CAPÍTULO 08

– Sencillamente, no me lo puedo creer. ¡Mi hija detenida! Y la noticia aparece en primera plana -Celeste caminaba nerviosa por el pequeño salón de Nora. Esta la observaba desde el sofá. Estaba todavía en bata y zapatillas y sostenía una taza de manzanilla entre las manos.

No había dormido nada la noche anterior y había llamado a la oficina a primera hora de la mañana para decir que se quedaría trabajando en casa. Nora se frotó los ojos y tomó la edición de la mañana del Chronicle.

– No sale en primera plana, mamá. Sale en la página doce, son solo tres párrafos y una foto diminuta. Nadie se dará cuenta.

Al menos no hasta que la prensa amarilla llegara a los quioscos. Al fin y al cabo, no había nada más divertido que la caída de una mujer tan santurrona como Prudence Trueheart. La única buena noticia era que El Herald no había cubierto su desgracia.

Miró fijamente la foto. Era una instantánea hecha en el momento que Pete había aparecido a su lado para ayudarla a salir. Este le pasaba un brazo por los hombros con gesto protector y miraba a su alrededor con expresión fiera. Nora tenía la cara parcialmente escondida en su pecho, pero era evidente que era ella la protagonista de la foto.

Nora deslizó un dedo por la imagen de Pete y sonrió sin darse cuenta. Se había pasado la noche pensando en lo que le había dicho, intentando creer que era verdad. Pete Beckett enamorado de ella. Cada vez que aquella idea se le pasaba por la cabeza, sentía resurgir tímidamente la esperanza. Pero el sentido común ahogaba rápidamente la emoción y se decía que Pete todavía no podía saber lo que realmente sentía.

Todavía continuaba atrapado en el misterio, en los placeres prohibidos compartidos con una desconocida. Una desconocida apasionada y sin prejuicios. Nora frunció el ceño, una idea comenzaba a cobrar forma en su agotado cerebro: Pete había dicho que había sabido quién era ella desde que la había visto en el Vic. En ese caso, en realidad no había hecho el amor con una desconocida. Simplemente, había fingido que estaba haciendo el amor con una desconocida. Rápidamente, descartó aquel pensamiento.

– Pronto se acallará todo -comentó, dejando el periódico sobre la mesa.

Celeste se abanicó con su agenda y se llevó la mano al pecho.

– He estado contestando el teléfono toda la mañana. Y supongo que sabes cómo nos afecta tu conducta a tu padre y a mí. Todo esto nos arruinará socialmente, Nora. Nos echarán del club. Y… y la gente se negará a venir a mi fiesta de recaudación de fondos para la ópera. Dios mío, ¡somos padres de una delincuente!

Nora gimió, tomó un cojín y lo abrazó con fuerza.

– Por favor, ¿no te parece que te estás poniendo un poco melodramática? Solo he intentado entrar en una casa y ni siquiera me acusaron de nada.

– En ese caso, ¿por qué aparece la noticia en el periódico?

– Porque soy Prudence Trueheart. El más mínimo error en mi conducta se considera noticia. Además, han bajado sus ventas por culpa de El Herald y supongo que me consideran parcialmente culpable de ello. Quizá quieran arruinar mi reputación.

Celeste la miró con los ojos entrecerrados.

– Sabía que este trabajo te traería problemas desde el momento en que lo aceptaste. Periodista, ¿qué clase de profesión es esa para una joven de buena familia? Y además, ¿cómo se te ocurrió meterte en casa de ese hombre?

– En realidad lo único que quería era recuperar una cosa que me había dejado. En cuanto todo se aclaró…

– ¿Una cosa que te habías dejado? ¿Y qué puedes haberte dejado en casa de un desconocido? ¿Y quién es ese Pete Beckett que aparece en la foto contigo?

– Solo es un hombre -musitó Nora, mientras sus pensamientos volaban nuevamente hacia él. -¡Ya está bien! -murmuró para sí, llevándose los dedos a la sien e intentando borrar su imagen de su cerebro.

– No pienso parar -la contradijo Celeste. -Soy tu madre y tengo derecho a decirte lo que quiera.

Nora suspiró.

– No estaba hablando contigo. Estaba hablando conmigo misma.

– ¿Y bien? ¿Quién es ese hombre?

¿Por qué molestarse en ocultarlo?, reflexionó Nora. Quizá hubiera llegado el momento de que Celeste Pierce se diera cuenta de que su hija tenía su propia vida. Tenía necesidades, deseos, pasiones. Y el cómo intentara satisfacerlos era algo que le concernía únicamente a ella.

– En realidad, mamá, había pasado la noche con él. Él no sabía quién era yo, o por lo menos eso era lo que yo pensaba. Iba disfrazada, llevaba una peluca… y me la dejé en su cama.

– No juegues conmigo -le advirtió su madre. -Contándome esas tonterías no vas evitar del escándalo. Además, ya sabes que yo no tengo sentido del humor.

Nora dio un sorbo a su té, mirando a Celeste por encima del borde de la taza.

– Deberías estar contenta, mamá. Por lo menos no han contado lo que de verdad pasó.

Llamaron a la puerta y Nora se levantó para abrir, pensando que sería Stuart, ansioso por dar su opinión. Pero no era él el que estaba esperando al otro lado de la puerta.

– Señor Sterling -gritó Nora, cerrándose con fuerza la bata. -¿Qué está haciendo aquí?

– Señorita Pierce. He pasado por su despacho y su secretaria me ha dicho que hoy se iba a quedar a trabajar en casa. Supongo que es lo mejor, puesto que lo que tengo que decirle es algo muy delicado.

– Por favor, entre.

Su jefe no se movió de la puerta.

– Creo que será mejor que no me ande con rodeos.

Nora sintió un nudo en el estómago. La expresión de Sterling, normalmente amistosa, era absolutamente fría e impersonal.

– ¿Ha leído el Chronicle. -le preguntó Nora.

Sterling asintió.

– Y también nuestros abogados. Esta mañana me han informado de que ha violado su contrato. Las cláusulas sobre actitud moral prohíben estrictamente cualquier actividad delictiva.

– Pero al final no me han acusado de nada. Todo ha sido un malentendido.

– La clase de malentendido que podríamos tolerar en Nora Pierce, pero no en Prudence Trueheart. Para resumir, me temo que tendremos que dar por terminado su contrato.

– ¿Me está despidiendo? -preguntó Nora, estupefacta.

Celeste se acercó a la puerta, sonriendo disimuladamente.

– La está despidiendo. ¡Gracias a Dios! Por lo menos ha salido algo bueno de todo esto. Nora, ¿no vas a presentarnos?

Nora fulminó a su madre con la mirada.

– Tú no te metas en esto -le advirtió.

– Continuaremos publicando columnas antiguas hasta que contratemos a su sustituía -continuó diciendo Sterling. -Por supuesto, no diremos que la hemos despedido. Eso sería mala publicidad. Diremos que ha renunciado a su trabajo. Y si se mantiene en silencio, le daremos una generosa indemnización, aunque teniendo en cuenta la situación, no estaríamos obligados a hacerlo.

– Pero si no he sido acusada de ningún delito -repitió Nora. -No pueden hacerme esto.

– Oh, claro que pueden -intervino Celeste. -Y quizá sea lo mejor, querida. Así podrás dejar este minúsculo apartamento y volver a casa. Incluso podrías regresar a la universidad y hacer una licenciatura, que siempre es algo mucho más respetable que esa tontería del periodismo.

– Mamá, tengo veintiocho años. Ya soy demasiado mayor para vivir con mis padres.

Arthur Sterling forzó una sonrisa.

– Bueno, me alegro de que podamos arreglar todo esto de manera civilizada -le tendió la mano a Celeste. -Señora Pierce, siento que no nos hayamos conocido en mejores circunstancias.

– Señor Sterling, ¿le gusta la ópera?

Sterling frunció el ceño, confundido con su pregunta.

– Sí, claro. Mi mujer y yo compramos siempre abonos cada temporada.

Celeste lo agarró del brazo y salió con él al porche.

– Estoy organizando una fiesta benéfica a favor de la ópera, y estaría encantada de que usted asistiera. Le enviaré un mensajero a su oficina con una invitación.

– Sería maravilloso -Sterling se volvió y le hizo un gesto a Nora. -Le deseo suerte -sin más, comenzó a bajar los escalones de la entrada.

Celeste entró de nuevo en casa, estaba encantada.

– No me habías dicho que fuera un hombre tan encantador, querida. Y tan atractivo. Supongo que tiene dinero. Al fin y al cabo, es el propietario de El Herald.

– No puedo creerlo, mamá. Viene aquí a despedirme y tú te dedicas a pedirle una donación -se derrumbó en el sofá. Las cosas iban cada vez peor. -Y yo que pensaba que sería tan sencillo… Solo una noche de pasión y mi vida continuaría después como siempre -musitó.

– ¿Qué mascullas, hija? -Celeste suspiró dramáticamente. -Nora, siéntate bien. Las malas posturas son signo de mala educación. Espero que no te repantigues de esa forma en mi fiesta.

– No voy a ir a tu fiesta, mamá. No quiero ponerte en una situación difícil.

– Claro que vas a venir. Tu ausencia se notaría demasiado. Y siempre es mejor enfrentarse a los rumores que dar a los demás la oportunidad de seguir hablando. Además, Constance y Stanford Alexander van a venir con su hijo Elliot, el cirujano. Si tú no vienes, seremos impares. Y eso no puede ocurrir en una de mis fiestas.

– Mamá, va a haber más de ochenta personas allí, no creo que nadie se dedique a contarlas.

Celeste tomó el bolso que había dejado en la mesa del café y le dio a Nora un par de besos.

– Hazte la manicura y, por favor, no dejes de ir a la peluquería. Quiero que tengas un aspecto perfecto para mi fiesta.

Cuando la puerta del apartamento se cerró por fin detrás de Celeste, Nora soltó un gemido y se acurrucó en el sofá.

– Las cosas ya no pueden empeorar. He sido detenida, despedida y completamente humillada -alargó la mano, tomó el periódico y miró de nuevo la foto.

Quizá su vida se hubiera desmoronado desde la noche del Vic. Pero tenía que reconocer que en una semana había experimentado más emociones que en veintiocho años de vida.

Miró la fotografía de Pete y un torrente de emociones fluyó por su cuerpo. Cerró los ojos y estrechó el periódico contra su pecho. Tendría que vivir con sus recuerdos… y sus arrepentimientos. Si dejaba de trabajar en El Herald, dejaría de ver a Pete cada día. De hecho, quizá no volviera a verlo otra vez.

Un intenso dolor comenzaba a crecer cerca de su corazón. Nora tomó aire, esperando que cediera. Aquello no tenía por qué ser el final de su nueva vida. Podía considerarlo como un nuevo principio, como una oportunidad para comenzar desde cero. Como la mejor forma para dejar a Pete Beckett en el pasado.

– Estaré bien -dijo en voz alta. -A partir de ahora, dejaré de ser Prudence Trueheart y me concentraré en mí.

Pero no era Prudence Trueheart la que se había enamorado de Pete Beckett, sino Nora Pierce. Y sería ella la que tendría que superar aquel amor.


Pete permanecía en la Zona Caliente, con la mirada fija en el despacho de Nora. No había ido a trabajar desde hacía tres días. Había llamado a su casa por lo menos unas cinco veces al día sin obtener respuesta y el día anterior se había acercado por allí al salir del trabajo. Pero o Nora no estaba, o había decidido no abrir.

Pete suspiró y miró el reloj. Ya casi era la hora del partido de golf del vestíbulo. Se acercó hacia el comedor para sacar el cubo de plástico y la pelota de golf. Al entrar, vio una nota pegada en la puerta del frigorífico.

Pete sonrió y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad. Así que Nora había estado allí, por lo menos el tiempo suficiente para dejar una de sus famosas notas. Se acercó rápidamente al frigorífico y leyó el texto. Esperaba encontrarse alguna diatriba sobre las tazas sucias, pero descubrió una carta escrita con la cuidadosa letra de Arthur Sterling.


La renuncia de Nora Pierce se hizo efectiva el miércoles. El equipo directivo del periódico le desea lo mejor.


Pete leyó la nota dos veces, seguro de que había cometido algún error. ¿Nora había renunciado? ¿Lo habría hecho por lo que había pasado entre ellos? ¿Se sentía tan dolida que no podía enfrentarse a la perspectiva de verlo todos los días en el trabajo?

– No puede hacer una cosa así -murmuró Pete, arrugando la nota. Salió a la Zona Caliente, con intención de tomar su chaqueta y acercarse a casa de Nora, pero al pasar por su despacho, advirtió que había luz. No se molestó en llamar. Abrió la puerta y entró. El suelo estaba lleno de cajas y Nora permanecía detrás del escritorio, ordenando papeles.

– ¿Qué diablos es esto? -le preguntó directamente Pete.

– Solo estoy recogiendo mis cosas -contestó ella.

– Ya lo veo. Pero quiero saber por qué. ¿Por qué has renunciado a tu trabajo? Nora sonrió sin entusiasmo. -¿Ya has visto la nota?

– Típico de Stearling. Dejar caer la bomba el viernes para que el humo haya desaparecido el lunes. Lo que no entiendo es por qué ha aceptado tu renuncia.

Nora alzó por fin la mirada y Pete descubrió la desesperada vulnerabilidad de sus ojos.

– Lee entre líneas -le dijo Nora. -Yo no he renunciado. Me han despedido por haber violado las cláusulas sobre moralidad del contrato – Pete se sintió como si acabaran de darle una patada en el estómago. -Sí, me despidió porque había sido detenida, cosa que no habría sucedido si no hubiera ido a tu apartamento aquella noche, algo que no habría ocurrido si no hubiera ido al Vic. De modo que todo empezó por las ganas de salir una noche. Irónico, ¿verdad? Prudence Trueheart despedida por no haber sido capaz de dominar su pasión.

– Tienes que oponerte. Esto es injusto. Además, yo soy tan culpable como tú de lo ocurrido.

– Pero yo firmé ese contrato. Conocía sus cláusulas. Y, en cualquier caso, no es tan terrible. Durante los últimos meses, la verdad es que no he disfrutado nada escribiendo esa columna. Por lo menos ahora podré continuar mis estudios en París o quizá en Roma, en cualquier parte en la que no me reconozcan. Además, si mi vida ha cambiado de forma tan drástica en una sola semana, ¿quién sabe lo que puede ocurrir en un año?

En tres grandes zancadas, Pete rodeó el escritorio de Nora y la agarró por los hombros.

– No te vas a ir ni a París ni a Roma -le enmarcó el rostro con las manos y la besó furiosa y precipitadamente, frustrado por su incapacidad para hacerle entrar en razón. Nora no se resistió, se limitó a ablandarse en sus brazos, como si estuviera demasiado agotada para resistirse. Y Pete intentó convencerla con su beso de lo que no había podido comunicarle con sus palabras.

– No tienes por qué irte -dijo suavemente.

– Soy yo la que quiere marcharse.

– Yo puedo ayudarte.

– Creo que ya me has ayudado suficiente – respondió Nora con una risa seca. Se separó de sus brazos y continuó empaquetando sus cosas, como si el beso de Pete no hubiera tenido ningún efecto en ella. -Deberías alegrarte, ahora te quedarás tú con el despacho de la esquina.

– Me importa un comino ese despacho. No voy a permitir que te marches como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros.

Nora tomó aire y lo miró a los ojos.

– Pete, seamos sinceros, solo hace una semana que nos conocemos de verdad. No creo que sea tiempo suficiente para que haya ocurrido nada serio entre nosotros.

– Ha sido una semana, sí. Y quizá tengas razón, quizá no sea tiempo suficiente para enamorarse. Pero si eso es verdad, entonces tampoco es tiempo suficiente para renunciar a la posibilidad del amor. Además, me tenías fascinado desde hace siglos, desde mucho antes ele que aparecieras disfrazada en el Vic. El problema es que no sabía lo que me pasaba.

Nora se quedó mirándolo fijamente y, por un instante, Pete pensó que la había convencido. Pero, de pronto, en el rostro de Nora apareció una expresión de firme determinación y sacudió la cabeza.

– Han sucedido demasiadas cosas -dijo Nora. -Ahora mismo mi vida es un caos y no puedo tomar ninguna decisión sobre mi futuro. Me basta con concentrarme en lo que voy a hacer en la hora siguiente, y después en el día siguiente y luego en la semana siguiente.

Sin siquiera pensarlo, Pete le enmarcó el rostro entre las manos y la besó suavemente.

– Esto para la siguiente hora -musitó.

Nora sacudió la cabeza y bajó la mirada.

– No.

Pete volvió a besarla, en aquella ocasión más profundamente. Nora no lo apartó, pero Pete sentía su resistencia y su indecisión.

– Y esto para el día siguiente -retrocedió y la miró, descubriendo sus ojos radiantes de pasión.

– Por favor, no me hagas esto -le suplicó Nora. -Vete.

Pete la besó una vez más, acunando su rostro entre las manos. Fue un beso largo y ardiente, sus lenguas se acariciaban y sus dedos se entrelazaban como si nunca más fueran a separarse.

– Y esto para la semana que viene -tomó aire. -A partir de ahí, tendrás que arreglártelas sola.

Y sin más, se volvió y salió del despacho cerrando la puerta suavemente tras él. Sam y sus compañeros estaban ya reunidos en la Zona Caliente. Pete se acercó a su amigo y le palmeó la espalda.

– Hoy no voy a jugar.

Sam miró hacia el despacho de Nora.

– Ayer llamó a Ellie y le contó todo. Ellie se ha pasado toda la noche llorando. Me cuesta creer que Sterling esté haciéndole esto. ¿No puede intentar pelear para que le mantengan el contrato?

– No quiere hacerlo, y me parece que la culpa es mía.

Se dirigió a su despacho y Sam lo siguió. Permanecieron sentados en silencio durante un buen rato.

– No sé qué hacer -dijo Pete por fin. -Aunque sé que me desea, está decidida a sacarme de su vida. Caramba, hasta ahora todo había sido tan fácil con las mujeres. Pero con Nora es diferente. Cuanto más la conozco, más complejo me parece todo esto. Ya no sé lo que quiero. De lo único de lo que estoy seguro es de que no podré ser feliz si no estoy con ella – suspiró. -¿Te acuerdas de lo que decía de que una mujer no podía ser amiga y amante al mismo tiempo?

Sam asintió.

– Pues bien, Nora es mi amiga y es mi amante. Y además es la única mujer con la que puedo imaginarme pasando el resto de mi vida. ¿No te parece una estupidez?

Sam sonrió compasivamente a su amigo.

– Yo siempre supe que, cuando por fin encontrara a la mujer de mis sueños, todo sería sencillo. Lo más difícil era encontrarla.

– Así es tu relación con Ellie, ¿verdad? Algo simple, y sencillo.

Sam negó con la cabeza.

– Es excitante, estimulante y todo lo que puedas imaginar. Pero nunca es sencillo.

– Y eres muy feliz, ¿verdad?

– Completamente feliz. Pero solo porque he averiguado el secreto que se esconde en la mente de una mujer.

– ¿Y no vas a decírmelo?

– Es una información peligrosa. Y no quiero que caiga en malas manos.

– Creo que puedes confiar en mí.

– No te tomes todo lo que dice literalmente. Tienes que intentar ir un poco más allá para saber lo que está pensando realmente. A veces cuesta que lo que de verdad siente emerja a la superficie. No fuerces a Nora. Apártate de su camino hasta que ella tenga oportunidad de analizar sus opciones.

– Pero es que está pensando en irse a París o a Roma.

– ¿Tú crees de verdad que ella te quiere? -le preguntó Sam.

Pete asintió, estaba tan seguro que ni siquiera tuvo que pensar la pregunta.

– Entonces no se irá -respondió Sam.

– ¿Y cuánto tengo que esperar?

Sam se levantó y se acercó a la puerta.

– Cuando llegue el momento, lo sabrás. Confía en tu intuición.


– ¡Dios mío! -exclamó Stuart. -Por el aspecto que tiene este lugar, yo diría que hemos llegado justo a tiempo -apartó a Nora y entró en el apartamento, seguido de cerca por Ellie. Ambos iban cargados de bolsas que dejaron inmediatamente a sus pies.

Nora intentó ordenar las cosas rápidamente. Llevaba la misma bata que el día que Arthur Sterling había ido a verla, decorada a esas alturas con manchas de helado de chocolate y vainilla, mostaza y el más fino Cabernet. Los recuerdos de las comidas que había hecho durante la semana que llevaba encerrada en su apartamento se veían por doquier; cajas de pizza, bolsas de patatas y recipientes de helado. Al lado del vídeo, se almacenaban las películas y en el suelo había como media docena de revistas.

– Oh, cariño -musitó Ellie. -¿Esto es lo que has estado haciendo esta semana?

Nora forzó una sonrisa.

– No es lo que parece. Me refiero a que esto no es por culpa de Pete Beckett, en absoluto. Estoy intentando comer mucho para que me duela el estómago y después poder decirle a mi madre que no voy a poder ir a su fiesta. No quiero mentirle porque siempre me descubre.

– No te creo -repuso Ellie. -Esto es por culpa de Pete Beckett.

– No -insistió Nora. Se acercó a la mesa del café, señaló un bote de arenques en salmuera, una bolsa de pastillas de chocolate y una botella de cerveza. -Casi lo he conseguido. Creo que esta combinación servirá. De hecho, ya está empezando a dolerme el estómago.

Stuart puso los brazos en jarras y miró a su alrededor.

– Ellie, ¿por qué no ordenas un poco todo esto y yo voy a buscarle un Alka Seltzer?

– ¡No quiero un Alka Seltzer! ¡Eso podría echarlo todo a perder!

Stuart la agarró del brazo y la condujo delicadamente hacia el baño.

– Cariño, estoy seguro de que, en cuanto te hayas aseado un poco, te alegrarás de haberlo hecho. Después, nos sentaremos los tres juntos y pasaremos una agradable velada. Hemos traído cremas, lociones y maquillajes. Ellie y yo vamos a hacer que te sientas bonita otra vez.

– No quiero sentirme bonita -replicó Nora, clavando los talones en la alfombra.

Pero debería haber sabido que luchar contra Stuart era imposible; no se daba por vencido hasta que no se salía con la suya. Para cuando al final salió del baño, fresca y duchada, con una bata limpia y una toalla alrededor del pelo húmedo, su apartamento estaba impoluto.

Nora se sentó y miró el rostro severo de sus amigos. Sin duda, estaban esperando una explicación. ¿Por qué se había encerrado en su apartamento durante una semana entera? ¿Por qué se había embarcado en una dieta de millones de calorías? Nora no tenía respuestas para ellos. Lo único que sabía era que su vida había escapado completamente a su control y que solo se sentía mejor comiendo cantidades industriales de helado de chocolate.

– ¿Y qué se supone que tenemos que hacer ahora? Si estáis esperando que hable de Pete, ya podéis ir olvidándoos.

Stuart se sentó a su lado en el sofá y le tomó la mano.

– No hemos venido aquí a hablar del pasado -le dijo. -Esta va a ser una noche entre amigos y vamos a divertirnos. Empezaremos arreglándote.

– ¿Arreglándome?

– Mañana es la fiesta de tu madre. Supongo que querrás estar maravillosa, ¿no?

– Lo siento, Stuart, pero no voy a ir. Sé que estabas deseando ir a esa fiesta, pero no soy capaz de enfrentarme a toda esa gente en estas condiciones. Habrá preguntas, muestras de compasión… y seguro que más de uno se alegra en secreto de mi caída.

– Tonterías -respondió Stuart mientras acercaba una de las bolsas. -Vamos a ir a esa fiesta. No me la perdería por nada del mundo. Empezaremos con las cremas faciales.

Nora se dijo que lo mejor sería seguirles la corriente. Mientras estuvieran ocupados con aquel tratamiento de belleza, no tendrían tiempo de preguntar por el origen de su tristeza.

Stuart tomó un poco de crema y se la extendió por la cara.

– ¿Qué es eso? -preguntó, sorprendida por su penetrante olor.

– La Mascarilla Milagrosa de Count Rudolfo -respondió Stuart. -El secreto para la piel luminosa. Supongo que, si supieras el precio, te sentirías mucho más segura.

– Es justo lo que necesitas -la animó Ellie.

– Extracto de Frutas Tropicales -musitó Nora, leyendo la etiqueta. -Piña, guayaba y mango. Suena muy nutritivo. Si no tiene efecto en mi cara, siempre puedo aprovecharla para hacer un bizcocho -se ajustó la toalla que llevaba en el pelo y cerró los ojos.

– Esto te hará sentirte como una mujer nueva -le prometió Ellie. -Te entrarán ganas de salir y conocer a otro hombre. Hazme caso, dentro de unas semanas, ni siquiera te acordarás de la cara que tiene Pete Beckett.

Nora abrió los ojos y miró a su amiga.

– ¿Y qué pasa si no quiero conocer a otro hombre?

Stuart chasqueó la lengua.

– No vas a dejar que una pequeña aventura arruine tus oportunidades de felicidad futura, ¿verdad? Al fin y al cabo, sabías desde el principio que no estabais hechos el uno para el otro. Ellie debería habértelo advertido.

– Y lo hice -repuso Ellie. -La primera noche, cuando nos encontramos en el baño del Vic, le dije que se alejara de él.

– Ese tipo es un sinvergüenza -dijo Stuart.

– Un canalla.

– Mira cómo se ha aprovechado de ti -insistió Stuart.

Nora intentó abrir la boca, pero la mascarilla había empezado a secarse, obligándola a mantenerse inmóvil.

– Él… en realidad no se ha aprovechado de mí -dijo, moviendo solamente los labios. -Él pensaba que todo era un juego entre nosotros. Fui yo la que se equivocó al pensar que no sabía quién era. Realmente no puedo…

– ¿Culparlo? -preguntó Stuart. -Claro que podemos culparlo. Todo ha sido culpa suya. Y lo mejor que puedes hacer es no volver a verlo en tu vida.

– Desde luego -confirmó Ellie. -Y no me importa que sea el mejor amigo de Sam. No pienso volver a dirigirle la palabra.

La mascarilla se había endurecido ya completamente, de manera que a Nora le resultaba imposible hablar claramente. Pero si sus dos mejores amigos pensaban que su relación estaba destinada a fracasar desde el principio, ¿cómo iba a creer ella otra cosa? Sin embargo, ¿no había sido Stuart el que la había animado a creer en el amor? ¿Qué le habría hecho cambiar de opinión?

– Creo que deberías buscar otro chico con el que salir -sugirió Ellie. -¿No me dijiste que tu madre quería presentarte a un cirujano?

Nora intentó hablar, pero apenas podía mover los labios, de modo que sus palabras fueron ininteligibles.

Stuart y Ellie la miraron frunciendo el ceño.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Ellie.

Nora soltó un juramento, se levantó y se dirigió al baño. Tardó cinco minutos en quitarse la mascarilla y recuperar la capacidad del habla. Pero tuvo que admitir que su rostro parecía mucho más luminoso. Agarró una toalla limpia y regresó al cuarto de estar.

Ellie y Stuart continuaban enumerando los infinitos defectos de Pete Beckett. Nora se sentó entre ellos.

– Ahora ya sé lo que estáis intentando hacer: pensáis que, si me animáis a odiar a Pete, entonces lo querré más. Bueno, pues no os toméis tantas molestias -dijo Nora. -Ya lo he olvidado. Apenas pienso en él -mintió. -Y creo que lo mejor que podéis hacer es marcharos. Estoy muy cansada y últimamente no duermo muy bien -miró a Ellie y después a Stuart. -Por favor, os prometo que estaré bien.

Sus amigos se levantaron del sofá y reunieron silenciosamente sus bolsas. Nora los acompañó hasta la puerta y se despidió de ellos con un beso. Cuando por fin se quedó sola, las lágrimas la abatieron. El enfado, la frustración y la tristeza se apoderaron de ella, dejándola sin fuerzas. Se apoyó contra la puerta y se deslizó lentamente hasta el suelo.

Si aquello era lo que se sentía al perder el amor, se prometió que Pete Beckett sería el primer y último hombre al que amaría en toda su vida.

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