Jerry inició su rutina matinal en cuanto Jayne se fue a trabajar. Té, tostadas, el periódico y al cuarto de estar a oír unos discos punk de cuarenta y cinco de su adolescencia que le ponían bien para la jornada. Los de arriba darían golpes en el techo pero él les haría un corte de mangas y seguiría bailando. Tenía unos cuantos preferidos: Your generation [Tu generación], de Generation X; Don't Care [No te preocupes], de Klark Kent; y Where's captain Kirk? [¿Dónde está el capitán Kirk?], de Spizzenergi. Eran discos con portadas sobadas y era una pena lo rayados que estaban de prestarlos para fiestas. Aún recordaba el día que se colaron en un concierto de Los Ramones en la universidad en el setenta y ocho.
El single de Spizz era de mayo del setenta y nueve; tenía la fecha de compra garabateada por detrás. En aquella época él ponía la fecha en los discos y hacía anotaciones. Se compraba todas las semanas uno de los últimos éxitos, de lo mejor que sonaba; aunque no todos los compraba. Virgin, en Frederick Street, había sido la gloria para robar. Lo que no sucedía en Bruce's. El encargado de Bruce's se había ido de manager con los Simple Minds, que él había visto actuar cuando se llamaban Johnny y los Masturbadores.
Entonces todo valía la pena y tenía importancia, y los fines de semana la adrenalina te emborrachaba.
Lo único que le quedaba era el baile. Se dejó caer en el sofá. Tres discos y ya estaba hecho polvo. Se lió un porro y encendió la tele a sabiendas de que no pondrían nada que valiera la pena. Jayne hacía turno doble y no volvería hasta las nueve o las diez. Tenía doce horas por delante para fregar los platos. Había días en que le comía el gusanillo de volver a trabajar; verse sentado en una oficina, con traje y corbata tal vez, y a lo mejor adoptando decisiones y atendiendo llamadas al teléfono. Nic le contaba que tenía una secretaria. ¡Una secretaria! ¿Quién lo hubiera dicho? Se acordaba de cuando iban al colegio dando patadas a un balón por el callejón y haciendo imitaciones punk en el dormitorio. Bueno, sobre todo en el suyo, porque la madre de Nic ponía mala cara a las visitas y torcía el gesto al abrirle la puerta. La tía ya había muerto; su cuarto de estar olía a los puros Hamlet que fumaba el marido, la única persona que él conocía que no fumaba cigarrillos: tenían que ser puros. Contuvo la risa sin dejar de manipular el mando a distancia, contuvo la risa. ¡Puros! ¿Quién se creía que era? El padre de Nic gastaba chaquetas de punto y corbata… El suyo llevaba casi siempre chaleco y un cinturón que utilizaba para administrar justicia. Pero su madre era estupenda. De ninguna manera habría cambiado a sus padres por los de Nic.
– ¡De ningún modo! -exclamó.
Apagó la tele. Había apurado tanto el porro que casi le quemaba los dedos. Dio una última calada y fue a echar la colilla al váter. No le preocupaba la bofia, lo hacía porque a Jayne no le gustaba que fumase. El consideraba que la yerba era lo que le mantenía cuerdo. El Estado debería despacharla a través de la Seguridad Social para que los que estaban en sus circunstancias no se desmandaran.
Fue al baño a afeitarse para estar presentable cuando Jayne volviera del trabajo. Seguía tarareando «Captain Kirk». Era un disco estupendo; uno de los mejores. Pensó en Nic y en cómo los dos se habían hecho colegas. No se sabe nunca con quién vas a acabar congeniando. Desde los cinco años iban a la misma clase pero sólo al pasar a secundaria comenzaron a salir juntos y a escuchar a Alex Harvey y Status Quo tratando de discernir las letras que hablaban de sexo. Nic escribió un poema con centenares de versos sobre una orgía. Hacía poco que él se lo había recordado y se habían reído de lo lindo. De eso se trataba, de llegar al final del día riendo.
Se vio reflejado en el espejo con la cara llena de espuma y la maquinilla en la mano. Tenía bolsas en los ojos y patas de gallo. El tiempo pasaba. Jayne no dejaba de hablar de niños y del paso del tiempo. Pero la verdad es que no le apetecía ser padre; Nic le repetía que arruinaba la relación de pareja. Había tíos en su oficina que no habían vuelto a follar desde que habían tenido un crío; se pasaban meses y años sin hacerlo. Y la maternidad hacía que las mujeres se abandonaran. Nic arrugaba la nariz de asco.
«No es una perspectiva muy halagüeña, ¿eh?», decía Nic.
Él le daba la razón.
Había imaginado que al terminar los estudios trabajarían los dos juntos en una fábrica o algo similar, pero Nic le dejó de una pieza al decirle que iba a preparar un curso para el ingreso en la enseñanza superior. No habían dejado de verse, pero Nic a partir de entonces siempre tenía la habitación llena de libros, unos libros que él no entendía. Luego, Nic fue a Napier tres cursos seguidos, siempre con más libros y trabajos para hacer por escrito. Se veían algunos fines de semana, casi nunca en días laborables, y algún viernes por la noche iban a una discoteca o un concierto de Iggy Pop, Gang of Tour o los Stones en el Playhouse. Nic casi nunca le presentaba a sus compañeros a no ser que coincidieran en algún concierto. Un par de veces fueron a un pub, y una vez que él ligó con una, Nic le sacó del local agarrándole del brazo. «¿Qué diría Jayne?»
Porque entonces ya salía con Jayne. Trabajaban los dos en una fábrica de semiconductores. Él era encargado de la carretilla elevadora y la conducía de maravilla; le gustaba hacer alarde de ello girando como un loco alrededor de las compañeras, que se reían, diciéndole que estaba chiflado y que un día mataría a alguien. Pero apareció Jayne y aquello se acabó.
Llevaban quince años casados. Quince años y sin hijos. ¿Cómo pensaba ella en tener hijos estando él en el paro? De eso era aquella carta que había llegado por la mañana: para que se presentara. Sabía por qué. Querían comprobar si hacía algo por encontrar trabajo. Ni puta gana. Y ahora Jayne volvía a acosarle: «Que el reloj no para, Jer». Lo decía con doble sentido: porque se le pasaba el plazo de la maternidad y porque cualquier día se largaba si no tenían hijos. Ya lo había hecho una vez, yéndose a casa de su madre tres calles más allá. Pues que se quedara a vivir allí…
Si se quedaba en el piso se volvería loco. Se limpió la crema de la cara, se puso la camisa, cogió la chaqueta y salió. Anduvo dando vueltas a ver si veía a alguien con quien hablar y después entró en un despacho de apuestas a pasar media hora caliente simulando que rellenaba boletos. Le conocían y sabían que era poco probable que él apostase algo; a veces lo hacía pero nunca ganaba nada. Entraron a dejar el periódico y le echó una ojeada. En la página tres aparecía la noticia de una agresión sexual. La leyó detenidamente. Era una estudiante de diecinueve años sorprendida en el aparcamiento de la piscina Commonwealth. Tiró el periódico y salió a buscar una cabina.
Llevaba en el bolsillo el teléfono de la oficina de Nic porque a veces le llamaba cuando estaba aburrido y arrimaba el transistor al teléfono para que escuchara alguna música de las que ellos bailaban cuando jóvenes. Pidió a la telefonista que le pusiera con el señor Hughes.
– Nic, tío, soy Jerry.
– Hola, colega, ¿qué quieres?
– Acabo de leer el periódico, Nic. Anoche atacaron a una estudiante.
– Qué mundo tan cruel.
– Dime que no has sido tú.
Oyó una risa nerviosa.
– No tiene gracia, Jerry.
– Dímelo.
– ¿Dónde estás? ¿Hay alguien que escuche? El modo en que lo decía le hizo pensar. Nic quería advertirle que alguien podía escucharles, tal vez la telefonista. -Luego hablamos -dijo Nic.
– Tío, perdona…
Habían colgado.
Temblaba al salir de la cabina y fue corriendo hasta su casa; se lió otro porro, puso la tele y se sentó a que se apaciguaran los latidos de su corazón. Allí no corría peligro; no podía pasarle nada. Era el único sitio en que podía estar.
Hasta que volviera Jayne.
Siobhan Clarke encargó al Registro Civil que comprobaran si existía certificado de nacimiento a nombre de Chris Mackie. También empezó a investigar sobre él, concentrándose en Grassmarket y Cowgate, y además en Meadows, Princes Street y Hunter Square.
Aquel martes por la mañana, sin embargo, estaba en la sala de espera de un médico rodeada de dolientes enfermos. Oyó su nombre y dejó la revista femenina de artículos cutres sobre cocina, modas y niños.
¿No habría una revista para ella que hablara del His FC, relaciones fallidas y homicidios?
El doctor Talbot era un cincuentón de sonrisa cansina que usaba gafas de media luna. Tenía encima del escritorio el expediente de Chris Mackie, pero comprobó la documentación de Clarke, certificado de defunción y autorización, y luego le dijo que arrimase la silla a la mesa de despacho.
Clarke apenas tardó unos minutos en comprobar que la ficha médica había sido abierta en 1980, fecha de alta de Mackie en aquel médico; en ella figuraba la dirección de otro doctor de Londres, en cuyo poder estaba el historial médico. Pero la carta del doctor Talbot al facultativo londinense le había sido devuelta con la estampilla de calle inexistente.
– ¿No hizo ninguna otra averiguación? -dijo Clarke.
– Soy médico, no policía.
La dirección de Mackie en Edimburgo era la del albergue y como fecha de nacimiento figuraba otra distinta a la del registro de la encargada Drew. Clarke tuvo la molesta sensación de que Mackie había ido borrando pistas. Volvió a mirar el expediente y vio que a aquella consulta Mackie sólo había acudido tres veces: por un corte infectado en la cara, una gripe, y a que le sacaran un forúnculo. Todo ello dolencias de poca importancia.
– Gozaba de muy buena salud teniendo en cuenta las circunstancias -comentó el doctor Talbot-. Claro que creo que ni fumaba ni bebía y eso ayuda bastante.
– ¿No tomaba ninguna droga?
El médico negó con la cabeza.
– ¿No es algo raro una salud tan buena en un mendigo?
– He conocido personas más sanas que el señor Mackie.
– Sí, pero que un mendigo no beba ni tome drogas…
– No soy un experto.
– ¿Pero qué opinión le merece?
– Mi opinión es que el señor Mackie me dio pocas molestias.
– Gracias, doctor Talbot.
Salió de la consulta y fue a la Seguridad Social, donde una tal señorita Stanley la atendió en un cubículo anodino de los que utilizan para recibir la presentación de reclamaciones.
– Por lo visto no tenía número de afiliado a la Seguridad Social -dijo la mujer mirando el expediente-. Le asignamos uno provisional en la primera visita.
– ¿En qué fecha?
En mil novecientos ochenta, claro; la fecha de invención de Christopher Mackie.
– Yo no estaba aquí entonces, pero hay unas anotaciones de esa primera entrevista -dijo la funcionaria, y leyó-: «Sucio, no sabe bien su domicilio y no tiene número de afiliado». El dio una dirección anterior de Londres.
Clarke lo anotó en su bloc.
– ¿Le solucionan algo esos datos?
– Bastante -contestó Clarke, pero lo cierto era que aquella noche en la estación era cuando más cerca había estado de Chris Mackie, y desde entonces no hacía más que alejarse de él porque era alguien inexistente; una ficción creada por quien tenía algo que ocultar.
Tal vez no lograse nunca descubrir quién era y qué ocultaba.
Porque Mackie había sido listo. Todos decían que era aseado, pero a la Seguridad Social había acudido fingidamente sucio. ¿Por qué? Para que su engaño fuese más creíble adoptando la apariencia de una persona que no sabe expresarse, olvidadiza y desamparada, la clase de individuo que un funcionario procura quitarse de encima cuanto antes. ¿No tiene usted número de afiliado? No importa, le damos uno provisional. ¿No recuerda bien su domicilio en Londres? Es igual; firme aquí en el formulario. Y a otra cosa.
Llamó por el móvil al Registro Civil y le confirmaron que no había certificado de nacimiento a nombre de Christopher Mackie en la fecha dada. Podía probar con la otra o ampliar las averiguaciones en el registro central de Londres, pero sabía que era perseguir a un fantasma. Se sentó en un café muy concurrido y se tomó la consumición mirando al vacío y pensando si no había llegado el momento de hacer su informe y cerrar la investigación.
Había seis razones para hacerlo.
Y cien para no hacerlo.
En su mesa de despacho encontró más de diez mensajes. Reconoció un par de nombres de dos periodistas locales que habían llamado tres veces cada uno. Cerró los ojos y musitó una palabra que habría hecho que su abuela se tapase los oídos. Luego, bajó a la sala de comunicaciones a buscar el News. Aparecía en primera página: misteriosa tragedia del mendigo millonario. Como no tenían foto de Mackie publicaban la del lugar del suicidio. No decían mucho: muy conocido en el centro de Edimburgo… Cuenta bancaria de seis cifras… La policía trataba de averiguar si tenía familia «con derecho al dinero».
La peor pesadilla de Siobhan Clarke.
Cuando subió sonaba el teléfono y Hi-Ho Silvers se acercó a su mesa andando de rodillas con las manos juntas, implorante.
– Soy un hijo suyo natural. ¡Hacedme la prueba del ADN, pero por Dios bendito dadme la pasta!
Hubo una carcajada general en el DIC y un compañero exclamó señalando el teléfono: «¡Te están llamando!». Se movilizarían todos los chalados y falsarios del país marcando el 999 de Fettes, pero allí se los quitarían de encima diciendo que era un caso de Saint Leonard.
Todos para ella.
Se dio media vuelta y salió sin hacer caso de las bromas de sus compañeros.
Volvió a hacer una ronda por la calle preguntando por Mackie. Sabía que tenía que actuar rápido porque las noticias vuelan y no tardaría en aparecer gente diciendo que le conocían, que era su mejor amigo, su sobrino, su albacea. Ya comenzaban a conocerla los mendigos y la llamaban «muñeca» y «jovencita». Preguntó también a los vagabundos jóvenes, no los que vendían Big Issue sino a los que dormían en los soportales y entradas de las tiendas envueltos en mantas. Estaba guareciéndose de un chaparrón en la entrada de la librería Thin's cuando llegó uno con quien ella había hablado, sin manta y con un móvil pegado a la oreja protestando porque no llegaba el taxi, pero hizo como si no la conociera y siguió hablando por teléfono.
Al pie del Mound no había muchos. Sólo dos jóvenes con coleta y sus respectivos perros callejeros lamiéndose mientras los amos compartían una lata de cerveza fuerte.
– Lo siento, no lo conocemos. ¿No tendría un pitillo?
Se había acostumbrado a llevar un paquete y les ofreció sonriendo al ver que cogían dos cada uno. Volvió a subir al Mound. John Rebus le había contado que aquella colina la habían hecho con escombros de la ciudad nueva y que el que había sugerido la idea tenía una tienda en la cumbre, pero el auge de la construcción había condenado su negocio a la demolición. A Rebus le parecía una historia divertida y aleccionadora.
– ¿En qué sentido?
– Es la historia de Escocia misma -respondió él sin más explicaciones.
Clark pensó si no sería una referencia a la independencia, a las ideas de autogestión y autodestrucción. A él parecía divertirle que si la presionaban, ella defendía la independencia y la fastidiaba diciendo que era una espía inglesa enviada para echar por tierra el proceso; la llamaba «colonizadora» y «escocesa nueva». Nunca sabía cuándo hablaba en serio. La gente en Edimburgo era así: cerrada, reservada. A veces pensaba que era como un flirteo en el que las burlas y bromas formaban parte de un ritual de apareamiento tanto más complejo por consistir en insinuaciones más que en zalamerías.
Conocía a Rebus desde hacía unos años pero seguían sin ser verdaderos amigos. Desde luego, John Rebus no se veía con los compañeros fuera del trabajo, y sólo aceptaba su compañía cuando le invitaba a los partidos del Hibs. Su única afición era la bebida en locales concurridos por pocas mujeres, antiguos pubs casi prehistóricos.
Había tenido una relación intermitente con la doctora Patience Aitken, pero era una historia acabada, aunque él no le había comentado nada. Al principio había pensado que era tímido o raro, pero ahora ya no creía que fuera por eso. Parecía más bien una estrategia pensada. No se lo imaginaba saliendo con miembros de un club de solteros como Derek Linford. Linford, otro de sus leves errores. No había vuelto a hablar con él desde que habían estado en el Dome. Linford le dejó un mensaje en el contestador: «Espero que se te haya pasado». ¡Cómo si la culpa fuese de ella! Estuvo a punto de llamarle para exigirle disculpas, pero pensó que tal vez era el juego que él se traía para inducirla a que tomara la iniciativa y reanudar la relación.
Tal vez la locura de John Rebus fuese algo metódico. Desde luego había mucho a favor de las noches tranquilas con un vídeo de alquiler, una ginebra y un paquete de Pringle's, sin necesidad de estar pendiente de nadie y bailando a solas con tu propia música. En las fiestas y discotecas siempre le daba cierto apuro por el hecho de ser observada y catalogada por ojos extraños.
Pero por la mañana en la oficina siempre preguntaban lo mismo: «¿Qué hiciste anoche?». Una pregunta inocente en sí, pero a ella le molestaba tener que responder: «Poca cosa. ¿Y tú?». Porque pronunciar la palabra sola implicaba que eras una solitaria.
O que estás disponible. O que tienes algo que ocultar.
En Hunter Square tampoco había nadie salvo dos turistas mirando un mapa. El café que había tomado estaba pidiendo salida a gritos y se dirigió a los váteres públicos. Al salir de la cabina vio a una mujer junto a los lavabos rebuscando en unas bolsas. «Bolseras» las llamaban en Estados Unidos. El chaquetón acolchado que llevaba estaba sucio y descosido en las hombreras y el cuello. Tenía el pelo corto y sucio y las mejillas enrojecidas de vivir al aire libre. Hablaba sola buscando algo: una hamburguesa empezada y envuelta en papel. La puso debajo del secador de manos para calentarla bajo el chorro de aire dándole vueltas. Clarke la miraba fascinada, sin saber si sentía miedo o admiración. La mujer se daba cuenta de que la observaban pero seguía a lo suyo. Al apagarse la máquina volvió a apretar el botón y dijo:
– Eres una sinvergüenza curiosilla, ¿eh? ¿Te ríes de mí? -añadió volviéndose hacia ella.
– Sinvergüenza… -repitió Clarke.
– Vamos, que te divierte. Yo no soy sinvergüenza, por cierto.
Clarke dio un paso atrás.
– ¿No lo haría mejor desenvolviéndola?
– ¿Qué?
– Así la calientas por dentro.
– ¿Insinúas que soy una torpe?
– No, únicamente…
– Ah, claro, tú eres una sabionda, ¿no? La suerte que he tenido de que pasaras por aquí. ¿Tienes cincuenta peniques?
– No hay de qué.
La mujer lanzó un bufido.
– Aquí los chistes los hago yo -dijo catando la hamburguesa y hablando con la boca llena.
– Pues no entendí lo de antes -dijo Clarke.
– Te decía si eres lesbiana -respondió la mujer con la boca llena-. Los hombres que andan por los servicios son maricas, ¿no?
– Tú estás en unos servicios.
– Pero yo no soy lesbiana -replicó dando otro bocado.
– ¿Conoces por casualidad a un tal Mackie?
– ¿Por qué lo preguntas?
Clarke sacó el carnet de policía.
– ¿Sabes que Chris ha muerto?
La mujer dejó de masticar e intentó tragar lo que tenía en la boca pero no lo logró y acabó escupiéndolo en el suelo. Se acercó a un lavabo y se llevó agua a la boca en el cuenco de las manos. Clarke se acercó a ella.
– Se tiró por el puente North. Le conocías, ¿verdad?
La mujer no dejaba de mirarse en el espejo salpicado de jabón. Sus ojos, aunque oscuros y resabiados, eran más juveniles y menos castigados que el rostro. Clarke pensó que tendría treinta y tantos años, aunque en un mal día podría aparentar más de cincuenta.
– A Mackie le conocíamos todos.
– Pero no todos reaccionan como tú.
La mujer sostenía la hamburguesa en la mano contemplándola como dispuesta a tirarla, pero se lo pensó mejor y la envolvió de nuevo para guardarla en una de las bolsas.
– No sé por qué me ha impresionado -replicó-. Todos los días muere gente.
– ¿Erais amigos?
– ¿Me invitas a un té? -dijo la mujer mirándola.
Clarke asintió con la cabeza.
En el café más a mano no les permitieron entrar. Ante las protestas de Clarke, el encargado alegó que la mujer molestaría pidiendo en las mesas. Fueron a otro bar.
– En éste tampoco me dejan entrar -dijo la mujer.
Clarke optó por entrar ella a comprar dos tés y un par de bollos pegajosos y se sentaron en Hunter Square expuestas a las miradas de los viajeros del segundo piso de los autobuses. La mendiga les dirigía de vez en cuando un corte de mangas disuasorio.
– Qué mala soy -comentó.
Clarke anotó cómo se llamaba: Dezzi, diminutivo de Desiderata, aunque no era su verdadero nombre.
– Ése me lo dejé en casa.
– ¿Cuándo te marchaste, Dezzi?
– No recuerdo. Debe de hacer muchos años.
– ¿Siempre has vivido en Edimburgo?
La mujer negó con la cabeza.
– He andado por todas partes. El verano pasado fui en autobús a una comuna de Gales. No sé qué se me habría perdido allí. ¿Tienes un pitillo?
Clarke le ofreció uno.
– ¿Por qué te marchaste de casa?
– Lo que dije: una curiosilla.
– Bueno, ¿qué sabes de Chris?
– Yo le llamaba Mackie.
– ¿Y él cómo te llamaba?
– Dezzi -contestó mirándola-. ¿Qué intentas, averiguar mi apellido?
– Te juro que no -respondió Clarke negando con la cabeza.
– Sí, claro, en la poli se puede confiar lo que dura el día.
– Es cierto.
– Pero es que en esta época del año el día dura bien poco.
Clarke se echó a reír.
– Ahí me has hecho picar -dijo, intentando congraciarse con ella para averiguar si aquella mujer sabía algo de Mackie y estaba al tanto de que la policía indagaba, o había leído el artículo del News-. Bueno, ¿qué puedes decirme de Mackie?
– Que fuimos novios unas semanas -contestó con una sonrisa que iluminó su rostro-. Unas semanas locas.
– ¿Cómo de locas?
– Lo bastante para que nos detuvieran -contestó enarcando las cejas-, no te digo más -añadió dando un bocado al bollo y a continuación una calada al cigarrillo.
– ¿Te contó algo de su vida?
– Ahora que está muerto, ¿qué puede importar?
– A mí me importa para averiguar el motivo del suicidio.
– ¿Por qué se suicida la gente?
– Yo no lo sé.
La mujer dio un sorbo de té.
– Porque se rinden.
– ¿Eso es lo que le sucedió a él, que se rindió?
– Con toda la mierda de este mundo… -dijo Dezzi moviendo la cabeza-. Yo intenté una vez cortarme las venas rajándome las muñecas con un vidrio. Me dieron ocho puntos -añadió volviendo hacia arriba la muñeca, pero Clarke no vio señal de cicatrices-. No debí de hacerlo muy en serio, ¿verdad?
Clarke sabía que muchos mendigos eran enfermos mentales y de pronto se preguntó si Dezzi no estaría contándole patrañas.
– ¿Cuándo viste a Mackie por última vez?
– Hará unas dos semanas.
– ¿Qué impresión te dio?
– Buena -respondió la mendiga metiéndose en la boca el último trozo del bollo, que deglutió con un sorbo de té antes de seguir fumando.
– Dezzi, ¿de verdad que le conocías?
– ¿Pero qué dices?
– No me has contado nada de él.
Vio que se molestaba y temió que se fuese.
– Si le tenías afecto -añadió- ayúdame a saber cómo era.
– Nadie conocía a fondo a Mackie. Era muy reservado.
– ¿Pero a ti te hizo confidencias?
– No creas, sólo me contó algunas historias… pero debían de ser cuentos.
– ¿Historias, cómo?
– Me habló de sitios en que había estado, en Estados Unidos, Singapur y Australia. Yo pensé que habría navegado en la marina o algo así, pero él me dijo que no.
– ¿Tenía una buena formación?
– Sí que sabía cosas, y estoy convencida de que había estado en Estados Unidos, pero en los otros sitios, no sé. Londres sí que lo conocía porque sabía por dónde pasan turistas y las estaciones del metro. Cuando nos conocimos…
– ¿Qué?
Clarke estaba aterida y no sentía los pies de puro frío.
– No sé, me dio la impresión de que estaba de paso. Como si pensara marcharse a algún sitio.
– Pero no se fue.
– No.
– ¿Quieres decir que era vagabundo más por decisión propia que por necesidad?
– Tal vez -respondió Dezzi abriendo mucho los ojos.
– ¿Qué sucede?
– Puedo demostrarte que le conocía.
– ¿Cómo?
– Por un regalo que me hizo.
– ¿Qué regalo?
– Pero como a mí en realidad no me servía… lo di.
– ¿Lo regalaste?
– Bueno, lo vendí en una tienda de objetos usados de Nicolson Street.
– ¿Qué regalo era?
– Una especie de cartera, pero no cabían muchas cosas. Aunque era de cuero.
Mackie había llevado el dinero a la caja de ahorros en una cartera.
– La habrán vendido -comentó Clarke.
Dezzi negó con la cabeza.
– No, la lleva el dueño; yo le he visto con ella. Era de cuero, y el cabrón me dio sólo cinco libras.
Nicolson Street estaba cerca de Hunter Square. La tienda era como un rastro de pasillos estrechos llenos de montones de artículos usados: libros, casetes, tocadiscos y cazuelas. Había aspiradoras, de las que colgaban boas de plumas y, en el suelo, tarjetas postales y cómics viejos. Además de electrodomésticos, juegos de salón y rompecabezas; macetas y sartenes, guitarras y atriles. El dueño, un asiático, dijo que no conocía a Dezzi. Clarke le enseñó el carnet y le pidió que sacara la cartera.
– Cinco libras me pagó -farfulló la mendiga- y es de cuero auténtico…
El hombre se resistió a enseñarla hasta que Clarke le mencionó que la comisaría de Saint Leonard no estaba lejos. Al fin se agachó y puso en el mostrador una cartera negra rozada. Clarke le pidió que la abriera y vio un periódico, un paquete con el almuerzo y un fajo de billetes. Dezzi se acercó a fisgar, pero el hombre la cerró de golpe.
– ¿Quiere algo más? -preguntó el hombre.
Clarke señaló una esquina que se notaba más rozada.
– ¿Esto de qué es?
– Como no eran mis iniciales, las borré.
Clarke miró con detenimiento pensando si Valerie Briggs sería capaz de identificarla.
– ¿Recuerdas las iniciales que había? -dijo a Dezzi.
La mendiga negó con la cabeza sin dejar de observar la marca.
No había mucha luz en la tienda y era difícil ver bien los trazos.
– ¿Eran ADC? -aventuró Clarke.
– Creo que sí -contestó el tendero-. Y te la pagué bien -añadió esgrimiendo un dedo contra Dezzi.
– Bien me robaste, cabrón. Ponle las esposas -añadió dando un codazo a Clarke.
Clarke cavilaba si ADC serían realmente las iniciales de Mackie.
¿O sería otra pista que no llevaba a ninguna parte?
En Saint Leonard pensó que era una tonta por no haber examinado antes el atestado de la detención de Mackie. En agosto de mil novecientos noventa y siete, Christopher Mackie y una tal Desiderata (se había negado a dar su apellido a la policía) fueron detenidos por «exhibicionismo indecente» en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield.
Agosto era la época del festival de Edimburgo y a Clarke le chocó que no los hubiesen tomado por actores de teatro callejero.
El agente de la comisaría de Torphichen que los había detenido se llamaba Rod Harken y recordaba muy bien el incidente.
– A ella la multamos y la tuvimos unos días encerrada por negarse a darnos el nombre -dijo el hombre por teléfono.
– ¿Y su compañero?
– Creo que salió en libertad condicional.
– ¿Por qué?
– Porque el pobre estaba comatoso.
– No le entiendo.
– Pues se lo explico. Ella estaba montada encima de él sin bragas y con la falda subida intentando quitarle los pantalones. Tuvimos que despertarle para traerle a la comisaría -añadió Harken conteniendo la risa.
– ¿Les hicieron foto?
– ¿En la escalinata? -replicó Harken a punto de echarse a reír.
– No. En la escalinata no -replicó Clarke en tono circunspecto-En Torphichen.
– Ah, sí, les hicimos fotos.
– ¿Las conservan?
– Pues, no sé.
– Bien, compruébelo -dijo Clarke-. Por favor -añadió.
– Bueno, sí -dijo Harken a regañadientes.
– Gracias.
Colgó. Una hora después le enviaron las fotos con un coche patrulla. Las de Mackie eran mejores que las del albergue. Miró sus ojos desenfocados. Tenía el cabello mucho más oscuro y peinado hacia atrás; su rostro era más bronceado o curtido de vivir al aire libre y llevaba barba de un par de días, pero no tenía peor aspecto que muchos turistas de mochila. Advirtió en él una mirada extraña como si por más que durmiese nunca fuera a olvidar lo que había visto. Clarke no pudo contener una sonrisa al ver las fotos de Dezzi: sonreía como si estuviera en el mejor de los mundos, ajena a todo.
Harken había anotado en el sobre: «Otra cosa. Interrogamos a Mackie a propósito del incidente y nos dijo que él no era ya ningún "bruto sexual" pero por un error en la transcripción le tuvimos encerrado unas horas para comprobar si era delincuente sexual. No tenía antecedentes».
Sonó de nuevo el teléfono y le dijeron del mostrador de entrada que tenía visita.
Era un hombre bajo, gordo y rubicundo. Vestía un traje príncipe de Gales a cuadros con chaleco y se enjugaba la frente con un pañuelo del tamaño de un mantel. Tenía una calva reluciente pero con bastante pelo a los lados, que se peinaba sobre las orejas. Dijo llamarse Gerald Sithing.
– He leído esta mañana en el periódico lo de Chris Mackie y me he llevado un disgusto -dijo con voz trémula clavando en ella sus ojillos.
– ¿Usted le conocía? -preguntó Clarke cruzando los brazos.
– Oh, sí, desde hacía años.
– ¿Podría describírmelo?
El hombre la miró y dio una palmada.
– Ah, claro, cree que soy un chalado que viene a reclamar su fortuna -dijo con una risa seca.
– ¿No lo es?
El hombre se enderezó y dio de carrerilla una correcta descripción física de Mackie. Clarke se rascó la nariz.
– Venga por aquí, por favor.
Había un cuarto de interrogatorios a un lado del mostrador. Hizo pasar al hombre y cerró. A veces servía de almacén pero aquel día no había nada; sólo una mesa y dos sillas, con las paredes desnudas y ni cenicero ni papelera.
Sithing se sentó y miró intrigado el cuarto. Clarke, de rascarse la nariz había pasado a pellizcársela. Empezaba a dolerle la cabeza y se sentía exhausta.
– ¿Cómo conoció al señor Mackie?
– Por pura casualidad. En uno de los paseos diarios que yo daba entonces por los Meadows.
– ¿Cuándo?
– Oh, hará siete u ocho años. Hacía un espléndido día de verano y fui a sentarme en un banco en el que había un hombre… desaliñado, un vagabundo. Y empezamos a hablar. Creo que fui yo quien rompió el hielo, comentando algo sobre el buen tiempo.
– ¿Y él era el señor Mackie?
– Exacto.
– ¿Dónde vivía en aquel entonces?
Sithing volvió a reírse.
– ¿Sigue desconfiando, verdad? -dijo, esgrimiendo un dedo como una salchicha-. Vivía en una especie de albergue del Grassmarket. Al día siguiente nos encontramos allí y luego adquirimos la costumbre de vernos. A mí me agradaba.
– ¿De qué hablaban?
– Del mundo y de cómo lo destruíamos. A él le interesaba Edimburgo por lo mucho que está cambiando su arquitectura. Era muy anti.
– ¿Muy anti?
– Estaba en contra de las nuevas construcciones. Tal vez al final no pudo aguantarlo.
– ¿Se suicidó en protesta por la arquitectura fea?
– La desesperación tiene diversas causas -replicó el hombre en tono admonitorio.
– Disculpe si le he parecido…
– Oh, no es culpa suya. Es porque está cansada.
– ¿Tanto se me nota?
– Seguramente Cristo también estaba cansado. Es lo que quería decir.
– ¿Le habló Mackie de su vida?
– Algo me contó. Me hablaba del albergue y de la gente que conocía…
– Me refiero a su pasado. ¿Le contó su vida anterior a la calle?
Sithing negó con la cabeza.
– Él prefería escuchar porque Rossylin le tenía fascinado.
Clarke creyó haber oído mal.
– ¿Rosalind? -preguntó.
– Rossylin. El Templo.
– ¿Qué pasa con la iglesia?
– Yo le he dedicado toda mi vida -dijo Sithing inclinándose-. ¿No ha oído hablar de los Caballeros de Rossylin?
Clarke comenzaba a encontrarse mal. Dijo que no. Le dolían las órbitas de los ojos.
– Pero ¿sabrá que en el dos mil será revelado el secreto de Rossylin?
– ¿Qué es eso, algo de la New Age?
– Es histórico -replicó el hombre con desdén.
– ¿Cree usted que Rossylin es un lugar… especial?
– ¿Por qué, si no, voló Rudolf Hess a Escocia? Hitler estaba obsesionado con el Arca de la Alianza.
– Lo sé. He visto tres veces En busca del arca perdida. ¿Pretende usted decirme que Harrison Ford se equivocó de lugar?
– Ríase si quiere -dijo Sithing con gesto despreciativo.
– ¿Era ése su tema de conversación con Chris Mackie?
– ¡Él era un acólito! -respondió el hombre dando un palmetazo en la mesa-. Era un creyente.
– ¿Usted sabía que tenía dinero? -preguntó Clarke levantándose.
– ¡El habría querido que fuera a parar a los Caballeros!
– ¿Sabe usted algún dato sobre él?
– Nos dio cien libras para nuestras investigaciones. Bajo el suelo del templo, allí es donde está enterrado.
– ¿El qué?
– ¡El portal! ¡La puerta!
Clarke abrió la puerta y agarró a Sithing del brazo, un miembro blando como sin huesos.
– Fuera -ordenó.
– ¡El dinero pertenece a los Caballeros! ¡Éramos su familia!
– Fuera -repitió Clarke.
Apenas se resistió. Lo introdujo en la puerta giratoria y la empujó para echarle a la calle Saint Leonard, donde el hombre se volvió a mirarla furioso. Tenía la cara más enrojecida aún de rabia y le caían mechones de pelo sobre los ojos. Comenzó despotricar pero ella le dio la espalda. Vio que el sargento del mostrador la miraba con una sonrisita.
– No se le ocurra -le advirtió ella.
– Me he enterado de que mi tío Chris ha muerto -dijo el hombre sin hacer caso de su aviso cuando Clarke subía la escalera-. Me dijo que me dejaría algo en herencia. ¿Qué posibilidades tengo, Siobhan? ¡Ande, sólo algunas libras de mi querido tío Chris!
Sonaba el teléfono cuando llegó a su mesa y lo descolgó frotándose las sienes con la mano libre.
– ¡Diga! -exclamó.
– Oiga… -era una voz de mujer.
– ¿Quién es, la hermana desconocida del mendigo? -preguntó dejándose caer en la silla.
– Soy Sandra. Sandra Carnegie.
Aquel nombre no le decía nada.
Cerró los ojos.
– La otra noche fuimos al Marina.
– Ah, sí, perdona, Sandra.
– Llamaba por si se sabía…
– Es que he tenido un día tremendo -añadió Clarke.
– … algo, porque como no me dicen nada…
Clarke suspiró.
– Lo siento, Sandra. Ya no llevo yo el caso. ¿Con quién trataste en Delitos Sexuales?
Sandra Carnegie balbució algo ininteligible.
– No te entiendo.
– ¡Digo que sois todos iguales! -le espetó Sandra enfurecida-. ¡Fingís que os preocupa pero no hacéis nada por detenerle! Cada vez que salgo me pregunto si me estará acechando. ¿En el autobús, cuando cruzo la acera…? -añadió casi sollozando-. Yo creía que tú… que habíamos…
– Lo siento, Sandra.
– ¡Deja de decir eso, por Dios!
– Tal vez si yo hablo con los agentes de Delitos Sexuales…
Habían cortado. Colgó; luego volvió a coger el receptor y lo dejó sobre la mesa. Tenía el número de Sandra en algún sitio, pero con tanto caos de papeles tardaría horas en encontrarlo.
Cada vez le dolía más la cabeza.
Los farsantes y los lunáticos no la dejarían en paz.
¿Qué clase de trabajo era el suyo que hacía que una se sintiera tan mal consigo misma?
La buena mañana invitaba a un largo viaje en coche. El cielo era azul claro con nubecillas, casi no había tráfico y en el casete sonaba Page/Plant. Un viaje le ayudaría a despejar la cabeza, con el valor añadido de librarse de la reunión matinal. Le dejaba a Linford todo el protagonismo.
Salió de Edimburgo de cara al tráfico de entrada de la hora punta. En Queensferry Road los coches avanzaban despacio y en la circunvalación de Barnton había la caravana habitual. Vio nieve en el techo de algunos coches y en los camiones de grava que habían salido al amanecer. Paró en una gasolinera a repostar y a tomarse otros dos paracetamoles con una lata de Irn-Bru. Al cruzar el puente Forth vio que en el del ferrocarril habían instalado el reloj del Milenio; era un recordatorio que a él le sobraba. Recordó un viaje a París con su ex mujer; haría… ¿veinte años? Allí había un reloj igual frente al centro Beaubourg, pero no funcionaba.
Hacía un viaje al pasado, rememorando las vacaciones de su infancia. Al salir de la M90 vio que aún faltaban más de treinta kilómetros. ¿Tan lejos estaba Saint Andrew? Era un vecino quien solía llevarles allí: su padre, su madre y él y su hermano. Tres personas apretujadas en el asiento de atrás, con las bolsas entre las piernas y la pelota y las toallas en el regazo. El viaje duraba una mañana entera y los vecinos les despedían agitando la mano como si fueran de expedición. Una expedición al mundo desconocido del Fife nororiental con destino al camping de caravanas, donde les aguardaba una de alquiler con cuatro literas y olor a alcanfor y a lámpara de gas. Por la noche iban al barracón de los servicios, lleno de insectos, de polillas y arañas patudas cuya sombra agigantada se proyectaba sobre las paredes enjalbegadas. Después volvían a jugar a las cartas y al dominó en la caravana y ganaba casi siempre su padre, a no ser que su madre le convenciera para que no hiciese trampa.
Eran dos semanas; las llamaban «la quincena de la feria de Glasgow». En Saint Andrew no había feria y a veces llovía una semana seguida. Se ponían los impermeables de plástico y daban paseos desapacibles, y cuando despuntaba el sol aún se notaba el frío; a él y a su hermano se les amorataba la piel jugando en el mar del Norte y saludando con la mano a los barcos que surcaban el horizonte; su padre les decía que eran barcos rusos que venían a espiar una base de la RAF que se encontraba cerca de allí.
Cuando sólo faltaban unos kilómetros, lo primero que vio fue el campo de golf, y nada más entrar en Saint Andrew tuvo la impresión de que el pueblo no había cambiado. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿Dónde estaba la calle principal con sus zapaterías, tiendas de ofertas y cadenas de comida rápida? Bueno, Saint Andrew podía pasarse sin ellas. Reconoció el lugar que ocupaba antaño una tienda de juguetes, convertida ahora en heladería. Vio un salón de té, unos antiguos almacenes… y estudiantes; estudiantes por doquier. Alegres y bulliciosos. Miró los letreros de las calles; aunque era una localidad pequeña de seis o siete calles importantes, se despistó dos veces antes de dar con un antiguo arco de piedra.
Aparcó junto a un pequeño cementerio. Enfrente había una verja con portón que daba paso a un edificio neogótico que más parecía iglesia que colegio, aunque el letrero de la entrada no dejaba lugar a dudas: Academia Haugh.
Se preguntó si sería necesario cerrar el coche; lo hizo de todos modos, por la fuerza de la costumbre.
Un grupo de quinceañeras se dirigía al edificio. Todas vestían blazer y falda gris, con blusa blanca impecable y corbatín escolar ajustado. En la entrada había una mujer con un abrigo largo de lana negra.
– ¿El inspector Rebus? -preguntó cuando él se disponía a entrar. El hizo un gesto afirmativo-. Soy Billie Collins -añadió ella tendiendo rápido la mano y dándole un firme apretón.
En aquel momento pasó por su lado una alumna con la cabeza gacha y Collins, chasqueando la lengua, la agarró del hombro.
– Millie Jenkins, ¿has terminado los deberes?
– Sí, señorita Collins.
– ¿Los ha visto la señorita McCallister?
– Sí, señorita Collins.
– Puedes irte.
La soltó y la chica se fue como quien huye del diablo.
– ¡No corras, Millie! ¡Camina! -exclamó la profesora, y siguió mirándola para ver si obedecía. Se volvió hacia Rebus-. Ya que hace tan buen día, he pensado que podríamos dar un paseo.
Rebus asintió con la cabeza preguntándose si no habría algún otro motivo para que no le hiciera entrar en el colegio.
– Saint Andrew me trae recuerdos -dijo Rebus.
Caminaban cuesta abajo cruzando un puente sobre un riachuelo; a la izquierda se veía el puerto con su malecón y el mar cerraba la panorámica. Rebus señaló hacia la derecha pero bajó el brazo temiéndose que ella le dijera: «¡No señales, John Rebus!».
– Veníamos aquí de vacaciones… a ese camping de ahí arriba.
– Kinkell Braes -dijo Collins.
– Eso es. Había un campo de golf. Mire, aún se aprecia el contorno -añadió señalando con un gesto.
Tenían la playa a sus pies. Un paseante solitario, que iba con un perro labrador, al llegar junto a ellos les saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Un saludo típicamente escocés, más evasivo que otra cosa. Al perro le chorreaba el pelo del vientre por haber entrado en el agua. Desde el mar soplaba un viento helado y cortante, y Rebus pensó que Billie Collins lo habría calificado de tonificante.
– ¿Sabe que es el segundo policía con quien hablo desde que estoy aquí? -dijo ella.
– Aquí no habrá mucha delincuencia.
– Únicamente los clásicos escándalos estudiantiles.
– ¿Cuál fue la otra ocasión?
– ¿Cómo dice?
– La otra ocasión en que habló con un policía.
– Ah, el mes pasado; por lo de la mano cortada.
Rebus asintió. Lo había leído en el periódico: una broma estudiantil; en el aula de anatomía habían robado miembros humanos que aparecieron después esparcidos por el pueblo.
– Se llama el día de la Pasa -comentó Billie Collins.
Era alta y huesuda, de pómulos marcados y cabello negro de aspecto quebradizo. También Seona Grieve era profesora. Roddy Grieve se había casado con dos maestras. Su perfil mostraba una frente protuberante, ojos hundidos y nariz puntiaguda. A sus rasgos masculinos unía una voz fuerte y profunda. Llevaba zapatos negros de tacón bajo, una falda azul marino por debajo de las rodillas y un suéter azul de lana con un gran broche celta.
– ¿Alguna ceremonia de iniciación? -preguntó Rebus.
– Los estudiantes de tercer curso gastan novatadas a los de primero; se disfrazan y beben de lo lindo.
– Y roban restos humanos.
– Es la primera vez que sucede, que yo sepa -replicó ella mirándole-. Fue una simple broma. La mano apareció en la verja del colegio y algunas de mis alumnas se desmayaron del susto.
– Dios santo.
Iban más despacio y Rebus señaló un banco. Se sentaron a discreta distancia uno de otro y Collins se estiró el bajo de la falda.
– ¿Dice que venía aquí de vacaciones?
– Casi todos los veranos. Jugaba en la playa y subía al castillo. Había una especie de mazmorra…
– Las bodegas.
– Ah, claro. Y una torre con fantasma…
– La de Saint Rule, junto a la catedral.
– ¿Donde yo he dejado el coche? -ella asintió y Rebus se echó a reír-. De niño todo me parecía mucho más lejos.
– ¿Usted habría jurado que Saint Rule estaba más apartada del campo de golf? -preguntó la mujer pensativa-. ¿Y por qué no?
Rebus dijo que sí con un gesto lento como si hubiera comprendido. Ella se refería a que el pasado era un lugar aparte al que no se puede regresar. Él había sufrido un engaño creyendo que el pueblo era el mismo de antes. Pero era él quien había cambiado; eso era lo que contaba.
Ella respiró profundamente y cruzó las manos en el regazo.
– Inspector, usted viene a hablar de mi pasado, que es un tema doloroso. Yo si pudiera lo evitaría porque hay pocos recuerdos agradables y no son esos los que a usted le interesan.
– De verdad que le agradezco…
– No me lo creo. Roddy y yo nos conocimos aquí mismo siendo muy jóvenes, en el segundo año de la carrera. En Saint Andrew fuimos felices y quizá eso me ha permitido quedarme en el pueblo. Cuando Roddy obtuvo su empleo en el ministerio de Escocia… -sacó un pañuelito de la manga, no porque fueran a saltársele las lágrimas sino para toquetear el algodón y mirar fijamente el bordado.
Rebus miró al mar fantaseando con los barcos de espías que probablemente no eran sino botes de pesca, transformados por la imaginación.
– La peor época fue al nacer Peter -prosiguió ella- cuando Roddy más trabajo tenía. Vivíamos en casa de mis suegros y además su padre estaba enfermo, yo sufrí una depresión posparto… Bueno, aquello fue un verdadero infierno. -Alzó la vista; ante ella se extendía la playa, donde el labrador corría dando saltos a recoger una rama, aunque la mujer veía otra escena-. Roddy se sumergió en su trabajo, era su manera de escapar de todo, imagino.
Entonces Rebus también veía sus propias escenas: más horas de trabajó cada día por retrasar el momento de volver a casa. No más discusiones políticas, no más luchas de almohadones, nada excepto el convencimiento del fracaso, pero había que evitar que Sammy sufriera; era el último pacto tácito entre marido y mujer. Hasta que Rhona le dijo que era para ella como un extraño y se marchó con la niña.
No recordaba que sus padres discutieran. El dinero siempre había sido un problema y semanalmente ahorraban lo que podían para las vacaciones de los niños. Se apretaban el cinturón pero a Johnny y Mike no les faltaba de nada: llevaban ropa remendada y usada pero comían caliente, tenían re galos en Navidad y vacaciones en verano. Tomaban helados y alquilaban hamacas en la playa y volvían al camping comiendo patatas fritas. Jugaban al golf e iban de excursión al parque de Craigtoun, donde había un trenecito que discurría por un bosquecillo con casas de enanitos. Todo era fácil e inocente.
– Él bebía cada vez más -dijo ella- y yo regresé aquí con Peter.
– ¿Tanto bebía?
– Lo hacía a escondidas; guardaba las botellas en su despacho.
– Seona asegura que no bebía mucho.
– Es lógico, ¿no cree?
– ¿Por su reputación?
Billie Collins suspiró.
– No sé si sería culpa de Roddy. Debió de ser por su familia y el modo que tenían de agobiar a los demás -dijo mirándole-. Creo que él siempre soñó con llegar al Parlamento, y justo cuando lo tenía al alcance de la mano…
– Tengo entendido que adoraba a Cammo -Rebus se removió en el asiento.
– No creo que ésa sea la palabra exacta, pero sí me parece que le habría gustado poseer ciertas dotes de Cammo.
– ¿Por ejemplo?
– Cammo es encantador y cruel y a veces su crueldad es tanto mayor cuanto más encantador se muestra ante los demás. A Roddy le atraía esa faceta de su hermano, esa habilidad para fingir.
– Pero había otro hermano.
– ¿Se refiere a Alasdair?
– ¿Usted le conoció?
– A mí me gustaba Alasdair, pero comprendo que se marchara.
– ¿Cuándo se marchó?
– Creo que a finales del setenta y nueve.
– ¿Sabe por qué motivo?
– No lo sé. Tenía un socio, Frankie o Freddy…, un nombre así. Siempre andaban juntos.
– ¿Eran amantes?
– Yo no lo creo -se encogió de hombros-. Y Alicia tampoco. Aunque pienso que no le habría importado tener un hijo homosexual.
– ¿A qué se dedicaba Alasdair?
– Hacía de todo. Tuvo un restaurante en Dundas Street: el Mercurio, pero me parece que desde entonces habrá cambiado de dueño más de diez veces. El no sabía llevar al personal. Se metió en asuntos inmobiliarios, que creo que era a lo que se dedicaba Frankie o Freddy… y también invirtió en un par de bares. Ya le digo, inspector, hacía de todo.
– ¿Pero nada en el terreno de la política o del arte?
– Dios mío, no -respondió ella con un bufido-. Alasdair era muy realista -hizo una pausa-. ¿Qué tiene que ver Alasdair con Roddy?
– Trato de saber cómo era Roddy, y Alasdair es una pieza de tantas en el rompecabezas -contestó Rebus metiendo las manos en los bolsillos.
– Es un poco tarde para averiguarlo, ¿no cree?
– Es posible que sabiendo cómo era pueda descubrir quiénes eran sus enemigos.
– Nunca sabemos realmente quiénes son nuestros enemigos, ¿no cree? El lobo con piel de cordero, y todo eso.
Rebus asintió con la cabeza, estiró las piernas y las cruzó por los tobillos, pero Billie Collins se levantó.
– Podemos ir a Kinkell Braes. Está a cinco minutos y tal vez le interese.
Lo dudaba, pero a medida que ascendían por aquel sendero hacia el camping recordó otra cosa de su infancia: un hoyo artificial profundo con paredes de cemento, que había a un lado del sendero y del que siempre se alejaba por temor a caer en él. ¿Sería alguna conducción de agua? Recordaba que en el fondo chorreaba algo.
– ¡Dios, aquí está! -exclamó asomándose. Habían puesto una valla protectora y ya no le parecía tan hondo, pero era el mismo-. Esto me causaba pavor -dijo mirando a Billie Collins-. A un lado tenía el barranco y al otro, esto. Me costaba Dios y ayuda bajar por aquí y tenía pesadillas con el agujero.
– Es difícil de creer -dijo ella pensativa-. Aunque puede que no -añadió echando a andar.
– ¿Qué tal se llevaba Peter con su padre? -preguntó él dándole alcance.
– ¿Cómo se llevan padres e hijos?
– ¿Se veían a menudo?
– Yo nunca impedí que Peter viera a su padre.
– Eso no contesta exactamente a mi pregunta.
– Es la única contestación que se me ocurre.
– ¿Cómo reaccionó Peter cuando se enteró de que su padre había muerto?
Ella se detuvo y se volvió hacia él.
– ¿Qué trata de insinuar?
– Tiene gracia, yo estaba pensando en qué es lo que usted trata de ocultar.
– Bueno, pues así estamos en paz, ¿no? -replicó ella cruzando los brazos.
– Sólo quiero saber si se llevaban bien, porque la última canción que compuso Peter sobre su padre se titula Reproche final, y no creo que aluda precisamente a afecto y buena armonía.
Estaban en lo alto del sendero, ya frente a las filas de caravanas con las ventanas vacías aguardando la llegada del verano, con las bombonas de gas y los ánimos calmados.
– ¿Aquí venía de vacaciones? -preguntó Billie Collins mirando a su alrededor, el monótono campamento y el mar del Norte embravecido, haciendo abstracción de la simple anécdota-. Pobrecillo.
– Reproche final es un buen título -pensó en voz alta-. A mí me costó años entender al clan, inspector. No se esfuerce y busque algo verosímil.
– ¿Como qué?
– Evoque el pasado para que esta vez dé resultado.
– Podría colocarme una mesa redonda en mi cuarto de estar. Aunque eso no me convierta necesariamente en Merlín -replicó él.
Fue por la carretera de la costa hasta Kirkcaldy y paró a almorzar en el golf Lundin. El padre de un cliente amigo suyo del Oxford era el dueño del hotel Old Manor y Rebus le había prometido pasar un día por allí. Comió sopa de marisco y pescado del día guisado con sencillez y acompañado de agua mineral, tratando de no escarbar en el pasado, en el pasado de nadie. Después, George hizo de cicerone. Desde el bar se disfrutaba de una vista impresionante del campo de golf completamente rodeado por un mar que moría en el horizonte. Un rayo de sol atravesó las nubes y Bass Rock apareció ante sus ojos como una pepita de platino.
– ¿Usted juega? -preguntó George.
– ¿Cómo? -replicó Rebus sin apartar la vista del panorama.
– Si juega al golf.
Rebus negó con la cabeza.
– Lo probé cuando era niño pero no se me daba bien-añadió apartando al fin la mirada de la vista-. ¿Cómo puede usted ir a beber al Oxford teniendo aquí esto?
– Yo sólo bebo de noche, John, y cuando oscurece no se ve nada de esto.
Tenía razón. La oscuridad puede hacerte olvidar la más inmediata realidad. La oscuridad engulliría el camping, el campo de golf y la torre de Saint Rule. Engulliría delitos, agravios y remordimientos. Si cedías a su imperio comenzabas a distinguir bultos invisibles para los demás, pero que no podías definir: movimiento tras una cortina, sombras en un callejón.
– ¿Ve cómo brilla Bass Rock?
– Sí.
– Es el reflejo del sol en las cagarrutas de las aves -dijo levantándose-. No, quédese aquí, que traeré café.
Rebus siguió junto al ventanal contemplando el magnífico día de diciembre, cagarrutas incluidas, mientras sus pensamientos daban continuas vueltas en la oscuridad. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? ¿Querría verle Lorna? George regresó con el café y le dijo que había una habitación libre.
– Me parece que no le vendrían mal unas horas de descanso.
– Por Dios, hombre, no me tiente -respondió Rebus tomándose el café.
Los pasillos del hospital tenían una buena insonorización y las enfermeras cruzaban las puertas como flechas mientras los médicos, con sus tablillas sujetapapeles, hacían la ronda. No había camas, sólo salas de espera, cuartos de reconocimiento y despachos. A Derek Linford no le gustaban los hospitales porque había visto morir a su madre en un hospital. Su padre aún vivía pero casi no se hablaban; sólo se llamaban alguna vez por teléfono. En cuanto él tuvo edad de votar y votó a los conservadores, se ganó el repudio del padre. Así era el hombre, tozudo y lleno de rencor absurdo. Derek le había objetado con sorna: «¿Cómo vas a ser tú de la clase trabajadora si hace veinte años que no trabajas?». Era cierto, cobraba una pensión de invalidez permanente por un accidente en la mina. Una invalidez que aparecía a su conveniencia, pero nunca cuando iba al pub con sus amigos. Mientras, la madre se dejó la piel en la fábrica hasta que la enfermedad se la llevó por delante.
Derek Linford había hecho carrera no a pesar de sus orígenes sino precisamente por ellos, ascendiendo en la jerarquía para fastidiar a su padre y hacerle saber a su madre que era él quien tenía razón. El viejo, no tan viejo a sus cincuenta y ocho años, seguía viviendo en una casa pareada, de protección oficial. Linford pasaba a veces en coche por delante de ella, aminorando la marcha sin importarle que le viera. A veces un vecino le saludaba con la mano al reconocerle. ¿Se lo contaría a su padre? «Vi a Derek el otro día por aquí. ¿Así que seguís viéndoos…?» Se preguntaba cuál sería la reacción de su padre; un gruñido, seguramente, y vuelta a enfrascarse en las páginas de deportes y en sus crucigramas rápidos. Cuando él era estudiante su padre se dedicaba a preguntarle vocablos para rellenar el crucigrama y él se estrujaba el cerebro, pero cualquier respuesta que le daba siempre estaba mal. Tardó tiempo en darse cuenta de que el viejo se inventaba las palabras y que siempre que él sugería alguna le replicaba: «No burro, eso no es», y le daba como solución una palabra que no existía en el diccionario.
Aquél no era el hospital donde había muerto su madre. En su último momento, con la respiración ya débil, la mujer le cogió la mano, diciéndole con la mirada que no le importaba dejar este mundo. Estaba gastada como una máquina a punto de estropearse del todo, a ella le habían faltado cuidados. El viejo estaba a los pies de la cama con un ramo de claveles del jardín de un vecino y unos libros que había sacado de la biblioteca; unos libros que ella ya no podría leer nunca.
No era de extrañar que detestara los hospitales. Sin embargo al ingresar en el Cuerpo había pasado muchas horas en hospitales aguardando las curas de víctimas y agresores para hacer el atestado. Sabía lo que era la sangre y los vendajes, había visto caras tumefactas, miembros retorcidos; había asistido a la sutura de una oreja y un día contempló un hueso grisáceo que salía de una pierna destrozada. Accidentados de tráfico, víctimas de atracos, mujeres violadas.
No era de extrañar.
Al fin dio con la sala de espera para familiares. Un lugar recogido para los parientes que «aguardan noticias de sus seres queridos», como había señalado la recepcionista. Pero nada más abrir la puerta le asaltó el ruido sordo y entrecortado de una máquina expendedora, le envolvió una nube de humo de tabaco y le deslumbró el resplandor de un televisor. Había dos mujeres de mediana edad fumando como descosidas que le miraron un instante para volver a fijar su atención en el programa de la tele.
– ¿La señora Ure?
– Usted no es el médico -dijo una de ellas, aunque se volvieron a mirarle las dos.
– No -respondió a la que había hablado-. ¿Es usted la señora Ure? -preguntó.
– Lo somos las dos. Yo soy su cuñada.
– ¿Quién es la señora Archie Ure?
– Soy yo -respondió la que no había dicho nada poniéndose en pie; al ver que llevaba en la mano el cigarrillo lo apagó.
– Soy el inspector de policía Derek Linford y vengo a ver si se puede hablar con su marido.
– Póngase a la cola -dijo la cuñada. -Lamento que… ¿Es grave?
– Ya había tenido problemas cardíacos -contestó la esposa de Archie Ure-, nunca dejó de trabajar por aquello en lo que creía.
Linford asintió con la cabeza. Estaba al corriente de quién era Archie Ure, jefe del Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y concejal desde hacía más de veinte años, un miembro del laborismo histórico, muy apreciado entre sus amigos y verdadera espina para algunos «reformistas». Ure había publicado en el Scotsman hacía un año más o menos unos artículos que le causaron problemas con el partido, pero, después del rapapolvo, había presentado su candidatura a un escaño en el Parlamento escocés sin pensar probablemente en la posibilidad de que surgiera un arribista como Roddy Grieve capaz de arrebatarle el nombramiento oficial del partido. A él que, en la campaña del setenta y nueve había trabajado como nadie, veinte años después el partido le relegaba a un segundo puesto en la lista de una circunscripción y la promesa de un cargo junto al primero de la lista.
– ¿Van a operarle? -preguntó Linford.
– ¿No te digo? -replicó la cuñada mirándole furiosa-. ¿Cómo demonios vamos a saber nosotras si le operan? Los de la familia son los últimos en enterarse -añadió levantándose.
Linford dio un paso atrás. Eran unas mujeronas adictas a la dieta escocesa: tabaco y manteca, con zapatillas deportivas y cinturillas elásticas con corpiños a juego, capaces probablemente de tumbarle de un puñetazo.
– Sólo pretendía saber…
– ¿Qué es lo que quería saber? -preguntó la esposa secundando la ira de su compañera y cruzando los brazos-. ¿Qué quiere de mi Archie?
«Hacerle unas preguntas… porque es sospechoso de homicidio.» No, eso no podía decírselo. Hizo un gesto evasivo.
– Puedo esperar -dijo.
– ¿Tiene algo que ver con Roddy Grieve? -preguntó la mujer. Pero a aquello tampoco podía contestar-. Ya me lo figuraba. Por culpa suya está aquí mi Archie. Dígale a la guarra de la viuda que no lo olvide. Y si mi Archie…, si acaso… -añadió bajando la cabeza y rompiendo en sollozos mientras su cuñada le pasaba un brazo por los hombros.
– Vamos, Isla, se pondrá bien. ¿Ya está contento? -dijo la cuñada mirando a Linford, que dio media vuelta dispuesto a marcharse.
Pero se detuvo.
– ¿Qué quiso decir con que es culpa de Roddy Grieve?
– Pues que muerto Grieve, Archie habría debido sustituirle en la lista.
– ¿Y bien?
– Pero ahora la viuda ha propuesto su nombre a la candidatura sabiendo que esos cabrones del comité lo aceptarán. Ay, sí, Isla, han vuelto a joderle, a joderle como siempre. Jodido hasta la hora de su muerte.
– Francamente, sería absurdo que no lo hicieran.
Después del hospital, el bar especializado en vinos de High Street era un desahogo. Linford dio un sorbo a su Chardonnay frío y preguntó a Gwen Mollison por qué. Mollison era alta, con pelo rubio largo y rondaría los treinta y cinco años. Usaba gafas de montura metálica que agrandaban sus ojos bien poblados de pestañas y en aquel momento jugueteaba con el móvil que había dejado en la mesa entre ellos dos junto a una abultada agenda de anillas. Miraba incesantemente a un lado y a otro como si esperase ver a algún amigo o conocido. Linford iba preparado y sabía que Mollison era la número tres del departamento de viviendas de protección oficial del ayuntamiento. No tenía el curriculum de Roddy Grieve, ni la veteranía de Archie Ure, y por eso no había logrado el nombramiento, pero se le auguraba un brillante porvenir. Era de origen proletario y nueva laborista hasta la médula; hablaba bien en público y tenía buena presencia. Aquel día vestía un conjunto de chaqueta y pantalón de lino color crema, tal vez de Armani. Linford había reconocido en ella un alma gemela y arrimó el móvil cuarenta centímetros al suyo.
– Es un golpe de efecto de relaciones públicas -dijo Mollison.
Tenía delante un vaso de Zinfandel pero también había pedido agua mineral y hasta el momento era lo único que había bebido. A Linford le gustó la táctica: no ser un abstemio, pedir alcohol, pero ingeniárselas de algún modo para consumir sólo agua mineral.
– Me refiero a que buscan el voto emocional -prosiguió ella-. Seona tiene amigos en el partido y en militancia no se queda atrás de Roddy.
– ¿Usted la conoce?
Mollison negó repetidamente con la cabeza, no por la pregunta en sí, sino por su irrelevancia.
– Yo no creo que se lo pidiera el partido; habría sido de mal gusto. Pero al prestarse ella, verían de inmediato las posibilidades -añadió cambiando de sitio el móvil para comprobar la cobertura.
Sonaba a jazz como música de fondo y apenas había clientes en las otras mesas por ser la hora baja de media tarde. Linford no había almorzado y acababa de terminar un bol de galletitas de arroz, pero estaba otro en camino.
– ¿Usted, personalmente, se ha llevado una decepción? -preguntó Linford.
Mollison se encogió de hombros.
– Otra vez será -dijo con aplomo, sin inmutarse.
Linford estaba seguro de que lo lograría en pocos años, y, en previsión, le entregó su tarjeta de visita, una de las buenas con letras en relieve, con el número particular escrito detrás. «Por si acaso», dijo. Poco después ella advirtió que contenía un bostezo y le preguntó si le aburría.
– Es que anoche me acosté tarde -dijo él.
– Yo lo siento por Archie -continuó ella- porque tal vez haya sido su última oportunidad.
– ¿Pero no le han incluido en la lista regional?
– Claro, no tenían más remedio porque si no habría sido como hacerle de menos. Pero comprenda que esa lista depende de los votos que obtenga cada partido una vez asignados los escaños.
– Me parece que no la sigo.
– Aunque Archie fuese cabeza de esa lista, seguramente no saldría elegido.
Linford caviló al respecto pero siguió sin entenderlo.
– Es usted muy generosa -comentó para salir del paso.
– ¿Usted cree? -replicó ella con una sonrisa-. No entiende usted de política. Si acepto airosamente la derrota tengo puntos a mi favor para la próxima oportunidad. Hay que aprender a perder -añadió encogiéndose de hombros. Su chaqueta tenía hombreras y confería cierta robustez a su figura delgada-. Bueno, ¿no era de Roddy Grieve de quien íbamos a hablar?
– Usted no está entre los sospechosos, señorita Mollison -dijo Linford sonriente.
– Cuánto me alegro.
– A menos que la señora Grieve sufra un accidente. Mollison lanzó una carcajada aguda que llamó la atención de las otras mesas y se llevó una mano a la boca.
– Dios, no debería reírme, no vaya a tentar al destino.
– ¿En qué sentido?
– No sé… Imagínese que la atropella un coche.
– Entonces tendría que volver a hablar con usted -dijo él abriendo el bloc y cogiendo el bolígrafo. Era un Mont Blanc que ella había elogiado previamente-. Quizá sea conveniente que anote su número de teléfono -añadió con una sonrisita.
La última candidata de la lista, Sara Bone, era asistenta social en un barrio del sur de Edimburgo. La localizó en un centro de día de la tercera edad y se sentaron a hablar en el invernadero en medio de plantas marchitas por dejadez, como comentó Linford.
– Todo lo contrario -replicó ella-. Es por exceso de cuidados porque todos se sienten obligados a regarlas y tan malo es mucha agua como poca.
Era una mujer pequeña de cara maternal encuadrada por un peinado juvenil con mechas.
– Ha sido horrible -comentó cuando él mencionó el asesinato de Roddy Grieve-. Este mundo va de mal en peor.
– ¿Puede poner remedio un diputado al Parlamento?
– Eso espero -respondió ella.
– Sólo que ahora no tendrá usted ninguna oportunidad.
– Para consuelo de mis ancianos -dijo ella señalando con la cabeza al interior del local-. Todos ellos se quejaban de que iban a echarme de menos.
– Es halagador ser imprescindible -comentó Linford, pensando que con aquella mujer perdía el tiempo.
Llamó a Rebus y se encontraron en Cramond. Los árboles frondosos del suburbio, ahora desnudos, le daban un aspecto desolado. Hablaban en la acera junto al BMW de Linford, quien acababa de informar a Rebus de sus indagaciones.
– ¿Y tú? -dijo Linford-. ¿Qué tal te fue en Saint Andrew?
– Bien. Di un paseo por la playa.
– ¿Y qué?
– ¿Qué de qué?
– ¿Hablaste con Billie Collins?
– A eso fui.
– ¿Y qué?
– No arrojó mucha luz sobre el asunto.
Linford le miró.
– No piensas decirme nada, ¿verdad? Aunque ella se hubiera confesado culpable yo sería el último en saberlo.
– Es mi modo de trabajar.
– ¿Guardarte las cosas para ti? -replicó Linford alzando la voz.
– Estás muy alterado, Derek. ¿No follas últimamente?
– ¡Jódete! -contestó Linford enrojeciendo.
– Vamos, vamos, puedes superar eso.
– Pero no quiero. No te lo mereces.
– Eso sí es una respuesta.
Rebus encendió un cigarrillo y comenzó a fumar en un silencio nada cordial. Seguía viendo Saint Andrew tal como era hacía ya casi medio siglo, consciente de que representaba una especie de prodigio sin saber exactamente cuál. No encontraba palabras para expresarlo; era como si lo perdido y lo perdurable se hubieran mezclado formando una nueva entidad mixta en la que cada una participase de la otra.
– ¿Vamos a hablar con ella?
Rebus suspiró, dio una calada y al ver que el humo iba a parar al rostro de Linford, pensó que tenía el viento a su favor.
– Pues, sí -dijo-, ya que estamos aquí.
– Da gusto ver tu entusiasmo. Seguro que a nuestros respectivos jefes les encantará.
– Vaya, a mí siempre me ha preocupado lo que piensan los jefes -replicó Rebus mirándole-. ¿Es que no te das cuenta de que yo soy lo mejor que podía haberte pasado? -Linford soltó una carcajada-. A ver, si no. Caso resuelto: tú te llevas los laureles. Caso no resuelto: me echas a mí la culpa. De una manera u otra no habrá discordancias entre tu jefe y el mío porque eres su niño bonito -añadió tirando el cigarrillo-. Cada vez que me niegue a compartir información contigo anótalo, así tendrás argumentos; y cada vez que te cabree o me salga por la tangente lo apuntas también.
– ¿A qué viene todo esto? ¿Es que te gusta el papel de paria?
– El paria no soy yo, hijo. Piénsalo -replicó Rebus-. Vamos a ver a la dama viuda -añadió desabrochándose la chaqueta y arrastrando las palabras como un vaquero del oeste.
Les abrió Hamish Hall, el portavoz de Roddy Grieve.
– Ah, hola de nuevo -dijo haciéndoles pasar.
Era un bonito chalet de ladrillo de los años treinta con un vestíbulo al que daban muchas puertas que Hall dejó atrás para conducirles a través del comedor hasta una ampliación nueva con un invernadero mucho más bonito, como advirtió Linford, que el del centro de ancianos. En un rincón zumbaba con brío un calefactor eléctrico. El mobiliario era de bambú, incluida la mesa con sobre de vidrio a la que estaban sentadas Seona Grieve y Jo Banks ante un montón de papeles. Las pocas macetas con plantas estaban muy bien cuidadas.
– Ah, hola -dijo Seona Grieve.
– ¿Quieren café? -preguntó Hamish Hall. Los dos dijeron que sí con la cabeza y él se dirigió a la cocina.
– Siéntense donde puedan -dijo Seona Grieve al tiempo que Jo Banks se levantaba a quitar periódicos y carpetas de un par de sillas.
Rebus cogió una carpeta y vio que decía: «Perspectivas. Orientaciones para los futuros candidatos al Parlamento escocés». En el margen había anotaciones manuscritas, seguramente del propio Roddy Grieve.
– ¿A qué se debe el placer? -preguntó Seona Grieve.
– Venimos a hacerle unas simples preguntas de seguimiento -respondió Linford sacando el bloc del bolsillo.
– Hemos sabido que va a ponerse los zapatos de su esposo -añadió Rebus.
– Mi pie es más pequeño que el suyo -replicó ella.
– Es posible -prosiguió Rebus- pero a nosotros nos falta un móvil del crimen y el inspector Linford cree que usted nos facilita uno.
Linford fue a protestar pero Jo Banks se le adelantó.
– ¿Creen que Seona iba a matar a Roddy para ocupar su candidatura? ¡Es absurdo!
– ¿Ah, sí? -dijo Rebus rascándose la nariz-. No sé, yo más bien me inclino por la hipótesis del inspector Linford. Constituye un móvil. ¿Había pensado en presentarse antes?
– ¿Se refiere a antes de que asesinaran a Roddy? -preguntó la viuda enderezando la espalda.
– Sí.
Seona Grieve reflexionó un instante y asintió con la cabeza.
– Sí, creo que sí.
– ¿Y por qué no lo hizo?
– Pues, no lo sé.
– Esto no puede tolerarse -terció Jo Banks, pero Seona Grieve le tocó ligeramente en el brazo.
– Déjalo, Jo. Será mejor que disipemos sus dudas -añadió fulminando a Rebus con la mirada-. Me decidió a ello pensar que cualquiera de los otros candidatos, Ure, Mollison o Bone, asumiría la candidatura de Roddy… Pensé que yo podía hacerlo, quizá mejor que ninguno de los tres, así que ¿por qué no probar?
– Es lo mejor que has podido hacer en memoria de Roddy -comentó Jo Banks-. Es lo que él habría deseado.
Sonaba a frase preparada y Rebus se preguntó si no habría sido Jo Banks quien se lo había sugerido a la viuda. Podría ser…
– Comprendo sus sospechas, inspector -añadió Seona Grieve-, pero de haber querido, habría podido presentar mi candidatura sin que a Roddy le importase. No necesitaba matarle para ello.
– Sí, pero el caso es que él ha muerto y usted está aquí.
– Aquí estoy -repitió ella.
– Con el apoyo de todo el partido -añadió Joe Banks-. Por tanto, si piensan hacer alguna imputación…
– Únicamente quieren descubrir quién mató a Roddy, ¿no es eso, inspector? -dijo Seona Grieve.
– Entonces, estamos aún del mismo lado, ¿no?
Rebus asintió otra vez con la cabeza, pero vio por la expresión de Jo Banks que no se quedaba muy convencida.
Cuando llegó Hall con el café en una bandeja Seona Grieve preguntó si hacían progresos en la investigación y Linford respondió con la palabrería habitual de que «seguían pistas» y que «aún no habían concluido las indagaciones», pero, pese a sus esfuerzos, las explicaciones no les parecieron muy convincentes. Seona Grieve cruzó una mirada con Rebus y ladeó la cabeza como dándole a entender lo que pensaba y se volvió hacia Linford para interrumpirle.
– Inspector, me da la impresión de que han avanzado muy poco.
– Van dando palos de ciego -añadió Jo Banks.
– En cualquier caso, confiamos en que… -comenzó a replicar Linford.
– Ah, sí claro. Ya veo que rebosa confianza. Por eso han venido aquí. Inspector Linford, yo soy profesora y he visto muchos alumnos que, igual que usted, acaban los estudios convencidos en lo más profundo de su ser de que podrán hacer lo que se han propuesto. Muchos se desengañan enseguida. Pero usted… -añadió esgrimiendo un dedo antes de volverse hacia Rebus, que soplaba el café para enfriarlo- a diferencia del inspector Rebus…
– ¿Qué? -inquirió Linford.
– El inspector Rebus ya no confía demasiado en nada. ¿No es verdad? -Rebus siguió soplando el café sin contestar-. El inspector Rebus está harto y desengañado de casi todo. Weltscbmerz. ¿Sabe lo que es, inspector?
– Creo que comí un poco la última vez que estuve en el extranjero -replicó Rebus.
– Cansado del mundo -añadió ella con una sonrisa de conmiseración.
– Pesimismo -agregó Hall.
– Usted no vota, ¿verdad, inspector? -prosiguió Seona Grieve-. Lo encuentra absurdo.
– Yo estoy a favor de los planes de creación de empleo -replicó Rebus, y Jo Banks lanzó una especie de silbido al tiempo que Hall emitía un bufido campechano-. Pero hay algo que no acabo de entender. ¿A quién recurro: al miembro del Parlamento escocés, al miembro del Parlamento escocés en la lista, al miembro del Parlamento por circunscripción o tal vez al diputado al parlamentario europeo? Eso es lo que quiero decir con creación de empleo.
– Yo no sé para qué me molesto -dijo Seona Grieve con voz queda cruzando las manos en el regazo.
– Porque es lo lógico -comentó Jo Banks tocándole la mano.
Seona Grieve miró a Rebus con lágrimas en los ojos y él desvió la mirada.
– Tal vez no sea el momento más adecuado -añadió-, pero usted nos informó de que su marido no bebía y tengo entendido que en cierto momento de su vida tuvo problemas con la bebida.
– ¡Por Dios santo! -exclamó Jo Banks entre dientes.
– Han hablado con Billie -añadió Seona Grieve sonándose.
– Sí -dijo Rebus.
– Ella trata de ensuciar el nombre de un difunto -balbució Jo Banks.
– Mire, señorita Banks, el problema es que no sabemos qué hizo Roddy Grieve en las horas anteriores a su muerte -dijo Rebus mirándola-. Hasta el momento nos consta que estuvo en un pub bebiendo a solas. Y necesitamos saber si era eso, un bebedor solitario, para así tal vez dejar de perder el tiempo intentando localizar a esos amigos con los que nos han dicho que salió a tomar unas copas.
– Déjalo, Jo -dijo Seona Grieve con voz tranquila-. El decía que necesitaba a veces salir solo -añadió dirigiéndose a Rebus.
– ¿Adonde habría podido ir?
– Nunca me decía dónde iba -respondió ella.
– ¿Y cuando pasaba las noches fuera de casa…?
– Supongo que dormiría en algún hotel o en el coche.
Rebus asintió con la cabeza y ella debió de leerle el pensamiento.
– Yo no creo que fuese el único que hace eso, inspector.
– Es posible -añadió él, que a veces se despertaba en el coche en cualquier carretera perdida sin saber dónde estaba-. ¿Tiene algo más que decirnos?
Ella negó despacio con la cabeza.
– Lo siento -añadió él-. De verdad que lo siento.
Dejó la taza de café en la mesa, se levantó y salió del cuarto.
Cuando Linford le dio alcance estaba sentado en el Saab con la ventanilla abierta. Linford se inclinó hasta casi rozarle la cara y él expulsó el humo hacia su lado.
– ¿Tú qué crees? -preguntó Linford.
Rebus pensó una respuesta. Ya era tarde y había oscurecido.
– Creo que estamos en la oscuridad dando golpes a lo que nos parecen murciélagos -contestó.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó enfadado Linford.
– Que nunca nos entenderemos -replicó Rebus encendiendo el motor.
Linford se quedó en el bordillo viendo alejarse el Saab. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a Carswell a Fettes. Tenía bien pensado lo que iba a decirle: «Me parece que Rebus va a ser un problema», pero mientras aguardaba a que le pusieran con el jefe cambió de idea. Si le decía eso a Carswell equivaldría a admitir un fracaso, una debilidad. Carswell lo comprendería, pero lo más seguro era que lo considerara un fracaso por su parte. Cortó la comunicación y se guardó el móvil. El problema tenía que resolverlo él.
Dean Coghill había muerto y la empresa ya no existía. El edificio lo ocupaba ahora una empresa consultora de diseño y en el antiguo almacén de materiales de construcción se alzaba un bloque de viviendas de tres plantas. Hood y Wylie lograron finalmente averiguar la dirección de la viuda.
– Tantos muertos… -comentó Grant Hood.
– En la especie humana, la esperanza de vida del varón es inferior a la de la hembra -dijo Ellen Wylie.
Como no pudieron averiguar el teléfono de la viuda de Coghill fueron al último domicilio conocido.
– Ya verás como ha muerto o vive de su pensión en Benidorm -comentó Wylie.
– ¿Tú crees que hay alguna diferencia? -replicó él.
Wylie sonrió, aparcó junto al bordillo y echó el freno de mano; Hood entreabrió la puerta y miró hacia abajo.
– Vale -dijo-, desde aquí al bordillo puedo ir andando.
Wylie le dio un codazo. «Hematoma seguro», pensó él.
La señora Coghill era una mujer bajita y dinámica de setenta y tantos años. No sabían si iba a salir o esperaba visitas porque la encontraron impecablemente vestida y arreglada. Al hacerles pasar al cuarto de estar oyeron ruido en la cocina.
– Es la asistenta -dijo ella, y Hood estuvo a punto de preguntarle si se arreglaba para recibir a la asistenta, pero pensó que estaba de más.
– ¿Quieren tomar una taza de té u otra cosa?
– No, gracias, señora Coghill -dijo Ellen Wylie sentándose en el sofá.
Hood permaneció de pie y la anciana se arrellanó en un sillón tan grande como para tres. Hood miró unas fotos enmarcadas de la pared.
– ¿Es éste el señor Coghill? -preguntó.
– Ese es Dean. Todavía le echo de menos.
Hood pensó que el sillón que ocupaba la viuda debía de ser el de su difunto esposo. En las fotos se veía a un hombre robusto, de brazos y cuello fuertes, con la espalda recta, que sacaba pecho y escondía la barriga. A juzgar por su rostro tuvo que ser buena persona siempre que no le buscaran las pulgas. Su pelo, corto, era plateado, y lucía un collar y una pulsera en la muñeca izquierda y un grueso Rolex en la derecha.
– ¿Cuándo murió? -preguntó Wylie en el tono que acostumbraba utilizar en aquellas circunstancias.
– Pronto hará diez años.
– ¿De enfermedad?
– El ya padecía del corazón, estuvo hospitalizado y le vieron especialistas, pero Dean era incapaz de parar, ¿saben? Su trabajo antes que nada.
– Para algunas personas es difícil parar -comentó Wylie asintiendo despacio con la cabeza.
– ¿Tenía algún socio, señora Coghill? -preguntó Hood, que se había sentado en el brazo del sofá.
– No -dijo la anciana haciendo una pausa-. Dean tenía sus miras en Alexander.
Hood volvió la cabeza hacia las fotos: el matrimonio con un chico y una chica en diversas etapas, desde la adolescencia hasta los veinte años aproximadamente.
– ¿Su hijo? -preguntó.
– Pero Alex tenía otros proyectos. Está casado, en Estados Unidos. Trabaja de vendedor de coches, automóviles, como les dicen allí.
– Señora Coghill -dijo Wylie-, ¿conocía su marido a un tal Bryce Callan?
– ¿Es ése el motivo de su visita?
– ¿Así que le conoce?
– Era un gánster o algo así, ¿no?
– Desde luego, eso decían.
La anciana se levantó y fue a toquetear unos cachivaches de la repisa de la chimenea: gatitos de porcelana jugando con madejas y pelotas y spaniels de orejas gachas.
– ¿Hay algo que quiera decirnos, señora Coghill? -preguntó pausadamente Hood mirando a Wylie.
– Ya ha pasado mucho tiempo, ¿no es cierto? -respondió la anciana con voz trémula sin volverse hacia ellos. Wylie pensó si no tomaría calmantes para los nervios.
– No se lo calle, señora Coghill -dijo ella.
La viuda siguió ocupada con las figuritas mientras hablaba.
– Sí, Bryce Callan era un matón. Si no pagabas, tenías problemas. Desaparecían herramientas, aparecían rajados los neumáticos de la camioneta o destruían la obra por las buenas, pero no eran unos gamberros cualquiera, sino los hombres de Bryce Callan.
– ¿Su marido pagaba protección a Bryce Callan?
– Ustedes no saben cómo era mi Dean -respondió la anciana volviéndose-. Él era el único capaz de enfrentarse a Callan, y yo creo que fue eso lo que le mató. Esa preocupación, aparte del exceso de trabajo… Fue como si Bryce Callan le hubiera oprimido el pecho secándole el corazón.
– ¿Su marido le dijo eso?
– No, por Dios. Él no me decía una palabra porque no quería mezclarme en el negocio. La familia de un lado y el trabajo de otro, decía él. Por eso puso una oficina, para no traerse trabajo a casa.
– Quiso que la familia se mantuviera aparte del negocio -dijo Wylie-, pero había puesto sus miras en Alex.
– Eso fue al principio, antes de que apareciera Callan.
– Señora Coghill, ¿sabe usted que ha aparecido un cadáver en una chimenea de Queensberry House?
– Sí.
– La empresa de su marido hizo obras allí hace veinte años. ¿Cree usted que hay algún archivo o alguien que trabajase con su esposo con quien podamos hablar?
– ¿Creen que tiene algo que ver con Callan?
– Antes que nada hay que identificar el cadáver -dijo Hood.
– ¿Recuerda si su marido trabajó allí, señora Coghill? -preguntó Wylie-. ¿No le mencionaría acaso que había desaparecido un obrero…?
La señora Coghill negó con la cabeza y Wylie miró a Hood, que sonreía. Sí, claro, habría sido demasiado sencillo. Tenía la impresión de que era uno de esos casos en que no acompaña la suerte.
– Hacia el final él trajo aquí sus cosas -dijo la anciana-. Tal vez eso les sirva de ayuda.
Al preguntar Wylie a qué se refería, la mujer les dijo que la acompañasen.
– Yo no tengo carnet de conducir -dijo la anciana- y vendí los dos coches de Dean; tenía dos, uno para el trabajo y otro para ir de paseo -añadió con una sonrisa evocando algún recuerdo.
Cruzaban el camino de entrada de la casa que era un bungaló alargado en Frogston Road con vistas al sur de las cimas nevadas de los montes Pentland.
– Este doble garaje lo construyó su empresa -continuó la señora Coghill-, y ampliaron también la casa con dos habitaciones a cada lado.
Los dos agentes asintieron, intrigados de que les condujera al garaje. La anciana abrió una puerta lateral, encendió la luz y vieron un gran espacio lleno de cajones, muebles de oficina y herramientas. Había piquetas, palancas, martillos y cajas con tornillos y clavos; dos taladradoras, un par de neumáticos y hasta cubetas metálicas con restos de cemento. La señora Coghill puso la mano sobre una de las cajas de té.
– Los papeles están aquí. Y tiene que haber también un archivador en algún sitio…
– ¿Debajo de esa manta? -aventuró Wylie señalando un rincón.
– Si quieren saber detalles sobre Queensberry House, tienen que estar por aquí.
Wylie y Hood cruzaron una mirada.
– Otro trabajito para el equipo de arqueólogos -comentó ella.
Hood asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
– Señora Coghill, ¿hay calefacción en el garaje?
– Les traeré una estufa eléctrica.
– Dígame dónde la tiene y yo la cogeré -dijo Hood.
– ¿A que ahora sí que quieren esa taza de té? -añadió la anciana, que parecía encantada de tener compañía.
Siobhan Clarke miraba en su despacho los efectos personales de la bolsa del mendigo «Supertramp», esparcidos ante ella en la mesa; la cartilla de la caja de ahorros, la cartera (entregada no sin protestas por su último dueño) y las fotos. Tenía también un montón de cartas de chiflados y mensajes telefónicos, tres de ellos de Gerald Sithing.
Era un periódico sensacionalista el que había acuñado el nombre de Supertramp. En un artículo también sacaron a relucir el escándalo en la escalinata de la iglesia y una foto de Dezzi. Siobhan sabía que los buitres andarían buscando a la mendiga para hacerle una entrevista a cambio de alguna cantidad sustanciosa, y cabía la posibilidad de que ella les hablase de la cartera. No le ofrecerían un cheque, pues dudaba mucho que Dezzi tuviera cuenta bancaria, pero harían periodismo «en metálico». Y si localizaban también a Rachel Drew, ella no le haría ascos a un buen cheque. Más carnaza para los lectores y los cazafortunas.
Mientras el caso fuese noticia no dejarían de lloverle cartas.
Se levantó y estiró la espalda hasta sentir crujir las vértebras. Eran más de las seis y no quedaba nadie en el DIC. Habían tenido que cambiar las mesas, por dar prioridad al caso Grieve, y la suya había quedado al fondo, en un rincón de la habitación larga y estrecha, lejos de las ventanas. Claro que Hood y Wylie estaban peor, sin luz natural y en una caja de zapatos. Aquella misma tarde, el comisario le había dicho de un modo terminante que le daba unos días más para investigar, pero que si no descubría la identidad de Supertramp darían carpetazo al caso. El dinero sería para Hacienda y el misterio de Mackie pasaría a la historia.
– Tenemos trabajo importante -le había dicho su jefe, que parecía estar al borde del infarto-, y los mendigos se suicidan todos los días.
– Pero no en circunstancias extrañas, señor -osó ella replicar.
– El dinero no es ninguna circunstancia extraña, Siobhan. Es simplemente un misterio, pero la vida está llena de misterios.
– Sí, señor.
– Lleva demasiado tiempo con John Rebus.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella frunciendo el entrecejo.
– Quiero decir que está buscando algo que seguramente no existe.
– El dinero existe. Lo llevó él mismo en metálico a una caja de ahorros y luego estuvo viviendo sin blanca.
– Un rico excéntrico. El dinero hace que la gente haga cosas raras.
– Borró su pasado, como si ocultara algo.
– ¿Cree que es dinero robado? ¿Y por qué no lo gastó?
– Ese es otro interrogante, señor.
Su jefe suspiró y se rascó la nariz.
– Tiene unos días más, Siobhan. ¿De acuerdo?
– Sí, señor… -le había contestado ella.
– Buenas a todos.
Rebus estaba en la puerta.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó ella mirando el reloj.
– ¿Cuánto tiempo hace que miras a la pared? Siobhan advirtió de pronto que estaba en el centro de la sala mirando las fotos del lugar del crimen del caso Grieve.
– Soñaba. ¿Qué haces aquí?
– Lo mismo que tú, trabajar -respondió él entrando en el DIC y apoyándose en una mesa con los brazos cruzados. «Lleva demasiado tiempo con John Rebus.»
– ¿Cómo va el caso Grieve? -preguntó ella.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿No tendrías que preguntar primero qué tal está Derek?
Ella se volvió un poco, levemente ruborizada.
– Perdona -dijo él-. Ha sido de mal gusto, incluso viniendo de mí.
– No congeniamos -añadió ella.
– A mí me sucede igual.
– ¿Es Derek el problema o eres tú? -preguntó ella volviéndose hacia él.
Rebus puso cara de pena, hizo un guiño y fue al fondo de la sala por entre las filas de mesas.
– ¿Todo esto son las pertenencias del mendigo? -preguntó.
Ella le siguió hacia el escritorio. Olía a whisky.
– Le llaman Supertramp.
– ¿Quién?
– Los de la prensa.
Rebus sonrió y ella le preguntó por qué.
– Yo fui una vez a un concierto de Supertramp en el Usher Hall, creo.
– Eso fue antes de mis tiempos -dijo ella.
– Bueno, ¿qué pasa con ese Supertramp?
– Se trata de alguien que tenía una fortuna, pero que no podía gastarla o no quería hacerlo, y cambió de identidad. Mi hipótesis es que huía de algo.
– Tal vez -comentó Rebus revolviendo entre los objetos de la mesa.
Siobhan cruzó los brazos y le miró enojada, pero él no lo advirtió. Abrió la bolsita de pan y sacó la maquinilla de afeitar, un trozo de jaboncillo y un cepillo de dientes.
– Era un hombre organizado -comentó-. Se agenció un neceser para su higiene personal.
– Es como si representara un papel -añadió ella.
Rebus alzó la vista al notar el tono que había empleado.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– Nada -replicó ella, pensando: «Es mi caso, mi mesa».
Rebus cogió la fotografía hecha en comisaría.
– ¿Por qué le detuvieron?
Ella se lo explicó y él se echó a reír.
– La pista se remonta sólo hasta mil novecientos ochenta, fecha de nacimiento de «Chris Mackie».
– Habla con Hood y Wylie, que están comprobando las personas desaparecidas en el setenta y ocho y el setenta y nueve.
– Sí, a lo mejor.
– Pareces cansada. ¿Qué tal si te invito a cenar?
– ¿Para hablar de trabajo? Pues vaya cambio…
– Yo tengo un repertorio de temas de conversación muy variado.
– Dime tres.
– Los bares, el rock «progre» y…
– No te esfuerces.
– La historia de Escocia. Últimamente he estado leyendo.
– No me digas. Además, los bares donde tú vas a charlar, no es un tema de tu conversación.
– Te hablaré sobre ellos.
– Estás obsesionado.
– ¿Quién es este señor Sithing? -preguntó Rebus, que hojeaba los mensajes.
Ella puso los ojos en blanco.
– Se llama Gerald y se presentó esta mañana. No será el único ni el último.
– ¿Tenía mucho interés en hablar contigo?
– Una vez y basta.
– Cruje la madera y salen los monstruos, ¿no es eso?
– Tengo la impresión de que citas alguna canción.
– No es una canción, es un clásico. Bueno, ¿quién es este Sithing?
– El jefe de un grupo de chiflados que se denominan a sí mismos Caballeros de Rosslyn.
– ¿El Templo de Rosslyn?
– Eso mismo. Dice que Supertramp era un acólito.
– No parece verosímil.
– No, aunque creo que sí se conocían. Lo que no veo claro es que Mackie le dejara el dinero al señor Sithing.
– ¿Quiénes son los Caballeros de Rosslyn?
– Unos que creen que hay algo enterrado bajo el suelo de la iglesia y que cuando llegue el nuevo siglo se revelará y ellos serán los primeros en saberlo.
– Yo estuve allí el otro día.
– No sabía yo de tu interés por Rosslyn.
– No es eso. Es que Lorna Grieve vive en los alrededores -dijo Rebus, que había fijado su atención en el periódico que Mackie llevaba en la bolsa-. ¿Estaba doblado así? -inquirió.
El periódico estaba mugriento como si lo hubiesen sacado de la basura. Lo habían abierto y doblado por una página interior.
– Creo que sí-contestó ella-. Sí, ya estaba así de arrugado.
– No, Siobhan, arrugado no. Mira el artículo por el que está abierto.
Ella miró y vio que era la noticia sobre «el cadáver de la chimenea». Le arrebató el diario y lo desplegó.
– Podría ser por otro cualquiera de éstos.
– ¿Cuál? ¿Ese de la congestión de tráfico o el del médico que receta Viagra?
– Sin dejarte el anuncio sobre la Nochevieja en Count Kerry -dijo ella mordiéndose el labio inferior y pasando hojas hasta la primera página en la que aparecía la noticia del asesinato de Roddy Grieve.
– ¿Ves tú algo que a mí se me escapa? -preguntó pensando en las palabras del jefe: «Anda buscando algo que seguramente no existe».
– A mí me parece que a Supertramp le interesaba lo de Mojama. Deberías interrogar a los que lo conocieron.
Rachel Drew del albergue, Dezzi, la que calentaba la hamburguesa en el secador de los servicios, y Gerald Sithing. No era una perspectiva muy halagüeña.
– Tenemos en Queensberry House un cadáver de finales del setenta y ocho o de principios del setenta y nueve -dijo Rebus-. Un año más tarde nace Supertramp -añadió alzando un dedo de la mano derecha-. Y, de pronto, Supertramp decide suicidarse al leer en el periódico que ha aparecido un cadáver en una chimenea -alzó un dedo de la mano izquierda y lo juntó con el otro.
– Ten cuidado, que eso es una grosería en algunos países -comentó ella.
– ¿No encuentras cierta relación? -parecía decepcionado.
– Siento jugar a Sully contigo, Mulder, pero ¿no será que ves conexiones en este caso porque en el tuyo no vislumbras ninguna solución?
– Lo que en otras palabras significa: «No metas la nariz en mis asuntos, Rebus».
– No, es que yo… -dijo ella frotándose la frente-. Yo sólo sé una cosa.
– ¿Cuál?
– Que no he comido nada desde el desayuno -respondió mirándole-. ¿Sigue en pie esa invitación?
Comieron en el Pataka's de Causewayside. Ella le preguntó por su hija y Rebus le explicó que estaba en el sur en tratamiento con un fisioterapeuta, pero que no había novedades dignas de mención.
– ¿Pero se recuperará?
Hablaban del atropello de Sammy; el conductor se había dado a la fuga. A consecuencia de ello, su hija estaba en una silla de ruedas. Rebus asintió con la cabeza sin decir más por no tentar al destino.
– ¿Cómo está Patience?
Rebus se sirvió más lentejas aunque ya había comido bastante y Siobhan repitió la pregunta.
– Curiosilla sinvergüenza -replicó él.
Ella sonrió recordando que la mendiga le había dicho lo mismo.
– Perdona, creí que, por la edad, empezaba a fallarte el oído.
– No, te he oído perfectamente -dijo él levantando un tenedor con lentejas pero sin llevárselo a la boca; lo dejó en el plato.
– A mí me pasa lo mismo -dijo Siobhan-. Como demasiado en los restaurantes indios.
– Yo como demasiado siempre.
– ¿Así que habéis roto? -preguntó Siobhan tapándose la cara con el vaso de vino.
– Amigablemente.
– Lo siento.
– ¿Cómo deseabas que rompiésemos?
– No, lo digo porque parecíais… -dijo mirando el plato-. Perdona, no digo más que tonterías. A ella sólo la conozco de tres o cuatro veces y me pongo a pontificar.
– No te pareces en nada a un pontífice.
– Te agradezco que lo digas -dijo ella mirando el reloj-. No está mal, dieciocho minutos sin hablar de trabajo.
– ¿Es una nueva marca? -comentó él apurando la cerveza-. De tu vida privada casi no hemos hablado. ¿Has vuelto a ver a Brian Holmes?
Siobhan negó con la cabeza y miró inquieta a su alrededor. Había otras tres parejas y un matrimonio con dos hijos. Sonaba música étnica a un volumen que no impedía hablar, aunque garantizaba la intimidad de la conversación.
– Le he visto un par de veces desde que dejó el Cuerpo y luego he perdido su rastro -respondió ella encogiéndose de hombros.
– Según me dijeron, se marchó a Australia con idea de quedarse -dijo Rebus apartando comida hacia el borde del plato-. ¿Tú no crees que deberíamos tratar de investigar si hay relación entre Supertramp y Queensberry House?
Siobhan imitó el ruido de una chicharra y volvió a mirar el reloj.
– Veinte minutos. Has defraudado al equipo, John.
– Venga ya.
– Puede que tengas razón -dijo ella recostándose en el asiento-. Pero el jefe sólo me da un par de días más.
– Bueno, ¿qué otras pistas tienes?
– Ninguna -respondió ella-. Sólo un montón de chalados y cazafortunas que no me sirven.
Apareció el camarero para preguntarles si querían más bebida. Rebus miró a Siobhan.
– Yo he venido en coche -comentó él-, pero tú puedes pedir.
– Bueno, pues tomaré otro vaso de vino blanco.
– Y otra cerveza para mí -dijo Rebus señalando la vacía al camarero-.Sólo es la segunda que tomo y no se me nubla la visión hasta la cuarta o la quinta -añadió para Siobhan.
– Pero habías bebido antes. Lo olí.
– ¡Bien por los caramelos de menta extrafuertes!… -farfulló Rebus.
– ¿Cuánto tardará en afectar a tu trabajo?
– ¿Tú también, Siobhan? -dijo él mirándola enfadado.
– Es algo que me pregunto -añadió ella sin pedirle disculpas.
– Puedo dejar de beber mañana -replicó él encogiéndose de hombros.
– Pero no lo harás.
– No, no lo haré. Ni dejaré de fumar, ni de decir tacos, ni de hacer trampa en los crucigramas.
– ¿Haces trampa en los crucigramas?
– Como todo el mundo -respondió él mirando a una de las parejas que se levantaba para marcharse. Salieron cogidos de la mano-. Qué gracia -dijo.
– ¿El qué?
– Al marido de Lorna Grieve también le interesa Rosslyn.
– Vaya manera de cambiar de tema… -comentó ella con un bufido.
– Figúrate si estaría interesado que compraron una casa en el pueblo -prosiguió él.
– ¿Y qué?
– Puede que conozca al señor Sithing y que sea incluso miembro de los Caballeros.
– ¿Y qué?
– Pareces un disco rayado, ¿sabes? -replicó él mirándola hasta que ella musitó un «perdona» antes de dar un sorbo de vino-Ese interés por Rosslyn conecta a Supertramp con mi caso de homicidio. Y el mendigo también podría haber tenido algún interés por Queensberry House.
– ¿Vas a hacer un solo caso de tres?
– Lo único que digo es que hay…
– Conexión, ya. Los típicos seis grados de diferencia.
– ¿Los típicos, qué?
– Bueno, a ti no te dice nada porque no es de tu época -replicó ella mirándole-. Todos los habitantes de la tierra están relacionados con otra persona por seis únicos enlaces -añadió ella haciendo una pausa-. Estoy convencida de ello.
Al llegar el segundo vaso de vino Siobhan apuró el primero.
– Al menos valdría la pena hablar con Sithing.
– A mí me causó muy mala impresión -dijo ella arrugando la nariz.
– Puedo acompañarte, si quieres.
– ¿Qué es lo que quieres, subirte a mi caso? -dijo ella sonriendo para hacerle ver que bromeaba. Aunque, en el fondo, no estaba segura.
Después de la cena Rebus le preguntó si le apetecía tomarse la última en Swany's pero ella negó con la cabeza.
– No quiero inducirte a la tentación.
– Entonces te acompaño a casa -dijo Rebus dirigiéndose al Saab y haciendo un gesto de despedida en dirección a las potentes luces del bar propuesto.
Una aguanieve rasante azotaba Causewayside. En cuanto subieron al coche encendió el motor y comprobó que la calefacción estaba al máximo.
– ¿Has visto el tiempo que ha hecho hoy?
– ¿Por qué?
– Pues porque ha hecho frío, ha llovido y hemos tenido viento y sol. Cuatro estaciones en una, por así decir.
– Está claro que Edimburgo da mucho juego -comentó él-. Ah, mira -añadió estirando el brazo hacia la guantera; notó que ella se ponía tensa como si fuera a tocarla. Sonrió y sacó un casete-. Un regalito para ti.
Siobhan se estremeció. Pensó que había querido meterle mano, a ella, que tenía casi la edad de su hija Sammy.
– ¿Qué es? -preguntó.
A Rebus le pareció que se había ruborizado pero no podía asegurarlo por la poca luz del coche. Le tendió la funda del casete.
– Crime of the Century [Crimen del siglo] -leyó ella en voz alta.
– Cuando Supertramp estaba en su mejor momento -dijo Rebus.
– Te gusta mucho esta música antigua, ¿eh?
– Y la de la cinta de The Blue Nile que me diste. Seré un carcamal si quieres, pero tratándose de rock no tengo prejuicios.
Fueron a la ciudad nueva. Rebus iba pensando que vivían en una ciudad dividida: la ciudad vieja al sur y la nueva al norte. Dividida además entre el sector este (Hibs FC) y el oeste (Hearts). Una ciudad definida tanto por el pasado como por el presente y que sólo en ese momento, con la construcción del Parlamento, miraba al futuro.
– Crime of the Century -repitió Siobhan-. ¿Qué te sugiere, el del diputado asesinado o mi misterioso?
– No olvides el cadáver de la chimenea. ¿Cuál es tu calle?
– Broughton.
Contemplaban los edificios y los peatones, atentos también a los otros coches que paraban junto a ellos en los semáforos; instinto de polis. La mayoría de la gente se limitaba a vivir su vida, mientras que la vida de un agente de policía formaba parte de la de otras personas. Las calles de Edimburgo estaban tranquilas; era aún pronto para que deambularan los borrachos y el frío retenía a la gente en casa.
– Esta época del año es tremenda para los sin techo -comentó Siobhan.
– Tendrías que ver las celdas en la época de Navidad; los encierran a casi todos.
– No lo sabía -dijo ella mirándole.
– Porque no has estado de servicio en esa época.
– ¿Los detienen?
Rebus negó con la cabeza.
– Son ellos los que piden que los encierren para tener comida caliente; luego los soltamos en Año Nuevo.
– Dios, las navidades -comentó ella reclinándose en el reposacabezas.
– ¿Te parecen una tontería?
– Mis padres siempre quieren que las pase con ellos.
– Diles que estás de servicio.
– Sería mentirles. ¿Tú qué planes tienes?
– ¿Estas navidades? -replicó él pensándolo-. Si me proponen un cambio de turno en Saint Leonard seguramente lo aceptaré. El día de Navidad se pasa muy bien en comisaría.
Ella le miró sin decir nada hasta avisarle que doblara en la siguiente calle a la izquierda. Delante de su casa no había sitio para aparcar; Rebus detuvo el Saab junto a un todoterreno negro reluciente.
– No me digas que es tuyo.
– Para nada.
– Bonita calle -comentó él mirando las casas.
– ¿Quieres tomar un café?
Rebus reflexionó un instante recordando cómo se había puesto tensa. ¿Sería por algo relacionado con el concepto que tenía de él, o era un simple problema de Siobhan?
– De acuerdo -contestó al fin.
– Más allá tienes un hueco -dijo ella.
Rebus hizo marcha atrás cincuenta metros y aparcó junto al bordillo. Siobhan vivía en el segundo. El piso estaba perfectamente ordenado, tal como él se lo había imaginado y le agradó ver que había acertado. Adornaban las paredes grabados y carteles de exposiciones de arte, todo bien enmarcado. Tenía una estantería de discos compactos y un buen aparato de música. Además de varios estantes con vídeos, casi todos comedias de Steve Martin y Billy Cristal; y libros: Kerouac, Kesey, Camus y muchos textos jurídicos. Había un sofá verde de dos plazas de diseño funcional y un par de sillones a juego. Por la ventana vio otro piso igual con las cortinas ya echadas y las luces apagadas. Se preguntó si ella no tenía costumbre de correr las cortinas.
Siobhan fue a la cocina a poner el hervidor, y Rebus, una vez terminada la inspección del cuarto, fue a hacerle compañía. Cruzó por delante de la puerta abierta de dos dormitorios y oyó ruido de vasos y cucharillas. Al entrar en la cocina vio que ella abría la nevera.
– Tenemos que hablar de Sithing y del mejor modo de abordarle -dijo Rebus. Siobhan soltó una palabrota-. ¿Qué pasa?
– Que no hay leche -respondió ella-. Creí que tenía en el armarito un cartón de UHT.
– Lo tomaré solo.
– Estupendo -comentó ella acercándose al fogón y abriendo un tarro-. Pues… tampoco hay café.
– No recibes muchas visitas, ¿eh? -dijo Rebus riendo.
– Es que esta semana no he podido ir al supermercado.
– No pasa nada. En Broughton Street hay una tienda de pescado frito y con suerte tendrán café y leche.
– Espera que te dé dinero -dijo ella buscando el bolso.
– Invito yo -añadió él sin aguardar a que lo encontrara.
En cuanto salió Rebus, Siobhan apoyó la cabeza en el armarito. Había escondido el café allí, en el fondo. Necesitaba estar sola un par de minutos. Ella raramente llevaba a su casa a nadie, y era la primera vez que iba John Rebus. Le bastarían un par de minutos a solas para reflexionar. En el coche, cuando estiró el brazo… ¿qué habría pensado él de su reacción? A ella le había parecido que iba a meterle mano, cosa que él nunca había intentado. ¿Por qué se había echado a temblar? Casi todos los compañeros de trabajo se le insinuaban y contaban a veces chistes verdes para ver cómo reaccionaba, pero John Rebus no lo hacía, nunca. Sabía que era raro y tenía problemas pero, pese a todo, Rebus confería cierta solidez a su vida y era alguien en quien podía confiar contra viento y marea.
Algo que no quería perder.
Apagó la luz de la cocina, fue al cuarto de estar y se acercó a la ventana para mirar la calle, pero casi enseguida se puso a ordenar cosas.
Rebus se abrochó la chaqueta, contento de verse al aire libre. Era evidente que a Siobhan no le apetecía que hubiera subido a su casa. También él se había sentido a disgusto. Hay que mantener separado el trabajo de la vida privada. Pero en el Cuerpo era difícil porque bebes con los compañeros y hablas de asuntos que no entienden quienes no son policías. Era un vínculo más fuerte que el simple hecho de estar juntos en la comisaría y salir de servicio en el coche patrulla.
Pero aquella noche sintió que era distinto. Aunque, al fin y al cabo, a él tampoco le gustaban las visitas y nunca había pedido a Siobhan ni a nadie que le invitara a su casa. Tal vez ella era mucho más parecida a él de lo que creía. Quizá era eso lo que la ponía nerviosa.
No, no iba a volver. Se marcharía a casa y llamaría disculpándose. Abrió el coche pero dejó las llaves en el contacto sin ponerlo en marcha. Encendió un cigarrillo. Tal vez sería mejor comprar la leche y el café y dejárselo en la puerta. Sería lo más apropiado. Pero el portal estaba cerrado y tendría que llamar para que le abriera. ¿Y si se lo dejaba en la calle delante de casa…?
No, mejor marcharse.
De pronto oyó ruido y vio que alguien salía de una casa frente a la de Siobhan. Iba por la acera, casi a la carrera pero entonces giró a la izquierda y se metió en un callejón, donde se detuvo. Rebus vio un chorro de orina que mojaba la pared y el vaho que desprendía. Se quedó quieto, sentado en la oscuridad, observando. ¿Sería alguien que salía y no había podido aguantarse? ¿Alguien que tenía estropeado el váter…? El hombre se subió la cremallera y regresó corriendo sobre sus pasos. Rebus pudo verle la cara un instante bajo la luz de una farola antes de que entrara de nuevo en el portal de aquella casa.
Siguió fumando y comenzó a fruncir el entrecejo.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y sacó las llaves de contacto. Abrió la puerta sin hacer ruido y no la cerró. Cruzaba la calle prácticamente de puntillas, con las luces apagadas, para evitar la luz de las farolas, cuando pasó un taxi a toda velocidad y tuvo que arrimarse a la barrera protectora de delante de la casa. Llegó al portal y vio que no estaba cerrado con llave como el de Siobhan. Era un edificio menos cuidado y la escalera necesitaba una buena mano de pintura. Había un leve aroma a orina de gato. Cerró despacio la puerta. Otro taxi disimuló el ruido. Se acercó a la escalera y escuchó. Se oía un televisor en algún piso, o quizá fuese una radio. Miró los peldaños de piedra y comprendió que inevitablemente haría ruido al subir. La suela de sus zapatos sonaría como una lija. ¿Se los quitaba? Ni hablar. Además, no creía que el elemento sorpresa fuese estrictamente necesario. Comenzó a subir.
Cuando llegó al rellano del primer piso y empezó a subir al segundo, oyó pasos que bajaban. Era un hombre con el cuello de la gabardina subido y con las manos en los bolsillos a quien casi no se le veía la cara. Al pasar a su lado lanzó una especie de gruñido sin mirarle.
– Hola, Derek.
Derek Linford bajó dos peldaños más como si no lo hubiera oído, pero enseguida se paró en seco y se volvió hacia él.
– Creí que vivías en Dean Village -añadió Rebus.
– Vengo de casa de un amigo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué amigo?
– Christie, en el piso de arriba -respondió Linford sin dudarlo.
– ¿Christie, qué? -replicó Rebus con una sonrisa burlona.
– ¿Qué pretendes? -dijo Linford subiendo un peldaño sin compensar la desventaja al tener a Rebus en un plano más alto- ¿Qué haces aquí?
– ¿Acaso ese Christie tiene el váter estropeado o qué?
Linford comprendió la situación pero no atinó a responder.
– No te esfuerces -dijo Rebus-. Los dos sabemos lo que sucede: eres un mirón.
– Mentira.
Rebus chasqueó la lengua.
– La próxima vez dilo con más convicción no sea que te encuentres con una denuncia -dijo.
– ¿Y tú, qué? -replicó Linford con desdén-. Has echado un polvete rápido, ¿no? Ya he visto que no has estado mucho rato.
– Si hubieras mirado bien habrías visto que subí al coche. ¿Desde cuándo te dedicas a esto? ¿Crees que a los vecinos no acabará por extrañarles ver a un tío subir y bajar a todas horas?
Rebus descendió unos peldaños para ponerse a la altura de Linford y mirarle a la cara.
– Anda, vete -dijo con voz pausada-. Y no vuelvas. Si se te ocurre, se lo digo a Siobhan y a tu jefe de Fettes. Puede que les gusten los niños bonitos, pero los pervertidos no tanto.
– Sería tu palabra contra la mía.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Qué tengo yo que perder? Mientras que tú… Y otra cosa, a partir de ahora el caso lo llevo yo y no quiero que te entrometas, ¿entendido?
– Los jefes no lo aceptarán -replicó Linford sarcástico-. Si no intervengo yo a ti te lo quitarán.
– ¿Tú crees?
– Me apuesto lo que quieras -replicó Linford dando media vuelta y bajando la escalera.
Rebus le siguió con la vista y luego subió hasta el descansillo. Desde la ventana se veía el cuarto de estar de Siobhan y uno de los dormitorios. Las cortinas seguían descorridas. Ella estaba en el sofá con la barbilla apoyada en una mano mirando al vacío. La vio muy abatida y pensó que no era cuestión de llevarle café.
La llamó desde el móvil camino de casa pero por su tono de voz no le pareció que se hubiera molestado en exceso. Al llegar al piso se dejó caer en el sillón con un vaso de Bunnahabhain. Westering home [Rumbo a casa] decía la etiqueta de la botella, citando la balada: «Light of me eye and it's goodbye to care» [He conocido a alguien y todo da igual]. Sí, había probado whiskys que ejercían ese efecto, pero era un falso consuelo. Se levantó a echar un poco de agua y a poner música. Eligió la cinta de The Blue Nile, de Siobhan. Tenía mensajes en el contestador.
Ellen Wylie decía que continuaba la investigación y le recordaba que tenía pendiente darles datos sobre Bryce Callan.
Cammo Grieve quería verle y le indicaba lugar y hora. «Si está de acuerdo no hace falta que me llame. Allí nos veremos.»
Bryce Callan hacía tiempo que se había marchado de Edimburgo, pero conocía a alguien que podía informarle, aunque no estaba seguro. Miró el reloj. Se lo había prometido a Wylie y Hood y no era cuestión de fastidiar a los subalternos.
Recordó cómo había fastidiado a Derek Linford y reflexionó al respecto.
Otros diez minutos de The Blue Nile, Walk Across the roogops [Andando por los tejados] y Tinseltown in the Rain [Ciudad de oropel], y decidió que era el momento de dar un paseo, no por los tejados sino en coche. Se dirigió a la poco recomendable zona de Gorgie.
Gorgie era el centro de operaciones de Big Ger Cafferty. Cafferty había sido el gánster más famoso de Edimburgo hasta que Rebus logró encerrarle en la cárcel de Barlinnie. Pero el imperio de Cafferty seguía en pie, quizá aún más floreciente, dirigido por un tipo a quien llamaban el Comadreja. Rebus sabía que el Comadreja estaba al frente de una empresa de taxis en Gorgie, a la que habían prendido fuego tiempo atrás, pero que resurgió de sus propias cenizas. En la entrada había una oficina pequeña, pero el Comadreja tenía el despacho arriba, un despacho que pocos conocían. Eran casi las diez cuando llegó. Aparcó el coche y lo dejó abierto. Lo más probable era que allí estuviese más seguro que en ningún otro sitio de Edimburgo.
En la oficina había un mostrador, una silla y un teléfono, y delante del mostrador un banco para esperar. El que estaba detrás del mostrador miró a Rebus cuando éste entró. Hablaba por teléfono dando detalles sobre un servicio al día siguiente por la mañana de Tollcross al aeropuerto. Rebus se sentó en el banco y cogió el periódico de la víspera. El cuarto estaba revestido de paneles de falsa madera y el suelo era de linóleo. El hombre terminó de hablar por teléfono.
– ¿Qué desea? -preguntó.
Llevaba el pelo negro tan mal cortado que parecía una peluca que no le favoreciera y en la nariz se apreciaban los golpes del pasado. Tenía los ojos estrechos, almendrados y los dientes que le quedaban estaban torcidos.
Rebus miró a su alrededor.
– Creí que el dinero del seguro daría para más.
– ¿Cómo?
– Quiero decir que no está mucho mejor que cuando Tonny Telford le pegó fuego.
– ¿Qué quiere? -sus ojos menguaron hasta ser dos meras rendijas.
– Quiero ver al Comadreja.
– ¿A quién?
– Escucha, si no está arriba me lo dices, pero no me mientas porque me da la impresión de que lo notaría y no iba sentarme muy bien -dijo Rebus enseñándole el carnet y dirigiéndolo hacia la cámara del vídeo de seguridad que había en un rincón.
Por un altavoz de la pared se oyó decir:
– Henry, que suba el señor Rebus.
Había dos puertas al final de la escalera, pero sólo una de ellas estaba abierta. Daba paso a un pulcro despachito con fax y fotocopiadora, un escritorio con un portátil y el monitor del vídeo de seguridad, más una segunda mesa en la que estaba el Comadreja. Su aspecto era el de siempre, insignificante, pero era quien mandaba en aquella zona de Edimburgo hasta que Big Ger saliera de la cárcel. Peinaba su escaso pelo grasiento hacia atrás desde una frente protuberante y la mandíbula huesuda y la boca pequeña daban a su cara ese aspecto alargado que hacía honor a su apodo.
– Siéntese -dijo.
– Me quedaré de pie -dijo Rebus disponiéndose a cerrar la puerta.
– Déjela abierta.
Rebus apartó la mano de la manija y reflexionó un instante. Notó que la atmósfera estaba cargada y olía a humanidad; luego se acercó a la puerta contigua y llamó tres veces con los nudillos.
– ¿Qué tal estáis, muchachos? -la abrió y vio tres hombres alerta-. No voy a tardar mucho -dijo cerrando antes de volver al despacho del Comadreja, que cerró también para quedar los dos a solas.
Al sentarse vio junto a la pared unas bolsas de compra con botellas de whisky.
– Lamento aguaros la fiesta -dijo.
– ¿Qué es lo que desea, Rebus? -dijo el Comadreja con las manos apoyadas en los brazos del sillón como dispuesto a incorporarse de un salto.
– ¿Estabas tú aquí a finales de los setenta? Sé que tu jefe sí. Pero por entonces el negocio era poca cosa y él comenzaba a hacer sus pinitos. ¿Tú estabas ya con él?
– ¿Qué quiere saber?
– Creo que te lo he dicho. Quien partía el bacalao en aquella época era Bryce Callan. No me irás a decir que no sabes quién es.
– Le conozco de oídas.
– Cafferty fue durante un tiempo su fuerza muscular. ¿Lo recuerdas o no? -añadió Rebus ladeando la cabeza con gesto de suficiencia-. Se me ocurrió que era mejor preguntártelo a ti que viajar hasta Barlinnie y hacer perder el tiempo a tu jefe.
– ¿Qué quiere preguntarme? -replicó el Comadreja quitando las manos de los brazos del sillón.
Se relajó al ver que el interés de Rebus era por un asunto del pasado y no por algo actual. Pero Rebus sabía que al más mínimo movimiento en falso por su parte, el Comadreja chillaría y entrarían sus hombres en tromba, garantizándole, cuando menos, un viaje a Urgencias.
– Algo sobre Bryce Callan. ¿Tuvo algún enfrentamiento con un constructor llamado Dean Coghill?
– ¿Dean Coghill? -repitió el Comadreja frunciendo el entrecejo-Nunca he oído ese nombre.
– ¿Seguro?
El Comadreja dijo que sí.
– A mí me han dicho que Callan le daba quebraderos de cabeza.
– ¿De eso hace veinte años? -preguntó el Comadreja y aguardó a que Rebus se lo confirmara-. Entonces, ¿qué diablos tiene que ver conmigo? ¿Por qué tengo que decirle nada?
– Por el aprecio que me tienes.
El Comadreja resopló pero Rebus vio que su expresión cambiaba. Se volvió mirando al monitor pero era demasiado fuerte. Oyó fuertes pisadas lentas en la escalera y la puerta se abrió. El Comadreja se puso en pie y salió de detrás de la mesa. Rebus también se levantó del asiento.
– ¡Hombre de paja! -tronó la voz estentórea de Big Ger Cafferty. Llevaba un traje de seda azul y una camisa blanca impecable con los dos primeros botones desabrochados-. Lo que me faltaba para completar el día.
Rebus se había quedado de piedra; por segunda o tercera vez en su vida no sabía qué decir. Cafferty cruzó la puerta llenando el cuarto y pasó rozándole con la agilidad de un felino. Tenía el cutis pálido y arrugado como el de un rinoceronte blanco y el pelo plateado. Al agacharse de espaldas a Rebus, su cabeza apepinada casi desapareció en el cuello de la camisa; al incorporarse sostenía una botella de whisky en la mano.
– Tú y yo vamos a dar un paseíto -dijo cogiendo a Rebus del brazo y llevándole hacia la puerta.
Rebus, sin salir de su asombro, le dejó hacer.
Hombre de paja era como Cafferty llamaba a Rebus.
El coche era un BMW negro de la serie 7. Al lado del chófer iba otro de no menor envergadura y, en el asiento trasero, Cafferty y Rebus.
– ¿Adónde vamos?
– No tengas miedo, Hombre de paja -dijo Cafferty dando un trago de whisky, pasándole la botella y eructando ruidosamente. Iban con las ventanillas ligeramente abiertas y el aire azotaba los oídos de Rebus-. Es simplemente un viajecito sorpresa -añadió Cafferty mirando por la ventanilla-. He estado un tiempo fuera y me han dicho que esto ha cambiado. Por Morrison Street hasta la circunvalación oeste -dijo al chófer- y luego a Leith por Holyrood si quieres. Las obras de renovación son música para mis oídos.
– No olvides el nuevo museo.
– ¿Qué puede interesarme un museo a mí? -replicó Cafferty mirándole y tendiendo la mano para que Rebus le pasara la botella. Rebus dio un sorbo y se la entregó.
– Me da la terrible impresión de que has salido en plan legal -dijo al fin Rebus.
Cafferty hizo un guiño.
– ¿Cómo te las arreglaste?
– Te seré sincero, Hombre de paja. Creo que al director no le gustaba que fuese yo quien organizaba el cotarro. A él le pagan para eso, y sus funcionarios respetaban más a Big Ger que a él -dijo echándose a reír-. El director pensó que fuera estorbaría menos.
– Lo dudo -replicó Rebus mirándole.
– Bueno, tal vez estés en lo cierto. Digamos que el buen comportamiento y un cáncer incurable inclinaron la balanza. ¿Sigues sin creértelo? -añadió mirando a Rebus.
– Quiero hacerlo.
– Sabía que podía contar con tu buena disposición -dijo Cafferty riendo otra vez y dando unos golpecitos a la bolsa de revistas del respaldo del asiento del chófer en la que asomaba un sobre marrón grande-. Ahí están las radiografías -añadió.
Rebus lo cogió, lo abrió y fue mirando los negativos uno por uno a contraluz.
– Son esas zonas más oscuras.
Pero lo que le interesaba a Rebus era el nombre de Cafferty que atisbo en la esquina inferior de las radiografías: Morris Gerald Cafferty. Volvió a meterlas en el sobre. Todo parecía en orden: Hospital de Glasgow, Departamento de Radiología. Devolvió el sobre a Cafferty.
– Lo siento -dijo.
Cafferty sonrió entre dientes y luego dio una palmada en el hombro al que iba de copiloto.
– Rab, no creas que oirás muy a menudo al Hombre de paja decir que lo siente.
El tal Rab se volvió ligeramente y Rebus vio que tenía cabello negro con patillas largas.
– Rab salió una semana antes que yo -dijo Cafferty-. Dentro nos hicimos muy buenos amigos -añadió tocando otra vez el hombro de Rab-. Ya ves, tan pronto estás en el banquillo como en un BMW. No dirás que no te cuido -añadió con un guiño a Rebus-. Rab me sacó de algunos aprietos -comentó repanchigándose en el asiento y dando otro trago de whisky mientras miraba los edificios-. Desde luego, Edimburgo ha cambiado bastante, Hombre de paja. Han cambiado muchas cosas.
– ¿Tú no?
– En la cárcel la gente cambia, lo habrás oído decir, ¿no? En mi caso me ha obsequiado con un cáncer -añadió con gesto de despecho.
– ¿Te han dicho cuánto tiempo…?
– Bah, no nos pongamos sensibleros. Toma -añadió pasándole la botella y guardando el sobre de las radiografías en la bolsa del asiento-. Lo bueno es estar fuera y me da igual por lo que haya sido. Estoy aquí y basta -añadió volviendo a mirar por la ventanilla-. Me han dicho que la construcción no para.
– Compruébalo.
– Eso pienso hacer -dijo con una pausa-. ¿Sabes? Es agradable estar los dos aquí echando un trago y hablando de los buenos tiempos…, pero ¿qué demonios hacías en mi oficina?
– Preguntándole algo al Comadreja sobre Bryce Callan.
– Uf, ése pasó a la historia.
– No creo, está en España, ¿no es cierto?
– ¿Ah, sí?
– Si no me equivoco tú seguías pasándole un porcentaje.
– ¿Por qué iba a hacerlo? El tiene familia, ¿no? Que le cuiden ellos -dijo Cafferty rebulléndose en el asiento como si le molestara la simple mención del nombre de Callan.
– No quiero aguar la fiesta -dijo Rebus.
– Estupendo.
– Si me dices lo que quiero dejamos el tema.
– Dios, hombre, ¿siempre ha sido tan molesto?
– He estado tomando clases mientras tú estabas dentro.
– Pues tu maestro merece un premio. Bien, pregunta de una vez.
– Se trata de un constructor llamado Dean Coghill.
– Le conocí -afirmó Cafferty con un gesto.
– En Queensberry House ha aparecido un cadáver.
– ¿En el antiguo hospital?
– Parte del edificio va a ser sede del Parlamento -dijo Rebus sin dejar de obsevar a Cafferty. Estaba cansado físicamente pero el cerebro le bullía, reponiéndose de la sorpresa-. El cadáver llevaba allí veintitantos años, desde las obras en el setenta y ocho y el setenta y nueve.
– ¿Y las hizo la empresa de Coghill? -preguntó Cafferty al tiempo que asentía-. La verdad, entiendo lo que buscas, pero ¿qué tiene que ver con Bryce Callan?
– Es que me han contado que Callan y Coghill estaban a malas.
– Si así era, Coghill se habría quedado sin un par de manos. ¿Por qué no le preguntas a Coghill?
– Ha muerto -Cafferty se volvió hacia Rebus-. De muerte natural.
– La gente se muere, Hombre de paja, pero tú siempre andas desenterrando cadáveres. Estás con un pie en el pasado y otro en la tumba.
– Te prometo una cosa, Cafferty.
– ¿Qué?
– Que cuando te entierren a ti no pienso aparecer con una pala. Tu cadáver es uno de los que me alegrará que se pudra.
Rab volvió despacio la cabeza y clavó en Rebus sus ojos fríos.
– Ahora le has molestado, Hombre de paja -dijo Cafferty dando una palmadita en el hombro a su guardaespaldas-. Y yo no puedo por menos de ofenderme -añadió taladrando a Rebus con la mirada-. Quizá en otra ocasión, ¿eh? ¡Para! -bramó inclinándose hacia el chófer, que inmediatamente dio un frenazo.
Sin que le dijeran más, Rebus abrió la puerta y se encontró en West Port. El coche arrancó a todo gas y la puerta se cerró sola. Se dirigió al Grassmarket y después a Holyrood. Cafferty había dicho que quería ver Holyrood, centro de los cambios en la ciudad. Se restregó los ojos. Precisamente ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, pero recordó que él no creía en coincidencias. Encendió un cigarrillo y fue hacia Lauiston Place; podía cruzar por los Meadows y llegar a casa en un cuarto de hora, pero había dejado el coche en Gorgie. Bueno, que se quedara allí hasta el día siguiente: el mejor producto británico para quien quisiera robarlo.
Pero al llegar a Arden Street se lo encontró en doble fila con una nota que decía que lo habían cambiado de sitio para que pudiera salir el autor de dicha nota. Comprobó la portezuela y vio que no estaba cerrada con llave ni había ninguna en el contacto. La tenía él en el bolsillo.
Era obra de los hombres de Cafferty.
Lo habían hecho simplemente para demostrarle que podían.
Subió al piso, se sirvió un whisky y se sentó en el borde de la cama. Vio que no había mensajes en el contestador. Lorna no había intentado localizarle, y sintió una mezcla de alivio y de decepción. Miró las sábanas y a su mente acudieron recuerdos deslavazados, sin orden ni concierto. Ahora volvía a tener en Edimburgo a su bestia negra dispuesto a recuperar su imperio. Fue a la puerta y echó la cadena, pero se detuvo a medio camino del cuarto de estar.
«¿Qué haces, hombre?»
Volvió sobre sus pasos y la quitó. Cafferty no se andaría con miramientos. Tenía cuentas que saldar y él era una de ellas. No importaba. Cuando Cafferty llegara, le estaría esperando.
– Sería mejor abrir la puerta -dijo Ellen Wylie pensando en que habría más sitio para moverse y más luz para ver.
– Nos helaríamos -replicó Grant Hood-. Ya no siento los dedos.
Estaban en el garaje de la casa de Coghill. Era otra mañana gris de invierno y soplaban ráfagas de aire frío que sacudían la puerta de metal. La polvorienta bombilla del techo daba una luz mortecina y sólo a través de un ventanuco lleno de escarcha entraba algo de claridad. Wylie buscaba alumbrándose con una linterna de bolsillo que sostenía entre los dientes y Hood había llevado una bombilla con enchufe de las que usan los mecánicos pero daba demasiada luz y era engorrosa. La había colgado en un estante y más que iluminar arrojaba sombras por todas partes.
Wylie había ido preparada y, aparte de la linterna, llenaba dos termos con sopa y té y se había provisto de botas con calcetines de lana, una bufanda y tenía puesta la capucha de la trenca color verde oliva. Pero se le estaban quedando heladas las orejas y las rodillas porque el calor de la estufa eléctrica de una sola resistencia apenas irradiaba más allá de quince centímetros.
– Iríamos más rápido abriendo la puerta -replicó.
– ¿Pero no oyes el viento que hace? Se nos volaría todo.
La señora Coghill, preocupada por ellos, les llevó café y galletas; el único consuelo que tenían eran las interrupciones para ir al váter, y al entrar en la casa, con calefacción central, les daban ganas de quedarse dentro. Grant hizo un comentario sobre la última incursión de Wylie al interior y ella le replicó que no sabía que la controlaba.
La discusión sobre la puerta había sido después.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó él por enésima vez.
– Lo sabrías de inmediato -contestó ella entre dientes.
De nada servía no hacerle caso porque él volvería a preguntar.
– Lo que hay aquí es muy reciente -protestó Hood dando un manotazo a un montón de papeles que había sobre una caja de té, que cayeron al suelo.
– Vaya manera de buscar -musitó Wylie pensando en que si sacaban fuera lo revisado tendrían más sitio y de paso sabrían lo que estaba acabado… Pero se volaría todo.
– No sé mucho de esto -añadió él haciendo una pausa y sirviéndose un té-, pero me parece que la documentación de la empresa de Coghill está muy desorganizada a juzgar por lo que veo.
– Tuvo problemas con el IVA -comentó Hood.
– También con los trabajadores temporales que contrataba.
– Lo cual complica la búsqueda -añadió Hood acercándose y agradeciéndole la taza de té con una inclinación de cabeza.
Llamaron a la puerta y entró alguien.
– ¿Queda café? -preguntó Rebus señalando el termo.
– Media taza -respondió Wylie.
Rebus miró las tazas vacías y cogió la más limpia para que Wylie le sirviera.
– ¿Cómo va la búsqueda? -preguntó Rebus.
– Aparte del viento, ¿no? -dijo Hood tras cerrar la puerta con gesto elocuente.
– El frío es saludable -replicó Rebus arrimándose a diez centímetros del calentador.
– No avanzamos mucho -dijo Wylie-. El mayor problema de Coghill es que lo hacía todo él.
– Si hubiese tenido un buen jefe de personal…
– Ahora sabríamos dónde buscar -añadió Wylie.
– A lo mejor eliminó papeles -comentó Rebus-. ¿Hasta qué fecha habéis encontrado papeles?
– El problema es que no tiraba nada, señor; guardaba todos los papelitos -dijo Wylie tendiéndole una carta con membrete de Constructora Coghill.
Rebus la cogió y vio que era un presupuesto de 1969 para la construcción en Joppa de un garaje individual, detallado en libras, chelines y peniques.
– Es que hay que localizar un año entre treinta -añadió Wylie apurando el té y enroscando el vasito en el termo- que es como buscar una aguja en un pajar.
Rebus apuró el café.
– Bueno, no os interrumpo más… -dijo consultando el reloj.
– Si no tiene mucho que hacer, señor, no nos vendrían mal dos manos más.
Rebus miró a Wylie y comprendió que lo decía en serio.
– Tengo otra cita -dijo-. He pasado por aquí para ver cómo iba la búsqueda.
– Muy agradecidos -añadió Hood casi en el mismo tono que su compañera, y volvieron a ponerse manos a la obra en cuanto salió Rebus.
Wylie oyó el motor del coche y tiró los papeles que tenía en la mano.
– Es increíble. Llega tranquilamente, se toma el poco té que hay y se larga tan fresco. Si hubiésemos encontrado alguna cosa, se la habría llevado a la comisaría para recibir los laureles.
– ¿Tú crees? -dijo Hood mirando a la puerta.
– ¿Tú, no? -replicó ella mirándole.
– Él no es así -contestó Hood encogiéndose de hombros.
– ¿A qué ha venido, si no?
– Porque no puede evitarlo -dijo Hood sin dejar de mirar la puerta.
– Es decir, que no se fía de nosotros.
Hood negó con la cabeza y cogió otro archivador.
– Mil novecientos setenta y uno -dijo-. El año en que nací.
– Espero que no le importe que le haya citado aquí -dijo Cammo Grieve abriéndose paso entre unos andamios que había en el suelo para montar o para retirarlos.
– No pasa nada -contestó Rebus.
– Es que buscaba un pretexto para echar un vistazo a esto.
«Esto» era la sede provisional del Parlamento de Escocia en el edificio de la sala capitular de la cumbre del Mound. Trabajaban a buen ritmo y eran ya visibles, entre las vigas de madera del techo, los soportes metálicos para las luces; sobre el primitivo suelo crecía un hemiciclo escalonado estilo anfiteatro. Aún no había sillas ni escritorios, pero en el patio esperaba la estatua de John Knox sin desembalar «para que no se deteriorara», decían, aunque hubo quien comentó que era por no ver su gesto de disgusto por la remodelación en la sede suprema de la Iglesia de Escocia.
– Me han dicho que en Glasgow habían dispuesto un edificio para sede del Parlamento -dijo Grieve chasqueando la lengua y sonriendo-. Como si en Edimburgo fueran a dejarles. De todos modos… -añadió mirando a un lado y a otro- es una lástima no haber esperado a tener lista la sede definitiva.
– Se ve que no es posible esperar tanto -dijo Rebus.
– Por el solo hecho de que a Dewar se le ha metido entre ceja y ceja. Recuerde cómo se cargó la idea de edificarlo en Calton Hill, simplemente por temor a que se convirtiera en «símbolo nacionalista». Ese puñetero es idiota.
– Yo habría preferido Leith -dijo Rebus.
– ¿Por qué? -preguntó Grieve con auténtico interés.
– Por lo mal que está aquí el tráfico, y además para evitar el desplazamiento de prostitutas hasta Holyrood para el desempeño de su oficio.
La carcajada de Cammo Grieve resonó en la sala. Había carpinteros dándole a la sierra y al martillo y un par de obreros silbaba acompañando a una cancioncilla que emitía un transistor. Uno de ellos se golpeó con el martillo y sus maldiciones resonaron en el hemiciclo.
Cammo Grieve miró a Rebus.
– No le ha hecho mucha gracia que le llamase, ¿verdad, inspector?
– Bueno, ya sé que los políticos tienen sus maneras.
Grieve volvió a reírse.
– Me da la impresión de que es mejor que no le pregunte a qué maneras se refiere.
– Va usted mejorando, señor Grieve.
Siguieron caminando y Rebus, que recordaba datos por sus visitas con el CESPP, fue haciendo comentarios para beneficio del parlamentario residente en Londres.
– ¿Así que esto será la Asamblea? -preguntó Grieve.
– Justamente. Hay otros seis edificios, casi todos propiedad del ayuntamiento. Uno albergará los servicios colectivos, un segundo está destinado a los parlamentarios y de los demás ya no me acuerdo.
– ¿Y salas de reuniones para el comité?
Rebus asintió con la cabeza.
– Al otro lado del puente Jorge IV, frente a los despachos de los parlamentarios; conectadas por un túnel.
– ¿Un túnel?
– Para que no tengan que cruzar la calle. Hay que evitar accidentes.
Grieve sonrió. A pesar de todo, Rebus le caía bien.
– Habrá naturalmente un edificio de prensa -aventuró Grieve.
– En Lawnmarket -contestó Rebus.
– Malditos periodistas.
– ¿Siguen aún al acecho frente a la casa de su madre?
– Ya lo creo. Cuando voy a verla no dejan de acosarme con las mismas preguntas -dijo mirando a Rebus con expresión deprimida y cansada.
– ¿Siguen sin tener idea de quién asesinó a Roddy? -preguntó.
– Ya sabe usted lo que le dije.
– Sí, claro, que prosigue la investigación… y todas esas chorradas.
– Serán chorradas, pero es la verdad.
Cammo Grieve metió las manos en los bolsillos de su abrigo negro estilo Crombie. Tenía aspecto viejo y frustrado y un algo parecido al solemne desencanto vital de Hugh Cordover. Por elegante que fuera su atuendo, tenía el cutis fofo y los hombros caídos y no cesaba de ajustarse el casco blanco obligatorio, que le molestaba. A Rebus le dio la impresión de que era un hombre que había llevado una mala vida.
Estaban en lo alto de la tribuna pública. Grieve quitó el polvo de uno de los bancos para sentarse, arreglando el abrigo a su alrededor. Abajo, en el centro del hemiciclo, había dos individuos examinando unos planos y señalando con el dedo diversos puntos de las obras.
– ¿Será un prodigio? -dijo Grieve.
Habían desplegado el plano en un banco de trabajo sujetándolo por sus extremos con dos tazas de café.
– ¿Ese olor? -preguntó Rebus sentándose al lado del diputado.
Grieve aspiró el aire.
– Serrín.
– Lo que unos tiran para otros es nuevo. Huele a eso.
– ¿Lo que a mí me parece un prodigio a usted le parece una renovación? -dijo Grieve mirándole con aprecio. Rebus se limitó a encogerse de hombros-. Entiendo. A veces es muy fácil encontrar un sentido en las cosas.
Había unos rollos de cable eléctrico y Grieve apoyó los pies en uno de ellos a modo de escabel, se quitó el casco y lo dejó en el banco para atusarse el pelo.
– Podemos empezar cuando usted quiera -dijo Rebus.
– Empezar, ¿qué?
– Algo tendrá que decirme.
– ¿Usted cree? ¿Por qué está tan seguro?
– Sería decepcionante que me hubiera traído aquí para servirle de cicerone.
– Bueno, sí, hay una cosa; pero no sé si es relevante… -empezó Grieve mirando las claraboyas del techo-. Es que recibí unas cartas; pero como los diputados recibimos correspondencia de todo tipo de chalados, no les di importancia, aunque se lo confié a Roddy. Probablemente como orientación de lo que se le venía encima, pues en caso de ser diputado también pasaría por esa experiencia.
– ¿Él no había recibido ninguna?
– No llegó a decirme que hubiera recibido ninguna, pero sí que noté, no sé… Me dio la impresión cuando se lo conté de que ya tenía noticias de ellas.
– ¿Qué decían las cartas?
– ¿Las que yo recibí? Que iba a morir por ser un hijo de puta conservador, y en algunas me adjuntaban cuchillas de afeitar por si me animaba a suicidarme.
– Eran anónimas, claro…
– Por supuesto, y con matasellos de diversos lugares. Se ve que el remitente viaja bastante.
– ¿Qué dijo la policía?
– No informé a la policía.
– ¿Quién más sabía de su existencia, aparte de su hermano?
– Mi secretaria, porque abre mi correspondencia.
– ¿Las conserva?
– No, las tiré a la papelera en el acto. El caso es que he llamado a mi despacho y no se ha vuelto a recibir ninguna desde el día en que murió Roddy.
– ¿Por respeto al duelo?
Cammo Grieve hizo un gesto escéptico.
– Yo pensaría más bien que ese cabrón se regodea.
– Ya entiendo -dijo Rebus-. Piensa usted que si al autor o autora de los anónimos le anima algún rencor por su familia, optó tal vez por asesinar a su hermano al no poder llegar hasta usted.
– ¿Sería necesariamente él?
– No, claro que no -replicó Rebus-. Si le llegan más cartas, me lo comunica. Y no las tire.
– Entendido -dijo Grieve levantándose-. Esta tarde regreso a Londres. Si desea algo, tiene el teléfono de mi despacho.
– Sí, gracias -respondió Rebus sin hacer ademán de levantarse.
– Bien, adiós, entonces, inspector. Y buena suerte.
– Adiós, señor Grieve. Ande con cuidado.
Cammo Grieve se detuvo un instante antes de tirar escalera abajo y Rebus continuó donde estaba, escuchando sierras y martillos.
De vuelta a Saint Leonard hizo un par de llamadas. Sentado a su mesa con el receptor pegado a la oreja examinó los mensajes que le habían dejado. Linford había optado por comunicarse con él mediante notas; en la última decía que estaba interrogando a personas que habían pasado a pie por Holyrood la noche del crimen. Hi-Ho Silvers, con su tesón, había localizado cuatro bares en donde Roddy Grieve estuvo bebiendo solo aquella misma noche. Dos de ellos estaban en el sector oeste, otro en Lawnmarket y el último era precisamente la Holyrood Tavern. Adjuntaba una lista con clientes habituales, hombres y mujeres, a quienes estaba sondeando. Una pérdida de tiempo casi segura, pensó Rebus. Pero él tampoco hacía maravillas siguiendo sus corazonadas.
– ¿Es la secretaria del señor Grieve? -inquirió, y a continuación le preguntó sobre los anónimos.
Le dio la impresión por la voz de una joven de veintitantos años o poco más de treinta, y por la manera de explicárselo se imaginó la fiel secretaria. No parecía tener una versión preparada de antemano y él no encontró motivo para pensar lo contrario.
Salvo por una corazonada.
A continuación habló con Seona Grieve, a quien localizó en el móvil y le pareció nerviosa. Fue ella misma quien se lo corroboró.
– Es por el poco tiempo que tenemos para organizar bien la campaña -alegó-. En mi colegio están que trinan porque habían imaginado que no eran más que unos días de permiso por el duelo y ahora les digo que a lo mejor no vuelvo.
– Si sale elegida.
– Sí, claro, con esa pequeña salvedad.
Había mencionado la palabra duelo pero no parecía muy compungida. No tenía tiempo. Quizá fuese lo mejor, olvidar el asesinato. Linford se había preguntado si Seona Grieve tenía un móvil: matar a su marido para ocupar su puesto como vía rápida al Parlamento. Rebus no acababa de verlo claro.
La verdad era que en ese momento no veía nada claro.
– Inspector, no será una simple llamada de cortesía…
– No, perdone, es que quería preguntarle si su esposo recibió alguna carta anónima.
Se hizo un silencio.
– No, que yo sepa.
– ¿Le contó a usted que su hermano sí las recibía?
– ¡No me diga! No, Roddy nunca me confió nada. ¿Se lo dijo a él Cammo?
– Eso parece.
– Bien, pues es la primera noticia. ¿No cree que, de lo contrario, yo se lo habría dicho?
– Tal vez.
– Si no tiene usted nada más, inspector… -dijo, con tono irritado por la supuesta insinuación.
– No, eso es todo, señora Grieve. Disculpe por la molestia -añadió él en tono neutro sin sentirlo.
Ella lo captó.
– Escuche, le agradezco lo que hace y las molestias que se toma -replicó ella con estilo político melifluo y poco sincero-, así que, naturalmente, llámeme cuando se le ocurra cualquier cosa en que yo pueda serle útil.
– Muy amable por su parte, señora Grieve.
Ella hizo caso omiso del tono irónico de Rebus.
– Bien, si no tiene más preguntas…
Rebus colgó sin añadir palabra.
En el despacho contiguo encontró a Siobhan. Tenía el receptor sujeto entre la mejilla y el hombro y anotaba algo.
– Gracias -decía-. Muy agradecida. Nos vemos, pues; iré con un colega mío -añadió mirando a Rebus-, si no tiene inconveniente -hizo una pausa escuchando-. Muy bien, señor Sithing. Adiós.
El receptor cayó directamente del hombro a su alojamiento en el aparato.
– Bonito truco -comentó Rebus.
– Lo mío me ha costado perfeccionarlo. Dime que es la hora de almorzar.
– Y te invito yo -Siobhan cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la puso-. ¿Vamos a ir a ver a Sithing? -preguntó.
– Esta tarde si te viene bien -él asintió con la cabeza-. Está en esa iglesia y ha dicho que nos veremos allí.
– ¿Ha sido muy rastrero?
Siobhan sonrió al pensar cómo ella le había sacado casi a rastras a la calle.
– Bastante, pero le he puesto una buena zanahoria en las narices -dijo ella.
– ¿Las cuatrocientas mil libras?
Ella asintió con la cabeza.
– Bueno, ¿adónde me invitas?
– Pues, hay un sitio precioso de Fife…
– O un bocadillo en la cantina -añadió ella sonriendo.
– La elección es dura, pero la vida es así.
– Fife está muy lejos. Tal vez otro día.
– Lo dejamos para otro día -dijo Rebus.
Se sentaron a la mesa en la cocina de la señora Coghill. El primer plato fue la sopa del termo, pero de segundo la señora Coghill había hecho macarrones con queso. Estuvieron a punto de rehusarlos cortésmente hasta que los sacó burbujeantes del horno con su gratinado crujiente de pan rallado.
– Bueno, tal vez unos cuantos.
La anciana les sirvió y los dejó a solas pretextando que ella ya había comido.
– Últimamente no tengo mucho apetito, pero ustedes que son jóvenes… Espero que no dejen nada -añadió señalando la fuente con la cabeza.
Grant Hood inclinó la silla hacia atrás recostándose y se estiró. Había repetido dos veces, pero aún quedaba bastante.
– Vamos, acábalo tú -dijo.
– No puedo más -contestó ella-. Y te digo una cosa, no sé si podré ponerme en pie, así que será mejor que hagas tú el café.
– Vaya indirecta -comentó él echando agua en el hervidor.
El cielo que se veía por la ventana había oscurecido y tenían encendida la luz de la cocina. El viento arrastraba hojas y paquetes de patatas fritas.
– Qué día más repugnante -comentó Hood.
Wylie no le escuchaba. Había abierto un archivador negro que había encontrado antes de comer en el que estaban las transacciones entre el seis de abril de 1978 y el cinco de abril de 1979. El año fiscal de Dean Coghill. Sacó la mitad de los documentos y los desplegó sobre la mesa. Hood fregó los platos y volvió a poner la cazuela en el horno antes de sentarse aguardando a que hirviera el agua; cogió el primer papel.
Media hora más tarde hicieron una pausa. Tenían una lista del personal contratado para la obra en Queensberry House. Ocho nombres. Wylie los anotó en su bloc.
– Hay que localizarlos y hablar con ellos.
– Haces que parezca muy sencillo.
– Es muy posible que algunos sigan trabajando en la construcción -dijo ella empujando la lista hacia Hood.
Éste leyó los nombres: los siete primeros escritos a máquina y el octavo añadido a lápiz.
– ¿Qué pone aquí, Hutton? -preguntó.
– ¿El último? -dijo ella comprobando en su bloc-. Hutton o Hartón, y el nombre de pila Benny o Barry.
– ¿Qué hacemos, hablar con todas las constructoras de Edimburgo dando estos nombres?
– Si no, a mirar el listín telefónico.
El hervidor hizo el clic de desconexión y Hood fue a ver si la señora Coghill quería una taza de café, para volver con el volumen de páginas amarillas que abrió por «Empresas constructoras».
– Léeme los nombres -dijo- a ver si hay suerte.
Al tercer nombre, exclamó: «¡Bingo!» señalando un recuadro que decía: «J. Hicks. Ampliaciones, Rehabilitaciones, Transformaciones». Podía corresponder al John Elides de la lista.
– Vale la pena hacer una llamada -añadió. Wylie cogió el móvil y brindaron con café.
El negocio de John Hicks estaba en Bruntsfield y él se encontraba en una obra en Glengyle Terrace, junto al campo de golf. Era una vivienda con jardín en la planta baja y el hombre estaba atareado transformando un dormitorio grande en dos pequeños.
– Los alquileres han subido -les dijo- y hay gente a quien no le importa vivir en una conejera.
– O no tienen dinero para más.
– Cierto, encanto -respondió Hicks, que era un cincuentón bajito y nervudo, de cabeza apepinada y curtida y espesas cejas negras. Sus ojos chispeaban humor-. Tal como están las cosas en Edimburgo, no va a quedar un solo edificio sin dividir.
– Es trabajo para usted.
– No puedo quejarme -dijo con un guiño-. Me dijeron por teléfono que era algo relacionado con Dean Coghill.
Se oyó un portazo.
– Son estudiantes -explicó Hicks-. Les cabrea que esté aquí de ocho a cinco de la tarde dando golpes -añadió cogiendo un martillo y golpeando un ladrillo.
Wylie le mostró la lista, él echó un vistazo, la cogió y lanzó un silbido.
– Es un viaje al pasado -comentó.
– Tenemos que indagar sobre todos esos nombres.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre levantando la vista.
– ¿No ha leído en el periódico lo de ese cadáver encontrado en Queensberry House? -Hicks asintió con la cabeza-. Lo tapiaron allí a finales de 1978 o en 1979.
Hicks asintió de nuevo.
– La época en que trabajamos nosotros -dijo-. ¿Creen que alguno de los obreros…?
– Estamos llevando a cabo una línea de investigación. ¿Recuerda usted que destaparan la chimenea?
– Ah, sí. Hubo que hacer una cámara de aire. Por eso la destaparon.
– ¿Volvieron a tapiarla?
Hicks se encogió de hombros.
– No recuerdo. Debió de hacerse al finalizar la obra, pero realmente no me acuerdo.
– ¿Quién la tapiaría?
– Ni idea.
– ¿Puede decirnos algo sobre los demás de la lista? El hombre volvió a leerla.
– Bueno, Bert y Terry trabajaron los dos conmigo en muchas obras. Eddie y Tam lo hacían a tiempo parcial, sin contrato. Vamos a ver… Harry Connors era algo mayor y llevaba mucho tiempo trabajando con Dean por muy poco dinero. Murió un par de años después. Dod McCarthy se marchó a Australia.
– ¿No dejó nadie el trabajo durante las obras?
El hombre negó con la cabeza.
– No, estábamos todos cuando se terminaron, si se refiere a eso.
Wylie y Hood cruzaron una mirada: otra hipótesis que se venía abajo.
Hicks seguía mirando la lista.
– Hay un nombre del que no ha dicho nada -dijo Hood.
– Benny Hartón -dijo Wylie.
– Barry Hutton -corrigió Hicks-. Es que Barry sólo estuvo con nosotros en un par de obras. Supongo que era por enchufe de su tío.
– ¿Hay algo de él que pueda decirnos?
– No, nada. Sólo que…
– ¿Qué?
– Bien, que Barry se ha hecho rico, ¿no es cierto? De todos nosotros es el único que ha hecho fortuna.
Wylie y Hood no entendían nada.
– ¿No saben quién es? -preguntó Hicks como sorprendido-. El dueño de Promociones Hutton.
Wylie abrió los ojos por la sorpresa.
– ¿Es este Barry Hutton? Es un promotor inmobiliario -añadió mirando a Hood.
– De los más importantes -agregó Hicks-. Quién lo iba a decir, ¿eh? Cuando yo le conocí Barry era un don nadie.
– Señor Hicks, ¿no dijo antes algo de un tío de este Hutton? -preguntó Hood.
– Es que Barry no sabía nada de albañilería y a mí me parece que su tío debió de hablar con Dean para que diera al chico una oportunidad.
– ¿Quién era su tío…?
Hicks volvió a mirarles sorprendido sin acabar de creerse semejante ignorancia.
– Bryce Callan -contestó dando otro martillazo en el ladrillo-. Barry es hijo de su hermana. Tienen buenas influencias, claro. No es de extrañar que el chico haya triunfado.
La llamada le llegó a Rebus por el móvil cuando se dirigía con Siobhan a Roslin. Ella conducía, y cuando él terminó de hablar se volvió ligeramente en el asiento.
– Era Grant Hood, por lo del cadáver de la chimenea. Uno de los que trabajaron allí en la época era sobrino de Bryce Callan. Se llama…
– Barry Hutton -añadió ella.
– ¿Has oído hablar de él?
– No llega a los cuarenta años, es soltero y millonario; claro que he oído hablar de él. Salí una noche con un grupo de solteros. De servicio -añadió mirándole-. Dos de las mujeres estuvieron hablando de hombres casaderos y de un artículo de una revista sobre el tal Hutton. Es guapísimo -volvió a mirar a Rebus-. Pero no es un delincuente, ¿verdad? Quiero decir que tiene su empresa y no tiene nada que ver con su tío.
– No -contestó Rebus, que, pese a ello, pensaba en lo que había dicho Cafferty de Bryce Callan: «Que lo cuide su familia» o algo parecido.
Al entrar en Roslin, camino del templo de Rosslyn, Siobhan preguntó a qué se debía esa diferencia del nombre.
– Es otro de los insondables misterios de la iglesia -contestó Rebus-. Probablemente en el fondo de todo se trata de una conjura.
– Quería que la vieran ustedes -dijo Gerald Sithing al recibirlos al fondo del aparcamiento.
Llevaba un chubasquero azul de plástico sobre la chaqueta de tweed y los pantalones de pana marrón deformados. El chubasquero hacía un frufú cada vez que se movía. Estrechó la mano a Rebus pero mantuvo sus distancias con Siobhan.
Por fuera, la iglesia no parecía gran cosa, tapada como estaba con una estructura de planchas metálicas onduladas.
– Tiene que estar cubierta hasta que se sequen las paredes para iniciar las reparaciones -explicó Sithing.
Los hizo pasar y Siobhan Clarke, pese a ir prevenida, no pudo evitar un grito ahogado. El interior era de un lujo equiparable al de una pequeña catedral, lo que hacía resaltar el efecto de la piedra esculpida. Adornaban las crucerías de las bóvedas diversas clases de flores labradas y tenía intrincados pilares y vidrieras. Hacía frío porque las puertas estaban abiertas, y por el verdín del techo se apreciaba que había humedades.
Rebus se detuvo en el centro de la nave y golpeó con el pie las losas del suelo.
– Aquí es donde está la nave espacial, ¿no? Aquí debajo.
Sithing esgrimió un dedo, sin enfadarse, emocionado de hallarse allí.
– El Arca de la Alianza, el cuerpo de Cristo… sí, ya conozco esas historias. Pero lo cierto es que por todas partes hay detalles templarios. Escudos heráldicos e inscripciones…, detalles esculpidos. Está la tumba de William de Saint Clair, que murió en España en el siglo XIV cuando transportaba a Tierra Santa el corazón de Roberto de Bruce.
– ¿No habría sido más fácil enviarlo por correo? A lo mejor ya habría llegado.
– Los templarios -prosiguió Sithing sin irritarse- eran el brazo militar del Priorato de Sión, cuyo propósito era dar con el tesoro del templo de Salomón.
– ¿Viene de ahí el nombre del pueblo que hay cerca de aquí llamado Temple? -aventuró Siobhan.
– Donde existe una iglesia templaria en ruinas -se apresuró a añadir Sithing-. Se dice que la iglesia de Rosslyn es una réplica del templo de Salomón. Los templarios llegaron a Escocia huyendo de la persecución de que fueron víctimas en el siglo XIV.
– ¿Cuál es la fecha de construcción? -preguntó Siobhan extasiada por los tesoros que veía.
– Los cimientos se pusieron en 1446 y la construcción tardó cuarenta años.
– Como algunas empresas constructoras que yo me sé -dijo Rebus.
– ¿Es que no siente nada? -dijo Sithing mirándole-. ¿No siente algo en su cínico corazón?
– Tal vez una ligera indigestión. Gracias por preocuparse -replicó Rebus frotándose el tórax, mientras Sithing se volvía hacia Siobhan.
– Usted sí que lo siente, lo sé -añadió.
– Tengo que confesar que es un lugar impresionante.
– Podría uno pasarse la vida entera estudiándolo sin llegar a desentrañar sus secretos.
– ¿Qué es esa jeta tan fea? -preguntó Siobhan señalando una gárgola.
– El Hombre verde.
– ¿No era un símbolo pagano? -preguntó ella volviéndose hacia Sithing.
– ¡Ahí está el detalle! -exclamó el hombre excitado acercándosele de un salto-. La iglesia es prácticamente un edificio panteísta que alberga todas las religiones, no sólo la cristiana.
Siobhan asintió en silencio. Rebus negó con la cabeza.
– Llamando a la agente Clarke. Llamando a la agente Clarke.
Ella le contestó con una mueca.
– Y esas tallas del techo son plantas del nuevo mundo -dijo Sithing con una pausa para ver el efecto-, labradas cien años antes de que Colón llegase a América.
– Es realmente fascinante -dijo Rebus, aburrido-, pero hemos venido a hablar de otra cosa.
– Es cierto, señor Sithing -dijo Siobhan apartando la vista del Hombre verde-. Le expliqué al inspector Rebus lo que usted me contó y él cree que debemos hablar.
– ¿Sobre Chris Mackie?
– Sí.
– ¿Entonces, admiten que yo le conocía? -preguntó el hombre aguardando a que Siobhan asintiera-. ¿Y reconocen que él quería que los Caballeros recibieran una aportación financiera de su fortuna?
– Eso no es de nuestra competencia, señor Sithing -terció Rebus-, sino de los abogados -hizo una pausa-. Pero siempre podemos influir -añadió haciendo caso omiso de la mirada de Siobhan y asintiendo despacio con la cabeza para que el hombre encajara la implicación.
– Comprendo -dijo Sithing sentándose en una de las sillas de los feligreses-. ¿Qué quieren saber? -añadió pausadamente mientras Rebus tomaba asiento en otra de las sillas que había dispuestas en el pasillo de la nave.
– ¿Mostró el señor Mackie algún tipo de interés por la familia Grieve?
De entrada Sithing pareció no entender la pregunta, pero acto seguido dijo:
– ¿Cómo lo sabe?
Rebus comprendió que habían dado con un filón de oro.
– ¿Hugh Cordover es miembro de su círculo?
– Sí -respondió Sithing con los ojos muy abiertos como si viera a un mago.
– ¿Vino aquí alguna vez Chris Mackie?
– Se lo pedí muchas veces -respondió Sithing negando con la cabeza- pero no quiso.
– ¿Y no le pareció a usted extraño? Quiero decir, dado que Rosslyn le interesaba tanto…
– Para mí que no le gustaba viajar.
– Se veían en los Meadows y hablaban de…
– Muchas cosas.
– ¿De la familia Grieve entre otras?
Siobhan, al ver que había quedado al margen, se sentó en un banco frente a Sithing.
– ¿Quién trajo a los Grieve la primera vez? -preguntó.
Sithing contestó que no recordaba.
– Creo adivinar -dijo Rebus- que usted le habló de los Caballeros y mencionó a Hugh Cordover.
– Puede ser -dijo Sithing alzando la vista-. ¡Sí, efectivamente! -exclamó mirando otra vez de hito en hito al mago Rebus.
Siobhan, aunque era ella quien llevaba el caso, optó por callarse al ver que Rebus tenía a Sithing en una especie de trance.
– Usted mencionó a Cordover ¿y Mackie quiso saber más? -preguntó.
– Él había sido seguidor del grupo y me comentó que conocía su estilo musical. Creo recordar que hasta me tarareó una de sus canciones, que a mí no me decía nada, claro. Me preguntó alguna cosa y yo le contesté en la medida de lo que sabía.
– ¿Y después, cuando se veían…?
– Me preguntaba cómo eran Hugh y Lorna Grieve.
– ¿Le preguntó por alguien más?
– Esa familia siempre está en los titulares, ¿verdad? Yo le contaba lo que sabía.
– ¿No le intrigó a usted nunca por qué le interesaban tanto los Grieve, señor Sithing?
– Por favor, llámeme Gerald. Inspector, ¿sabe que tiene usted un halo? No me cabe ninguna duda.
– Será la loción para después del afeitado -Siobhan resopló, pero él no hizo caso-. ¿No le pareció a usted que le interesaba más Hugh Cordover y su familia que los Caballeros de Rosslyn?
– Oh, no. No era así.
Rebus se inclinó hacia el hombre.
– Escuche a su corazón, Gerald -canturreó.
Sithing se concentró tragando saliva.
– Sí, puede que tenga razón. Sí, efectivamente. Pero, dígame, ¿por qué le interesaban los Grieve?
Rebus se puso en pie y se inclinó sobre Sithing.
– ¡Y yo qué demonios sé! -dijo.
En el coche, Siobhan le imitó sonriendo: «Escuche a su corazón, Gerald».
– Es un tipo bastante raro, ¿no? -comentó Rebus, que había bajado el cristal de la ventanilla para que Siobhan le dejase fumar.
– Bueno, ¿qué es lo que tenemos?
– Tenemos a tu mendigo, que finge interés por los Caballeros de Rosslyn para obtener información sobre el clan. Tenemos su interés por Hugh Cordover y su negativa a venir a la dichosa iglesia. ¿Por qué? Porque no quería encontrarse con Cordover.
– ¿Porque Cordover le conocía? -aventuró Siobhan.
– Es posible.
– ¿Estamos ahora más cerca de averiguar quién era?
– Tal vez. A tu Supertramp le interesaban los Grieve y la mojama de la chimenea. Roody Grieve muere en el solar de Queensberry House poco después de que aparezca el cadáver y casi a la misma hora el vagabundo se lanza al vacío.
– ¿Quieres aglutinar tres casos en uno?
Rebus negó con la cabeza.
– Nos faltan datos y Watson no tragaría. Desde luego no me permitiría investigarlo a mi manera.
– Por cierto, hablando del tema… -dijo Siobhan cambiando de marcha una vez fuera del pueblo-, ¿y tu secuaz?
– ¿Te refieres a Linford? -Rebus se encogió de hombros-. Indagando por ahí.
Siobhan hizo un gesto escéptico.
– ¿Y te deja a tu aire? -inquirió.
– Derek Linford sabe lo que le conviene -contestó Rebus lanzando la colilla contra el cielo amoratado.
Rebus, Siobhan, Waylie y Hood celebraron consejo de estado mayor en una mesa retirada del salón de atrás del bar Oxford para que nadie oyera lo que hablaban.
– Yo veo una relación entre los tres casos -dijo Rebus después de haberse explicado-. Si pensáis que me equivoco, decídmelo.
– No digo que se equivoque, señor -terció Wylie-, pero ¿cómo se demuestra?
Rebus asintió con la cabeza. La cerveza que tenía delante estaba casi sin tocar y en deferencia a los que no fumaban ni había quitado el celofán del paquete de cigarrillos.
– Exacto -dijo-. Por eso quiero prudencia. A partir de ahora tenemos que estar muy coordinados para que cuando se establezcan las conexiones las veamos sin titubear.
– ¿Qué le digo yo a la inspectora Templer? -preguntó Siobhan. Su jefa, Gill Templer, era un nombre que comenzaba a sonar en el Cuerpo.
– No le digas nada. Y, llegado el caso, tampoco al comisario.
– Va a dar carpetazo a mi caso -protestó ella.
– Ya le persuadiremos para que no lo haga -prometió Rebus-. Bueno, bebed, que yo pago la próxima ronda.
Mientras Rebus se dirigía a la barra Siobhan salió a la calle a llamar a casa por si tenía mensajes en el contestador. Había dos de Derek Linford disculpándose y pidiendo una cita.
– Anda que no has tardado… -musitó ella.
Le dejaba su número de teléfono, pero Siobhan casi no prestó atención.
Solos en la mesa Wylie y Hood bebieron un rato en silencio hasta que Wylie lo rompió.
– ¿A ti qué te parece?
– El inspector tiene fama de meterse en líos -contestó Hood negando con la cabeza-. ¿Nos interesa hacer lo que dice?
– Con toda sinceridad, no lo veo claro. ¿Qué tiene que ver nuestro caso, o incluso el Siobhan, con el asesinato del diputado?
– ¿En qué estás pensando?
– Pues en que trata de apropiarse de nuestros casos porque el suyo está en vía muerta.
Hood negó con la cabeza.
– Ya te he dicho que no es su estilo.
Wylie reflexionó un instante.
– Ahora bien, si está en lo cierto el caso es mucho más importante de lo que pensamos -dijo con una sonrisita-. Y si se equivoca, a nosotros no nos van a echar la bronca, ¿no?
Rebus volvió con las bebidas. Ginebra con soda y lima para Wylie y una jarra grande de cerveza para Hood, y fue otra vez a la barra a por un whisky para él y Coca-cola para Siobhan.
– Slainte! -dijo cuando ésta se sentó a su lado en el estrecho banco.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Wylie.
– No tengo que decíroslo -dijo Rebus-. Actuar conforme al reglamento.
– ¿Hablamos con Barry Hutton? -aventuró Hood.
Rebus asintió con la cabeza.
– Quizá investigando previamente por si hay algo sobre él que interesa saber.
– ¿Y el mendigo? -preguntó Siobhan.
– Bueno, se me acaba de ocurrir una idea… -dijo Rebus volviéndose hacia ella.
Una cabeza se asomó al recodo como para ver quién había en las mesas y Rebus advirtió que era Gordon, uno de los clientes habituales. Venía sin cambiarse, seguramente recién salido de la oficina. Al ver a Rebus estuvo a punto de darse la vuelta pero cambió de idea y se acercó a la mesa con las manos en los bolsillos del abrigo. Rebus advirtió de inmediato que ya iba cargado.
– Cabronazo -dijo Gordon-, la otra noche te largaste con Lorna, ¿eh? -estaba a punto de gastarle alguna broma para ponerle en evidencia delante de sus amigos-. La supermodelo de los sesenta al único que podía ligarse era a ti -añadió negando con la cabeza sin percatarse de cómo le miraba Rebus.
– Se agradece, Gordon -comentó en un tono que puso en guardia al joven, que le miró llevándose una mano a la boca.
– Ah, perdona -musitó el joven volviendo sobre sus pasos camino de la barra.
Rebus miró a sus contertulios, que estaban todos con los ojos fijos en sus respectivas consumiciones.
– Tenéis que perdonarle -comentó-. Gordon a veces interpreta mal las cosas.
– Se refería a Lorna Grieve, ¿verdad? -dijo Siobhan-. ¿Viene mucho por aquí?
Rebus la miró sin contestar.
– Es la hermana del asesinado -añadió Siobhan en voz baja.
– Vino aquí la otra noche y nada más -espetó Rebus. Pero sabía que era mejor no hablar del tema. Miró a Wylie y Hood recordando que ellos la habían visto allí aquella noche. Cogió el vaso de whisky pero estaba vacío-. Gordon no sabe lo que dice -musitó sin que ni él mismo se lo creyera.
Se ha dicho de Edimburgo que es una ciudad huidiza que oculta sus verdaderos sentimientos e intenciones, con habitantes aparentemente respetables y calles que se hielan pronto. Se puede haber estado en ella y marcharse sin haber llegado realmente a entender qué la anima. Fue la ciudad de Deacon Brodie donde sólo por la noche se daba rienda suelta a las pasiones y al mismo tiempo la ciudad de John Knox, indómita y de inquebrantable rectitud. En ella, una casa puede costar medio millón de libras, pero la ostentación no se acepta. Es una ciudad de Saabs y Volvos más que de Bentleys y Ferraris. Los de Glasgow, que se consideran más apasionados, más celtas, piensan que Edimburgo, de tan seria y convencional, resulta remilgada.
Es una ciudad oculta. Prueba de ello es que ante el avance de los ejércitos invasores sus habitantes se escondieron en sótanos y subterráneos de la ciudad vieja. Sus casas serían saqueadas pero las tropas terminarían por marcharse, ya que difícilmente puede disfrutarse el triunfo si no se ve a los vencidos. Éstos saldrían después a la luz para reconstruirla.
De la oscuridad a la luz.
El espíritu presbiteriano barrió la idolatría de las iglesias dejándolas extrañamente desnudas y preñadas de ecos para llenarlas con feligreses a quienes desde la cuna les venían repitiendo que estaban condenados. El proceso se fue filtrando en las conciencias a lo largo de años. Edimburgo dio buenos banqueros y letrados quizá porque sus ciudadanos eran maestros en el arte del disimulo y sabían guardar muy bien secretos; la ciudad fue adquiriendo fama de centro financiero y hubo una época en que Charlotte Square, sede de casi todos los bancos y empresas de seguros, estuvo considerada la calle con mayor riqueza de Europa. En la actualidad, por la demanda de espacio para oficinas y aparcamientos, los bancos y las compañías de seguros se concentran en la zona de Morrison Street y en la circunvalación oeste. Es el nuevo sector financiero de Edimburgo, un laberinto de cemento y cristal que circunda esa especie de plaza de toros que es el Centro de Congresos. La opinión era unánime desde un principio en cuanto a que, hasta la construcción de los nuevos edificios, aquella zona no era más que un inmenso solar monstruoso, mientras que respecto a lo inhóspito del nuevo laberinto había división de opiniones. Parecía que en el proyecto se hubiese prescindido de los seres humanos para dar exclusiva carta de naturaleza a las edificaciones. Allí no iba nadie a pasear para ver la arquitectura del sector financiero. No se veía un solo peatón.
Pero aquel lunes Ellen Wylie y Grant Hood cometieron el error de dejar el coche demasiado pronto en un aparcamiento de Morrison Street que Hood juzgó ideal por la proximidad a la zona. Pero lo anodino de los edificios y la circunstancia de que las aceras estaban cortadas por obras, hizo que acabaran perdiéndose a espaldas del Sheraton en Lothian Road. Wylie sacó finalmente el móvil y, gracias a la recepcionista, pudo orientarse para llegar a una construcción de doce plantas de piedra rosada y cristal ahumado. La recepcionista sonrió al verlos al fin.
– Ah, ya están aquí -comentó colgando el teléfono.
– Ya estamos aquí -dijo Wylie picada.
Los obreros daban los últimos retoques a la Torre Hutton. Había electricistas en mono azul y cinturón de trabajo con herramientas, pintores con el mono blanco manchado de gris y amarillo, silbando, con sus latas de pintura en el suelo, mientras llegaba el ascensor.
– Quedará bonito cuando esté acabado -comentó Hood a la recepcionista.
– El señor Graham les espera en el último piso -dijo ésta.
Tomaron el ascensor con un ejecutivo de traje gris que llevaba un montón de papeles entre los brazos como si fuera un pulpo; se bajó tres pisos antes que ellos y estuvo a punto de tropezar con un listillo que había colocado una escalera para alcanzar unos cables del techo. Cuando en el duodécimo piso se abrieron las puertas se vieron en una apacible zona de recepción donde una elegante mujer se alzó de detrás de una mesa para recibirles y guiarlos durante dos metros escasos hasta dos sillones junto a una mesita de centro con los periódicos del día.
– El señor Graham les recibirá enseguida. ¿Quieren café o té?
– A quien queríamos ver es al señor Hutton -dijo Wylie sin que a la mujer se le borrara la sonrisa.
– Con el señor Graham estarán sólo un momento -dijo la mujer volviendo a su mesa.
– Mira qué bien -comentó Hood cogiendo un periódico-, esta mañana no he recibido el Financial Times.
Wylie miró a un lado y a otro los dos largos tramos de pasillo que se perdían en sus extremos, y pensó que debía de dar la vuelta al perímetro del edificio de forma idéntica en todos los pisos. Tenía a ambos lados puertas que seguramente eran de habitaciones con vista al exterior o a otros espacios interiores. Las oficinas con ventanas serían muy codiciadas. Tal como ella trabajaba ahora en Saint Leonard, en un cajón sin ventanas, codiciaba cualquier despacho por pequeño que fuese.
Por la esquina más alejada del pasillo apareció un hombre alto, bien formado y joven. Tenía el cabello moreno corto bien cuidado y engominado y llevaba un traje gris oscuro de hechura perfecta. Lucía gafas ovaladas y un Rolex. Dijo llamarse John Graham y tendió la mano para saludar. Wylie observó sus gemelos de oro en los puños de la camisa amarillo pálido; un modelo sin cuello de los que no permiten llevar corbata. No era la primera vez que veía a un hombre con aura de triunfador, pero para mirar a éste casi hacían falta unas RayBan.
– Queríamos hablar con el señor Hutton -dijo Grant Hood de entrada.
– Sí, naturalmente, pero comprendan que Barry está muy ocupado -dijo consultando el reloj-Ahora mismo le retiene una reunión y hemos pensado que quizá podría yo atenderles. Tal vez si me dijeran qué desean yo podría pasar la consulta a Barry.
Wylie estaba a punto de decir que le parecía una manera muy enrevesada de «atender», pero Graham ya había tomado la delantera pasillo adelante, tras indicar a la recepcionista que no le pasara llamadas durante un cuarto de hora. Wylie cruzó una mirada con Hood como queriendo decir: «Vaya gracia». Hood hizo una mueca para darle a entender que no convenía sulfurarle, al menos de momento.
– Pasaremos a la sala de juntas -dijo Graham franqueándoles la entrada de una sala en forma de L en una esquina del edificio.
Un enorme escritorio rectangular llenaba la mayor parte del espacio. Había vasos de agua, lápices y blocs de notas listos para celebrar alguna reunión, un enorme tablero sin estrenar para escribir con rotulador detrás de la mesa y, en el extremo, un sofá frente a un televisor con vídeo. Pero lo que más les impresionó fue la vista al este del castillo y de Princess Street y la Ciudad Nueva al norte, con la costa de Fife cerrando el horizonte.
– Disfruten de la vista ahora que aún es posible -dijo Graham-, porque hay en proyecto otra torre más alta ahí delante.
– ¿Un proyecto de Hutton? -preguntó Wylie.
– Naturalmente -contestó Graham, indicándoles que se sentaran después de acomodarse él en la silla que presidía la mesa sacudiéndose en el pantalón motas inexistentes-. Bien, si son tan amables de ponerme en antecedentes…
– Mire, es algo muy sencillo -dijo Grant Hood arrimando la silla-. La sargento Wylie y yo estamos investigando un asesinato -Graham enarcó una ceja y juntó las manos-, y parte de la indagación requiere que hablemos con su jefe.
– ¿Podrían darme detalles?
Wylie tomó la alternativa.
– Realmente no, ¿sabe? En un caso como éste no hay tiempo que perder. Hemos venido aquí por simple cortesía, pero si el señor Hutton no nos recibe tendremos que citarle en comisaría -dijo encogiéndose de hombros al terminar.
Hood la miró y luego fijó la vista en Graham.
– Lo que dice mi colega es cierto. Tenemos autoridad para interrogar al señor Hutton quiera o no.
– Que quede claro que no es que se niegue -dijo Graham alzando las manos en gesto conciliador-. Lo que sucede es que está en una reunión y las reuniones a veces se prolongan.
– Hemos llamado previamente anunciando la visita.
– Muy atenta por su parte, sargento Wylie, pero es que hemos tenido un imprevisto relacionado con un negocio multimillonario. Son cosas que suceden a veces, y que requieren decisiones inmediatas porque hay millones en juego. Seguro que lo entienden…
– Sí, señor, pero ya ve que usted no puede ayudarnos en nada -dijo Wylie-. Usted no trabajaría con un tal Dean Coghill en 1978, ¿cierto? Me imagino que hace veinte años estaría aún en el colegio mirando las bragas a las chicas y con la cara llena de granitos como sus compañeros. Así que si el señor Hutton se digna comparecer… -añadió mirando hacia la cámara de un rincón del techo- le quedaríamos agradecidos.
Hood comenzó a balbucir una excusa por las palabras de Wylie viendo a Graham abochornado y cortado, cuando en aquel momento oyeron decir por un altavoz invisible:
– Haz pasar a los policías.
Graham se levantó sin mirarles a la cara.
– Síganme, por favor -dijo.
Los condujo pasillo adelante y les dejó tras decirles: -Segunda puerta a la izquierda.
– ¿Crees que habrá también micrófonos en el pasillo? -dijo Wylie en voz baja.
– A saber
– Se ha asustado, ¿eh? No esperaba que la de faldas fuese la dura -Hood vio que una sonrisa surcaba su rostro-. Y luego, tú…
– ¿Yo, qué?
– Vas y te disculpas por mí -añadió ella mirándole.
– Es lo que hace el poli bueno.
Llamaron a la puerta y abrieron sin esperar respuesta. Era una antesala donde una secretaria se levantó de la mesa para abrirles otra puerta que comunicaba con el despacho de Barry Hutton.
Este les esperaba ya de pie con las piernas ligeramente abiertas y las manos a la espalda.
– Creo que ha estado un poco agresiva con John -dijo dando la mano a Wylie-. De todos modos, admiro su estilo. Si uno desea algo no hay que consentir que nadie se interponga.
No era un despacho muy grande pero en las paredes había muchos cuadros de pintura moderna y en un rincón destacaba un bar, que fue adonde Hutton se dirigió.
– ¿Desean tomar algo? -dijo sacando de la nevera una botella de Lucozade a la que desenroscó el tapón para dar un trago. Ellos rehusaron con un gesto-. Soy adicto. Porque de niño sólo te lo daban cuando estabas enfermo -añadió-. ¿Lo recuerdan? Bien, sentémonos.
Les indicó un sofá de cuero blanco y él se sentó enfrente en un sillón tipo tresillo. El televisor portátil era en realidad un monitor en el que se veía la sala de juntas.
– Está bien, ¿a que sí? -dijo Hutton cogiendo el mando a distancia-. Miren, se puede enfocar y hacer zoom sobre las caras…
– Como tendrá sonido incorporado -comentó Wylie-, ya sabe usted de qué queremos hablar.
– De un homicidio, ¿no? -replicó Hutton dando otro trago a su droga-. Me enteré de que Dean Coghill había muerto, pero sería por causas naturales, espero.
– Se trata de Queensberry House -terció Grant Hood.
– Ah, cierto, ese cadáver tapiado.
– En una dependencia rehabilitada por los obreros de Dean Coghill entre 1978 y 1979.
– ¿Y bien?
– Pues que es la fecha en que tapiaron el cadáver.
Hutton los miró de hito en hito.
– No me digan…
Wylie desdobló la lista con los nombres de los obreros.
– ¿Estos nombres le dicen algo?
– Me traen recuerdos -dijo Hutton sonriendo.
– ¿Sabe si desapareció alguno de ellos?
– No -contestó Hutton ya serio.
– ¿Había alguien más trabajando, temporeros, por ejemplo?
– No, que yo recuerde. Salvo que se refieran a mí.
– Hemos advertido que su nombre fue añadido más tarde.
Hutton asintió con la cabeza. Era bajo, no llegaría a uno sesenta, y delgado, pero con algo de barriga y mofletes. Vestía un traje oscuro recién estrenado con la chaqueta abrochada y sus zapatos negros brillaban de nuevos. Sus ojos eran pequeños, oscuros y hundidos y llevaba el pelo moreno cortado por encima de las orejas y con gruesas patillas. Wylie pensó que entre una multitud no destacaría particularmente como una persona rica o influyente.
– Trabajé allí para adquirir experiencia. Me gustaba el negocio de la construcción y por lo visto elegí bien -dijo con una sonrisa como invitándoles a hacer lo mismo por su buena fortuna. Pero los dos permanecieron serios.
– ¿Tuvo alguna vez tratos con Peter Kirkwall? -preguntó Wylie.
– El es constructor y yo promotor. Son dos sectores distintos.
– Eso no contesta la pregunta.
Hutton volvió a sonreír.
– Es que no sé a cuento de qué…
– Estuvimos hablando con él y su despacho está lleno de planos y fotos de sus obras…
– ¿Y el mío no? Será que Peter tiene un ego que yo no poseo.
– Entonces, ¿le conoce?
Hutton lo reconoció simplemente encogiéndose de hombros.
– A veces he contratado a su empresa. ¿Qué tiene eso que ver con su cadáver?
– Nada -respondió Wylie-. Era por curiosidad -añadió plenamente convencida de que había puesto el dedo en la llaga.
– Bien -dijo Grant Hood-, volviendo a Queensberry House…
– ¿Qué podría decirles? Tendría entonces dieciocho o diecinueve años y lo que yo hacía era mezclar hormigón y las tareas de peón. Puro aprendizaje.
– ¿Pero recuerda aquella sala? ¿Y las chimeneas?
Hutton asintió con la cabeza.
– Sí, se hizo una cámara de aire. Yo estaba presente cuando abrimos la pared.
– ¿Se comunicó a alguien el descubrimiento de las chimeneas?
– Para ser sincero, creo que no.
– ¿Por qué?
– Es que Dean pensó que querrían enviarnos a los historiadores, interrumpirían las obras y no cobraría hasta su terminación. Si había que esperar a que vinieran a examinar el hallazgo perderíamos tiempo.
– ¿Y lo que hicieron fue volver a taparlas?
– Eso debió de ocurrir. Una mañana, cuando llegué al trabajo, estaban ya tapiadas.
– ¿Sabe quién lo hizo?
– Pudo ser el propio Dean, o a lo mejor Harry Connors. Harry era muy amigo de Dean, su mano derecha como quien dice -añadió asintiendo con la cabeza-. Creo que entiendo la conclusión que se plantean: quien tapió la chimenea tuvo que ver el cadáver.
– ¿Se le ocurre algo? -preguntó Wylie, pero Hutton dijo que no con un gesto-. Usted habrá leído el caso en los periódicos, señor Hutton. ¿Por qué motivo no se ha presentado a declarar?
– No sabía que el cadáver databa de aquella época. Pueden haber descubierto y tapado la chimenea docenas de veces desde que yo trabajé allí.
– ¿Alguna otra razón?
Hutton la miró.
– Yo soy un empresario. Cualquier historia sobre mí la publica la prensa y puede afectarme dentro de mi sector.
– Es decir, que no toda publicidad es buena publicidad -dijo Hood.
– Mejor no podía haberlo expresado -aseveró Hutton sonriendo.
– Bien, sin entrar en detalles -interrumpió Wylie-, ¿puede decirme cómo entró a trabajar en la empresa del señor Coghill?
– Hice una solicitud, como todos.
– ¿De verdad?
– ¿Qué insinúa? -replicó Hutton ceñudo. -Sólo me preguntaba si no sería su tío quien le echó una mano, o tal vez más de una.
Hutton puso los ojos en blanco.
– Y yo me preguntaba cuánto tardaría en salir eso a relucir… Escuchen, sí, resulta que mi madre es hermana de Bryce Callan, no puedo negarlo. Pero no por eso soy un delincuente.
– ¿Afirma que su tío sí lo es? -preguntó Wylie. Hutton la miró con gesto despectivo.
– No venga con disimulos. Es sabido lo que la policía piensa de mi tío. Pero son simples rumores sin fundamento porque no hay pruebas, ¿no es cierto? Ni siquiera ha tenido nunca que ir a juicio. Lo que en mi opinión significa que están en un error. Significa que yo me he ganado a pulso lo que tengo, pagando los impuestos, el IVA y todo lo demás. Yo estoy limpio como el que más. Y si piensan que pueden entrar aquí a…
– Creo que está claro, señor Hutton -le interrumpió Hood-. Disculpe si le ha parecido que insinuábamos algo. Estamos investigando un homicidio y tenemos que considerar cualquier detalle por insignificante que parezca.
Hutton se le quedó mirando como queriendo interpretar la última palabra.
– ¿Cuándo dejó la empresa del señor Coghill? -preguntó Wylie.
Hutton reflexionó un instante.
– En abril o mayo, más o menos.
– ¿Del setenta y nueve? -Hutton asintió-. ¿Y cuándo entró?
– En octubre del setenta y ocho.
– ¿Unos seis meses? No duró mucho.
– Me hicieron una oferta mejor.
– ¿Y cuál fue, señor? -preguntó Hood.
– ¡No tengo nada que ocultar! -exclamó Hutton.
– Nos hacemos cargo, señor Hutton -dijo Wylie en tono conciliador.
– Fui a trabajar para mi tío -Hutton se calmó rápidamente.
– ¿Para Bryce Callan? -Hutton asintió con la cabeza.
– ¿En qué? -inquirió Hood.
Hutton hizo una pausa mientras apuraba la botella.
– En una promoción inmobiliaria.
– Eso sería su gran oportunidad, ¿no? -preguntó Wylie.
– Sí, ahí empecé. Pero en cuanto pude me establecí por mi cuenta.
– Sí, claro, naturalmente -dijo Hood con un tono que daba a entender: «He trabajado para tener lo que tengo»; pero me han echado una mano tan grande como un campo de fútbol.
Antes de marcharse, Wylie le hizo una pregunta más: -En este momento debe de estar usted muy satisfecho, ¿no?
– Proyectos no nos faltan.
– ¿Obras alrededor de Holyrood? -preguntó.
– El Parlamento no es más que el principio. Planeamos centros comerciales en las afueras y promociones en la costa. Es asombroso lo subdesarrollado que está Edimburgo. Y no sólo Edimburgo. Tengo proyectos en marcha en Glasgow, Aberdeen, Dundee…
– ¿Y hay suficientes clientes? -preguntó Hood.
Hutton se echó a reír.
– Hacen cola, amigo. Lo único fastidioso es el papeleo.
– Para los permisos de obra -añadió Wylie asintiendo con un gesto.
Hutton hizo una cruz con los dedos índices.
– La maldición del promotor -dijo.
Pero lo remató con una carcajada final mientras cerraba la puerta del despacho tras ellos.
– Una advertencia -dijo Rebus cuando iban por el paseo de la casa-, la madre está algo delicada.
– Entendido -dijo Siobhan Clarke-. ¿Tú harás gala de tu habitual encanto?
– Es con Lorna Grieve con quien hemos de hablar -replicó él, señalando con la cabeza el Fiat Punto aparcado a la derecha de la puerta-. Ahí está su coche.
Había llamado a High Manor y cogió el teléfono Hugh Cordover, por lo que Rebus prestó gran atención por si captaba en su tono de voz algo nuevo o un tono acusatorio, pero Cordover se limitó a decirle que Lorna estaba en Edimburgo.
– No acaba de convencerme de que sea una buena idea -comentó Siobhan.
– Mira -replicó él-, ya te he dicho…
– John, ¿cómo has podido implicarte…?
Él la sujetó por el hombro y le dio la vuelta para que le mirara a la cara.
– ¡No me he implicado en nada!
– ¿No te has acostado con ella? -replicó Clarke procurando moderar el tono.
– ¿Y qué más da si lo he hecho?
– Estamos investigando un caso de homicidio y vamos a interrogarla.
– Ah, no me digas.
– Me haces daño en el hombro -dijo ella mirándole.
Él la soltó musitando una disculpa.
Llamaron al timbre y aguardaron.
– ¿Qué tal el fin de semana? -preguntó Rebus y ella le fulminó con la mirada-. Escucha -añadió- si vamos a entrar enfurruñados no vamos a sacar nada en limpio.
Ella pareció considerarlo y finalmente dijo:
– Volvió a ganar el Hibs. ¿Tú qué hiciste?
– Estuve en la oficina pero no hice gran cosa.
Fue Alicia Grieve quien les abrió. A Rebus le pareció más vieja que la última vez, como si ya hubiera vivido demasiado y fuese consciente de ello. Una de las jugadas más crueles de la edad es su modo de burlarse de las personas. Pierdes a un ser querido y el tiempo parece ir entonces más rápido, de modo que te marchitas y a veces mueres. No era la primera vez que veía un caso semejante: hombres o mujeres sanos que mueren durante el sueño días o semanas después del entierro del cónyuge, como si se pulsara un botón, de forma voluntaria o involuntaria. A saber.
– Señora Grieve -dijo-. ¿Me recuerda? Soy el inspector Rebus.
– Sí, claro -replicó la anciana con voz aflautada y seca-. ¿Y ésta quién es?
– La agente Clarke -dijo Siobhan a guisa de presentación.
Sonreía como lo hacen los jóvenes con los viejos: con distante simpatía. Rebus se percató por aquel detalle de que era más afín por la edad a Alicia Grieve que a Siobhan, pero trató de apartar ese pensamiento de su mente.
– ¿Podemos enterrar ya a Roddy? ¿Han venido por eso?
– dijo en tono resignado, dispuesta a aceptar sus explicaciones. Era el papel a que había quedado relegada en la vida.
– Lo siento, señora Grieve, tendrán que esperar un poquito más -contestó Rebus.
La anciana repitió burlona la última frase y añadió:
– El tiempo es elástico ¿no le parece?
– Venimos para hablar con la señora Cordover -terció con firmeza Siobhan dispuesta a no permitir que se fuera por las ramas.
– A Lorna -añadió Rebus.
– ¿Está aquí? -preguntó Alicia Grieve.
– Claro que estoy aquí, madre -se oyó decir en el interior-. Hace dos minutos estábamos hablando.
La anciana se hizo a un lado. Lorna Grieve les miraba desde la puerta de una de las habitaciones con una caja de cartón en las manos.
– Hola, de nuevo -dijo a Rebus como si Siobhan no existiera.
– ¿Podríamos hablar un momento? -dijo Rebus casi sin mirarla para fruición de ella que, risueña, asintió y señaló con la cabeza la habitación de la que acababa de salir.
– Estaba intentando limpiar esto un poco.
La señora Grieve tocó la mano de Rebus y éste notó que sus dedos estaban fríos como el mármol.
– Quiere vender mis cuadros porque necesita dinero.
Rebus miró a Lorna que movía la cabeza, negándolo.
– Únicamente lo que quiero es limpiarlos y cambiarles el marco.
– Los quiere vender -insistió la anciana-. Eso es lo que va a hacer.
– Madre, por Dios bendito, no necesito dinero.
– Tu marido sí porque no tiene oficio ni beneficio, sólo deudas.
– Gracias por el voto de confianza -musitó Lorna.
– ¡No te pongas descarada conmigo, niña! -replicó la anciana con voz trémula, apretando aún la mano de Rebus con los dedos, que eran como garras o zarpas descarnadas.
Lorna lanzó un suspiro.
– Bueno, ¿ustedes que es lo qué quieren? Espero que hayan venido a detenerme; cualquier cosa sería mejor que esto.
– ¡Vete a tu casa si quieres! -chilló la madre.
– ¿Y te dejo aquí a que te revuelques en tu autocompasión? No, querida mamá, eso no puede ser.
– Me cuida Seona.
– Seona está muy ocupada con su carrera política -espetó Lorna- y ya no te necesita. Ahora ha encontrado algo más provechoso.
– Eres un monstruo.
– Pues supongo que eso te convierte en el doctor Frankenstein.
– No eres más que un cuerpo vil.
– Y dale. Ahora vas a decirnos que le conociste -se volvió hacia Rebus y Siobhan-. A Evelyn Waugh, autor de Vile Bodies [Cuerpos viles].
– Asquerosa. Te echabas en brazos de todos los hombres que conocías.
– Y sigo haciéndolo -replicó Lorna con un gruñido mirando de reojo a Rebus-. Mientras que tú sólo te echaste en los brazos de padre porque sabías que era lo que te convenía. Y una vez que obtuviste fama, si te he visto no me acuerdo, en una frase: fin del romance.
– ¿Cómo te atreves? -replicó la anciana con una cólera fría, una furia propia de una mujer más joven.
Siobhan tiró de la manga a Rebus en dirección a la puerta pero Lorna lo advirtió.
– ¡Ah, fíjate, estamos espantando a la pasma! ¿No es una maravilla, madre? ¿Te das cuenta del poderío? -añadió echándose a reír secundada por la anciana.
«Esto es una maldita casa de locos», pensó Rebus; pero inmediatamente consideró que era el proceder normal entre madre e hija, con peleas e insultos para provocar la catarsis. Habían sido tanto tiempo figuras públicas que se habían convertido en actores de su propio melodrama y daban una teatralidad exagerada a sus necias rencillas.
Escenas de la vida familiar.
Un infierno.
Lorna se enjugó en un ojo una lágrima imaginaria sin soltar los cuadros.
– Estos voy a colgarlos -dijo.
– No -dijo su madre-, déjalos ahí con los otros -añadió señalando una docena de óleos enmarcados que estaban apoyados en la pared en el vestíbulo-. Bueno, tienes razón; que se vean. Los limpiaremos y les pondremos marco nuevo.
– Habrá que hacer un seguro ya que estamos -dijo Lorna y vio que su madre iba a objetar algo y añadió-: No es para venderlos, es por si los roban…
Alicia iba a discutir pero dio un profundo suspiro y asintió con la cabeza. Lorna dejó los cuadros junto a la pared y se incorporó sacudiéndose el polvo de las manos.
– Algunos de éstos hará cuarenta años que los pintaste.
– Pues casi seguro. Tal vez más -comentó la madre-. Pero perdurarán después de mi muerte. Sólo que no significarán lo mismo.
– ¿Por qué? -preguntó Siobhan como obligada.
La anciana la miró.
– Para mí tienen un sentido intransferible a otra persona.
– Por eso están ahí -añadió Lorna- y no en el salón de un coleccionista.
Alicia Grieve asintió con la cabeza.
– Su valor es inapreciable. Lo personal es lo único que permite a los seres humanos distinguirse de los animales -dijo súbitamente animada soltando la mano de Rebus-. El té -bramó dando una palmada-. Vamos a tomar el té.
Rebus se preguntó si no habría alguna posibilidad de un traguito de whisky con el té.
Se sentaron en el salón para charlar de cosas intrascendentes mientras Lorna se afanaba en la cocina, de donde regresó momentos después con una bandeja.
– Seguro que se me ha olvidado algo -dijo-. Preparar el té no es mi fuerte -añadió mirando a Rebus al decirlo; pero éste tenía la vista clavada en la chimenea-. ¿Desea algo más fuerte, inspector? Creo recordar que le gusta el whisky.
– No, muchas gracias -contestó él al sentirse obligado a rechazar la oferta.
– El azúcar -dijo Lorna mirando la bandeja-. Ya decía yo -añadió yendo hacia la puerta, aunque volvió a sentarse cuando Siobhan y Rebus comentaron que no tomaban.
En una fuente había galletas integrales desmenuzadas que ellos rehusaron pero Alicia cogió una, la mojó en el té y se deshizo; todos simularon no ver cómo recogía los pedazos y se los llevaba a la boca.
– Bien -dijo Lorna al fin-, ¿qué les trae a Happy Acres?
– Puede ser algo o nada -dijo Rebus-. La agente Clarke está investigando el suicidio de un mendigo que al parecer se interesaba mucho por la familia Grieve.
– ¿Ah, sí?
– Y el hecho de su suicidio nada más producirse el asesinato…
Lorna se inclinó atenta en el asiento mirando a Siobhan.
– ¿No será por casualidad ese vagabundo millonario?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Aunque no era realmente millonario -dijo.
– ¿Recuerdas que me lo comentaste? -preguntó Lorna a su madre.
La anciana asintió automáticamente como si no hubiese escuchado. Lorna se volvió hacia Siobhan.
– ¿Qué tiene que ver con nosotros?
– Nada, quizá -contestó Siobhan-. El difunto se hacía llamar Chris Mackie. ¿Le dice algo ese nombre?
Lorna reflexionó un buen rato y dijo que no.,
– Tenemos unas fotos -añadió Siobhan tendiéndoselas y mirando a Rebus.
– Qué ser tan siniestro, ¿no creen? -comentó Lorna mirando las fotos.
Siobhan seguía mirando a Rebus como instándole a que planteara él la pregunta.
– Señora Cordover -dijo él-, lo que voy a preguntarle es algo delicado.
– ¿Qué es? -replicó ella mirándole.
Rebus respiró profundamente.
– Está mucho más viejo… por vivir a la intemperie, pero… ¿no podría, quizá, ser Alasdair?
– ¿Alasdair? -exclamó Lorna mirando de nuevo la última foto-. ¿Pero qué diablos dice? -miró a su madre, que estaba más pálida que nunca-. Alasdair es rubio. No tiene nada que ver -Alicia estiró el brazo pero Lorna devolvió las fotos a Siobhan-. ¿Pero qué pretenden? Este hombre no se parece en nada a Alasdair. En nada.
– En veinte años la gente cambia mucho -dijo Rebus con voz pausada.
– La gente cambia de la noche a la mañana -replicó ella con frialdad-, pero ése no es mi hermano. ¿Qué le hizo pensar que era él?
– Fue una corazonada -respondió Rebus.
– Yo les enseñaré a Alasdair -dijo Alicia Grieve levantándose y dejando la taza en la mesa-. Vengan, que se lo enseñaré.
La siguieron a la cocina. La vitrina para la loza estaba llena y la encimera ocupada por montones de vajilla limpia, esperando un espacio que no había. En el fregadero se amontonaban platos sucios y sobre una tabla de planchar había ropa apilada. Sonaba una radio a volumen suave, sintonizada con una emisora de música clásica.
– Bruckner -dijo Alicia abriendo la puerta trasera-. No dejan de poner Bruckner.
– Tiene ahí su estudio -comentó Lorna cuando cruzaban el jardín.
Estaba lleno de maleza, abandonado, pero se notaba su primitiva condición por un columpio vertical con el tubo oxidado, una urna de piedra tumbada sobre el pedestal y un césped lleno de hojas secas que entorpecían la marcha. Al fondo estaba la casita de piedra.
– ¿Eran las dependencias del servicio? -preguntó Rebus.
– Eso creo -contestó Lorna-. Cuando éramos niños nos escondíamos ahí pero luego madre lo transformó en estudio y ya no nos permitían entrar -miró a la anciana que, encorvada, abría la marcha-. Hubo una época en que pintaba junto a mi padre en el estudio de la buhardilla -añadió señalando dos claraboyas del tejado-. Pero luego madre dijo que necesitaba su propio espacio y su propia luz y así, de paso, lo dejó fuera de su vida. No crea que ha sido fácil nuestra infancia -añadió mirando a Rebus.
Alicia sacó una llave del bolsillo de la rebeca y abrió la puerta del estudio. Era una sola pieza de paredes encaladas salpicadas de pintura con el suelo también manchado. Había tres caballetes de distinto tamaño y del techo colgaban telarañas. En una pared había una docena de lienzos de diversas medidas con la cabeza del mismo personaje en distintas fases de su vida.
– Santo Dios -dijo Lorna conteniendo un grito-, pero si es Alasdair… -añadió mientras se acercaba a examinarlos.
– Lo pinté imaginándome su transformación con el paso de los años -dijo Alicia en voz baja-. Es obra de mi imaginación.
Rubio, de ojos tristes, era un hombre preocupado a pesar de la sonrisa que la mano del artista le había conferido. No se parecía en nada a Chris Mackie.
– No nos habías dicho nada -comentó Lorna cogiendo uno de los cuadros para examinarlo mejor y pasando el dedo por los pómulos del rostro.
– Habrías tenido envidia -replicó su madre-. No lo niegues. Alasdair era mi preferido -añadió volviéndose hacia Rebus-. Y cuando se marchó… Quizá ésta fue mi manera de expresarlo -agregó mirando su trabajo, pero al volverse vio que Siobhan tenía las fotos en la mano-. ¿Me permite? -dijo cogiéndolas y acercándoselas para verlas mejor-¿Dónde está? -Se le iluminaron los ojos al reconocerlo.
– ¿Le conoce usted? -dijo Siobhan.
– Necesito saber dónde está.
Lorna dejó el retrato al óleo.
– Madre, es uno que se suicidó. Ese indigente que dejó una fortuna.
– Diga quién es, señora Grieve -añadió Rebus.
Alicia Grieve examinó por segunda vez las fotos con manos temblorosas.
– Con las ganas que tenía yo de hablar con él… -añadió con lágrimas en los ojos. Se las enjugó con la muñeca y Rebus se acercó a ella.
– ¿Quién es, Alicia? ¿Quién ese hombre?
– Se llama Frederick Hastings -contestó ella mirándole.
– ¿Freddy? -dijo Lorna acercándose a mirar y arrebatándole las fotos.
– ¿Es él o no? -insistió Rebus.
– Sí, podría ser. Hace veinte años que no le he vuelto a ver.
– ¿Quién era? -preguntó Siobhan.
De pronto Rebus recordó.
– ¿No era el socio de Alasdair? -dijo.
Lorna asintió con la cabeza.
Rebus se volvió hacia Siobhan, que no salía de su asombro.
– ¿Dicen que ha muerto? -preguntó Alicia, y Rebus hizo un gesto afirmativo-. Él sabría dónde está Alasdair. Los dos eran inseparables y a lo mejor entre sus pertenencias están las señas.
Lorna miró las otras fotos; eran las de Chris Mackie en el albergue.
– Freddy Hastings, un mendigo -su risa estalló súbitamente en la habitación.
– Me parece que no había ninguna dirección. He examinado varias veces sus efectos personales -dijo Siobhan a Alicia Grieve.
– Bueno, será mejor que volvamos a la casa -dijo Rebus.
Tenía muchas más preguntas que hacer.
Lorna preparó otro té, pero esta vez se sirvió un vaso de whisky con agua, mitad y mitad. Le ofreció a Rebus pero él rehusó otra vez. Ella dio el primer sorbo mirándole.
Siobhan estaba ya dispuesta con el bloc y el bolígrafo.
Lorna expulsó el humo en dirección a Rebus.
– En su momento pensamos que se habían marchado juntos -comenzó a explicar.
– Una bobada -le interrumpió su madre.
– Sí, claro, tú no creías que fuesen «homosexuales».
– ¿Desaparecieron los dos juntos? -preguntó Siobhan.
– Más o menos. Como hacía días que no veíamos a Alasdair, tratamos de localizar a Freddy, pero nadie daba razón de él.
– ¿Denunció alguien su desaparición?
– Yo no -respondió Lorna encogiéndose de hombros.
– ¿Y su familia?
– Creo que no tenía a nadie -dijo Lorna mirando a su madre para que lo confirmase.
– Era hijo único y sus padres habían muerto -añadió Alicia.
– Le dejaron algo de dinero, pero creo que lo había perdido casi todo.
– Los dos perdieron dinero -comentó Alicia-. Por eso se marchó Alasdair, inspector. Por deudas. Era muy orgulloso para pedir ayuda.
– Pero no para desaparecer -no pudo por menos de decir Lorna.
Su madre la fulminó con la mirada.
– ¿Cuándo se fue? -preguntó Rebus.
– En el setenta y nueve -dijo Lorna mirando a la anciana para que lo confirmara.
– A mediados de marzo -dijo la madre.
Rebus y Siobhan cerraron los ojos. Marzo de 1979: Mojama.
– ¿Qué clase de negocios tenían? -preguntó Siobhan conteniendo la emoción.
– Su última incursión fue en terrenos -dijo Lorna encogiéndose de hombros-. Es todo cuanto sé. Seguramente comprarían solares que no pudieron vender.
– ¿Asuntos de promoción inmobiliaria? -aventuró Rebus.
– No lo sé.
Rebus se volvió hacia Alicia, que negó con la cabeza.
– Alasdair era muy reservado en ciertos aspectos. Él nos quería hacer creer que era muy capaz…, autosuficiente.
Lorna se levantó a servirse otro whisky.
– Es su manera de decir que era prácticamente una nulidad.
– A diferencia tuya, supongo -espetó la anciana.
– Si desaparecieron porque tenían deudas -comentó Siobhan-, ¿cómo es que el señor Hastings, un año más tarde aproximadamente andaba por ahí con casi medio millón de libras en una cartera?
– Dígannoslo ustedes que son la policía -comentó Lorna Grieve sentándose.
Rebus se quedó pensativo.
– Sobre todo este asunto de los negocios fracasados de ambos jóvenes, ¿hay realmente pruebas o es otro de los mitos del clan? -preguntó.
– ¿Qué insinúa?
– Que nos gustaría tener algún dato concreto sobre este caso.
– ¿Qué caso? -comenzaban a notarse en ella los efectos del alcohol; su voz era ahora agresiva y se le habían subido los colores-. Es de suponer que está investigando el asesinato de Roddy, no el suicidio de Freddy.
– El inspector cree que puede existir una relación -terció Alicia Grieve asintiendo con la cabeza por la lógica de su deducción.
– ¿Qué le hace pensarlo, señora Grieve? -dijo Rebus.
– Usted dice que Freddy se interesaba por nosotros. ¿Cree que podría haber matado a Roddy?
– ¿Por qué motivo?
– No sé. Algo relacionado con el dinero tal vez.
– ¿Se conocían Roddy y Freddy?
– Se vieron alguna vez, cuando Alasdair traía a Freddy a casa, y quizá en otras ocasiones.
– Entonces, si Freddy hubiera vuelto a ver a Roddy al cabo de veinte años, ¿cree usted que su hijo le habría reconocido?
– Probablemente.
– Yo no le reconocí en las fotos -dijo Lorna.
Rebus la miró.
– Es verdad -dijo, pensando: «¿O sí lo reconoció?». ¿Por qué había devuelto directamente las fotos a Siobhan en vez de pasárselas a su madre?
– ¿El señor Hastings tenía una oficina?
Alicia Grieve asintió.
– En Cannongate, cerca del piso de Alasdair.
– ¿Recuerda la dirección?
La anciana la recitó de carrerilla, evidentemente complacida de su buena memoria.
– ¿Y su domicilio? -preguntó Siobhan sin dejar de tomar nota.
– Era un piso en la Ciudad Nueva -dijo Lorna, pero fue también su madre quien dio la dirección exacta.
El comedor del hotel estaba tranquilo a la hora del almuerzo. El público prefería el restaurante estilo mesón de la planta baja o no sabía que existía un segundo restaurante. La decoración era minimalista oriental, y las elegantes mesas estaban muy espaciadas. Era un lugar que propiciaba la conversación discreta. Cafferty se puso en pie y estrechó la mano de Barry Hutton.
– Tío Ger, perdone que llegue tarde.
Mientras un empleado arrimaba la silla a Hutton, Cafferty se encogió de hombros.
– Hacía tanto tiempo que nadie me llamaba así, que me parece un sueño -dijo con una sonrisa.
– Yo siempre le he llamado así.
Cafferty asintió con la cabeza y miró al elegante joven.
– Barry, quién iba a decir lo bien que te va ahora.
Esta vez fue Barry Hutton quien se encogió de hombros ante el comentario. Trajeron la carta.
– ¿Van a beber algo los señores?
– Esto hay que celebrarlo con champán, ¿no? -dijo Cafferty haciendo un guiño a Hutton-, que pago yo; no hay más que hablar.
– No pensaba decir nada, pero yo beberé agua, si no le importa.
– Como quieras, Barry -dijo Cafferty sin perder la sonrisa.
Hutton se volvió hacia el camarero. -Tráigame Vittel si tiene y, si no, Evian.
El camarero hizo una reverencia y se volvió hacia Cafferty.
– ¿Y el señor mantiene lo del champán?
– ¿Acaso he dicho otra cosa?
El camarero repitió la reverencia y les dejó.
– Vittel, Evian… -dijo Cafferty conteniendo la risa y moviendo la cabeza-. Dios, si Bryce te viera. -Hutton estaba entretenido arreglándose los gemelos-. Una mañana agitada, ¿eh?
Hutton alzó la vista y Cafferty comprendió que le había sucedido algo, pero el joven negó con un gesto.
– No, sencillamente es que durante la comida no bebo alcohol.
– Pues deja que te invite a cenar.
Hutton miró a su alrededor. Sólo había dos comensales en una mesa al otro extremo del comedor aparentemente enfrascados en una conversación de negocios. Estudió las caras, pero no los conocía y volvió a mirar a su anfitrión.
– ¿Se aloja en este hotel?
Cafferty asintió con la cabeza.
– Su casa, ¿la vendió?
Cafferty volvió a asentir.
– Sacaría una buena tajada, me imagino -comentó Hutton mirándole.
– Pero el dinero no lo es todo, Barry, ¿no crees? Es algo que he aprendido.
– ¿Se refiere a la salud, la felicidad?
Cafferty juntó la palma de las manos.
– Tú eres joven todavía, pero espera que pasen unos años y comprenderás lo que digo.
Hutton hizo un gesto de asentimiento, sin saber exactamente adonde quería ir a parar Cafferty.
– No ha estado mucho tiempo dentro -comentó.
– Me redujeron la pena por buen comportamiento -dijo Cafferty recostándose en la silla para dejar que el camarero pusiera un cestillo de pan.
Un segundo camarero le preguntaba si el champán lo quería muy frío.
– Muy frío -respondió Cafferty mirando a su invitado-. Bien, Barry, ¿así que el negocio va bien, según me han dicho?
– No puedo quejarme.
– ¿Y tu tío?
– Creo que está bien.
– ¿Le ves alguna vez?
– El no pone los pies por aquí.
– Ya lo sé. Pensé que a lo mejor tú ibas por allí de vacaciones.
– Ya ni me acuerdo cuándo tuve las últimas.
– Hay que divertirse también, Barry -le aconsejó Cafferty.
Hutton le miró.
– No todo es trabajo.
– Me alegro.
Les tomaron nota de la comida y llegó la bebida. Brindaron y Hutton rehusó la oferta de «sólo un vasito» y bebió agua, sola, sin hielo ni limón.
– ¿Y usted? -preguntó al fin-. No todo el mundo puede permitirse salir de Barlinnie y alojarse en un hotel como éste.
– Digamos que el dinero no me falta -dijo Cafferty con un guiño.
– Sí, claro, mientras estuvo encerrado conservó gran parte del negocio en marcha, ¿no?
Cafferty advirtió su tono inquisitivo sobre el negocio y asintió morosamente con la cabeza.
– A mucha gente le habría defraudado que lo abandonara -dijo.
– Por supuesto -dijo Hutton abriendo un panecillo. -Ése es el motivo de vernos para comer -añadió Cafferty.
– Así que ¿es un almuerzo de negocios? -preguntó Hutton y al ver que Cafferty decía que sí se sintió algo más tranquilo.
Ya no era una simple comida en la que fuera a perder el tiempo.
Jerry se echó atrás al recibir la bofetada. Últimamente se estaba acostumbrando a las bofetadas. Pero ésta no era de Jayne. Era de Nic.
Notó el escozor en la mejilla y pensó que en su cutis claro iba a marcarse la huella rosada de una mano. También a Nic le escocería la mano, pero era un flaco consuelo.
Estaban en el Cosworth de Nic al que él acababa de subir. Era un lunes por la noche y como Nic le llamó él lo había aprovechado como excusa para largarse. Jayne miraba la tele cruzada de brazos y adormecida. Cenaron salchichas, judías y huevos viendo las noticias. No había patatas fritas, la nevera estaba vacía y ninguno de los dos tenía ganas de ir a comprarlas. No hacía falta nada más para armarla.
«Ve tú, pedazo de inútil…»
«Levanta tú si quieres ese culo gordo, yo no voy…»
Fue el momento en que sonó el teléfono en el lado del sofá en que se sentaba Jayne, pero ella pasó olímpicamente de cogerlo.
– ¡Adivina quién es! -fue su comentario.
El esperaba que se equivocase y que fuese la madre de ella, así se callaría cuando él le tendiera el receptor.
Pero era Nic… Nic un lunes por la noche… Normalmente no salían los lunes…, así que eso sólo podía significar una cosa.
Ahora estaban en el coche los dos y Nic no paraba de regañarle.
– Si vuelves a hacerme otra gilipollez igual…
– ¿Qué gilipollez?
– Llamarme al trabajo, burro.
Jerry pensó que iba a darle otra bofetada, pero lo que hizo Nic fue darle un puñetazo en el costado. No muy fuerte, pues ya estaba algo más calmado.
– No lo pensé.
– ¿Piensas alguna vez? -replicó Nic torciendo el gesto.
Ya había encendido el motor, metió la primera y arrancó con un chirrido de neumáticos sin poner el intermitente ni mirar por el retrovisor; un coche detrás de ellos hizo sonar la bocina tres o cuatro veces. Nic miró por el retrovisor y vio un hombre mayor solo. Le hizo un corte de mangas y profirió una sarta de insultos.
«¿Es que tú piensas alguna vez?»
Jerry rememoró los tiempos pasados buscando algo que le permitiera replicar. ¿No era él quien había hecho casi todos los robos en las tiendas? ¿No era él quien compraba la priva cuando eran menores porque siendo algo más alto parecía mayor que Nic? Nic conservaba aquella cara lisa sin barba, como de crío y llevaba siempre su pelo moreno bien cortado y peinado. Era en Nic en quien se fijaban las chicas y él, Jerry, quedaba rezagado a la espera de que alguna se dignara dirigirle la palabra.
Nic había ido a la universidad y le contaba historias de orgías; ya desde entonces él le había notado algo: «No quería, pero yo le pegué una bofetada para obligarla a hacerlo… la sujeté por las muñecas mientras me la follaba».
Era como si el mundo mereciera su violencia y tuviera que aceptarla por el hecho de que en otros aspectos era estupendo, perfecto. La noche en que Nic conoció a Catriona…, aquella noche también le había dado una bofetada a él. Estuvieron en un par de bares: el Madogs, moderno pero muy caro, donde decían que iba la princesa Margarita, y el Shakespeare, cerca del Usher Hall, y allí fue donde conocieron a Cat y a sus amigas, que habían salido para ir al Lyceum a ver una obra de teatro sobre caballos. Nic conocía a una de las chicas y él mismo se presentó, mientras él, Jerry, permanecía a su lado sin decir ni mu. Nic no dejó de hablar con la tal Cat, un diminutivo de Catriona. No estaba mal pero no era la mejor del grupo.
– ¿Estudias en Napier? -le preguntaron a Jerry.
– Qué va -respondió él-. Trabajo en electrónica.
Siempre soltaba aquel rollo para que le tomaran por diseñador de juegos o pensaran que tenía su propio negocio de software; pero no salió bien porque le preguntaron cosas a las que no supo responder, y él optó por echarse a reír admitiendo que llevaba una pala excavadora. La respuesta provocó sonrisas pero la conversación se enfrió.
Cuando el grupo se fue al teatro Nic le dio un codazo.
– De maravilla, colega -dijo-. Cat y yo nos vemos después para tomar una copa.
– ¿Te gusta?
– Está bien. ¿A que sí? -añadió mirándole con recelo.
– Oh, sí. Es singular.
– Y es familia de Bryce Callan -agregó dándole otro codazo-. Es una Callan.
– ¿Y qué?
– ¿No has oído hablar de él? -le dijo Nic abriendo mucho los ojos-. Hay que joderse, Bryce Callan es el amo aquí.
El echó una ojeada al pub.
– ¿El dueño de esto?
– Sí, tío… ¡Es el amo de Edimburgo!
El asintió con la cabeza, a pesar de que no acababa de entenderlo.
Después, cuando fueron a otros dos bares, le preguntó si podía ir con él y Catriona.
– No seas lila.
– ¿Y qué hago yo?
Caminaban por la acera y Nic se paró en seco y le miró furioso.
– Pues para empezar: a ver si creces. Ya no es como antes y no somos niños.
– Ya lo sé. Yo ya curro y voy a casarme.
Nic le dio una bofetada. No fue muy fuerte, pero Jerry se quedó tenso de la impresión.
– Ya es hora de hacerse mayor, colega. Tú trabajarás pero a cualquier sitio que te llevo te quedas como un pasmarote -dijo sujetándole la cara-. Observa, Jerry, mira cómo hago las cosas. A ver si creces de una vez.
«Crecer.»
Jerry se preguntaba si era a eso a lo que conducía crecer: estar los dos en el Cosworth y de caza un lunes por la noche. Los lunes había clubes de solteros para gente ligeramente mayor. Pero a Nic le tenía sin cuidado la edad que tuviera una mujer: lo que él quería era una. Miró de reojo a su amigo. Era guapo… ¿por qué necesitaba hacer aquello? ¿Qué problema tenía?
Pero sabía la respuesta. El problema era Cat. El problema de Cat reaparecía constantemente.
– Así que, ¿adónde vamos? -preguntó.
– Tengo la furgoneta aparcada en Lochrin Place -respondió Nic sin alterarse.
Jerry volvió a sentir de nuevo aquel nudo en el estómago, como si respirase bilis. Pero el caso era que… una vez que comenzaban, a aquello se le unía un sentimiento completamente diferente, y se excitaba igual que Nic. Eran un par de cazadores.
– Tómatelo como un juego -dijo Nic la primera vez.
Como un juego.
El corazón le latía cada vez con más fuerza y le hormigueaba la ingle. Con los guantes y el pasamontañas, sentado en la furgona Bedford, era otro. Dejaba de ser Jerry Listear para convertirse en un personaje de comic o de película, un tipo fuerte y aterrador. Alguien que inspiraba temor. Y la sensación anulaba casi por completo aquel nudo seco. Casi.
La camioneta era de un conocido de Nic. Nic le decía al tipo que la necesitaba de vez en cuando para trabajar ayudando a un amigo que vendía cosas de segunda mano y él se contentaba con cobrarle veinte libras sin preguntar nada más. Nic tenía unas placas de matrícula que había conseguido en un desguace y las montaba con alambre sobre las auténticas. Era un vehículo viejo, blancuzco, que no llamaba mucho la atención en las calles poco iluminadas cuando hacía frío y la gente volvía con prisas a casa, quizá algo cansada.
Las que estaban algo desmejoradas eran las que Nic quería. Aparcaban cerca de una discoteca, pagaban y entraban. El local estaba lleno de parejas de tíos dando vueltas a la pista y ellos pasaban inadvertidos como dos más. Nic examinaba las mesas ocupadas por grupos. Sabía distinguir cuáles eran los de clubes de solteros. En cierta ocasión hasta osó sacar a bailar a una y él le comentó que era correr un riesgo.
«¿Qué es la vida sin riesgo?»
Aquella noche dieron previamente unas vueltas con la furgoneta. Nic sabía que la disco no estaba en su apogeo hasta después de las diez. Aún no habría llegado la clientela de los pubs que cierran, pero entre los grupos de solteros sí que habría animación. Casi todos trabajaban por la mañana y no se quedaban hasta muy tarde; a las once más o menos empezaban a marcharse, y ya por entonces Nic habría localizado a una o dos. El siempre tenía una de reserva por si acaso. Había noches en que no funcionaba porque las mujeres se iban en grupo o acompañadas y no quedaba ninguna sola.
Otras noches funcionaba a la perfección.
Jerry estaba al borde de la pista con la cerveza en la mano. Comenzaba ya a notar la emoción del momento, aquella oleada oscura de excitación. Pero tampoco podía evitar sentirse algo nervioso, ante la posibilidad de que le viera algún amigo suyo o de Jayne y se acercase a decirle: «Jayne sabe que has venido aquí, ¿verdad?». Qué iba a saberlo. Ya ni siquiera le preguntaba. Volvería a casa a la una o las dos y ella estaría durmiendo, y, aunque se despertase al llegar él, apenas diría nada.
«¿Otra vez borracho?», o algo por el estilo.
Él iría al cuarto de estar y se sentaría con el mando a distancia en la mano mirando la tele apagada. A oscuras, sin que le viera nadie, sin que nadie pudiera señalarle con un dedo acusador.
«Ése era, ése era.»
Mentira. Era Nic. Siempre era Nic.
Siguió junto a la pista con la cerveza en la mano ligeramente temblorosa, diciendo para sus adentros: «¡Que no haya suerte esta noche!».
En ese momento Nic se acercó a él con un brillo extraño en los ojos.
– No puedo creérmelo, Jer. ¡No puedo creérmelo!
– Tranquilo, tío. ¿Qué pasa?
– ¡Está aquí! -exclamó Nic pasándose las manos por el pelo.
– ¿Quién? -preguntó él mirando a su alrededor por si alguien escuchaba.
Pero la música superaba la barrera del sonido. Parecía Orbital. El estaba al tanto de los grupos más recientes.
– No me ha visto -dijo Nic moviendo la cabeza con expresión reflexiva-. Podemos hacerlo. Podemos.
– ¡Ay, Dios! ¿No será Cat?
– No seas burro. ¡Es esa guarra de Yvonne!
– ¿Yvonne?
– La que acompañaba a Cat aquella noche. La que la arrastró a ligar.
– No, no, tío, ni hablar -dijo Jerry negando con la cabeza.
– ¡Si es perfecto…!
– Nada de perfecto, Nic. Es suicida.
– Será la última, Jerry. Piénsalo -replicó Nic consultando el reloj-. Nos quedamos un rato más y comprobamos si liga con alguien -añadió dándole una palmada en el hombro-. Ya verás, Jerry, será una salvajada.
«Eso es lo que me temo», tuvo ganas de decir Jerry.
Cat y su amiga Yvonne, la divorciada. Yvonne se había afiliado a un club de solteros y una noche convenció a Cat para que la acompañara. No recordaba muy bien cómo había sido, pero el caso es que Cat accedió, muy posiblemente porque su matrimonio era inestable, aunque Nic no había comentado nada. Lo único que él decía eran cosas como: «Me engañó, Jer», «Y yo sin darme cuenta». Fueron las dos a una discoteca, no a aquélla, sino a una de los jueves de clientela similar, y uno de los del club de solteros sacó a Cat a bailar dos veces. Y ya está: se fue con él.
Ahora se le presentaba a Nic la ocasión de vengarse; no de Cat. A Cat ni soñar con tocarla. ¡Dios!, su tío era Bryce Callan y su primo Barry Hutton. Se vengaría en su amiga Yvonne.
Cuando Nic se acercó de nuevo y le dio un codazo, Jerry comprendió que el grupo de solteros se disponía a marcharse. Apuró su cerveza y siguió a Nic afuera. La furgoneta estaba a unos cien metros. Se trataba de que Nic fuera a pie siguiéndola y él al volante del Bedford hasta que Nic encontrara un lugar apropiado para agarrarla, momento en que él paraba junto al bordillo y abría corriendo las puertas traseras. Y a rodar rápido hasta encontrar un lugar desierto, mientras Nic en la parte de atrás sujetaba a la mujer tumbada y él conducía con cuidado de no saltarse ningún semáforo ni acelerar si veía un coche de policía. Los guantes y el pasamontañas los tenían en la guantera.
Nic abrió la furgoneta y se le quedó mirando.
– Esta noche tienes que ir tú a pie.
– ¿Qué?
– Yvonne me conoce y si oye algo y vuelve la cabeza me verá.
– Bueno, pues ponte el pasamontañas.
– ¿Eres tonto? ¿Cómo voy a seguir a una mujer por la calle con pasamontañas?
– No lo hago.
Nic apretó rabioso los dientes.
– ¡Tienes que ayudarme!
– Ni hablar, tío.
Nic hizo esfuerzos evidentes por mantener la calma.
– Escucha, de todos modos, a lo mejor no sale sola. Lo único que te pido…
– Y yo te digo que no. Es demasiado arriesgado y me da igual lo que digas -replicó Jerry alejándose de la furgoneta.
– ¿Adónde vas?
– A tomar el fresco.
– No seas así. Hostia, Jer, ¿es que no vas a crecer?
– Nunca -fue cuanto atinó a decir, luego dio la vuelta y echó a correr.
Rebus anduvo de una habitación a otra por el piso esperando a que se calentara la parrilla del horno. Tostadas con queso, la más solitaria de las comidas. No figura en ninguna carta de restaurante ni se invita a nadie a rebanadas con queso. Es lo que come uno cuando está solo y al hacer una incursión al armario de la cocina sólo encuentra unas rebanadas de pan y en la nevera no queda más que un poco de margarina y queso. Aquella noche de invierno había que comer caliente. Pues queso tostado.
Volvió a la cocina y puso el pan en la parrilla y comenzó a cortar lonchas del trocito de cheddar. Le vino a la cabeza una especie de verso de la revista del Festival Fringe de Edimburgo:
El queso de cheddar es nuestro queso,
nuestro queso escocés, color naranja, graso…
Volvió al cuarto de estar. En el tocadiscos sonaba uno de las primeras grabaciones de Bowie: The man who Sold the world, El hombre que vendió el mundo. La vida era un puro comercio, desde luego; transacciones diarias con amigos, enemigos y desconocidos, en las que siempre había un ganador y un perdedor, o la sensación de haber ganado o perdido algo. Quizá no se venda el mundo, pero todos venden algo, una idea de sí mismos, al menos. Cuando Bowie cantó lo de cruzarse con alguien en la escalera Rebus volvió a pensar en Derek Linford sorprendido en el descansillo de aquella casa. ¿Un mirón pervertido o simplemente un inseguro? Él también había hecho tonterías de joven. Una vez telefoneó a los padres de una chica que le había plantado para preguntar si estaba embarazada. ¡Dios, si ni siquiera habían follado! Se detuvo ante la ventana mirando al piso de enfrente, tranquilo con las cortinas corridas y las contraventanas abiertas. Vidas ajenas. Allí vivía un matrimonio con dos hijos, la parejita. Los veía desde hacía tanto tiempo que un sábado por la mañana al tropezárselos en el quiosco les saludó. Pero los niños, sin los padres a su lado, se apartaron de él con cara de espanto, sin atender a sus razones de que era el vecino de enfrente.
Nunca habléis con desconocidos. Sí, era el consejo que él mismo les habría dado. Era su vecino pero al mismo tiempo un desconocido. La gente se quedó sorprendida mirándole allí parado con la bolsa de panecillos, el periódico y la leche, mientras los dos críos se apartaban de él andando hacia atrás y él les decía: «¡Yo vivo enfrente! ¡Tenéis que haberme visto!».
No le habían visto, claro que no. Sus mentes estaban en otras cosas, inmersas en un mundo distinto al suyo. Puede que a partir de aquel momento le llamaran «el vecino raro», el hombre que vivía solo.
¿Vender el mundo? Él no podía venderse ni a sí mismo.
Así era Edimburgo. Reservada, autosuficiente, una ciudad en la que no hablas ni con el vecino. En la escalera de su casa, de seis viviendas sólo tres eran de propiedad, las otras estaban alquiladas a estudiantes, y hasta que no llegó un aviso reglamentario para el arreglo del tejado él no se enteró del nombre de sus verdaderos dueños. Dueños ausentes. Uno de ellos vivía en Hong Kong o un sitio por el estilo y, al faltar su firma, el presupuesto tuvo que hacerlo el Ayuntamiento, salió diez veces más caro que el original, y se pasó el trabajo a una empresa favorecida por el consistorio.
No hacía mucho que otro que residía en Dalry había muerto a manos de un asesino a sueldo pagado por un inquilino por haberse negado a dar conformidad a un presupuesto de reparación. Así era Edimburgo: reservada, autosuficiente y mortal si le plantabas cara.
Ahora sonaba Changes [Cambios], de Bowie. Black Sabbath tenía una canción con el mismo título, una especie de balada y Ozzy Osbourne cantaba I´m goingthrough changes [Experimento cambios]. «Igual que yo, colega» sintió ganas de decir Rebus.
En la cocina dio la vuelta a las tostadas de la parrilla y puso las lonchas de queso. Encendió el hervidor.
Cambios, igual que él con la bebida. Él, que podía citar de memoria cien pubs de Edimburgo, estaba en casa sin cerveza y con una media botella de whisky encima de la nevera. Se tomaría un vaso antes de acostarse, tal vez con agua. Luego cogería un libro y se taparía con el edredón. Tenía que leer esas historias de Edimburgo, pero había dejado los Diarios de Walter Scott. En Edimburgo había muchos pubs con nombres inspirados en las obras de Scott; seguramente más de los que él creía, a tenor de las pocas novelas que había leído de aquel autor.
Por el humo del horno se dio cuenta de que se quemaban las tostadas. Puso las dos en un plato y se lo llevó al cuarto de estar. Tenía puesta la tele sin sonido y el sillón junto a la ventana con el móvil y el mando a distancia cerca en el suelo. Algunas noches le visitaban fantasmas que se instalaban en el sofá o se sentaban en el suelo. No llegaban a ocupar todo el cuarto, pero eran más de los que a él le habría gustado. Malhechores, colegas muertos. Y ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, como un resucitado. Masticó mirando al techo, preguntando a Dios qué había hecho para merecer aquello. Le gustaba un cierto sarcasmo, Dios, aunque fuese un sarcasmo cruel.
Queso tostado; algunos fines de semana, cuando su padre vivía y él iba a Fife a verle, el viejo estaba sentado a la mesa, comiendo siempre lo mismo, y acompañando cada bocado con un té pasado. Cuando él era niño comía con sus padres en la cocina, en la vieja mesa plegable, pero en los últimos años el padre había sacado la mesa al cuarto de estar para comer junto al calentador y la televisión; con el calor de dos resistencias a la espalda. Tenían también una estufa de gas; siempre empañaba las ventanas, que en invierno se helaban por la noche y había que rascarlas por la mañana o pasarles la manopla de la cocina cuando apagaban la calefacción.
Su padre lanzaba un gruñido, Rebus se sentaba en el sillón que había sido de su madre y decía que ya había comido; no tenía intención de acompañar al viejo en aquella mesa puesta para uno solo. Su madre siempre ponía mantel; el padre, no. Los mismos platos y cubiertos, sí, pero con una gran diferencia.
«Ahora yo ni siquiera uso mesa», pensó.
El fantasma de sus padres no le visitaba nunca. Quizá descansaran en paz a diferencia de los demás. Aquella noche no había fantasmas; sólo el resplandor de la tele, el alumbrado de la calle y los faros de los coches que pasaban. El mundo se configuraba más bien a base de luces y sombras que de colores. La sombra más tenebrosa era la de Cafferty. ¿Qué pretendería? ¿Cuándo daría el paso, el verdadero, el último paso de lo que tramaba?
Dios, necesitaba un trago. Pero no se lo iba a tomar todavía para ponerse a prueba. Siobhan tenía razón, había cometido un grave error con Lorna Grieve. Además, no pensaba que fuera exclusivamente por culpa del alcohol -había claudicado ante el embrujo del pasado, un pasado de portadas de discos y fotos de revista-; pero el alcohol había tenido parte de culpa. Siobhan le había preguntado que cuánto tardaría la bebida en afectar a su trabajo. Podría haber contestado que ya lo había hecho.
Cogió el teléfono y se planteó llamar a Sammy, pero miró el reloj inclinándolo hacia la luz de la ventana y vio que era muy tarde, más de las diez. No eran horas. Cuando se acordaba de llamarla era siempre tarde y, al final, era su hija quien lo hacía obligándole a disculparse, puesto que ella insistía en que llamase a la hora que fuese. Sí, pero de todos modos… se dijo que era muy tarde. Habría alguien en la habitación contigua y a lo mejor se despertaba, aparte de que Sammy necesitaba dormir porque el programa terapéutico era muy estricto y requería muchos análisis y ejercicios de rehabilitación. Ella le decía que «la cosa iba»; era su modo de expresar que el progreso era lento.
Progreso lento. Lo sabía. En cualquier caso, ahora ya hacía movimientos. Tuvo la sensación de que era él quien estaba en el asiento del conductor, pero con los ojos vendados, siguiendo instrucciones de alguien desde dentro de un coche. Probablemente había muchos indicadores de ceda el paso y de dirección prohibida en la carretera, pero él se las pintaba solo para pasar de todo. El problema era que en el coche no había cinturón de seguridad y su instinto le impulsaba a ir cada vez más deprisa.
Se levantó y cambió a Bowie por Tom Waits. Blue Valentine, grabado antes de entrar en decadencia. Triste, sórdido y perfecto. Waits conocía los recovecos podridos del alma, y aunque la manera de cantar era pretenciosa, la letra salía del corazón. Él le había visto en un concierto; se notaba que no era actor y sus letras sonaban algo a falso, por tratar de vender una imagen de sí mismo, un producto empaquetado para consumo público. Era algo que hacían constantemente las estrellas del pop y los políticos. Los políticos actuales carecían de opinión y de color. Eran simples ventrílocuos, maniquís, a quienes otros elegían la ropa, con los colores a juego y «con mensaje». Se preguntó si Seona Grieve sería distinta; pero lo dudaba. A los que piensan de otro modo les cuesta abrirse camino, y tenía la impresión de que Seona Grieve era demasiado ambiciosa para triunfar con esfuerzo. No se dejaría vendar los ojos; se dedicaría a trabajar con tesón en su papel de viuda. Él había bromeado con Linford a propósito de los móviles de la viuda. Móvil, medios y oportunidad: la trilogía del crimen. Su auténtico problema era ése: los medios, porque no veía en Seona Grieve a alguien capaz de matar a martillazos. Aunque, si no era tonta, ésta sería el arma que habría utilizado, difícilmente vinculable a su personalidad.
Linford no se apartaba de la calle principal siguiendo los indicadores del procedimiento de investigación, mientras que él había tomado un camino accidentado. ¿Y si el suicidio de Fred Hastings no tenía relación con Roddy Grieve? A lo mejor ni guardaba relación con Queensberry House. ¿No estaría persiguiendo sombras tan inconsistentes como el rastro del haz de una linterna sobre el techo? Nada más terminar la canción sonó el teléfono y se llevó un sobresalto.
– Soy Siobhan. Creo que hay alguien que me espía.
Rebus pulsó el botón del portero automático y ella abrió la puerta después de comprobar que era él. Cuando llegó a su piso ya tenía la puerta abierta.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó.
Pasaron al cuarto de estar y advirtió que estaba más tranquila de lo que esperaba.
En la mesita de centro había una botella de vino de la que faltaba un tercio junto a un vaso mediado. Por el olor, notó que había cenado comida india, pero no vio ningún plato ni cubiertos. Había recogido.
– He estado recibiendo llamadas…
– ¿Qué clase de llamadas?
– De esas que no dicen nada y cuelgan. Dos o tres veces al día. Si no estoy en casa, esperan a que se conecte el contestador y cuelgan. Quien sea lo hace expresamente para que quede grabado.
– ¿Y cuando estás en casa?
– Lo mismo, cuelgan sin decir nada. He llamado al 1471, pero siempre dicen que no pueden revelar el número. Luego, esta noche…
– ¿Qué?
– Pues que he tenido la impresión de que me observaban desde enfrente -dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.
Rebus miró hacia las cortinas echadas, se acercó a la ventana, las entreabrió y miró a la casa de enfrente.
– Tú, quédate aquí -dijo.
– Podría haber ido yo a averiguar, pero…
– Vuelvo enseguida.
Siobhan permaneció quieta junto a la ventana cruzada de brazos, oyó la puerta de abajo y vio a Rebus cruzar la calle. Había llegado casi sin aliento. ¿Es que no estaba en forma o había subido a todo correr? Tal vez inquieto por ella… Ahora se preguntaba por qué le había llamado. Tenía Gayfield Square a cinco minutos de casa y cualquiera de la comisaría habría podido acercarse. O podría haber mirado ella misma. No es que le diera miedo, pero una cosa así… era inquietante… pero si la compartes con otro, la inquietud se desvanece. Vio a Rebus abrir el portal de enfrente sin dudarlo un instante y después volvió a verle pasar por el descansillo del primer piso y llegar al segundo y allí se acercó a la ventana, saludándola a través del cristal para darle a entender que no había nadie. Subió un piso más para comprobar si había alguien escondido y bajó.
Cuando entró resoplaba aún más fuerte.
– Sí, lo sé -dijo dejándose caer en el sofá-, tendría que ir a un gimnasio -añadió sacando el tabaco del bolsillo, pero recordó que ella no le dejaría fumar en su casa. Siobhan volvió de la cocina con una copa.
– Es lo menos que puedo ofrecerte -dijo sirviéndole un vino.
– Salud -dijo él dando un buen sorbo y respirando profundamente-. ¿Es tu primera botella esta noche? -añadió en broma.
– No son visiones -dijo ella arrodillándose junto a la mesita y dando vueltas con las manos al vaso.
– Cuando se vive solo… No me refiero a ti, a mí también me sucede.
– ¿El qué? ¿Que te imaginas cosas? -replicó ella-. ¿Cómo lo sabías? -añadió con un leve rubor en las mejillas.
– ¿Cómo sabía, qué? -preguntó él mirándola.
– Dime que no eras tú quien me espiaba.
Él se quedó boquiabierto sin saber qué replicar.
– He visto que abrías la puerta sin dudar -añadió ella- ni comprobar si estaba cerrada o no. Luego sabías que estaba abierta. A continuación te detuviste en el segundo piso.
¿Para recobrar aliento? -prosiguió abriendo interrogante los ojos-. Era allí desde donde me observaban, desde ese descansillo.
Rebus bajó la vista hacia la copa.
– El mirón no era yo -dijo.
– Pero tú sabes quién es -dijo ella con una pausa-. ¿Es Derek? -el silencio de Rebus fue más que elocuente. Ella se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto-. Cuando le eche la vista encima…
– Escucha, Siobhan…
– ¿Cómo lo sabías? -dijo ella volviéndose hacia él.
Rebus tuvo que explicárselo y cuando terminó, Siobhan cogió el teléfono y marcó el número de Linford. Cuando descolgaron al otro lado de la línea ella colgó. Ahora la que respiraba aguadamente era ella.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo Rebus.
– ¿Qué?
– ¿Has marcado el prefijo 141? -ella le miró sorprendida-. Es imprescindible si no quieres que aparezca tu número cuando llamas.
Aún se estremecía cuando sonó el teléfono.
– No contesto -dijo.
– Puede que no sea Derek.
– Que se grabe en el contestador.
Al cabo de siete timbrazos el contestador hizo clic y se oyó la grabación de su propia voz y luego otro clic al colgar el que llamaba.
– ¡Hijo de puta! -espetó ella.
Descolgó, marcó el 141, escuchó y colgó de golpe.
– ¿Número restringido? -dijo Rebus.
– ¿Qué juego se trae, John?
– Siobhan, le has dado calabazas y la gente en esas circunstancias hace cosas raras.
– Parece que estés de su lado.
– Ni mucho menos. Sólo intento dar una explicación.
– Porque alguien te dé calabazas ¿hay que dedicarse a acosarle? -dijo. Cogió el vaso de vino y dio dos sorbos mientras caminaba por el cuarto; advirtió que las cortinas estaban descorridas y fue rápidamente a echarlas.
– Anda, siéntate -dijo Rebus-. Mañana hablaremos con él.
Finalmente Siobhan dejó de pasear arriba y abajo y se sentó en el sofá a su lado. Rebus hizo ademán de servirle más vino pero ella rehusó.
– Es una lástima desperdiciarlo -comentó él.
– Bébetelo tú.
– No -Siobhan le miró y le sonrió-. Me he pasado casi toda la tarde reprimiéndome para no salir a tomar una copa -añadió él.
– ¿Por qué?
Él se encogió de hombros y ella cogió la botella.
– Pues evitemos el peligro.
Cuando la alcanzó ella estaba tirando el vino por el fregadero.
– Qué drástica -dijo Rebus-. Podrías haberlo guardado en la nevera.
– El vino tinto no se guarda en la nevera.
– Bueno, ya sabes lo que quiero decir -añadió él mirando los platos fregados en el escurridero y el orden de aquella cocina impoluta de azulejos blancos-. Tú y yo somos como el día y la noche.
– ¿Por qué lo dices?
– Yo sólo friego cuando me faltan vasos.
– Yo siempre quise ser una dejada -dijo ella sonriendo.
– ¿Entonces…?
Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor.
– Será por la educación que recibí o vete a saber. Me imagino que habrá quien me califique de neurótica de la limpieza.
– A mí me llaman simplemente palurdo -dijo Rebus. Vio que enjuagaba la botella y la ponía en una caja color naranja con otros tarros de cristal junto al cubo de la basura.
– ¿No me digas que reciclas?
Ella asintió con la cabeza y sonrió. A continuación volvió a ponerse seria.
– Por Dios, John, si sólo he salido tres veces con él.
– A veces es suficiente.
– ¿Sabes dónde le conocí?
– No quisiste decírmelo, ¿recuerdas?
– Pero ahora te lo digo: en un club de solteros.
– ¿La noche que acompañaste a la víctima de violación?
– Pertenece a ese club de solteros pero ellos no saben que es policía.
– Bueno, eso demuestra que tiene problemas en su relación con las mujeres.
– Trata a mujeres todos los días, John -replicó ella haciendo una pausa-No sé, a lo mejor es indicio de alguna otra cosa.
– ¿De qué?
– No sabría decirte. Puede ser una faceta oculta de su personalidad -dijo ella recostándose en el fregadero y cruzando los brazos-. ¿Recuerdas lo que tú dijiste?
– Digo tantas cosas memorables…
– Eso de los chicos despechados que a veces hacen cosas…
– ¿Piensas que a Linford le han despreciado muchas veces?
– Quizá -respondió ella reflexiva-. Aunque estaba pensando más bien en el violador, en el hecho de que al parecer elige en concreto esas noches para solteros.
Rebus reflexionó al respecto.
– ¿Porque hubo alguna que le rechazó?
– O porque su mujer o su novia fueron a uno…
– ¿Y ligaron? -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Bueno, desde luego yo ya no me encargo de ese caso… -añadió Siobhan haciendo también un gesto afirmativo.
– Sí, Siobhan, pero quien lo lleve ahora habrá indagado en los clubes de solteros.
– Sí, pero no habrá interrogado a las mujeres con compañeros celosos.
– Muy acertado. Otra tarea para mañana.
– Sí -dijo ella cogiendo el hervidor-, en cuanto tenga cuatro palabritas con nuestro querido Derek.
– ¿Y si lo niega?
– Tengo testigos, John -replicó ella mirándole por encima del hombro-. Estás tú.
– No, estoy yo más las sospechas por tu parte, que no es lo mismo.
– ¿Qué quieres decir?
– Es sabido que Linford y yo no nos llevamos nada bien. Y ahora si voy yo y digo que le he visto espiándote… No sabes cómo son en Fettes, Siobhan.
– ¿Barren para casa?
– Puede que sí, puede que no, pero desde luego se lo pensarán más de dos veces antes de creerse lo que diga Rebus sobre un futuro jefe de policía.
– ¿Por eso no me lo dijiste?
– Quizá.
– ¿Cómo tomas el café? -preguntó ella dándole otra vez la espalda.
– Solo.
El apartamento de Derek Linford tenía vistas al valle Dean y a la costa de Leith. Lo consiguió con una hipoteca en muy buenas condiciones valiéndose de su posición en Fettes, pero, en cualquier caso, los pagos eran importantes y, además, tenía que pagar el BMW. Tenía mucho que perder.
Nada más llegar, sudoroso, se quitó la chaqueta y la camisa. Lo había visto por la ventana y llamado por teléfono. El había echado a correr, conduciendo como loco, subió los escalones de su piso de dos en dos… y su teléfono estaba sonando. Se abalanzó a cogerlo, pensando que sería Siobhan. «¡Habrá notado que la observaban y habrá decidido llamarme para que la ayude!» Pero la línea se cortó y al comprobar quién llamaba vio que era el número de ella. La llamó inmediatamente pero no contestaba.
Estaba junto a la ventana temblando, ajeno al paisaje que se divisaba… «¡Sabe que soy yo!» No podía pensar otra cosa. No le había llamado para pedir ayuda; habría llamado a Rebus. Claro, y Rebus se lo había contado. Naturalmente.
– Lo sabe -dijo en voz alta-Lo sabe, lo sabe, lo sabe.
Cruzó el cuarto de estar y volvió sobre sus pasos dándose puñetazos en la palma de la mano.
Tenía mucho que perder.
– No -dijo otra vez negando con la cabeza y procurando serenarse. No pensaba perder lo que tenía. Por nada ni por nadie. Era todo cuanto había logrado al cabo de tantos años de trabajo, largas noches, fines de semana, cursillos y estudios.
– No -repitió-, nadie me lo va a quitar. No sin luchar a brazo partido.
Llamaron a Cafferty a la habitación diciendo que había un problema en el bar. Se vistió, bajó y se encontró a Rab en el suelo, sujeto por dos camareros y un par de clientes. A su lado, otro hombre con las piernas abiertas y la nariz rota, se sujetaba una oreja con la mano manchada de sangre y pedía a gritos que llamaran a la policía. Junto a él estaba su novia en cuclillas.
– Lo que necesita es una ambulancia -dijo Cafferty mirándole.
– ¡Ese cabrón me ha mordido la oreja! Cafferty se agachó frente a él, le mostró dos billetes de cincuenta libras y se las metió en un bolsillo. -Una ambulancia -repitió.
La chica comprendió, se puso en pie y fue al teléfono.
Cafferty se acercó a Rab, se agachó delante de él y le agarró del pelo.
– Rab, ¿qué coño has hecho? -dijo.
– Ha sido en broma, Big Ger -en los labios tenía sangre de la oreja del agredido.
– A los demás no nos divierte.
– ¿Qué es la vida sin un poco de diversión?
Cafferty no le contestó.
– Mira, si te portas así no sé qué voy a hacer contigo -dijo marcando las palabras.
– ¿Tanta importancia tiene? -replicó Rab.
Cafferty volvió a guardar silencio. Dijo a los hombres que le soltaran, y ellos obedecieron con recelo, pero Rab parecía incapaz de levantarse.
– Podrían ayudarle -dijo Cafferty con un fajo de billetes en la mano del que cogió unos cuantos para repartirlos-. Por la ayuda, y que esto no trascienda -no había destrozos en el bar, pero insistió en que lo aceptaran-. A veces hay cosas rotas que no se ven de entrada -le dijo al camarero al tiempo que invitaba a una ronda y le daba un pescozón a Rab.
– Ya es hora de irse a la cama, hijo -en la barra estaba la llave de la habitación de Rab y el personal del bar sabía que éste se alojaba en el hotel con Big Ger-. La próxima vez que quieras gresca búscala en otra parte,;eh?
– Lo siento, Big Ger.
– Está bien, hay que ayudarse mutuamente, ¿verdad que sí, Rab? A veces es mejor utilizar el cerebro que la fuerza.
– De acuerdo, Big Ger. De verdad que lo siento.
– Bien, anda, vete. En el ascensor hay espejo; no se te ocurra darle un puñetazo…
Rab esbozó una sonrisa. Pasado el jaleo, era evidente que no podía tenerse de sueño. Cafferty le vio salir pesadamente del bar. Le apetecía un trago, pero no allí con aquella gente. Los dejaría a solas para que se desahogaran contándose y repitiéndose lo que había sucedido. Tenía en su habitación un minibar y bebería allí. Pidió disculpas haciendo un gesto con los brazos abiertos y siguió a Rab hacia el ascensor. Subieron los tres pisos en el estrecho confinamiento que recordaba el calabozo. Rab cerraba los ojos apoyado en el espejo mientras Cafferty le miraba impasible.
«¿Tanta importancia tiene?», había dicho Rab. Era precisamente lo que Cafferty se planteaba mientras subían.
Cuando Rebus llegó a Saint Leonard por la mañana dos agentes de uniforme comentaban la película que habían dado la noche antes por la tele.
– Cuando Harry encontró a Sally, señor, la habrá visto.
– Anoche no vi la tele. Hay gente que tiene mejores cosas que hacer.
– Hablábamos del argumento, de si los hombres pueden hacer amistad con las mujeres sin pensar en llevárselas a la cama.
– Yo creo -dijo el otro agente- que cuando un tío echa el ojo a una mujer en lo primero que piensa es en cómo será en la piltra.
Rebus oyó fuertes voces en el departamento del Investigación Criminal.
– Con perdón, caballeros, hay algo más urgente…
– Es una pelea amorosa -comentó uno de los agentes.
– Más equivocado no puedes estar, colega -replicó Rebus volviéndose hacia él.
Siobhan tenía acorralado a Derek Linford en un rincón de la sala, para gran fruición del público: el inspector Bill Pryde y los sargentos Roy Frazer y George Hi-Ho Silvers que, sentados en sus respectivas mesas, disfrutaban del espectáculo, y a quienes Rebus fulminó con la mirada al entrar. Siobhan había agarrado a Linford por el cuello y estaba de puntillas con la cara pegada a la de él, que sostenía en una mano unos papeles arrugados y levantaba la otra pidiendo tregua.
– Y si se te ocurre siquiera pensar en mi número de teléfono, vas a ver. ¡Te voy a arrancar los huevos! -gritó Siobhan.
Rebus le cogió las manos por detrás para que le soltara, pero ella se revolvió furiosa y roja de cólera mientras Linford tosía medio asfixiado.
– ¿Esto es lo que tú llamas decirle cuatro palabras? -dijo Rebus.
– Ya sabía yo que tú tenías algo que ver -dijo Linford.
– ¡Es un asunto entre tú y yo, gilipollas, y nadie más! -exclamó Siobhan encarándose con él de nuevo.
– Te crees irresistible, ¿verdad? -dijo Linford.
– Cállate, Linford, no empeores más las cosas -replicó Rebus.
– Yo no he hecho nada.
– ¡Serpiente rastrera! -le espetó Siobhan tratando de zafarse de Rebus.
Oyeron a sus espaldas una voz potente y autoritaria:
– ¿Qué demonios sucede aquí?
Se volvieron los tres hacia la puerta y vieron al comisario Watson acompañado del ayudante del jefe de la policía, Colin Carswell.
Rebus fue el último en ser «invitado» a dar a Watson su versión de la historia. Estaban los dos a solas en el despacho y Watson, apodado el Granjero por su rostro rubicundo y sus orígenes rurales, permanecía en su asiento con las manos juntas y un lápiz afilado entre ellas.
– ¿Se supone que tengo que someterme al habitual harakiri? -preguntó Rebus señalando el lapicero.
– Se supone que tiene que decirme qué es lo que sucedía ahí fuera. Por un día que viene de visita…
– A ponerse de parte de Linford, naturalmente…
Watson le miró serio.
– No empecemos. Bueno, deme su versión.
– ¿Para qué? Ya sé lo que le habrán contado los otros dos.
– ¿El qué? A ver, diga.
– Siobhan le habrá dicho la verdad, y Linford le habrá largado una sarta de mentiras para justificarse -respondió Rebus encogiéndose de hombros ante la expresión aún más severa de Watson.
– Vamos, démela -dijo.
– Siobhan salió un par de veces con Linford -comenzó a decir Rebus con voz monótona- en plan de amigos, y ella le dio calabazas. Una noche yo fui a su piso para hablar de mi caso y cuando al salir me quedé un rato sentado en el coche, vi a un tipo que salía de un edificio de enfrente, daba la vuelta a la esquina, se ponía a mear y regresaba al edificio. Fui a averiguar el asunto y resultó que era Linford que la espiaba desde el descansillo del segundo piso de aquella casa. Después, anoche, ella me llamó para decirme que tenía la impresión de que la espiaban. Y yo le conté lo de Linford.
– ¿Por qué no se lo dijo antes?
– Porque no quería inquietarla. Además, pensé que mi inesperada irrupción le habría disuadido, pero es evidente -añadió Rebus encogiéndose de hombros- que no impongo tanto como yo creía.
Watson se recostó en el sillón.
– ¿Y qué cree que dice Linford?
– Me apuesto algo a que habrá alegado que todo es una mentira urdida por el inspector Rebus, que Siobhan está en un error, que yo me inventé la historia y que ella se la creyó.
– ¿Y con qué objeto habría hecho tal cosa?
– Para marginarle y trabajar yo en el caso a mi manera.
Watson miró el lápiz que tenía en las manos.
– Pues no es lo que dice él.
– ¿Qué es lo que dice?
– Que usted quiere a Siobhan en exclusiva.
Rebus hizo un gesto de desprecio.
– Eso es una fantasía de él, no mía.
– ¿No?
– En absoluto.
– Mire, esto no puedo dejarlo así, ¿sabe? Y menos habiendo sido Carswell testigo.
– Sí, señor.
– ¿Qué cree que debo hacer?
– Yo en su lugar, señor, enviaría a Linford a Fettes a que siga en su puesto de niño bonito y de burócrata, apartado del auténtico ajetreo del oficio policial.
– No es lo que desea el señor Linford.
Rebus no pudo contenerse.
– ¿Qué es lo que quiere, quedarse aquí? -Watson asintió con la cabeza-. ¿Por qué?
– El dice que no les guarda rencor, que es todo consecuencia del «acaloramiento» propio del caso.
– No lo entiendo.
– Yo tampoco, sinceramente -dijo Watson levantándose y yendo a la máquina de café; cogió deliberadamente un solo vaso y Rebus intentó no demostrar su alivio-. Yo en su caso habría aprovechado para librarme de ustedes. Pero el inspector Linford -añadió con una pausa mientras se sentaba- obtiene lo que desea.
– La cosa va a ponerse fea.
– ¿Por qué?
– ¿No ha visto usted últimamente el DIC? Estamos como sardinas en lata, y si ya es difícil tenerles a Siobhan y a él separados en circunstancias normales, ahora que los casos que investigamos tal vez estén relacionados…
– Eso me ha dicho la sargento Clarke.
– A mí me comentó que pensaba usted cerrar la investigación del mendigo millonario.
– No era realmente una investigación. Me impulsaba la curiosidad normal por esas cuatrocientas mil libras. Para serle franco, no creo que saque nada en limpio.
– Es una buena policía, señor.
Watson asintió con la cabeza.
– A pesar de la discriminación positiva -dijo.
– Escuche -replicó Rebus- yo sé lo que sucede. Usted está a punto de jubilarse y prefiere que sea otro el que se haga cargo del marrón.
– Rebus, no piense que…
– Linford es subordinado de Carswell y usted no piensa tomar cartas en el asunto. Pero quedamos los demás.
– Cuidado con lo que dice.
– No he dicho nada que usted no sepa.
Watson se puso en pie y apoyó los nudillos en la mesa inclinándose hacia Rebus.
– ¿Y qué me dice de usted… que crea un grupo policial a su antojo, con reuniones en el bar Oxford y dándose aires de que es usted quien manda en esta comisaría?
– Intento resolver un caso.
– ¿Y de paso acostarse con Clarke?
Rebus se puso en pie de un salto. Sus caras quedaron a pocos centímetros una de otra y se miraron en silencio como si a la menor palabra fuera a saltar la chispa. El teléfono de Watson comenzó a sonar, descolgó y se llevó el receptor al oído.
– Diga -contestó.
Rebus estaba tan cerca que oyó a Gill Templer decir:
– Conferencia de prensa, señor. ¿Quiere ver mis apuntes?
– Tráigamelos, Gill.
Rebus se apartó de la mesa. Oyó a Watson a su espalda:
– ¿Eso era todo, inspector?
– Creo que sí, señor -respondió él dominándose para no cerrar de un portazo.
Fue directamente a hablar con Linford, pero no estaba en su mesa. Le dijeron que Siobhan había ido a los lavabos acompañada de una agente de uniforme para ayudarla a calmarse. ¿Estaría en la cantina? No. El del mostrador de recepción le dijo que acaba de salir de la comisaría hacía cinco minutos. Rebus consultó el reloj, no era aún hora de abrir al público. El BMW de Linford tampoco estaba en el aparcamiento. Se detuvo en la acera, sacó el móvil y le llamó.
– Diga.
– ¿Dónde demonios estás?
– Aquí, en el coche, en el aparcamiento de las cocheras de trenes.
Rebus se volvió y miró al fondo del callejón de Saint Leonard, donde estaba la cochera.
– ¿Qué haces ahí?
– Estoy pensando.
– A ver si te sale humo -dijo Rebus echando a andar por el callejón.
– Vaya, gracias por llamarme al móvil para insultarme.
– De nada, a mandar -dijo entrando en el aparcamiento.
Allí estaba el BMW, aparcado en un sitio reservado a minusválidos cerca de la entrada. Rebus desconectó el móvil, abrió la puerta del pasajero y subió.
– Qué inesperado placer -dijo Linford guardando el móvil y apoyando las manos en el volante sin quitar la vista del parabrisas.
– Me gustan las sorpresas -dijo Rebus-, como, por ejemplo, que el jefe me diga que estoy acosando a la sargento Clarke.
– ¿Y no es cierto?
– Sabes de sobra que no.
– Parece que rondas mucho por su piso.
– Sí, claro, tú como acechas por la ventana del descansillo…
– Bueno, escucha, cuando me plantó me puse algo… No suele sucederme.
– ¿Que te den la patada? Me cuesta creerlo.
– Piensa lo que quieras -replicó Linford con una sonrisa desmayada.
– Le has mentido a Watson.
Linford se volvió hacia él.
– Tú en mi lugar habrías hecho igual. ¡Me jugaba nada menos que mi carrera!
– Haberlo pensado antes.
– Ahora es fácil decirlo -replicó Linford pausadamente mordiéndose el labio inferior-. ¿Qué te parece si le pido disculpas a Siobhan? Digo que me pasé un poco… y que no volverá a suceder…, etcétera.
– Será mejor que lo hagas por escrito.
– ¿Por si no sé expresarlo bien?
Rebus negó con la cabeza.
– No, porque cuesta disculparse cuando te agarran el cuello con una mano y los huevos con la otra.
– Hostia, tío, creí que me estallaba una vena.
Rebus mantuvo la cara de palo.
– Podías haberte defendido.
– Sí, hombre, qué bien, con otros tres tíos mirando. Rebus se volvió hacia él.
– Tú eres muy precavido, ¿verdad? Calculas cada paso que das.
– Observar a Siobhan no fue algo calculado.
– No, supongo que no.
Pero a pesar de su afirmación, Rebus no estaba totalmente convencido.
Linford se volvió hacia el asiento de atrás y cogió unos papeles: el rebujo que tenía en la mano durante la escena en la comisaría.
– ¿Podemos hablar un minuto de trabajo?
– Tal vez.
– Sé que has estado dándome esquinazo, dirigiendo tú las cosas y dejándome al margen. Bien, es cosa tuya. Pero en los interrogatorios que yo he hecho puede haber una pepita de oro… -dijo entregando a Rebus el montón de páginas de notas minuciosas.
Había estado en Holyrood Tavern, Jennie Ha's… y no sólo los pubs, casas y tiendas de los alrededores de Queensberry House, había preguntado hasta en el palacio de Holyrood.
– Has trabajado mucho -admitió Rebus con un gruñido.
– He hecho el puerta a puerta; un recurso muy manido pero que a veces da resultado.
– Bien, ¿y esa pepita de oro? ¿O voy a tener que leerme todo este tocho y quedar impresionado por la cantidad de piedras y pedruscos del camino?
– La he reservado para el final -dijo Linford sonriente.
Se refería a las últimas páginas, que estaban grapadas. Eran dos interrogatorios a la misma persona, realizados el mismo día; uno en charla informal en la Holyrood Tavern y el otro en Saint Leonard en presencia de Hi-Ho Silvers.
El interrogado se llamaba Bob Cowan, con domicilio en Royal Park Terrace y era catedrático de historia social y económica en la universidad. Una vez a la semana se reunía con un amigo que vivía en Grassmarket en la Holyrood Tavern que estaba a mitad de camino del domicilio de ambos. A Cowan le agradaba al volver a casa atravesar el parque de Holyrood y pasar por el estanque de Saint Margaret, con su colonia de cisnes.
«Aquella noche -la noche en que Roddy Grieve encontró la muerte- había casi luna llena y salí de la Holyrood Tavern hacia las doce menos cuarto. La mayoría de las veces no encuentro a nadie durante el paseo. En aquella zona sólo hay algunas mansiones; supongo que habrá gente a quien le inquiete caminar por el lugar. Me refiero a que se cuentan toda clase de historias. Pero yo, en los tres años que hace que doy ese paseo, nunca he tenido percances. Bien, puede que lo que voy a decirle no tenga relevancia; personalmente reflexioné al respecto unos días después del asesinato y me dije que no la tenía. He visto las fotos del señor Grieve y, a mi entender, ninguno de los dos hombres que yo vi se parecían a él. Claro que puedo equivocarme, pues, aunque hacía una noche muy clara y había muchas estrellas, sólo vi bien a uno de aquellos dos hombres. Estaban frente a Queensberry House, delante de la verja de entrada. A mí me dio la impresión de que esperaban a alguien. Es lo que me llamó la atención. Quiero decir que a esa hora, ¿qué iban a hacer allí en medio de tantas obras y edificios en construcción? Es un lugar raro para una cita. Recuerdo que por el camino fui imaginando las alternativas posibles: que esperaran a un tercero que estaba orinando por allí, que aguardaran un encuentro sexual o que fueran a robar en una obra…»
Seguía una exclamación de Linford:
«Señor Cowan, habría debido usted de dar cuenta de esto en su momento.»
Vuelta a la declaración de Cowan:
«Pues tal vez, pero siempre te preocupa levantar un revuelo por algo sin importancia, y aquellos hombres no me parecieron sospechosos. Quiero decir que no iban encapuchados ni llevaban bolsas con el rótulo de atraco. Eran simplemente dos hombres que charlaban. Podrían haber sido dos amigos que acababan de encontrarse. ¿Comprende? Su atuendo era normal: vaqueros, creo, y cazadora negra, con zapatillas deportivas, me parece. El que mejor pude ver tenía pelo muy corto, castaño o moreno, y ojos hundidos con mejillas caídas como un perro basset, y observé, además, en su boca un gesto de desagrado, despreciativo, como si acabase de oír algo que le contrariaba. Era alto, más de uno ochenta, y de hombros cuadrados. ¿Cree que tiene algo que ver con el crimen? Dios mío, a lo mejor fui yo la última persona que vio al asesino…»
– ¿Tú qué crees? -dijo Linford.
Rebus hojeó los otros interrogatorios.
– Sí, ya sé que no es gran cosa -añadió Linford.
– Pues yo creo que sí -replicó Rebus, sorprendiéndole con el comentario-. Lo malo es la escasez de detalles. Alto, de hombros cuadrados… Pueden ser muchos…
Linford asintió con la cabeza; era lo que él había pensado.
– Pero si hacemos una foto robot… Cowan dice que él colaboraría.
– ¿Y después, qué?
– Se reparte por los pubs de la zona; a lo mejor es cliente de alguno. Además, según esa descripción, no me sorprendería que fuese un albañil.
– ¿Uno de los trabajadores de la obra?
– Cuando tengamos la foto robot… -dijo Linford encogiéndose de hombros.
Rebus le devolvió el montón de hojas.
– Sí, vale la pena. Enhorabuena.
Linford estaba encantado a ojos vistas, y Rebus recordó por qué empezó a odiarle la primera vez que se vieron: al menor elogio se olvidaba del resto.
– Bueno, entretanto, ¿tú sigues a tu manera? -preguntó Linford.
– Exacto.
– ¿Y yo no aparezco?
– Linford, es lo mejor que puedes hacer en este momento, créeme.
Linford asintió con la cabeza.
– ¿Que hago, entonces? -preguntó.
Rebus abrió la puerta del coche.
– No aparezcas por Saint Leonard hasta que hayas escrito la carta. Que esté en manos de Siobhan hoy mismo, pero espera hasta esta tarde, para que se haya calmado. Quizá mañana puedas arriesgarte a asomar la jeta, y no estaría mal que lo hicieras con gesto de pesar.
Linford no necesitaba oír más. Tendió la mano a Rebus pero éste cerró la puerta. No pensaba dar la mano a aquel hijo de puta. En definitiva, sólo había aportado una pepita de oro y no era para tanto. Además, aún no confiaba en él, le daba la impresión de que era capaz de vender a su propia madre a cambio de un ascenso. La cuestión era: ¿qué haría si pensaba que su empleo corría peligro?
Era una circunstancia poco agradable y un lugar inhóspito.
Siobhan acudió con Rebus, acompañados de una agente de uniforme, la misma que estaba presente la tarde en que Mackie se arrojó desde el puente, y que había hecho el comentario de: «Usted es de los de Rebus, ¿verdad?». Había un sacerdote y un par de caras que Siobhan conocía del Grassmarket y que la saludaron con una inclinación de cabeza. Esperaba que no le pidieran cigarrillos porque no llevaba. También estaba Dezzi, sollozando en un trozo de papel higiénico rosa. Había encontrado unos harapos negros: una falda estilo zíngaro y un gran chal de encaje casi hecho jirones, y como complemento, zapatos negros, uno distinto en cada pie.
No estaba Rachel Drew. Quizá no se había enterado.
No podía decirse que era un entierro concurrido. Los cuervos revoloteaban graznando como si quisieran interrumpir las palabras concisas y precipitadas del cura. Uno de los mendigos del Grassmarket daba codazos a su compañero medio adormilado, y cada vez que el oficiante pronunciaba el nombre de Freddy Hastings, Dezzi suspiraba «Chris». Al concluir la ceremonia Siobhan dio media vuelta y se alejó apretando el paso. No quería hablar con nadie; ella únicamente había ido por sentido del deber, algo que nadie iba a agradecerle.
Cuando llegó donde habían dejado los coches miró a Rebus por primera vez.
– ¿Qué te ha preguntado Watson? -dijo-. Se cree lo que cuenta Linford, ¿a que sí?
Al ver que Rebus no contestaba, subió a su coche, puso el motor en marcha y arrancó. Rebus, que siguió de pie junto al suyo, creyó ver lágrimas en sus ojos.
La excavadora amarilla sacaba sin parar escombros y más escombros. Ver las tripas del edificio confería a la escena algo de voyeurismo, aunque Rebus advirtió, muy al contrario, que había peatones que pasaban de largo evitando mirar. Era como si un patólogo acabase de dejar al descubierto las vísceras, el interior de lo que habían sido pisos habitados con puertas pintadas y repintadas, papeles de decoración cuidadosamente elegidos; donde quizá había habido parejas de recién casados pintando zócalos, manchándose ilusionados las manos. Lámparas, casquillos, interruptores… yacían ahora entre montones de cables o pendían del vacío. Habían quedado incluso al descubierto elementos menos definidos de la estructura: vigas del tejado, cañerías, heridas abiertas donde antaño habían estado las chimeneas, con el fuego crepitando en Navidad y el árbol adornado en el rincón.
También los buitres habían hecho acto de presencia y apenas quedaba alguna de las mejores puertas. Habían desaparecido las estufas, las cisternas, los lavabos, las bañeras, los depósitos de agua y los radiadores… Algunos rebuscadores de basura sacarían un buen dinero de todo ello. Pero lo que más fascinaba a Rebus eran las capas superpuestas de pintura y papel pintado. Si se arrancaba uno a rayas se dejaba al descubierto otro de peonías de color rosa suave y debajo, otro de jinetes con casaca roja. En uno de los pisos habían ampliado la cocina tapando con papel pintado la antigua y al arrancarlo habían aparecido los azulejos blancos y negros. Estaban llenando unos contenedores para cargarlos en camiones que los transportarían a vertederos de las afueras donde todas aquellas piezas de rompecabezas se depositarían en capas sucesivas a disposición de futuros arqueólogos.
Rebus encendió un cigarrillo y entornó los ojos para protegerse de unas ráfagas de polvo y suciedad.
– Creo que hemos llegado un poco tarde.
Estaba con Siobhan frente al edificio en derribo que había alojado el despacho de Freddy Hastings. Ella, ya sosegada, miraba la demolición como si hubiera desterrado a Linford de su pensamiento. De la oficina de Hastings que ocupaba la planta baja no quedaba ya nada. Una vez despejado el solar, alzarían un nuevo edificio, un «complejo de apartamentos» a tiro de piedra del nuevo Parlamento.
– En el ayuntamiento habrá alguien que sepa decirnos algo -aventuró Siobhan y Rebus asintió con la cabeza-. No pareces muy convencido -añadió ella, que lo sugería pensando en que quizá alguien podría indicarles dónde habían ido a parar las pertenencias y los muebles de Hastings.
– Es mi carácter -dijo Rebus aspirando el humo, y con él, una mezcla de polvillo de escayola y de las vidas de otras personas.
Fueron a las dependencias municipales de High Street, donde un funcionario les facilitó finalmente el nombre de un abogado afincado en Stockbridge. Por el camino se detuvieron en el antiguo domicilio de Hastings, pero los nuevos propietarios no sabían nada de él. Ellos habían comprado el piso a un anticuario que creían recordar se lo había comprado a un futbolista. El año de 1979 era agua pasada y los pisos de la Ciudad Nueva cambiaban de dueño cada tres o cuatro años. Los compradores eran jóvenes profesionales con ánimo de especular, pero que cuando tenían niños, veían que la falta de ascensor era un problema o bien echaban de menos un jardincillo, y los vendían para mudarse a una vivienda mayor.
El abogado también era joven y no sabía nada de Frederick Hastings, pero llamó por teléfono a un socio suyo mayor que estaba en una reunión fuera del despacho y acordaron una cita con él. Rebus y Siobhan sopesaron volver o no a la comisaría y ella sugirió dar un paseo por Dean Valley, pero Rebus, al recordar que era la zona en que vivía Linford, dio la excusa de no sentirse con fuerzas para semejante ejercicio.
– Supongo que querrás ir a un pub -dijo ella. -Hay uno estupendo en la esquina de Saint Stephen Street.
Al final fueron a un café en Reaburn Place. Siobhan pidió un té y Rebus un descafeinado. Una camarera les recordó amablemente que en aquel establecimiento no se podía fumar y Rebus se guardó la cajetilla con un suspiro.
– Antes la vida no era tan complicada -comentó.
Ella asintió con la cabeza.
– Antes se vivía en cuevas y tenías que matar para comer…
– Y las niñas buenas iban a escuelas para señoritas, mientras que ahora son todas licenciadas en sarcasmo.
– Dijo la sartén al cazo -replicó ella.
Llegaron las consumiciones y Siobhan comprobó si tenía mensajes en el móvil.
– Bueno -dijo Rebus-, haré yo la pregunta.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Qué piensas hacer a propósito de Linford?
– ¿De quién?
– Haces bien -replicó Rebus dando un sorbo de café.
Siobhan se sirvió y alzó la taza con las dos manos.
– ¿Hablaste con él? -preguntó y Rebus asintió despacio-. Eso pensé, porque te vieron salir tras él.
– Dijo una mentira de mí a Watson.
– Lo sé. El jefe lo mencionó.
– ¿Tú qué le dijiste?
– La verdad -contestó ella.
Siguieron un rato en silencio dando sorbos a sus respectivas tazas y dejándolas en el platillo como si sus movimientos estuvieran sincronizados. Rebus volvió a hacer un gesto afirmativo con la cabeza aunque no sabía realmente por qué y fue Siobhan la que rompió el silencio.
– Bueno, ¿y qué le dijiste tú a Linford?
– Va a enviarte sus disculpas por escrito.
– ¡Qué generosidad la suya! -hizo una pausa-. ¿Tú crees que lo hará?
– Yo creo que está arrepentido de lo que hizo.
– Únicamente porque puede afectar a su triunfal carrera.
– Puede que tengas razón. De todos modos…
– ¿Crees que debo olvidarlo?
– No es eso, pero Linford sigue sus propias pistas y con un poco de suerte eso le tendrá apartado de ti. Creo que le has metido miedo -añadió mirándola.
– Debería tenerlo -replicó ella sardónica alzando otra vez la taza-. Pero me parece estupendo que procure evitarme; yo también lo haré.
– Me parece muy bien.
– Crees que esta pista no va a ninguna parte, ¿verdad?
– ¿La de Hastings? -ella asintió con un gesto-. No lo sé, en Edimburgo nunca se sabe -dijo Rebus.
Blair Martine les esperaba cuando volvieron al despacho del abogado. Era un hombre mayor rechoncho, con traje de raya diplomática y reloj de bolsillo con cadena de plata.
– Siempre me intrigó si el fantasma de Freddy Hastings vendría a rondarme -dijo.
Tenía en la mesa un montón de carpetas de papel manila y unos sobres atados con cordel. Al rozar con los dedos la carpeta que estaba encima se le llenaron de polvo.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Bueno, nunca fue un caso para la policía, pero un misterio sí, porque desapareció de la noche a la mañana.
– Con los acreedores pisándole los talones -añadió Rebus.
Martine hizo un gesto escéptico. Se notaba que había almorzado opíparamente; tenía las mejillas encendidas y el chaleco a punto de estallar. Al recostarse en el asiento Rebus temió que los botones le saltaran.
– Fondos no le faltaban a Freddy -dijo el hombre-. Eso no quita que hiciera malas inversiones, que las hizo. Pero en cualquier caso… -dijo dando una palmadita en las carpetas.
Rebus estaba impaciente porque se las enseñara, pero estaba seguro de que Martine alegaría la reserva confidencial hacia el cliente.
– Cierto que dejo una serie de deudas -añadió el abogado-, pero ninguna muy importante. Tuvimos que disponer la venta del piso, del que obtuvimos un buen pico, aunque se habría podido conseguir más.
– ¿Suficiente para cancelar deudas? -preguntó Siobhan.
– Sí, más nuestros honorarios. La desaparición de una persona genera muchos gastos -dijo con una pausa.
Se guardaba algo en la manga. Rebus y Siobhan callaban, seguros de su deseo de descubrir la carta escondida. Finalmente, el abogado se inclinó apoyando los codos en la mesa.
– Reservé una cantidad para sufragar los gastos de almacén -añadió en tono conspiratorio.
– ¿De almacén? -repitió Siobhan.
El abogado se encogió de hombros.
– Pensé que Freddy volvería algún día. No le daba por muerto. Por cierto, ¿cuándo es el entierro? -añadió con un suspiro.
– De allí venimos -contestó Siobhan, omitiendo que sólo había asistido media docena de personas.
Un entierro rápido, sin elogio funerario del finado por parte del cura; un entierro de pobre, aunque el difunto no era precisamente pobre.
– ¿Qué hay almacenado exactamente? -preguntó Rebus.
– Efectos personales que tenía en el piso; desde lapiceros hasta una magnífica alfombra persa.
– ¿A la que usted había echado el ojo?
– Más cuanto tenía en el despacho -replicó el abogado mirándole furioso.
Rebus se irguió perceptiblemente.
– ¿Dónde está ese almacén? -preguntó.
La respuesta era: en un tramo perdido de carretera, en los alrededores de la zona norte de la ciudad. Edimburgo, al ser una población costera está limitado al norte y al este por el Firth of Forth. En Granton, un área situada en el extremo norte de la ciudad, tanto los promotores inmobiliarios como el ayuntamiento planeaban grandes proyectos.
– Verdaderamente, hay que tener imaginación -comentó Rebus mirando desde el coche.
Se refería a Granton, una zona sin pretensiones, con tramos de costa peñascosa, llena de horrendas construcciones industriales grises y azotada por el paro. Allí no había más que fábricas con ventanas rotas, enlucidos chapuceros y camiones llenos de hollín. Gentes como sir Terence Conran habían echado un vistazo al lugar y ya soñaban con un futuro de complejos comerciales y de ocio, de naves convertidas en pisos al estilo Docklands, gente con dinero dispuesta a vivir allí, creación de empleos, hogares y todo un nuevo estilo de vida.
– ¿No hay nada en compensación? -preguntó Siobhan.
Rebus pensó un instante.
– El Starbank's es un bar que no está mal -contestó. Ella se le quedó mirando-. Tienes toda la razón -admitió-. Está más cerca de Newhaven que de Granton.
La empresa se llamaba Seismic. Había tres largas hileras de búnqueres de cemento de menor tamaño que un garaje normal.
– Se llaman Seismic porque resisten a los terremotos -dijo el dueño, Gerry Reagan.
– No creo que por aquí sean muy de temer los terremotos -replicó Rebus.
Reagan sonrió. Les guió a lo largo de una de las hileras mientras el cielo se nublaba y un viento fuerte comenzaba a soplar desde el estuario.
– El castillo de Edimburgo está edificado sobre un volcán -replicó el hombre-.¿No recuerdan aquellos temblores de tierra en Portobello?
– ¿No fueron causados por perforaciones mineras? -dijo Siobhan.
– Lo que usted diga -replicó Reagan con ojos chispeantes coronados por pobladas cejas grises. Llevaba gafas de montura metálica y una cadena en el cuello-. Lo cierto es que mis clientes saben que aquí sus cosas estarán seguras hasta el día del juicio final.
– ¿Qué clase de clientela tiene usted? -preguntó Siobhan.
– Muy variada: ancianos que se han mudado a pisos donde no les caben los muebles de antes o gente que viene a vivir aquí o que se marcha al sur, y que a veces venden la casa antes de que les terminen el piso nuevo. Tengo también un par de coches de coleccionistas.
– ¿Y caben ahí? -preguntó Rebus.
– Muy justos -admitió Reagan-. A uno tuvimos que quitarle el parachoques. Aquí es.
Blair Martine les había entregado una carta de autorización que Reagan sostenía en la mano junto con la llave de la puerta basculante.
– Número trece -dijo comprobando la cifra y deteniéndose para abrir el candado y levantar la puerta.
Tal como les había dicho el abogado, los efectos de Hastings habían estado guardados antes en otro almacén, pero hicieron obras allí y Martine tuvo que buscar otro guardamuebles. «Les juro que su desaparición me dio muchos quebraderos de cabeza», y así era cómo las cosas de Hastings habían ido a parar a Seismic en Granton tres años atrás; Martine les dijo que no podía garantizar que todo estuviera intacto. Añadió que él no conocía mucho a Hastings, a quien sólo había visto en alguna cena o en fiestas, y que con Alasdair Grieve no había tenido trato.
– Entonces, si no se marchó por cuestión de dinero, ¿por qué sería? -pregunto Siobhan a Rebus al salir del abogado.
– Freddy no se marchó -contestó él.
– Se marchó y volvió -replicó ella-. ¿Y Alasdair? ¿Será el cadáver de la chimenea?
Rebus no dijo nada.
Al abrir Reagan completamente la puerta vieron que aquello era un batiburrillo parecido a una tienda de curiosidades a la que sólo le faltaba una caja registradora.
– Lo colocamos todo divinamente -comentó Reagan en elogio a su labor de almacenaje.
– Dios nos asista -exclamó Siobhan bajando la voz. Al ver que Rebus marcaba un número en el móvil preguntó-: ¿A quién llamas?
Él, sin contestar, irguió la espalda al recibir respuesta.
– ¿Grant? ¿Está Wylie contigo? Coge un bolígrafo -añadió con torva sonrisa- que voy a darte una dirección. Hay un trabajito ideal para el equipo de arqueólogos.
Linford estaba sentado en el despacho de Carswell, en Fettes. Daba sorbos al té, en taza y platillo de loza, mientras el jefe atendía una llamada. Cuando terminó de hablar por teléfono, Carswell se llevó la taza a los labios y sopló el té.
– Es un desastre lo de Saint Leonard, Derek.
– Sí, señor.
– Se lo dije a Watson en la cara. Si no es capaz de controlar a sus subordinados…
– Perdone, señor, pero en un caso como éste los ánimos se caldean.
– Es de admirar su actitud, Derek.
– ¿Señor?
– Porque observo que no es de los que dejan a un compañero en la estacada aunque se haya portado mal.
– Creo que yo también tengo algo de culpa, señor. A nadie le gusta que venga nadie de fuera a hacerse cargo de una investigación.
– ¿Así que ha sido una especie de chivo expiatorio?
– No exactamente, señor -dijo Linford con la vista en su taza.
Veía unas burbujitas aceitosas flotando y no sabía si era por el té, el agua o la leche.
– Podemos trasladar aquí la investigación -dijo Carswell-. Absolutamente toda, si es preciso y utilizaremos agentes de la brigada contra el crimen para…
– Perdone usted, señor, pero ya es demasiado tarde para comenzar desde cero la investigación. Perderíamos mucho tiempo -hizo una pausa-. Y aumentaría una barbaridad el presupuesto.
Carswell tenía fama de ceñirse a los gastos imprescindibles. Frunció el entrecejo y dio un sorbo al té.
– No, eso si que no, si puede evitarse -dijo mirando a Linford-. Prefiere seguir allí, ¿es eso lo que me quiere decir?
– Creo que podremos convencerles, señor.
– Bueno, Derek, sé que usted vale más que la mayoría.
– La mayor parte del equipo es irreprochable -continuó Linford-, pero hay un par de ellos… -añadió dejando la frase en el aire y volviendo a mirar la taza.
Carswell consultó las notas que había tomado en Saint Leonard.
– ¿No serán el inspector Rebus y la agente Clarke por casualidad?
Linford guardó silencio sin mirarle a la cara.
– Nadie es irremplazable, Derek -dijo el ayudante del jefe de policía con voz pausada-. Nadie, créame.
– Lo mismo de costumbre -dijo Wylie al echar un vistazo con Hood a aquel montón de cosas.
El habitáculo de cemento estaba lleno hasta el techo de escritorios, mesas, sillas, alfombras, cajas de cartón, grabados con marco e incluso un tocadiscos estereofónico.
– Nos llevará días -dijo Hood en tono quejumbroso.
Echarían a faltar, demás, una señora Coghill que les preparara café, así como una cocina acogedora. Aquello, por el contrario, era una especie de descampado donde el viento les irritaba los ojos, y el cielo amenazaba lluvia.
– Bobadas -dijo Rebus-. Lo que hay que buscar son papeles. Se descartan los objetos grandes y las cosas que parezcan de interés las metemos en el maletero. Podemos hacer dos turnos de dos.
– ¿Lo que quiere decir…? -replicó Wylie mirándole.
– Lo que quiere decir que dos separan las cosas y otros dos seleccionan los papeles que haya que llevar a Saint Leonard.
– Fettes está más cerca -alegó Wylie.
El asintió. Pero Fettes era el territorio del mierda de Linford.
– Más cerca está eso -dijo Siobhan como leyéndole el pensamiento, señalando con la cabeza la caseta prefabricada que hacía las veces de oficina de Reagan.
Rebus asintió con la cabeza.
– Voy a hablar con él -dijo.
Grand Hood sacó del garaje un televisor portátil y lo puso en el suelo.
– Pregúntele de paso si tiene una lona, porque no va a tardar en llover -dijo mirando al cielo.
Media hora más tarde comenzaron los primeros chaparrones procedentes del Forth, bañándoles el rostro y las manos con gotas heladas en medio de una espesa neblina que les dejó como aislados del mundo.
Reagan encontró un enorme plástico transparente que en cualquier momento podía echar a volar, por lo que sujetaron tres de sus esquinas con ladrillos, dejando una suelta para pasar. Reagan pensó en algo mejor y les indicó, dos puertas más allá, un hueco vacío, y los tres, Hood, Wylie y Siobhan Clarke, se trasladaron allí con todo mientras Reagan doblaba el plástico.
– ¿Qué hace el jefe? -preguntó Hood a Reagan.
El hombre, guiñando los ojos bajo la lluvia, miró hacia la oficina cuyas ventanas iluminadas eran como dos faros acogedores de un refugio en aquel oscuro atardecer.
– Me ha dicho que va a organizar el puesto de mando.
Hood y Wylie cruzaron una mirada.
– ¿Con té y estufa incluidos? -preguntó Wylie.
Reagan se echó a reír.
– Ha dicho que se harían dos turnos -les recordó Siobhan, pensando en que ojalá encontrasen archivos o algo semejante para poder ella también refugiarse en la caseta.
– Yo cierro a las cinco -dijo Reagan-. Es una tontería seguir aquí cuando se haga de noche.
– ¿Tiene usted alguna lámpara? -preguntó Siobhan para decepción de Wylie y Hood, que ya se habían hecho a la idea de largarse a las cinco.
Reagan tampoco parecía muy complacido, pero por distintos motivos.
– Se lo dejaremos bien cerrado antes de irnos -añadió Siobhan-, con la alarma conectada o lo que haga falta.
– Tengo la impresión de que a la compañía de seguros no le haría gracia.
– ¿Es que alguna vez les hace gracia?
El hombre rió y se rascó la cabeza.
– Bueno, puedo quedarme hasta las seis -dijo.
Enseguida comenzaron a aparecer cajas con archivadores. Reagan llevó una carretilla con el plástico doblado para cargarlos y Siobhan la empujó hasta la oficina. Abrió la puerta y vio que Rebus acababa de dejar libre una de las dos mesas y había puesto en un rincón todo lo que tenía encima.
– Me ha dicho Reagan que usemos ésta -dijo-. Ahí hay un váter químico y un fregadero con hervidor -añadió señalando una puerta-. Habrá que hervir el agua antes de beber.
Siobhan advirtió que al lado de Rebus había una taza en una silla.
– Nos arreglaremos todos con una sola taza -dijo.
Vio un enchufe y puso el móvil a recargar mientras llenaba el hervidor y lo enchufaba. Rebus salió de la caseta para ir metiendo los archivadores.
– Está oscureciendo rápido -comentó ella.
– ¿Cómo va la búsqueda? -preguntó Rebus.
– Hay una luz en el garaje y el señor Reagan dice que puede quedarse hasta las seis.
– Pues hasta la seis -dijo él consultando el reloj.
– Una cosa -añadió ella-. Estamos trabajando en el caso Grieve, ¿verdad?
– Podemos poner horas extras, si es eso lo que estás pensando -dijo él mirándola.
– No vendrán mal para las compras de Navidad… Si me queda tiempo para hacerlas.
– ¿Navidad?
– Claro, hombre, esos días festivos que tenemos ya encima.
– ¿Cómo puedes desconectarte tan fácilmente? -replicó él.
– En mi opinión, ser un buen policía no tiene por qué ser una obsesión.
Rebus volvió a salir a coger más archivadores, a lo lejos veía las figuras de Wylie, Hood y Reagan moviéndose en medio de la niebla y sus tres sombras bailando sobre la superficie desnuda del cemento. Era como una escena intemporal. Durante milenios, el ser humano había trabajado así, moviendo cosas a temperaturas bajo cero y en penumbra. ¿Con qué objeto? Del pasado no quedaba casi nada. Su trabajo precisamente consistía en que los crímenes pasados no quedaran impunes, fueran de la víspera o de veinte años atrás. No porque la justicia o los magistrados lo exigieran, sino en desagravio de todas las víctimas mudas, por las almas errantes. Aunque también por propia satisfacción, porque atrapando al culpable ellos expiaban sus propios pecados, los cometidos y los omitidos. ¿Cómo era posible desconectarse de todo aquello por el hecho banal de intercambiar unos regalos…?
Siobhan salió a ayudarle y rompió el hechizo. Se colocó las manos alrededor de la boca para gritar que estaba haciendo café y ellos respondieron con vítores y aplausos. Ya no era una escena intemporal, sino bien concreta en la que las tres figuras en la niebla asumieron su propia personalidad: Reagan acudió a la carrera, sacudiéndose las manos enguantadas, contento de ser partícipe de algo imprevisto que rompía la monotonía de su jornada solitaria; Hood, dando gritos de júbilo sin dejar de trasladar sillas de un sitio al otro, y Wylie, alzando la mano para decir que le echaran dos terrones de azúcar y que no se olvidasen.
– Qué trabajo más curioso, ¿no? -comentó Siobhan.
– Sí -respondió Rebus, pero ella se refería a Reagan.
– Aquí, todo el día solo, con todos esos búnqueres llenos de secretos y cosas ajenas… ¿No te tienta la curiosidad de saber qué encontraríamos si abriésemos otros?
– ¿Por qué crees que se presta tan solícito a ayudarnos? -añadió Rebus sonriendo.
– ¿Porque es un alma bondadosa? -aventuró ella.
– O porque no quiere que fisguemos demasiado -Siobhan le miró-. ¿Qué crees que he hecho mientras estaba aquí a solas? Echar un vistazo a la lista de clientes.
– ¿Y qué?
– He encontrado un par de nombres que me suenan a peristas de Pilton y Muirhouse.
– Eso está cerca… -comentó ella y Rebus asintió con la cabeza-. Pero no podemos hacer un registro sin una orden judicial.
– Ya, pero es un buen argumento si el señor Reagan se muestra reacio a colaborar. Y algo a tener en cuenta la próxima vez que haya alguna denuncia contra ellos -agregó Rebus mirándola-. No tiene sentido obtener un mandamiento judicial para registrar un piso en Muirhouse si el producto del robo está en un almacén.
Hicieron una pausa al abrigo de la oficina. Hood dijo que él iba a seguir buscando y que Wylie le llevase el café cuando acabase el suyo.
– Ese muchacho no haría buenas migas con los sindicatos -comentó Reagan.
El calor salía de una estufa de gas de tres elementos, pero el frío se filtraba por las rendijas de la caseta y en la ventanita se había formado una capa de vaho de la que escurrían de vez en cuando gotas sobre el alféizar. Era un espacio cerrado de atmósfera viciada débilmente iluminado por la bombilla del techo y una lámpara de mesa. Reagan aceptó un cigarrillo de Rebus formando los dos un frente solidario del que se apartó el dúo de mujeres no fumadoras.
– Propósitos de Año Nuevo -dijo Reagan mirando la punta del pitillo-. Dejar de fumar.
– ¿Lo logrará?
El hombre se encogió de hombros.
– Debería, tengo práctica en intentarlo dos o tres veces al año.
– Con la práctica se llega a la perfección -comentó Rebus.
– ¿Cuánto cree usted que van a tardar? -dijo Reagan.
– Le agradecemos mucho su colaboración -dijo Rebus con el tono de quien recupera su papel de policía y prescinde de la campechanía de fumar un pitillo con alguien, y Reagan captó inmediatamente que aquel inspector podía darle la lata si se ponía tonto.
Se abrió la puerta y entró Grant Hood con un monitor y un teclado que puso en la mesa.
– ¿Qué os parece? -dijo recobrando el aliento.
– Es un modelo viejo -comentó Siobhan.
– Sin el disco duro no sirve de nada -añadió Ellen Wylie.
Hood sonrió. Era la objeción que esperaba. Metió la mano en su abrigo a la altura de la cintura donde se notaba un bulto.
– Antes no había discos duros como los de ahora. Esta ranura lateral es para un disco flexible -dijo sacando media docena de cuadrados de cartón con un agujero en el centro como los antiguos discos sencillos-. Son discos flexibles de nueve pulgadas -añadió enseñándoselos con una mano mientras con la otra mano daba unos golpéenos al teclado-. Seguramente funcionan con el sistema MS-DOS. Así que si ninguno sabe de qué se trata, yo voy a instalarme aquí -anunció dejando los discos en la mesa y frotándose las manos ante la estufa-. Mientras podéis seguir buscando a ver si allí hay más discos.
Al llegar la hora habían vaciado medio garaje y casi todo lo que quedaba eran muebles. Rebus cogió tres cajas de archivadores dispuesto a dedicarles una noche en Saint Leonard. La comisaría estaba tranquila; en esa época del año lo que más había eran carteristas y rateros de tiendas, por la aglomeración en los comercios de Princess Street, donde la clientela con bolsos y carteras se hace notar. A veces, también se daba algún caso de atraco en los cajeros automáticos. Y depresión, había quien decía que era por ser el día más corto y la noche más larga; la gente bebía, se enfadaba, seguía bebiendo y destrozaba todo: ventanas, paradas de autobús, cabinas telefónicas, tiendas y pubs; apuñalaban a sus seres queridos y se cortaban las venas. Era el TAE: trastorno afectivo estacional.
Más trabajo para Rebus y sus colegas. Más trabajo para Urgencias, para los asistentes sociales, los jueces y las cárceles. El papeleo aumentaba a medida que iban llegando las felicitaciones de Navidad. Rebus hacía tiempo que no enviaba tarjetas navideñas pero la gente se empeñaba en seguir con eso: familiares, colegas y hasta algunos de sus amigotes del pub.
El padre Conor Leary siempre le mandaba una, pero aquel año estaba convaleciente; hacía tiempo que no iba a verle. Las camas de hospital le recordaban a su hija Sammy, cuando aún no había recobrado el conocimiento después del accidente que la tenía confinada en una silla de ruedas. A Rebus lo de la Navidad le parecía una farsa en la que todos pretendían estar unidos como si en el mundo no pasara nada. La celebración del nacimiento de un hombre adornada con oropeles y floripondios realizada en una nube de mentiras piadosas y borrachera.
O quizá era su impresión personal.
Examinó todos los papeles de la caja sin precipitarse, haciendo pausas para tomar café y fumar un cigarrillo fuera, en el aparcamiento de la parte trasera de la comisaría. Casi todo era correspondencia comercial aburridísima y había recortes de periódico con anuncios sobre locales comerciales en venta y de alquiler, algunos rodeados por un círculo y otros con dos signos de interrogación al margen. Una vez que hubo identificado la letra de Hastings pudo distinguir las anotaciones de su puño y letra. No tenía secretaria. ¿Dónde encajaba Alasdair Grieve? En las reuniones: siempre aparecía en ellas y en los almuerzos de trabajo el nombre de Alasdair. Quizá fuese una especie de relaciones públicas que gracias a su apellido aportaba algo a la operación. Era el hermano de Cammo, hermano de Lorna, hijo de Alicia…, alguien con quien no desdeñaría sentarse a la mesa un posible cliente.
Volvió adentro para calentarse los pies y siguió sacando papeles de la caja. Poco después tomó un café y dio una vuelta por la planta baja para charlar con el turno de noche en la sala común. Allanamientos de morada, pendencias, riñas familiares, coches robados y destrozados; una alarma antirrobo neutralizada, un desaparecido, un paciente evadido del hospital en pijama. Accidentes de tráfico por el hielo en las carreteras, una denuncia de violación y una agresión grave.
– Vaya noche -comentó el oficial de guardia.
Reinaba la camaradería en el turno de noche. Un agente compartió su bocadillo con Rebus.
– Siempre pongo más de lo que como -comentó.
Era pan integral con salami y lechuga. El hombre tenía otro cartón de zumo, si a Rebus le apetecía, pero rehusó.
– No, gracias -dijo.
Volvió a la mesa y fue anotando lo que había marcado en ciertos documentos doblándoles la esquina o pegándoles notitas con papel adhesivo. Miró el reloj de la oficina y vio que era casi medianoche. Se metió la mano en el bolsillo para ver los cigarrillos que le quedaban: uno. Eso fue decisivo. Guardó los archivadores en un cajón, se puso el abrigo y salió de la comisaría. Fue hacia Nicholson Street, donde había tres o cuatro tiendas abiertas toda la noche. Cigarrillos y algún tentempié: era su lista de la compra, tal vez algo para el desayuno. Había animación en la calle; un grupo de jovenzuelos llamaba a gritos a un taxi inexistente, se veía gente que volvía a casa cargada con bolsas de compra y rostro sudoroso. Era inevitable pisar envoltorios grasientas, trocitos de tomate y cebolla, patatas fritas espachurradas. Pasó una ambulancia a toda velocidad con la luz azul parpadeando pero sin la sirena, fantasmagóricamente muda en medio de la cacofonía callejera. El alcohol hacía subir los decibelios en las conversaciones y se veían también grupos de personas mayores que regresaban del Festival de Teatro o del Queen's Hall.
En puertas y esquinas había corrillos de jóvenes que hablaban en voz baja con miradas furtivas. Rebus veía delitos inexistentes, o quizá era por ir siempre alerta ante la posibilidad de algún delito. ¿Siempre habían sido los juerguistas de medianoche tan estridentes y escandalosos? Pensaba que no. Edimburgo cambiaba a peor y eso se notaba por muchos edificios de cemento y cristal que construyesen. La ciudad antigua moría, herida por aquellos bramidos, el nuevo paradigma de… no exactamente falta de respeto a la ley, pero sí de falta de respeto en cualquier caso: al entorno, a los vecinos, a uno mismo.
El miedo era más que evidente en los tensos rostros de los más viejos, que aferraban el rollo de papel del programa teatral, pero era un miedo mezclado con tristeza e impotencia. Impotentes para cambiar aquel estado de cosas, sólo esperaban sobrevivir. Al llegar a casa se derrumbarían en el sofá, echarían el cerrojo a la puerta, correrían las cortinas con las contraventanas bien cerradas y se prepararían un té para mojar unas galletas contemplando el papel pintado de las paredes pensando en el pasado.
Delante de la tienda había un grupo heterogéneo de jóvenes y una música estridente salía de unos coches aparcados junto a la acera. Al lado, dos perros intentaban copular animados por sus respectivos dueños para escándalo de las chicas que chillaban y apartaban la vista. Rebus entró en el comercio y la intensa luz le hizo cerrar los ojos un instante. Pidió un paquete de salchichas y cuatro panecillos, fue al mostrador a comprar tabaco y lo guardó todo en una bolsa blanca de plástico para llevárselo a casa. Tenía que haber girado a la derecha, pero giró a la izquierda.
Necesitaba orinar y el Royal Oak quedaba a un paso. Era un local cercano a la calle principal que nunca cerraba, y donde se podía ir a los servicios sin pasar por el bar. Al entrar había que cruzar un zaguán para llegar a la puerta del bar, pero allí mismo había una escalera que bajaba a los servicios. A los servicios y a otro bar más tranquilo. El bar de encima del Oak era famoso, estaba abierto hasta muy tarde y siempre había música en directo. Los clientes entonaban canciones tradicionales y a continuación actuaba algún guitarrista español de flamenco y tras él un individuo con cara de asiático y acento escocés que cantaba blues.
Sorpresas de la vida.
Antes de bajar por la escalera miró por la ventana. Era un pub pequeño y aquella noche estaba a rebosar: caras relucientes de gente mayor y bebedores empedernidos, más los curiosos y los incondicionales. Alguien entonaba una canción; una voz sola. Vio violines y un acordeonista inactivos y el público atento al cantante de buena voz de barítono, que estaba en un rincón hacia el que convergían todas las miradas, pero Rebus no lo veía. La letra de la canción era de Burns:
Lo que no pudieron someter la fuerza ni la astucia,
en muchos siglos de guerra,
lo doblegan ahora unos cobardes,
por mísero dinero mercenario…
Iba ya a bajar por la escalera pero se detuvo porque acababa de ver una cara conocida. Retrocedió y acercó más la cara al cristal. Sí, sentado al lado del piano estaba el compadre de Cafferty, el que había estado en la cárcel con él. ¿Cuál era el nombre? Ah, sí, Rab. Un rostro sudoroso, amargado, con el pelo liso y unos ojos apagados. En la mano sostenía una bebida que Rebus pensó sería vodka con naranja.
En aquel momento el cantante dio un paso adelante y pudo verle bien.
Era Cafferty.
Pudimos a la espada inglesa,
enardecidos en nuestro firme coraje,
pero el oro inglés fue un veneno,
como un hatajo de granujas de la nación…
Al terminar la estrofa Cafferty miró hacia los cristales y cuando vio que Rebus entraba para acercarse a la barra sonrió forzadamente. Rab le miró, quizá tratando de recordar quién era. Se acercó una camarera a atender a Rebus y él pidió media jarra y un whisky. En la barra no hablaba nadie; reinaba un respetuoso silencio. Una lágrima asomaba en los ojos de una patriota sentada en un taburete, con un vaso de coñac con Coca-cola en mano. Su desarrapado acompañante le acariciaba los hombros.
Al concluir la canción sonó un aplauso y algunos silbidos y vítores. Cafferty hizo una reverencia, alzó su vaso de whisky y brindó al público. El cese de los aplausos fue la pauta para que el acordeonista iniciara su actuación. Cafferty respondió a algunos cumplidos en su camino hacia el piano, donde se inclinó a decir algo a Rab al oído. Tras lo cual, como esperaba Rebus, se acercó a la barra.
– A modo de reflexión para cuando lleguen las elecciones -dijo Cafferty.
– En Escocia hay muchos sinvergüenzas -replicó Rebus- y no creo que con la independencia vaya a haber menos.
Cafferty no entró al trapo y brindó a la salud de Rebus apurando el whisky de un trago antes de pedir otro.
– Y uno más para mi amigo, el Hombre de paja.
– Ya tengo uno -dijo Rebus.
– Sea simpático conmigo, Hombre de paja, hoy que celebro mi regreso -dijo Cafferty sacando del bolsillo un periódico doblado por la sección inmobiliaria que dejó en la barra.
– ¿Al mercado? -replicó Rebus.
– Pudiera ser -respondió Cafferty con un guiño.
– ¿De qué modo?
– Me han dicho que hay que hacer una limpieza en el antiguo Edimburgo en las actuales circunstancias.
Rebus señaló con la cabeza hacia el piano, donde Rab había cambiado de posición la silla para poder ver mejor la barra.
– No sólo le da al alcohol, ¿eh? ¿Toma pastillas?
Cafferty miró hacia su guardaespaldas.
– En la cárcel se consigue lo que se necesita. Le advierto -añadió sonriendo- que he estado en celdas más grandes que este barecito.
Llegaron los vasos de whisky y Cafferty añadió agua al suyo mientras Rebus le observaba. Rab se le antojaba un compinche inaudito para Cafferty aunque, ciertamente, en un lugar como Barlinnie se necesita protección. Pero ahora que había vuelto a sus reales, donde no le faltaban hombres, ¿qué vínculo existía entre Cafferty y Rab, qué unía a Rab con Cafferty? ¿Había sucedido algo en la cárcel o… estaba sucediendo algo? Cafferty aguardó con el jarrito de agua sobre el vaso de Rebus hasta que éste asintió al fin con la cabeza y, después de servirlo, alzó el vaso.
– Salud -dijo.
– Slainte -añadió Cafferty dando un sorbo y enjuagándose la boca.
– Ya veo que estás muy contento -dijo Rebus encendiendo un cigarrillo.
– ¿De qué sirve poner cara larga?
– ¿Quieres decir salvo para alegrarme a mí la vida?
– Hay que ver lo duro que es, Hombre de paja. A veces me pregunto si no es más duro que yo.
– ¿Hacemos la prueba?
Cafferty se echó a reír.
– ¿En mi actual estado? ¿Y con usted tan enfadado? -Negó con la cabeza-. En otra ocasión tal vez.
Permanecieron en silencio y Cafferty aplaudió al terminar de tocar el acordeonista.
– Es francés, ¿sabe? Casi no habla inglés. Encoré! Encoré, mon ami! -añadió dirigiéndose al hombre.
El hombre le dirigió una reverencia. Estaba sentado en una de las mesas y a su lado el guitarrista entonaba los acordes del próximo número. Reanudaron la actuación con algo más melancólico, y Cafferty se volvió hacia Rebus.
– Es curioso que el otro día sacara a relucir a Bryce Callan.
– ¿Por qué?
– Porque yo precisamente quería ver a Barry para saber cómo seguía el viejo Bryce.
– ¿Y qué ha dicho Barry?
Cafferty miró su bebida.
– Nada. Sólo sé que un mensajero le llevó mi recado -dijo con cara sombría, aunque se echó a reír-, pero el pequeño Barry aún no ha dicho nada.
– Ahora el pequeño Barry es muy importante en Edimburgo, Cafferty. Quizá no le interese que le vean contigo.
– Sí, pues que tenga suerte, pero nunca llegará a ser ni la cuarta parte de lo que fue su tío -comentó apurando el whisky.
Rebus se sintió obligado a invitar a una ronda sin dejar de dar de vez en cuando un sorbo a la cerveza y al whisky con agua, para acabarlos y concentrarse en el que iban a servirles. ¿Por qué demonios le estaría contando Cafferty todo aquello?
– Quizá Bryce estuvo acertado al largarse y retirarse al sol -dijo Cafferty en el momento en que les servían los whiskies.
– ¿Te propones seguir su ejemplo? -preguntó Rebus mientras añadía el agua.
– Pues, a lo mejor. Nunca he estado en el extranjero.
– ¿Nunca?
Cafferty negó con la cabeza.
– Una vez tomé el transbordador de Skye.
– Ahora hay un puente.
– Siempre que hay algo bonito lo estropean -dijo Cafferty frunciendo el entrecejo.
En su interior, Rebus estaba de acuerdo pero no quería dárselo a entender a Cafferty.
– Es mucho más cómodo el puente -replicó.
Cafferty se puso aún más ceñudo, como apenado… Pero era dolor auténtico porque se encogió y se llevó la mano al estómago al tiempo que dejaba el vaso en la barra buscando algo en el bolsillo. Llevaba un blazer oscuro con un jersey negro de cuello alto. Sacó dos comprimidos y se los tragó con un poco de agua, que echó en un vaso vacío.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Rebus con cierta indiferencia.
Cafferty, ya repuesto, le dio un golpecito en el antebrazo tranquilizándole.
– No es más que una ligera indigestión -dijo cogiendo el vaso de whisky-. Nos están desplazando, ¿eh, Hombre de paja? Barry podría haber seguido el camino de su tío, pero ahora es un hombre de negocios. Y en cuanto a usted… Seguro que la mayoría de sus colegas del DIC son más jóvenes y además universitarios. Los tiempos cambian, dicen todos -añadió abriendo los brazos-. ¿No es verdad lo que digo?
Rebus le miró y bajó la vista.
– Tienes razón.
Cafferty se mostró complacido al ver que estaba de acuerdo con él en algo.
– No le debe de faltar mucho para jubilarse -dijo.
– Aún tengo unos años por delante.
Cafferty alzó las manos en gesto conciliador.
– No era mi intención compadecerle -dijo echándose a reír.
Rebus estuvo a punto de hacerlo también. Pidieron otra ronda de whiskies y un vodka con zumo que Cafferty llevó a Rab. Al regresar a la barra Rebus volvió a preguntarle por el guardaespaldas.
– A juzgar por su aspecto esta noche, no creo que te sea de mucho servicio -comentó.
– Me daría buen apoyo, no se preocupe.
– Si no me preocupo. Es que estaba pensando si no sería la ocasión propicia para darte un puñetazo.
– ¿Un puñetazo? Hostia, hombre, en mi estado actual, con un simple estornudo me tumbaría en el suelo hecho añicos. Vamos, tómese otra.
– Tengo que hacer -dijo Rebus negando con la cabeza.
– ¿A estas horas? -preguntó Cafferty alzando tanto la voz que algunos clientes volvieron la cabeza, aunque a él eso le traía sin cuidado-. A esta hora de la noche no hay cuervos que espantar, Hombre de paja -dijo echándose a reír de nuevo-. No quedan muchos de esos viejos garitos, ¿eh? Ahora todo son pubs temáticos. ¿Se acuerda del Castle o'Cloves?
Rebus dijo que no.
– Era el mejor pub que había. Yo iba mucho allí. Y fíjese… ya ni existe. Ahora es un almacén de bricolaje. Está en la calle de su comisaría.
– Conozco el sitio -comentó Rebus asintiendo con la cabeza.
– Todo está cambiando -dijo Cafferty-. Quizá lo mejor, después de todo, fuera retirarse del juego. No sería mala idea -añadió llevándose el vaso a los labios y apurando el whisky.
Rebus respiró profundamente.
– ¡Achísss! -exclamó exageradamente, estornudando sobre el pecho de Cafferty y comprobando el efecto en el blazer antes mirar a Cafferty a los ojos, que de haber sido dos pistolas no habrían dejado bicho viviente en el pub-. Me mentiste -añadió tranquilamente, alejándose de la barra en el momento en que el guitarrista terminaba de afinar el instrumento.
– ¡Escupiré sobre su tumba! -gritó Cafferty apagando la música un instante y limpiándose las gotitas de saliva de la camisa-. ¿Me oye, Hombre de paja? ¡Bailaré sobre su puto ataúd!
Rebus cerró la puerta al salir y realizó una profunda inspiración de aire fresco nocturno. Se oía el jaleo de los jóvenes que volvían a casa. Apoyó la cabeza en un muro como si fuera una compresa refrescante para sus pensamientos en ebullición.
«Bailaré sobre su ataúd.»
Extrañas palabras en boca de quien está desahuciado. Siguió por Nicolson Street hasta los puentes, y desde allí a Cowgate, deteniéndose cerca del depósito de cadáveres a fumar un cigarrillo. Llevaba la bolsa con los panecillos y las salchichas, pero le parecía como si ya nunca más fuera a tener hambre. Tenía exceso de bilis en el estómago. Se sentó en un murete.
«Bailaré sobre su ataúd.»
Una giga, desenfrenada y torpe; sí, una giga.
Volvió a Infirmary Street y pasó de nuevo junto al Royal Oak, pero esta vez sin acercarse a los cristales. No se oía música; sólo una voz cantando.
Qué lentas discurrís, horas interminables
qué monótonos días tristes.
Qué rápido pasabais
cuando yo estaba con mi amada…
Era Cafferty de nuevo con otra canción de Burns. Cantaba con gusto y le daba sentimiento con aquel tono triste. Vio a Rab cerca del piano, con los ojos semicerrados, respirando con esfuerzo. Era dos hombres recién salidos de la cárcel: uno que agonizaba cantando y el otro, un desecho en libertad. Era totalmente absurdo.
Rebus lo sentía en el fondo de su corazón fracasado.