Y esta tierra escasa y estrecha
encierra tantas posibilidades…
beacon blue, Wages Day
Empezaba a oscurecer cuando Rebus cogió el casco amarillo que le daba el guía.
– Aquí estará seguramente el bloque de oficinas -dijo el hombre. Se llamaba David Gilfillan. Trabajaba para Escocia Histórica, y coordinaba los estudios arqueológicos de Queensberry House-. La construcción original es de finales del siglo xvii Su primer dueño fue lord Hatton. El edificio fue ampliado a finales del siglo xvii y pasó a ser propiedad del primer duque de Queensberry. Debió de ser una de las casas más importantes de Canongate, y sólo a un tiro de piedra de Holyrood.
La demolición seguía adelante alrededor de ellos. Queensberry House quedaría en pie, pero las construcciones añadidas a ambos lados del edificio recientemente caerían también bajo la piqueta. En los tejados, los obreros agachados quitaban las tejas de pizarra y las ataban en fardos que bajaban con poleas a unos contenedores. El grupo caminaba sobre trozos de pizarra, indicio de que la demolición distaba mucho de ser perfecta. Rebus se ajustó el casco fingiendo prestar atención a lo que decía Gilfillan.
Todos le habían dicho que aquello era una señal, que estaba allí porque los jefazos de la Casa Grande tenían planes para él. Pero Rebus sabía que su jefe, el comisario Granjero Watson, le había encomendado aquel servicio para evitarse problemas y quitárselo de encima. La cosa era así de sencilla. Y sólo si él, Rebus, lo aceptaba sin rechistar y cumplía la misión, quizá, sólo quizá, Watson le acogería de nuevo en el redil.
Eran las cuatro de la tarde de aquel día de diciembre en Edimburgo; John Rebus caminaba con las manos en los bolsillos de la gabardina y notaba cómo el agua atravesaba la suela de piel de los zapatos. Gilfillan calzaba botas verdes de goma, y Rebus advirtió que el inspector Dereck Linford llevaba unas casi idénticas. Probablemente había telefoneado de antemano para que el arqueólogo aconsejara sobre el atuendo adecuado. Linford llevaba una carrera meteórica en Fettes y se le auguraba un futuro prometedor en la jefatura de policía de Lothian y Borders. No había cumplido aún los treinta, era prácticamente un burócrata y rebosaba amor por el oficio. Había inspectores, casi todos mayores que él, que ya comentaban que no convenía ponerse a malas con Derek Linford; tal vez un día, desde el despacho 279 de la Casa Grande, los miraría por encima del hombro.
La Casa Grande era la jefatura de Policía en Fettes Avenue y el 279, el despacho del jefe de la policía.
Linford caminaba, bloc de notas en mano, con el bolígrafo entre los dientes. Atendía a las explicaciones sin perderse palabra.
– Cuarenta nobles, siete jueces, generales, doctores, banqueros…
Gilfillan explicaba a su grupo de visitantes la importancia que había tenido un día Canongate en la historia de Edimburgo, sin olvidar la perspectiva de su futuro inmediato. En primavera, la fábrica de cerveza contigua a Queensberry House caería también bajo la piqueta y en su lugar se alzaría el nuevo edificio del Parlamento, frente a Holyrood House, residencia de la reina en Edimburgo. Precisamente enfrente de Queensberry House estaba en construcción Tierra Dinámica, un parque temático de historia natural, y junto a él se erguía ya como una araucaria de vigamen metálico la nueva sede de un diario de la capital. Y delante de aquello, despejaban otro terreno para edificar un hotel y un bloque de pisos de «categoría». Rebus estaba en uno de los mayores solares del centro histórico de Edimburgo.
– Seguramente todos ustedes debieron de conocer Queensberry House cuando era un hospital -dijo Gilfillan. Derek Linford asintió con la cabeza, aunque lo cierto era que asentía a casi todo lo que decía el arqueólogo-. Justamente aquí estaba el antiguo aparcamiento -Rebus miró los camiones marrones que exhibían el simple rótulo de demolición-. Pero antes de ser hospital fue un cuartel; la plaza de armas ocupaba toda esta zona. En las excavaciones realizadas hemos encontrado restos de un jardín de diseño formal, a un nivel inferior, que posiblemente se rellenó para hacer la plaza.
Rebus contempló Queensberry House a la luz mortecina del atardecer. Sus muros grisáceos tenían aspecto triste y en los canalones crecía la hierba. Era un caserón enorme que él no recordaba haber visto antes a pesar de que había pasado por allí en coche cientos de veces a lo largo de su vida.
– Mi esposa trabajaba aquí, cuando era un hospital -dijo uno del grupo, el sargento Joseph Dickie de la comisaría de Gayfield Square, que había logrado escapar a las dos primeras reuniones de las cuatro celebradas por el CCSPP o Comité de Coordinación del Servicio de Policía en el parlamento. Se trataba en realidad de un subcomité para asuntos de seguridad del Parlamento escocés. Lo formaban ocho miembros, entre ellos un funcionario del Ministerio escocés y un misterioso personaje llamado Alee Carmoodie que decía ser de Scotland Yard, aunque Rebus no logró localizarlo en una ocasión en que llamó a la sede policial londinense, por lo que suponía que era del MI5. No estaba aquel día y faltaba también Peter Brent, el representante ministerial escocés de facciones angulosas y traje impecable. El pobre Brent era miembro de varios subcomités y había solicitado ser eximido de aquella visita con la excusa más que comprensible de que había estado ya dos veces acompañando a dignatarios.
Aquel día formaban parte del grupo los tres miembros recién incorporados al CCSPP: Ellen Wylie de la división C de la jefatura de policía de Torphichen Place, a quien no parecía importarle ser la única mujer; ella lo asumía como un servicio más y en las reuniones hacía propuestas interesantes y planteaba preguntas que nadie sabía responder. El agente Grant Hood pertenecía a la misma comisaría que Rebus, Saint Leonard, y estaba allí, también, porque era la más próxima a Holyrood y el Parlamento formaría parte de su ronda de vigilancia. Aunque eran compañeros de comisaría, no se conocían mucho, pues no solían coincidir en el mismo turno de servicio. Pero Rebus conocía bien al inspector Bobby Dogan de la división D en Leith, el último miembro en incorporarse al CCSPP. Hogan ya en la primera reunión había hablado con él aparte.
– ¿Qué diablos hacemos nosotros aquí?
– A mí me tienen castigado -contestó Rebus-. ¿Y tú?
– Hombre, por favor, si comparados con ellos parecemos carcamales -dijo Hogan mirando al resto del grupo.
Rebus sonrió al recordarlo, haciendo un guiño a Hogan cuando cruzaron las miradas. Vio que Hogan asentía casi imperceptiblemente con la cabeza e intuyó que pensaba que aquello era perder el tiempo. Para Bobby Hogan casi todo era una pérdida de tiempo.
– Si quieren seguirme -dijo Gilfillan- echaremos un vistazo por dentro.
Lo cual, en opinión de Rebus, era realmente una pérdida de tiempo. Pero como habían formado un comité, tenían que asignarle cometidos y allí estaban dando vueltas por el húmedo interior de Queensberry House, que iluminaban precariamente a trechos unos fluorescentes poco fiables y la linterna de Gilfillan. Al subir la escalera, pues nadie quiso usar el ascensor, Rebus se vio al lado de Joe Dickie, que le preguntó otra vez:
– ¿Has pasado los gastos?
– No -contestó Rebus.
– Cuanto antes lo hagas, antes sueltan la pasta.
Dickie se pasaba la mitad del tiempo en las reuniones sumando números en su bloc. Rebus nunca le había visto anotar en él algo tan normal y corriente como una frase. Dickie andaba cerca de los cuarenta y tenía un corpachón rematado por una cabeza parecida a una granada de artillería. Llevaba el pelo negro cortado al ras y sus ojos eran pequeños y redondos como los de una muñeca china, detalle que el propio Rebus había comentado a Bobby Hogan, quien, por su parte, le contestó que una muñeca parecida a Joe Dickie causaría pesadillas a un niño.
– Me da miedo a mí, que soy mayor… -agregó Hogan.
Rebus volvió a sonreír mientras subían las escaleras. Sí, le agradaba estar allí con Bobby Hogan.
– La gente suele pensar en la arqueología -dijo Gilfillan- imaginándose excavaciones en la tierra, pero aquí uno de los hallazgos más apasionantes se dio en el desván, porque construyeron otro tejado sobre el original y hallamos restos de lo que pudo ser una torre. Para llegar allí hay que subir por una escalera de mano, pero si alguien desea…
– Encantado -dijo una voz: Derek Linford. Rebus reconocía ya perfectamente aquel tonillo nasal.
– Qué tétrico -oyó musitar a su lado. Era Bobby Hogan, que había ido avanzado desde atrás. Ellen Wylie volvió la cabeza al oírlo y les dirigió una leve sonrisa. Rebus miró a Hogan, quien se encogió de hombros, dándole a entender que pensaba que la chica estaba bien.
– ¿Cómo van a unir Queensberry House con el edificio del Parlamento? ¿Mediante pasadizos cubiertos?
Era otra vez Linford quien hacía la pregunta. Se había puesto en primera fila cerca de Gilfillan, pero en aquel momento doblaron un descansillo y Rebus tuvo que aguzar el oído para entender la indecisa respuesta de Gilfillan.
– Pues no sé.
El tono dubitativo daba a entender que él era arqueólogo y no arquitecto, y que estaba allí para investigar el pasado del lugar y no su futuro. Él mismo ignoraba el objeto de aquella visita y tan sólo hacía de cicerone porque se lo habían pedido. Hogan hizo un gesto despectivo para que los que estaban cerca de él se dieran cuenta de lo que pensaba al respecto.
– ¿Cuándo estará terminado el edificio? -preguntó Grant Hood. Era una cuestión fácil porque todos estaban al corriente, pero Rebus comprendió que Hood trataba de consolar a Gilfillan planteándole una pregunta que pudiera responder.
– Las obras empezarán este verano -respondió el arqueólogo- y todo tiene que estar funcionando en otoño de 2001.
Al salir del rellano desembocaron en un espacio con una serie de entradas abiertas a través de las cuales se vislumbraron las salas del antiguo hospital. Las paredes tenían perforaciones y los suelos habían sido levantados para verificar el estado de la estructura. Rebus se asomó a una ventana y vio que los obreros empezaban a recoger: estaba oscureciendo y era peligroso andar por los tejados. Vio abajo un cenador también condenado a la piqueta y un árbol marchito y triste rodeado de escombros, que había plantado la reina. No podían retirarlo ni talarlo sin su permiso. Gilfillan les dijo que tenían ya la autorización y que no tardaría en desaparecer porque en aquel lugar se recrearían jardines de diseño formal o tal vez se haría una zona de aparcamiento, aunque no estaba decidido pues hasta 2001 había tiempo de sobra. Mientras se terminaba el complejo, el Parlamento tendría su sede en la sala de actos de la Iglesia de Escocia cerca de la cima de The Mound. El comité había visitado dos veces la sala y sus inmediaciones, donde provisionalmente se habilitarían despachos en edificios para los parlamentarios. En una de las reuniones Bobby Hogan preguntó por qué no aguardaban a que estuviera terminado el complejo de Holyrood para «abrir la tienda», según sus propias palabras, comentario que suscitó una mirada de perplejidad de Peter Brent, el funcionario.
– Porque Escocia necesita ya mismo un Parlamento.
– Lo gracioso es haber estado trescientos años sin Parlamento.
Brent estuvo a punto de hacer una objeción, pero Rebus le tomó la delantera.
– Bobby, ya sabes tú que mucha prisa no se dan.
Hogan sonrió al captar que lo decía por el nuevo Museo de Escocia que la reina inauguró antes de que lo hubiesen terminado. Hubo que esconder el andamiaje y los botes de pintura hasta después de la ceremonia.
Gilfillan estaba junto a una escalera retráctil y señaló una trampilla del techo.
– Ahí arriba tenemos el tejado primitivo -dijo cuando ya Dereck Linford pisaba el último peldaño-. No hace falta que suba más, si quiere -añadió Gilfillan viendo que subía decidido- puedo iluminar con la linterna…
Pero Linford desapareció por la abertura.
– Cerremos la trampilla y larguémonos -bromeó Bobby Hogan con una sonrisa.
– Qué ambiente más… especial hay aquí, ¿no? -dijo Ellen Wylie encogiéndose de hombros.
– Mi esposa vio un fantasma -dijo Joe Dickie-. Muchos de los que trabajaron aquí lo vieron. Era una mujer que lloraba. Solía sentarse a los pies de una de las camas.
– A lo mejor era un paciente que murió aquí -sugirió Grant Hood.
– Yo también he oído esa historia -dijo Gilfillan volviéndose hacia ellos-. Era la madre de uno de los criados que trabajaba aquí la noche en que firmaron el Acta de Unión. El pobre murió asesinado.
Linford dijo desde lo alto que creía ver los restos de los escalones de la torre, pero nadie le hacía caso.
– ¿Asesinado? -preguntó Ellen Wylie.
Gilfillan asintió con la cabeza. Su linterna arrojaba sombras extrañas en las paredes al enfocarla sobre las oscilantes telarañas. Linford trataba de leer una inscripción en el muro.
– Aquí veo una fecha… 1870, creo.
– ¿Saben que lord Queensberry fue el artífice del Acta de Unión? -decía Gilfillan. Advirtió que era la primera vez que todos le prestaban atención desde el inicio de la visita-. Aquí, en 1707 -añadió rascando con la suela del zapato las tablas del suelo- se inventó Gran Bretaña. Bien, la noche en que se firmó el acuerdo trabajaba en la cocina un joven criado. El duque de Queensberry era secretario de Estado. Tenía un hijo, James Douglas, conde de Drumlanrig, de quien se decía que estaba loco…
– ¿Qué sucedió?
Gilfillan alzó la vista hacia la trampilla.
– ¿Todo bien por ahí arriba? -preguntó.
– Muy bien. ¿Quiere alguien echar un vistazo?
Nadie hizo caso y Ellen Wylie repitió su pregunta.
– Pues que ensartó al criado con su espada -contestó Gilfillan- y lo asó luego en una de las chimeneas de la cocina. Cuando lo encontraron estaba sentado comiéndoselo tranquilamente.
– ¡Dios santo! -exclamó Ellen Wylie.
– ¿Creéis que es cierto? -dijo Bobby Hogan metiéndose las manos en los bolsillos.
– Está documentado -añadió Gilfillan encogiéndose de hombros.
Desde el desván llegó una ráfaga de aire frío y acto seguido vieron surgir una bota de goma en la escalera de mano y Derek Linford inició su lento y polvoriento descenso; una vez en el suelo, se sacó el bolígrafo de entre los dientes.
– Es muy interesante lo que hay ahí arriba -dijo-. Deberíais verlo. Tal vez sea la última oportunidad.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Bobby Hogan.
– Porque dudo mucho de que dejen entrar aquí a los turistas, Bobby -contestó Linford-. Imagínate el jaleo para los de seguridad.
Hogan dio un paso al frente tan rápido que Linford se estremeció, pero Hogan simplemente le quitó una telaraña del hombro.
– No puedo consentir que vuelvas a la Casa Grande sin estar como nuevo, muchacho -dijo sin que Linford se inmutara, pensando probablemente que no valía la pena hacer caso de carcamales como Bobby Hogan, del mismo modo que éste sabía que poco tenía que temer de Linford pues él estaría jubilado antes de que el joven inspector hubiera llegado a un puesto de poder importante.
– No acabo de verlo como sede parlamentaria -dijo
Ellen Wylie mirando las manchas de humedad de las paredes y el yeso desconchado-. ¿No habría sido mejor demolerlo y hacerlo todo nuevo?
– Es un edificio protegido -añadió Gilfillan, pero ella se encogió de hombros y Rebus comprendió que su único propósito había sido distraer la atención del grupo centrada en Linford y Hogan. Gilfillan echó a andar de nuevo y siguió explayándose en la historia del lugar: los pozos que habían aparecido debajo de la cervecería y el matadero contiguo. Cuando el grupo comenzó a bajar la escalera, Bobby Hogan se quedó rezagado dando golpecitos con el dedo en el reloj y llevándose la mano a la boca en un gesto elocuente. Rebus inclinó la cabeza indicándole que aprobaba la idea: irían a echar un trago cuando acabaran allí. Jenny Ha's no estaba lejos, podían ir andando, o parar de vuelta a Saint Leonard en la Holyrood Tavern. Como si les leyera el pensamiento, Gilfillan comenzó a explicar la historia de la cervecería Younger's.
– En su día ocupaba más de cien metros cuadrados y de ella salía la cuarta parte de la cerveza que se consumía en Escocia. Tengan en cuenta que desde principios del siglo XII existía una abadía en Holyrood. Seguramente no bebían sólo agua de pozo.
Por una ventana del descansillo Rebus vio que había anochecido. Así es Escocia en invierno, es de noche cuando vas al trabajo y cuando sales de él. Bueno, habían hecho su excursioncita inútil y todos volverían a sus respectivas comisarías hasta la siguiente reunión. Era como un castigo planeado por su jefe, Granjero Watson, miembro a su vez de otro comité: Estrategias para la Acción Policial en Nueva Escocia, que todos denominaban EAP. Comités y más comités…, para Rebus era como si estuviesen edificando una torre de papel de reuniones policiales, generando suficientes informes y boletines como para llenar Queensberry House. Y cuanto más hablaban, más papeleo había y más se alejaban de la realidad en que se suponía que se movían. Queensberry House era para él algo irreal; la idea misma de un parlamento, el sueño de un dios loco: «Pero Edimburgo es el sueño de un dios loco/veleidoso y siniestro…». Había encontrado las palabras en el prólogo de un libro sobre la ciudad. Eran de un poema de Hugo MacDiarmit. El libro formaba parte de sus recientes lecturas para entender su tierra.
Se quitó el casco y se pasó la mano por el pelo cuestionándose la protección que podía procurar un plástico amarillo contra un proyectil caído desde una altura de varios pisos. Gilfillan le dijo que se lo pusiera otra vez hasta que volviesen a las oficinas.
– A usted no le traería problemas, pero a mí sí -comentó el arqueólogo.
Rebus se lo embutió de nuevo mientras Hogan emitía un chasquido de reproche con la lengua y le señalaba con el dedo. Habían llegado a la planta baja, a la zona que Rebus suponía que habría sido la recepción del antiguo hospital. No quedaba casi nada. Junto a la entrada había rollos de cable eléctrico para renovar la instalación de los despachos. Iban a cerrar el cruce de Holyrood con Saint Mary para facilitar el cableado subterráneo. A él, que pasaba mucho por allí, iba a fastidiarle el desvío. Últimamente no paraban las obras en las calles de Edimburgo.
– Bien -dijo Gilfillan abriendo los brazos-, eso es todo. Si tienen alguna pregunta procuraré contestarla.
Bobby Hogan tosió en medio del silencio. Rebus comprendió que era un signo disuasorio destinado a Linford. En cierta ocasión en que fue alguien de Londres para dar instrucciones al grupo sobre aspectos de seguridad en el Parlamento, Linford planteó tantas preguntas que el pobre hombre perdió el tren de regreso. Hogan lo sabía bien, pues fue quien le llevó a toda pastilla en su coche a la estación de Waverley y tuvo que quedarse a hacerle compañía toda la tarde hasta que tomó el expreso nocturno.
Linford consultó su bloc mientras seis pares de ojos se clavaban en él y diversos dedos se posaban sobre otros tantos relojes.
– Bien, en ese caso… -comenzó a decir Gilfillan.
– ¡Señor Gilfillan! ¿Está usted ahí? -la voz llegaba de abajo. El arqueólogo se acercó a una puerta y descendió un tramo de escalera.
– ¿Qué quiere, Marlene?
– Venga usted a ver esto.
Gilfillan se volvió hacia el reticente grupo.
– ¿Quieren bajar? -preguntó comenzando a descender.
Sin él no podían irse. O se quedaban allí en compañía de una bombilla pelada o bajaban al sótano. Derek Linford tomó la delantera.
Desembocaron en un corredor estrecho con habitaciones a ambos lados que parecían conducir a otras estancias. A Rebus le pareció atisbar un generador eléctrico en la penumbra. Al fondo se oían voces y se veían haces de linterna en movimiento. El pasillo terminaba en una sala iluminada por una lámpara de arco orientada hacia un gran muro cuya mitad inferior había estado recubierta con paneles de listones de madera machihembrados color crema, el mismo color institucional de las paredes. Estaba también levantado el entarimado y había que andar sobre el entramado de viguetas de madera bajo el cual se veía la tierra. La sala olía a humedad y a moho. Gilfillan y la arqueóloga llamada Marlene estaban en cuclillas delante del muro, examinando la mampostería de piedra que había bajo los listones, en la que se apreciaban dos amplios arcos de piedra tallada que a Rebus le parecieron bocas de túneles en miniatura. Gilfillan se dio la vuelta con cara de entusiasmo por primera vez en el día.
– Son dos chimeneas -dijo-. Aquí debió de estar la cocina -se incorporó y dio unos pasos atrás-. Elevarían el nivel del suelo y sólo ha aparecido la mitad superior. ¿En cuál de ellas asarían al criado…? -añadió vuelto a medias hacia el grupo.
Una de las chimeneas estaba abierta pero la otra estaba cubierta por dos trozos de plancha metálica medio oxidada.
– ¡Qué hallazgo tan fantástico! -comentó el arqueólogo sonriendo encantado a su ayudante, que le devolvió la sonrisa.
Era agradable ver a gente tan satisfecha por su trabajo, desenterrando el pasado, descubriendo secretos, y Rebus pensó que no se diferenciaban mucho de los policías.
– ¿No podríamos hacernos algo ahí para comer? -dijo Bobby Hogan, provocando una carcajada en Ellen Wylie.
Pero Gilfillan, sin hacer caso de los comentarios, se acercó a la chimenea, introdujo los dedos en el hueco entre la mampostería y el metal. La chapa cedía sin dificultad; Marlene le ayudó a despegarla y la depositaron cuidadosamente en tierra.
– ¿Cuándo la taparían? -inquirió Grant Hood. Hogan dio unos golpéenos con los dedos en la plancha metálica.
– No es precisamente prehistórica -comentó.
Gilfillan y su ayudante acababan de quitar la segunda chapa y todos miraron hacia el hueco. El arqueólogo enfocó con la linterna a pesar de que la luz de la lámpara de arco lo alumbraba bien.
No había confusión posible: lo que vieron era un cadáver momificado.
Siobhan Clarke tiró del dobladillo de su vestido negro. Dos hombres que hacían el circuito de la pista de baile se detuvieron a observarla. Ella les fulminó con la mirada pero ellos reanudaron su conversación con la mano libre a guisa de bocina para hacerse oír bien. A continuación, asintieron con la cabeza, dieron un trago a sus respectivas jarras de cerveza y siguieron la ronda, revisando los otros reservados. Clarke se volvió hacia su compañera, que negó con la cabeza para indicarle que no conocía a aquellos hombres. Ocupaban una mesa en un compartimento semicircular, en torno a la cual se apiñaban catorce personas: ocho mujeres y seis hombres, algunos con traje y otros con cazadora vaquera y camisa formal. En la puerta de la calle un letrero rezaba: no se permite la entrada en vaqueros ni zapatillas deportivas, pero era una regla no aplicada a rajatabla. El club estaba a rebosar, circunstancia que podía constituir un riesgo en caso de incendio, pensó Clarke. Se volvió hacia su compañera.
– ¿Siempre está tan lleno?
Sandra Carnegie se encogió de hombros.
– Lo normal -vociferó.
Sandra ocupaba el asiento de al lado de Clarke, pero pese a ello, la música atronadora casi les impedía oírse. No era la primera vez que Clarke se decía intrigada cómo podía citarse la gente en un sitio así. Lo único que hacían los hombres de la mesa era mirar a las mujeres, señalar la pista con la cabeza y, si la solicitada accedía, tenían que levantarse todos los demás para dejar paso a la pareja. Una vez en la pista, bailaban como si cada uno estuviera en su mundo particular, casi sin mirarse a la cara. Era algo parecido a cuando un desconocido se acercaba al grupo: contacto visual, un movimiento de cabeza hacia la pista y luego el ritual propiamente dicho del baile. A veces bailaban mujeres entre sí, con los hombros desmadejados, escudriñando las otras caras, y en ocasiones se veía bailar a algún hombre solo. Clarke señaló algunos rostros a Sandra Carnegie, y ella los estudió atentamente antes de negar con la cabeza.
Era la noche de solteros en el Club Marina, un nombre chocante para un local situado a cuatro kilómetros de la costa. Y lo de «noche de solteros» tampoco quería decir gran cosa. Significaba, en teoría, que ponían música que evocaba los ochenta y setenta como cebo para una clientela algo más madura que en los otros clubes. Para Clarke la palabra solteros equivalía a personas de más de treinta años, algunas divorciadas; pero aquella noche había chicos que seguramente habían tenido que acabar los deberes antes de salir de casa.
¿O es que se estaba haciendo vieja?
Era la primera vez que acudía a una noche de solteros y había estado ensayando pautas de conversación. Si algún baboso le preguntaba cómo le gustaban los huevos por la mañana la respuesta prevista era: «estériles», pero no tenía ni idea de qué contestar si le preguntaban en qué trabajaba.
Contestar que era agente de policía de Lothian y Borders no le parecía la táctica idónea para entablar conversación. Lo sabía por experiencia. Tal vez fuera por eso por lo que últimamente había renunciado a intentarlo. Todos los de la mesa sabían quién era y por qué estaba allí, y ninguno de los hombres había tratado de ligar con ella. Sandra Carnegie la consoló con algunas palabras acompañadas de algún que otro abrazo, dirigiendo miradas asesinas a sus acompañantes por pusilánimes. Eran hombres y todos los hombres eran unos cabrones conchabados. Un hombre había violado a Sandra Carnegie, convirtiendo a una madre soltera a quien le gustaba la diversión en una víctima.
Clarke había persuadido a Sandra para «convertirse en cazadoras», ésas habían sido sus palabras.
– Hay que dar la vuelta a la tortilla, Sandra, antes de que vuelva a las andadas… Te lo digo tal como lo siento.
De que vuelva… de que vuelva… Pero es que eran dos. El agresor y el que sujetaba a la mujer. Cuando los periódicos publicaron la noticia acudieron otras dos agredidas a denunciar un caso igual. Las habían atacado sexual y físicamente sin violarlas según los términos en que la ley define el delito. El caso de las tres era casi idéntico: pertenecían a un club de solteros, habían asistido a reuniones organizadas por sus respectivos clubes y volvían a casa solas.
Las había seguido un hombre a pie, que se abalanzaba sobre ellas de improviso mientras otro en una camioneta paraba al lado. Las agresiones se producían en la parte trasera del vehículo, sobre el suelo cubierto con una tela que podría ser una lona. Después las hacían bajar a patadas, casi siempre en las afueras, advirtiéndoles que no dijesen nada ni acudiesen a la policía.
«Si vas a un club de solteros ahí tienes lo que buscabas.»
Era la última frase que pronunciaba el violador. Unas palabras que a Siobhan Clarke la habían hecho cavilar sentada en un diminuto despacho donde estaba trasladada temporalmente, en Delitos Sexuales. La conclusión era inequívoca: las agresiones habían aumentado en violencia a medida que el agresor adquiría confianza, pasando de simple agresión física a violación consumada. ¿Hasta dónde era capaz de llegar? La evidencia más relevante era cierta relación con los clubes de solteros. ¿Eran éstos su principal objetivo? ¿Dónde obtenía la información?
Ahora ya no estaba en Delitos Sexuales porque había vuelto a Saint Leonard para trabajar en el servicio diario en el Departamento de Homicidios, pero le habían dado la oportunidad de trabajar en el caso de Sandra Carnegie con objeto de que la persuadiera de volver al Marina. La deducción de Siobhan era que el agresor únicamente podía saber que las víctimas pertenecían a un club de solteros por haberlas visto en el local. Habían interrogado a los miembros de los tres clubes de solteros de la ciudad, incluso a los que se habían dado de baja y a los expulsados.
Sandra bebía Bacardi con Coca-cola con cara de pocos amigos. Se había pasado casi toda la noche mirando fijamente a un extremo de la mesa. Antes de ir al Marina se habían encontrado en un pub, como hacían siempre antes de ir a algún sitio, aunque a veces se quedaban en ese mismo pub si no iban a bailar o al teatro. Cabía la posibilidad de que el violador las hubiera seguido desde el pub, pero lo más verosímil parecía que las detectase cuando daba vueltas a la pista con la cara tapada por el vaso como tantos otros.
Clarke se preguntó si a simple vista se distinguía un grupo numeroso de ambos sexos como solteros y solteras, ya que también podía tratarse de compañeros de oficina. Aunque claro, no llevaban alianza… y aunque fueran de muy diversas edades no había ninguno que pudiera ser confundido con el chico de los recados. Clarke había sondeado a Sandra sobre su grupo.
– Voy con ellos por la compañía, porque yo trabajo en casa de un matrimonio anciano y no tengo ocasión de tratar a gente de mi edad. Y, además, tengo a David -se refería a su hijo de once años-. Salgo con ellos simplemente por tener compañía.
Otra mujer del grupo había comentado algo parecido, añadiendo que casi todos los hombres que se conocen en los grupos de solteros «distan mucho de ser perfectos», aunque las mujeres estaban bien. Pertenecían a un grupo por la compañía.
A Clarke, que estaba sentada en el extremo del banco, le habían invitado dos veces a bailar pero ella rehusó. Una de las mujeres se inclinó sobre la mesa.
– ¡Cómo notan que eres nueva! ¡Parece que lo huelen! -dijo recostándose en el asiento, descubriendo sus dientes y una lengua que se había puesto verde a causa de lo que estaba bebiendo.
– Moira tiene envidia -dijo Sandra-. A ella los únicos que la invitan a bailar son jubilados.
Moira no pudo lógicamente oír el comentario pero se las quedó mirando como sospechando que hablaban mal de ella.
– Tengo que ir al baño -dijo Sandra.
– Te acompaño.
Sandra aceptó con una inclinación de cabeza. Clarke le había prometido que no iba a perderla de vista un instante. Recogieron sus bolsos del suelo y se abrieron paso entre el tumulto.
También el váter estaba lleno, pero al menos hacía fresco y la puerta amortiguaba el estruendo de la música. Clarke estaba como ensordecida y le picaba la garganta del humo de tabaco y de los gritos. Mientras Sandra hacía cola para entrar en un cubículo ella se acercó a los lavabos. Se miró en el espejo. Normalmente no se maquillaba y le sorprendió ver cómo cambiaba su rostro con la sombra de ojos y el rímel; resultaban más duros que seductores. Se estiró un tirante del vestido; de pie, el bajo le llegaba a las rodillas, pero sentada se le subía hasta el estómago. Era la tercera vez que se ponía aquel vestido; lo había llevado sólo a una boda y en una cena, pero aquello no le había sucedido. ¿Estaría echando culo? Se volvió levemente para mirarse y a continuación centró la atención en el pelo. Le gustaba aquel corte juvenil que le hacía el rostro más alargado. Una mujer que iba al secador de manos tropezó con ella. Oyó en una cabina fuertes esnifadas. ¿Alguien haciéndose una raya? En la cola, las conversaciones eran subidas de tono, se pasaba revista al personal de aquella noche, quién tenía el culo más bonito, si era mejor un buen paquete o una buena cartera. Sandra pasó a una cabina, Clarke cruzó los brazos, y mientras esperaba, alguien se le plantó delante.
– ¿Eres la encargada de los condones o qué?
Oyó risas en la cola, vio que estaba junto a la máquina de preservativos y se apartó para que la mujer echara las monedas; al hacerlo vio que en la mano derecha tenía manchas de vejez y la piel arrugada, y cuando tendió la izquierda hacia la bandeja, advirtió que también se apreciaba en su dedo la marca de la alianza ausente. Seguramente la llevaría en el bolso. El color de su cara era de bronceado artificial, la expresión ilusionada aunque curtida por la experiencia. La mujer le hizo un guiño.
– Por si acaso.
Clarke forzó una sonrisa. En la comisaría había oído que la noche de solteros del Marina recibía toda suerte de apelativos, como Parque Jurásico y liga-abuelas. Las típicas gracias machistas. Ella lo encontraba deprimente sin saber a qué atribuirlo; no solía ir a clubes nocturnos, los evitaba ya desde muy joven, cuando iba al colegio y a la universidad. No aguantaba aquel ruido, tanto humo, tanto alcohol y tanta tontería. Pero debía de haber otro motivo, porque ahora era hincha del club de fútbol Hibernian y en las gradas también había humo de tabaco y testosterona. Claro que existía una diferencia entre la multitud del estadio y la aglomeración de un local como el Marina, pues, desde luego, ningún depredador sexual elige para sus cacerías entre el público de un partido de fútbol. En el estadio de Easter Road se sentía segura y a veces, si podía, asistía a partidos fuera de Edimburgo. En los partidos del equipo casero tenía siempre el mismo asiento y conocía las caras de su alrededor. Y después del partido… Después se mezclaba con la masa anónima de la calle. Nadie había intentado nunca ligar con ella; porque no se iba al fútbol a eso, y ese convencimiento la reconfortaba en las frías tardes de invierno, cuando se encendían los focos del campo al iniciarse el partido.
Oyó descorrerse el pestillo de la cabina y reapareció Sandra.
– Ya era hora -comentó una de la cola-. Pensaba que estabas con un tío.
– Los tíos sólo los tengo para que me limpien el culo -replicó Sandra como quien no le da importancia, pero con la voz forzada; se acercó al espejo a retocarse el maquillaje. Había llorado y tenía los ojos enrojecidos.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Clarke.
– Peor podría haber sido si me hubiera dejado preñada, claro -replicó mirándose en el espejo.
El violador utilizó condón y no había quedado semen para analizar. Hicieron ruedas de identificación con delincuentes sexuales y Sandra repasó los libros de fotos de la policía, toda una galería de misoginia. Algunas mujeres con sólo ver aquellas caras tendrían pesadillas. Desaliñados, y de facciones vacuas, ojos mortecinos y mandíbulas flojas. Algunas víctimas, al repasar la colección, hacían el curioso comentario que Clarke resumía aproximadamente en la frase de «míralos, ¿cómo nos habremos dejado hacer eso si los débiles parecen ellos?».
Sí, débiles cuando les fotografiaban, débiles por vergüenza o cansancio, o por fingida sumisión, pero fuertes en el momento decisivo de la agresión. Pero lo cierto era que la mayoría actuaba en solitario, por lo que aquel segundo hombre, el cómplice… Siobhan estaba intrigada. ¿Qué sacaba él?
– ¿Has visto alguno que te guste? -preguntó Sandra con labios temblorosos mientras se ponía carmín.
– No.
– ¿Te espera alguien en casa?
– Sabes que no.
– Yo sólo sé lo que tú me has dicho -replicó Sandra sin dejar de mirarse en el espejo.
– Te he dicho la verdad.
Fue durante una larga conversación en la que Clarke, apartándose del protocolo, se confió a Sandra, contestando a sus preguntas prescindiendo de su espíritu profesional para sincerarse. Había comenzado siendo un recurso, una treta para conseguir la colaboración de Sandra en el caso, pero derivó en algo más, algo real. Clarke se había explayado mucho más de lo debido. Y ahora parecía que a Sandra no le convencía. ¿Desconfiaba de ella porque era policía o es que Clarke se había convertido en parte del problema, era sólo alguien más en quien Sandra no podía confiar plenamente? Al fin y al cabo, antes de la violación eran dos desconocidas y nunca habrían intimado de no ser por esa circunstancia. Clarke había acudido al Marina fingiéndose amiga de Sandra; otra falsedad. No eran amigas y probablemente no lo serían nunca. Su único vínculo era una agresión despiadada, y a los ojos de Sandra ella siempre le traería al recuerdo aquella noche, una noche que ella quería olvidar.
– ¿Cuánto vamos a quedarnos? -preguntó Sandra.
– Lo que tú quieras. Nos vamos cuando digas.
– Pero si nos marchamos pronto a lo mejor no lo vemos.
– No es culpa tuya, Sandra. A saber dónde estará. Yo pensé que valía la pena probar.
– Esperemos media hora más -dijo Sandra dando la espalda al espejo y consultando el reloj-. Le prometí a mi madre volver a casa a las doce.
Clarke asintió con la cabeza y siguió a Sandra a aquella oscuridad surcada por los fogonazos de los proyectores como si en sus descargas concentraran toda la energía del local.
Al volver a su mesa vieron que el asiento de Clarke estaba ocupado por un joven que pasaba los dedos por el vaho de condensación de un vaso largo que parecía contener simple zumo de naranja. Era evidente que los del grupo le conocían.
– Perdona -dijo levantándose al ver llegar a Clarke y Sandra-, te he quitado el sitio -añadió mirando a Clarke y tendiéndole la mano.
Ella se la dio y notó que se la estrechaba sin soltársela.
– Vamos a bailar -dijo llevándola hacia la pista.
Ella no pudo resistirse y se vio de improviso en aquella vorágine en medio de brazos locos que la rozaban y gritos de otras parejas. Él volvió la cabeza para comprobar que no los veían desde la mesa y siguió tirando de ella. Cruzaron la pista, pasaron una de las barras y llegaron a la entrada.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Clarke.
Él miró a su alrededor y, más tranquilo, se inclinó a decirle:
– Yo te conozco.
Clarke se dio cuenta de pronto de que su rostro le resultaba conocido. «¿Tal vez un delincuente, alguien a quien ayudé a encerrar?», pensó. Miró a su alrededor.
– Tú estás en Saint Leonard -prosiguió él, y ella dirigió la vista a aquella mano que seguía sujetándole la muñeca. Él se percató de ello y la soltó-. Perdona, es que…
– ¿Quién eres tú?
– Derek Linford -pareció ofenderle que ella no lo conociese.
– ¿De Fettes? -inquirió ella entornando los ojos. Él asintió con la cabeza. Claro, aquella cara la conocía del boletín, y quizá le había visto en la cantina de jefatura-. ¿Qué haces tú aquí?
– Yo podría preguntarte lo mismo.
– Estoy con Sandra Carnegie -replicó Siobhan al tiempo que pensaba: «Mentira, porque la he dejado… Estoy aquí contigo, cuando le había prometido…».
– Ya, pero no entiendo… -dijo frunciendo el entrecejo hasta que su rostro se arrugó-. Ah sí, la violaron, ¿no es cierto? -y se pasó el pulgar y el índice por la nariz-. ¿Has venido para intentar identificar a algún sospechoso?
– Exacto -respondió Clarke sonriendo-. ¿Tú eres miembro del club?
– ¿Qué pasa? -replicó él como si esperase algún comentario, pero ella se limitó a encoger los hombros-. No es un detalle que me apetezca divulgar, agente Clarke -añadió tratando de hacer valer la jerarquía.
– Tu secreto está a salvo conmigo, inspector Linford.
– Hablando de secretos… -añadió él mirándola y ladeando ligeramente la cabeza.
– ¿No saben que eres policía? -ahora fue Linford quien se encogió de hombros-. Dios, ¿qué les has dicho?
– ¿Qué más da?
Clarke reflexionó.
– Un momento… Hemos verificado la lista de los miembros del club y no recuerdo haber visto tu nombre.
– Es que me afilié la semana pasada.
Clarke frunció el entrecejo.
– Bueno, ¿qué explicación podemos dar ahora?
Linford volvió a restregarse la nariz.
– Simplemente que hemos estado bailando y ahora volvemos a la mesa; tú te sientas en un sitio y yo en otro. No tenemos que volver a hablarnos.
– Encantador.
– No es eso lo que quería decir -replicó él sonriendo-. Claro que podemos hablarnos.
– Vaya, gracias.
– De hecho, esta tarde ha sucedido algo increíble -dijo él volviendo a cogerla del brazo y guiándola de nuevo hacia el interior del club-. Anda, ayúdame a llevar una ronda y te lo cuento.
– Es un gilipollas.
– Puede, pero es un gilipollas encantador -comentó Clarke.
John Rebus, sentado en el sillón, con el oído pegado al teléfono inalámbrico, estaba junto a la ventana sin cortinas. Los postigos estaban aún abiertos. Tenía apagadas las luces del cuarto de estar y sólo alumbraba el vestíbulo una bombilla de sesenta vatios, pero el fulgor naranja de las farolas de la calle bañaba la habitación.
– ¿Dónde dijiste que lo encontraste?
– No lo he dicho -Rebus pudo oír la sonrisa en su voz.
– Qué misterioso.
– Poca cosa comparado con tu esqueleto.
– No es un esqueleto. Está arrugado como una momia -dijo con una risa breve y triste-. Pensé que el arqueólogo me iba a saltar a los brazos.
– ¿Qué impresión tenéis?
– Los de la científica han acordonado el lugar y el lunes Curt y Gates harán la autopsia a Mojama.
– ¿Mojama?
Rebus vio un coche que circulaba buscando sitio para aparcar.
– Es el nombre que le puso Bobby Hogan. De momento lo llamamos así.
– ¿No encontrasteis nada en el cadáver?
– Sólo tenía lo puesto, unos vaqueros desgastados y una camiseta de los Rolling Stones.
– Ha sido una suerte tener allí un experto.
– Si te refieres a un dinosaurio rockero te lo tomo como un cumplido. La camiseta, efectivamente, era la portada de Some Girls, un disco del setenta y ocho.
– ¿No hay ningún otro indicio para datar el cadáver?
– No llevaba nada en los bolsillos, tampoco anillos o reloj -consultó el suyo y vio que eran las dos, pero ella sabía que podía llamarle porque estaría despierto.
– ¿Qué disco es ése que suena? -preguntó ella.
– Es la cinta que me diste.
– ¿Blue Nile? Vaya con el dinosaurio. ¿Qué te parece?
– A mi entender, te dejas impresionar demasiado por el señor sabelotodo.
– Me encanta que te pongas paternalista.
– A ver si te doy una azotaina sobre mis rodillas.
– Cuidado, inspector, que actualmente por una cosa así puedes perder el empleo.
– ¿Vamos mañana al partido?
– ¡Para castigo nuestro! Te tengo reservada la bufanda verde y blanca.
– No olvidaré llevar el mechero. ¿Quedamos alas dos en Mather's?
– Allí te esperaré.
– Siobhan, en tu investigación de esta noche…
– Dime.
– ¿Has resuelto algo?
– No -contestó. De pronto su voz sonó cansada-. Nada en absoluto.
Rebus dejó el teléfono y llenó el vaso de whisky. «Esta noche en plan fino, John», se dijo, pues últimamente bebía muchas veces ya directamente de la botella. Tenía el fin de semana por delante y como único plan un partido de fútbol. El cuarto de estar estaba lleno de sombras y espirales de humo de tabaco; seguía pensando en vender el piso y buscar otro con menos fantasmas, que eran su única compañía: colegas muertos, víctimas, relaciones finalizadas. Volvió a coger la botella pero estaba vacía. Se puso en pie y sintió que se balanceaba. Pensó que tenía una botella en la bolsa de compra que había debajo de la ventana, pero la bolsa estaba vacía y arrugada. Miró por la ventana y vio el reflejo de su rostro ceñudo. ¿No se habría quedado una botella en el coche? ¿Cuántas había subido, dos o una? Le vinieron al pensamiento una docena de sitios donde tomar una copa aunque fuesen ya las dos. La ciudad, su ciudad, estaba allí fuera a su disposición, a la espera de mostrarle su negro y consumido corazón.
– No me haces falta -comentó apoyando la palma de las manos en la ventana como queriendo romper el vidrio para tirarse a la calle. Un salto de dos pisos-. No me haces falta -repitió apartándose de los cristales y yendo a por el abrigo.
El sábado el clan almorzó en el Witchery.
Era un buen restaurante, al final de la Royal Mile. El castillo estaba cerca, tenía una abundante luz natural y era casi como estar comiendo en un jardín de invierno. Roddy había organizado aquella comida para celebrar el setenta y cinco cumpleaños de su madre. Ella, que era pintora, comentó que le gustaba aquella luz intensa que bañaba el restaurante. Pero el día se nubló y tuvieron rachas de lluvia azotando los ventanales; la nubosidad era baja y desde el punto más elevado del castillo parecía posible tocar el cielo.
Antes de comer hicieron un rápido recorrido por las almenas sin que la anciana se mostrara impresionada lo más mínimo, pues ella conocía la vista desde hacía setenta años y había vuelto después al lugar más de cien veces. La comida tampoco mejoró su humor a pesar de los elogios de Roddy a los manjares y a los vinos.
– ¡Tú siempre exageras! -le espetó ella.
Él no dijo nada y bajó la vista al pudín, dirigiendo de vez en cuando un guiño a Lorna. Aquel gesto le recordaba a ella cuando eran niños, un rasgo tímido y enternecedor de su hermano, que él, en la actualidad, reservaba más que nada a sus electores y a las entrevistas de televisión.
«¡Tú siempre exageras!» Las palabras quedaron flotando en el aire como si quienes compartían la mesa las estuvieran degustando hasta que Seona, la mujer de Roddy, dijo:
– A alguien saldrá.
– ¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho?
Fue Cammo, naturalmente, quien restableció la paz.
– Vamos, madre, que es tu cumpleaños…
– ¡Termina la maldita frase!
– Como es tu cumpleaños -Cammo suspiró y realizó una de sus profundas inspiraciones- vamos a dar un paseo hasta Holyrood.
Su madre le miró furiosa hasta entornar los ojos como una fina ranura, pero inmediatamente se dibujó en su rostro una sonrisa. Cammo era la envidia de los demás por su habilidad para provocar semejante metamorfosis. En aquel momento ejercía de mago.
Eran seis comensales. Cammo, el hijo mayor, de cabello liso peinado hacia atrás, lucía los gemelos de oro paternos, lo único que le había dejado en herencia a causa de sus desavenencias políticas. El padre era un liberal de la vieja escuela, mientras que Cammo se afilió al partido conservador antes de acabar la carrera en Saint Andrews. Ocupaba un escaño parlamentario en los condados de los alrededores de Londres, representando a un área fundamentalmente rural entre Swindon y High Wycombe; residía en Londres porque le encantaba la vida nocturna y el hecho de estar en el meollo de algo. Casado con una borracha, compradora compulsiva, pocas veces se les veía en público juntos, aunque él sí se prodigaba en fotografías de bailes y fiestas, acompañado siempre de una mujer distinta.
Ese era Cammo.
Había llegado a Edimburgo en coche-cama y se quejaba de que el bar hubiera estado cerrado por falta de personal.
– Es lamentable; privatizan los ferrocarriles y ni por ésas puede uno tomar un whisky con soda.
– Dios mío, ¿todavía hay gente que toma soda?
Fue el comentario que hizo su hermana Lorna en casa antes de salir. Lorna, que había hecho un esfuerzo por acudir al almuerzo, era la que sabía manejar a su hermano Cammo, que le llevaba once meses. Lorna era modelo, un cuento en el que aún insistía, a pesar de la edad y de la escasez de contratos. A punto de cumplir los cincuenta, Lorna había estado en la cima en los años setenta. Todavía conseguía que la llamasen alguna vez porque era amiga de la influyente Lauren Hutton. Del mismo modo que a Cammo le gustaba salir con modelos, ella en sus buenos tiempos en los setenta, había salido con parlamentarios. Lorna sabía de las aventuras de Cammo y no dudaba de que él habría oído hablar de las suyas. En las raras ocasiones en que se encontraban actuaban como los contendientes de un combate de lucha libre dando vueltas uno alrededor del otro.
Cammo se encargó de pedir whisky con soda para su aperitivo.
Estaba también el hermano pequeño, Roddy, de casi cuarenta años. Un espíritu rebelde pero con poco currículum. En su momento había sido un cerebrito del Ministerio escocés y entonces era analista de inversiones y miembro del nuevo laborismo. Roddy no sabía replicar a las andanadas ideológicas de su hermano pero las aguantaba con tranquila e impasible autoridad, los proyectiles ni le rozaban. Un comentarista político le había calificado de señor «arreglalotodo» del laborismo escocés por su habilidad para desenterrar las numerosas minas de tierra del partido y ponerse a desactivarlas. Otros le llamaban señor «lameculos» en alusión a su urgencia por obtener la candidatura al Parlamento que tenía en perspectiva. De hecho, Roddy había organizado aquel almuerzo como celebración por partida doble pues aquella misma mañana había recibido la comunicación oficial de su nombramiento como candidato laborista al Parlamento en representación del West End de Edimburgo.
– ¡Maldita sea! -comentó Cammo poniendo los ojos en blanco al ver que servían champán.
Roddy se permitió una sonrisa tranquila y se recolocó detrás de la oreja un mechón rebelde de su abundante pelo negro; su mujer, Seona, le dio un apretón afectuoso en el brazo. Seona no era sólo la esposa fiel, era la más activa políticamente de los dos, además de profesora de historia en un instituto de Edimburgo.
Cammo solía llamarlos Billary en alusión a Bill y Hillary Clinton. Para él los que se dedicaban a la enseñanza eran prácticamente unos subversivos, circunstancia que no le había impedido flirtear con Seona en cinco o seis ocasiones, casi todas ellas en estado etílico. Cuando Lorna se lo reprochaba, él se defendía siempre con la misma frase: «Adoctrinamiento a través de la seducción. Si las sectas lo hacen, ¿iba a ser una excepción el partido conservador?».
También estaba el marido de Lorna, si bien la mayor parte del tiempo no se había apartado de la puerta con el móvil pegado a la oreja. Resultaba ridículo de espaldas, demasiado barrigón para aquel traje de lino color crema, con los zapatos negros puntiagudos. Y la coleta gris, a la vista de la cual Cammo soltó la carcajada.
– ¿Te nos has vuelto New Age, Hugh, o es que te dedicas a la lucha libre?
– Vete a la mierda, Cammo.
En los setenta y los ochenta Hugh Cordover había sido una estrella del rock, pero entonces era productor y manager de un grupo musical, aunque no salía tanto en los periódicos como su hermano Richard, un abogado de Edimburgo. Había conocido a Lorna en el tramo final de su carrera de modelo al señalarle un asesor que tenía dotes de cantante. Ella llegó tarde y borracha a la primera cita en el estudio de grabación y Hugh le abrió la puerta, le tiró un vaso de agua a la cara y le dijo que volviera sobria. No volvió hasta casi dos semanas más tarde, pero en esa segunda ocasión fueron juntos a cenar y trabajaron en el estudio hasta el amanecer.
Aún había gente que reconocía a Hugh por la calle pero no era gente importante. Hugh Cordover vivía ahora de su «biblia», una abultada agenda de cuero, con la que paseaba de arriba abajo por el restaurante con el móvil entre el hombro y la mejilla, arreglando entrevistas, siempre entrevistas. Lorna le miró por encima del vaso mientras su madre pedía que encendieran las luces.
– Vaya oscuridad más horrorosa. ¿Debo suponer que es para recordarme la tumba?
– Sí, Roddy, ocúpate tú, haz el favor -dijo Cammo arrastrando las palabras-. Al fin y al cabo fue idea tuya -añadió mirando el local con el mayor desdén del mundo; pero en aquel momento aparecieron los fotógrafos, uno convocado por Roddy y otro de una revista del corazón, Cordover regresó a la mesa y el clan Grieve en pleno esgrimió una sonrisa.
Roddy Grieve no había previsto caminar toda la Royal Mile, y tenía, al efecto, dos taxis esperando a la puerta del Holiday Inn. Pero no hubo manera de convencer a su madre.
– ¡Por Dios bendito!, ¿no era un paseo? ¡Pues vamos a pasear!
Y echó a andar la primera apoyándose en su bastón, dos tercios de afectación y un tercio de lamentable necesidad, dejando atrás a Roddy pagando a los taxistas. Cammo se inclinó junto a él.
– Tú siempre exageras -dijo en una muy aceptable imitación de su madre.
– Vete a la mierda, Cammo.
– Ojalá pudiese, querido hermano, pero falta mucho aún para el próximo tren hacia la civilización -dijo consultando aparatosamente el reloj-. Además es el cumpleaños de madre y quedaría desolada si yo partiera de repente.
Comentario que, muy a su pesar, Roddy pensó que respondía a la verdad.
– Volverá a lesionarse el tobillo -dijo Seona viendo a su suegra bajar la cuesta con aquel peculiar andar pesado que atraía las miradas.
A Seona le parecía a veces que era también afectación. Alicia siempre se las había arreglado para llamar la atención de todo el mundo, sus hijos incluidos, situación que el difunto Allan Grieve sabía paliar poniendo coto a sus excentricidades; pero al morir el marido, Alicia Grieve supo resarcirse de los años de forzada normalidad.
No es que los Grieve fuesen una familia normal, como le había advertido Roddy a Seona la primera vez que salieron, aunque era algo que ella ya sabía. No había casi nadie en Escocia que no supiera algo de los Grieve; pero Seona optó por no tenerlo en cuenta: Roddy era distinto, se dijo. Y se lo repartía a menudo, pero ya sin tanta convicción.
– Podríamos ir a ver la sede del Parlamento -sugirió cuando llegaron al cruce de la calle Saint Mary.
– ¡Dios bendito! ¿Para qué? -rezongó Cammo como era de prever.
Alicia frunció los labios y, sin decir palabra, dobló hacia Holyrood Road. Seona contuvo una sonrisa por su pequeño triunfo. Pero, ¿triunfo sobre quién?
Cammo se hizo el rezagado y dejó que las tres mujeres fueran a su paso mientras Hugh se detenía junto a un escaparate para atender otra llamada y Roddy le daba alcance; Cammo constató complacido que él, sin comparación posible, iba mejor vestido y atildado que su hermano pequeño.
– He recibido otra de esas notas -dijo en tono normal.
– ¿Qué notas?
– Dios, ¿no te lo dije? Me llegan en la correspondencia al despacho del Parlamento y mi pobre secretaria las abre.
– ¿Son amenazantes?
– ¿Conoces tú muchos parlamentarios que reciban cartas de admiradores? -replicó Cammo dándole unos golpecitos en el hombro-. Tendrás que acostumbrarte si sales elegido.
– Si salgo elegido -repitió Roddy sonriente.
– Oye, ¿quieres que te explique esto de las puñeteras amenazas o no?
Roddy se detuvo en seco, pero Cammo siguió caminando y tuvo que darle de nuevo alcance.
– ¿Te amenazan de muerte?
– No es infrecuente en nuestra profesión -dijo Cammo encogiéndose de hombros.
– ¿Qué te dicen?
– Poca cosa. Que voy a morir. Una llevaba incluida una cuchilla de afeitar.
– ¿Qué dice la policía?
– Qué ingenuo eres para la edad que tienes, Roddy. -Cammo miró su mano-. Las fuerzas de la ley y el orden, y esto es una lección que te ofrezco gratis, son como un colador roto, sobre todo cuando hay copas de por medio y algún diputado implicado.
– ¿Porque filtran la noticia a los medios informativos?
– ¡Bingo!
– Pero no acabo de entender…
– Se me echarían encima los periodistas -dijo Cammo aguardando a que sus palabras calasen en su hermano-. Y no tendría vida privada.
– Pero tratándose de amenazas de muerte…
– Será un chalado -dijo Cammo con un bufido-. No merece ni un comentario. Te lo he dicho exclusivamente como advertencia no sea que a ti te pase lo mismo algún día, hermanito.
– Si salgo elegido -replicó Roody con aquella sonrisa tímida que ocultaba una auténtica ambición.
– Si no sales elegido, aplícate el cuento -comentó Cammo y se encogió de hombros, mirando al frente-. Madre va deprisa, ¿verdad?
Alicia Grieve había adquirido notoriedad y cierta fortuna como pintora con su apellido de soltera, Rankeillor. La temática de su obra era aquella luz especial de Edimburgo, y su cuadro más conocido, repetido hasta la saciedad en tarjetas, grabados y rompecabezas, una vista con rayos de sol entrecortados atravesando las nubes y derramándose sobre el castillo y el Lawnmarket al fondo. Allan Grieve, algo mayor que ella, era su profesor en la Escuela de Bellas Artes. Se habían casado jóvenes pero no tuvieron hijos antes de haber afianzado sus respectivas carreras. Alicia tenía la ligera impresión de que Allan estaba resentido de su éxito, dado que a él, aunque excelente profesor, le faltaba esa chispa genial del artista, y llegó a decirle en cierta ocasión que sus cuadros eran demasiado verídicos, que el arte requería cierto artificio. Él se contentó con apretarle la mano sin decir nada, sólo en la hora de su muerte le hizo un reproche.
– Aquel día me mataste ahogando todas mis esperanzas -ella quiso protestar pero él se lo impidió-. Me hiciste una mala pasada, pero tenías razón. Me faltaba visión.
Alicia Grieve deseaba a veces haber carecido también ella de visión. No porque así habría sido mejor madre, dedicada a sus hijos, sino una esposa más generosa y mejor amante.
Vivía sola en una casona de Ravelston llena de cuadros de otros, incluida una docena de lienzos de Allan, muy bien enmarcados, a dos pasos del Museo de Arte Moderno, donde no hacía mucho se había celebrado una exposición retrospectiva de su obra. Se inventó una indisposición para no asistir a la inauguración y acudió ella sola otro día a primera hora cuando no había público. Le sorprendió ver que habían colocado los cuadros en un orden temático inconcebible para ella.
– ¿Sabéis que han encontrado un cadáver? -dijo Hugh Cordover.
– ¡Hugh! -dijo Cammo con burlona cordialidad-. ¿Otra vez aquí?
– ¿Un cadáver? -preguntó Lorna. -Lo leí en el periódico.
– Me han dicho que, en realidad, era un esqueleto -dijo Seona.
– ¿Dónde lo encontraron? -preguntó Alicia Grieve deteniéndose a contemplar los riscos de Salisbury.
– Oculto en una pared de Queensberry House -dijo Seona señalando el lugar. Estaban ante la verja y todos dirigieron la mirada hacia el edificio-. Hace años fue un hospital.
– Seguramente sería algún desgraciado de la lista de espera -dijo Hugh Cordover sin que nadie prestase atención.
– ¿Quién te has creído que eres?
– ¿Qué?
– Ya me has oído -dijo Jayne Lister lanzándole a su marido un almohadón a la cabeza-. Desde anoche están ahí los platos -añadió señalando la cocina con un gesto- y dijiste que los fregarías.
– ¡Voy a fregarlos!
– ¿Cuándo?
– Hoy es domingo, día de descanso -replicó él risueño para que no le amargase el día.
– Para ti toda la semana es día de descanso. ¿A qué hora volviste anoche?
Trató de ver qué había en la televisión, ante la cual se había situado ella; era un programa matinal infantil y la presentadora estaba buenísima. Él le había hablado a Nic de su mujer. Ahí estaba, hablando por teléfono y esgrimiendo una tarjeta. No quería ni pensar en lo que sería despertar una mañana con aquello al lado en la cama.
– Mueve el culo -dijo a su esposa.
– Me lo has quitado de la boca -replicó ella volviéndose a apagar el aparato, pero Jerry saltó del sofá con una rapidez inaudita, encantado de ver su cara de asombro y cierto temor. La apartó a un lado para pulsar el botón pero ella le agarró del pelo tirando hacia atrás.
– Te pasas el día con ese Nic Hughes -gritó-. ¡A ver si te crees que puedes entrar y salir a tu antojo, cerdo!
El la cogió con fuerza de la muñeca.
– ¡Suelta! ¿Crees que voy a seguir aguantándote? -añadió como si no sintiera dolor, pero él apretó más, retorciendo la muñeca y ella tiró aún más del pelo.
Sentía como si le ardiera el cuero cabelludo y echó hacia atrás la cabeza, alcanzándola encima de la nariz. Jayne dio un grito y le soltó al tiempo que él, dando media vuelta, la empujó con fuerza tirándola al sofá. En su caída Jayne dio con el pie en la mesita y la volcó; al suelo fueron a parar el cenicero, las latas de cerveza vacías y el periódico del sábado. En el techo se oyeron unos golpes de los vecinos de arriba que volvían a quejarse. Jerry vio que a ella se le ponía rojo el punto de la frente en el que había recibido el golpe. Dios, le había provocado dolor de cabeza; como si no tuviera bastante con la resaca.
Había hecho sus cálculos por la mañana: ocho cañas y dos chupitos, a juzgar por la poca calderilla que le quedaba. El taxi habían sido seis libras. La cena la pagó Nic; un cordero al curry estupendo. Nic quería ir de clubes pero él le dijo que no tenía ganas.
«¿Y si tengo ganas yo?», le había replicado Nic.
Pero después de la cena no parecía tan decidido, así que estuvieron en dos o tres bares y luego él tomó un taxi mientras Nic regresaba a pie. Era lo bueno de vivir en el centro, porque allí en la chimbamba el transporte era un problema. En los autobuses no se podía confiar y él nunca recordaba el horario, aparte de que a los taxistas había que engañarles diciendo que iba a Gatehill y allí, o te bajabas y cruzabas por las canchas de juego, o les convencías para que siguieran seis
cientos metros más hasta Garibaldi Estate, donde en cierta ocasión le habían atracado al cruzar por el campo de fútbol; iban cuatro o cinco y él estaba demasiado borracho para hacerles frente. Desde entonces siempre tenía que discutir con el taxista para que le llevara.
– Eres un hijo de puta -comentó Jayne restregándose la frente.
– Fuiste tú quien empezó. Yo estaba tumbado con un dolor de cabeza tremendo. Podías haber esperado unas horas… -dijo con voz más tranquila-. Iba a fregar, te lo juro. Simplemente necesitaba antes un poco de tranquilidad -añadió abriéndole los brazos.
La verdad era que el forcejeo le había puesto cachondo. Quizá tuviera razón Nic cuando decía que sexo y violencia eran uno y lo mismo.
Pero Jayne se puso en pie de pronto como si le leyera el pensamiento.
– Ni hablar -añadió saliendo a toda prisa del cuarto.
Qué mal carácter…, siempre se picaba. Tal vez Nic tuviese razón, quizá él podría poner algo de su parte. Pero a Nic con su buen empleo, sus trajes y su buen piso, también Catriona le había dejado. Lanzó un bufido: «¡Le había dejado por uno que conoció en una noche de club de solteros! ¡Una mujer casada y se va con el primero que conoce en una discoteca!». Qué cruel era la vida; y aún gracias, porque habría podido ser peor. Volvió a poner la tele y a tumbarse en el sofá. En el suelo estaba la lata de cerveza sin empezar. La cogió. Ahora ponían dibujos animados, aunque no importaba, a él le gustaban. No tenían hijos, pero mejor; él era un poco infantil en su fuero interno. Los vecinos de arriba, los de los golpes, tenían tres… ¡y aún tenían el morro de decir que ellos hacían ruido!
Vio en el suelo la carta del ayuntamiento que había caído al volcarse la mesa. Nos han llegado quejas… para solventar el problema con los vecinos… etcétera. ¿Tenía él la culpa de que hicieran las paredes tan finas que no podía ni clavarse un taco? Cuando los gilipollas de arriba iban a por su cuarto retoño era como estar con ellos en la cama. Una noche al terminar el asalto él les dedicó un aplauso y no dijeron ni pío, señal de que lo oyeron.
Se preguntó si era quizá precisamente por miedo a que les oyeran que Jayne no quería nada de sexo. Cualquier día se lo pediría; o la obligaría si se negaba, haciéndola llorar un buen rato para que lo oyeran los de arriba y les diera que pensar. Aquella pequeñita de la tele seguro que era chillona y habría que taparle la boca con la mano; con cuidado, eso sí, para dejarla respirar.
Como decía Nic, eso era imprescindible.
– ¿Así que te gusta el fútbol?
Derek Linford había anotado el número de teléfono de Siobhan en el Marina y el sábado le dejó un mensaje en el contestador preguntándole si le apetecía salir a pasear el domingo. Caminaban por el jardín botánico una tarde espléndida; estaban rodeados de parejas, paseando como ellos, aunque no hablaban de fútbol.
– Casi todos los sábados voy al partido -dijo Siobhan.
– Yo creía que en invierno se hacía una especie de pausa -añadió él como para demostrar que estaba enterado.
– Sólo durante la liga de campeones -contestó ella sonriendo por el esfuerzo de Linford-. La temporada pasada el Hibs bajó a primera.
– Ah, sí -dijo él. Llegaron a la altura de un letrero-. Si tienes frío podemos entrar en el invernadero tropical.
Ella negó con la cabeza.
– Estoy bien. Los domingos no hago casi nada.
– ¿No?
– A veces voy a un mercadillo, pero lo normal es que no salga.
– Entonces, ¿no tienes novio? -ella no respondió-. Perdona que te lo pregunte.
– No es ningún pecado -replicó ella encogiéndose de hombros.
– ¿Cómo quieres que con nuestra profesión conozcamos gente?
– ¿Por eso te apuntaste al club de solteros? -preguntó ella mirándole.
– Supongo -respondió él enrojeciendo.
– No te preocupes, no voy a contárselo a nadie.
– Gracias -contestó él con un esbozo de sonrisa.
– De todos modos, tienes razón -prosiguió ella-. ¿Cuándo vamos nosotros a conocer gente? Aparte, claro, de los demás polis.
– Y de los malhechores.
Por el modo de decirlo Siobhan sospechó que no debía de haber conocido a muchos «malhechores», pero asintió con la cabeza.
– Debe de estar abierta la cafetería -dijo él-. Si quieres…
– Tomaré un té y un bollo -dijo ella cogiéndole del brazo-. Una perfecta tarde de domingo.
Pero en la mesa de al lado había un matrimonio con niño hiperactivo y un bebé en cochecito que berreaba. Linford se volvió con el entrecejo fruncido hacia él como si la criatura fuese a portarse bien a la vista de su autoridad.
– ¿Qué es lo que te hace tanta gracia? -preguntó él volviéndose hacia Siobhan.
– Nada -dijo ella.
– Algo será -insistió él comenzando a atacar el café a cucharadas.
Ella bajó la voz para que no les oyeran.
– Sólo me preguntaba si ibas a detenerlo.
– Pues no sería mala idea -replicó él con cara de decirlo en serio.
Pasaron un par de minutos en silencio, después Linford se arrancó a hablar de Fettes, hasta que ella aprovechó una pausa para preguntarle:
– Y fuera del trabajo ¿qué haces?
– Bueno, siempre tengo mucho que leer; libros de texto y revistas. No estoy ocioso.
– Fascinante.
– Es que la mayoría de la gente… -no concluyó la frase y la miró-. Lo decías en plan irónico, ¿no?
Ella asintió con la cabeza sonriendo; él carraspeó y volvió a entretenerse con la cuchara.
– Cambiemos de tema -dijo al fin-. ¿Cómo es John Rebus? Tú eres compañera suya en Saint Leonard, ¿verdad?
Iba a contestarle que aquello no era exactamente cambiar de tema, pero hizo un gesto afirmativo.
– ¿Por qué lo preguntas?
Él se encogió de hombros.
– Porque no parece que se tome en serio lo del comité.
– Es posible que prefiera hacer otras cosas.
– Por lo que he visto de él, estar sentado en un bar fumando, seguramente. Tiene problemas con la bebida, ¿verdad?
– No -respondió ella con cara de palo mirándole a los ojos.
– Perdona -dijo él negando con la cabeza-, no debería haberte preguntado eso. Tú trabajas en su misma división y es lógico que le defiendas.
Ella contuvo una réplica mientras él dejaba ruidosamente la cucharita en el platillo.
– Soy idiota -dijo al tiempo que el bebé berreaba de nuevo-. Es que en este lugar… no puedo pensar como es debido -añadió mirándola-. ¿Nos vamos?
El lunes por la mañana Rebus fue al depósito de cadáveres. Cuando hacían una autopsia él solía entrar por la puerta lateral y se dirigía directamente a la sala de observadores; sin embargo el sistema de refrigeración de las instalaciones estaba hecho polvo y ahora hacían las autopsias en un hospital y el depósito servía de simple almacén de cadáveres; pero no había visto ninguna furgoneta Bedford gris en el aparcamiento. A diferencia de otras ciudades, en Edimburgo era el depósito municipal el que hacía el servicio de recogida de los muertos y después intervenían las funerarias. Entró por la puerta de personal y al ver que no había nadie en el «cuarto de naipes», así llamado por ser el lugar en que jugaban a las cartas los empleados en sus ratos libres, se dirigió a la sala de frigoríficos. Dougie, el encargado, estaba con su bata blanca y una carpeta sujetapapeles en mano.
– Dougie -dijo Rebus para que advirtiera su presencia.
Dougie le miró a través de sus gafas de montura metálica fina.
– Buenos días, John -dijo con ojillos alegres. Siempre estaba bromeando con que trabajaba en el centro muerto de Edimburgo.
Rebus arrugó la nariz para hacerle ver lo mal que olía.
– Sí -dijo el hombre-, es por una anciana en muy mal estado; debió de fallecer hace una semana -añadió señalando con la cabeza la sala de descomposición en que guardaban los cadáveres más nauseabundos.
– Bueno, el cadáver que yo vengo a ver es mucho más antiguo.
Dougie asintió con la cabeza.
– Pues llegas tarde porque ya se ha ido.
– ¿Qué se ha ido? -dijo Rebus consultando el reloj.
– Lo trasladaron dos de mis hombres al Western General hará una hora.
– Pensaba que hasta las once no empezaba la autopsia.
– Sí -replicó Dougie encogiéndose de hombros-pero tu colega fue realmente persuasivo, porque ya es difícil conseguir que los dos mosqueteros se salgan de su rutina.
Los dos mosqueteros era el apelativo que daba Dougie al profesor Gates y al doctor Curt. Rebus frunció el entrecejo.
– ¿Un colega mío?
– El inspector Linford -contestó Dougie leyendo el nombre anotado en su lista.
Cuando Rebus llegó al hospital, Gates y Curt realizaban la autopsia al alimón. El profesor Gates decía que él era de huesos grandes, y, desde luego, inclinado sobre aquellos magros restos humanos parecía la antítesis de su colega Curt, que era alto y delgado. Tenía diez años menos que él, y por su insistente carraspeo, daba a los observadores la impresión de que comentaba críticamente el trabajo del profesor, cuando en realidad era consecuencia de que fumaba treinta cigarrillos al día. Los momentos que Curt se veía obligado a pasar en la sala de necropsias eran un tiempo precioso que le apartaban de su vicio. Rebus, que hasta ese momento había estado pensando en otras cosas, sintió de improviso una necesidad imperativa de fumar un cigarrillo.
– Buenos días, John -dijo Gates levantando la vista de los restos.
Debajo del largo delantal de caucho lucía camisa blanca impecable y una corbata de rayas amarillas y rojas. Las corbatas del profesor contrastaban notablemente con el color gris de las instalaciones.
– ¿Ha venido haciendo ejercicio? -preguntó Curt.
Rebus se percató de que lo decía por su respiración agitada y se pasó la mano por la frente.
– No, simplemente…
– Si no lo deja -comentó Gates mirando a Curt- dentro de poco lo veremos en la plancha de mármol.
– Tendría gracia hacer la disección de un tracto digestivo lleno de panecillos y remolacha -añadió Curt.
– Y en un hombre de piel tan dura habría que usar hacha en vez de escalpelo.
Se echaron los dos a reír. No era la primera vez que Rebus maldecía el protocolo de corroboración que exigía la práctica de la autopsia por dos patólogos.
El cadáver, prácticamente piel y huesos, aunque parcialmente desollado, estaba sobre una especie de camilla-bandeja de acero inoxidable al objeto de recoger la sangre, pero aquel cadáver estaba reseco, sin ningún fluido vital, y sólo tenía polvo y telarañas. El cráneo reposaba sobre una plancha de madera inclinada que en otro contexto habría parecido una tabla para un surtido de quesos.
– Hay un tiempo y un lugar para las bromas, caballeros -era la voz de Linford, que, aunque más joven que los patólogos, les hizo callar por el tono en que lo dijo. Linford dirigió acto seguido una mirada a Rebus-. Buenos días, John.
Rebus se acercó a él.
– Bien que me has avisado del cambio de programa -comentó.
– ¿Hay algún problema? -replicó Linford parpadeando.
Rebus le miró.
– No, ningún problema.
Además de ellos dos estaban presentes dos auxiliares del hospital, un fotógrafo de la policía, un miembro de la policía científica y un hombre trajeado de la fiscalía con cara de estar a punto de vomitar. En las autopsias siempre había observadores dedicados a tomar notas según su cometido o a aguantarlas conteniendo los nervios.
– Inicié la necropsia este fin de semana -dijo Gates para los observadores- y puedo afirmar que, a juzgar por el deterioro, nuestro amigo debió de morir entre finales de los setenta y principios de los ochenta.
– ¿Se ha analizado la ropa? -preguntó Linford.
– La hemos enviado a Howdenhall esta mañana -contestó Gates asintiendo con la cabeza.
– Eran unas prendas de hombre joven -añadió Curt.
– O de uno más mayor que pretendía ir a la moda -dijo el fotógrafo.
– Desde luego, en el cabello no se apreciaban canas, aunque ello no sea determinante en sí -dijo Gates mirando al fotógrafo para darle a entender que su comentario no venía a cuento-. El laboratorio precisará más la fecha de la muerte.
– ¿De qué murió? -preguntó Linford.
Gates normalmente castigaba las impaciencias, pero se contentó con lanzar una mirada al joven inspector.
– Fractura craneal -dijo Curt señalando la zona con un bolígrafo-. Claro que podría tratarse de una herida posmortem -su mirada se cruzó con la de Rebus-. Ya veremos con arreglo a los datos que recoja la científica en el escenario del crimen.
– Estamos en ello -dijo el representante de la policía científica anotando algo en su grueso bloc.
Rebus sabía lo que buscarían: el arma del crimen en primer lugar y posibles rastros de sangre. La sangre se pega por todas partes.
– ¿Cómo fue a parar a la chimenea? -preguntó.
– No es problema nuestro -dijo Gates sonriendo a Curt.
– ¿Hay que considerarla una muerte sospechosa? -preguntó el de la fiscalía con voz de barítono en contraste con su baja estatura y delgadez.
– Yo diría que sí, ¿no le parece?
Gates se incorporó ruidosamente un instrumento sobre la bandeja metálica. En ese momento Rebus advirtió que el patólogo sostenía algo en la mano enguantada. Algo arrugado del tamaño de un melocotón.
– Esto es el corazón -dijo Gates examinándolo.
– Usted que no estaba al principio -comentó Curt a Rebus-, sepa que tenía un corte profundo en la piel de la caja torácica. Tal vez las ratas…
– Sí, ratas con puñal -dijo Gates mostrando el órgano a su colega-. Es una incisión de dos centímetros y medio, posiblemente de un cuchillo de cocina, ¿no cree?
– Muerte sospechosa -murmuró el de la fiscalía anotándolo en el bloc.
– Debías haberme avisado -dijo Rebus entre dientes en el aparcamiento del hospital reteniendo a Derek Linford, que quería volver a la Casa Grande.
– Te conozco, John, y sé que no eres de los que trabajan en equipo.
– ¿Qué idea tienes del trabajo en equipo dejándome al margen?
– Escucha, tal vez tengas razón pero no es para ponerse así.
– El caso es nuestro.
Linford abrió la portezuela de su BMW reluciente, aunque era de la serie 3, de momento no estaba mal para él.
– ¿En qué sentido?
– Porque como lo encontramos nosotros, es del CCSPP.
– Pero no está incluido en nuestras competencias.
– Venga, hombre. ¿Quién va a reclamarlo? ¿Tú crees que es admisible para el Parlamento que aparezca un cadáver en su sede?
– Es un asesinato de hace veintitantos años y no creo que a los políticos les vaya a quitar el sueño.
– Quizá no, pero la prensa se abalanzará sobre el caso dándole todo el aura de escándalo que puedan por el pasado siniestro de Holyrood, un Parlamento ensangrentado…
Linford resopló, pero reflexionó un instante y finalmente sonrió.
– ¿Siempre eres tan tozudo?
– Yo opino que Mojama es un caso nuestro.
Linford cruzó los brazos. Rebus sabía que estaba pensando que por tratarse de una investigación relacionada con el Parlamento era un buen camino para conocer a gente importante.
– ¿Cómo lo enfocamos? -preguntó Linford.
Rebus apoyó una mano en el guardabarros del BMW pero la retiró al ver cómo le miraba Linford.
– ¿Cómo fue a parar a la chimenea? Hace veinte años el lugar era un hospital y es de suponer que no se podría entrar por las buenas a derribar una pared y meter allí detrás un cadáver.
– ¿Porque lo habrían advertido los pacientes?
Entonces fue Rebus quien sonrió.
– Porque habrían tenido que escarbar mucho -dijo.
– Tu fuerte, según tengo entendido.
– Ya no -contestó Rebus negando con la cabeza.
– ¿Qué quieres decir?
Rebus pensaba en sus fantasmas, pero no iba a explicárselo.
– ¿Y Grant Hood y Ellen Wylie? -preguntó por cambiar de tema.
– ¿Querrán aceptar?
– No les queda más remedio. ¿No has oído hablar de la jerarquía?
Linford asintió pensativo y subió al coche, pero la mano de Rebus le impidió cerrar la puerta.
– Otra cosa. Siobhan Clarke es amiga mía y quien la moleste me molesta a mí.
– No me digas. Debes de ser temible cuando te enfadas -replicó Linford sonriendo de nuevo pero con frialdad-. No creo que Siobhan te agradezca que salgas en su defensa, y menos cuando todo es pura imaginación tuya. Adiós, John.
Linford puso el motor en marcha, dejándolo al ralentí para atender una llamada del móvil. Transcurrido unos segundos miró a Rebus y bajó el cristal de la ventanilla.
– ¿Dónde has dejado el coche?
– Dos filas más atrás.
– Pues sígueme -dijo Linford que cortó la comunicación y dejó el móvil en el asiento del copiloto.
– ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
– Han encontrado otro cadáver en Queensberry House -dijo acariciando el volante con las dos manos y mirando el parabrisas-. Pero éste es más reciente.
El viernes anterior habían pasado por delante de aquel cenador. Era una de esas casas de madera endeble, había pertenecido al hospital y se hallaba en los jardines, cerca del cerezo de Su Majestad; como el árbol, su destino era desaparecer, y provisionalmente se utilizaba de almacén, aunque como no guardaban nada de valor no tenía candado en la puerta, algo que de poco hubiese servido ya que casi todas las ventanas estaban rotas.
Allí, entre botes de pintura viejos, sacos de cascotes y herramientas rotas, había aparecido el cadáver.
– No debió de pensar que iba a morir así -musitó Linford mirando el revoltijo de objetos y trastos.
La policía acordonaba el cenador y sus inmediaciones y dispersaba a un grupo de obreros con casco. Muchos de ellos se habían apiñado en el tejado de uno de los edificios destinados a la demolición, y disfrutaban de una vista panorámica del asunto. Sus compañeros tal vez quisieran unirse a ellos y el tejado podía hundirse. No era aún mediodía y Rebus recordó escenarios del crimen de otros casos peores, rogando para que aquél no se complicara más. En la caseta de entrada había comenzado el interrogatorio del capataz de las obras y se quejaba de que le faltaban cascos para tanto policía. Rebus y Linford tenían los suyos, los de la científica descargaban todos los artilugios de su especialidad, un médico acababa de certificar la defunción y habían llamado a los patólogos. A causa de las obras en Holyrood Road, la vía había quedado reducida a una sola dirección controlada por semáforos; con la llegada de coches y furgonetas de policía, y el furgón gris del depósito de cadáveres con Dougie al volante, había colas de vehículos y los ánimos de los conductores se caldeaban, a juzgar por el coro de bocinas que ascendía hasta el cielo amoratado.
– Por el frío que hace creo que va a nevar -comentó Rebus, aun sabiendo que la víspera había hecho buena temperatura y tuvieron un chaparrón como en el mes de abril.
– Da igual el tiempo que haga -replicó Linford, que se moría de ganas de entrar en el cenador para ver el cadáver; pero había que conservar intacto el escenario del crimen sin pisarlo demasiado para no borrar huellas, y él lo sabía.
– Dice el médico que tiene destrozado el cráneo por atrás -añadió asintiendo con la cabeza y mirando a Rebus-. Qué coincidencia, ¿no?
Rebus, con las manos en los bolsillos, se encogió de hombros. Aquella mañana sólo había fumado dos cigarrillos y sabía que Linford estaba intentando algo: probaba con una pista rápida. No contento con el ritmo que llevaba su carrera ya veía un caso, uno de los grandes, que le diera fama y le permitiera estar en el candelero de los medios informativos, y con la opinión clamando por un resultado; un resultado que era él, de eso estaba convencido, quien podía ofrecérselo.
– Era candidato de mi distrito -comentó-. Tengo un piso en Dean Village.
– Estupendo.
Linford sofocó una risita incómoda.
– No te apures, en situaciones como ésta todos decimos chorradas por pasar el tiempo -dijo Rebus.
Linford asintió con la cabeza.
– Dime una cosa -prosiguió Rebus-. ¿En cuántos casos de homicidio has intervenido?
– No irás a decirme eso de que yo he visto más cadáveres que tú películas.
– Es simple curiosidad -replicó Rebus encogiéndose de hombros.
– No creas que he estado toda mi vida en Fettes -añadió Linford cambiando el peso de un pie a otro-. Dios, a ver si terminan ya.
Aún no habían levantado el cadáver, el cadáver de Roddy Grieve. Lo habían identificado porque al registrarle los bolsillos encontraron su cartera, pero también porque su rostro era reconocible; aunque sus ojos estaban apagados, Roddy Grieve era un personaje importante e incluso muerto conservaba el aire de ser alguien: un Grieve, un miembro del «clan», como llamaban a su familia. En cierta ocasión un entrevistador entusiasta había llegado a calificarla de primera familia de Escocia, observación absurda, pues todo el mundo sabía que la primera familia de Escocia eran los Broon.
– ¿De qué te ríes?
– De nada -respondió Rebus.
Apagó el cigarrillo y guardó la colilla en el paquete por temor a tirarla y contaminar el escenario del crimen. Sintió el irreprimible deseo de echar un trago, tal como había sugerido Bobby Hogan el viernes antes de que apareciese el esqueleto de la chimenea. Le apetecía tomarse unas copas sin prisas recordando y explicando viejas historias, sin cadáveres enterrados en las paredes ni en los cenadores. Unas copas en un universo paralelo donde no existiera la crueldad entre seres humanos.
El comisario Watson, hablando de crueldad y de tortura mental, hizo en ese momento su aparición; entornó los ojos al verle, como quien hace puntería.
– A mí no me eche la culpa, señor -dijo Rebus anticipándose a un posible comentario.
– Dios, John, ¿es que no puede estar sin meterse en líos?
Lo decía medio en serio medio en broma. A Watson le quedaban unos meses para jubilarse y ya había advertido a Rebus que deseaba tranquilidad en su recta final. Rebus alzó las manos como rindiéndose y le presentó a Derek Linford.
– Ah, sí, Derek, he oído hablar de usted -dijo Watson tendiéndole la mano; el apretón se alargó, como si estuvieran midiéndose.
– Señor -interrumpió Rebus-, el inspector Linford y yo… Bien, creemos que el caso es de nuestra competencia por el hecho de estar a cargo de la seguridad en el Parlamento y tratarse del homicidio de un candidato parlamentario.
– ¿Se conoce la causa de la muerte? -preguntó Watson haciendo caso omiso de la reivindicación de Rebus.
– Todavía no, señor -se apresuró a contestar Linford.
Rebus estaba sorprendido del cambio operado en el joven inspector, que se rebajaba servil para congraciarse con el Gran Jefe. Todo calculado, claro; pero Rebus dudaba mucho de que Watson lo advirtiese, o quisiera advertirlo.
– El médico ha mencionado un trauma craneal. Curiosamente, lo mismo que el cadáver descubierto en la chimenea. Fractura craneal y puñalada -añadió Linford.
– Pero sin puñalada en este caso -comentó Watson asintiendo despacio con la cabeza.
– No, señor -terció Rebus-, pero es igual.
– ¿Cree que voy a permitirle encargarse de un caso como éste?
Rebus se encogió de hombros.
– Si quiere, le enseño a usted la chimenea -dijo Linford.
Rebus pensó si lo que se proponía Linford no sería suavizar la situación, pues sólo a través del CCSPP podía acceder a la investigación del caso, junto con él, naturalmente.
– Quizá más tarde, Derek -contestó Watson-. A nadie va a preocuparle un esqueleto polvoriento y mohoso teniendo ahora el asesinato de Roddy Grieve.
– No tan mohoso, señor -terció Rebus-. Y habrá que investigarlo.
– Naturalmente -le cortó Watson-, pero hay prioridades, John. Incluso usted tiene que entenderlo -Watson estiró el brazo con la palma de la mano hacia arriba-. Maldita sea, ¿ahora se pone a nevar?
– Así se marcharían muchos curiosos -dijo Rebus.
Watson gruñó corroborando el comentario.
– Bueno, ya que nieva, podría enseñarme esa chimenea, Derek.
Derek Linford pareció derretirse de gusto y encabezó la marcha hacia el edificio dejando a la fría intemperie a Rebus, que encendió sonriente un cigarrillo. Que Linford se trabajase a Watson… Así lograrían que les encomendase los dos casos y tendría trabajo de sobra para pasar las semanas más grises del año y una excusa perfecta para olvidar la Navidad un año más.
La identificación era puro formalismo, aunque imprescindible. El público accedió al depósito de cadáveres por el instituto Wynd para encontrarse inmediatamente ante una puerta con el rótulo de sala de identificación. Había algunas sillas, pero quienes optaran por quedarse en pie sólo podían dar unos pasos hasta un mostrador tras el cual había un maniquí sentado con bata blanca y bigote pintado a lápiz, extraña muestra de humor dadas las circunstancias.
Pasaría un tiempo antes de que Gates y Curt pudieran practicar autopsias pero, como le comentó Dougie a Rebus, en las cámaras frigoríficas había sitio de sobra. No sucedía igual en la zona de espera ante la sala de Identificación, donde aguardaban la viuda de Roddy Grieve con la madre y la hermana del difunto. Esperaban a su hermano Cammo, que llegaba en avión desde Londres. Una regla tácita prohibía la entrada de periodistas al depósito por mucho interés que presentara el caso, pero ya había unos buitres de los más carro-ñeros al acecho en la acera de enfrente. Rebus salió a fumar un cigarrillo y se les acercó. Eran dos periodistas y un fotógrafo, jóvenes, delgados y con poca predisposición a observar las reglas. Al reconocerle cambiaron el peso de un pie a otro pero sin moverse del sitio.
– Voy a preguntarlo cortésmente -dijo Rebus sacando un cigarrillo; lo encendió y después les ofreció la cajetilla, pero los tres rehusaron.
Uno de ellos jugueteaba con su móvil, comprobando si había mensajes en la diminuta pantalla.
– ¿Puede darnos alguna noticia, inspector Rebus? -preguntó el segundo periodista.
Rebus le miró fijamente y comprendió de inmediato que iba a ser inútil hacerle entrar en razón.
– Una noticia oficiosa, si quiere -insistió el joven.
El periodista sacó una grabadora del bolsillo de la chaqueta.
– Acérquese más, por favor.
El periodista se acercó y conectó el aparato.
Rebus comenzó a hablar vocalizando con todo esmero, despacio y claro, hasta que al cabo de ocho o nueve palabras el periodista apagó la grabadora y se le quedó mirando con una sonrisa ambigua, mezcla de desprecio y rencor. Detrás de él, sus colegas no levantaban los ojos del suelo.
– ¿Quieres que te deletree alguna palabra? -preguntó Rebus antes de darse media vuelta y cruzar la calle para volver al depósito.
Había terminado la identificación y el papeleo, los miembros de la familia parecían estar petrificados. Hasta a Linford se le veía un tanto impresionado. Quizá era otra de sus actuaciones. Rebus se acercó a la viuda.
– Podemos disponer un par de coches para ustedes.
– No, gracias -replicó ella sorbiéndose las lágrimas-. Muy amable -añadió parpadeando para fijarse bien en él-. Esperamos un taxi.
En aquel momento se les acercó la hermana del difunto, pero la madre siguió sentada en una de las sillas con rostro imperturbable y muy tiesa.
– Si te parece bien, madre tiene una funeraria que puede encargarse de todo -dijo Lorna Grieve a la viuda, pero fue Rebus quien contestó.
– Comprenderá usted que no se puede aún entregar el cadáver.
Ella le miró con aquellos ojos que él había visto tantas veces en periódicos y revistas: los ojos de la modelo Lorna Grieve, ahora ya casi cincuentona. Rebus la conocía desde finales de los sesenta, cuando ella no tenía ni veinte años, salía con estrellas del rock y ya corrían rumores de que había provocado la separación de más de un grupo famoso. Melody Maker y New Musical Express publicaban fotos de ella con el cabello largo y rubio, delgada hasta el punto de la escualidez. Desde entonces había engordado bastante y ahora llevaba una melena más corta y más oscura, pero conservaba el aura de antaño, pese al lugar y a las circunstancias.
– ¡Sepa que somos la familia! -exclamó.
– Lorna, por favor -terció su cuñada.
– ¿Acaso no es verdad? Sólo nos faltaba que un mequetrefe presuntuoso con carpeta venga a decirnos…
– Creo que me confunde usted con un empleado de aquí -la interrumpió Rebus.
– ¿Pues, quién demonios es, si no? -replicó ella mirándole y entornando los ojos.
– Es el policía -dijo Seona Grieve-. Quien tiene que… -añadió sin poder terminar la frase, lanzó un suspiro.
Lorna Grieve resopló y señaló a Derek Linford, que, sentado al lado de la madre del difunto, Alicia, se inclinaba en aquel momento sobre ella y le apoyaba la mano en la espalda.
– El agente que investiga el asesinato de Roddy es aquél -comentó Lorna dando un apretón en el hombro a su cuñada-. Es con ése con quien debemos tratar y no con este mono -dijo con una mirada final a Rebus.
Rebus la vio acercarse a las sillas pero la viuda permaneció a su lado balbuciendo alguna cosa ininteligible en voz baja.
– Lo siento -repitió ella.
Rebus asintió con la cabeza y sonrió mientras acudían a su mente diversas respuestas tópicas, pero se frotó la frente borrándolas.
– ¿Quiere usted interrogarnos? -preguntó ella.
– Cuando les venga bien.
– Roddy no tenía enemigos… que yo sepa -añadió ella como si hablase consigo misma-. Es lo que siempre preguntan en la tele, ¿no?
– Habrá que investigar -comentó Rebus, que no apartaba los ojos de Lorna Grieve, ahora en cuclillas delante de su madre.
También Linford la miraba sin perderse ningún detalle. En aquel momento se abrió la puerta y asomó por ella una cabeza.
– ¿Han pedido un taxi?
Rebus vio a Derek Linford acompañar a Alicia Grieve a la salida. Era astuto: se congraciaba no con la viuda sino con la matriarca. Linford reconocía el poder cuando lo veía.
Dejaron transcurrir unas horas antes de ir a Ravelston Dykes a hablar con la familia.
– ¿Qué te parece? -preguntó Linford.
A Rebus, por el tono, le dio la impresión de que se refería al BMW.
Rebus se limitó a encogerse de hombros. Habían conseguido entre los dos que les asignaran para aquel homicidio una sala en Saint Leonard, la comisaría más próxima al lugar del crimen. No era todavía un caso de homicidio pero sabían que se daría curso a la investigación en cuanto tuvieran los resultados de la autopsia.
Habían llamado a Joe Dickie y a Bobby Hogan y Rebus se había puesto en contacto con Grant Hood y Ellie Wylie, que se habían prestado a colaborar en el caso de Mojama. «Será un reto», dijeron cada uno por su lado. Tendrían que contar con la aprobación de los jefes, pero Rebus no pensaba que hubiera problemas y propuso a Hood y Wylie que elaboraran juntos un plan de ataque.
– ¿A quién tenemos que presentar los informes de las investigaciones? -preguntó Wylie.
– A mí -dijo él cuidándose de que Linford no le oyera.
El BMW redujo a segunda al aproximarse al semáforo en ámbar. De haber ido él al volante casi seguro que habría acelerado antes de que se pusiera rojo. Puede que yendo solo, no, pero si hubiese llevado a alguien, lo habría hecho para impresionar. Y apostaría algo a que Linford también lo hacía. Además de detenerse ante el semáforo, Linford puso el freno de mano y se volvió hacia él.
– Era analista de inversiones, candidato laborista y miembro de una familia prominente. ¿Tú qué dices?
Rebus volvió a encogerse de hombros.
– Yo simplemente he leído los artículos de prensa; igual que tú. La gente no siempre está de acuerdo con el método de nombramiento de los candidatos.
– Algún rencoroso, quizá -añadió Linford asintiendo con la cabeza.
– Lo averiguaremos. Quién sabe si no fue un atraco que acabó mal.
– O se trata de alguna historia extramatrimonial. Rebus le miró y vio que fijaba la atención en el semáforo con los dedos sobre el freno de mano.
– A ver si los de la científica hacen un milagro.
– ¿Recogiendo huellas dactilares y fibras? -comentó Linford escéptico.
– Como había mucho barro, es posible que encuentren huellas de pisadas.
El semáforo se puso verde y, sin coches delante, el BMW cambió rápidamente de marchas.
– El jefe ya me ha informado -dijo Linford; Rebus supo que no se refería a ningún mando intermedio sino al superior del comisario-. Colin Carswell, el ayudante del jefe de policía de Fettes quiere formar un equipo especial, algo de gran calibre.
– ¿Con la Brigada Criminal?
Linford se encogió de hombros.
– Algo selecto. No sé lo que tiene en mente.
– ¿Tú que le has dicho?
– Que estando yo encargado no tiene por qué preocuparse.
Linford no pudo por menos de volverse a observar cómo reaccionaba Rebus, quien, a su vez, hizo ingentes esfuerzos por permanecer imperturbable. En todos los años que llevaba en el Cuerpo él no habría hablado más de un par de veces con el ayudante del comisario. Linford sonrió consciente de que había hecho mella en Rebus a pesar de su exterior impasible.
– Claro que -prosiguió-, cuando le mencioné que el inspector Rebus iba a ayudar…
– ¿Ayudar? -replicó Rebus irritado, y sólo en ese momento se percató de que Linford también había dicho que él estaría al mando del caso.
– … no quedó muy convencido -continuó Linford sin hacerle caso-. Pero yo le dije que te portarías bien y que trabajábamos bien juntos. Eso es lo que quiero decir con lo de ayudar: tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.
– Pero tú estás al mando.
Aparentemente a Linford le complació oír repetida su propia frase. Había dado en el blanco.
– Es tu propio jefe quien no quiere que intervengas en el caso, John. ¿Por qué?
– ¿A ti qué te importa?
– Todos lo saben, John. Tu fama te precede.
– ¿Y contigo al mando la situación va a cambiar? -preguntó Rebus.
Linford se encogió de hombros y no dijo nada; luego se movió en su asiento.
– Para ampliar esta agradable conversación -añadió- quizá te apetezca saber que esta noche salgo con Siobhan. Pero no te preocupes, la dejaré en su casa a las once.
Roddy Grieve y su esposa vivían en Cramond pero la viuda les había confiado que se quedaba en casa de su suegra para hacerle compañía. El caserón, que se alzaba solo situado al fondo de una calle estrecha tenía un aire irregular, quizá debido a sus tejados inclinados o a los relieves en piedra del dintel. No había coches en el camino de entrada y las cortinas de todas las ventanas estaban echadas, como precaución ante un grupo de periodistas y cámaras de un Audi 8o plateado, aparcado frente a la casa. Seguramente estarían en camino también los equipos de televisión. Rebus estaba convencido de que el caso Grieve iba a suscitar interés.
Linford llamó al timbre.
– Bonita casa -dijo.
– Yo me crié en una parecida -dijo Rebus-. Estaba al fondo de un callejón -añadió.
– Y ahí acaba la similitud -añadió Linford.
Les abrió un hombre que llevaba un abrigo de pelo de camello y solapas marrón oscuro; bajo el abrigo, desabrochado, se veía un traje de raya diplomática y camisa blanca desabotonada en el cuello. De su mano izquierda colgaba una corbata negra.
– ¿Señor Grieve? -preguntó Rebus, que conocía de sobra por la televisión a Cammo Grieve.
En persona resultaba más alto y distinguido, aun en aquellas circunstancias. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío o por las copas que hubiera tomado en el avión, y su pelo entrecano estaba algo revuelto.
– ¿Son de la policía? Pasen.
Entraron en el vestíbulo, Linford detrás de Rebus. Había cuadros y dibujos por doquier, no sólo en las paredes, paneladas de madera, sino también en el suelo, apoyados en los zócalos. En el último peldaño de la escalera de piedra se apilaban montones de libros, y, bajo un perchero cargado de abrigos, varios pares de botas de goma de hombre y de mujer polvorientas, todas negras, y unos bastones en el paragüero, además de varios paraguas colgados en la barandilla. En la mesita del teléfono había también un tarro de miel abierto junto a un contestador automático sin enchufar; ni rastro del teléfono. Cammo Grieve parecía encontrarse en su ambiente.
– Excusarán que esté todo… -dijo-. Bueno, ustedes ya me entienden -añadió atusándose hacia atrás el cabello.
– Naturalmente, señor -comentó Linford en tono deferente.
– De todos modos, voy a darle un consejo -dijo Rebus aguardando a que el diputado le prestara atención-. Se podría presentar cualquiera haciéndose pasar por policía. No olvide pedirles que se identifiquen antes de entrar.
Cammo Grieve asintió con la cabeza.
– Ah, sí, claro. El cuarto poder. Son casi todos unos hijos de su madre, pero que quede entre nosotros -añadió mirando a Rebus.
Rebus se limitó a hacer un gesto afirmativo pero Linford sonrió exageradamente ante aquel intento de frivolizan
– Yo no salgo de mi… -la expresión de Grieve se endureció-. Espero que la policía no escatime esfuerzos para resolver el caso. Si llega a mi conocimiento que limitan recursos… Aunque ya sé cómo está la cosa actualmente, presupuestos ajustados y todo eso. La política laborista, ya saben.
Rebus vio el peligro de que les largara un discurso electoral y le interrumpió.
– Bien, señor, creo que aquí, hablando, no vamos a resolver nada.
– Me parece que no voy a llevarme bien con usted -dijo Grieve entornando los ojos-. ¿Cómo se llama?
– Se llama Hombre mono -la voz llegó desde una puerta ante la que apareció Lorna Grieve con dos vasos de whisky. Tendió uno a su hermano para hacerlo chocar con el suyo antes de dar un trago-. Y éste es el organillero.
– Soy el inspector Rebus y él es mi compañero, el inspector Linford -dijo Rebus.
Linford se volvió a examinar en la pared un grabado que le había llamado la atención por tratarse de unas simples líneas manuscritas.
– Es un poema que Christopher Murray Grieve dedicó a nuestra madre -dijo Lorna Grieve-. Pero no vaya a pensar que es de nuestra familia.
– Se trata de Hugh MacDiarmid -añadió Rebus al ver que Linford se quedaba en ayunas, aunque su explicación tampoco sirvió de nada.
– El Hombre mono es inteligente -dijo Lorna con un gorjeo advirtiendo en ese momento el tarro de miel en la consola-. Ah, mira dónde está. Le diré un secreto, Hombre mono -añadió volviéndose hacia Rebus y encarándosele. Rebus miró aquellos labios que tantas veces de joven había besado en fotografías de revistas. Olían a whisky caro, un perfume que él sabía apreciar, pero su voz era áspera y tenía mirada de borracha-. Nadie sabe que existe este poema; es un ejemplar único que el poeta regaló a nuestra madre.
– Lorna… -dijo Cammo Grieve poniendo una mano en la nuca de su hermana, pero ella se la apartó-. No tiene perdón que estemos aquí con una copa y nuestros invitados no -añadió invitándoles a pasar a un salón también recubierto de paneles de madera en el que sólo vieron algunos cuadros pequeños colgados de un riel.
Había dos sofás y dos sillones, un televisor y un tocadiscos. El resto eran montones de libros en el suelo, embutidos en estantes y llenando los espacios entre las macetas del alféizar de la ventana. Lo alumbraban arañas de tres bombillas con sólo una encendida. Rebus cogió del sofá un montón de tarjetas de felicitación de cumpleaños; alguien había decidido que ya no era momento para celebraciones.
– ¿Cómo está la señora Grieve? -preguntó Linford.
– Mi madre descansa -contestó Cammo Grieve.
– Me refería a la esposa de su hermano, el señor Grieve.
– Seona, quiere decir -terció Lorna Grieve dejándose caer en uno de los sofás.
– También descansa -dijo Cammo Grieve acercándose a la chimenea de mármol y haciendo un gesto hacia el hueco del hogar convertido en botellero-. Ya no la encendemos -comentó-, pero bien se podría…
– Enciéndenos el estómago -gruñó su hermana-. Por Dios, Cammo, ése ya hace tiempo que se apagó -añadió poniendo los ojos en blanco.
El rubor volvió a colorear las mejillas del diputado, esta vez de ira. Quién sabe si sus colores al abrirles la puerta no eran de disgusto. Desde luego, Lorna Grieve se las pintaba sola para soliviantar a cualquiera.
– Tomaré un Macallan -dijo Rebus.
– Tiene buen gusto -comentó Cammo Grieve haciéndolo sonar como un cumplido-. ¿Y usted, inspector Linford?
A Rebus le sorprendió que Linford pidiera un Springbank. Grieve sacó vasos de un armarito y sirvió generosamente.
– No les ofenderé preguntándoles si quieren agua -dijo tendiéndoles las bebidas-. Pero siéntense, por favor.
Rebus se acomodó en uno de los sillones, Linford en el otro y Cammo Grieve fue a sentarse en el sofá al lado de su hermana, incomodada por la intrusión. Bebieron en silencio durante un rato hasta que en el bolsillo de Cammo sonó un pitido y se levantó, sacó el móvil y fue a la puerta.
– Diga. Sí. Lo siento, pero comprenderá que… -comenzó a decir cerrando la puerta tras él.
– Bueno -dijo Lorna Grieve-, ¿qué habré hecho yo para merecer esto?
– ¿Merecer, qué, señora Cordover? -preguntó Linford.
Ella lanzó un bufido.
– Inspector Linford -dijo Rebus pausadamente-, creo que es una alusión al par de inútiles que somos nosotros. ¿No es así, señora Cordover?
– Mi nombre es Lorna Grieve -replicó ella con mirada ponzoñosa, no mortal, pero sí suficiente para intimidar a su presa. Por lo menos ya no era borrosa y la dirigía a Rebus-. ¿Usted y yo nos conocemos? -preguntó.
– No creo -respondió él.
– Es que como me mira de ese modo…
– ¿De qué modo?
– Como muchos fotógrafos que he conocido: con ojos sórdidos sin carrete en la cámara.
Rebus ocultó una sonrisa con el vaso de whisky.
– Yo era un gran admirador de Obscura -dijo.
– ¿El grupo de Hugh? -preguntó ella; su voz se suavizó un tanto y abrió más los ojos.
Rebus asintió con la cabeza.
– En la portada de uno de sus discos aparecía usted.
– Dios, ya lo creo. Parece que ha pasado un siglo. ¿Cómo se llamaba…?
– Repercusiones continuas.
– Dios mío, sí, creo que sí. El último que grabaron, ¿verdad? A mí nunca me gustó, ¿sabe?
– ¿En serio?
Habían iniciado los dos una conversación. Linford quedaba fuera del ángulo de visión de Rebus y si éste se concentraba en Lorna Grieve era como si el joven inspector fuese un simple efecto luminoso.
– Obscura -repitió Lorna rememorando-. Ese nombre fue idea de Hugh.
– ¿Por la Cámara Obscura que hay cerca del castillo?
– Sí, pero no creo que Hugh la conozca. Él eligió el nombre por otra razón. ¿Conoce a Donald Cammell?
Rebus se quedó en blanco.
– Ese director de cine que hizo Performance.
– Ah, sí, claro.
– Nació allí.
– ¿En la Cámara Obscura?
Lorna Grieve asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa casi cálida.
Linford carraspeó.
– Yo conozco la Cámara Obscura -dijo-. Impresiona verla.
Se hizo un silencio y Lorna Grieve volvió a sonreír a Rebus.
– Él no tiene la menor idea de lo que estamos hablando, ¿verdad, Hombre mono?
Rebus asintió con la cabeza y en ese momento regresó Cammo. Se quitó el abrigo y se quedó en chaqueta. No hacía mucho calor allí, pensó Rebus. Aquellas casas antiguas tenían calefacción central pero no había doble vidrio en las ventanas, sus techos eran altos y siempre había corrientes. Tal vez no fuera mala idea devolver al pequeño bar su uso primitivo.
– Perdonen la interrupción -dijo Cammo-. Por lo visto a Tony Blair le afectó la noticia.
– Tony Blair -resopló Lorna-. No me fío de él ni un pelo -miró a su hermano-. Seguro que ni te conoce. Roddy habría sido un parlamentario dos veces mejor que tú. ¡Él, además, tuvo las agallas de presentarse al parlamento escocés para poder hacer algo desde allí!
El tono de su voz subió, lo mismo que el color a las mejillas de su hermano.
– Lorna, no te alteres -dijo.
– ¡Conmigo no te pongas paternalista!
El diputado les miró intentando convencerles de que allí no había nada de qué preocuparse, nada que le importase al mundo exterior.
– Lorna, verdaderamente creo…
– ¡Todo cuanto ha sucedido estos años en nuestra familia es culpa tuya! -prosiguió ella casi histérica-. ¡Papá hizo lo imposible por odiarte!
– ¡Basta!
– ¡Y pensar que el pobre Roddy aspiraba a ser como tú! Y luego lo de Alasdair…
Cammo Grieve alzó la mano en un amago de bofetada pero ella se apartó hacia atrás chillando. De improviso apareció alguien en la puerta; temblaba levemente y se apoyaba en un bastón negro. A su espalda, en el vestíbulo, había otra figura sujetándose el cuello de la bata.
– ¡Callaos ahora mismo! -gritó Alicia Grieve golpeando con fuerza en el suelo con el bastón.
Detrás de ella, Seona Grieve parecía una imagen de alabastro sin sangre en las venas.
– Ni siquiera sabía que aquí había un restaurante -dijo Siobhan mirando a su alrededor-. Huele a pintura.
– Es que sólo lleva abierto una semana -dijo Derek Linford sentándose frente a ella.
Estaban en el restaurante Tower, en la última planta del Museo de Escocia de Chambers Street. Tenía terraza, pero nadie cenaba al aire libre en una noche de diciembre. Su mesa, junto a la ventana, tenía vistas al juzgado y al castillo y permitía apreciar el brillo de la escarcha en los tejados.
– Es el mismo dueño del Witchery -añadió él.
– Sí que hay gente -dijo Siobhan mirando las otras mesas-. A aquella mujer la conozco. ¿No es la de los artículos gastronómicos del periódico?
– Nunca los leo.
– ¿Cómo te enteraste? -preguntó ella mirándole.
– ¿De qué?
– De este sitio.
– Ah -respondió él examinando la carta-, me lo mencionó un tío de Escocia Histórica.
Ella sonrió por lo de «tío» y pensó que Linford debía de tener su edad o quizá un año o dos menos, pero era tan conservador vistiendo -con el traje oscuro, la camisa blanca y una corbata azul-, que parecía mayor. Quizá por ello despertaba simpatías en los jefazos de la Casa Grande. Ante su invitación a cenar, el primer impulso de ella había sido no aceptar, pues en el Botánico no habían congeniado precisamente, pero al mismo tiempo le picó la curiosidad por si aprendía algo de él, ya que de su mentora, la inspectora jefe Gill Templer, poca enseñanza sacaba; estaba demasiado ocupada en demostrar a sus colegas masculinos que no era menos que ellos, cuando la verdad era que valía mucho más que cualquiera de los jefes que había conocido Siobhan. Pero Gill Templer no parecía saberlo.
– ¿Fue ese tío el que descubrió el cadáver en Queensberry House?
– Ese -contestó Linford-. ¿Hay algún plato que te apetezca?
Cualquier otro hombre habría aprovechado la pregunta de ella para seguir tratando de ligársela, pero Linford seguía mirando la carta como si fuese la prueba pericial de algún crimen.
– No suelo comer carne -dijo Siobhan-. ¿Qué novedades hay en el caso de Roddy Grieve?
Llegó la camarera a tomarles nota y Linford se aseguró de que Siobhan no tenía que conducir para pedir una botella de vino blanco.
– ¿Has venido a pie? -preguntó.
– En taxi.
– Habría debido preguntarte si querías que pasara a recogerte.
– No tenías por qué. Bueno, ¿qué hay del caso de Roddy Grieve?
– Vaya hermana que tiene -dijo Linford negando con la cabeza al recordar.
– ¿Lorna? Me encantaría conocerla.
– Es un monstruo.
– Un bello monstruo -Linford se encogió de hombros como si la belleza le dejara indiferente-. A mí no me importaría en absoluto estar como ella cuando llegue a su edad -añadió Siobhan.
Linford toqueteó el vaso de vino. No sabía si ella buscaba un cumplido. Quizá.
– Me pareció que hacía buenas migas con tu guardaespaldas -comentó.
– ¿Mi, qué?
– Rebus, ése que no quiere que te vea.
– Estoy segura de que…
Linford se incorporó recostándose en la silla.
– Bah, perdona. Olvida el comentario.
Siobhan ya no sabía a qué atenerse, indecisa ante la clase de señales que supuestamente le enviaba Linford. Optó por sacudirse unas migas inexistentes del despampanante traje de terciopelo y mirarse las rodillas por si sus medias negras tenían alguna carrera. De carreras, nada. ¿Sería que a él le ponía nervioso que estuviera sin abrigo, con los brazos y los hombros al aire?
– ¿Sucede algo? -preguntó.
El negó con la cabeza mirando a todas partes menos a ella.
– Es que… nunca había salido con nadie del trabajo.
– ¿Salido?
– Bueno, salir a cenar. He ido a cenas oficiales, pero nunca… -la miró a los ojos- así, a solas, como ahora.
– Es una simple cena, Derek -replicó ella sonriendo, y se arrepintió de inmediato. ¿No esperaría él algo más que una simple cena?
Sin embargo, él pareció relajarse un poco.
– La casa es también muy rara -dijo él como si no hubiese dejado de pensar en la familia Grieve-. La tienen llena de cuadros, revistas y libros y la madre del difunto vive sola, aunque en mi opinión mejor estaría en un asilo al cuidado de alguien.
– La madre es pintora, ¿no?
– Era. No creo que siga pintando.
– He leído en los periódicos que sus obras se cotizan bastante.
– A mí me parece que está algo gaga, pero claro, acaba de perder a un hijo y no soy quién para juzgar -añadió preguntándole con la mirada qué tal lo estaba haciendo. Vio que ella le animaba con los ojos a continuar-. También estaba Cammo Grieve.
– Dicen que es un calavera.
– Yo le encontré algo gordo -replicó Linford aturdido. -No que sea una calavera, sino un mujeriego de poco fiar.
Ella sonrió pero él se tomó en serio la afirmación.
– Ah, sí, poco de fiar, claro -repitió pensativo-. A saber de qué hablaban ellos.
– ¿Quiénes?
– Rebus y Lorna Grieve.
– De música rock -dijo Siobhan recostándose en el respaldo de la silla para que la camarera sirviera el vino.
– Pues sí, hablaron un buen rato -dijo Linford mirándola fijamente-. ¿Cómo lo sabías?
– Es que ella se casó con un productor discográfico y a John le encanta ese mundillo. Conectaron de inmediato.
– Ahora comprendo que seas del DIC.
Ella se encogió de hombros.
– Es seguramente el único que yo conozco que pone Wishbone Ash en los servicios de vigilancia.
– ¿Quiénes son Wishbone Ash?
– ¿Lo ves?
Después del primer plato Siobhan volvió a preguntarle sobre el caso Roddy Grieve.
– Estamos hablando de una muerte sospechosa, ¿verdad?
– No se ha hecho aún la autopsia, pero es sospechosa, desde luego, porque no se suicidó ni parece accidente.
– Un político asesinado -comentó Siobhan chasqueando la lengua.
– Todavía no había entrado en política. Simplemente era un analista de inversiones candidato al Parlamento.
– Lo que dificulta aún más discernir el móvil del crimen. Linford asintió con la cabeza.
– Pudo ser un cliente resentido por una mala inversión de Grieve.
– Sin contar a los candidatos relegados por el partido en el nombramiento.
– Tienes razón; la rivalidad es muy fuerte.
– Y no hay que olvidar la familia a que pertenecía.
– Es una manera de hacerles daño -añadió Linford, todavía asintiendo.
– O quizá sólo estaba en el lugar equivocado, etcétera.
– ¿Que se le hubiese ocurrido ir a echar una ojeada a la sede parlamentaria, lo atracaron y el asunto se les fue de las manos? -dijo Linford con un bufido-. Hay muchos móviles posibles.
– Que habrá que considerar.
– Sí -dijo Linford no muy contento ante la perspectiva-. Va a ser un trabajo largo y difícil.
Por el tono, parecía que trataba de convencerse de que aquello valía la pena.
– Entre tú y yo, en John se puede confiar, ¿no?
Siobhan reflexionó un instante y asintió despacio con la cabeza.
– Cuando hace presa en algo no lo suelta -añadió.
– Eso me han dicho, que no sabe aflojar la mano -su comentario no sonó precisamente a elogio-El ayudante del jefe de policía quiere que yo dirija el caso. ¿Cómo crees que se lo tomará John?
– No lo sé.
– No pasa nada -añadió él con una risa fallida-. No voy a decirle que hemos hablado de él.
– No es por eso -replicó ella, consciente de que en parte sí lo era-. Es que verdaderamente no lo sé.
– Da igual -Linford parecía decepcionado.
Pero Siobhan sabía que sí le importaba.
Nic Hughes iba en coche por las calles de la ciudad con su amigo Jerry, que no dejaba de preguntarle adonde se dirigían.
– Por Dios bendito, Jerry, pareces un disco rayado.
– Es que me gustaría saberlo.
– ¿Y si te digo que no vamos a ningún sitio?
– Es lo mismo que me contestaste antes.
– ¿Y hemos llegado a algún sitio? -Jerry no acababa de entenderle-. No. Porque sencillamente vamos en coche, y eso, a veces, es divertido.
– ¿Qué?
– Anda, calla, por favor.
Jerry Lister miró por la ventanilla. Habían llegado hasta la circunvalación, para cruzar Gyle y ahora iban camino de Queensferry Road; pero Nic, en vez de volver hacia el centro, se había desviado hacia Muirhouse y Pilton. Vieron a un tipo orinando en una farola y Jerry dijo «ahora verás», bajó el cristal de la ventanilla y al pasar por delante del hombre lanzó un grito espeluznante y se echó a reír mirando por el retrovisor. El tipo soltaba tacos.
– Jerry, aquí son muy mala gente -le advirtió Nic como si él no lo supiera.
A Jerry le gustaba el coche de Nic, un Sierra Cossworth negro reluciente. Al pasar junto a un grupo de chavales, Nic tocó el claxon y les saludó con la mano como si los conociera y ellos miraron atentamente coche, conductor y pasajero.
– Jer, esos chicos, por un coche como éste, serían capaces de matar. Lo digo en serio; se cargarían a su abuela por dar una vuelta en él.
– Entonces será mejor que no te quedes sin gasolina.
Nic le miró.
– Les podríamos, colega -dijo bravucón, por efecto del speed en su organismo y de llevar la cazadora de ante azul-. ¿Que no? -añadió aminorando la marcha y levantando el pie del acelerador-. ¿Quieres que volvamos y…?
– Anda, sigue, ¿vale?
Después hubo unos momentos de silencio; Nic, en las rotondas, acariciaba el volante.
– ¿Vamos a Granton?
– ¿Quieres ir?
– ¿Allí qué hay? -preguntó Jerry.
– Yo no lo sé; eres tú quien lo ha dicho -replicó con una mirada maliciosa-. Damas de la noche, Jer, ¿es eso? ¿Quieres probar con otra? -añadió con la lengua fuera-. Yendo los dos no querrán subir al coche. Las damas de la noche son desconfiadas. Quizá si tú te escondes en el maletero, yo subo a una, la llevo al aparcamiento… Y para los dos, Jer.
– Creí que habíamos decidido… -dijo Jerry Lister humedeciéndose los labios. -¿Decidido, qué?
– Ya sabes -contestó Jerry en tono preocupado.
– Me falla la memoria, colega -replicó Nic dándose un golpecito en la frente-. Es la bebida. Bebo para olvidar y se ve que funciona -añadió con cara de ira cambiando de velocidad-. Sólo que olvido lo que no debo.
– Déjala que se vaya, Nic -dijo Jerry volviéndose hacia él.
– Es fácil de decir -replicó él enseñando los dientes. Se le veían en la comisura de los labios restos de polvillo blanco-¿Sabes lo que me dijo, colega? ¿Sabes lo que me dijo?
Jerry no quería oírlo. El coche de James Bond tenía un dispositivo de eyección en el asiento, pero el único dispositivo especial del Cossworth era un techo corredizo. Miró a su alrededor, como si buscara el botón de eyección.
– Dijo que este coche era una mierda y que iba a ser el hazmerreír.
– Pues no es cierto.
– Esos chavales que hemos visto se lo cargarían en una hora y a otra cosa. Para ellos no es más que eso, y es aún cien veces más importante que para Cat.
Hay hombres que se entristecen de un modo emocional y lloran. Jerry había llorado un par de veces, con unas cuantas cervezas en el cuerpo viendo Animal Hospital, o en Navidades cuando ponían Bambi o El mago de Oz, pero él nunca había visto llorar a Nic. Nic lo que hacía era ponerse hecho una furia; incluso cuando sonreía como en aquel momento, él sabía que estaba enfadado y a punto de estallar. La gente no lo notaba, pero él sí.
– Anda, Nic -dijo-, vamos al centro, a Lothian Road o a los puentes.
– Tal vez tengas razón -respondió Nic al fin.
Estaban parados en un semáforo y al lado un motociclista no dejaba de darle al gas. No era un máquina muy potente, pero sí muy ligera. Su conductor, un chico de unos diecisiete años, les miraba a través del casco. Nic tenía pisados a fondo embrague y acelerador, pero nada más abrirse el semáforo la moto les dejó atrás como si fueran una tortuga.
– ¿Has visto? -dijo Nic sin levantar la voz-. Igual que si Cat me dijera adiós con la mano.
Pararon en el centro a tomarse un respiro y comer una hamburguesa con patatas fritas en la calle, apoyados en el coche. Jerry llevaba una cazadora barata de nilón y tiritaba a pesar de tener la cremallera cerrada. Nic, por el contrario, seguía con la suya abierta sin preocuparse del frío. En el restaurante había un grupo de jovencitas en una mesa junto a la ventana y Nic les dirigió una sonrisa para atraer su atención, pero ellas siguieron tomándose los batidos sin hacerle caso.
– Lo divertido del asunto, Jer, es que se creen que ellas dominan -dijo Nic-. Pero, aunque estemos aquí fuera pasando frío, los fuertes somos nosotros. Ellas se encierran en su mundo, olvidándolo, pero nos bastarían diez segundos para situarlas en el nuestro. ¿A que sí? -añadió volviéndose hacia su amigo.
– Si tú lo dices.
– No, tienes que decirlo tú. Así se hace verdad -contestó Nic tirando al suelo la cajita de la hamburguesa.
Jerry no había acabado la suya pero Nic subía ya al coche y él sabía que no permitía ningún olor en el Sierra. Había una papelera al lado y tiró en ella la comida. Lo que un minuto antes era comida, ahora era basura. Fue todo uno, subir él y arrancar el Cossworth.
– Esta noche no vamos a por una, ¿verdad? -preguntó Nic, que parecía más calmado tras la hamburguesa.
– No, no creo.
Jerry fue relajándose a medida que avanzaban por Primees Street, muy distinta desde que era de una sola dirección. Fueron a Lothian Road, luego al Grassmarket y a Victoria Street. En lo alto se veían grandes edificios que Jerry no sabía qué eran. En el puente de Jorge IV reconoció el antiguo juzgado, ahora Tribunal Supremo, y, enfrente, el bar Deacon Brodie's. Giraron en un semáforo a la derecha y al entrar en High Street los neumáticos empezaron a rebotar en las bandas de reducción de velocidad. Hacía frío y no se veía mucha gente, pero Nic apretó el botón para bajar el cristal de la ventanilla y fue cuando Jerry la vio: llevaba un abrigo tres cuartos, medias negras y era morena, de pelo corto, alta y esbelta. Nic puso el coche a su altura a poca velocidad.
– Esta noche hace mucho frío -dijo, pero ella siguió andando sin hacer caso-. A lo mejor, con un poco de suerte, encuentras taxi en el Holiday Inn. Está ahí, más adelante.
– Sé dónde está -espetó ella.
– ¿Eres inglesa? ¿Estás de vacaciones?
– Vivo aquí.
– Sólo intento ser amable. Siempre nos acusan de que somos maleducados con los ingleses.
– ¡Vete a la mierda!
Nic avanzó unos metros con el coche y paró luego para volverse a verle bien la cara. Bien arropados el cuello y la barbilla en la bufanda, pasó junto a ellos como si no existieran. Nic cruzó la mirada con Jerry y asintió despacio con la cabeza.
– Es lesbiana, Jerry -dijo en voz alta, subiendo el cristal y arrancando.
Siobhan Clarke no sabía por qué seguía andando, pero al entrar en la estación de Waverley por la puerta de atrás para atajar, sí supo por qué temblaba. «Lesbiana.»
Que les den por saco. A todos. Había rehusado la propuesta de Derek Linford de acompañarla a casa alegando que le apetecía caminar sin estar muy convencida y se habían despedido amigablemente, sin darse la mano ni un beso porque en Edimburgo eso no se hacía en la primera cita. Sólo le había dedicado una sonrisa prometiéndole repetir la salida, pero estaba segura de que rompería aquella promesa. Había notado una sensación rara bajando en el ascensor del restaurante que cruza el museo. Los obreros aún estaban trabajando. Había cables y escaleras de mano y se oía el ruido de una taladradora.
– Yo creía que ya estaba inaugurado -dijo Linford.
– Y lo está -comentó ella- pero sin terminar.
Cruzó por el puente de Jorge IV y siguió por High Street, y fue cuando aquellos tipos del coche… Ojalá no hubiese ido por aquella calle. Comenzó a subir una larga escalinata poco iluminada desde donde se oía la música de los bares todavía abiertos. Ya estaba cerca de la estación; la cruzaría para salir a Princes Street y luego tomaría por Broughton Street y después seguiría hasta Broughton Street, el llamado barrio gay de Edimburgo.
Que era donde ella vivía. Allí vivía mucha gente.
«Lesbiana.»
Que les den por saco.
Pasó revista mental a los detalles de la velada para tratar de calmarse: Derek había estado muy nervioso, pero ella no había estado tampoco tranquila. Aquella comisión en Delitos Sexuales le había hecho aborrecer a los hombres. La colección de fotos de delincuentes con aquellas caras repugnantes y los detalles de los delitos… Luego, el tiempo que había dedicado a Sandra Carnegie, intercambiando experiencias y sentimientos personales… Ya se lo había advertido una compañera que había trabajado casi cuatro años en delitos sexuales: «Acaba con la pasión y te hace cogerles asco».
Tres vagabundos habían agredido a una estudiante, a otra la habían violado en una de las calles principales del sector sur. O aparece un coche que se pone a tu altura, intentan ligar contigo y luego te insultan. Aunque no era nada comparado con lo otro. De todos modos, aquel nombre, Jerry, no lo olvidaría; ni el Sierra negro brillante.
Miró desde el paso elevado las vías y la explanada de llegada. Sobre su cabeza estaba la techumbre de cristal con goteras. Justo en aquel momento notó, en el límite de su campo visual, que caía algo a plomo, y, pensando que era pura imaginación, volvió la cabeza y vio caer nieve. No, no era nieve; eran trozos de vidrio. Vio un agujero en el techo de cristal y oyó gritos abajo en un andén. Un par de taxistas corrían hacia el lugar.
Otro suicida. Sobre el andén vio una zona oscura: era como mirar al interior de un agujero negro. Pero en realidad era el abrigo del suicida. Siobhan descendió la escalera a los andenes. Había viajeros aguardando la salida del expreso a Londres, una mujer lloraba y uno de los taxistas se había quitado la chaqueta para tapar la cabeza y el tronco del cadáver. Intentó acercarse y el segundo taxista quiso defenderla.
– No es nada agradable de ver -dijo.
– Soy policía -replicó ella sacando el carnet.
Desde el puente North se arrojaban al vacío tantos suicidas que en la barandilla debía de haber un letrero con el teléfono de la Esperanza. El puente conecta la ciudad vieja con la ciudad nueva salvando la hondonada que ocupa la estación de Waverley. Cuando Siobhan llegó al punto en cuestión no pasaba nadie por el puente. Se veían a lo lejos sombras de gente que salía hablando de los bares y volvían a casa. Sólo pasaban taxis y coches. Nadie que hubiera visto la caída se había tomado la molestia de parar. Se inclinó sobre la barandilla y miró el techo de cristal. El agujero estaba casi en vertical debajo de ella y vio a través de él movimiento en el andén. Ya había llamado a la comisaría para que avisaran al depósito de cadáveres, pero como no estaba de servicio, había dejado junto al cadáver a una agente de uniforme. Rebus los llamaba «trajes de lana». En cuanto a la ropa del muerto, debía de ser un vagabundo. Bueno, ahora ya no los llamaban así. ¿Cómo era? No recordaba. Estaba ya redactando mentalmente el informe y miró la calle vacía pensando que bien podía irse y que otros se encargaran del caso, cuando su pie tropezó con algo: una bolsa de plástico. La palpó con el pie y notó que pesaba. Se agachó y la cogió. Era una bolsa grande, de las que dan en las tiendas de confección. Nada menos que de Jenners, los selectos grandes almacenes que no estaban muy lejos de allí. Dudaba que el mendigo hubiese comprado alguna vez en él, pero se imaginó que dentro de la bolsa llevaría todas sus cosas y la bajó a la estación.
No era la primera vez que intervenía en un suicidio. Gente que abría el gas y se sentaba junto a los fogones, coches con el motor en marcha en un garaje cerrado, o personas tendidas en la cama con un frasco de píldoras en la mesilla y los labios amoratados moteados de blanco. Hacía poco que un agente del DIC se había tirado desde los peñascos de Salisbury. En Edimburgo abundaban los sitios para suicidarse.
– Puede irse a casa si quiere -le dijo una agente uniformada, y ella asintió con la cabeza. La mujer sonrió-. ¿Qué es lo que la retiene?
Buena pregunta, era como si se lo dijera a sabiendas de que ella no tenía alicientes para volver a casa.
– Usted es de los de Rebus, ¿verdad? -dijo la agente.
– ¿Qué quiere decir? -replicó Siobhan mirándola furiosa.
– Perdone -dijo la mujer encogiéndose de hombros.
Luego se dio la vuelta y se alejó.
Habían acordonado el tramo de andén donde estaba el cadáver, un médico acababa de certificar la defunción y había llegado el furgón del depósito para recoger los restos. Unos empleados de la estación iban a buscar una manguera para regar el pavimento y echar a las vías la sangre y los restos de masa encefálica.
El expreso de Londres acababa de salir y faltaba poco para cerrar la estación. No quedaban taxis. Siobhan se dirigió al mostrador de la consigna de equipajes, donde un agente de uniforme vaciaba la bolsa cogiendo los objetos uno por uno con reparo como si estuvieran contaminados.
– ¿Algo interesante?
– Lo que ve.
El muerto no llevaba ningún documento de identidad y en los bolsillos, sólo calderilla y un pañuelo. Había una bolsita de plástico con adminículos de higiene personal, algunas prendas de ropa, un ejemplar viejo del Reader's Digest, un transistor pequeño con la tapa de atrás sujeta con cinta adhesiva y el periódico del día, doblado y arrugado.
«Usted es de los de Rebus.» ¿Qué había querido insinuar? ¿Que se había acostumbrado a ser como él, una solitaria y una marginada? ¿Es que no había más que dos clases de policías, Derek Linford y John Rebus y ella tenía que optar por una de las dos?
El agente sacó un bocadillo envuelto en papel de parafina, un botellín de refresco infantil lleno a medias de agua y alguna otra prenda de ropa. Había casi vaciado la bolsa y ahora extraía del fondo unos objetos que parecían recuerdos de los sitios en que había estado el muerto: unas piedrecitas, un anillo de bisutería, cordones de zapatos y botones. Lo último era una cajita de cartón con un rótulo descolorido, primitivo envase de la radio. Siobhan la cogió y la sacudió, la abrió y vio un librito que en principio le pareció un pasaporte.
– Es una libreta de ahorros -dijo el agente.
– Ahí veremos el nombre -añadió Siobhan.
El agente uniformado la abrió.
– Señor C. Mackie, y consta una dirección de Grassmarket.
– ¿Y qué saldo tenía la cuenta del señor Mackie?
El agente pasó unas páginas y ladeó la libreta para verlo mejor.
– No está mal -dijo al fin-. Algo más de cuatrocientas mil libras.
– ¿Cuatrocientas mil? Pues que pague él las copas.
Pero el agente hizo girar la libreta hacia ella para que la viera. Siobhan la cogió y vio que hablaba en serio. El mendigo muerto del andén valía cuatrocientas mil libras.
El martes Rebus volvió a Saint Leonard porque su jefe, el comisario Watson, quería hablar con él. Al llegar al despacho se encontró con que Derek Linford ya estaba allí sentado y con una taza de café aceitoso en la mano sin empezar.
– Sírvase café -dijo Watson.
Rebus alzó el vaso que llevaba en la mano.
– Tengo ya, señor -dijo.
El procuraba entrar al despacho del jefe con un vaso de café empezado para no ofenderle rehusando su invitación.
Cuando estuvieron todos acomodados Watson fue directo al grano.
– Todo el mundo muestra interés por el caso: la prensa, el público y el gobierno…
– ¿Por ese orden, señor? -preguntó Rebus.
– … lo que significa -continuó Watson sin hacerle caso- que voy a vigilarle más de lo habitual. John actúa a veces como un elefante en una cacharrería -añadió volviéndose hacia Linford-. Espero que usted le controle.
Linford sonrió.
– Siempre que el elefante se deje -dijo mirando a Rebus, que no decía nada.
– Los periodistas se relamen ya porque pueden relacionar el asunto del Parlamento con las elecciones y, a falta de otra cosa, tienen noticias -dijo Watson-. Dos noticias, en realidad -añadió alzando el pulgar y el índice-. Aunque no haya relación, ¿cierto?
– ¿Entre Grieve y el esqueleto? -dijo Linford pensativo mirando a Rebus, que fijaba su atención en la raya de su pernera izquierda-. No creo, señor. A menos que a Grieve le asesinara un fantasma.
Watson esgrimió un dedo hacia Linford.
– Detrás de cosas así andan los periodistas. Las bromas aquí pueden pasar, pero fuera no. ¿Entendido?
– Sí, señor -respondió Linford convenientemente avergonzado.
– Bien, ¿qué es lo que tenemos?
– Hemos llevado a cabo los interrogatorios preliminares con la familia -contestó Rebus- y proseguirán. Ahora la gestión más inmediata es hablar con el representante político del difunto y después, quizá, con el Partido Laborista.
– ¿No se le conocen enemigos?
– La viuda cree que no, señor -se apresuró a decir Linford, inclinándose en la silla por quitar protagonismo a Rebus-. Pero hay cosas que a veces las viudas ignoran.
Watson asintió con la cabeza. Rebus le veía más congestionado que rubicundo. Estaba a punto de jubilarse y ahora se le venía encima aquel caso.
– Hay que verificar amistades, relaciones profesionales…
Linford asentía a medida que Watson hablaba.
– Nos pondremos en contacto con todos.
– ¿Qué resultados arrojó la autopsia?
– La muerte fue causada por un golpe en la base del cráneo que provocó una hemorragia instantánea; parece que murió en el acto, aunque a continuación le asestaron dos golpes más que causaron fracturas.
– ¿Esos dos golpes fueron posmortem?
Linford miró a Rebus para que lo confirmara.
– En opinión del patólogo -dijo Rebus-. Le golpearon en la parte superior del cráneo y Grieve era bastante alto…
– Un metro ochenta y cinco -lo interrumpió Linford.
– … por lo que para asestarle unos golpes ahí, o el agresor era mucho más alto o estaba subido encima de algo.
– O Grieve había caído ya al suelo cuando los recibió -dijo Watson enjugándose la frente con un pañuelo-. Sí, creo que es lógico. ¿Cómo demonios entró allí?
– O saltó la valla -aventuró Linford- o alguien le dejó las llaves. Por la noche cierran las obras con candado porque hay material de valor.
– Hay un vigilante de seguridad -continuó Rebus- que afirma que estuvo toda la noche en la obra y efectuó la ronda habitual sin advertir nada extraño.
– ¿A usted qué le parece?
– En mi opinión no debió de salir de la oficina; allí está caliente y tiene una radio y una tetera. Eso, o bien se marchó a casa.
– ¿Puntualizó si miró en el cenador al hacer la ronda? -preguntó Watson.
– Dice que cree que sí -respondió Linford citando las palabras del hombre-: «Siempre enfoco la linterna al interior por si acaso. No hay ningún motivo para que esa noche no hiciera lo mismo».
Watson se inclinó y apoyó los codos en la mesa.
– ¿A usted qué le parece? -preguntó mirando únicamente a Linford.
– Yo creo que debemos centrarnos en el móvil, señor. ¿Sería un encuentro casual? ¿Iría el futuro parlamentario a echar un vistazo a su futuro lugar de trabajo, tropezándose con alguien que le golpeó hasta la muerte? -dijo Linford asintiendo repetidamente con la cabeza y evitando mirar a Rebus, furioso porque era lo que él había comentado una hora antes casi con las mismas palabras.
– No sé -comentó Watson-. Supongamos que dentro había algún ladrón que al verse sorprendido por Grieve le golpeó.
– ¿Y una vez en el suelo -interrumpió Rebus- le dio otros dos golpes?
Watson lanzó un gruñido en señal de asentimiento.
– ¿Y el arma del crimen?
– Aún no ha aparecido -dijo Linford-. En la zona hay muchas obras y puede estar escondida en muchos sitios. Tenemos agentes buscándola.
– La empresa constructora está haciendo un inventario por si falta algo -añadió Rebus-. Si su teoría del ladrón es correcta, quizá ese recuento permita averiguar algo.
– Otra cosa, señor. Hay señales de rozaduras recientes en los zapatos y restos de polvo en la parte interna de las perneras del pantalón del difunto.
– ¡Benditos forenses! -comentó Watson sonriendo-. ¿Qué puede significar eso?
– Que probablemente saltó la valla.
– Bien, en cualquier caso, no desestimen nada y escudriñen todos los indicios. Interroguen a todos los que tengan llave. A todos, ¿entendido?
– Muy bien, señor -dijo Linford.
Rebus se limitó a hacer una inclinación de cabeza aunque a él no le miró.
– ¿Y nuestro amigo Mojama? -preguntó Watson.
– Ese caso lo indagan otros dos miembros del CCSPP, señor -dijo Rebus.
Watson lanzó otro gruñido y miró a Linford.
– ¿Le pasa algo a su café, Derek? -preguntó.
– Nada, señor, es que no me gusta muy caliente -dijo Linford mirando la superficie del líquido.
– Bueno, pruebe ahora.
Linford se llevó el vaso a los labios y dio dos sorbos.
– Muy bueno, señor. Gracias.
Rebus ya no tuvo dudas: Linford llegaría muy lejos en el Cuerpo.
Cuando acabó la reunión, Rebus le dijo a su compañero que lo alcanzaría más tarde y volvió a llamar a la puerta del despacho de Watson.
– ¿No habíamos terminado? -El Granjero revisaba unos papeles.
– Me marginan y eso no me gusta -dijo Rebus.
– Pues haga algo.
– ¿Como, por ejemplo?
El Granjero alzó la vista.
– Quien lleva el caso es Derek. Tiene que aceptarlo -dijo tras una pausa-. Si no, pida un traslado.
– No quisiera perderme su jubilación, señor.
Watson dejó el bolígrafo.
– Mire, éste será seguramente mi último caso y considero que Linford está perfectamente capacitado.
– ¿Es que no confía en mí, señor?
– Usted siempre hace las cosas a su manera, John. Ése es el problema.
– Todo lo que conoce Linford es su escritorio de Fettes y los culos que debe lamer.
– No es lo que piensa el ayudante del comisario -replicó Watson recostándose en el asiento-. ¿No será que tiene algo de envidia, John, porque es un inspector joven que está ascendiendo rápido…?
– Sí, claro, yo siempre ando a la caza del ascenso -dijo Rebus yendo hacia la puerta.
– John, esta vez trabaje en equipo. Si no, se verá marginado.
Rebus cerró la puerta sin escuchar el final de la frase. Linford le estaba esperando al fondo del pasillo con el móvil pegado a la oreja.
– Sí, señor, ahora mismo vamos -mientras escuchaba alzó una mano para indicarle a Rebus que en un minuto estaba con él, pero Rebus, sin hacerle caso, siguió a paso rápido hasta la escalera y mientras bajaba oyó la voz de Linford:
– Creo que se comportará, señor, pero en caso contrario…
Rebus le pidió al vigilante que se fuera, pero el hombre no se movió y les miró nervioso.
– Le digo que puede irse.
– ¿Adónde? -replicó el vigilante con voz temblorosa-. Mi oficina es ésta.
Era cierto. Estaban los tres sentados en la caseta de entrada al solar del Parlamento. Había un grueso libro de registro en la mesa, que Linford estudiaba minuciosamente. Contenía los nombres de todas las visitas a la obra desde que los trabajos habían comenzado. Linford tenía a mano su bloc de notas, pero no había apuntado ni un solo nombre.
– Pensaba que querría irse a casa -dijo Rebus al vigilante-. ¿No tiene sueño?
– Ah, claro que sí -balbució el hombre.
Probablemente creía que podía perder el empleo. Era mala imagen para la empresa de seguridad que apareciese un muerto en las obras. Era un trabajo mal pagado que solía aceptar gente sin familia y desesperados. Al decirle Rebus que comprobarían sus antecedentes dado que en las empresas de seguridad había muchos ex presidiarios, el hombre reconoció que había pasado una temporada en la cárcel, calificada por él como «hotel de la cadena Windsor», pero juró que no había entregado ninguna llave y que no era cómplice de nadie.
– Ande, váyase -repitió Rebus. El hombre se marchó y él lanzó un profundo suspiro y estiró las vértebras-. ¿Encuentras algo?
– Ciertos nombres sospechosos -contestó Linford dando la vuelta al registro para que Rebus viera la página en que aparecían los de ellos dos al lado de los de Ellen Wylie, Grant Hood, Bobby Hogan y Joe Dickie, el grupo visitante de Queensberry House-. O, si prefieres, el ministro escocés y el presidente de Cataluña.
Rebus se sonó. Había una estufa eléctrica de una sola resistencia pero el calor se escapaba por las ranuras de la puerta y de la ventana.
– ¿Qué piensas del vigilante?
Linford cerró el libro de registro.
– Yo creo que si mi sobrino de dos años le pidiera las llaves se las daba para evitar que le pegase patadas en la espinilla.
Rebus se acercó a la ventana. Tenía los cristales muy sucios. Fuera, los obreros continuaban demoliendo y construyendo. Lo mismo que en una investigación; a veces echas abajo una coartada o una hipótesis y otras, vas construyendo la trama del caso a base de detalles que son como ladrillos con los que levantas un edificio desagradable muchas veces.
– ¿Pero qué crees que sucedió? -preguntó Rebus.
– No lo sé. Esperemos a ver qué antecedentes tiene.
– Yo opino que perdemos el tiempo. Creo que él no sabe nada.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque me da la impresión de que él no estaba en la obra. ¿No recuerdas la vaguedad con que nos habló del tiempo que hacía por la noche? Ni siquiera recordaba qué camino siguió en su ronda.
– No es precisamente una lumbrera, John. De todos modos, hay que comprobar sus antecedentes.
– ¿Porque así lo estipula el procedimiento?
Linford asintió con la cabeza. Se oía un ruido monótono fuera.
– ¿Es que eso no va a parar? -exclamó Rebus.
– ¿El qué?
– Esa murga de la hormigonera o lo que sea.
– No lo sé.
Llamaron a la puerta y entró el capataz de las obras con el casco amarillo sujeto por el borde. Llevaba un chubasquero también amarillo, pantalones de pana marrón y botas de trabajo llenas de barro.
– Queremos hacerle unas cuantas preguntas -dijo Linford indicándole que se sentara.
– He hecho el inventario de herramientas -dijo el hombre desdoblando una hoja-. Ahora bien, en todas las obras hay cosas que cambian de sitio.
Rebus miró a Linford.
– Encárgate tú. Yo necesito un poco de aire fresco.
Salió de la caseta y respiró profundamente, luego echó mano al bolsillo para sacar el tabaco. Allí dentro no aguantaba más. Dios, un trago no le vendría nada mal. Había un remolque-bar delante de las obras en el que despachaban hamburguesas y té a los trabajadores.
– Un whisky doble -dijo a la mujer que atendía el bar.
– ¿Lo toma con agua?
– No. Gracias, sólo quiero un té -contestó sonriéndole -. Con leche y sin azúcar.
– Muy bien, cielo -dijo ella restregándose las manos entre una faena y otra.
– Debe pasarse frío trabajando aquí fuera.
– Mortal -respondió la mujer-. A mí sí que me vendría bien un trago de vez en cuando.
– ¿A qué hora termina?
– Andy abre a las ocho, hace los desayunos y todo lo demás, y yo le sustituyo a las dos para que él vaya a comprar.
– Ahora son las once -dijo Rebus consultando el reloj.
– ¿Seguro que no quiere algo más? Hay dos hamburguesas recién hechas.
– De acuerdo, pero sólo una -dijo él dándose unos golpecitos en la panza.
– Hay que alimentarse, ¿sabe? -dijo ella con un guiño.
Rebus cogió el té y la hamburguesa. En una repisa había botellas de salsa y se echó en el panecillo un chorro de algo marrón.
– Es que Andy está algo pachucho y me ha tocado estar al pie del cañón -dijo la mujer.
– Nada grave, espero -comentó Rebus dando un mordisco a la carne ardiendo con cebolla derretida.
– Sólo una gripe y puede que ni siquiera eso. Los hombres son todos unos hipocondríacos.
– Con este tiempo, es comprensible.
– No, si yo no me quejo.
– Las mujeres son más fuertes.
Ella se echó a reír y puso los ojos en blanco.
– ¿A qué hora termina?
– ¿Es que quiere ligar conmigo? -dijo riendo de nuevo.
– A lo mejor vuelvo a tomarme la otra -Rebus se encogió de hombros y cogió la hamburguesa.
– Está abierto hasta las cinco, pero se acaban a la hora del almuerzo.
– Correré ese riesgo -replicó Rebus con un guiño dirigiéndose de nuevo a la puerta.
Iba tomándose el té por el camino. Al ver que los obreros bajaban con la polea una carga de pizarras recordó que no llevaba casco. En la caseta de entrada había unos cuantos pero no quería volver allí. Entró en Queensberry House. No había luz en la escalera del sótano pero oyó voces al final del vestíbulo. Se veían sombras en la antigua cocina. Al entrar Ellen Wylie se volvió hacia la puerta y le saludó con la cabeza. Tomaba declaración a una mujer mayor que estaba sentada en una silla de lona de director de cine y que sonaba cada vez que la mujer se movía, cosa que hacía con frecuencia y con vivacidad. Grant Hood estaba junto a la pared tomando notas fuera del ángulo visual de la mujer para no distraerla.
– Que yo recuerde, siempre estuvo recubierto de listones de madera -dijo la mujer con un tono agudo autoritario.
– ¿Como éstos? -preguntó Wyllie señalando unos listones machihembrados que quedaban junto a la puerta.
– Sí, eso es -contestó la mujer dirigiendo una sonrisa a Rebus.
– Le presento al inspector Rebus -dijo Wylie.
– Buenos días, inspector. Me llamo Marcia Templewhite.
Rebus se acercó a la mujer y le dio la mano.
– La señorita Templewhite fue del comité de Sanidad en los setenta -dijo Wylie.
– Y durante muchos años antes -añadió la mujer.
– Ella recuerda que se hicieron obras -continuó Wylie.
– Muchísimas obras -corrigió la mujer-. Excavaron todo el sótano para instalar una nueva calefacción, cambiar el suelo, meter tuberías… No saben lo que fue aquello. Hubo que subirlo todo arriba y no había sitio donde ponerlo. Estuvimos así muchas semanas.
– ¿Y quitaron los listones de madera? -dijo Rebus.
– Pues como le estaba diciendo a…
– La agente Wylie -dijo Ellen.
– Le decía a la agente Wylie que si hubieran destapado las chimeneas nos habríamos enterado.
– ¿No sabía usted que existían?
– Me acabo de enterar por la agente Wylie.
– Pero la fecha de las obras -terció Grant Hood- coincide bastante con la del esqueleto.
– ¿No pensarán que un obrero se tapió él solo…? -preguntó la señorita Templewhite.
– Yo creo que lo habrían advertido -dijo Rebus. De todos modos, sabía que habrían de plantear la pregunta a la empresa constructora-. ¿Cuál era la empresa contratista?
La mujer alzó los brazos.
– Había contratistas y subcontratistas… La verdad es que perdí la cuenta. Wylie miró a Rebus.
– La señorita Templewhite cree que debe de existir constancia de las empresas.
– Ah, sí, seguro -dijo la mujer mirando a su alrededor-. Y ahora asesinan a Roddy Grieve. Este lugar siempre estuvo maldito. Era maldito y lo seguirá siendo -añadió asintiendo con la cabeza y mirándoles con expresión solemne como quien sabe lo que se dice.
En el bar-furgoneta Rebus les invitó a té.
– ¿Por aligerar su conciencia? -preguntó Wylie cuando cogía el vaso.
En aquel momento llegó un coche patrulla a recoger a la señorita Templewhite y Grant Hood le abrió la puerta para que se acomodara y le dijo adiós con la mano.
– ¿De qué debería sentirme culpable? -dijo Rebus.
– Pues quién, si no, nos ha asignado este trabajo…
– ¿Quién te ha dicho semejante cosa?
– Es lo que se rumorea -respondió ella encogiéndose de hombros.
– Pues deberías darme las gracias -replicó Rebus-. Un caso importante como éste puede ser crucial en tu carrera.
– Pero no es tan importante como el Roddy Grieve -contestó ella mirándole.
– Vamos, suéltalo -dijo él, pero ella negó con la cabeza. Rebus tendió el otro vaso de té a Grant Hood-. Era una viejecita simpática.
– A Grant le gustan las mujeres maduras -añadió Wylie.
– Olvídame, Ellen.
– Él y sus amigos van al Marina a ligar abuelas.
– ¿Es cierto, Grant? -preguntó Rebus al verle ruborizarse.
Hood se contentó con mirar a Wylie para a continuación concentrarse en el té.
Rebus tenía la impresión de que aquellos dos se llevaban bien y se tenían confianza como para hablar de su vida privada y gastarse bromas.
– Bueno, volvamos al trabajo -dijo saliendo del barecito al ver que los obreros comenzaban a formar cola para el almuerzo devorando con los ojos a Ellen Wylie. Aunque los dos jóvenes agentes llevaban el casco, se notaba que eran visitantes-. ¿Qué datos tenemos?
– Hemos enviado Mojama a un laboratorio especializado del sur -dijo Wylie- en el que aseguran que pueden darnos una fecha más exacta de la muerte. Pero de momento suponemos que debió de producirse entre el setenta y nueve y el ochenta y uno.
– Y sabemos que las obras comenzaron en 1979 -agregó Hood-. Yo creo que aproximadamente es la fecha en que lo mataron.
– ¿En qué os basáis? -preguntó Rebus.
– En el hecho de que si se quiere esconder un cadáver ahí son necesarios los medios y la ocasión para ello. El paso al sótano estuvo prohibido durante mucho tiempo. ¿Quién iba a ocultar un cadáver allí a no ser que conociera la existencia de la chimenea? Sabían que iban a tapiarla otra vez y pensarían que allí el muerto podría quedar enterrado por los siglos de los siglos.
– Hay una relación clara con las obras de reforma -Wylie asintió con la cabeza.
– Entonces, necesitamos saber las empresas que las hicieron y los trabajadores que tenían en aquellas fechas -los dos jóvenes intercambiaron una mirada-. Sí, sé que es una tarea ímproba, pues habrá empresas que ya no existan y a lo mejor ni hay documentos de la época como asegura la señorita Templewhite, pero no queda más remedio que investigarlo.
– Las listas de personal serán una pesadilla -dijo Wylie-. Muchas constructoras contratan gente para una obra y después la despiden, aparte de que las empresas cambian de sede y a veces cierran.
Rebus asintió.
– Tendréis que poner buena voluntad y dedicar mucho tiempo.
– ¿Qué quiere decir, señor? -preguntó Hood.
– Quiero decir que tendréis que ser amables y educados. Por eso os he elegido. Un Bobby Hogan o un Joe Dickie lo harían sin delicadeza. Pero interrogando sin miramiento, las personas no recuerdan las cosas. Hay que hacerlo despacio y bien, como dice la canción -añadió mirando a Wylie.
A sus espaldas vio que el capataz cruzaba la puerta de las obras poniéndose el casco, le seguía Linford con el casco en la mano y mirando a todas partes, buscando a Rebus. Al verle, se acercó.
– ¿Falta alguna herramienta? -preguntó Rebus.
– Alguna cosilla -contestó Linford-. ¿Hay alguna novedad de los grupos que buscan el arma? -añadió señalando con la cabeza hacia una zona que rastreaban policías de uniforme.
– No lo sé -contestó Rebus-. No he hablado con ellos.
Linford le miró de hito en hito.
– Pero de tomarte un té sí has tenido tiempo -dijo.
– He querido invitar a mis subalternos.
– Crees que esto es una pérdida de tiempo, ¿verdad? -dijo Linford sin dejar de mirarle.
– Sí.
– ¿Puedes decirme por qué? -replicó Linford cruzando los brazos.
– Porque es hacer las cosas al revés -contestó Rebus-. ¿Qué más da cómo entró ni con qué lo mataron? Tú eres como esos jefes de oficina que se inquietan por cuatro clips mientras se amontona el trabajo en las mesas del personal.
Linford miró su reloj.
– Es un poco temprano para que te pongas así -comentó como en broma para que los demás lo oyeran.
– Puedes interrogar al capataz cuanto quieras -prosiguió Rebus- pero aunque descubras que falta un martillo, ¿qué más vas a averiguar? Hay que afrontar los hechos: el que mató a Roddy Grieve sabía lo que se hacía. Si lo que sucedió fue que sorprendió a alguien robando pizarras, no digo que no le atizaran, pero lo más verosímil es que a continuación salieran por piernas; no iban a entretenerse, ni mucho menos, golpeándole en el suelo. El conocía al asesino y no entró aquí por casualidad. La clave está en lo que representaba o en una doble vida. En eso hemos de centrarnos -hizo una pausa al ver que los obreros de la cola les miraban.
– Fin de la lección -dijo Ellen Wylie ocultando una sonrisa con el vaso.
La secretaria electoral de Roddy Grieve se llamaba Josephine Banks. Sentada en un cuarto de interrogatorios de Saint Leonard explicó que conocía a Grieve desde hacía cinco años.
– Éramos bastante activos en el nuevo Partido Laborista, desde el principio; yo intervine también en la campaña de John Smith -dijo con una mirada de añoranza-. Aún se le echa de menos.
Rebus, sentado frente a ella, jugueteaba con el bolígrafo.
– ¿Cuándo vio por última vez al señor Grieve?
– El día en que lo asesinaron. Aquella misma tarde. Faltaban cinco meses para las elecciones y teníamos mucho trabajo.
Josephine Banks no mediría más de un metro sesenta y la mayor parte del peso lo concentraba en el estómago y las caderas. En su cara redonda y pequeña se insinuaba una incipiente papada. Se estiró el espeso pelo negro para atárselo por detrás. Usaba gafas de media luna de montura con manchas de dálmata.
– ¿Nunca pensó en ser candidata?
– ¿Cómo? ¿Al Parlamento escocés? -sonrió ante la sugerencia-. Tal vez en otra ocasión.
– ¿Tiene ambiciones en ese sentido?
– Por supuesto.
– ¿Y por qué ayudó a Roddy Grieve en vez de a otro candidato?
Sus ojos verdes pintados con sombra y rímel parecían brillar cada vez que los movía.
– Porque me gustaba -dijo- y confiaba en él. Era una persona con ideales, a diferencia de su hermano, por ejemplo.
– ¿Cammo?
– Sí.
– ¿No se lleva usted bien con él?
– No hay razón para que lo haga.
– ¿Y Cammo con Roddy?
– Bueno, discutían de política a la mínima ocasión, pero se veían poco; sólo coincidían en reuniones familiares y en ellas Alicia y Lorna se lo impedían.
– ¿Y la esposa del señor Grieve?
– ¿Cuál?
– Roddy.
– Sí, ¿pero cuál de las dos?
Rebus quedó perplejo un instante.
– La primera no le duró mucho -contestó Josephine Banks cruzando las piernas-. Fue un amorío adolescente.
Rebus dio la vuelta al bolígrafo y abrió el bloc de notas.
– ¿Cómo se llamaba?
– Billie -dijo ella deletreándolo-. Su apellido de soltera es Collins, aunque no sé si ha vuelto a casarse.
– ¿Sigue viviendo en Edimburgo?
– Lo último que yo supe es que daba clases en algún lugar de Fife.
– ¿La conoce personalmente?
– Oh, no; ella ya no vivía aquí desde hacía tiempo cuando yo conocí a Roddy -respondió mirándole-. ¿Sabe que tienen un hijo?
Nadie de la familia lo había mencionado y Rebus negó con la cabeza para decepción de Banks.
– Se llama Peter y utiliza el apellido de Grief. ¿Le suena?
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Rebus, que seguía tomando nota de todo.
Ella se encogió de hombros.
– Porque forma parte del grupo musical Robinson Crusoe.
– No me suena.
– Quizá a sus colegas más jóvenes, sí.
– ¡Ay! -exclamó Rebus con gesto de dolor haciendo que ella sonriera.
– Pero para ellos Peter es inaceptable.
– ¿Por lo que hace?
– Oh, no, no es por eso. Yo creo que a su abuela le encanta tener una estrella pop en la familia.
– ¿Por qué, entonces?
– Porque eligió vivir en Glasgow -hizo una pausa-. Pero usted sí que ha hablado con la familia, ¿no? -Rebus asintió con la cabeza-. Es que pensaba que Hugh se lo habría dicho.
– Bueno, en realidad con el señor Cordover aún no he hablado. Es el productor del grupo, ¿verdad?
– Es su representante. Dios mío, ¿es que tengo que decirle yo todo? A Hugh le encantan esos grupos jóvenes de ahora, ¿sabe? Vain Shadows, Change and Decay… -añadió sonriendo al ver que Rebus no los conocía.
– Me informaré con alguno de mis colegas jóvenes -dijo él y ella se echó a reír.
Fue a la cantina a por dos cafés. La hamburguesa se le había indigestado y pasó por su mesa para tomarse dos Rennies. En otra época era capaz de comer lo que fuese a cualquier hora del día, pero ahora parecía que su estómago se hubiese tomado la jubilación anticipada. Cogió el teléfono y llamó a Lorna Grieve, cavilando en que hasta entonces Josephine Banks no había mencionado a Seona Grieve; se las había arreglado para omitirla totalmente en la conversación sacando a colación a la primera esposa de Grieve, Billie Collins. En casa de los Cordover no contestaban. Volvió al cuarto de interrogatorios con los cafés.
– Tenga, señorita Banks.
– Gracias -la encontró en la misma postura como si no se hubiera movido mientras él estaba fuera-. Me he estado preguntando -dijo ella- cuándo va a interrogarme. Quiero decir que todo lo que hemos hablado son simples circunloquios en torno a lo otro, ¿no?
– No la sigo -dijo Rebus sacando el bloc y el bolígrafo del bolsillo y dejándolos en la mesa.
– Lo de Roddy y yo -dijo ella inclinándose-. Nuestra relación. ¿Entramos ya en eso? -Rebus dijo que sí y cogió el bolígrafo.
– Es lo que pasa en la política -dijo ella haciendo una pausa-. Bueno, realmente en cualquier profesión en que trabajan dos personas juntas -añadió dando un sorbo al café-. Un político no es nada sin chismorreos. Yo creo que es
por falta de carácter, pues hablar mal de los demás resulta facilísimo.
– Entonces, ¿esa relación era inexistente?
Ella le miró sonriente.
– ¿Es esa la impresión que le he dado? Habría debido decir la supuesta relación -añadió inclinando levemente la cabeza como disculpándose-. ¿No estaba usted al corriente?
Rebus negó con un gesto.
– Yo pensaba que con tanto interrogatorio le habrían… -dijo irguiéndose en el asiento-. Bueno, tal vez yo los juzgaba mal.
– La verdad es que es usted la primera persona a quien interrogamos.
– Pero habrá hablado con el clan.
– ¿Se refiere a la familia Grieve?
– Sí.
– ¿Ellos sí lo saben?
– Lo sabe Seona y supongo que no se lo habrá callado.
– ¿El señor Grieve se lo contó a ella?
Ella volvió a sonreír.
– ¿Por qué iba a contárselo? Era un simple infundio. Si alguien dice algo malo de usted, ¿se lo contaría a su esposa?
– Bien, ¿cómo lo supo la señora Grieve?
– Por el medio habitual: el viejo amigo Anónimo.
– ¿Por carta?
– Sí.
– ¿Una sola carta?
– Pregúntele a ella -respondió Banks dejando el vaso en la mesa-. Está deseando fumar un cigarrillo, ¿verdad? -Rebus se la quedó mirando y ella señaló con la cabeza el bolígrafo que él tenía a la altura de la boca-. No para de hacer ese gesto y ojalá no lo hiciera -añadió.
– ¿Por qué motivo?
– Porque yo también estoy rabiando por fumar.
En Saint Leonard sólo se podía fumar en el aparcamiento trasero y como allí no se permitía el paso al público, se situaron en la acera de enfrente a satisfacer su vicio moviendo los pies para calentarse.
Cuando Rebus casi había terminado el cigarrillo, quizá para alargarlo y apurar la colilla le preguntó si sabía quién era el autor de la carta.
– Ni la menor idea.
– Tuvo que ser alguien que les conocía a los dos.
– Sí, claro. Yo me imagino que sería alguien del partido en Edimburgo. O quizá algún resentido de los relegados en el nombramiento. En ocasiones el proceso de selección de candidatos ha sido muy reñido.
– ¿Ah, sí?
– Es por la pugna entre el laborismo histórico y el nuevo que da lugar a que se revivan viejos agravios.
– ¿Quién era el adversario del señor Grieve?
– Eran tres. Gwen Mollison, Archie Ure y Sara Bone.
– ¿Fue una lucha limpia?
Josephine Banks exhaló una mezcla de humo y aliento frío.
– Dentro de lo que cabe, sí. Quiero decir que no hubo jugarretas.
Algo en el tono en que lo decía le impulsó a Rebus a preguntar:
– ¿Pero?
– Cuando se supo que el elegido era Roddy hubo cierto malestar. Sobre todo por parte de Ure. Lo habrá leído en la prensa.
– Únicamente si hubiese aparecido en la sección de deportes.
– ¿Usted va a votar? -preguntó ella mirándole.
Rebus se encogió de hombros y miró lo poco que quedaba del pitillo.
– ¿Por qué se molestó tanto Archie Ure?
– Archie está hace siglos en el partido laborista y es partidario de la autonomía. Y resulta que aparece Roddy y le arrebata en sus propias narices lo que él consideraba un derecho hereditario. Dígame, ¿votó usted en el setenta y nueve?
El 1 de marzo de 1979: fecha del fallido referéndum por la autonomía.
– Ya no me acuerdo -mintió.
– No votó, ¿verdad? -preguntó ella y vio que se encogía de hombros-. ¿Y por qué?
– No fui el único.
– Se lo pregunto por curiosidad, porque hizo muy mal día y a lo mejor se valió de la excusa de que nevaba.
– ¿Me está tomando el pelo, señorita Banks?
– No me atrevería, inspector -respondió ella tirando la colilla.
1979
Recordaba a Rhona, su mujer por aquel entonces, con el rollo de pegatinas «vota sí» que él se encontraba en la chaqueta, en el parabrisas del coche y hasta en la petaca que a veces se llevaba a la comisaría. Fue un invierno crudo; nublado y frío y con muchas huelgas. El invierno de la protesta como decían los periódicos, y no era para menos. Su hija, Sammy, tenía cuatro años. Cuando Rhona y él discutían lo hacían en voz baja para no despertar a la pequeña. Su trabajo era un problema y le parecían insuficientes las veinticuatro horas del día. Hacía poco que Rhona había iniciado su militancia política colaborando en la campaña a favor del Partido Nacionalista Escocés. Para ella la autonomía era un paso hacia la independencia, pero para Jim Callaghan y su gobierno laborista era el modo de… Rebus nunca lo supo con certeza. ¿Frenar el nacionalismo? ¿O frenar a la propia Escocia? ¿Se proponían reforzar la Unión?
Ellos dos discutían de política en la cocina hasta que Rebus se aburría y se tumbaba en el sofá diciéndole a Rhona que a él le traía sin cuidado. Al principio ella se ponía delante del televisor para tapárselo y eran unas discusiones tajantes y apasionadas.
– No pienso exasperarme -decía él cuando Rhona terminaba un razonamiento, y entonces ella le atizaba con un almohadón hasta que él la tumbaba en la alfombra forcejeando y acababan los dos riendo.
Sería quizá porque empezaba a reaccionar a tanta militancia, pero en cualquier caso su intransigencia fue en aumento y una tarde volvió a casa con una insignia de «escocia dice no» en la solapa. Estaban una vez más en la mesa de la cocina cenando y Rhona tenía cara de cansada; era lógico: se ocupaba de su trabajo, de la niña y de la campaña. No dijo nada de la insignia ni siquiera cuando él se la quitó de la chaqueta y se la prendió en la camisa. Sólo le miró con ojos inexpresivos y no volvió a hablarle en toda la noche. En la cama le dio la espalda.
– Creí que querías que me metiera más en política -dijo él en broma, pero ella no contestó-. Lo digo en serio. He pensado en todo lo que me dijiste y he decidido votar no.
– Haz lo que te dé la gana -contestó ella con frialdad.
– Pues eso haré -replicó él mirando el bulto de su cuerpo al lado.
Pero el primero de marzo hizo algo peor que votar no. No fue a votar. Podía alegar como disculpa que hacía mal tiempo, trabajo o cualquier otra cosa, pero lo cierto fue que lo hizo por fastidiar a Rhona, y fue viéndolo claro a medida que transcurrían las horas y miraba las manecillas implacables del reloj de la oficina. Cuando aún le quedaban unos minutos, estuvo a punto de salir corriendo al coche, pero se dijo que era demasiado tarde. Demasiado tarde.
De regreso a casa se sintió fatal. Rhona no había vuelto; estaría en alguna mesa electoral comprobando el recuento de votos o con sus correligionarios en algún bar aguardando los resultados oficiales.
La canguro le dejó a cargo de la niña y él se quedó cuidando a Sammy, que no tardó en dormirse abrazada a su osito de peluche Pa Broon. Rhona volvió tarde y algo bebida; también él lo estaba, con cuatro latas vacías de Tartán Special frente a la tele sin sonido, escuchando un disco. Pensó en decirle que había votado no, pero ella se habría dado cuenta de que mentía y optó por preguntarle cómo estaba.
– Adormilada -contestó ella desde la puerta del cuarto de estar como si le diese miedo entrar-, aunque, en cierto modo, casi es preferible -añadió dándose la vuelta.
Uno de marzo de 1979. El referéndum incluía una cláusula por la cual era necesario que un cuarenta por ciento votara sí, y corrió el rumor de que era una imposición del gobierno laborista de Londres para entorpecer la autonomía por temor a que sus diputados escoceses en Westminster fueran desplazados y los conservadores obtuvieran la mayoría permanente en la Cámara de los Comunes. Era imprescindible que hubiera un cuarenta por ciento de votos a favor del sí.
Pero no los hubo ni por aproximación. Un treinta y tres por ciento votó sí y un treinta y uno por ciento, no. El resultado, como dijo un periódico, era indicio de «una nación dividida». El PNE retiró el apoyo al gobierno Callaghan, quien los calificó de «pavos que votan en Navidad», obligando a la convocatoria de elecciones que ganaron los conservadores con la candidatura de Margaret Thatcher.
– La culpa es de tu PNE -comentó él a Rhona-. ¿Dónde está ahora tu autonomía?
Ella se encogió de hombros sin ofenderse. Había pasado cierto tiempo desde aquellas batallas a almohadonazos en el suelo. El volvió a concentrarse en su trabajo indagando vidas ajenas, problemas y miserias de otros.
No había vuelto a votar desde entonces.
Cuando se marchó Josephine Banks, Rebus volvió a la sala de Homicidios donde hablaban por teléfono el sargento Silvers y otros dos agentes que no eran de Saint Leonard, mientras la inspectora jefe Gill Templer y Watson hacían un aparte. Entró una agente uniformada a entregar a Watson unos mensajes telefónicos sujetos por un clip, y el jefe los cogió frunciendo el entrecejo sin interrumpir la conversación con Templer. Watson iba sin chaqueta y con la camisa arremangada. Los policías iban de un lado a otro, tecleaban en los ordenadores y contestaban al teléfono, que no dejaba de sonar. Rebus encontró en su mesa las transcripciones de los interrogatorios a los miembros del clan. A Cammo Grieve le había tocado la china inquisitorial de Bobby Hogan y Joe Dickie.
Cammo Grieve: ¿Tienen idea de cuánto va a durar esto?
Hogan: Lo siento, señor. No es nuestra intención molestarle.
Grieve: ¡Han asesinado a mi hermano!
Hogan: ¿A qué cree usted que se debe este interrogatorio?
(Rebus sonrió al recordar que Hogan pronunciaba de tal manera la palabra «señor» que sonaba a insulto.)
Dickie: ¿Regresó a Londres el sábado, señor Grieve?
Grieve: A la primera oportunidad.
Dickie: ¿No se lleva bien con su familia?
Grieve: Eso a usted no le importa.
Hogan (dirigiéndose a Dickie): Anota que el señor Grieve se niega a contestar.
Grieve: ¡Por Dios bendito!
Hogan: No hay necesidad de mencionar el nombre del Señor en vano.
(Rebus se echó a reír con ganas. Aparte de la trilogía habitual, bodas, funerales y bautizos, dudaba mucho de que Hogan viese alguna iglesia por dentro.)
Grieve: Mire… vamos a seguir, ¿no le parece?
Dickie: Totalmente de acuerdo, señor.
Grieve: Regresé a Londres el sábado por la noche. Puede comprobarlo hablando con mi esposa; pasamos el sábado juntos, salvo por una reunión con mi agente a causa de unos asuntos electorales. Unos amigos nos acompañaron en la cena. El lunes cuando iba al Parlamento recibí en el móvil la noticia de que habían matado a Roddy.
Hogan: ¿Y cómo se sintió, señor…?
El interrogatorio proseguía con un Grieve de actitud agresiva. Hogan y Dickie trataban de mitigar su hostilidad replicándole con preguntas y comentarios bien elocuentes de lo que pensaban de él.
Como comentó Hogan después, en plan estrictamente oficioso, «a este tío yo sólo le pondría una cruz si fuera Drácula».
A Lorna Grieve y a su esposo les cupo en suerte enfrentarse por separado al dúo más soportable del inspector Bill Pride y el sargento Roy Frazer. El matrimonio no había visto a Roddy el domingo, y Lorna había estado en casa de unos amigos en North Berwick; Hugh Cordover pasó el día trabajando con un ingeniero de sonido y varios músicos en el estudio de grabación de su casa; había testigos.
Tampoco había visto nadie a Roddy Grieve el sábado por la noche cuando supuestamente salió a tomar una copa con unos amigos. Ninguno de sus amigos le había visto. La conclusión era que Roddy Grieve llevaba una doble vida al margen de su matrimonio. Lo cual iba a complicar enormemente la investigación.
Porque por mucho que uno se esfuerce, hay secretos que se resisten a la indagación.
La caja de ahorros estaba en George Street, una calle que cuando Siobhan Clarke llegó a Edimburgo era como un gueto inquietante de arquitectura imponente y tiendas decrépitas. La mitad de los locales de oficinas estaban vacíos y el letrero de se alquila colgaba de los edificios como un pendón. Pero había dado un cambio y ahora había tiendas elegantes y numerosos bares y restaurantes, casi todos ellos instalados en antiguas sedes de bancos.
Que la caja de ahorros de C. Mackie siguiera abierta parecía casi un milagro. Clarke se sentó en el despacho del director mientras éste buscaba la documentación. El señor Robertson era un hombre bajo y gordo de calva reluciente y sonrisa radiante. Las gafas de media luna le conferían un aspecto dickensiano y Clarke casi se lo imaginaba vestido de época. El hombre aceptó la sonrisa que le dirigió como un cumplido a su carácter o a su eficiencia y volvió a sentarse ante el moderno escritorio de su moderno despacho. La carpeta que había cogido no era muy gruesa.
– La C corresponde a Christopher -dijo.
– Misterio desvelado -añadió Clarke abriendo el bloc de notas al tiempo que el señor Robertson la obsequiaba con una espléndida sonrisa.
– Abrió la cuenta en marzo de 1980. Concretamente el quince, un sábado. Pero yo no era director entonces.
– ¿Quién lo era en aquella fecha?
– Mi antecesor, George Samuels. A mí aún no me habían ascendido ni estaba en la sucursal.
Clarke pasó hojas de la libreta de Christopher Mackie. El primer ingreso era de cuatrocientas treinta mil libras.
– Correcto -comentó Robertson comprobando la cantidad-. A continuación retiró pequeñas cantidades y tiene los abonos del interés anual.
– ¿Usted conoció al señor "Mackie?
– Pues no, pero me he tomado la libertad de preguntar al personal -contestó pasando el dedo por la columna de cifras-. ¿Dice que era un mendigo?
– A juzgar por sus ropas no parece que tuviera domicilio
– Bueno, desde luego, la vivienda está por las nubes, pero de todos modos…
– Con cuatrocientas mil libras podría haber encontrado algo, ¿verdad?
– Con esa cantidad habría podido encontrar lo que quisiera -hizo una pausa-. Pero veo aquí unas señas del Grassmarket.
– Después iré allí.
Robertson asintió con un gesto.
– Una empleada nuestra, la señora Briggs, le atendió en una ocasión en que retiró dinero.
– Me gustaría hablar con ella.
– Me lo imaginé -dijo el hombre asintiendo otra vez con la cabeza- y la he avisado.
– ¿No hay ningún cambio de dirección en la cuenta? -dijo Clarke mirando el bloc.
– Veo que no -respondió Robertson hojeando los papeles.
– ¿Y no le pareció a usted raro esa cantidad en una sola cuenta?
– Informamos por escrito al señor Mackie de vez en cuando sobre otras opciones, pero, claro, no se puede presionar.
– ¿Para que no se moleste el cliente?
Robertson asintió.
– En nuestra sucursal hay cuentas importantes, ¿sabe? La del señor Mackie no era la única.
– Pero él no tocaba el dinero.
– Lo que me hace pensar que…
– No hemos descubierto nada parecido a un testamento, si se refiere a eso.
– ¿No hay ningún pariente?
– Señor Robertson, yo ignoraba incluso el nombre de pila del difunto hasta que usted me lo ha dicho -dijo Clarke cerrando el bloc-. Quisiera hablar con la señora Briggs.
Valerie Briggs era una mujer de mediana edad que acababa de cambiar de peinado, como dedujo Clarke por su modo de llevarse constantemente la mano al pelo como si no acabase de creerse su nueva imagen.
– Le atendí yo la primera vez que vino -le habían dado una taza de té y la mujer la contemplaba estupefacta, pues tomar el té en el despacho del jefe era para ella una experiencia tan nueva como el peinado-. Me comentó que quería abrir una cuenta y me preguntó a quién tenía que dirigirse. Yo le entregué un formulario y él volvió con él cumplimentado y me preguntó si era posible hacer el ingreso en metálico, pero yo pensé que se había equivocado poniendo ceros de más.
– ¿Vino con esa suma?
La señora Briggs asintió con un gesto, abriendo unos ojos como platos al recordarlo. Abrió una cartera preciosa para enseñármelo.
– ¿Una cartera?
– Muy bonita y reluciente.
Siobhan tomó nota.
– ¿Y qué más? -preguntó.
– Bueno, yo fui a informar al director, porque una cantidad así… -añadió estremeciéndose al pensarlo.
– ¿El director era el señor Samuels?
– El director, sí, el encantador George.
– ¿Sigue en contacto con él?
– Oh, sí.
– Bien, ¿y qué sucedió?
– Pues que George…, el señor Samuels, quiero decir, hizo pasar al señor Mackie a su despacho -dijo señalando con la cabeza hacia el escritorio-, el viejo despacho. Antes estaba junto a la entrada. No sé por qué lo cambiaron. El señor Mackie entró, habló un rato con él y eso fue todo. Cuando salió teníamos un nuevo cliente. Luego, siempre que venía esperaba para que le atendiese yo -añadió asintiendo repetidamente con la cabeza-. Es una lástima que se dejara de esa manera.
– ¿Que se dejara…?
– Ya me entiende, que se abandonara de ese modo. Mire, el día que abrió la cuenta… Bueno, no es que vistiera elegantemente, pero estaba presentable. Trajeado incluso. Quizá llevase el pelo algo descuidado… -añadió llevándose otra vez la mano a la cabeza- pero se expresaba correctamente y era muy educado.
– ¿Y luego comenzó a ir de mal en peor?
– Casi enseguida. Se lo comenté al señor Samuels.
– ¿Y él qué dijo?
La mujer sonrió recordándolo y recitó de memoria: «Valerie, querida, seguramente hay más ricos excéntricos que gente normal». No digo que no tuviera razón, pero recuerdo que dijo también: «El dinero impone responsabilidades que muchas personas son incapaces de asumir».
– Tal vez tuviera razón.
– Sí, no digo que no, querida, pero yo le contesté que estaba dispuesta a asumir responsabilidades si él abría la caja.
Rieron las dos y Clarke le preguntó cómo podía localizar al señor Samuels.
– No tendrá usted problemas. Es jugador empedernido de bolos; lo tiene como una religión.
– ¿Con este tiempo tan malo?
– ¿Se deja de ir a la iglesia cuando nieva?
Tenía toda la razón y Clarke se la dio a cambio de la dirección.
Cruzó el césped de la entrada a la bolera y abrió la puerta del centro social. Como no había estado nunca en Blackhall, se perdió en la maraña de calles y tuvo que recorrer dos veces la transitada Queensferry Road. Aquello era Bungalow Land, una zona de la ciudad que parecía haberse detenido en los años treinta, un mundo totalmente distinto al de Broughton Street. Era como otra ciudad, con tiendecitas y poca gente por la calle. Aquel césped tenía un aspecto abandonado, la hierba era rala. El centro social era un edificio de una sola planta recubierto de tablón marrón con más de treinta años a juzgar por su aspecto. Al entrar sintió una vaharada de calor procedente del calentador del techo. Vio al fondo una barra en la que una mujer mayor canturreaba y limpiaba las botellas de licor.
– ¿La bolera? -preguntó Clarke.
– Por esa puerta, jovencita -contestó la mujer señalando con la cabeza sin dejar su faena.
Siobhan cruzó una puerta de dos hojas y se encontró en una pieza larga y estrecha con un tapete verde de cuatro metros de ancho que cubría prácticamente todo el suelo. En el perímetro había sillas de plástico vacías; únicamente había cuatro jugadores, que volvieron la mirada hacia la intrusa muy indignados, pero viendo que era del bello sexo suavizaron la expresión y se pusieron muy tiesos.
– Seguro que ésta es de las que a ti te gustan -dijo uno de los hombres dando con el codo a su compañero.
– Olvídame.
– A Jimmy le gustan más gorditas -comentó el tercer jugador.
– Y con algo más de kilometraje -añadió el cuarto. Se echaron todos a reír con la confianza de viejos impunes.
– ¿Tú no darías un brazo a cambio de cuarenta años menos?
El que había hablado se levantó a recoger un bolo que había rodado hasta el final de la alfombra.
– Perdonen que les interrumpa el juego -dijo Clarke pensando en lo que iba a decir para presentarse-. Soy la agente de policía Clarke -añadió enseñando el carnet- y busco a George Samuels.
– Te dije que te atraparían, Dod.
– Era simple cuestión de tiempo.
– George Samuels soy yo.
El que dio un paso adelante era un hombre alto y delgado con un suéter de cuello en forma de V sin mangas y corbata color Borgoña. Notó la firmeza de su mano seca y caliente al estrechársela. Tenía cabello blanco abundante como de algodón.
– Señor Samuels, soy de la comisaría de Saint Leonard. ¿Podemos hablar?
– La esperaba -dijo mirándola con sus ojos azul claro-. Es por Christopher Mackie, ¿verdad? -añadió al tiempo que sonreía al ver la cara de sorpresa de ella, complacido por comprobar que aún contaban con él para algo.
Se sentaron en un rincón del bar. En el opuesto había una pareja de ancianos; él se había adormecido con la jarra de cerveza delante, en la mesa, y la mujer hacía punto.
George Samuels pidió un whisky con otro tanto de agua e hizo un gesto a Clarke dándole a entender que la invitaba a lo que quisiera, pero ella pidió un café. Apenas había dado un sorbo, le preocupó la idea de haberlo molestado. El tamaño del jarro debió llamarle la atención. También se arrepintió de no haber tenido en cuenta que la mujer de la barra había acabado con su contenido.
– ¿Cómo sabía usted que vendría? -preguntó a Samuels.
El hombre se pasó una mano por la frente.
– Siempre imaginé que en Mackie había algo raro… Nadie va así como así a una caja de ahorros a ingresar semejante cantidad. ¿No le parece? -dijo alzando la vista del vaso.
– No me importaría probar -replicó ella.
– Veo que ha hablado con Valerie -comentó él sonriendo-. Eso es lo que ella decía. Siempre bromeábamos los dos al respecto.
– Si pensó que había algo raro, ¿por qué aceptó el dinero?
– Si no lo aceptaba yo, otro lo habría hecho -respondió Samuels abriendo los brazos-. Hace veinte años de eso y entonces no estábamos obligados a informar de un caso así a la policía. Aquel depósito me valió el nombramiento de director de sucursal del mes.
– ¿Él le comentó algo sobre el dinero?
Samuels asintió con la cabeza. Había un algo de navideño en su pelo, y Clarke se imaginó jugando con él como si fuese nieve recién caída.
– Sí, claro, fue lo primero que yo le pregunté -contestó.
– ¿Y él qué dijo?
Clarke dio un mordisco a una de las galletas que le habían servido con el café; era blanducha y grasienta.
– Me preguntó si era imprescindible comentarlo y al decirle yo que era simple curiosidad, me contestó que era de un atraco a un banco -se notaba que le complacía la mirada que ella le dirigió-. Nos echamos a reír, claro, porque hablaba en broma, yo podía averiguarlo por la numeración de los billetes.
Clarke asintió con la cabeza. Tenía la boca llena de una pasta pegajosa; la única manera de deglutir aquello era bebiendo algo y su única alternativa era aquel café. Dio un sorbo, contuvo la respiración y tragó.
– ¿Y qué más le dijo?
– Explicó algo sobre una herencia, diciendo que había cobrado el cheque por la experiencia de ver junto tanto dinero.
– ¿No le dijo dónde había cobrado el cheque?
– Lo más probable es que no me lo hubiera creído -respondió Samuels encogiéndose de hombros.
– ¿Pensó usted que el dinero era…? -preguntó ella mirándole.
– Negro o algo así -respondió Samuels asintiendo con la cabeza-. Pero pensara lo que pensara, lo tenía delante y él estaba dispuesto a abrir la cuenta en mi sucursal.
– ¿No sintió escrúpulos?
– En aquella época, no.
– Pero sí que esperaba que alguien viniese algún día a hacerle preguntas sobre el señor Mackie.
– Ahora ya no es momento de pedir disculpas, señorita Clarke -dijo él encogiéndose de hombros-, aunque me imagino que ustedes ya sabrán la procedencia de esa suma.
– No tenemos la menor idea, señor -respondió Clarke negando con la cabeza.
– ¿Por qué ha venido, entonces? -preguntó Samuels recostándose en la silla.
– El señor Mackie se ha suicidado. Vivía como un vagabundo y se arrojó por el puente North. Estoy investigando el motivo.
Samuels no podía ayudarla en nada más. Él sólo había hablado con Mackie aquel primer día. Volviendo a Edimburgo camino del Grassmarket, Clarke consideró las posibilidades y en cuestión de segundos llegó a la conclusión de que únicamente contaba con un leve indicio. Para averiguar el cómo y el porqué tendría que descubrir quién era aquel Christopher Mackie. Ya había llamado al archivo para que buscaran en las fichas. El apellido no aparecía en los listines telefónicos y, tal como se imaginaba, en la dirección de Grassmarket se encontró con un albergue para los sin techo.
El barrio de Grassmarket era un mundo aparte. Siglos atrás se alzaba en él la horca, pero el único recordatorio de ello era un pub llamado The Last Drop. Hasta 1970 había sido un barrio conocido como refugio para desheredados y vagabundos, pero después empezó a llenarse de gente bien con más posibles, abrieron boutiques, renovaron los bares y poco a poco comenzó a recibir visitantes que afluían por Victoria Street y Candlemaker Row.
El albergue no hacía precisamente alarde de su existencia con aquellas dos ventanas mugrientas y la robusta puerta. Había junto a ella dos hombres en cuclillas, y uno de ellos le pidió fuego. Clarke negó con la cabeza.
– Entonces seguro que no tiene pitillos -comentó el hombre reanudando la charla con su compañero.
Clarke giró el pestillo pero la puerta estaba cerrada. Pulsó el timbre dos veces y aguardó. Se abrió la puerta de par en par y un joven escuálido no hizo más que mirarla para volver a entrar diciendo: «Sorpresa, sorpresa, la policía» y fue a sentarse en una silla y a enfrascarse otra vez en la televisión. En el cuarto había un par de sillones destartalados, un largo banco de madera y otros dos asientos parecidos a taburetes. El televisor y una mesita de centro completaban el mobiliario. En la mesita había un diminuto cenicero de aluminio pero casi todas las colillas iban a parar al suelo de linóleo. En un sillón dormitaba un hombre que tenía el rostro cubierto de trocitos de papel. Clarke iba a acercarse para ver qué era cuando el que le había abierto la puerta cortó una tira de periódico, la humedeció en la boca y la escupió sobre el dormido.
– Son dos puntos en la cara y uno en el pelo o la barba -explicó.
– ¿Cuál es tu puntuación máxima?
– Ochenta y cinco -respondió el muchacho dejando ver su dentadura mellada.
Se abrió una puerta al fondo.
– ¿Qué desea?
Clarke se acercó a la mujer y le dio la mano. A sus espaldas el francotirador imitó el aullido de una sirena.
– Soy la agente de policía Clarke de la comisaría de Saint Leonard.
– Usted dirá.
– ¿Conoce a un tal Christopher Mackie?
– Puede ser -respondió la mujer con una mirada desconfiada-. ¿Qué ha hecho?
– El señor Mackie ha muerto. Se ha suicidado, al parecer.
La mujer cerró los ojos un segundo.
– ¿Ha sido el que se tiró desde el puente North? La noticia del periódico decía únicamente que era un vagabundo sin dar el nombre.
– ¿Usted le conocía?
– Pase al almacén y hablamos.
Se llamaba Rachel Drew y llevaba doce años encargada del albergue.
– No es realmente un albergue -dijo-, sino un centro de día, pero qué quiere que le diga, si no tienen dónde dormir les cedo la sala de la entrada. ¿Qué voy a hacer siendo invierno?
Clarke asintió con la cabeza. El cuarto era, tal como había dicho Rachel Drew, un almacén. Había una mesa y un par de sillas, pero el resto lo ocupaban cajas de latas de conserva. Drew le dijo que tenían una cocinita anexa en la que ella y dos ayudantes preparaban tres comidas diarias.
– No es gastronomía fina, pero no se quejan.
Drew era una mujer alta, sencilla, de cuarenta y tantos años, con melena negra, aparentemente de rizo natural, hasta los hombros. Tenía los ojos oscuros y un rostro cetrino, pero su voz era cálida y alegre como defensa frente al cansancio permanente, supuso Clarke.
– ¿Qué puede decirme del señor Mackie?
– Era un hombre amable, encantador. No hacía fácilmente amistad con nadie, pero porque él no quería. Me costó llegar a tener cierta confianza con él porque cuando yo vine aquí él era veterano. No es que estuviera siempre en el albergue, pero sí acudía con regularidad.
– ¿Usted le guardaba el correo?
Drew dijo que sí.
– No recibía mucho. El cheque de la seguridad social y… quizá dos o tres cartas al año.
Los extractos de la cuenta en la caja de ahorros, pensó Clarke.
– ¿Hasta qué extremo le conoció? -preguntó.
– ¿Por qué lo dice?
Clarke la miró y Drew esbozó una sonrisa.
– Perdone, me siento muy protectora con mis mendigos. No sé si es que piensa que Chris tenía una personalidad suicida. No, yo diría que no -añadió negando con la cabeza.
– ¿Cuándo le vio por última vez?
– Hará una semana más o menos.
– ¿Sabe adónde iba cuando no se recogía aquí?
– Yo tengo por principio no preguntar nada.
– ¿Por qué? -preguntó Clarke con auténtica curiosidad.
– Porque nunca se sabe qué preguntas pueden molestar.
– ¿Él no le contó nada de su pasado?
– Algunas anécdotas. Dijo que había estado en el ejército, y una vez me comentó que había sido cocinero y que su esposa se fugó con un camarero.
Clarke notó cierto retintín en ella.
– ¿Usted no se lo creyó?
Drew se recostó en la silla que enmarcaban las cajas de latas de conserva, las latas que ella abría a diario para alimentar a unas personas a fin de que el resto del mundo pudiera olvidarse de ellas.
– Me cuentan muchas cosas y yo simplemente escucho.
– ¿Tenía algún amigo íntimo Chris?
– Aquí no, que yo sepa. Quizá fuera del albergue -añadió entornando los ojos-. No me malinterprete, pero ¿por qué le interesa tanto un mendigo?
– Porque no lo era. Chris tenía una cuenta en una caja de ahorros con un saldo de cuatrocientas mil libras.
– Afortunado -comentó la mujer con gesto de desdén, pero vio la mirada seria de Clarke-. Dios mío, lo dice en serio… -añadió inclinándose y apoyando los codos en las rodillas-. ¿De dónde sacó tanto…?
– No lo sabemos.
– Así no me extraña su interés. ¿A quién irá a parar el dinero?
Clarke se encogió de hombros.
– Al familiar más allegado…
– Suponiendo que lo haya.
– Claro.
– Y suponiendo que lo encuentren -añadió Drew mordiéndose el labio inferior-. Mire, ha habido momentos en que hemos pasado apuros. Dios, ahora mismo, por ejemplo. Y a él jamás se le ocurrió… -se echó a reír de pronto dando una palmada-. El cabroncete… ¿Qué se traería entre manos?
– Eso es lo que intento averiguar.
– En caso de no localizar a ningún familiar, ¿para quién es el dinero?
– Creo que irá a parar a Hacienda.
– ¿Al Estado? Dios, no hay justicia, ¿no cree?
– Tenga cuidado con esos comentarios -replicó Clarke sonriente.
Drew negó con la cabeza conteniendo la risa.
– Cuatrocientos mil de los grandes, se tira por un puente y ahí queda eso.
– Sí.
– Sabiendo que se descubriría -añadió Drew mirándola-, es como si les plantease un acertijo, ¿no? -permaneció pensativa un instante-. Den la noticia a los periódicos y así al publicarlo seguro que aparece la familia.
– Junto con todos los chalados y farsantes del mundo. Por eso necesito averiguar quién era para eliminar falsarios.
– Es verdad. Piensa usted con la cabeza. Con lo que yo podría hacer con ese dinero -añadió con un suspiro.
– ¿Contrataría un cocinero?
– Pensaba más bien en pasar un año en Barbados.
Clarke volvió a sonreír.
– Una última pregunta. ¿No tendría una foto de Chris?
Drew enarcó una ceja.
– Pues mire, creo que ha tenido suerte -dijo abriendo un cajón.
Empezó a sacar papeles, papeletas de rifa, bolígrafos y casetes hasta dar con un paquete de fotos que examinó hasta encontrar una que le enseñó.
– Es de las últimas Navidades, pero Chris no había cambiado mucho. Es ése junto al de la barba.
Clarke reconoció al durmiente de la primera sala. También aparecía en el sillón, pero bien despierto y con la boca abierta fingiendo falsa alegría. En un brazo del sillón se veía sentado al llamado Christopher Mackie; era un hombre de mediana estatura con algo de barriga y pelo negro peinado hacia atrás desde una frente protuberante. Sonreía con malicia como si ocultase algún secreto. Claro. Era la primera vez que Clarke veía su cara y sintió una extraña sensación. Hasta aquel momento para ella había sido un simple cadáver.
– Aquí lo tiene solo -dijo Drew enseñándole otra foto.
En ésta se veía a Mackie fregando platos. Era una instantánea y se le veía muy serio concentrado en lo que hacía, pero el resplandor del fogonazo del flash daba al rostro un aspecto fantasmagórico con dos puntos rojos a modo de ojos.
– ¿Le importa que me las lleve?
– Puede quedárselas.
Clarke se guardó las fotos en el bolsillo.
– Le agradecería también que de momento no comentara con nadie lo que hemos hablado.
– ¿No quiere que la acosen chiflados?
– Complicarían mi trabajo todavía más.
De improviso, Drew pareció recordar algo; abrió una carpeta roja de plástico con anillas y pasó las fichas hasta dar con una concreta.
– Aquí están los datos personales de Chris -dijo tendiéndosela a Clarke-. Figura la fecha de nacimiento y el nombre y teléfono de su médico. Tal vez le sirva de ayuda
– Gracias -dijo Clarke sacando un billete del bolsillo-. No se trata de un soborno, sino de una aportación para el albergue.
– Muy bien -dijo Drew al fin mirando el dinero y cogiéndolo-. Si así descarga su conciencia no puedo rehusarlo.
– Señora Drew, yo soy agente de policía y en los cursos de formación me despojaron de conciencia.
– Bueno -comentó Rachel Drew poniéndose en pie-, pero me da la impresión de que la ha recuperado.
Rebus dio a Linford dos opciones: ir a la empresa en que trabajaba Roddy Grieve o al estudio de Hugh Cordover, pero sabía perfectamente lo que elegiría.
– A lo mejor obtengo información para mis inversiones -comentó Linford, y dejó que Rebus fuese a Roslin la casa de Hugh Cordover y Lorna Grieve.
En Roslin estaba la antigua y famosa iglesia de Rossylin que en los últimos años se había convertido en meta de una serie de chiflados milenaristas que afirmaban que bajo su suelo estaba enterrada el Arca de la Alianza o algo extraterrestre. El pueblo era tranquilo y anodino y High Manor estaba a unos trescientos metros en las afueras, protegida por una tapia de piedra sin verja en el portón de entrada, donde sólo se veía el letrero de privado. El nombre de High Manor respondía al hecho de que cuando Hugh Cordover formaba parte del conjunto Obscura se hacía llamar «High Chord». Rebus llevaba un disco del grupo, Repercusiones continuas, con una portada en la que aparecía Lorna en un trono en pose de sacerdotisa con túnica transparente, una serpiente enroscada al cuello y unos rayos láser que brotaban de sus ojos. Todo ello enmarcado por una cenefa de jeroglíficos.
Aparcó el Saab junto a un Fiat Punto y un Land Rover. Había otros dos coches: un viejo Mercedes destartalado y un descapotable americano clásico. Dejó el disco en el coche y se dirigió a la puerta. Le abrió la propia Lorna Grieve con un vaso en la mano haciendo tintinear el hielo.
– Mi apreciado Hombre mono -dijo con un gorjeo-. Adelante. Hugh está en las entrañas de la casa. Tendrá que esperar a que acabe.
Se refería a que Hugh Cordover estaba en el estudio de grabación que ocupaba la planta baja, acompañado de un ingeniero de sonido, entre aparatos y equipos de grabación. Por la ventana insonorizada Rebus vio el estudio propiamente dicho donde tres jóvenes desmadejados parecían realmente agotados. El batería paseaba por detrás de su instrumento sujetando por el cuello una botella de Jack Daniels, mientras guitarrista y bajista parecían concentrados en los auriculares, rodeados de latas de cerveza, paquetes de cigarrillos, botellas de vino y cuerdas de guitarra.
– ¿Entendéis lo que quiero decir? -preguntó Hugh Cordover a través del micrófono. Los músicos asintieron con la cabeza y él miró hacia Rebus-. Vale, chicos, está aquí la policía para hablar conmigo. No os hagáis rayas.
Rebus vio sus gestos de desprecio y los cortes de manga que le dirigían y pensó que el rock and roll nunca había sido tan peligroso.
Cordover dio unas instrucciones al ingeniero y a continuación se levantó muy tieso del asiento, pasándose una mano por el rostro sin afeitar y moviendo despacio la cabeza al tiempo que cedía el paso a Rebus.
– ¿Quiénes son? -preguntó Rebus.
– El próximo grupo de éxito si hacen lo que yo digo -respondió Cordover-. Se llaman Los Crusoe.
– ¿Los Robinson Crusoe?
– ¿Ha oído hablar de ellos?
– Alguien me dijo que usted era el representante.
– Representante, arreglista y productor. Soy su figura paterna -contestó Cordover abriendo una puerta-. Pasemos a la sala de recepción.
Había de todo por el suelo, las sillas estaban llenas de revistas musicales, y vio un televisor portátil, un transistor de alta fidelidad y una mesa de billar americano.
– Disponemos de todas las comodidades modernas -explicó Cordover abriendo la nevera para coger un refresco-. ¿Quiere tomar algo?
Lorna Grieve, sentada en un sofá rojo, cerró el periódico que hojeaba.
– Si no soy mala psicóloga, a mi Hombre mono le apetecerá algo más fuerte -dijo agitando el hielo de su vaso.
Vestía un conjunto vaporoso de seda verde con pantalones, iba descalza y llevaba un pañuelo de gasa roja.
– Me contentaré con un refresco -dijo Rebus asintiendo con la cabeza al ver que Cordover sacaba dos botellas de su agua mineral preferida.
– ¿Hablamos aquí o prefiere arriba? -dijo Cordover.
– Le advierto que arriba está tan desordenado como aquí -comentó Lorna.
– Podemos hablar aquí -replicó Rebus sentándose en una silla mientras Cordover lo hacía en la mesa de billar y su esposa ponía los ojos en blanco como comentario a su incapacidad para utilizar las sillas.
– ¿Quién de ellos era Peter Grief? -preguntó Rebus.
– El bajista -contestó Cordover.
– ¿Sabe que ha muerto su padre?
– Claro que lo sabe -espetó Lorna Grieve.
– No estaban muy unidos -añadió Cordover.
– Al Hombre mono le choca que tras el brutal asesinato de Roddy vosotros dos volváis a trabajar como si no hubiera sucedido nada -dijo Lorna Grieve a su marido.
– Sí, claro, es mucho mejor empinar el codo -replicó Cordover.
– ¿Alguna vez he necesitado que muriera alguien de la familia? -dijo ella dedicándole una sonrisa acompañada de una caída de ojos-. Tiene usted mucho que aprender sobre el clan, Hombre mono -añadió dirigiéndose a Rebus.
– ¿Quieres dejar de llamarle así? -exclamó Cordover irritado.
– Es una canción de los Rolling Stones -dijo Rebus mirando a Lorna, que brindaba hacia él y no pudo por menos de sonreírle.
Bebía coñac; podía olerlo a pesar de la distancia.
– Yo conocí a Stew -dijo Cordover.
– ¿Stew? -preguntó Lorna entornando los ojos.
– Ian Stewart -añadió Rebus-. El sexto Stone.
Cordover asintió con la cabeza.
– Tenía un físico que no se prestaba a la imagen del grupo y sólo grababa con ellos. ¿Sabía que era de Fife? -agregó volviéndose hacia Rebus-. Y Stu Sutcliffe era de Edimburgo.
– Y Jack Bruce de Glasgow.
– Está muy enterado -dijo Cordover sonriendo.
– Algo. Sé, por ejemplo, que la madre de Peter se llama Billie Collins. ¿Se han puesto en contacto con ella?
– ¿Y por qué diablos íbamos a hacerlo? -dijo Lorna-. Que se compre un periódico.
– Creo que Peter ha hablado con ella -añadió Cordover.
– ¿Dónde vive?
– En Saint Andrews, me parece -contestó Cordover mirando a su mujer para que lo confirmara-. Es profesora de un colegio.
– En la Academia Haugh -añadió Lorna-. ¿Acaso es sospechosa?
– ¿Querría usted que lo fuese? -preguntó Rebus despreocupadamente, sin alzar la vista de lo que anotaba en el bloc.
– Cuantos más sospechosos, más divertido.
– ¡Por Dios santo, Lorna! -exclamó Cordover bajándose de un salto de la mesa de billar.
– Ah, es verdad, esa mujer siempre te puso tierno -espetó ella-. ¿O en realidad hacía que se te endureciera alguna cosa? -añadió mirando a Rebus-. Hugh siempre se disculpa por ser un salido alegando que es artista. Pero la verdad es que en la cama nunca ha pasado de ser un artista mediocre, ¿a que sí, cielo?
– No eran más que habladurías -dijo Cordover, que paseaba ahora por la habitación.
– A propósito de habladurías -dijo Rebus-. ¿Han oído una sobre Josephine Banks?
Lorna Grieve contuvo la risa y juntó las manos como si fuera a rezar.
– Oh, sí, que sea ella la asesina. Sería ideal.
– Inspector, Roddy era una figura pública -dijo Cordover mirando a su esposa- y en el ámbito público circulan toda clase de rumores. Es normal.
– ¿Ah, sí? -dijo Lorna-. Fascinante. ¿Quieres decirme qué rumores has oído sobre mí?
Cordover permaneció en silencio. Rebus pensó que tenía una réplica en la punta de la lengua, algo así como «ninguno, lo que demuestra que estás fuera de juego», pero se la guardó.
Consideró que había llegado el momento de lanzar una granada en el cuarto.
– ¿Quién es Alasdair? -preguntó.
Se hizo un silencio, que se prolongó mientras Lorna daba un trago a su bebida y Cordover seguía apoyado en la mesa de billar; Rebus dejó apurar su efecto.
– Es hermano de Lorna -dijo al fin Cordover-, pero yo no lo conozco.
– Alasdair era el mejor de todos nosotros -dijo Lorna con voz pausada-. Por eso no aguantó quedarse aquí.
– ¿Qué le sucedió? -preguntó Rebus.
– Que un buen día marchó a Dios sabe dónde -contestó ella con un gesto amplio sin soltar el vaso en el que no quedaba más que hielo.
– ¿Cuándo?
– Hace mucho tiempo, Hombre mono. Ahora vive en un clima cálido. Que le vaya bien -se volvió hacia Rebus señalando su mano izquierda-. No lleva alianza. ¿Cree que yo sería una buena detective? Además, usted también bebe porque no ha quitado ojo a mi vaso. ¿O es que le interesa otra cosa? -añadió con un mohín.
– Inspector, no le haga caso.
– ¡A mí se me hace caso! -vociferó ella tirándole el vaso-. ¡No pienses que estoy pasada de moda! ¡Sigo en el candelero!
– Sí, desde luego, las agencias hacen cola en la puerta y el teléfono no para de sonar.
El vaso le había pasado rozando y él se sacudió un hielo medio derretido del brazo.
Lorna se levantó de pronto del sofá y Rebus pensó que era costumbre de la pareja pelearse en público, por creerlo derecho inalienable de su condición de «artistas».
– Eh, vosotros -dijo una voz desde la puerta-, que no nos dejáis pensar. ¡Vaya insonorización! -era una voz cansina, fluida y lacónica. Peter Grief se acercó a la nevera y cogió una botella de agua-. Además, es la estrella del rock quien tiene que dar caña, no sus tíos.
Rebus y Peter Grief se sentaron en la sala de control mientras los otros subían al comedor en la otra planta. Acababa de llegar una furgoneta con bandejas de bocadillos y pasteles. Rebus tenía en la mano un platito de papel con un triángulo de pan de molde con pollo al curry, y Peter Grief, que rebañaba con el dedo la crema de un pastel, lo único que había comido aquella mañana, preguntó si no importaba que hubiese música de fondo porque a él le ayudaba a pensar.
– Aunque lo que suena es una mala mezcla de una de mis canciones.
Rebus comentó que había muy pocos grupos de tres músicos pero Grief se lo rebatió citando a Manic Street, Preachers, Massive Attack, Supergrass y otros seis.
– Y Cream, por supuesto -añadió.
– Sin olvidar a Jimi Hendrix.
Grief hizo una leve reverencia.
– Noel Redding; pocos bajistas ha habido como James Marshall.
Concluidas las sutilezas musicales, Rebus dejó el plato. -¿Sabes por qué he venido, Peter?
– Me lo ha dicho Hugh.
– Lamento lo de tu padre.
Grief se encogió de hombros.
– Un mal paso en la carrera de un político. Si se hubiera dedicado a lo mío… -sonaba como algo aprendido, una frase utilizada constantemente como defensa.
– ¿Qué edad tenías al separarse tus padres?
– Era muy pequeño; no me acuerdo.
– ¿Te criaste con tu madre?
Grief asintió con la cabeza.
– Pero ellos se veían a menudo. Ya sabe, «por el bien del niño».
– Pero algo así hace daño, ¿verdad?
– ¿Usted qué sabe? -replicó Grief con cierta irritación alzando la vista.
– Yo dejé a mi mujer y ella fue quien tuvo que criar a nuestra hija.
– ¿Y qué tal le va a su hija? -preguntó Grief. El enfado había dado paso a la curiosidad.
– Ahora, bien -dijo Rebus haciendo una pausa-. Pero entonces… no lo sé realmente.
– Mire, usted es un poli y no sé si todo esto no será un truco barato para que le hable de mis sentimientos como si se los contara a un abogado.
Rebus sonrió.
– Peter, si yo fuese abogado la pregunta que te haría a continuación sería: «¿Crees que necesitas hablar de tus sentimientos?».
Grief sonrió y dijo que sí.
– A veces me gustaría ser como Hugh y Lorna.
– Porque no se callan las cosas, ¿eh?
– Pues sí -contestó el joven con otra sonrisa desmayada.
Grief era alto y delgado, con el pelo negro, posiblemente teñido, peinado hacia atrás con un medio tupé. Su rostro era largo y anguloso, de pómulos marcados, y los ojos reflejaban angustia.
Encajaba bien en su papel con aquella camiseta sucia de mangas deformadas, vaqueros pitillo negros y botas de motorista. Lucía muñequeras de cuero con cuentas y una estrella de cinco puntas alrededor del cuello. Si Rebus hubiese estado buscando un bajista para un grupo de rock le habría escogido a él entre los posibles candidatos.
– ¿Sabes que tratamos de averiguar quién podía querer matar a tu padre?
– Sí.
– Cuando hablabas con él, ¿te dio alguna vez… la impresión de que tuviera enemigos o de que le preocupase alguien?
– No me lo habría dicho -respondió Grief negando con la cabeza.
– ¿A quién se lo habría dicho?
– Tal vez al tío Cammo -dijo Grief haciendo una pausa-. O a la abuela -movía los dedos imitando al bajista cuya guitarra sonaba por el altavoz-. Quiero que oiga esta canción sobre la última vez que hablamos mi padre y yo.
Rebus prestó oído y no le pareció un ritmo elegíaco precisamente.
– Discutimos porque él me reprochaba que perdía el tiempo y que tío Hugh tenía la culpa.
– ¿Cómo se titula la canción? -preguntó Rebus, que no captaba la letra.
– Ahora entra el estribillo -dijo Grief, y empezó a cantar esta vez claramente para Rebus:
Tu corazón no entendía la belleza,
tu mente no aceptaba la verdad,
creo que no tengo más remedio
que hacerte un reproche final.
Sí, escucha el reproche final.
Hugh Cordover y Lorna Grieve acompañaron a Rebus hasta el coche.
– Sí -dijo Cordover que llevaba un móvil en la mano-, seguramente es su mejor canción.
– ¿Sabe que está dedicada a su padre?
– Bueno, discutieron y a Peter le inspiró una canción -replicó Cordover encogiéndose de hombros-. ¿Significa eso que es sobre su padre? Creo que es usted excesivamente literal, inspector.
– Tal vez.
Lorna Grieve no parecía acusar los efectos del coñac. Miró el Saab de Rebus como si fuese un objeto de museo.
– ¿Todavía fabrican este coche? -preguntó.
– En el nuevo modelo han suprimido los faros de gas -replicó Rebus arrancándole una sonrisa.
– Su sentido del humor es refrescante.
– Una cosa más… -dijo Rebus inclinándose a coger el disco de Obscura del coche.
– Dios mío -exclamó Cordover-, pocos deben de quedar de ésos.
– No me extraña -comentó su mujer admirando su retrato en la portada.
– Me gustaría que me lo firmara.
– Con mucho gusto -dijo Cordover cogiendo el bolígrafo que le tendía-. Pero, un momento, ¿con mi nombre o con el de High Chord?
– Con el de High Chord, ¿no? -contestó Rebus.
Cordover escribió el nombre en la portada y se lo devolvió.
– ¿Y la modelo…? -preguntó Rebus.
Lorna Grieve le miró y él creyó que iba a negarse, pero al fin ella cogió el bolígrafo y autografió su nombre en la portada, estudiándola después detenidamente.
– ¿Tienen idea de qué significan los jeroglíficos? -preguntó Rebus.
Cordover se echó a reír.
– En absoluto. Un conocido mío estaba metido en el rollo.
Rebus advirtió en ese momento que algunos de los signos eran estrellas de cinco puntas como la del colgante de Peter.
– Vamos, Hugh -dijo Lorna, riendo a su vez-, a ti también te gustaba el tema. Y le gusta -añadió mirando a Rebus-. No puede compararse con lo de Jimmy Page, pero es precisamente el motivo de que nos mudásemos a Roslin; para estar cerca de la iglesia por la moda del New Age maldito, las coletas y todo lo demás.
– Creo que ya me has dejado bastante mal por hoy delante del inspector -dijo Cordover con mala cara, pero en ese momento sonó el móvil; se dio media vuelta y echó a andar contestando a la llamada en tono muy animado y con acento norteamericano, olvidándose de ellos dos, que quedaron a solas.
Ella cruzó los brazos.
– Es penoso, ¿no es cierto? No sé qué vería yo en él.
– A mí no me lo pregunte.
– ¿Así que es lo que yo decía? ¿Le da a la bebida?
– Sólo en reuniones sociales.
– ¿Y en las antisociales, no? -replicó ella riendo-. Yo puedo ser muy social, lo que sucede es que no me apetece delante de Hugh -miró hacia atrás y vio que su marido seguía hablando de cifras y entraba en la casa.
¿Se referiría a dinero o al número de discos vendidos?, pensó Rebus.
– ¿Adónde va a tomar copas? -preguntó ella.
– A diversos sitios.
– ¿Cuáles?
– Al bar Oxford, al Swany's, al The Malting.
– No sé por qué me imagino un suelo sin alfombras, mucho humo de tabaco, palabrotas y fanfarronadas, y pocas mujeres -dijo ella arrugando la nariz.
– O sea que los conoce -replicó él sin poder evitar una sonrisa.
– Creo que sí. A ver si nos tropezamos alguna vez.
– Podría ser.
– Me dan ganas de besarle, pero no creo que fuera correcto, ¿verdad?
– Cierto.
– Pero, en cualquier caso, creo que voy a hacerlo -Cordover había entrado en la casa-. ¿O se considera una agresión?
– Si no hay denuncia, no.
Lorna Grieve se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla, y cuando se incorporó, Rebus vio un rostro en la ventana. No era Cordover sino Peter Grief.
– No he captado el título de esa canción de Peter sobre su padre -dijo Rebus.
– Reproche final -dijo Lorna Grieve-. Una especie de censura.
Mientras conducía cogió el móvil y llamó a Derek Linford para preguntarle qué tal le había ido en la Bolsa.
– Roddy Grieve estaba limpio como una patena -dijo Linford-. No hizo ninguna mala operación, no hay líos ni clientes descontentos. Por otra parte, ninguno de sus colegas fue a tomar copas con él el domingo.
– ¿Lo que exactamente quiere decir…?
– Pues no lo sé.
– Entonces, ¿no hemos sacado nada en limpio?
– Bueno, yo he conseguido ciertos datos para una inversión. ¿Y tú?
Rebus miró el disco que tenía en el asiento del copiloto.
– Yo tampoco sé lo que he obtenido, Derek. Luego te llamo.
Realizó otra llamada a un anticuario de discos de Edimburgo.
– ¿Paul? Soy John Rebus. Tengo un Repercusiones continuas de Obscura con autógrafo de High Chord y Lorna Grieve -escuchó un instante-. No es mucho, pero no está mal -volvió a escuchar-. Llámame si aumentas la oferta, ¿vale? Adiós.
Aminoró para buscar en la guantera una cinta de Hendrix que puso en el casete. Amor o confusión. A veces era difícil saber la diferencia.
El laboratorio forense estaba en Howdenhall, pero Rebus no entendía por qué Grant Hood y Ellen Wylie le habían citado allí. Su mensaje era ambiguo y apuntaba a una sorpresa. A Rebus le reventaban las sorpresas. Igual que el beso furtivo de Lorna Grieve; no había sido una sorpresa exactamente, pero en cualquier caso… Y si no hubiese apartado la cabeza, se lo habría dado en la boca. Dios, y con Peter Grief mirando en la ventana. Grief: quería haberle preguntado por qué ese cambio de apellido. Claro que, como se había criado con su madre, a lo mejor se apellidaba Collins. Si así era, el cambio resultaba aún más drástico.
Howdenhall estaba lleno de cerebros grises, algunos con apenas veinte años. Eran gente que entendía de ADN, de ordenadores y de bancos de datos. En la actualidad, en Saint Leonard ya no tomaban las huellas dactilares con tinta a los sospechosos; simplemente les hacían poner la palma de la mano sobre un escáner y automáticamente aparecían en la pantalla las huellas para que los del fichero de antecedentes confirmaran si estaban fichados. Era un procedimiento que, a pesar de los meses transcurridos, seguía causando admiración en Rebus.
Hood y Wylie le esperaban en una sala de reunión. Howdenhall era de construcción reciente y en las instalaciones flotaba un olor absurdo a limpio. La gran mesa ovalada, hecha de tres secciones desmontables, no estaba todavía rayada ni manchada, ni el almohadillado de las sillas estaba desfondado. Los dos agentes jóvenes hicieron gesto de ponerse en pie al entrar Rebus pero él les hizo seña de que se sentasen y fue a acomodarse frente a ellos.
– No hay ceniceros -comentó.
– Aquí no puede usted fumar -dijo Wylie.
– Bien que lo sé, pero sigo pensando que es sólo un mal sueño -comentó mirando a su alrededor-. ¿Tampoco hay café?
– Si quiere… -dijo Hood poniéndose en pie de un salto.
Rebus negó con la cabeza, pero le complacía que Hood se mostrase tan solícito. Vio en la mesa dos vasos de plástico vacíos y se preguntó quién habría hecho el servicio. Aunque hubiera pagado Hood, estaba casi seguro de que Wylie había ido a buscar las bebidas.
– ¿Qué novedades hay? -preguntó.
– En la chimenea casi no quedaban restos de sangre -contestó Wylie-. Lo más probable es que Mojama fuese asesinado en otro lugar.
– Lo que significa que hay pocas probabilidades de que el equipo de la Científica obtenga buenos resultados -dijo Rebus, y se quedó pensativo un instante-. ¿A qué viene, entonces, este misterio?
– No es ningún misterio, señor. Simplemente, nos enteramos de que el profesor Sendak acudía aquí esta tarde a una reunión…
– Y no quisimos desaprovechar la ocasión, señor -añadió Hood.
– ¿Y quién diablos es el profesor Sendak?
– Un catedrático de la universidad de Glasgow, jefe del Departamento de Patología Forense.
– ¿De Glasgow? -dijo Rebus enarcando una ceja-. Escuchad, si Gates y Curt se enteran de esto, allá vosotros. Yo no quiero saber nada. ¿Entendido?
– Hemos consultado a la oficina del Fiscal.
– Bueno, ¿y qué va a hacer ese Sendak que no puedan hacer nuestros cerebritos?
Llamaron a la puerta.
– Tal vez el profesor pueda explicárselo -dijo Hood con tono de alivio.
El profesor Ross Sendak rondaba los sesenta aunque conservaba un abundante pelo negro. Era el más bajo de los presentes pero se movía con tal aplomo y seguridad en sí mismo que imponía respeto. Una vez hechas las presentaciones tomó asiento y extendió las manos sobre la mesa.
– Piensan que puedo ayudarles -dijo- y puede que así sea, pero necesito que envíen el cráneo a Glasgow. ¿Es posible?
Wylie y Hood cruzaron una mirada y Rebus carraspeó.
– Profesor, tengo la impresión de que el equipo de arqueólogos aquí presente no me ha puesto al corriente.
Sendak asintió con la cabeza y realizó una profunda inspiración.
– Se trata de tecnología por láser, inspector -dijo sacando de la cartera un ordenador portátil que encendió-. Se denomina reconstrucción facial forense. Sus colegas patólogos han verificado que el difunto tenía pelo castaño. Es un principio. Lo que haremos en Glasgow es colocar el cráneo sobre una plataforma giratoria y enfocarle un rayo láser para recoger por ordenador los datos que configuren una imagen detallada, a partir de la cual se establecen los volúmenes faciales, y con otros datos, como son la complexión física de la víctima y su edad en la fecha de la muerte, conferimos una mayor precisión a la imagen final. Algo así -añadió volviendo el ordenador hacia Rebus.
Rebus se puso en pie porque sentado no apreciaba más que un recuadro negro en la pantalla. Hood y Wylie se levantaron también y se situaron en posición de captar el rostro que parpadeaba en el monitor. Moviéndolo a derecha e izquierda desaparecía, pero visto de frente era sin duda la cara de un hombre joven. Era una cara como de maniquí y de ojos mortecinos, la oreja visible resultaba algo rudimentaria y se notaba que el pelo era un añadido.
– Este pobre hombre se pudría en una montaña de las Tierras Altas y, cuando lo encontraron, su estado no permitía una identificación normal porque las alimañas y los agentes meteorológicos habían hecho su obra.
– ¿Y creen que ese es el aspecto físico que tenía en vida?
– Yo diría que es bastante aproximado. Ojos y cabello son hipotéticos, pero la estructura general del rostro es la real.
– Es asombroso -comentó Hood.
– Con ese recuadro de la pantalla -prosiguió Sendak- podemos modificar la configuración del rostro…, cambiar el pelo, añadir bigote o barba y hasta cambiar el color de los ojos. De este modo, pueden imprimirse unas variantes y distribuirlas al público para la identificación -señaló un cuadrado gris en la esquina superior de la pantalla, en el que aparecía como una versión de juguete de diversos complementos para obtener un retrato robot, como un contorno rudimentario de cabezas, sombreros, peinados y gafas.
Rebus miró a Hood y a Wylie, que estaban pendientes de que él diera su conformidad.
– ¿Cuánto va a costamos esto? -preguntó mirando la pantalla.
– No es un proceso muy caro -respondió Sendak-, aunque ya sé que el caso Grieve acapara todo el presupuesto.
– Alguien debe de haberse ido de la lengua -comentó Rebus mirando a Wylie.
– Es en el único gasto en que vamos a incurrir -alegó ella y Rebus apreció cierta animosidad en su mirada, como si se sintiera relegada.
En cualesquiera otras circunstancias el caso de Mojama habría sido noticia, pero el de Roddy Grieve era una fuerte competencia.
Finalmente, Rebus dio su aprobación.
Después fueron a tomar un café y Sendak explicó que el Centro de Identificación Forense que dirigía había contribuido a esclarecer crímenes de guerra en Ruanda y en la antigua Yugoslavia. De hecho, al final de la semana tomaría el avión para La Haya para testificar en un juicio por crímenes de guerra.
– Encontraron treinta cadáveres serbios en una fosa común y nosotros ayudamos a identificarlos, demostrando que los mataron de un disparo a quemarropa.
– Es un método que sitúa las cosas en su justa perspectiva, ¿no? -comentó Rebus después mirando a Wylie.
Hood había salido a telefonear otra vez al despacho de la fiscalía para ponerles al corriente de las gestiones.
– Tenéis que avisar al profesor Gates -añadió Rebus.
– Sí, señor. ¿Habrá algún problema?
Rebus negó con la cabeza.
– Ya hablaré yo con él. No le hará gracia que en Glasgow tengan algo que él no tiene… pero lo aceptará. Al fin y al cabo, el resto del cadáver se queda en casa -añadió con un guiño.
La sala de Homicidios en Saint Leonard bullía de actividad: ordenadores, ayuda civil, líneas de teléfono extra, y en Queensberry House habían, además, instalado una cabina suplementaria portátil. Watson iba de reunión en reunión con los jefazos de Fettes y los políticos, y había perdido los nervios con uno de sus subalternos echándole la bronca antes de entrar a su despacho dando un portazo, algo que nunca le habían visto hacer. El sargento Frazer comentó: «Que vuelva Rebus para que tengamos una víctima propiciatoria», mientras Joe Dickie le daba un codazo preguntándole: «¿Qué se sabe de las horas extra?». El ya se había provisto de un formulario en blanco.
A Gill Templer le habían encargado los comunicados de prensa por su experiencia en trabajos de enlace, y ella había podido de momento despejar un par de las tesis de lo más absurdo sobre conspiración política. También estaba el ayudante Carswell, llegado para inspeccionar la tropa, con Derek Linford de cicerone. En la comisaría no cabía un alfiler e incluso Linford carecía de despacho. Habían asignado al caso doce agentes del DIC, secundados por otros doce policías uniformados. La misión de los uniformados era buscar el arma del crimen en Queensberry House y efectuar las indagaciones puerta a puerta. Disponían también de secretarias extra y como Linford aguardaba que le comunicaran la cuantía del presupuesto para el caso, aún no había empezado a racanear sabiendo que se trataba de un caso importante, lo que justificaba cualquier gasto de personal y de horas extra.
De todos modos, a él le gustaba fiscalizar los gastos sin importarle estar fuera de su jurisdicción, y no hacía caso de las miradas y comentarios que suscitaba: «Ese cabrón de Fettes… se cree que tiene derecho a decirnos lo que hay que hacer aquí». Era cuestión de territorio. No es que a Rebus le importase; le dejaba hacer a su antojo, convencido de que era mejor administrador que él. «Derek, con toda franqueza, a mí nadie me ha acusado nunca de ser capaz de llevar la tienda», le dijo.
Linford dio una vuelta por la sala mirando los mapas, las listas de tareas, las fotos del escenario del crimen y los números de teléfono. Tres agentes silenciosos atendían los ordenadores, tecleando las últimas informaciones para la base de datos. Los cimientos de una investigación como aquélla estaban sobre todo en los datos, su recopilación y las referencias cruzadas que se obtuvieran, con objeto de establecer posibles hipótesis; podía resultar muy laborioso. Se preguntó si aparte de él alguno de los presentes sentiría como él aquella especie de electricidad. Miró otra vez las listas de servicio y vio que el sargento Frazer estaba al mando de la operación en Holyrood, de las indagaciones puerta a puerta y de los interrogatorios a los obreros de la empresa de demolición. Otro sargento, George Silvers, averiguaba los últimos movimientos del difunto. Roddy Grieve vivía en Cramond y le había dicho a su esposa que salía a tomar unas copas, algo normal, ella no había advertido nada raro en él. Aunque salió con el móvil, ella no había visto necesidad de llamarle y, a media noche, se había acostado, pero al no verle por la mañana comenzó a preocuparse, aunque decidió esperar un par de horas por si se producía alguna explicación racional… que se hubiera quedado a dormir en otro sitio, por ejemplo.
– ¿Sucedía eso a menudo? -preguntó Silvers.
– Lo había hecho un par de veces.
– ¿Y dónde se quedaba a dormir?
– En casa de su madre o en el sofá en la casa de algún amigo.
Silvers no era de los que ponían mucho esfuerzo en nada. Era difícil imaginársele impacientándose, y los interrogatorios se los tomaba con la misma calma.
Una tranquilidad que inquietaba al interrogado.
El ayudante de prensa de Grieve era un joven llamado Hamish Hall cuyo interrogatorio corrió a cargo de Linford. Cuando lo recordaba, Linford no tenía más remedio que reconocer que había sido derrota técnica. Hall, con su traje impecable y su rostro despejado e inteligente, le había disparado a bocajarro las respuestas, como desdeñando sus preguntas. Linford le lanzaba otra pregunta, arrastrado por su juego, sin iniciativa propia.
– ¿Cómo se llevaba con el señor Grieve?
– Bien.
– ¿Nunca tuvo problemas?
– Nunca.
– ¿Y la señorita Banks?
– ¿Me pregunta cómo me llevaba con ella o cómo se llevaba ella con Roddy? -replicó Hall haciendo brillar la montura cromada de sus gafas redondas.
– Pues las dos cosas.
– Bien.
– ¿Cómo?
– Es la respuesta a las dos preguntas: nos llevábamos bien.
– De acuerdo.
Y así prosiguió el interrogatorio, como un fuego cruzado de ametralladora. Los antecedentes de Hall eran: miembro del partido y hombre decidido, con una licenciatura en económicas, y en su discurso se notaba que la economía era su fuerte.
– Eso de ayudante de prensa… ¿es algo así como… psiquiatra?
– Eso es un golpe bajo, inspector Linford -replicó el joven torciendo el gesto.
– ¿Quién más formaba el equipo del señor Grieve? Supongo que habría voluntarios locales…
– Todavía no. La campaña electoral propiamente dicha no empieza hasta abril y es cuando necesitaremos ayuda.
– ¿Tienen previsto recurrir a alguien en concreto?
– Eso no es de mi competencia. Pregunte a Jo.
– ¿Jo?
– Josephine Banks, su secretaria electoral. La llamamos Jo -añadió consultando el reloj y lanzando un suspiro.
– ¿Qué piensa hacer ahora, señor Hall?
– ¿Al salir de aquí?
– Ahora que ha muerto quien le daba empleo.
– Encontrar otro -respondió con una sonrisa sincera-. No será difícil.
Linford se imaginó a Hall al cabo de unos años, acompañando a otro dignatario, quizá un primer ministro, y soplándole frases que el parlamentario repetiría en voz alta segundos después. Siempre en la brecha y cerca del poder.
Cuando se levantaron, Linford le dio la mano amistosamente y le obsequió con una sonrisa al tiempo que le invitaba a un té o a un café.
– De verdad que se lo agradezco… pero es que tengo que… Que usted lo pase bien.
Quién sabe si dentro de cinco o diez años…
– No puede ser.
Ellen Wylie miraba el interior oscuro de uno de los cuartos de interrogatorio de la planta baja, casi lleno de trastos rotos y muebles estropeados; sillas sin ruedas y máquinas de escribir antiguas.
– Se usa de almacén, como puede ver.
Ella se volvió hacia el sargento del mostrador que les había abierto la puerta.
– Cómo iba yo a pensar… -balbució.
– ¿Dónde vamos a meter todo esto? -dijo Grant Hood.
– Tal vez puedan apañarse así -dijo el hombre.
– Estamos trabajando en un caso de homicidio -replicó Wylie entre dientes y volvió a mirar el cuarto antes de volverse hacia su compañero-. Fíjate cómo nos tratan, Grant.
– Bueno, en sus manos lo dejo -dijo el sargento sacando la llave de la cerradura y entregándosela a Hood-. Que lo pasen bien.
Hood le vio alejarse y agitó la llave delante de los ojos de Wylie.
– Es todo suyo -dijo.
– ¿No podríamos quejarnos a la dirección? -añadió Wylie dando una patada a un sillón de escritorio del que se desprendió un brazo.
– Bueno, ya sé que el folleto ponía con vistas al mar -comentó su compañero-, pero con un poco de suerte no estaremos mucho aquí.
– Esos cabrones de arriba tienen máquina de café -dijo Wylie-. ¿Pero qué digo? -exclamó-. ¡Si no hay ni teléfono!
– Efectivamente -añadió Hood-, pero como ves tenemos el monopolio del mercado de máquinas de escribir eléctricas.
Siobhan Clarke se empeñó en ir a un sitio elegante a tomar la copa y Derek Linford se hizo cargo al explicarle ella el día que había tenido y las dos últimas horas de interrogatorio a mendigos.
– Es duro, sí-dijo-. Pero te encuentras bien, ¿no? -ella le miró-. Quiero decir que no te han mordido.
– No, sólo que… -echó hacia atrás la cabeza para contemplar el magnífico techo del Dome Bar-Grill como si buscara en él el resto de la frase-. No, la mayoría ni siquiera olían mal, pero la historia de sus vidas…
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Linford, que intentaba desalojar del borde del vaso la raja de lima con el palito de cóctel.
– Me refiero a la tragedia de sus vidas, llenas de fracasos y adversidades que les indujo a hacerse mendigos. Nadie nace mendigo, que yo sepa.
– Te entiendo, pero la mayoría de ellos no tendrían por qué vivir así. La culpa es del sistema de asistencia social -ella le miró sin que él lo advirtiera-. Yo nunca les doy limosna; para mí es como un principio. Seguro que habrá quienes se saquen en una semana más de lo que ganamos nosotros. Mendigando en Princes Street puedes sacar doscientas libras al día -añadió asintiendo repetidamente con la cabeza-. ¿Qué? -preguntó al ver la cara que ponía ella.
Siobhan miró su consumición, un gin-tonic con zumo de lima y soda.
– Nada -dijo.
– ¿Es por lo que he dicho?
– Tal vez sea…
– ¿Qué has tenido un día agitado…?
– Iba a decir que tal vez sea por cómo lo planteas -exclamó ella frunciendo el entrecejo.
Permanecieron un rato en silencio después de aquello, pero no llamaban la atención porque era la hora del cóctel y estaba lleno de empleados de George Street: trajes oscuros y medias oscuras a juego. Todos los grupitos estaban enfrascados en sus cotilleos. Clarke dio un sorbo largo. Siempre ponían poca ginebra; aunque pidieras una doble no estaba fuerte. Ella en su casa se echaba ginebra y tónica mitad y mitad con mucho hielo y una buena raja de limón y no aquello que parecía un papel de fumar.
– Te cambia el acento -dijo al fin Linford-. La modulación se adapta a las circunstancias. Es un buen truco.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que tienes acento inglés, ¿no? Pero cuando estás con alguien, en la comisaría por ejemplo, le das entonación escocesa.
Era cierto y ella lo sabía. Incluso en el colegio y en la universidad siempre había tenido dotes para la imitación, consciente de que lo hacía por adaptarse al interlocutor independientemente del grupo social a que perteneciera. En aquel tiempo sí que se daba cuenta de que cambiaba al hablar, pero ahora no. Lo que ella se preguntaba era a qué se debería el cambio: ¿Simple adaptación? ¿Tan desesperada estaba por su condición de soltera?
¿Sería eso?
– ¿Dónde naciste?
– En Liverpool -contestó-. Mis padres eran profesores universitarios y una semana después de nacer yo se mudaron a Edimburgo.
– ¿A mediados de los setenta?
– A finales de los sesenta; los halagos de poco te van a servir -añadió sin escatimar una sonrisa-. Pero aquí no estuvimos más que dos años antes de ir a Nottingham, donde hice casi todos los estudios, que terminé en Londres.
– ¿Tus padres viven allí?
– Sí.
– ¿Profesores universitarios, eh? ¿Y qué piensan de ti?
Era una pregunta de rigor, pero no tenía bastante confianza en él para contestarla. Del mismo modo que había dejado que la gente creyera que su piso de la nueva ciudad era de alquiler; cuando lo vendió para comprarse otro más pequeño, devolvió el dinero a sus padres, y nunca les explicó por qué, ni tampoco ellos se lo preguntaron más de una vez.
– Volví aquí para ir a la universidad -dijo- y me sedujo Edimburgo.
– ¿Para elegir una carrera en la que siempre vemos los trapos sucios?
Optó igualmente por no contestarle.
– O sea que eres una colonizadora… una nueva escocesa. Creo que es así como os llaman los nacionalistas. Supongo que votarás al PNE, ¿no?
– Ah, ¿tú eres del PNE?
– No -respondió él echándose a reír-, es que pensaba que tú sí lo eras.
– Es una manera un poco enrevesada de averiguarlo.
Linford se encogió de hombros y apuró su bebida.
– ¿Tomas otra? -preguntó.
Ella seguía estudiándole y de pronto se sintió agobiada. Comenzaban a marcharse a casa los empleados de las otras mesas tras tomarse sus copas. ¿Por qué haría eso la gente? Podían beber tranquilos en su casa, con las piernas estiradas delante de la tele, pero preferían ir cerca de la oficina y tomárselas allí con los compañeros de trabajo. ¿Tanto les costaba desconectar? ¿O es que la casa no era más que un refugio y necesitaban armarse de valor con una copa antes de volver a él y enfrentarse a la rutina cotidiana? ¿Era eso lo que hacía ella en aquel momento?
– Tengo que marcharme -dijo de pronto.
La chaqueta estaba en el respaldo de la silla. No hacía mucho habían apuñalado a uno en la calle frente a aquel local y ella se había encargado del caso. Otro acto de violencia y otra vida perdida.
– ¿Vas a alguna parte? -preguntó él ansioso y nervioso como un niño ignorante y veleidoso.
¿Qué podía decirle? ¿Que se iba a casa a poner un disco de Belle y Sebastian, a tomarse otro gin-tonic y acabar una novela de Isla Dewar? Era muy poco aceptable para cualquier hombre.
– ¿De qué te ríes?
– De nada -le contestó.
– De algo será.
– Las mujeres tenemos nuestros secretos, Derek -ya se había puesto la chaqueta y se apretó la bufanda.
– Había pensado ir a comer algo para acabar la velada -espetó él.
– No, Derek -replicó ella mirándole y esperando que por el tono comprendiera que quería decir nunca más. Echó a andar.
Él se ofreció a acompañarla a casa pero ella rehusó. Linford preguntó si quería que pidiera un taxi, pero Siobhan vivía a tiro de piedra. No eran ni las siete y media. Linford se vio solo y de repente el ruido del local le pareció inaguantable; la cabeza le estallaba. Voces, risas, tintineo de vasos. Ella no le había preguntado nada sobre su jornada de trabajo, ni había hablado mucho salvo para responder a sus preguntas. Vio la bebida del vaso de un amarillo falso, como de caramelo. Era un líquido pegajoso y amargo que le escocía las encías; fue a la barra, pidió un whisky, sin agua. Y cuando miró al local vio que otra pareja se había sentado en su mesa. Bueno, daba igual. En la barra no llamaba mucho la atención; podía ser un oficinista más de un grupo cualquiera, pero no lo era, y él lo sabía. Era un intruso, lo mismo que en Saint Leonard. Cuando uno se consagra al trabajo como hacía él, el resultado era que ganas ascensos pero no haces amistad con nadie y la gente pasa a tu lado rápido por recelo o por envidia. El jefe le había llevado a un aparte después del recorrido por Saint Leonard.
– Está haciendo un buen trabajo, Derek. Siga así. ¿Quién sabe si dentro de unos años al mirar en retrospectiva recordará que este caso fue el que le dio un nombre?
El jefe le había dado unos golpecitos en el brazo acompañándolo de un guiño.
– Sí, señor, gracias.
Pero después, cuando ya se marchaba, se volvió hacia él para añadir la posdata:
– Derek, hombres de familia es lo que debe ver en nosotros la gente. Personas dignas de respeto por ser como ellos.
«Hombres de familia.» Quería decir esposa e hijos. Linford fue corriendo al teléfono a llamar a Siobhan al móvil.
A la mierda. Abandonó el local saludando con una inclinación de cabeza al portero, que no lo conocía. Afuera soplaba un viento rasante y la noche le acosaba, le mordía. Le dolieron los pulmones al respirar. Un giro a la izquierda y estaría en casa en diez minutos. Doblando a la izquierda iría camino de casa.
Dobló a la derecha en dirección a Queen Street al principio de Leith Walk. En Broughton Street estaba el bar Barony, un local con buena cerveza y anticuado que a él le gustaba, pero en un lugar así no se queda uno mucho rato a beber a solas.
Después no tardó ni dos minutos en dar con la casa de Siobhan. Las direcciones no eran problema en el DIC. Nada más conocerla, al día siguiente buscó su ficha. Vivía en una casa victoriana adosada de cuatro plantas de una calle tranquila. En el segundo izquierda. Entró en la casa de delante que tenía el portal abierto, subió las escaleras hasta el descansillo entre el segundo y el tercero en donde había una ventana que daba a la calle y a los pisos de enfrente. Había luz en las ventanas y no estaban echadas las cortinas. Sí, allí estaba; la vio esporádicamente cruzar el cuarto con algo en la mano que leía: ¿un disco compacto? No se distinguía desde tan lejos. Se abrigó con la chaqueta. Sólo hacía unos grados sobre cero y por la claraboya rota entraban ráfagas de viento.
Pero siguió mirando.
– ¿Cuándo nos van a entregar el cadáver?
– No sabría decirle.
– Es horroroso tener un familiar muerto y no poder enterrarle.
Rebus asintió con la cabeza. Estaban en la sala de visitas de la casa de Ravelston. Tenía a Derek Linford a su lado en el sofá. Alicia Grieve, en un sillón frente a ellos, parecía más pequeña y frágil. Su nuera, Seona Grieve, que acaba de hablar, se había sentado en el brazo del sillón y vestía de luto, mientras que la anciana llevaba un vestido floreado, cuyo vivo colorido contrastaba con su rostro ceniciento. A Rebus le parecía que tenía piel de elefante por el modo en que le colgaban las numerosas arrugas de la cara y el cuello.
– Señora Grieve, tiene que comprender -dijo Linford con voz melosa- que en un caso como éste hay que retener el cadáver, ya que los patólogos pueden…
Alicia Grieve se dispuso a levantarse del sillón.
– ¡Ya está bien! -chilló-. No pienso seguir escuchándoles. Váyanse.
Seona Grieve la ayudó a incorporarse.
– Está bien, Alicia. Yo hablaré con ellos. ¿Quiere subir arriba?
– Al jardín. Me voy al jardín.
– Tenga cuidado, no vaya a resbalar.
– ¡No soy una inválida, Seona!
– Claro que no. Sólo quería decirle…
Pero la anciana se dirigió a la puerta sin escuchar ni volver la vista atrás; la cerró al salir y oyeron sus pasos alejándose.
Seona se sentó en el sillón que acababa de dejar su suegra.
– Lo lamento.
– No tiene por qué disculparse -dijo Linford.
– Pero tendremos que hablar con ella -advirtió Rebus.
– ¿Es absolutamente necesario?
– Me temo que sí.
No podía decirle que era porque tal vez su marido le había hecho confidencias a su madre y ella sabía cosas que no conocían.
– ¿Y usted, señora Grieve? -preguntó Linford-¿Cómo se encuentra?
– Como borracha -dijo Seona Grieve con un suspiro.
– Bueno, muchas veces una copita…
– Quiere decir -le interrumpió Rebus- que ha sufrido un duro golpe.
Linford asintió con la cabeza como si él no hubiera dicho una tontería.
– Por cierto -dijo Rebus-, ¿alguien de la familia tiene problemas con el alcohol?
– ¿Se refiere a Lorna? -replicó Seona mirándole.
Rebus guardó silencio.
– Roddy no bebía mucho -prosiguió ella-. Tomaba un vaso de vino de vez en cuando y quizá algún whisky antes de cenar. Cammo… Bueno, a Cammo, no conociéndole, no se le nota que bebe. No se le traba la lengua ni se arranca a cantar.
– Entonces, ¿en qué se le nota?
– En su cambio de actitud, por leve que sea -respondió ella mirándose el regazo-. Digamos que su sentido moral se ofusca.
– ¿Acaso en alguna ocasión…?
– Lo intentó un par de veces -respondió ella mirando a Rebus.
Linford, que no captaba de qué hablaban, miró a Rebus, y Seona Grieve resopló al advertirlo.
– No se haga ilusiones, inspector Linford -dijo.
– ¿A qué se refiere? -replicó él encogiéndose.
– No estamos ante un crimen pasional en el que Cammo matase a Roddy para conseguirme -dijo ella negando con la cabeza.
– ¿Estamos siendo demasiado simplistas, señora Grieve?
Ella consideró la cuestión un instante, pero Rebus le planteó otra pregunta.
– ¿Dice usted que su marido no bebía mucho y que, sin embargo, salió a tomar copas con unos amigos?
– Sí.
– ¿Pasaba él a veces la noche fuera de casa?
– ¿Qué insinúa?
– El caso es que no hemos podido localizar a nadie que saliera a tomar copas con él la noche en que murió.
Linford consultó su bloc.
– De momento, sólo hemos averiguado que en un bar del sector oeste creen que estuvo a primera hora de la noche bebiendo a solas.
Seona Grieve no alegó nada al comentario y Rebus se inclinó en el asiento.
– ¿Alasdair bebía? -preguntó.
– ¿Alasdair? ¿Qué tiene él que ver con esto? -replicó sorprendida.
– ¿Tiene idea de dónde puede estar?
– ¿Por qué?
– Me pregunto si se habrá enterado de la muerte de su esposo, porque supongo que querrá acudir al entierro.
– No ha llamado… -dijo ella, pensativa de nuevo-. Alicia le echa de menos.
– ¿Nunca se pone en contacto con ustedes?
– Envía una postal de vez en cuando y en el cumpleaños de Alicia nunca deja de hacerlo.
– ¿Pone remite?
– No.
– ¿De dónde son los sellos?
– De muchos sitios, sobre todo del extranjero -contestó ella encogiéndose de hombros.
Rebus advirtió algo en el modo de decirlo que le impulsó a preguntar:
– ¿Algo más?
– Pues… yo creo que las echa al correo otra persona, amigos que están de viaje.
– ¿Por qué cree usted que hace eso?
– Para que no se sepa dónde está.
Rebus se inclinó un poco más para reducir la distancia con la viuda.
– ¿Qué es lo que sucedió? ¿Por qué se marchó?
– Es una historia de antes de que yo formara parte de la familia -respondió ella encogiéndose de hombros-, cuando Roddy estaba casado con Billie.
– ¿Ya se había roto el matrimonio cuando usted conoció al señor Grieve? -preguntó Linford.
– ¿Qué trata de insinuar? -replicó ella entornando los ojos.
– Volviendo a Alasdair -dijo Rebus con tono tajante tratando de disuadir a Linford de hacer más preguntas-, ¿no tiene usted alguna idea de por qué se fue?
– Roddy me hablaba de él de vez en cuando, generalmente cuando llegaba alguna postal.
– ¿Dirigida a él?
– No, a Alicia.
Rebus miró a su alrededor pero vio que habían retirado las tarjetas de felicitación de Alicia Grieve.
– ¿Envió una este año?
– Siempre llegan con una semana o dos de retraso -respondió ella mirando hacia la puerta-. Pobre Alicia, ella piensa que yo estoy aquí por aislarme.
– ¿Cuando en realidad está aquí para cuidarla?
– No exactamente -respondió ella negando con la cabeza-, pero sí que me preocupa porque la veo cada vez más delicada. Esta es la única habitación prácticamente que queda habitable; el resto lo tiene lleno de revistas y periódicos viejos… No deja que se tire nada, y a medida que las habitaciones se llenan de porquería ella se retira a otra. Supongo que sucederá lo mismo con esta sala.
– ¿Por qué no hacen algo sus hijos? -preguntó Linford.
– No lo consiente. Ni siquiera acepta tener una asistenta. «Todo está en un sitio por algún motivo», dice.
– Tal vez tenga razón -comentó Rebus. Todo está en un sitio: el cadáver en la chimenea, Roddy Grieve en el cenador. Tenían que averiguar el motivo, precisamente lo que ignoraban-. ¿Todavía pinta? -preguntó.
– Pintar no; se entretiene con los pinceles. Tiene el estudio al fondo del jardín; allí debe de haber ido -dijo Seona consultando el reloj-. Dios, y yo sin comprar…
– ¿Conocía usted los rumores sobre su marido y Josephine Banks?
Era Linford quien había hecho la pregunta. Rebus se volvió furioso hacia él, pero Linford no apartaba los ojos de la viuda.
– Recibí una carta -dijo ella tapándose el reloj con la manga de la blusa, adoptando una actitud a la defensiva.
– ¿Confiaba usted en su marido?
– Totalmente. Yo sé lo que es la política.
– ¿Tiene usted idea de quién le envió la carta?
– No; la tiré a la papelera. Mi marido y yo pensamos que era lo mejor.
– ¿Cómo reaccionó la señorita Banks?
– Pensó en contratar a un detective, pero nosotros la disuadimos porque eso habría sido como reconocer los hechos y entrar en su juego.
– ¿Qué juego?
– El de quien pretendía propagar el rumor.
– ¿Está segura de que era un hombre?
– Es cuestión de simple cálculo de probabilidades, inspector Linford. La mayoría de los políticos son hombres. Es lamentable, pero es así.
– He observado -replicó Rebus- que competían dos candidatas para el nombramiento con su esposo.
– A causa de la política del Partido Laborista.
– ¿A los otros candidatos los conoce?
– Naturalmente, inspector. En el partido somos una gran familia feliz.
Rebus sonrió, tal como ella esperaba.
– Tengo entendido que a Archie Ure no le hizo gracia el resultado.
– Bueno, Archie lleva metido en política muchísimo más tiempo que Roddy y pensó que era un derecho suyo hereditario.
La misma palabra que había utilizado Josephine Banks.
– ¿Y las dos últimas de la lista?
– Son jóvenes e inteligentes… Algún día conseguirán lo que quieren.
– Entonces, ¿que sucederá ahora, señora Grieve?
– ¿Ahora? -repitió ella mirando el dibujo de la alfombra-. Archie Ure era el segundo de la lista, supongo que saldrán con él -miraba la alfombra como si hubiera en ella algún mensaje impreso.
Linford carraspeó y se volvió hacia Rebus para darle a entender que él daba por concluido el interrogatorio. Rebus trató de encontrar alguna última pregunta brillante pero no dio con ella.
– Devuélvanme a mi esposo -dijo Seona Grieve acompañándolos al vestíbulo.
Alicia estaba al pie de la escalera con una taza de porcelana en la mano mojando un trozo de pan que se deshacía.
– Quería tomar algo -dijo a su nuera-, y ya no sé por qué.
Cuando se marcharon, la viuda de Roddy Grieve subió las escaleras con la anciana como si llevara un niño a la cama.
Al llegar al coche Rebus dijo:
– Tú márchate.
– ¿Cómo?
– Yo voy a quedarme a hacer de buen samaritano.
– ¿De canguro? -preguntó Linford encendiendo el motor-. Tengo la impresión de que no me cuentas toda la historia.
– Voy a ver si, de paso, puedo hablar con la vieja.
– No me digas que quieres ligártela.
– No todos tenemos jovencitas persiguiéndonos con la lengua fuera -replicó Rebus con un guiño.
La expresión de Linford cambió radicalmente. Metió la marcha y arrancó sin decir palabra.
«Muy bien, Siobhan, bravo por darle calabazas», pensó Rebus sonriendo.
Volvió sobre sus pasos por el camino de entrada, llamó al timbre y dijo a Seona Grieve que podía quedarse veinte minutos si quería salir a comprar. Ella no acababa de decidirse.
– Simplemente me hace falta pan y leche, inspector. Seguramente me las apañaré hasta que…
– Bueno, ya que estoy aquí y mi chófer se ha marchado… -replicó Rebus haciendo un gesto hacia el camino vacío-. Además, con las ganas con que la señora Grieve come pan…
Se acomodó en la sala de estar y ella le dijo que se hiciera té o café si no lo tomaba con leche.
– Pero le advierto que la cocina está manga por hombro -añadió.
– No, muchas gracias -dijo Rebus cogiendo un suplemento dominical atrasado.
Oyó cerrarse la puerta sin que Seona Grieve hubiese prevenido a su suegra, dado que simplemente iba a una tienda cercana y no tardaría mucho. Rebus aguardó un par de minutos y subió la escalera. Alicia Grieve estaba en la puerta de su dormitorio y se había puesto una bata sobre el vestido.
– Oh, pensé que se había marchado alguien -dijo.
– Tiene usted muy buen oído, señora Grieve. Era su nuera, que ha salido un momento a comprar.
– ¿Y usted cómo sigue aquí? -replicó ella mirándole a la cara-. ¿Usted no es el policía?
– Eso es.
La anciana pasó a su lado arrastrando los pies y apoyándose en la pared.
– Busco algo que me falta en el dormitorio -dijo.
Rebus miró al cuarto por la puerta abierta. Era caótico. Vio ropa encima de las sillas y en el suelo, además de la que se salía del armario y de los cajones de la cómoda; y, apoyados contra la pared, montones de libros, revistas y cuadros. Encima de la ventana, en el techo, advirtió una mancha grande de humedad.
La anciana abrió la puerta de otro cuarto cuya alfombra, de tanto pisarla, era de un gris uniforme sin dibujo. Rebus entró tras ella. ¿Era un cuarto de estar? ¿Un despacho? A saber. Estaba lleno de cajas de cartón con recuerdos y cachivaches: cartas antiguas, algunas aún sin abrir, y álbumes de fotos, algunas de ellas tiradas por el suelo. Además de revistas, más periódicos y más cuadros. En un rincón había un maniquí de pelucas, su lona amarilla estaba remendada y se desmenuzaba; juegos y juguetes antiguos; una colección de espejos en una pared; debajo de una silla, una muñeca con blusa y falda escocesa, sin cabeza. Rebus la cogió y vio la cabeza dentro de una caja de galletas junto con fichas de dominó, naipes y carretes de hilo vacíos. Se la insertó y la muñeca le miró indiferente con sus ojos azules.
– ¿Qué está usted buscando? -preguntó.
– ¿Qué hace con la muñeca de Lorna? -dijo la anciana al volverse.
– Se le había caído la cabeza y yo…
– No, no, no -dijo ella arrebatándosela-. No se le cayó la cabeza, fue la señorita quien se la arrancó -añadió volviendo a descabezarla-. Fue así como nos dio a entender que había dejado de ser niña.
– ¿Qué edad tenía entonces? -preguntó Rebus con una sonrisa.
– Veinticinco o veintiséis años -respondió la anciana sin prestarle mucha atención, enfrascada en su búsqueda.
– ¿Qué le pareció a usted su decisión de hacerse modelo?
– Yo siempre he apoyado a mis hijos.
Sonaba a frase hecha destinada a periodistas y curiosos.
– ¿Y Cammo y Roddy? ¿Se dedicaba usted a la política, señora Grieve?
– De joven, sí. Dentro del Partido Laborista sobre todo. Allan era liberal y discutíamos mucho…
– Pero tiene usted un hijo conservador.
– Ah, Cammo siempre ha sido muy suyo.
– ¿Y Roddy?
– Roddy tendría que librarse de la sombra de su hermano. Si viera cómo anda siempre tras él: observándole, estudiándole… Pero Cammo tiene sus amiguitos. A esta edad, los niños pueden ser crueles, ¿verdad?
La anciana desbarraba, perdida en las fechas.
– Ahora son mayores, Alicia.
– Para mí siempre serán niños -replicó al tiempo que sacaba de una caja unos prismáticos, un tarro de mermelada y un banderín de fútbol, examinándolo todo como si fuera a darle una pista.
– ¿Tiene usted mucha intimidad con Roddy?
– Roddy es un cielo.
– ¿Habla con usted? ¿Le cuenta sus problemas?
– El… -dejó la frase en el aire, aturdida-. Ha muerto, ¿verdad? -Rebus asintió con la cabeza-. Ya se lo tenía yo bien advertido que no saltara verjas. Es peligroso.
– ¿Ya antes saltaba verjas?
– Ah, sí. Para atajar, camino de la escuela.
Rebus metió las manos en los bolsillos mientras la anciana comenzaba a divagar.
– En los cincuenta tuve escarceos con los nacionalistas. Eran gente rara, no sé si lo seguirán siendo. Vestían falda escocesa, hablaban gaélico y eran unos resentidos. Pero hacíamos buenas fiestas, con mucho baile de… Espadas y Escudos…
– He oído hablar de ellos -dijo Rebus frunciendo el entrecejo-. ¿No era una escisión de los nacionalistas?
– Yo no estuve mucho tiempo. En aquella época se hacían muy pocas cosas; se proponía algo, nos íbamos a tomar unas copas y ahí quedaba todo.
– ¿Conoció a Matthew Vanderhyde?
– Oh, sí, ¿quién no conocía a Matthew? ¿Vive todavía?
– Yo le veo de vez en cuando. Quizá no tanto como debería.
– Matthew y Allan discutían siempre de política con Chris Grieve… -hizo una pausa-. ¿Sabe que no somos parientes? -Rebus asintió con la cabeza recordando el poema enmarcado del vestíbulo-. Allan quería hacer un retrato de Chris, pero él era incapaz de estarse quieto sentado; no paraba de gesticular hablando -añadió haciendo una imitación a su manera con el tarro de mermelada en una mano y un rollo de papel navideño en la otra-. Edwin Muir era un buen contrincante, y estaba también mi querida Naomi Mitchison. ¿Conoce su obra?
Rebus guardó silencio por no deshacer el encanto.
– Y los pintores… Gillies, McTaggart, Maxwell -dijo sonriendo-. Siempre saltaban chispas. El Festival nos venía muy bien porque atraía público a las galerías. Nos llamábamos la Escuela de Edimburgo. Entonces el país era muy distinto, ¿sabe? Vivíamos entre una guerra y la amenaza de otra y era problemático criar a los hijos con la bomba atómica como perspectiva. Creo que eso repercutió en mi trabajo.
– ¿A sus hijos les interesaba la pintura?
– Lorna hizo sus pinitos, y tal vez continúe; pero los chicos no. Cammo siempre andaba rodeado de amigotes, una especie de guardia pretoriana, mientras que a Roddy le gustaba la compañía de los mayores, y era en todo momento un chico muy educado y dispuesto a escuchar.
– ¿Y Alasdair?
La anciana ladeó la cabeza.
– Alasdair era una pesadilla para un pintor, tenía una expresión angelical difícil de captar. Yo nunca pude. Se notaba que era un chico que siempre tramaba algo, pero no se le tenía en cuenta por ser Alasdair, ¿entiende?
– Creo que sí. -Rebus conocía malhechores con ese carácter, encantadores y descarados pero siempre a la suya-. ¿Sigue en contacto con ustedes?
– Ah, claro.
– ¿Por qué se marchó de casa?
– En casa no vivía realmente. El tenía un piso cerca de Cannongate. Cuando se fue supimos que era de alquiler y que no tenía casi muebles suyos. Se marchó con una maleta de ropa y unos pocos libros.
– ¿No alegó ningún motivo?
– No, únicamente telefoneó desde muy lejos para decirme que seguiría en contacto con nosotros.
Rebus oyó abrir y cerrarse la puerta de entrada y una voz que decía: «Ya estoy aquí».
– Tengo que irme -dijo.
– No sé dónde estará eso -dijo Alicia Grieve hablando sola y guardando el tarro de mermelada en la caja-. Dios mío, si supiera dónde está…
Al bajar Rebus coincidió con Seona Grieve a mitad de la escalera.
– ¿Todo bien? -le preguntó ella.
– Todo bien, pero la señora Grieve ha perdido algo.
– Inspector -dijo ella mirando hacia arriba-, lo ha perdido prácticamente todo. Lo que sucede es que aún no se ha dado cuenta…
Era una oficina como cualquier otra.
Grant Hood y Ellen Wylie cruzaron una mirada. Esperaban que fuera un almacén de materiales de construcción con barro, bloques y un pastor alemán ladrador encadenado, y Wylie había metido incluso en el coche unas botas de goma, pero se encontraron con que Construcciones Kirkwall estaba en el tercer piso de un bloque de oficinas de los años sesenta en Leith Walk. Wylie preguntó a Hood si después podían dar un salto a Valvona y Crolla y él le dijo que sin ningún problema pero que era un sitio bastante caro.
– La calidad se paga -contestó ella como si enunciara un eslogan publicitario.
Estaban recorriendo empresas constructoras de Edimburgo, comenzando por las más antiguas e importantes. Telefoneaban primero, preguntaban si había alguien que pudiera informarles y pasaban después a hacer una visita.
– Tal vez tenga razón Rebus en llamarnos el «equipo de arqueólogos». Nunca me había parado a pensarlo.
– Veinte años no es nada prehistórico.
Hood notaba que la conversación era fluida entre ellos dos, sin que se produjeran silencios embarazosos ni titubeos. Su única desavenencia era si aquel caso tenía solución o no.
– Deberíamos estar indagando en el caso Grieve, que es famoso -dijo Wylie.
– Pero si logramos resultados en éste, estará muy bien porque es nuestro exclusivamente, ¿no crees?
– Me apostaría algo a que si descubrimos algo nos apartan de él. Nosotros, Grant, somos simples agentes, lo último en la jerarquía y no van a darnos una medalla.
– ¿Te gusta el fútbol?
– Podría ser.
– ¿De qué equipo eres?
– Dilo tú primero.
– Yo del Rangers de toda la vida. ¿Y tú?
– Del Celtic -sonrió.
Soltaron la carcajada.
– ¿No dicen eso de que los contrarios se atraen? -añadió Wylie.
Aquel comentario no se le iba a Grant Hood de la cabeza mientras esperaban en la empresa constructora: «Los contrarios se atraen».
Peter Kirkwall, de Construcciones Kirkwall, tendría algo más de treinta años y vestía un impecable traje de raya diplomática. No cabía imaginárselo con una pala en sus suaves manos, pero en una serie de fotos que había en las paredes del despacho aparecía en ropa de trabajo.
– En esa primera -dijo guiándoles como si estuvieran en una exposición-, tenía yo diecisiete años y ésa era la hormigonera del almacén de mi padre.
El padre era Jack Kirkwall, fundador de la empresa en los años cincuenta, también presente en las fotos, pero el protagonista era Peter: Peter construyendo un muro de ladrillos durante las vacaciones de la universidad, con los planos de un edificio de oficinas de Edimburgo, su primer proyecto en Kirkwall, Peter con unos dignatarios, Peter al volante de un Mercedes CLK, y, finalmente, en el día de la jubilación de Jack Kirkwall.
– Si quieren información de primera mano -dijo arrellanándose en el sillón para quitárselos de encima- tendrán que hablar con papá -hizo una pausa-. ¿Quieren un café? ¿Un té?
Pareció complacerle que rehusaran y le dejaran con sus numerosas ocupaciones.
– Le agradecemos que se haya molestado -dijo Wylie sin pretender halagarle-. Parece que el negocio va bien.
– Fenomenal. Figúrense, con las obras en Holyrood y la circunvalación oeste, Gyle, Wester Hailes y ahora los proyectos en Granton… -movió la cabeza negando-. No damos abasto. Cada semana concursamos a alguna obra -comentó con un gesto hacia la mesa de la sala de reuniones en la que había unos planos-. ¿Saben como empezó mi padre? Construía garajes y hacía ampliaciones. En este momento quizá obtengamos parte de un buen pastel, las instalaciones portuarias de Londres -añadió frotándose las manos con una fruición que a Hood le pareció auténtico júbilo.
– ¿Su empresa trabajó en los años setenta en Queensberry House? -preguntó Wylie haciéndole volver a la realidad.
– Sí, disculpen. Es que cuando me embalo no sé parar -dijo con un carraspeo, recuperando la compostura-. He buscado en los archivos -añadió abriendo un cajón. Sacó un viejo libro de registro, unos cuadernos y un fichero-. A finales del setenta y ocho fuimos una de las empresas que hicieron las obras de rehabilitación del hospital. No yo, claro, todavía estaba en el colegio. ¿Dicen que ha aparecido un esqueleto?
– La última sala del sótano era la primitiva cocina -dijo Hood tendiéndole una fotografía de las dos chimeneas.
– ¿Ahí fue donde apareció?
– Calculamos que debieron de tapiarlo hará unos veinte años -añadió Wylie con soltura en su papel de parlan-china-. Lo que vendría a coincidir con la fecha de las obras de rehabilitación.
– Bien, le encargué a mi secretaria que escarbara cuanto pudiera -dijo con una sonrisa dándoles a entender que era una gracia deliberada.
A juicio de Wylie, Kirkwall, con su camisa a rayas, gafas ovaladas y pelo negro bien peinado, debía de pretender dar una imagen refinada. Pero había algo incómodo y mal definido en él. Ella conocía futbolistas que habían acabado convertidos en presentadores de televisión perfectamente vestidos, pero no daban la talla.
– No es mucho, me temo -dijo Kirkwall abriendo otro cajón y sacando un plano que desenrolló para darle la vuelta hacia ellos, y sujetó las esquinas con trozos de piedra pulimentada-. Recojo una piedra en todas las obras que hacemos y la mando pulir y barnizar. Esto es Queensberry House -añadió-. Las zonas en azul son en las que nosotros hicimos obras. Más estas líneas rojas.
– Parecen de trabajos externos.
– Exacto. Se trata de canalones, grietas en los muros y este cenador que tuvimos que hacer nuevo. En las obras públicas, a veces se amplían los contratos.
– No debieron de untar suficientes manos en el ayuntamiento -musitó Hood.
Kirkwall le fulminó con la mirada.
– ¿Así que la obra interior la hizo otra empresa? -preguntó Wylie examinando el plano.
– Empresa o empresas. No sabría decirles. Ya les he advertido que tendrán que hablar con mi padre.
Pero antes fueron a Valvona, donde Wylie hizo sus compras y luego le propuso a Hood comer algo allí. El consultó el reloj con gesto aparatoso.
– Venga -dijo ella-. Allí hay una mesa libre y por experiencia de otras veces, creo que es un signo propicio.
Comieron ensalada y una pizza compartiendo una botella de agua mineral. En el resto de las mesas otras parejas hacían lo mismo y Hood sonrió.
– Aquí pasamos inadvertidos -dijo.
Sí; ella sabía perfectamente que siendo poli y teniendo alrededor a gente que conoce a los polis, siempre recelas de que te puedan descubrir y acabas creyendo que es un don especial de la gente.
– ¿Te choca comprobar que no eres un leproso social?
– Más me choca comprobar que puedo dejar algo en el plato -replicó Hood mirando los restos de comida.
Después fueron a la casa que Jack Kirkwall se había construido para el retiro. Estaba en el campo, en el límite de Queensferry sur y al fondo se divisaban los dos puentes. Era una vivienda geométrica con ventanas altas y alargadas y Wylie comentó que parecía una catedral a pequeña escala.
Jack Kirkwall les recibió amablemente e insistió en que saludasen de su parte a John Rebus.
– ¿Conoce al inspector Rebus? -preguntó Wylie.
– En cierta ocasión me hizo un favor -respondió Kirkwall conteniendo la risa.
– Pues quizá pueda usted devolvérselo -dijo Hood-. Si no le falla la memoria.
– La bola la tengo perfectamente -gruñó Kirkwall.
– Señor Kirkwall, lo que quiere decir el agente Hood -terció Wylie lanzando una mirada de advertencia a su compañero- es que no tenemos ningún dato y que usted podría ser nuestro rayo de luz.
Kirkwall se animó, fue a sentarse en un sillón y les hizo seña de que tomaran asiento.
El sofá era de cuero color crema y olía a nuevo. El salón, amplio y luminoso, tenía una mullida alfombra y una pared entera de ventanales. A Wylie le dio la impresión de que allí no había nada visible del pasado de Kirkwall: ni fotos, ni objetos de adorno o algún mueble antiguo. Era como si al jubilarse hubiera asumido una personalidad distinta con aquella decoración anodina. Pero en ese momento halló la explicación: era una casa piloto para mostrar a posibles clientes un producto de Construcciones Kirkwall.
Allí no cabían detalles personales.
Se preguntó si podía imputarse a ello las profundas arrugas del rostro de Jack Kirkwall. No era aquel el marco que él había concebido para jubilarse; en las telas y en los objetos de decoración, Wylie adivinó la mano de Peter, el hijo.
– Su empresa hizo obras en Queensberry House en 1979 -dijo.
– ¿En el hospital? -ella asintió con la cabeza-. Las empezamos en el setenta y ocho y acabamos el setenta y nueve -dijo mirándoles-. Seguramente como ustedes son tan jóvenes no lo recuerdan, pero aquel invierno hubo huelga de basuras, huelga de maestros y huelga hasta en el depósito de cadáveres -añadió con un bufido mirando a Hood y dándose unos golpecitos en la cabeza-. ¿No ve, hijo, como tengo perfectamente la bola? Lo recuerdo como si fuera ayer. Empezamos las obras en diciembre y acabamos en marzo. El día ocho, concretamente.
– Es increíble -comentó Wylie sonriendo.
Kirkwall recibió complacido el cumplido. Era un hombre alto, ancho de hombros y de mandíbula cuadrada. No debía de haber sido guapo, pero se lo imaginaba con carisma y presencia.
– ¿Saben por qué me acuerdo? No, son muy jóvenes -dijo negando con la cabeza.
– ¿Por el referéndum? -aventuró Hood.
Kirkwall hizo un gesto de decepción y Wylie miró de nuevo a Hood: tenían que ganarse a aquel hombre.
– ¿No fue el uno de marzo? -añadió Hood.
– Efectivamente. Ganamos la votación pero perdimos la guerra.
– Un contratiempo transitorio -no pudo por menos de añadir Wylie.
– Si llama usted transitorio a una situación que se prolonga veinte años… -replicó él mirándola irritado-. Era una ilusión que… -Wylie vio que iba a ponerse nostálgico, pero la sorprendió al decir-: Imagínese lo que habría podido ser: nuevas inversiones, nuevas obras y más negocio.
– ¿Un auge en la construcción?
Kirkwall movió la cabeza de un lado a otro al pensar en la ocasión perdida.
– Según su hijo, el auge se produce ahora.
– Sí.
Wylie no creía haber detectado nunca tal amargura en un monosílabo. ¿Habría aceptado Jack Kirkwall voluntariamente la jubilación o le habrían obligado?
– Nos interesan las obras del interior del hospital -dijo Hood-. ¿Qué empresas eran contratistas?
– La techumbre la hizo Caspian -respondió Kirkwall con voz monótona, inmerso en sus pensamientos-. El andamiaje era de Macgregor, y Coghill hizo gran parte de la obra interior con nuevo enlucido de paredes y nuevo entabicado.
– ¿En el sótano?
Kirkwall asintió con la cabeza.
– Lo redistribuyeron para hacer una lavandería nueva y una sala de máquinas.
– ¿Recuerda si dejaron al descubierto los muros primitivos -dijo Wylie tendiéndole la foto de las chimeneas-, tal como se aprecia aquí? -Kirkwall miró y dijo que no con la cabeza-. ¿No hizo una empresa llamada Coghill´s las obras del sótano?
Kirkwall hizo un gesto afirmativo.
– Que ya no existe. Cerró.
– ¿El señor Coghill vive todavía?
Kirkwall se encogió de hombros.
– No tendría por qué haber cerrado. Era una buena empresa y Coghill trabajaba bien.
– La construcción es un sector en que hay mucha competencia -comentó Wylie.
– No lo digo por eso -replicó el hombre mirándola.
– ¿Por qué, entonces?
– Tal vez sea meterme en lo que no me importa -contestó Kirkwall pensativo-, pero a mi edad ¿qué puede importar? -dijo con un profundo suspiro-. Según he oído, lo que sucedió es que Dean se enemistó con el señor Importante.
– ¿El señor Importante? -preguntaron Wylie y Hood al unísono.
El bar Oxford estaba lleno cuando entró Rebus. Ya había tomado una copa en The Malting pero se había marchado antes de la hora de aluvión de estudiantes; y llevaba otras dos copas de Swany's en Causewayside, donde se tropezó con un antiguo colega recién jubilado.
– Estás hecho un chaval -le dijo Rebus en broma.
– Tengo la misma edad que tú, John -replicó el otro.
Pero él no llevaba treinta años en el Cuerpo porque había ingresado con veintitantos años. Dos o tres años más, y podría dedicarse al ocio. Pagó una ronda y salió a afrontar las gélidas ráfagas invernales. Los faros de los coches horadaban la oscuridad y la lluvia recién caída se convertía en hielo. Era un paseo de quince minutos hasta casa. En la otra acera vio un taxi repostando en la estación de servicio.
Jubilarse. La palabra iba y venía en su cabeza. Dios, ¿qué sería de su vida? A unos los jubilaban y a otros los despedían. Pensó en Watson y decidió llamar al taxi para que le llevase al Oxford.
No estaban Doc ni Salty, los habituales con quien él tomaba copas, pero vio muchas caras que conocía. El lugar zumbaba y en el salón casi no podía uno moverse. Había fútbol en la tele; jugaba un equipo del sur. Allí, junto a la puerta, vio a otro cliente habitual llamado Muir, que le saludó con una inclinación de cabeza.
– ¿No tiene tu mujer una galería de arte? -preguntó Rebus. Muir hizo otra inclinación de cabeza-. ¿Vende cosas de Alicia Rankeillor?
– Bien quisiera -replicó Muir con un bufido-. Las cosas de Rankeillor, como tú las llamas, se cotizan en miles de libras. Todos los coleccionistas quieren cuadros suyos, sobre todo de los años cuarenta y cincuenta. Incluso los pocos grabados que tiene se venden a mil y a dos mil libras. ¿Conoces a alguien que quiera vender pinturas suyas? -añadió Muir alzando la vista.
– Ya te lo diré.
Atendían la barra las dos Margarets, yendo y viniendo en su estrecha reclusión. A Rebus le sirvieron su Indian Palé y él pidió un whisky para acompañarla. Oyó música en el salón de atrás; se distinguía la guitarra acústica y una voz de mujer joven. Pero su dúo favorito lo tenía allí en el mostrador: una cerveza y un whisky. Le echó un poco de agua para rebajarlo y dio un trago prolongado para enjugarse la boca. Una de las dos Margarets regresó hasta él con el cambio.
– Ahí dentro hay una amiga suya -dijo.
– ¿La cantante? -preguntó Rebus frunciendo el entrecejo.
La mujer sonrió y negó con la cabeza.
– Está junto a la máquina de tabaco -dijo.
Rebus miró hacia donde decía y vio un muro de cuerpos. La máquina ocupaba un recoveco tres escalones antes de la entrada a los servicios, junto a la tragaperras, pero no veía más que espaldas masculinas, lo que significaba que hacían corro a alguien.
– ¿Quién es?
Margaret se encogió de hombros.
– Dice que es conocida suya.
– ¿No será Siobhan?
Margaret volvió a encogerse de hombros y Rebus estiró el cuello. En ese momento llevaban al grupo otra ronda y se abrió el corrillo. Vio caras conocidas de clientes habituales, sonrisas heladas y humo de tabaco. Y al fondo, relajada y recostada en la máquina tragaperras, Lorna Grieve, llevándose a los labios un vaso grande que a él le pareció de whisky o coñac solo. Ella se pasó la lengua por los labios y al verle sonrió alzando el vaso. Rebus le devolvió la sonrisa levantando también su vaso. De pronto le vino el recuerdo de un día en que volvía del colegio y al doblar la esquina siguiente a la tienda de dulces se topó con un grupo de chicos acosando a una compañera de su curso. No llegó a ver lo que le hacían, pero la mirada de ella se cruzó con la suya y vio que no reflejaba pánico ni placer tampoco.
Lorna Grieve tocó en el brazo a uno de sus admiradores para decirle algo. Era Gordon, uno de Fife como Rebus y de edad como para ser hijo suyo.
Ahora bajaba los escalones y se abría paso tocando discretamente brazos, hombros y espaldas para llegar a su lado.
– Vaya, vaya -dijo-, qué agradable verle aquí.
– Sí, qué agradable -dijo él apurando el whisky.
Ella le preguntó si quería otro, pero Rebus rehusó con un gesto alzando la cerveza.
– Me parece que en este local no había estado nunca -dijo ella recostándose en la barra-. Acaban de contarme que el antiguo dueño no servía a mujeres ni a gente con acento inglés. Creo que me habría gustado.
– No era alguien que gustase de entrada.
– Es lo mejor, ¿no cree? -replicó ella clavándole la mirada-. También me han hablado de usted y voy a tener que dejar de llamarle Hombre mono.
– ¿Y eso?
– Porque a juzgar por lo que me han contado, muy poca gente se burla de usted.
– En los bares se dicen muchos cuentos -replicó Rebus sonriendo.;
– Aquí tienes, Lorna -era Gordon, con otro vaso. Rebus había visto a Margaret llenándolo de Armagnac-. ¿Cómo estás, John? No nos habías dicho que conocías a gente famosa.
Lorna Grieve agradeció el cumplido pero Rebus no hizo ningún comentario.
– Ni a mí me habían dicho que hubiera encantos como tú en Edimburgo -añadió ella- porque, de saberlo, no me habría ido a vivir al campo ni me habría casado jamás con un animal triste como Hugh Cordover.
– No te metas con High Chord -replicó Gordon-. Yo vi a Obscura actuando de teloneros con Barclay James en el Usher Hall.
– Irías todavía al colegio.
– Tendría unos catorce años -dijo Gordon pensativo.
– Somos unos carcamales -dijo Lorna mirando a Rebus.
Pero ella no era ninguna carcamal. Vestía ropa suelta y de vivos colores, lucía un peinado impecable y su maquillaje llamaba la atención. Entre aquellos hombres trajeados de diario, parecía una mariposa rodeada de polillas.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Rebus.
– Beber.
– ¿Ha venido en coche?
– Me trajeron los del grupo. No crea que he venido por verle -contestó ella mirándole.
– ¿No?
– No sea tan presumido -replicó ella sacudiéndose una mota imaginaria de su chaqueta roja.
Llevaba una blusa de seda naranja y vaqueros desteñidos deshilachados en los tobillos. Calzaba unos mocasines negros de ante y no lucía joyas. Ni siquiera la alianza.
– Me gusta ir a sitios nuevos. Como mi vida es tan aburrida, esto me resulta una novedad -añadió mirando el local.
– Pobrecilla.
Ella enarcó una ceja torciendo el gesto. Gordon cambió el peso de un pie a otro y dijo que la esperaba en los escalones. Lorna asintió con la cabeza distraídamente.
– ¿Lleva todo el día bebiendo?
– ¿Le da envidia?
– Yo ese estado lo conozco bastante bien -replicó Rebus encogiéndose de hombros-. ¿Qué le parece el Oxford? -añadió volviéndose.
Ella arrugó la nariz.
– Muy en sintonía con usted.
– ¿Y eso es malo o bueno?
– Pues no lo sé -contestó ella mirándole a la cara-. Advierto en usted algo oscuro.
– Será la cerveza.
– Hablo en serio. Tenga en cuenta que todos venimos de la oscuridad y dormimos por la noche por rehuir ese hecho. Seguro que usted tiene problemas de sueño, ¿a que sí? -Rebus no contestó y el rostro de ella se animó-.Todos regresaremos un día a la oscuridad cuando se apague el sol -añadió con ojos risueños-. «Aunque mi alma caiga en la oscuridad me alzaré en plena luz.»
– ¿Es un poema?
Ella asintió.
– Pero he olvidado cómo sigue.
Se abrió la puerta y aparecieron dos caras expectantes: Grant Hood y Ellen Wylie. Hood parecía con ánimo de tomarse una copa pero no pasó de la puerta. Wylie, al ver a Rebus, le hizo seña de que saliera.
– Vuelvo enseguida -dijo a Lorna Grieve tocándole el brazo.
Se abrió paso hasta la salida; el aire de la noche era fresco y respiró profundamente varias veces.
– Perdone que le molestemos -dijo Wylie.
– Supongo que habréis venido por algo concreto -dijo él.
Comenzaba a formarse hielo en las alcantarillas y los coches aparcados en un lado de la estrecha calle tenían escarcha en el parabrisas. El cielo se cubrió de nubes mientras hablaban.
– Hemos ido a ver a Jack Kirkwall -dijo Hood.
– ¿Y qué?
– Nos ha dicho que le conoce a usted -añadió Wylie.
– Por un caso de hace años.
Hood y Wylie cruzaron una mirada.
– Cuéntaselo tú -dijo Hood.
Wylie le explicó lo que les había dicho Kirkwall y Rebus quedó pensativo.
– Me siento halagado -dijo al fin. -Nos dijo que usted nos explicaría quién era el señor Importante.
Rebus asintió:
– Así era como le llamaban los de DIC. No es muy original.
– ¿Realmente lo era? -inquirió Hood.
Rebus asintió y se apartó para dar paso a una pareja que entraba al bar. La cantante actuaba otra vez y a través de la ventana cerrada del salón trasero llegaba su voz. «Vuelvo a pensar en cosas que había dejado atrás.»
– Se llamaba Callan. Bryce Callan.
– ¿No era Big Ger Cafferty quien controlaba Edimburgo?
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, después de retirarse Callan a la Costa del Sol o un sitio así. Aunque no ha dejado de estar presente.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Wylie.
– Se rumorea que parte del producto del negocio de Cafferty sigue yendo a parar a España. Bryce Callan se ha convertido casi en… -no le salía la palabra.
Oyó otra estrofa que llegaba desde el salón: «Vuelvo a pensar en cosas no expresadas».
– ¿Un mito? -aventuró Wylie.
Rebus asintió y miró el escaparate de la barbería de la acera de enfrente.
– Supongo que porque no conseguimos encerrarle.
– ¿Por qué motivo se pondría Dean Coghill a malas con él?
– Por asuntos de protección tal vez -contestó Rebus encogiéndose de hombros-. En una obra se puede hacer mucho daño. Y en esos grandes proyectos hay mucho dinero en juego y unos días de trabajo suspendido representan grandes pérdidas.
– Entonces, habrá que localizar a Coghill -dijo Hood. -Suponiendo que acepte hablar con nosotros -agregó Wylie.
– Esperad a que averigüe dónde vive Bryce Callan -dijo Rebus.
«Ahora ha vuelto el pasado, insistente, surge de la oscuridad, ten mucho cuidado y mira dónde vas…»
– Mientras tanto -prosiguió- a ver si encontráis los archivos de personal de su empresa porque tendremos que saber quiénes trabajaron en esa obra.
– ¿Y si alguno no aparece? -preguntó Hood.
– Doy por supuesto que haréis una búsqueda en el registro de personas desaparecidas.
Wylie y Hood cruzaron una mirada en silencio.
– Es un trabajo ímprobo, pero hay que hacerlo -dijo Rebus-. Siendo dos tardaréis menos.
– ¿Podemos centrar la búsqueda en los últimos meses del setenta y ocho y los tres primeros del setenta y nueve?
– En principio sí. ¿Queréis tomar algo? -añadió mirando al pub.
Wyllie negó inmediatamente con la cabeza.
– Preferimos ir al Cambridge, que es más tranquilo.
– Muy bien.
– Ahí dentro -señaló con un gesto- se está como en el cuarto de escobas que nos han dado por despacho.
– Me lo han comentado -dijo Rebus sosteniendo la mirada reprobatoria de Wylie.
– Señor, esa mujer… -añadió ella bajando la vista-, ¿no es…?
– Nos hemos encontrado aquí por casualidad -comentó Rebus.
– Sí, claro -añadió ella asintiendo despacio con la cabeza y echando a andar sin mirarle a la cara.
Hood le dio alcance y Rebus se quedó contemplándolos con la puerta entreabierta. Andaban con las cabezas juntas y seguro que él iba preguntándole quién era la mujer. Si el rumor llegaba a Saint Leonard, ya sabría de dónde procedía. Y ése sería el final del equipo de arqueólogos.
Se despertó a las cuatro con la lámpara de la mesilla encendida y el edredón caído a los pies de la cama; oyó el ruido de un motor en la calle y fue tambaleándose a la ventana a tiempo de ver una forma oscura subiendo a un taxi. Fue a tientas al cuarto de estar manteniendo el equilibrio. Le había dejado un regalo: una maqueta con cuatro canciones de los Robinson Crusoe titulada Naufragio del corazón. No era de extrañar dado el nombre del grupo. La última canción era Reproche final. La puso y escuchó un par de minutos a bajo volumen. En el suelo, junto al sofá, había una botella vacía y dos vasos; en uno quedaban aún dos dedos de whisky. Lo olió y lo llevó a la cocina para tirarlo al fregadero y llenarlo de agua, que bebió de un trago. Acto seguido bebió dos más. Seguro que no se libraba de la resaca, pero haría lo posible por superarla. Se tomó tres paracetamoles con agua y luego se llevó otro vaso al cuarto de baño. Por la toalla colgada de la barra comprendió que se había duchado. Se había duchado antes de llamar al taxi. ¿La habría despertado con sus ronquidos? ¿Habría llegado a dormirse? Se preparó la bañera y se miró en el espejo de afeitarse. Vio un rostro de piel floja desamparado. Se agachó para eructar en el lavabo y estuvo a punto de vomitar las pastillas. ¿Cuánto habían bebido? Ni lo recordaba. ¿Habían ido al piso directamente desde el Oxford? Pensaba que no, y buscó en los bolsillos algún indicio. Nada. Pero de las cincuenta libras que tenía no quedaba más que calderilla.
– Dios santo -musitó cerrando los ojos.
Tenía tortícolis y le dolía la espalda. Volvió a mirarse en el espejo. «¿Lo hicimos?» «Sí, lo más seguro es que sí.» Cerró otra vez los ojos. «¡Hostia, John!, ¿cómo has podido acostarte con Lorna Grieve?» Veinte años atrás habría dado saltos de contento; pero veinte años antes ella no estaba implicada en un caso de homicidio.
Cerró los grifos y se metió en la bañera dejándose resbalar para que el agua le cubriera la cabeza. Tal vez bastaría con aguantar un poco y todo habría acabado, pensó. Su primera equivocación con la bebida la había cometido hacía treinta años al salir de un baile estudiantil.
Y no escarmentaba, pensó, sacando la cabeza para respirar. A partir de ahora se sentiría vinculado a los Grieve, sería como un fleco más de su historia.
Y si Lorna lo divulgaba también él pasaría a la historia.