese amor, quería darlo y que se lo dieran. El amor despiadado que no es indulgente, que no tiene condiciones. Los ojos de Tenar eran grises, no oscuros, pero lo miraba con una ternura desgarradora indigna de cualquier cosa que él dijera o hiciera.

Sabía que hacía bien lo que le habían encomendado. Sabía que era bueno siendo el Rey. Pero solamente con su madre y con Tenar había sabido alguna vez más allá de cualquier duda personal lo que suponía ser Rey.


Tenar lo conocía desde que era un muchacho, antes de que lo coronaran. Lo había amado desde entonces y hasta ahora, por su bien, por el de Ged, y por el suyo propio. Para ella era como el hijo que nunca rompe el corazón de una madre.

Pero pensaba que tal vez aún podía hacerlo, si seguía encolerizándose tanto y siendo tan deshonesto con aquella pobre muchacha de Hur-at-Hur.

Tenar asistió a la última audiencia de los emisarios de Awabath. Lebannen le había pedido que lo hiciera, y a ella le alegraba poder estar allí. Al encontrar kargos en la corte, cuando había llegado allí a comienzos del verano, ella había esperado que ellos la rehuyeran o al menos que la miraran con recelo: era la sacerdotisa renegada que con el ladrón Mago-Halcón había robado el Anillo de Erreth-Akbé del tesoro de las Tumbas de Atuan y había huido traidoramente con él hacia Havnor. Ella era la responsable de que el Archipiélago tuviera otra vez un Rey. Los kargos bien podían utilizar eso en su contra.

Y Thol de Hur-at-Hur había restablecido el culto a los Dioses Gemelos y a los Sin Nombre, cuyo templo más grande Tenar había saqueado. Su traición no había sido solamente política sino también religiosa.

Sin embargo, eso había ocurrido hacía mucho tiempo, cuarenta años y más, se había convertido casi en una leyenda; y los hombres de Estado recordaban las cosas selectivamente. El embajador de Thol había suplicado tener el honor de una audiencia con ella y la había saludado con un respeto profusamente piadoso, parte del cual, pensó ella, era real. La llamó Dama Arha, la Devorada, la Única Siempre Renacida. Hacía años que no la llamaban por esos nombres, y le sonaron muy extraños. Pero le dio cierto placer, profundo y triste, oír su lengua materna y descubrir que todavía podía hablarla.

De modo que había ido para despedir al embajador y a su compañía. Le pidió que le asegurara al Supremo Rey de los kargos que su hija estaba bien, y miró con admiración una última vez a aquellos hombres altos, enjutos, con sus cabellos claros, trenzados, sus tocados con plumas, sus armaduras de malla de plata entretejidas con plumas. Cuando vivía en las Tierras de Kargad había visto pocos hombres de su misma raza. En el Lugar de las Tumbas habían vivido solamente mujeres y eunucos.

Después de la ceremonia, escapó a los jardines del palacio. La noche estival era cálida y agitada, los arbustos florecientes de los jardines se movían con el viento de la noche. Los sonidos de la ciudad al otro lado de las murallas del palacio eran como el murmullo de un mar tranquilo. Una pareja de jóvenes cortesanos estaba hablando abrazada debajo de los árboles; para no molestarlos, Tenar caminó entre las fuentes y las rosas, en el otro extremo del jardín.

Lebannen había abandonado la audiencia una vez más con el ceño fruncido. ¿Qué le ocurría? Por lo que ella sabía, nunca antes se había rebelado en contra de las obligaciones de su posición. Desde luego que sabía que un Rey debe casarse y que en realidad poco puede elegir con quién se casa. Sabía que un Rey que no obedece a su pueblo es un tirano. Sabía que su pueblo quería una Reina, quería herederos para el trono. Pero él no había hecho nada al respecto. Las mujeres de la corte se habían sentido contentas de poder cotillear con Tenar y contarle de sus numerosas queridas, ninguna de las cuales había perdido nada por ser conocida como la amante del Rey. Desde luego que él se las había arreglado bien para mantener todo aquello a escondidas, pero no podía esperar hacer eso durante toda su vida. ¿Por qué se había enfadado tanto cuando el ofrecimiento del Rey Thol le había proporcionado una solución tan apropiada?

Imperfectamente apropiada, quizás. La princesa era en parte un problema. Tenar tendría que tratar de enseñarle hárdico a la muchacha. Y encontrar damas dispuestas a enseñarle los modales del Archipiélago y la etiqueta de la corte, algo de lo que con toda seguridad ella no era capaz. Sentía más simpatía por la ignorancia de la princesa que por la sofisticación de las cortesanas.

No le gustaba el fallo o la incapacidad de Lebannen para comprender el punto de vista de la muchacha. ¿No podía imaginarse cómo era todo aquello para ella? Había sido criada en la residencia de mujeres de la fortaleza de un señor de la guerra, en una tierra remota y desierta, en donde probablemente nunca había visto a ningún hombre excepto a su padre, a sus tíos y a algún sacerdote; de repente había sido alejada de aquella pobreza y rigidez de vida constantes, por extraños, en una travesía marítima larga y aterradora; abandonada entre gente que solamente conocía como a monstruos irreligiosos y sedientos de sangre que habitaban el extremo más lejano del mundo, y en absoluto verdaderos humanos porque eran hechiceros que podían convertirse en animales y en pájaros. ¡Y tenía que casarse con uno de ellos!

Tenar había podido dejar a su propia gente e ir a vivir entre los monstruos y hechiceros de Poniente porque había estado con Ged, a quien amaba y en quien confiaba. Y aun así no había sido sencillo; muchas veces su coraje había fallado. Por toda la bienvenida que la gente de Havnor le había ofrecido, las multitudes y las aclamaciones y las flores y los elogios, los dulces nombres con los que la llamaban, la Dama Blanca, la Portadora de la Paz, Tenar del Anillo, por todo eso, ella se había agazapado en su habitación de palacio durante aquellas lejanas noches, llena de tristeza porque se sentía tan sola, y nadie hablaba su lengua, y no conocía ninguna de las tantas cosas que ellos conocían. En cuanto terminaron las festividades y el Anillo estuvo otra vez en su sitio, le había rogado a Ged que la llevara lejos de allí, y él había cumplido su promesa, marchándose rápidamente a Gont con ella. Allí había vivido en la casa del Viejo Mago como alumna y pupila de Ogión, aprendiendo cómo ser una habitante del Archipiélago, hasta que descubrió la manera en que quería seguir por sí sola, ya como mujer adulta.

Era más joven aún que aquella muchacha cuando llegó a Havnor con el Anillo. Pero no había crecido sin poderes, como lo había hecho la princesa. Aunque su poder como Única Sacerdotisa había sido ante todo ceremonial, nominal, había tomado realmente el control de su destino al romper con las adustas costumbres de su educación y había ganado la libertad para su prisionero y para ella. Pero la hija de un señor de la guerra tendría control solamente sobre cosas triviales. Cuando su padre se proclamó rey, ella fue nombrada princesa, le dieron ropas más suntuosas, más esclavos, más eunucos, más joyas; hasta que fue dada en matrimonio; pero nunca tuvo ni voz ni voto en ninguna de aquellas decisiones. Cuanto había visto del mundo fuera de la residencia de mujeres era a través de las ranuras de una ventana incrustada en gruesos muros, a través de capas de velos rojos.

Tenar se consideraba afortunada por no haber nacido en una isla tan atrasada y bárbara como Hur-at-Hur, por no haber utilizado nunca elfeyag. Pero sabía lo que era crecer dominada por una tradición de hierro. Le correspondía hacer todo lo que pudiera para ayudar a la princesa, mientras estuviese en Havnor. Pero no tenía intenciones de quedarse allí por mucho tiempo.

Paseando por el jardín, mirando las fuentes brillar suavemente a la luz de las estrellas, pensó en cómo y cuándo podría regresar a casa.

No le importaban las formalidades de la vida cortesana ni el conocimiento de que debajo de la cortesía se cocía un guisado de ambiciones, rivalidades, pasiones, complicidades, connivencias. Había crecido con rituales, hipocresía y políticas ocultas, y nada de eso la asustaba ni preocupaba. Simplemente tenía ganas de volver a casa. Quería estar otra vez en Gont, con Ged, en su casa.

Había ido a Havnor porque Lebannen había mandado a buscarlas a ella y a Tehanu, y a Ged, en caso de que quisiera ir; pero Ged no quiso, y Tehanu no quiso ir sin ella. Eso sí la asustó y preocupó. ¿Acaso su hija no podía separarse de ella? Después de todo, era el consejo de Tehanu el que Lebannen necesitaba, no el suyo. Pero su hija se había pegado a ella, como incómoda, como fuera de lugar en la corte de Havnor, al igual que la muchacha de Hur-at-Hur y, como ella, silenciosa, escondida.

Así que ahora Tenar tenía que hacer de niñera, tutora y compañera de las dos, dos muchachas asustadas que no sabían cómo utilizar su poder, mientras que ella no quería ningún poder de esta tierra excepto la libertad de ir a casa, adonde pertenecía, y ayudar a Ged con el jardín.

Deseó que pudieran cultivar rosas blancas como aquéllas en su casa. Su aroma era tan dulce en el aire de la noche. Pero había demasiado viento en el Vertedero, y el sol era demasiado fuerte en verano. Y probablemente las cabras se comerían las rosas.

Por fin volvió a entrar en el palacio y se dirigió al ala oriental, en donde estaban las habitaciones que compartía con Tehanu. Su hija estaba dormida, puesto que era tarde. Una llama no más grande que una perla ardía en la mecha de una pequeña lámpara de alabastro. Las habitaciones elevadas eran tranquilas, sombrías. Apagó la lámpara, se metió en la cama, y en seguida se hundió en un sueño profundo.

Estaba caminando por un pasillo de piedra, estrecho, de techos altos y abovedados. Llevaba la lámpara de alabastro. Su débil óvalo de luz se desvaneció hasta dejar detrás y delante de ella nada más que oscuridad. Llegó a la puerta de una habitación que se abrió al otro lado del pasillo. Dentro de la habitación había gente con alas de pájaros. Algunos tenían cabeza de pájaro, halcones y buitres. Estaban de pie o en cuclillas pero sin moverse, sin mirarla a ella ni a nada, con los ojos rodeados de blanco y de rojo. Sus alas eran como inmensas capas negras que colgaban a sus espaldas. Tenar sabía que no podían volar. Estaban tan afligidos, tan desesperados, y el aire de la habitación eran tan fétido que ella luchó para dar media vuelta y salir corriendo, pero no podía moverse; y mientras luchaba contra aquella parálisis, se despertó.

Allí estaban las cálidas sombras, las estrellas en la ventana, el aroma de las rosas, el suave movimiento de la ciudad, la respiración de Tehanu mientras dormía.

Tenar se sentó para quitarse de encima los restos del sueño. Había soñado con la Habitación Pintada del Laberinto de las Tumbas, en donde había visto a Ged cara a cara por primera vez, hacía cuarenta años. En el sueño, las pinturas de las paredes habían cobrado vida. Sólo que no era vida. Era la interminable y eterna no-vida de aquellos que morían sin renacimiento: aquellos maldecidos por los Sin Nombre; los infieles, los occidentales, los hechiceros.

Después de que uno moría volvía a nacer. Ése era el conocimiento básico sobre el que había sido criada. Cuando de niña fue llevada a las Tumbas para que fuera Arha, la Devorada, le dijeron que ella era la única persona entre todas las demás que renacería como ella misma, vida tras vida. A veces lo había creído, pero no siempre, incluso cuando era la sacerdotisa de las Tumbas, y desde entonces nunca más. Pero ella sabía lo que toda la gente de las Tierras de Kargad sabía, que cuando murieran regresarían en un nuevo cuerpo, la lámpara que se apagaba vacilaba una vez más ese mismo instante en otro lugar, en el útero de una mujer o en el pequeño huevo de un pececillo o en la semilla de hierba llevada por el viento, volviendo así a estar, sin recuerdo alguno de la antigua vida, a punto para una nueva, vida tras vida eternamente.

Solamente aquellos marginados por la propia tierra, por los Antiguos Poderes, los hechiceros oscuros de las Tierras Hárdicas, no volvían a nacer. Cuando morían, eso decían los kargos, no volvían al mundo con vida, sino que iban a un lugar oscuro de media vida en donde, con alas pero sin poder volar, ni pájaros ni humanos, debían perdurar sin esperanza. ¡Cómo había disfrutado la sacerdotisa Kossil hablándole acerca del terrible destino de aquellos presuntuosos enemigos del Dios-Rey, sus almas condenadas a salir del mundo de la luz para siempre!

Pero la vida del más allá de la que le había hablado Ged, donde decía que iba su gente, esa tierra inmóvil de polvo y sombra fríos, ¿acaso era menos triste, menos terrible?

Preguntas sin respuesta se agolpaban ansiosas en su mente: ¿por dejar de ser una karga, por haber traicionado el lugar sagrado, por eso tenía que ir a esa tierra seca cuando muriera? ¿Ged tenía que ir allí? ¿Pasarían allí uno junto al otro, insensibles? Eso no era posible. Pero ¿qué sucedía si él tenía que ir allí, y ella tenía que renacer? ¿Quedarían entonces separados eternamente?

No pensaría más en todo aquello. Estaba claro por qué había soñado con la Habitación Pintada tantos años después de haber dejado todo eso atrás. Estaba relacionado con haber visto a los embajadores, con haber hablado kargo otra vez, por supuesto. Pero aun así estaba afectada por todo ello, se sentía acobardada por el sueño. No quería regresar a las pesadillas de su juventud. Quería volver a la casa del Vertedero, estar acostada junto a Ged, escuchando la respiración de Tehanu mientras dormía. Cuando dormía, Ged estaba quieto como una piedra; pero el fuego había dañado un poco la garganta de Tehanu de forma que siempre había cierta aspereza en su respiración, y Tenar la había escuchado, había buscado escucharla, noche tras noche, año tras año. Eso era la vida, ésa era la vida que regresaba, ese querido sonido, ese ligero, áspero aliento.

Por fin volvió a dormirse escuchándolo. Si soñó fue solamente con abismos de aire y con los colores de la mañana apareciendo en el cielo.


Aliso se despertó muy temprano. Su pequeño compañero había estado inquieto toda la noche, y él también. Estaba contento de levantarse y acercarse a la ventana y sentarse soñolientamente observando cómo la luz teñía el cielo sobre el puerto, las barcas de pesca se preparaban para partir y las velas de los barcos aparecían por entre una bruma baja que se cernía sobre la gran bahía; podía escuchar el murmullo y el bullicio de la ciudad preparándose para el nuevo día. Aproximadamente en el momento en que comenzó a preguntarse si debía aventurarse en el aturdimiento de palacio para descubrir lo que se suponía tenía que hacer, alguien llamó a su puerta. Un hombre entró con una bandeja llena de fruta fresca y de pan, una jarra de leche, y un pequeño cuenco con carne para el gatito. —Volveré para llevaros ante el Rey cuando dé la quinta hora —informó a Aliso solemnemente, y luego ya un poco menos formalmente le dijo cómo bajar a los jardines de palacio si quería dar un paseo. Por supuesto, Aliso sabía que había seis horas de la medianoche al mediodía y seis horas del mediodía a la medianoche, pero nunca había oído dar las horas, y se preguntó a qué se refería aquel hombre.

Poco tiempo después, supo que en Havnor, cuatro trompetistas salían a la terraza más elevada, la de la torre más alta del palacio, la que estaba coronada por la esbelta hoja de acero de la espada del héroe, y a la cuarta y a la quinta hora antes del mediodía, y al mediodía, y a la primera, segunda y tercera hora después del mediodía, soplaban sus trompetas, una hacia el oeste, otra hacia el norte, otra hacia el este, otra hacia el sur. De aquella manera, los cortesanos del palacio y los mercaderes y los mercantes de la ciudad podían organizar sus actividades y concertar sus citas a una hora determinada. Un muchacho que conoció caminando por los jardines le explicó todo esto, un muchacho pequeño y delgado que llevaba una túnica que era demasiado larga para él. Le explicó que los trompetistas sabían cuándo soplar sus trompetas porque en la torre había unos relojes de arena inmensos, así como el Péndulo de Ath, que colgaba desde muy alto en la torre y que si se lo ponía a oscilar justo cuando comenzaba la hora, dejaría de hacerlo justo cuando comenzara la hora siguiente. Y le contó a Aliso que las melodías que tocaban los trompetistas eran todas partes del Lamento por Erreth-Akbé que el Rey Maharion escribió cuando regresó de Selidor, una parte diferente para cada hora, pero únicamente al mediodía tocaban la melodía completa. Y si uno quería estar en algún lugar a una hora determinada, tenía que vigilar las terrazas, porque los trompetistas siempre salían unos minutos antes, y si el sol estaba brillando levantaban sus trompetas de plata para que destellaran y brillaran. El muchacho se llamaba Rody y había llegado con su padre, el Señor de Metama en Ark, para quedarse un año en Havnor, y asistía a la escuela en palacio, y tenía nueve años, y echaba de menos a su madre y a su hermana.

Aliso, menos nervioso de lo que podría haber estado, regresó a su habitación a tiempo para encontrarse con su guía. La conversación con aquel muchacho le había hecho recordar que los hijos de los señores eran niños, que los señores eran hombres, y que no era a los hombres a quienes debía temer.

Su guía lo condujo a través de los corredores de palacio hasta un salón largo e iluminado con ventanas a lo largo de toda una pared, desde donde podían verse las torres y los fantásticos puentes de Havnor que se arqueaban sobre los canales y saltaban de tejado en tejado y de terraza en terraza atravesando las calles. Podía ver aquel panorama a medias, de pie desde la puerta, indeciso, sin saber si debía avanzar hasta el grupo de gente que se encontraba en el otro extremo del salón.

El Rey lo vio y se acercó a él, lo saludó cortésmente, lo llevó hasta donde estaban los demás, y se los presentó uno por uno.

Había una mujer de unos cincuenta años, pequeña y de piel muy clara, con cabellos canosos y grandes ojos grises: Tenar, dijo el rey sonriendo; Tenar del Anillo. Ella miró a Aliso a los ojos y lo saludó silenciosamente.

Había un hombre que tenía aproximadamente la misma edad que el Rey, llevaba ropas de terciopelo y lino, con joyas en el cinturón y en la garganta y un gran pendiente de rubí en el lóbulo de la oreja: Tosía, Capitán de Barco, dijo el rey. El rostro de Tosía, oscuro como madera de roble vieja, era duro y de mirada intensa.

Había un hombre de mediana edad, vestido con sencillez, con una mirada penetrante que hizo sentir a Aliso que podía confiar en él: el Príncipe Sege de la Casa de Havnor, dijo el Rey.

Había un hombre de unos cuarenta años que llevaba una vara de madera de su misma altura, por lo cual Aliso dedujo que se trataba de un mago de la Escuela de Roke. Tenía un rostro bastante ajado, buenas manos, un comportamiento distante pero cortés. El Maestro Ónix, dijo el rey.

Había una mujer, a la que Aliso tomó por una de las sirvientas porque vestía con mucha sencillez y se mantenía fuera del grupo, medio vuelta, como si estuviera mirando por las ventanas. Vio sus hermosos cabellos negros, pesados y brillantes como aguas que se precipitan, cuando Lebannen la acercó al grupo. —Tehanu de Gont —dijo el rey, y su voz sonó como un desafío.

La mujer miró a Aliso directamente a los ojos durante unos instantes. Era joven; el lado izquierdo de su rostro era terso como una rosa de cobre, un ojo oscuro y brillante bajo una ceja arqueada. El lado derecho había sido destruido y era rugoso, una gruesa cicatriz, sin ojo. Su mano derecha era como la garra curvada de un cuervo.

Extendió su mano para saludar a Aliso, como lo hacen las gentes de Ea y las de las Enlades, tal como lo habían hecho los otros, pero era su mano izquierda la que extendía. Él toco su mano con la suya, palma con palma. La de ella estaba caliente, como si tuviera fiebre. Ella volvió a mirarlo, una mirada asombrosa desde ese único ojo, brillante, con el ceño fruncido, feroz. Luego volvió a bajar la mirada y dio un paso hacia atrás, como si deseara no ser uno de ellos, como si deseara no estar allí.

—El Maestro Aliso trae un mensaje para ti de parte de tu padre, el Halcón de Gont —dijo el Rey, al ver que el mensajero se quedaba allí de pie, sin decir una palabra.

Tehanu no levantó la cabeza. Los brillantes cabellos negros casi ocultaban la ruina de su rostro.

—Estimada dama —dijo Aliso, con la boca seca y la voz ronca—, me invitó a que te hiciera dos preguntas. —Hizo una pausa, solamente porque tuvo que mojarse los labios y recuperar el aliento, en un momento de pánico en que olvidó lo que iba a decir; pero la pausa se convirtió en un silencio de espera.

Tehanu dijo, con una voz aún más ronca que la de él:

—Pregúntales a ellos.

—Dijo que primero preguntara: ¿Quiénes son los que van a la tierra seca? Y cuando me iba de Gont, me dijo: «Pregúntale también a mi hija: ¿Cruzaría un dragón el muro de piedras?».

Tehanu asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y dio unos pasos más hacia atrás, como si quisiese llevarse consigo sus misterios, alejarlos de los demás.

—La tierra seca —dijo el rey—, y los dragones…

Su mirada alerta se posó uno por uno en todos los rostros.

—Ven —dijo—, sentémonos y hablemos.

—Tal vez podríamos hablar en los jardines, ¿verdad? —dijo la pequeña mujer de ojos grises, Tenar. El Rey estuvo de acuerdo. Aliso oyó que Tenar le decía mientras se dirigían hacia allí—: Le cuesta quedarse dentro todo el día. Quiere ver el cielo.

Los jardineros trajeron sillas para ellos y las pusieron a la sombra de un gran sauce viejo junto a uno de los estanques. Tehanu se puso de pie junto al estanque, con la vista hacia abajo, mirando el agua verde en donde algunas inmensas carpas plateadas nadaban perezosamente. Estaba claro que quería pensar en el mensaje de su padre, no hablar, aunque podía escuchar lo que decían los demás.

Cuando estuvieron todos acomodados, el Rey le pidió a Aliso que contara su historia una vez más. El silencio que mantuvieron todos mientras escuchaban era compasivo, y Aliso pudo hablar sin tener que limitarse o apresurarse.

Cuando terminó, se quedaron en silencio durante un rato, y luego el mago Ónix le hizo una pregunta: —¿Soñaste anoche?

Aliso dijo que no había tenido ningún sueño que pudiera recordar.

—Yo sí —dijo Ónix—. Soñé con el Invocador, que fue mi maestro en la Escuela de Roke. Se dice de él que murió dos veces: porque regresó de aquel país al otro lado del muro.

—Yo soñé con los espíritus que no vuelven a nacer —dijo Tenar, en voz muy baja.

El Príncipe Sege dijo: —Toda la noche creí estar oyendo voces que venían de las calles de la ciudad, voces que conocía de mi infancia, llamándome como solían hacerlo entonces. Pero cuando escuché, eran solamente vigilantes o marineros gritando.

—Yo nunca sueño —dijo Tosía.

—Yo no soñé con ese país —dijo el Rey—. Pero me acordé de él. Y no pude dejar de recordarlo.

Observó a la mujer silenciosa, Tehanu, pero ella no hacía más que mirar el estanque y no hablaba.

Nadie más habló; y Aliso no pudo soportarlo. —¡Si soy portador de una peste, debéis mandarme lejos de aquí! —dijo.

El mago Ónix habló, no imperiosamente, pero de modo concluyente: —Si Roke te envió a Gont, y Gont te envió a Havnor, en Havnor es donde debes estar.

—Muchas cabezas emiten luz al pensar —dijo Tosía, sardónico.

Lebannen dijo: —Dejemos a un lado los sueños por un momento. Nuestro invitado necesita saber por qué estábamos preocupados antes de que él llegase, por qué les rogué a Tenar y a Tehanu que vinieran, a comienzos del verano, y por qué convoqué a Tosía para que viniera también a darnos su consejo. ¿Quisieras hablarle a Aliso acerca de este asunto, Tosía?

El hombre de rostro oscuro asintió con la cabeza. El rubí en su oreja relucía como una gota de sangre.

—El asunto son los dragones —dijo—. Llegaron al Confín del Poniente hace ahora algunos años, a granjas y a aldeas en Ully y en Usidero, volando bajo, arrancando los tejados de las casas con sus garras, sacudiéndolas, aterrorizando a la gente. En las Toringates, hace ya dos cosechas que vienen e incendian los campos con su aliento, y queman almiares y prenden fuego a las techumbres de paja de las casas. No han atacado a la gente, pero la gente ha muerto en los incendios. No han atacado las casas de los señores de esas islas, en busca de tesoros, como hacían durante los Años Oscuros, sino solamente las aldeas y los campos. Recibimos las mismas noticias de un mercante que había viajado lejos, hacia el suroeste, y había llegado hasta Simly en busca de cereales: los dragones habían estado allí y habían incendiado la cosecha justo cuando la estaban cosechando.

Luego, el invierno pasado en Semel, dos dragones se posaron sobre la cima del volcán, el Monte Andanden.

—Ah —dijo Ónix, y respondió a la mirada inquisitiva del Rey—: El mago Seppel de Paln me dice que la montaña era un lugar muy sagrado para los dragones, donde iban a beber fuego de la tierra en épocas remotas.

—Bueno, pues han regresado —dijo Tosía—. Y están bajando, hostigando a los rebaños, que son la riqueza de la gente de esas tierras; no lastimando a las bestias sino asustándolas, de modo que se liberan y escapan. La gente dice que son dragones jóvenes, negros y delgados, todavía sin demasiado fuego.

"Y en Paln hay ahora dragones viviendo en las montañas de la parte septentrional de la isla, campos salvajes sin granjas. Allí solían ir cazadores a por ovejas de montaña y a atrapar halcones para domesticarlos, pero han sido expulsados de allí por los dragones, y ahora ya nadie se acerca a las montañas. Tal vez tu mago de Paln los conozca.

Ónix asintió con la cabeza.

—Dice que se han visto algunos volando por encima de las montañas como vuelan los gansos salvajes.

—Entre Paln y Semel, y la Isla de Havnor, está sólo la anchura del Mar de Pelm —dijo el Príncipe Sege.

Aliso estaba pensando en que había menos de cien millas de Semel a su propia isla, Taon.

—Tosía se puso en camino rumbo al Paso del Dragón a bordo de su barco Golondrina —dijo el rey.

—Pero apenas pude ver la más oriental de esas islas antes de que un tropel de esas bestias se acercara a mí —dijo Tosía, con una dura sonrisa—. Me hostigaron como lo hacen con el ganado y con las ovejas, bajando en picado para chamuscar las velas de mi barco, hasta que conseguí alejarme y regresar al lugar del que había partido. Pero eso no es nada nuevo.

Ónix asintió una vez más con la cabeza. —Nadie más que un señor de dragones ha navegado nunca hasta el Paso del Dragón.

—Yo sí —dijo el Rey, y de repente en su rostro se dibujó una sonrisa amplia, infantil—. Pero yo estaba con un señor de dragones… Esa es la época en la que he estado pensando. Cuando estaba en el Confín del Poniente con el Archimago, buscando a Cob el nigromante, pasamos por Jessage, que está aún más lejos que Simly, y vimos allí campos en llamas. Y en el Paso del Dragón, vimos que luchaban y se mataban unos a otros como animales rabiosos.

Después de un rato el Príncipe Sege preguntó: —¿Podría ser que algunos de aquellos dragones no se hayan recuperado de su locura en aquella época perversa?

—Hace más de quince años ya —dijo Ónix—. Pero los dragones viven mucho tiempo. Quizás el tiempo pase diferente para ellos.

Aliso se dio cuenta de que, mientras hablaba, el mago le lanzaba miradas a Tehanu, que seguía apartada de ellos, junto al estanque.

—Sin embargo, han comenzado a atacar a la gente hace sólo uno o dos años —dijo el Príncipe.

—No es así —dijo Tosía—. Si un dragón quisiera destruir a la gente de una granja o de una aldea, ¿quién podría detenerlo? Lo que han estado persiguiendo ha sido el sustento de vida de la gente. Las cosechas, los almiares, las granjas, el ganado. Están diciéndonos: ¡Fuera, fuera del Poniente!

—Pero ¿por qué lo están diciendo con fuego, con caos? —preguntó ansioso el mago—. ¡Pueden hablar! Hablan el Lenguaje de la Creación. Morred y Erreth-Akbé hablaban con dragones. Nuestro Archimago hablaba con ellos.

—Los que vimos en el Paso del Dragón —dijo el rey—, han perdido el poder del habla. La infracción que Cob había cometido en el mundo les estaba quitando su poder, y a nosotros también. Sólo el gran dragón Orm Embar se acercó a nosotros y le habló al Archimago, diciéndole que fuera a Selidor… —Hizo una pausa, sus ojos estaban muy lejos de allí—. Y hasta Orm Embar perdió el habla antes de morir. —Otra vez alejó la mirada de donde estaban todos reunidos, había una luz extraña en su rostro—. Orm Embar murió por nosotros. Él nos enseñó el camino a la tierra seca.

Se quedaron todos en silencio durante un rato. La voz apagada de Tenar rompió el silencio. —Una vez, Gavilán me dijo, a ver si puedo recordar cómo lo dijo: que el dragón y el habla del dragón son una misma cosa, un mismo ser. Que un dragón no aprende el Habla Antigua, sino que es el Habla Antigua.

—Como una golondrina es vuelo. Como un pez es nado —dijo Ónix lentamente—. Sí.

Tehanu estaba escuchando, de pie, inmóvil junto al estanque. Ahora todos la miraban. La mirada en el rostro de su madre era apremiante, ansiosa. Tehanu giró la cabeza y miró para otro lado.

—¿Cómo haces para que un dragón te hable? —preguntó el Rey. Lo dijo a la ligera, como si fuera una ocurrencia, pero fue seguida por otro silencio—. Espero que eso sea algo que podamos aprender —prosiguió—. Ahora bien, Maestro Ónix, ya que hablamos de dragones, ¿podrías contarnos la historia de la muchacha que llegó a la Escuela de Roke, ya que el único que la ha oído aquí soy yo?

—¡Una muchacha en la Escuela! —dijo Tosía, con una sonrisa burlona—. ¡Las cosas han cambiado en Roke!

—Ya lo creo que sí —dijo el mago, lanzándole una mirada larga y fría al marino—. Sucedió hace unos ocho años. La muchacha vino de Way, disfrazada de muchacho, y diciendo que quería estudiar el arte de la magia. Por supuesto que su pobre disfraz no pudo engañar al Maestro Portero. Sin embargo, él la dejó entrar, y le siguió el juego. En aquella época, la Escuela estaba dirigida por el Maestro de Invocaciones, el hombre… —dudó unos instantes—, el hombre con quien os he dicho que soñé anoche.

—Cuéntanos algo de ese hombre, por favor, Maestro Ónix —dijo el rey—. ¿Era Thorion, el que regresó de la muerte?

—Sí. Cuando ya había pasado mucho tiempo después de que el Archimago se fuera y no recibiéramos noticias, temimos que hubiera muerto. De modo que el Invocador utilizó sus artes para ir hasta allí y ver si realmente había atravesado el muro. Estuvo allí mucho rato, así que los maestros temieron por él también. Pero por fin se despertó, y dijo que el Archimago estaba allí entre los muertos, y que no regresaría pero que le había pedido a Thonon que regresara para gobernar Roke. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el dragón nos trajera al Archimago Gavilán con vida, con mi señor Lebannen… Luego, cuando el Archimago volvió a irse, el Invocador cayó de rodillas y permaneció en el suelo como si hubiera perdido la vida. El Maestro de Hierbas, con todo su arte, creyó que estaba muerto. Sin embargo, mientras nos preparábamos para enterrarlo, se movió, y habló, diciendo que había vuelto a la vida para hacer lo que debía hacerse. De modo que, como no podíamos elegir un nuevo Archimago, Thorion el Invocador gobernó la Escuela. —Hizo una pausa—. Cuando llegó la muchacha, a pesar de que el Portero la había dejado entrar, Thorion no quería que estuviera entre aquellas paredes. No quería tener nada que ver con ella. Pero el Maestro de las Formas la llevó al Bosquecillo, y la muchacha vivió allí durante un tiempo, en el borde de los árboles, y caminaba entre ellos con el Maestro de las Formas. Él y el Portero, y el Maestro de Hierbas, y Kurremkarmerruk, el Maestro de los Nombres, creían que había una razón por la que la muchacha había llegado hasta Roke, creían que era un mensajero o un agente de algún acontecimiento importante, aunque ella misma no lo supiera; y entonces la protegieron. Los demás maestros estuvieron de acuerdo con Thorion, quien decía que lo único que hacía aquella muchacha era llevar disensión y ruina y que debía ser expulsada. En aquel entonces yo era un alumno de la escuela. Para nosotros fue muy perturbador saber que nuestros maestros, sin maestría alguna, estaban riñendo.

—Y por una muchacha —dijo Tosía.

La mirada que le lanzó Ónix esta vez fue tremendamente fría.

—Algo así —respondió. Después de un minuto retomó su historia—. Para ser breve, entonces, cuando Thorion envió a un grupo de nosotros para que la obligáramos a marcharse de la isla, ella lo desafió a que se encontrara con ella esa misma tarde en el Collado de Roke. Él acudió a la cita, y la invocó por su nombre para que le obedeciera: «Irían», la llamó. Pero ella dijo: «No soy sólo Irian», y mientras hablaba, cambió. Se convirtió, adoptó forma de dragón. Tocó a Thorion y el cuerpo de éste se deshizo como el polvo. Luego subió la colina, y a pesar de que la estábamos observando, no sabíamos si estábamos viendo a una mujer que ardía como el fuego, o a una bestia con alas. Pero cuando llegó a la cima, pudimos verla claramente, un dragón como una llama roja y dorada. Y alzó sus alas y se fue volando hacia el oeste.

Su voz se había suavizado y su rostro estaba lleno del sobrecogimiento que recordaba. Nadie decía nada.

El mago se aclaró la garganta. —Antes de que la muchacha subiera la colina, el Maestro de los Nombres le preguntó: « ¿Quién eres?». La muchacha respondió que no conocía su otro nombre. El Maestro de las Formas le habló, preguntándole adonde iría y si regresaría. Dijo que iría más allá del Oeste, para que su gente le dijera cuál era su nombre, pero que si él la llamaba, ella acudiría.

En el silencio, se oyó una voz ronca, débil, como un metal rozando otro metal. Aliso no comprendió las palabras y sin embargo le resultaban familiares, como si casi pudiera recordar lo que significaban.

Tehanu se había acercado al mago y estaba de pie junto a él, inclinada, tensa como un arco estirado. Era ella quien había hablado.

Asustado y atónito, el mago la miró fijamente, se puso de pie, dio un paso hacia atrás, y luego, controlándose, dijo: —Sí, ésas fueron sus palabras: «Mi gente, más allá del Oeste».

—Llámala. Oh, llámala —susurró Tehanu, extendiendo las manos hacia él. Una vez más él se echó hacia atrás involuntariamente.

Tenar se puso de pie y le murmuró a su hija: —¿Qué sucede, qué sucede, Tehanu?

Tehanu los miró fijamente a todos. Aliso se sentía como si fuese un espectro a través del cual ella podía ver. —Dile que venga hasta aquí —dijo Tehanu. Miró al Rey—. ¿Puedes llamarla?

—No tengo ese poder. Tal vez el Maestro de las Formas de Roke, tal vez tú misma…

Tehanu sacudió la cabeza violentamente. —No, no, no, no —susurró—. Yo no soy como ella. Yo no tengo alas.

Lebannen miró a Tenar como pidiéndole ayuda. Tenar miraba tristemente a su hija.

Tehanu se dio la vuelta y enfrentó al Rey cara a cara.

—Lo siento —dijo, rígidamente, con su voz débil y áspera—. Tengo que estar sola, señor. Voy a pensar en lo que dijo mi padre. Intentaré responder a lo que ha preguntado. Pero tengo que estar sola, por favor.

Lebannen se inclinó ante ella y miró a Tenar, quien inmediatamente se acercó a su hija y la rodeó con su brazo; y juntas se alejaron por el soleado sendero junto a los estanques y las fuentes.

Los cuatro hombres volvieron a sentarse y no dijeron nada más durante algunos minutos.

Lebannen dijo por fin: —Tenías razón, Ónix. —Y a los demás—: El Maestro Ónix me contó esta historia de la mujer-dragón Irian después de que yo le contara algo acerca de Tehanu. Cómo de niña Tehanu invocó al dragón Kalessin para que fuera a Gont, y habló con el dragón en la Lengua Antigua, y Kalessin la llamó hija.

—¡Majestad, esto es muy extraño, ésta es una época extraña, en la que un dragón es una mujer, y en la que una muchacha sin instrucción habla en el Lenguaje de la Creación! —Ónix estaba evidente y profundamente conmovido, asustado. Al ver aquello, Aliso se preguntó por qué él mismo no sentía ese miedo. Probablemente, pensó, porque no sabía lo suficiente como para sentirse asustado, ni por qué sentirse asustado.

—Pero hay viejas historias… —dijo Tosía—. ¿No las habéis escuchado en Roke? Tal vez vuestras paredes las mantuvieran fuera. Simplemente son historias que cuenta la gente sencilla. A veces incluso canciones. Hay una canción de marineros, «La muchacha de Belilo», que cuenta la historia de cómo un marinero dejaba a una hermosa muchacha llorando en cada puerto, hasta que una de ellas voló detrás de su bote con alas de latón y lo sacó del barco de un tirón y se lo comió.

Ónix miraba a Tosía lleno de indignación. Pero Lebannen sonrió y dijo:

—La Mujer de Kemay… El viejo maestro del Archimago, Aihal, llamado Ogión, le habló a Tenar de ella. Era una aldeana anciana, y vivía como tal. Invitó a Ogión a su cabaña y le dio sopa de pescado. Pero dijo que el género humano y el de los dragones habían sido uno alguna vez. Ella misma era un dragón tanto como una mujer. Y puesto que era un mago, Ogión la vio como un dragón. Como tú viste a Irían, Ónix.

Hablando con dureza y dirigiéndose únicamente al rey, Ónix respondió:

—Después de que Irian abandonara Roke, el Maestro de los Nombres nos enseñó partes de algunos de los libros más antiguos del saber popular que siempre habían sido oscuras, pero que podían ser comprendidas al hablar de seres tanto humanos como dragones. Y de una disputa o una gran división entre ellos. Pero nada de esto queda muy claro para nuestro entendimiento.

—Espero que Tehanu pueda aclararlo —dijo Lebannen. Su voz era tranquila, de modo que Aliso no supo si se había rendido o si todavía albergaba esa esperanza.

Un hombre bajaba presurosamente por el sendero hacia donde ellos estaban, un soldado de cabeza gris, uno de los guardias del Rey. Lebannen miró a su alrededor, se puso de pie, se acercó hasta él. Hablaron un minuto, en voz baja. El soldado volvió a irse a grandes pasos; el Rey se dio la vuelta y quedó de cara a sus compañeros.

—Tenemos noticias —dijo, una vez más aquel deje de desafío en la voz—. Al oeste de Havnor se han visto varios vuelos de dragones. Han incendiado bosques, y la tripulación de un barco costero dice que hay gente que huye hacia el Puerto del Sur y que la ciudad de Resbel está en llamas.


Esa noche, el barco más rápido del Rey los llevó a él y a su grupo hasta el otro lado de la Bahía de Havnor, avanzando muy de prisa, en el viento de magia que levantara Ónix. Llegaron a la desembocadura del Río Onneva, debajo del lomo del Monte Onn, al amanecer. Con ellos desembarcaron once caballos, magníficos, fuertes, criaturas con patas delgadas de los establos reales. Los caballos eran algo muy poco común en todas las islas excepto en Havnor y en Semel. Tehanu conocía bastante bien a los burros pero nunca antes había visto un caballo. Había pasado una buena parte de la noche con ellos y con sus guardianes, ayudando a controlarlos y a tranquilizarlos. Estaban bien alimentados, eran caballos bien educados pero que no estaban acostumbrados a hacer travesías marítimas.

Cuando llegó la hora de montarlos, allí en las arenas del Onneva, Ónix se sintió bastante acobardado, y tuvo que ser animado y alentado por los guardianes, mientras que Tehanu se subió a la silla de montar tan rápido como el Rey.

Puso las riendas en su mano lisiada y no las utilizó; parecía comunicarse con su yegua de otra manera.

Y así fue como la pequeña caravana se puso en camino hacia el oeste entre los pies de las montañas de Faliern, manteniendo un buen ritmo. Era la manera más rápida de viajar que Lebannen tenía a su disposición; bordear la costa del sur de Havnor tomaría demasiado tiempo. Llevaban con ellos al mago Ónix para que mantuviera el clima favorable, para que quitara cualquier obstáculo que pudiera aparecer en el camino, y para defenderlos de cualquier daño que pudiera causarles el fuego de algún dragón. Contra los dragones, si se encontraban con ellos, no tenían defensa alguna, excepto tal vez la que pudiera ofrecerles Tehanu.

Al oír los consejos de sus asesores y de los oficiales de su guardia la noche anterior, Lebannen había concluido que no había manera de luchar contra los dragones ni de proteger las ciudades y los campos de sus ataques: las flechas no servían para nada, los escudos no servían para nada. Únicamente los magos más grandiosos habían podido derrotar a un dragón. No tenía a ninguno de aquellos magos a su servicio y no conocía a ninguno que ahora estuviera vivo, pero tenía que defender a su gente lo mejor que pudiera, y no sabía otra manera de hacerlo más que intentar hablar con los dragones.

Su mayordomo se había escandalizado cuando el Rey se había puesto en camino hacia donde se alojaban Tenar y Tehanu: el Rey debía enviar a alguien a buscar a la persona a la que él quería ver, debía ordenarle que acudiera a él. —No si el rey va a suplicarles algo —dijo Lebannen.

A la aterrorizada criada que abrió la puerta, le dijo que preguntara si podía hablar con la Dama Blanca y con la Mujer de Gont. Por esos nombres las conocían la gente de palacio y de la ciudad. Que ambas utilizaran su nombre verdadero abiertamente, al igual que el Rey, era algo tan extraño, tan desafiante de normas y costumbres, de seguridad y propiedad, que, a pesar de que la gente conociera el nombre, se negaba a pronunciarlo y prefería evitarlo.

Lo dejaron entrar, y después de haberles contado brevemente la noticia que había recibido, dijo: —Tehanu, puede que tú seas la única persona de todo mi Reino que puede ayudarme. Si pudieras llamar a estos dragones al igual que llamaste a Kalessin, si tuvieras algún tipo de poder para comunicarte con ellos, si pudieras hablar con ellos y preguntarles por qué luchan contra mi gente, ¿lo harías?

La muchacha eludió sus palabras, y miró a su madre.

Pero Tenar no le ofreció ninguna clase de protección. Se quedó inmóvil. Después de un rato le dijo: —Tehanu, hace mucho tiempo te dije: «Cuando un Rey te habla, tú contestas». En aquel entonces eras una niña, y no contestaste. Ahora ya no eres una niña.

Tehanu dio un paso hacia atrás para alejarse de los dos. Como una niña, dejó caer la cabeza. —No puedo llamarlos —dijo con su voz débil, áspera—. No los conozco.

—¿Puedes llamar a Kalessin? —preguntó Lebannen.

Tehanu negó con la cabeza. —Está demasiado lejos —susurró—. No sé dónde.

—Pero tú eres la hija de Kalessin —dijo Tenar—, ¿No puedes hablar con estos dragones?

Tehanu respondió miserablemente: —No lo sé.

Lebannen dijo: —Si existe alguna posibilidad, Tehanu, de que ellos hablen contigo, de que tú puedas hablar con ellos, te suplico que aproveches esa posibilidad. Porque yo no puedo luchar contra ellos, y no conozco su lengua, y ¿cómo puedo descubrir lo que quieren de nosotros unas criaturas que pueden destruirme con sólo su aliento, con sólo una mirada? ¿Podrías hablar por mí, por nosotros?

Tehanu se quedó en silencio. Luego, tan débilmente que apenas pudieron escucharla, respondió: —Sí.

—Entonces, prepárate para viajar conmigo. Partiremos a la cuarta hora de la tarde. Mi gente te llevará hasta el barco. Te lo agradezco. ¡Y a ti también, Tenar! —dijo, cogiendo su mano un momento, pero no mucho más, puesto que tenía que ocuparse de muchas cosas antes de partir.

Cuando llegó al embarcadero, tarde y corriendo, allí estaba la esbelta figura encapuchada. El último caballo que fue llevado a bordo del barco resoplaba y estiraba las patas, negándose a subir la pasarela. Tehanu parecía estar hablando con el guardián. Al poco rato, cogió la brida del caballo, le dijo algo, y juntos subieron tranquilamente a la pasarela.

Los barcos son casas pequeñas, llenas; Lebannen oyó a dos de los mozos de caballos hablando suavemente en la cubierta de popa cerca de la medianoche.

—Tiene la mano verdadera —dijo uno.

—Sí, así es, pero es horrible mirarla, ¿no es cierto? —dijo el otro, con una voz más joven.

El primero dijo: —Si a un caballo no le importa, ¿por qué debería importarte a ti?

—No lo sé, pero así es —respondió el otro.

Ahora, mientras cabalgaban por las arenas del Onneva y después al pie de las montañas, en donde el camino se ensanchaba, Tosía acercaba su caballo al de Lebannen. —Ella será nuestra intérprete, ¿verdad? —le preguntó.

—Si puede.

—Bueno, es más valiente de lo que yo pensaba. Si eso fue lo que le sucedió la primera vez que habló con un dragón, es probable que suceda otra vez.

—¿A qué te refieres?

—Se quemó y estuvo a punto de morirse.

—No fue por un dragón.

—¿Por quién, entonces?

—Por la gente con la que nació.

—¿Cómo fue eso? —preguntó Tosía haciendo una mueca.

—Vagabundos, ladrones. Tenía cinco o seis años. Fuera lo que fuese lo que ella o ellos hicieran, todo terminó con ella golpeada hasta quedar inconsciente y arrojada a una hoguera. Pensando, supongo, que estaba muerta o que moriría y que todo sería tomado como un accidente, se dieron a la fuga. Los aldeanos la encontraron, y Tenar la acogió.

Tosía se rascó la oreja. —Ésa sí que es una historia bonita acerca de la bondad humana. Así ¿tampoco es hija del viejo Archimago? Pero ¿entonces a qué se refieren cuando dicen que es la cría de un dragón?

Lebannen había navegado con Tosía, había luchado junto a él hacía años en el sitio de Sorra, y sabía que era un hombre valiente, entusiasta, juicioso. Cuando la aspereza de Tosía le irritaba, él culpaba a su fina piel. —No sé a qué se refieren —respondió suavemente—. Lo único que sé es que el dragón la llamó hija.

—Ese mago vuestro de Roke, ese Ónix, es rápido diciendo que no tiene nada que hacer en este asunto. Sin embargo, él puede hablar el Habla Antigua, ¿no es así?

—Sí. Podría convertirte en ceniza con apenas unas palabras. Si no lo ha hecho todavía es por respeto a mí, no a ti, creo.

Tosía asintió con la cabeza. —Ya lo sé —dijo.

Cabalgaron durante todo aquel día tan rápido como podían hacerlo los caballos, y al caer la noche llegaron a un pequeño pueblo al pie de una colina, en donde los caballos pudieron ser alimentados y descansar, y los jinetes pudieron dormir en diferentes e incómodas camas. Los que no estaban habituados a cabalgar descubrieron entonces que apenas podían caminar. La gente de allí no había oído nada acerca de los dragones, y solamente se sintieron abrumados por el terror y el esplendor de todo un grupo de ricos extranjeros que habían llegado a caballo y pidiendo avena y camas, y les pagaban con plata y con oro.

Los jinetes partieron una vez más bastante antes del amanecer. Había casi cien millas desde las arenas del Onneva hasta Resbel. Este segundo día los llevaría por el desfiladero de las Montañas de Faliern y luego bajarían por el lado oeste. Yenay, uno de los oficiales de confianza de Lebannen, cabalgaba bastante por delante de los demás; Tosía era guardián de la parte de atrás; Lebannen estaba al frente del grupo principal. Iba trotando medio dormido en medio de la silenciosa tranquilidad que precede al amanecer, cuando el sonido de los cascos de un caballo golpeando el suelo y acercándose lo despertó. Yenay había cabalgado hacia atrás desde el frente. Lebannen levantó la vista y miró lo que el hombre le señalaba.

Acababan de salir de un bosque en la cumbre de una ladera abierta y podían ver a través de la clara media luz todo el camino que atravesaba el desfiladero. A ambos lados, las montañas se agrupaban negras contra el brillo rojizo y apagado de un amanecer con muchas nubes.

Pero estaban de cara al oeste.

—Eso está más cerca que Resbel —dijo Yenay—. Quince millas, tal vez.

La yegua de Tehanu, a pesar de ser pequeña, era la mejor del grupo, y tenía la poderosa convicción de que debía guiar a los demás. Si Tehanu no la retenía, la yegua no dejaba de cabalgar y de adelantar a los otros caballos hasta quedar al frente de la línea. La yegua salió disparada de repente cuando Lebannen dio rienda suelta a su gran caballo, y por eso Tehanu estaba ahora a su lado, mirando hacia donde él miraba.

—El bosque está en llamas —le dijo él a ella.

Lebannen podía ver solamente el lado marcado de su rostro, de modo que parecía que tenía la mirada ciega; pero ella veía, y la mano garra que sostenía las riendas estaba temblando. El niño que se quema le teme al fuego, pensó él.

¿Qué locura cruel y cobarde se había apoderado de él para decirle a esta muchacha: «Ven a hablar con los dragones, ¡sálvame el pellejo!», y llevarla directamente hacia el fuego?

—Regresaremos —dijo.

Tehanu levantó su mano buena, señalando: —Mira —dijo—. ¡Mira!

La chispa de una hoguera, una ceniza ardiente que se alzaba por la línea negra del desfiladero, un águila de llamas subiendo cada vez más, un dragón que volaba directo hacia donde ellos se encontraban.

Tehanu se puso de pie sobre sus estribos y soltó un chirrido penetrante, como el de un ave marina o como el grito de un halcón, pero era una palabra: —¡Medeu!

La enorme criatura se acercó más, a una velocidad terrible, sus alas largas y delgadas batiendo casi perezosamente; había perdido el reflejo del fuego y se veía negra o del color del bronce en la creciente luz de la mañana.

—Cuidad de vuestros caballos —dijo Tehanu con su voz ronca, y, justo en ese momento, el caballo castrado gris de Lebannen vio al dragón y se sobresaltó violentamente, sacudiendo la cabeza y retrocediendo. Pudo controlarlo, pero detrás de él uno de los otros caballos soltó un relincho de terror, y entonces oyó a todos los caballos pisoteando el suelo y a los guardianes gritando. El mago Ónix se acercó corriendo a toda prisa y se colocó al lado del caballo de Lebannen. A caballo o a pie, todos se detuvieron y observaron al dragón acercarse.

Una vez más, Tehanu gritó aquella palabra. El dragón viró en pleno vuelo, comenzó a ir más despacio, se acercó, se detuvo y merodeó por el aire, a aproximadamente ciento cincuenta metros de ellos.

—¡Medeu! —gritó Tehanu, y la respuesta llegó como un eco prolongado: ¡Me-de-uuu!

—¿Qué significa eso? —preguntó Lebannen, agachándose hacia Ónix.

—Hermana, hermano —susurró el mago.

Tehanu descendió del caballo, le había dado las riendas a Yenay, y estaba bajando a pie por la ligera pendiente hacia donde se cernía el dragón, sus largas alas batiendo rápidamente, como las de un halcón cuando se suspende en el aire. Pero aquellas alas medían quince metros de una punta a la otra, y mientras batían emitían un sonido como de timbales o como el traqueteo del metal. Mientras ella se acercaba, una pequeña voluta de fuego escapó de la gran boca abierta y de inmensos dientes del dragón.

Tehanu alzó su mano. No la esbelta mano oscura sino la que había sido quemada, la garra. La cicatriz que cubría su brazo y su hombro le impedía levantarla totalmente. Apenas podía llegar a la altura de su cabeza.

El dragón se hundió un poco en el aire, bajó su cabeza, y tocó la mano de Tehanu con su delgado y llameante hocico de escamas. Como un perro, un animal que saluda y olfatea, pensó Lebannen; como un halcón que se posa sobre una muñeca; como un rey que se inclina ante una reina.

Tehanu habló, el dragón habló, ambos brevemente, con sus voces de címbalo. Otro intercambio de palabras, una pausa; el dragón habló largo y tendido. Ónix escuchaba atentamente. Un intercambio más de palabras. Una voluta de humo por las ventanas de la nariz del dragón; un gesto rígido e imperioso de la mano dañada de la mujer. Luego dijo claramente dos palabras.

—Traedla —tradujo el mago en un susurro.

El dragón batió sus alas con fuerza, bajó su gran cabeza, y silbó, volvió a hablar, luego se elevó de repente en el aire, muy alto sobre Tehanu, dio media vuelta, giró una vez, y salió disparado como una flecha hacia el oeste.

—La ha llamado Hija del Mayor —susurró el mago, mientras Tehanu se quedaba allí de pie inmóvil, observando cómo se alejaba el dragón.

Se dio la vuelta; se veía pequeña y frágil ante aquella inmensa colina con su bosque a la luz gris del amanecer. Lebannen se bajó del caballo y se acercó a ella. Pensó que la encontraría agotada y aterrorizada, alargó su mano para ayudarle a caminar, pero ella le sonrió. Su rostro, medio terrible medio hermoso, brillaba con la luz roja del sol que aún no había salido.

—No volverán a atacar. Esperarán en las montañas —dijo.

Luego sí miró a su alrededor, como si no supiera dónde se encontraba, y cuando Lebannen la cogió del brazo, ella dejó que así lo hiciera; pero el fuego y la sonrisa seguían brillando en su rostro, y caminó suavemente.

Mientras los guardianes sujetaban los caballos, que ya se habían puesto a pastar en la hierba humedecida por el rocío, Ónix, Tosía y Yenay se acercaron a Tehanu, aunque manteniendo una distancia respetuosa. Entonces Ónix le dijo: —Mi querida dama Tehanu, nunca he visto un acto tan valiente.

—Ni yo tampoco —dijo Tosía.

—Tenía miedo —dijo Tehanu, con una voz que no albergaba emoción alguna—. Pero le llamé hermano, y él me llamó hermana.

—No pude entender todo lo que dijisteis —dijo el mago—.

No conozco tanto el Habla Antigua como tú. ¿Podrías contarnos lo que pasó entre vosotros?

Tehanu habló lentamente, sus ojos fijos en el poniente, hacia donde había volado el dragón. El rojo apagado del fuego distante iba palideciendo a medida que el levante se iba aclarando.

—Yo le pregunté: «¿Por qué estáis quemando la isla del Rey?». Y él me respondió: «Es hora de que volvamos a tener nuestras propias tierras». Y yo le dije: «¿Os pidió el Mayor que las tomarais con fuego?». Entonces dijo que el Mayor, Kalessin, se había ido con Orm Irian más allá del Oeste, para volar con el otro viento. Y dijo que los dragones jóvenes que se han quedado aquí, en los vientos del mundo, dicen que los hombres han roto su promesa y han robado las tierras de los dragones. Se dicen unos a otros que Kalessin no regresará nunca, y que ya no esperarán más, sino que sacarán a los hombres de todas las tierras del Poniente. Pero recientemente Orm Irian ha regresado, y está en Paln, según me dijo. Y yo le dije que le pidiera que viniese hasta aquí. Y él dijo que vendría a ver a la hija de Kalessin.

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